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EL DONJUÁN ANTES DE DON JUAN
Alfredo Hermenegildo Université de Montreal
El siglo XVI aparece en las historias del teatro español como un
tiempo de preparación, de espera, de organización de los espacios escénicos
y de los proyectos dramáticos, un tiempo que «cuenta con el momento» en
que surgiría más tarde la gran aventura teatral de Lope, Guillén de Castro,
Tirso, Alarcón, Vélez de Guevara, Calderón, etc. Y nada hay más equivocado.
Juan del Encina y Lucas Fernández no pensaban en Lope de Vega cuando
construían sus églogas pastoriles, aunque en el Fénix hubiera, más tarde,
resabios y tradiciones salidas de las obras de los dos salmantinos. Y lo
mismo se podría decir del teatro de Torres Naharro, de Lope de Rueda y de
tantos otros. Al acercarnos al tema de Don Juan y al examinarlo dentro del
contexto teatral del siglo XVI, necesario es constatar la existencia de un
vacío difícilmente colmado con ejemplos salidos del corpus conocido. Si la
figura del Burlador se alza en manos de Tirso como criatura escénica ya
autónoma, antes del mercedario sólo hay atisbos de difícil identificación y
descripción.
En las páginas que siguen vamos a estudiar algunos casos de
personajes dramáticos del Quinientos que, de algún modo, adelantan ciertos
rasgos característicos de la mítica imagen de Don Juan. En el fondo, se trata
de figuras relacionadas con la empresa amorosa o con la de la agresión
contra los valores establecidos por la sociedad en que aquellos viven, sean
estos los correspondientes a la familia, al buen gobernar o al respeto a la
mujer del otro.
No vamos a recorrer la lista de posibles o imposibles, verosímiles o
inverosímiles precedentes de la comedia tirsiana: las consejas, cuentos,
romances, El infamador de Juan de la Cueva, etc. Desde la estatua que
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habla y responde al desafío o castiga hasta el galán destructor de las normas
de convivencia social, al hombre irrespetuoso de lo establecido y del mundo
del más allá, en varias obras se han encontrado signos que, de uno u otro
modo, vuelven a aparecer como componentes intertextuales del drama
tirsiano. El riesgo de hacer de El burlador un complejo y absorbente
rompecabezas construido con retazos de obras anteriores es demasiado
evidente para que nos dejemos tentar por él.
Pero El burlador y, en general, el mito donjuanesco son algo que vive
en otros niveles de la conciencia humana. Sean cuales fueren sus orígenes,
la donjuanía se ha implantado en la tradición occidental como fenómeno
visible de una vena profunda que alimenta las bases mismas de la
convivencia colectiva. Hay que constatar, sin embargo, que «el mito se
engendra en España a comienzos del siglo XVII -importan muy poco sus
raíces legendarias, pues los elementos folklóricos que lo constituyen
adquieren un sentido gracias a El Burlador- y él simboliza una de las facetas
del hombre moderno»1. Estos «elementos folklóricos» salidos de la tradición
intertextual se llenan semánticamente al contacto con otros que constituyen
la gran red sémica de El Burlador de Sevilla. Muchos de esos signos salidos
de la tradición folklórica llevan implícito un programa de inversión
significativa que los conduce irremediablemente a articularse en el drama de
Tirso2.
Al mismo tiempo que se organiza la tradición folclórica del mito
donjuanesco3, aparecen en el teatro del siglo XVI varias formas de
dramatizar la figura, no del donjuán, sino, en general, del galán, formas que
1.- Joaquín Casalduero, Contribución al estudio del tema de Don Juan en el
teatro español, Madrid, Porrúa Turanzas, 1975, p. 7. 2 .- Véase nuestro trabajo «Inversión dramática y forma narrativa: los
romances del convite macabro», Cuadernos de teatro clásico. El mito de Don Juan, 2, 1988, pp. 25-35.
3 .- Víctor Said Armesto, La leyenda de Don Juan, Buenos Aires-México, Espasa Calpe, 1946.
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en ciertos aspectos constituyen soluciones no siempre acordes con lo que
sería la trayectoria posterior del héroe creado por Tirso de Molina. María del
Pilar Palomo, en un jugoso artículo aparecido en 19884, describe las
numerosas lexías con que se identifica al varón conquistador y deshonrador
de mujeres: al donjuán, al tenorio, al galanteador, al libertino, al opresor, al
burlador, al pendenciero, al galán, etc., etc. De todo ello hay en la figura del
Burlador de Sevilla tirsiano y en sus numerosos rebrotes teatrales. Y hay
algo de casi todo ello en las figuras del galán aparecidas en el teatro del
Quinientos español.
Adelantemos que, de las dos vertientes que definen la figura del Don
Juan tirsiano, la del galanteador/burlador y la del que convida a la figura
espectral del Comendador, la segunda no existe en el corpus objeto de
nuestro estudio. Si el galán es castigado, lo será por su crueldad y brutalidad
con la mujer, con sus familiares o con los miembros que constituyen la corte
real, cuando el galán es el monarca o persona afín al trono. Si el galán es
castigado, en otras variantes, lo será por medio del ridículo. Si el galán no es
punido y sale triunfante de la empresa amorosa, son los que se le oponen
quienes resultan vencidos y menospreciados. Veamos algunos casos muy
significativos.
En el primer teatro castellano, Lucas Fernández ofrece una égloga en
la que el rol de galán aparece encarnado en la figura de un burdo pastor. Es
la Farsa o cuasicomedia de una doncella, un pastor y un caballero5. La
Doncella, que anda buscando al caballero amado y no lo encuentra, se
tropieza en su peregrinación con el Pastor, quien pretenderá conquistarla. La
Doncella ignora al Pastor, no se siente aludida por las insinuaciones del
rústico personaje y provoca en él la firme decisión de apoderarse del amor
4 .- María del Pilar Palomo, «La lexicalización de un mito», Cuadernos de
teatro clásico. El mito de Don Juan, 2, 1988, pp. 17-24. 5 .- Lucas Fernández, Teatro selecto clásico de Lucas Fernández. Ed. Alfredo
Hermenegildo, Madrid, Escelicer, 1972, pp. 115-149.
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de la mujer. El espectador asiste a un curioso forcejeo en que el Pastor hace
todo lo posible para conseguir que la mujer le mire y le atienda. Mientras
tanto, ella tiene el pensamiento puesto en tantas heroínas de la tradición
que sufrieron o murieron por amor: Dido, María Coronel, Margarona,
Lucrecia, etc. En el juego galante, el Pastor decide consolar a la Doncella y,
a petición de esta última, se ofrece a entonar un «cantarcillo», acción, que
finalmente, no llevará a cabo. El Pastor descubre la vida amorosa existente
entre los rústicos, de la que él es el ejemplo vivo, pero la Doncella, incluso
admirándose al conocer la existencia de las penas y los dolores existentes en
el mundo afectivo de los pastores, afirma la mayor intensidad del daño de
amor entre las gentes de su estamento social. La insistencia del Pastor se
manifiesta claramente:
- «Pues yo ¡mi fe! mucho os quiero y aun ¿veys? sospiro por vos. ¡Ay Dios, que de cachondiez me muero!» (vv. 149-153)
- «Yo bien ancho y bien chapado estó, y relleno y gordo; ¡bien milordo! Asmo ño me hauéys mirado.» (vv. 294-297)
Con ella muestra su ridícula pasión y las no menos grotescas
cualidades físicas que le adornan. Todo acaba, después de un largo forcejeo,
con la entrada del Caballero, la recuperación y liberación de la Doncella y el
castigo y sometimiento del rústico. El Pastor acosa, insiste, exhibe sus
cualidades de amador. Pero siempre queda al descubierto la clave burlesca y
paródica con la que ha sido construido. El galán, en esta temprana égloga,
está reducido a la condición caricatural de un pastor que no es más que el
instrumento del éxito social –en este caso, amoroso- del personaje del
estamento dominante. El otro galán, el Caballero triunfante, es solamente el
signo que asegura la presencia hegemónica del discurso aristocrático, vivo
en estas representaciones cortesanas del teatro de Fernández. Pero el
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verdadero galán es el derrotado, burlado y sometido Pastor. Incluso si, al
final, es él quien les muestra el camino a los enamorados y les canta el
villancico.
Otro caso de galán ridiculizado es el que ofrece la Égloga
interlocutoria6 de Diego de Ávila. Y por extraña y pintoresca coincidencia con
el tema que nos ocupa, el pastor en cuestión lleva el nombre de Tenorio
Hernando. Si el Pastor tiene en la égloga de Fernández una evidente
capacidad para tomar la iniciativa amorosa acosando a la Doncella, Tenorio
es el galán/antigalán en la pieza de Ávila. Su boda con Turpina es preparada
por Hontoya, el padre de Tenorio, y por el casamentero Alonso Benito.
Siendo obra de circunstancias escrita para ser representada con motivo de
unos esponsales celebrados por el estamento aristocrático, todo en ella está
bañado por el tono festivo, paródico y caricatural. Tenorio es el ejemplo del
amador incapaz de hacer la corte a la amada. Ya tiene más de cincuenta
años (p. 93). Su prisa por casarse (p. 99) corre en paralelo con la brutalidad
del personaje cuando habla de su propia manera de tratar a la novia («de
una puñada o dos que le diese / patas arriba la hiciese quedar» –p. 99). Las
comedias pastoriles de principios de siglo usan galanes –los dos ejemplos
vistos son una buena prueba- en cuya elaboración ha importado más la
finalidad extradramática de los personajes –la diversión del estamento
aristocrático de una corte- que el diseño de sus vidas fingidas. El galán
ridiculizado se pasea por la égloga como instrumento puesto al servicio de
una empresa que nada tiene que ver con la obra misma, y mucho con la
fiesta aristocrática.
6 .- Teatro renacentista. Juan del Encina. Diego de Ávila. Lucas Fernández.
Bartolomé de Torres Naharro. Gil Vicente. Ed. Alfredo Hermenegildo, Madrid, Espasa Calpe, 1990, pp. 81-111.
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La Comedia Himenea, de Bartolomé de Torres Naharro7, ofrece un
modelo de comportamiento del galán muy distinto. El caballero Himeneo,
locamente enamorado de Febea, la dama noble, organiza muchas noches la
ronda ayudado por músicos y cantores. Logra así entrar en la casa de la
amada. Con este gesto, Himeneo rompe las normas vigentes en las
relaciones sociales del estamento noble. La honra de la muchacha queda así
fuertemente comprometida. Cuando el Marqués, hermano de Febea y
responsable de la reputación del clan, sorprende a Himeneo saliendo de la
casa familiar al amanecer, se ve obligado a reparar el honor perdido y a
matar a su hermana. El galán Himeneo ha huido, según afirma Turpedio, el
criado del Marqués («los pies le han valido» –v. 1351). A pesar de dar con
su nombre título a la comedia, Himeneo es el galán marginado que ocupa un
lugar secundario en la trama dramática. Si él es quien ha organizado el
asedio amoroso de Febea y conseguido entrar en la casa, su actuación
queda reducida, sin embargo, a la propia de un personaje que sigue de lejos
el juego amoroso y que no hace frente a la difícil situación que vive la dama.
Himeneo, como galán enamorado, consigue su propósito, pero es Febea
quien de verdad plantea el problema de la libertad femenina de elegir
marido. Ese es en el fondo el asunto dramatizado por Naharro. Himeneo no
es más que un instrumento, casi mecanizado, para que la mujer defienda
ante la autoridad familiar el derecho a elegir marido. La aparición final de
Himeneo, invocando sus propias cualidades y la valía de su linaje, viene a
rematar la empresa iniciada por Febea. El haber huido «por pies», como dice
Turpedio, no es más que la metáfora de una notable ausencia de Himeneo a
la hora de revolverse contra la norma social vigente. Quien le hace frente al
poderoso Marqués es su hermana Febea. No Himeneo. La fuerza agresora de
la conveniencia social no está integrada en los pliegues dramáticos de este
7 .- Teatro español del siglo XVI. Lucas Fernández, Cervantes. Torres
Naharro. Gil Vicente. Ed. Alfredo Hermenegildo, Madrid, SGEL, 1982, PP. 65-111.
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amante naharresco. Quedan de todos modos apuntados ciertos rasgos del
galán que aparecerán en otras piezas posteriores: Himeneo cuenta con la
ayuda de criados para conquistar a Febea, viola la norma social entrando de
noche en casa de la amada, huye cuando es descubierto y, al final, entra en
el juego social e invoca la calidad de su estirpe para conseguir la aprobación
del Marqués. Todo se ajusta, aunque queden latiendo los rasgos
característicos de un galán muy capaz de ocupar un espacio mayor en la
diégesis, pero relegado aquí a un papel secundario.
Lope de Rueda, en sus comedias, ofrece un modelo de enamorado
totalmente diseñado según las coordenadas de la parodia carnavalesca. La
Armelina y Medora8 son dos ejemplos de cómo se organiza una pieza
dramática en la que el amor es un tema fundamental. En ambos casos se
presenta la figura de un viejo ridículamente prendido de los encantos de una
muchacha joven. En la Armelina es el herrero Pascual Crespo quien decide
casar a su hija Armelina –en realidad es Florentina, hija de Viana, que por
razones largas de explicar ahora, fue adoptada por Pascual- con Diego de
Córdoba, un zapatero viudo, al que la muchacha no va a aceptar. El galán de
la comedia es, dentro de la tradición teatral que pasa más tarde por la
comedia moratiniana El sí de las niñas, un pretexto cómico para ridiculizar
los planes matrimoniales concebidos por los padres para sus hijos o para sus
hijas. En Armelina se rebaja y destruye la figura del enamorado zapatero.
Cuando se presenta ante la ventana de Armelina para requerirla de amores,
se prepara para no mencionar nunca lo relativo al mundo zapateril. El criado
Guadalupe se burla constantemente de él y de su oficio. Y cuando descubre
en la ventana lo que parece ser la figura de Armelina –en realidad es un
paño puesto a secar en la ventana (p. 145)- se dirige a «ella» recurriendo a
la retórica amorosa bañada plenamente en el ridículo discurso zapateril:
8 .- Lope de Rueda, Las cuadro comedias, Ed. Alfredo Hermenegildo, Madrid,
Cátedra, 2001, pp. 129-164 y 215-255. Los textos citados están tomados de esta edición.
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«Piel anchísima, blanda y amorosa que cubre mis quemantíssimas entrañas.
Afilado trinchete para cercenar la penetrante vira de mi penado çapato, y
corcho de mi mal forjado plantufo […] Y finalmente, alezna y aguja que
atraviessa de parte a parte el retoricado coraçón mío» (p. 145).
La Medora presenta la figura del ridículo galán viejo, Acario, el padre
de la heroína, que se ha enamorado de una muchacha joven, Estela, la
hijastra de Lupo y de Águeda. La figura del viejo enamorado está construida
según el mismo modelo que hemos visto en la Armelina. Acario, aconsejado
por el lacayo Gargullo, se prepara para ir al encuentro de Estela. Y dice así:
«Gargullo hame hecho vestir con aquel leñador y m’astusar la barba para
parescer otro de lo que soy, y también por ir como debo para hablar con
aquella caríssima de más que querubín de yesso y más blanca que la misma
leche que de las vericundas lechugas sale cuando acaso con los iracundes
dientes del simplecíssimo burro son cortadas. ¡Oh, cuerpo del cielo, qué
pedaço de retórica he dicho sin tenella pensada ni estudiada!» (p. 227). El
galán, degradado y rebajado, verá dura y cómicamente castigada su osadía
cuando Lupo le dé unos fuertes correazos y tenga que salir de escena, como
animal de carga, llevando sobre sus espaldas al lacayo Gargullo.
En una y otra comedia, donde se manifiestan de manera muy marginal
los dos enamorados que se casarán con las dos doncellas –Justo y Casandro,
respectivamente-, son las figuras de los dos viejos amantes las que ocupan
un espacio importante y las que determinan una forma específica de
construir cierta clase de galán en el teatro del siglo XVI. Son
manifestaciones marginales, pero dignas de ser mencionadas en esta rápida
descripción de la presencia del donjuán antes de Don Juan en los escenarios
españoles del Quinientos.
Los autores trágicos del último tercio del siglo ofrecen unas figuras de
galanes en las que se manifiesta la brutalidad, el abuso y el exceso en las
maneras y en los hechos conducentes a la conquista amorosa de la mujer o
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del hombre. Se trata de personajes en los que la condición real o principesca
lleva integrada la del amante opresor de la libertad del otro. O de la otra. Es
decir, el rey o el príncipe tirano ejercen su rol de galán como elemento
característico del modelo del gobernante déspota. Parte de la locura, del
salvajismo, de la anormalidad de estos personajes se manifiesta en la
locura, el salvajismo y la anormalidad amorosa. Las anécdotas superficiales
de una misma estructura profunda aparecen, entre otros ejemplos, en Atila,
en el Príncipe de León –de Atila furioso y La cruel Casandra, de Cristóbal de
Virués-, y en el príncipe Licímaco –de La tragedia del príncipe tirano, de Juan
de la Cueva-. Hemos de tomar también en consideración la figura de la reina
Semíramis –de La gran Semíramis, de Virués-, que, desde su condición
femenina, actúa, arremete y abusa en la conquista amorosa exactamente
igual que los personajes masculinos a los que hemos aludido.
En todos estos ejemplos, la figura del galán –y de la galana- responde
a unas características comunes. Un rey, una reina o un príncipe ejercen un
poder tiránico sobre su corte y sobre su sociedad. Y dicho abuso de poder se
manifiesta de maneras diversas. En algún caso se procede al
encarcelamiento del esposo de la mujer a quien el monarca quiere
conquistar: Menón es aprisionado por Nino para que le ceda a su esposa
Semíramis, en La gran Semíramis9 (vv. 556-559). La misma Semíramis lleva
su desenfrenada pasión amorosa hasta el asesinato de
«[…] más de mil mancebos, con quien ella ha dado fin a su apetito ciego, gozando a cada cual sola una noche, o solo un día, en su laciva cama y ella luego después les daba muerte» (vv. 2062-2066),
y hasta la búsqueda desesperada e incestuosa de su propio hijo Ninias:
«No puedo sin ti pasar, no puedo sin ti vivir;
9 .- Cristóbal de Virués, La gran Semíramis. Elisa Dido. Ed. Alfredo
Hermenegildo, Madrid, Cátedra, 2003.
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por fuerza te he de buscar, por fuerza te he de seguir, por fuerza te he de alcanzar.»» (vv. 1697-1701).
En otro caso, el del Príncipe tirano de Cueva, una serie de actos
tiránicos e irracionales llevan al príncipe Licímaco a compartir el lecho con
dos mujeres, Teodosia y Doriclea10. Ambas, sintiéndose violadas en sus
derechos más elementales, se ponen de acuerdo para matarle. Y lo logran,
consiguiendo posteriormente el perdón real.
Se trata, en estos casos y en otros que abundan en las tragedias
finiseculares, de ejemplos de galanía en los que la conquista amorosa del
otro o de la otra no es más que el aspecto dramáticamente más rentable
para trazar la figura del monarca, del príncipe o de la reina. En realidad, el
galán que describimos es una manifestación más –tal vez la más vistosa- del
abuso de poder político y social denunciado en esta serie de tragedias. Pero
ahí quedan esos amantes como un eslabón más de la cadena que dramatiza
progresivamente la aparición de la figura del abusador rijoso o de la mujer
arrastrada por lo que podría identificarse como furor uterino.
Nuestra reflexión sobre el galán del Quinientos termina con la comedia
El infamador, de Juan de la Cueva11. En la pieza puede verse una clara
tradición literaria clásica e hispánica, así como un evidente ambiente local12.
Plauto y Terencio, la tradición humanística que se prolonga en el uso de los
dioses paganos, la Celestina, el ambiente sevillano, etc., vienen a confluir
como elementos constituyentes de una forma de hacer teatro que pronto
desaparecería de la escena española.
10 .- Comedias y tragedias de Juan de la Cueva. Ed. Francisco A. de Icaza,
Madrid, Sociedad de Bibliófilos Españoles, 1917. 2 vols. La Tragedia del príncipe tirano está publicada en el vol. 2, pp. 209-269.
11 .- Juan de la Cueva, El infamador. Ed. José Caso González, Salamanca, Anaya, 1965.
12 .- Id., pp. 21-22.
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A partir de una frase de Leandro Fernández de Moratín, en la que dice
que Leucino, nuestro héroe, es una especie de Don Juan Tenorio13, ha
surgido la polémica sobre la supuesta donjuanía del protagonista de Cueva.
No vamos a entrar en la discusión de los críticos. Bástenos en este trabajo
recoger ciertos elementos que definen la figura y los hechos de Leucino, así
como la forma que el autor ha utilizado para tratar el personaje y las figuras
que le rodean.
Bueno será recordar un pasaje del estudio que a Leucino le dedica
Caso González. Dice así: «Es menester reconocer que existe alguna relación
entre Leucino y don Juan Tenorio. Leucino es también un burlador, como
don Juan, aunque sus “burlas” sólo aparecen como antecedentes de la
acción dramática; para convencer a Eliodora acuden los terceros a decirle
que el matrimonio con Leucino está ya tratado por su padre, igual que don
Juan hace sus conquistas dando muchas veces la palabra de matrimonio; las
notas de vida disipada características de ambos protagonistas son más y
mejor analizadas en Tirso, pero en Leucino y en don Juan existen como
dominantes la sensualidad, el orgullo y la vanidad. Cueva no eleva a plano
teológico su comedia; no piensa jamás en la oposición entre el “cuán largo
me lo fiáis” y el “quien tal hace que tal pague”; pero el castigo final es en El
infamador consecuencia de toda la vida anterior de Leucino y no sólo de un
hecho aislado y concreto.»14
Las alegaciones de Caso resultan perfectamente válidas, aunque
prefiramos considerar el caso de Leucino como un eslabón más en esa serie
de galanes que produjo el teatro del siglo XVI. Y en todos ellos, como en el
galán de Tirso, aparecen rasgos coincidentes. En Leucino abundan algo más,
aunque hay en él notas que le separan profundamente del caso tirsiano.
13 .- «Orígenes del teatro español», en Obras de Don Nicolás y Don Leandro
Fernández Moratín, Madrid, Atlas, 1944, pp. 147-305. (Biblioteca de Autores Españoles, 2).
14 .- Cueva, El infamador. Ed. Caso, p. 20.
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Leucino es un agresor del orden social y familiar. Por eso en la
comedia aparece tan destacado el problema del honor. Tan destacado que
acaba ocupando un espacio desmesurado. Los padres de Leucino y Eliodora
reaccionan muy violentamente contra sus respectivos hijo e hija cuando la
justicia retira el cadáver de Ortelio, el criado del protagonista asesinado por
la heroína. Corineo pide que Eliodora quede libre y que aprisionen a su
propio hijo. Ircano, el padre de Eliodora, exige la muerte de su hija y la
liberación de Leucino. Llega incluso a prepararle «un bocado» (v. 1719)
envenenado para que muera la dama y se evite así la deshonra pública de la
familia. Sin entrar en la verosimilitud o inverosimilitud de ambas reacciones,
queda abierta la vía de la desmesura que conduce, como veremos al final, a
la extraña sensación de asistir a la configuración del teatro del absurdo o,
mejor aún, de un teatro del disparate y de la burla.
En segundo lugar, el galán Leucino, en su actuación, basa su galanía
en el dinero que posee y en el uso de él. No sólo recurre a la compra de los
favores de terceros en la conquista amorosa y a la utilización y colaboración
interesada de sus propios criados («que de mí hayas tan honrosa paga / que
el galardón al hecho satisfaga» -vv. 785-786-, le dice al criado Porcero). Sus
conquistas amorosas están basadas en la compra de los favores femeninos,
ya que el dinero todo lo puede:
«[…] Quiero darte [le dice a Tercilo] por ejemplo el discurso de mi vida: dejo [la] estimación que en toda parte a mi persona ha sido concedida; los trofeos de amor quiero acordarte, pues sabes que no hay dama que rendida no traiga a mi querer por mi dinero y no por ser ilustre caballero.» (vv. 67-74)
Leucino es un galán fundamentalmente violento, que usa la violencia y
recurre a criados también violentos. En ausencia de Eliodora, anuncia su
modo de actuar:
«Pague los insolentes desvaríos
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que siempre usó comigo, y no aguardemos a razones, mas haga el duro apremio que por fuerza me dé el rogado premio.» (vv. 1491-1494)
Y se dirige a la misma Eliodora con estas palabras:
«Tu dureza, Eliodora rigurosa, me trae cual ves a la presencia tuya a pedirte que elijas una cosa: morir aquí o que mi mal concluya.» (vv. 1503-1506)
Leucino está en la línea de los galanes tiranos, de los reyes y príncipes
asesinos que pueblan las tragedias finiseculares. Poco tiene que ver con el
conquistador de amantes a las que convence con artes varias y con el
recurso a la intercesión de celestinas y de terceras en amores, lo que, por
otra parte, también hace nuestro héroe. A Leucino le faltan dotes de galan
seductor y le sobran gestos marcados por la infamia, la mentira, la violencia
y la brutalidad. Lo que no impide el haber conquistado más mujeres «que
estrellas tiene el cielo y Libia arenas» (v. 80), según dice Tercilo, y no
recordar a ninguna ya pasado el momento de la excitación y de la aventura
(v. 82).
En esta misma línea dramática, no es de extrañar que la dama
acosada sea igualmente violenta. Eliodora no tendrá reparo en matar con
una daga a Ortelio, el criado de Leucino, cuando llega este a casa de la
dama acompañado de sus sicarios (vv. 1532-1534).
En El infamador falta la vertiente religiosa y la agresión contra el
mundo de ultratumba. Sí hay, sin embargo, un «¡cuán largo me lo fiáis»
donjuanesco en la intervención de Tercilo [ruego a Dios que no llores lo que
intentas -v. 109] y en la respuesta de Leucino [¡Qué tengo de llorar! –v.
110]. Y esa ausencia del elemento religioso no excluye la aparición de una
serie de personajes salidos del mundo de lo sobrenatural, de la mitología
grecolatina, que intervienen, corrigen y condicionan el desarrollo y el
desenlace de la acción.
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La justicia condena a Eliodora y, por el hecho mismo, queda en
entredicho. Sólo la intervención de Diana, el deus ex machina femenino, va
a recomponer el equilibrio y a fijar la justicia poética. Hay una intervención
numerosa de figuras sobrenaturales o morales –Némesis, Venus, Diana, los
salvajes, el río Betis- que vienen a poner en tela de juicio el equilibrio y la
lógica interna de la diégesis. Para salvar a la infamada ya no hay recursos en
el espacio isotópico de la obra. Y el autor tiene que recurrir a personajes
salidos de la fantasía, del espacio dramático anisotópico, para restablecer el
equilibrio que el tema exige. Y no deja de ser curiosa y pintoresca, teniendo
en cuenta las formas y prácticas sociales de la época, la intervención de
Diana en el momento en que salva a la heroína y condena a Leucino
«Justo es que muera el hombre que ha infamado mujer, o sea casada, o sea doncella, viuda, honesta, o de cualquier estado que sea, ora la sirva o huya de ella.» (vv. 2047-2050).
Una especie de discurso feminista avant la lettre apunta en las
palabras de Diana. Del mismo modo que la conclusión de la obra parece más
propia del discurso burlón que los finales de una pieza en la que se ha
estado jugando con la vida de una inocente. Diana ordena que echen a
Leucino al río «a un grave peso asido» (v. 2115). Y el Betis reacciona
pidiendo a la diosa que no arrojen
«en mis líquidas ondas ese fiero, ni su maldito cuerpo sepultado en el bético seno de mi impero. Manda que sea a las fieras arrojado, o al fuego cual su horrible compañero, no en mí, que volveré a lanzallo fuera, como lo echaren vivo, a la ribera.» (vv. 2136-2142)
La respuesta del Betis -¿también un discurso de la postmodernidad,
ahora ecologista?- viene a ser una carcajada, pareja con la ya señalada en la
escena de los padres del héroe y de la heroína. Juan de la Cueva, yéndose
hacia los extremos de la verosimilitud, abre la vía a un teatro en el que el
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disparate, el exceso y el trazo grueso tocan las fronteras del absurdo, como
lo hacían otros trágicos de fin de siglo y como lo haría, años más tarde,
Calderón de la Barca en sus tragedias de la honra.
En conclusión, no hemos querido buscar unos supuestos rasgos
donjuanescos existentes en el teatro del XVI. Pero al rastrear ciertas formas
de galanía en la escena de la época, puede concluirse que la escena del
Quinientos construyó ciertos personajes, variados y multiformes, con los que
coinciden varios de los rasgos característicos del galán Tenorio. Aunque los
galanes del Quinientos abunden en signos deformantes, burlescos, o queden
marginados en un segundo plano de la aventura amorosa.
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