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Los Cuadernos de Viaje LA PARTIDA DEL MINISTRO RESIDENTE Ignacio Rupérez e oo para estar seguro de que el minis- tro residente al jubilarse y abandonar el país, con las zozobras de la mudanza metió entre sus ropas y ectos perso- nales la llave de la Caja de Pandara, dando abierta la tapa sin darse cuenta, que olvidó ce- rrar la ducha por la que brota el agua del Diluvio que todo anega, poner el corcho en la botella de los despropósitos. Desde que cesó en El Cairo aquel año, tantos hace que ni puedo precisar cuando ocurrió, dudo si la ciudad a la que nunca volví e en realidad un invento mío o la inven- tó él; sobrevinieron cosas tan desagradables y nuevas, que yo desconocía o al menos yo desco- nocía allí, que me parece como si escribiera unos días después en lugar de los quizás veinte años pasados. Alguien se marchó dando un por- tazo, el espo del vestíbulo se desprendió e hizo añicos con gran estruendo. El invitado principal dejó bruscamente la mesa arrastrando todo consigo porque se había anudado al cuello el mantel tomándolo por servilleta. Transcurrieron los muchos años citados y pasó el cáliz rápidamente porque enseguida des- pedí El Cairo, a fin de que los malos recuerdos no pudieran enturbiar la presencia neurótica de una ntástica ciudad que por todos los medios me propuse identificar con el amor, el sol y la alegría. No hubo tras la partida del ministro resi- dente una sucesión propiamente dicha de desas- tres. No la hubo porque todos los desastres ocu- rrieron al mismo tiempo, y la sucesión más bien tuvo que establecerse en el orden que los días de la agenda marcaban, por la necesidad de un timing en resolver aquellos. Parecía que la ha- bían emprendido con mis amigos. En un mismo día murió el Canciller y la policía detuvo a un súbdito español, tógra de los oasis. El Can- ciller había prestado servicios durante largo tiempo y también durante muchos veranos nin- gún español había tenido problemas con las au- toridades. Por tanto y aunque los casos estuvie- ran previstos en numerosas disposiciones -me- nos lo estaba la elevada sensibilidad que alguno de ellos suscitó-, se supiera qué hacer y cómo hacerlo, la lta de costumbre era tal, tan agrada- ble la existencia y grande la placidez gozada, que e preciso empezar de nuevo, endurecerse. Marcelle, la intérprete copta, conoció al mis- mo tiempo que yo cárceles, comisarías y tribu- nales de El Cairo, lugares contradictorios como toda la ciudad misma, que siempre oecía gente muy amable actuando en un desorden y una su- ciedad indescriptibles. No pude asistir al neral 94 Mohamed Ali el Grande. en Mary Guergues de quien e un buen n- cionario y un buen amigo porque ya estaba por completo empleado en asistir como cónsul al otro buen amigo, el de las tograas, en las se- siones en Medinet Nasser que presidía el juez del Tribunal de la Seguridad del Estado. Al día siguiente de la puesta en libertad del tógra empecé a dedicar mi tiempo a otro compatriota, es decir, a otras cárceles, otras comisarías y otros tribunales, personas encantadoras y ambientes siniestros de nuevo, empapelado porque se ha- llaba en posesión de dólares lsos. También se consiguió su libertad. Coincidiendo con todo ello se había hundido el techo del Consulado por filtraciones de agua del vecino. Después de enterrar al Canciller y conseguir que se eran a sus casas los dos españoles lleció la esposa del Canciller del Consulado General en Alejandría y un español en un hotel cairota, etc. Lícita es la satiscción por los problemas re- sueltos, la pena por los que se marcharon para siempre y, en fin, saludable la sensación de se- guridad al ver que uno ha sido capaz de tratar si- tuaciones complicadas, de cualquier éxito y de cualquier acaso. Pero lo que hoy me parece in- dudablemente valioso es el regusto por los días previos en que el ministro residente estuvo allí,

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Los Cuadernos de Viaje

LA PARTIDA DEL

MINISTRO RESIDENTE

Ignacio Rupérez

e orno para estar seguro de que el minis­tro residente al jubilarse y abandonar el país, con las zozobras de la mudanza metió entre sus ropas y efectos perso­

nales la llave de la Caja de Pandara, dejando abierta la tapa sin darse cuenta, que olvidó ce­rrar la ducha por la que brota el agua del Diluvio que todo anega, poner el corcho en la botella de los despropósitos. Desde que cesó en El Cairo aquel año, tantos hace que ni puedo precisar cuando ocurrió, dudo si la ciudad a la que nunca volví fue en realidad un invento mío o la inven­tó él; sobrevinieron cosas tan desagradables y nuevas, que yo desconocía o al menos yo desco­nocía allí, que me parece como si escribiera unos días después en lugar de los quizás veinte años pasados. Alguien se marchó dando un por­tazo, el espejo del vestíbulo se desprendió e hizo añicos con gran estruendo. El invitado principal dejó bruscamente la mesa arrastrando todo consigo porque se había anudado al cuello el mantel tomándolo por servilleta.

Transcurrieron los muchos años citados y pasó el cáliz rápidamente porque enseguida des­pedí El Cairo, a fin de que los malos recuerdos no pudieran enturbiar la presencia neurótica de una fantástica ciudad que por todos los medios me propuse identificar con el amor, el sol y la alegría. No hubo tras la partida del ministro resi­dente una sucesión propiamente dicha de desas­tres. No la hubo porque todos los desastres ocu­rrieron al mismo tiempo, y la sucesión más bien tuvo que establecerse en el orden que los días de la agenda marcaban, por la necesidad de un timing en resolver aquellos. Parecía que la ha­bían emprendido con mis amigos. En un mismo día murió el Canciller y la policía detuvo a un súbdito español, fotógrafo de los oasis. El Can­ciller había prestado servicios durante largo tiempo y también durante muchos veranos nin­gún español había tenido problemas con las au­toridades. Por tanto y aunque los casos estuvie­ran previstos en numerosas disposiciones -me­nos lo estaba la elevada sensibilidad que alguno de ellos suscitó-, se supiera qué hacer y cómo hacerlo, la falta de costumbre era tal, tan agrada­ble la existencia y grande la placidez gozada, que fue preciso empezar de nuevo, endurecerse.

Marcelle, la intérprete copta, conoció al mis­mo tiempo que yo cárceles, comisarías y tribu­nales de El Cairo, lugares contradictorios como toda la ciudad misma, que siempre ofrecía gente muy amable actuando en un desorden y una su­ciedad indescriptibles. No pude asistir al funeral

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Mohamed Ali el Grande.

en Mary Guergues de quien fue un buen fun­cionario y un buen amigo porque ya estaba por completo empleado en asistir como cónsul al otro buen amigo, el de las fotografías, en las se­siones en Medinet Nasser que presidía el juez del Tribunal de la Seguridad del Estado. Al día siguiente de la puesta en libertad del fotógrafo empecé a dedicar mi tiempo a otro compatriota, es decir, a otras cárceles, otras comisarías y otros tribunales, personas encantadoras y ambientes siniestros de nuevo, empapelado porque se ha­llaba en posesión de dólares falsos. También se consiguió su libertad. Coincidiendo con todo ello se había hundido el techo del Consulado por filtraciones de agua del vecino. Después de enterrar al Canciller y conseguir que se fueran a sus casas los dos españoles falleció la esposa del Canciller del Consulado General en Alejandría y un español en un hotel cairota, etc.

Lícita es la satisfacción por los problemas re­sueltos, la pena por los que se marcharon para siempre y, en fin, saludable la sensación de se­guridad al ver que uno ha sido capaz de tratar si­tuaciones complicadas, de cualquier éxito y de cualquier fracaso. Pero lo que hoy me parece in­dudablemente valioso es el regusto por los días previos en que el ministro residente estuvo allí,

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Los Cuadernos de Viaje

gracias a los que puede constituir lo que ni los libros, ni la profesión, ni las escasas mujeres hospitalarias de esa ciudad, quienes luego fue­ron también causa de que decidiera huir para siempre, podían haberme posibilitado; es decir, un compromiso sentimental con Egipto que tan­tos años después todavía persiste aunque no haya sido capaz de reafirmarlo volviendo. Los estropicios acumulados tras su partida se super­ponían a, y hacían más intensa, una marcada idea de abandono y soledad, de extrañeza por la desaparición en el paisaje urbano de un persona­je verdaderamente entrañable, como el cuadro de Henri Regnault dedicado al último de los ma­melucos, en el Palacio Manial, y la estatua del Sheikh El Balad que conserva el Museo Nacio­nal.

Me fastidia escribir en tono de memorias. Pero es, por lo que recuerdo, como si el minis­tro residente hubiera estado esperando al pie de cualquiera de las puertas de la Muralla Fatimida de El Cairo, en Bab El Futut, Bab El Nasser o en Bab Zweyla, para acompañarme en la primera visión de las maravillas de la ciudad, de las mez­quitas, las calles y el zoco, en la visión definitiva que nunca pudieron erosionar los malos días que luego vinieron. Por ello tengo una cierta idea de El Cairo y eso es más que suficiente. Desde entonces me he dedicado a estudiar y a frecuentar los viajeros y a todos los que de algún modo abren caminos para la aventura, los que enriquecen la vida y las ciudades, procurando evitar la compañía de quienes las estrechan y dan mal olor a los ambientes. Ciertamente al lle­gar a El Cairo hacía falta alguna protección, co­mo en la fiesta en que uno se encuentra perdido porque a nadie conoce, hasta que alguien se acerca, es cordial y hace las presentaciones, re­novando así el milagro de Lázaro, a quien sólo le faltaba la voz de marcha.

Le conocí pocos días antes de incorporarme al puesto en El Cairo, en Alkalde, Madrid, donde mientras me esperaba ya estaba combatiendo acertadamente la debilidad del anochecer. Su magnífico apetito me fascinó desde el primer momento, corno me fascina todo lo interesante que me es ajeno. Tuve que decirle para evitar malos entendidos, que la gastronomía no era mi especialidad, que era un tripas tristes y un pési­mo comensal.

-iAh! Entonces no nos llevaremos bien.No fue así. Nos llevarnos bien durante todos

los meses de trabajo en común, entre otras co­sas porque si él sabía mucho de los alimentos terrestres y disfrutaba en la mesa, también sabía de libros y disfrutaba en la biblioteca, y pude de­mostrar mi capacidad en competir en descubri­mientos bibliográficos y lecturas rebuscadas, anécdotas con gracia y papeles raros y olvidados, cuestiones en definitiva que desde hace tiempo me habían ocupado y a las que en El Cairo volví con intensidad renovada. Pude realizar compen­saciones, como con la biblioteca culinaria de mi

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Mohamed Ali en la Mezquita del Guri en El Cairo.

madre, que enriquecí supliendo mi tradicional falta de gula con una cierta erudición. Alguna vez le regalé las nuevas ediciones de Ruperto de N ola y el Duque de Villena, en esa colección que dirigía Xavier Domingo, los repertorios de recetas de Sirnone Ortega, la Nicolasa y la Mar­quesa de La Parabere. Y lo hacía aún observan­do que chapoteaba así y todavía más en el defec­to que con los años tanto mal ha acabado por ocasionarme, el que reside en saber de cosas tan importantes como el sexo, la religión, la cocina y la civilización Ming más por las lecturas que por haberlas vivido.

Con el ministro residente pensé por eso a ve­ces estar diciendo la verdad a medias, o sea, re­ferirme a temas, los literarios e históricos en es­pecial, que a lo mejor dominaba pero a cuyos protagonistas recientes apenas o nada había co­nocido de manera directa. Creo que es Proust quien se sorprende cuando le cuentan que Flau­bert y Balzac eran personas vulgares, sin ningún atractivo que recordar en quienes no los habían leído pero sí compartieron mesas, sobremesas y veladas. Algo parecido y con infinito humor conseguía hacer el ministro residente, quien además sí había leído a otros interfectos, y de ahí mi placer en alternar con un gran epicúreo y

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Los Cuadernos de Viaje

Criado, esclavo y cawar en El Cairo.

una persona de gran cultura, devorador de tan­tos platos deliciosos como libros interesantes, que no hacía literatura sino viviendo, que no es­cribía pero merecía que de él escribieran otros. Al lado del ministro residente advertí que tam­bién con las personas, evidentemente no con to­das, era necesario aplicar criterios artísticos al juzgar y, sobre todo, al lamentar su desapari­ción, su imposibilidad de repetición, como con un cuadro o una iglesia, resultados del genio, lo que una vida también es, todos originales y ab­solutos.

Al menos recuerdo la conciencia artística res­pecto al ministro residente y los actores de aquel mundo, una especie de gótico tardío y «kitsch», que estaba cambiando con el mismo frenesí que todos utilizábamos en exprimir los últimos frutos de un árbol agonizante. Pese al desgraciado y frecuente snobismo de pretender el inmediato hallazgo de reflejos de «El Cuarte­to de Alejandría» en esta ciudad o en El Cairo, resulta que el ministro residente participaba de aquella muestra tan brillante de arqueología so­cial cuyos hallazgos, sin embargo, cada vez eran más y más difíciles de levantar. Quizás en Egip­to quedan más restos de los faraones que de Justine o Mountolive; no había piedra en éstos.

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Coincidió el Fin de Año con el fin de una etapa que por muchas razones fue imposible de repe­tir o reanudar, cuyo alargamiento yo mismo evi­té cuanto pude para que en el mismo escenario no se volviera a representar la misma obra con cómicos de menor calidad, ni nos viésemos obli­gados a soportar caricaturas de hombres clási­cos. Muchos nos fuimos enseguida y apenas su­pimos lo que sucedió después.

Como si hasta llegar a la ciudad no hubiera conocido individuo similar, sabio y zumbón, buen fumador de puros y tragaldabas pero con una cultura constante y exquisita, apasionado con los amigos, amante de los animales, tierno y despótico, con una finísima percepción política. Creo estar escribiendo al estilo Jorge Manrique, lo que es ridículo cuando aún me río por los buenos días pasados y celebro su suavidad, las excursiones a Khan El Khalili, al Nilo y las libre­rías donde sacábamos del polvo auténticos teso­ros, los encuentros multitudinarios en la Resi­dencia. Acabado el año y su mandato aquello parecía la ceremonia de los Adioses, la Sinfonía de los Adioses, nadie atreviéndose a confesar su pena tan evidente, con un revuelo de regalos, invitaciones, últimas bromas, homenajes, nue­vos libros encontrados ... , para ocultarla y simu­lar que nada malo ocurría. Como en la Sinfonía de los Adioses, los amigos iban apagando las ve­las y abandonando la sala para quedar al final só­lo el ministro residente y el violín concertino, es decir, quienes hemos seguido hablando de él. Cuando el ministro residente apagó la suya El Cairo se empeñó en mostrar repetidamente la cara hasta entonces oculta.

Una cara distinta a la que cada noche se refle­jaba en las fiestas flotantes del Nilo, mucho más áspera y que, sin embargo, también había que entender. Haber sido muy feliz me dio toda cla­se de fortaleza. «iQué bien lo hemos pasado!», le oí decir. «En aquellos años de Alejandría sen­tías estar vivo las veinticuatro horas». Dejé pai­sajes y personas tal y como las recuerdo, tal y como las viví, con la lucidez necesaria para abandonar cuanto antes un lugar que se anun­ciaba poco prometedor, pero, eso sí, luchando por superar la idea, inicial y traicionada a me­dias, de que nunca dejaría la ciudad y de que al llegar se me aseguraba un verano interminable, vivir en vacaciones, promesas apenas cumplidas porque desaparecieron las personas que las sus­tentaban y a la postre yo con ellas para conser­var la ilusión. Soplaba el hamesin más de lo de­bido y el invierno se alargaba. lCon quién ha­blar del mundo de los Butros Ghali, de Forster, Cavafis y Mohamed Ali? lDe lo que Egipto fue y sería en unos tiempos tan diferentes y difíciles de explicar? Al jubilarse el ministro residente cortó la película, dejando a solas y a os- ecuras el espectador, que nunca supo si ama u odia esa ciudad devoradora.

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CONSEJO SUPERIOR DE IN ESTIGACIONES C ENTIFICAS

ENERO 1989

M. Vázqusz Valsro y G. López

Aguado: La información científica en la prensa.

Anna Estany: Nelson Goodman y el realismo.

Jorge Martfnsz Contreras: Las costumbres de 101 monos según Buffon.

� Tsrssa Lópsz ds la Vieja: La Sociología: lConservadurismo o Crítica 7.

Diot•m•n parlamentario sobre el l'lan Naolonal de Investigación Científloa y Desarrollo Teenelógloo.

FEBRERO-MARZO 1989

EL PAISAJE

Fsrnando González Gernáldez y

Dolors, Gallardo:

Determinación de los factores que intervienen en les preferencias paisajísticas.

Manuel Ruiz: El paisaje como resultado del sistema productivo.

Daviz M. Rivas: Consideraciones económicas sobre el paisaje y la recreación en espacios naturales.

Carlos Montes y Pilar Martfn de

Agar: Los humedales españoles como elementos del paisaje ibérico.

José L. Carlss e Isabel López

Barrio: El estudio de paisajes sonoros.

A. Martfnez, D. Gallardo, F.G.

Bernáldez y J.P. Ruiz: La percepción del agua en el paisaje.

José A. Fernández Ordoffez:

Acerca de los ingenieros y la naturaleza.

Rafael Escribano y José E.

Martt'nez Fa/ero: Gestión del espacio visual: visibilidad, cuenca visual.

Angel Ramos y Alejandro

Pineda: Modelos numéricos en evaluación del paisaje y E.1.A.

Isabel Otero Pastor: Paisaje y evaluación del impacto ambiental.

Nicolás M. Sosa: Paisaje y entorno: De la estética a la ética.

Julio Muffoz Jiménez: Paisaje y Geografía.

pen.ramiento

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