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LA PROMESA DEL HECHO AJENO ANGEL CRISTOBAL-MONTES Profesor Titular de la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Venezuela INDICE: CAPITULO I. NATURALEZA JURIDICA DE LA PRO- MESA DEL HECHO AJENO. 1. Puntualizaciones previas 2. La obligación del promitente como obligación condicional. 3. La obli- gación del promitente como obligación de hacer lo posible para que el tercero cumpla. 4. La obligación del promitente como asunción del riesgo del incumplimiento por parte del tercero. 5. La obligación del promitente como obligación de indemnizar caso de que el tercero no cumpla. CAPITULO II. EFECTOS DE LA PROMESA DEL HECHO AJENO. 1. Efectos de la obligación nacida de la promesa del hecho ajeno. 2. La obligación del promitente con anterioridad a la aceptación por parte del tercero. 3. La obligación del promi- tente cuando tiene lugar la aceptación por el tercero. 4. La obliga- ción del promitente a partir del momento en que el tercero rehusó aceptar. Capítulo I NATURALEZA JURIDICA DE LA PROMESA DEL HECHO AJENO 1. PUNTUALIZACIONES PREVIAS Según el principio de relatividad que los informa, los contratos sólo surten efectos entre las partes contratantes, no aprovechan ni dañan a terceros; por ello, quien no ha sido parte en un determinado contrato no puede en base a él adquirir derechos (nemo nolenti adquirí potest) ni resultar obligado (factum alienum inutiliter promittitur), Mas como en uno y otro caso la no afección activa o pasiva del tercero se debe al hecho de su extrañeza al contrato, tendremos que siempre que dicho tercero manifieste su voluntad de estar a las resultas contractuales surgirá a su favor o a su cargo el crédito o débito con-

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LA PROMESA DEL HECHO AJENO

A N GEL CRISTOBAL-MONTESProfesor Titular de la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Venezuela

INDICE: CAPITULO I. NATURALEZA JURIDICA DE LA PRO­MESA DEL HECHO AJENO. 1. Puntualizaciones previas 2. La obligación del promitente como obligación condicional. 3. La obli­gación del promitente como obligación de hacer lo posible para que el tercero cumpla. 4. La obligación del promitente como asunción del riesgo del incumplimiento por parte del tercero. 5. La obligación del promitente como obligación de indemnizar caso de que el tercero no cumpla. CAPITULO II. EFECTOS DE LA PROMESA DEL HECHO AJENO. 1. Efectos de la obligación nacida de la promesa del hecho ajeno. 2. La obligación del promitente con anterioridad a la aceptación por parte del tercero. 3. La obligación del promi­tente cuando tiene lugar la aceptación por el tercero. 4. La obliga­ción del promitente a partir del momento en que el tercero rehusó aceptar.

C a p í t u lo I

NATURALEZA JURIDICA DE LA PROMESA DEL HECHO AJENO

1. PUNTUALIZACIONES PREVIAS

Según el principio de relatividad que los informa, los contratos sólo surten efectos entre las partes contratantes, no aprovechan ni dañan a terceros; por ello, quien no ha sido parte en un determinado contrato no puede en base a él adquirir derechos (nemo nolenti adquirí potest) ni resultar obligado (factum alienum inutiliter promittitur),

Mas como en uno y otro caso la no afección activa o pasiva del tercero se debe al hecho de su extrañeza al contrato, tendremos que siempre que dicho tercero manifieste su voluntad de estar a las resultas contractuales surgirá a su favor o a su cargo el crédito o débito con-

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templado negocialmente. Se conforman así los llamados contratos a favor de tercero y contratos a cargo de tercero.

Pero ocurre a veces que la obligación del tercero no se contempla de manera inmediata y directa, sino que lo que se coloca en primer plano es la propia vinculación de una de las partes, orientada hacia la prestación o futuro comportamiento del tercero: surge así la tradi­cionalmente denominada promesa del hecho ajeno o promesa del hecho de tercero figura jurídica de cuestionados precedentes históricos, de perfiles borrosos y de naturaleza debatida o imprecisa.

A primera vista, no puede dejar de reconocerse que la expresión promesa del hecho de otro parece un tanto absurda e improcedente, pues ¿cómo, en nombre propio, alguien puede comprometer la actua­ción de otra persona? Si se contempla de manera exclusiva o al menos inmediata la situación del tercero extraño a la declaración que com­promete su conducta, no hay duda que el negocio en tales términos concluido debe considerarse ineficaz, pues es obvio que nadie puede lesionar a voluntad la autonomía ajena. Tal fue el originario punto de vista romano; concebida la obligación como una limitación de la libertad individual, el tercero no podía resultar vinculado por lo que el promitente había concertado en nombre propio: nam de se quemque promittere oportet, nos dirá Paulo1.

Mas si el tercero cuya conducta se prometió no resultaba obligado, ¿acaso la stipulatio celebrada de la manera apuntada sería eficaz entre estipulante y promitente? Los romanos no dejaron de percatarse que admitir esto último podría estar justificado y serviría para alcanzar objetivos negocíales deseables, pero a su aceptación se oponían los particulares requisitos de la figura estipulatoria, su carácter sacramen­tal: quien ha prometido el hecho ajeno a nada queda obligado porque Iá stipulatio no deriva su fuerza de la voluntad sino de las v&rba solem- nia que deben pronunciarse en la forma escueta y rigurosa que la norma predispone: Nemo autem alienum factum promittendo obligatur.

Pero el genio jurídico romano, convencido de la utilidad de una figura, no se arredra por obstáculos formales y sabe improvisar los conductos por donde al sacaire de la prohibición se consiguen los efec­tos deseados. Así, aunque una estipulación concluida bajo estos tér­

1 . D. 45,1,83 pr.

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minos, spondes ne Titium quinqué áureos daturum? no vincula al promitente porque no ha querido obligarse a sí mismo, concertada de esta otra manera, spondes ne effecturum te ut Titius quinqué áureos darea?, obliga al promitente porque aquí ha prometido no el hecho de otro, sino el propio al comprometerse a procurar o conseguir la actuación de] tercero: Quod si effecturum se, ut Titius daret, spopon- derit, obhligabitur?2.

De la misma manera, la estipulación resultaría efectiva entre las partes siempre que se hubiere establecido una pena a cargo del promitente para el caso de que el tercero no cumpliese la prestación prometida o se obligase a satisfacer el id quod interest para el mismo supuesto de omisión por parte del tercero, ya que en ambos casos el contrato contempla la propia actuación del promitente y no la del extraño3.

Es más, en la última fase del Derecho romano, desaparecido el carácter verbal de la stipulatio y centrada ahora su fuerza vinculante en el acuerdo de las partes contratantes, parece que no hay mayor obstáculo para admitir que toda estipulación en la que se ha prome­tido el hecho de otro es eficaz en tanto en cuanto estipulante y pro­mitente hayan convenido en que este último queda también obligado en alguna manera, porque en los nuevos tiempos la voluntas se impone sobre las frías verba; así, en opinión de Pacchioni, resulta evidente que en las Instituciones justinianeas se encuentra ya enunciado el principio de la validez de la stipulatio del factum alienum en una fórmula precursora del principio moderno4.

En base a estos ingredientes, los Derechos modernos, en general, han hecho caso omiso de la forma en que se contemple la prestación del tercero para admitir que por la simple circunstancia de que se haya prometido el hecho ajeno queda obligado el promitente, lo que supone, claro está, el reconocimiento de la validez y eficacia de la promesse pour autruf. Ahora bien, prescindiendo de la fórmula uti­

2 . Tnst. 3,19,3; Massa, 1 contratti in favore o a carteo dei terzi secando il diritto romano, en Archivio giuridico, 1893, p. 209-

3 . D. 45,1,38 pr., 2 y 13; ínst. 3.19,21.4 . Pacchioni, La promessa del fatto d i un terzo, en Revista del diritto commerciale,

1911, II, P- 552.5 . Artículo 1165 del Código civil vene2olano; artículo 1120 del Código civil francés;

artículo 1129 del Código civil italiano de 1865; artículo 1381 del Código civilitaliano de 1942; artículo 111 del Código federal suizo de las obligaciones, etc.

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lizada por el Código federal suizo, de las obligaciones que, con admira­ble precisión y vigor teórico habla de prometer a otro "la reali­zación de algo que debe ejecutar un tercero” , la generalidad de los Códigos que recogen la promesa del hecho ajeno suelen contemplar textualmente dos hipótesis o supuestos. Así, en el artículo 1120 del Code se prevé que el promitente se haya obligado o haya prometido la ratificación del tercero; en el Código civil italiano de 1865, el artículo 1129 igualmente diferenciaba según que el promitente se hubiese obligado o hubiese prometido la ratificación del tercero; el artículo 1381 del vigente Códice civile italiano habla de que se haya prometido la obligación o el hecho de un tercero, y el artículo 1165 del Código civil venezolano, de la misma manera, parece separar la promesa de la obligación de la promesa del hecho de tercero. Esta terminología, ¿responde, en realidad, a una dualidad de supuestos en que la promesa del hecho de otro se desdobla dando lugar a distintas consecuencias jurídicas o, al menos, a una diferente conceptuación jurídica, o se trata tan sólo de una redundancia legal, de una repetición innecesaria o de un residuo histórico hoy sin vivencia ni trascendencia jurídicas?

Pacchioni, en relación al artículo 1129 del Código civil italiano de 1865, estimó que dicho precepto contemplaba dos casos que gene­ralmente la doctrina confundía y que, en su opinión, eran por com­pleto diferentes y estaban tratados de distinta manera por el legislador italiano; en su sentir, el precepto en cuestión había comprendido y considerado válidas tanto la hipótesis en que alguien promete el hecho de tercero en nombre propio como la hipótesis en que la promesa se hace en nombre de tercero, o sea, en su representación. En el primer caso, el promitente se ha comprometido personalmente por el hecho de un tercero y ha actuado en nombre propio, reduciéndose la cuestión

En el Código civil español no se encuentra contemplada expresamente la promesa del hecho ajeno; la razón de esta ausencia, que no supone en forma alguna impo­sibilidad de la figura, parece hallarse en que García Goyena juzgó conveniente su exclusión del Proyecto de 1851 en base a que sus consecuencias se lograban cumplidamente mediante la simple aplicación de las reglas generales concernientes al incumplimiento de las obligaciones, suposición en la que pecó de optimismoexcesivo, ya que como con sensatez dice Gullón Ballesteros (La promesa del hecho ajeno, en Anuario de Derecho civil, 1964, p. 4 de la separata) al criticar lasupresión de toda referencia a la figura por existir normas que disciplinan elincumplimiento de las obligaciones, "ante todo, hay que puntualizar si existe unaobligación y, en caso afirmativo, su contenido".

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de determinar dentro de qué límites y por qué cosa se ha obligado propiamente, mientras que cuando ha prometido la ratificación (o la obligación, en la dicción actual de los Códigos) del tercero se debe admitir que ha actuado en nombre del tercero, como un representante espontáneo, comprometiéndose tan sólo a garantizar la ratificación por parte del mismo6.

La verdad es que ni siquiera a la letra de la ley cabía defender semejante tesis, pues si bien es cierto que el inciso segundo del artículo 1129 hablaba de "aquel que se ha obligado o que ha prometido la ratificación del tercero”, el mismo venía precedido por una precisión general y delimitadora del carácter y ámbito de aplicación de la norma, a cuyo tenor cualquiera puede obligarse "prometiendo el hecho de una tercera persona”, lo que revelaba por un lado que en cualquier caso lo que en definitiva se prometía era el hecho del tercero, sur­giendo la obligación en función de tal promesa, y por el otro que también en todo caso se trataría de una promesa hecha en nombre propio; sostener lo contrario implica, como hacía notar Funaioli, admitir una desviación de la premisa legal, una anomalía conceptual en la norma7.

Pacchioni pensaba que en la primera hipótesis el promitente ha actuado en nombre propio prometiendo el hecho del tercero, mien­tras que en la segunda ha actuado en nombre de éste al prometer su ratificación, y aquí incurría en un palmario error, pues es evidente e innegable que tanto en un caso como en otro actúa en nombre propio, y a tal circunstancia se debe en exclusiva el que resulte obli­gado, ya que la distinta conformación de la futura prestación del tercero no puede dar lugar a un cambio en el concepto en que actuó quien había prometido tal prestación, aparte de que entendido el tér­mino hecho en su estricta acepción jurídica, que es como la norma lo utiliza, la ratificación no es otra cosa que un hecho calificado, discriminado o especificado, es decir, que quien promete la ratificación de un tercero está prometiendo también un hecho de éste, y si las dos pretendidas hipótesis se reconducen conceptualmente a una sola, mal cabe distinguir en la norma en estudio esas dos diferentes maneras de actuación del promitente.

6 . Pacchioni, loe. cit., pp. 553-554.7 . Funaioli, In tema di promessa e rinunzia alia promessa delVobbligazione del terzo,

en Rivista del diritto comercióle, 1942, II, p. 257.

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Lo mismo se puede sostener en relación a las normas vigentes (art. 1381 del Código civil italiano, art. 1165 del Código civil vene­zolano) que han prescindido del originario término francés ratificación y hablan de que se haya prometido la obligación o el hecho de un tercero; en realidad, pese al cambio, siguen tratando de diferenciar, aunque en forma totalmente inofensiva, la ratificación, si bien ahora no en primer plano y en forma directa, sino en relación a sus efectos o consecuencias: la obligación a cargo del tercero surgidas al ratificar el negocio. Y no hay ninguna razón que justifique semejante separa­ción; quien promete las obligaciones de un tercero, está prometiendo, sin ninguna duda, un hecho de éste, y, en consecuencia, en cuanto tal promesa no viene a ser sino una manifestación concreta de la genérica promesa del hecho ajeno (la de verificar aquel específico hecho o actuación jurídica que determine el asumir por parte del tercero la obligación contemplada), es obvio que recogido en la norma el supuesto genérico — la promesa del hecho de otro— no es necesario ni correcto hacer alusión a un singular hecho del tercero, cualquiera que sea su naturaleza. Por ello, no es como dice la ley que alguien haya pro­metido la obligación o el hecho de un tercero, que amén de redundante invierte el orden lógico, pues coloca primero lo específico para traer después lo genérico, sino que en todo caso se trata de prometer la acción del extraño y una de estas formas de acción puede consistir precisamente en que éste contraiga la obligación del caso (mediante la ratificación consiguiente), cosa que no hace falta decirla, pues con­templado el todo quedan cubiertas las partes. Como antes se señalaba, ha sido el Código federal suizo de las obligaciones el que ha superado y eliminado esta improcedente dicotomía, que sólo sirve para confun­dir al repetir con distintos términos una misma y sola situación pormás que en disímiles ámbitos, cuando, recogiendo el fenómeno in abstracto, cual corresponde a una norma principista como lo que se estudia, dispone en su artículo 111: "Todo el que promete a otro la realización de algo que debe ejecutar un tercero, queda responsable de los daños y perjuicios que se produzcan a consecuencia de la ineje­cución por parte de dicho tercero”.

Por otro lado, como ha hecho notar Stolfi frente a la tesis dePacchíoni, si se admite que el precepto en consideración recoge como un supuesto diferente el caso en que el promitente ha actuado en interés del tercero, como un representante sin mandato, deberá admi­

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tirse también, en cuanto el tercero puede hacer suyo o no el contrato según los principios de la gestión representativa, que el promitente no estará obligado en ningún caso a indemnizar a la contraparte, ya que ésta sabía que actuaba por otro y que el contrato se hallaba en estado de pendencia hasta que el dominus, que podía ratificar o no, lo ratificase; y, desde luego, semejante conclusión lógica no derivaba de la norma, que imponía la responsabilidad del promitente en cual­quier caso en que el tercero rehusase cumplir lo prometido. Además, según advierte el mismo Stolfi, como de aceptarse aquella distinción el estipulante correría un real riesgo, lo normal será que para garan­tizarse mejor exija el mismo que el promitente se obligue a obtener la ratificación por parte del dominus, y en este caso nos encontrare­mos siempre reconducidos a la hipótesis de la obligación concertada en nombre propio del promitente y, por ende, a la promesa pura y simple del hecho del tercero. En su opinión, según pensamos nosotros también, es indiferente que se hable de hecho del tercero o de rati­ficación por parte del tercero, pues se trata siempre de una prestación que no está en la potestad del promitente8.

El autor últimamente citado ha señalado que la presunta dualidad de casos no es otra cosa que la codificación de las dos formas que el negocio en estudio asumió en el Derecho intermedio: la promesa pura y simple del hecho ajeno y la promesa de ratificación por el tercero, esto es, que el tercero no impugnará el contrato que podía hacer anular9.

En el Derecho intermedio, los juristas se sirvieron del Derecho Canónico para remover el obstáculo que suponía la concepción romana sobre la promesa del hecho de otro; como, según los principios canó­nicos, el juramento hacía válida toda declaración de voluntad que, no conteniendo nada de ilícito o de inmoral, la norma legal expresamente declaraba nula, los doctores sostuvieron que por Derecho civil la pro­mesa del hecho del tercero era en principio inválida, pero si el promitente prestaba juramento entonces sería válida su declaración de voluntad en base a la fuerza vinculativa de éste. Los autores son enfáticos en tal sentido: dic hoc verum, nisi in promissione appositum fuerit imamentum, tune propter iuramentum valet (Giason del May no);

8 . Stolfi, La promessa del falto di un terzo, en Rivista del diritto commerciale, 1927, I, pp. 213-214.

9 . Ibid., p. 212.

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non obligabitur, nisi cum poena vel cum iuramento promiserit (Goto- fredo); nemo fideiubendo factum alienum promittere potest.. . quando promittit cum iuramento jacta possibili diligentia liberatur (Baiardo).

El uso del juramento debió hacerse tan general que llega un momento en que se presume su existencia aunque no se haya dado, lo cual determinó, como era natural, que, con el tiempo, la promesa del hecho de un tercero llegara a considerarse válida por sí misma, independientemente de que se hubiera prestado o no el juramento.

Pues bien, los dos casos que más frecuentemente se presentaban a la consideración de los juristas medievales, y que dieron lugar a agrias disputas en el seno del Sacro Regio Consejo por lo que respecta a sus consecuencias jurídico-prácticas, fueron el del marido que promete que su mujer, contentándose con la dote recibida, renunciará a los derechos que le corresponderían en la sucesión paterna y materna, y el del padre o tutor que al vender la cosa perteneciente a su hijo o pupilo, sin haber cumplido las formalidades impuestas por la ley, promete que el dominus ratificará el contrato cuando sea mayor de edad; y fue sobre la base de estos precedentes prácticos de la cuestión como los legisladores francés e italiano aparentemente ( aunque sin fundamento dogmático) distinguieron dos casos en la figura de la promesa del hecho del tercero: la promesa pura y simple y la promesa de ratificación, autónoma la primera, adherida a otro contrato la segunda, tal como advierte el citado Stolfi10.

Aunque este civilista italiano, como se ha visto, rechaza la dua­lidad de hipótesis que en la figura pretende hallar Pacchioni y afirma de manera enfática "que sólo formalmente estamos en presencia de dos casos distintos, porque conceptualmente ellos son idénticos” , expli­cando la redacción de la fórmula legal en base a las razones históricas que también han quedado consignadas, señala, sin embargo, una pun­tualizarán que en cierta medida desdibuja y debilita su anterior construcción. Piensa que entre uno y otro caso es posible encontrar una diferencia, la única en su opinión, pues en el primero (promesa pura y simple del hecho ajeno) el promitente da vida a un negocio radicalmente nulo porque él no puede obligar al tercero, mientras que en el segundo (promesa de ratificación) el negocio es tan sólo

10. Ibid., pp. 206-210.

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anulable porque el padre o el tutor son los representantes legales del menor y le obligan hasta que éste, llegado a la mayoría, ejercite la acción de anulabilidad; en el primer caso el contrato no puede recibir ejecución, en el segundo, sí, incluso antes de que el tercero se pronuncie al respecto11.

Por nuestra parte ni siquiera esta última diferenciación aceptamos, ya que, según creemos, entre uno y otro supuesto no es posible encon­trar diferencia alguna jurídicamente relevante. Cuando se promete en forma pura y simple el hecho del tercero no es cierto, contra lo que pretende Stolfi, que estemos frente a un negocio afectado de nulidad absoluta, al menos no es cierto en los Derechos modernos que parten precisamente del principio contrario: el de la validez de la promesa del hecho de otro; claro está que el tercero no resultará vinculado, pero esto nada tiene que ver con la validez de la promesa ni mucho menos, como parece, piensa Stolfi, puede acarrearla, se trata tan sólo de que en relación a él la promesa es inoperante, ineficaz en cuanto no quiera hacerla suya porque es res ínter altos acta. Quien promete el hecho ajeno por esta sola circunstancia queda obligado en el Derecho moderno (sin que nos interese ahora cuál es la naturaleza o el con­tenido de la obligación) y si queda obligado, el contrato concluido no sólo será válido sino además, respecto a él, eficaz; en relación al tercero no tiene sentido hablar de validez, pues su intervención o adherencia no se predica como necesaria para la recta constitución del negocio concluido por el promitente, tan sólo cabe hablar de ineficacia, pues nadie, en principio, sin legitimación suficiente, puede disponer eficazmente de lo ajeno y tal sucedería si se admitiene que el promi­tente puede comprometer en nombre propio la conducta del tercero sin su participación. Además si el contrato fuese nulo en forma radical, no se explica cómo la intervención del tercero podría eliminar tal defecto, pues la nulidad absoluta es insubsanable.

Cuando se promete la ratificación por parte de tercero la situa­ción es exactamene la misma, pues lo único que tiene lugar es que el hecho prometido consiste in concreto en la ratificación de un deter­minado negocio por el tercero. La promesa en este caso, como en el anterior, es válida y eficaz ínter partes e ineficaz frente al tercero; el hecho de que por ser el promitente padre o tutor del dominus

11. Ibid., pp. 212-213.

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pueda tener el negocio, cuya ratificación se promete, ejecución antes de dicha ratificación es muy discutible, pero aunque fuese cierto en nada cambiaría la situación jurídica establecida, aparte de que no se puede pretender que la hipotética segunda hipótesis de la figura se contraiga tan sólo, en la actualidad, a las promesas de ratificación formuladas por padres y tutores, ya que los Códigos hablan en general de que alguien prometa la ratificación del tercero.

Por lo demás, no se alcanza a ver cómo Stolfi puede sostener que ambos casos son conceptualmente idénticos cuando entre ellos encuentra esa diferencia en orden a la nulidad o anulabilidad, ¿acaso la misma no tiene naturaleza o trascendencia conceptual?

En definitiva, pues, pensamos que la norma en estudio, no obstante su defectuosa redacción, consecuencia del arrastre histórico, contempla una sola y única situación jurídica: la promesa del hecho de un tercero

Y hechas estas precisiones previas de tipo histórico y dogmático ya podemos entrar a lo que constituye la médula del trabajo: la natu­raleza jurídica de la promesa del hecho ajeno o, si se prefiere, de la obligación del hecho de otro. Al respecto la doctrina ha elaborado un variado espectro de teorías.

2 . LA OBLIGACION DEL PROMITENTECOMO OBLIGACION CONDICIONAL

Para algunos autores (Galdi, Wavre, Carnelutti, etc.), en posición casi abandonada por completo, el que promete el hecho ajeno queda obligado, pero en forma condicionada, esto es, sólo resultará vinculado en el caso de que el tercero incumpla el hecho prometido, incumpli­miento que determina la verificación del evento que suspensivamente afectaba a la obligación del promitente.

El origen de esta teoría se encuentra casi de manera exclusiva en el hecho de que los legisladores a la hora de formular el precepto que recoge la figura en consideración han contemplado aparentemente la obligación del promitente como sujeta a la condición de que el tercero rehúse comprometerse en los términos que fueron establecidos entre promitente y promisario; en efecto, en una u otra fórmula legal se suele hablar, tal como hace el artículo 1165 del Código civil vene­

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zolano, de que el promitente queda obligado "si el tercero rehúsa obli­garse o no cumple el hecho prometido” . Pero se trata sólo de una apariencia o, mejor, de una defectuosa catalogación de los términos legales, que en puridad conceptual no contemplan un supuesto de condición auténtica.

Lo insostenible de la posición que se comenta se advierte con claridad al plantearse lo absurdas que resultan las consecuencias prác­ticas a que conduciría su admisión. Así, si el hecho del tercero es imposible o ilícito, la condición, en cuanto consiste precisamente en su no verificación, será posible o lícita y, en consecuencia, el promi­tente quedará obligado en forma válida, lo que a no dudar constituye algo jurídicamente inadmisible; como la condición consistiría en que el tercero no realice lo prometido, debería admitirse que cuando el promitente desarrolle una actividad encaminada a inducir al tercero a actuar, está impidiendo con su comportamiento el cumplimiento de la condición, y por ello, de acuerdo a la regla de que la condición se tiene por realizada cuando el deudor obsta su realización, habría que considerar cumplido el evento y obligado el promitente, resultado a todas luces absurdo, pues es obvio que en la promesa del hecho ajeno el que promete está directamente interesado en que el tercero cumpla y, por ende, su conducta orientada a obtener tal resultado no puede determinar el nacimiento de su obligación, y que, en definitiva, tal como hace notar Aliara, llevaría a prohibir, bajo sanción de considerar como cumplida la condición, toda actividad del promitente dirigida a incitar al tercero a actuar12; en fin, el promitente sólo podría caer en mora cuando el tercero se niegue a ejecutar lo prometido, lo que de manera evidente choca con la sustancia de la promesa del hecho de otro y se opone a su finalidad más inmediata.

Y es que frente al precario apoyo gramatical que pueda prestar la interpretación de la norma en su escueta literalidad, se presenta claro el sentido y alcance jurídico que la misma entraña y persigue. La obligación del que ha prometido el hecho del tercero sólo nace cuando tiene lugar el supuesto de hecho previsto por el precepto que establece la validez de su constitución; pues bien, parte de tal presu­puesto de aplicación (o, si se prefiere, uno de los presupuestos de

12. Aliara, Natura giuridica della obbligazione del fatto altrui, en Rivista del dmtto commerciale, 1929» I, p. 415.

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aplicación) consiste precisamente en que el tercero, cuya actuación se comprometió, rehuya el cumplimiento, y si esto es así, como parece no haber duda a la vista de la fórmula legal, mal podrá hablarse de que la negativa del tercero constituye el cumplimiento de la con­dición que suspendía la obligación del promitente.

Sabido es que la verdadera y propia condición es aquella que se inserta en el negocio por voluntad de las partes como elemento accidental del mismo y que cuando el nacimiento de la obligación la ley lo hace depender de una determinada circunstancia, aunque atécnicamente se hable también de condición legal o conditio iuris, no se está en presencia de una genuina condición, sino ante un pre­supuesto de aplicación o eficacia de la norma. N o hay más condición que la libremente querida por los interesados, y si en el caso en estudio el nacimiento de la obligación no está vinculado al evento previsto por las partes sino a la verificación de un concreto acontecer dispuesto por la ley no podrá hablarse, so pena de incurrir en inexac­titud, de que la obligación del promitente está suspensivamente con­dicionada12 bis.

Aliara estima que la negativa de realizar el hecho por parte del tercero no es un elemento accidental sino esencial de la relación obli­gatoria y que de tal negativa deriva, con verdadera conexión de causa a efecto, la actividad debida y el importe de la suma pecuniaria13; por mi parte, considero que la elusión del tercero en forma alguna puede conformarse como un elemento accidental del negocio en cuanto, como se ha visto, no tiene ni puede tener la naturaleza de auténtica con­dición, pero me parece que de semejante exclusión no cabe colegir que el precitado comportamiento negativo del tercero adquiera el rango de elemento esencial. Los requisitos o elementos constitutivos o esenciales del negocio jurídico son aquellos que en cuanto precisos

12 bis. "Hay casos en que es la norma y no la voluntad privada la que subordina la eficacia de un negocio a que se verifique un determinado acontecimiento. Se habla entonces de condición legal o de condicio iuris en contraposición a la condición voluntaria, a la que se da el nombre de condicio facti. Adviértase la diferencia esencial de los dos fenómenos. La condicio iuris es un elemento del supuesto productor de los efectos no arbitrario y contingente, como la condición propia­mente dicha, sino necesario y constante. Como aquí es la norma la que subordinalos efectos del negocio a un acontecimiento determinado, si este acontecimiento no se realiza, aquellos efectos no se producen nunca" (Santoro Passarelli, Doctrinasgenerales del Derecho civil, Madrid, 1964, p. 2 3 4 ) .

13. Aliara, loe. cit., p. 416.

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para su existencia necesariamente forman parte de su estructura, son parte integrante o "interna” del tipo negocial de que se trata; en cambio, en la promesa del hecho ajeno la figura contractual está com­pleta aunque no haya tenido lugar todavía la negativa del tercero, y, en consecuencia, en cuanto ésta no es elemento sine qua non del contrato, no cabe catalogarla de esencial o constitutiva del mismo.

Lo que sucede es que si el tercero rehúsa efectuar el hecho, tal conducta determina la producción de la consecuencia prevista en el precepto, pero esto mismo nos revela que el incumplimiento del tercero es algo externo a la promesa concertada, algo que obsta la actuación de la norma en tanto en cuanto no se realice, en suma, un presupuesto de eficacia.

3 . LA OBLIGACION DEL PROMITENTE COMO OBLIGACIONDE HACER LO POSIBLE PARA QUE EL TERCERO CUMPLA

El que promete el hecho ajeno se obliga a desarrollar la actividad precisa para que el tercero cumpla el hecho prometido; se conforma así la promesa del hecho de otro como generadora de una obligatio faciendi, tesis que ha gozado y sigue gozando de notable acogida entre los civilistas preocupados por el tema.

Ahora bien, si se considera que el promitente se ha obligado tan sólo a hacer que el tercero ejecute la prestación o a hacer lo posible para inducir, determinar o motivar a dicho tercero parece lógico concluir que en cuanto aquél haya observado en el cumplimiento de tal obligación la diligencia propia de un buen padre de familia, deberá quedar exone­rado de toda responsabilidad, aun cuando en definitiva el tercero no llegue a cumplir el hecho prometido.

En este sentido, Barassi estima que de las dos interpretaciones posibles de la norma (el promitente se obliga a hacer cuando pueda para obtener que el tercero acepte obligarse y el promitente asume la garantía, como en un contrato de seguro, de indemnizar al promi­sario para el caso de que el tercero rehúse ejecutar la prestación), debe aceptarse la primera, ya que el precepto ha de entenderse en el sentido más favorable al deudor, que sería particularmente dañado por un contrato de garantía; para él, la promesa obliga a la indemnización,

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si el tercero se niega a cumplir la prestación, tan sólo cuando el pro­mitente no haya hecho todo lo posible para inducirle al cumplimiento, aparte de que la primera interpretación es, en caso de duda, más coherente con el contenido de una "promesa de prestación” , que sig­nifica siempre comprometerse a realizar el esfuerzo ordinariamente necesario para conseguir la prestación, que en el supuesto que se considera no es la obligación o el hecho del tercero, sino la actividad del promitente, necesaria para conseguirla14.

Otros autores, sin atreverse a conformar la obligación del pro­mitente en términos tan radicales y crudos, tratan de conciliar una y otra interpretación; así, en relación al Derecho romano, Massa sos­tenía que no es posible establecer a priori una regla general aplicable a todos los casos, sino que unas veces (por la intención de las partes y la naturaleza de las obligaciones) el promitente quedará liberado cuando haya actuado toda la diligencia para inducir al tercero a efec­tuar la prestación convenida, mientras que otras será obligado a la prestación del id quod interest siempre que tenga lugar el incumpli­miento por parte del tercero aunque haya actuado toda diligencia15; para Pacchioni en el Derecho moderno ya no se trata de ver en qué términos ha prometido el promitente, sino de cuál es su verdadera voluntad, y, por tanto, es esta voluntad la que da contenido a la res­pectiva obligación, por lo que la misma podrá tener la mayor variedad de contenido: podrá ser entendida como simple compromiso de hacer lo posible para determinar al tercero a asumir la obligación o ejecutar la prestación, o como garantía para el caso de que el tercero no asuma la obligación, o asumiéndola, no la cumpla; el determinar si el promi­tente ha querido contraer una u otra de estas obligaciones dependerá exclusivamente, cuando la ley no traiga disposición especial, de la interpretación del respectivo convenio16.

Aun con estos condicionamientos y exclusiones resulta difícil admitir la tesis de que la obligación del promitente se limita a tener que hacer lo posible para que el tercero cumpla y de que, en conse­cuencia, queda exonerado de toda responsabilidad cuando, pese al incumplimiento de éste, haya actuado toda la diligencia necesaria en

14. Barassi. La teoría generale delle obbligazioni, II (Le fonti), Milán, 1948, pp. 198-199-15 . Massa, loe. cit., pp. 211-212.16. Pacchini, loe. cit., p. 553-

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tal sentido; y resulta difícil de admitir porque una obligación que tenga por objeto "la actividad del promitente necesaria para conseguir el hecho del tercero” , es en realidad una entelequia desprovista de auténtica sustancia jurídica.

En efecto, la actuación o no de la conducta, debida por parte del promitente (entendida en la forma señalada) es intrascendente e inoperante frente al promisario; cumpla o no el deudor la prestación, el acreedor no obtiene ni la satisfacción ni la vulneración de su derecho, tan sólo el cumplimiento o incumplimiento por el tercero del hecho contemplado le afectará. Ahora bien, ¿cabe hablar con rectitud de obligación cuando la prestación asumida por el deudor no es suscep­tible ni de realizar ni de quebrantar el derecho del acreedor?

La explicación de semejante situación radica en que cuando una persona se "obliga” a hacer cuanto pueda para obtener la ajena actua­ción en realidad no está obligando a nada, ya que su presunta acti­vidad no puede constituir objeto de un verdadero vínculo obligacional por cuanto al no tener valor pecuniario no podrá venir referida a una ejecución forzosa en forma específica o por equivalente.

Si el principio que sanciona en el Derecho moderno la valide2 de la obligación que contrae el que promete la ajena actuación deter­mina que el promisario adquiera un derecho contra el promitente, es obvio que para que dicho derecho sea tal ha de ser posible su realización, esto es, el titular debe poder obtener la satisfacción de su interés mediante el empleo de medios coercitivos contra el deudor (ejecución forzosa) caso de que éste no atienda voluntariamente a dicha satisfacción; pues bien, resulta que si el promitente no hace lo pertinente o adecuado para determinar al tercero a cumplir el hecho prometido, no será posible la ejecución forzosa en forma específica porque la actividad del deudor, dadas las características del contrato que se considera, es insustituible, pero tampoco cabrá recurrir a la ejecución forzosa en forma genérica, ya que no habrá manera de deter­minar el monto de la indemnización en cuanto al daño que experi­mente el promisario no está determinado por la inacción o improce­dente conducta del promitente, sino por no avenirse el tercero a efectuar el hecho que se convino.

Como antes se apuntaba, la razón de semejante anomalía se halla en que concebido el comportamiento debido del promitente en la

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forma que se critica no hay verdadera obligación a su cargo, pues ésta precisa para existir el estar dotada de una prestación susceptible de valoración económica y la que comentamos no lo es. El admitir la construcción reseñada supondría, en consecuencia, que el Derecho moderno tras una larga y dificultosa evolución ha venido a reconocer la validez de la promesa del hecho ajeno para encontrarnos con la desorientadora y paradójica conclusión de que, en definitiva, a nada queda obligado el promitente, porque concebida su conducta como mera actuación encaminada a motivar o procurar el hecho ajeno, ella no tiene, desde el punto de vista jurídico, entidad ni relevancia suficiente como para integrar un genuino objeto de obligación; algo que por absurdo e irracional debe desecharse.

En relación a este punto, Gullón Ballesteros hace las siguientes atinadas observaciones: "En cambio, es acertada la objeción de que independientemente del resultado al cual mira, la prestación del deudor no tiene valor. Y es acertada si se observa el supuesto siguiente: el tercero, con independencia de toda gestión por parte de quien prometió su hecho, cumple frente al acreedor de aquél. N o hay duda de que, en el terreno de la teoría que criticamos, ha existido un incumplimiento consistente en la no realización de las gestiones oportunas. Pero un incumplimiento que quedaría sin sanción, por no poderse exigir daños y perjuicios al no haberse causado ninguno, debido a la actuación del tercero per se” 1'1. Con ser cierto lo transcrito, nosotros vamos todavía un poco más allá, pues pensamos, según se ha expuesto más arriba, que aun en el caso de que el tercero no realice el hecho prometido pese a que el promitente haya actuado en forma cónsona para inducirle, algo que debería conceptuarse como cumplimiento de su obligación por parte de éste, el promisario no ve realizado su derecho ni satis­fecho su interés, y ¿cabe hablar de cumplimiento sin satisfacción del acreedor? De la misma forma que no hay incumplimiento voluntario cuando no se prescribe responsabilidad del deudor, tampoco hay cum­plimiento cuando la conducta de éste no realiza el derecho del acreedor.

Podría pensarse que cuando la norma habla de que el promitente "está obligado a indemnizar al otro contratante” caso de que el tercero no ejecute la prestación prometida, tal indemnización cabe estimarla como el perjuicio económico derivado de no haber hecho el promitente

17. Gullón Ballesteros, loe. cit., p. 8.

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lo que estaba en sus manos para conseguir el cumplimiento por parte del tercero, pero la falacia de esta argumentación se advierte con pres­teza si se considera que el monto de la indemnización se calcula en función de los daños y perjuicios sufridos por el promisario por la inejecución del tercero y no en función del detrimento que pueda haber experimentado por el incumplimiento de la obligación del promitente, porque, como se ha visto, de este incumplimiento en sí y por sí el acreedor nada puede sufrir porque es patrimonialmente instrascendente.

Gullón Ballesteros piensa que aun cuando la actividad del deudor no tiene, con independencia del resultado a que se orienta, ningún valor pecuniario, no cabe, de todas maneras, sostener que la prestación carece de posibilidad de valoración cuando se incumpla, ya que podría ser perfectamente valuada por la concreción del daño sufrido al acreedor ante la no realización de lo prometido a cargo del tercero18; algo que nosotros no compartimos, pues lo que no tiene valor económico no puede ser evaluado. Estimar que el daño sufrido por el incumplimiento del promitente puede ser el que experimenta el promisario al rehusar el tercero la ejecución del hecho prometido no implicaría un cumpli­miento por equivalente porque el monto a pagar nunca sería la con­trapartida de la "prestación” incumplida, sino la representación de otra y ajena prestación que no llegó a realizarse, y ello se encuentra más cerca (aunque no lo sea tampoco) de la cláusula penal que del cumplimiento genérico o por equivalente; a parte de que si la indem­nización por daños es el equivalente económico de la prestación incum­plida, mal podrá considerarse desde el punto de vista jurídico, que tal función se realiza cuando para su estimación se recurre a una presta­ción distinta de la fallida cuyas consecuencias se tratan de paliar, y de que no deja de sonar como algo insólito, o al menos dudoso, que no teniendo la actividad del promitente, en sí y por sí, como bien dice Gullón Ballesteros, ningún valor pecuniario, sea posible, empero, su evaluación con referencia a otra conducta extraña, porque lo que no es susceptible de valoración monetaria por sí, menos podrá serlo por referencia a un externo acontecer o situación.

La tesis de los que piensan que habrá que acudir a la intención de las partes para saber cuando el promitente se ha obligado tan sólo a hacer lo posible para inducir al tercero a cumplir y cuando, en cam­

1 8 . Ibid.

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bio, su responsabilidad surgirá siempre que dicho tercero no cumpla con independencia de las gestiones que haya efectuado19, no constituye una solución satisfactoria del problema teórico planteado, porque aunque se aceptase, como ella lo hace tácitamente, que la norma que formula la promesa del hecho de otro no es de tus cogens (circunstancia que no es tan clara ni pacífica como se pretende), y, por tanto, pueden los interesados confirmar el contenido de la obligación del promitente de una u otra manera, siempre quedaría en pie la sustancia de la cues­tión: ¿Cómo debería entenderse el precepto en los casos en que no fuere posible determinar cuál fue la intención de los contratantes?

En efecto, conformada la norma como de naturaleza dispositiva el problema continuaría planteado en esencia de los mismos términos, por más que se redujera la esfera operativa práctica de la misma; el promitente se obliga en forma más o menos rigurosa según cuáles sean las cláusulas contractuales concertadas, pero siempre estará presente, y habrá que atender a su solución teórica, la hipótesis de que las partes se hayan remitido o cobijado bajo el principio sin ninguna especifica­ción, y para tales casos es obvio que habrá de determinarse cuál es la naturaleza jurídica y el alcance de la obligación que contrae el que promete el hecho ajeno, porque desde luego a este nivel no cabe en forma seria sostener que dicha obligación puede tener uno u otro con­tenido. Con una dificultad final que plantea la construcción que se comenta, y es que como la naturaleza de la norma dispositiva supone que su aplicación sólo tiene lugar cuando los interesados no han que­rido otra cosa distinta a lo por ella dispuesto, resultaría que si en el caso en estudio la voluntad negocial puede configurar la obligación del promitente como obligación de hacer lo conducente para inducir al tercero o como garantía del cumplimiento de éste, ni una ni otra debería ser la naturaleza de la obligación cuyo contenido formula la norma de manera supletoria, sino una tercera y diferente, respecto a la cual los autores sustentadores de esta teoría no nos dan luz alguna.

19. Además de por algunos autores italianos (Massa, Pacchioni, etc.) la tesis ha sido defendida por un buen número de civilistas alemanes. Sirvan de muestra las siguientes palabras de Enneccerus y Lehmann: "El contrato por el cual se promete la prestación de un tercero es también válido. Pero, naturalmente, el tercero no está obligado, sino sólo el promitente a una de estas dos cosas, según el sentido del contrato: o bien a molestarse en procurar por todos sus medios que el tercero haga la prestación (contrato de procurar) o a provocar la prestación del tercero (contrato de garantía). En virtud de gestiones diligentes, aunque sin resultado, el promitente se libera en el primer caso, mas no en el segundo (Enneccerus y Lehmann, Derecho de obligaciones¡ I, Barcelona, 1933, p. 172 ).

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4. LA OBLIGACION DEL PROMITENTE COMO ASUNCION DEL RIESGO DEL INCUMPLIMIENTO POR PARTE DEL TERCERO

Boulanger20 en la doctrina francesa, Scalfi21 en la italiana y Gullón Ballesteros22 en la española han elaborado la teoría de que la prestación del promitente es una prestación de garantía.

Partiendo de la base de que al promisario le es indiferente que el cumplimiento de la prestación por parte del tercero haya sido debido o no a la actividad y gestión del promitente, ya que a él lo único que le interesa es que el tercero cumpla en la forma que se convino, los autores mencionados sostienen, en síntesis, que el que promete el hecho ajeno lo que hace en realidad es asegurar al promisario que su interés encontrará satisfacción en todo caso, pues él responde de las consecuen­cias derivadas del incumplimiento por parte del tercero del hecho pro­metido. Como señala Gullón Ballesteros: "El promitente asume frente al promisario el riesgo de que el tercero no cumpla. El promitente dice: Yo no estoy facultado para obrar. Esta ausencia de poderes hace nacer un indudable riesgo, puesto que el tercero podrá ratificar o no el con­trato que ha celebrado en su lugar. Pero este riesgo yo lo cubro. Yo me obligo a indemnizar de todo daño que pueda causar la no ratifi­cación”23.

La doctrina aunque gráfica y atractiva tropieza con serios incon­venientes que dificultan su aceptación. Hablar de prestación de garan­tía, por más que el término parezca responder a la conformación externa y práctica de la situación jurídica en estudio, supone recurrir a una categoría que no tiene un contenido fijo ni una función homo­génea; como advierte Aliara, el término garantía lo usa la ley de varios modos y con referencia a figuras jurídicas diversas: garantía personal, garantía real, garantía por la evicción, garantía por vicios o defectos ocultos de la cosa, el patrimonio del deudor garantía del acreedor, cláu­sula de garantía, etc.24 Ello ya le quita consistencia, claridad y rigor

20 . Boulanger, La promesse de porte-fort et les contrats pour atitrui, tesis, Caen, 1933.2 1 . Scalfi, La promessa del fatto altrui, Milán, 1955.22.- Gullón Ballesteros, loe. cit.23 . Ibid., p. 11. "Hay en realidad — dicen Ripert y Boulanger— una promesa per­

sonal de garantía con ocasión del acto de un tercero” (Tratado de Derecho civilsegún el Tratado de Planiol, IV-19, Buenos Aires, 1964, p. 3 7 5 ).

2 4 . Aliara, loe. cit., p. 418, n. 2.

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a la construcción, pues su punto de apoyo no tiene la nitidez y preci­sión que son deseables a la hora de establecer la naturaleza jurídica de una relación en base a un determinado elemento caracterizador.

Si la obligación del promitente se considera como asunción de garantía del hecho ajeno en definitiva aparece conformada como una relación accesoria, pero ¿accesoria de qué relación principal? Sencilla­mente de ninguna, pues es obvio que el tercero no queda obligado por el hecho de que alguien prometa su futura actuación en un deter­minado sentido y tal sería la única pensable obligación que cabría estimar caso de indagar en función de qué vínculo principal se ha generado el accesorio del promitente.

Sin duda tiene razón Gullón Ballesteros cuando afirma que el interés del acreedor es ante todo, ver cumplido por el tercero el hecho prometido y por ello el interés relativo a la indemnización es esencial­mente accesorio, mientras que, según hace notar Scalfi, el ver realizado el hecho del tercero constituye su interés primario25; pero siendo esto cierto en el plano del puro interés patrimonial del promisario, no tiene reflejo en el plano jurídico por la sencilla razón de que el mismo no está dotado de derecho alguno frente al tercero, sino precisamente contra el promitente, y, en consecuencia, mal puede asumir la obliga­ción de éste el carácter de accesoria o de garantía, pues tal concep- tuación en el plano jurídico riguroso supone la previa y necesaria existencia de la relación principal o garantizada.

No se olvide que estamos tratando de descubrir la naturaleza jurídica de la obligación que asume quien promete el hecho de un tercero y que, por tanto, no podemos utilizar otros materiales en tal propósito que los estrictamente jurídicos sin que quepa el tratar de forzar las exigencias jurídicamente necesarias en base a consideraciones o circunstancias de índole diferente; pues bien, aunque el promisario tenga un interés preferente en el hecho del tercero y tan sólo un interés secundario o compensatorio en la indemnización que está obli­gado a satisfacer el promitente caso de que el tercero no realice lo prometido, resulta que el primer interés, por muy importante y determinante que haya podido ser, no está contemplado normativa­mente, ni puede estarlo, mientras que el segundo no sólo sí lo está, sino que además es el único que la ley tutela.

2 5 . Gullón Ballesteros, loe. cit., p. 10.

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Y si tal es la situación, sean cuales sean las consideraciones de tipo económico o patrimonial que pueden hacerse, para nosotros resulta claro que en el ámbito jurídico, que es el único en que nos podemos y debemos mover, no cabe sostener que el promitente se obliga en garantía o asume una prestación de garantía porque no habría nada garantizado; el promisario aparecería como involucrado en una situa­ción jurídica que formalmente se califica de asegurada o garantizada por el promitente y, sin embargo, no estaría dotado de recurso alguno para instar su cumplimiento mientras que sí tiene acción directa contra el garante, algo que jurídicamente no parece muy razonable.

Cuando la norma dispone que "el que ha prometido la obligación o el hecho de un tercero queda obligado a indemnizar al otro con­tratante si el tercero se negara a obligarse, o no cumpliera el hecho prometido” (art. 1381 del Códice, civile italiano de 1942), es evidente que desde el ángulo patrimonial pone a cubierto al promisario en cuanto obliga a indemnizar al promitente, y en tal sentido cabría hablar de que aquél está garantizado, pero no lo es menos que desde el ángulo jurídico puro la única y exclusiva obligación que surge de dicho convenio es la que soporta el promitente y, en consecuencia, con indi­ferencia de cuál sea el cometido económico que le toque cumplir, esta obligación será simpre, en una conceptuación rigurosamente jurídica, una obligación principal y autónoma y no tan sólo una obligación accesoria y de garantía.

Por otro lado, el conceptuar la obligación del promitente como una obligación de garantía supone no sólo conformarla como relación accesoria sino además como condicional, ya que el promitente, precisa­mente por la función de cobertura que está destinada a cumplir sólo habrá querido contraería para el supuesto de que se verifique cierto acontecimiento futuro e incierto (el incumplimiento por el tercero del hecho prometido); por ello, el principal defensor de la doctrina que se comenta — Boulanger— , consecuente con las derivaciones lógicas que la construcción acarrea, estima que la obligación asumida por el promitente de garantizar al promisario el cumplimiento por el tercero es una obligación condicional.

Ya nos hemos extendido antes sobre la crítica de semejante confi­guración y no es caso de volver a repetir argumentos y consideraciones conocidos, únicamente ahora haremos notar que así entendido el pre­cepto que se estudia encerraría una contradictio in terminis.

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En efecto, si concebida la obligación del promitente como asun­ción de garantía del hecho ajeno nos hallamos, como parece se esta­blece sin mayor esfuerzo, ante un vínculo obligatorio de naturaleza condicional, resultará que la sedicente condición, en cuanto directa­mente establecida por la ley, no será una auténtica condición sino una simple condicio iuris o presupuesto de eficacia, y, en consecuencia, no cabrá en propiedad calificar a la obligación del promitente como obli­gación sometida a condición; ahora bien, negada la consecuencia se niega también la causa o, si se prefiere, si la relación que sujeta la que ha prometido el hecho de un tercero no puede, con vistas al precepto jurídico que la contempla y estatuye su validez, calificarse de obliga­ción condicional, ello nos demuestra por argumento a contrario que tampoco cabe conceptuarla como obligación de garantía, pues ésta conduce a aquélla y la norma, ni aun siquiera en el plano dogmático, no puede querer algo y marginar lo que constituye su necesaria con­secuencia o deducción, salvo que se trate de una norma de signo excep­cional y es evidente que la que se estudia, al menos en la formulación e interpretación que en la actualidad se le da, no es una norma excep­cional (la doctrina francesa, no obstante su respetuosa adoración por la letra del Código Napoleón, está de acuerdo por esta vez en que por más que el artículo 1120 de Code, — que recoge la figura— se inicia con la palabra néanmoins, ello no debe entenderse en el sentido de que el mismo suponga una derogación o excepción al principio consagrado en el precedente artículo 1119: el principio de que, en nombre propio, sólo se puede prometer por uno mismo).

Una última consideración respecto a la doctrina que se expone y critica: sus seguidores suelen acudir, como una defensa adicional, al símil de que en la promesa del hecho ajeno la situación viene a con­figurarse en forma jurídicamente equivalente a la que origina el con­trato de seguro; así, Gullón Ballesteros, tras recordar la tesis de Betti de que cuando se asume o presta el riesgo la expectativa del acreedor no se dirige a una utilidad que es el resultado último de un obrar sino que su utilidad consiste en descargar sobre la otra parte los resultados perjudiciales que pueden acaecer si se produce determinado riesgo estima que no existen inconvenientes para ver en la promesa de hecho ajeno una asunción por parte del promitente del riesgo que supone para el interés del acreedor o promisario el que el tercero no cumpla, ya que lo mismo ocurre en el contrato de seguro, en el cual, antes

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de que el evento temido se verifique, existe la atribución de una utilidad al asegurado por parte del asegurador, que es la asunción del riesgo por su parte26, y Barassi, refiriéndose a los que ven en la promesa del hecho de otro la asunción por el promitente de una garantía en tal sentido, considera que la situación vendría a ser similar a la que pro­vocan los contratos de seguro27.

En realidad se trata de una similitud tan sólo aparente, ya que aunque se concibiese la obligación del promitente como una obligación de garantía, lo que ya se vio no es posible desde el punto de vista jurídico estricto, el abismo entre el contrato de seguro y la promesa del hecho ajeno continuaría insalvable, pues entre el riesgo, elemento esencial, típico y caracterizador, del contrato de seguro y el incumpli­miento del hecho por el tercero en la promesa por otro, mero presu­puesto de eficacia, por mucho que se distiendan y nebulicen los términos no hay forma de encontrar la igualdad, ni aun siquiera el parentesco, que se pretende27 bis; en el contrato de seguro su fin básico, esencial y directo consiste en cubrir al asegurado de un peligro temido, mientras que en la promesa del hecho de un tercero el propósito negocial se enrumba precisamente hacia la actuación de dicho tercero y sólo de manera indirecta o consecuencial se contempla la indemnización a cargo del promitente: lo que es esencial en el uno es accesorio en la otra. Como bien dice Scalfi, en la promesa del hecho de otro el interés pri­mario del acreedor o promisario es ver realizado el hecho del tercero, mas ¿cabría decir lo mismo en el contrato de seguro a propósito de la indemnización del asegurador? Evidentemente que no.

2 6 . Ibid., p. 12.2 7 . Barassi, op. cit., II, p. 198.27 bis. Alvarez Vigaray, Los contratos aleatorios, en Anuario de Derecho civil, 1968:

"En el contrato aleatorio el riesgo deviene elemento esencial del contrato, con­virtiéndose en su causa y consiste en el hecho de que, al tiempo de la celebración del contrato, es incierto para cada una de las partes si le reportará una pérdida o una ventaja que sea proporcionada al sacrificio patrimonial a soportar” (p. 6 2 2 ) . "En el contrato aleatorio el riesgo no es un elemento autónomo respecto a la configuración del contrato, como lo es, en cambio, la condición en el negocio condicional, o, dicho en otros términos, la condición es elemento accidental del contrato y tiene por ello naturaleza marginal respecto al tipo contractual a que pertenece el contrato en que se inserta, mientras que el alea es elemento esencial del contrato aleatorio” (p. 6 1 8 ). "Actualmnte la consideración del riesgo como condicio iuris del contrato aleatorio está en casi completo abandono, desde el momento en que la doctrina más autorizada considera a la condicio iuris como simple requisito de la eficacia del contrato” (pp. 619-620).

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5. LA OBLIGACION DEL PROMITENTE COMO OBLIGACIONDE INDEMNIZAR CASO DE QUE EL TERCERO NO CUMPLA

Según se ha visto, no cabe concebir la obligación del promitente como vinculación a efectuar lo que esté a su alcance para propiciar la actuación prometida del tercero, esto es, la mencionada obligación no es una obligación de hacer en su prístino sentido o, si se prefiere, no es una obligación de medio. Mas, ¿será entonces una obligación de resultado, en el sentido de que el acreedor se le asegura siempre la satisfacción de su interés ya mediante el cumplimiento por el tercero de la prestación prometida ya a través de la indemnización por el promitente del daño que origine la falta de tal cumplimiento? Con uno u otro enfoque y con disímil terminología, ésta, podríamos decir, ha sido la tesis dominante en la doctrina en relación al discernimiento de la naturaleza jurídica de la figura que nos ocupa.

Y a Laurent aseveraba que el que se hace responsable o el queha prometido hacer o ratificar debe una indemnización si el tercerono quiere admitir esa obligación, así el que se hace responsable seobliga a hacer ratificar, pues contrata una obligación principal que consiste en hacer, no en dar o en hacer lo que el tercero debe dar o hacer, sino que el promitente se obliga solamente a procurar que el tercero ratifique y si no cumple esta obligación queda obligado por daños y perjuicios; y precisando más la idea, concluía en los siguientes términos: "así, pues, si el responsable no procura la ratificación que ha prometido, está obligado a indemnizar; inútilmente dirá que ha hecho todo lo que dependía de él para obtener la ratificación, pues en las obligaciones de hacer uno no se contenta con la buena voluntad del deudor sino con la prestación del hecho que es objeto del convenio, y si este hecho no se presta ha lugar a daños y perjuicios”28.

Aubry y Rau, por su parte, afirmaban que el compromiso de porterfort o promesa de hacer ratificar no genera una obligación de caución o garantía sino una obligación principal de naturaleza par­ticular, ya que la misma ha de considerarse cumplida cuando el tercero, regular y válidamente, declare ratificar o querer ejecutar lo prometido,

2 8 . Laureot, Principios de Derecho Civil, X V , Puebla, 1914, p. 673.

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de manera que el promitente no queda sujeto a garantía alguna por la validez y cumplimiento efectivo de la convención que celebró29.

Baudry-Lacantinerie y Barde al contestar la pregunta de a qué obliga la convención de porte-fort replican que a hacer ratificar y no simplemente a hacer todo lo posible para obtener la ratificación, que­dando sujeto el promitente a indemnizar daños y perjuicios cuando tal ratificación no se produce; en su opinión, de nada le servirá al promitente demostrar que ha hecho todas las diligencias necesarias para mover al tercero a cumplir lo prometido, ya que tan sólo podrá evitar la condena a pagar daños y perjuicios cuando pruebe que la ratificación ha sido impedida por un caso de fuerza mayor o que la inejecución de su promesa no causó perjuicio alguno al estipulante30.

Para Planiol y Ripert la índole de la obligación que asume el promitente es de naturaleza particular, ya que en cuanto se obliga a obtener una ratificación válida en el fondo y en la forma promete un resultado ,y por ende, no queda liberado e incurre en daños y perjui­cios si la ratificación prometida no se presta, aun cuando ello no le sea imputable; muy distinta es la posición del que solamente haya prometido sus buenos oficios a fin de obtener la ratificación: de no obtener el resultado pretendido ninguna responsabilidad surge para este último siempre que haya realizado las diligencias que en su mano estaban31.

Piensa De Page que el porte-fort no se obliga a actuar de manera que el tercero suscriba un compromiso, a hacer todos sus esfuerzos o a prestar sus buenos oficios para la obtención de dicho fin, sino que promete un resultado: la prestación del tercero; desde el instante en que este resultado no se consigue, la obligación no ha sido ejecutada y se deben los daños y perjuicios. Sin embargo, el promitente se obliga únicamente a hacer obtener el compromiso del tercero y no a garan­tizar su ejecución32.

En fin, según Marty y Raynaud el porte-fort se compromete a hacer nacer la obligación del tercero y en tal sentido la promesa de

29 . Aubry y Rau, Cours de Droit civil franjáis, IV, Paris, 1902, p. 512.30 . Baudry-Lacantinerie y Barde, Traité théorique et pratique de Droit civil. Des

obligations, I, Paris, 1906, pp. 176-177.31 . Planiol y Ripert, Tratado práctico de Derecho civil francés, VI, La Habana, 1940,

p. 70.3 2 . De Page, Trefité élémentaire de Droit civil belge, II, Bruselas, 1948, pp. 667-668.

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porte-fort se asemeja a la de buenos oficios, pero las dos promesas se distinguen en que la primera tiene por objeto una obligación de resul­tado mientras que la segunda tiene por objeto una obligación de medio; el que ha prometido sus buenos oficios está sujeto tan sólo a usar de todos los medios para obtener el hecho o el acto del tercero y cumple su promesa aunque sus buenos oficios devengan vanos, por el contrario, el porte-fort ha prometido un resultado y si el mismo no se obtiene deberá indemnizar33.

Parece, pues, que el que promete el hecho de otro se obliga a conse­guir la actuación de éste y, por ende, si el tercero no ejecuta el hecho prometido surge a cargo de aquél el deber de indemnizar porque su obligación de resultado no ha sido cumplida; por ello, en la mayoría de los autores citados late la idea de que el precepto en estudio habla de indemnización porque la obligación del promitente en cuanto es una obligación de hacer no es susceptible de ejecución forzosa en forma específica y se resuelve, en caso de incumplimiento, en el resar­cimiento de los daños (nemo potest praecise cogi ad factum).

Piensa Stolfi que sólo cabría hablar de obligación de hacer si se da a esta última palabra un sentido más amplio, pues si se la entiende en su sentido ordinario rto se alcanza a comprender cómo es posible hablar de obligación de facere cuando el facere a cargo del promitente no existe: existe a cargo del tercero, mas ello escapa a los poderes del deudor. Considera, en consecuencia, que sólo se podrá hablar de obliga­ción de hacer en cuanto se clasifican así todas las obligaciones que no tienen por objeto la dación de una cosa o el no hacer, a las que los romanistas reservan la calificación de obligaciones de praestare (dolum, culpam, custodiam praestare), es decir, resarcimiento de un daño u obligación de resarcir un daño que podrá verificarse incluso a causa de la actividad de un tércero34.

Creemos que Stolfi incurre en una inexcusable confusión cuando habla de que en la promesa del hecho ajeno, si se entiende el término en su sentido ordinario y técnico, el hacer sólo existe a cargo del ter­cero; más bien las cosas suceden a la inversa, ya que únicamente cabrá decir que la prometida actuación del tercero consiste en su facere si se utiliza este vocablo en su más amplio y atécnico significado,

3 3 . Marty y Raynaud, Droit civil, II - l9 (Les obligations), París, 1962, p. 229.3 4 . Stolfi, loe. cit., p. 215.

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porque es evidente que aunque la figura se nomina, por comodidad y sin pretensiones definitorias o conceptuales, promesa del hecho ajeno, el contenido de la prestación que se ha prometido del tercero puede consistir sin obstáculo en un daré, en un facere, en un non facere e, incluso, en un pati, mientras que de ninguna manera es posible pensar que la actividad del promitente puede consistir en una absten­ción o en un tolerar. En realidad, moviéndonos en el campo estricto de las obligaciones de hacer, la única obligación, que por lo demás es la que solamente se constituye, que cabe calificar de obligación de hacer sería la del promitente. Por otra parte no es cierto que sólo se podrá hablar de obligación de hacer en cuanto equivalente, en la terminología romanística, a obligación de praestare,, pues de esta última forma se nominan precisamente aquellas relaciones obligatorias cuya prestación no tiene por contenido un daré o un facere35, y, en consecuencia, mal cabe recurrir a una categoría de residuo cuando la obligación se ubica en una de aquellas clases que por exclusión delimitan la esfera com­prendida por dicha categoría obligacional de residuo; en suma, como bien dice Aliara86, para nada sirve el reclamo que, en ayuda de su formulación, hace Stolfi del término romano praestare ni las expre­siones dolum, culpam, casum, periculum. . .praestare.

La crítica más corriente que suele hacerse a la tesis de la obli­gación del promitente como obligación de obtener el hecho del tercero u obligación de resultado se formula, con ligeras variantes, en los siguientes términos: Si se admite que la obligación que se considera tiene por contenido la actividad del promitente para conseguir el hecho ajeno, se debe admitir también que el obligado ha prometido algo que no depende de su querer; mas ello supone la negación de toda vinculación obligatoria, ya que necesariamente el objeto de la obliga­ción (la prestación) ha de consistir en una conducta o comportamiento del deudor, esto es, en algo que el obligado esté en condiciones o pueda cumplir porque dependa de su voluntad. En tal sentido, Gesterding afirmaba que con tal concepción la actividad que se quiere vincular, en cuanto objeto de la obligación del promitente, no es materialmente posible; y Scalfi y Boulanger señalan que no es concebible una pres­tación de hacer cuando el hacer tenga por objeto un acto de otro,

35 . Cfr. nuestra obra, Curso de Derecho romano. Derecho de obligaciones, Caracas, 1964, pp. 29 y ss.

3 6 . Aliara, loe. cit., p. 418, n. 2.

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ya que esta interferencia de la voluntad del tercero quita su significado a lo que debería ser el contenido de la prestación, o sea el comporta­miento del deudor, porque el resultado último y útil depende del tercero.

En realidad hay exceso en tales aseveraciones, porque no es exacto afirmar que el deudor prometió algo que no depende de su querer. Y no es exacto por lo siguiente: cuando en base a una promesa de] hecho ajeno el tercero cumple lo prometido, ¿puede decirse que tal ejecución es jurídicamente extraña y autónoma de la obligación con­traída por el promitente? Difícilmente, ya que en tal caso la presta­ción cumplida carecería de justificación o fundamento; ahora bien, si el hecho verificado por el tercero es, desde el ángulo jurídico, una consecuencia de la obligación asumida por el promitente nos parece que no cabe sostener, sin caer en inexactitud, que la conducta debida es algo que no depende de la voluntad del deudor. Cumplida la pres­tación por el tercero, aun cuando en tal cumplimiento hayan influido poco a nada las gestiones del promitente, la actuación del tercero hay que referirla necesariamente a la obligación que contrajo el promitente, es, en cierta medida, un efecto de la conducta comprometida por éste, y, en consecuencia, no debe haber obstáculo para admitir que lo que debe quien prometió la ajena actuación es algo que depende de su voluntad, que está subordinado a su querer en el plano jurídico.

Posiblemente la explicación del defectuoso enfoque que se critica se deba a que sus defensores contemplan la situación jurídica en estu­dio tan sólo en el caso de que el tercero rehuya o se niegue a cumplir el hecho prometido, sin advertir que tal circunstancia no puede tomarse en consideración a la hora de analizar la estructura y naturaleza de la obligación asumida por el promitente, pues es algo extraño a la misma, algo que no es susceptible de cambiar ni aun siquiera matizar la sustancia del vínculo concertado por el deudor y que, por tanto, sólo cabe tomar en cuenta a posteriori, como una incidencia sobrevenida que puede influir de una u otra manera en la responsabilidad del promitente, pero que de ninguna forma puede alcanzar a mutar las características de la relación obligatoria que vincula al mismo con el promisario.

Se dice también que con la formulación que se comenta resulta que la actividad que se quiere vincular no es materialmente posible,

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mas en realidad no se alcanza a descubrir cuál pueda ser la base para afirmar que una prestación cuyo contenido consiste en procurar u obtener el hecho del tercero es una prestación imposible, pues, como con sensatez advierte Aliara, no puede negarse que la actividad "indu­cir, motivar, determinar al tercero a hacer” sea, en línea objetiva y apriorísticamente, una actividad posible37.

Con todo, a nosotros no nos parece que la obligación que contrae quien promete el hecho de un tercero quepa construirla como una obli­gación de conseguir o procurar la actuación de dicho tercero o como una obligación del hecho ajeno u obligación de resultado, y creemos que contra esta conceptuación cabe esgrimir argumentos decisivos que emanan de la propia norma que recoge la figura.

Los autores franceses y belgas a que antes se ha aludido parecen no tropezar con obstáculos a la hora de conformar la naturaleza de la obligación que se considera porque, partiendo de que se trata de una obligación de hacer, aceptan como un dogma el viejo adagio de que no es posible la ejecución forzosa in natura de esta variedad obliga- cional. La obligación contraída por el porte-fort, nos dirá en tal sentido De Page, es una obligación de hacer que se resuelve necesariamente en daños-intereses en caso de incumplimiento38. Así todo parece cón­sono: el promitente se obligó a hacer y si incumple su obligación queda sujeto al resarcimiento del daño, porque nemo ad factum praecise cogi potest.

Mas hoy no sólo ya a escala doctrinal y jurisprudencial sino tam­bién a escala legal (arts. 1264 y 1266 del Código civil venezolano, arts. 1218 y 2931 del Código civil italiano, etc.) se admite abierta­mente que las obligaciones de hacer, siempre que la conducta debida pueda realizarse a satisfacción del acreedor por persona distinta al deudor, son susceptibles de ejecución forzosa en forma específica, por­que, como con exactitud resalta Betti, "si el facere es un actuar fun­gióle, esta conducta fungióle puede obtenerse coactivamente por vía de ejecución forzosa, de modo que al acreedor le sea atribuido el mismo resultado a que tenía derecho mediante la cooperación del deudor,

37. Ibid. pp. 423-424.3 8 . De Page, op. cit., II, p. 667.

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prescindiendo de su cooperación, lo que es tanto como decir mediante una ejecución forzosa por subrogación” 39.

Como se advierte con facilidad, si se parte, según es lo correcto, de que las obligaciones de facere son en principio, al igual que cual­quier otra variedad obligatoria, susceptible de ejecución forzosa in specie, la construcción franco-belga aludida se derrumba, pues ya no cabrá sostener que siempre que el hecho del tercero no se realiza la obliga­ción del promitente, obligación de hacer, se resuelve en la indemni­zación de los daños y perjuicios correspondientes, al menos ello no será así en los casos en que el hacer del promitente sea fungible o subrogable, esto es, en aquellos supuestos en el que el promisario pueda obtener el hecho del tercero mediante la actividad de una persona diferente al promitente; y si tal sucede, resulta obvio que la expli­cación que se comenta, en cuanto no es apta para englobar todas las hipótesis posibles del mecanismo estudiado, no puede aceptarse como razonamiento teórico suficiente para encuadrar la naturaleza jurídica de la obligación que afecta al que promete el hecho de otro.

Pensamos, pues, que la obligación del que ha prometido el hecho ajeno no es una obligación de hacer ni siquiera en el sentido o acepción de obligación de resultado, porque si tal fuera su naturaleza la ley no podría hablar de que cuando el tercero no cumple el hecho pro­metido el promitente queda obligado a indemnizar al otro contratante, ya que, al menos en los ordenamientos donde está expresamente san­cionada la ejecución coactiva específica de las obligaciones de hacer (Italia, Venezuela, etc.), tal situación no será la normal ni cabrá, por ende, contemplarla como consecuencia o efecto general, sino más bien al contrario. Esto es, la hipótesis ordinaria será la de que cuando el tercero no realice el hecho que se prometió, la obligación del pro­mitente, en cuanto incumplida, debe ser ejecutada, siempre que sea posible en la forma específica en que fue contraída y sólo cuando tal ejecución no pueda hacerse in natura procederá el cumplimiento por equivalente, es decir, la indemnización de los daños y perjuicios que el promisario haya experimentado al no obtener lo que el promitente había prometido procurar.

Lo curioso es que de la misma letra de la ley resulta excluida la concepción de la obligación del promitente como obligación de

3 9 . Betti, Teoría general de las obligaciones, II, Madrid, 1970, p. 483.

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hacer (en el sentido de obtener la prestación del tercero), ya que los preceptos respectivos hablan de que el promitente "queda o está obligado a indemnizar al otro contratante” (art. 1381 del- Código civil italiano, art. 1165 del Código civil venezolano, etc.), cosa que parecen haber ignorado o despreciado los defensores de la posición que se critica, y, sin embargo, si se medita sobre la expresión legaí- mente utilizada se llega a la conclusión de que su empleo es recto y justificado.

En efecto, ¿tendría sentido si el legislador hubiese contemplado la obligación del promitente como una obligación de hacer que en lugar de plasmar esto en el texto legal hablase de que dicho promi­tente está obligado a indemnizar? No, porque en tal caso la indem­nización de daños y perjuicios sería tan sólo la responsabilidad exigibie al deudor en caso de incumplimiento de la prestación debida (o, si se prefiere, el cumplimiento in genere o por equivalente) es obvio que tal tipo de responsabilidad, común a toda variedad obligatoria no susceptible de ejecución coactiva en forma específica, no tiene por qué venir singularmente contemplada en relación a una concreta especie de obligación, pues la ley la establece de manera general para todas y precisamente para el caso de que la relación obligatoria en cuestión no haya sido cumplida (ni pueda cumplirse) en la forma y manera que fue establecida (art. 1218 del Código civil italiano: "El deudor que no cumple exactamente la prestación debida está obligado al resarcimiento del daño” ; arts. 1264 y 1271 del Código civil venezolano: "Las obligaciones deben cumplirse exactamente como han sido contraídas. El deudor es responsable de daños y perjuicios en caso de contravención” . "El deudor será condenado al pago de los daños y perjuicios, tanto por inejecución de la obligación como por retardo en la e jecu ción ...” ). En consecuencia, si los preceptos en consideración hablan de que el promitente está obligado a indemniza t ello obedece a que tal es la prestación primaria y principal del deudor: la indemnización de los daños y perjuicios que experimente el pro­misario cuando el tercero se niegue a ejecutar el hecho que el promi­tente había prometido; no se trata, por tanto, de que dicho promitente indemniza cuando su obligación de hacer se considera incumplida al no ejecutar el tercero la prestación, sino de que, acaecido este evento, aquél debe realizar la obligación que desde el principio contrajo y en la forma específica en que fue asumida: le da resarcir al promisario de los daños que le sobrevengan por la negativa del tercero.

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Piensa Aliara que aun cuando sea teóricamente criticable que una norma legal, al precisar el contenido de una determinada relación obli­gatoria, se limite a señalar la prestación accesoria de la misma, presta­ción común a todas las relaciones obligatorias, sin embargo ningún canon de la lógica impide interpretar el artículo 1129 (del Código civil italiano de 1865) en el sentido de que allí se contempla la relación obligatoria en su contenido accesorio, en su segunda fase de obligación dirigida al resarcimiento de los daños40.

Ya se han expuesto líneas arriba nuestras razones para rechazar esta construcción, que a todas luces resalta forzada y distorsionada. N o es este, desde luego, el lugar adecuado para entrar a indagar si la responsabilidad del deudor constituye una segunda prestación o pres­tación accesoria de la obligación por él incumplida, como pretende Aliara (piénsese que tal formulación conduce por necesidad a la, a nuestro modo de ver, inexacta conclusión de que hay dos tipos o clases de cumplimiento — el específico y el genérico o por equiva­lente— , cuando la realidad es que sólo hay una única forma de cum­plir la relación obligatoria — la específica, bien voluntaria bien for­zosamente— y cuando tal cumplimiento no tiene lugar lo que sucede es que la obligación incumplida resulta sustituida o reemplazada por una nueva obligación de origen legal — la obligación de indemnizar o resarcir— cuya prestación tiene por contenido precisamente la indem­nización de los daños y perjuicios que aquella inejecución ocasionó al acreedor, cosa que se desprende con toda claridad del artículo fun­damental en esta materia en el Código civil venezolano, el artículo 1264, cuando dispone que "las obligaciones deben cumplirse exacta­mente como han sido contraídas” y que "el deudor es responsable de daños y perjuicios en caso de contravención” ) ; pero aunque se prescinda de esta cuestión y se den por correctas las afirmaciones del autor italiano señalado, no puede aceptarse su conclusión de que nin­gún canon lógico impide interpretar el precepto en el sentido de que el mismo contempla la relación obligatoria en su contenido accesorio.

¡No es cierto! La lógica jurídica exige que las relaciones jurídicas se conformen y plasmen legalmente de acuerdo a su principal y básico contenido, y, por tanto, si la obligación del promitente es una obli­gación de conseguir la prometida actuación del tercero, la misma

40 . Aliara, loe. cit., p. 118.

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quedaría irracional e ilógicamente formulada si la ley la contemplase en la faceta o etapa de las consecuencias patrimoniales que acarrea su incumplimiento en la forma precisa que por naturaleza y función le corresponde.

Por otra parte, si el precepto habla de que el promitente está obligado a indemnizar al otro contratante, aunque se admitiese, y es mucho admitir, que no hay obstáculo lógico para interpretarlo, tal como quiere Aliara, de manera que el legislador ha querido hacer referencia a la relación obligatoria en su segunda fase de obligación orientada al resarcimiento del daño, siempre cabría replicar, ¿y hay necesidad de ello? ¿Acaso la situación jurídica del promitente no queda explicada y justificada considerando que su obligación tiene por con­tenido principal, primario y único la indemnización de los daños? ¿Hay razón para acudir a una interpretación que fuerza los términos y obliga a suposiciones y anticipaciones? Creemos que no, y pensamos que ha quedado demostrado más arriba que la obligación del promi­tente no cabe conceptuarla como obligación de obtener el hecho del tercero, por lo que la aludida interpretación se nos revela como injus­tificada e innecesaria.

En fin, pese a lo que estima Aliara,, nos parece que sí pugna con los cánones de la lógica el hecho de que si, como afirma, la prestación accesoria de indemnizar es una prestación común a todas las relaciones obligatorias, el legislador, sin embargo, proceda a indicarla expresa­mente y con ese mismo carácter en relación a una particular y espe­cífica relación jurídica obligatoria. Lo que es principio o regla general no necesita repetirse in casu concreto, de acuerdo al buen hacer legis­lativo, salvo que se quiera establecer en él algo diferente o contrario, esto es, excepcionar la regla, y, en consecuencia, de acuerdo a este fundamental criterio, cuando resulte que aparentemente en una situa­ción singular se repite lo sancionado de manera general (sería el caso del artículo 1165 del Código civil venezolano frente al artículo 1264 ejusdem), lo lógico, lo que demanda la lógica jurídica y los principios hermenéuticos es entender que en tal caso se está dando a los términos jurídicos utilizados un sentido diferente y aun contrapuesto al que resulta del precepto general y no a la inversa, esto es, que se está ratificando para el caso lo sancionado in abstracto, porque en este supuesto el señalamiento sería por completo innocuo e innecesario (ya que resul­

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taría lo mismo aunque nada se dijera), y lógica e irrelevancia parece que no son términos que se concilien con facilidad.

La consecuencia a que arribamos tras todas estas consideraciones es que en las normas estudiadas la letra de la ley se corresponde y refleja exactamente la naturaleza de la obligación que genera la pro­mesa del hecho de un tercero; se trata de una obligación de resarcir un daño, de una obligación cuyo contenido inmediato y único consiste en la reparación e indemnización del quebranto económico que haya experimentado el promisario en razón de la negativa del tercero a cumplir el hecho prometido, y en este sentido no deja de tener razón Stolfi cuando al referirse a la susodicha obligación afirma que estamos frente a una relación obligatoria de las que en la terminología roma- nística se denominan obligaciones de praestare u obligaciones de resarcir un daño41.

¿Cómo surge esta obligación de indemnizar? Pensamos que las cosas ocurren de la siguiente manera: Cuando alguien promete a otro la prestación de un tercero el negocio en sí está completo y es perfecto; las leyes modernas reconocen la validez de este tipo de negocio y, rectamente entendidas, no exigen para su acabada estructuración otros elementos que no sean los requisitos constitutivos de todo contrato. Ahora bien, el que la promesa se encuentre completa desde el ángulo de su válida existencia no supone ni acarrea que su efecto propio y peculiar, la obligación del promitente en los términos expuestos, se produzca en el momento en que aquélla se perfecciona; aquí es donde tocamos el segundo aspecto de la cuestión42.

La promesa ha quedado constituida jurídicamente desde el momento en que el promitente promete y el promisario acepta la prestación de un tercero, pero la obligación del primero sólo nacerá cuando este tercero rehúse ejecutar lo prometido y nacerá precisamente, y así cobra explicación y claridad su especial naturaleza, como obli­gación de indemnizar o resarcir al promisario los daños y perjuicios

4 1 . Stolfi, loe. cit., p. 215.4 2 . Una cosa es que dados los elementos esenciales o requisitos de validez de un

negocio el mismo exista o sea jurídicamente perfecto de inmediato, y otra que, por virtud de disposición legal, su eficacia, no obstante su plenitud intrínseca, quede subordinada a la verificación de un determinado acontecimiento, supuesto este último en el que estamos ante las llamadas condiciones iuris o requisitos de eficacia.

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que la conducta negativa del terceto le haya acarreado; de lo que resulta que la falta de cumplimiento del hecho por el tercero, por un lado, no es elemento esencial de la promesa, por eso ella es perfecta con independencia, y, por el otro, sí es un requisito o presupuesto de eficacia para que la misma produzca las consecuencias jurídicas que le son propias. Con anterioridad a la elusión del tercero, la promesa existe pero tiene suspendidos sus efectos, aunque esta suspensión, tal como se vio en su oportunidad, no pueda equipararse desde un ángulo jurídico estricto a la proveniente de la incorporación al negocio de una auténtica condición43; incumplido el hecho por el tercero, el negocio se integra con el requisito de eficacia que le faltaba y produce su peculiar efecto: obligar al promitente a indemnizar, en forma prin­cipal, inmediata y directa, al tercero los daños y perjuicios que haya sufrido al ver fallida la esperada actuación del tercero.

C a p í t u l o II

EFECTOS DE LA PROMESA DEL HECHO AJENO

1. EFECTOS DE LA OBLIGACION NACIDADE LA PROMESA DEL HECHO AJENO

Ya se ha visto como quien promete en nombre propio la pres­tación de un tercero celebra válidamente un contrato del cual surgirá a su cargo la obligación de resarcir el daño si dicho tercero rehuye cumplir lo prometido. Obligación de indemnizar que nace, una vez verificado el requisito de eficacia del contrato, en forma directa y prin­cipal, ya que, según afirma Barassi, en posición que no concuerda con su tesis de que el promitente tan sólo se obliga a hacer los esfuerzos ordinariamente necesarios para obtener la prestación, quien promete el hecho del tercero entiende obligarse de inmediato, independiente­mente de la ratificación del tercero44.

4 3 . A diferencia de lo que sucede con la condicio facti, en la condicio iuris no tienelugar la retroactividad (la eficacia negocial se produce tan sólo a partir delinstante en que el acontecimiento tiene lugar) ni la expectativa se protege con anterioridad a dicho momento.

4 4 . Barassi, op. cit., II, p. 199.

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Construcción que no tiene nada de rara o insólita, pese a los que tienden a considerar o, al menos, parecen aceptar en forma tácita que toda indemnización de daños-intereses tiene que hacer referencia for­zosa al incumplimiento de un previo vínculo obligacional. Entre la obligación que contrae quien ha prometido el hecho de otro y la obli­gación que soporta quien no ha cumplido la prestación debida no hay paralelismo ni posibilidad de tender un puente de unión por la sen­cilla razón de que el resarcimiento del daño contractual sólo se impone al que en forma previa e imputable ha inejecutado lo que debía, y en el caso de la obligación de indemnizar que soporta el promitente no cabe hablar, como sabemos, de incumplimiento de obligación alguna por su parte.

Quien dolosa o culpablemente causa un daño injusto está obligado a resarcirlo, obligación de resarcir que tiene carácter directo e inme­diato y que a nadie se le ocurriría relacionar con el incumplimiento de una previa y necesaria relación obligatoria; pues bien, cuando la ley dispone, de la misma forma que lo hace en materia de damnum iniuria datum, que el que ha prometido el hecho ajeno queda obligado a indemnizar al otro contratante si el tercero no cumple lo prometido, ¿qué diferencia sustancial existe entre esta hipótesis y la del hecho ilícito? A nuestro modo de ver las cosas, ninguna; lo único que ocurre es que en el segundo supuesto se trata de reparar un daño producido al margen de las incidencias contractuales, mientras que en el primero, por el contrario, el daño ha devenido como consecuencia de la no verificación de un evento previsto en el contrato (el hecho del ter­cero) y, por tanto, la responsabilidad que asume el promitente es plenamente contractual.

La raíz de la confusión parece hallarse en que la doctrina tradi­cional tiende a considerar que en la esfera jurídica regida por la lex contractus cualquier obligación de indemnizar daños y perjuicios que soporte una persona hay que relacionarla de manera necesaria con el incumplimiento de una obligación contractual, esto es, que la prestación de resarcir no puede tener otra justificación en el ámbito contractual que la de ser sanción al deudor que no ha cumplido in natura lo que debía; y esto no es cierto, y no lo es porque del propio contrato puede surgir en forma directa y principal la obligación de indemnizar a cargo de una de las partes contratantes cuando la otra deje de per­cibir algo o, si se prefiere, sufra daño como consecuencia de la veri­

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ficación de cierto acontecer que no debía ocurrir o de la no realización de algún evento que debía actuarse, en cuyo caso la prestación de indemnizar no es una prestación accesoria, como la llama Aliara, sino principal, es decir, surgida en forma inmediata del contrato; no se trata de una prestación común a todas las relaciones obligatorias, según piensa el mismo civilista italiano, sino de una prestación individual y específica que constituye el objeto de la particular relación obliga­toria contraída por el deudor, por más que su nacimiento lo haya subordinado de ley a la verificación de un determinado requisito de eficacia o condicio iuris.

Además, tal como se ha tenido ocasión de exponer con anterio­ridad, si se aceptase que la prestación del promitente reviste ese carác­ter accesorio y mediato que criticamos habría que preguntarse en forma necesaria cuál es la peculiar obligación cuyo cumplimiento ha acarreado al promitente la responsabilidad de indemnizar daños y perjuicios, ya que si se admite la consecuencia hay que admitir la causa, y puestos en tal trance difícilmente cabría otra vía explicativa que no fuese la de que el promitente ha incumplido dolosa o culposamente su obligación de hacer cuanto fuese posible para conseguir el hecho del tercero, y ya sabemos que ni desde el punto de la estructura dogmática de la obligación del que promete el hecho de otro ni desde el ángulo de la normación positiva de la figura en esudio cabe defender semejante posición.

Es lo que le sucede a Messineo. Parte este autor de la considera­ción acertada de que la promesa del hecho de un tercero no tiene eficacia respecto a éste, no le obliga a cumplir por ser un extraño al contrato, y, en consecuencia, el contenido propio de tal promesa no puede ser directamente el hecho del tercero, ya que éste no asume obligaciones sino en cuanto quiera y declare quererlo; pero tras este enfoque correcto viene la equivocación por la obnubilación que pro­voca, la idea inexacta de que todo deudor que está obligado a resarcir un daño es porque previamente no ha dado cumplimiento a la obli­gación que soportaba, obligación que es la única que puede aflorar directa e inmediatamente de la fuente contractual, como si no fuese posible que de un contrato surja en forma principal, inmediata y directa la obligación de resarcir un daño a cargo de una o de ambas partes contratantes.

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En efecto, piensa el maestro italiano que el contenido de la obli­gación asumida por el promitente frente a la contraparte es el de pro­curar que el tercero se obligue a hacer o directamente haga lo que dicho promitente ha prometido y que sólo en el caso de que el tercero rehusara cumplir el compromiso del promitente, nace para éste y única­mente para él una obligación: la de resarcir el daño al destinatario de la promesa; pero como lo que condiciona todo el razonamiento es el presunto y obligado carácter accesorio y sancionador que ha de tener toda obligación de resarcir en el campo contractual, Messineo insiste en su idea sobre los particulares efectos derivados de la promesa del hecho ajeno con las siguientes palabras: "Por consiguiente, suele decirse con razón que la promesa del hecho del tercero es, en sustancia, pro­mesa del hecho propio y — hay que agregar— de un hecho propio peculiar consistente en una obligación de hacer del promitente. De lo que resulta, asimismo, la particular sanción por el incumplimiento de éste (subrayado nuestro): resarcimiento del daño, en lugar de coer- cibilidad para cumplir en forma específica” 45.

Tendremos, pues, que la obligación contraída por quien promete la ajena actuación cuando el tercero rehúsa obligarse o no cumple el hecho prometido es una obligación de indemnizar que tiene carácter autónomo y que no puede de ninguna manera reconducirse al más vasto campo del resarcimiento de los daños y perjuicios ocasionados por el incumplimiento de una previa relación obligatoria, de imposible eje­cución in specie dado el carácter personalismo e infungible que reviste. Ahora bien, como se ha señalado reiteradamente, dicha obligación de indemnizar ve condicionado (en el sentido de presupuesto legal de efi­cacia, no en el de una genuina condicio facti) su nacimiento al hecho de que el tercero cuyo comportamiento se prometió no esté dispuesto a asumir la prestación concertada, lo cual exige de manera necesaria que el estudio de los efectos de la promesa del hecho ajeno haya que contemplarlo y subdividirlo en las tres siguientes posibles etapas o situaciones: 1) Antes de que el tercero haya aceptado. 2 ) Cuando el tercero aceptó. 3) Caso de que el tercero rehúse a aceptar. Es lo que vamos a hacer en las páginas que siguen.

4 5 . Messineo, Doctrina general del contrato, II, Buenos Aires, 1952, pp. 201-202.

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2. LA OBLIGACION DEL PROMITENTECON ANTERIORIDAD A LA ACEPTACION POR PARTE DEL TERCERO

Antes de la aceptación del tercero, si bien la promesa del hecho ajeno comporta una negociación valida, da lugar a una peculiar situa­ción caracterizada, por un lado, porque el tercero no está obligado a nada, en cuanto extraño al contrato que contempló la afección de su comportamiento (res inter alios acta aliis nec nocet nec prodest), y, por el otro, porque el promitente tampoco asume todavía la obligación de indemnizar daños y perjuicios, ya que no se ha realizado el hecho al que la ley subordina el desencadenamiento de los efectos propios de la promesa y que consiste, precisamente, en que el tercero no esté dispuesto a comprometerse en los términos previstos en ella.

Como advierte De Page, por la convención de porte-fort el ter­cero no resulta obligado en base al principio general (consagrado expresamente en el artículo 1119 del Code y latente en la totalidad de los ordenamientos civiles) de que es nula la promesse pour autrui, principio que la convención de porte-fort no deroga sino que tan sólo constituye un medio indirecto de obviar sus inconvenientes46. Queda libre por tanto, el tercero mientras que el promitente no está real y efectivamente obligado, mas ¿significa ello que este último puede des­conocer el carácter vinculativo que para él tiene la promesa concertada?

Desde luego que no. En cuanto falta todavía un presupuesto de su eficacia, la convención sobre el hecho ajeno no despliega sus efec­tos peculiares y propios, pero ello no obsta a que como está estruc­turalmente completa se deba estimar perfecta y, por ende, vinculante. Ello significa que ni el promitente ni el promisario se pueden apartar en forma unilateral de la misma, que los terceros no la pueden desco­nocer y que juegan respecto a ello, en principio, los preceptos y pautas que regulan la contratación en general.

Podría pensarse asimismo que como el promitente sólo queda obligado a indemnizar cuando el tercero rehuya el compromiso y como resulta innegable que el contrato está completo y perfecto, antes de la verificación de la condicio iuris, que supondrá la afección del tercero,

4 6 . De Page, op. cit.¡ II, p. 675.

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el promitente está obligado a cumplir el hecho ajeno que prometió y, por tanto, el promisario tiene derecho a exigirle una prestación en tal sentido. Nada más lejos de la realidad; el promitente en ningún caso, ni antes de producirse ni frustrado el evento, está sujeto a realizar la actuación del tercero prometida porque la aceptación de una conse­cuencia semejante conduciría ineluctablemente a la desnaturalización de la figura y ocasionaría la pérdida de la justificación de su existencia.

En efecto, si se admite que antes de realizarse la condicio iuris el promitente está obligado a cumplir el hecho ajeno prometido ya no se trataría de la promesa del hecho de otro sino del hecho propio y la posible intervención del tercero será una incidencia por completo extraña al contrato sin posibilidad de incardinarla en su estructura, algo que cabría contemplar como una sucesión negocial en la deuda, como un caso de novación subjetiva pasiva por vía de delegación o de alguna otra forma, pero nunca como un supuesto propio y genuino de promesa del factum de un tercero, que es lo que histórica y legal­mente está implicado en la figura como reacción al viejo principio romano factum alienum inutiliter promittitur. Igualmente, si se admite que la obligación de ejecutar el hecho prometido la asume el promi­tente al tener realización la condicio iuris, la convención aparece des­provista de sentido, ya que quedaría reducida a una lisa y llana varie­dad de fianza que no precisa de específica previsión legal, aparte de que semejante afirmación conduciría al absurdo de que se estaría creando una obligación de garantía sin una obligación principal a garantizar.

"El responsable — escribía Laurent— no se obliga a prestar lo que prometió en nombre del tercero, porque sería esta obra obligación más amplia y de naturaleza diferente, es decir, garantía y caución; y el responsable no garantiza una obligación principal ni presta cau­ción por el tercero, por la excelente razón de que no hay todavía obli­gación principal, pues el tercero no es deudor y no vendrá a serlo sino cuando se ratifique; de modo que si no ratifica, jamás habrá habido deuda, lo cual no impedirá que se obligue el responsable.. . Por la misma razón no puede estar obligado, si el tercero no ratifica, a eje­cutar una obligación que no existe, porque no ha sido ratificada por el tercero; de modo que si la ratificación prometida no es dada, todo lo que debe el responsable es indemnizar a quien ha prometido el hecho de tercero del perjuicio que experimente por la falta de rati­

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ficación. . . Championniere pretende que el responsable se obliga a cumplir la obligación que el tercero debía prestar alegando que hay casos en que esto es imposible, mejor dicho, absurdo. Yo os prometo, haciéndome responsable, que Gallait hará vuestro retrato. ¿Si Gallait se niega quiere decir esto que yo debo hacer el retrato? La cuestión es casi ridicula. Pero si la obligación consiste en dar, dicen que el responsable está obligado a dar si el tercero rehúsa. Championniere invoca la autoridad de Vinnius; pero hay una autoridad más grande, que es la del Código civil, el cual dice que el responsable debe una indemnización si el tercero rehúsa contraer la obligación. Así, pues, el responsable no debe la cosa misma que es objeto de la obligación que el tercero no quiere ratificar”47.

Queda claro, por tanto, que en ningún caso cabe que el benefi­ciario de la promesa pueda exigir al promitente la prestación que éste asignó a un tercero; él sólo tiene derecho a reclamar a la contraparte la indemnización de los daños-intereses que haya experimentado al negarse dicho tercero a dar cumplimiento al comportamiento que le fue señalado, y ello enlaza de manera lógica y obligada con las ante­riores disquisiciones en torno a la naturaleza principal e inmediata que reviste la obligación de indemnizar. Sin embargo, aceptado esto como inconcluso, ¿deberá aceptarse también que el promisario no podrá obtener nunca del promitente la prestación prometida a cargo del ter­cero? Hay que discriminar.

De Page dice que el estipulante no puede exigir al porte-fort que ejecute por sí mismo la obligación del tercero, porque tal no es el objeto de su compromiso, pero ello no obsta a que el porte-fort esté facultado para ofrecer tal ejecución en lugar del tercero, si ello es posible, lo cual, ciertamente, no constituye más que una facultad y no un derecho48. La construcción bajo su aparente inocuidad y convenien­cia práctica encierra un error dogmático y puede ser fuente de confu­siones y perplejidades.

Efectivamente, si el promitente tan sólo está facultado para ofrecer al promisario la prestación del tercero y no tiene derecho, como de manera evidente no lo tiene, para imponer su ejecución es obvio que

4 7 . Laurent, op. cit., X V , pp. 673-674.4 8 . De Page, op. cit., II, p. 673.

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no estaremos ante una obligación facultativa porque lo característico de esta variedad obligacional reside, como es sabido, en que el deudor puede liberarse cumpliendo una prestación distinta a la debida, la cual, precisamente por no ser debida, no puede serle exigida por el acreedor, ya que no se encuentra in obligatione sino tan sólo in facúltate solutioms. Si esto es así, ¿qué sentido tiene hablar de que el porte-fort está facul­tado para ofrecer al promisario la misma prestación que asignó al tercero? Para lo único que puede servir semejante señalamiento es para engendrar, por irreflexión, la errada creencia de que quien pro­mete el hecho de otro contrae una obligación facultativa, cosa que no es cierta y que el mismo De Page excluye al añadir a lo antes reseñado que el estipulante puede rechazar la oferta formulada por el promi­tente y conminarle al pago de los daños y perjuicios49.

Además, en el supuesto de que se aceptase que por el hecho de concluir una promesa relativa a la actuación de un tercero puede el promitente ofrecer al estipulante el cumplimiento de dicha actuación, ¿sería esto algo específico de tal variedad negocial o se trataría de una facultad general que atañe a cualquier deudor? Creemos que es lo segundo antes que lo primero; todo deudor puede ofrecer a su acreedor una prestación distinta a la debida, hecho que determina la dación en pago si el ofrecimiento es simultáneo a su actuación u oca­siona una novación objetiva por cambio del objeto de la obligación. Que en el caso de la promesa del hecho de otro el ofrecimiento que haga el promitente consista precisamente en el factum del tercero no cambia en nada las cosas ni constituye una peculiaridad de esta especie negocial, sino tan sólo una concretización o señalamiento a priori de la específica prestación que en su día ha de ofrecer el promitente.

Por otro lado, caso de que el promisario aceptase al promitente la asunción y el cumplimiento por su parte de la obligación que en su momento se defirió al tercero, ya no cabría hablar en lo futuro de promesa del hecho ajeno o convención de porte-fort porque la obli­gación del promitente, en cuanto nueva obligación, no tendría por fuente la originaria promesa sino el reciente convenio entre estipulante y responsable orientado a generar una obligación distinta que antes no existía (no se olvide que el tercero no resulta obligado con antela­ción a su aceptación) y que en cuanto extingue y reemplaza a la pri-

4 9 . Ib id.

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migenia obligación de indemnizar a cargo del promitente viene a cum­plir una finalidad novatoria.

La respuesta, pues, a la interrogante antes formulada debe ser que en ningún caso con base a la promesa del hecho ajeno concertada puede el estipulante recibir del promitente la actuación reservada al tercero ni aun siquiera cuando aquél consienta la afección en tal sen­tido de éste, pues en dicha hipótesis, según se ha resaltado, la nueva obligación del promitente no deriva de la originaria convención sino de una nueva que, por no contemplar para nada la participación de terceras personas, no habrá forma de relacionarla jurídicamente con la promesa de la ajena prestación.

Planiol y Ripert señalan que "a falta de circunstancias particula­res de las que resulte la intervención del promitente y del estipulante en cuanto a crear una relación obligatoria personal entre ellos, no puede reconocerse el derecho del primero a sustituirse, por sí mismo, al tercero que no haya prestado su ratificación, en cuanto a las ven­tajas o cargas del contrato, bien sea obligando al estipulante a aceptar el cumplimiento del contenido de la promesa efectuada en nombre del tercero, sea exigiéndole el cumplimiento de las prestaciones correla­tivas” 50; en base a lo expuesto se advierte que tales aseveraciones aunque correctas son incompletas, pues lo cierto es que en virtud de la celebración de una promesa del hecho ajeno no sólo el promitente carece de derecho para sustituir al tercero en la prestación prometida, sino que incluso el estipulante no podrá estar nunca dotado de derecho para exigir tal prestación aunque su contraparte le ofrezca su cumpli­miento y él acepte, con base, claro está, a la originaria negociación sobre la actuación de un extraño.

Con antelación a la aceptación por el tercero la promesa del hecho ajeno supone un contrato perfecto y válido entre el estipulante y el promitente. ¿Cómo incide esta circunstancia en las relaciones entre las partes?

La primera nota que debe resaltarse es que en cuanto el tercero cuya actuación se prometió no es parte en el contrato, ni puede inter­venir ni es preciso su asentimiento en todas aquellas vicisitudes con­tractuales que tenga por causa la voluntad de los interesados. En con-

50 . Planiol y Ripert, op cit., VI, pp. 71-72.

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secuencia, podrán las partes en forma autónoma acordar la modificación de las estipulaciones contractuales, incluso cambiar la naturale2a, con­tenido, cuantía y características de la prestación reservada al tercero, ya que éste, in abstracto, no puede resultar beneficiado ni perjudicado por tales cambios en cuanto su afección sólo se producirá cuando acepte cumplir lo prometido; podrán, asimismo, convenir la disolución del contrato por mutuus disensus (no revocar el compromiso, como inexactamente afirman Planiol y Ripert, ya que todo contrato perfecto es por naturaleza irrevocable)51; podrán, en fin, tanto el promitente como el promisario ceder eficazmente el contrato a un extraño siem­pre que medie la aprobación del contratante cedido (tampoco, según afirman los mismos autores, transmitirlo unilateralmente en la persona de otro, porque, como es sabido, la cesión de contrato sólo surte efec­tos cuando se da el asentimiento del cedido52.

Ya se ha visto cómo la moderna promesa del hecho ajeno es la cristalización y síntesis de las dos modalidades que la figura adoptó en el Derecho intermedio: la promesa pura y simple del hecho ajeno y la promesa de ratificación por el tercero y como tal circunstancia, injustificadamente, se reflejó en las fórmulas utilizadas por las prime­ras codificaciones, las cuales distinguían, aunque nO separaban desde el punto de vista dogmático, según que el promitente se hubiese obli­gado o hubiese prometido la ratificación del tercero; pues bien, lo cierto es que tanto históricamente como en la actualidad el supuesto más frecuente de promesa del hecho de otro es aquel en que el pro­mitente se responsabiliza de que un tercero ratificará el contrato allí previsto y que atañe, como es lógico, al patrimonio de dicho tercero, lo que explica, aparte de la utilización del término por el artículo 1120 del Code, el empleo casi único de la expresión "ratificación del ter­cero” que utilizan los autores franceses para referirse al asentimiento o voluntad de cumplir el hecho prometido por parte del mismo, y que hasta en el lenguaje corriente tiene reflejo cuando para referirse a la figura que se considera los legos hablan de que el promitente se ha obligado a "traer la firma” del tercero.

51 . Cfr. nuestra obra, La donación con reserva de disponer, Caracas, 1971, especial­mente pp. 89-124.

^2 . Cfr. nuestro trabajo, La cesión de contrato, en Anuario de Derecho civil, 1968,pp. 873 y ss.

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"Generalmente — señalan Planiol y Ripert— la promesa de rati­ficación de tercero (porte-fort) es una cláusula accesoria de otra ope­ración, como la partición, la venta o el arrendamiento de bienes indi­visos, interesando a distintas personas entre las cuales se encuentra un ausente (desaparecido o no presente) o un incapaz. A fin de evitar las prolongadas y costosas formalidades dispuestas para la venta de los bienes de menores o la partición de las sucesiones cuando procede, los tutores la pactan extrajudicialmente con los contratantes y cohe­rederos mayores, garantizando, por ellos solos o con la obligación mutua de las demás partes, la ratificación ulterior del incapaz y, even­tualmente, de sus herederos. Esta cláusula no ocasiona dificultad alguna, toda vez que el interesado queda libre de prestar o negar su ratifi­cación” 53.

Semejante circunstancia obliga a tener que plantearse la pregunta de qué ocurrirá con los efectos reales u obligaciones propios del con­trato, cuya ratificación por el tercero se ha prometido, antes de que ésta se materialice. ¿Se producirán o no se producirán?

A la vista de lo que llevamos dicho la solución no parece difícil. En efecto, la ratificación del contrato por parte del tercero es el hecho cuyo cumplimiento se ha prometido, pero ello no implica ni mucho menos, tal como pareciera significar el sentido gramatical del término ratificar, que el contrato sea válido para el momento en que se previo su ratificación; el único convenio válido es el concertado entre pro­mitente y promisario y se contrae, precisamente, a que el tercero rati­fique el contrato contemplado en la negociación. Es decir, si el promi­tente ha prometido, por ejemplo, que un tercero ratificará la venta que de un bien suyo él aparentemente realiza, no obstante la forma en que aparece concluida la operación se incurre en error al pensar que ha tenido lugar un contrato de venta y subordinada a él, inclusive como un pacto, la promesa de ratificación o convención de porte-fort,

53. Planiol y Ripert, op. cit., VI, p. 69. O como dice Laurent: "Los casos más fre­cuentes en que los promitentes se hacen responsables son aquellos en que el tercero por quien corresponden es incapaz de obligarse. Los menores son copro­pietarios proindiviso de un fundo que los mayores propietarios quieren vender, y éstos, en lugar de recurrir a las formalidades legales, prefieren, por una razón cualquiera, vender el fundo en su nombre, haciéndose responsables por los meno­res, Si el comprador quiere contentarse con esta promesa, la venta será válida, por supuesto, entre las partes contratantes, pues los menores que no hayan inter­venido no estarán ligados (op. cit., X V , pp. 671-672).

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tal como hacen Planiol y Ripert en la cita antes transcrita al afirmar que la promesa de ratificación de tercero es una cláusula accesoria de otra operación.

Una cosa es la venta de cosa ajena como propia, que da lugar a un contrato intrínsecamente válido aunque ineficaz, y otra la venta de cosa ajena como ajena cuando no se actúa como mandatario, repre­sentante o gestor de negocios del dominus, en cuyo caso la venta es inválida; pues bien, cuando alguien promete que el tercero ratificará la venta que de un bien suyo pretende realizar, no es que se haya celebrado una venta de la que forma parte, como una de sus cláusulas, la promesa de ratificación, sino que ésta, en cuanto promesa del hecho ajeno, es la única operación válidamente concertada, mientras que la ratificación de la venta no es otra cosa que la prometida actuación del tercero o contenido mismo de la promesa, la cual, como es lógico, sólo podrá tener verificación cuando el interesado la realice. N o es, pues, que se haya vendido la cosa ajena y a la vez se haya prometido la ratificación de tal venta ya ejecutada, sino a la inversa: se ha pro­metido, como negocio principal y único a la sazón existente, que el tercero ratificará la venta o, más exactamente y para llamar las cosas por su verdadero nombre, que el tercero concluirá la venta. Aquí es donde reside la peculiaridad de la promesa del hecho ajeno y ello es lo que permite distinguir la figura del promitente de la del mandatario sin poder y de la del gestor de negocios ajenos.

El que promete que un tercero ratificará un determinado contrato, pese a lo que la expresión indique, no está celebrando ese contrato específico sino otro contrato distinto, otra negociación autónoma y con base de sustentación propia, que es la promesa del hecho ajeno, con­vención genérica que puede tener diversos contenidos, tantos como hechos susceptibles de constituir objeto de contratación. El contrato principal es, pues, la promesa, y la llamada ratificación del contrato por parte del tercero no es otra cosa que la verificación del contenido de dicha promesa, esto es, la actuación prometida del extraño que con­siste precisamente en la conclusión del contrato que se contempló; de no aceptar esto resultaría muy difícil encuadrar la promesa de ratificación dentro del género promesa del hecho ajeno al que sin duda pertenece y del que tan sólo constituye una especie o manifes­tación concreta, ya que, como en páginas anteriores indicábamos, la ratificación no es sino un hecho calificado, discriminado o especificado,

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es decir, que quien promete la ratificación de un tercero está prome­tiendo también uñ hecho de éste54.

La ratificación supone la existencia de un contrato que ha sido celebrado por un representante con violación o exceso del poder o por alguien que nunca fue representante de la parte o que ya ha dejado de serlo para el momento de la perfección contractual, pero en todo caso por una persona que ha celebrado el contrato no proprio nomine sino en nombre de otra, mientras que la promesa del hecho de un tercero supone estructuralmente, como es sabido, la actuación del pro­mitente en su propio nombre; el promitente actúa por sí, contrae obliga­ciones únicamente para sí (algo que parece de sentido en el ámbito de la representación) y se limita a prometer el futuro comportamiento de un tercero. Aunque se quisiera ver en él un represenante espontá­neo o sin mandato, siempre habría que aceptar que su actuación debería ser en nombre de otro, y esto, repetimos, no tiene sentido dentro de la configuración dogmática de la promesa del hecho ajeno porque en ella el promitente ni pretende ni puede pretender erigirse en representante del tercero cuya actuación se promete; aparte de que si las cosas acaeciesen de la manera que se critica no se alcanza a ver cuál sería la justificación y necesidad de la figura en estudio, ya que para el logro de sus metas bastarían las normas generales sobre la representación.

Creemos, en consecuencia, que cuando se habla de la ratificación del contrato por el tercero no se está utilizando el vocablo ratificar en su estricto sentido jurídico, sencillamente porque ello no es posible en cuanto la ratificación supone la existencia de un contrato que, aunque ineficaz, está concluido en forma válida mientras que aquí el mismo todavía no existe, ya que lo que en realidad promete el promi­tente es la celebración de la negociación por parte del tercero. Como con toda exactitud dice De Page en esta dirección, la venta por porte-fort no es en sentido estricto un contrato de venta, sino tan sólo una con­vención de porte-fort relativa a un contrato de venta55.

Eso es lo correcto. Cuando la promesa tiene por contenido o se refiere a un determinado contrato no es que el mismo se concluya en el momento de la formalización de aquélla si bien sus efectos

54 . Supra, p. 6.55. De Page, op. cit., p. 675, a . 2.

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quedan pendientes de la ratificación por parte del interesado, sino que lo único a la sazón existente es la propia promesa que el responsable ha concluido en su propio nombre, la cual contempla como hecho prometido el que un tercero celebre con la contraparte el específico contrato a que se hace referencia y determina la obligación de indem­nizar a cargo del promitente cuando se frustra la aludida celebración. En definitiva, pues, la generalmente llamada promesa de ratificación de tercero es una simple modalidad o variante de la genérica promesa del hecho ajeno, pero con la advertencia de que el hecho que aquí se promete no es la ratificación por el tercero de un contrato que ya concluyó el promitente, sino precisamene la celebración misma del contrato por dicho tercero.

Sobre estas bases es obvio que deberá concluirse que los efectos reales y obligatorios del contrato en cuestión no se producirán para el momento en que tiene lugar la perfección de la promesa que lo contempla; si se trata de una venta no habrá traslación de propiedad, si de un arrendamiento no existirá obligación de procurar el uso y disfrute de la cosa, si de la constitución de una hipoteca o de otro gravamen el derecho real limitado no surgirá, en fin, habrá que espe­rar para que el contrato del caso dé lugar a los efectos que le sean propios su efectiva conclusión por el interesado, prevista en la pro­mesa y contra cuya falla el estipulante se encuentra económicamente cubierto mediane la obligación de indemnizar los daños y perjuicios subsiguienes que asumió el promitente.

N o se nos escapa que la conclusión que propugnamos puede hallarse demasiado rigurosa con vista a lo que sucede en la práctica y a lo que parece desprenderse del tenor literal de la preceptiva referente a la institución en estudio, pero pensamos que la adecuada construcción teórica de la misma no permite otra salida, so pena de desnaturali­zarla, tener que encuadrarla, al menos en forma parcial, dentro del inadecuado campo de la gestión representativa e integrarla mediante la inclusión de algunos supuestos (los de ratificación de contrato) que no tienen la misma sustancia jurídica de los restantes que consti­tuyen el contenido normal de la figura.

En efecto, es cierto que el contrato de que se trate no lo celebra el promitente en nombre ajeno porque si tal sucediere estaríamos dentro del campo de la procura y carecería de justificación la obliga­

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ción de indemnizar que impone la ley; es cierto, asimismo, que el susodicho contrato tampoco lo celebra el promitente en nombre propio porque lo único que concluye en su nombre es la promesa del hecho ajeno y porque, desde luego, la contraparte no aspira y sabe no puede concertar la operación proyectada con él, pues en otro caso no tendría sentido la contemplación del tercero58. Entonces, si el contrato no se concluye ni en nombre propio ni en nombre ajeno, y jurídicamente no hay más alternativas, ¿cómo se concluye? sencillamente, no se cele­bra, no puede celebrarse, porque dadas la estructura dogmática y la finalidad de la promesa de la ajena prestación ello no es posible.

El tercero no es parte porque el contrato no se celebró en su nombre, tampoco lo es el promitente, ya que por definición no puede serlo en cuanto a priori se excluye personalmente del contrato a con­seguir, por tanto no cabe otra conclusión que la de que el contrato no ha llegado a existir porque no pudo estar dotado de consentimiento dada la ausencia de dos partes contratantes. Y si tal ocurre mal cabrá hablar de ratificación stricto sensu, pues sólo cabe ratificar o aprobar lo ya existente y en la promesa de hecho ajeno relativa a la conclu­sión de un determinado contrato lo único existente como realidad contractual formada es la propia promesa. Igualmente es incorrecto, si se admite lo expuesto más arriba, sostener, como en general lo hacen los autores franceses, que producida la sedicente ratificación los efectos del contrato se hacen arrancar del día en que se celebró la promesa, porque aquí de nuevo se está considerando como simple supuesto de ineficacia lo que es en realidad un caso de inexistencia desde el punto de vista jurídico.

Un último punto que cabría considerar en esta etapa previa a la aceptación del tercero es el siguiente: si el promitente muere y le hereda el tercero, ¿podrá ser compelido éste a indemnizar cuando rehúse cumplir el hecho que le fue asignado? La promesa del hecho ajeno se orienta, como sabemos, a poner a salvo al promisario para el caso de que no llegue a obtener la prestación prometida, y, por tanto, en cuanto su interés es el determinante y el que justifica los peculiares

56 . como dice Messineo, "otra cosa es que se prometa la obligación o el hecho deotro cuando se es representante y se declara en nombre de él, aquí (prom esa),por el contrario, el alcance y los efectos son diversos, porque quien promete el hecho ajeno no quiere declarar en nombre de otro, sino en nombre propio" (Manual de Derecho civil y comercial, IV, Buenos Aires, 1955, p. 5 1 0 ).

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efectos del mecanismo considerado se explica que la circunstancia de que el tercero pase a ser sucesor del promitente en nada altera la situación. Si el tercero rehuye el compromiso que concertó su causante, el promisario podrá exigirle la indemnización de los daños que le oca­siona tal conducta, pero, claro está, en cuanto ahora la obligación de indemnizar y el cumplimiento del hecho prometido vienen reunidos en una misma y sola persona, siempre tendrá el tercero la posibilidad de liberarse de aquella obligación cumpliendo la conducta que el pro­mitente consignó, esto es, la obligación de indemnizar viene a tener en él naturaleza facultativa, cosa que, según se expuso en su momento, nunca puede suceder respecto del promitente.

3. LA OBLIGACION DEL PROMITENTE CUANDO TIENE LUGAR LA ACEPTACION POR EL TERCERO

Entramos ahora en la etapa en que el tercero cuya actuación se contempló acepta los términos en que la promesa quedó plasmada, o, utilizando la terminología usual en los Códigos, cuando dicho ter­cero conviene en obligarse o cumple el hecho prometido (art. 1381 del Código civil italiano, art. 1165 del Código civil venezolano, etc.), ¿qué consecuencias origina tal comportamiento en relación a la situa­ción jurídica del promitente?

Se suele afirmar por la doctrina que el promitente queda liberado de su obligación cuando el tercero acepta o cumple el hecho prome­tido. A poco que se reflexione sobre esta afirmación se advertirá su inexactitud, ya que el promitente no puede quedar liberado por la conducta positiva del tercero en razón de que no soporta obligación alguna.

Según se ha expuesto, la obligación de indemnizar del promitente, obligación principal, directa y autónoma, sólo surge caso de que el tercero rehuya la actuación contemplada a su cargo; con antelación a este momento, aunque la promesa sea jurídicamente válida, su efecto específico y propio (la obligación del promitente) no se produce y, por tanto, el responsable no soporta afección obligatoria de ninguna clase, salvo que se quiera ver a éste como obligado a hacer lo posible para obtener la prestación del tercero, cosa que no es admisible en una adecuada estructuración teórica del negocio en estudio.

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Ahora bien, si no está obligado, ¿cómo puede sostenerse que se libera al tener realización la actuación del tercero? Las cosas ocurren de otra manera; cuando aquel cuya conducta se prometió acepta el compromiso se tiene ya la seguridad de que la condicio iuris de cuya verificación dependía la vinculación del promitente ya no se producirá y, en consecuencia, no es que éste quede liberado sino que ya no puede resultar obligado, circunstancia sensiblemente distinta a la anterior por más que una y otra supongan la no afección del interesado, pues el liberado es un deudor que dejó de serlo mientras que el promitente, producida la aceptación del deudor, ni es deudor ni nunca lo fue.

Algún autor (Aliara) ha pretendido que la liberación del pro­mitente se produce por el cumplimiento que del hecho prometido realiza el tercero, incorrección patente, pues es obvio que aunque se admitiese que aquél es deudor nunca podría aceptarse que su presta­ción consiste precisamente en el hecho de éste, como no cabe aceptar tampoco que la realización del hecho del tercero suponga pago por el promitente con efectos liberatorios para el mismo, ya que es evi­dente que él, por definición, no puede adeudar la prestación asig­nado al tercero. Tampoco es posible admitir, como alguien pretende (Deiana) que el hecho del tercero debe considerarse jurídicamente como cumplido por el promitente, pues esto, aparte de constituir una fictio legis injustificada e innecesaria, debería conducir en última ins­tancia a tener que aceptar que el hecho ajeno contemplado lo soporta el deudor y puede, por ende, el estipulante exigirle su cumplimiento, algo que pugna con la naturaleza y función de la promesa y que ya hemos tenido ocasión de rechazar en forma pormenorizada en otras partes de este trabajo.

Tendremos, pues, que, acaecido el asentimiento del tercero, el promitente de nada se libera porque nada debía, pero ahora, además, ya no hay posibilidad de que pueda llegar a deber, cosa que no ocurría con anterioridad al pronunciamiento afirmativo de dicho tercero.

El tercero acepta o, como es expresión tradicional en la doctrina francesa no obstante los reparos dogmáticos que el término es sus­ceptible de propiciar, ratifica. ¿Cómo incide esta circunstancia en su situación jurídica? ¿Qué ocurre cuando el hecho que se previo y se ha cumplido consiste en la celebración de un determinado negocio o contrato?

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Los autores galos, con su acostumbrada uniformidad y simetría, convienen al unísono en que la ratificación por el tercero determina la apropiación por éste del acto que le concierne, el cual queda regu­larizado en forma automática y definitiva, y, en consecuencia, en cuanto ratifica la iniciativa desarrollada por el porte-fort, la operación se trans­forma en mandato (ratihabitio mandato aequiparatur), ocurriendo las cosas, según piensa De Page, como cuando el mandatario se excede en sus poderes.

La remisión al mandato ya sabemos que no es posible; el pro­mitente no puede nunca ser un mandatario, ni siquiera como repre­sentante que viola o se excede del poder o como falsus procuratur. porque el negocio que celebra (la promesa del hecho ajeno) produce los efectos en su persona y no en la del tercero y porque él actúa en nombre propio y no en nombre de dicho tercero. Cuando se ha pro­metido que el tercero celebrará un determinado contrato, estamos ante una modalidad de la promesa del hecho ajeno en que éste con­siste, precisamente, en la conclusión de dicho contrato por parte del tercero (con la intervención, claro está, del estipulante); el promi­tente no puede concluirlo porque está contratando en nombre propio y la negociación proyectada no le concierne y tampoco tiene sentido hablar de que lo ha celebrado en nombre del tercero porque entonces carece de justificación la obligación de indemnizar que contrae y, según se ha explicado, la promesa queda dogmáticamente desnaturalizada. Asimismo, pese a lo que resulte de los antecedentes históricos y de la casuística del Derecho intermedio, hay que excluir también los supuestos en que el padre o el tutor disponen de los bienes del hijo o pupilo sin autorización judicial, pues en ellos el presunto promitente es un auténtico representante legal y, por tanto, puede celebrar el contrato en nombre de su representado, reconduciéndose dichas hipó­tesis a un campo que no es el de la genuina promesa del hecho del tercero.

Si el promitente, tal como sostenemos, no actúa ni puede actuar en nombre del tercero no es posible tampoco hablar de que éste rati­fica el negocio concluido por aquél, porque la ratificación supone hacer propio retrospectivamente un contrato celebrado por quien fungía de representante sin serlo. El contrato de que se trate no existe para el momento en que se cierra la promesa que lo contempla, vendrá a existir cuando el tercero, accediendo a la actuación prevista, lo con­

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cluya con el estipulante, circunstancia específica en que se materializa el hecho prometido y que tendrá la virtualidad de impedir que el promitente pueda venir obligado a indemnizar daños, ya que se realizó el contenido de la promesa.

Los autores franceses obsesionados con la idea de la ratificación no se percatan de que la utilización de esta figura en su estricto sentido trastorna por completo la promesa del hecho ajeno, ponen a actuar al promitente, no obstante las declaraciones conceptuales y de princi­pio, en nombre del tercero e incurren en el contrasentido, que no explican ni tratan de explicar, de contemplar a un representante que ve referida a su persona parte al menos de los efectos del negocio celebrado. Es evidente, en consecuencia, que el término ratificación no cabe utilizarlo aquí con el sentido y enlace que le son propios en el ámbito de la representación, que es su campo natural, sino atécni- camente como equivalente a aceptación o asentimiento por parte del tercero del hecho prometido, que aquí consiste, in concreto, en la con­clusión del contrato que contempló la promesa; en este sentido impre­ciso e innocuo lo utilizaremos en adelante.

Repetimos, que si se quiere ver en la conducta del tercero una auténtica ratificación, más que como exigencia previa como obligada consecuencia al partir del hecho inexacto de que el contrato lo celebra el promitente, no hay forma de extraer la figura del campo de los •negocios concluidos en nombre de otro y, por ende, del mandato; así, por ejemplo, Laurent aseveraba que "la ratificación es un consentimiento dado por el tercero, pero este consentimiento tiene de especial que el tercero no hace más que aprobar lo que el promitente ha hecho en su nombre (subrayado nuestro), y en este sentido se dice que es un man­dato dado fuera de tiempo, lo cual equivale a decir que la ratificación es una especie de mandato” "7. ¿Cómo compaginar estas conclusiones con su anterior afirmación de que el que se hace responsable promete en su propio nombre más bien que en el del tercero?08. Difícilmente habría manera, y es que, como se ha selañado, no hay forma de librarse de la trampa que supone el querer ver en la actuación del tercero un supuesto genuino de ratificación.

57. Laurent, op. cit., XV , p. 681.58 . lb id„ p. 669.

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Por otra parte, la doctrina gala está de acuerdo en que, no obs­tante la forma en que se inicia, el artículo 1120 no supone una excep­ción a la regla sentada por el 1119 de que en nombre propio sólo se puede prometer por uno mismo, esto es, que es nula la promesse pour autmi, y no supone excepción, según dicen, porque en la figura contemplada por el artículo 1120 del Code Napoléon no se promete en realidad el hecho ajeno, sino el hecho propio: "Cuando se inserta la cláusula de porte-fort — nos dirán en este sentido Baudry-Lacantinerie y Barde— , la obligación que se forma tiene por objeto, no el hecho de un tercero, sino el propio hecho del promitente”59. Pues bien, nos preguntamos nosotros, ¿habría necesidad de una explicación justa, sería preciso resaltar que la convención de port-fort es válida porque no se promete el hecho ajeno, sino el propio, cuando resultaría, de admi­tirse la peculiar construcción que sostienen respecto a la ratificación por parte del tercero, que aquella convención no la concluyó el pro­mitente en su propio nombre? Evidentemente que no; si el promitente hubiere actuado en nombre del tercero (como representante sin man­dato o como gestor de negocios) ya estaríamos fuera del ámbito del artículo 1119, que exige que la promesa por otro la haya celebrado una persona en son propre nom, y no habría necesidad alguna de acudir, para justificar la validez de la promesa del hecho ajeno, a des­tacar que en ésta quien en realidad se obliga es el promitente y no el tercero.

La convención de porte-fort, escribe De Page, es una convención sui generis, esencialmente diferente de la promesa por otro, porque ella consiste en la promesa del propio hecho del promitente y no del hecho de otro60; pues bien, si esto es así, forzosamente hay que reconocer que la diferencia entre una y otra figura se centra en que en la pro­messe pour autrui se promete el hecho ajeno mientras que en la con­vención del porte-fort se promete el hecho propio, y por ello, precisa­mente, la primera es nula en base al principio de la personalidad de las obligaciones y la segunda no lo es, pero ahí terminan las dife­rencias, porque tanto una como la otra se refieren por necesidad a que el promitente haya actuado propio nomine, pues, caso contrario, no es que el artículo 1120 no constituiría una excepción a la regla del 1119, como evidentemente no la constituye, sino que ni siquiera

5 9 . Baudry-Lacantinerie y Barde, op. cit., I, p. 173.60 . De Page, op. cit., II, p. 665.

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habría forma de relacionar ambos preceptos, ya que el primero se refiere, en línea de principio, a la actuación personal mientras que el segundo haría relación a la gestión representativa y esto, desde luego, no lo consienten los preceptos citados ni es cierto, porque es evidente que el artículo 1120 cae dentro del campo y de los presupuestos de aplicación del artículo 1119. Los dos, uno en forma general y el otro de manera específica, descansan y se apoyan en la idea cardinal de que el promitente haya actuado en nombre propio: "La convención de porte-fort — asevera en este sentido De Page— constituye un medio, a la vez elegante y eficaz, de obviar la nulidad de la promesa por otro propiamente dicha” 81. Pues bien, todo esto resultaría incomprensible y carecería de justificación si se admite que en la promesa del hecho ajeno el promitente actúa en nombre del tercero, y, según se ha seña­lado de manera repetida, a ello conduce el conformar el comportamiento del tercero como ratificación del contrato celebrado por el promitente; por eso, dicen con justeza los hermanos Mazeaud que el artículo 1120 no es una excepción a la regla del artículo 1119, sino más bien una aplicación de esa regla62, y dicen con justeza porque, en definitiva, lo que viene a establecer el segundo de dichos preceptos es que para que la promesa que alguien haga en su propio nombre sea válida es preciso contemplar el hecho propio porque si se contempla el ajeno entra a jugar la prohibición del primero de ellos. Es decir, que cuando se promete en nombre propio el hecho propio la operación es válida porque no se trata del supuesto previsto por la regla prohibitoria concerniente a la promesa en nombre propio del hecho ajeno (promesse pour autrui); con lo cual indirectamente viene a decirse que la pres­cripción no conoce de excepción alguna, pues para encontrarnos ante un caso válido hay que situarse fuera del supuesto de hecho de la norma y contemplar como objeto de la promesa la propia actuación del promitente.

Los civilistas franceses aunque sostienen que mediante la ratifica­ción el tercero se apropia o hace suyo el contrato que (en su nombre) celebró el promitente, señalan, empero, que para que la ratificación pueda operar es indispensable que el consentimiento del estipulante sub­sista hasta el momento en que ella tiene lugar. Hasta dicho instante, el estipulante pueda libremente retirar su consentimiento y, en conse-

6 1 . Ibid.6 2 . Mazeaud, Lecciones de Derecho civil, II - l9, Buenos Aires, 1960, p. 276.

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cuencia, impedir los efectos de la ratificación; esta facultad resulta para el estipulante de los principios generales del Derecho, pues hasta que se realice la ratificación él ha ofrecido tan sólo aceptar la obliga­ción del tercero63.

Pues bien, tales afirmaciones son ciertas si se enjuicia con rectitud la naturaleza del que ha prometido el contrato de otro, pero dejan de serlo cuando se sostiene, como en forma expresa o tácita lo hace la doctrina gala, que el contrato en cuestión se ha concluido entre el promitente y el estipulante (la convención de porte-fort, nos dirán Planiol y Ripert, no es de ordinario otra cosa que una simple cláusula accesoria de ese contrato) y, por ende, que la actuación del tercero no tiene otro sentido que el de ratificar o hacer propio el contrato ya celebrado.

En efecto, si el contrato se hubiese perfeccionado entre el promi­tente y el estipulante, éste no podría, con anterioridad a la ratificación, retirar su voluntad negocial porque el contrato estaría ya rectamente formado por más que fuese ineficaz. Cuando se defiende la posibilidad de que el estipulante se retracte se está afirmando también que el con­trato todavía no existe y que, por tanto, la actuación prometida del tercero no es en esencia una verdadera ratificación, sino la emisión de una voluntad que al conjugarse con la del estipulante determinará la conclusión del contrato. A través de estas admisiones esclarecedoras, los que sostienen la peculiar contextura de la promesa de ratificación del tercero, que juzgamos errada, vienen a negar los propios presupues­tos de su construcción y a aceptar de manera tácita que el contrato tiene que celebrarse de manera necesaria entre el estipulante y el ter­cero y que con anterioridad al momento en que tiene lugar el intercambio de sus declaraciones de voluntad coincidentes el contrato contemplado en la promesa todavía no existe. Y es que las instituciones jurídicas tienen sus propias exigencias y dan lugar, por la fuerza misma de sus presupuestos teóricos, a una serie de consecuencias y planteamientos que no cabe desconocer, marginar, ni oscurecer en base a condiciona­mientos previos, posiciones tomadas a priori o usos prácticos en con­trario; tan es así que los propios autores franceses no pueden dejar de reconocer la realidad jurídica entrañada en la promesa del hecho ajeno y hablan, aunque sea de pasada y sin pretender desvirtuar sus

63 . Baudry-Lacantinerie y Barde, op. cit., I, p. 182; Laurent, op. cit., X V , p. 680, etc.

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particulares ideas sobre el valor de la ratificación del tercero, de que ésta tiene como efecto formar el contrato que, desde entonces, viene a ser irrevocable (Laurent) y de que, con anterioridad a la ratificación, el estipulante sólo ha ofrecido aceptar el compromiso del tercero (Bau­dry-Lacantinerie y Barde).

Insistimos, pues, en nuestra idea de que en la denominada promesa de ratificación de tercero o convención de porte-fort el hecho realmente prometido no es la ratificación por el tercero de un contrato que ya habría celebrado el promitente, sino en verdad la propia conclusión de dicho contrato por parte del tercero. Como antes de que esto ocurra la relación contractual todavía no existe, se explica que el estipulante pueda retirar su voluntad y abandonar la negociación proyectada, cosa que no sería posible si aquélla ya se hubiese formado con el promitente y la posterior actuación del tercero, caso de darse, no tuviese otro valor que el de aceptar o recabar para sí la negociación que otro había concluido en su nombre y por su cuenta. Una vez más debemos repetir que el ver en la conducta del tercero un supuesto de genuina ratifi­cación trastorna la figura y conduce a consecuencias intolerables que los defensores de aquella posición tratan inútilmente de rechazar o desviar, y es que en Derecho, como en todos los órdenes de la vida, hay que pagar por los propios errores.

Quien acepta las causas tiene que aceptar las consecuencias; si la actuación del tercero consiste en la ratificación del contrato celebrado por el promitente es natural que los efectos de dicho contrato se hagan retroceder, en las relaciones entre estipulante y tercero, al día en que tuvo lugar la conclusión de la promesa del hecho ajeno, porque, como es sabido, la ratificación opera retroactivamente. Los autores franceses son consecuentes en esto y hablan de que los efectos del contrato se remontan entre las partes al día de la promesa y de que los efectos del acto entre las partes se producen retroactivamente desde la fecha en que el contrato se celebró y no desde la fecha de la ratificación. Si el tercero ratifica, resalta De Page, es porque juzga que se actuó bien y por tanto es desde todo punto de vista razonable, de confor­midad con la voluntad del interesado, hacer remontar tal aprobación al día del acto; todo vuelve así a la normalidad04.

6 4 . De Page, op. cit., II, p. 676.

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Y en verdad las cosas ocurrirían así si la ratificación del caso fuese auténtica ratificación y si el contrato pudiese estimarse concluido el mismo día que se concertó la promesa; pero sabemos que no es tal la situación, que el contrato sólo se concluye, sólo existe, cuando el tercero conviene en celebrarlo porque en eso consiste precisamente la actuación prometida por su parte. Antes de dicho momento, por exigencia impostergable de la propia estructura dogmática de la pro­mesa del hecho ajeno, el contrato no ha nacido todavía, y, en conse­cuencia, cuando, mediante la integración sucesiva de su consentimiento, el tercero acceda a celebrarlo no es que está liberando la eficacia dor­mida de un negocio existente, sino que con su actuación procede a crearlo; aunque a este comportamiento suyo se le llame ratificación, es obvio que no cabe atribuirle la eficacia retrospectiva que es propia de la misma, y no cabe sencillamente porque nunca podrá ser una genuina y estricta ratificación.

No ha faltado algún autor que se haya dado cuenta que pretender que la ratificación por el tercero (para utilizar la terminología en uso) produce que los efectos del contrato contemplado arranquen de la fecha de la promesa constituye un contrasentido, algo que pugna con la sustancia y finalidad misma de la promesa del hecho ajeno. En tal sentido, escriben los hermanos Mazeaud: "En verdad, el garante pro­mete el hecho de un tercero, pero ese tercero no está obligado por tal promesa, a la cual ha permanecido ajeno. . . Sin embargo, existe una regla de la promesa de obligación ajena que no encuadra exactamente con la precedente concepción. Se trata del efecto de la ratificación de la promesa por el tercero: esa ratificación se retrotrae. . . Así, aun cuando la promesa de obligación ajena no obliga al tercero pro­duce un efecto a su respecto: cuando acepta obligarse, modifica la fecha del nacimiento de su obligación” 65.

Y claro está que no encuadra con los presupuestos teóricos de la promesa del hecho ajeno la circunstancia de que cuando el tercero ratifica las obligaciones resultan a su cargo desde el día en que aquélla se concertó; no encuadra ni puede encuadrar porque su admisión supone, por otra vía y con otra perspectiva, desnaturalizar la figura e integrarla, como hemos dicho en páginas anteriores, con algunos supuestos que tienen una sustancia jurídica diametralmente distinta

6 5 . Mazeaud, op. cit., I I-P , p. 276.

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de la que corresponde a los casos normales y configuradores de la institución.

Sabemos que cuando se promete la ajena prestación si bien el promitente se obliga en ciertas condiciones a indemnizar (y ahí reside la justificación de la validez del negocio en cuanto contempla directa y principalmente el hecho propio), el tercero a nada queda obligado, pues para él la promesa es res inter altos acta y, en consecuencia, su vinculación jurídica sólo puede surgir desde el momento que acepte obligarse o cumpla el hecho prometido.

Pues bien, si lo que se ha prometido es el que tercero concluirá un determinado contrato con el estipulante, de acuerdo a la estructura orgánica de la figura, las consecuencias no pueden ser distintas de las que ocurren en otras hipótesis. En éstas, el tercero sólo se obliga cuando acepta y a partir, como es natural, de este momento, sin que la fecha de la celebración de la promesa ejerza ningún efecto retrospectivo; por el contrario, en el caso de la promesa de ratificación, cuando tenga lugar la ratificación por el tercero los efectos se producirían a contar del día de la promesa. La incorrección de semejante tesis salta a la vista porque con ella resultaría que, en definitiva y en la realidad de las cosas, el tercero, producido su asenso, se habría obligado desde el momento en que tuvo lugar la promesa de su ratificación, con lo cual se estaría quebrantando, sin base legal seria que le sirva de apoyo y legitime su validez, el principio, válido hoy como en el Derecho romano, de que factum alienum inutiliter promittitur. Con razón dicen, pues, los Mazeaud que la regla de la eficacia retroactiva de la rati­ficación no engarza exactamente con los efectos normales y lógicos de la promesa del hecho ajeno.

Por otra vía arribamos ahora al repetido planteamiento de que cuando se ha prometido el contrato de un tercero, dicho contrato no puede celebrarse entre el estipulante y el promitente, sino entre el estipulante y el tercero, y que, por ende, la actuación de este último no puede consistir en la ratificación de un negocio ya existente, sino en la propia y auténtica conclusión del mismo. Y es que, como hemos dicho con reiteración, influenciado quizá por la dicción literal de los preceptos legales y obnubilado por una práctica viciada y distorsiona- dora, un buen sector de la doctrina ha invertido el camino y ha caído presa de sus condicionamientos gratuitos y apriorísticos; ha dicho poco

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más o menos: si el tercero ratifica es porque el contrato existe y es válido, ya que sólo cabe ratificar lo existente y jurídicamente válido, por tanto los efectos del contrato entre las partes hay que retrotraerlos el día de la promesa; cuando el razonamiento correcto es este otro: el contrato sólo puede nacer cuando lo celebre el tercero, y, en conse­cuencia, llámese como se llame por la ley a la actuación de éste, las obligaciones sólo pueden generarse a partir del hecho del tercero y dicho hecho nunca podrá suponer una genuina ratificación. Lo con­trario equivaldría, según se ha visto, a que no obstante el principio vigente en la materia y a las exigencias que derivan de la misma estructura de la figura, el tercero resultaría obligado desde el momento en que el promitente aseguró su actuación.

En definitiva, en nuestro sentir y como obligado corolario de la posición que sostenemos respecto a la conformación jurídica de la corrientemente denominada promesa de ratificación de tercero o con­vención de porte-fort, los efectos del contrato contemplado en la pro­mesa sólo se producirán a partir del día en que el mismo fue de manera efectiva concluido entre el estipulante y el tercero.

¿Cómo debe formular la aceptación el tercero? No hay exigencia al respecto. El tercero podrá manifestar su voluntad positiva de cual­quiera de las formas jurídicamente aptas para emitir un querer; podrá hacerlo en forma expresa o en forma tácita, podrá resultar de su propio comportamiento, de los hechos cumplidos en contemplación de la pro­mesa que le concierne, y, en especial, del cumplimiento por su parte de la concreta obligación que le fue asignada en dicha promesa (facta concludentia). Hasta el mismo silencio bastará, a condición de que sea circunstanciado66.

Si se trata de la conclusión de un contrato por el tercero, tampoco exige la ley ninguna forma especial, por lo que regirá igualmente la misma libertad formal; ahora bien, si el contrato previsto en la promesa es un contrato solemne es obvio que el mismo sólo podrá considerarse formado cuando estipulante y tercero hayan cubierto la específica exigencia formal requerida por la ley.

6 6 . De Page, op. cit, II, p. 676; Aubry y Rau, op. cit., IV, p. 513.

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4 . LA OBLIGACION DEL PROMITENTE A PARTIRDEL MOMENTO EN QUE EL TERCEROREHUSO ACEPTAR

Llegamos, por fin, a la tercera y última etapa por la que puedeatravesar la promesa del hecho ajeno: la negativa del tercero a obli­garse o a cumplir el hecho que se prometió cumpliría.

Sabido es que la negativa del tercero determina la verificación de la condicio iuris que suspendía los efectos de la promesa y, en con­secuencia, surge a cargo del promitente la obligación principal, autó­noma, directa e inmediata de indemnizar al estipulante los daños y perjuicios que se deriven de no poder obtener del tercero la prestación que se esperaba; no se trata de ningún resarcimiento por inejecución de un anterior vínculo que derivaría de la promesa, ni tampoco de una prestación accesoria, según pretende Aliara, sino de un vínculo obligatorio primario y principal que tiene como único contenido la reparación del daño, de la misma manera que ocurren las cosas con la obligación surgida de la comisión de un hecho ilícito. Ya hemos hablado suficientemente sobre este punto a propósito de la naturaleza jurídica de la obligación nacida de la promesa del hecho ajeno; no vamos a insistir ahora de nuevo.

Si la promesa concernía a la conclusión de un determinado con­trato por el tercero (convención de porte-fort) , la negativa de éste determinará la imposibilidad de que el contrato llegue a nacer, pues ya se ha advertido que en esta modalidad de promesa no es posible concebir que el contrato se concluya entre estipulante y promitente, y el tercero se limite a ratificarlo o no. Planiol y Ripert dicen que "la negativa a la ratificación o cualquier otro hecho que haga defi­nitivo el defecto de ratificación del tercero a la promesa hecha en su nombre (subrayado nuestro), produce, como primer efecto, respecto a dicho tercero, la desaparición completa de la operación que se pre­tendía llevar a cabo” 87.

Afirmaciones del todo incorrectas, en primer término porque es errado y absurdo hablar de promesa hecha en nombre del tercero, ya que en tal caso estaríamos en la esfera de la representación sin man­

6 7 . Planiol y Ripert, op. cit., VI, p. 74.

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dato o de la gestión de negocios ajenos y no en la de la genuina promesa del hecho ajeno que implica, necesariamente, prometer en nombre propio, y en segundo lugar porque no es cierto que el defecto de ratificación haga desaparecer respecto al tercero el contrato con­templado, sino que impide su propio nacimiento, y mal puede desa­parecer o extinguirse lo que todavía no se ha alumbrado. Por ello resulta más acertado el pensamiento al respecto del civilista belga De Page, para quien el tercero que rehúsa ratificar no hace más que usar de un derecho que le está reconocido de la manera más absoluta, ya que la convención de porte-fort no le vincula por ningún título68.

Antes hablábamos de que con anterioridad a la negativa del ter­cero no puede el estipulante reclamar al promitente la prestación asignada a aquél, ni tiene tampoco derecho el promitente a imponer al promisario la aceptación de la prestación prometida y por él eje­cutada. ¿Ocurrirá cosa distinta cuando el tercero rehúsa cumplir u obligarse?

N o parece que haya razón válida para semejante cambio y los argumentos esgrimidos en aquel lugar sirven también ahora. Por la promesa del hecho ajeno el promitente no se ha obligado a cumplir la prestación del tercero si éste no quiere ejecutarla, pues en tal caso no haría falta la figura, ya que la finalidad de garantía personal que la misma cumpliría quedaría cubierta mediante la fianza, sino que queda sujeto, en forma directa y principal (y nunca nos cansa­remos de repetir estas notas) a indemnizar al promisario el daño que pueda sufrir caso de no obtener el hecho prometido; en consecuencia, si ni antes ni después de su negativa el tercero debe la prestación a él referida, es obvio que en ningún momento podrá el estipulante reclamar al promitente que cumpla lo prometido por más que la pres­tación sea fungible y admita, por tanto, su realización por persona distinta al deudor; si no hay deber de prestación, mal podrá haber expectativa de la misma, como diría Betti.

"Salvo pacto en contrario — escriben Planiol y Ripert— , el esti­pulante no podrá obligar al promitente de la ratificación a cumplir personalmente el hecho que el tercero se niega a realizar, so pretexto que ello constituye una reparación más efectiva de los daños causados

6 8 . De Page, op. cit., II, p. 677.

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por la no-ratificación y aun cuando él objeto de la prestación permi­tiera tal sustitución” 09.

Los derechos del estipulante aparecen nítidos desde el instante en que se cierra la promesa: si el tercero acepta, tendrá derecho a exi­girle la prestación contemplada y nada podrá reclamar al promitente; si el tercero rehúsa, será titular de'un derecho para obtener del promi­tente al resarcimiento del daño que le ocasione la negativa del tercero y nada podrá reclamar, sin embargo, a este último, ya que la promesa le es ajena y no puede quedar obligado sin su voluntad. Lo que no es posible es tratar de entrecruzar estas relaciones obligatorias a voluntad del estipulante porque ellas se conforman, de manera fija y constante entre los diversos sujetos implicados en la negociación, en una u otra forma según se verifique o no la condicto iuris ínsita en la promesa; y así de la misma manera que no es posible reclamar al tercero el resarcimiento del año cuando rehúse obligarse, tampoco cabe en la misma hipótesis exigir al promitente el cumplimiento de la específica prestación que fue referida a dicho tercero.

Algún clásico francés sostuvo que el defecto de ratificación debe vincular al promitente, si la naturaleza de las cosas lo permite, a eje­cutar el hecho que el tercero no está dispuesto a cumplir, y ello porque si el porte-fort está sujeto a indemnizar al estipulante del per­juicio que le causa la negativa de ratificación, la ejecución misma deJ hecho que el tercero habría cumplido, si hubiese ratificado, constituye evidentemente la reparación más efectiva70.

Es cierto que en algún caso y en la realidad práctica pueda inte­resarle más al estipulante el cumplimiento por el promitente del hecho prometido, pero una cosa es la conveniencia económica y otra la posi­bilidad jurídica, pues no todo lo que resulta plausible patrimonialmente viene dotado, por esa sola razón, de exigibilidad jurídica. Como sabe­mos, por la promesa del hecho ajeno el promitente sólo queda obligado a indemnizar al estipulante cuando el tercero rehúse obligarse o no cumpla el hecho prometido; ella es la única y posible prestación a su cargo. Pues bien, de la misma manera que en base a la simple promesa no cabe reclamar al tercero por ser éste extraño al negocio, tampoco

69- Planiol y Ripert, op. cit., VI, p. 75.70 . Demolombe, Cours de Code Napoleón, X X IV , París, 1875, n. 224; igualmente,

Championniere y Rigaud, y Devilieoeuve.

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es posible, acaecida la negativa, pretender del promitente el hecho del tercero, porque aquí también dicho promitente resulta ajeno a tal prestación en razón de que la misma sólo puede surgir cuando el tercero decida asumirla o celebre con el estipulante el contrato destinado a generar su exigibilidad jurídica, es decir, tanto en un caso como en otro nos encontramos con el obstáculo, en una promesa del hecho ajeno concebida como normal y simple, que supone la aplicación de la regla reinter alios acta. . . Baudry-Lacantinerie y Barde piensan, con razón, que semejante teoría (la de Demolombe) es manifiesta­mente contraria a los principios de la materia y estiman que el daño que el porterfort está obligado a reparar es el causado por la no obten­ción de la ratificación y no el resultante de la inejecución de la con­vención que surgiría de dicha ratificación, respecto a la cual el porte- fort es un extraño71.

Además obsérvese que de admitir que el estipulante tiene derecho a reclamar al promitente la prestación prometida resultaría que la obligación de éste vendría dotada de dos prestaciones entre las cuales podría elegir el promisario, esto es, se trataría de una obligación alter­nativa con tus electionis otorgado al acredor, y esto constituye una imposibilidad jurídica, pues al tratarse de una auténtica obligación alternativa el hecho del tercero formaría parte del objeto de la obli­gación surgida de la promesa, con lo que tendríamos que, en realidad, no se habría prometido en relación al tercero el hecho suyo, sino el hecho del promitente, circunstancia que acarrea la desaparición de la promesa del hecho ajeno como figura propia y autónoma; con acierto, pues, dicen Baudry-Lacantinerie y Barde que tal teoría es de manera manifiesta contraria a los principios de la materia, sencillamente niega y excluye la figura en estudio.

El estipulante no puede reclamar al promitente la ejecución de la prestación prometida, mas podrá éste evitar la condena de indem­nizar daños y perjuicios cumpliendo dicha prestación, es decir, ¿tendrá derecho a imponer al promisario la aceptación del hecho que el ter­cero no estuvo dispuesto a realizar? También aquí creemos que la situación se presenta en forma similar a la que considerábamos tenía lugar cuando el tercero no ha cumplido todavía pero tampoco ha rehusado cumplir.

7 1 . Baudry-Lacantinerie y Barde, op. cit., I, p. 184.

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El pretender que el promitente está dotado de un tal derecho daría lugar a sostener que de la promesa del hecho ajeno nace una obligación facultativa, algo que nadie se atreve a defender, ya que es claro y meridiano que la obligación a cargo del promitente es una obligación simple cuyo único contenido consiste en la indemnización de los daños y perjuicios que se le causen al estipulante; y, por otro lado, si se afirma, como lo hace la generalidad de la doctrina, que el promitente no ostenta semejante derecho, su obligación no cabe conformarla como facultativa y, por entde, no tiene sentido hablar de que puede imponer al promisario el hecho del tercero por él eje­cutado (aliud pro alio invito creditori solvi non potest).

Claro está que nada obsta a que producida la negativa del tercero el promitente ofrezca ejecutar el hecho de aquél y a que quepa incluso hablar de que el promitente tiene derecho a formular tal ofrecimiento, porque ello no es nada peculiar de la promesa del hecho ajeno, sino común a cualquier relación obligatoria en la que siempre puede ofre­cer el deudor a su acreedor una actuación distinta a la debida. No se trata de eso, sino de que el promitente tenga derecho a ejecutar el hecho prometido y el estipulante esté sujeto a recibirlo, esto es lo que se niega, esto es lo que no sucede en base a la promesa que se está considerando; lo otro, cosa perfectamente factible, nada tiene que ver con esta figura, es una situación normal aquí como en todo otro supuesto obligatorio en que la suerte y características de la relación jurídica quedan a la libre voluntad concorde de acreedor y deudor. En ningún caso, pues, en función de la sola promesa del hecho ajeno concluida, podrá el promitente, como dicen Planiol y Ripert, obligar al estipulante a aceptarlo como deudor en el lugar y grado del tercero72.

Por otro lado, según se advertía en páginas anteriores, desde el momento en que el estipulante acepte recibir del promitente la pres­tación que fue asignada al tercero ya no tendrá sentido continuar hablando de promesa del hecho ajeno, pues la obligación del promi­tente, obligación de nueva factura, no derivará de dicha promesa sino del convenio concertado entre estipulante y promitente, dirigido a generar una relación obligatoria que hasta ese instante no existía. Tampoco hace falta señalar, por evidente, que cuando el estipulante acepte el ofrecimiento del promitente, éste quedará liberado de su

72 . Planiol y Ripert, op. cit., VI, p. 75.

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originaria obligación de indemnizar, no tanto porque la ejecución del hecho prometido haga las veces de la reparación del daño que ocasionó la negativa del tercero (tal como piensa Baudry-Lacantinerie y Barde), sino porque habrá tenido lugar una datio in solutum que extinguirá la obligación de indemnizar o porque se habrá producido una nova­ción objetiva con idénticos efectos extintivos; ello tiene que ser nece­sariamente así porque del convenio entre estipulante y promitente siempre nace y sólo nace por expreso mandato legal (dejando a un lado las variantes que pueden derivar del juego de la autonomía de la voluntad y de la naturaleza dispositiva de las reglas jurídicas que regulan la figura) una única obligación: la obligación de indem­nizar daños y perjuicios a cargo del promitente para el caso de que el tercero rehuya el cumplimiento del hecho prometido73.

En definitiva, pues, igual que antes se veía a propósito de otra etapa de la promesa del hecho ajeno, tampoco en ésta ni el estipulante ni el promitente tiene derecho para exigir o para imponer, respectiva­mente, el cumplimiento de la prestación contemplada en relación al tercero.

Puede suceder que con posterioridad a la conclusión de la promesa del hecho ajeno el tercero se encuentre incapacitado para realizar el hecho contemplado por más que su voluntad hubiera sido aceptar e] compromiso. ¿Será posible en este caso reclamar al promitente la indem­nización de los daños y perjuicios? La doctrina suele estar de acuerdo en que el promitente queda liberado de toda responsabilidad y no está obligado a indemnizar al menos mientras dure la incapacidad del tercero.

En la base de esta afirmación suele hallarse la circunstancia de contemplar la obligación del promitente como una obligación de hacer lo posible para obtener la actuación del tercero, obligación que se ha hecho de imposible cumplimiento dada la incapacidad de actuar de éste y ad impossibilia nemo tenetur. Nosotros aunque estamos de acuerdo en la conclusión no lo estamos en su fundamento; pensamos que la capacidad del terreno para cumplir el hecho prometido cons­tituye un presupuesto de validez de la promesa, y, por tanto, que si con posterioridad a su conclusión dicho tercero está legalmente incapacitado para realizar el hecho que se le asignó, la promesa deviene

73 . Baudry-Lacantinerie y Barde, op. cit., I, p. 195.

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inválida y el promitente queda liberado de la obligación de indem­nizar. Idéntico tratamiento acuerda la doctrina a los casos de ausencia, quiebra e inhabilitación del tercero74; valga respecto a ellos el mismo argumento que se acaba de exponer en relación a la incapacidad.

La jurisprudencia francesa tiene asentado que una vez que haya concluido la incapacidad o la ausencia del tercero, si el mismo no presta su conformidad o ratificación prometida, el estipulante tiene derecho a reclamar al promitente además de los daños y perjuicios correspondientes los intereses moratorios oportunos, solución que no nos parece acertada, ya que el cálculo de los daños y perjuicios deberá hacerse para el día en que tenga lugar la negativa del tercero y por ello en tal estimación habrá que contemplar lo que proceda por razón del retraso acaecido.

Puede, finalmente, plantearse la situación de que con posterioridad a la negativa por parte del acreedor, éste herede al promitente. ¿Qué ocurrirá en tal caso?

En su oportunidad veíamos que si la sucesión se produce antes de que el tercero haya manifestado su adverso parecer, surge a su favot la posibilidad de decidirse entre aceptar y cumplir el hecho prometido o negarse a indemnizar los daños, en cuanto heredero del promitente. Pensamos que ahora las cosas ya no pueden ocurrir de esa manera, pues el tercero con anterioridad a la sucesión había rehusado el asumir la prestación prometida; él no puede desconocer su previo pronuncia­miento a objeto de dar cumplimiento al hecho que antes no estaba dispuesto a cumplir (se entiende, siempre que el estipulante no con­sienta en ello), pues adver sus factum proprium venir e non potest o porque non valet protestatio contra factum, por lo que no queda otro camino que sostener que el tercero está obligado a indemnizar los daños y perjuicios sin que sea posible otra opción.

Si es el tercero el que fallece sin haberse manifestado respecto a la aceptación o no de cumplir lo prometido puede plantearse la duda de si sus herederos podrán decidirse por la afirmativa a objeto de liberar de responsabilidad al promitente, siempre, claro está, que no se trate de un actuar personalísimo. Creemos que cabe admitir el parecer de Gullón Ballesteros en el sentido de que "no se debe

74 . Planiol y Ripert, op. cit., VI, p. 75; Gullón Ballesteros, loe. cit., p. 17, etc.

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acoger la tendencia que ve en la promesa del hecho ajeno un acusado carácter de instuitu personae, y, por tanto, la muerte del tercero no libera siempre al promitente” 75.

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