la sombra

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Un robo que nunca debió de producirse, un pasado repleto de cosas que quedaron en el tintero .

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© Juan Santos Cánovas Carayol

Edición

www.pasionporloslibros.es

Diseño y maquetaciónAusiàs

I.S.B.N.978-84-938525-4-2

Depósito Legal

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El nacimiento de este relato surgió, como tan-tas cosas en mi vida, entre risas, cafés y promesas. Su puesta en escena se basa más en la calidad hu-mana de los lectores que en la suya propia. Desde el primer día constituyó un ejercicio literario (ade-más de un reto) y como tal, me ha servido para aprender que la regularidad es como el oxígeno; imprescindible. Que las seis de la mañana es una hora perfecta para escribir, que ver amanecer to-dos los días te hace sentir más vivo. Que en este mundo mágico de la escritura, las críticas puedan ser un lazo de unión. Que las berenjenas reboza-das y los paseos por Granada de fin de mes cons-tituyen ya un elemento indispensable en mi vida. Que escribir no es más que abrir una puerta a los sueños imposibles, a las emociones pérdidas. Esta mini-novela me ha servido para aprender mucho y para recordar que es todo gracias a vosotros. A Ignacio y sus diabluras, a la inteligencia de niño de mi Juan (¡Dios mío!, cuánto lo quiero) a Encarni y su paciencia infinita, a Vicente, a Jose e Inma, (no me gusta como lo he escrito, demasiado juntos, de-masiado amorosos) a Maria Angustias y sus con-sejos, a Antonio Ayllón y sus continuas lecciones. A Covi-Jose y su presencia silenciosa, pero tran-quilizadora, a Vanesa por su esfuerzo por segunda vez, a Marisa por desafiarme con su Pluma de la Verdad, a Carmen, a Franci, Ange, Rosi, Laura, Iván, María, Celia, Laura, Sergio, Arantxa, . La lis-ta sería interminable, perdón por los que se me ha-yan pasado, pero gracias, gracias por hacer que mi vida no sea plana. Gracias y espero que os guste.

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La figura de Ernesto se adivinaba a lo lejos tras la amplia cristalera, como casi todas las mañanas. Le gustaba contemplar las magníficas vistas que tenía su despacho, le ayudaba a pensar. Constituía un ritual tomarse el café mientras contemplaba los arrayanes del patio y tras este, el inmenso valle aunque, en los últimos días, algo había roto la rutina de aquellas tranquilas mañanas de otoño. Era la quinta vez en dos semanas que aquel desconocido visitaba a Nicky. No hablaban, por lo menos este último, cosa habitual en él. Tan solo el visitante mantenía una charla animada consigo mismo, ya que en ninguna ocasión había obtenido respuesta a su conversación. El forastero se había presentado como un viejo amigo de la infancia, pero Tomás Segura, verdadero nombre de Nicky, no había he-cho ni el más mínimo gesto de reconocimiento. Había permanecido ajeno a todo, sumido en su propio mundo como casi siempre. Como director del centro residencial, una de las normas prioritarias que había impuesto desde que accediese al puesto había sido la libertad total a la hora de las visitas. Al personal le suponía un trastorno dicha norma, pero los ancia-nos, una vez dejados allí, aparcados en aquel cementerio de elefantes con magníficas vistas y habitaciones de lujo, apenas recibían visitas, y no iba a ser el centro el que pusiera traba alguna a estas. Así, después del desa-yuno, Alberto Montero, creía recordar que se llamaba, se presentaba en la residencia, preguntaba por Nicky y lo esperaba en el patio. Cuando los cuidadores lo llevaban, le daba la mano y el paquete de tabaco que solía traerle. Casi siempre permanecían sentados, Nicky en su silla de ruedas, Alberto en un banco, aunque, en alguna ocasión, este había dado un paseo a su supuesto amigo por los jardines. El derecho a la intimidad era una norma sagrada en la institución, y más en el caso del residente de la ha-bitación nueve, celoso como nadie de sus cosas, pero le habría encantado poder escuchar aquel curioso monólogo que visita tras visita se repetía.

— El tiempo lo borra todo. No creas que somos tan distintos. Te asustaría saber cuánto nos parecemos. Seguramente lo único que nos diferencie sea esto. Esta residencia donde estás. Tú, al menos, tienes gente con la que hablar, o tomar un café. Yo, bueno, hace más de cinco meses que mi hija no me llama; desde Navidad. En realidad, no me lla-ma casi nadie. A nuestra edad, se pierden los amigos. Unos se van, y los que quedan se convierten en muebles inertes en algún rincón de una casa, que por supuesto no es la suya. Marian murió hace cuatro años, desde entonces no he sido más que una sombra molesta que deambula

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de un lado para otro. Por suerte, mi salud es buena, aún me valgo por mí mismo, pero tarde o temprano acabaré aquí o en lugar similar. Tú no tuviste hijos, no sabes de lo que te hablo. Me hubiese dejado matar por que ellos no sufrieran y ahora, una me llama cada cinco meses y el otro me escribe por Navidad o me manda algún detalle desde algún rincón del mundo. No sé cuándo falleciste tú, pero te aseguro que mi defunción se produjo el día en que Marian abandonó este mundo. Sí, estamos muertos, y lo que te ofrezco es lo único que puede modificar parcialmente esta situación. Piénsalo.

Alberto se levantó del banco en el que se hallaba sentado y condujo a su compañero hasta la entrada del edificio. Se despidió de él y se enca-minó hacia la calle. Nicky fue acompañado hasta su habitación por uno de los cuidadores, que hablaba simulando verdadero entusiasmo sobre la cantidad de visitas que recibía últimamente.

Al cerrarse la puerta tras de sí, Nicky empujó las ruedas de su silla hasta situarla junto a la ventana. Desde allí vio marcharse a Alberto Montero. Andaba despacio, inseguro, el tiempo no había sido agrade-cido con él. Años atrás, la sola mención de su nombre o la sospecha de que se hallaba cerca producía una sensación de miedo en él que hacía que no durmiese durante varias noches. Ahora, contemplarlo así, débil, indefenso, le producía casi lástima. Los papeles se habían invertido. Cuando no tienes nada, nada puedes perder. Es lo bueno de la soledad, es difícil perder a tus seres queridos si nunca han existido. Por el con-trario, si tu vida se basa en el reconocimiento, en lo que los demás espe-ran de ti, tarde o temprano acabarás suplicando a tu peor enemigo que te ayude, que te deje volver a ser alguien. Absorto en sus pensamientos, Nicky apenas percibió que alguien se acercaba a su puerta.

— Buenos días, Tomás– dijo afablemente Ernesto.— Si decide espiarnos debería cambiar de colonia, se huele a kiló-

metros– contestó secamente el anciano.— ¿Por qué iba a espiaros?, ¿hay algún secreto que yo deba saber?-

dijo sonriendo el director del centro.El anciano no contestó, se limitó a girar su silla y arrellanarse con-

tra su respaldo.— Debería estar contento, su amigo viene con mucha frecuencia.

Lleva aquí dos años sin ningún tipo de visitas y ahora en dos semanas cinco. Enhorabuena.

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— Yo no tengo amigos.— Pues ese hombre se muestra muy amable con usted, debería mos-

trarse más cordial con él. Le trae tabaco, lo acompaña por el jardín. No hay mucha gente aquí que tenga tanta suerte– insistió el director.

— ¿Usted tiene amigos?– preguntó el anciano— Sí, por suerte, bastantes.— Es usted un iluso.Nicky puso en marcha el motor de su silla de ruedas y salió de

la habitación, dejando plantado a Ernesto y dando por finalizada la conversación. Durante el resto del día, el anciano permaneció callado, inaccesible como siempre al resto del mundo, con la única diferencia de que su mente no dejó de trabajar. Trató de evitarlo, pero no pudo. Las imágenes no cesaban de llegar hasta su cerebro. Era como si el maldito inspector Montero hubiese vuelto para desenterrar todo aquello que podía hacerle daño. Nicky siempre había tenido un sexto sentido para analizar a las personas. Si ocultaban algo o no eran de fiar, enseguida se encendía una señal de alarma en su estómago, un ligero cosquilleo que le avisaba. Nunca se había equivocado al respecto. En varias oca-siones lo comprobó y efectivamente el detector sensorial con el que el de arriba lo había provisto funcionaba a la perfección. El problema ra-dicaba en que se acercaba a los setenta años, llevaba muchísimo tiempo sin necesidad de comprobar nada y ahora no sabía si aquella señal de alarma que su organismo producía se había desactivado para siempre, o era que en realidad el odiado inspector Alberto Montero, no dejaba de ser mas que un pobre viejo olvidado por todos, que apenas acertaba a sujetársela para ir al servicio. Imaginó de esa guisa a su eterno ene-migo y no pudo reprimir una sonrisa. A lo lejos, el director captaba esa sonrisa, la primera desde que llegó a su residencia.

— Buenos días. Tienes buen aspecto,- dijo Alberto. Te he traído esto, ya sé que no necesitas nada. Es solo un gesto de cortesía- le dijo mientras le alargaba un paquete de cigarros. Esto es lo único bueno que tiene la policía; la jubilación. El trabajo es un asco, sin horarios, siem-pre mal dormido, mal comido, pero eso sí, cuando te jubilas te queda una paga muy digna para no estar haciendo nada. Además, tampoco tienes dónde gastarla. La ropa te la regalan los hijos, los nietos la colo-nia, no tienes a nadie con quien tomar una cerveza y nunca consigues que se te empine. Te sobra prácticamente todo.

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— ¿Cómo son tus hijos?- preguntó de repente Nicky. El inspector se quedó un rato callado mirando la hierba del jardín.— Mis hijos son lo más maravilloso del mundo. Es lo mejor que

me ha pasado nunca. Te hablo tan mal de ellos porque los echo de menos. Pero no creas una palabra de lo que te he dicho. Yo sé que me quieren, seguramente no como yo a ellos, pero no los culpo. Pasaron muchas noches con su madre únicamente, mientras yo andaba detrás de ti. Muchas horas llorando porque tenían miedo, fiebre, etcétera. Si hay alguien culpable, ese soy yo.

— Debe estar bien sentir algo así por alguien- musitó en voz baja Nicky

Su voz tembló ligeramente, mientras su mente volaba hasta una noche en Ginebra, hasta una habitación pequeña y una llamada de te-léfono. En su cabeza sonó el llanto de un bebé recién nacido y todos los músculos de su cuerpo se tensaron haciendo moverse la silla de ruedas. Su rostro se crispó y por un momento sintió que se le paraba el corazón. La llamada de teléfono apenas duró un minuto, luego el silencio. Un silencio que duraría semanas hasta que una nueva llamada de teléfono partía su corazón en mil pedazos. “El niño murió a las pocas horas, y yo……., a mí no me volverás a ver nunca”.

— ¿Te encuentras bien?- preguntó Alberto. Estás pálido.Las palabras del antiguo inspector le devolvieron lentamente a la

realidad del momento pero, aun así, no contestó durante un largo rato. Su acompañante no dijo nada, se limitó a quitar el freno de la silla y empujarla por los jardines. A lo lejos, tras una gran cristalera, alguien observaba.

— No pierde detalle ese director vuestro. Imagino que no sabe quién eres- dijo Alberto

— Yo no soy nadie. Y suponiendo que fuese alguien, ¿por qué iba a hacer lo que me pides?

— Tú sí eres alguien, eres, o has sido el mejor ladrón de todos los tiempos. Y tienes que hacer lo que te pido porque se lo debes a ella. Le debes una explicación- contestó Montero

— Ella no existe- respondió Nicky— Sí existe. Tú cambiaste los cuerpos. Lo investigué, aunque no

era mi caso. Nunca dije nada de aquello.— Yo no cambié nada.

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El viejo inspector escrutó durante unos segundos la mirada de su acompañante y únicamente creyó ver dolor en ella.

— Pues los informes de ADN no coincidieron. Y con el ADN no hay margen de error

Los ojos de Nicky cobraron un brillo que no tenían desde mucho tiempo atrás. El anciano miró al inspector fijamente, y este supo que acababa de abrir una puerta que le llevaría hasta su objetivo.

— Veo que acabo de alegrarte el día. Te lo contaré todo, no te pre-ocupes, pero tranquilízate o el chico de la ventana mandará a alguien con cualquier excusa.

El inspector Alberto Montero sacó su cajetilla de tabaco, ofreció un cigarrillo a su acompañante y se llevó uno a su boca. Lo encendió, aspiró profundamente, se sentó en un banco y comenzó a hablar len-tamente.

— Yo estaba en el norte, concretamente en Santander cuando ocu-rrió. Me enteré de casualidad. Llamé a Serrano y estaba en el lugar del accidente. “Isabel Salvatierra, treinta y seis años. Está destrozada”. Esas fueron sus palabras. Tomé el primer vuelo que salía, aquella tarde esta-ba en Madrid. Nadie reclamó el cadáver o lo que quedaba de él. Me ex-trañó mucho. Isabel no era especialmente popular, pero sí tenía amigos. Le pedí a Serrano que solicitase una muestra de ADN, aunque fuese de forma extraoficial. Tuve que darle todo tipo de explicaciones, pero al final lo hizo. El funeral se hizo de oficio, rodeé todo el edificio, luego el cementerio. No apareciste. En ese momento tuve la certeza de que no era ella, de que tratabas de engañarnos para protegerla y protegerte con una muerte ficticia. Habrías ido a verla. Eres un romántico y tienes un sentido del honor totalmente en desuso en estos tiempos. Los resul-tados de los análisis me dieron la razón unas semanas más tarde. Sabía que no era ella, pero no comenté nada con el resto del equipo, quería que creyeses que me habías engañado. Más tarde o más temprano irías a verla y en ese momento serías mío. Sin embargo, el tiempo fue pa-sando y tú no aparecías. Luego conoció a Ibrahim, se fue a vivir con él y creí que todo acabaría ahí. Estaba en lo cierto, tú nunca apareciste. Años más tarde, en comisaría se recibió una llamada anónima, aler-tándonos sobre gritos en uno de los pisos del bloque. La dirección me resultó familiar, así que me acerqué y la suerte me sonrió. Eran ellos. Ibrahim le acababa de dar una paliza a Isabel.

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Los brazos de Nicky se tensaron y sus uñas se clavaron en el repo-sabrazos de la silla.

— Sí, le pegaba. No fue la única vez- dijo Alberto despacio. Hubo otras muchas palizas. Tú nunca apareciste.

— ¡Cabrón!, ¡hijo de puta! La utilizaste de cebo para atraparme, dejaste que le pegara solo por cogerme. Te mato, hijo de…

La figura de Ernesto, el director de la residencia, apareció de la nada, haciendo que un incómodo silencio reinase durante breves segundos.

— Buenos días. He creído ver que discutían. Con cualquier otro anciano me habría preocupado, pero en su caso Nicky, casi me alegra saber que sale de su mundo de indiferencia - dijo Ernesto

— Hablábamos de fútbol. Además, a ti qué coño te importa- res-pondió agriamente el anciano.

— Bueno, me marcho- dijo el viejo inspector.- Volveré mañana si quieres.

Nicky no contestó mientras veía cómo se alejaba Alberto. — ¿Qué ha ocurrido?- preguntó ErnestoEl anciano, sin mediar palabra, dejó caer sus manos sobre las ruedas

de su silla y esta comenzó a moverse lentamente hasta desaparecer en el interior del edificio. Aquel día no acudió al comedor, tampoco a la biblioteca como hacía alguna tarde. Solo a final del día, cuando Ernesto se disponía a marcharse apareció en la entrada del edificio.

— Tengo que hacer una llamada de teléfono.Ernesto le indicó con la mano la centralita de la entrada— Privada- apuntó secamente el ancianoEl director lo miró durante unos instantes y le indicó que lo acom-

pañase. En unos segundos llegaron hasta la puerta del despacho. El director cedió el paso al anciano.

— Sé como funciona, gracias- dijo este cerrando la puerta tras de sí.— Sí, lo haré- dijo tras marcar el número-. Pero con una condición.Durante unos segundos la conversación se detuvo. Tras un breve

carraspeo al otro lado de la línea, Nicky continuó.— Sé que te quedan amigos allí. Quiero que la protejas, a ella y a sus

hijos si los tiene. Y quiero que me cuentes todo lo que sepas.— De acuerdo - contestó Alberto— Ah, otra cosa. Recuerda que ya no eres inspector de policía. Si a

alguien le ocurriese un accidente, tú estás retirado, no te metas.

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— De acuerdo- volvió a contestar Alberto con una sonrisa en la boca.

— Hasta mañana entonces- dijo Nicky mientras colgaba el auricular.El anciano salió del despacho, carraspeó un gracias escueto y se

dirigió a su habitación ante la perpleja mirada del director de la resi-dencia. Aquella noche no consiguió conciliar el sueño, nada de aquello encajaba. Tomás Segura, conocido cariñosamente como Nicky entre las pocas personas que llegaron a considerarse amigos suyos, vio ama-necer aquella mañana de primeros de octubre. Había visto salir el sol muchos días, casi todos desde que ingresó voluntariamente en aquella residencia, pero no con aquel estado de ansiedad y nervios. Los mi-nutos se hicieron eternos y el miedo se apoderó de él. Una sensación prohibida durante años. Horas y horas de ejercicios de autocontrol no servían de nada en esos momentos. Sí, La Sombra, temblaba como un flan, como un niño asustado. En esos instantes, fue consciente de que las palabras de Alberto Montero eran una cruda realidad que estaba matando al inspector. No sería la única muerte que ocurriría en breve, pensó. A él también le quedaban amigos, bueno, amigos no, gente que le debía favores. El tal Ibrahim tenía los días contados, a pesar de que a esas alturas sería casi tan viejo como él. Calculó mentalmente la edad de Isabel. Cuando la conoció, ella apenas tenía treinta y dos y él aca-baba de cumplir los cuarenta y cuatro. Imaginó a un cerdo seboso con sesenta y tantos años. Por unos instantes lo vio poniéndole la mano encima a su Isabel y su corazón se aceleró violentamente. Esperaría las noticias del inspector, pero el cerdo Ibrahim podía darse por muerto.

Alberto Montero llegó caminando como siempre. Llevaba un abri-go largo y una fina bufanda marrón alrededor del cuello, a pesar de no hacer excesivo frío. Traía una bolsa en la mano. Nicky lo vio desde la lejanía de su ventana. Esperó a que el inspector preguntase en recep-ción por él. Dejó que sonara el interfono de su habitación y dijo que bajaría en unos instantes. Toda aquella obra de teatro no servía para nada. Sabía que no engañaría al inspector, Alberto Montero nunca se había dejado engañar fácilmente y en esta ocasión de sobra sabía que tenía a Nicky contra las cuerdas. De todas formas, a esas alturas de su vida, poco importaba ya, salvo el hecho de no darle la satisfacción al inspector de verlo retorcerse de desesperación ante él. Aguantó cuanto pudo, pero en menos de quince minutos estuvo en la puerta. Miró de

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soslayo a su viejo enemigo y le dio la impresión de que tampoco él ha-bía dormido mucho. Tal vez no todos los ases estuviesen en poder de su inesperado amigo, pensó.

— Buenos días. Tienes mal aspecto, parece que no has dormido bien – dijo Nicky

— Hace años que no duermo bien- contestó el inspectorNicky no dijo nada. Introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta,

sacó unas monedas y se dirigió hacia la máquina de café.— Tomaremos café en una de las mesas del porche. A estas horas

nunca hay nadie. Prefieren la sala de terapia o el gimnasio.Alberto Montero asintió con la cabeza. Durante toda la noche había

diseñado un plan para abordar el tema de la mejor manera posible, y ahora, ante la sombra del hombre que realizó el mejor de los atracos de la historia, veía cómo su plan se desintegraba, como si de arena se tratase. La mano del anciano le alargó una taza de café humeante. La cogió y se sentó en un banco pegado a una pared, junto a la mesa. Dejó sobre ella la taza, sacó una pequeña libreta, un bolígrafo y una graba-dora. Nicky lo miró sorprendido.

— Si vas a utilizar eso, puedes dar por terminada la sesión. — Sí, la voy a utilizar. Mi memoria no es la de antes, la tuya tam-

poco- contestó Alberto— No puedes dejarme morir en paz, tienes aunque sea a las puertas

de la muerte, que encerrarme. Necesitas un último acto de gloria. No puedes dejar esa mancha en tu historial.

— Me importa una mierda mi historial, y no creo que nadie te en-cierre. Se necesitan pruebas para ejercer una acusación, y una graba-ción, como muy bien sabes, no es válida en ningún proceso judicial.

Nicky se quedó pensativo durante unos instantes. Todo lo que había dicho el inspector era cierto. Sin embargo, no se fiaba de él, nunca lo había hecho y le había ido bien — Está bien, hagamos un trato. Utiliza el chisme ese, salvo cuando hablemos de Isabel- dijo Nicky.

— De acuerdo.— Comenzaremos por Isabel. ¿Qué sabes de ella?, ¿dónde está?-

preguntó Nicky con ansiedad.— No, no comenzaremos por ella. Comenzaremos por el principio

de todo. ¿Quién me asegura que cuando te cuente lo que quieres saber no enmudecerás de nuevo? De momento te tendrás que conformar con

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saber que ella está bien, dentro de lo bien que se puede estar con nues-tra edad. Y no es necesario que llames a nadie, Ibrahim está muerto; lo maté yo.

Nicky lo miró fijamente a los ojos, mientras un nudo se agarraba en lo más profundo de su estómago. No estaba acostumbrado a esa situa-ción, pero no había ningún tipo de salida. Tendría que dejar su vida en manos del que un día fue su más mortal enemigo. Evaluó las palabras del inspector, parecían sinceras.

— Por dónde quieres que comencemos- dijo en voz baja— Por el principio, quiero toda la historia— Soy Tomás Segura Oliveira, natural de Beziers, mi número de

tarjeta de identidad es…— Para. Sé perfectamente quién eres. Esto no es una declaración,

no estás en las dependencias de la policía y por lo que a mí respecta no lo estarás nunca- dijo el inspector.

Nicky hizo ademán de que lo dejase seguir. El inspector supo que aquellas palabras llevaban demasiado tiempo ancladas en el interior de su improvisado amigo y eran difíciles de arrancar.

— Mi padre era español y mi madre portuguesa. Ambos emigran-tes, se conocieron en Francia y de ese encuentro nací yo. Eran tiem-pos difíciles y cuando la comida escasea, el amor se acaba pronto. A los cinco años hubo que repartir entre menos, mi padre desapareció una noche y jamás volvió. No por eso podemos decir que nadásemos en la abundancia. Pero sobrevivimos, no sé exactamente cómo, y casi prefiero no saberlo. Mi madre llegaba a casa muy tarde y yo pasaba mi adolescencia en las calles vagabundeando. Allí conocí a Henry, mi verdadero padre. Él fue quien me enseñó todo cuanto sé.

— ¿Te enseñó a robar? Un buen padre, sí señor.- dijo AlbertoNicky lanzó a su compañero una mirada que hizo que este se re-

volviese.— Lo siento, continúa, por favor.— Él no me enseñó a robar, todo lo contrario. Y siento comentarte

que no soy la persona que usted piensas, tu gran momento de gloria no lo será tanto, cuando sepa que no soy el mejor ladrón de todos los tiem-pos, como me dijiste el otro día. Yo únicamente cometí un robo, el que todo el mundo sabe. Los demás robos famosos que no resolvieron me los fueron atribuyendo a mí; yo simplemente callé. Esa fue mi función

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en todos ellos. No fue vanidad, simplemente él me enseñó que cuando se hace algo de lo que no se está especialmente orgulloso, es mejor dejar que la arena lo entierre. Sí, Henry fue una persona excepcional. Tenía una visión de la vida distinta de la que podamos tener los demás. Era como si la contemplase desde la distancia, desde una cima alta que le permitía contemplar todo cuanto sucedía a su alrededor. Estaba jubi-lado, a pesar de que aún le faltaban casi diez años para llegar a esa edad en la que todo el mundo pasa a la reserva laboral. Era psicólogo, había tenido una consulta privada y al parecer, le había ido lo suficientemente bien como para permitirse ciertas licencias, como la de autojubilarse diez años antes de lo establecido por ley. Me lo enseñó todo. Conocía como nadie las reacciones de las personas, llegaban a aburrirle, me con-fesó un día. Una noche, cuando apenas contaba yo con trece años, se presentó en nuestra modesta casa. Saludó a mi madre por su nombre, esperó a que ella lo invitase a pasar y le hizo una proposición. A partir de aquella noche, pasé a trabajar para él. Hacía todos sus encargos. De esa forma aprendí lo que luego utilizaría en el robo de Madrid. Aprendí a ser terriblemente puntual, aprendí que todas y cada una de las cosas tienen su momento y su lugar exacto en este universo y es ahí donde deben encajar como piezas de un puzle gigantesco. Aprendí que a lo largo de toda una vida las personas en las que se puede confiar se pue-den contar con los dedos de una mano; eso lo aprendí muy bien. Henry, a veces, pasaba consulta, viejos clientes a los que no podía negarles sus servicios, cuando ellos creían que los necesitaban y que únicamente él podría resolver sus problemas. Los recibía con una sonrisa afable, los trataba como amigos y los escuchaba pacientemente. Luego, más que ordenarles, los aconsejaba y ellos se iban mucho más tranquilos y sose-gados de lo que habían llegado. Acto seguido yo ordenaba su despacho y siempre, siempre, charlábamos sobre el caso. Recuerdo sus palabras como si las estuviese pronunciando ahora. “Los engaño Tomás, lo úni-co que hago es engañarlos. Llevo toda la vida haciéndolo. Ya ni siquiera les cobro, y aprende esto, si les hiciese pagar mis honorarios, que siem-pre han sido bastante altos, les saldría bastante más económico que el no hacerlo. Muchos de ellos me hacen sofisticados regalos por navidad, o me agasajan de tal forma que gastan mucho más que si me pagasen. Y cualquiera de ellos estaría dispuesto a hacer casi cualquier cosa que les pidiese. Y todo por coser. Sí, lo único que hago es coser disfraces a

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sus miedos, a sus temores, a los días en los que estos aparecen de forma más nítida. Es difícil que ni yo ni nadie pueda erradicar algo que lleva formándose en su interior treinta años, que se mezcla con su vida, con sus recuerdos, con su infancia. Es difícil que yo en unas sesiones elimi-ne eso. Alguna vez puede que lo haya conseguido, pero rara es la oca-sión. Sí, la psicología es un engaño, como casi todo en la vida, pero a mí me sirve para vivir, y ellos son más felices. Al final todos contentos”

— Es curioso. Busqué y rebusqué en las fichas policiales, en viejas fotografías. Pensé que te habrías movido en los círculos de los viejos ladrones de arte, de alta joyería. Pero no aparecías por ningún sitio. Nadie, nadie absolutamente sabía de ti. Únicamente una fotografía y según Tomás Olivé, el psicólogo del departamento, te dejaste fotogra-fiar, es decir, querías que te fotografiasen. Nunca lo entendí.

— Muy listo tu compañero. Sí, pasé delante del objetivo de aquel turista sabiendo que aparecería en la foto. Es largo de explicar- dijo Nicky bajando la cabeza.

— No tengo nada que hacer- contestó el viejo inspector.— No, ahora vamos a hablar de ella -Replicó con rotundidad Nicky— No creas que sé demasiado. Le perdí la pista hace más de diez

años. Pero sí, hay cosas que creo que no sabes y sería interesante que conocieses. No tardé mucho en comprender que no había sido un error que te hubieras dejado fotografiar. No había forma humana posible de demostrar que tú eras el autor del famoso robo, sin embargo tampoco dejaste lugar a la duda. Luego, aquel golpe de efecto magistral, que hizo que se tambaleasen los cimientos del ministerio del Interior. Tu golpe hizo que despidiesen a la mitad de los responsables de la justicia española, ahí radica la grandeza de tu acto. Lo entendí años después, y eso es lo que te convierte en el mejor de todos. Eso hizo que se te atri-buyesen el robo de El Cairo o el del famoso manuscrito de Alejandría. Robos que jamás se descubrieron y que te convirtieron en La Sombra, el más temido de los ladrones. En ese instante comprendí que el cami-no para llegar hasta ti tenía que ser otro. Amplié aquella fotografía, tengo más de cien copias de ella. Más de cincuenta hombres estuvieron en tu caso, todos bajo mi mando. La investigación duró cinco largos años, ninguna investigación ha durado tanto en este país, pero expulsar al ministro tiene su precio.

— Un precio demasiado alto - murmuró Nicky.

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— Lo sé. Lo supe tras casi dos años de investigación. Tras compro-bar casi todos los ficheros públicos y privados de este país, encontré una fotografía tamaño carné de un colegio privado. Tardé en recono-certe, pues eras muy joven, pero ese débil hilo me llevó hasta ella. La que tuviste que abandonar por nuestra persecución. Tu caso se con-virtió en una obsesión para mí. Nunca llegué a comprender porqué lo hiciste. Al principio te creí un joven insolente y prepotente con la única intención de burlarse de todo y de todos, especialmente de la jus-ticia, que en aquella investigación encabezaba yo. Llegué a odiarte he de reconocerlo. Pero, como casi siempre ocurre, se ve mejor el paisaje desde la distancia. Cuando comencé a dar por perdida la investigación, tras llevar cinco años baldíos de trabajo, fue cuando mi obsesión llegó a su punto más álgido. Había estado ojeando con desgana una circular interna, la dejé caer sobre la mesa, trataba sobre la necesidad y obli-gatoriedad de asistir a un programa formativo impartido por no sé qué organismo. Pero la firma me llamó la atención. Venía rubricada por el subdirector del Instituto Nacional de Seguridad del Estado, don Antonio López Gallardo. Sí, el que cinco años antes era ministro del interior. Un salto hacía atrás bastante importante para un hombre que en realidad no lo había hecho mal. Entonces fue cuando encontré el verdadero camino que ha conseguido traerme hasta aquí. No era glo-ria lo que buscabas, sino venganza. De ti apenas sÍ sabía el nombre, el lugar donde estudiaste, una dirección postal falsa y poco más. Creo que no hay un historial personal en este país con menos datos que el tuyo. Ni una multa, ni una infracción. Nadie sabía que yo conocía la verda-dera identidad de La Sombra, como comenzaron a llamarte. No tenía más que una fotografía tuya disfrutando. Porque disfrutaste, ¿verdad? Seguramente aquella noche ningún hincha del Madrid disfrutó tanto como tú. Le pregunté a Tomás si esa foto era fortuita o en realidad po-sabas. La miró durante varios minutos y llegó a la conclusión de que tu intención era salir en esa fotografía. No posabas como si de un modelo se tratara, pero sí existía mucho interés en aquella foto.

— A las once y cincuenta y seis. Mañana estarás solo- murmuró Nicky Alberto lo miró sin comprender muy bien. — Esa fue la nota que dejaste sobre la vieja balanza. La hiciste con

una Olivetti Studio 46, pero en España, había más de mil máquinas de ese tipo, además de las que no pudiésemos localizar. Y para cuando

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descubriésemos la nota, sin huellas claro está, sería imposible hacer un registro. Aunque, a decir verdad, se intentó.

— Esa nota la redacté en Francia. Aunque hubieseis desmontado el país, no habríais encontrado una huella mía.

— Repasé todo el currículum del entonces ministro del Interior, no tenías relación alguna con él. Lo hice mil veces, me llevó casi un año, sé más cosas de él que su propia familia. Catorce meses después, decidí que él no era el objetivo. Tu heroica hazaña había dejado un reguero de despidos bastante importante. Acerté al cuarto intento. Comencé por lo lógico, por los nombres más importantes. Ninguno de los tres pri-meros eran el objetivo. Fueron daños colaterales, como se dice ahora. No, tu presa era el director del Banco de España.

El anciano se quedó mirando al inspector durante unos segundos. Volvió hasta muchos años atrás, hasta las campiñas francesas donde comenzaban a ser felices. Recordó la pequeña casita junto a los viñedos, los días de sol, la recolección de la uva. Las facciones de Nicky comen-zaron a endurecerse y Alberto Montero supo que su pasado le corroía las entrañas.

— Yo apenas era un crío, hacía varios años que nos había abandona-do mi padre, comenzábamos a recuperarnos. Vivíamos en una pequeña finca agrícola. Mamá se encargaba de las tareas de las diversas vivien-das que había en la hacienda: yo, bueno yo casi no ayudaba en nada, salvo cuando era la época de la vendimia. Entonces me dejaban repartir las cestas a lo largo de las filas de los viñedos. Por las noches me deja-ban tomar el zumo de la uva recién prensada, hacíamos tortas de mos-to y podía quedarme despierto hasta bien entrada la noche. Teníamos incluso nuestro pequeño huerto. Pero aquella situación duró poco. Nos notificaron que teníamos que marcharnos, habían vendido la finca y su nuevo dueño no quería a ninguno de los trabajadores. Antes de irnos, él vio a mi madre y cambió de parecer. Ella era muy guapa. Por las no-ches escuchaba sus jadeos, y luego las lágrimas de ella. Así estuvimos durante mucho tiempo, hasta que una noche hubo una discusión. La abofeteó. Se había quedado embarazada. Ella lo amenazó con contarlo y el resultado fue que a los pocos días Henry se presentaba en la casa, yo comenzaba a trabajar para él y ella desaparecía durante un tiempo: el necesario para abortar. No volví a verla hasta casi seis meses des-pués, estaba muy delgada. Estuvimos juntos toda la tarde. Le pedí, le

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supliqué que me llevase con ella. Se secó las lágrimas y me dijo que no podía. Él había vuelto, más violento, más enfermo que antes. Dos me-ses más tarde ella se suicidó. Ese es su prestigioso director del Banco de España. Si lo investigó descubriría que tenía importantes posesio-nes en Francia. Entre ellas varios viñedos, incluso era copropietario de una bodega de vinos.

Durante unos instantes se produjo un incómodo silencio, única-mente amortiguado por el ruido que hacía la pequeña grabadora.

— Sabía que él estaría al tanto de las investigaciones. Desaparecí du-rante dos días, los necesarios para que la fotografía de aquel turista lle-gase a vuestras manos. Lo imaginé tan desconcertado como todos, pero cuando me reconociese y recordase la nota iría comprendiendo. Al día siguiente le envié a su domicilio un paquete. Contenía una cuerda. A las once y cincuenta y seis fue cuando descubrieron el cadáver de mi madre, la misma hora a la que descubristeis el supuesto robo. El mismo día, un 22 de octubre, pero veinte años antes. Por eso encontrasteis la nota, quería que se retorciese de desesperación cuando viera llegar su final.

— Creo que lo conseguiste. Se suicidó poco tiempo después- dijo secamente el inspector.

— Lo sé. Me permití cierta frivolidad al saber la noticia. Deberíais estrechar vuestras relaciones con las fuerzas de seguridad de los países vecinos. La noche en que leí en los periódicos franceses que el antiguo director del Banco de España se suicidaba, brindé con champán. Dejé media botella sobre una tumba en un pequeño cementerio. Sí, sobre la tumba de ella. Cuando la encontraron los gendarmes lo atribuyeron a unos jóvenes irrespetuosos con ganas de fiesta. Se limitaron a comprobar que no había destrozos y a retirar la botella. Me acordé de ti. El inspec-tor Alberto Montero habría sabido que yo era el autor de aquella broma macabra. Ningún joven con ganas de fiesta salta la valla de un cemen-terio para dejarlo después impoluto, ningún joven se gasta quinientos francos en una botella. Pero tú no estabas. Y ahora háblame de Isabel.

— Está bien- comentó Alberto— Como te he dicho, le perdí la pista hace casi diez años. Dejé de seguir sus pasos tras el accidente que su-frió su pareja. Nuestra red informática está unida a la de la seguridad social, de este modo, sabemos cuando alguien ingresa en el hospital con herida de arma, malos tratos o cualquier tipo de agresión. Isabel ingresó en el hospital por cuarta vez en menos de seis meses. Nun-

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ca denunciaba, supuestamente se caía en la ducha o por las escaleras. Aquella vez la excusa perfecta habría sido que la había atropellado un tren. Estaba desfigurada completamente. Apenas podía hablar. La vi-sité dos días después de su ingreso. No dijo nada, como siempre. Esa misma noche alguien entró en su piso y le pegó dos tiros a bocajarro a Ibrahim. Fue claramente un caso de robo. Todo el departamento de policía hizo la vista gorda. Un caso más sin resolver. Algunos compa-ñeros sospecharon de mí, pero jamás dijeron nada, salvo que quien lo hubiese hecho tenía el cielo ganado. En realidad, sí hubo un robo en la casa. Te lo he traído.

El inspector metió la mano en el bolsillo interior de su abrigo y extrajo una hoja grande enrollada a modo de pergamino, mientras los ojos de Nicky permanecían expectantes. Le quitó la cinta que mantenía el papel enrollado y lo mostró a su confidente.

— Yo juraría que eres tú- dijo mostrándole un dibujo hecho a car-boncillo de un hombre de mediana edad.

— Sí, lo hizo mientras dormía. Le encantaba dibujar. Le dije que no era buena idea, pero era incapaz de negarme a cualquier cosa que me pidiese- dijo Nicky en voz baja.

— Entiendo esa sensación.— ¿Por qué le mataste?- preguntó NickyDurante un breve periodo de tiempo el inspector Montero perma-

neció en silencio, reflexionando. — No lo sé muy bien- dijo titubeando- Imagino que es una mezcla

de varias cosas. Supongo que una mezcla de camaradería y amor. Sí, aunque te parezca ridículo. Sabía que no podías volver, ella callaba en silencio, te protegía, e imaginaba que eso era lo que hacía que nun-ca denunciase a Ibrahim. El chantaje con desvelar tu identidad. Así, ella aguantaba paliza tras paliza. Llegué a odiar tu cobardía. Luego, la imaginé hablando contigo por teléfono, contándote que era feliz, que tenía una vida tranquila junto a un marido que no quería, pero que la trataba bien. Era lo que habría hecho Marian en una situación parecida. Supe que ella jamás te descubriría, que tú nunca sabrías su verdadera situación y me imaginé a aquella bestia poniéndole la mano encima a mi Marian. Todo eso llevaba rondándome la cabeza varios días cuando fui a verla y se negó a hablar por temor a hacerte daño. Entonces fui y lo maté. Lo hice con el arma oficial, me podía haber costado el puesto

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y algo más. Pero parece ser que hice lo que todo el cuerpo estaba de-seando que sucediese.

—La querías mucho, ¿verdad? A tu mujer, me refiero.Un nudo se hizo en la boca del estómago del inspector. No hablaba

de ella desde su muerte. Durante días aguantaron sus hijos imperté-rritos su derrumbamiento. Ahora tener que hablar de ella le producía simultáneamente una sensación de angustia y liberación.

—Mis turnos comenzaban a las seis de la mañana. Llegaba pun-tual al departamento, revisaba las notas de la mesa, comprobaba si te-nía algún mensaje, revisaba el expediente, distribuía las tareas de mi equipo y salía a las ocho menos cuarto para quedar con ella en algún rincón cercano a su trabajo. Nos decíamos buenos días, entrelazábamos nuestras manos como si llevásemos años sin vernos, nos mirábamos a los ojos y nos dábamos un beso. Ella trabajaba en un hospital. Luego, cuando calculaba que había llegado la llamaba para confesarle que ha-cía unos instantes había conocido a una chica y me había enamorado perdidamente de ella, de sus labios, de su cara, de su sonrisa.

Las lágrimas llegaron a los ojos del inspector, no intentó disimular-las. Dejó que cayesen sobre el suelo. Permaneció en silencio durante el tiempo necesario para dejar escapar suspiros ahogados en un llanto re-primido durante muchas noches de soledad, añoranza y remordimientos. Con lentitud se recobró ante la mirada de sorpresa y lástima de Nicky.

—Los muchachos se reían de mí, siempre con buena intención, e imagino que con algo de envidia.- continuó. Nos llamábamos cuatro o cinco veces todas las mañanas. Un día la llamé doce veces, únicamente para recordarle cuánto la quería. No sabes lo largos que se hacen los días cuando llevas cuarenta años hablando cuatro veces todas las ma-ñanas con tu mujer y el destino te la quita. Ahora tengo esto, me lo regalaron mis hijos por mi cumpleaños -dijo Alberto sacando un móvil del bolsillo de su abrigo - he hecho tres llamadas en el último mes. Solía llegar a casa sobre las seis de la tarde, cuando ella lo había hecho casi todo, aún así nunca se quejó. Jugaba un poco con los niños, los ayudaba con sus estudios y luego mientras ella los bañaba y les ponía el pijama, yo preparaba una cena. Cogollos de lechuga, unas láminas de salmón, aguacate, queso fresco, nueces y un poco de salsa de yogurt, le encanta-ba esa ensalada- dijo el inspector entre sollozos- Después, los dos solos en el salón, veíamos alguna película o hablábamos abrazados durante

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horas. Te conocía mejor que yo. Es curioso, yo llegué a odiarte, sin em-bargo, ella no. “No sabes por qué lo ha hecho, tal vez tenga su razón. No ha matado a nadie, hay gente peor”, decía. Sabes, yo no era tan bue-no. Es verdad que mi historial era impecable, pero mi gran mérito fue saber rodearme de un buen equipo. Yo marcaba las directrices y ellos realizaban un gran trabajo. En los últimos años más que investigar, di-rigía. Hasta que llegaste tú. Mi equipo dejó de ser tan eficiente, los ras-treos informáticos no dieron resultado, las bases de datos no ofrecían prácticamente nada, y así acabó mi feliz rutina. Estaba en casa, pero disponible a cualquier hora. Pero bueno, hablemos de Isabel. Todos los viernes a última hora había una reunión de equipo para ver cómo avan-zaban los casos, contrastar datos y marcar las líneas de investigación a seguir. En una de esas reuniones se trataron las amenazas telefónicas que estaba recibiendo Sonia, una de las chicas de maltrato y violencia de género. Un hombre con acento extranjero la llamaba por las noches y la amenazaba con trocearla en porciones muy muy pequeñas. Busca-mos los últimos casos en los que había trabajado y encontramos cuatro posibles sospechosos. Uno de ellos era Ibrahim. A la semana siguiente Serrano y yo les hicimos a todos una visita de cortesía. Se trataba de intimidarlos un poco y hacerles ver que no era buena idea amenazar por teléfono a una compañera nuestra. Cuando llegamos a la casa de Ibrahim, él no estaba, nos abrió Isabel y nos trató con mucha amabili-dad, como si le apeteciese charlar con nosotros. Nos invitó a compro-bar sus facturas y me llamó la atención encontrar varios recortes de periódico sobre el robo del Banco de España. Había en aquella carpeta más de diez artículos fotocopiados. Diez artículos son demasiados para que sea simple curiosidad. Nunca creí que fuese tu chica, más bien me habría inclinado por tu hermana pequeña. Le pregunté porqué estaba tan interesada en aquel robo y su respuesta fue que simple curiosidad, al igual que el resto del país. A partir de aquel momento, las cuatro o cinco veces que fui a verla al hospital, siempre me preguntó cómo llevaba mi gran caso. Mi respuesta era siempre la misma, que estaba estancado, que era como si al autor se lo hubiese tragado la tierra. Un amago de sonrisa parecía dibujarse en su desfigurado rostro y acto seguido negaba hasta la saciedad que nadie la hubiese golpeado vio-lentamente. Así transcurrieron varios años, hasta que uno de aquellos accidentes caseros le provocó una hemorragia interna, hubo que ope-