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1 «La ocultación del riesgo» Shielding Risk») 1 David L. Altheide, Regent’s Emeritus Professor, Arizona State University Hacia el mediodía del sábado, 8 de enero de 2011, recibí en mi iPhone el mensaje de un colega: «Trágicas noticias: han tiroteado a la congresista Giffords en un acto público en Tucson». Pronto supe que un hombre armado con una pistola Glock 19 a la que había acoplado un cargador ampliado de 33 balas había disparado contra la congresista Gabriel («Gabby») Giffords, alcanzándola en la cabeza, y había matado a otras seis personas (entre ellas, un juez federal y una niña de nueve años) y herido a trece más. Giffords, un caso poco frecuente de congresista demócrata en la ultraconservadora Arizona, celebraba en aquel momento un acto de su campaña «Congress on Your Corner» («El Congreso en la esquina de tu calle») en un supermercado Safeway de Tucson. Ella estaba ya acostumbrada al hostigamiento, pues había sido reelegida frente al antagonismo y la intimidación tóxicas de quienes se oponían tanto a su postura favorable a un controvertido proyecto de ley de sanidad como a su desacuerdo con la draconiana legislación antiinmigratoria de Arizona. Su rival en las anteriores elecciones, respaldado por el Tea Party, llegó a organizar un acto de recaudación de fondos de campaña con el lema «apuntando a la victoria», en el que invitaba a los donantes a disparar un fusil M16 con él. La oficina de campaña de Giffords había sido objeto de ataques y ella misma estaba preocupada; en un momento dado, llegó incluso a declarar a un periodista: «Tengo una Glock de 9 milímetros y soy bastante buena tiradora». Curiosamente, se trataba del mismo tipo de pistola que la que disparó la bala que le penetró en la cabeza. El ímpetu homicida del tirador no se detuvo hasta que, tras recargar el arma, ésta se le atascó, con lo que dio opción a que alguien le golpeara con una silla y otras personas lo tiraran al suelo. Uno de los hombres allí presentes tenía su propia 9 milímetros oculta y, posteriormente, reconoció que había estado a punto de disparar contra la persona equivocada. El horror de aquellos hechos ha sido ya descrito por otras voces y plumas; lo que yo me propongo aquí es situarlo en el contexto de la comunicación de riesgo. En concreto, me gustaría abordar la cuestión de cómo la ocultación del riesgo (es decir, el uso estratégico de símbolos culturales, narrativas y formatos comunicativos con el fin de desviar y, a menudo, negar alegaciones acerca de determinados riesgos) obstaculiza una comunicación de riesgo eficaz. Mi argumento es que tanto el contexto comunicativo como la historia de las alegaciones acerca de los diferentes riesgos son rebatidos mediante la utilización de formatos institucionales de control social, que valorizan, legitiman y vinculan en esencia acción y sentido. Mi proyecto consiste en clarificar ese orden comunicativo, así como el papel de la información mediada y de las narrativas orientadas al entretenimiento en la construcción de la realidad social. Hay que tener en cuenta que, por un lado, muchas narrativas del riesgo se basan normativamente en fuentes de información institucionales, mientras que, por otro, son cosificadas por la intervención de unos determinados formatos comunicativos. Los comentarios que siguen pretenden explorar y sugerir vías mediante las que identificar algunos «ocultadores» de riesgo potencial y real que, no sólo mantienen un orden simbólico, sino que pueden resultar también perjudiciales para la seguridad individual y pública. Trataré, en concreto, la cuestión de la ocultación de la comunicación de riesgo centrándome 1 Texto completo de la conferencia inaugural del Congreso de la AE-IC Tarragona 2012 “Comunicación y Riesgo”. Traducción a cargo de Albino Santos Mosquera.

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Texto completo de la conferencia inaugural del Congreso de la AE-IC Tarragona 2012 “Comunicación y Riesgo”: "Shielding Risk". Traducción a cargo de Albino Santos Mosquera

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Page 1: "La ocultación del riesgo", por David L. Altheide, Regent’s Emeritus Professor, Arizona State University

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«La ocultación del riesgo» («Shielding Risk»)1

David L. Altheide, Regent’s Emeritus Professor, Arizona State University

Hacia el mediodía del sábado, 8 de enero de 2011, recibí en mi iPhone el mensaje de un colega: «Trágicas noticias: han tiroteado a la congresista Giffords en un acto público en Tucson». Pronto supe que un hombre armado con una pistola Glock 19 a la que había acoplado un cargador ampliado de 33 balas había disparado contra la congresista Gabriel («Gabby») Giffords, alcanzándola en la cabeza, y había matado a otras seis personas (entre ellas, un juez federal y una niña de nueve años) y herido a trece más. Giffords, un caso poco frecuente de congresista demócrata en la ultraconservadora Arizona, celebraba en aquel momento un acto de su campaña «Congress on Your Corner» («El Congreso en la esquina de tu calle») en un supermercado Safeway de Tucson. Ella estaba ya acostumbrada al hostigamiento, pues había sido reelegida frente al antagonismo y la intimidación tóxicas de quienes se oponían tanto a su postura favorable a un controvertido proyecto de ley de sanidad como a su desacuerdo con la draconiana legislación antiinmigratoria de Arizona. Su rival en las anteriores elecciones, respaldado por el Tea Party, llegó a organizar un acto de recaudación de fondos de campaña con el lema «apuntando a la victoria», en el que invitaba a los donantes a disparar un fusil M16 con él. La oficina de campaña de Giffords había sido objeto de ataques y ella misma estaba preocupada; en un momento dado, llegó incluso a declarar a un periodista: «Tengo una Glock de 9 milímetros y soy bastante buena tiradora». Curiosamente, se trataba del mismo tipo de pistola que la que disparó la bala que le penetró en la cabeza. El ímpetu homicida del tirador no se detuvo hasta que, tras recargar el arma, ésta se le atascó, con lo que dio opción a que alguien le golpeara con una silla y otras personas lo tiraran al suelo. Uno de los hombres allí presentes tenía su propia 9 milímetros oculta y, posteriormente, reconoció que había estado a punto de disparar contra la persona equivocada. El horror de aquellos hechos ha sido ya descrito por otras voces y plumas; lo que yo me propongo aquí es situarlo en el contexto de la comunicación de riesgo.

En concreto, me gustaría abordar la cuestión de cómo la ocultación del riesgo (es decir, el uso estratégico de símbolos culturales, narrativas y formatos comunicativos con el fin de desviar y, a menudo, negar alegaciones acerca de determinados riesgos) obstaculiza una comunicación de riesgo eficaz. Mi argumento es que tanto el contexto comunicativo como la historia de las alegaciones acerca de los diferentes riesgos son rebatidos mediante la utilización de formatos institucionales de control social, que valorizan, legitiman y vinculan en esencia acción y sentido. Mi proyecto consiste en clarificar ese orden comunicativo, así como el papel de la información mediada y de las narrativas orientadas al entretenimiento en la construcción de la realidad social. Hay que tener en cuenta que, por un lado, muchas narrativas del riesgo se basan normativamente en fuentes de información institucionales, mientras que, por otro, son cosificadas por la intervención de unos determinados formatos comunicativos. Los comentarios que siguen pretenden explorar y sugerir vías mediante las que identificar algunos «ocultadores» de riesgo potencial y real que, no sólo mantienen un orden simbólico, sino que pueden resultar también perjudiciales para la seguridad individual y pública. Trataré, en concreto, la cuestión de la ocultación de la comunicación de riesgo centrándome 1 Texto completo de la conferencia inaugural del Congreso de la AE-IC Tarragona 2012 “Comunicación y Riesgo”. Traducción a cargo de Albino Santos Mosquera.

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principalmente en ejemplos extraídos de Estados Unidos: las armas de fuego, el crecimiento de la población reclusa y las influencias militares en las universidades. Antes de nada, tal vez sea útil hacer un breve comentario sobre una orientación teórica en concreto y sobre mi modo de enfocar la comunicación de riesgo. Mi supuesto básico es que cualquier enunciado convincente sobre la conducta social debe estar informado por una teoría de la interacción y la comunicación sociales que incluya también la comunicación de masas. Se ha dicho que la tesis de la sociedad del riesgo depende de los medios de comunicación masiva y yo mismo he argumentado ya con anterioridad que esa tesis viene a ser reflejo de un discurso preexistente sobre el miedo que fue condicionado a su vez por los formatos comunicativos de entretenimiento (Altheide, 2011). A medida que ha aumentado el conocimiento teórico y técnico, también lo ha hecho la sensación de riesgo y de amenaza tanto a nuestra seguridad como a nuestros futuros colectivos. Muchos de esos riesgos se han centrado en individuos (en delincuentes y terroristas, por ejemplo), mientras que otros han examinado desastres medioambientales inducidos por el ser humano, como los del clima, la contaminación hídrica, etcétera (Pidgeon et al., 2003). La protección, el marketing, la guerra y el castigo reflejan un discurso fundamental de miedo por el que se guía un orden flexiblemente negociado relacionado no sólo con la seguridad, sino con el futuro mismo. En ese sentido, resulta convincente el análisis que Murdock hace del papel de los medios en la «comercialización» (marketization) del riesgo (Murdock, 2010, p. 163): «Podemos definir la comercialización en sus términos más genéricos como la aplicación de políticas dirigidas a encoger el sector público y agrandar tanto el alcance de las dinámicas de mercado como la libertad de funcionamiento de éstas». Frente a esta perspectiva de Murdock, muchos enfoques del análisis de los riesgos están fundados sobre la supuesta objetividad de éstos, y se alejan, por lo tanto, de una perspectiva más procesal y matizada de la construcción social de los significados simbólicos, las intenciones humanas y el poder colectivo y social inherente a la promoción, la negociación y la cosificación de definiciones sociales. Como bien apunta Kinsella, del examen de las diversas teorías e investigaciones se deduce que muchas de nuestras concepciones del riesgo están inspiradas por paradigmas objetivistas:

[...] resulta inmediatamente evidente que el «riesgo» y la «comunicación» son fenómenos profundamente imbricados entre sí. El riesgo puede ser entendido como un objeto, un tema o un referente de la comunicación, pero también como un producto o un resultado constituido por la comunicación, o como una dimensión inevitable, existencial, de la comunicación. [...] La sociología del riesgo de Beck ve también en ciertas exigencias, como la de tener un aire limpio (reduciendo la contaminación atmosférica), fenómenos «reflexivos» (en el sentido de que son productos de la actividad humana que precisan de una atención igualmente humana) que, sin embargo, son además externos, y como tales, hay que reconocer, caracterizar y remediar usando las herramientas de la ciencia y la tecnología (Kinsella, 2010, pp. 270-271).

Los órdenes institucionales, entre los que se incluyen la policía, el ejército, la religión, la educación y el mundo empresarial −en especial, el sector de los seguros (Ericson et al., 2003)−, se han esforzado por someter la lógica y la incertidumbre de la vida (en una era de confort y predecibilidad crecientes para buena parte de la población mundial) bajo el dominio de unas tutelas de niveles industriales y un control social y un encarcelamiento masivos. Las definiciones de riesgo amparadas en la tecnología (como en el caso del doping en ciclismo) pueden servir de mecanismo de detección y supervisión, pero si no se tienen en cuenta los significados complejos y subculturales, pueden también generar burdas distorsiones y mayores perjuicios que los que pretenden remediar (López, 2011; López, 2010). De hecho, podría decirse que el progreso mismo ha sido promovido y cuestionado a un tiempo por un orden social orientado al riesgo.

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La institución más interesante en ese sentido es la que conforman los medios de comunicación de masas, incluidos aquellos medios sociales que funcionan también siguiendo la lógica de internet: es decir, conforme a un orden de comunicación dirigida tanto «de uno a muchos» como «de muchos a uno» (Surratt, 2001). Guiados por la lógica mediática y por unos formatos de entretenimiento sobradamente probados, los medios de masas cultivan a unos públicos para que éstos acepten futuros mensajes; esos públicos aprenden el contenido, pero, más importante aún, captan también la lógica y la perspectiva del énfasis visual, la brevedad y la mejora de estatus personal que se adquieren cuando se ejercita la habilidad de consumir esos medios y de convivir con ellos y sobrevivir a ellos (Farré Coma, 2005). El recientemente desaparecido Richard Ericson aportó una serie de análisis definitivos sobre la naturaleza, la organización y el impacto de los medios de masas y el riesgo, en los que sustentaba la tesis de que dichos medios contribuyen a la vigilancia social al exponer imágenes de desviación y amenaza... y de miedo (Ericson y Haggerty, 1997; Ericson et al., 1991; Ericson et al., 1987). Y esto es algo que tiene importantes implicaciones políticas:

Los imaginarios sociales «liberales» [socialdemócratas] prometen que los mecanismos estatales de provisión de seguridad harán posible la libertad al facilitar un funcionamiento fluido de las relaciones de mercado, la asunción empresarial de riesgos, la iniciativa emprendedora creativa, la autogobernanza, la prosperidad y el bienestar. Pero esto, en buena medida, no es más que un imaginario, porque, más que hechos externos a nosotros, la seguridad y la libertad se encuentran en nuestro interior en forma de anhelo. Los mecanismos de seguridad y libertad son imaginarios porque exigen conocer el futuro para poder gobernarlo. Pero el futuro es incognoscible en muchos sentidos. [...] Esto genera una paradoja para la política «liberal» [socialdemócrata]: la de cómo proporcionar seguridad y libertad basándose en el conocimiento del futuro cuando la incertidumbre es la condición fundamental del conocimiento humano (Ericson, 2007, p. 4).

La comunicación de riesgo forma parte del proceso de vigilancia que resulta relevante para la sociedad del conocimiento (Stehr, 2008a; Stehr, 2008b). Con ello quiero decir, básicamente, que tanto la vigilancia del riesgo como la ocultación de éste implican un control social (Garland, 2001) y son una característica de la sociedad del conocimiento: «[...] las políticas del conocimiento hacen referencia a aquellas políticas regulatorias dirigidas a controlar, restringir o, incluso, prohibir la materialización de nuevos conocimientos e invenciones técnicas» (Grundmann y Stehr, 2003). La sociedad del riesgo está imbuida de un omnipresente discurso del miedo: de la comunicación, la conciencia simbólica y la expectativa de algo tan simple como que el peligro y el riesgo constituyen un elemento central de la vida cotidiana (Altheide, 2002). Una plétora de estudios sugieren que la comunicación del riesgo se ha profesionalizado e institucionalizado, y está siendo potenciada actualmente. Hoy son diversos los expertos que explican muy convincentemente cuáles son las mejores formas y técnicas para comunicar el riesgo (con imágenes, gráficas o tablas, por ejemplo), y otros muchos señalan la naturaleza y los contextos políticos que hacen que optemos por centrarnos en unos riesgos determinados y no en otros (Schapira et al., 2006). El objeto de estudio que me interesa en particular está inspirado por esas investigaciones (que vienen a ser cimientos de las mías), pero mi enfoque inserta la comunicación de riesgo dentro de una franja más amplia de fenómenos, entendiéndola como un elemento de una teoría de la comunicación mediada de masas y la tecnología de la información en una era digital (y de realidad virtual). Un análisis en concreto de los medios virtuales y, en especial, digitales nos brinda una serie de útiles directrices:

A la hora de construir este mapa [del paisaje de la comunicación] necesitamos abandonar la fácil división de los medios entre «viejos» y «nuevos» para

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centrarnos en las crecientes interacciones existentes entre ellos y en cómo los cambios económicos y políticos generales condicionan el despliegue de esos medios. Este esencial trabajo de base proporciona, a su vez, el contexto en el que podemos examinar las implicaciones de los sistemas emergentes de comunicación en línea para cinco ámbitos clave relacionados con el riesgo: la constitución de las concepciones populares del riesgo; la organización de la deliberación pública sobre cuestiones de riesgo; los modos emergentes de acción colectiva en relación con los riesgos y las crisis; la vigilancia (desde arriba y desde abajo) de aquellos sitios y personas que se considera que son constitutivos de riesgo, y los problemas sistémicos que la creciente dependencia de las redes plantea para la gestión del riesgo (Murdock, 2010, p. 173).

Mi análisis de la ocultación del riesgo está fundamentado en cada una de esas áreas clave y es heredero de décadas de investigación dedicada a depurar conceptualmente y a explorar cómo opera transversalmente la lógica mediática (Altheide y Snow, 1979) a lo largo y ancho de todas las instituciones sociales influyendo en la formulación de alegaciones y reivindicaciones, en la divulgación de noticias, en la opinión o el comentario críticos, en la formación de políticas sociales y en la mayor parte del cambio social. Lo que vengo a sugerir es que tanto los riesgos que se potencian como los que se ocultan son el reflejo de unas narrativas promovidas a su vez como elementos de unas «naciones ficcionales» (Castelló, 2009). Una parte de esta lógica que resulta crucial para nuestro análisis es la de la ecología de la comunicación, un concepto por el que me refiero a la estructura, la organización y la accesibilidad de la tecnología de la información, de los diversos foros, medios y canales de información. La tecnología de la información y los formatos comunicativos (mediáticos) influyen en el tiempo y el espacio de las actividades (Altheide, 1995). El discurso del miedo es un aspecto clave del modo en que los decisores políticos y otras muchas personas y grupos usan el orden de la comunicación −incluyendo la televisión, internet y la mayoría de los medios sociales− y hace, por consiguiente, que éste sea más susceptible de ser intervenido por quienes están dispuestos a manipular muy selectivamente las definiciones y las percepciones de los riesgos apremiantes, fomentando de ese modo la política del miedo o el hecho de que, para alcanzar ciertos objetivos, los decisores promuevan y recurran a las creencias y los supuestos que los públicos tienen acerca del peligro, el riesgo y el miedo mismos (Altheide, 2006). Lo que se echa a faltar todavía en ese análisis es una visión más amplia de la evaluación del riesgo que incluya aquello que he bautizado como la ocultación del riesgo. De hecho, la atención selectiva que dedicamos a ciertos riesgos «externos a nosotros» contribuye a que cerremos los ojos a otras amenazas que rara vez nos son presentadas como tales amenazas o riesgos, pero que están engranadas en un orden moral simbólico que se sostiene gracias a nuestra concentración en lo que podríamos llamar las «amenazas convencionales». Otros riesgos quedan así ocultos a nuestra conciencia y reflexión. Lo que aquí me interesa es la naturaleza de la ocultación del riesgo. Puede que los siguientes comentarios preliminares sirvan para clarificar cómo los intentos de control y protección de los ciudadanos y las ciudadanas desde las instituciones sociales mediadas pueden volver también más vulnerables a aquéllos y aquéllas. Estos son los argumentos en concreto que pretendo exponer en lo que resta de conferencia:

1. La ocultación del riesgo incluye la conducta y el contenido comunicativos que suponen la evitación o la negación de fuentes de peligro y riesgo, así como la exposición y la resistencia activa a los argumentos de los gestores del riesgo cuando estos dicen (a) que no existe en realidad un determinado riesgo o peligro, y/o (b) que las medidas que se están tomando para contrarrestar ese proceso de ocultación del riesgo son necesarias y no ilegales ni inmorales. Así, por ejemplo, el riesgo inherente al mercado de la vivienda se oculta muchas veces empleando

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un lenguaje y unas prácticas institucionales que dotan de aderezo y esplendor simbólicos lo que sería un trato comercial potencialmente ruinoso. Entre los términos relacionados habitualmente con el alquiler de una casa grande y cara, solemos encontrar calificativos como: espaciosa, con gusto, con estilo, de lujo, amplia, fabulosa, majestuosa, hermosa, lujosa, exquisita, cálida, elegante, refinada, acogedora, a su medida. Otro ejemplo: la Asociación Nacional del Rifle (NRA) presionó al Congreso estadounidense para que prohibiera que los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades estudiaran el carácter y el alcance de las muertes relacionadas con armas de fuego en Estados Unidos. También en este caso se insertó un tipo de lenguaje concreto en la ley de financiación presupuestaria de dichos centros que hoy continúa en vigor: «Los fondos puestos a disposición de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades para la prevención y el control de heridas o lesiones no podrán utilizarse en ningún caso para defender o promover el control de armas de fuego».

2. La ocultación del riesgo también interviene en muchos intentos directos e indirectos de minimización de nuestra atención a las consecuencias no intencionadas de ciertas acciones. Existe un extendido uso creativo de diversos mecanismos de reparación simbólica, entre los que se incluyen las «explicaciones» o accounts (a modo de excusas y/o justificaciones), la técnicas de neutralización y los descargos de responsabilidad (Hewitt y Stokes, 1975; Matza, 1969; Scott y Lyman, 1968). Ejemplo: el de los ataques de aviones no tripulados que causan muertos entre la población civil.

3. Tanto la ocultación del riesgo como la revelación de ese escudo encubridor pueden implicar el uso de tecnologías de la información (como, por ejemplo, ha sido el caso con los medios sociales en la «primavera árabe» [Sheridan, 2011]). También el movimiento Occupy Wall Street ha cuestionado el discurso. Así opinaba un observador: «Creo que el componente online fue crucial; me refiero a la posibilidad de distribuir señal de vídeo por streaming, de captar las imágenes y crear registros y relatos de sacrificio y resistencia». También ha sido ejemplo de ello la supervisión nacional e internacional de las elecciones en Rusia, desde donde, en noviembre de 2011, se colgó en YouTube un vídeo (grabado con un teléfono móvil) de un candidato político amenazando a un grupo de veteranos con no facilitarles financiación si no le apoyaban. También a través de esas tecnologías se transmiten o se realizan desde escenificaciones de teatro de calle, hasta confrontaciones, resultados de minería de datos y difusión de contenidos informativos, incluida información «secreta» clasificada, como hace, por ejemplo, WikiLeaks (Adolf y Wallner, 2011).

4. Aunque pueda parecer paradójico, la evaluación y la prevención del riesgo (vigilancia y castigo incluidos) favorecen a su modo los intentos y las tendencias dirigidos a ocultar riesgos. Las actividades ocultadoras del riesgo aumentan a medida que lo hacen también las evaluaciones de riesgos y las expectativas públicas de orden, acatamiento de la ley y seguimiento de las regulaciones y las directrices administrativas. La Asociación Nacional del Rifle (NRA), por ejemplo, presiona en Estados Unidos al Congreso para que prohíba el desarrollo de bases de información electrónicas sobre propietarios, ventas, etcétera, de armas de fuego.

5. Reducir riesgos no siempre es lo mismo que ocultarlos. A veces, se promueven riesgos, pero, otras veces, se ocultan (Sheridan, 2011). En algunos casos, pueden emprenderse medidas (violentas incluso) para reducir riesgos (por ejemplo, cuando los insurgentes afganos matan a los lugareños que cooperan con las

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fuerzas de la coalición internacional) y para ocultarlos al mismo tiempo a otras poblaciones. Pero esa clase de acciones −tanto las prescripciones como las proscripciones− implican también riesgos y ciertas consecuencias no intencionadas, aun cuando, en ocasiones, éstas puedan ser conocidas ya de antemano por algunas personas. (Por ejemplo, Estados Unidos utiliza aviones no tripulados en, al menos, seis países para localizar y matar a enemigos declarados como tales, aun cuando el gobierno estadounidense se ha opuesto tradicionalmente a los asesinatos políticos. Las noticias de los medios informativos emplean el lenguaje de las autoridades militares y rara vez comentan que esos ataques son violaciones de la soberanía nacional de otros países. Los aviones no tripulados están blindados frente a nuestra percepción de riesgo y, al mismo tiempo, su uso oculta riesgos: impide que la oposición se levante o cobre fuerza.)

Ilustraré estos argumentos con tres grandes ejemplos tomados de Estados Unidos: la aceptación de las armas de fuego, la expansión del complejo penitenciario-industrial, y la incursión de las industrias y las prioridades militares y de defensa en las principales universidades. También iré incorporando otros ejemplos a fin de ilustrar cómo se usan estratégicamente símbolos culturales, narrativas y formatos comunicativos dominantes para desviar y, en muchos casos, negar argumentos acerca de los riesgos. La ocultación del riesgo de las armas de fuego En las páginas siguientes, sugiero que buena parte de la relación que Estados Unidos mantiene con las armas de fuego está adquiriendo cada vez más el carácter de un fenómeno de ocultación del riesgo. El contexto concreto que me ocupa es el del acceso a las armas de fuego y a la munición para éstas tanto en Arizona como en el conjunto del país. El discurso del miedo se asienta sobre una serie de símbolos culturales e, incluso, emocionales que hacen que no percibamos determinados riesgos en determinadas prácticas. Mi objetivo consiste en clarificar el problema de las armas de fuego −entendido como significado simbólico− en Arizona y en EE.UU. a fin de mostrar cómo ese riesgo es ocultado por otros símbolos culturales sostenidos a su vez por el discurso del miedo. Entre los símbolos a los que se vinculan las armas de fuego están la identidad nacional, los derechos, la pertenencia a la comunidad, el carácter, la seguridad, el orgullo, los roles de género y la justicia. Así que el riesgo en sí de las armas de fuego acaba ocultándose para no poner en peligro ninguno de esos preciados símbolos. Las pistolas y los fusiles están ahí «por nuestro bien» y si alguien las usa «para hacer el mal» en forma de crímenes o suicidios, achacamos tales desgracias a un «mal uso». Decimos que las personas que disparan contra una multitud −como sucedió en Tucson− están locas o padecen algún trastorno mental. Con eso, blindamos las armas de fuego frente a posibles alegaciones de riesgo. O, al menos, ese es el significado de las narrativas, las informaciones y la retórica al respecto. Se calcula que en Estados Unidos hay unos 270 millones de armas de fuego (90 por cada cien habitantes), un porcentaje superior al de Yemen (60 por cada cien). Se han escrito y publicado bibliotecas enteras de artículos de prensa, libros e informes gubernamentales acerca del peligro de tales armas (especialmente las pistolas y los revólveres) y no voy a tratar de recoger todos esos argumentos aquí. Baste decir que las armas de fuego se cobran decenas de miles de muertes y lesiones al año (incluidos numerosos suicidios) y son el arma predominantemente usada en los miles de agresiones y otros delitos a mano armada que se cometen en Estados Unidos. Según la Campaña Brady para prevención de la violencia por armas de fuego, más de un millón de personas han muerto asesinadas por éstas desde que Robert Kennedy y Martin Luther King murieran por esa misma causa en 1968. Eso representa un número de muertos superior al de ciudadanos estadounidenses fallecidos en las diversas guerras en las que ha participado EE.UU. desde los años cuarenta del siglo XX. Las armas de fuego están tan estrechamente relacionadas con las muertes juveniles que los Centros para el Control y

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la Prevención de Enfermedades (CDC) elevaron el homicidio juvenil de la categoría de delito a la de problema de salud pública. Volvamos por un momento sobre el espectacular tiroteo mortal que se produjo en Arizona para ver cómo se oculta el riesgo de las armas de fuego. La reacción pública captada por los medios de masas puso el énfasis en elementos ya consabidos como la tristeza, el lamento ante lo ocurrido, el «sinsentido» de aquellos asesinatos y el cómo todo aquello nos haría más fuertes. También se habló y se escribió con preocupación en los medios nacionales y locales acerca de la creciente virulencia de las declaraciones políticas y de cómo éstas podían contribuir a crear un ambiente tóxico. Aun así, varias de las principales figuras periodísticas allí destacadas (George Will, por ejemplo) y de los animadores mediáticos locales criticaron aquellos análisis realizados a bote pronto alegando que se trataban de la típica búsqueda de culpables, que no dejaban de ser un vano intento de dar un sentido racional a un acto puramente irracional, y que lo allí sucedido no era más que la obra (nuevamente) de un individuo perturbado. De hecho, cualquiera que sugiriera que la corriente simbólica de demonización salvaje de oponentes políticos (caracterizados, en el fondo, como enemigos de Estados Unidos) que se estaba viviendo en el país podía haber tenido incidencia alguna en aquel terrible hecho o bien era alguien muy confundido, o bien era un oportunista que trataba de sacar tajada política: muy seguramente, un «liberal» [un político de izquierdas] que buscaba desacreditar así a los candidatos (como Sarah Palin) apoyados por el Tea Party. Hay muy poca comunicación de riesgo relacionada con las muertes y las lesiones por armas de fuego. En aquellas fechas, fue relativamente poca la atención que se dedicó a las armas de fuego y su munición, aparte de algún que otro apunte sobre la influencia de la Asociación Nacional del Rifle (NRA) en el Congreso y sobre cómo aquélla haría sin duda imposible cualquier medida mínimamente seria de limitación de la venta de armas de fuego, de su munición o de cargadores de gran capacidad como el utilizado en la matanza de Arizona. La regulación de la venta de armas de fuego y de su munición (incluidos los cargadores ampliados) apenas tuvo presencia en las noticias de los medios informativos de los días inmediatamente siguientes al tiroteo de Tucson, excepto en algunas columnas y editoriales de opinión, y en algunas cartas al director del periódico local (el Arizona Republic), en las que se defendía la prórroga de la ley federal de 2004 que regulaba el comercio y uso de cargadores de gran capacidad, y se proponía que Arizona no autorizara que nadie llevara armas ocultas a prácticamente ningún establecimiento o lugar (bares incluidos) sin exigir a su dueño algún tipo de formación previa. Un senador opinó que los cargadores de gran capacidad deberían de estar regulados, pues hasta los propietarios de armas de fuego reconocían que ni siquiera quienes realizan prácticas de tiro necesitan tener 33 balas disponibles entre recargas. Además, y como bien señalaron algunas personas, siempre hay algún loco por ahí suelto a quien no habrá manera de reconocer como tal hasta que sea demasiado tarde, como el que actuó en el Instituto Tecnológico de Virginia (Virginia Tech), que también empleó una Glock, o como el estudiante de la Universidad del Norte de Illinois, que provocó 27 víctimas entre muertos y heridos, o como otros muchos tiradores clasificados como paranoides, esquizofrénicos, que consiguen armas de fuego y luego «pierden el control». La Asociación Nacional del Rifle (NRA) encuadró el problema desde la perspectiva de una falta de atención sanitaria mental apropiada, y llegó incluso a culpar a ciertas personas que conocían al tirador de Tucson por no haber informado a los profesionales de la salud mental del extraño comportamiento de aquel hombre. Uno de aquellos «desviadores» del riesgo sostuvo lo siguiente a los pocos días de la masacre, con motivo del Congreso de Tiro, Caza y Actividad al Aire Libre (el llamado SHOT Show, o Feria del TIRO) de Las Vegas:

«Lo ocurrido en Tucson no fue un fracaso de la legislación de control de las armas de fuego», declaró Lawrence Keane, jefe de los servicios jurídicos de la Fundación Nacional de Deportes de Tiro, patrocinadora de la feria de armas. «Fue un fracaso del sistema de salud mental». Los líderes del sector allí reunidos coincidieron en

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que la respuesta no debía buscarse en unas nuevas leyes sobre armas (Horwitz, 2011).

Otro portavoz de la industria de las armas de fuego añadió:

«Compartimos con todos los estadounidenses la condena de ese acto de violencia sin sentido −un acto ciertamente horrible que desafía toda racionalidad o explicación− y seguimos teniendo en nuestro pensamiento y en nuestras oraciones a los afectados por esta tragedia», declaró Ted Novin, un portavoz de la industria de las armas de fuego, que definió el tiroteo como «la acción de un loco».

Un miembro de la cámara de representantes de Arizona repitió esa misma explicación y dio a entender que habría sido de gran ayuda que el sistema de salud mental hubiese funcionado mejor, aunque no comentó cómo podría haber sido posible algo así dados los drásticos recortes en el gasto en salud mental que se habían practicado en Arizona durante la última década. Pese al acusado temor a futuros tiroteos, y pese al deseo de protección para sus propias familias, muchas personas parecieron aceptar lo inevitable: que, en realidad, no había nada que hacer. Las armas de fuego son parte integral no ya de Arizona, sino de Estados Unidos en general. La congresista tenía una pistola, aunque no la llevaba consigo. El juez federal, que fue asesinado porque había pasado por Safeway para saludar a Gabby Giffords, tampoco llevaba encima su pistola, seguramente, porque regresaba en aquel momento de misa. E incluso el cirujano que intervino a la congresista tenía un arma registrada a su nombre. Así que la culpa no podía ser de las armas de fuego: no es posible hablar de tales armas como riesgo en el contexto de la libertad y los valores estadounidenses. ¿Qué hicieron, entonces, los habitantes de Arizona? Muchos fueron a comprar más armas; las solicitudes para hacerse con alguna de ellas se incrementaron en un 60 por cien en el estado el lunes siguiente al tiroteo (un 65 por cien en Ohio y un 5 por cien a nivel nacional). En palabras del dueño de un comercio donde se venden tales armas, «estamos doblando nuestro volumen normal de ventas». El gerente de «Shooter's World», en Phoenix, ha visto multiplicarse varias veces la demanda de armas de fuego a lo largo de los años: «Siempre que hay algún suceso gordo, sobre todo si es por aquí cerca, la gente tiende a salir corriendo a comprar algo para proteger a su familia» (Riley, 2011). ¿Y cuál ha sido el arma predilecta tras la masacre de Phoenix? La Glock 19, aunque también ha habido muchos compradores que han adquirido cargadores de gran capacidad, que los clientes, según uno de los comerciantes, casi «quitaban de las manos» a los vendedores, sobre todo, porque a algunos propietarios de pistolas Glock les preocupaba la posibilidad de que (como ya había sucedido tras las masacres de Columbine, el Instituto Tecnológico de Virginia, la Universidad del Norte de Illinois, etcétera) se tomaran medidas para regular el comercio y uso de armas de fuego o, incluso, para prohibir los cargadores de alta capacidad (que ya habían estado prohibidos desde 1994 hasta que, en 2004, la Asociación Nacional del Rifle logró imponer su criterio en el Congreso). Todo esto plantea una serie de preguntas importantes para los estudiosos de la comunicación de riesgo: ¿Qué es lo que la gente entiende por riesgos aceptables, sobre todo, cuando las probabilidades de sufrir daños por culpa de un arma de fuego son bastante elevadas, y especialmente entre los jóvenes? ¿Cómo comunicamos y encuadramos los mensajes sobre el riesgo y la prevención cuando los contraargumentos se presentan en forma de valores tan elementales como la libertad, la seguridad y los derechos humanos? ¿Qué mezcla de hechos, valores y posibilidades de cambio debería conformar el discurso?

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La comunicación de riesgo de una profecía autocumplida La cultura de las armas de fuego en Arizona vendría a concordar con lo que se entiende por una profecía autocumplida, pues el intento de impedir que algo suceda, como en este caso es el hecho de sufrir un daño, puede provocar en realidad la generación de un perjuicio aún mayor. Arizona, como buena parte de EE.UU., ha hecho que el crimen y el miedo se persigan mutuamente hasta propiciar un futuro de tenencia masiva de armas de fuego. Éstas forman parte de la tradición popular del Suroeste norteamericano, pero eso no explica del todo lo ocurrido en Arizona. Lo que sí contribuye a explicarlo es la producción de miedo que se genera desde los medios de masas. Durante treinta años, Arizona (y, en particular, el área metropolitana de Phoenix) ha vivido inmersa en el discurso del miedo. Y los políticos lo han utilizado y lo han fomentado. Arizona es un reflejo del conjunto del país en lo que al miedo respecta. Los atentados terroristas de 2001 y la amplísima cobertura informativa que reciben las amenazas a Estados Unidos se añadieron a la combinación simbólica de miedo, delincuencia y terrorismo, y a la necesidad de autodefensa. Las ventas de armas de fuego crecieron tras el 11-S, cuando los ciudadanos buscaron en ellas consuelo frente a la posibilidad de que un terrorista irrumpiera en sus vecindarios. Una serie de medidas legislativas a lo largo de la década transcurrida desde entonces sirvieron para facilitar la adquisición de armas en Arizona, un proceso que culminó con la introducción de cambios legales por los que los ciudadanos cuentan ahora con autorización para llevar armas ocultas a bares y otros espacios públicos sin necesidad de permiso ni formación especiales. La oposición a tales medidas de la mayor parte de las agencias encargadas del mantenimiento de la ley y el orden en Arizona apenas influyó en la inercia del momento. A éstas les preocupaba la perspectiva de que un mayor número de personas fuesen a ir armadas por la calle con pistolas de superior calibre y que eso comportase un riesgo más elevado para los agentes, sin olvidar las dificultades añadidas que aquello provocaría en cuanto al aumento de las disputas de violencia doméstica con armas de fuego de por medio. Al final, en definitiva, el esfuerzo por prevenir ciertos sucesos-riesgos de extrema rareza, como el hecho de tener que enfrentarse a un atracador armado, ha contribuido a que más habitantes del estado corran hoy el riesgo real de recibir un balazo. Los riesgos se construyen socialmente y pueden estar muy influidos por la lógica característica de otros contribuidores sociales y culturales, como son en este caso los medios de comunicación de masas. Todos los riesgos están mediados por un contexto, así como por las tecnologías de la información, que imparten sus formatos, sus criterios, su gramática y su lógica propios. Lo que yo sugiero es la existencia de una ecología social de la comunicación de riesgo en la que el tanto el significado del riesgo −la naturaleza, la repercusión y la relevancia de éste en general− como ciertos riesgos específicos interactúan con unos contextos culturales, políticos y económicos. Esto significa que algunos riesgos, como el de la violencia por arma de fuego, puedan no ser considerados de suficiente importancia como para propiciar un «discurso del riesgo» en torno a ellos ni medidas apropiadas para prevenirlos o reducirlos (es decir, para prevenir o reducir la violencia por arma de fuego en este caso), como podrían ser la prohibición o la limitación de ciertos tipos de armas y munición, la imposición de condiciones legales de uso y de seguridad de esas armas, etcétera. De hecho, lo que yo sostengo es que las percepciones públicas de la violencia por arma de fuego en Arizona, lejos de entender ésta como un factor independiente, tienden a estar relacionadas con la delincuencia callejera que se ve en los medios de masas; de ese modo, las pistolas y los fusiles sólo pueden ser malos en manos de «los malos», por lo que el antídoto consiste en contar con unas fuerzas del orden mejor armadas aún si cabe, así como en que los ciudadanos y las ciudadanas se armen a su vez para protegerse a sí mismos, y a sus familias y propiedades. El horrendo tiroteo antes referido no es tratado como un problema relacionado con el acceso a las armas de fuego y su munición, sino como un suceso

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terrible que puede explicarse como la acción de un individuo demente. Esta conclusión es la que, en esencia, se sigue de una narrativa cultural según la cual las armas de fuego están ligadas a la libertad por tratarse de un «derecho constitucional» (recogido en la Segunda Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos) y que ha hecho que éstas estén aceptadas y normalizadas, y que se niegue todo motivo de preocupación en torno a las mismas. Las armas de fuego y, en especial, las pistolas, se han convertido básicamente en una parte más del paisaje natural y, según algunos, en un «derecho de origen divino». Tal y como reflexionaba el propietario de una armería de Phoenix: «Es que es algo que ahora sale en las noticias. Estoy seguro de que los Packers de Green Bay [equipo de la liga profesional de fútbol americano] también están vendiendo montones de camisetas ahora mismo. [...] Simplemente espero que nuestro estado acepte las armas de fuego» (Riley, 2011). Por si eso no fuera suficiente, el legislativo de Arizona aprobó dos leyes que permiten que profesores y estudiantes lleven armas ocultas en los campus universitarios. La visión que se tiene en Arizona (y, cada vez más, en todo Estados Unidos) de la violencia relacionada con las armas de fuego supone un desafío para los supuestos de la comunicación de riesgo. La gente no suele preocuparse por un peligro inminente ni unas amenazas fundamentales a un orden simbólico moral apreciado si tales riesgos y amenazas se les ocultan detrás de un orden moral construido. Parte del problema, pues, estriba en comprender cómo las personas pueden ver unas presuntas amenazas como si éstas formaran parte de una narrativa más amplia de sus pertenencias de grupo, sus derechos y sus obligaciones. Hay analistas muy capaces que se han dedicado a debatir y explorar múltiples formas de establecer un diálogo con las personas en los propios términos de éstas a fin de conseguir que perciban ciertos riesgos y que tomen medidas diversas con las que actuar al respecto (Lundgren y McMakin, 2009). Entre dichas vías para el diálogo pueden incluirse el conocimiento o aprendizaje de la lengua de las personas en cuestión, de su cultura, de sus situaciones de uso/experiencia con el riesgo potencial, de sus vocabularios y perspectivas sobre el control del entorno en general y sobre su propio destino en particular, y de formas de empoderar las voces que muestran su preocupación por la cuestión. De todos modos, no debemos pasar por alto los continuados esfuerzos dirigidos a mantener una visión del orden social que potencie la ocultación de riesgos. De ahí que yo sugiera que las medidas de actuación antes mencionadas deben materializarse dentro de una iniciativa conjunta que, normalmente, debería estar impulsada por instituciones dominantes, incluidos los medios de masas. La situación de Arizona es relevante para nosotros, los estudiosos de la comunicación de riesgo, porque indica algunos de los límites con los que topan nuestros esfuerzos. A los habitantes de Arizona nos encantan las armas de fuego, pero nos resistimos a que nos llamen pistoleros: ésa es una palabra para personas malas que usan las pistolas de forma inmoral, cuando no ilegal. Es precisamente cuando ponemos a prueba los límites culturales que proporcionan identidad y sentido, cuando nos resulta más fácil detectar vías de entrada problemáticas. Las armas de fuego en Arizona son algo más que una mera fijación con el Salvaje Oeste; están insertas en una ecología comunicativa que promueve el miedo, la amenaza y el conflicto a través de los medios y la cultura popular de masas. En Estados Unidos, el formato del entretenimiento, firmemente anclado en el miedo, fomenta la acción oposicional mediante la fuerza, la determinación moral, los valores patrióticos y las armas de fuego, elementos todos ellos que simbolizan e invocan una narrativa poderosa, así como una narrativa oposicional de defensa de los derechos y la libertad contra todo aquello que aparentemente cuestione dicha defensa. Si en la Edad Media se daba por sentado de forma acrítica que los reyes reinaban por derecho divino, hoy en día la autoridad soberana del derecho a comprar, llevar y usar armas de fuego está arraigada en el carácter y la identidad de las narrativas en Estados Unidos y, sobre todo, en Arizona, que ha construido una mitología de carácter, independencia, libertad y moralidad frente al corruptor mundo de lo público, lo social, lo estatal... lo «divino» en definitiva. Este absolutismo fue explotado por diversas organizaciones, como la Asociación Nacional del Rifle, para crear una voz política acorde

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con el proceso legislativo estadounidense, íntimamente ligado a las presiones, los sobornos y otras compensaciones políticas de los grupos de interés. Aunque la carta constitucional de derechos de Estados Unidos sí contempla el derecho «a llevar armas», también la cultura y los medios de masas han puesto mucho de su parte para ocultar el riesgo de las armas de fuego en este país. El discurso del miedo en torno a la delincuencia y en torno a la necesidad de protegernos por nosotros mismos ha sido alimentado por décadas de películas y noticias sobre crímenes y sobre el miedo que éstos producen, así como por años y años de pánicos morales sobre los peligros de la violencia aleatoria, los secuestros infantiles y las reiteradas guerras contra la droga. Las investigaciones realizadas por científicos sociales y por personal de los servicios de prisiones durante estos últimos cincuenta años han revelado una asombrosa tasa de reincidencia, especialmente, entre los muchos internos que ingresan en prisión con problemas previos con las drogas (más de la mitad del total), que tienen niveles educativos insuficientes o que padecen afectaciones por trastornos mentales. Los profesionales de la justicia penal (comisarios de policía incluidos) tardaron más de tres décadas en reconocer que la guerra contra la droga (y la ilegalización de sustancias como la marihuana) ha contribuido al aumento de la criminalidad en Estados Unidos en general. Lo irónico del caso es que esas cifras son consecuencia de políticas que han puesto el foco de atención en el riesgo de las conductas delictivas. Ericson sugiere que:

Los sistemas de comunicación de riesgo precisan de una vigilancia. La vigilancia suministra conocimiento para la selección de umbrales que definan riesgos aceptables y justifiquen la inclusión y la exclusión. Los agentes encargados de esa vigilancia (la policía, por ejemplo) introducen en el sistema conocimientos relevantes que son luego clasificados para su distribución a los públicos institucionales interesados en cada uno de ellos. El control coercitivo cede así terreno ante la categorización contingente. El conocimiento del riesgo es más importante que la culpabilidad moral y el castigo. La inocencia desciende porque todos se suponen «culpables» hasta que el sistema de comunicación de riesgo revele lo contrario y uno sea admitido en la institución al efecto de una transacción concreta (Ericson y Haggerty, 1997, p. 448).

A través de los informativos, nos llegan a diario mensajes sobre el riesgo de la delincuencia y sobre el miedo que ésta genera; de hecho, la programación informativa de la televisión local en Estados Unidos tiende a centrarse exageradamente en los sucesos delictivos, el peligro y el miedo (Chiricos, 2000; Kappeler y Potter, 2005; Surette, 1992). Rara vez se reconoce, sin embargo, el riesgo que tales políticas plantean para nuestro país, tanto en términos de costes como en lo que respecta a las conductas aún más aberrantes que generan tras su emisión. De hecho, una de las recomendaciones de un equipo de investigadores que estudió las tendencias en la política penitenciaria ha sido la necesidad de «clasificar a los delincuentes según su riesgo para la seguridad pública a fin de determinar los niveles apropiados de supervisión».2 Nos adentramos así en el contexto de la ocultación del riesgo que la elevada población reclusa comporta para Estados Unidos. La ocultación del riesgo de los costes sociales de las prisiones El sistema de justicia penal en Estados Unidos se sostiene sobre numerosos mitos acerca de la naturaleza, la extensión y la gravedad de la delincuencia (Kappeler y Potter, 2005). El retrato que las noticias y la cultura popular hacen de tales mitos contribuye a ocultar riesgos sobre la delincuencia y las prisiones. Como ya se ha señalado, los formatos informativos de entretenimiento −tan extendidos en Estados Unidos− suministran numerosas crónicas de crímenes y peligros, aun cuando los índices de

2 <http://www.pewcenteronthestates.org/news_room_detail.aspx?id=49398>.

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delincuencia hayan experimentado un descenso continuado en este país desde hace más de una década. Los estudios indican que las noticias sobre crímenes y delincuencia influyen en el establecimiento de la agenda social y política, lo que se traduce, entre otras cosas, en un crecimiento del sistema de mantenimiento del orden y en unos criterios condenatorios más severos (Gross y Aday, 2003). Los políticos tienden a secundar las creencias de sus electores en torno a la delincuencia (como las relacionadas con los supuestos peligros de las drogas ilegales o con la composición racial de los delincuentes violentos) y, salvo contadas excepciones, se declaran a favor de condenas de prisión más largas y, en general, refuerzan la política del miedo (Dixon, 2008). De resultas de todo ello, se han disparado las cifras de población reclusa en Estados Unidos. La ausencia de comentarios y debates sobre el problema de las prisiones y el castigo penal es un gran ejemplo de la ocultación del riesgo, sobre todo, en Estados Unidos, que cuenta con un 5 por cien de la población mundial, pero donde, al mismo tiempo, están recluidos un 25 por cien de los presos del planeta. Fijémonos, por ejemplo, en las siguientes cifras correspondientes al periodo 2009-2010: más de 2,3 millones de estadounidenses están encerrados en prisiones y penitenciarías, y a éstos hay que sumar otros 5,5-6,5 millones que se encuentran en situación de libertad vigilada o condicional (básicamente, bajo supervisión de las autoridades locales)3. Eso significa que hay cerca de 9 millones de personas bajo control penal de sus respectivos estados o del gobierno federal (lo que equivale a un número de cumplidores de condena penal superior a la suma de las poblaciones de siete de los estados de la Unión), o, lo que es lo mismo, una de cada 31 personas en Estados Unidos (una proporción que, en algunos estados, como Georgia, aumenta hasta una de cada 13 personas adultas). De hecho, en un barrio de Detroit, se calcula que una de cada 7 personas adultas se encuentran sometidas a algún tipo de control penal del estado. Para las administraciones estatales, esto representa un coste de más de 77.000 millones de dólares anuales.

- Una de cada 31 personas adultas de Estados Unidos está en prisión o bajo libertad vigilada. Hace 25 años, esa proporción era de una de cada 77. - En total, dos tercios de los delincuentes convictos viven en sus domicilios y localidades y no entre rejas. Una de cada 45 personas adultas se encuentra en libertad condicional y una de cada 100 está en prisión. La proporción de delincuentes convictos entre rejas respecto a los excarcelados bajo vigilancia ha variado muy poco a lo largo de los últimos 25 años, pese a que el país dispone actualmente en sus penitenciarías de 1,1 millones de plazas adicionales. - El control penitenciario está particularmente concentrado en ciertas razas y zonas geográficas. Bajo él se encuentran una de cada 11 personas negras adultas (el 9,2 por cien del total de éstas) frente a una de cada 27 personas hispanas adultas (el 3,7 por cien) y una de cada 45 personas blancas adultas (el 2,2 por cien); también afecta de forma distinta a los hombres (uno de cada 18, es decir, el 5,5 por cien) y a las mujeres (una de cada 89, el 1,1 por cien). Los índices pueden ser extraordinariamente altos en ciertos barrios. En un grupo de manzanas del East Side de Detroit, por ejemplo, uno de cada 7 hombres adultos (el 14,3 por cien del total) se encuentra bajo control penitenciario. - Georgia −donde una de cada 13 personas adultas está entre rejas o excarcelada pero bajo vigilancia local− lidera el país en ese aspecto, un pelotón de cabeza que comparte con Idaho, Texas, Massachusetts, Ohio y el Distrito de Columbia4.

El impacto de esta situación sobre las ciudades de Estados Unidos está bastante bien documentado:

3 <http://bjs.ojp.usdoj.gov/content/pub/pdf/ppus09.pdf>; <http://stopthedrugwar.org/chronicle-old/410/7million.shtml>. 4 <http://www.pewcenteronthestates.org/news_room_detail.aspx?id=49398>.

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- Los índices de encarcelamiento han tenido una repercusión devastadora sobre los barrios y comunidades en los que se concentran las minorías. Los afroamericanos, que forman la octava parte de la población total del país, representan actualmente el 40 por cien de las personas en prisión. Los afroamericanos varones tienen una probabilidad de uno entre tres de pasar un año o más en prisión a lo largo de su vida. Y esa tendencia afecta a localidades y barrios enteros, impulsando ingresos a la baja e incrementando la reincidencia5.

Una pregunta clave en relación con la ocultación del riesgo es la de cómo insertamos socialmente a las personas que salen en libertad de las prisiones. Estados Unidos gasta cerca de 69.000 millones de dólares al año en sus más de 2 millones de reclusos penitenciarios. Pero la ausencia de interés a la hora de proporcionar formación y empleo a las personas que salen libres de prisión en EE.UU. es patente; cada año, son excarceladas unas 600.000 personas, y 2/3 de ellas acaban regresando tarde o temprano a la cárcel, en parte, porque no consiguen empleo ni tienen la posibilidad de iniciar una nueva vida fuera de la prisión. Todo esto nos sale muy caro y es tremendamente peligroso (¡arriesgado!) para todos nosotros, pero ni los políticos ni la ciudadanía (¡ni los medios!) parecen dispuestos a comentar el riesgo de no poner remedio a ese problema. Es muy poca la comunicación de riesgo sobre esa cuestión en la arena pública. Y es que ese riesgo en concreto se nos presenta oculto tras otros símbolos de identidad, pertenencia al colectivo y seguridad: uno de ellos es el concepto de castigo; otro es la idea de «individualismo» (los ex presos pueden salir adelante si se esfuerzan de verdad). Lo cierto es que hay pruebas sólidas de que el empleo y la formación pueden ayudar a mantener a los ex convictos alejados de las prisiones, pero esta parte no penetra en el discurso del miedo, que es en realidad un discurso individual de responsabilidad, en el que no tiene cabida el contexto social. La mayoría de la cobertura mediática dispensada a quienes ya han cumplido condena de cárcel trata del riesgo que suponen para nosotros si se les excarcela; de hecho, los medios dedican muchísima atención a los casos de personas que han cometido delitos tras su excarcelación. Así se oculta el riesgo de no ayudar debidamente a las personas estigmatizadas. La ocultación de riesgos para el bienestar de los ciudadanos y ciudadanas puede tener lugar simplemente alejando el foco de atención de la cuestión de la cantidad de apoyo que se dispensa y sustituyendo ese tema por una narrativa que retrata a ciertos individuos como indignos de ayuda social o estatal. Un ejemplo de esto último son los tests de drogas que están empezando a implatarse como requisito previo para aquellas personas que soliciten asistencia del estado en forma de prestaciones y ayudas sociales (welfare). Decenas de estados norteamericanos están considerando la posibilidad de aprobar leyes que hagan obligatorios tales tests. Una de las impulsoras de tal medida en el estado de Misuri se expresó así al respecto:

«La gente trabajadora se esfuerza mucho por llegar a fin de mes y no resultaría justo para esa gente que el dinero de sus impuestos se dedicase a sostener actividades ilegales», declaró Ellen Brandon, miembro de la cámara de representantes del estado de Misuri.

Una oponente a ese proyecto de ley replicaba lo siguiente:

Kimberley Davis, directora de servicios sociales de la organización Operation Breakthrough, dijo que aquella legislación enviaba un mensaje negativo. «Para lo único que sirve es para perpetuar el estereotipo de que las personas con bajos ingresos son drogadictas, vagas y holgazanas, y que si salieran adelante sin la ayuda de nadie, el país no tendría los problemas que tiene [...]».

5 New York Times, The Times Digest, domingo, 30 de octubre de 2001, <http://www.nytimes.com/2011/10/30/opinion/sunday/falling-crime-teeming-prisons.html?_r=1&nl=todaysheadlines&emc=tha211>.

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Muchos gobernadores y legisladores estatales están utilizando el empeoramiento de la situación económica como justificación para una medida con la que pretenden ahorrar dinero y desalentar el consumo de drogas al mismo tiempo. Varios estados obligan ya a que los solicitantes de asistencia social paguen sus propios tests de drogas (que pueden costar 40 dólares o más). Y sólo se les ofrece un reembolso de esa cantidad si sus tests salen negativos. El ahorro no parece haber sido gran cosa hasta el momento, aunque sí es cierto que las solicitudes de ayuda estatal han descendido en algunos estados (por ejemplo, en Florida).

«Es ciertamente una muestra de cómo la confrontación política actual se está imponiendo al diálogo reflexivo sobre las políticas públicas y sociales apropiadas sin que prácticamente se alegue prueba empírica alguna al respecto», declaró Harold Pollack, profesor de la Universidad de Chicago cuyas investigaciones han dado a entender que las personas que dependen de las prestaciones sociales del Estado no evidencian un nivel de consumo de drogas superior al de la población en general6.

Lo que sugiero es que lo que vemos en todo ese fenómeno responde a un problema de comunicación relacionado con un miedo popular a la delincuencia y el crimen (aun cuando los índices reales de delincuencia estén cayendo en Estados Unidos), así como con una narrativa cultural de castigo y represalia. La situación de la delincuencia en Estados Unidos ilustra también una pieza cultural importante de toda teoría de la comunicación de riesgo que se precie: el uso de «explicaciones» o accounts (a modo de excusas y/o justificaciones), así como de técnicas de neutralización para evitar ciertos significados y encuadrar las acciones de manera aceptable. Todo esto, lógicamente, implica el uso del lenguaje, de la construcción social de significados, y, por encima de todo, de formatos informativos de entretenimiento (al menos, en Estados Unidos) que centran su atención en narrativas simples. La naturaleza contextual de muchos de los argumentos queda ilustrada por los cambios que ha ido experimentando el apoyo económico a tales medidas. Hace una década, muchos estados y personalidades muy respetadas que defendían el sistema de justicia penal entonces vigente abogaban por programas basados en sentencias de prisión severas, especialmente para los casos de consumo de drogas y delincuencia reiterada. El cumplimiento obligatorio de las condenas recibió entonces una acogida muy favorable; fue en ese contexto en el que se aprobó la famosa política de los «tres strikes», según la cual, toda persona que fuera condenada por tercera vez por un delito de los considerados «graves» (y el robo no violento con allanamiento de morada, por ejemplo, también se consideraba «grave») era automáticamente condenada a cadena perpetua. Aquellas medidas fueron anunciadas como la implementación de un nuevo enfoque de «mano dura contra la delincuencia» y los políticos se dieron un verdadero festín pregonando su dureza respectiva ante el electorado, un electorado asustado por las exageradas noticias de los medios informativos. Todo esto empezó a cambiar cuando la economía empeoró y la financiación pública pasó a estar menos asegurada. Como ya argumentamos en un estudio de hace unos años, la mano dura contra el crimen fue sustituida por la «inteligencia ante el crimen», es decir, por un uso más cuidadoso de los recursos, menos centrado en los delitos de drogas y más enfocado hacia los crímenes violentos (que, por cierto, continúan descendiendo [Altheide y Coyle, 2006]). Este cambio de foco central de atención ilustra cómo el lenguaje afecta a la comunicación de riesgo y cómo ocultamos el riesgo en muchos casos. Actualmente, son más los políticos y los decisores públicos que consideran inútil continuar metiendo entre rejas a quienes cometen delitos relacionados con las

6 A. G. Sulzberger, The New York Times, 11 de octubre de 2011, <http://www.post-gazette.com/pg/11284/1181247-84-0.stm#ixzz1aWR9z8qi>.

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drogas y que opinan que la prevención y la educación pueden ser suficientes en ese terreno. La ocultación del riesgo de la influencia militar en las universidades La ocultación del riesgo significa algo más que dar un sesgo interpretativo positivo a las cosas; cuando se oculta el riesgo, muchos cambios institucionales resultantes de ciertos ajustes sencillamente no se comentan. Un ejemplo de ello en el propio Estados Unidos es la incursión que las organizaciones militares y otras actividades relacionadas han venido realizando en diversos campus de universidades norteamericanas hasta el punto de crear la que yo denomino la «Universidad de la Seguridad Nacional», es decir, una amalgama genérica de relaciones directas entre las agencias y organismos de la seguridad nacional y diversos aspectos de la vida en la universidad (su administración, sus programas académicos, sus ayudas, sus prioridades investigadoras y hasta sus congresos y coloquios académicos especiales, entre otras cosas). El discurso nacional del miedo, unido a la actual presión para «consumir terrorismo» (es decir, para recibir noticias y anuncios publicitarios relacionados con la amenaza del terrorismo), son dos poderosos incentivos para que las universidades se suban al carro de la agenda militar. Me refiero especialmente a los nuevos programas que tratan de implicar a las humanidades y a las ciencias sociales en iniciativas de vigilancia. La narrativa nacional sobre el terrorismo aviva las brasas del miedo y de la necesidad de una supervisión aún mayor.

En el número de mayo de 2010 (vol. 13, nº 4) de la ASU Magazine, revista para ex alumnos y ex alumnas de la Universidad Estatal de Arizona, apareció un anuncio de la CIA (p. 7) acompañado de una foto del derribo de la estatua de Sadam Huseín en Bagdad (sí, aquél en el que varios soldados estadounidenses tumbaron con cuerdas la efigie del dictador y que, según se sabría posteriormente, fue un acto preparado y representado para los reporteros gráficos y las televisiones) en el que se animaba a los lectores a presentar solicitudes para ingresar en el «servicio secreto nacional». Éste era el pie de foto: «Los americanos ven aproximadamente una hora diaria de informativos. Ven a la CIA. Vívelo las veinticuatro horas del día». En la letra pequeña se incluían las frases siguientes: «Ven a formar parte de la historia en progreso como agente del Servicio Secreto Nacional. Ésta no es una misión corriente. Es una misión de importancia. Es el modo en el que tú puedes marcar la diferencia para nuestra nación». Entre los requisitos para todo solicitante potencial estaban el que fueran ciudadanos estadounidenses, pasaran un examen médico completo y se sometieran a diversos procedimientos de seguridad, «incluido un cuestionario con polígrafo. EOE [es decir, acogido a las políticas federales de igualdad en materia de contratación laboral]». Y bajo la insignia de la CIA, figuraba la leyenda siguiente: «El trabajo de una Nación. El Centro de Inteligencia».

La comercialización del miedo y el control social Los mensajes sobre delincuencia, violencia y terrorismo que se vienen vertiendo desde hace décadas han propiciado una cultura del miedo (Furedi, 1997; Glassner, 1999) que deja sentir un eco particular en forma de discurso del miedo (Altheide, 2002). La vigilancia policial y el control social (tanto en el propio país como en el extranjero) han dominado las percepciones públicas y han contribuido a la expansión de la retórica sobre la defensa nacional y sobre la vigilancia y el control hasta los más remotos confines de la vida social. El gobierno estadounidense ha realizado tras el 11-S un gran derroche en maquinaria bélica y ampliación de las organizaciones y las tecnologías dedicadas a supervisión y vigilancia. Los periodistas que han intentado seguir el rastro de la difusión

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de esta plaga (mayormente secreta) a lo largo y ancho de la vida estadounidense no salen de su asombro:

La legión de organismos y niveles de máximo secreto nacional creados por el gobierno estadounidense en respuesta a los atentados del 11-S es tan extensa y difícil de manejar, y está tan envuelta en el secretismo, que nadie sabe cuánto cuesta, a cuántas personas emplea, cuántos programas de ese tipo existen ni cuántas agencias realizan las mismas funciones. Tras nueve años de gasto y crecimiento sin precedentes, el resultado es que el sistema implantado para hacer de Estados Unidos un lugar más seguro es tan ingente que su eficacia resulta imposible de determinar.

Entre los otros hallazgos de las investigaciones, destacan los siguientes:

- En el propio Estados Unidos, hay 1.271 organizaciones gubernamentales y 1.931 compañías privadas trabajando en programas relacionados con el contraterrorismo y la seguridad y la inteligencia nacionales desde unas diez mil ubicaciones geográficas distintas. - Se calcula que unas 854.000 personas disponen de autorizaciones de seguridad para cuestiones de alto secreto. - Desde septiembre de 2001, en el área de Washington (D.C.), se han construido o se están construyendo 33 complejos de edificios dedicados a labores de inteligencia de máximo secreto. - Muchas agencias y organismos realizan las mismas labores, lo que provoca solapamientos y despilfarro. Por ejemplo, 51 organizaciones federales y mandos militares se dedican a seguir desde quince ciudades estadounidenses distintas el flujo del dinero que entra y sale de las redes terroristas. - Los analistas que interpretan documentos y conversaciones obtenidas por el espionaje exterior e interior tratan de compartir sus impresiones publicando unos 50.000 informes al año; muchos de éstos son sistemáticamente ignorados (Priest y Arkin, 2010).

En realidad, las iniciativas mercantilizadoras del sector militar han ido más allá de la propaganda y la cobertura autointeresada de la información bélica, y han incluido también el reclutamiento de personal y la comercialización de productos como un elemento más del resurgir de la reputación y el significado cultural del ejército tras la guerra de Vietnam, sobre todo a partir de la primera guerra del Golfo (la operación Tormenta del Desierto) y los conflictos bélicos que Estados Unidos libra desde hace una década en Irak y Afganistán. Las campañas propagandísticas fomentaron a un tiempo el «consumo de terrorismo» y la obediencia a un control social ampliado. Los colores del camuflaje militar en el desierto se volvieron de uso habitual en el vestir cotidiano de la población civil, incluso en los bolsos femeninos de moda, en la ropa infantil y en algún que otro uniforme de equipos deportivos profesionales. En fecha más reciente (por ejemplo, en este último año 2011), la «marca» de lo militar se ha desarrollado y se ha comercializado a través de una gama más amplia de productos de consumo (como cosméticos, colonias, etcétera). Tanto el Ejército de Tierra como la Fuerza Aérea y, en especial, el Cuerpo de Marines han generado millones de dólares comercializando sus respectivas marcas:

Tanto los soldados como los marines, los marineros y los aviadores y soldados de la fuerza aérea gozan hoy del caché que tanto gusta a las empresas comerciales. Y el éxito de las iniciativas mercantiles de las fuerzas armadas muestra hasta dónde han llegado éstas desde los tiempos de Vietnam, cuando muchos miembros de su personal militar eran tratados con desprecio.

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La del Ejército de Tierra «es una de las marcas más especiales del mercado en la actualidad», declaró Jasen Wright, director de gestión de marca del Beanstalk Group, un agencia certificadora y otorgadora de licencias de merchandising que trabaja para el Ejército (y para Paris Hilton, entre otros clientes). «Los consumidores sienten una elevada afinidad y un gran orgullo por aquello que el Ejército de los Estados Unidos representa. [...] Las cadenas de venta minorista (Wal-Mart, Target) saben que esa institución es muy atractiva para los consumidores y quieren asegurarse de tenerla en sus estanterías» (Davenport, 2011).

Pues, bien, también la universidad se ha visto atraída hacia la marca militar. Es de sobra conocido que la universidad ha padecido en Estados Unidos el asedio de diversos combatientes ideológicos, como, por ejemplo, la empresa privada y la religión, sin olvidar el propio ejército. Como alguien cuyas asignaturas han sido señaladas por el mismísimo David Horowitz, verdadero sicario del conservadurismo, yo también coincido con la visión general que Henry Giroux (Giroux, 2007) presenta de la universidad en este país al referirse a ésta como una institución dominada por «una mezcla tóxica de mercantilismo, militarismo y gerencialismo». No obstante, resulta útil (al menos, en teoría) examinar el proceso mediante el que la lógica, el lenguaje y la política institucionales terminan por reflejar diversos riesgos para la seguridad nacional, la financiación institucional y la legitimidad social. Por eso me centro en la tendencia a incorporar el elemento militar en la estructura institucional de las universidades (incluso en las asignaturas, las titulaciones, los congresos y el apoyo a la investigación del propio ámbito de las ciencias sociales y las humanidades) que se observa en Estados Unidos. Desde los intentos iniciales de crear programas de propaganda para desmoralizar al enemigo y, al mismo tiempo, levantar la moral de las tropas propias, las ciencias sociales llevan ya tiempo prestando apoyo a la acción militar del gobierno (Jackall, 1994; Jackall e Hirota, 1994; Lasswell et al., 1979). Sin embargo, varios factores modificaron la relación entre la universidad, las ciencias sociales y las industrias de la defensa nacional en los años sesenta y setenta del siglo XX. En primer lugar, la guerra de Vietnam, el movimiento de los derechos civiles y los intentos descarados de control social desde las autoridades gubernamentales dispusieron a buena parte de la comunidad académica (y a los científicos sociales, en especial) en contra del complejo industrial-militar. Varias destacadas universidades dejaron, por ejemplo, de ofrecer programas ROTC (de formación de oficiales militares en sus campus). En segundo lugar, las ciencias sociales, a diferencia de la física y las ingenierías, no se beneficiaron directamente de la investigación en sistemas armamentísticos y en tecnologías de la información que pasó a dominar la financiación destinada a las universidades por las autoridades de la defensa nacional. En tercer lugar, muchos científicos sociales rechazaron participar en ensayos gubernamentales que pretendían usar a investigadores para operaciones encubiertas como el Proyecto Camelot. El secretario de Defensa, Robert Gates, hizo referencia a esa actitud en unos comentarios pronunciados con motivo de la presentación del Proyecto Minerva (del que hablaré un poco más adelante):

A pesar de los éxitos pasados y presentes, hay que reconocer que, por desgracia, muchas personas creen que existe una honda división entre el ámbito académico y el militar: que desde cada uno de esos mundos se mira al otro con antipatía. Esos sentimientos tienen su origen en la historia: muchos académicos se sintieron utilizados y desencantados tras lo de Vietnam, y muchos militares se sintieron abandonados e injustamente criticados por los académicos durante ese mismo

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periodo y tienen aún a menudo la sensación de que continúan sin contar con el respaldo del mundo académico7.

El Proyecto Camelot El Proyecto Camelot fue uno de esos intentos de reconciliación que, aunque fallido, no puso ni mucho menos fin a la aproximación institucional. Dicho proyecto es un conocido ejemplo de cómo las universidades selectas sucumbieron a la lógica y la financiación militares. Los impulsores del Proyecto Camelot se propusieron emplear a científicos sociales (antropólogos, sobre todo) para que informaran sobre aquellos individuos y actividades que pudieran ser relevantes para evitar situaciones de inestabilidad social o, incluso, revolución en Chile. Una descripción de los objetivos de Camelot elaborada por la propia CIA ilustra en qué consistía aquella búsqueda de colaboración y cuál era su justificación:

El Proyecto CAMELOT es hijo de la interacción entre múltiples factores y fuerzas. Entre éstas está la dedicación en años recientes de un gran énfasis adicional al papel del ejército estadounidense en la política general del gobierno del país de potenciación del crecimiento constante y el cambio en los países menos desarrollados del mundo. Los numerosos programas gubernamentales dirigidos a ese objetivo suelen agruparse bajo la, en ocasiones, engañosa etiqueta de «contrainsurgencia» («profilaxis contra la insurgencia» resultaría una denominación sin duda más apropiada, aunque también más impronunciable). Esta política atribuye una gran importancia a la realización de acciones positivas destinadas a reducir las fuentes de desafección, que son las que suelen dar pie a actividades más violentas y extendidas, y mucho más perturbadoras del orden. El Ejército de Tierra de Estados Unidos tiene encomendada una importante misión en lo tocante a la parte positiva y constructiva de la construcción nacional en esos países, pero tiene también la responsabilidad de prestar asistencia a gobiernos amigos en la gestión de problemas relacionados con la presencia de una insurgencia activa8.

El programa se interrumpió en cuanto salió a la luz pública en 1965 (Horowitz, 1974), y muchos científicos sociales y organizaciones profesionales vieron en los principios éticos y profesionales comprometidos con aquella iniciativa (por no hablar de los vínculos posteriores de ésta con diversos episodios de violación de derechos humanos, incluidos el asesinato de Salvador Allende y la instauración del brutan régimen de Pinochet) un motivo para el enfriamiento de todo entusiasmo que pudiera haber despertado inicialmente una implicación institucional más abierta y generalizada. En palabras de un investigador:

El Proyecto Camelot, un estudio del proceso revolucionario patrocinado por el ejército en los años sesenta, tuvo una existencia peculiarmente breve, pero también dejó un importante legado. El coste previsto de Camelot (6 millones de dólares de la época) lo habría convertido en el proyecto científico-social más grande de la hisotria estadounidense, pero las quejas internacionales acerca de las implicaciones imperialistas de ese estudio llevaron a su cancelación a mediados de 1965, antes incluso de que Camelot hubiera ido más allá de la fase de planificación. La verdadera importancia de Camelot no se haría manifiesta hasta los años siguientes, cuando aquel estudio se convirtió en el foco central de una amplia

7 Secretario de Defensa Robert M. Gates, Washington [D.C.], lunes 14 de abril de 2008, <http://www.defense.gov/speeches/speech.aspx?speechid=1228>, consultado el 10 de septiembre de 2011. 8 Diciembre de 1964, <http://www.cia-on-campus.org/social/camelot.html>.

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controversia en torno a la relación entre la política estadounidense, el patrocinio militar y la ciencia social en este país (Solovey, 2001, p. 171).

En la actualidad, casi cincuenta años después, estamos viviendo una especie de «regreso al futuro». Muchas universidades de Estados Unidos aceptan el discurso y los objetivos militares desesperadas como están por conseguir financiación estatal y federal. Se han ampliado, por ejemplo, los programas ROTC incluso en varias universidades «de élite», como Harvard, Stanford y Columbia. De hecho, en mi propia universidad, la Estatal de Arizona (ASU), se ha añadido un programa ROTC de la Armada... ¡pese a que estamos en medio del desierto! (La ASU ha copatrocinado también al menos dos conferencias de reclutamiento de personal de la CIA en los dos últimos años.) La abolición de la prohibición de la homosexualidad declarada en las fuerzas armadas (y, por lo tanto, de su anterior política de «eso ni se pregunta ni se cuenta») ha ayudado a facilitar el reacercamiento de algunos campus hacia los militares en general. Y las matriculaciones en programas ROTC han aumentado. Las universidades, por supuesto, ganan dinero de ese modo. Pero todo esto encierra también un importante valor simbólico con vistas al público en general. Y eso es particularmente cierto en el caso de las ciencias sociales y las humanidades. De hecho, tras el 11-S, varias instituciones de educación superior aceptaron financiación antiterrorista para fundar centros de investigación centrados en el estudio del terrorismo (a excepción, claro está, del terrorismo de Estado). Uno de esos centros de multimillonario presupuesto fue instalado en la Universidad de Maryland con el nombre de Consorcio Nacional para el Estudio del Terrorismo y de las Respuestas al Terrorismo. Pues, bien, dos de los programas de ese tipo más relevantes para mi interés por la expansión de la «universidad de la seguridad nacional» son el Proyecto Minerva y el Sistema de Terreno Humano. El Proyecto (o Consorcio) Minerva es el que hasta la fecha ha proporcionado más financiación para la investigación científico-social en apoyo de la defensa nacional. Mi propia universidad, la Estatal de Arizona (ASU), fue una de las siete seleccionadas (de entre 211 candidatas) para recibir financiación de un fondo total de 51 millones de dólares dedicado a analizar y desarrollar el siguiente tema: «La búsqueda de aliados en la guerra de las palabras: Mapeo de la difusión y la influencia del discurso contra el radicalismo islámico». Las iniciativas de la ASU en concreto, dedicadas a grandes trazos al estudio de narrativas y de la retórica radical islámica, sumaron unas subvenciones de cerca de 7,5 millones de dólares para profesores de varios departamentos de ciencias sociales y humanidades. Pensemos en la retórica empleada por el propio secretario de Defensa Gates (y antiguo rector de la Universidad A&M de Texas) para referirse al mencionado Proyecto Minerva:

A lo largo de la Guerra Fría, las universidades fueron centros vitales de nuevas investigaciones (financiadas en muchos casos por el gobierno) y de nuevas ideas e, incluso, nuevos campos de estudio, como la teoría de juegos y la kremlinología. [...] Como sucedía entonces, el país está tratando otra vez de hacer frente a nuevas amenazas a la seguridad nacional. En lugar de una única entidad (la Unión Soviética) y de una sola ideología movilizadora de aquélla (el comunismo), hoy nos enfrentamos a desafíos procedentes de múltiples fuentes: desde una nueva (y más maligna) forma de terrorismo inspirada por el extremismo yihadista, hasta el conflicto interétnico, las enfermedades, la pobreza, el cambio climático, los Estados fallidos o en vías de estarlo, las potencias resurgentes, etcétera. Los contornos del escenario internacional son mucho más complejos de lo que nunca lo fueron durante la Guerra Fría. Esta cruda realidad (de la que hemos adquirido verdadera conciencia en estos años transcurridos desde el 11-S) ha propiciado que prestemos una atención renovada a la estructura y la preparación general de nuestro gobierno para lidiar con las amenazas del siglo XXI. [...]

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Una de las claves de ese esfuerzo [...] es la consistente en encontrar fuera del propio gobierno y su administración recursos aún no aprovechados: recursos como los que nuestras universidades pueden ofrecer. Con la iniciativa Minerva, planteamos la creación de consorcios con universidades que sirvan para fomentar la investigación en áreas concretas. Estos consorcios podrían ser también depósitos de archivos documentales de código abierto. El Departamento de Defensa, en conjunción tal vez con otros organismos gubernamentales, podría facilitar los fondos necesarios para tales proyectos. Para que nos hagamos una mejor idea de lo que hablo y de algunas de las mecánicas que habrá que implementar, permítanme que les comente algunos de los proyectos que el Departamento muy bien podría apoyar. En primer lugar, los «Estudios sobre tecnología y fuerza militar chinas». El gobierno chino publica una enorme cantidad de información de código abierto sobre sus evoluciones militares y tecnológicas. Pero, normalmente, resulta muy difícil (si no imposible) para los investigadores estadounidenses disponer de acceso a ese material porque suele estar disponible únicamente en China. [...] En segundo lugar, los «Proyectos sobre perspectivas iraquíes y terroristas». El Instituto de Análisis de la Defensa, un centro de investigación del Departamento de Defensa financiado con fondos federales, ha publicado varios tomos de información a partir de fuentes primarias aprehendidas en años recientes (tanto documentos gubernamentales oficiales en Irak como una amplia colección de documentos relacionados con el funcionamiento de redes terroristas). [...] En tercer lugar, los «Estudios religiosos e ideológicos». Poca duda cabe de que el éxito final en el conflicto contra el extremismo yihadista no dependerá tanto de los resultados de los enfrentamientos militares concretos, como del climia ideológico general en el mundo del islam. Entender cómo evolucionará probablemente ese clima a lo largo del tiempo y qué factores (incluidas la propias acciones estadounidenses) lo afectarán se convierte así en uno de los retos intelectuales más significativos a los que nos enfrentamos9.

El otro programa relevante al que me refería anteriormente, el proyecto del Sistema de Terreno Humano, puesto en marcha en 2006, puede describirse sencillamente con la siguiente invitación que yo mismo recibí para integrarme en él:

Sistema de Terreno Humano (STH) Finalidad: La finalidad y la intención del Sistema de Terreno Humano es proporcionar a los comandantes militares desplegados sobre el terreno un equipo de investigación en ciencias sociales que ponga a su disposición conocimientos valiosos en conciencia y comprensión socioculturales mediante el uso de diversos métodos de investigación científico-social, permitiéndoles así contar con una alternativa a la fuerza para alcanzar sus metas y objetivos militares. Desplegado ya en teatros de operaciones como Irak o Afganistán, el STH es un programa no letal y no «cinético» [es decir, que no recurre al enfrentamiento físico directo]. Equipos de Terreno Humano (ETH) Composición de cada equipo: Los equipos están formados por entre cinco y nueve personas. Los puestos disponibles en cada ETH responden a los siguientes perfiles: dirección de equipo, científico social, gestor de investigación, analista de terreno humano. En la actualidad, buscamos a individuos que posean habilidades investigadoras específicamente adaptadas a las disciplinas de las ciencias sociales. Si está interesado o interesada y desea más información sobre nuestro programa, siga el siguiente enlace e introduzca las palabras clave «Sistema de Terreno

9 <http://www.defenselink.mil/speeches/speech.aspx?speechid=1228>.

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Humano», y el sitio le remitirá a la información sobre todos los puestos vacantes en el STH para los que se puede presentar solicitud de ingreso. Si, además, prefiere enviarme directamente un currículum, estaré encantado de hacerlo llegar al lugar correcto para que sea valorado de inmediato. Estaremos encantados de tener noticias suyas. Le deseamos lo mejor.

Pensado para proporcionar información social y cultural que pueda resultar de utilidad para la realización de operaciones militares, el pograma Terreno Humano reclutó a científicos sociales (normalmente, a antropólogos) para prestar servicio en equipos de ayuda a las misiones militares aéreas en Irak y Afganistán. Se dice que algunos de ellos llegaron a cobrar hasta 270.000 dólares anuales10. Ni que decir tiene que hubo bajas y problemas. Varios de los científicos sociales reclutados han caído muertos (entre ellos, una mujer que fue quemada viva). Y no todo el personal castrense está contento con tener personal no militar a su alrededor que no siempre conoce lo que debe acerca de la zona real en la que se encuentra ni de las personas a las que se enfrentan. Aun así, el programa se ha mantenido y, al parecer, se ha ido ampliando con los años. La amenaza de cooptación para el mundo académico es evidente, especialmente en el campo de la antropología, cuyos especialistas deben comprometer ciertos protocolos profesionales de investigación ya establecidos en su disciplina para trabajar con las unidades militares. Giroux ha descrito la labor de los equipos del STH como de «investigación antropológica con fines estratégicos en países ocupados» (Nocella II et al., 2010). David Price, que ha encabezado las iniciativas de la Asociación Antropológica Estadounidense de cuestionamiento de la validez ética y la legitimidad del STH, insinúa que ese programa recibió una promoción muy favorable tanto en la universidad como entre el público en general gracias al papel de un periodismo irreflexivo, que ha pasado a convertirse en en el mejor mensajero de la industria de defensa. Price también destaca la importancia de la cobertura de los medios estadounidenses (o, mejor dicho, de la falta de ésta) y la relevancia de que la reflexión crítica haya quedado exclusivamente en manos de los académicos, circunscrita a sus propias publicaciones.

El programa Terreno Humano «incrusta» a científicos sociales (antropólogos y otros) entre las tropas que actúan en teatros bélicos de operaciones y lo hace convirtiéndolos en miembros de unos Equipos de Terreno Humano. Estos equipos toman parte en operaciones de contrainsurgencia diseñadas para facilitar al personal militar información cultural que ayude a orientar e iluminar la actividad de las tropas en áreas ocupadas. Desde que se tuvo por primera vez conocimiento público del STH hace dos años y medio, ha sido blanco de las críticas de numerosos antropólogos que consideran que traiciona principios fundamentales de la ética antropológica por el hecho, por ejemplo, de que esté políticamente alineado con el neocolonialismo o por su ineficacia a la hora de cumplir con sus resultados pretendidos. Los medios de comunicación mayoritarios han actuado en su mayor parte como animadores del programa al generar una retahíla aparentemente interminable de informaciones acríticas en las que se destaca la actuación de unas figuras que ellos «encuadran» como individuos sensibles que tratan de dedicar sus conocimientos a salvar vidas; al mismo tiempo, esos medios y sus informaciones tergiversan las razones de la existencia del programa Terreno Humano y el alcance de las críticas que se han vertido contra el mismo (Price, 2009).

En resumidas cuentas, las ciencias sociales han pasado a ser útiles para las industrias del sector de la defensa y, al mismo tiempo, las universidades se han beneficiado de una

10 <http://www.wired.com/dangerroom/2009/02/more-hts-mania/>.

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nueva fuente de financiación y de legitimidad simbólica gracias a su contribución a la guerra contra el terror. Este ejercicio más reciente de cortejo y seducción de las ciencias sociales y las humanidades, cuyos estudiosos eran, hasta hace poco, poco menos que actores secundarios en la industria de la seguridad nacional (para la que ejercían, a lo sumo, de meros «consultores»), tiene una serie de implicaciones. Y son implicaciones importantes porque, salvo excepciones, las ciencias sociales y las humanidades, aun careciendo de poder en las megauniversidades de este país, han sido algo así como el rostro público de la conciencia de estas instituciones y (tal vez más importante aún) han ejercido un cierto papel de control simbólico de la retórica de los «científicos» que trabajaban con la industria de la seguridad nacional. Otros ejemplos de ocultación del riesgo La lógica de los medios de masas cultiva las expectativas, los deseos y hasta el orden de los públicos. Esto resulta crucial para entender cómo ocultamos unos riesgos y aceptamos otros. Hay intereses económicos y políticos en la promoción de ciertos riesgos en vez de otros, y el control de las tecnologías de la información que dirigen nuestra mirada es importante en ese sentido. Normalmente, todo aquello que intenta ocultar unos riesgos entraña tanto unas amenazas para el Estado como un estilo de vida favorable a ciertos intereses. El trabajo simbólico en ese sentido puede empezar teniendo un cierto carácter conspiratorio, pero con el tiempo acaba normalizándose, cuando no volviéndose directamente hegemónico. La lógica de la comunicación mantiene una fuerte tensión con las diversas variedades de dominación, y la multitud de medios sociales hoy existentes ofrece algunas alternativas a esos cauces de evolución normalizadora, pero, de todos modos, las nuevas tecnologías tienden a ser rápidamente acorraladas por los intereses dominantes y terminan dirigiendo su atención hacia los blancos tradicionales en los que ya fijan su mirada el resto de medios comunicativos. En parte de la ocultación del riesgo hay también implícita una cuestión de prioridades, pues los riesgos ocultados son considerados menos amenazantes que otros riesgos más populares. En la ocultación del riesgo intervienen tanto prescripciones como proscripciones culturales. La extensa literatura existente sobre lo divergentes que pueden ser las percepciones de unas mismas amenazas nos proporciona asombrosos datos comparativos sobre qué preocupa a las personas, por una parte, y qué es lo que realmente tiene más probabilidades de herirlas o matarlas (Kasperson et al., 1988). Uno de los mejores ejemplos es el de la conducción de automóviles, una gran amenaza en Estados Unidos, pero rara vez considerada con la misma importancia que la delincuencia o el terrorismo. Con el tiempo, acaban aceptándose las consecuencias no intencionadas de algunas acciones, y esas consecuencias no intencionadas pueden convertirse en ejemplos destacados de ocultación de riesgos. La guerra y las grandes transacciones financieras son ejemplos de cómo un ciclo vital de sucesos y problemas sancionado institucionalmente y conocido por muchas personas es, pese a ello, ignorado a efectos prácticos. De ahí que ciertos resultados predecibles que ponen en riesgo a individuos y a instituciones sociales sean, en esencia, ocultados, protegidos y gestionados sin más. La ocultación de los múltiples riesgos de la guerra Cuanta más información y comprensión adquirimos acerca de ciertos cursos de acción, más sabemos de los ciclos vitales de éstos. En el caso de los conflictos bélicos, por ejemplo, ese ciclo vital va desde la escalada de tensiones hasta los incidentes que los precipitan, el libramiento de las guerras en sí, su resolución o final y las víctimas que provocan (en todos los bandos), tanto en forma de muertos, como de heridos y destrucción material. Pero hay mucho más que los decisores políticos no comentan antes de una guerra ni durante el desarrollo de ésta: ocultan así riesgos a los electores, como

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son los riesgos de los costes a largo plazo en forma de lesiones a las personas, de recursos necesarios para la reconstrucción material y de problemas de salud mental (entre los que se incluyen la violencia −doméstica o de otros tipos−, los suicidios y la disminución de la calidad de vida de muchos soldados y sus familias). Por ejemplo, en las guerras que Estados Unidos libra actualmente, se han hecho muchas promesas sobre el cuidado con el que se tratará a los veteranos, una vez licenciados, pero lo cierto es que buena parte de la atención médica que éstos reciben es de inferior calidad; no ha sido sino a regañadientes que el Departamento de Defensa ha acabado reconociendo, por ejemplo, lo extendido que está el trastorno por estrés postraumático (TEPT), que debilita a un gran número de personas a las que pagamos apenas una pequeña parte de lo que ofrecemos a las decenas de miles de mercenarios cuyos servicios «contratamos» para que libren esas guerras. La ocultación de los riesgos económicos de los delitos financieros Los ingentes fraudes financieros cometidos por entidades bancarias en Estados Unidos (y otros países) son los principales responsables del empeoramiento de la situación financiera global que se vivió en 2008. Sin embargo, pocas han sido las cuentas o responsabilidades pedidas a esas grandes compañías. Esto es debido, en parte, a que las autoridades reguladoras no han actuado con suficiente agresividad a la hora de abrir expedientes. Según destacadas autoridades en ese campo, el colapso bancario estuvo relacionado con unas conductas organizativas que constituyen un riesgo del que nunca se ha hecho la suficiente difusión:

«No estamos ante la malvada conspiración de un par de personas que, desde la intimidad de un despacho, deciden que el capitalismo clientelista campe a sus anchas y la gente robe con impunidad», declaró William K. Black, profesor de derecho de la Universidad de Misuri en Kansas City y director de los diversos litigios mantenidos por el gobierno federal durante la crisis del ahorro y el crédito. «Pero las políticas de las autoridades han creado un entorno excepcionalmente criminogénico. No hubo denuncias penales presentadas por los reguladores. Ni grupos de trabajo dedicados a la persecución del fraude. Ningún grupo operativo especial nacional, tampoco. Las élites no han recibido ningún castigo efectivo durante todo este tiempo». «Cuando las propias agencias reguladoras no creen en la regulación y no entienden qué está sucediendo en las compañías que supervisan, es imposible llevar a juicio ningún caso importante de delito "de cuello blanco"», dijo Henry N. Pontell, profesor de criminología, derecho y sociedad en la Facultad de Ecología Social de la Universidad de California en Irvine. «Si no comprenden que se está produciendo un desfalco y que unas personas se están dedicando literalmente a saquear sus propias empresas, entonces es imposible que presenten acusaciones formales contra nadie» (Morgensen y Story, 2011).

El riesgo quedó oculto cuando los organismos reguladores disminuyeron su supervisión. En esa misma noticia del New York Times se indicaba que:

Según la Transactional Records Access Clearinghouse de la Universidad de Syracuse, en 1995, los reguladores del sector bancario denunciaron 1.837 casos al Departamento de Justicia federal. En 2006, esa cifra había caído hasta los 75. En los cuatro años siguientes, periodo que abarcó lo peor de la crisis financiera, la media anual de casos denunciados para su enjuiciamiento penal fue de sólo 72 (Morgensen y Story, 2011).

Hasta la fecha, cuando la Comisión de Valores y Bolsa ó SEC (la comisión federal estadounidense del mercado de valores) descubre una nueva actividad fraudulenta (que

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puede ir desde el manejo de información privilegiada hasta la creación de fondos de inversión libre ficticios, pasando por la venta intencionada de hipotecas/valores sub-prime a los clientes para, a continuación, «apostar contra» ellos), la reacción normal ha sido que la parte denunciada acepte un acuerdo (una multa) sin necesidad de admitir culpabilidad por mala conducta ni actividad delictiva alguna, aunque comprometiéndose generalmente a no volver a cometer esa falta o delito de nuevo. La SEC ha preferido optar mayoritariamente por esta vía, al parecer, porque no cuenta con los recursos económicos necesarios para procesar muchos de esos casos hasta el final, en batallas judiciales que pueden prolongarse durante años. De ahí que haya optado por acuerdos más rápidos, aunque en ellos no se haga ninguna formulación explícita de culpabilidad. Y las entidades financieras han continuado funcionando como siempre. De hecho, un artículo del New York Times «mencionaba la existencia de 51 casos, que afectaban a 19 compañías, en los que el organismo regulador se quejaba de que la compañía denunciada había infringido leyes antifraude que ya se había comprometido con anterioridad a no volver a vulnerar» (Wyatt, 2011). Pese al coste acumulado de millones de dólares de todos esos casos, cada uno de ellos iba simplemente desembocando en otro parecido (de «acuerdo» en «acuerdo») hasta que el juez federal Jed S. Rakoff rompió esa tendencia con un decisivo fallo pronunciado el 28 de noviembre de 2011 a raíz de la demanda presentada contra un «acuerdo» de Citigroup para pagar 285 millones de dólares de multa por un problema que había costado a los inversores más de 700 millones. El juez Rakoff rechazó aquella oferta aceptada en principio por la SEC y recalcó en su sentencia que esta agencia:

«tiene el deber, inscrito en su estatuto de creación, de velar por que la verdad salga a relucir». Sin embargo, es difícil determinar qué obtiene ese organismo de un acuerdo de ese tipo, «aparte de un titular de prensa fácil e inmediato». Incluso un acuerdo de 285 millones de dólares, dijo, «es poco más que calderilla para una entidad de la envergadura de Citigroup», algo que las propias empresas de Wall Street tienen ya descontado en sus balances como parte del «coste de hacer negocios» (Wyatt, 2011).

Esa controvertida resolución judicial ha venido a cuestionar, básicamente, la ocultación de riesgos que se había institucionalizado en varias instituciones (valga la redundancia). Los ciudadanos y ciudadanas estadounidenses sólo tenían información ocasional de aquellos «acuerdos» (en los que los infractores no admitían su infracción ni su culpa) por alguna que otra noticia sucinta y breve sobre los mismos. Esta sentencia, sin embargo, tal vez sirva para destapar el escudo ocultador, aunque las causas judiciales que muy posiblemente se sigan de tal decisión muy bien podrían acabar dando lugar a un tipo modificado de «acuerdos» si lo que se pretende es que las autoridades cobren alguna multa mínimamente significativa. Tal es el poder del control institucional. Conclusión La ocultación del riesgo tiene lugar dentro de una ecología de la comunicación. Como bien sugieren algunos investigadores,

[...] la experiencia del riesgo no sólo hace referencia a un riesgo físico, sino que también representa un proceso de interpretación a través de diversos filtros sociales e individuales. [...] La intensificación y la atenuación del riesgo ocurren cuando las señales de éste son procesadas y filtradas socialmente a través de diferentes amplificadores (de tales señales), entre los que se pueden incluir agentes como los científicos, las instituciones de gestión del riesgo, los medios de comunicación, los activistas de organizaciones sociales, los líderes de opinión y los organismos públicos (Prades et al., 2010, p. 234).

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Algunos aspectos clave del impacto social de la ocultación del riesgo pueden ejemplificarse a partir de la experiencia de la incursión de lo militar en ámbitos universitarios. Los cambios institucionales producidos pueden atribuirse en parte a la influencia de los formatos de entretenimiento empleados por los medios de comunicación: unos formatos que ponen el acento en el miedo y en el peligro representado por unas fuentes terroristas sin especificar. Uno de los efectos de tal acción mediática es decantar apoyos del lado de la seguridad a través de unos bien engrasados encuadres simbólicos de un fenómeno como la guerra, redefinida como una «misión común» para toda la sociedad.

En este sentido, la investigación interpretativa indica que es necesaria una labor activa para interpretar y entender las cuestiones relacionadas con el riesgo, y que esa labor ha de ser colectiva y basada en reservas previas de recursos interpretativos compartidos (Prades et al., 2010, p. 248).

Entre los encuadres interpretativos que ocultan riesgos pueden incluirse también intentos de impedir o «prevenir el riesgo», pero tales intentos pueden, aun así, fomentar y condonar el daño y el sufrimiento. Judith Butler sugiere que algunos encuadres interpretativos que contribuyen a ocultar el riesgo terminan por ser «las vías principales de configuración selectiva de la experiencia esencial para la conducción de la guerra» (Butler, 2009, p. 27). Tales encuadres, además, pueden generar «precariedad»: aquello que la propia Butler define como una situación de sufrimiento políticamente infligido a unas poblaciones débiles. Así pues, las justificaciones de la universidad para «sumarse a la lucha contra el terrorismo» pueden ser apropiadas por el discurso de la prevención del riesgo y por los formatos mediados de control a fin y objeto de reclutar la colaboración de la universidad para iniciativas de vigilancia y protección con el propósito de fortalecerlas. La recompensa que la universidad obtiene es su inclusión en el círculo de colaboradores de dicha protección, sin olvidar la legitimidad y (por supuesto) la financiación adicional que todo esto también le reporta. La precariedad se simultanea, pues, con una universidad que se convierte en una víctima voluntaria del poder y ninguna pérdida consiguiente de la anterior voz independiente (incluso disidente) de ésta resulta inaceptable ni «lamentable», porque la propia universidad ha suscrito por voluntad propia esa renuncia. Al igual que las muertes y los daños colaterales ocasionados a la población civil durante un bombardeo aéreo, la voz independiente y crítica de la universidad es perfectamente prescindible por tratarse de un sacrificio necesario para el bien superior (un elemento este último ciertamente característico de la narrativa del terrorismo). Al parecer, todas las culturas ocultan riesgos y el hecho de que no los localicemos ni los comprendamos puede responder a la limitación de nuestras perspectivas teóricas sobre la relación entre una teoría general de la comunicación y la acción social, por un lado, y la comunicación de riesgo, por el otro. La ocultación del riesgo proporciona un análisis (informado por la teoría) sobre el orden comunicativo y, por consiguiente, ofrece a los estudiosos de la comunicación de riesgo una espléndida oportunidad para mejorar la vida social enriqueciendo al mismo tiempo la teoría de la comunicación. Lo que yo sugiero, además, es que la mayoría de símbolos culturales dominantes se integran y se solapan, y que sostienen una narrativa común, y que esto hace que resulten muy difíciles de cambiar. El hecho de que nos centremos en unos riesgos sirve para descartar otros, pero esto también puede preparar el discurso para futuras consideraciones sobre riesgos, incluso para la ocultación de algunos que, de no ser así, podrían llamar nuestra atención. Como bien sugiere Kinsella (Kinsella, 2010, p. 272):

Concentrarse en unos riesgos implica desatender otros. Cuando centramos nuestra atención en los riesgos y las oportunidades de tipo económico, nos arriesgamos a ignorar las implicaciones ecológicas de nuestras decisiones económicas; igualmente, al evaluar los riesgos para la seguridad nacional, nos

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arriesgamos a perder de vista los riesgos para la libertad personal. La sociedad ha desarrollado toda una serie de subsistemas correspondientes a esas diversas categorías de riesgos, pero las categorías son, de hecho, productos de tales subsistemas, pues se constituyen a partir de los códigos de éstos. [...] [L]a cuestión más general es la relacionada con qué fenómenos seleccionamos para prestarles nuestra atención y cómo distribuimos esta atención nuestra entre esos diversos fenómenos. Desde un punto de vista reflexivo, esas elecciones o decisiones constituyen no sólo los riesgos, sino también a quienes asumen y soportan los riesgos.

Sin embargo, el primer paso radica en reconocer su fuerza y el origen y la naturaleza de los procesos comunicativos que los sustentan. Las crisis pueden cuestionar partes de la narrativa dominante, pero rara vez el conjunto íntegro de ésta. Y eso explica la poderosa ofensiva dirigida a defender, desviar y ocultar la comunicación de riesgo. Referencias Adolf, Marian, y Cornelia Wallner. 2011. "The Wikileaks Affair in the German media. An

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