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C o n t e n i d o

Capítulo I. El largo brazo de la rosca nostra ............. 11

Capítulo II. Los reyes del azúcar .................................. 27

Capítulo III. Pañales: algo huele mal .......................... 75

Capítulo IV. Cacería digital ........................................... 113

Capítulo V. Papel higiénico: este es el negocio, socio .................................................. 121

Capítulo VI. La banda de los cuadernos .................... 153

Capítulo VII. Celebrando el fraude ............................. 189

Capítulo VIII. Uno para todos y todos para uno ...... 205

Capítulo IX. Un pasado gris ........................................... 237

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C a p í t u l o i

El largo brazo de la rosca nostra

Cartel o cártel. (Del al. Kartell). Econ.

Convenio entre varias empresas similares

para evitar la mutua competencia y regular la producción,

venta y precios en determinado campo industrial.

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La definición, concisa y simple, es de la Real Academia Española. Entró en el diccionario en 1956, inspirada en una palabra alemana, pero los orígenes de la práctica son casi tan antiguos como el mercado. El economista Adam Smith, el padre del liberalismo, ya advertía en su famosa obra La riqueza de las naciones, en 1776, que “gente del mismo oficio rara vez se reúne ni tan solo para alegrar-se o divertirse sin que la conversación termine en una conspiración contra el público”.

Un complot que es en realidad tan inmoral como si el tenista suizo Roger Federer se repartiera los títulos del ATP Tour con sus más duros competidores: el espa-ñol Rafael Nadal y el serbio Novak Djokovic. Cada uno tendría una porción razonable de gloria, una buena ta-jada de premios y mantendrían su ranking. Les tocaría esforzarse para aparentar partidos reñidos, pero sería lo de menos. Eso sí, si el acuerdo secreto llegara a revelarse, los fans del tenis, los patrocinadores, los organizadores de las competencias seguramente se sentirían robados y estallaría un escándalo de enormes proporciones.

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Al principio, a nadie le parecían graves estas alianzas contra el consumidor. Incluso eran política de Estado. En la década de 1870 Alemania buscaba volverse potencia mundial y el Imperio quería industrias musculosas, capaces de pelear con británicos y estadounidenses. A punta de proteccionismo y cartelización, el país se dotó de colosales conglomerados, donde compañías como Siemens, Krupp, IG Farben, Basf, Bayer y Agfa se organizaron para dominar el acero, la química, la far-macéutica. Fue en esa época, de finales del siglo XIX, cuando apareció la palabra ‘Kartell’. Se calcula que para 1900 existían 275 pactos empresariales en Alemania y en 1908, más de 500.

Lejos de chocarles a los alemanes, esta estrategia in-dustrial se profundizó con la llegada de Adolfo Hitler al poder en 1933. En sus planes de supremacía global, el nazismo estimuló la cartelización, así como la formación de monopolios y de oligopolios para tener una economía robusta, con una producción enorme y coordinada que arrasara con la competencia extranjera y que se convirtió en la espina dorsal del complejo militar industrial del Tercer Reich. El Japón imperial y expansionista también incitó la organización de los zaibatsu, verdaderos pulpos industriales que controlaban el comercio internacional, la flota mercante, las fábricas de maquinaria, los quími-cos, la minería y el sector metalúrgico.

En Estados Unidos la palabra ‘cartel’ llegó en los años treinta, pero en la patria del capitalismo estas uniones

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eran el demonio. El gran monstruo empresarial era la Standard Oil, que pertenecía a los Rockefeller y domina-ba toda la cadena de producción del petróleo. El banque-ro John Pierpont (JP) Morgan era otro de los colosos que con su abultada billetera ató decenas de sociedades, pues decía que no le gustaba ‘el desorden’ de la competencia natural. Andrew Carnegie, se convirtió, por su parte, en uno de los grandes barones del acero, con un poder casi ilimitado.

Esos titanes dirigían ramas enteras de la economía, desde la explotación de las materias primas hasta su dis-tribución y venta. Manipulaban con frecuencia los pre-cios y vendían a pérdida para quebrar a la competencia. Miles de pequeños y medianos empresarios se unieron para pedir un control urgente, en defensa de la demo-cracia y del consumidor. En 1890 se impuso el Sherman Act, la ley “anti-trust”, conocida como Sherman Act, para combatir los monopolios y los acuerdos empresariales. Como explicó la Corte Suprema de Justicia, “el propósito del Sherman Act no es el de proteger los negocios con-tra las lógicas del mercado, es el de proteger al público contra las fallas del mercado”.

Eso no impidió que los industriales hicieran alianzas clandestinas. Uno de los pactos más famosos fue el del cartel de Phoebus. Corría el año 1924, y frente a la caí-da mundial de precios de los bombillos, se unieron los principales fabricantes de lámparas eléctricas: Osram, Philips y General Electric. Como si jugaran al Monopolio,

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se repartieron el mundo por regiones e intercambiaron patentes, pero sobre todo decidieron que los bombi-llos no podían durar más de mil horas. Fue la llamada “obsolescencia programada” y estas compañías estan-darizaron la mala calidad de sus bombillos mientras aumentaban los precios. Con regularidad, se aseguraban de que la vida útil de las lámparas no sobrepasara las mil horas y quien violara el compromiso les tenía que pagar multas a sus cómplices. El escandaloso arreglo, que le cerró el paso a la innovación tecnológica, duró por lo menos 15 años.

Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Uni-dos decidió que la lucha contra los acuerdos ilícitos iba a ser una de sus grandes cruzadas. Fue así como impuso regulaciones en Europa Occidental y Japón. Un informe de las Naciones Unidas de 1947 calculó que en el perío-do 1929-1937, el 42 por ciento del comercio mundial estaba cartelizado. Aunque la batalla ha pasado por al-tibajos, desde hace casi 20 años es una de las obsesiones de la Unión Europea y de Washington. Un documento del año 2000 de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el club de los países ricos, explica que “estos acuerdos fueron mucho más importantes y nefastos de lo que se pensaba”.

Para un consumidor desprevenido, los carteles son invisibles, pero entrar al mundo de los pactos anticom-petitivos puede convertir a cualquiera en un paranoico. En la Unión Europea y en Estados Unidos la lista de

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sectores investigados en los últimos años produce es-calofríos. Incluyen productos básicos como los lácteos, los artículos higiénicos, el cemento, la harina, las basu-ras, las salchichas, la carne, la cerveza, los cigarrillos, la electricidad, los bancos o las aerolíneas. Pero también se han descubierto alianzas en las casas de subastas, los mercados cambiarios, los productores de champiñones enlatados, de sobres de papel, de exostos, de vidrios para carros, cera de las velas o el ácido cítrico.

En Estados Unidos uno de los casos más sonados fue desenmascarado en 1996. La empresa Archer Daniels Midland (ADM), dos compañías japonesas y dos coreanas que producían lisina, un complemento alimenticio para la alimentación de pollos y cerdos, fueron sorprendidas conspirando. Por años se repartieron el mercado y fija-ron precios. El FBI logró infiltrar a uno de los gerentes cartelizados, que filmó y grabó numerosos encuentros. En uno de ellos, uno de los capos del acuerdo clandes-tino dejó una frase para la historia: “Los competidores son nuestros amigos y los clientes nuestros enemigos”.

La Antitrust Division del Departamento de Justicia de Estados Unidos explica que estos compromisos ilícitos pueden tener diversas características. Por un lado, los industriales pueden fijar de manera conjunta los precios, ya sea subiéndolos al mismo tiempo, vendiendo caros productos viejos o eliminando los descuentos. Por otra parte, las autoridades estadounidenses identificaron acuerdos clandestinos donde las compañías se reparten

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mercados, ya sean regionales, por tipo de consumidores o de productos.

Por último, los competidores pueden cuadrar para fijar precios mínimos en subastas o cuadrar para ganar-se licitaciones públicas. Uno de los casos más famosos fue el del mercado de las turbinas para hidroeléctricas, que era dominado por Westinghouse, Allis-Chalmers y General Electric. Las tres firmas montaron un ingenioso sistema para repartirse las licitaciones: cuando la subasta se realizaba entre el 1º y el 17 del mes, Westinghouse y Allis-Chalmers presentaban ofertas artificialmente altas para asegurarle el contrato a General Electric. Westing-house siempre ganaba si el concurso era del 18 al 25 y Allis-Chalmers si era entre el 26 y el 28.

Consecuencias insospechadas

Lo que pactan los competidores en juntas directivas, en lujosos hoteles, en elegantes restaurantes o incluso en salones comunales, como pasó en Colombia, tiene un impacto terrible sobre los consumidores. No por nada las organizaciones mafiosas adoptaron la palabra cartel para describir sus acuerdos criminales.

Un estudio de la OCDE mostró que, en sectores carte-lizados, los precios en Japón subieron 15 por ciento, en Suecia 25 por ciento, en el Reino Unido 30 por ciento y en Israel la inflación artificial alcanzó un récord del 60 por ciento. Varias investigaciones recientes demuestran además que estas alianzas duran en promedio entre 6 y

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14 años, tiempo suficiente como para provocar profun-das heridas en la economía. Hay incluso una alianza que se mantuvo más de 134 años en India y que dominaba el transporte marítimo.

Pero, como explica Juan Carlos Martínez, abogado experto en temas de competencia, los efectos de los pactos ilegales son más profundos que las alzas de pre-cios. Por un lado, se aniquilan principios básicos de la competencia como “mejorar la calidad, bajar los precios, desarrollar una relación con el consumidor”. Por otra parte, “los acuerdos son terribles para las empresas que no están cartelizadas; estas tienen que hacer enormes esfuerzos para competir”. Martínez añade que, además, “se ataca la libertad del consumidor, que pierde la ca-pacidad de escoger el producto que mejor satisface sus necesidades”.

Y aún más grave, los pactos de competidores termi-nan perjudicando todo el mercado. “Si pagué 30.000 o 50.000 más en pañales por mes por culpa de un cartel, quiere decir que esos 50.000 no me los pude gastar en McDonald’s o en el cemento para construir mi casa. Es un excedente de dinero que dejó de estar disponible para otros bienes y servicios. Las consecuencias son enormes e incalculables”, añade Martínez.

En plata blanca, si el cartel del papel higiénico cobró 30 por ciento más en un mercado que vale 1,2 billones de pesos al año, eso quiere decir que por lo menos 400.000 millones de pesos habrían sido canalizados ilegalmente

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hacia las empresas aliadas. Son 400.000 millones de pesos que los colombianos dejaron de gastar en otros sectores, que hubieran dinamizado la economía. Lo que en la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) llaman “meterle la mano a los bolsillos de los consumi-dores”.

Los carteles son, además, una mancha en el dogma liberal, donde se supone que una ley natural es determi-nante: que gane el mejor. Según esa teoría, el mercado es una jungla, donde la guerra es permanente y se impone quien ofrezca productos más baratos, una calidad su-perior, una idea inédita o cuente con mejores recursos publicitarios. Cuando varias compañías firman pactos anticompetitivos, el capitalismo se agrieta.

El arsenal

Para luchar contra todos esos efectos nefastos, en más de 120 países se persiguen con severidad estas conductas. Y en Estados Unidos, Australia, Canadá o el Reino Uni-do los empresarios implicados en acuerdos ilegales son considerados criminales que pueden pagar hasta 14 años de cárcel por violar las leyes naturales de la competencia. La lucha toma toda su dimensión cuando se sabe que en Estados Unidos la persecución de estos pactos clan-destinos permitió ahorrar 1,8 billones de dólares entre 2000 y 2007. En México, según la OCDE, el dominio del multimillonario Carlos Slim en el sector de las telecomu-nicaciones le ha costado al país más de 129.000 millones

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de dólares, casi el 2 por ciento de su PIB. En este caso no se trata de un cartel, pero lo que la organización inter-nacional mide es el peso del oligopolio, es decir, la falta de competencia. Otro estudio demostró que en Australia las reformas en el sector de la competencia permitieron un aumento de 2,5 por ciento de su PIB.

En Colombia la primera ley para combatir las restric-ciones a la competencia apareció en 1959 y se profundi-zó con varios decretos. Pero hasta hace unos años, estas normas eran un chiste. Las multas eran muy bajas y los acuerdos que fraguaban los empresarios con sus com-petidores eran lo suficientemente rentables como para darse el lujo de pagar sanciones. Durante muchos años, empresarios corruptos se dieron el lujo no solo de me-terle la mano al bolsillo a los consumidores colombianos, sino, en términos coloquiales, de profundizar en abusos en sus partes más íntimas con acuerdos para encarecer o escasear elementos de aseo personal, de alimentos, o de materiales de construcción. Lo más grave de todo es que en investigaciones posteriores se descubrió que entre los principales artífices o participantes en estas prácticas delictivas estaban importantes empresas internacionales que aunque en sus lugares de origen no cometían estas faltas, en Colombia lo hicieron aparentemente sin mu-cho recato. También reconocidas industrias antioqueñas como Cementos Argos y Familia.

Por los lados de Cali y el Valle del Cauca las cosas no resultaron menos graves. De esta región del país hay

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más de 15 empresas u organizaciones investigadas y con pliegos de cargos de la SIC. Entre ellas 12 ingenios azu-careros y tres de sus organizaciones gremiales, además del productor de pañales y artículos de aseo Tecnoquí-micas. Pero lo que más sorprende es encontrar entre los confabulados a empresas que inspiraban tanta seriedad y respeto entre los colombianos como Carvajal, la pape-lera e impresora líder en trabajo social en el suroccidente colombiano.

En 2009, la Ley 1340 cambió el panorama por com-pleto. Si la Superintendencia de Industria y Comercio era un divertido french poodle, se volvió un agresivo pitbull. El primer cambio fue designar a la SIC como autoridad única para temas de competencia, ya que antes la entidad se cruzaba sus competencias con otras instituciones, lo que resultaba en una confusión que terminaba bene-ficiando a quienes violaban la ley. La Ley 1340 le dio además a la SIC un poder de fuego demoledor. Si hasta 2009 las multas no superaban los 1.500 millones de pe-sos, de la noche a la mañana escalaron a más de 65.000 millones, una cifra que asusta a cualquiera. Y por último, la reforma introdujo una carta secreta: el llamado “Pro-grama de Beneficios por Colaboración”, que otorga un perdón total a los cartelistas que denuncien a sus pares. Para la SIC, “la delación, hoy por hoy, es el mecanismo más efectivo para detectar carteles empresariales”.

En paralelo, el Gobierno creció los músculos de la Superintendencia. Entre 2009 y 2015 el presupuesto se

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multiplicó por tres y pasó de 38.000 millones de pesos a 135.000 millones. La SIC también aumentó su ‘pie de fuerza’, que en dos años pasó de 400 personas hasta llegar en 2014 a 975 funcionarios. Pablo Felipe Roble-do, el abogado manizaleño que dirige desde 2012 la Superintendencia, resume con su hablado paisa, franco y directo: “Si antes teníamos un Renault 4, con la nueva ley quedamos con un Ferrari”.

En 2013 empezaron a sentirse las primeras ráfagas. El 4 de septiembre, la SIC le impuso a Claro-Comcel una multa de 87.757 millones de pesos, cifra equivalente a lo que costó construir el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo en Bogotá. La sanción, hasta entonces una de las mayores de la historia de Colombia, castigó a la com-pañía de telefonía celular del mexicano Carlos Slim por bloquear la ley de portabilidad numérica, que permite a los usuarios cambiar de operador sin perder su número de teléfono. Para Slim, uno de los hombres más ricos del planeta, la sanción solo representó 10 días de utilidades anuales en Colombia. Pero para el mundo económico una cosa quedó clara: ya no había intocables.

Y la batalla continuó y se profundizó. Con su nueva estructura, la Superintendencia entró a luchar contra los carteles empresariales, hasta entonces difícilmente detectados en Colombia. Descubrió casos que causaron estupor en el país, como posibles acuerdos entre pro-ductores de papel higiénico, o de pañales e incluso de compañías de seguridad. Sus indagaciones la llevaron

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a presentar acusaciones formales mediante la formu-lación de pliegos de cargos contra los posibles carteles del azúcar, del cemento, de las subastas ganaderas, del pañal, del papel higiénico, de los cuadernos y de la seguridad privada. Por todas estas presuntas alianzas clandestinas, 187 directivos y 53 compañías están bajo investigación. Eso incluye ex ministros, altos directivos de multinacionales, ejecutivos con amistades políticas y gremios poderosos.

La SIC atacó además pactos ilícitos para ganarse li-citaciones públicas impulsadas por el Grupo Nule, por comerciantes de Corabastos, por contratistas araucanos y por firmas de ingeniería. Y sancionó a la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá (EAAB) por el escándalo de la recolección de las basuras en la capital, a la Empresa de Energía de Boyacá (EBSA) por abusar de su posición dominante, a Telmex por incumplir con ofertas de televisión por suscripción y a Arroces Roa Florhuila por condicionar la venta de sus productos. La administración de Robledo ha logrado recaudar más de 500.000 millones de pesos, cuando en 2006 las multas apenas llegaban a los 5.000 millones.

Germán Bacca, hasta septiembre de 2015 superin-tendente delegado para la Protección de la Competencia, sabe que ya nada volverá a ser igual. Explica que “nos dieron el balón y lo pusieron en el punto penal, a 11 metros del arco. Cuando el árbitro pitó, podíamos botar la pelota por encima de la portería. Podíamos también

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lanzar un tiro blandengue, que acabara en los guantes del arquero. O podíamos empezar a meter goles. Había que disparar y empezar a jugar con todo lo que nos había dado la ley”. Y, hasta ahora, los taponazos de la Super-intendencia tienen sufriendo a más de uno.

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