la reina roja. - cvc.cervantes.esquizá influyera en mi estado de ánimo el hecho de que mi trabajo...

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Los Cuadernos Inéditos LA REINA ROJA. Gonzalo Suárez 1.-L'UOMO CHE FINANZIO FRANCO M e amo José Ditirambo. No soy supers- ticioso, pero aquel «Chevret» tenía una matcula frusante: 30830. Hu- biera bastado ter el orden de los dos últimos números para obtener un bonito capi- cúa. Eso me producía la misma impresión que el rostro de una mer muy bella con el tabique nasal desviado. No podía traer buena fortuna. Medité a fondo esta estúpida cuestión, mientras, desde el renqueante «600» que conducía mi amigo Michael Dunn, veía perderse, carretera adelante, los insi- diosos números del «Chevrolet». Había caído un chaparrón y a la carretera se le puso piel de anguila. El «Chevrolet» 30830 e a estrellarse contra el «Cadillac» 14441 que venía en dirección opuesta. Para evitar complicaciones, no nos detuvimos. Otros se agitaban ya en torno al doble montón de flamante chatarra. Michael y yo optamos inmedia- tamente por confiar en la indudable eficacia de la ayuda que aportaban. La en nuestros semejan- tes suele crecer cuando a nuestra mala conciencia le conviene. Por otra parte, la ostentosa matrícula del «Cadillac», ¡14441!, no merecía otro desen- lace. Una quincena de días después, supe quién era el intercto. Un tal Juan March. Trece os más tarde, me encontraba en el Ho- tel Ritz de Barcelona tomando un cé con leche y una ensaimada mallorquina cuando vi entrar a un hombre de parsimonioso andar que e a sentarse no lejos de mí. Era el editor Berro, Borra o algo pecido, muy conoido por su astucia comercial y la consecuente prosperidad del tinglado editorial que dirigía. Hacía una semana que estaba yo recluido en el vetusto hotel y no precisamente por mi gusto, sino porque carecía de dinero para pagar la cuenta y largarme. Había llegado hasta allí con la tonta esperanza de que el Banco Ibérico me concediera un crédito para escribir un libro que empezaba con la inevitable y tópica ase de: «Negros nuba- rrones se cernían sobre el horizonte». Sabido es que todas las obras literarias que se precien deben comenzar por darnos el parte meteorológico o la situación geográfica. Pero también es verdad que, en aquella ocasión, los nubarrones que se cernían sobre el horizonte no podían ser más negros. Y, para confirmarlo, el Banco Ibérico de la ciudad denegó el crédito, confinándome de golpe en la almbra de prisión. 107 Me sacudí el polvillo de la ensaimada que había encanecido mi barba, y me acerqué al editor arre- panchigado en su sillón. -Me llamo José Ditirambo -le dije- y quisiera oecerle un proyecto de libro que podría intere- sle. Me miró con olímpica indiferencia y, con pas- toso acento, me preguntó cuál era el tema de la obrita en cuestión. Comprendí enseguida que los nubarrones, por negros que eran y por mucho que se cirnieran sobre el horizonte, no constituían un acicate sufi- ciente para arrancar al señor Berro, Borra o algo parecido, de su beatífica somnolencia. Recordé, en cambio y de forma providencial, a mi amigo el enano Michael Dunn. Ello, a su vez, me trajo a la memoria la imagen espachurrada del «Cadillac» 14441 a pocos metros del nesto «Chevrolet» 30830, en plena carretera. Y visualicé repentina- mente el titular de un periódico italiano: «E'MORTO L'UOMO CHE FINANZIO FRANCO» Un buen tema, sin duda, para el señor editor. -Juan March -le dije. Al día siguiente, abandoné el hotel, previo pago de mi factura, y regresé a Madrid, donde vivía en una calleja antigua, más sórdida que venerable, cuyas aceras se habían convertido en una planta- ción de escupitinajos y cagadas de perro. De mi libro sobre don Juan March sólo sabía una cosa: comenzaría con la premonitoria y doblemente amenazadora ase de: «negros nubarrones se cer- nían sobre el horizonte». 2.-PERO... ¿QUIEN FUE EL DIFUNTO ROIG? Negros nubarrones se cernían sobre el hori- zonte. Encendí un puro y conecté el televisor. El presidente del Gobierno, señor Arias Navarro, había concedido una rueda de prensa a insignes periodistas del país. Yo estaba triste. Quizá influyera en mi estado de ánimo el hecho de que mi trabajo en el libro sobre Juan March distaba mucho de haber resultado uctífero. Ese hombre se había cuidado bien de limpiar sus hue- llas dactilares antes de abandonar el mundo. Li- bros desaparecidos, pruebas esmadas, y un sig- nificativo contraste de pareceres. En un untuoso artículo postmortem, el «ABC» glosaba a un March que «entrevió ráp(damenfe horizontes de prosperidad y dominio extrainsulares». En cam- bio, «The Times» decía, buena y simplemente, qué había amasado una fortuna haciendo contra- bando. Dos curiosas maneras de rememorar la misma historia. Dos formas diferentes de entender el quehacer periodístico. Bebí a cortos sorbos una ginebra con agua tó- nica, mientras Arias Navarro, con sus ojillos fijos como cabezas de alfiler, respondía a las preguntas que le rmulaban con la habitual retórica de los políticos espoles. Odio la ginebra. Es una be-

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Page 1: LA REINA ROJA. - cvc.cervantes.esQuizá influyera en mi estado de ánimo el hecho de que mi trabajo en el libro sobre Juan March distaba mucho de haber resultado fructífero. Ese hombre

Los Cuadernos Inéditos

LA REINA ROJA.

Gonzalo Suárez

1.-L'UOMO CHE FINANZIO FRANCO

Me llamo José Ditirambo. No soy supers­ticioso, pero aquel «Chevrolet» tenía una matricula frustrante: 30830. Hu­biera bastado alterar el orden de los

dos últimos números para obtener un bonito capi­cúa. Eso me producía la misma impresión que el rostro de una mujer muy bella con el tabique nasal desviado. No podía traer buena fortuna. Medité a fondo esta estúpida cuestión, mientras, desde el renqueante «600» que conducía mi amigo Michael Dunn, veía perderse, carretera adelante, los insi­diosos números del «Chevrolet».

Había caído un chaparrón y a la carretera se le puso piel de anguila. El «Chevrolet» 30830 fue a estrellarse contra el «Cadillac» 14441 que venía en dirección opuesta.

Para evitar complicaciones, no nos detuvimos. Otros se agitaban ya en torno al doble montón de flamante chatarra. Michael y yo optamos inmedia­tamente por confiar en la indudable eficacia de la ayuda que aportaban. La fe en nuestros semejan­tes suele crecer cuando a nuestra mala conciencia le conviene. Por otra parte, la ostentosa matrícula del «Cadillac», ¡14441!, no merecía otro desen­lace.

Una quincena de días después, supe quién era el interfecto. Un tal Juan March.

Trece años más tarde, me encontraba en el Ho­tel Ritz de Barcelona tomando un café con leche y una ensaimada mallorquina cuando vi entrar a un hombre de parsimonioso andar que fue a sentarse no lejos de mí. Era el editor Berro, Borra o algo parecido, muy conoc;ido por su astucia comercial y la consecuente prosperidad del tinglado editorial que dirigía.

Hacía una semana que estaba yo recluido en el vetusto hotel y no precisamente por mi gusto, sino porque carecía de dinero para pagar la cuenta y largarme. Había llegado hasta allí con la tonta esperanza de que el Banco Ibérico me concediera un crédito para escribir un libro que empezaba con la inevitable y tópica frase de: «Negros nuba­rrones se cernían sobre el horizonte». Sabido es que todas las obras literarias que se precien deben comenzar por darnos el parte meteorológico o la situación geográfica. Pero también es verdad que, en aquella ocasión, los nubarrones que se cernían sobre el horizonte no podían ser más negros. Y, para confirmarlo, el Banco Ibérico de la ciudad denegó el crédito, confinándome de golpe en la alfombra de prisión.

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Me sacudí el polvillo de la ensaimada que había encanecido mi barba, y me acerqué al editor arre­panchigado en su sillón.

-Me llamo José Ditirambo -le dije- y quisieraofrecerle un proyecto de libro que podría intere­sarle.

Me miró con olímpica indiferencia y, con pas­toso acento, me preguntó cuál era el tema de la obrita en cuestión.

Comprendí enseguida que los nubarrones, por negros que fueran y por mucho que se cirnieran sobre el horizonte, no constituían un acicate sufi­ciente para arrancar al señor Berro, Borra o algo parecido, de su beatífica somnolencia. Recordé, en cambio y de forma providencial, a mi amigo el enano Michael Dunn. Ello, a su vez, me trajo a la memoria la imagen espachurrada del «Cadillac» 14441 a pocos metros del nefasto «Chevrolet» 30830, en plena carretera. Y visualicé repentina­mente el titular de un periódico italiano:

«E'MORTO L'UOMO CHE FINANZIO FRANCO»

Un buen tema, sin duda, para el señor editor. -Juan March -le dije.Al día siguiente, abandoné el hotel, previo pago

de mi factura, y regresé a Madrid, donde vivía en una calleja antigua, más sórdida que venerable, cuyas aceras se habían convertido en una planta­ción de escupitinajos y cagadas de perro. De mi libro sobre don Juan March sólo sabía una cosa: comenzaría con la premonitoria y doblemente amenazadora frase de: «negros nubarrones se cer­nían sobre el horizonte».

2.-PERO ... ¿QUIEN FUE EL DIFUNTO ROIG?

Negros nubarrones se cernían sobre el hori­zonte. Encendí un puro y conecté el televisor. El presidente del Gobierno, señor Arias Navarro, había concedido una rueda de prensa a insignes periodistas del país. Yo estaba triste.

Quizá influyera en mi estado de ánimo el hecho de que mi trabajo en el libro sobre Juan March distaba mucho de haber resultado fructífero. Ese hombre se había cuidado bien de limpiar sus hue­llas dactilares antes de abandonar el mundo. Li­bros desaparecidos, pruebas esfumadas, y un sig­nificativo contraste de pareceres. En un untuoso artículo postmortem, el «ABC» glosaba a un March que «entrevió ráp(damenfe horizontes de prosperidad y dominio extrainsulares». En cam­bio, «The Times» decía, buena y simplemente, qué había amasado una fortuna haciendo contra­bando. Dos curiosas maneras de rememorar la misma historia. Dos formas diferentes de entender el quehacer periodístico.

Bebí a cortos sorbos una ginebra con agua tó­nica, mientras Arias Navarro, con sus ojillos fijos como cabezas de alfiler, respondía a las preguntas que le formulaban con la habitual retórica de los políticos españoles. Odio la ginebra. Es una be-

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Los Cuadernos Inéditos

bida insípida e incolora cuyo aroma me recuerda el agua oxigenada. Tampoco me gustan los políti­cos. Las alambicadas preguntas de los insignes periodistas resultaban tan insípidas e incoloras como la ginebra. Decididamente, me sentí depri­mido. Aquel era mi país. En él había nacido, en él quería seguir viviendo y trabajando. Pero la tarde madrileña pesaba sobre mis ánimos como los ne­gros nubarrones que se cernían sobre el horizonte y las desvaídas palabras del presidente del Go­bierno destiladas en la gris pantalla del televisor. Eran las nueve. Llamaron a la puerta. Abrí con desgana. Estaban lejos los tiempos en que alber­gaba la inconfesable esperanza de recibir la visita de Lauren Bacall. No era Lauren Bacall.

Se trataba de un hombrecillo vestido de negro de los pies a la cabeza. Tenía una nariz colgante sobre una boca fláccida. Esa nariz parecía una de las gárgolas de Notre Dame. Era no sólo una síntesis del rostro blancuzco, sino un exponente del espíritu tortuoso del tipo en cuestión. Se ase­mejaba, en cierta manera, a don Juan March. No recuerdo sus ojos. Preguntó por mí. Le dije que era yo. Me dijo quién era él. Botas. Leonardo Botas. También farfulló que era secretario de no sé quién. Le hice pasar. Se sentó. Traía una car­tera de ejecutivo que colocó con extrema suavidad sobre sus rodillas.

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Desde la caja del televisor, el presidente del Gobierno decía que nunca había sentido desfalle­cimiento ni cansancio y elogiaba al Jefe del Es­tado. Nada nuevo. Pensé que mi extraño visitante mantenía las rodillas muy juntas y deduje, a la ligera, que debía ser homosexual. Fue una ano­dina impresión.

-Tengo entendido -me dijo con pulcra voz defuncionari0- que usted está escribiendo un libro.

Asentí, pero enseguida pensé que no tenía por qué revelarle nada a aquel desconocido.

-Lo sé todo -dijo en respuesta a mi pensa­mient0-. Su afirmación hubiera resultado alta­mente intimidatoria de no haber mediado la cir­cunstancia de que yo, en cambio, no sabía nada que él no pudiera saber. Excepción hecha del tema de mi libro. Pero, en definitiva, tampoco me preocupaba demasiado que el señor Botas estu­viera al corriente del asunto March.

-¿ Y qué sabe usted? -pregunté con un desvaídoatisbo de agresividad.

-Nada que usted no sepa mejor que yo -dij0-, yesbozó una sonrisa fluctuante.

En aquel momento, desde la pantalla, Arias Navarro afirmaba que la subversión sería aplas­tada. Tampoco era nuevo.

-¿ Y puedo saber cuál es el objeto de su visita?-espeté al individuo de negro,

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Los Cuadernos Inéditos

El hombrecillo funció ligeramente el entrecejo, crispó imperceptiblemente las comisuras de los labios, contrajo disimuladamente los omóplatos e imprimió a sus rodillas un sutil vaivén.

-¿ Tiene una taza de té?La pregunta me sorprendió. Y me fastidió. Sí,

tenía té. Pero no estaba dispuesto a admitir aque­lla burda maniobra dilatoria.

-Lo siento. No tengo té. ¿Quiere ginebra?No quería ginebra. Quedamos en silencio. Me­

jor dicho, no se trataba del idílico silencio de antaño. Sino del refinado producto de muchos años de silencio institucionalizado. Palabras que ya no querían decir nada, desde la caja para muer­tos del televisor. El presidente del Gobierno se­guía hablando.

-Pues verá -dijo mi visitante-. He traído esto.Es para usted.

Abrió la cartera que mantenía sobre las rodillas y me mostró su contenido. Estaba repleta de fajos de billetes ordenadamente dispuestos. Mi expre­sión se tornó soñadora.

-Es para usted -siguió diciendo- con una simplecondición... Que no escriba el libro que le han encargado. ¿Entendido?

Naturalmente, había entendido. Y estaba refle­xionando. Reflexioné rápidamente y profunda­mente. Mi reflexión duró el tiempo de una de esas

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inspiraciones diafragmáticas de la gimnasia yoga. Llegué a una con el u sión.

-Es imposible. No puedo aceptarlo -dije-, pro­curando diluir el inevitable énfasis épico que co­braban mis palabras.

-¿No puede? ¿Por qué no puede? -preguntó elhombrecillo con bien simulado estupor.

Adopté entonces el tono convencional del señor presidente del Gobierno para decir:

-Soy un profesional y me veo obligado a cum­plir mis compromisos ...

-Ya -dijo el tipo.Entre nosotros volvió a abrirse un abismo

donde pulularon durante eternos segundos las me­lifluas preguntas de los insignes periodistas espa­ñoles y las acartonadas aseveraciones del señor Arias Navarro.

Por fin el llamado Botas volvió a hablar: -Yo le aconsejo que acepte este dinero. Estoy

seguro de que el señor Berro, Borra, Barro o como se llame no le paga más ...

-¿Por qué no le ofrecen el dinero al editor?-propuse-. Puede que el señor Barro o Borra en-tienda el negocio, anule mi contrato y me encar­gue escribir otro libro de temática más divertida.En ese caso yo, no me opondría.

-Imposible. La viuda del señor Roig me dijoque no lo hiciera ...

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-No conozco a esa señora -dije-. La irrupcióndel tal Roig y de su viuda me llenaron de confu­sión. Que yo supiera, no eran personas vinculadas a don Juan March ...

-Usted sabe bien que el señor Roig estaba ca­sado -insinuó con suficiencia el hombrecillo-. ¿Se refería a March, llamándole Roig? Pero, en ese caso, ¿dónde demonios había ido a buscar una viuda? Memoricé la esquela mortuoria: JUAN MARCH ORDINAS ... Habiendo recibido los San­tos Sacramentos y la Bendición de su Santidad ... Sus hijos, Juan y Bartolomé, hijas políticas ... nie-tos ... nietos políticos ... bisnietos ... primos ... so-brinos ... NO SE ADMITEN CORONAS ... Nin-guna viuda, ninguna viuda.

-Pero... ¿quién es el difunto Roig? -preguntéexasperado-. El otro rió.

-Me toma por tonto, señor Ditirambo. Ustedsabe muy bien de qué le estoy hablando ....

-Lo lamento. Pero no he oído hablar de Roig nide su viuda -aseguré con toda mi buena fe-. El otro volvió a sonreír.

-Vamos, vamos ... -murmuró condescendiente.En ese momento, el presidente del Gobierno

señor Arias Navarro afirmaba que no consideraba ni necesaria ni conveniente la reforma constitu­cional. Tampoco resultaba una revelación.

Me puse en pie y desconecté el televisor. La imagen del presidente y su cohorte desapareció en profundidad, como un meteorito que se desvanece en la lejanía. Y a eran sólo un puntito luminoso y su discurso se había convertido en el maullido de un gato arrastrado por la cola. Después, ¡paf! Nada. Me volví hacia el enigmático señor Botas y, lanzando una furtiva mirada a la cartera del di­nero, declaré:

-No conozco al señor Roig, ni a la señora Roig,ni a usted, señor. .. Botas ... No, no sé quiénes son ustedes ni qué relación pueden tener con el libro que estoy escribiendo ... Váyase por donde ha ve­nido y llévese su dinero ... Esto es todo lo que tengo que decirle ...

Mis palabras hicieron que el hombrecillo ar­queara las cejas, encogiera los hombros y sepa­rara, aún más, sus lustrosos zapatos al tiempo en que juntaba, más aún, las rodillas, formando un ángulo en cuyo vértice se sostenía, en difícil equi­librio, la cartera. Por lo demás, no se movió.

-¿Realmente no tiene usted un poquito de té?Me haría mucho bien una taza caliente. Estoy destemplado. Este año la gripe ha hecho estragos en Madrid ...

Eso fue todo lo que dijo. Y me resultó, en verdad, una réplica desarmante. Fui a la cocina y puse agua a hervir. Volví súbitamente y dije al tal Botas.

-¿ Quién es Roig?-¿ Y me pregunta eso a mí? -dijo él-. Había

vuelto a abrir la cartera. -¿Quién es Roig? -volví a preguntar a modo de

respuesta. -Fue -se rascó con la uña del meñique bajo el

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pómulo-. Murió -siguió diciendo-. Ya se lo he dicho y usted lo sabe. Su fortuna era inmensa. Inmensa. Sigue siendo inmensa -engolaba la voz al pronunciar la palabra «inmensa»-. Y su viuda no vería con buenos ojos que nadie, y menos que nadie un literato de pacotilla como usted, señor Ditirambo, hurgara en su tumba. Su memoria es sagrada. ¿Para qué buscar líos? Déjese de pampli­nas. No escriba ese libro ... es un consejo. Los editores sólo quieren hacer negocio. Y el señor Barro, Berro o Borra, más que ninguno. ¿Para qué va usted a colaborar en esta operación comercial si puede enriquecerse ahora mismo, sin necesidad de romperse la cabeza en busca de datos que no le va a ser fácil obtener? Hágame caso, hágame caso ...

-Yo no pretendo hacer ningún libro sobre nin­gún señor Roig y ningún editor me ha encargado tal cosa ... Creo que usted y esa señora viuda están en un error. Se trata de un malentendido, se lo aseguro.

-¡Oh, por Dios! ¡Basta de rodeos! ¡Lo sé! ¡Lo sabemos! El señor Borra, Berro, Burro o como diablos se llame, le ha encargado poner en los escaparates la vida y milagros del señor Roig ... Lo sabemos ... Y eso no le gusta a su viuda, se lo repito ... Va a traerle grandes complicaciones, se­ñor Ditirambo ... No merece la pena. Piénseselo.

Inesperadamente se puso en pie. -Me voy -anunció y redondeó un ademán de

hombre herido en su amor propio. Fue como un círculo descrito en el aire por una

de sus pálidas manos.

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-¿ Ya no quiere el té? -le pregunté con socarro­nería.

-No, ya no.

Y se fue con la cartera, dejando tras sí unaestela perfumada. Aquellos billetes, apenas entre­vistos, olían efectivamente a colonia «Equipage» de la casa Hermes, París. Quizás habían dejado un frasco destapado en la caja fuerte. Un curioso e inolvidable olor. ¡Adiós, señor Botas! Me quedé tin tanto perplejo. Telefoneé a Barcelona. Pre­gunté por el editor señor Berro o Barro.

-Se puso.-Es usted un imbécil, señor Ditirambo. Si al-

guien le ofrece dinero por no hacer un libro que yo no le he encargado y que usted tampoco pretendía hacer ... ¡haberlo cogido! Si le dicen que el señor Roig era un millonario, ¡sería un millonario! Si le dicen que su viuda quiere preservar su memoria ¡que la preserve¿A nosotros qué más nos da? Lo importante es que siga trabajando en el libro sobre don Juan March y que lo tenga terminado en el plazo previsto. Esa es la cuestión.

Y colgó. Estaba cargado de buenas razones. Medité. Encendí otro puro y volví a conectar el televisor. Llegué a tiempo de oír las últimas pala­bras del presidente del Gobierno:

-Muchas gracias a todos.El agua, en la cocina, seguía hirviendo. El

asunto March, con la interferencia del intruso Roig, también hervía en mi cabeza.

Negros nubarrones se cernían sobre el hori­zonte.

lll

3.-EL ULTIMO PffiATA DEL MEDITERRANEO

Había conseguido olvidarme del señor Roig, del señor Botas y hasta del señor Barro o Berro. Pero don Juan March empezaba a convertirse en una pesadilla. Le seguí el rastro como un perro perdi­guero y, curiosa paradoja, entre fantasmales bar­cos hundidos con cargamento y tripulación a bordo y la sangrienta danza de una guerra fratri­cida, las pruebas y los datos se perdían para dejar paso a una leyenda hábilmente manipulada y sote­rradamente redentora. El famoso potentado pare­cía una vieja actriz que, tras destruir las fotogra­fías delatoras de una juventud casquivana, hubiera exigido la utilización sistemática de potentes difu­sores en sus poses ante la cámara de la historia.

Maldije mil veces mi mala fortuna al haberme topado con aquel accidente en el kilómetro veinti­cinco de la carretera de La Coruña. De no mediar esa circunstancia, nunca hubiera metido la nariz en la vida del señor March. En definitiva, el ori­gen de todas las grandes fortunas se parecen y no hace falta realizar grandes esfuerzos de imagina­ción para suponer que no todo resplandece ni huele bien.

Además, existía un libro escrito por un tal Be­navides. El título no podía resultar más sugerente para los amantes de las emociones fuertes: «Elúltimo pirata del Mediterráneo». El protagonista, cómo no, era Juan March.

Se había editado en Méjico. Sucesivas ediciones se agotaron. No porque resultara un éxito de pú­blico, sino porque el presunto pirata realizó una

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rápida y eficaz labor de barrendería. Eso me dijo, al menos, un individuo muy vinculado al gobierno español. Fui a visitarle para sonsaearle datos. Le advertí que no pretendía hacer una obra apologé­tica.

-¿Apologética? -exclamó con ostentoso escán­dalo-. ¿Pero quién puede hacer a estas alturas, una obra apologética sobre ese personaje? Ahora, precisamente ahora, cuando las cosas empiezan a objetivarse ... Mire, yo podría contarle ... Pero, en fin, ¿por qué no lee « El último pirata ... »?

Confesé que no había logrado encontrar ningún, ejemplar.

-¡Naturalmente! March los compraba. Llegó a pagar cuarenta y cinco mil pesetas por libro, en aquel entonces ... -mi interlocutor se puso nostál­gico-. Cuando el Retiro era el Retiro. Yo daba mis cien pasos todas las mañanas ... Con Ortega y Gasset... Teníamos una tertulia, junto al Angel Caído ... ¿Conoció usted a Amezua? Pues era el bibliotecario perpetuo del Casino. Un día, una señora, se interesó por Juan March y él prometió traerle un ejemplar de «El último pirata del Medi­terráneo»... La señora era un vejestorio, pero Amezua se sintió galante. Al día siguiente, todos esperábamos con impaciencia el libro... Pues bien ... ¡Lo habían robado!

Mi interlocutor siguió hablando, sin advertir que mi atención se había apagado como una luciérnaga a la que la luz del día ha convertido en gusano. No era aquel el tipo de información que yo había ido a buscar: «March tenía un físico sin ningún inte­rés ... En Las Cortes, no sabía hablar ... El retrato que le hizo Zuloaga nos lo presenta tal cual era .. . Creía que todo se compraba y todo se vendía .. . Cuestión de cantidad ... Etc., etc ... »

Le pregunté si estaba al corriente del carácter de las relaciones y contratos entre Juan March y Franco, durante la estancia en Baleares de éste último. Me respondió negativamente.

-Yo sólo puedo hablarle con conocimiento decausa del asunto de la Barcelona- Traction -me dijo-. Pero no hoy, me es imposible ... Vuelva otro día, dentro de dos semanas... Estoy muy ocu­pado, muy ocupado.

Prometí volver. Pero, ante todo, debía encontra algún ejemplar de ese misterioso libro desapare­cido, cuyo solo título ponía viento en las velas de mis decaídos ánimos y mi mustia imaginación.

Había olvidado al señor Roig y a su señora viuda, al señor Botas y al señor Barro. Pero tam­bién había olvidado, y eso resultó ser lo más grave, la frase premonitoria del comienzo: «Ne­gros nubarrones se cernían sobre el horizonte». Un adecuado comienzo para una historia de pira­tas. Y yo no podía suponer que la frasecita en cuestión cobraría brutal significado al día siguiente y la piratería irrumpiría en mi rutinaria existencia, no precisamente de forma libresca, ni precisa­mente en las contaminadas aguas del Mediterrá­neo, sino en los no menos contaminados ámbitos madrileños y entre los enseres cotidianos de mi propio domicilio.

Para mayor ironía, la dramática eclosión tendría lugar el mismo día en que los periódicos de la ciudad anunciaban con grandes titulares la muerte de otro magnate de las finanzas, Aristóteles Onas­sis.

Otro alquimista moderno que había convertido el humo del tabaco en el oro de sus sueños.

4.-LOS TRES CAPERUCITAS

Los periódicos no sólo hablaban de la muerte en París de Onassis sino también del naviero Niar­chos. Se preguntaban si Niarchos había asesinado a su esposa Eugenia. Un tal George Xenakis, fis­cal retirado, así parecía insinuarlo. Y sus declara­ciones, en Atenas, estaban dando que hablar. La acusación, a raíz de la muerte extraña de la enton­ces señora Niarchos, había topado, cómo no, con la significativa desidlia de las autoridades judiciales y policiales. ¿Existió encubrimiento? El señor Xenakis lo sospechaba. La opinión pública tam­bién. Pero las opiniones públicas no son más que un vago olor a rosas podridas a merced del viente­cillo del atardecer. Al día siguiente, nada queda. Y, si las rosas podridas tienen pétalos del color mismo de los billetes de banco, su pegajoso olor se desvanece sin viento. Los millonarios del mundo lo saben. Y deshojan con frecuencia rosas sobre la tumba donde yacen enterrados sus más abyectos crímenes. De esta manera contribuyen modestamente al reparador silencio eterno.

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También me llegó aquel día un recorte que da­taba del 15 de diciembre de 1936. Nunca supe quién me lo había enviado ni con qué fin. Era una columnita que, ya en el encabezamiento, llamaba, sin ambages, «bandido» a Juan March. En la base, firmaba Antonio de la Villa. Se refería a cómo el millonario chueta había planeado un fabuloso ne­gocio al promover y financiar la caída de la Repú­blica española. Sobre este último punto no cabía duda. La "última guerra romántica había sido ga-

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Los Cuadernos Inéditos

nada con el aliento, nada sublime, de determina­dos bancos ingleses.

Cuando, en el año 33, un ministro republicano advertía: «O la República acaba con March o March acaba con la República», nadie podía ima­ginar hasta qué punto sus palabras eran proféticas.

El periodista De la Villa exponía cómo March había vendido a las tropas franquistas todos los barcos de la flota Transmediterránea en firme y cobrando por adelantado. Precisaba que el propio March había puesto precio a los barcos y recor­daba que la Compañía Transmediterránea era de su propiedad. También decía que los víveres y subsistencias se tenían que adquirir, lógicamente, en el extranjero y que había de pagarse en oro. Era él quien fiscalizaba los contratos. Y ponía, como ejemplo de nutritiva operación financiera, el hecho de que todo el tabaco consumido por la facción franquista provenía de las fábricas de Juan March en Argelia y Marruecos. Y era, natural­mente, pagado por adelantado. Así mismo, asegu­raba que March estaba encargado de todas las compras de material de guerra y de la recluta de los voluntarios extranjeros, empezando por Ma­rruecos.

El articulito de Antonio de la Villa era buena prueba de la pasión que la figura de March desper­taba. Otros afirmaban, en cambio, que don Juan había jugado fuerte en la guerra española, arries­gándose valientemente a perder. Puede que sí, puede que no. Fuerte, desde luego, jugó. Pero también sabían todos los que le conocieron que nunca fue amigo de los juegos de azar. Claro que estas elucubraciones se muerden la cola. Porque jugar a favor de Juan March, en una guerra de idealistas, era jugar a ganar. Y March estaba me­jor situado que nadie para saberlo.

Todas estas cuestiones y otras de similar índole rodaban por mi mente como cuerpos extraños y por mi mesa, en forma de papeles mecanografia­dos e impresos, cuando sucedió lo que _a continua-

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ción paso a narrar y que marcaría protundamente el desarrollo ulterior de la historia.

Estaba escuchando la Sinfonía número 1 en re mayor de Gustav Mahler, cuando llamaron a la puerta. Era una llamada muy peculiar. No habían utilizado el timbre y tampoco los nudillos. Tuve más bien la impresión de que golpeaban con algún objeto contundente. Una barra de hierro, por ejemplo. Oportuno ejemplo. Porque precisamente se trataba de una barra de hierro. Pude compro­barlo en el momento mismo de abrir. Enseguida me golpearon en el estómago, haciéndome retro­ceder brutalmente. Era una barra del tamaño de una batuta. Pero el que la manejaba no tenía as­pecto de venir a dirigir ninguna orquesta. Antes de que pudiera recuperarme del golpe y la sorpresa, tres individuos se colaron de rondón. Cerraron inmediatamente la puerta tras ellos. Echaron in­cluso el cerrojo, poniendo de manifiesto que ve­nían a quedarse un rato conmigo. Los tres lleva­ban caperuzas rojas. Había visto capuchones simi­lares en el carnaval de Brasil, en las procesiones de Semana Santa y en un documental sobre el Ku Klux Klan. Eran buenos mozos. Altos y fornidos. Uno de ellos me agarró cariñosamente por la gar­ganta con un guante metálico. Me dejé arrastrar hasta el despacho, mientras la sinfonía de Mahler se extendía por el ámbito como una mancha cre­ciente de fino aceite de oliva. Me llevaron hasta la mesa y, sin más preámbulos, me restregaron l� nariz contra el tablero, desordenadamente tapi­zado con papeles escritos. Empecé a sangrar. Y la sangre daba una nueva dimensión a las hojas que tanto esfuerzo me había costado rellenar. Man­chas rojas sobre el fondo blanco que se adivinaba abismal entre renglones de tinta. Allí estaban las palabras, dócilmente alineadas, como colegiales que recorren el patio hacía sus respectivas clases. Filas de palabras, filas y filas. Inútiles cauces para inútiles pensamientos, inútil y trabajosamente acomodados. Una patada en la entrepierna, certe­ramente dada por detrás me hizo doblar las rodi­llas como un penitente. Un tirón de pelos me alzó el ;ostro hacía el techo y la sangre que fluía a chorros de mi nariz me entró en la boca. Aquel sabor hubiera hecho las delicias del conde Drá­cula, pero a una persona como yo, cuya pobre cultura gastronómica corría pareja con un subde­sarrollado espíritu masoquista, sólo le produjo frío en el esófago y vacío en el corazón. Odié a Ma­hler. No podía odiar a mis agresores porque care­cían de identidad. Pero a Mahler y su sinfonía, que seguía expansionándose, autosuficiente e indi­ferente a mis vicisitudes, los odié por igual. Me limpiaron las narices con un puñado?� p�ginas d� mi futuro libro. Adiós futuro y ad10s bbro. M1 vista se nubló. Desafortunadamente no me tapo­naron los oídos. Mahler, el condenado Mahler, seguía entrando por ellos con su condenada s_i!1fo­nía, como Pedro por su casa. Creo que mald1Je la grandiosidad del arte desde mi maltrecha peque­ñez humanoide antes de desmayarme.

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Lo primero que oí, al despertar, fue ... ¡Mahler! ¡Allí seguía con su dichosa sinfonía! Y también estaban ellos allí. Los tres. Parecían muy formali­tos. Incluso se habían servido unos whiskys. Oí el tintineo del hielo en los vasos. No les faltaba de nada. Lamenté que no hubieran optado por be­berse la ginebra. Confieso que en situaciones pa­recidas llego a concebir esta clase de mezquinos pensamientos. Pero, no cabía duda al respecto, habían elegido mi mejor whisky. Sorbían con de­lectación, levantando púdicamente la parte infe­rior de sus rojos capuchones. En nada se hubieran diferenciado, por su estudiado comedimiento, de tres ilustres damas en un cocktail benéfico. No tenían prisa. Yo tampoco. Decidí seguir dormido el tiempo que fuera necesario. Y volví a cerrar los ojos.

-Oye, ¿no estará muerto? -preguntó uno-. Nose mostraba especialmente fastidiado por la pers­pectiva. Lo dijo simplemente como quien sugiere una posibilidad a tener en cuenta.

-No caerá esa breva -comentó otro con nadatranquilizadora desenvoltura-. Hubiera dado cualquier cosa por poder mostrarles mi certificado de defunción.

-Estos intelectuales se desmayan en cuanto lespinchas un dedo -diagnosticó el tercero-. Me feli­cité interiormente por no haberles dado ocasión de que me pincharan otro dedo. Y, como buen inte­lectual, seguí dormido.

-¿Qué hacemos? No vamos a pasarnos aquítoda la noche -habló el primero-, y un campani­lleo de felicidad animó mi víscera cardíaca.

-Si no despierta -dijo el segundo encaperu­zado-. Tendremos que darle las pastillas dor­mido ...

Eso de «las pastillas» tenía resonancias lúgu­bres incluso para un auténtico cadáver.

-¿ Tú crees que se las haremos tragar? -musitódubitativo el primero.

A juzgar por el silencio que suscitó, había plan­teado un serio problema técnico.

-Naturalmente -intervino, al fin, el tercero-. ¡Afuerza de whisky!

La propuesta fue tácitamente aceptada porque no tardaron en inclinarse sobre mí, despegarme cuidadosamente la coronilla del suelo e intentar abrirme la boca con el guante de metal. Me resistí, sin perder la compostura que convenía a mi con­dición de cadáver. Pero una hábil y triturante pre­sión en las quijadas, me hizo ofrecerles las amíg­dalas con la amorosa entrega de un paciente en el sillón del dentista. Me vaciaron un tubito en el gaznate y volvieron a cerrar las compuertas. Re­tuve lo que pude bajo la lengua. No por mucho tiempo. El cuello de la botella entró con burda obscenidad hasta el fondo de mi garganta y el whisky, a borbotones, inundó mis pulmones y sa­lió por mis narices, sin contemplaciones ni respeto hacía mis náuseas y convulsiones de cadáver ul­trajado. Una vez cometida esta última fechoría, se incorporaron y, con la parsimonia que confiere el, deber cumplido, se fueron.

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Quise ponerme en pie y sólo conseguí retor­cerme como una lombriz. Comprendí, que, si no conseguía vomitar a tiempo, podía ir regalándole un gallo a Esculapio. Me bastó rememorar la bote­lla penetrando en mis tragaderas para obtener una eficaz y definitiva arcada. Lo demás se lo debo a Mahler. El whisky, la sangre y el polvo de las pastillas brotaron en potente surtidor como pos­trera eyaculación en honor de la inolvidable sinfo­nía. Dormí durante dos días. Soñé con Mahler, con March, con Berro o Borra, con Niarchos, con Onassis, con el enlutado señor Botas, con el indi­ferente señor Roig, con los tres caperucitas rojas y con una bella azafata: se parecía, en partes igua­les, a Charlotte Rampling, a Lauren Bacall y a Jacqueline, viuda de Kennedy y Onassis. Se acer­caba hasta mí sonriendo y me decía: «Señor Diti­rambo, su avión no parte todavía. Tiene demora indefinida». No comprendí lo que aquello signifi­caba hasta algún tiempo después. La muerte me había concedido una prórroga. Debía aprove­charla. Y, cuando me desperté, tirado en el suelo como una balleta estrujada, pringado y maloliente, me juré a mí mismo, con música de Mahler al fondo, que dejaría de escribir el libro y me iría de vacaciones a un lugar muy lejano ... donde los señores Borras y Barros, Marchs y Roigs de todo este mundo no pudieran llegar. Eso me propuse firmemente. Pero no pude cumplirlo. Ya veremos por qué.

5.-EL VIAJE DEMORADO

«Cuando te sientes bien, todo va de maravilla. Ensaya una canción que diga ding, ding, don.»

El hematoma, que había hinchado mostruosa­mente mi nariz, ascendía invasor hasta los párpa­dos. Por mi hígado circulaban cangrejos de mar y cangrejos de río. En mi estómago se habría abierto un agujero que comunicaba directamente con las cloacas madrileñas. En mi cabeza aleteaba una mariposa agonizante. Por lo demás, me encon­traba bien.

«No habrá problemas cuando cantes mañana y te pases el día con tu ding, ding, don.» Así decía la canción del Eurofestival. Aquella

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rubita holandesa me estaba provocando. De ha­berme encontrado más emprendedor, hubiera proporcionado una saludable patada al televisor. Pero era incapaz de moverme. Un amigo fisiote­rapéuta me había recomendado permanecer algu­nos días en una posición que me guardo muy bien de describir y me esfuerzo concienzudamente en olvidar. También intento olvidar la primera sinfo­nía en re menor de Mahler. Sin resultado.

«Canta muy alto en cualquier momento», decía la canción. Supongo que las letras estaban escritas por un policía.

«Cuando cojas una flor. Aún cuando tu amante te haya abandonado. Todo el mundo escucha». Decididamente, la letra la había escrito un poli­

cía en colaboración con los fontaneros del Water­gate. No me gustan los policías. No me gustan los fontaneros. No acudí a la policía. Tenía una razón para no hacerlo. Los tres encapuchados que me habían propinado la paliza podían ser policías. Además la Justicia, con su balanza en la mano, me recuerda el tendedero de la esquina. Y desconfío del tendero de la esquina. Tampoco acudí al mé­dico. También se parece demasiado al tendero. Y a propósito de ladrones, los tres encapuchados habían limpiado mi despacho. Ni un papel. Ni un solo papel. Ni una línea. Ni una palabra. Nada. Nada quedaba de mi obra incipiente. De mi librito sobre Juan March. Nada. El señor Barro, Berro, o lo que sea, estaba servido. Nada por aquí, nada por allá. Absolutamente nada. En el fondo, esto me agradaba. Ahora, al menos, estaba en condi­ciones de pedir una beca a la Fundación que lle­vaba el nombre del financiero y dedicarme a in­vestigar qué diablos pasa cuando se sitúa un es­pejo con geométrica exactitud frente a otro es­pejo. Un doble vacío. El infinito. La nada. Un buen asunto, sin duda. Algo así como la manzana de Newton. A mucha gente, antes de que a New­ton le sucediera, le habían caído manzanas en la cabeza. Pero hubo que esperar hasta Newton para descubrir la Ley de la gravedad. Nuestros prime­ros padres también se hicieron famosos por una manzana. Es sabido. Yo pasjl[Ía a la posteridad por mi ingenioso juego de espejos. Y todo se lo debería a Juan March. Un bonito final para una. historia que había tenido un mal principio y es que, como decía la canción, «cuando te sientes bien, todo va de maravilla».

Yo me sentía asquerosamente mal. Telefoneé a mi editor y le propuse cambiar el

tema del libro: -Se me ha ocurrido una idea formidable -dije

haciendo de tripas corazón. -El Papa se está muriendo. El señor Blas Piñar

y el obispo Guerra Campos, en un autogiro, ate­rrizan en el Vaticano ...

Me dejó hablar. Después, dijo cuatro palabras. Sólo cuatro palabras:

-No. Siga con March -y colgó.Lo que ni él ni su padre sabían era que nunca

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escribiría ese libro. y; sin embargo, había muchas cosas que yo tampoco sabía. Muchas cosas. Sonó el teléfono. Estaban lejos los tiempos en que al­bergaba la infantil ilusión de que me llamara Sil­vana Mangano. No era Silvana Mangano. Pero tampoco era, esta vez, el hombrecillo enlutado. Era, al menos, una mujer. Una mujer enlutada. Así la imaginé. La viuda de Roig. Eso me dijo. Tenía una voz aguardentosa que me trajo ocultas reminiscencias. Voz de piel de fosterrier acari­ciada a contrapelo. Quería verme. Le dije que mi doctor me había desaconsejado las salidas en una temporada, y pareció decepcionada. Le pedí que viniera a casa, y no accedió. Me sentí aliviadó. Mi aspecto no podía resultar, en modo alguno, seduc­tor, ni siquiera para una dama de particulares gus­tos aberrantes. Pudiera ser que, al cabo de quince días, mi nariz se hubiera desinflado. Pudiera ser, que al cabo de quince días, ya estuviera, según mis propósitos, lejos de Madrid. Quedamos en que nos veríamos al cabo de quince días. Una semana después fui a su casa. Decidí postergar el viaje a Estocolmo. Ya que debo confesar que la cancioncilla del Eurofestival me había sugerido la absurda idea de ir a Estocolm9. Esta idea, por tonta que parezca, se me había metido en la ca­beza con tan pertinaz machaconería como el estri­billo de la canción: «Cuando te sientes bien, todo va de maravilla. Ensaya una canción que diga ding, ding, dong». En definitiva, podía resultar un adecuado método para olvidar la primera sinfonía en re menor de Mahler. No llegué a comprobarlo. Las palabras de la azafata que se me apareció en sueños diluyeron su énfasis simbólico para con­vertirse en simplemente premonitorias. El viaje se había demorado. Quizá por aquello de que «ne­gros nubarrones se cernían sobre el horizonte». Con un tiempo así no es aconsejable viajar en avión. Tampoco era consejable, como veremos después, quedarse en tierra.

Me miró de arriba abajo y de abajo arriba. En total, tres metros cuarenta y dos de recorrido. Luego, entornó los ojos y crispó los labios como si estuviera realizando un complicado esfuerzo mental. Más adelante, ese gesto llegaría a resul­tarme familiar. La viuda de Roig era encantado­ramente miope. Dijo que me sentara, y me hundí · en un sillón de cuero, junto al pie de bronce de una lámpara y bajo el haz tamizado de la pantalla. Dieron las tres. Un dato curioso, porque eran las seis. El péndulo de aquel reloj resultaba más par­simonioso que Robert Mitchum subiendo la cara norte de la pirámide de Keops con Simone Signo­ret en brazos.

Fuera, llovía. Además, el viento hacía vibrar los cristales del ventanal. Dentro, hacía calor. Dema­siado calor. No soy planta de invernadero y de buena gana me hubiera quitado la chaqueta, pero no me atreví. También hubiera querido tomar una Coca Cola, pero tampoco me eatreví. Y entonces sucedió lo que tenía que suceder.