[la paginaci n no coincide con la publicaci n] · como se dizen aprisa las coplas, y no tiene lugar...

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Hermenegildo.../ 1 REGISTRO DE REPRESENTANTES: SOPORTE ESCENICO DEL PERSONAJE DRAMATICO EN EL SIGLO XVI. Alfredo Hermenegildo Université de Montréal Uno de los personajes que comparten los diálogos de la Filosofía antigua poética de Alonso López Pinciano, pone de relieve, en alguna de sus intervenciones, la importancia que para él tiene la representación teatral y cuanto la rodea. Dice así en unas expresivas palabras: «Tengo yo en mi casa vn libro de comedias muy buenas, y nunca me acuerdo dél, mas, en viendo los rótulos de Cisneros y Galuez, me pierdo por los oyr, y mientras estoy en el teatro ni el invierno me enfría ni el estío me da calor» (López Pinciano I: 244). En el polo opuesto, Pérez de Montalbán justifica la impresión de sus comedias, que, «aunque parecieron razonablemente en el tablado, no es credito seguro, porque tal vez el ademan de la dama, la representacion del Heroe, la cadencia de las vozes, el ruydo de los consonantes, y la suspensión de los afectos, suelen engañar las orejas mas atentas, y hazer que passen por rayos los relampagos, porque como se dizen aprisa las coplas, y no tiene lugar la censura para el examen, quedan contentos los sentidos, pero no satisfecho el entendimiento» 1 . Las reflexiones del personaje humanista -que coinciden en su contenido con la del meganarrador, Alonso López Pinciano- y las de Pérez de Montalbán marcan, desde perspectivas contrarias, la importancia del hecho teatral y dejan bien expedito el camino científico hacia la identificación de los diversos modos de representación, de sus múltiples agentes, de sus varios condicionamientos. Montalbán pone al lector en guardia contra el posible «engaño» que el espectáculo supone. El Pinciano invita indirectamente a indagar y a describir la presencia de todos los intermediarios que transforman el producto literario [comedia/tragedia], salido de la pluma del escritor, en el hecho escénico que presencia el espectador. Uno de esos agentes fundamentales es el representante, el actor, el cómico. Dentro del marco de este curso universitario, vamos a tratar de identificar, describir y ordenar algunos modos de ser actor o actriz en el teatro español del siglo XVI, fundamentalmente en el que se produce antes del triunfo de la comedia nueva. En los últimos veinte años se ha llevado a cabo un cambio fundamental en la manera de estudiar el teatro clásico español. En primer lugar, la preocupación por todo lo que surgió en la escena durante los reinados de Carlos V y Felipe II ha modificado 1 .- Juan Pérez de Montalbán, "Prólogo", Tomo primero de las comedias (Madrid: A. Pérez, 1635), f. 11r. Quiero dar las gracias a Maria Grazia Profeti por haberme facilitado el texto de Montalbán. [La paginación no coincide con la publicación]

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Hermenegildo.../ 1

REGISTRO DE REPRESENTANTES: SOPORTE ESCENICO DEL PERSONAJE DRAMATICO EN EL SIGLO XVI.

Alfredo Hermenegildo

Université de Montréal Uno de los personajes que comparten los diálogos de la Filosofía antigua poética

de Alonso López Pinciano, pone de relieve, en alguna de sus intervenciones, la importancia que para él tiene la representación teatral y cuanto la rodea. Dice así en unas expresivas palabras: «Tengo yo en mi casa vn libro de comedias muy buenas, y nunca me acuerdo dél, mas, en viendo los rótulos de Cisneros y Galuez, me pierdo por los oyr, y mientras estoy en el teatro ni el invierno me enfría ni el estío me da calor» (López Pinciano I: 244). En el polo opuesto, Pérez de Montalbán justifica la impresión de sus comedias, que, «aunque parecieron razonablemente en el tablado, no es credito seguro, porque tal vez el ademan de la dama, la representacion del Heroe, la cadencia de las vozes, el ruydo de los consonantes, y la suspensión de los afectos, suelen engañar las orejas mas atentas, y hazer que passen por rayos los relampagos, porque como se dizen aprisa las coplas, y no tiene lugar la censura para el examen, quedan contentos los sentidos, pero no satisfecho el entendimiento»1. Las reflexiones del personaje humanista -que coinciden en su contenido con la del meganarrador, Alonso López Pinciano- y las de Pérez de Montalbán marcan, desde perspectivas contrarias, la importancia del hecho teatral y dejan bien expedito el camino científico hacia la identificación de los diversos modos de representación, de sus múltiples agentes, de sus varios condicionamientos. Montalbán pone al lector en guardia contra el posible «engaño» que el espectáculo supone. El Pinciano invita indirectamente a indagar y a describir la presencia de todos los intermediarios que transforman el producto literario [comedia/tragedia], salido de la pluma del escritor, en el hecho escénico que presencia el espectador. Uno de esos agentes fundamentales es el representante, el actor, el cómico. Dentro del marco de este curso universitario, vamos a tratar de identificar, describir y ordenar algunos modos de ser actor o actriz en el teatro español del siglo XVI, fundamentalmente en el que se produce antes del triunfo de la comedia nueva.

En los últimos veinte años se ha llevado a cabo un cambio fundamental en la manera de estudiar el teatro clásico español. En primer lugar, la preocupación por todo lo que surgió en la escena durante los reinados de Carlos V y Felipe II ha modificado 1.- Juan Pérez de Montalbán, "Prólogo", Tomo primero de las comedias (Madrid: A.

Pérez, 1635), f. 11r. Quiero dar las gracias a Maria Grazia Profeti por haberme facilitado el texto de Montalbán.

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radicalmente la imagen, quizás excesivamente monolítica, que Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca y tantos otros proyectaban sobre las pantallas del conocimiento. Por otra parte, al estudiar el hecho teatral como un acontecimiento socio-cultural que prevé el despliegue escénico de un texto literario y su transformación en «realidad fingida» con la complicidad del espectador, del público plural, la crítica ha tenido que modificar muchos puntos de vista vigentes hasta hace poco. Vamos a dejar de lado lo que se ha hecho sobre la puesta en escena del seiscientos, sobre actores y actrices del XVII, sobre la vida teatral del barroco. Los estudios de John Allen, José María Díez Borque, Agustín de la Granja, Josef Oerhrlein, Evangelina Rodríguez Cuadros, José Ruano de la Haza, Hugo Albert Rennert, Norman Shergold, John Varey, etc..., son muestras de cuánto se ha avanzado en el conocimiento del hecho teatral español a partir de la experiencia de Lope de Vega. Queda pendiente, de todas formas, la descripción y clasificación de cuantos gestos, movimientos, etc... llevaron a cabo los actores y las actrices del teatro clásico español. Los estudios de Fernando Poyatos sobre la comunicación no verbal (1994) son una magnífica puerta abierta para ordenar los signos que fijaron el texto dramático en el hic et nunc del tablado, de los diversos tablados de la época. La consideración de la triple realidad auditivo-visual del discurso, «lo que decimos, cómo lo decimos y cómo lo movemos» (Poyatos: 15), puede llevarnos por caminos nuevos a la hora de describir la transformación en «realidad escénica» de los textos dramáticos del Siglo de Oro.

Nuestro trabajo se centra ahora en un aspecto de esa vida teatral: la práctica actoral, la elaboración de la figura del actor. Tratamos de describir las diversas maneras de dar respuesta a la imperante necesidad de manejar unos seres humanos capaces de asumir, en el estrecho margen del tablado, la misión de encarnar una variopinta galería de personajes, proporcionados por los escritores en sus proyectos dramáticos. Sobre el actor o la actriz del siglo XVI se han hecho trabajos parciales. No vamos nosotros a hacer un balance global de lo que fue la actividad de dichos agentes teatrales. El marco de una conferencia resulta demasiado estrecho. Sí queremos poner un poco de orden en el conjunto de datos de que disponemos y alinear unas cuantas reflexiones sobre quién y cómo fue el actor, sobre su consistencia artística y social, sobre su evolución a lo largo de los varios decenios del XVI. No intentamos ser exhaustivos. Vamos a presentar unos cuantos hechos, más o menos difundidos, y a estructurarlos y «leerlos» a la luz del estado actual de nuestros conocimientos sobre la actividad teatral de la época referida, ayudándonos con los nuevos recursos metodológicos que pone a nuestra disposición la teoría del teatro.

¿Por que hemos elegido el título adelantado? La manera de nombrar el agente que asumía en escena los diversos papeles dramáticos fue variada en aquella época. Y

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en todas las épocas. Covarrubias da algunas definiciones que nos permiten fijar ciertas connotaciones surgidas en torno al hecho escénico y a sus agentes más visibles. El término [actor] no aparece definido en el Tesoro como propio de la vida teatral. Tampoco menciona la palabra [histrión], usada en la Edad Media. Al definir la palabra [representar] se expresa del modo siguiente: «Hazernos presente alguna cosa con palabras o figuras que se fixan en nuestra imaginación; de ay se dixeron representantes, los comediantes, porque uno representa al rey, y haze su figura como si estuviesse presente; otro el galán, otro la dama, etc... Representación, la comedia o tragedia». La noción de representante abarca a quien ejerce su actividad de representación en la comedia o tragedia, mientras que el comediante parece ser atribuido por Covarrubias sólo al «que representa comedias», aunque siempre queda abierta la duda de si «comedia» es aquí término sinónimo de «obra teatral». El cómico, en cambio, es «el autor dellas», de las comedias, según el citado Tesoro.

Finalmente, la farsa, «representación que sinifica lo mismo que comedia, aunque no parece sea de tanto artificio; y de farsa dezimos farsantes, a verbo for foris, por hablar o recitar». No cita Covarrubias formas tales como «recitante», usada, entre otros, por Cervantes en Pedro de Urdemalas (v. 2927), por Agustín de Rojas en su Viaje entretenido (p. 132) o por Lope de Vega en El Arte nuevo de hacer comedias (289), y mantenida en el Diccionario de la Real Academia, o «recitador2» (Auto de la Pasión, p. 293) en el teatro de Lucas Fernández. El Diccionario de autoridades recoge, con definiciones muy parecidas, las entradas [actor], [comediante], [cómico], [histrión], [mimo], [representante] y [farsante], pero no incluye recitante ni recitador, lo que hace pensar que en el siglo XVIII la práctica lingüística había cambiado.

En resumen, durante la Edad de Oro española, son las lexías [recitador], [recitante], [comediante], [farsante] y [representante] las que se usan para identificar, con una cierta particularidad alguna de ellas, al individuo encargado de asumir en escena los papeles y roles dramáticos propuestos por los escritores. Si sumamos los condicionamientos que nos imponen estas formas tradicionales y la ambigüedad que abre el uso de la lexía [actor] por la semiología del teatro, donde se reserva más bien a la «particularisation d'un actant» (Ubersfeld 1978: 107), a la identificación de la llamada función actoral, hemos optado por utilizar de modo preferente el término [representante] como forma más útil en el curso de esta reflexión. Quede aclarado que durante el siglo XVI hubo variaciones en el uso de la identificación de dicho oficio. Pero «representante» fue la denominación más extendida. Y en todo caso, aquel Registro de

2.- Shergold (1967, p. 34) señala indebidamente que Fernández llama «recitadores» a

los «characters» y no a los representantes.

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representantes (Valencia, 1570) en el que Joan Timoneda publicó «muchos y graciosos passos de Lope de Rueda y otros diversos autores», nos autoriza a organizar nuestra reflexión en torno a dicha lexía. Timoneda invita a los representantes a utilizar los pasos contenidos en ese registro, a «tomar lo que le conviniere / y el passo que mejor hazer supiere» (Rueda 1981: 187). La invitación del editor valenciano se repite al frente de El deleitoso (Rueda 1981: 89). Y allí se hace el elogio de quienes llevaban los personajes al tablado:

«Representantes hábiles, discretos, pues sois, en l'arte cómico famoso, espejo, ejemplo, aviso provechoso de sabios, avisados, indiscretos, con ánimos sinceros y quietos, venid alegremente al Deleitoso»

Vamos , pues, a identificar y describir las distintas formas adoptadas por esos hábiles y discretos artistas, que fueron espejo, ejemplo y aviso para el espectador y que, en algún caso, debieron de usar los textos ofrecidos por el Registro del librero valenciano. El texto de Timoneda es de 1567, el período en que se está produciendo una gran transformación en el arte de la escena. Para llevar adelante el trabajo, hemos seguido el esquema fijado en nuestro estudio sobre El teatro del siglo XVI (1994). Partimos de la doble condición que separa al público cautivo o cerrado -el que asiste a las representaciones dentro del marco que condiciona su inserción social y asume un papel relativamente ritualizado-, del público abierto -el que presencia la obra teatral como espectador no definido a priori más que por su condición imprevisible-. La distancia que media entre el teatro de público cautivo -cortesanos, estudiantes de colegio y de universidad, feligreses y espectadores religiosamente catequizables, etc...- y el teatro de público abierto -el que paga y frecuenta los corrales-, establece unas claras marcas que definen de modos distintos al representante de una y otra actividad socio-teatral3. En el siglo XVI la tradición espectacular se refuerza «con textos literarios apropiados [...]. En su elaboración es fundamental la intervención de los directores de escena, la profesionalización de los actores, así como el progresivo enriquecimiento del lugar de la representación [...Surge así poco a poco] un núcleo de aficionados y conocedores que, movidos por la satisfacción de gozar de esta forma artística, no duda en contribuir económicamente en su realización y desarrollo» (Sito Alba: 375). La evolución del acto teatral mismo, de la profesionalización de los representantes y de la 3.- Otra forma de definir los dos caminos señalados es la fijación del triple modelo de

práctica escénica, señalado por Oleza (1981), es decir, la práctica escénica populista, la cortesana y la erudita. Véase Ferrer (1991: 83).

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aparición del público que paga, es la clave para comprender cómo fue cambiando el principal agente de la representación.

Al apuntar esa evolución del hecho teatral, es conveniente señalar la opinión de algún crítico (Surtz: 150-151), quien, considerando las pocas noticias que tenemos sobre la representación de muchas obras en la época que nos interesa, se pregunta si «the peninsular dramatists of the sixteenth century consider performance before an audience a necessity, or would they have been content merely to have their work read». Surtz (150) cita a Gillet (Propalladia t. IV, 1961: 430), quien también pone en tela de juicio la necesidad de la representación y afirma la posible recitación de las piezas escritas en los principios del siglo. Surtz (151) recurre al apoyo de Pinciano, quien deja la esencia de la tragedia «fuera de la representación» (López Pinciano 2: 312), pero olvida el texto señalado al principio de estas notas, donde se habla de la evidente preferencia del escritor por el espectáculo. Es decir, la comedia humanística, sus ramificaciones y su lectura pública y gestualizada, pudo llevar la recitación a los ámbitos del teatro cortesano, en ciertas ocasiones. Pero no es esa «publicación» la que conmueve al Pinciano. Estamos situados, pues, ante un período extremadamente vasto, en el que las prácticas escénicas fueron múltiples y en que el ejercicio teatral evolucionó de modo claro. Y, en consecuencia, la presencia y la actividad de los representantes no fue la misma y única. Veamos algunos aspectos que definen la figura del principal agente de la práctica escénica.

EL REPRESENTANTE Y EL PUBLICO CAUTIVO EN EL PRIMER TEATRO CORTESANO

Las experiencias teatrales de los finales del siglo XV y principios del XVI, las que tienen lugar en los palacios reales o nobles, incluyen no sólo ejercicios de tipo profano, sino también representaciones de carácter religioso. De ahí el que consideremos en este apartado la práctica escénica de los padres del teatro castellano, Encina, Fernández, Avila, Torres Naharro, Gil Vicente, etc... Y la pregunta que surge casi inmediatamente es si los escritores de las obras dramáticas conservadas fueron, al mismo tiempo, quienes las pusieron en escena o quienes asumieron la tarea de encarnar alguno de sus personajes. Estamos en un período que nos ha transmitido muy poca información sobre el representante. Pero vayamos por partes.

¿Qué nombre se les da a los actores? Juan del Encina, al frente de su égloga octava, dice así: «Egloga representada por las mesmas personas que en la de arriba van introduzidas» (Enzina: 161). En las dos farsas o quasi comedias de Fernández, las de la Doncella, el Pastor y el Caballero (Fernández: 117) y la de Prabos y Antona

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(Fernández: 153), así como en el Auto de la Pasión (Fernández: 279), se menciona a las «personas» refiriéndose a los personajes. En la Egloga o farsa del Nascimiento se les llama «recitadores» (Fernández: 203); en el Auto de la Pasión, San Pedro es el «primer introductor» (Fernández: 279). En todos los casos se inscribe el término correspondiente dentro del contexto del argumento inicial. Pero en el Auto de la Pasión se incluye una acotación escénica -no en el argumento- con la que se ordena el movimiento de los representantes, a quienes se identifica como «recitadores» («y los recitadores híncanse de rodillas» -Fernández: 293). Es decir, Lucas Fernández utiliza la misma lexía [recitador] para referirse al personaje y al representante. En la égloga de Encina arriba citada son las «personas» las que «representan». En otras palabras, las lexías [persona] y [representar] no se refieren necesariamente al personaje, sino que pueden hacer alusión al representante. Luego volveremos sobre este asunto. Lo que nos hace pensar que las otras lexías tampoco están muy firmemente ancladas en el personaje y que podrían dejar ver la inseguridad con que el escritor distingue la figura dramática y su soporte escénico. Shergold (29) y Sito (379) identifican claramente la persona y el personaje. Pero el problema es mucho más complejo y sólo puede resolverse tratando de describir el concepto que de público, de personaje y de re-presentante tenían los autores mencionados. Los límites entre uno y otro no siempre estaban trazados con las líneas firmes que hoy define el teatro.

En esta primera etapa de la escena cortesana peninsular hay una clara su-perposición del personaje y del que lo representa. Shergold (505) identifica la primera y auténtica célula germinal de lo que fue luego una «compañía teatral» en Encina, Fernández, Vicente, Timoneda, etc..., que presentan obras «where the author introduces the entertainment, like the presenter of the masque, and even plays a part of it. Wether or not the other actors were professionals, the playwright here is a true 'autor de comedias'». Refiriéndose a nuestros primeros dramaturgos, la alusión al posterior 'autor' nos parece desencajada. Sí es cierto, sin embargo, que el poeta empieza siendo quien escribe el texto y acaba asumiendo los papeles de responsable de la puesta en escena y, al final, de representante que encarna la figura de algún personaje. Hay algunos casos paradigmáticos. Encina escribe una pieza en la que participan ciertos representantes en un escenario concreto, el palacio de Alba, y en un tiempo determinado, la Navidad de 1492, para un público previsto de antemano, los Duques y su entorno palaciego. En la égloga primera «se alude a circunstancias personales de los representantes; se dan notas precisas sobre sus familias, sin relación aparente con la acción escénica, pero quizá llenas de significación para el público; por ejemplo, se dice que Juan es hijo de Pascuala [...] y Mateo se comporta como su tío» (Sito: 376). Hay una gran permeabilidad, una ósmosis del personaje, que le transforma en trasunto

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del representante, al revés de lo que el actor posterior ha sido. El pastor, la figura dramática, está sellada con determinados rasgos del intérprete. Y dicho intérprete lleva, en el caso de Encina, la marca clara de su propio autor, que ofrece el manuscrito de las obras del poeta a la duquesa de Alba. Es decir, el personaje [Juan] fue representado, posiblemente, por el propio Encina, quien asumía así una triple función: la del pastor Juan, con sus problemas fingidos, la del evangelista Juan, con sus ataduras litúrgicas, y la del poeta Encina, con sus preocupaciones cotidianas. La mezcla del representante [Encina] y de la intérprete de la 'liturgia cortesana', la Duquesa, es la mejor prueba de cómo la ficción teatral se entrelaza con el juego social, con el rito social, de la misma manera que la liturgia religiosa empapa literalmente el ejercicio escénico en los años que estudiamos.

Sito Alba (378) supone, con agudeza, que Lucas Fernández pudo interpretar «en las dos primeras églogas de Enzina, el papel del pastor Lucas de las mismas, repitiendo el juego del autor de la obra al encarnarse en el pastor Juan, haciendo coincidir al personaje con su nombre y con el del evangelista». Para dramatizar -muy levemente, todo hay que decirlo- los problemas del poeta Encina, y no los del pastor Juan, es otro pastor, Mateo, quien habla «en nombre de los detratores y maldizientes» (Enzina: 69). En él se conjugan el referente evangélico, la dimensión pastoril y la presencia de los problemas personales de Encina. Mateo esta transportando sobre sus espaldas la presencia de los enemigos del poeta, añadiendo así un rasgo más a este complejo juego de apariencias y realidades, a este entramado de personaje y representante. John Lihani (45) también sugiere que Fernández hizo tal vez el papel de Lucas cuando se representó por primera vez el Auto pastoril castellano, de Gil Vicente. Otro ejemplo, entre muchos, es el que señala Surtz (90) en la Egloga real, del bachiller de la Pradilla (1517), donde el pastor Telefo, en nombre del autor y muy verosímilmente representado por él, presenta a Carlos V una copia de la pieza que se está poniendo en escena. La superposición del personaje y del representante parece una práctica frecuente en el primer teatro cortesano.

Surtz (43) explica el origen de estos dobletes por la huella que la liturgia imprime en el primitivo teatro castellano. De hecho, en la celebración de la misa el sacerdote «representa» un clérigo, él mismo, y asume además la figuración de Cristo y de los otros personajes que intervienen en las narraciones evangélicas. Por ejemplo, en el Auto de la Pasión, de Lucas Fernández, se incluye una didascalia explícita de tipo icónico y motriz en que se ordena la necesidad «de mostrar vn Ecce homo [...] ansí como le mostró Pilatos a los judíos» (Fernández: 293). La fuerza del gesto litúrgico controla la teatralización del texto literario que se representa. Por otra parte, cuando el autor escribe y ordena a los «recitadores» que se arrodillen, estos lo han de hacer

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«delante del monumento» (Fernández: 306), introduciendo en el ejercicio teatral una marca salida de la liturgia. No se menciona un monumento, sino el monumento, el lugar y el objeto conocidos en el ejercicio piadoso y no específicamente teatral. Recordemos, como ejemplo de esa presencia de lo litúrgico en la representación, el caso todavía vivo hoy del Misterio de Elche, drama litúrgico en que forzosamente han de ser sacerdotes los que encarnen los papeles de San Pedro, del Angel Mayor del araceli y del Padre Eterno (Massip: 252). Los representantes tienen que asumir un rol social para revestirse con los rasgos de ciertos personajes. El plano del representar y el plano del ser no están totalmente separados todavía4. En otras palabras, importa menos la pre-sencia escénica de un icono teatral que la de un icono litúrgico. En consecuencia, los representantes están muy condicionados por su lejana función en la ceremonia religiosa, además de responder a las exigencias de su rol teatral. No es de extrañar, pues, que su doble condición traspase las fronteras de lo religioso y llegue a invadir el ejercicio teatral cortesano de carácter más profano.

Las fronteras existentes entre el representante y el público tampoco son perfectamente herméticas. Hay que contar, a la hora de describir las distintas formas de «ser actor» en el siglo XVI, con la permeabilidad de dichos límites. El escenario circular utilizado en el teatro medieval permitía la presencia conjunta, en el espacio reservado al espectador, del público y de los representantes que no actuaban en ese momento de la pieza (Rey-Flaud). Y tal permeabilidad llega a los años finales de la Edad Media y al ejercicio teatral del Renacimiento peninsular.

En la segunda mitad del siglo XV, la conocida y citada crónica de los Hechos del condestable don Miguel Lucas de Iranzo describe unas fiestas cortesanas celebradas en la Navidad de 1463. Participaron en los juegos de cañas 200 caballeros, la mitad de ellos vestidos «en abito morisco» (Hechos: 20) y la otra mitad de cristianos. No vamos a entrar en el detalle de la descripción de la fiesta. Teresa Ferrer lo ha hecho con gran precisión (Ferrer 1991). Pero sí nos interesa señalar cómo los caballeros «moriscos» fingían llegar de Marruecos con su rey y con el profeta Mahoma (Hechos: 21). Dos caballeros delegados por el rey marroquí entran en la sala donde se encuentra el Condestable con su mujer, caballeros y damas, y desafían al de Iranzo. Tras unos juegos de tres horas, los fingidos marroquíes reconocen la superioridad del Cristianismo y van a bautizarse en la Magdalena. Tras un paródico bautizo de Mahoma

4.- Y cabe preguntarse si en el teatro moderno se ha logrado la separación. El

representante agredido o adulado en la calle por culpa o gracia de los personajes que ha asumido en el teatro, el cine o la televisión, es una buena muestra de que los primeros tiempos del teatro medieval o de la escena castellana no están tan olvidados.

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y del rey de Marruecos, todos besan la mano del Condestable, quien les invita a una colación en el palacio (Ferrer: 21). Aunque no estamos ante una obra dramática propiamente dicha, sí nos hallamos frente a unos juegos cortesanos que incluyen el fingimiento y la figuración. Unos cortesanos asumen el papel de caballeros cristianos; otros, el de caballeros marroquíes. El Condestable, en el espacio de la realidad histórica, asume la función teatral de personaje que hace frente al reto de los fingidos caballeros de Mahoma. Es decir, los juegos de cañas son enmarcados dentro de una representación -el juego de cañas ya es, de hecho, una ficción del enfrentamiento bélico-caballeresco- presidida por un personaje cuya identidad queda en situación confusa. ¿Es el condestable Miguel Lucas de Iranzo quien acepta el desafío o es el personaje Miguel Lucas de Iranzo quien lo hace? La respuesta es tan equívoca como la que determina si, al fin de una representación teatral, son los actores o los personajes quienes saludan al público. La solución no es fácil. La realidad se ha mezclado con la ficción, el juego social se ha revestido con los signos del ejercicio teatral, como si fueran una segunda cobertura. Es posiblemente esa noción de «juego social» la que separa todavía la fiesta, el fasto de corte, del espectáculo estrictamente teatral. En el palacio de Iranzo no hubo teatro, sino espectáculo con participación de quienes vivían la fiesta. Y los límites entre realidad y ficción se hicieron borrosos e imprecisos.

El texto de los Hechos no es el único caso que ofrece semejante permeabilidad. En la Representación del Nacimiento de Nuestro Señor, de Gómez Manrique, obra de tipo estrictamente religioso y no cortesano, hay también una situación parecida. La didascalia implícita en los versos «cantemos gozosas, / hermanas graciosas» (Teatro medieval: 65), identifica los personajes que dicen el parlamento, personajes asumidos por las monjas del convento de Calabazanos, y el modo de interpretarlo, es decir, cantando. La «Canción para callar al Niño» (Teatro medieval: 64-65) es el signo con que se asegura que lo maravilloso presentado por el texto es percibido como real por el público espectador, el de las monjas de Calabazanos. Son ellas mismas las que son transformadas en personajes. También el espacio del espectador es isotópico (Hermenegildo 1981) e integra sin duda alguna, sin ofrecer resistencia ("cantemos gozosas" -65), los valores predicados en esta catequesis a las ya convencidas monjas de Calabazanos. De nuevo se han roto los límites separadores del representante y del público.

Un caso exactamente opuesto al que prevé Gómez Manrique es el banquete recogido en los Hechos de Iranzo. Lo cita Shergold (17). Unos cuantos invitados del Condestable llegan a la fiesta vestidos con máscaras y coronas para representar a los Reyes Magos. Los representantes son, pues, los mismos cortesanos que asisten al banquete. Y al terminar este, aparecen José, María y el Niño, con un asno. Es de

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suponer que los actores fueran también cortesanos, aunque no se indica. El Condestable, asumiendo el papel de Condestable -la típica acumulación de las funciones social y festiva se vuelve a manifestar-, recibe a la Sagrada Familia muy devotamente y sienta a las tres figuras sacras en el lugar presidencial que él ocupaba, al lado de su esposa, hermana y madre. Iranzo se retira, se viste de Mago y vuelve equipado para hacer los correspondientes regalos. En este caso son los representantes que hacen de José, de María y de Jesús quienes se transforman, durante unos instantes, en público. O mejor, quienes ocupan el lugar del público, del Condestable, y siguen asumiendo sus roles primeros. Una u otra explicación pueden resultar válidas y señalan la tenue distancia que separa la condición de espectador y de representante en las fiestas cortesanas, de donde parece haber estado excluida, en la época que comentamos, la actividad del cómico profesional.

Otros ejemplos del mismo modelo aparecen en obras más identificadas como piezas teatrales propiamente dichas. Siempre perdura en ellas el ambiente de representación cortesana presidida por la figura real o por el noble mecenas protector del poeta. Las dos églogas de Juan del Encina ya mencionadas (Enzina: 69) hacen que la Duquesa de Alba, público espectador, se transforme en destinatario -es decir, personaje y, por lo tanto, actriz- de la «cien coplas» que Juan, el pastor, le ofrece en nombre del escritor Juan del Encina. En la Egloga real del bachiller de la Pradilla (Surtz: 90), es Carlos V quien recibe una copia de la obra representada, asumiendo así el papel de representante escénico de su propio rol social, el de rey Carlos. El acto final de la Trofea naharresca, obra de 1514, prevé la aparición de la Fama repartiendo unas hojas entre los espectadores, hojas que se supone contienen un villancico y unos versos en que se anuncia la futura grandeza del príncipe João de Portugal. Al final el público -transformado en actor colectivo- y los representantes cantan el villancico que han recibido de manos de la Fama (Torres Naharro: 137-138). La Egloga interlocutoria, de Diego de Avila, pieza dirigida al Gran Capitán, hace una alabanza de «nuestr'amo Gonzalo Fernando» (Teatro renacentista: 97-98), presente en la representación que celebraba probablemente los esponsales de su hija. La larga alusión al noble persona-je, convertido ahora en figura dramática muda -y representada, en consecuencia, por el Gran Capitán mismo- obliga al ridículo novio Tenorio a reclamar que se ocupen de acelerar los preparativos de su propia boda. Los dos espacios, el real y el fingido, se han fundido en un todo característico de las fiestas cortesanas.

Un caso significativo, aunque más complejo, es el que aparece en la Tragicomedia de don Duardos, de Gil Vicente (Teatro español: 129-141), obra que empieza con un momo cortesano, en que el Emperador y la Emperatriz pudieron ser

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representados por los reyes mismos de Portugal, espectadores probables de la pieza vicentina. Aunque en este caso nos alejamos del modelo señalado más arriba.

Las representaciones cortesanas se nutren, pues, fundamentalmente de sus mismos miembros para organizar y poner en escena las piezas teatrales y los juegos escénicos. Los textos salen de manos de escritores adscritos al mundo de la corte, real o noble. Es decir, los roles sociales que cada individuo asume en la vida diaria son, con frecuencia, la base sobre la que se construye el rol teatral fingido. A veces coinciden ambos -los casos del Gran Capitán, de la duquesa de Alba, del condestable de Iranzo, etc...- En otras ocasiones la superposición de roles no es perfecta -los caballeros cristianos disfrazados de moros-, pero se guarda el nivel social; el que se ocupa en la pieza es equivalente del que corresponde al representante en el espacio histórico. La distancia entre ambos roles se llena con el disfraz. Juan II se viste de Caballero del Cisne en la fiesta de la corte portuguesa de 1490 (Ferrer: 22). ¿Por qué no recordar, a título de curiosidad, aquel «cuartago disfrazado de elefante» (Ferrer: 23) en un fasto celebrado en el patio del castillo de Benavente el año 1554? La anécdota es significativa del carácter teatral, fingido, que toda la fiesta tiene. El caballo, que es «transformado y aderezado» para que asuma el rol de elefante, tiene que salvar las necesarias distancias existentes entre su «rol social» y su «rol fingido».

Parece evidente el uso de otros representantes salidos del entorno cortesano o, en ciertas ocasiones, de comparsas mudos. A medida que fue avanzando el siglo -en tiempos de Lope de Rueda-, empiezan a aparecer noticias del contrato de profesionales en las fiestas cortesanas y, más tarde, en las representaciones particulares. Pero ya estamos tocando el momento histórico en que ha hecho su aparición la figura del representante que se gana la vida actuando ante un público, sea este abierto o cautivo. El paso del ejercicio cortesano, de la diversión palaciega, a la actuación profesional se hizo paulatinamente.

EL TEATRO RELIGIOSO Y CATEQUISTICO

Un hecho muy semejante al arriba estudiado ocurrió en el mundo del teatro religioso y catequístico. El largo y fecundo camino seguido por el ejercicio escénico de intenciones devotas o propagandísticas, empieza utilizando el contingente humano que organiza o rodea el espectáculo, continúa empleando representantes a los que se les paga por actuar, y termina, con el tiempo, recurriendo a contratar compañías profesionales. Tal fue el caso de los autos sacramentales. Pero antes de llegar a la aventura escénica calderoniana, el teatro religioso vivió momentos marcados total o parcialmente por el signo de lo no profesional. Veamos algunos aspectos del mismo.

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En las representaciones paralitúrgicas medievales, son clérigos, sacristanes y monaguillos quienes asumen los diversos papeles. Y de la misma manera que en la práctica escénica cortesana se juntan los roles fingidos con los sociales, también en el teatro religioso se mezclan y confunden, rompiendo así las barreras alzadas por el teatro moderno. Toledo, en pleno siglo XV, reúne el personaje de la Sibila, vestido a la oriental y hecho por uno de los seises de la catedral, y dos ángeles con alba, estola, guirnaldas y espadas. Dos monaguillos les acompañan con velas encendidas (Shergold: 18-19). Los actores de la liturgia -monaguillos, seises- asumen aquí roles teatrales -Sibila, ángel, monaguillo-. El monaguillo haciendo el papel de monaguillo no es una simple reduplicación, sino la prueba bien clara de que los espacios de la ficción no se han separado de los de la vida real. En el teatro cortesano hemos analizado un fenómeno paralelo.

¿Quiénes eran los actores en aquel teatro catequístico? Los primeros dramas religiosos fueron escritos, preparados, puestos en escena y representados por sacerdotes, diáconos, monaguillos, sacristanes y otras personas vinculadas a los servicios de la iglesia correspondiente. Pero esos sacerdotes-teatreros fueron «aidés par des confréries diverses qui prirent plus spécialement à leur charge celle des fêtes qui correspondaient le mieux à leur fin particulière [...] Dans les villages de peu d'im-portance ce sont les cofradías qui continueront à assurer les fêtes du Corpus ou de Notre-Dame du Rosaire» (Fleckniakoska: 84). De hecho, mientras las representaciones se llevaron a cabo dentro de los templos y los papeles dramáticos fueron asumidos por clérigos o por miembros de las cofradías y de los gremios correspondientes, «la gravité du ton et le hiératisme des attitudes ont dû être, dans l'ensemble, respectés, tout au moins pour les pièces sérieuses (Fleckniakoska: 151). Hubo, sin embargo, ciertas reacciones de las autoridades eclesiásticas contra la participación de los clérigos en los espectáculos dados dentro de las iglesias. Las actitudes desenvueltas de algunos representantes tonsurados no parecía del gusto de ciertas autoridades eclesiales (Fleckniakoska: 151). Pero todo quedaba en manos de aficionados, aunque con el paso del tiempo -la actual representación, ya mencionada, del Misterio de Elche es una prueba fehaciente- dichas personas se convirtieran casi en profesionales de su propio amateurismo.

La presencia de los gremios condiciona de modo evidente el tipo de pieza representada y la calidad social de quienes asumen los papeles que los clérigos les permiten hacer. En el caso de las obras llevadas a la escena por Diego Sánchez de Badajoz, los actores «were townspeople, members of the guilds who paid for the festivities, provided the Corpus Christi cars and supplied the props» (Wiltrout: 117). La ocupación laboral de las cofradías que financiaban la representación forma parte del

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tema mismo de la pieza. Las farsas de Santa Susaña, del herrero, del colmenero, de San Pedro y del molinero, por ejemplo, dramatizan actividades propias de los oficios característicos de las cofradías que aportaron su contribución financiera y la de sus propios miembros/representantes, es decir, jardineros, herreros, colmeneros, pescadores y molineros. La referencia al tipo de trabajo suele empezar ya en el introito humorístico. «In this way, sixteenth century workers and artisans were honored as groups while they were simoultaneously uplifted from their specific time and place and incorporated into the universal and eternal Christian picture» (Wiltrout: 120).

El problema surge de modo inevitable cuando esta actividad religioso-teatral empieza a pagar a los representantes y da entrada paulatina a los profesionales. Los mayordomos de las cofradías son los encargados de alquilar o comprar los trajes y accesorios necesarios para la fiesta teatral, así como de firmar los contratos con los cómicos profesionales (Fleckniakoska: 84). Entre los numerosísimos datos que conservamos, recordaremos aquí dos o tres casos que hablan ya de la invasión del espacio del aficionado por el del que se gana la vida en el tablado teatral (Fleckniakoska: 89-90). En 1551, Alonso de Madrid va a Valladolid a representar, mediante el correspondiente pago. En Sevilla, Sebastián de Arcos representa La muerte del rey Saúl. Lope de Rueda recibe un premio de ocho ducados en 1559 por la mejor representación de los autos. En Madrid, desde 1574 en adelante, la nómina es casi infinita. La llegada de los representantes profesionales a la escena de los autos coincide con la construcción de los corrales, de los teatros comerciales. Pero esto ya se sale de los límites que nos hemos impuesto en el presente trabajo.

Volvamos unos años antes. Los clérigos que tomaban parte en las repre-sentaciones recibían a veces un cierto dinero a cambio de su actuación. En 1517 se hizo una versión del tema de Adán y Eva; hay una cuenta del pago a los representantes que hicieron los papeles de Dios, Adán, un ángel y la Muerte (Shergold: 67). Mosén Jordi Mas recibe cierta suma por preparar y dirigir la representación de San Sebastián y por su propia intervención asumiendo el papel de uno de los doctores (Shergold: 73). Es curioso que las noticias de los pagos hechos a los actores no clérigos son muy raras, aunque sí figuran ciertas partidas para remunerar a los músicos y bailarines. Tal es el caso del libramiento hecho a Francés Alugia en Valencia (Shergold: 73). Recordemos, a título de comparación, que las cuentas pagadas a Lucas Fernández en Salamanca el año 1501, no mencionan compensación económica alguna a los representantes, aunque sí indican que se compraron cerezas, pollos y pan para dar de comer a los actores -y para vender al público, probablemente- (Lihani: 56). ¿Se podría sospechar la existencia de una diferencia entre la práctica catalo-valenciana y la castellana?

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En resumen, el teatro catequístico, como el teatro cortesano, recurre a la utilización de representantes salidos de su propio círculo social antes de ir entregando, poco a poco, el ejercicio teatral al mundo de los cómicos profesionales, ya avanzado el siglo XVI y, sobre todo, durante el siglo XVII. Por otra parte, y coincidiendo también con la práctica cortesana, el teatro catequístico establece unos límites borrosos entre la figura del personaje y la del actor. Cuando los miembros de un gremio o cofradía asumen la representación de un personaje que ejerce el oficio de dicho gremio, las fronteras entre la realidad y la ficción no son claras, como no lo eran cuando los caballeros se investían del rol de caballeros en la fiesta de Lucas de Iranzo.

LA EXPERIENCIA TEATRAL UNIVERSITARIA

En el título 61, los Estatutos universitarios de Salamanca del año 1538 ordenan que, en las fiestas de Navidad, Carnestolendas, Pascua de Resurrección y Pentecostés, «saldrán estudiantes de cada uno de los tales colegios a orar y hacer declamationes públicamente. Item de cada colegio, cada año se representará una comedia de Plauto o Terencio, o tragicomedia [...] y al regente que mejor hiciere y representare las dichas comedias y tragedias, se le den seis ducados del arca del estudio; y sean jueces para dar este premio el Retor y Maestre escuela» (Esperabé: t. I, 203). Las instituciones universitarias -Alcalá siguió el mismo camino- recurrían, durante la época que nos interesa ahora, al ejercicio teatral como actividad anual obligatoria. La creación de un concurso, con su correspondiente premio, incitaba a profesores y estudiantes a entrar en el juego. La razón última de tales representaciones era fomentar el conocimiento de los clásicos y desarrollar el arte oratoria y el conocimiento y práctica de la retórica. Se intentaba «familiarizar a los estudiantes con la lectura, con su interpretación y con el manejo elegante del latín» (Arróniz 1977: 28). Creemos, contra la opinión de Arróniz, que el ejercicio teatral universitario buscaba algo más que el «manejo elegante del latín». De hecho, las obras más conocidas de las escritas para tal actividad, la comedia y las dos tragedias clásicas adaptadas por Fernán Pérez de Oliva, están escritas en un elegante castellano (Hermenegildo 1973 y 1994). Andrés Prado -1537-, Bartolomé Palau -1552- Juan Rodríguez -1554- y otros varios estudiantes y profesores -Palmireno, en Valencia, y Petreyo en Alcalá, por ejemplo- escriben obras que son representadas en los espacios universitarios.

Aquellos estudiantes que salían obligatoriamente a «orar y hacer declama-tiones», es decir, a hablar y declamar en público, eran los representantes que asumían los distintos roles dramáticos inscritos en las obras puestas en escena. El Brocense, según el Registro de Claustros del 5 de noviembre de 1568, presentó sendas tragedias

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en la universidad salmantina durante dos años consecutivos, «las cuales [...] habían sido muy buenas, e de gran ejercicio para los colegiales del Colegio Trilingüe» (García Soriano: 11).

No hay, pues, intervención progresiva de profesionales en el teatro universitario. Arróniz (1977: 28) supone que tal ejercicio escénico «no trascendió el ámbito escolar, y quizá no sobrepasó el de las clases de retórica». Pero resulta inverosímil tal intranscendencia cuando se examina el gran desarrollo teatral que se produjo en España a partir de los años 80, momento en que llegaba al «poder literario» buen número de escritores salidos de las aulas universitarias. ¿Cómo se explica, si no, la preocupación de la comisión presidida por Martín Dávila y Padilla, que, en 1600, reclama la prohibición de las representaciones universitarias «por lo mucho que con ellas se divertían los estudiantes y se perturban los estudios» (Cotarelo: 209). Hay que decir que el Consejo de Castilla aceptó parcialmente el dictamen de Dávila y autorizó la continuación de dicha actividad teatral «en las vacaciones para alguna recreación de los estudiantes» (Cotarelo: 164). Es difícil imaginar la intervención del Estado en un ejercicio pedagógico reducido a las clases de retórica. Aunque otras cosas más graves se han visto...

LA PRACTICA ACTORAL EN LOS COLEGIOS DE JESUITAS

Siguiendo el modelo universitario, los colegios jesuíticos iniciaron muy pronto el uso de los ejercicios teatrales como práctica pedagógica. Los primeros colegios aparecen en 1542 (Coimbra), 1543-47 (Alcalá), 1544 (Valencia), etc... (García Soriano: 18). Es decir, que las representaciones empiezan aproximadamente desde la mitad del siglo XVI. Las obras más antiguas de que hay noticias son la égloga latina In honorem divae Catherinae y la comedia latino-española Metanea, del P. Acevedo, representadas en Córdoba en 1556.

Como en las universidades, el objetivo inicial de este tipo de actividad era favorecer la formación de los alumnos con ejercicios de composición, de declamación y de discusión. Para ello se organizaban certámenes dentro de las diversas clases y, más tarde, ante un público estudiantil más amplio. «Se invitaba a personas doctas para que arguyesen a los alumnos. La concurrencia era selecta; y el certamen solía ser presidido por un obispo o magnate, y en más de una ocasión por el Príncipe o por el mismo Rey» (García Soriano: 18). Dentro de esos actos, una vez que se consiguieron ciertos aires de solemnidad, aparecieron las primeras representaciones teatrales. Las piezas llevadas a la escena eran, fundamentalmente, un ejercicio de retórica, donde se daba una muestra de buenos versos latinos o castellanos, se aplicaban las reglas de la

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gramática latina o romance, y se sometía a los alumnos a diversas «gymnastiques littéraires» (Roux: 484).

El representante de este tipo de actividad teatral es un estudiante, un alumno a veces muy niño, que actúa como aprendiz de la retórica escolar, de algo que no pertenece plenamente al ámbito teatral. El actor no necesita plegarse de modo absoluto a los imperativos del arte de la escena, puesto que no es la práctica de dicho arte el objetivo primero del ejercicio. Pero a medida que transcurrieron los años y el teatro de colegio jesuítico adquirió experiencia y unas ciertas cartas de creencia, las representaciones escolares desbordaron los estrechos límites de la institución docente y se convirtieron en un acontecimiento social, además de ser un ejercicio pedagógico. Y es esa invasión del espacio social la que permite establecer un cierto número de paralelismos entre esta actividad, docente en un principio, y la práctica escénica cortesana, que, siendo originalmente una fiesta privada, se convirtió con el tiempo en un espectáculo de amplia penetración social. En lo que se distinguen de modo radical es en el uso progresivo de actores profesionales en las fiestas cortesanas, y en la exclusión absoluta de dichos representantes por parte de los colegios. La razón docente es inevitable.

En primer lugar hemos de tener en cuenta la confusión radical en que vive este tipo de actividad dramática. Los límites entre el representante y el personaje no son nada claros. Es un teatro construido en función del actor y de su formación para la vida social, diaria, real. Los representantes son niños o adolescentes, de edad variable según los años de permanencia en el colegio. En el mes de julio de 1561 se presenta en Ocaña una Tragedia de Judith. El P. Guimerá cuenta que «agradó mucho la gravedad y estilo de la tragedia y fue tanto más de ver cuanto los estudiantes fueron más pequeños y nobles» (García Soriano: 21). El P. Martín Roa, en su Historia de la Provincia de Andalucía, capítulo 5, habla de una fiesta en el colegio de Córdoba en la que «por la tarde los estudiantes representaron una comedia» (Arróniz 1977: 32). Evitaremos recurrir a otras referencias ya conocidas. Los datos citados dejan claras tres realidades: los actores eran exclusivamente estudiantes; su poca edad era objeto de la admiración de los padres jesuitas; la nobleza de los muchachos era una causa importante para provocar el agrado de los espectadores.

Hasta tal punto es confusa la línea divisoria del espacio real y de la ficción que, en alguna nómina de personajes, se inscribe, al lado del personaje, el nombre del representante, precedido, o no, por la marca social del «don». Los padres que protegían el colegio y que asistían a la representación, eran un público cautivo que condicionaba la concepción misma de la fiesta. Sirva de ejemplo la nómina de la Tragedia de san Hermenegildo, obra presentada en Sevilla a finales del siglo XVI. No

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transcribimos toda la lista de personajes -García Soriano (88-89) la reproduce-, pero sí daremos a título de ejemplo ilustrador, el censo de las primeras figuras:

1º San Hermenegildo.- Don Alonso de Guzmán. 2º San Leandro, Arzobispo de Sevilla.- Antonio de Santiago. 3º El Cardenal Legado del Papa.- Don Francisco de Castilla 4º.- Gosindo, Grande y del Consejo del B.C.- Alonso Núñez 5º.- Leodegario, Grande y del mismo Consejo.- Alonso de Medina 6º.- Intérprete.- Juan de Villanova. 7º.- Hortensio, Embajador de Roma.- Alonso Leandro. 8º El Temor.- Don Juan de Montalvo. 9º.- El Deseo.- Don Baltasar de Porras. El rol social, real, marcado por la presencia o ausencia del «don» que precede al

nombre, se manifiesta junto al rol teatral, fingido. La obra dramática es una ocasión de poner de manifiesto y de reproducir las diferencias estamentales. De ahí el que haya que considerar al actor del teatro colegial como una excrecencia en la evolución de la figura del representante. Y, sin embargo, su existencia tuvo que tener una marcada influencia en la explosión inigualada del teatro de los corrales. Afirmar o, al menos, sospechar que buen número de dramaturgos de la comedia nueva y del teatro barroco dieron sus primeros pasos en estos ejercicios escolares, no es difícil.

Además del peso de lo social sobre lo teatral, hay que tomar en cuenta la influencia de lo pedagógico sobre la organización del espectáculo. Como ocurre en el teatro universitario, la figura del estudiante es utilizada constantemente en las obras. García Soriano (183) cita, entre otros muchos, el ejemplo de «Gibagorda y Caçalegas, estudiantes». En el Dialogus de methodo studendi, del P. Andrés Rodríguez, los personajes son estudiantes y llevan los nombres probables de los mismos representantes: Colmenares, Peñalosa, Villalobos, Ojeda (García Soriano: 211). Parece verosímil suponer que, en el ejercicio teatral citado, el actor Colmenares -y los demás, de modo consecuente- representaría el personaje del mismo nombre. En el Triumphus circuncisionis hay estudiantes y maestro: Baca, Rodrigo, Bravo, Cabrero, Leiva, López, que parece nombres de actores y de figuras dramáticas (García Soriano: 236). La frontera entre el aula y el teatro queda radicalmente debilitada. La oposición [clase/escena] está sólo parcialmente neutralizada.

Por otra parte, las obras cuentan con múltiples papeles para acomodar el mayor número posible de estudiantes/actores. Y junto al educando, vuelve a surgir la imagen del muchacho perteneciente a una distinguida familia. No cabe duda de que los padres de los niños verían con buenos ojos la presencia en el tablado de sus hijos. La satisfacción de tales padres dependería en buena medida de la naturaleza y de la

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importancia del papel confiado a sus retoños. Por otra parte, y no es sugerencia desdeñable, «le peuple est curieux d'admirer sur la scène les fils des grands seigneurs de la région» (Roux: 489). Los papeles nobles son, generalmente, asumidos por muchachos salidos de las clases privilegiadas, «parce qu'ils ont plus d'aisance et des costumes plus somptueux, tandis que les maîtres confient aux roturiers et aux pauvres des rôles moins brillants» (Roux: 490). El actor que encarna una determinado papel, tiene una función primera que, tal vez, no es la de asumir una precisa figura dramática, sino la de aparecer en escena investido de un papel social preponderante. El ser humano, hijo de alguien, revestido de un rol social, se alza con la representación del personaje. O quizás, ese hijo de alguien, revestido de un rol dramático, se alza con la representación de un rol social. Es difícil decidir cuál es la condición más importante.

Los textos, escritos por los propios jesuitas, con alguna colaboración puntual de escritores profesiones -tal es el caso de la Tragedia de san Hermenegildo-, fueron a veces obra de los propios estudiantes. El P. Bonifacio, en carta del 31 de agosto de 1562, dice que en Medina los estudiantes representaron la historia de David y Absalón, «compuesta por ellos mismos en verso, y tuvimos mucho que hacer en persuadir a los oyentes que era obra de estudiantes aquella» (García Soriano: 23). El conocimiento de la doble función del estudiante, escritor/autor, va más allá de los muros del colegio, puesto que son los «oyentes» -curiosa manera de identificar al espectador- quienes deben ser convencidos, los oyentes [no-alumnos], se entiende. No perdamos de vista la dimensión social que tiene el ejercicio teatral de colegio.

Un problema particular de las representaciones jesuíticas -y universitarias, en general- es el uso de representantes femeninas para asumir papeles de mujer. Sobre la solución dada en la escena universitaria no tenemos ninguna noticia. En los colegios se opta por confiar los papeles femeninos a muchachos. En la Tragedia de San Hermenegildo, por ejemplo, fueron Lucas Justiniano (Ingunda), Agustín Pérez Osorio (Cazalla), don Fernando de Porras (Carmona) y don Gregorio de Porras (Aljarafe) quienes asumieron los personajes femeninos. No parece haber distinción social entre unos actores y otros a la hora de hacer la distribución de este tipo de figura dramática. Es decir, se sigue la práctica normal en las representaciones religiosas de la primera mitad del siglo y, por qué no decirlo, del teatro comercial inglés y de la escena española hasta una cierta época. Pero hay que constatar la falta evidente y casi generalizada de personajes femeninos en el teatro de colegio. Hay casos, desde luego, en que aparece la mujer. La citada Tragedia de san Hermenegildo, la Tragoedia Namani (ancilla, uxor), el Triumphus circuncisionis (Brianda y Hermunda), la Tragoedia Iezabelis (Jezabel, Dina, Tamar, Noemí), Actio quae inscribitur Nepotiana Gometius (Sotela), Tragoedia quae inscribitur Vicentina (Sabina, Cristeta), entre otras obras, son ejemplos de una

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cierta presencia femenina en la lista de roles dramáticos. Pero estamos antes casos en que la historia (las de Hermenegildo, Jezabel, Vicente) impone un cierto uso del personaje de mujer. A parte de las figuras alegóricas -desprovistas de toda feminidad (Roux: 495)-, de algún papel de madre (Sotela) y de ciertos casos marginales, la inexistencia de muchachas en los colegios rigurosamente masculinos, fuerza la construcción de obras que excluyen generalmente a la mujer. Y lo que está radi-calmente ausente del teatro de colegio es la vida amorosa.

Para terminar este apartado, es necesario señalar el fenómeno inverso, es decir, la práctica escénica en los escasos colegios femeninos. Pocas noticias conservamos. García Soriano (330), a partir del texto traducido por Alonso Cortés (Valladolid, 1916), recoge un testimonio del portugués Tomé Pinheiro da Veiga. En el monasterio de Jesús y María de Valladolid, las franciscanas de la Anunciación se dedicaban a la educación de muchachas. El escritor portugués recuerda que fue a ver «una comedia que en este monasterio representaban las madres [...]. Vimos las gradas llenas de personas y entre ellas el rey y la reina que eligen en aquellos días, que eran dos mozas como dos ángeles, y fué una de las cosas que más holgué de ver de mucho tiempo a esta parte, por lo bien que parecían de hombre y las travesuras que hicieron, requebrándose como jaques». Es un texto aislado dentro del conjunto que estudiamos, pero marca bien a las claras la diferencia con la práctica de los colegios jesuíticos. Las mujeres no tiene reparo en asumir papeles de hombre, en parecer bien en traje de varón, y en requebrarse «como jaques», lo que las aleja radicalmente de lo apuntado en las instituciones masculinas. Nuevas investigaciones podrán dar luz sobre este aspecto casi totalmente desconocido de la historia del teatro español.

EL PUBLICO ABIERTO Y LA APARICION DEL REPRESENTANTE PROFESIONAL

Renunciamos desde ahora a hacer la historia de los actores profesionales en la España del XVI. El intento nos llevaría más allá de los límites impuestos por esta disertación. Sí queremos fijar el momento en que toda la práctica escénica cortesana y religiosa, llevada a cabo, como hemos visto, por miembros de la corte, del clero o de las cofradías, da entrada paulatinamente al representante profesional, es decir, a aquella persona que se gana la vida, más o menos holgadamente, con el ejercicio del oficio de actor. Es la época de Lope de Rueda el momento en que se produce el cambio y en que la actividad teatral de tipo cortesano o religioso es asaltada por los cómicos de oficio. Como consecuencia de tal invasión, el público se transforma, paga y exige. Deja de ser el espectador cautivo, que sigue vivo en universidades y colegios,

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para ocupar un lugar influyente en la tensión creadora que surge entre el emisor y destinatario del espectáculo.

Vamos a tocar solamente dos puntos relativos a esta transformación del re-presentante. Por una parte, se deshace la confusión constante de lo fingido -los personajes de la pieza teatral- y lo real -las personas que asisten a la fiesta, al acto dramático/religioso-. Los roles social y teatral se separan y ocupan sus respectivos espacios bien definidos. Van a quedar, como restos de la práctica antigua, las fiestas cortesanas o las representaciones particulares, hechas por actores profesionales pero con participación, a veces, de personas salidas del entorno social que organiza la fiesta. El caso del rey Felipe IV parece ser paradigmático.

Pero los representantes profesionales no podrán encontrar la etiqueta social que los identifica más que de modo muy paulatino. Los actores dedican, a medida que avanza el siglo, todo el tiempo a la actividad escénica, que es su trabajo y su medio de subsistencia. Para ello se integran en compañías de tipo comercial, con las que establecen acuerdos económicos. Es cierto que reciben un salario por su participación en diversas actuaciones públicas, pero los contratos que conservamos dan fe de una extraña confusión a la hora de precisar la inserción social de dichos cómicos. A título de ejemplo de esa rara situación en que se encuentran los actores, recordemos una lista de nombres contratados para representar los autos de Sevilla. En ella se identifica a varias de las personas según su profesión u oficio. Y los resultados son sorprendentes. Junto a Lope de Rueda (1543 y 1553) y Pedro de Medina (1559), se nombra a: Alonso de la Vega, «calcetero» (1560); Juan de Figueroa, «clérigo presbítero», (1561); Luis de Cerdeña, «platero» (1561); Sebastián de Arcos, «calcetero», (1562); Juan de Salazar, «dorador» (1571); Diego de Berrio, «sastre», y Luis Díaz, «dorador», (1571); Alonso Rodríguez, «farsante», (1575); Pedro de Saldaña, «representante o farsante», (1576); Diego de Pineda, «tejedor de telas de oro», (1582). Sigue la lista de personas contratadas y, salvo en un caso en que se le llama «vecino de Sevilla», en el resto de la relación quedan señalados los individuos como «autor», «autor de comedias», «autores», «autor de comedias y representaciones», «autor de carros» (De los Reyes: 131-139). Es decir, la costumbre vigente desde el primer tercio de siglo no marcaba legalmente la profesión relacionada con el ejercicio teatral. Recordemos que Gil Vicente fue orfebre y Lope de Rueda batihoja. Aun después de surgir el cómico profesional, se le sigue identificando legalmente por su otro o su primer oficio: calcetero, sastre, platero, dorador, farsante, tejedor de telas de oro, etc... Y sólo a partir de 1575 se designa legalmente a los que representan u organizan la representación como farsantes, representantes y autores, es decir, directores de compañías. La llegada de los representantes italianos a la península -Mutio reclama el pago correspondiente a su

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participación en la fiesta del Corpus de 1538 en Sevilla (Sánchez Arjona: 43)- causa una auténtica transformación en las costumbres de la farándula. Como la produce, probablemente, la solicitud del grupo italiano «I Confidenti», llegado a España en la década de los 80. Tristano Martinelli pide permiso para que representen las mujeres de su compañía (Angela Salomona, Angela Martinelli y Francisquina). Consiguen la licencia el 18 de noviembre de 1587 (Arróniz 1969: 274-275). El decreto del permiso añade que «de aquí adelante tampoco pueda representar ningún muchacho vestido como muger» (Arróniz 1969: 275). El cambio fue fundamental. En la península hubo un período de incertidumbre, en que convivían las dos prácticas escénicas, la que utilizaba a muchachos jóvenes para hacer los papeles femeninos, y la que recurría al servicio de las cómicas. Los españoles y los ingleses habían luchado por conseguir la autorización. En Inglaterra sólo se concedió en 1656.

En segundo lugar, se manifiesta una voluntad gremial, cerrada, en las acciones de los representantes. La noción de grupo unido por una misma actividad gana terreno en la época de Lope de Rueda, época que debe considerarse como el momento clave en la evolución de la figura del actor. Cuando el gran Rueda se enfrenta con la casa de Medinaceli para reclamar la suma que se le adeuda a Mariana por servicio prestados al difunto duque, lleva ante los tribunales como testigos a sus compañeros de farándula, a Pedro de Montiel, hilador de seda, y a Alonso Getino de Guzmán, danzante, tañedor y alguacil de la Corte. De nuevo aparece aquí la insegura identificación social de los hombres de teatro. Pero queda bien determinada la coincidencia y complicidad de los intereses profesionales de Mariana, de Lope y de sus compañeros.

En conclusión, la doble vertiente del teatro del siglo XVI, marcada por la presencia de un público cautivo o cerrado y de un público abierto, permite observar cómo se diseña la figura del actor. Si en un principio vive atado a la liturgia, religiosa o social, poco a poco va dando entrada a la noción de servicio dado y, por lo tanto, de salario merecido. La confusión de espacios y de roles sociales y teatrales cede el paso a una delimitación de los mismos. El actor, el representante, el cómico, el farsante, se alza como única figura social capaz de asumir la tarea de revestirse con las figuras dramáticas creadas por los poetas dramáticos. El teatro universitario y colegial fue la única excepción en esta grandiosa aventura creadora de la comedia nueva y del teatro barroco de España. Y esa gran empresa no pudo llevarse a cabo sin la presencia activa de tantos representantes. El Pinciano recuerda que «en manos del actor está la vida del poema, de tal manera que muchas acciones malas, por el buen actor, son buenas, y muchas buenas, malas por actor malo» (López Pinciano III: 281). La llegada del representante profesional al teatro comercial no debe dejar en la oscuridad la figura

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de quienes llevaron sobre sus hombros las prácticas escénicas realizadas ante públicos cautivos durante los finales del siglo XV y buena parte del siglo XVI.

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