la naturaleza humana expuesta a sus propios...

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1 Università degli Studi di Padova Dipartimento di Studi Linguistici e Letterari Corso di Laurea Magistrale in Lingue Moderne per la Comunicazione e la Cooperazione Internazionale Classe LM-38 Tesi di Laurea La naturaleza humana expuesta a sus propios demonios. Una aproximación a A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, de Manuel Chaves Nogales. Relatore Laureando Prof. Donatella Pini Laura Gobbo n° matr.606887 / LMLCC Anno Accademico 2010/2011

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Università degli Studi di Padova

Dipartimento di Studi Linguistici e Letterari

Corso di Laurea Magistrale in Lingue Moderne per la Comunicazione e la Cooperazione

Internazionale Classe LM-38

Tesi di Laurea

La naturaleza humana expuesta a sus

propios demonios. Una aproximación a A

sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires

de España, de Manuel Chaves Nogales.

Relatore Laureando

Prof. Donatella Pini Laura Gobbo

n° matr.606887 /

LMLCC

Anno Accademico 2010/2011

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Índice

1. Chaves, “estandarte de una tercera España imposible” 3

2. Noticias biográficas 9

2.1 La etapa andaluza: Sevilla (1897- 1922) 9

2.2 Segunda etapa: Madrid (1922- 1936) 12

2.3 Tercera etapa: París (1936. 1940) 23

2.4 Cuarta y última etapa: Londres (1940- 1944) 24

3. Una aproximación a A sangre y fuego 27

3.1 Introducción general: la gestación de la obra y sus distintas ediciones. 27

3.2 El tema de la obra. La guerra civil 31

3.3 Cronología de los principales acontecimientos históricos españoles,

XIX- XX siglo 35

4. Dentro de A sangre y fuego: análisis de la obra; la traducción 39

4.1 El debate sobre el género. 39

4.2 El lenguaje 44

4.3 Narración y agudeza descriptiva. 51

4.4 Metáforas e imágenes simbólicas 60

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4.5 La sintaxis 64

5. A sangre y fuego: la guerra no contada 71

5.1 El hallazgo tardío de la obra y la salida del olvido. 72

5.2 Héroes, bestias y mártires de España: una mirada sobre la guerra 74

5.2.1 Una variopinta muestra de tipos humanos 76

5.2.2 ¿Héroes, bestias o mártires? 78

5.2.3 Los héroes: la finitud y la impotencia de quien alcanza su límite. 79

5.2.4 Los mártires 95

5.2.5 El triunfo de la barbarie sobre la civilización: las

bestias humanas 102

5.2.6 La defensa de la libertad 109

6. A sangre y fuego: la traducción al italiano de unos relatos de la obra 113

6.1 Prologo dell’autore 113

6.2 Nota. 119

6.3 Il tesoro di Briesca 121

6.4 Viva la morte! 137

6.5 Bigornia 155

6.6 Consiglio operaio 181

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Bibliografía 201

Sueña lo que quieras soñar;

ve adonde quieras ir;

se lo que quieras ser;

porque tienes tan solo una vida y una oportunidad

para hacer todo lo que quieras hacer.

-Pablo Neruda-

1. Chaves, “estandarte de una tercera España

imposible”.

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La guerra puede ser narrada de muy distintas maneras. Con dramatismo y con todo el

desgarro que admite una situación tan extrema y violenta. Con emotividad, dejándose

llevar por la emoción. Con agresividad, cuando la rabia y el rencor prevalecen sobre la

razón. Lo más difícil, sin embargo, es contarla sin dejarse arrastrar por los sentimientos y

dando muestra de una real lucidez y objetividad.

Hubo un grupo de españoles que quiso conservar la calma dentro del vértigo de la

lucha e intentó ser lo más posible coherente y analizador. El historiador Santos Juliá, en su

Historia de las dos Españas, nos cuenta de cómo, a finales de los años veinte, empujado

por la urgencía de salir del apoliticismo y tomar parte activa en la vida pública, se había

formado un grupo de jóvenes intelectuales que querían ayudar su país a resolver los

numerosos problemas que padecía. Escribieron luego una carta-manifiesto a Ortega y

Gasset en la que se expresaba toda su desorientación y sustancial ignorancia con respecto

al ámbito político; proponían, pues, tan sólo formar «un grupo de genérico y resuelto

liberalismo»1. A este grupo –que reconocía en Ortega y Gasset una de las figuras

intelectuales más eminentes y prestigiosas de la época- pertenecían personajes del calibre

de Federico García Lorca, Antonio Espina, Francisco Ayala, Ramón Sender, Pedro Salinas

y nuestro Chaves Nogales. También este último, como los demás firmantes, apoyó a la

Segunda República, creyendo en su promesa de modernizar España, todavía en gran parte

retrasada y arcaizante. Sin embargo, si el apoyo a la causa republicana fue inmediato,

general y patente, sólo unos pocos exponentes del grupo expresaron rápidamente su crítica

por los excesos y los errores cometidos en su nombre después de la sublevación militar del

1936. Hubo quién, como García Lorca, no pudo hacerlo porque víctima de esos excesos.

Después del estallido de la guerra civil, Chaves se mantuvo fiel al gobierno legítimo

y trabajó por él, incluso cuando la República ya no era nada, quedándose alejado de los

extremismos de ambas facciones; fue a tomar parte, pues, de ese grupo de españoles –al

que he hecho referencia al principio del párrafo- capaces de mantener la calma interior

dentro de la espiral de violencia generada por la guerra. No debió de ser fácil: ser ecuanime

en medio de la lucha, cuando ni siquiera la perspectiva permite el distanciamento, cuesta

muchísimo. El precio que Chaves tuvo que pagar fue la Patria.

A este grupo de equidistantes se le dio el nombre de «tercera España»:

1 Cañil Ana R., Prólogo a A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, Espasa Calpe, Colección Austral, Madrid, 2010, p 12.

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Andrés Trapiello, que ha teorizado la posibilidad de esa tercera España en su clásico Las armas y las letras:

Literatura y Guerra Civil 1936- 1939, escribe en ese libro que aquélla no fue una guerra civil entre dos

Españas, como erróneamente creyeron muchos durante demasiados años siguiendo la idea de hombres

perspicaces como Machado o Unamuno, sino la determinación de dos Españas minoritarias y extremas para

acabar con la otra, la mayoritaria tercera España, en la que podían haberse integrado gentes de toda

condición, edad, clase e ideología, excluyendo de ella a aquellas otras dos, la fascista por un lado, y la

anarquista, comunista, trotskista o socialista radical por otro, tratando de ensayar a toda costa revoluciones

que ya habían salido triunfantes en la Unión Soviética, en Alemania o en Italia.2

Trapiello convierte Chaves en símbolo de esa tercera España basando su convicción

precisamente en A sangre y fuego y, muy especialmente, en las fuertes y explícitas palabras

del prólogo de la obra, auténtico manifiesto, ejemplo de ecuanimidad:

Yo era eso que los sociólogos llaman un “pequeñoburgués liberal”, ciudadano de una república democrática

y parlamentaria. [...] Ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y

escribiendo artículos reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el

espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando

iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la

ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso

de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido

acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo

fuese realmente un buen periodista; pero, en fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y

censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y

parlamentaria.3

La que Chaves nos da a lo largo de este prólogo que acompaña a la obra es una verdadera

lección de cordura: no sobra de él ni una sóla palabra. El esritor andaluz no militaba en

ningún partido político: su credo era el de la democracia. Creía en la libertad política y

detestaba toda clase de dictaduras, tanto la fascista como la comunista, tanto la racista

como la proletaria. A través de su oficio siempre trató suscitar en España el interés de las

masas por las graves cuestiones sociales y políticas del momento, ya que estaba

2 Ibidem, p 13.

3 A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. Espasa Calpe, Colección Austral, Madrid, 2010, p 25-26.

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convencido de que era necesario el control y la participación activa de la opinión pública

en la vida del país. Enterándose de lo que estaba pasando en España, con las numerosas

luchas políticas y de clases y la peligrosa difusión de las ciegas ideologías totalitarias que

iban contagiando todo hombre con el virus de la estupidez y de la crueldad, Chaves hizo

abierta denuncia contra los extremismos de ambas facciones, tratando, al mismo tiempo,

pacificar los ánimos, como medio para impedir esa guerra civil que cualquier persona

alerta sabía inminente. Sin embargo, la situación en España ya había llegado a ser

insostenible: el estado de ánimo era el de la una sociedad enfebrecida, devorada y partida

por sentimientos de odio, rencor, atrocidad y sed de venganza, una sociedad en la que la

guerra era contemplada por todos como inevitable, «y unos la aceptaban como el enfermo

desahuciado prefiere acabar de una vez a ir muriendo un poco cada día, y otros (...) como

el doloroso trauma ineludibile para el nacimiento de una sociedad nueva»4.

No me voy a adentrar en la explicación de la difícil y compleja situación política

española anterior a la sublevación militar del 18 de julio 1936; sin embargo, cabe destacar

que los gérmenes del odio fratricida que llevaría a la guerra civil empezaron a difundirse

ya a partir de la instauración de la segunda República. Sólo los dos episodios del 10 de

agosto de 1932 – fecha del fracasado entento de golpe de Estado reaccionario del general

Sanjurjo- y del octubre de 1934 -con la revolución de las Asturias reprimida en la sangre

por el gobierno de la República- bastarían para darnos la idea del escaso respeto que

derecha e izquierda comenzaron ya a manifestar hacia el sistema democrático establecido

sin violencia el 14 de abril del 1931. Cada una de las dos facciones no sabía aceptar la

imposición pacífica de un turno legal de la una sobre la otra desde el gobierno; este deseo

de prevalecer siempre y valiéndose de cualquier medio, inclusa la violencia, sobre la parte

opuesta, será una de las causas del conflicto civil del ’36.

Contrariamente a lo que los historiadores han sostenido durante muchísimos años, es

decir, que el fracaso del régimen democratico en España fue causado exclusivamente por la

sublevación de los militares de derecha, últimamente unos estudiosos, como el italiano

Gabriele Ranzato, han logrado demostrar que la responsabilidad no fue unilateral. En unas

obras publicadas a lo largo de los últimos años, y en particular en la más reciente, titulada

La grande paura del 1936. Come la Spagna precipitò nella guerra civile (Laterza),

Ranzato refuta muchas de las leyendas y de las creencias todavía actuales sobre esa lucha

4 García Escudero, José María, La España dividida, dentro de La guerra civil española. Una reflexión moral 50 años después, autores

varios, Editorial Planeta, 1986, Barcelona, p 115.

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cainita de 1936 en la que las tropas de Franco se enfrentaron a la República de Manuel

Azaña: su tesis principal es que la perpetuación de la imagen de España en la primavera del

1936 «come quella di un Paese di democrazia liberale accettabilmente funzionante, capace

di garantire la continuità del suo sistema politico-economico al riparo da qualsiasi

sovvertimento rivoluzionario, che sarebbe stato trascinato alla guerra civile solo da una

sollevazione militare reazionaria e fascista» es «discutibile». En España las tensiones

políticas y sociales habían acabado haciéndose demasiado fuertes: la democracia ya había

sido violada inevitablemente. Y no sólo por el extremísmo reaccionario de la derecha, sino

también por los excesos a los que llevó la ceguera de la ideología revolucionaria.

Todo esto Chaves lo decía ya, implícitamente, hace más de setenta años en A sangre y

fuego:

Pero la estupidez y la crueldad se enseñoraban de España. ¿Por dónde empezó el contagio? Los caldos de

cultivo de esta nueva peste, germinada en ese gran pudridero de Asia, nos los sirvieron los laboratorios de

Moscú, Roma y Berlín, con las etiquetas de comunismo, fascismo o nacionalsocialismo, y el desaperbecido

hombre celtíbero loa absorbió ávidamente. Después de tres siglos de barbecho, la tierra feraz de España hizo

pavorosamente prolífica la semilla de la estupidez y la crueldad ancestrales, Es vano el intento de señalar los

focos de contagio de la vieja fiebre cainita en esto o aquel sector social, en esta o aquella zona de la vida

española. Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido con identica

profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España.5

La responsabilidad no es exclusiva de uno u otro bando: ambos, con sus actitudes

extremistas, ayudaron al estallido de la guerra civil. En ambos había asesinos, idiotas y

bestias que, llevados por la ceguera de la ideología, contribuyeron a la muerte de la

democracia. No fue una guerra entre víctimas y verdugos, entre inocentes y culpables; fue

una guerra en que el hombre luchó contra los demonios que su misma naturaleza humana

había logrado crear.

A lo largo de los nueve alucinantes relatos de A sangre y fuego, Chaves pinta y

desarrolla esta obcecación española en una prosa limpia y escueta, manteniendo una

postura liberal, abiertamente en contra de la opresión y la rebelión franquista, pero, al

mismo tiempo, desprovista del encono, la rabia y la ofuscación que aparece en otros relatos

5 A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. Espasa Calpe, Colección Austral, Madrid, 2010, p 26-27.

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de guerra. Su magnifica ecuanimidad es la que logra dar perennidad a su narración y

situarla por encima de pasiones incontroladas. Quizá sea este aspecto de la personalidad

del escritor el más destacado, si lo situamos en la época en que la obra fue escrita: su

visión clara, contundente y analítica en el momento mismo de los acontecimientos es algo

por cierto inusual. Lo poco que vio de la guerra en los escasos meses que quedó en España

le fue suficiente para intuir lo que iba a venir.

Chaves representa el paradigma del intelectual íntegro y comprometido con su

tiempo; un escritor y periodista de talento excepcional que expresó toda su fe en la

democracia y en la república. Permaneció en Madrid al lado de la causa republicana y del

pueblo hasta que, desilusionado y entristecido, comprobó la ineptitud y la cobardía de las

autoridades, que huían de Madrid, dejando a los hombres a luchar en las trincheras y las

mujeres y los niños bajo los bombardeos fascistas.

Chaves, en definitiva, acaba por encarnar una víctima, «el hombre devorado por las

posturas extremistas, símbolo sin proponérselo de una España cuya piel desgarran para

adueñarse de ella dos enemigos en contienda: los rojos y los azules, los bolcheviques y los

nazis, los cavernícolas y los extremistas proletarios. Contienda equivocada cuyas

consecuencias todavía no ha dejado de pagar España»6.

Sobran más palabras.

6 Cintas Guillén, María Isabel, La gesta de los caballistas, actas del curso “Andalucía: guerra y exilio”, Juan Ortiz Villalba editor,

Universidad Pablo de Olavide, Fundación El monte, Sevilla, 2005, p 125.

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2. Noticias biográficas:

Los datos que conocemos sobre la vida de Manuel Chaves Nogales pueden ser

subdivididos en diferentes etapas según un criterio que podríamos llamar “geográfico”: de

Sevilla, su ciudad natal, se marchó a Madrid para después dejar de manera definitiva el

país y salir al exilio durante la guerra civil española.

Vamos a ver más en detalle cómo se desarrolló la vida de este autor. Es más, he añadido

al final de esta primera parte biográfica la cronología de los acontecimientos históricos y

políticos más importantes de España desde 1898 hasta 1975, para facilitar la lectura y

comprensión de los hechos que mencionaré hablando de la vida del autor tratado.

2.1 La etapa andaluza: Sevilla (1897-1922).

Nacido en Sevilla el día siete de agosto de 1897, Manuel Chaves Nogales formó

parte de una estirpe de articulistas y escritores, hombres y mujeres del mundo del arte, las

letras y la música. La madre, Pilar Nogales Nogales, fue concertista de piano; el padre,

Manuel Chaves Rey –hijo de José Chaves Ortiz (1839-1903), conocido pintor de temas

taurinos-, fue periodista y redactor-jefe de El Liberal y Cronista Oficial de la ciudad de

Sevilla.7 Sin embargo, fue tal vez su tío José Nogales (1860-1908) la persona que más

influyó en la formación del escritor: abogado y periodista, primer director de El Liberal de

Sevilla, escribió también unos cuentos, tanto que Blasco Ibáñez llegó a definirlo uno de

los mejores cuentistas españoles. Fue autor comprometido con la realidad política española

y defensor de la ideología regeneracionista en sus obras extensas más conocidas: Mariquita

León, Las tres cosas del tío Juan y El último patriota.8

A la muerte del padre en 1914 Manuel y su familia quedaron en una penosa situación

económica. La madre tuvo que afrontar la situación valiéndose de sus estudios musicales:

empezó a dar clases particulares y pequeños conciertos para sacar adelante cuatro hijos. Es

más, el Ayuntamiento de Sevilla acudió en auxilio de la desdichada familia del que tanto

7 Manuel Chaves Rey (1870-1914) fue, además de un gran periodista, académico de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla y

correspondiente de la Real Academia de la Historia de Madrid. Asistió a tertulias literarias donde tuvo como compañeros a Luis

Montoto, José Nogales o Francisco Rodríguez Marín. Incluso escribió unas obras literarias como la novela Constancia y el poema

Perder el tiempo.

8 Cintas Guillén, María Isabel, Manuel Chaves Nogales. La obra Narrativa Completa, Fundación Luis Cernuda, Diputación de Sevilla,

1993, vol. I, IX, p XV.

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amor demostró a su ciudad pasandole una renta de ayuda durante unos años. Entre tanto,

ya hacía tres años que el joven Manuel frecuentaba la redacción de El liberal. Al principio

simplemente acompañaba al padre; sin embargo, al poco tiempo empezó él también a

realizar pequeñas colaboraciones sin firma. De esta manera, pudo aprender directamente

desde el terreno y confirmar las enseñanzas familiares, dando vida al germen de lo que será

la mayor pasión de su vida: el periodismo.

Manuel logró compaginar, pues, sus estudios de Filosofía y Letras en la Facultad de

Sevilla con el trabajo en la prensa local: en 1915 terminó los textos de la Crónica

abreviada o Registro de Sucesos de la ciudad de Sevilla9 de los años 1913 y 1914, que su

padre había empezado antes de morir y que más tarde sería publicada. Como él, al

principio del siglo otras pesonalidades importantes –Luis Montoto, Fernando Llorca,

Eugenio Sedano, José Laguillo....- se habían formado también como periodistas en los

talleres de los periódicos locales El Noticiero Sevillano, El Liberal de Sevilla, La Noche, El

Correo de Andalucía, Heraldo de Sevilla, entre otros10.

Además, sus estudios en el Ateneo de Sevilla fueron fondamentales para la

formación de su personalidad: el Ateneo era un foco de atracción de intelectuales,

periodistas, artistas y políticos, y centro irradiador de intensa actividad. Por la

frecuentación de ambientes como esto y por su ser impulsado por inquietudes,

preocupaciones y afinidades intelectuales, el joven Manuel no podía quedar fuera del flujo

de los acontecimientos. Colaboró ya como redactor en las páginas de El Noticiero

Sevillano y La Noche, también de Sevilla, desde el 1918 hasta el 1921; paralelamente,

comenzó también su actividad literaria. El año 1920 se publicó en Madrid su primer libro

de relatos breves titulado Narraciones Maravillosas y biografías ejemplares de algunos

grandes hombres humildes y desconocidos11, en el que Chaves dibuja y describe unos

estereotipos humanos que se enfrentan y luchan contra las dificultades y los dolores de la

vida cotidiana.

9 Crónica abreviada o Registro de sucesos de la ciudad de Sevilla, Tip. De la guía Oficial, Sevilla, 1915-16.

10 Cintas Guillén, María Isabel, Manuel Chaves Nogales. La obra Narrativa Completa, Fundación Luis Cernuda, Diputación de Sevilla,

1993, vol. I, IX, p XVII.

11 Narraciones Maravillosas y biografías ejemplares de algunos grandes hombres humildes y desconocidos, Caro Reggio, Madrid, s/a,

(1920).

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Precisamente ese año, 1920, conoció a Ana Pérez, su vecina de casa de aquel tiempo,

una mujer cordial y llena de gracia que lo enamoró y que acompañaría a nuestro autor

durante toda su vida. El matrimonio tuvo cuatro hijos; Ana falleció el 20 de mayo de 1992.

Desde mediados de los años veinte la ciudad de Sevilla empezó a prepararse para la

magna Exposición Iberoamericana que tendría lugar en 1929. Por petición del

Ayuntamiento Hispalense en el mes de febrero de 1920 apareció la obra titulada Quien no

vio Sevilla...12

. Varias personalidades de la vida cultural profundizaron y describieron

distintas facetas de la capital andaluza; un joven casi desconocido trató el tema de la

ciudad con un lenguaje nuevo y desde una perspectiva original. Ese joven era Manuel

Chaves Nogales y el texto un esbozo de su obra La Ciudad, que aparecería al año

siguiente13. Manuel Bernal Rodríguez, estudioso de la vida y de la obra de Chaves, afirma:

La Ciudad es uno de los más penetrantes y ajustados análisis de la esencia de Sevilla, que sorprende por tratarse de la ópera prima de un autor tan joven. Lejos de caer en folclorismos más o menos bastardos y en oropeles de artificio, Chaves se propone una exploración interior de la Sevilla inmutable, que permite vislumbrar la Sevilla que fue, la que pudo haber sido y la que es para quienes, como él, procuran entenderla. Todo muy alejado de la autocomplacencia ignorante y culturicida de lo “sevillí”. Chaves no falsea datos ni prodiga halagos; a la ciudad hay que tomarla como es, reconociendo sus tropiezos, su permanente tendencia al aislamiento.14

Fueron razones familiares las que llevaron a Chaves y a su esposa Ana a presenciar

en 1921, en Córdoba, el nacimiento de un nuevo periódico, La voz, que pretendía ser

moderno y bien equipado. En Córdoba nació también su primera hija, Pilar; más adelante

nacerían el resto de sus hijos: Josefina, Pablo y Juncal.

Sin embargo, el clima cultural sevillano y, en general, del Sur de España poco a poco

empezó a resultarle estrecho. Aunque en estos años la capital andaluza se caracterizaba por

una fuerte excitación intelectual y vital, ese ambiente dejó de estimularlo: a menudo se

encontraba oprimido por la falta de perspectivas y de visión de futuro que creía advertir en

algunos sectores de la vida pública. Por eso en 1922 se marchó a Madrid; ya no volvería a

residir en Sevilla. Sin embargo, no cortó todas las relaciones con la ciudad, donde, de vez

12

Quien no vio Sevilla..., Gironés, Ayuntamiento de Sevilla, Sevilla, 1921.

13 La Ciudad, Talleres de La voz, Sevilla, 1921.

14 Bernal Rodríguez, Manuel, El periodista comprometido. Manuel Chaves Nogales. Una aproximación. Sevilla: fundación centro de

estudios Andaluces, 2009, p 12.

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en cuando, volvería para realizar visitas a familiares y amigos. Como dijo en alguna

ocasión el propio autor,

es maravilloso que Sevilla sea eternamente única y bella, aunque para ello, algunos sevillanos tengamos que dejarla para poder hacerla aún más bella y más única.15

Termina así, con la salida de Sevilla, la primera etapa de la vida de Chaves Nogales,

etapa de formación e iniciación al periodismo y a la narración, pasiones que el autor

cultivó aún más durante su permanencia en la capital española.

2.2 Segunda etapa: Madrid (1922-1936).

Como para muchos otros jóvenes intelectuales de principio de siglo, también para

Manuel, como hemos dicho, Madrid – señuelo de intelectuales y lugar imprescindible para

el ejercicio del periodismo- fue la meta. Allí llegó en 1922 con la intención de hacer

carrera profesional: a partir de entonces y hasta el momento de su exilio en plena guerra

civil, Chaves desempeñó una intensísima actividad como periodista y escritor. Gracias a un

currículum interesante (dos libros publicados y una buena experiencia en el mundo de la

prensa) logró ser aceptado en diferentes periodicos de la capital. Podríamos subdividir este

periodo en tres fases bien ilustrativas de la evolución profesional de nuestro personaje:

- La primera abarcaría los años desde 1924 hasta 1930, en los que trabajó en el

Heraldo de Madrid -del que llegó a ser redactor jefe-, en La Acción (en 1925)

mientras que en 1928 empezaron sus colaboraciones en Estampa que durarían hasta

1936, año de su salida al exilio.

- La segunda, de 1930 a 1936, se caracterizó sobre todo por su permanencia en Ahora.

- La tercera y última etapa fue mucho más breve pero muy intensa: abarcaría desde

junio a noviembre de 1936, época en que actuó como “camarada director” del Ahora

rojo.16

Durante la primera de estas tres etapas, pues, Chaves comenzó a introducirse en el difícil

mundo periodístico madrileño con el que ya había tenido contactos previos (probablemente 15

Cintas Guillén, María Isabel, Manuel Chaves Nogales. La obra Narrativa Completa, Fundación Luis Cernuda, Diputación de Sevilla,

1993, vol. I, IX, p XX.

16 Bernal Rodríguez, Manuel, El periodista comprometido. Manuel Chaves Nogales. Una aproximación. Sevilla: fundación centro de

estudios Andaluces, 2009, p 13.

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lo ayudó también el nombre del tío, José Nogales, recordado y conocido en los ambientes

periodísticos de la capital). Es más, asistió a tertulias literarias, entabló amistad con

periodistas y escritores, se inscribió en la Asociación de la Prensa de Madrid y en la

Agrupación Profesional de Periodistas (1927-1937). Como ya hemos dicho, colaboró con

diferentes periódicos, pero el grueso de su trabajo lo realizó en Heraldo de Madrid, un

periódico instalado de antiguo en la vida española: cuando Chaves llegó a él, en 1924, era

un diario consolidado al que interesantes firmas habían dado prestigio.

Cabe destacar que estos fueron años difíciles para el mundo de la prensa española,

que sufrió las consecuencias de la Dictadura de Primo de Rivera, proclamada el 23 de

septiembre de 1923, cuando Chaves ya estaba en Madrid. El dictador había impuesto una

censura de prensa que obligaba a los periodistas –como pasa en todas las dictaduras- a

hacer malabarismos para conservar la pureza de información. Se habían prohibido los

trabajos políticos, pero no se podía impedir que, de una u otra forma, se ocultara la

denuncia en esta actividad, que no podía y no puede existir sin respirar libertad. Entre

tanto, pues, vedado el tema político, los periodistas se ocupaban de sucesos secundarios,

menores: asuntos locales y de carácter neutral, pero que en el fondo, estaban inspirados por

la pasión política. La prensa hizo todo lo que podía por luchar contra el sistema que no le

permitía expresarse en libertad, sistema que, de esta manera, mantenía a la opinión pública

en un sopor cercano a la falta de interés. En este clima empezó la colaboración de Chaves

con el Heraldo de Madrid; al principio, pues, la suya fue una colaboración sobre todo

coyuntural, poco comprometida con la realidad política. Sin embargo, ya se podía observar

en sus primeros trabajos la voluntad del Chaves periodista de hacer lo posible para

mantener vivo el interés del lector por estar informado: sus artículos y sus crónicas siempre

trataban de llevar no solo una buena información sino también una crítica de amplias miras

y una opinión constructiva, aunque sincera.

En el año 1926 se produjo un cambio fundamental en su profesión: de periodista de mesa a

enviado especial. Un hecho singular lo levantó del sillón de la redacción en el mes de abril

y lo lanzó por los caminos de la crónica puntual de los acontecimientos que ya en adelante

marcará su quehacer informativo: unos aviadores –Franco, Ruiz de Alda, Rada y Durán-

regresaban triunfadores de la experiencia de atraversar el Atlántico a bordo del Plus Ultra 17. Fue este trabajo el que produjo el cambio en la actuación profesional de Chaves:

17

Cintas Guillén, María Isabel, Manuel Chaves Nogales. La obra periodística, Fundación Luis Cernuda, Diputación de Sevilla, 2000, vol.

I, p L..

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16

decidió, pues, abandonar la redacción e ir tras la noticia. Inició así su camino de periodista

moderno, eficaz y activo: durante todo el mes de abril –probablemente a causa de la

censura que no permitía tratar asuntos más importantes y no por la ausencia de problemas

nacionales e internacionales- el periódico informó de la aventura de los aviadores e infló el

acontecimiento hasta el límite con homenajes de reconocimiento hasta exagerados. En

estas primeras crónicas el periodista aprendió a sacar todo el posible jugo informativo de

una noticia. Como puntualiza la investigadora María Isabel Cintas Guillén:

Por primera vez aparecieron crónicas de Chaves durante varios días seguidos. “La emoción de Huelva”, 5 de abril; “Indescriptible entusiasmo en Huelva”, 6 de abril; “Los héroes de un día y los héroes de veinte años”, 7 de abril....No son meras crónicas informativas, sino que están llenas de agudas observaciones de los pueblos y las gentes, poéticas evocaciones, recursos en definitiva plenos de amenidad y belleza que aparecen como un remanso de atención y cuidado (incluso formal y lingüístico) dentro del árido panorama de la prensa del momento. Chaves es capaz de establecer interesantes conexiones que traspasan la más anodina noticia al ámbito más actual y denso de contenido. A este respecto me parece muy significativa la última de las crónicas citadas en la que el recibimiento que Sevilla tributa a los aviadores sirve de base para la evocación de otros héroes, los obreros sevillanos que realizaron la corta de la Cartuja veinte años antes.18

Al año siguiente, en 1927, acabada la fase de “formación profesional”, la actividad

periodística de Chaves siguió afinándose y mejorándose: poco a poco su periodismo se

hizo cada vez más arriesgado, más comprometido con la actualidad.

Dos hechos de interés tuvieron lugar ese año en la vida de Chaves: su incorporación

a la Masonería y la concesión del premio de periodismo Mariano de Cavia.

Respecto al primero, sin duda este importante hecho debió de marcar su actividad

inmediata. Aunque en principio la organización masónica no tenía como objetivo el de

intervenir directamente en las cuestiones políticas, los acontecimientos principales de la

crónica nacional española de los años veinte y treinta pusieron en relieve la forma

particular de entender la realidad y participar en ella que la Masonería representaba. Sus

principios convencieron a una clase social media, burguesa pero con plena conciencia

social, que se sintió atraída por los principios de libertad, igualdad y fraternidad que la

Orden propugnaba:

18

Ibidem, p LI.

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17

La dictatura de Primo de Rivera y más tarde la República propiciaron la inscripción en las logias de personajes del mundo intelectual, militar y político, deseosos de intervenir de forma activa en la vida nacional y contribuir al equilibrio nacional, puesto en cuestión por los acontecimientos políticos.19

Chaves se incorporó a la Orden adoptando el seudónimo de Larra: el hecho de haber

elegido este nombre para su afiliación a la Masonería fue muy significativo ya que la

elección del nombre significaba una identificación casi espiritual con el elegido, cuya vida

se convertía para el nuevo masón en una especie de ideal digno de imitar. De hecho, la

admiración por Larra fue una verdadera constante en la vida de Chaves, que poco antes de

su entrada en la Masonería le dedicó un homenaje en su artículo titulado “El español fuera

de España”.

Meses más tarde de su incorporación a la Francmasonería, Chaves Nogales recibió

por un reportaje20 titulado “La llegada de Ruth Elder a Madrid” el premio “Mariano de

Cavia”21. Ruth Elder fue la primera mujer en realizar sola la travesía del Océano Atlántico

a bordo de un avión Junkers; Chaves, con otros seis periodistas, tuvo la exclusiva mundial

de viajar con la aviadora durante la ruta Madrid-Lisboa. Gracias a esta “crónica” consiguió

el premio y aumentó su interés por el avión, medio de transporte moderno, fundamental

para el reportero internacional que deseaba llegar a ser, única manera para ir tras la noticia

y la actualidad. Después de la concesión de este premio, su actividad se volvió frenética.

Empezó a viajar constantemente: Venecia, Ginebra, Marsella; Londres, Sintra,

Barcelona....

Fortalecida por el reconocimiento, su actividad continuó y se hizo más suelta y

segura. En el año 1928 comenzó nuestro autor una colaboración con Estampa que duraría

hasta 1936. En el mismo año empezó, a petición de su periódico, Heraldo de Madrid, un

viaje bastante largo por Europa, que se recogió después en veintiseis crónicas que fueron

publicadas en el periódico desde el 6 de agosto hasta el 5 de noviembre, y afectadas por la

censura. Gracias a este largo periplo Chaves tuvo la oportunidad de conocer y entrevistar a

hombres y mujeres protagonistas de la historia. Es más, se enfrentó con la realidad de la

convulsa Europa: pudo ver de cerca las consecuencias que habían dejado, más de diez años

19

Cintas Guillén, María Isabel, Manuel Chaves Nogales. La obra periodística, Fundación Luis Cernuda, Diputación de Sevilla, 2000, vol.

I, p LVII.

20 Se le llama reportaje, aunque fue una sucesión de crónicas. Esta confusión de géneros era habitual en la época.

21 El premio “Mariano de Cavia “ del año 1927 se falló el 10 de mayo de 1928 y se publicó en el ABC de Madrid el 12 de mayo de 1928.

El premio se adjudicó al trabajo registrado con el n°208 y publicado en Heraldo de Madrid, en octubre de 1927.

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18

después, la revolución bolchevique de 1917 y la guerra civil en la U.R.S.S.; el desarrollo

de los fascismos; la preparación de la segunda Gran Guerra Europea y los esfuerzos de

mediación en los conflictos de la Sociedad de Naciones.

Este viaje debió de durar unos meses y las crónicas, ilustradas con interesantes

mapas y fotografías, aparecieron en el periódico según se iban produciendo.

En 1929, debido al gran éxito conseguido en la prensa por el reportaje, la editorial

Mundo Latino, integrada en ese momento en el Consorcio Iberoamericano de

Publicaciones (C.I.A.P), publicó La vuelta a Europa en avión. Un pequeño burgués en la

Rusia roja.22

Es más, usando los datos obtenidos en este viaje por Rusia, Chaves escribió

una especie de estudio sobre el amor en la Rusia roja titulado La bolchevique enamorada

para una colección de folletines entonces tan en boga, la colección Asther de Barcelona.

En noviembre del mismo año Chaves dejó su cargo de redactor jefe de Heraldo de

Madrid ya que tenía una nueva misión: la de corresponsal en París. Durante su periplo por

el viejo continente había establecido importantes contactos no solo en la capital francesa,

sino también en los otros paises, contactos gracias a los que consiguió entrar en el mundo

del periodismo europeo.

Al año siguiente, en 1930, empezó otro recorrido por Europa para buscar los

personajes más célebres de la revolución rusa en el exilio, personajes pertenecientes a

todas las diferentes clases sociales de la emigración.

Son entrevistados desde el gran Duque Cirilo, proclamado emperador, hasta el metropolita ortodoxo Eulogio; desde la antigua amante del zar, Matilde Kchesinska, hasta Kerenski. Se dan noticias de los Romanoff, de Trotsky, de los emigrantes de Ucraina, Georgia, Azerbaiyán y el Cáucaso hasta configurar el panorama de la vida a que se ven reducidos los dos millones de rusos de la emigración.23

La serie apareció en el periódico Ahora en entragas diarias y tuvo un éxito tan grande que

la editorial Estampa la publicó en un nuevo libro, Lo que ha quedado del imperio de los

zares24, en 1931.

22

La vuelta a Europa en avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja. Mundo Latino (C.I.A.P.), Madrid, 1929.

23 Cintas Guillén, María Isabel, Manuel Chaves Nogales. La obra Narrativa Completa, Fundación Luis Cernuda, Diputación de Sevilla,

1993, vol. I, IX, p XXIX.

24 Lo que ha quedado del emperio de los zares. Estampa, Madrid, 1931.

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19

Pero volvamos al 1930, año fundamental para la historia de España: el 28 de enero

cayó el Gobierno. Durante la dictadura de Primo de Rivera, Heraldo siempre se había

expresado en favor de la democracia, defendiendo, en lo posible, los principios

democráticos. Desde la caída del Gobierno, se encargó de conservar la memoria del

régimen de oprobio que había vivido España desde el 15 de septiembre de 1923, para

intentar evitar que los hechos volvieran a repetirse.25 Por la dictadura se había obligado al

destierro a una buena parte de españoles que a ella se opusieron. Como siempre pasa, la

clase intelectual fue sin duda la más afectada: emigraron personalidades importantes como

Blasco Ibáñez, Sancho Guerra, Santiago Alba, Unamuno y Ortega y Gasset.

Aunque su trabajo como redactor jefe en Heraldo había acabado, la labor periodística

de Chaves Nogales en Madrid seguía a través de sus colaboraciones con Estampa,

empezadas en 1928, poco después de su nacimiento. Esta representaba un mundo bastante

distinto al de Heraldo: se trataba de una revista gráfica y literaria que conoció desde el

principio un éxito espectacular. Iba dirigida a un público básicamente femenino, pues

aparecian en ella las firmas de mujeres importantes; sin embargo, conoció también la

colaboración de escritores y periodistas. Al principio, en Estampa se publicaron secuencias

de novelas, cuentos, trozos de entrevistas y opiniones de Chaves; sin embargo, a partir de

noviembre aparecieron también periódicas crónicas –Moscú se divierte; Venecia o la

superstición del arte; El invierno en Rusia, por ejemplo- y reportajes de una sola entrega -

¿Quinientos millones de hombres en guerra?; Quién era el general ruso Kutepov- que

había escrito aprovechando los datos obtenidos en el viaje por Europa. Uno de estos

reportajes, en particular, resulta interesante: el titulado Los flamencos de París.

Montmartre, sede de la flamenquería, donde informó haber conocido a un bailarín con el

que mantuvo interesantes conversaciones, da las que salió uno de sus reportajes novelados

más significativos: El maestro Juan Martínez que estaba allí, que vería la luz en 1934.

La visión que Chaves presentaba en él de la tan admirada revolución rusa debió ser sorprendente para muchos e inadecuada por inoportuna para los más extremistas de la izquierda. Pero, por otro lado, esta misma intención de transmitir al lector la idea de la no aceptación de la admiración ciega hacia la revolución bolchevique, sitúa el texto en el ámbito de lo que Martín Vivaldi y Dovifat, entre otros, consideran el gran reportaje: lo convierten en un trabajo personal, libre, interpretativo y de altos vuelos literarios. Chaves

25

Cintas Guillén, María Isabel, Manuel Chaves Nogales. La obra periodística, Fundación Luis Cernuda, Diputación de Sevilla, 2000, vol.

I, p LXXIV.

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20

aprovechó la conyuntura para manifestar su opinión, contraria a los excesos revolucionarios que nunca llevan a los pueblos a buen fin.

26

El segundo semestre del año 1930 fue un periodo de trabajo bastante intenso para

nuestro personaje: el 16 de diciembre apareció el nuevo diario Ahora, cuyo “realizador” y

subdirector era el mismo Chaves. Cuando Manuel fue requerido por Luis Montiel, director

del periódico, se encontraba en el “climax” de su carrera periodística: a los treinta y tres

años tenía una gran experiencía de trabajo en otros periódicos nacionales, había viajado por

toda Europa y publicado unos libros.

Ahora era un periódico de información gráfica, popular, de tendencia popular y

burguesa, independiente de partidos políticos y gabinetes ministeriales:

[...] Ahora surgió como un periódico planteado industrialmente, es decir, era una manifestación del liberalismo capitalista (quizá la primera en España de esta actividad) y se orientaba por tanto hacia la consecución de un beneficio económico resultante de la relación entre el producto informativo y el número de lectores y anunciantes. El no depender financieramente más que de su editor y director le garantizaba la independencia de juicio y lo libraba de presiones políticas.27

Por este fuerte deseo de imparcialidad el periódico mantuvo en su corta pero fecunda

vida una mentalidad de centro, es decir, una mentalidad basada esencialmente en un

conjunto de ideologías no extremistas: por consiguiente, evitó siempre el tratamiento de

temas polémicos desde ópticas extremistas y se situó al lado del gobierno legalmente

instaurado. El hecho de tener una ideología definida no obligaba el periódico a hacer

continuas manifestaciones confesionales, sino que lo liberaba de hacerlas. Cuando el 14 de

abril de 1931 se proclamó la Segunda República, Ahora apoyó claramente el nuevo orden

establecido.

En estos primeros años de la nueva década Manuel Chaves Nogales desarrolló una

frenética actividad, gracias a la que fue posible convertir Ahora en un periódico moderno,

dinámico y bien escrito. Creó una verdadera red de informadores y enviados especiales

para poder realizar una información clara y de nivel mundial: él mismo informaba desde

Italia, Alemania y Portugal; de este último país fue expulsado por publicar unos artículos

que denunciaban la costrucción por los nazis de campos de concentración. Consiguió

26

Ibidem, p CXXXVIII.

27 Ibidem, p LXXXIV.

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21

también que colaborasen en el periódico unas de las mejores plumas de España: Pío

Baroja, Miguel de Unamuno, Ramiro de Maeztu, Azorín e incluso Valle-Inclán, entre

otros.

Chaves dio a Ahora su sello personal. El periódico se conformó poco a poco con la personalidad de su vice-director, incluso se le escapó de las manos al propietario. Pero lo cierto fue que conoció un éxito fulminante; en el número del jueves de marzo de 1931, apenas tres meses después de su creación, se declaraba que la tirada era de ciento cincuenta mil ejemplares diarios, cifra nada despreciable, incluso teniendo en cuenta las exageraciones en las que caían los propios periódicos.28

Es más, estos fueron años llenos de ilusiones y expectativas políticas para Chaves:

tomó partido por la República y se hizo amigo de Manuel Azaña, que manifestaba una gran

simpatía por el joven periodista. Hasta llegó a formar parte de la tertulia de íntimos que se

organizó en torno al político: de esta manera consiguió conocer de primera mano el devenir

de los acontecimientos históricos de la época. Se ocupó de los problemas más serios y

graves del país como, por ejemplo, de la situación en los campos, sobre todo de Andalucía:

en noviembre de 1931 hizo una visita al campo andaluz, cuyo producto fue un reportaje

que apareció en cinco entregas en Estampa.

Al año siguiente, en 1932, la situación en España se hizo aún más difícil: la agitación

social, los brotes anticlericales, la presencia de la reacción militar aparecieron bien pronto.

Durante este año conflictivo, la amistad entre Chaves y Azaña, entonces Ministro de la

Guerra, se fortaleció: Manuel debió ser para Azaña una persona de confianza y próxima a

su planteamiento político. En cada momento de dificultad lo defendió desde las páginas de

sus periódicos, hinchando sus decisiones e ideas. En medio de la intensa actividad

informativa a que obligaban los complicados acontecimientos políticos del tiempo y que,

por otra parte, atraían sobremanera el periodista, Chaves encontró tiempo también para la

literatura. El domingo 31 de enero de 1932 apareció en Ahora un relato de tres páginas

titulado El hombre equívoco: bien construido, el relato conservaba el necesario equilibrio

entre lógica e intriga, resultando muy adecuado para servir de entretenimiento y

relajamiento en la lectura de una prensa que llevaba las pulsaciones de los acontecimientos

políticos que se vivían. 29

28

Ibidem, p XCII.

29 Ibidem, p CVIII.

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22

A lo largo de 1933 aparecieron en Ahora nuevos trabajos con la firma de Chaves:

cada uno trataba una temática distinta, pero todos eran de la máxima actualidad. En

particular, le interesó el análisis de la extensión del comunismo libertario en España: se

ocupó, pues, en particular, del episodio sangriento de Casas Viejas30 -episodio por muchos

considerado el principio de la caída del gobierno de Azaña- y, en general, de la situación

del campesinado de Andalucía y de Extremadura.

Sin embargo, la actividad periodística más importante emprendida por Chaves durante este

año 1933 fue el recorrido realizado por Alemania e Italia para recoger los datos necesarios

para la elaboración de uno de sus más comprometidos trabajos periodísticos, Cómo se vive

en los países de régimen fascista, publicado en once entregas desde el día 14 al 28 de

mayo. Intelectual ponderado, Chaves se opuso siempre a todas las posturas extremistas, de

derecha como de izquierda, denunciándolas en sus artículos, y por eso tuvo que pagar un

precio muy alto a lo largo de su vida, como veremos.

Durante el año 1934 continuó para el periodista la intensa actividad viajera. En abril

se produjo la ocupación de Ifni y Chaves, siempre como corresponsal de su periódico, fue

allí y convivió con soldados y pueblo para analizar la problemática del conflicto bélico que

libraba España en estas tierras africanas.31 Casi a diario y durante cerca de un mes, envió

las crónicas de la ocupación, realizando uno sus trabajos más extensos.

Por otro lado, dentro del territorio nacional la situación se hizo caliente hacia final de

año: el dos de octubre se planteó una crisis de Gobierno y comenzó la llamada revolución

de octubre, con el intento de huelga general y el asalto a los cuarteles. Es más, del 5 al 18

de octubre, en Asturias tuvo lugar la llamada revolución social, quince días de comunismo

en los que se escribió una de las páginas más negras y violentas de la República. En las

crónicas de estos sangrientos acontecimientos que Chaves redactó como enviado especial,

era posible observar un deseo de imparcialidad incluso en los momentos más calientes, un

30

Casas Viejas es un pueblecito de la provincia de Cádiz donde, en 1933, la repreción policial causó la muerte de los campesinos

anarqusitas, Seisdedos entre ellos, así como la ejecución sumaria de catorce personas más.

31 En el reparto que del territorio africano se realizó en 1884, se había adjudicado a España el territorio costero de Ifni, que sin

embargo estaba enclavado en pleno protectorado francés. Francia y España no llevaban una política colonial acorde y el Gobierno

republicano español, si bien no cedió a las pretensiones independentistas de algunos partidos de la izquierda, sí intentó racionalizar los

costes de la ocupación, consciente del valor estratégico de los territorios ocupados. En abril de 1934, coincidiendo con el tercer

aniversario de la proclamación de la República, y agobiado por otros mil problemas, el gobierno Lerroux ocupó el enclave costero de

Ifni.

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23

análisis exhaustivo de los hechos, una exposición ordenada y sistemática de los

acontecimientos que coloca en su sitio a cada personaje, evitando la distorsión.32

Quizá por el deseo de comunicar su mensaje de persona ecuánime y enemiga de los

extremismos políticos Chaves decidió escribir, al año siguiente, una especie de reportaje-

biografía de Juan Belmonte33: célebre torero salido del pueblo, fue triunfador en vida

gracias a su esfuerzo y, sobre todo, fue portador de una nueva idea de concordia en el

ambiente de la lucha de clase. Este folletín-reportaje apareció publicado en la revista

Estampa, en entregas semanales, del 29 de junio al 14 de diciembre de 1935.

Con el 1936 en España se empezaron a vivir las convulsiones previas a la Guerra

Civil: los españoles se fueron dividiendo en bandos políticos irreconciliables y el equilibrio

que siempre se buscó para proteger el orden democrático acabó por romperse. En sus

reportajes publicados en Ahora al comienzo del mes de junio Chaves ya hablaba de

“bolcheviques y cavernícolas, rojos y fascistas”.34 Los conflictos sociales se extendieron en

el plano de la actividad pública, las diferentes ideologías y pertenencias políticas se

hicieron tan fuertes y evidentes que cualquier actividad colectiva se tiñó de color político.

Los últimos meses de vida de Ahora reflejaron la difícil realidad del país; coherente

con su idea de defender la legalidad elegida a través de las urnas, el periódico se mantuvo

claramente al lado de la República. Su aspecto cambió radicalmente: se hizo más corto,

desaparecieron loa anuncios de producto de consumo, y el tema principal, lógicamente,

llegó a ser la guerra.

El día del levantamiento, el 18 de julio, Chaves se encontraba en Londres; pronto

volvió a Madrid donde, el día 26 de julio, el Consejo Obrero de los sindicatos de

trabajadores tomó posesión del periódico Ahora. Chaves ocupó la dirección,

convirtiéndose en el camarada director como el mismo explicó al año siguiente en el

prólogo de A sangre y fuego:

Yo, que no había sido en mi vida revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la dictatura del proletariado, me encontré en pleno régimen soviético. Me puse entonces al servicio de los obreros como antes lo había estado a los órdenes del capitalista, es decir, siendo leal con ellos y conmigo mismo. Hice constar mi falta de

32

Cintas Guillén, María Isabel, Manuel Chaves Nogales. La obra periodística, Fundación Luis Cernuda, Diputación de Sevilla, 2000, vol.

I, p CXLIV.

33 Juan Belmonte, matador de toros; su vida y sus azañas. Estampa, Madrid 1935.

34 Cintas Guillén, María Isabel, Manuel Chaves Nogales. La obra periodística, Fundación Luis Cernuda, Diputación de Sevilla, 2000, vol.

I, p CLVII.

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convicción revolucionaria y mi protesta contra todas las dictaduras, incluso la del proletariado, y me comprometí únicamente a defender la causa del pueblo contra el fascismo y los militares sublevados. Me convertí en el camarada director y puedo decir que durante los meses de guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental que llegó a alcanzar la máxima tirada de la prensa repúblicana, nadie me molestó por mi falta de espíritu revolucionario, ni por mi condición de pequeño burgués liberal de la que no renegué jamás. [...]Hombro con hombro con los revolucionarios, yo que no lo era, luché contra el fascismo con el arma de mi oficio[...]. Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid, como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas.35

Chaves ocupó la dirección del periódico hasta el 13 noviembre; al mismo tiempo,

después del estallido de la guerra, no volvió a colaborar con Estampa. Incautada por la

CNT, se había convertido en una verdadera revista revolucionaria, claramente republicana

y propagandista de un fuerte antifascismo. Ya que este nuevo tono revolucionario no tenía

nada que ver con el carácter ecuánime y antidemagógico del periodista, sus colaboraciones

con la revista terminaron.

Propio la ecuanimidad de Chaves se convirtió poco a poco en su principal enemigo:

el momento exigía todo lo contrario, es decir, una clara definición partidista, mientras que

él simplemente seguía mantenéndose al lado del gobierno democrático. No obstante, nunca

adoptó una actitud de escapismo ante la situación: se enfrentó a ella desde su puesto de

director de Ahora defendiendo la República contra el fascismo. Siempre manifestó

claramente su postura de demócrata que amaba las libertades, oponéndose de manera firme

a los extremismos que llevaran al crimen.

Cuando el gobierno dejó la capital para mudarse a Valencia, en noviembre de 1936,

Chaves se dio cuenta de que todo esfuerzo por apoyar y conservar el régimen democrático

era inútil: decepcionado y dolorido, comprobó la inoperancia y la cobardía de las

autoridades que abandonaban Madrid, dejando a los hombres en las trincheras y las

mujeres y los niños bajo los bombardeos de la aviación franquista. Pues, ante las amenazas

que de uno y otro lado caían sobre él – había contraído méritos suficientes para haber sido

fusilado por los unos y por los otros-, huyó de España y ya nunca volvió.

Comenzó así la última y quizá más triste etapa de la vida de Chaves, la del exiliado:

35

A sangre y fuego.Héroes, Bestias y Mártires de España. Madrid, Austral, 2010, p 9.

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25

[...]el sin patria (...), en todas partes un huésped indeseable que tiene que hacerse perdonar a fuerza de humildad y servidumbre su existencia. De cualquier modo, suporto mejor la servidumbre en tierra ajena que en mi propia casa.36

2.3 Tercera etapa: París (1936-1940)

Ante la necesidad de huir de España, Chaves eligió Francia como país de su exilio:

Francia era el país de acogida de todos los exiliados, allí fueron los rusos que huían del

terror bolchevique como Chaves había constatado en sus viajes; los italianos, austríacos,

polacos, rumanos, judíos de todas las nacionalidades, “por devoción del mito de la

Democracia”37.

Al llegar, el gobierno puso a su disposición una casa en Montrouge, cerca de París,

donde se instaló con toda su familia. Chaves ya sabía cómo sería la vida de exiliado

político: trabajos esporádicos para sacar adelante a su mujer y a sus hijos; mantener

contacto con otros exiliados; vivir lo más dignamente posible e intentar que no se rompiera

el contacto con la patria. Lo había visto en los exiliados rusos de la revolución a los que

entrevistó para escribir Lo que ha quedado del imperio de los zares.

Se aprestó, pues, a realizar Sprint, una revista casi “artesanal” -en la que trabajaba

toda la familia y unos amigos del escritor- que servía de medio para informar sobre la

situación que se vivía en España, conocida a través de los datos que proporcionaban los

otros expatriatos.

Es más, su fama de gran periodista le permitió conseguir trabajo en la Agencia

“Cooperation Press Service”, que se había especializado en la distribución de artículos

políticos. Fue gracias a ella como Chaves empezó a enviar colaboraciones a diferentes

países del mundo, pero sobre todo a América Latina38. Tuvo contactos con las embajadas

hispanoamericanas y, en enero de 1937, La Nación de Buenos Aires empezó a publicar los

relatos que irían a costuituir una de sus últimas obras literarias, A sangre y fuego. Héroes,

Bestias y Mártires de España. Estas novelas cortas sobre la Guerra Civil española

aparecieron también en francés, en la revista Candide, a partir de abril del mismo año

36

Ibidem, p 10.

37 Cintas Guillén, María Isabel, Manuel Chaves Nogales. La obra periodística, Fundación Luis Cernuda, Diputación de Sevilla, 2000, vol.

I,, p CLXII.

38 Colaboró, en particular, con El tiempo, de Bogotá, El Nacional, de México y con La nación de Buenos Aires, donde se publicaron

muchos de sus artículos escritos durante el exilio.

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26

mientras que, al año siguiente, fueron traducidos y publicados en inglés en Evening

Standard. La obra completa, escrita durante el exilio en Francia entre enero y mayo de

1937, se editó en Chile en el mismo año.

Entretanto, la actividad literaria y periodística de Chaves en París seguía de manera

intensa: empezó a colaborar con L’Europe Nouvelle y Candide, donde le fue posible hacer

un periodismo serio, discreto, liberal y razonador. Su tarea principal era, por supuesto, la

de escribir artículos donde se exponía al público francés el curso de los acontecimientos

que se vivían en España. Trabajó también como corresponsal de la agencia “Havas” y se

hizo gran amigo del director de la misma; fue gracias a esta influyente agencia que en 1940

pudo salir de Francia –que de país de asilo se había vuelto en una verdadera cárcel para los

demócratas- ante el inminente avance de las tropas alemanas. Cabe recordar que a menudo

Chaves Nogales había manifestado en sus artículos de prensa su clara oposición al régimen

hitleriano, llegando incluso a ser buscado por la Gestapo. Es más, durante la Segunda

Guerra mundial defendió abiertamente su oposición al Eje.

Sin embargo, su familia se quedó en Francia y pronto se marchó a un campo de

refugiados cerca de Irún, en la zona fronteriza hispano-francesa, donde nació la cuarta hija

de Chaves, Juncal, -“esa señorita a quien no he sido presentado”, diría más tarde en una

carta el propio escritor-.39 De allí Ana y los hijos volvieron por fin a la querida Sevilla,

donde vivieron al amparo del hermano de Manuel, José, gozando de una seguridad que el

escritor ya no le podía proporcionar.

2.4 Cuarta y última etapa: Londres (1940-1944 )

Dejada la familia, ya solo Chaves fue a Londres, donde se instaló en un pequeño

apartamento de Russel Court frecuentado por otros exiliados españoles, periodistas,

escritores, políticos republicanos. Ya conocido gracias a la traducción en inglés de su Juan

Belmonte, no le fue difícil entrar también en el mundo del periodismo inglés: dirigió “The

Atlantic Pacific Press Agency” entre octubre de 1941 y 1942, agencia en la que conoció a

unos importantes hispanistas como Salvador de Madariaga o Luis Araquistain que dieron a

conocer sus artículos a Hispanoamérica.40 De esta manera, fue posible establecer para

América Latina un eficaz servicio informativo de lo que estaba pasando en Europa.

39

Cintas Guillén, María Isabel, Manuel Chaves Nogales. La obra Narrativa Completa, Fundación Luis Cernuda, Diputación de Sevilla,

1993, vol. I, IX, p XXXVIII.

40 Ibidem, p XXXVIII.

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27

Además, Chaves entró como redactor del Evening News y del Evening Standard, y fue en

este último diario que llegó a tener su propia columna.

En 1941 fue publicada en Montevideo la última obra de Manuel Chaves Nogales, La

agonía de Francia, ensayo en el que el periodista trataba y comentaba la caída y la pena de

ese país que de baluarde de la democracia había vuelto en victima de la dictadura alemana.

Al año siguiente, en 1942, logró montar su propia agencia de noticias: trabajó mucho, su

vida volvió a alcanzar el vértigo profesional de diez años antes pero, esta vez, se

encontraba solo, sin ayuda alguna. La guerra europea y la posguerra española lo mantenían

alejado de su familia y de su patria; inevitablemente su salud empezó a resentirse. El 8 de

mayo de 1944, con 46 años y después de una desafortunada operación quirúrgica, falleció

solo en un hospital del distrito de Chelsea, en Londres. Sólo un mes después los aliados

desembarcarían en Normandía. Sin embargo, Chaves ya había sido condenado en España

por el Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo a inhabilitación

absoluta y perpetua.

Los más importantes medios de difusión europeos e hispanoamericanos –La razón de

Buenos Aires, The Times y el Evening Standard de Londres, L’Europe Nouvelle de París,

sólo por citar unos- dieron noticia de su muerte. Sin embargo, España, como hizo con

tantos de sus hijos ilustres, respondió durante mucho, tal vez demasiado tiempo, con la

ignorancia y el silencio a las inquietudes del periodista.

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29

3. Una aproximación a A sangre y fuego.

3.1 Introducción general: la gestación de la obra y sus distintas ediciones.

Entre los autores que vivieron la Guerra Civil española, sólo pocos pudieron manifestar

una real y verdadera independencia de juicio; hasta menos fueron los que, en sus obras, no

dejaron delatar una especie de admiración y fascinación para el clima de violencia que los

rodeaba. Manuel Chaves Nogales -periodísta y escritor todavía no muy conocido y cuyas

obras se están revalorizando solo en los últimos años- representa una de las excepciones

más significativas bajo ambos aspectos.

Chaves nunca se dejó convencer con las justificaciones “oficiales” aportadas por los

distintos partídos políticos de esa sangrienta lucha entre hermanos, y tampoco nunca se

acomodó a los ideales de uno u otro bando. Mantuvo siempre una visión crítica y personal

que le permitió captar las diferentes facetas y ambigüedades de la realidad; pues, fue por

este particular posicionamento ético que la experiencia de la Guerra y su desarrollo

tragicamente violento lo llevaron a sentir un sentimento cada vez mayor de desconfianza y

desilusión hacia quien estaba contribuyendo a ese insensato fratricidio en nombre de

diferentes objetivos políticos.

Cuando el Gobierno se marchó de Madrid, para Chaves la capital debió de parecer un lugar

irrecuperablemente invadido por las tinieblas de la barbarie en el que las ya débiles

garantías institucionales estaban a punto de desaparecer de manera definitiva. Ante esta

preocupante situación, el autor no pudo menos que huir de España; fue él mismo quien

bien explicó como habría sido insoportable, para un amante de la libertad y de la dignidad

humana, vivir en una sociedad generada por la perversa “selección de la guerra”:

“El hombre que encarnará la España superviviente surgirá merced a esa terrible e ininteligente selección de la guerra que hace sucumbir a los mejores. ¿De derecha? ¿De izquierda? ¿Rojo? ¿Blanco? Es indiferente. Sea el que fuere, para imponerse, para subsistir, tendrá, como primera providencia, que renegar del ideal que hoy lo tiene clavado en un parapeto con el fusil echado a la cara, dispuesto a morir y a matar. Sea quien fuere, será un traidor a la causa que hoy defiende”.41

41

Chaves Nogales, Manuel, citado en Trapiello, Andrés, Las armas y las letras: literatura de la guerra civil (1936-1939), Península,

Barcelona, 2002, p 132-133.

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30

Como ya dicho antes, durante su exilio en Francia Chaves escribió unos relatos sobre la

Guerra Civil española; el libro se publicó por primera vez en 1937 por la editorial chilena

Ercilla con el título de A sangre y fuego. Héroes, Bestias y Mártires de España. De hecho,

por su contenido la obra pudo ser publicada solo fuera de España: probablemente, la visión

crítica de la Guerra expresada en ella por Chaves impidió la publicación hasta dentro de la

zona republicana. Chaves decía que en él “cuento las cosas que he visto, con brutal

franqueza”.

Como era frecuente en el momento, los periódicos y revistas de muchos países del mundo

solían presentar relatos cortos que retrataban aspectos de la realidad, y este destino primero

tuvieron también los relatos que forman parte de la obra de que venimos tratando.42 En

particular, la Guerra Civil española era un tema de gran interés en Argentina, donde

numerosas revistas empezaron a informar cotidianamente sus lectores sobre lo que estaba

pasando en la península ibérica. Este fue un objetivo informativo de primer orden sobre

todo para La Nación de Buenos Aires, con la que colaboraron asiduamente en estos años

hasta españoles de prestigio como José María Salaverría, Ortega y Gasset, Gregorio

Marañón, Baroja y muchos otros.

Y a lo lejos, una lucecita, fechada en París, enero de 1937, apareció por primera vez en La

Nación el domingo 31 de enero de 1937, en la sección de “Variedades”; cada relato

ocupaba una página completa del periódico y llevaba ilustraciones.

Siguió el 7 de febrero la publicación de otro relato, La gesta de los caballistas, que

apareció bajo el título general de la serie de A sangre y fuego. Episodios de la guerra civil

y la revolución en España, clara indicación esta de la idea de Chaves de reunir todos los

relatos en un único libro. Luego, con una relativa periodicidad se publicaron el 14 de

febrero ¡Masacre, masacre!, el 25 de abril Los guerreros marroquíes, el 16 de mayo La

columna de hierro y el 27 de junio Consejo obrero.

Entretanto Chaves seguía trabajando para la poderosa agencia de noticias Havas en la

capital francesa: aquí también la sed de noticias y novedades sobre la situación de la

cercana España era grande. Por consiguiente, el 15 de abril de 1937 apareció en el

periódico parisino Candide el relato ¡Masacre, masacre! traducido al francés con el título

de Le jeu de massacre y que llevaba también un antetítulo, Dans Madrid bombardé.

42

Cintas Guillén, María Isabel, “La gesta de los caballistas”, Andalucía: guerra y exilio, Juan Ortiz Villalba editor, Sevilla, Universidad

Pablo de Olavide, Fundación El monte, 2005, p 123.

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31

Al año siguiente empezó la publicación de esta serie de relatos también en Inglaterra: el 8

de enero de 1938 apareció bajo el título genérico Heroes and Beasts en el periódico

londinense Evening Standard en traducción de Baeza y Harding.43 Chaves fue presentado a

los lectores ingleses como un autor anticomunista y antifascista.

Es más, el orden de los cuentos fue alterado: And in the distance a light....?, The iron

column, Massacre, The Moors return to Spain, Long live death, The grandee’s cavaliers,

Anvil, The treasure of Briesca, Council of Workers. 44 Sin embargo, la verdadera novedad

fue la aparición de un décimo, inédito relato titulado The refuge que culminaba la serie:

hablaba de un dramático episodio familiar ocurrido en un refugio durante un bombardeo,

posiblemente narración inmediata de alguien que acababa de tener o traer noticias del

Madrid sitiado.45 Sin embargo, este “nuevo” cuento no aparecerá en la colección oficial de

los relatos.

Durante los años, se hicieron y publicaron diferentes ediciones de la obra que están aquí

resumidas:

- la primera en absoluto, como ya dicho antes, fue la publicada por la editorial Ercilla:

A Sangre y fuego. Héroes, Bestias y Mártires de España. Nueve novelas cortas de

la guerra civil y la revolución, Ercilla, Santiago de Chile, 1937;

- del mismo año es la edición de Nueva York: Heroes and Beasts of Spain, traducción

al inglés de Luis de Baeza y D.C.F. Harding, Doublebay, Doran&Co. Inc., Garden

City, New York, 1937;

- al año siguiente aparece otra edición en inglés, en Canada, que llevaba el mismo

título de uno de los relatos de la colección: And in the distance a light, traducción al

inglés de Luis de Baeza y D.C.F. Harding, Heineman, London-Toronto, 1938;

- después de un tiempo bastante largo en el que autor y obra habían sido entregados al

olvido, sobre todo en España, apareció una reedición del libro en 1993 dentro de

Manuel Chaves Nogales, Obra Narrativa Completa, edición e introducción de

María Isabel cintas Guillén, Fundación Luis Cernuda, Diputación Provincial,

Sevilla, 1993, tomo II.

43

Luis de Baeza era periodista, corresponsal de Ahora en Londres, amigo de Chaves; D.C.F. Harding era su compañera.

44 Cintas Guillén, María Isabel, “La gesta de los caballistas”, Andalucía: guerra y exilio, Juan Ortiz Villalba editor, Sevilla, Universidad

Pablo de Olavide, Fundación El monte, 2005, p 124.

45 Ibidem, p 124.

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32

- le siguió finalmente la edición de A sangre y fuego, editorial Espasa Calpe, Madrid,

2001.

Se puede comprender con facilidad, pues, el éxito fulgurante de esta obra: ninguna otra

colección de relatos de la Guerra Civil tuvo una difusión tan amplia e inmediata. Sin

embargo, para este resultado fue fundamental su traducción casi inmediata al inglés -y la

consiguiente publicación en Europa y América- después de su primera publicación chilena.

Todo esto nos inclina a pensar que estamos ante una obra de gran importancia histórica,

sobre todo gracias a la genialidad de su autor. Él hizo lo que era normal para la profesión

que ejercía: periodista recién obligado a dejar su tierra, recogió las informaciones sobre lo

que estaba pasando en España directamente de la gente que esos acontecimientos los

estaba viviendo. Como bien explica la estudiosa María Cintas Guillén,

La genialidad está en hacerlo con una prosa limpia, escueta; en organizar los textos en unas estructuras de relatos capaces de mantenerse en el tiempo como obras genuinamente literarias; y en mantener una postura liberal, abiertamente en contra de la opresión y la rebelión franquista, pero también desprovista del encono, la rabia y la ofuscación que aparece en otros relatos de guerra y que quita valor a lo dicho una vez que han pasado las efervescencias partidistas de los primeros momentos. Es, pues, la magnífica ecuanimidad de la que hace gala el periodista, la que da perennidad al relato y lo sitúa por encima de pasiones encontradas.46

Probablemente, es la personalidad del autor el aspecto que más destaca: su visión

independiente, clara y analítica, tal vez casi cínica, ante lo que estaba pasando en esos

mismos días es algo en absoluto inusual, sobre todo si lo relacionamos con el peculiar

momento histórico en el que el libro fue escrito.

Y como la guerra llegó sin que se pudiera evitar, como opinaba un crítico de Evening standard el 8 de enero de 1938 en una columna titulada “Heroes and Beasts”, Chaves Nogales pinta la guerra tal como es. No la hace bonita, cortés o cómoda. Él dice la verdad, y como posee el don de la escritura vivida y es un observador implacable, la verdad, tal como él la cuenta, es inolvidable.47

En una época en la que todo el mundo- aunque, a menudo, solo por conveniencia- tenía

que tomar partido político y luchar para defender los respectivos principios e ideales

46

Ibidem, p 124.

47 Ibidem, p 125.

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“utópicos”, Chaves mantuvo su lealtad a la democracia y a la justicia, y por eso tuvo que

pagar un precio muy, muy alto: no solo el exilio de que ya hemos tratado, sino también el

hecho de ser entregado al olvido, junto a sus obras, en su propia patria durante

muchísimos, quizás demasiados años.

Cuando la Guerra Civil acabó y, luego, empezó la larga dictadura de Franco, los libros

como A sangre y fuego que denunciaban los horrores de la sangrienta contienda

“desaparecieron” por la censura. Sólo recientemente, al principio de los años 90, este texto

ha empezado a ser leído, poco a poco conocido y apreciado también en España como obra

de gran valor literario e histórico, de la que los jovenes y las nuevas generaciones pueden

aprender mucho sobre el pasado de su propia patria para que los mismos, crueles errores no

vuelvan a repetirse.

3.2 Tema de la obra: la Guerra Civil.

En cuanto a Chaves ni siquiera figura en los diccionarios de literatura, quizá porque lo tengan por periodista. Lo fue, sin duda, pero el nervio de su escritura y un talento ilimitado tendrían que haberle llevado ya por lo menos al gallinero del Parnaso, como el excelente escritor que fue. Si sale ahora al proscenio de estas páginas, es de la mano de un libro suyo en verdad excepcional, tal vez, de cuantos haya leído uno sobre la guerra española, el más sorprendente de todos. El título le echaría a uno para atrás: A sangre y fuego. El subtítulo es aún más imposible: “Héroes, bestias y mártires de España.” Pero cuánta belleza, cuánta verdad en esas páginas. Son historias, novelas cortas sobre la guerra y la revolución escritas y publicadas en el mismo año 37 con una libertad que es infrecuente encontrar en uno o en otro bando.48

Por gusto reproduciría aquí entera la parte en la que Trapiello habla, presenta y alaba

la obra de Chaves en su obra Las armas y las letras: sus palabras solas serían suficientes

para comprender el valor literario del libro que vamos a tratar y analizar. Sin embargo, esto

no es posible; pues, voy a presentar en seguida brevemente la composición y el asunto de

la obra, para explayarme más en detalle en el segundo capítulo de mi trabajo sobre la

traducción y el análisis de unos cuentos en particular.

A sangre y fuego se compone de nueve narraciones, de unas treinta páginas cada una,

sobre la Guerra Civil escritas por Chaves durante la primera parte de su exilio en Francia.

Al principio del libro encontramos un prólogo y una nota, ambos del autor; es en el mismo

prólogo que el escritor aclara su posición, definiendóse como eso que los sociologos

llaman un “pequeño burgués liberal, ciudadano de una república democrática y

48

Trapiello, Andrés, Las armas y las letras: literatura y guerra civil (1936-1939),Barcelona, Península, 2002, p 130.

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parlamentaria”49. Pasa, después, a la descripción del estado de la economía española antes

del estallido de la guerra y habla de su estado de “trabajador intelectual” que trabaja para la

industria y la burguesía capitalista, que a estas alturas había monopolizado todo medio de

producción y de cambio. Confirma, luego, su fuerte oposición -ya expresada con claridad

en sus reportajes- al fascismo y al comunismo, distanciandóse pues igualmente de las

tendencias revolucionarias y reaccionarias. Chaves opone a las grandes verdades

ideológicas de los movimientos políticos que entraron en colisión en España en la Guerra

Civil una simple pero formidable arma: su única y humilde verdad. La estupidez y la

atrocidad se habían apoderado de ambos bandos sin diferencía alguna: todos eran culpables

de lo que estaba pasando.

Es vano el intento de señalar los focos de contagio de la vieja fiebre cainita en este o aquel sector social, en esta o aquella zona de la vida española. Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España.50

El prólogo, pues, tiene la función de crear un narrador fiable, característica, ésta,

propia de la narración realista: de hecho, Chaves se presenta como hombre independiente,

no ligado a ninguno de los dos bandos, honesto y veraz.51 Es su propia vida -tal y cual

como èl mismo la relata- que testifica esta condición del narrador, frente a la falsedad de la

mayoría de los hombres de su tiempo que habían cambiado sus ideales políticos y éticos

solo por intereses de algun tipo. Se puede afirmar, pues, que la obra se inscribe en la

tradición del realismo, ya que este narrador fidedigno–que se identifica, en el prólogo, con

el autor- es un narrador testigo que simplemente trascribe lo que ha visto y ha vivido.52 El

tipo de situaciones, rasgos de personajes y hechos narrados muestra que mucho del 49

Chaves Nogales, Manuel, A sangre y fuego, Madrid, Espasa Calpe, 2001, p 9.

50 Ibidem, p 10.

51 Este concepto es explicado con claridad por Darío Villanueva en su Teorías del realismo literario, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva,

2004, p 187:

“Mas otro de los principios más evidentes para el logro de un dioscurso realista es su fundamentación en una fuente de origen dotada

de autoridad fidedigna que se granjee la confianza del lector empírico. En este sentido, y dentro del propio texto, lo que Wayne Booth

llama “reliable narrator” –narrador fidedigno- es a la vez elemento capital para la configuración de un lector implícito de voluntad

realista”.

52Peinado, Eliot, Carlos, El periodista comprometido. Manuel Chaves Nogales. Una aproximación. Sevilla: fundación centro de estudios

Andaluces, 2009, p 134.

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material recogido era información verídica sobre la guerra, convenientemente tratada como

materia literaria. Como buen periodista, Chaves no quiere ni intervenir ni modificar los

acontecimientos, creando un texto donde casi se confunden los límites entre el reportaje

periodístico y la ficción propia del relato; es él mismo quién lo explica en el prólogo:

Cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera. A veces los personajes que intento manejar a mi albedrío, a fuerza de estar vivos, se alzan contra mí y, arrojando la máscara literaria que yo intento colocarles, se me van de entre las manos, diciendo lo que yo, por pudor, no quería que hiciesen ni dijesen. Y luchando con ellos y conmigo mismo por permanecer distante, ajeno, imparcial, escribo estos relatos de la guerra y la revolución (...).53

La mayoría de los personajes manifiesta un desprecio absoluto por el ser humano,

que sólo es visto como aliado o como enemigo; solo en escasas situaciones hay muestras

de solidariedad entre oponentes. Muchos de estos personajes están muy logrados,

perfectamente individualizados, y son de un gran realismo.54

Para que el lector pueda gozar de una lectura realista, el autor no tiene que interferir: los

personajes de las narraciones son ajenos, no tienen nada que ver con el autor: no han sido

creados por su imaginación, no son creación suya. Por contra, son independientes y

verdaderos. Estos relatos no se insertan en el ámbito de la verosimilitud, sino de la verdad.

Si bien personajes y aventuras pueden parecer irreales, inverosímiles, ficticias, de verdad

han existido como las narra su autor; es el mismo Chaves que lo confirma en la breve nota

que antecede a los relatos:

Estas nueves alucinantes novelas (...) no son obra de imaginación y pura fantasía. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho rigurosamente verídico; cada uno de sus héroes tiene una existencia real y una personalidad auténtica, que sólo en razón de la proximidad de los acontecimientos se mantiene discretamente velada.

55

53

Chaves Nogales, Manuel, A sangre y fuego. Héroes, Bestias y Mártires de España. Madrid, Austral, 2010, p 12.

54 Cintas Guillén, María Isabel, “La gesta de los caballistas”, Andalucía: guerra y exilio, Juan Ortiz Villalba editor, Sevilla, Universidad

Pablo de Olavide, Fundación El monte, 2005, p 125.

55 Ibidem, p 19.

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Por lo que concierne la actitud del narrador, es evidente como él no intervina de

manera constante, sino solo cuando es necesario, o sea, en los momentos decisivos:

interpreta y comenta los sucesos, penetra en los pensamientos de sus personajes. En la

descripción de éstos se nota cómo presenta, califica e incluso tipifica a alguno de ellos.56

Suele predominar, pues, la narración en tercera persona, con breves diálogos intercalados

en primera persona. Además, la acción de todos los relatos transcurre por igual en una y

otra zona y tiene lugar en los primeros meses de la contienda. Ninguna sobrepasa 1936;

unas, como Bigornia, empiezan con la resistencia del pueblo de Madrid, el 19 de julio de

1936.

Formalmente, los cuentos tienen varias subdivisiones: se dividen en pequeños capítulos,

con escenarios distintos, marcados con una pequeña separación espacial en el texto.

Finalmente, el asunto fundamental sobre el que se basa esta obra es la idea que la

violencia lleva solo consecuencias trágicas: ésta hace aflorar las fuerzas destructoras, que

no dejan espacio a la humanidad, al respeto a la vida, ni al individuo, ni permiten

diferencias ideológicas. La guerra que actúa como trasfondo las cohesiona a todas ellas.

Sin embargo, en unas narraciones, por debajo de un clima de violencia, aparecen, aunque

de manera tenue, chispazos de respeto entre personajes enfrentados, incluso por encima de

militancias contrarias. En conjunto, leyendo la obra entera, lo que el lector siente es sobre

todo una sensación de horror, angustia, casi miedo: la muerte es un personaje invisible que

se pasea por todas las narraciones, recogiendo una abundante cosecha de cadáveres con el

solo esfuerzo de señalar con el dedo.57

A través de las nueves narraciones, Chaves intenta dar una interpretación personal de

las razones de la barbarie, elogia el comportamiento de la ciudad de Madrid, juzga las

acciones de los personajes y reflexiona sobre los acontecimientos. El autor hasta llega a

ridicularizar las numerosas divisiones dentro del mismo bando republicano y la absurdidad

de algunas de las decisiones tomadas durante esa primera fase de la guerra.

La belleza de la prosa de Chaves Nogales y la variedad de situaciones y argumentos

confieren a este volumen de narraciones una magnífica calidad literaria, de gran intensidad,

que lo hace muy digno de ser rescatado para la literatura española.

56

Peinado, Eliot, Carlos, El periodista comprometido. Manuel Chaves Nogales. Una aproximación. Sevilla: fundación centro de estudios

Andaluces, 2009, p 137.

57Maña gema, García Rafael, Monferrer Luis, Esteve A. Luis, La voz de los naúfragos. La narrativa republicana entre 1936 y 1939,

Ediciones de la Torre, Madrid, 1997.

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37

3.3 Cronología de los principales acontecimientos históricos españoles, XIX- XX siglo.

FECHA ACONTECIMIENTO

1898 Derrota española en la Guerra hispano-estadounidense: España pierde Cuba, Puerto Rico, Guam y Filipinas.

1910 Se funda en Barcelona la organización anarcosindacalista CNT.

1917 Gran crisis social y política del reinado de

Alfonso XIII.

1921 Fundación del Partido Comunista de España (PCE) tras la roptura interna del Partido Socialista Obrero Español (PSOE).

1923 Golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera, con la anuencia del rey Alfonso XIII.

1929 Crac de la bolsa de Nueva York, origen de la Gran Depresión que afectará pronto a España.

1930 Final de la dictadura de Primo de Rivera.

1931 Proclamación de la Segunda República: Alfonso XIII abandona España.

1932 Cataluña obtiene su propio Estatudo de Autonomía. La reforma agraria se convierte en uno de los principales objetivos del gobierno. Las conspiraciones antirepublicanas comienzan.

Octubre de 1933 José Antonio Primo de Rivera, hijo del ex dictador, funda el partido fascista Falange Española.

Noviembre de 1933 La victoria de los conservadores en las elecciones pone fin a las reformas de los gobiernos de Manuel Azaña.

1934 La llamada Revolución de Octubre, aunque fracasada, abre una profunda crisis entre los sectores sociale y políticos más enfrentados.

1935 Creación de la coalición de organizaciones izquierdistas llamada Frente Popular.

Febrero de 1936 Victoria electoral del Frente Popular. Las conspiraciones antirepublicanas se incrementan.

Mayo de 1936 Azaña se convierte en Presidente de la

República.

Julio de 1936 Comienza la rebelión militar que da lugar a la Guerra Civil. Los sublevados obtienen un tercio del territorio español e institucionalizan la represión contra quienes se les resisten. Los defensores de la legalidad republicana y los revolucionarios inician la defensa del territorio no sublevado. La revolución social se extiende por la zona republicana. Al mismo tiempo comienza la represión a cargo de grupos descontrolados contra el clero y los acusados de apoyar a los

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sublevados. Agosto de 1936 Brutal represión tras la conquista de Badajoz

por parte de los militares rebeldes. Septiembre de 1936 27 paises crean el llamado Comité de No

intervención con el objeto de mantenerse al margen del conflicto español. El socialista Francisco Largo Caballero se convierte en presidente del gobierno republicano. El general Francisco Franco decide destinar una importante parte de sus fuerzas para liberar a los rebeldes asediados en el Alcázar de Toledo. Franco es designado por los sublevados generalísimo y jefe del gobierno.

Octubre de 1936 Franco une a su jefatura política y militar la jefatura del estado, el día 1. El dirigente alemán Adolf Hitler crea la legión Condor para ayudar a los franquistas. La Unión de Repúblicas Socialistas Sovieticas (URSS) envía sus primeros equipos de ayuda a los republicanos. Llegan asímismo los primeros miembros de las Brigadas Internacionales.

Noviembre de 1936 El gobierno de Largo Caballero se dirige a Valencia ante el decidido ataque franquista contra Madrid, repelido por la Junta de Defensa encabezada por el general José Miaja.

Diciembre de 1936 Los primeros soldados italianos, enviados por Mussolini, llegan a España para ayudar a las fuerzas franquistas.

Febrero de 1937 Málaga cae en poder de los franquistas, auxiliados por tropas italianas, el día 3. La inmediata represión se cobra miles de muertos. La batalla del Jarama termina con el relativo fracaso de las tropas franquistas, que no cubren sus objetivos.

Marzo de 1937 Las fuerzas republicanas derrotan a las tropas italianas en la batalla del Guadalajara.

Abril de 1937 Franco promulga el día 19 el llamado decreto de Unificación, por medio del cual crea una única formación política legal bajo su mando: FET y de las JONS. La histórica ciudad vasca de Guernica sufre un brutal bombardeo el día 26 a cargo de la Legión Cóndor.

Mayo de 1937 Luchan entre sí en Barcelona distintas fuerzas republicanas enfrentadas a causa de la primacía de la revolución o la organización militar. El socialista Juan Negrín sustituye a Largo Caballero al frente del gobierno republicano.

Junio de 1937 Los franquistas conquistan Bilbao y el resto de los territorios vascos que no se hallaban bajo su control.

Julio de 1937 Derrota republicana en la batalla de Brunete.

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39

Agosto- octubre de 1937 Los franquistas completan la conquista del norte de España.

Enero de 1938 Conquista republicana de Teruel.

Febrero- abril de 1938 Los franquistas recuperan Teruel a finales de febrero y continúan su avance hacia el Mediterráneo a través del territorio republicano, con lo que dividen éste en dos.

Julio de 1938 Comienza la batalla del Ebro con el avance republicano.

Noviembre de 1938 Decisiva derrota de las fuerzas republicanas en la batalla del Ebro.

Diciembre de 1938 Las tropas franquistas lanzan una ofensiva contra Cataluña.

Enero de 1939 El gobierno de Negrín abandona Barcelona y se dirige a Figueras (Girona) poco antes de que la capital catalana cayera en manos franquistas.

Febrero de 1939 Miles de refugiados y el propio gobierno republicano cruzan la frontera francesa; los franquistas conquistan el resto de Cataluña.

Marzo de 1939 El coronel Segismundo Casado encabeza el organismo republicano que sustituye a Negrín con el objeto de alcanzar una paz honrosa. El día 28 entran las tropas franquistas en Madrid.

Abril de 1939 El general Franco proclama la victoria de su bando el día 1 después de tres años de guerra.

1939- 1975 El triunfo militar permite a Franco gobernar España por medio de una dictadura hasta su muerte, el 20 de noviembre de 1975.

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4. Dentro de A sangre y fuego: análisis de la obra y de la

traducción.

Además de los importantes temas históricos y de los grandes méritos literarios de la

obra, cabe también destacar la cualidad del lenguaje y de la prosa de Chaves. En particular,

focalizaré mi análisis en las características estilísticas y lingüísticas encontradas a lo largo

del proceso de traducción.

4.1 El debate sobre el género.

Según unos críticos58, la obra se inscribe en la tradición del realismo, ya que hay un

narrador fidedigno que se identifica, en el prólogo, con el autor. Este es un narrador

testigo, que cuenta y trascribe lo que ha visto y vivido él mismo y que no quiere interferir

ni falsearar los hechos. La escritura de Chaves, pues, se caracteriza por una mezcla

génerica: su obra pertenece a un género que se sitúa a caballo entre la crónica periodística

y un tipo de relato al mismo tiempo ficticio pero fuertemente apoyado en la realidad,

género que podríamos definir de urgencia59 -ya que se compone de obras concebidas y

elaboradas en medio de la lucha, del desastre- o realismo testimonial, etiqueta usada por

otros estudiosos como Ignacio Soldevila60. Por contra, el crítico Elliot Peinado habla de un

realismo genético:

58

Peinado Elliot, El periodista comprometido: Manuel Chaves Nogales, una aproximación, Sevilla: fundación centro de estudios

Andaluces, 2009, p 136.

59 Cintas Guillén, María Isabel, La gesta de los caballistas, actas del curso “Andalucía: guerra y exilio”, Juan Ortiz Villalba editor,

Universidad Pablo de Olavide, Fundación El Monte, Sevilla, 2005, p 121.

60 Soldevila Durante Ignacio, La novela desde 1936, Madrid, Alhambra, 1980.

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[...] existe una realidad, que el narrador puede conocer de manera objetiva si se mantiene «ajeno» o «imparcial», y posteriormente puede transmitir al lector si elimina todo elemento tercero y emplea un estilo transparente.61

Podemos añadir cualquier adjetivo posible al término realismo e intentar aplicarle un

matiz cada vez diferente, pero la verdad es que esta etiqueta literaria -fuertemente abusada

por los críticos y en los manuales de historia de la literatura- es inútil y sobre todo mendaz.

La estética realista pone especial acento en el contexto, es decir en esa porción de la

realidad elegida por el autor, que posteriormente le atribuye un nuevo significado en la

narración de su obra. Subrayar el contexto significa que el emisor pierde toda importancia

y finge no ser presente. El realismo, pues, pretende basarse en la absoluta objetividad y en

la transparencia del emisor, cuya mirada tiene que ser un simple objetivo fotográfico que

observa sin alterar nada. El autor tiene que dejar que los personajes evolucionen a través

del diálogo; el narrador se esconde detrás de esos diálogos para dejar que solo sus creaturas

interaccionen. Puede entrar en la conciencia de los personajes y saber lo que van a hacer.

En otras palabras, tiene que ser omnisciente. Impasibilidad y omnisciencia son las más

importantes prerrogativas del autor realista. La novela realista quiere ser imagen pura y fiel

de la realidad, pero se trata solo de una utopía. Por muy cristalino que sea el filtro, es

imposible ser tan objetivos y neutrales. Cada vez que se se hace una elección, se elige

también un punto de vista personal; pues, el toque del artista, aunque en mínima parte, es

siempre presente. Por eso, la etiqueta de realismo es mendaz: no es verdad que esta

representación de la realidad es más “real” o “verdadera” que otra. Simplemente, trata de

fingir una transparencia absoluta.

Dejando de un lado las posibles clasificaciones y colocaciones de la obra en una u

otra corriente literaria, clasificaciones que acaban por crear simples y áridos

esquematismos que empobrecen el valor de las obras, lo que cabe destacar es que Chaves

no trata ni relata la guerra de manera fría, ajena y absolutamente objetiva. Elige una

determinada perspectiva, un contexto preciso y penoso, el de su España invadida por la

barbarie de la guerra, y “lo hace suyo”: dentro de esta porción de realidad hace actuar, vivir

61

Peinado Elliot, El periodista comprometido: Manuel Chaves Nogales, una aproximación, Sevilla: fundación centro de estudios

Andaluces, 2009, p 136.

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sus personajes, personajes que no son simple fruto de su imaginación, ni creación suya,

sino independientes, verdaderos:

Cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera. A veces los personajes que intento manejar a mi albedrío, a fuerza de estar vivos, se alzan contra mí, arrojando la máscara literaria que yo intento colocarles, se me van de entre las manos, diciendo lo que yo, por pudor, no quería que hiciesen ni dijesen.62

Chaves nos explica con claridad que no estamos en el ámbito de la verosimilitud,

sino de la verdad. Es más, personajes y aventuras pueden parecer inverosímiles, pero han

existido tal y como las narra su autor. Sin embargo, con una sola simple lectura de A

sangre y fuego es posible descubrir y darse cuenta de cuanto habilmente elaborados son los

relatos que componen la obra: la construcción narrativa es transparente conforme a las

reglas del realismo, y, al mismo tiempo, corresponde a las intenciones del autor. Chaves

observa, describe y relata la realidad española, la realidad de la que era su querida patria,

de una manera que no es fría ni absolutamente objetiva. Su actitud no está supeditada a

ideologismos de ningún tipo, en los cuentos no hay juicios ni consideraciones políticas,

pero sí está la presencia de un narrador, que es autor y ante todo hombre, profundamente

entristecido por la tragedia de su país y de su época y que no puede quedarse impasible,

ajeno y frío frente a todo esto. A lo largo de la obra, la voz del narrador aparece en

determinados momentos –sobre todo, como veremos, en el último relato, Consejo obrero-:

no se queda, pues, al margen de los hechos, sino los interpreta, comenta y valora. Es más,

intervine también a veces para entrar en la mente de los personajes, en sus pensamientos;

en la descripción de éstos se nota cómo presenta, califica e incluso tipifica a alguno de

ellos63, como pasa, por ejemplo, con las escuadrillas de retaguardia en el cuento ¡Masacre,

masacre!:

62

Chaves Nogales, A sangre y fuego.Héroes, Bestias y Mártires de España. Madrid, Austral, 2010, p31-32.

63 Peinado Elliot, El periodista comprometido: Manuel Chaves Nogales, una aproximación, Sevilla: fundación centro de estudios

Andaluces, 2009, p 137.

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Cada una de ellas tenía su jefe, un aventurero, a veces un verdadero capitán de bandidos, por excepción un místico teorizante de cabeza estrecha y corazón endurecido que con la mayor unción revolucionaria, decretaba inexorablemente los crímenes que consideraba útiles a la causa.64

Sin embargo, el Chaves narrador selecciona y dibuja los personajes de sus cuentos

para juzgar sus acciones y reflexionar sobre los acontecimientos: fuerte y profunda es la

consideración crítica que hace casi al final de Consejo obrero, cuando se condena Daniel,

el obrero protagonista del relato, a ser expulsado del taller simplemente por su falta de fe

revolucionaria:

Le condenaron, sin embargo. ¿Por qué? Por lo mismo que condenaban antes la burguesía: por miedo. Miedo a la libertad. El miedo odioso del sectario al hombre libre e independiente. ¡Fue una lástima! El día en que el consejo obrero expulsó del taller al obrero tornero Daniel, se perdió la causa del pueblo. Los cañones del ejército sublevado martilleaban inútilmente las trincheras de Madrid; los aviones italianos y alemanes asesinaban en vano mujeres y niños. Pero la causa del pueblo se había perdido por este sencillo hecho. Porque el consejo obrero de una fábrica había tomado el acuerdo de expulsar a un obrero por el delito de haber defendido su libertad.65

Es más, intenta también interpretar las causas de la barbarie, de la inhumanidad y de

la crueldad que estaban distruyendo su país: era por el miedo que los hombres habían

aprendido a matar:

La vida humana había perdido en absoluto su valor. Aquellos hombres que el 18 de julio abandonaron su existencia normal de ciudadanos para lanzarse desesperadamente al asalto del cuartel de la Montaña, donde se inició la rebelión militar, y que luego habían estado batiéndose a pecho descubierto en la Sierra contra el ejército de Mola, cuando regresaban del frente traían a la ciudad la barbarie de la guerra, la crueldad feroz del hombre que, padeciendo el miedo a morir, ha aprendido a matar, y si la ocasión de hacerlo impunemente se le ofrece, no la desaprovecherá. Es el miedo el que da la medida de la crueldad.66

64

Chaves Nogales, A sangre y fuego.Héroes, Bestias y Mártires de España. Madrid, Austral, 2010, p 40.

65 Ibidem, p267.

66 Ibidem, p 40.

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La voz de Chaves, sin embargo, si por un lado critica, por otro aprecia y alaba el

comportamiento de la ciudad de Madrid y de una parte de sus ciudadanos, la que intenta

heroicamente aguantar y convivir con la terrible realidad de la guerra:

Todo este dolor y esta incomodidad y la espantosa carnicería de las explosiones, y aun la certeza de que cada vez será mayor el estrago y más horrible el sufrimiento, no han conseguido abatir el ánimo y la jovial resignación de la gran ciudad más insensata y heroica del mundo: Madrid.67

Cabe destacar también otro rasgo característico de la voz narrativa, del que

hablaremos también en el capítulo siguiente: la ironía. Chaves usa esta arma, por ejemplo,

para describir y criticar unas situaciones trágicas pero, al mismo tiempo, casi ridículas que

se producían dentro del bando republicano, como su división interna y su falta de

organización, que llevarían el mismo bando a la derrota. Sin embargo, la ironía del

narrador se encuentra casi ocultada detrás del estilo indirecto, de manera que el idealismo

de algunas facciones queda ridiculizado a través de sus propias palabras:

En el seno del comité se entabló entonces un largo debate sobre lo que debía hacerse en aquel caso insólito. Los delegados republicanos eran partidarios de que el prisionero fuera conducido hasta Madrid y entregado al gobierno; los anarquistas creían que lo lógico era dejarlo en completa libertad, para que se redimiera de su pasada servidumbre y se convirtiese en un libre y digno ciudadano de la libre Iberia; los comunistas estimaban que lo más razonable era curarle primero y luego inscribirle en las milicias [...]. Y, finalmente, la voz del pueblo, expresada a gritos por el vencindario y los milicianos y responsables que se aglomeraban en la plaza, pedía unánimemente que se le entregase al prisionero para darse la satisfacción de matarlo. Era lo menos que se podía pedir.68

67

Ibidem, p37-38.

68 Ibidem, p 169-170.

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En otros casos, Chaves usa la ironía también para ridiculizar y subrayar lo absurdo de

algunas de la decisiones tomadas, como pasa con el moro Mohamed en el cuento Los

guerreros marroquíes, antes herido por un balazo, después curado minuciosamente por los

mismos republicanos y, finalmente, puesto contra una pared y acribillado por los mismos:

A estas horas, el alma en pena del moro Mohamed debe de andar vagando por el paraíso en busca de Mahoma para preguntarle: «¿Me quieres explicar, ¡oh, Profeta!, para qué se tomaron el trabajo de curarme tan amorosamente si habían de matarme luego?»69

Etiquetar una determinada obra literaria de “realista” resultaría siempre algo

simplista, restrictivo y mendaz; sin embargo, aún más lo sería en el caso de A sangre y

fuego. En todos sus relatos, queda claro como la realidad de los acontecimientos es una

realidad que se somete a la interpretación personal del mismo Chaves: el autor cuenta lo

que ha visto, pero lo cuenta desde su perspectiva, que, por muy cristalina que pueda ser,

queda siempre personal y, pues, no absolutamente objetiva. Como nos explica con palabras

de una claridad patente Andrés Trapiello:

Los relatos de Chaves son, desde la literatura, el esfuerzo más grande e inteligente por entender aquella guerra, en un viaje a las guaridas del miedo tanto como a las escalinatas del ideal....[...]

Son, ante todo, literatura: no hay juicios, sino una mirada limpia, libre y decente sobre la realidad. No son propaganda, no son cuadros tremendistas ni negros, sino el puro sentimento, la humanidad y la sensibilidad para mirar lo mejor del hombre, junto a lo peor de él, en un castellano cervantino, igualmente limpio y libre.70

4.2 El lenguaje.

Los nueve cuentos que componen la obra son un recorrido por unos episodios de los

comienzos de la guerra de España, caracterizados por una gran intensidad vital y un fuerte

dramatismo. Si, en el título, Chaves se sirve de un lenguaje exaltado, por contra, el de los

69

Ibidem, p 171.

70 Trapiello, Andrés, Las armas y las letras: literatura de la guerra civil (1936-1939), Península, Barcelona, 2002, p 131-132.

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relatos es sobrio y directo: el título contundente responde a condicionamientos del

momento y no es único. Chaves, igual que los otros autores que trataron el tema de la

guerra en la misma época –por ejemplo, Alfonso Camín, autor de España a Hierro y

Fuego (episodios de la guerra civil española), México, 1938, o Antonio Sánchez Barbudo

con su Entre dos fuegos. Narraciones (1937-1938), Barcelona, 1938-, sabía que sólo a

través de un lenguaje exaltado podía lograr expresar lo que quería transmitir, es decir, la

violencia de los acontecimientos que se vivían entonces. Un lenguaje moderado, cortés,

comedido, habría chocado con el clima de ese tiempo, tiempo en el que los ánimos estaban

acosados por la continua descarga emocional que los trágicos acontecimientos dejaban en

la gente de España. Esta divergencia entre el tono del lenguage del título y él de los relatos

es debida probablemente a la distinta función que cada uno tenía: el título, como en los

artículos de la prensa, tenía que ser algo llamativo, chocante casi, para llamar la atención

del lector. En los relatos, por contra, Chaves sustituyó esta exaltación con una mayor

sobriedad, que reflejaba la lucidez de su postura liberal; en ellos no hay adornos

innecesarios, sino una prosa directa, precisa y contundente.

Tal y como dicho, los nueve relatos que constituyen A sangre y fuego son historias,

novelas cortas sobre la guerra y la revolución escritas en el mismo año 1937: su lectura,

pues, nos conduce directamente en el medio de la contienda, dentro de ese violento y

inhumano mundo de la guerra civil. Aunque el espacio en el que se sitúan los relatos es

variado, ya que son diferentes las ciudades y las regiones donde pasan los acontecimientos

narrados –Madrid, Sevilla, Andalucía y Extremadura, por ejemplo-, lo que queda constante

en toda la obra es el contexto, el ámbito militar invadido por violencia, barbaridad,

destrucción y sobre todo muerte. Por consiguiente, los cuentos se caracterizan ante todo

por la presencia de una precisa terminología militar que, a la hora de traducir del español al

italiano, me ha creado a veces unas cuantas dificultades. Chaves, en efecto, usa términos y

palabras propios del mundo militar español de aquel entonces, dificiles de entender para

los que de ese mundo y de cómo se desarrolla una guerra saben poco o nada. Por ejemplo,

varias veces en los cuentos se nombra el Tercio, nombre propio de un cuerpo o batallón de

infantería del ejercito español fondado en Marruecos en 1920, para el que no existe un

directo correspondiente en italiano. Por consiguiente, he dejado el nombre en español, para

después explicar en una nota a pie de página su significado. Otro término específico del

ámbito militar es bandera:

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Aquella misma tarde llegaban a Valladolid los restos de una bandera del Tercio que llevaba ya varias semanas luchando en los alrededores de Madrid y venía relevada a descansar y a cubrir bajas.71

Bandera, en algunos cuerpos del ejército, designa una unidad táctica equivalente al

batallón: como no hay en italiano un término exactamente correspondiente, para la

traducción he elegido el término battaglione. Encontramos también la palabra legión, con

la que se define un cuerpo de élite formado por soldados profesionales y adiestrados para

actuar como fuerza de choque.

Al hallarse en el medio de conflictos armados, no puede faltar tampoco un léxico

especifico: por ejemplo, descarga cerrada - es decir, el fuego que se hace de una vez por

uno o más batallones, compañías o secciones-, escopeta –un arma de fuego, de ánima lisa o

rayada, de mano, y que se sostiene contra el hombro-, cañón –pieza de artillería- carabina

mauser- fusil de repetición no automático-, mortero –pieza de artillería de gran calibre y

corto alcance, usada para lanzar bombas y proyectiles que describen trayectorias de curvas

muy pronunciadas-, metralla, correaje – el conjunto de correas de las uniformes-,

cartuchera – el cinturón preparado para llevar cartuchos-, y muchos otros.

Es más, he tenido unas dudas también al traducir al italiano los diferentes cuerpos

de policía española: la célebre guardia civil -el cuerpo de seguridad español creado en

1844 y destinado principalmente a mantener el orden público en las zonas rurales y a

vigilar las costas, las fronteras, las carreteras y los ferrocarriles- en italiano correspondería

al cuerpo de los carabinieri. Sin embargo, he preferido usar una traducción casi literal,

primero porque todo el mundo conoce la guardia civil española y sabe lo que es, y segundo

porque la elección de traducirla con el término carabinieri supondría la perdida de cierto

valor local, de cierto significado histórico. Lo mismo ha pasado con la traducción de

guardia de asalto, un cuerpo policial español creado el 30 de enero de 1932 durante la

Segunda República con el objetivo de disponer de una fuerza policial para el

mantenimiento del orden público y que fuera de probada fidelidad al régimen republicano.

El hecho de hallarse en el ambiente militar de la guerra supone también un lenguaje

lleno de órdenes directos, breves y secos, y de amenazas, que no dejan espacio a 71

Ibidem, p 204.

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formulaciones corteses o educadas de preguntas o respuestas. Esto se refleja sobre todo en

los numerosos diálogos que intercalan la narración, donde el autor deja hablar directamente

a los personajes: «¡Firme!- le gritó-. ¡Firme o te mato!»72, «Vete. Anda. Que no te vea yo

más por aquí. Largo. Vete ahora mismo.»73, «¡Fuego!», «¡Mira!», «¡Váyase! ¡Váyase!»,

«Sigue o te mato», solo por citar unos ejemplos. Este lenguaje directo e inmediato se

encuentra sobre todo en los diálogos relacionados con las acciones de guerra y de lucha

entre personajes pertenecientes a los dos bandos enemigos. Al describir y relatar la

barbaridad y el odio de las dos facciones, Chaves añade a la violencia de las situaciones un

lenguaje aún más bajo, duro y vulgar, a menudo lleno de insultos, maldiciones y

palabrotas. En Y a lo lejos una lucecita, un fugitivo alcanzado por una bala de los

milicianos, en la agonía de la muerte consigue encontrar la fuerza necesaria para maldecir

a sus asesinos:

- ¡Que Dios os maldiga, hijos de perra!74

Insultos como guarros –“porci”-, hijo de perra –“figlio di puttana”-, canalla –

“furfante, canaglia”-, idiota, imbécil, se encuentran a lo largo de toda la obra: no son

elementos que quitan valor a la escritura de Chaves, sino que, en cambio, la enriquecen, la

hacen más viva, casi palpable, real y verdadera.

En particular, muchos insultos y expresiones ofensivas se refieren a la vileza y a la

cobardía sea de los enemigos, sea de los soldados del propio bando: esto pasa sobre todo

entre los republicanos, cuyos combatientes, procedentes en mayoría del pueblo, sin alguna

preparación militar, solían huir y dejar las líneas del fuego cada vez que se veían perdidos.

En El tesoro de Briesca, por ejemplo, el comandante militar de un sector de milicianos, en

el intento de contener la desbandada de sus hombres, con rabia les grita:

72

A sangre y fuego, p 147.

73 Ibidem, p 156.

74 Ibidem, p 108.

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- ¡Canallas! ¡Cobardes! ¡Os voy a fusilar a todos! [...]

- ¡Cobardes! ¡Hijos de perra! ¡Atados codo con codo os voy a poner de parapeto en la primera fila!75

Otro capitán, en el mismo cuento, al ver los milicianos huir ante el ejército rebelde,

dice a Arnal, el protagonista del cuento:

- ¿Vencer? ¿Con esa canalla? ¡Nunca! No venceremos nunca. Arnal le miró con mal ceño:

- Eso que llamas canalla es el pueblo. ¿Sabes? - ¡Una vil canalla! ¡Un rebaño de borregos! ¡Que se vayan! ¡Que sigan corriendo! ¡Vete tú también,

que eres de su ralea! Yo soy militar, ¿sabes? ¡Militar! Y voy a enseñaros a ti y a esos cobardes y a los fascistas, a todos, cómo se puede morir con decoro. ¡El pueblo! ¡Puaf! ¡Qué asco!76

Estas expresiones fuertes, duras, vulgares, refuerzan el carácter violento del lenguaje

de la obra, carácter que pone de relieve la pobreza comunicativa procedente de la

degradación del valor de las relaciones humanas en el ámbito de la guerra.

Es más, en el discurso directo hay también gritos, exhortaciones y fórmulas de saludo

para dar y tomar: a menudo encontramos «Viva el Frente Popular!» o «¡Salud,

camaradas!», «¡Viva la revolución social!», típicos de los republicanos, y «¡Viva la

muerte!», el grito de guerra de los falangistas- que es también el título mismo de uno de los

cuentos- o el célebre «¡Arriba España!».

Desde un punto de vista puramente lingüístico, el lenguaje diálogico de los cuentos

es muy interesante: si vamos a analizar la lengua usada en el discurso directo en su

variación diastrática, diafásica y diatópica, es posible notar una gran variedad de rasgos y

niveles. Por lo que concierne la variedad diastrática, relacionada con la distribución y

75

Ibidem, p 146-147.

76 Ibidem, p 160-161.

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estratificación social de los hablantes y motivada, sobre todo, por su nivel socio-cultural,

prevalece un nivel estándar, bajo, que a menudo llega a ser hasta vulgar: los personajes de

los cuentos son, en mayoría, gente pobre, del pueblo, casi sin alguna instrucción, que

conocen y usan solo y exclusivamente un tipo de español, el español hablado, popular, de

la vida cotidiana. No faltan, pues, como ya he subrayado, palabrotas, insultos, palabras

agresivas ni vulgarismos.

Desde un punto de vista diafásico -es decir, el uso individual que el hablante hace de su

lengua, que puede, pues, tomar un registro u otro según las circunstancias- cabe destacar la

prevalencia de un registro coloquial, adecuado a las situaciones de la cotidianidad, pero

también a las de peligro y miedo en las que se mueven los personajes. Es posible notar una

gran variedad de rasgos típicos del español coloquial:

- el uso del modalizador bueno, que sirve para introducir un discurso o una respuesta

(«Bueno, bueno: todos no van a ser fascistas- objetó Valero.77»);

- la abundancia del uso de deícticos como allí, aquí, acá, que el hablante usa para

hacer referencia al contexto en el que está hablando, ya que la lengua hablada

presenta siempre una fuerte dependencia contextual («Ven acá, cobarde, si

quieres aprender a morir. Ven acá»78);

- el uso del sustantivo hombre, muy usado en la lengua hablada: puede ser un simple

apelativo, una interjección que no tiene una traducción directa en italiano, o un

intensificador de actitud («Hombre, los mejores para la pelea, quiero decir; los

más rebeldes, los que son más capaces de jugarse la vida»79);

- la presencia de colas interrogativas como ¿no?, ¿verdad?, ¿estamos?, ¿eh?,

¿conformes?, ¿sabes?, cuyo uso puede tener distintas funciones: pueden ser

unidades de escaso valor apelativo que sirven para modalizar el enunciado en el

que se integran, expresando atenuación, o funcionar simplemente como

marcadores de contacto («¿Allí? ¿Verdad?»80, «La revolución social triunfaba y

77

Ibidem, p 48.

78 Ibidem, p 161.

79 Ididem, p 67.

80 Ibidem, p 104.

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todos tenían el deber de trabajar. ¿Conformes?»81«Eso que llamas canalla es el

pueblo. ¿Sabes?82»), para provocar una respuesta de consenso en el interlocutor.

En ¡Viva la muerte!, el lenguaje llano y coloquial del monólogo interior de la única

superviviente, usado para evocar la matanza realizada por los fascistas en un pueblo de la

sierra de Guadarrama, contrasta con la retórica ampulosa y vacía de los discursos fascistas.

El monólogo, con su tono sencillo, se parece a un verdadero «planto»:

A partir de entonces soy el único ser humano que habita este pueblo. Alguna vez, durante la noche, ha venido escondiéndose tal o cual madre o esposa fugitiva anhelando saber la suerte de los suyos. Cuando recorren estas calles y estas casas vacías y en silencio, cuando comprueban espantadas que no queda alma viviente, huyen otra vez aterradas. Sólo yo estoy aquí para llorar y rezar por todos.83

Por contra, la retórica fascista es tan vacía que, irónicamente, el general que entra

triunfalmente en Valladolid no puede dirigirse a los que lo aclaman debido a una terrible

afonía.

Un speaker anuncia por el micrófono instalado en la tribuna que, contra lo que se deseaba, el general no hablará porque está ronco. [...] Tiene la palabra el excelentísimo señor don Cayetano Tirón. Erguido, bombeado el torso, las insignias de la Falange bordadas en el pecho, la pistola en el cinto, el señor Tirón evoca con arrebatora elocuencia una de las más gloriosas hazañas del fascismo vallisoletano: la muerte heroica del jefe territorial de la Falange, vilmente asesinado por las hordas marxistas en el pueblecito de Sanbrian.84

Por último, cabe destacar también la presencia de unas variedades lingüísticas típicas

de la variación diatópica –que es un tipo de variación que relaciona el hablante con su

origen territorial-: en el cuento La gesta de los caballistas, el único que se desarrolla en

Andalucía, la región nativa de Chaves, destaca el uso de unas palabras y de unos rasgos

propios de las hablas andaluzas:

81

Ibidem, p 192.

82 Ibidem, p 161.

83 Ibidem, p 202.

84 Ibidem, p 199.

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- Conste –dijo- que el pae Frasquito no le tiene miedo ni a los rojos ni a los negros.85

Pae es la forma relajada y tipicamente andaluza de padre; la preferencia de Chaves

por poner en el texto esta particular forma en lugar de la normativa castellana es

significativa para comprender su deseo de trasmitir una lengua viva, real.

A nivel fónico, encontramos, respectivamente, en La columna de hierro y en Los guerreros

marroquíes, otro rasgo diatópico propio del español de Andalucía: la pérdida de la –d final

intervocálica.

- [...] Es un chalao que tiene la manía de dar vivas a Azaña en inglés. 86

- ¡Ya nos han dao, chato!87

Los participios pasados o sustantivos derivados de los participios (como, por ejemplo,

entrada) en el habla andaluza carecen de la –d- final intervocálica. Por lo que concierne la

terminación en –ado, se trata de una variedad coloquial y no vulgar (lo era hace veinte

años) provocada por la relajación articulatoria: la –d consonante oclusiva sonora en

posición intervocálica se fricatiza.

Sin embargo, la perdida de la d- intervocálica no es la única peculiaridad lingüística que

destaca en el cuento Los guerreros marroquíes: aquí, en efecto, Chaves reproduce el

español hablado por los soldados árabes, subrayando sobre todo sus típicos errores

gramaticales:

- No tirar- gritaba con voz angustiada-. Yo estar rojo; yo estar república.

- No matar. Por Dios Grande, no matar. Moro estar rojo.88

85

Ibidem, p 65.

86 Ibidem, p 121.

87 Ibidem, p 180.

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Para un extranjero, aprender la diferencia y saber usar de manera correcta los verbos ser y

estar constituye una de las mayores dificultades de la lengua española; aquí, no solo

Chaves reproduce magistralmente esta confusión, sino que también añade el uso del verbo

al infinitivo, clara signal del desconocimiento de las conjugaciones verbales. Con dos

simples estratagemas ha logrado reproducir el castellano torpe hablado habitualmente por

los moros.

Chaves, pues, a través de todos estos rasgos, crea una especie de mímesis de la

lengua hablada coloquial: la inmediatez propia del lenguaje oral se desplaza al ámbito de la

escritura, de manera que el lector pueda percibir la tensión y la proximidad de las

situaciones comunicativas en las que tienen lugar los distintos diálogos. La lengua de

Chaves es una lengua viva, de la que desborda una sensación de frescura, de inmediatez.

4.3 Narración y agudeza descriptiva.

Estas nueve alucinantes novelas, a pesar de lo inverosímil de sus aventuras y de sus inconcebibles personajes, no son obra de imaginación y pura fantasía. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho rigurosamente verídico; cada uno de sus héroes tiene una existencia real y una personalidad auténtica, que sólo en razón de la proximidad de los acontecimientos se mantiene discretamente velada.89

En la breve nota que sigue al prólogo, el autor pone de relieve la verdad de los

hechos narrados y la fidelidad de la transcripción. Él no es un inventor de historias, sino un

investigador, un periodista, cuyo fin es dar a conocer la realidad de la guerra civil. Sin

embargo, tal y como dicho antes en el párrafo 4.1, los relatos se someten a una rigurosa

elaboración, bien visible, por ejemplo, en la correspondencia entre acciones de unas

narraciones y otras: en ¡Viva la muerte! se menciona el asalto del pueblo al cuartel de la

Montaña, con los consiguientes fusilamientos de los oficiales rebeldes y los obreros que

salían en camiones para apoderarse de Getafe, Cuatro Vientos y otras ciudades con las

88

Ibidem, p 169.

89 Ibidem, p 33.

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armas encontradas en el cuartel asaltado. En Bigornia encontramos la narración de estos

mismos acontecimientos, relatados, esta vez, desde el interior: Bigornia, el ogro

protagonista del cuento, es uno de los asaltantes. Cambia, pues, la perspectiva, pero las

acciones de las dos narraciones se corresponden claramente.

Formalmente, las nueve narraciones tienen varias subdivisiones, a modo de pequeños

capítulos, con escenarios distintos, marcados con una pequeña separación espacial en el

texto y unos asteriscos. Suele predominar la narración en tercera persona, con breves

diálogos intercalados en primera persona.

Estructuralmente, cada relato parece llevarse con firmeza desde el principio hacia su

fin: es más, los hechos se concentran todos en una historia fundamental según un principio

general de acción. Esto confiere una especial fuerza y sentido a lo narrado, además de

favorecer el principio de legibilidad. Carlos Peinado Elliot hasta afirma:

La linealidad que preside la mayor parte de los relatos potencia el sentido que parece impregnar el conjunto de la obra: las vidas de los españoles se encuentran inexorablemente abocadas a la muerte o el exilio.90

El relato que mejor representa esta linealidad de la que habla Peinado es, sin duda, Y

a lo lejos una lucecita: aquí, este efecto se subraya y refuerza con la unión grotesca y, al

mismo tiempo, trágica, del final con el principio: en el comienzo, Pedro, el miliciano

protagonista, se queja del sueño y desea el final de la guerra para poder dormir:

El miliciano Pedro, arrastrando la culata del fusil por el adoquinado, volvió a su portal y a su somnolencia. De la guerra y de la revolución –pensaba- lo peor es el sueño que se tiene siempre. ¡Si se pudiera dormir! [...] Había que ganar la guerra aunque no fuese más que para dormir. Luego haríamos todo lo demás.91

Al final, el miliciano consigue encontrar el sueño deseado, pero se trata del sueño

eterno, del sueño de la muerte:

90

Peinado Elliot, El periodista comprometido: Manuel Chaves Nogales, una aproximación, Sevilla: fundación centro de estudios

Andaluces, 2009, p 138.

91 A sangre y fuego, p 90.

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Pedro, mientras se desangraba, se iba quedando plácidamente dormido. Se acomodó en la yerba fresca y mullida. En la guerra y la revolución era difícil dormir. ¡Pero qué a gusto se dormía al final!92

Otra estrategia narrativa usada por Chaves es la inserción de alguna anécdota o

pequeño relato estrechamente enlazado con el principal. A través de esta peculiar

estructura interpolada, la historia primera se potencia por paralelismo: la falsa denuncia en

¡Masacre, masacre! que termina con la ejecución es un ejemplo de subtrama unida

estrechamente a la principal, ya que lleva a la trampa que se tenderá después a los

reservistas. Las acciones reiteradas tienen, otras veces, la función de manifestar la

evolución de un personaje: en La gesta de los caballistas Rafael, el protagonista, rebelde,

después de unas dudas, perdona la vida a un fugitivo republicano al que tenía encañonado;

al final del relato dejará escapar a Julián. Hay también casos, sin embargo, en los que esta

arquitectura entrelazada sirve para caracterizar la violencia o la lógica perversa del bando

que desatará el golpe final: en Consejo obrero, la muerte del contramaestre Valentín revela

el terrible método revolucionario, bien explicado a través de las palabras del camarada

Benito:

- Es que yo me niego a convivir con ese miserable. Prefiero que se cierre la fábrica a seguir soportándole en ella.

- [...] La revolución ha triunfado para que yo, ¡yo!, pueda vengarme de esa canalla. Esto es lo único que me importa.93

En ¡Viva la muerte!, el cuento del cruel y terrible exterminio del pueblo de Sanbrian,

causado por la sed de venganza, por parte del bando nacional, anticipa la represión de

Miraflores.

Por lo que concierne el espacio de la narración, los relatos se sitúan en diferentes

ciudades españolas, aunque es Madrid –donde el autor vivió el primer año de la guerra- la

que domina: ¡Masacre, masacre! cuenta los bombardeos a que fue sometida la capital por

parte de la aviación; Y a lo lejos, una lucecita habla de la búsqueda de toda una red de

92

Ibidem, p 113.

93 Ibidem, p 261.

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espías siempre en Madrid; Consejo obrero denuncia el poder de los sindicatos y las

milicias. Con ¡Viva la muerte! nos desplazamos a la sierra madrileña, donde las tropas

fascistas devastan sin piedad un pueblo. La gesta de los caballistas se sitúa en la región

natal de Chaves, Andalucía, y, más precisamente, entre Huelva y Sevilla; La columna de

Hierro, que trata de las luchas interiores en el seno de la República, en Valencia y en el

oeste de España; El tesoro de Briesca se desarrolla en Castilla, entre Burgos y Madrid, y,

finalmente, Los guerreros marroquíes entre Extremadura y Madrid, al igual que Bigornia.

La acción tiene lugar en los primeros meses de la contienda; ninguna sobrepasa al

año 1936. Algunas, como Bigornia, comienzan, como ya he puesto de relieve antes, con la

resistencia del pueblo de Madrid, el 19 de julio de 1936.

Es más, Chaves, a lo largo de la narración, usa con gran habilidad el arma de la

ironía: aunque estamos en plena guerra, aunque la acción se sitúa en un clima de horror,

violencia y muerte, en los cuentos encontramos a menudo escenas y descripciones que

poseen un punto de humor dentro del dramatismo de la situación.

De cualquier forma (Chaves), como ser humano que es, transmite a las páginas de estos relatos, con sencilla expresión y a veces – aquí menos que en cualquier otro libro- con pinceladas de ironía bañadas de amargura, un profundo y radical desgarramiento del alma, de su alma colectiva, que está partida por la lucha.94

En La gesta de los caballistas, por ejemplo, podemos gustar y saborear toda la agudeza

descriptiva y la sutil ironía de Chaves cuando presenta el salón Variedades, un antiguo

music-hall de Sevilla que, durante la guerra, se transformó en una anómala cárcel fascista:

Durante el día, la cárcel del Variedades era el lugar más pintoresco del mundo. El buen aire, la compostura y el gracejo de los andaluces excluían toda sensación de tragedia. Una verdadera nube de vendedores ambulantes de chucherías acudía a las puertas de la prisión; los camaroneros con la cesta al brazo voceaban su mercancía por las galerías; en un rincón canturreaba fandangos un limpiabotas comunista; un alcalde de pueblo que había sido primero de la dictadura y luego de Martínez Barrio contaba cuentos verdes y, en un corrillo, un empleadillo afeminado y chismoso ridiculizaba a los jefes fascistas de Sevilla relatando episodios escabrosos de sus vidas con tal agudeza y tan mala intención que sólo por ellas estaba en la cárcel. [...] Los fascistas, con esa manía reformuladora de las costumbres que ataca a todos los partidarios de las dictaduras, querían imponer a los presos una disciplina aparatosa de origen germánico, a base de duchas, gimnasia sueca y tiesura militar. Pero se aburrían pronto al tropezar con la resistencia pasiva e inteligente de los presos y, a fin de cuentas, les dejaban hacer lo que querían. Canturrear, murmurar por los rincones y mordisquear

94

Cintas Guillén, María Isabel, edición e introducción a Manuel Chaves Nogales. La obra narrativa Completa. Fundación Luis Cernuda,

Diputación de Sevilla, 1993, p LXXXIV.

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camarones o patas de cangrejo. Lo que por naturaleza ha hecho siempre el hombre andaluz caído en cautividad o desgracia.95

Creo que la belleza de este retrato casi pintoresco puede justificar la extensión de la cita; a

pesar de la situación trágica de la que está hablando, Chaves logra insertar en la

descripción de una cárcel llena de hombres condenados a muerte un toque de humor. La

alegría y la gran vitalidad tipícas de los andaluces crean un atmósfera casi surrealista: es la

vida que se enfrenta a la muerte que llegará junto a las tinieblas de la noche, una muerte

injusta, sin sentido, establecida por las reglas absurdasde una guerra cainita.

En Bigornia, durante los dificiles y agitados momentos que antecederon el asalto al

cuartel de la Montaña -en el que mucha gente inerme del pueblo murió abatida por el fuego

de los militares- Chaves, al presentar al curioso grupo de asaltantes que estaban con el ogro

jovial, describe con ironía las escasas y rudimentarias armas con las que se disponían a

entrar y luchar en el cuartel:

El estudiante hizo un amplio gesto de desolación y se metió las manos en los bolsillos con un ademán desconsolador. El guardia de asalto cargó su carabina máuser. El sargento esgrimió una pistola de reglamento. Bigornia volteó su martillo de fragua por encima de su cabeza. La mujer cogió un pico de su delantal blanco y lo mordisqueó nerviosamente.96

Un grupo de combatientes raros que, sin preocuparse del peligro, estaban dispuestos a

asaltar esa cueva de militares casi sin armas; destaca sobre todo la presencia de la mujer,

que había acudido allí para salvar a su hijo soldado, y que a la pregunta de si había armas

contesta mordiqueando un pico de su delantal. No tenía otra arma que la de su propia

volutad y de su amor materno. Su patente ingenuidad e inocencia no hace sino provocar

una sonrisa en la cara del lector. Poco después, en el preciso momento en que esta extraña

tropilla se apresta a entrar en el cuartel desafiando el fuego enemigo, Chaves nos ofrece

otra imagen irónica de la torpeza de la pobre mujer, comparando su ademán al de un

avestruz asustado:

95

Ibidem, p 85.

96 Ibid., p 216.

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Bigornia ganó indemne el portal seguido del sargento y el miliciano comunista, que disparaban a ciegas sus armas, del estudiante, que gridaba no sabía qué, y de la mujer, que caminaba a tientas tapándose la cara con un brazo, con el mismo ademán grotesco y patético del avestruz asustado.97

Otra escena en la que se puede verdaderamente gustar la ironía narrativa de Chaves la

encontramos pocas páginas después: Bigornia pasa por las estancias del cuartel seguido de

un grupo de obreros que se entretenían disfrazándose con todo lo que encontraban.

Uno de ellos había tropezado con una panoplia de esgrima y avanzaba con la cara cubierta con una careta de alambre trazando fintas a diestro y siniestro con un florete. Otro había descabezado de un golpe un maniquí cubierto con una armadura de guerra del siglo XVI y se había encasquetado el casco, provisto de su pomposa cimera y su celada, que luego no acertaba a abrir. Sobre el torso desnudo y los brazos tatuados, aquel casco anacrónico le daba una apariencia absurda de máscara terrorífica.98

¡Cuánta belleza narrativa en esta divertida imagen de un hombre que atraviesa las

habitaciones de ese cuartel asediado con el torso desnudo y un casco antiguo en la cabeza!

La de Chaves es una ironía que, aunque contrastando con el clima de violencia y guerra, no

está fuera de lugar, y compagina con otros títulos dedicados a la guerra civil -como, por

ejemplo, Herrumbrosas lanzas de Juan Benet-, que destacan lo anacrónico de muchas

situaciones causadas por la impreparación técnica para la guerra.

A la narración se alternan muchas descripciones, que ocupan buena parte de cada

relato. A través de éstas, Chaves consigue, de alguna manera, reproducir por escrito lo que

su vista había grabado en la memoria: como en las películas cinematográficas la cámara

ofrece a los telespectadores unas panorámicas de los paisajes o ambientes donde se

desarrollan las escenas, así en las páginas de su obra el autor logra recrear los escenarios de

los acontecimientos narrados, que parecer surgir concretamente ante los ojos del lector.

Gracias a la gran cantidad de detalles, de elementos que desborda de sus descripciones,

Chaves logra conferir a la obra muchísima intensidad y concretez, cualidades que destacan

claramente en diferentes contextos narrativos y, sobre todo en el de las cruentas batallas y

acciones de guerra. Como anunciado en el prólogo, estamos ante una obra compleja, que

97

Ibid., p 217.

98 Ibid., p 220.

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denuncia con toda crudeza las atrocidades cometidas por los dos bandos durante la guerra,

sin edulcorar la violencia de los acontecimientos. Un nítido ejemplo lo encontramos al

comienzo del primer relato, ¡Masacre, masacre! con la descripción de un ataque aéreo en

el que la frialdad y rapidez de la técnica contrastan con los efectos destructores sobre la

popolación:

En el casco de la ciudad las bombas de los aviones hacen carne siempre. Cuando en una camilla llevan a una pobre muy despanzurrada o a un niño que ya no es más que un revoltijo de trapos y sangre, la muchedumbre de curiosos se siente estremecida por el horror. Cuando el que pasa exánime en las parihuelas es un varón adulto, el hecho, por esperado, parece naturalísimo y nadie se siente obligado a conmoverse. La capacidad de emoción, limitada, exige también economías. En la guerra no se administra el sentimiento con la misma largueza que en la paz.99

Una pobre despanzurrada, un niño cubierto de sangre, las bombas que «hacen carne

siempre»: son elementos dotados de una tal plasticidad que el lector consigue imaginarse

estas escalofriantes escenas como si la estuviera viendo realmente. La decripción de los

refugios, del sistema de vigilancia, de las madres que arrancan de sus camas a sus hijos la

madrugada para protegerlos, los llantos de éstos en los subterráneos, el miedo que hace que

la gente se precipite en los refugios arrollando mujeres y niños: el horror desborda de la

descripción de estas trágicas instantáneas. En efecto, si en algo es maestro Chaves Nogales

es en la descripción desapasionada de pequeñas estampas, sucesos nimios que fotografían

la inhumanidad a que lleva la guerra, como es el caso del bombardeo en la cola de

racionamiento que encontramos siempre en ¡Masacre, masacre!:

Se oyó una gran detonación y se vio que algunas mujeres de las que estaban en la cola se desplomaban súbitamente. Las demás echaron a correr aterradas. Entre el amasijo de cuerpos ensangrentados que quedaron en la acera sólo permaneció enhiesta una viejecilla con un pañuelo negro por la cabeza y un capacho entre las manos que, ajena a todo lo que no fuese su anhelo de que le llegase el turno antes de que se acabasen los huevos, aprovechó el revuelo para correrse suavemente por la pared salpicada de sangre y de metralla hasta el portal de la tienda, dichosa de encontrarse con que había pasado a ser el número uno de la cola.100

99

Ibidem, p 36.

100 Ibidem, p 54-55.

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La guerra despoja de todo lo que no sea pura necesidad, la lucha por un simple

bocado acaba por arrastrar a la gente a la pérdida de todo valor y dignidad.

Las imágenes de las que se componen las descripciones de Chaves impresionan por

su eficacia visiva y su fuerza emotiva; al describir las escenas de lucha, como los tiroteos

de las trincheras y, especialmente, los combates cuerpo a cuerpo, aparecen unas imágenes

plásticas, casi corpóreas, che extrañan al lector. Por ejemplo, en El tesoro de Briesca

encontramos una escena de lucha entre un comandante de las milicias republicanas

enfurecido por la decepción de sus hombres y uno de sus soldados desertores, en la que

aflora esta plasticidad descriptiva:

El hombre se replegó sobre sí mismo felinamente y le saltó al cuello. Tropezó en el aire con el cañón de la pistola tendido hacia su pecho. Sonó un disparo. Luego, tres o cuatro más. Cuando el comandante se reponía del encontronazo que le había hecho tambalear, se vio al hombre tendido en el suelo que aún se agarraba desesperadamente a una de sus piernas. Con las ansias de la muerte, el caído alargaba las fauces abiertas hacia la bota de montar del comandante reteniéndola desesperadamente con sus manos crispadas. El militar sacudió con toda su fuerza la pierna aprisionada, y sintió claramente cómo el tacón de su bota se hundía en la cara ensangrentada de aquel hombre, que le produjo la sensación repelente de una alimaña rabiosa a la que hubiese aplastado.101

Tanta es la intensidad de las palabras con las que se describe esta escena feroz que

casi llegamos a percibir el dolor del soldado, su desesperación, su lucha contra la ya

inminente muerte, que lo lleva a intentar agarrarse a las piernas del comandante.

Escalofriante es el pasaje en el que Chaves nos dibuja con chocante claridad cómo el tacón

de la bota del militar se hundía en la cara del soldado: todo lector al leer esta escena se

imagina el dolor atroz que sentiría si esto le pasase a él de verdad. Y aún más expresiva es

la comparación del soldado que se torcía entre las penas de la muerte como una «alimaña

rabiosa a la que hubiese aplastado»: muchas veces en Chaves los combates asumen las

dimensiones de una lucha entre fieras. El autor en lugar de boca usa el término fauces, que

designa la parte posterior de la boca de un mamífero y, después, sugiere la repugnante

imagen de una alimaña rabiosa aplastada por la bota del comandante. Mantener la

concretez de imágenes como estas en la versión italiana ha sido una de las cuestiones

traductivas fundamentales con respecto a esta obra, ya que constituye una de las cualidades

101

Ibidem, p 147.

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más importantes del estilo y de la escritura de Chaves. Es más, su insistencia en comparar

unos comportamientos humanos con los propios de los animales se explica con la visión

personal que Chaves tiene de la guerra: es un acontecimiento extremadamente inhumano y

cruel que ha despojado el hombre de toda su sensibilidad, convertiéndolo en un ser bestial.

Sin embargo, la intensidad de las descripciones de esta obra no se encuentra sólo al

hablar de paisajes, ambientes o momentos concretos de acción, sino también al introducir

los personajes. Memorable es la presentación de Bigornia, quizá el personaje más

impresionante de todos los relatos:

Le llamaban Bigornia, y era un ogro jovial y arrabalero que balanceaba su corpachón envuelto en tela azul desteñida junto a las vallas de los solares y los desmontes del suburbio donde tenía su vivienda. Un ogro que en vez de comerse a los niños los daba de sí, los producía con una fertilidad indecorosa. Un ogro municipal y suburbano escandalosamente prolífico, acampado con toda su prole en una casucha de los arrabales de la gran ciudad como en la orilla de un bosque, [...].

Bigornia era un obrero mecánico. Herrero, hijo de herrero y nieto de herrero, había conocido en su infancia una fragua que no difería grn cosa de la de Vulcano, y, aunque el raudo progreso mecánico del siglo hubiese sometido su instinto y su fuerza natural a la deformación y al aguzamiento de la técnica, conservaba un fondo selvático de forjador primitivo, de hombre del bosque, fuerte y de gran resuello, que por primera vez junta el hierro, el fuego y el agua, sopla, golpea, templa e inventa el acero.102

Chaves logra transmitir al lector la imagen de una figura única, casi mitológica: mezcla las

características del ogro clásico de los cuentos que tanto espantaba los niños con las de un

pobre obrero de la España republicana. Un ogro que, en lugar de alimentarse de personas -

especialmente niños, como pasa en muchos cuentos de hadas- «los daba de sí»,

generándoles «con una fertilidad indecorosa». Sin embargo, como en la versión tradicional,

tiene un cuerpo fornido, «un corpachón envuelto en tela azul desteñida», es decir, en el

mono azul de los obreros; es imposible no sonreír al imaginarse ese corpachón que camina

balanceando por los arrabales de Madrid con su macho, el viejo martillo de fragua bien

metido en la pretina del pantalón.

Sin embargo, el autor saber delinear con maestría no sólo el aspecto exterior, físico de los

personajes, sino también el psicológico, el lado de la personalidad:

La gran ciudad no le había dominado del todo ni había conseguido aniquilar du fuerte personalidad, que, no pudiendo subsistir en las celdas estrechas de las grandes colmenas humanas que son las barriadas obreras, se evadía buscando mayor espacio en los arrabales, [...]. En aquella cabaña robinsoniana, levantada por él

102

Ibidem, p 211-212.

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mismo en medio del desierto de botes de hojalata que abandonaban los traperos, Bigornia se sentía fuerte como un rey y libre como un bosquimano.103

Bigornia es un amante de la libertad en estado primitivo, con un alma anarquista y un

carácter selvaje, que necesita su espacio personal para vivir y que, pues, se aleja de la

confusión de la capital y de sus normas sociales para vivir tranquilo con su inmensa familia

en una casucha pobre de los arrabales donde él, sin embargo, se sentía un verdadero rey.

A través de una simple pero precisa pincelada de adjetivos y de nombres, Chaves consigue

trazar un retrato extraordinario de esta rara creatura: todo lector tiene su silhueta

claramente delineada en la mente. Chaves repite muchísimo a lo largo del cuento que

Bigornia es un ogro jovial y arrabalero -adjetivos, éstos, usados con la función de

verdaderos epítetos-, tan como a menudo nombra su corpachón, su martillo de herrero y su

balancear por los suburbios de Madrid. Es aquí donde se puede ver y gustar de verdad la

gran habilidad narrativa del escritor, que sabe elegir los elementos sobre los que

focalizarse, para, después, desencadenar toda una red de imágenes y de ideas, cuyo

conjunto lleva a una minuciosa caracterización de los personajes, enriqueciendo, al mismo

tiempo, la belleza y potencia de la prosa.

Es más, Chaves presenta los varios personajes proporcionando poco a poco unos detalles,

sea físicos, sea psicológicos: a lo largo de cada relato, alternadas a la narración y a los

diálogos, aparecen unas pinceladas descriptivas, con las que Chaves logra dar vida a

personajes originales y soberbiamente logrados, de los que hablaré más en profundidad en

el próximo capítulo.

4.4 Metáforas e imágenes simbólicas.

Aunque se trata de relatos de guerra, horror y muerte, el lenguaje no es solo

violento y crudo, sino también casi poético, cargado como está de símbolos y metáforas.

En ¡Masacre, masacre! hay una grotesca imagen en la que Chaves, con amarga ironía, dice

que el bombardeo de los aviones fascistas sobre Madrid era como una lotería del cielo,

negativa:

103

Ibidem, p 213.

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Los bombardeos aéreos son una lotería más para los madrileños.[...] el regocijo que se ve en las caras de la gente después de cada ataque, cuando se dan cuenta de que esta vez, [...] no habían recibido la muerte como premio de la lotería del cielo.104

Con esta macabra asociación entre el azar positivo de la lotería nacional y él

extremamente negativo de los bombardeos, Chaves juega con las consecuencias muy

distintas a las que una posible ganancia lleva con su diferente reglamento: la lotería

nacional tocaba sólo a unos pocos agraciados que se ponían voluntariamente en las manos

del destino, esperando, de esta manera, mejorar su vida, mientras que la del cielo podía

tocar a todos, que lo quisieran o no. Sin embargo, funcionaba al revés de la otra, ya que era

una «lotería en la que resultan premiados los miles y miles de jugadores a quienes no ha

tocado la metralla105» . Pues, describiendo el azar de los bombardeos como un trágico

juego, Chaves subraya, con siniestra ironía, toda la gravedad y la dramaticidad que vivir en

un Madrid bombardeado conllevaba a la gente de esa época.

Otra imagen muy expresiva y en la que queda patente el horror provocado por los

bombardeos la encontramos en El tesoro de Briesca, donde Chaves compara los fugitivos

ametrallados por los aviones a la procesión de un hormiguero cortada de un pisotón:

Luego, echó a andar por la carretera de Madrid. Los aviones rebeldes pasaban y repasaban sobre su cabeza ametrallando el rosario de fugitivos, que a veces quedaba cortado por las ráfagas de plomo, como cuando se corta de un pisotón la procesión de un hormiguero.106

La degradación moral del hombre durante la guerra era tan grave que ya no se

sentía ningún sentimiento de piedad al matar la pobre gente que intentaba huir del horror

de la batalla: se mataba a las personas como se aplastaban las hormigas en el suelo. La

comparación de los seres humanos a los animales nos hace bien comprender como la vida

humana careciera ya de todo valor; los hombres habían retrocedido al nivel de los instintos

bestiales.

Pocas líneas después, siempre en el mismo relato, Chaves, al describir la actitud

republicana de enfrentarse y luchar contra el fascismo, dice:

104

Ibidem, p 36.

105 Ibidem, p 36.

106 Ibidem, p 150.

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La lucha contra el fascismo, [...], levantaba en masa al pueblo y lo lanzaba en oleadas gigantescas sobre el frente. Sin ninguna eficacia. La punta de acero de las vanguardias fascistas hendía fácilmente aquel informe amasijo de voluntades fervorosas e indisciplinadas que apenas chocaban con la férrea disciplina y la técnica profesional del ejército sublevado perdían su fuerza imponente y se deshacían como la espuma.107

Desconcierta la visión del pueblo lanzado por la propaganda republicana en enormes

oleadas sobre el frente, hacia la inevitable muerte. Y aún más desconcierta la imagen del

pueblo descrito como una informe mezcla de voluntades que no se podía controlar de

ninguna manera y que, al chocar con la disciplina y la profesionalidad de los fascistas, se

disolvía como espuma. Mejor representación de la incompetencia y del desbandamiento de

las tropas republicanas no podía haber.

En presentar a Bigornia, al comienzo del relato, Chaves afirma:

Era un ogro convertido en proletario metalúrgico del mismo modo que, andando el tiempo, la selva se había transformado en urbe sin que ni el uno ni la otra hubiesen perdido del todo su ancestral naturaleza.108

Aquí, Chaves compara la conversión de Bigornia de forjador primitivo a obrero

mecánico con la de la selva que se transforma en ciudad, sin perder su antigua naturaleza:

aunque el progreso mecánico del siglo hubiera sometido su instinto y su fuerza natural, ese

«ogro jovial y arrebalero» aún conservaba su fondo selvaje, como bien aflora a lo largo de

la narración. Otra buenísima y bien lograda comparación se encuentra poco después,

cuando Chaves recurre hasta al Quijote para explicar la decisión de Bigornia de no probar

demasiado los carros de asalto que había repasado:

107

Ibidem, p 150-151.

108 Ibidem, p 211.

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No quiso Bigornia someter sus máquinas de guerra a una prueba demasiado dura por las mismas razones que tuvo Don Quijote para no probar por segunda vez la resistencia de su improvisada celada de papelón y alambre, y, fiando más en el efecto terrorífico de su presencia que en la eficacia de su acción destructora, las dio por buenas y dictaminó que estaban en condiciones de entrar en campaña.109

Además, en A sangre y fuego, es frecuente también la transformación de las personas

en muñecos o peleles: durante la guerra, la muerte se convierte en algo natural, habitual,

cotidiano, que reduce los hombres a meros cadáveres, a meros objetos hechos simplemente

de materia. El hombre ya no tiene ninguna alma; es un muñeco, su vida ha perdido en

absoluto su valor. Por ejemplo, en ¡Masacre, masacre!, el viejo comandante fascista

acribillado por la escuadrilla es un «grotesco espantapájaros abatido por el viento»110, su

joven denunciante poseee una «cabeza linda de poupée de serie»111, en cuyo interior no

hay nada; los asesinos de Y a lo lejos, una lucecita se transforman en un guiñapo («Lo vio

doblarse sobre la balaustrada, agarrarse a ella con ambas manos, resbalar y caer de bruces

en el suelo hecho un guiñapo»112), forman «una grotesca escena de polichinelas»113, o se

cosifican recordando «esas piernas de cera que se exhiben en los escaparates»114. La

guerra, los totalitarismos llevaban a la conversión de la persona en autómata, destruyendo

su espontaneidad. En Valentín, el contramaestre de Consejo obrero, se encuentra, quizá, el

ejemplo más claro de este proceso de destrucción de la persona: sometido al tormento de

una muerte segura, «era como un alma en pena que vagaba por los pasillos de la fábrica

desde que comenzó la guerra, convertido en el espectro de sí mismo»115. Aunque todos le

odian y se apartan de él como si estuviese apestado, esperando su muerte, él se comporta

109

Ibidem, p 224.

110 Ibidem, p 46.

111 Ibidem, p 46.

112 Ibidem, p 98.

113 Ibidem,p 110.

114 Ibidem, p 105.

115 Ibidem, p 258.

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servilmente, dando las gracias a quien difiere su muerte porque aún no interesa a la

revolución:

Valentín bajaba aún más la cabeza y seguía adelante buscando inútilmente un rostro amigo ante el que ensayar una sonrisa humilde y forzada. Sus ojos claros tenían la misma expresión temerosa que los de un perro ante el amo irritado. A veces, él mismo, incapaz de soportar aquel tormento, se preguntaba:

- ¿Cuándo me matarán de una vez?116

Bien lograda es también la comparación de la expresión de la cara del desdichado

contramaestre con la de un perro que mira con miedo y sumisión al amo enfadado,

buscando y pidiendo una piedad que nunca logrará obtener.

La capacidad de Chaves de transmitir los conceptos a través de unas imágenes

sencillas pero directas, inmediatas y de gran eficacia es sorprendente: sabe manejar con

maestría el lenguaje cruel y violento de la guerra y enriquecerlo con metáforas y otros

recursos retóricos como la ironía. Se puede hasta decir que la belleza y la intensidad de la

prosa de Chaves proceden precisamente de esos fuertes contrastes entre imágenes opuestas,

símbolos y comparaciones casi surrealistas, que chocan entre sí poniendo aún más de

relieve el drama de la guerra: si fuera una pintura, A sangre y fuego se parecería

muchísimo a la Guernica de Picasso.

No puedo no admitir que, al traducir la obra, el hecho de tener que reflejar los

componentes líricos del texto, que tanto valor proporcionan a la prosa de Chaves, ha

constituido uno de los problemas mayores. En efecto, a la necesidad de quedarse fiel a las

intenciones y a la voluntad del autor, durante la traducción se ha añadido también la

dificultad de saber transformar en otra lengua estas imágenes y asociaciones sin afectar al

matiz poético o, de toda manera, simbólico que les caracteriza. Espero haberlo conseguido.

4.5 La sintaxis.

116

Ibidem, p 258.

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El último aspecto que cabe destacar con respecto al estilo y a la prosa de Chaves es él

de la sintaxis. Por lo general, se trata de una sintaxis plana, simple y fluida, aunque es

patente la presencia de oraciones complejas largas, con muchos incisos y subordinadas.

Dejando de lado los diálogos, a lo largo de cada cuento se puede ver como la

narración se sirva de concisos grupos oracionales por coordinación o juxtaposición para

describir acciones rápidas y momentáneas, y de largas oraciones complejas constituidas

por varias transpuestas subordinadas para la descripción de paisajes, lugares, personajes o

para presentar situaciones más estáticas.

Repantigado en su sillón frailuno, cuando el pasaje de la misa se lo permitía, de pie o con una rodilla en tierra y la noble testa inclinada, cuando el misal lo mandaba, el señor marqués presidía el oficio divino teniendo a su derecha a la tía Conchita y detrás, tiesos como husos, a sus tres hijos varones, José Antonio, Juan Manuel y Rafaelito, tres hombres como tres castillos con sus chaquetillas blancas, sus zahones de cuero, la calzona ceñida, las espuelas de plata, la fusta jugueteando entre las manos cuidadas.117

Este largo fragmento se sitúa en el comienzo de La gesta de los caballistas, cuento en el

que Chaves cuida extremadamente las descripciones; la historia empieza en el cortijo de un

marqués, entre Sevilla y Huelva, donde hijos y sirvientes asisten a misa. Se trata de una

oración compleja donde aparecen unas subordinadas modales y temporales, en la que se

presenta y describe una situación estática, es decir, la de asistir al oficio religioso. Esta

peculiar disposición sintáctica, con la cláusola principal casi en el medio de la oración,

precedida y seguida por las subordinadas, sirve, pues, para vehicular una imagen lo más

clara y nítida posible de los distintos personajes que rodean la figura principal del marqués.

Otro ejemplo de oración caracterizada por hipotaxis la encontramos en Bigornia:

Cada vez que el mando republicano establecía una línea de resistencia, los aviones italianos y alemanes comenzaban un terrible y sistemático bombardeo de la población que a retaguardia de la primera línea servía

117

Ibidem, p 63.

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de base al desorganizado ejército del pueblo; la población civil, aterrorizada, huía dejando sin posibilidad de aprovisionamiento a los milicianos, que, como carecían de parques de intendencia y se quedaban sin comer, sin agua y sin refugio posible, aguantaban dos o tres días pegados a los surcos de aquella tierra calcinada de Extremadura bajo el bombardeo constante de la aviación y luego echaban a correr desesperados.118

El fragmento -que bien describe la difícil situación en la que los milicianos intentaban

luchar contra el ejército nacional- se compone de dos oraciones complejas juxtapuestas

entre ellas y coordinadas con otra oración simple a través de la conjunción y: la primera

empieza con una transpuesta subordinada temporal, seguida por la cláusola principal, a la

que se une una subordinada adjetiva o de relativo. La segunda, más larga y complicada,

tiene al principio la principal, a la que sigue una serie de subordinadas causales y de

relativo encajadas una dentro de otra. Como la estructura sintáctica es tan compleja, al

traducir este fragmento al italiano he encontrado unas dificultades, sobre todo con respecto

al orden de los elementos. En efecto, la cuestión fundamental que se plantea en la fase de

traducción es si mantener la misma organización de la frase o si es mejor cambiarla y,

pues, alejarse de la original. Hay unas construcciones sintácticas españolas que no pueden

quedarse exactamente iguales en italiano: sea por razones puramente estilísticas, sea por

razones gramaticales, en diversos casos el traductor decide alejarse del orden sintáctico

original. Sin embargo, hay que comprender cuándo es conveniente hacerlo y cuando no: si

una estructura gramatical tiene una determinada relevancia porque representativa del estilo

propio del autor o porque es símbolica, es preferible que la traducción sea lo más parecida

posible al original. Por contra, si la estructura sintáctica no es tan representativa y en

italiano no resulta clara o fluida, es mejor alejarse un poco de la original, como he hecho

yo en este caso al traducir este párrafo:

Ogni volta che il comando repubblicano stabiliva una linea di resistenza, gli aerei italiani e tedeschi davano inizio a uno spaventoso e sistematico bombardamento sulla cittadina che, dietro alla prima linea, fungeva da base per il disorganizzato esercito del popolo; la popolazione civile, terrorizzata, scappava, lasciando i miliziani senza alcuna possibilità di approvvigionamento. Poiché mancavano gli spazi dei rifornimenti e delle provviste, i miliziani rimanevano senza cibo, senza acqua e senza alcun possibile rifugio, resistendo due o tre giorni incollati ai solchi di quella terra bruciata dell’Estremadura sotto il costante bombardamento dell’aviazione per poi, infine, mettersi a correre disperati.

118

Ibidem, p 225.

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La primera se ha mantenido igual a la versión original; la segunda, por contra, ha sido

modificada. En lugar de la subordinada de relativo, en cuyo interior hay una causal, «que,

como carecían [...], aguantaban dos o tres días [...]», en italiano hay otra oración compleja

y juxtapuesta a la primera, que empieza con la subordinada causal, a la que sigue la que en

italiano es la cláusola principal pero que, en español, era la subordinada de relativo. Es

más, la oración simple final coordinada «y luego echaban a correr desesperados» se ha

transformado en una subordinada consecutiva. Mantener el mismo orden sintáctico original

en la traducción italiana era posible; sin embargo, con los cambios que he aportado creo

que, al leer, el texto resulta más claro.

Como he mencionado antes, al comienzo del párrafo, en el texto se alternan

oraciones largas y complejas como estas y otras breves y concisas, como la que

encontramos al principio del cuento ¡Viva la muerte!:

Un capitán y dos tenientes iban y venían con ruido de sables y espuelas por los desiertos andenes de la estación. Al fondo, un pelotón de soldados apoyados en los fuciles. En la oficina de telégrafo, el tictac sincopado del morse bajo la coacción del comandante.119

La primera de estas tres breves oraciones puede ser entendida como una oración simple

donde iban y venían se considera un única construcción verbal que en italiano se puede

traducir con andavano avanti e indietro, o como un grupo oracional por coordinación cuyo

elemento de enlace es la conjunción y. Las otras dos son oraciones simples que, además, se

caracterizan por la elipsis del núcleo verbal: su presencia sobra ya que el sentido queda de

toda manera claro. Se trata, pues, de construcciones nominales; otro ejemplo lo

encontramos en El tesoro de Briesca: «Mala prueba para el materialismo histórico la

guerra civil de España», donde falta el núcleo verbal fue, que se sobreentiende. Esta rápida 119

Ibidem, p 187.

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sucesión de oraciones sintéticas y breves recuerda mucho el estilo de las crónicas

periodísticas, cuyo objetivo es dar al lector unas informaciones claras y exhaustivas sobre

unos determinados acontecimientos de la manera más sencilla posible, sin usar formas

sintácticas elaboradas, complejas o difíciles de entender y eliminando toda información

superflua. Chaves reproduce aquí este estilo peculiar porque su propósito es trazar, de

manera casi telegráfica, un esbozo del ambiente y de la situación en los que se halla la

acción que va a describir.

Al traducir este fragmento de texto al italiano he mantenido el orden sintáctico original, sin

añadir el núcleo verbal a las dos oraciones donde falta, pues propio y característico del

estilo peculiar de Chaves.

Esta continua alternancia entre periodos largos y complejos y otros breves y simples

crea un cierto ritmo narrativo que contribuye indiscutiblemente a la belleza de la prosa de

Chaves.

Otro rasgo característico de la sintaxis de la obra es la inversión del orden de

aparición de los componentes de la frase, sobre todo la entre sujeto e predicado o a la

anteposición del objeto directo al comienzo del periodo, todas estrategias sintácticas que

sirven para focalizar un determinado elemento. Por ejemplo, en la frase que sigue

encontramos primero el complemento circumstancial de lugar, después el pronombre le

con función de complemento indirecto, luego el núcleo verbal que precede el objeto directo

y solo al final el sujeto de la frase:

A la salida de Miradores le hicieron una descarga cerrada unos invisibles agresores.120

En este caso, en la traducción al italiano he preferido cambiar el orden de los elementos

sintácticos, para que la frase sea más clara:

All’uscita di Miradores alcuni assalitori, che si erano nascosti, fecero fuoco a raffica contro di essa.

120

Ibidem, p 194.

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De toda manera, era posible y correcto también seguir y mantener el orden del texto

original. Lo mismo, sin embargo, no se podía hacer en el caso de una frase como la

siguiente, encabezada por un objeto directo:

A los camaradas malheridos los entregaron los milicianos al comité revolucionario de Navacerrada y acto seguido emprendió la patrulla la ascensión de la montaña.121

En italiano no se puede formar una frase de claro sentido siguiendo este preciso orden, a

menos que no se transforme a la forma pasiva, manteniendo de tal manera el enfoque sobre

el objeto directo: I due compagni gravemente feriti furono consegnati dai miliziani al

comitato rivoluzionario [...]. Sin embargo, la opción más sencilla y lógica es poner el

sujeto al principio de la frase, y después el predicado con núcleo verbal, objeto directo y el

resto de complementos circunstanciales: I miliziani consegnarono i due compagni

gravemente feriti al comitato rivoluzionario […].

Pasando al análisis de las formas y, sobre todo, de los tiempos verbales, cabe

destacar un aspecto interesante que ha aflorado a lo largo de la tradución del prólogo: el

uso peculiar del pretérito indefinido en esta primera parte de la obra. Este tiempo pasado,

como sabemos, expresa una acción terminada en un tiempo terminado: al usarlo, el

hablante se sitúa fuera del espacio temporal al que se refiere, fuera de la unidad de tiempo,

en una perspectiva no actual. Al escribir los relatos, Chaves ya no estaba en España, sino

que se encontraba lejos de la lucha y de la violencia de la guerra; sin embargo, esto no ha

comportado ningún tipo de alejamiento de la materia narrada. Aunque “físicamente” había

tenido que alejarse de su patria, su alma y su mente habían quedado allí, entre los horrores

de esa contienda incivil. Y este acercamiento espiritual se refleja con claridad en la

frescura y en la inmediatez que desbordan de sus narraciones, y que, inevitablemente,

proceden, por lo menos en parte, de su intensa actividad de periodista. Debido a esta

inmediatez del lenguaje, las nueve novelas cortas se acercan a las crónicas periodísticas,

121

Ibidem,p 108.

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tanto que podríamos calificarlas de reportajes novelados. Sin embargo, en el prólogo,

encontramos una actitud del escritor muy distinta a la de los relatos:

Cuando el gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia, abandoné yo el mío.

[...]

Cuando llegué a esta conclusión abandoné mi puesto en la lucha. [...]

Caí, naturalmente, en un arrabale de París, que es donde caen todos los residuos de humanidad que la monstruosa edificación de los Estados totalitarios va dejando.122

Chaves relata las fases más significativa de su vida en España antes y después del

estallido de la guerra civil y, al hacerlo, usa el pretérito indefinido y no el perfecto –tiempo

que indica una cierta conexión con el pasado en el que se sitúan los hechos contados, que

tienen consecuencias en el presente del hablante-, casi como si quisiera alejarse de esos

penosos sucesos, como si pretendiera alejar los peores efectos de esa terrible guerra,

efectos que, sin embargo, está viviendo él en primera persona ya que está en el exilio

precisamente a causa de esa guerra. Habla de ellos como si hubieran pasado muchísimos

años antes, mientras que, en realidad, son recientísimos. Es un alejamiento lúcido y

sorprendente el suyo, hasta escalofriante: escribe en la primavera del 1937 y hace pocas

semanas que Chaves ha cruzado la frontera de los Pirineos. A pesar de hallarse todavía en

el medio del desastre, logra escribir y hablar con lucidez de lo que ha visto en esos escasos

meses de guerra en su país, que le ha bastado para intuir lo que va a venir. Como subraya

Ana R. Cañil en el prólogo de la obra usada para la traducción:

Cuando escribe A sangre y fuego ha pasado poco tiempo del inicio de la guerra incivil. Apenas intuía los estragos de los tres años de lacerantes enfrentamientos entre españoles; la inhumanidad de los que en definitiva serían sus vencedores, que aplicarían casi cuatro décadas de crueldad, dictadura y represión; el sectarismo de una izquierda perennemente dividida y muchas veces cainita.123

122

Ibidem, p 29-31.

123 Chaves Nogales, Manuel, A sangre y fuego, Espasa Calpe, Colección Austral, Madrid, 2010.

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Pues, lo que cabe destacar es este contraste entre la inmediatez de los relatos, donde no

aflora ningún alejamiento del autor de la materia narrada, y, por contra, la distancia que el

mismo Chaves pone entre él y los primeros meses de la contienda en el prólogo. Aunque

no hay ninguna prueba de que esta primera parte de la obra pueda haber sido revisada por

alguien desconocido antes de ser editada, esta hipótesis, vista la discrepancia de actitud

entre el prólogo y los cuentos, no puede ser descartada del todo.

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5. A sangre y fuego: la guerra no contada.

La guerra civil española de 1936-1939 y sus episodios son un tema literario de

grandísimo interés: la nómina de autores que han analizado este tema es larga y conocida.

El novelista trató la guerra civil transformándola en espacio narrativo, en telón de fondo,

en personaje, en una recreación. Y se mueve de distinta manera según el lugar y el tiempo

que ocupa: haciendo la crónica, interpretándola desde el exilio o desde la posguerra. Sin

embargo, entre todos los escritores que vivieron personalmente esa guerra, fueron pocos

los que lograron o pudieron dar muestras de una real independencia de juicio. Menos aún

fueron los que, en sus textos, no dejaron transparentar una especie de fascinación para el

clima de violencia y barbaridad que les rodeaba, y que se quedaron alejados de los

radicalismos de uno y otro extremo. Como ya mencionado en el segundo capítulo, Manuel

Chaves Nogales, escritor injustamente olvidado durante décadas, constituye una de las

excepciones más significativas bajo ambos aspectos. Su voluntad de comprender esa

terrible guerra y los efectos que estaba causando dentro de la sociedad española prevaleció,

en su imaginario personal, sobre cualquier visión oficial del conflicto. Chaves era

consciente de que no podía librarse completamente de los prejuicios ideológicos que su

postura liberal-reformista le conllevaba; sin embargo, no quiso por eso renunciar a una

mirada crítica, capaz de detectar ambigüedades y diferentes facetas. Gracias a esta peculiar

posición ética, la experiencia trágica y violenta de la guerra le ofreció una visión

antropológica más compleja y universal que los esquematismos políticos sobre los que se

fundaban todas las narraciones autorizadas. Debido a los acontecimientos bélicos, Chaves

empezó a sentir una progresiva desconfianza hacia quien, en nombre de los más diferentes

objetivos políticos, estaba contribuyendo a un fratricidio insensato. Salió de Madrid en

noviembre de 1936 cuando el gobierno –su gobierno- se trasladó a Valencia: en ese

momento, la capital debió de parecerle un lugar irrecuperablemente invadido por las

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tinieblas de la barbarie, una especie de bestiario impregnado de ideologías absurdas y

crueles donde las garantías institucionales, ya muy debiles, estaban a punto de desaparecer

de manera definitiva. Se fue, pues, a Francia y después a Londres, donde viviría hasta

1944, año de su muerte. Fue él mismo quien bien explicó como, para un amante de la

libertad y de la dignidad humana como él, vivir en una sociedad surgida de la perversa

selección de la guerra hubiera sido inaguantable:

El hombre que encarnará la España superviviente surgirá merced a esa terrible e ininteligente selección de la guerra que hace sucumbir a los mejores. ¿De derechas? ¿De izquierdas? ¿Rojo? ¿Blanco? Es indiferente. Sea el que fuere, para imponerse, para subsistir, tendrá, como primera providencia, que renegar del ideal que hoy lo tiene clavado en un parapeto, con el fusil echado a la cara, dispuesto a morir y a matar.124

Lo que vió de la guerra durante los escasos meses que estuvo en España le bastó para

intuir lo que iba a venir. Entre enero y mayo de 1937, Chaves escribió A sangre y fuego.

Héroes, bestias y Mártires de España, una serie de nueve relatos cortos publicada en Chile,

en la Editorial Ercilla, en el mismo año. Son datos fundamentales para comprender la carga

afectiva que tiene la obra, patente ya en el mismo título. La guerra aún no ha pasado –

acaba de comenzar-, y su autor habla desde dentro de los acontecimientos: Chaves parece

ser un reportero que transmite las noticias directamente desde el terreno y el fragor de la

contienda. Estas narraciones se caracterizan por una sorprendente capacidad de reflexión;

aún más que sus artículos periodísticos, ellas eluden las perspectivas oficiales de la guerra,

poniendo en evidencia, por contra, toda su brutalidad e incivilidad.

Chaves pretende destacar la crueldad, la estupidez, la desorientación, la rigidez; en definitiva, la obcecación de unos y otros, aunque siempre está claro a qué bando pertenece, o al menos de qué parte están las proyecciones sentimentales, incluso simplemente en la terminología empleada.125

124

Chaves Nogales, A sangre y fuego.Héroes, Bestias y Mártires de España. Madrid, Austral, 2010, p 30.

125 Cintas Guillén, María Isabel, edición e introducción a Manuel Chaves Nogales. La obra narrativa Completa. Fundación Luis Cernuda,

Diputación de Sevilla, 1993, p LXXXII.

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En cuanto defensor del gobierno legítimo, cuando triunfa la Segunda Republica,

Chaves no tiene dudas. Es, primero, un demócrata. Se puede decir casi que su causa fue la

de su jefe político, Manuel Azaña, del que se hizo amigo al comienzo de los años treinta.

Hasta llegó a formar parte de la tertulia de íntimos que se organizó en torno al político:

pudo conocer así de primera mano el devenir de los acontecimientos históricos de la época.

5.1. El hallazgo tardío de la obra y la salida del olvido.

De todos los cientos de relatos o novelas que se han escrito de la guerra civil acaso ninguno puede compararse a A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales. A su lado muchas de las páginas de tantos otros -Foxá, Max Aub, Neville, Baroja, Borrás, Petere, Barea- parecen oscurecerse faltas de nervio o sobradas de retórica guerrera. Ni han contado lo que él contó ni lo contaron de la misma manera. Bastaría con leer estas nueve historias para tener una idea bastante aproximada de lo que fue todo aquello. Es más, no se hallará en ningún otro libro, ni escrito entonces ni después por ninguno de los que protagonizaron tales hechos, páginas más lúcidas, más inteligentes y certeras para un diagnóstico que muchos han tardado en aceptar como mínimo cincuenta años. Su prólogo, por ejemplo, debería figurar, íntegro, en todos los manuales de historia, de periodismo y de literatura, como modelo de probidad y de tino, tanto más cuanto que fue concebido en medio del desastre, sin tiempo para componer la figura, corregir el tiro o enmendarlo, como luego se hizo a menudo.126

Andrés Trapiello presenta e introduce con estas palabras de elogio la obra de Chaves,

subrayando la unicidad de este libro en el panorama bastante abusado y cargante del

guerracivilismo, si así se puede definir esta especie de subgénero literario. Fue él uno de

los primeros que se dieron cuenta de la genialidad del escritor andaluz y de la belleza de su

prosa, casi completamente desconocida hasta el comienzo de los años noventa: por la

denuncia bipolar que Chaves hizo de la barbarie de la guerra, se puede comprender como

ni el franquismo ni el antifranquismo hicieran nada por su memoria. Como aclarado en el

prólogo, estamos ante una obra compleja que denuncia las atrocidades cometidas por uno y

otro bando durante la guerra, rechazando las idealizaciones y mistificaciones que la

propaganda de uno u otro lado, de ayer o de hoy, han vertido sobre los contendientes.127

No extraña, pues, que el libro cayera en el ostracismo durante sesenta años.

126

Trapiello, Andrés, La guerra no contada , artículo publicado en El País del 26/11/2001.

127 Peinado, Eliot, Carlos, El periodista comprometido. Manuel Chaves Nogales. Una aproximación. Sevilla, fundación centro de

estudios Andaluces, 2009, p 160.

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Los relatos de Chaves son, desde la literatura, el esfuerzo más grande e inteligente por entender aquella guerra, en un viaje a las guaridas del miedo tanto como a las escalinatas del ideal...Desde luego, no los habría podido publicar ni en la zona republicana ni en la zona nacional: «Y tanto más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas.»128

Hasta hace unos años, Chaves era simplemente el casi desconocido autor del libro

sobre Juan Belmonte. Fue precisamente gracias a esta obra que empezó a ser recuperado

del silencio y el ostracismo a que le sometió el franquismo tras la guerra. En 1993 la

profesora María Isabel Cintas ofreció al público el fruto de su imponente trabajo sobre el

gran escritor sevillano129. Luego, removiendo en el desván, lo descubrió también Trapiello,

que habló del escritor andaluz con palabras de admiración en unos párrafos de Las armas y

las letras130, recomendando a todo el mundo la lectura de A sangre y fuego. Y fue

precisamente gracias a sus recomendaciones que la obra fue publicada en 2001; Chaves

salió por fin del olvido y empezó a ser tenido en consideración en el ambiente literario

español.

5.2 Héroes, bestias y mártires de España: una mirada sobre la guerra.

Si Galdós hubiera podido escribir de aquella guerra, sus episodios no serían muy diferentes de los de Chaves Nogales. No son relatos contra nadie. Ni siquiera contra la barbarie. Tampoco, por supuesto, a favor; ni siquiera de alguna ideología. Ya he dicho: no son propaganda. Son relatos comprometidos con la vida, con los hombres empeñados en destruirse y sobrevivir. Son relatos entrañados en la noción del hombre, en un período en el que no se luchaba por España, sino contra la libertad, viene a decirnos.131

128

Trapiello, Andrés, Las armas y las letras: literatura de la guerra civil (1936-1939), Península, Barcelona, 2002, p 131.

129 Cintas Guillén, María Isabel, edición e introducción a Manuel Chaves Nogales. La obra narrativa Completa. Fundación Luis Cernuda,

Diputación de Sevilla, 1993.

130 Trapiello, Andrés, Las armas y las letras: literatura de la guerra civil (1936-1939), Península, Barcelona, 2002, p 130-131-132.

131 Ibidem, p 132.

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He querido citar aquí estas pocas palabras de Andrés Trapiello porque creo que

logran presentar, mejor que muchos otros largos discursos, toda la esencia de esta obra

maestra de la narrativa sobre la guerra civil española: los relatos de Chaves no son contra

ni tampoco a favor de nadie y tratan de la condición del hombre y de su sangrienta y

dolorosa lucha por conquistar esa libertad que unas ciegas ideologías y una insensata

guerra le habían privado.

Como ya anticipado en los capítulos anteriores, temáticamente en A sangre y fuego

se repite la idea de que, desatada la violencia, esta hace aflorar las fuerzas destructoras, que

no dejan espacio a la humanidad, al respeto a la vida, ni al individuo, no permiten

discrepancias ideológicas. La guerra, que funge de trasfondo, las cohesiona a todas ellas.

Predomina, pues, un atmósfera de violencia, donde la muerte es un personaje invisible que

se pasea por todas las narraciones, recogiendo una abundante cosecha de cadaveres. Sin

embargo, en algunos relatos afloran, aunque de manera tenue y sólo en escasas situaciones,

chispazos de solidaridad y respeto entre oponentes, como en La gesta de los caballistas,

donde el señorito Rafael, en vez de denunciar a los del Tercio su viejo amigo Julián, el

maestrito de Carmona, intenta ayudarle escapar, aunque si, al final, no lo consigue.

Al escribir la obra, Chaves, periodista defensor del gobierno legítimo de la

República recién salido al exilio, hace lo que es normal en su trabajo: recoger lo que

cuenta la gente que vive los sucesos bélicos. Lo que destaca es la manera genial en la que

lo hace: recoge el material y lo ordena y compone en una prosa limpia, sencilla y escueta,

organizando los textos en unas estructuras de relatos que perduran en el tiempo como

auténticas obras literarias. Es más, Chaves logra mantener una postura liberal, claramente

en contra de la opresión y la rebelión franquista, pero, al mismo tiempo, desprovista del

rencor, de la ceguera y de la agresividad que aparecen en la mayoría de los relatos de

guerra. Sin embargo, la desolación, la impotencia y la repugnancia que invadían el

periodista en su interior afloran inevitablemente a lo largo de la obra. Es gracias a su

patente ecuanimidad si las narraciones de Chaves poseen un carácter de perennidad,

situándolo por encima de pasiones encontradas.

Quizá sea este peculiar aspecto de la personalidad del periodista lo que más destaca:

su visión, clara, contundente y analítica en el mismo momento en que se está produciendo

la guerra incivil, es algo verdaderamente inusual en el panorama histórico y literario de la

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época. El prólogo de la obra podría hasta ser definido un manifiesto ejemplar de

ecuanimidad y una lección de cordura.

No sobra de él ni una línea. La explicación de la situación española, y la postura en esa situación de un periodista republicano, defensor de la República y de la democracia, que ha de salir al exilio empujado por los odios de uno y otro bando que se concentran en su persona, no puede ser más ejemplar. Es el hombre devorado por las posturas extremistas, símbolo sin proponérselo de una España cuya piel desgarran para adueñarse de ella dos enemigos en contienda: los rojos y los azules, los bolcheviques y los nazis, los cavernícolas y los extremistas proletarios.132

Chaves describe y pinta la guerra tal como es: no la edulcora a través de eufemismos

u otros recursos, no la hace bonita o cómoda. La verdad es el fundamento y el trasfondo de

sus narraciones; verdad que, tal como él la sabe contar, por la vividez de su escritura y por

su profunda capacidad de observación, se hace al final inolvidable.

En A sangre y fuego, la realidad, materia prima de uso literario, supera la posible

ficción: como el mismo autor aclara en la nota que sigue al prólogo, «Cada uno de sus

episodios ha sido extraído fielmente de un hecho rigurosamente verídico», de manera que

son reales las anécdotas, reales los personajes («cada uno de sus héroes tiene una

existencia real y una personalidad auténtica»133) y reales los lugares donde ocurren los

acaecimientos. Todo esto, agravado por el tono de amarga ironía con el que Chaves pinta y

dibuja la realidad desoladora, no hace sino aumentar el dramatismo de la materia narrada.

Nos hallamos en una España invadida por la estupidez y la crueldad; los gérmenes de esta

nueva peste, dice Chaves, habían llegado en distintas dosis de los laboratorios de Moscú,

Roma y Berlin, capitales símbolos de las tres mayores ideologías totalitaristas del siglo

XX. El hombre español absorbió con avidez estos virus, generando la gran variedad de

tipos humanos que Chaves dibuja, describe y nos enseña con gran habilidad narrativa a lo

largo de las nueve narraciones, y que está genialmente resumida en el subtítulo Héroes,

bestias y martires de España. Pero, ¿qué significa ser un héroe para Chaves? ¿Quiénes son

132

Cintas Guillén, María Isabel, La gesta de los caballistas, actas del curso “Andalucía: guerra y exilio”, Juan Ortiz Villalba editor,

Universidad Pablo de Olavide, Fundación El monte, Sevilla, 2005, p 125.

133 A sangre y fuego, p 33.

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las bestias y los martires a los que se refiere? En el siguiente párrafo intentaré aclararlo por

medio de un análisis de los personajes más significativos de los cuentos.

5.2.1 Una variopinta muestra de tipos humanos.

Las nueve narraciones constituyen otros tantos reportajes de la variopinta muestra de

tipos humanos que recorrió durante el primer año de la contienda, cuando el furor y la

rabia se apoderaron del pueblo español, casi hechizándolo, y los odios disparatados

hicieron salir a los hombres de los más elementales parámetros del buen juicio y de la

sensatez. La peste procedente de Moscú, Roma y Berlín se instaló rapidamente en todo

hombre español, prescindiendo de la diferente adhesión política o de la clase social de

pertenencia («Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e

intensidad en los dos bandos que se partieron España»134): como siempre, el autor busca la

imparcialidad, para evitar que la sangre pueda empañarle la visión haciéndole inclinar

hacia cualquiera de los dos bandos. El propio subtítulo de la obra –Héroes, bestias y

mártires de España- nos aclara ya desde el principio que «ni la barbarie es patrimonio de

unos ni el heroísmo de los otros»135: indistintamente, en los dos bandos se encuentran

personas capaces de cumplir gestos ejemplares y heroicos, o que, en nombre de unos

ideales utópicos, se hacen martirizar voluntariamente, como también otras que se parecen

ya mayormente a las bestias que a los seres humano, capaces de mancharse de verdaderas

barbaridades. Las figuras que Chaves delinea a lo largo de las narraciones se recortan sobre

un fondo predominante de crueldad que las devora sin dejarles espacio para vivir. La

venganza, el odio, la cobardía y la mentira, creadas por el terror en que viven los

personajes, se extienden por uno y otro bando, despojándoles completamente de su

dignidad.

A lo largo de la obra, Chaves plasma, modela y describe esta gran variedad de

modelos humanos, símbolo y representación concreta de la transformación sufrida por el

pueblo español antes y durante la guerra: el señorito, el artista revolucionario, el comunista

iluminado, la espía fascista, el aviador inglés, el cura que participa en la guerra, el guerrero

134

Ibidem, p 27.

135 Trapiello, Andrés, Las armas y las letras: literatura de la guerra civil (1936-1939), Península, Barcelona, 2002, p 132.

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marroquí, el anarquista selvaje y hercúleo, el proletario condenado por la sola culpa de

pretender defender su propia libertad. Sin embargo, no se trata de personajes

estereotipados: antes bien, el narrador, a partir de estos tipos –que existen, por otra parte,

en la realidad-, alcanza una mayor profundidad al reflejar someramente las luchas

interiores y las contradicciones en las que se debaten algunos de ellos136. Hablando de la

hondura de los personajes, Trapiello afirma:

Para mayor virtud, todos y cada uno están enriquecidos con sutilísimas miradas sobre tal o cual particularidad psicológica, introspectiva, meditativa. Cuánta tristeza en esos relatos del Madrid nocturno, cruzado por espías de la quinta columna, qué admirable celebración de la decencia en el viejo anarquista asaltante del cuartel de la Montaña.137

Son, pues, personajes que a menudo reflejan sentimientos y contradicciones propios

del mismo autor del libro. Sin embargo, en las narraciones no hay solo personajes más o

menos verosímiles: también los seres humanos en carne y hueso ocupan su lugar en la

obra. En ¡Masacre, masacre!, por ejemplo, encontramos a Malraux, un escritor francés que

fue a España a defender la República y batirse por la revolución, que queda en un café con

un grupo de intelectuales antifascistas formado por «el poeta Alberti con su aire de divo

cantador de tangos, Bergamín138con su pelaje viejo y sucio de pajarraco embalsamado y

María Teresa León, Palas rolliza con un diminuto revólver en la ancha cintura»139.

Además, en La columna de hierro aparece Buenaventura Durruti, «el cabecilla anarquista

que había salido de Barcelona llevando tras sí a toda la canalla de los bajos fondos»140; o,

136

Peinado, Eliot, Carlos, El periodista comprometido. Manuel Chaves Nogales. Una aproximación. Sevilla: fundación centro de

estudios Andaluces, 2009, p 145.

137 Trapiello, Andrés, Las armas y las letras: literatura de la guerra civil (1936-1939), Península, Barcelona, 2002, p 132.

138 José Bergamín Gutiérrez (Madrid 1897- Guipúzcoa 1983), escritor, ensayista y dramaturgo español.

139 A sangre y fuego, p 51-52.

140 Ibidem, p 119.

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en La gesta de los caballistas, el famoso torero El Algabeño141 se une a la tropilla del

marqués para limpiar la campiña del contado. Estos son sólo unos ejemplos de

personalidades influyentes de la época que aparecen a lo largo de los relatos, cuya

presencia no hace sino conferir a la obra un matiz de verosimilitud aún más patente.

5.2.2 ¿Héroes, mártires o bestias?

Durante algún tiempo el hombre aquel estuvo con la cabeza caída sobre el brazo doblado como si sallozase. Valero le contempló con lástima. Era la imagen fiel y patética del esfuerzo sobrehumano, la representación plástica de la debilidad que saca fuerzas de la flaqueza, la encarnación de Sísifo, el dramático espectáculo del hombre que quiere y no puede. Tuvo lástima de aquel hombre y de él mismo y de todos los hombres que como ellos guerreaban, morían y mataban, héroes, bestias y mártires sin vocación heroica, sin malos instintos y sin espíritu de sacrificio o santidad.142

En este fragmento, que dio pie para el subtítulo del libro, el hombre que Valero

contempla con lástima es el poeta Malraux, que había ido a España para defender la

República, y que se convierte en el símbolo de la desesperación y del sentido de

impotencia de todo hombre al hallarse en el medio de una lucha sangrienta e indomable

como la guerra civil española. Chaves lo retrata como «la encarnación de Sísifo», el

legendario rey de Corinto que, según la mitología griega, por haber desafiado la muerte,

fue condenado por toda la eternidad a empujar una roca enorme hasta la cima de una

pendiente; cuando la roca llegaba al tope, volvía a caer y, pues, nuevamente tenía que

subirla hasta lo alto, una y otra vez. Representa a los hombres en su búsqueda eterna por

conseguir sus anhelos, por encontrarlos y lograrlos. Es el símbolo de una lucha sin tregua a

la que estamos condenados trágicamente como seres humanos. Además, no es solo la

tragedia de las personas, sino también de la misma historia: cada generación está destinada

a buscar sus propios caminos, a reaprender lo aprendido por otros, y, pues, a repetir los

141

José García Carranza, apodado Pepe El Algabeño hijo (La Algaba, Sevilla 1902- Córdoba 1936), matador de toros, garrochista,

rejoneador y terrateniente español que se significó por su ideología de extrema derecha y la colaboración violenta que prestó al

general Queipo de Llano durante la guerra civil.

142 A sangre y fuego, p 51.

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mismos errores y a extraviarse en los mismos anhelos. A pesar de las numerosas guerras

sangrientas de los siglos anteriores y del inmenso mar de caídos que habían provocado, el

hombre moderno no se había enterado todavía de la inutilidad de estas luchas cainitas, que

no llevaban sino a muerte y destrucción. Malraux es el moderno Sísifo: es consciente de su

trágico destino, pero sigue batiéndose obstinadamente por sus ideales. Es, pues, el símbolo

de todos los que, como Valero y como él mismo, desafíaban cada día a la muerte con la

esperanza de ver triunfar la causa en la que creían. Hombres normales que, empujados por

la desesperación de la guerra, cumplían hasta gestos memorables –si bien, a menudo,

inútiles-, llegando así hasta a parecerse a verdaderos héroes. Héroes que, sin embargo, no

tenían «ninguna vocación heroica», y que, al convertirse en modelos de valentía por

haberse batido con gran valor en esa lucha cainita, habrían preferido sin duda una vida

tranquila y feliz. Es más, muchos de ellos, agotados y extenuados por las atrocidades de la

guerra, aunque desprovistos de «espíritu de sacrificio o santidad», tomaban la decisión

repentina y, por cierto, no razonada, de poner fin a su triste vida sacrificándose como

mártires, con la esperanza que su ejemplo pudiera servir como estímulo para los demás.

Sin embargo, en A sangre y fuego no encontramos ningún verdadero héroe: héroe es quien

vive y sigue una determinada conducta de vida en nombre de unos grandes ideales,

distinguiéndose por sus cualidades o acciones extraordinarias, especialmente en guerra. Por

contra, los que Chaves describe son sencillamente ejemplos de personas que, ante la

muerte o poco antes, han logrado portarse de manera heroica y ejemplar, como veremos en

el párrafo que sigue. Y esto porque viven en un espacio tan violento y opresivo que

imposibilita la libertad: tienen simplemente que elegir si ser bestias y asesinos –bandidos o

ideólogos- o víctimas que renuncian a sus convicciones, aceptan la muerte o se exilian.

5.2.3 Los héroes: la finitud y la impotencia de quien alcanza su límite.

A lo largo de la obra encontramos diferentes ejemplos de hombres capaces de

realizar un acto heroico, de gran impacto en los demás, pero, al mismo tiempo, vacíos,

incapaces para el heroísmo diario, cotidiano, prolongado en el tiempo. Como observó

Chaves en uno de sus reportajes, «es más fácil ser héroe un día que hombre durante toda

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una vida».143 En ambos bandos son frecuentes las acciones temerarias, heroicas o

desesperadas, cercanas al suicidio o al martirio.

Entre las líneas republicanas destaca la figura del camarada Arnal, protagonista de

El tesoro de Briesca, narración en la que se reflexiona sobre la destrucción del patrimonio

artístico, tanto el popular como el de gran valor, y sobre el papel de artistas e intelectuales

en la guerra. La gente pacífica, como el mismo Arnal, que no quería tomar las armas e ir al

frente a luchar, no tenía espacio en aquella guerra: su presencia resultaba completamente

inútil.

La junta de Madrid le había nombrado a Arnal, joven artista revolucionario,

responsable de un comité creado para proteger y llevar a la capital obras de arte de pueblos

de la Mancha en peligro de ser abandonadas o destruidas. Sin embargo, el encargo no era

tan fácil como podía parecer: los comités locales se oponían a la salida de obras que, con la

revolución, habían pasado a ser propiedad del pueblo. Pues, para que no fueran destruidas

por los bombardeos fascistas, dichas obras fueron enterradas en un lugar secreto, que sólo

Arnal y dos personas más conocían. El artista, sin embargo, no pudo oponerse a que se

tomara la decisión de quemar todo lo que carecía de valor en una hoguera encendida en la

plaza mayor y, reflexionando sobre su propia actitud, pensaba:

«Soy un cochino sentimental –pensaba-; un lamentable artista tan blando y tan incapaz para la revolución como todos los artistas y todos los intelectuales. Tendré que vigilarme.»144

Ya a partir de este momento empieza a aflorar la conciencia individual del artista,

que choca inevitablemente con la conciencia revolucionaria, la que, como se verá al final

del relato, acabará por aniquilar aquélla.

En medio de los estragos y del caos creado por el avance de las tropas franquistas

hacia Madrid, los otros dos milicianos murieron, de modo que sólo Arnal sabía donde

143

Cintas Guillén, María Isabel, edición e introducción a Manuel Chaves Nogales. La obra periodística. Diputación de Sevilla, 2001, Vol.

II, p 556.

144 A sangre y fuego, p 145.

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estaba el tesoro artístico enterrado, con el riesgo de pérdida total si lo mataban a él

también.

El pobre Arnal se convierte pronto en el símbolo de un poder gubernamental

completamente incapaz de realizar acciones efectivas. La guerra había despertado en los

hombres esos bajos instintos bestiales, como la rapacidad y el robo, que antes estaban

apaciguados en su interior, y dentro del mismo bando republicano se habían creado

verdaderas bandas de ladrones y criminales que se entregaban impunemente al saqueo.

Con una de estas -que se había encautado de un palacio donde se guardaban valiosas

colecciones artísticas- tuvo que enfrentarse el pobre Arnal, cuya autoridad, sin embargo, no

le valió para nada frente a esa tropilla de brutos:

Sin descomponerse, sin pronunciar una palabra, sin hacer un ademán, el jefe de la tropilla, que se le había ido acercando suavemente, empuñó su pistola y, apretándole el cañón contra el cuerpo, le decía:

- Vete. Anda. Que no te vea yo más por aquí. Largo. Vete ahora mismo. Vete y llévale el cuento a tu gobierno. Diles a tus ministros que no te hemos matado por lástima. Que vengan ellos si quieren algo del palacio. ¡Largo de aquí, ea!145

Sin embargo, a pesar de la destrucción revolucionaria, Arnal admiraba a esos

milicianos que, aunque nunca habían conocido ningún confort ni riqueza, entregaban sin

problemas todo el dinero que encontraban durante sus inspecciones:

Cuando veía a los milicianos mal vestidos y peor calzados pasearse altivos y desdeñosos por los salones de las mansiones señoriales en los que permanecían intactas las vitrinas llenas de joyas, como cuando presenciaba la escrupolosa entrega de millones y millones encontrados en sus requisas por pobres diablos toda su vida hambrientos, sentía una admiración profunda por aquel pueblo de locos, de asesinos quizá, que tal desprecio hacía de la riqueza, de los bienes materiales, de todo cuanto suele arrastrar a los hombres a la guerra, a la revolución y al crimen. Mala prueba para el materialismo histórico la guerra civil de España.146

145

Ibidem, p 156.

146 Ibidem, p 155.

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Debido a las dificultades que encontraba día tras día en cumplir su ímproba tarea, al

ver el completo desinterés de los hombres para salvar el patrimonio artístico nacional,

Arnal empezó a darse cuenta de que salvar el arte era algo secundario, cuando los hombres

morían a millares y actuaban como selvajes.

Cuando la vida humana había perdido en absoluto su valor, cuando los hombres morían a millares diariamente, cuando una generación entera caía segada en flor, cuando veinte millones de seres pertenecientes a una raza vieja en la civilización se precipitaban a la barbarie de las edades primitivas, ¿qué sentido podían tener ni el arte, ni los testimonios de un glorioso pasado, ni todos aquellos valores espirituales por cuya conservación se desvelaba? ¿Es que todo aquello que tan celosamente defendía había servido para ahorrar un solo crimen?147

Cuando se enteró de que el duque de Alba había preferido ordenar a los aviadores

fascistas el bombardeo del palacio de Liria antes que dejarlo en manos al pueblo y a los

milicianos, Arnal se convenció de que había llegado la hora de hacer tabula rasa, de

destruir todo el legado artístico. Al contemplar la impresionante hoguera que estaba

devorando la célebre mansión, reflexionando sobre la magnitud de la catástrofe,

comprendió como nada merecía ser salvado de la furia de los hombres:

Aquel incendio del palacio de Liria acabó de desmoralizar al camarada Arnal. Era inútil todo esfuerzo. No se salvaría nada, Y luego, aquella duda. ¿Es que había algo que valiese la pena de salvar?148

Dejada de un lado su conciencia de artista, Arnal dimitió de su cargo y se puso al

servicio del gobierno como comisario político. En un desperado gesto heroico y sacrificial,

Arnal murió, llevándose consigo el secreto del tesoro de Briesca y contribuyendo, como

otros, aunque de manera distinta, a la destrucción y pérdida del patrimonio artístico

español. Sin embargo, su muerte de mártir sirvió para que Madrid lograra resistir durante

unos meses a la avanzada del ejército sublevado:

147

Ibidem, p 157.

148 Ibidem, p 158.

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Se murió sin saber que su gesto no había sido tan estéril como creyó. Los milicianos que hasta aquel instante habían huido siempre no huyeron aquel día. Resistieron por primera vez y, cuando compreobaron maravillados que se podía resistir, atacaron. Madrid, que debía haber caído al día siguiente, no cayó. Resistió un día, y otro, y otro, y una semana, y un mes...149

El personaje de Arnal, a lo largo de la narración, vive un proceso parabólico

descendiente: de raro ejemplar de hombre dotado todavía de una conciencia individual

fuerte, acaba por conformarse él también a la lógica nihilista de la guerra. Los primeros

indicios de su crisis personal se encuentran en el momento de la hoguera sacrílega en la

plaza del pueblo –símbolo de la fuerza destructora de la ideología revolucionaria-: su

conciencia individual de hombre de arte, amante de los productos del espíritu, al principio

rechaza la vena destructora de los componentes del comité local. Es una conciencia libre,

capaz de reconocer cuanto de bien y de humanidad hay en los objetos impiadosamente

tirados al fuego: en ella, afloran los valores positivos de cultura y de belleza

auténticamente humanos. Hanna Arendt, al analizar la ceguera de las ideologías

totalitarias, subraya como «la iniciativa intelectual, espiritual y artística es tan peligrosa

para el totalitarismo como lo es la iniciativa del gangster para el populacho, y ambas son

más peligrosas que la simple oposición política (...). La dominación “total” no permite la

libre iniciativa en ningún campo de la vida, en ninguna actividad que no sea enteramente

previsible»150. Arnal se convierte, pues, en el símbolo del hombre que acaba por ser

corrupto, dominado y sujetado por la ideología: la conciencia revolucionaria, poco a poco,

aniquila su espíritu individual de artista e intelectual, destruyendo, pues, todo vislumbre de

espontaneidad e iniciativa personal. Sus pensamientos, sus reflexiones sobre el inmenso

valor espíritual del arte y de los productos del genio creativo del ser humano no

concuerdan con la lógica revolucionaria: ¿a qué sirven esos objetos, esas espléndidas obras

maestras en un momento en que tampoco la vida humana no tiene ya ningún valor?

En este pintor se produce una verdadera crisis personal: la incivildad de la guerra, el

regreso del hombre a un estadio primitivo de la civilización, lo llevan a preguntarse qué

sentido puede tener el arte, incapaz de ahorrar un solo crimen, en esos trágicos momentos:

149

Ibidem, p 162.

150 Arendt, Hannah, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, 2001, p 422.

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Empezó a pensar que, cuando los hombres podían ser inmolados en masa con tan inhumana indiferencia, lo menos que podía pasar era que pereciesen también sin duelo las obras del espíritu que no sirvieron para evitar semejante barbarie. Arrasémoslo todo, pensaba. Hagamos tabla rasa. De nada nos han servido los tesoros de espiritualidad que nos transmitieron las generaciones anteriores. No dejemos ni rastro del pasado.151

Se realiza, pues, en este momento el cambio fundamental en el interior del personaje,

cambio que lo llevará al heroico sacrificio final: dimite de su puesto, rechazando de

manera definitiva sus valores personales de artista y de intelectual, y se convierte en otro

anónimo combatiente lanzado en el medio del vórtice destructor de la guerra. El arte y la

cultura no pueden salvar el hombre de su degradación al estado de barbarie.

La ideología revolucionaria lo lleva, por una parte, a esconder bajo tierra dos obras del

Greco y llevarse a la tumba el secreto sobre el sitio donde habían sido enterradas, para que

nadie pueda disfrutar de ellas; pero, por otra parte, logra hacer una acción heroica final,

para demostrar a esos cobardes de los milicianos desertores que era más decoroso morir

luchando que huyendo como corderos de las tropas enemigas. Acto que servirá para

espolear los ánimos en la defensa de Madrid.

En la personalidad del personaje y en su evolución afloran rastros de generosidad, cuando

pretende salvar de la hoguera sacrílega hasta los objetos de ningún valor material solo por

su valor de afección y de humanidad; de mezquinidad, cuando desea la destrucción de toda

manifestación artística humana ya que, durante una guerra, no sirve para nada; y de

egoísmo, al mantener el secreto de los cuadros del Greco.

(...) por una parte, homicida y suicida van de la mano en el jugador que apuesta su vida a fin de poseer la de los demás; por otra, cuando el impulso de destrucción no puede volcarse sobre el otro, acaba vertiéndose sobre el propio yo. En el personaje se observa cómo, tras ahogar su potencial afectivo y estético, su tendencia destructiva se multiplica de manera desorbitada. Ante la muerte, esta conciencia es incapaz de realizar un

151

A sangre y fuego, p 157.

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examen de conciencia y dictaminar si su proceder fue correcto, pues se distrae pensando en banalidades. De este modo se revela el fondo nihilista del totalitarismo.152

Y precisamente de este fondo nihilista procede su fascinación por la aniquilación y la

destrucción de todo; es más, la conciencia de tener en su mano la desaparición de las obras

maestras del Greco le hace gozar de una especie de poder absoluto. Si antes era un simple

artista-creador, al final acaba siendo casi un dios, ya que puede establecer el destino y,

luego, la destrucción de esos «tesoros de la espiritualidad», que representan

simbolicamente la civilización, que tanto le había costado al hombre y que, ahora, sin

embargo, parece no tener ya algún valor.

Por último, cabe destacar cómo uno de los temas principales que aflora a lo largo de

El tesoro de Briesca –y que, sin embargo, Chaves reitera también en otros relatos como,

por ejemplo, Bigornia- es él de la cobardía y de la deserción del ejército republicano ante

el avance de los franquistas. Cobardía que provoca, como reacción, aisladas acciones de

heroismo en personajes como Arnal, que, asqueados por la vergüenza del comportamiento

de los milicianos, deciden sacrificar sus vidas con la esperanza que sus gestos extremos

puedan servir como modelo de combate a los demás. Sin embargo, el sacrificio del artista

no queda estéril, ya que lo convierte en un héroe, si bien sólo por unos instantes, los

últimos de su vida.

Otro ejemplo de personaje que, empujado por las cínicas leyes de la guerra y de la

revolución, acaba por traicionar sus ideales y adherir a la lucha armada entre las filas

republicanas es Daniel, el protagonista de Consejo obrero. En este relato Chaves denuncia

como el régimen sovietico instaurado en Madrid sojuzgaba al obrero, al hombre libre,

quitándole la libertad.

Daniel es un personaje mal visto por todos, rojos y fascistas, porque su única

pretensión era vivir libremente, en paz, sin adherir a los preceptos de ninguna ideología,

152

Peinado, Eliot, Carlos, El periodista comprometido. Manuel Chaves Nogales. Una aproximación. Sevilla: fundación centro de

estudios Andaluces, 2009, p 147.

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revolucionaria o reaccionaria que fuera. En pasado no había tomado partido por los jefes

de la fábrica; luego tampoco lo tomó por la lucha revolucionaria, aunque la dinámica de la

guerra lo exigía. La revolución no le interesaba. Lo importante, para él, era tener un trabajo

para ganar su jornal; a pesar de ser un proletario genuino y honesto, a los ojos de los

delegados socialistas y comunistas era solo un rebelde que no se plegaba a amenazas. Por

eso, los miembros del comité de la empresa lo consideraban un traidor de la dictadura del

proletariato, y la misma opinión tenían de un amigo suyo, Bartolo, que trabajaba en la

misma fábrica y que, de la misma manera, no había adherido a la revolución. Después de

un primer interrogatorio frente al consejo obrero, los dos, asustados por el riesgo de caer en

manos de las milicias, decidieron afiliarse a una organización anarquista que podía

garantizarles cierta protección. Luego, abandonaron la fábrica y Daniel envió al consejo

obrero una carta en la que denunciaba la honradez de su conducta de proletario y la

cobardía del mismo comité en las pasadas huelgas. Al leerla, Carlos, el presidente del

comité, furioso, telefoneó al Servicio de Inteligencia, «el flamante aparato policíaco»153

para que los investigase. Bartolo, verdadero pícaro, fue victima de un destino socarrón:

primero salvado por los anarquistas en el momento en que las milicias iban a fusilarlo, y

luego matado, mientras regresaba a su casa, precisamente por sus salvadores, que,

entretanto, se habían enterado de su antigua afiliación a la Falange. Daniel, por contra,

acabó por ser expulsado del taller por «resistencia a las organizaciones de trabajadores».

Sin trabajo y sin jornal, rendido e impulsado por el hambre, fue a pedir pan a un cuartel de

las milicias; para que se lo diera, tuvo que poner de un lado sus firmes ideales de libertad y

convertirse en miliciano de esa revolución que, antes, tanto había criticado:

Un día, vencido al fin por el hambre, (...) entró en uno de aquellos cuarteles a pedir un pedazo de pan.

- El pan- le dijo enfáticamente un comisario comunista- es para los hombres que luchan por la revolución.

- Yo soy un proletario dispuesto a luchar por el pan y por la libertad.

El comunista le miró receloso. ¿Todavía un fascista emboscado? ¡Bah!, un pobre diablo sin conciencia revolucionaria, concluyó. Para ir a morir al frente servía, sin embargo. Le pusieron en una mano un plato de comida y en la otra un fusil.

Daniel, convertido en miliciano de la revolución, luchó como los buenos.

153

A sangre y fuego, p 255.

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Y murió batiéndose heroicamente por una causa que no era la suya. Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese.154

¡Sobran más palabras! El mensaje final del libro se encierra en esta última frase. La

crueldad incivil y primitiva que se desató durante la guerra, la barbarie causada por los

totalitarismos acabaron por destruir toda personalidad y cada forma de libertad del

individuo. El hambre y la desesperación empujaron a Daniel a unirse a las milicias, aunque

su conciencia no lo quería. De toda manera, se batió como un héroe, quizá no

comprendiendo las razones de ese inhumano conflicto entre hermanos. De toda manera,

sacrificó su vida como un verdadero héroe en nombre de unos ideales que no eran los

suyos.

Daniel podría perfectamente ser un «alter ego» de Chaves Nogales: sus

intervenciones parecen reflejar las mismas del autor. Durante el interrogatorio al que el

consejo obrero le somete a Daniel, destacan las argumentaciones del proletario, que se

defiende de las acusaciones de los delegados comunistas justificando su comportamiento y

su elección de quedar «inorganizado» sobre la base del derecho a la libertad y a la

independencia:

- Yo no he sido nunca revolucionario –decía-, pero tampoco tenía obligación de serlo. Nadie me puede llamar traidor a la revolución porque nunca me había comprometido a hacerla ni ayudarla.

[...]

- Yo servía al patrón...(...) Procuraba estar a buenas con él. Vosotros luchabais; yo no. Vosotros queríais mandar; yo me había resignado a obedecer. (...) ¡Ya sois los amos! ¡Ya mandáis! No os pido sino que me dejéis vivir y trabajar como me dejaba el patrón. No os discuto la victoria, no os reclamo una parte. Yo no era de los vuestros, no estaba en vuestro sindicato, pero tengo derecho a la vida y al trabajo. ¡No vais a ser peores que los burgueses!155

154

Ibidem, p 272.

155 Ibidem, p 263.

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Tal y como este personaje, Chaves no se comprometió con ninguna de las dos

ideologías totalitarias que estaban devorando España; siguió trabajando como periodista

respetando una facción y la otra. La única causa que quería defender era la de la libertad

humana; sin embargo, el hecho de ser un «equidistante» acabó por molestar tanto los rojos

como los nacionalistas, que veían en él un enemigo y un obstáculo. Si Daniel fue

expulsado del taller, Chaves fue de manera implícita expulsado de su patria. En la España

de la guerra civil sólo quedaban dos posibilidades para obtener la libertad: una era

exiliarse, como hizo Chaves, y la otra era morir, como heroicamente hizo Daniel.

Sin embargo, es sobre todo en los comentarios que el narrador hace con su ojo crítico

donde aflora la voz de Chaves: de manera más manifiesta en este cuento que en los demás,

la voz del narrador interviene para interpretar los acontecimientos y dar su opinión:

¿Tenían derecho a condenarle quienes en nombre del proletariado hacían la revolución y administraban la justicia revolucionaria?

Todos, en el fondo de su conciencia, sabían que no.

Le condenaron, sin embargo. ¿Por qué? Por lo mismo que condenaban antes a la burguesía: por miedo. Miedo a la libertad. El miedo odioso del sectario al hombre libre e independiente. ¡Fue una lástima! El día en que el consejo obrero expulsó del taller al obrero tornero Daniel, se perdió la causa del pueblo. Los cañones del ejército sublevado martilleaban inútilmente las trincheras de Madrid; los aviones italianos y alemanes asesinaban en vano mujeres y niños. Pero la causa del pueblo se había perdido por este sencillo hecho. Porque el consejo obrero de una fábrica había tomado el acuerdo de expulsar a un obrero por el delito de haber defendido su libertad.156

En el preciso momento en que había aceptado con sumisión y resignación que se le

privara de la libertad individual, el pueblo ya había perdido su causa. Cuando el hombre no

tiene ya ningún derecho a elegir como conducir su propia vida; cuando tiene que estar

sometido a una ideología que lleva a la anulación de la personalidad humana; cuando tiene

que uniformarse a la masa como un autómata, entonces toda lucha acaba por ser inútil.

A lo largo del relato, el narrador también usa el arma sutil de la ironía para describir

la «nueva etiqueta» de la revolución: ésta no había mejorado las condiciones de los

trabajadores, y sólo se había limitado a introducir unos cambios formales. Las secretarias

no lograban acostumbrarse al nuevo encabezamiento formal de las cartas, que debía ir

156

Ibidem, p 266-267.

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precedido por «camarada» en vez de «muy señor mío», y en vez de «estrechar las manos»

tenían que «enviar saludos proletarios». El viejo Tudela, el ordenanza, seguía llevando su

uniforme y, para él, el cambio de jefe era solo formal: tanto servía al antiguo patrón como

ahora servía al presidente del consejo obrero. Los amos han cambiado, pero no la jerarquía

del poder.

Por lo que concierne este relato, merece la pena fijar la atención un momento sobre

Bartolo: amigo de Daniel, acaba por ser su contrafigura. Si Daniel es el héroe que lucha

por su libertad y que, sin embargo, acaba sucumbiendo por hambre, Bartolo es la

personificación moderna del pícaro. Militante falangista durante la República, al darse

cuenta de que su vida está en peligro se hace anarquista; no tiene ningún valor personal y

se adapta simplemente al ambiente en que vive para no perder el jornal y, sobre todo, para

salvar su vida.

El personaje más memorable entre todos los de A sangre y fuego – y que,

personalmente, me ha fascinado más- es Bigornia, ese ogro «jovial y arrabalero que

balanceaba su corpachón envuelto en tela azul desteñida junto a las vallas de los solares y

los desmontes del suburbio donde tenía su vivienda»157. Bigornia no es el clásico ogro

estereotipado, villano y cruel; grande, feo y gordo, se parece más a un ser intermedio entre

uno Shrek ante litteram y un Hércules hispano, con la diferencia que, en vez de vivir

aislado en un pantano, vive en una casucha de los arrabales de la capital, donde se ha

refugiado con su inmensa e indefinida prole para mantenerse en contacto con la naturaleza

y para no ser molestado por el trasiego de la gran ciudad:

La gran ciudad no le había dominado del todo ni había conseguido aniquilar su fuerte personalidad, que, no pudiendo subsistir en las celdas estrechas de las grandes colmenas humanas que son las barriadas obreras, se evadía buscando mayor espacio en los arrabales, y, todas las tardes, cuando salía del taller donde trabajaba, se iba , atravesando desmontes y basureros, allá, a los confines de la Dehesa de la Villa, a la casucha donde vivía rodeado de su tercera mujer, Antonia –las dos primeras se le acabaron pronto-, y de sus hijuelos innumerables, uno cada año desde hacía veintitantos, que, gracias a que se le morían casi con la misma facilidad con que le nacían, no pasaban de la cifra constante de doce o catorce, mantenida merced a la incorporación a la prole de unos hijos naturales que le nacían por ahí.158

157

Ibidem, p 211.

158 Ibidem, p 212.

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Es un ser primitivo, fuerte e imponente, todavía radicado en el pasado: es un amante

de la libertad en estado primitivo, del vivir en contacto con la naturaleza ancestral. Hábil

herrero, siempre con su martillo en la pretina del pantalón, en el tiempo libre se entretenía

fabricando –además de hijos- máquinas inútiles con chatarra del Rastro; militante del

proletariado semiurbano, durante la dictadura de Primo de Rivera había construido armas

para la lucha sindical. En 1936 los revolucionarios no necesitaban ya su ayuda para

armarse; sin embargo, no tuvo ninguna duda si unirse o no al pueblo cuando fueron a

llamarle para acudir al asalto al Cuartel de la Montaña. Demonstrando gran valentía y

coraje, fue el primero en entrar blandiendo su martillo de herrero.

Como en otras narraciones, Chaves proporciona una gran cantidad de detalles para

demostrar con toda su violencia el grado de crueldad y cinismo que la naturaleza humana

puede llegar a alcanzar. Al ir atravesando las estancias del cuartel junto a una rara tropa de

proletarios, Bigornia descubrió a un grupo de oficiales que había intendado esconderse;

pronto se rindieron, pero fueron fusilados de todo modo barbaramente a las espaldas.

Bigornia, estupefacto e irritado por ese vil acto, preguntó quién lo había ordenado y por

qué:

- Yo- le replicó el miliciano comunista que entró en el cuartel al mismo tiempo que él y que andaba capitaneando los grupos, siempre con su gran pistola ametralladora colgada del cuello. Bigornia le miró de arriba abajo. Era un hombre joven, afeitado, fino, las manos cuidadas, bien vestido.159

Por la noche vino la celebración de la victoria; Bigornia, asqueado por la estupidez

de unos y otros en las filas republicanas, volvió a su casa, donde su mujer Antonia y sus

doce o catorce hijos lo estaban esperando. Días más tarde, unos camaradas fueron a

buscarle a su casa. El pueblo tenía que organizarse militarmente para detener el avance del

ejército sublevado en Andalucía; eran muchísimos los hombres que habían acudido a la

llamada para la lucha, pero faltaban especialistas como Bigornia, capaces de utilizar las

armas de las que se habían apoderado en el cuartel. A pesar de sus cincuenta años y de la

159

Ibidem, p 220.

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perdida parcial de ese vigor juvenil con el que había derrotado a uno de los más fuertes

luchadores japoneses, Bigornia todavía sabía batirse con gran tenacidad. Se unió, pues, a la

expedición y fue destinado a una unidad de tanques viejos y estropeados, que él mismo

tuvo que reparar muchas veces; tremendamente eficaz es la imagen de Bigornia que iba por

la Mancha como un Quijote moderno, mecanizado:

No quiso Bigornia someter sus máquinas de guerra a una prueba demasiado dura por las mismas razones que tuvo Don Quijote para no probar por segunda vez la resistencia de su improvisada celada de papelón y alambre, (...). Al mismo paso lento de Rocinante cruzaron aquellos feos artefactos la llanura manchega buscando con más ansia que diligencia al enemigo para retarlo a singular combate.160

La del Quijote será una figura muy querida y una alusión muy repetida luego por los

republicanos exiliados, para referirse a la guerra y a su propia situación personal.161

Durante la lucha en Extremadura contra la caballería mora, Bigornia mantuvo una

heroica conducta a pesar de la desbandada general de las milicias republicanas, que

escapaban por todo lado ante el avance de las tropas enemigas. Esa cobardía le molestó y

repugnó tanto que se retiró, decidido a no volver a luchar nunca más con esos cobardes.

Durante el camino hacia su casucha de los arrabales, encontró a una niña, imagen viva de

la pura inocencia sometida a la mentira en la que los ciudadanos españoles tenían que vivir

para no ser abatidos por la ceguera de la guerra: la madre, extenuada en su huida, antes de

desmayarse, le había enseñado el saludo fascista:

- Si vienen unos hombres malos no levantéis el puño, porque nos matarán; abrid la mano así. ¡Así! ¡Así!

Y se quedó sin sentido enseñando a sus hijuelos el conjuro.162

160

Ibidem, p 224.

161 Mañá Gemma, García Rafael, Monferrer Luis y Esteve Luis A., La voz de los náufragos. La narrativa republicana entre 1936 y 1939.

Ediciones de la Torre, 1997, p 261.

162 Ibidem, p 232.

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Bigornia, conmovido por esa pobre familia a la que la guerra ya le había quitado el

padre, trajo a su casa a la mujer, Isabel, y a sus hijos; Antonia, su mujer, enamorada y

celosa de su marido, «recibió bien a los niños y mal a la mujer»163. A lo largo de la obra,

en los momentos de mayor tensión dramática, Chaves recurre al empleo de algún rasgo

propio del melodrama, como el sufrimiento de los niños y de las mujeres: lo podemos

observar precisamente, por ejemplo, en Bigornia, o en la represión de Sanbrian. Otro

ejemplo aparece en La gesta de los caballistas, cuando una mujer con sus niños ayuda a su

marido a escapar de las trupas falangistas que quieren matarlo.

Tiempo después, el comunista Luis, el mismo que había entrado con él en el Cuartel

de la Montaña, se fue a la casa de Bigornia para rogarle que volviera a luchar: los aliados

rusos habían enviado a España unos flamantes tanques y se necesitaba alguien que les

tripulara. Después de unas dudas iniciales, Bigornia aceptó el encargo; sin embargo, esta

vez su decisión no fue causada por motivaciones de orden político o ideológico. Por contra,

fue su gana de demostrar a las dos mujeres que amaba que sabía luchar y morir como un

verdadero héroe la que le empujó a ir nuevamente al frente para no volver ya:

Aceptó sólo por la íntima satisfacción de acercarse bromeando al rincón del hogar donde cuchicheaban las dos mujeres y conmoverlas diciéndoles con aire jovial: «Me voy». ¿Era aquella mirada de admiración que brilló en los ojos de Isabel lo único que buscaba? ¿Era aquel complejo de inferioridad que ante la intrusa sentía lo que le había arrastrado a tomar la heroica e insensata resolución? Íntimamente se sentía de antemano vencido. Sabía que no triunfaría en el empeño, sentía que le faltaba el brío, la fe que obra los milagros y protege a los héroes, el fuego interior «que todo lo abrasa». Iba conscientemente al sacrificio. ¿Por qué?164

Ya, ¿por què? ¿Por qué sacrificar su vida en una guerra en la que la mayoría de los

combatientes de su bando escapaban ante el enemigo o cometían atrocidades insensatas?

Mientras ellos perdían tiempo en cuestiones marginales y luchas intestinas, los asesinos de

la libertad se acercaban más y más a Madrid. Probablemente, Bigornia ya había perdido

toda su fe revolucionaria: al ver la completa desorganización e indisciplina de su bando

ante la fuerza militar fascista, la esperanza de vencerle había desaparecido. Sólo le quedaba

el deseo y el alivio de demostrarse un héroe a los ojos de Antonia y, sobre todo, de Isabel.

163

Ibidem, p 233.

164 Ibidem, p 237.

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La desesperación heroica le empujó a Bigornia a luchar y sacrificarse concientemente:

salió para el frente de Madrid con Iván, un oficial soviético, al que Bigornia españolizaba

llamándole Juanito. Los dos juntos formaban un dúo en el que la fuerza se unía a la

inteligencía y la alegría española se aliaba con el rigor sovietico: la conducta de Bigornia

fue temeraría, y demostró de qué era capaz la valentía española. Al principio, lograron

diezmar a los enemigos y salvar al pobre Luis que, dejado solo por su tropa de soldados de

infantería, había sido herido por los fascistas. Luego, los moros de Franco, contra los que

el tanque de Bigornia se había lanzado, lograron prender fuego al artefacto: enloquecido,

con las llamas que lo envolvían, abrasándolo, Bigornia aún consiguió regresar a las líneas

leales, terminando su desesperada marcha empotrado en una zanja. Los milicianos que

acudieron sacaron del interior dos cadáveres carbonizados, el de Juanito y el del

comandante Luis.

Del volante arrancaron también, dejándole adherida la piel de las manos, una forma humana tumefacta y monstruosa que aún daba señales de vida: Bigornia.

Lo transportaron a un hospital de Madrid, donde intentaron vanamente asistirle. Era imposible que subsistiera. Aquel monstruo que era una llaga viva envuelta piadosamente en copiosos vendajes vivió todavía unas horas.

Sucumbió sintiendo llorar a ambos lados de su cama a dos pobres mujeres.165

El personaje de Bigornia emerge en toda su originalidad y fuerza impetuosa a lo

largo de un relato que se desarolla entre pasajes cómicos y escenas conmovedoras, como la

de la chiquilla y de su joven madre muribunda, proporcionando al lector una imagen

memorable, que perdura en el recuerdo. Este ogro bueno se hace símbolo de las cualidades

humanas del pueblo español en la lucha contra el fascismo; lucha que acaba por ser, al

final, una batalla por la misma libertad. Quizá sea Bigornia uno de los pocos ejemplos de

héroes verdaderos que encontramos en A sangre y fuego: a diferencia de un personaje

como Arnal, que podríamos definir «héroe de un día», Bigornia sigue siendo coherente con

sus principios a lo largo de toda su vida. Es un verdadero hombre, un hombre que no se

deja corromper por los cínicos mecanismos de la guerra, y que se queda fiel a sus

creencias: lucha por defender la libertad del pueblo y su voluntad de no someterse a quien

165

Ibidem, p 245.

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pretende dominarle. Y, como un verdadero héroe épico, se muere con dos mujeres a su

lado llorando por él.

Otro personaje que se parece, por su coherencía, al ogro de los arrabales de Madrid

es el caíd de Los guerreros marroquíes. Con la sed de vengar a su amigo Mohamed, otro

soldado moro -que, casi en un macabro juego irónico, primero es herido y perseguido

como un animal, y, luego, es curado por los mismos milicianos que, poco después, lo

fusilarían-, el caíd, durante una batalla, es capturado por unos milicianos que defendían

Madrid. Al contrario de los otros moros apresados, que lanzaban vítores a los rojos

afirmando su lealtad a la causa republicana, el caíd mantuvo su dignidad negándose a

rebajarse:

- ¡Moros estar rojos! ¡Moros estar rojos!- gritaron todos, creyendo ingenuamente que con este sencillo ardid coseguirían salvar sus vidas.

[...]

Un miliciano de gesto duro y pelo entrecano se acercó al viejo caíd, que permanecía impasible, y le preguntó:

- ¿Tú no estar rojo también?

El caíd posó en él sus ojos claros y contestó con voz firme:

- No. Yo estar moro.

- ¡A matarle! ¡A matarle!- gritaron furiosos los milicianos.

[...]

- ¿Por qué vais a matarle? ¿Porque es un hombre honrado?166

«Un hombre honrado», uno de los pocos que quedaban en esa época de guerra y de

pícaros oportunistas que pasaban de un bando a otro según lo que les resultaba

conveniente; era difícil quedarse fiel a los propios ideales y afrontar con valor la muerte.

Sin embargo, esta actitud contribuye a engrandecer la figura de este héroe:

166

Ibidem, p 183.

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- ¿Matar moros ahora?

El miliciano asintió gravemente.

- ¡Alá es grande!- fue la única respuesta del caíd.

Después de una pausa el miliciano agregó:

- Yo quisiera que tú vivieses. Eres todo un hombre. Pero no puedo hacer nada por ti.

- Yo sabe; yo sabe- decía el caíd oprimiendo suavemente con su mano larga y huesuda la del miliciano-.Moro sabe que tú estar amigo aunque mates. Moro también mataría. Estar cosa de guerra y de hombres. ¡Alá es grande!167

La resignación y la tranquilidad con la que este personaje acepta su trágico destino es

casi desarmante: es el despiadado mecanismo la guerra. Funciona así. No se puede hacer

nada para cambiarlo.

La prosa de Chaves encanta también por la maestría con la que el autor sabe huir del

melodrama a través de la soberbia descripción de unos pequeños hechos: en cada relato

encontramos gotas de heroísmo, humanidad y fraternidad, sobre todo ante la muerte. El

respeto entre el caíd y el miliciano que acabamos de analizar, las miradas entre los

milicianos agonizantes de El tesoro de Briesca, el abrazo entre Rafael y Julián en La gesta

de los caballistas, el final del presidente y el secretario del comité de Benacil, que son

fusilados por la espalda por la columna de hierro, y « estaban cogidos de la mano

fraternalmente»168.

Otro personaje que se porta con semejante heroísmo y dignidad ante la muerte es el

padre de Valero en ¡Masacre, masacre!, que resulta ser un personaje de una dimensión

trágica. Llevó una vida humillante; con la moral hundida tras el fracaso de Cuba pagó los

estudios universitarios de su hijo para que no tuviera él también su mismo triste destino de

luchar en el éjercito. Sin embargo, en el preciso momento en que le parecía que las cosas

con la sublevación estaban mejorando, tuvo que enfrentarse con la impiedad de su hijo. El

enfrentamiento entre padre e hijo simboliza la lucha fratricida de la contienda civil y la

comprensión imposible entre las dos facciones enemigas, de los que trataré más

167

Ibidem, p 185-186.

168 Ibidem, p 139.

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detenidamente en el párrafo siguiente. De toda manera, Valero, típico intelectual

comunista, encarna la ceguera propia de la ideología: ni siquiera tiene escrúpolos en dejar

que el padre sea fucilado junto a los demás militares capturados mediante engaño por la

«Escuadrilla de la Venganza», a la que pertenece él mismo. A la ciega y cínica ideología

revolucionaria del joven se opone la igualmente ciega ideología del padre, militar de toda

la vida que, con su muerte, rinde homenaje idolátrico a la patria y al ejército. También

cuando, poco antes del fusilamiento, Valero intenta dar una oportunidad a los militares

presos invitándoles a luchar por la República, nadie aceptó, ni siquiera su padre.

¿Coherencia moral o simple consecuencia de la ciega sumisión a la la abstracción

ideológica? Cada uno puede tener su propia interpretación; sin embargo, no cabe duda de

que se trata de una manera decorosa de morir.

Un discurso a parte lo merece la figura del aviador inglés que aparece en La columna

de hierro, cuento en el que la ceguera de la ideología se representa mediante el absurdo

comico y grotesco. Este bizarro personaje, George – figura paralela y que se opone a la de

Malraux en ¡Masacre, masacre!- no puede sino desencadenar la risa del lector: con él,

asistimos a la parodia de la figura del héroe y a la desmitificación de algunos de los iconos

sagrados de la República en armas.169 La ironía de este personaje idealista y de buena fe

radica en su moverse casi como un títere de una parte a otra siguiendo todo lo que le dicen

los demás: no conoce bien la difícil realidad en la que se halla, una realidad que le es casi

completamente ajena. Impresiona positivamente su gran ingenuidad, su incapacidad de

distinguir los buenos de los malos, tanto que no comprende que la Columna de Hierro, a la

que se une entusiasta, es simplemente un grupo de asesinos y criminales que se entretiene

provocando el terror en la retaguardía. Es un personaje plano, que, por algunos momentos,

queda reducido a un rasgo, o sea su odio por los fascistas, que se repite hasta casi

convertirlo en un robot. Ha ido a España para luchar por la República: el fervor contra los

fascistas lo vuelve ciego ante cuanto lo rodea, tanto que, a menudo, aparece desorientado y

perdido:

- Qué hacías, idiota?- le preguntó éste.

169

Ibidem, p 161.

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Jorge, tan sorprendido de hallarse entre sus amigos de la víspera como de haber estado combatiendo contra ellos sin saberlo, respondió:

- Peleaba contra los fascistas.

- ¡Pero si los fascistas son ésos de ahí fuera!

No quiso creerlo y lo dejaron por imposible.No podían perder el tiempo en darle explicaciones, ni siquiera en matarlo. Jorge, escarmentado, no quiso seguir jugándose la vida mientras no supiese a ciencia cierta por qué causa se la jugaba, y se metió por la prisión adentro dispuesto a esperar filosóficamente el final de aquella incomprensible tremolina.170

Engañado por la realidad que no se corresponde con la idea que de ella George se

había construido sobre la base de los grandes ideales propagandísticos; engañado por esa

banda de terroristas que él creía ser buena gente que se batía por la República; y, al final,

engañado también por la mujer de quien estaba enamorado, Pepita, que se revela ser, en

realidad, una espía fascista y no una miliciana como pensaba. Todos sus convencimientos

eran falsos; de ese momento, decide portarse de acuerdo con su idealismo y se bate para

aniquilar a esos grupos anarquistas, como la Columna de Hierro, que estaban devorando

poco a poco el bando republicano de su interior. En las últimas líneas asistimos al

enfrentamiento entre el heroísmo del inglés que bombardea a la Columna de hierro

volando a ras de tierra y el heroísmo de Pepita que, con su figura desafiante, afronta,

erguida, la muerte.

Entonces descendió aún más y, volando temerariamente casi a ras de tierra, hizo funcionar su ametralladora y barrió los grupos fugitivos. Fue una cacería implacable. Mientras hubo un hombre en pie, los aviones estuvieron pasando y ametrallando.

Erguida en la techumbre de uno de los camiones estuvo desafiándole una figura de miliciano fina y breve que se mantuvo enhiesta mientras las demás se aplastaban contra la tierra. ¿Era ella?

De lo único que estaba seguro era de que la última ráfaga de su ametralladora la tiró a tierra.171

170

A sangre y fuego, p 134.

171 Ibidem, p 140.

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5.2.4 Los mártires

La barbarie de la guerra causó la muerte de muchísimas personas inocentes, víctimas

y mártires de una inextinguible sed de violencia y de muerte, que no dejaba algún espacio a

los sentimientos de piedad y perdón hacia el otro. A lo largo de la obra, Chaves inserta en

este escenario de inhumanidad y brutalidad unas figuras positivas que se convierten en

auténticos ejemplos de dignidad humana: Rosario, Rafael y Julián. Estos personajes

destacan y se diferencian fuertemente de los demás por su valiente elección de no

someterse a la ceguera de la consigna, demonstrando que todavía es posible tener una

conciencia individual propia.

Empezemos por Rosario. Carmen, Adela, Pascual y ella, constituían el personal de

servicio de un hotel de Miraflores- pueblo de veraneo de la sierra de Guadarrama donde se

desarrolla, durante los primeros días de la sublevación militar, la primera parte de ¡Viva la

muerte!-. La revolución había alterado las relaciones entre dos clases sociales allí

representadas: clientes reaccionarios – «esposas de comandantes, abogadillos de grandes

propietarios, pequeños rentistas y burócratas, (...) la misma señora de Tirón, prestigioso

abogado de Valladolid y significado hombre de derechas »172, y la servidumbre del hotel,

afiliada al partido socialista. Entusiasmados por el triunfo de la revolución social, las tres

muchachas y el mozo se unieron a una expedición hacia Ávila, subestimando el enemigo y

los riesgos de la lucha armada. Pascual fue herido de un balazo en el pecho y murió; las

tres jóvenes lograron arrastrar su cuerpo inerte hasta el hotel. Entretanto, los milicianos de

Miradores habían tomado el control del pueblo e iban persiguiendo y matando a cuantos

contrarrevolucionarios encontraban. El señor Tirón, aterrorizado por la situación, suplicó a

las muchachas que no lo delataran; sin embargo, el dolor por la muerte de Pascual y la sed

de venganza era tan grande que Rosario salió del hotel decidida a ir a denunciarle. En el

camino asistió a una ejecución de un hombrecillo, asesinado sin escrúpolos por los rojos a

causa de su pertenencia al bando enemigo:

172

Ibidem, p 189.

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Rosario, espantada, los vio marchar y se quedó inmóvil al pie del cadáver. Le miró. Era un hombre pequeño y delgado, vestido con un traje negro decente. ¿Qué tenía en la mano crispada? ¿Un papel? ¿Se acercó más y lo vio. Al hombrecillo aquel las balas le habían alcanzado cuando echaba la última mirada a un retratito descolorido que debió de sacar de su cartera en el que se veían dos niños vestidos de blanco. Rosario cerró los ojos y tuvo que apoyarse en la tapia para no caer.173

Al volver, pasado un rato, al hotel, Rosario le proporcionó el carnet socialista de

Pascual a Tirón para que huyese:

- Tome esto. (...) Póngase una blusa de obrero para que no le conozcan y huya si no quiere que le maten.

Tirón, con los ojos brillantes, tomó ansiosamente el carné y quiso besar las manos que se lo tendían. Rosario lo rechazó.

- ¡Váyase! ¡Váyase!

Y se echó a llorar como una chiquilla.174

En un trasfondo de guerra, destrucción, asesinos sin escrupolos e cínicas ideologías,

se eleva potentemente la figura de Rosario, que demuestra cómo, para el hombre, existe

todavía la posibilidad de oponerse a la espiral de terror que le rodea y de no prolongar la

cadena de odio y violencia. Lo que despierta el sentimiento de piedad en Rosario,

funcionando como un epifanía en su conciencia, es un pequeño rétrato que el hombrecillo

asesinado por los rojos contempla con conmoción y angustia en los últimos instantes de su

vida: la fotografía le hace intuir a la muchacha que asiste a la ejecución todo el mundo de

afectos y relaciones que se esconde tras cada una de la víctimas, fascistas o comunistas que

sean. Conmovida, Rosario pone de un lado toda su rabia y sed de venganza y perdona a

Tirón, dejándole huir. En cambio, el falangista, retrato de la cobardía humana, no hará

nada por salvar a ella del pelotón de fusilamiento que la ejecuterá junto a las otras dos

muchachas, Adela y Carmen.

173

Ibidem, p 196.

174 Ibidem, p 198.

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106

Su figura encarna la víctima inocente destrozada por la guerra y su descripción al final del relato se emparienta con la figura bíblica del Siervo de Yahvé: «No protestó, no chilló, no hubo que sostenerla ni levantó el puño, pero ¡cómo lloraba!». Esta imagen se impregna indeleblemente en las conciencias de quienes asistieron a su muerte y oyeron su relato, unida a su inocencia («lloraba como una chiquilla»).175

Basándose en la distinta manera de reaccionar frente a una misma situación, los

personajes de A sangre y fuego pueden ser dispuestos por parejas: de esta manera, queda

resaltada por contraste aún más la libertad de elección del hombre y su capacidad de elegir

cómo portarse. A la indigna actuación del falangista Tirón en ¡Viva la muerte! se

contrapone la acción de Rafael, el señorito protagonista de La gesta de los caballistas,

verdadero ejemplo de cómo la libertad individual del hombre y sus sentimientos de

fraternidad y humanidad pueden todavía lograr prevalecer dentro de las tinieblas de la

guerra.

El relato se abre con la descripción de una escena casi costumbrista: estamos en el

cortijo de un marqués, en la campaña andaluza, entre Sevilla y Huelva, donde toda la

familia y los servientes se han reunido para asistir a misa. Al término de la función

religiosa, el grupo – con el cura, pae Frasquito, un sacristán, unos criados, braceros y

pastores e incluso la tía Conchita con sus setenta años- se prepara y sale para una

operación de “depuración”: la campiña del contado tiene que ser purificada del “virus” de

la canalla roja. La escena muestra con claridad y un poco de sarcasmo cómo la iglesia se

había unido a la clase aristocrática para luchar contra el pueblo:

- Vamos, pae Frasquito, déjese de escrúpolos y véngase con nosotros. Si los rojos le cogen a usted, no van a andarse con muchos miramentos para rebanarle el pescuezo.

Ni corto ni perezoso, el pae Frasquito, que lo estaba deseando, pidió una escopeta y una canana que se ciñó sobre la sotana, cambió el bonete por un sombrero cordobés y saltó gallardamente el lomo de un caballejo.

175

Peinado, Eliot, Carlos, El periodista comprometido. Manuel Chaves Nogales. Una aproximación. Sevilla: fundación centro de

estudios Andaluces, 2009, p 157.

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107

- Conste – dijo- que el pae Frasquito no le tiene miedo ni a los rojos ni a los negros.176

Además, el marqués colabora con el general Queipo de Llano, con los «moros» y

legionarios del capitán Dorado y con la partida del torero El Algabeño, constituida por los

mejores caballistas de la aristocracia sevillana. La dureza del marqués, su concepción

despótica del poder, su desprecio hacia los campesinos y su rechazo al progreso emergen

con fuerza, trazando un retrato oscuro de esta clase social:

- El pueblo – replicó el marqués- siempre es cobarde y cruel. Se le da el pie y se toma la mano. Pero se le pega fuerte y se humilla. Desde que el mundo es mundo los pueblos se han gobernado así, con el palo. De esto es de lo que no han querido enterarse esos idiotas de la República.177

Rafael, que encarna el ideal del señorito, vive un momento de crisis interior: el joven,

a pesar de su pertenencia a la aristocracía andaluza y a su consiguiente adhesión a la lucha

contra la revolución, no puede aceptar la barbarie con la que los de su propio bando actuan

contra el pueblo. Esta práctica del terror contrasta con el sentimiento de humanidad del

personaje, que le impide luchar y batirse con la misma violencia de su hermano mayor,

José Antonio, que representa la crueldad y la bestialidad del grupo: por absurdo, siente

compasión por una ternera y no por un pobre gitanillo herido, contra el que, en un ataque

de ira gratuita, descarga toda su rabia, matándolo:

Un ramalazo de furor pasó por sus ojos. Con el hierro todavía en el puño se volvió frenético contra el gitanillo prisioniero que seguía manatiado a la cola del caballo.

- ¡Canalla! ¡Asesino!- le gritó.

Y la hoja del cuchillo, tinta en la sangre de la bestia, se hundió en la carne del hombre, que al desplomarse quedó con los brazos estirados colgando de la cola del caballo a la que estaba maniatado.178

176

A sangre y fuego, p 65.

177 Ibidem, p 67.

178 Ibidem, p 70.

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La crisis de Rafael le sobreviene en el momento en que la tropilla, llegada al pueblo

de Villatoro, se dispone a fusilar a unos pocos rojos delatados con odio y rencor por un

viejo vecino de derecha. El autor, con su grande habilidad narrativa, logra trazar en apenas

unas líneas el momento de conflicto interior del personaje; su interioridad débil lo lleva a

sentir piedad y compasión por esos pobres diablos, que no considera ya como meros

enemigos sin dignidad sino como hombres al igual que él. Luego, se aparta entristecido del

grupo, sale del pueblo y se dirige hacia el campo, donde experimenta sentimientos de

soledad, melancolía y vacío interior:

Entre tanto, Rafael dejó rienda suelta a su caballo, salió al campo y dando la vuelta por detrás de los corrales de las casas llegó hasta un olivar en el que echó pie a tierra y se sentó en una piedra a fumarse un cigarrillo a solas con sus preocupaciones. Desde aquel lugar veía las blancas casitas del pueblo apiñadas en torno a la torre desmochada y renegrida de la iglesia incendiada. No había penachos de humo en las chimeneas de las casas ni en todo lo que alcanzaba la vista se divisaba un ser humano. ¡Qué soledad! ¡Qué tristeza! Nunca había sentido tan netamente la sensación del vacío.179

El mundo del protagonista, estable hasta entonces ya que fundamentado ciegamente

en los sólidos preceptos aristocráticos que siempre habían orientado sus acciones, empieza

ahora a tambalear. Rafael no sabe ya quién es, no se reconoce. Este momento de

meditación y profunda inseguridad interior precede a la experiencia única que va a marcar

el viraje decisivo de su vida, que se cumple al darse cuenta de no ser capaz de matar a un

fugitivo republicano que abandona su familia para huir de la centuria de la Falange:

A sacudir su melancolía vino una escena que ante sus ojos se desarrollaba a lo lejos; una mujer abría cautelosamente la puerta trasera del corral de una casa, oteaba los alrededores y segundos después un hombre salía tras ella, la abrazaba rápidamente y echaba a correr pegado a las bardas de los corrales. Iba el hombre agachándose y llevaba una escopeta en la mano. Rafael requirió el rifle, pero en aquel momento, dos, tres chiquillos, que desde allí se veían menuditos como gorgojos, salían a la puerta del corral y levantando sus bracitos decían adiós al que corría.(...) En aquel instante vio que tras la mujer y los chiquillos aparecían cinco

179

Ibidem, p 74.

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o seis falangistas, a los que desde lejos reconoció por la pincelada azul de las camisas. (...) Pudo ver cómo el falangista se desasía y, mientras la mujer rodaba por el suelo, se echaba el arma a la cara y disparaba.180

La desesperación de la mujer que intenta salvar su hombre de una muerte segura se

enfrenta y choca con la violencia gratuita y la impiedad de los falangistas. Rafael, que

observa toda la triste escena desde lejos, queda horrorizado por esa actitud tan fría e

insensible de los de su bando, y comprende a qué terrible nivel de inhumanidad los

intereses económicos y sociales, junto a la absurda lógica de los ideologismos, han llevado

el hombre. El choque es tan grande que Rafael se deja pasar impotente el fugitivo junto a

él:

Hubo un momento en que pudo matarlo como a un conejo. Acaso su voluntad fue la de apretar el gatillo del rifle. Pero no lo apretó. ¿Por qué? Él mismo no lo supo. Cuando el hombre, al pasar junto a él como una exhalación advirtió al fin su presencia, lanzó una maldición, dio un salto gigantesco y, desviándose, corrió con más ansia aún. Rafael le siguió en su huida contemplándole por el punto de mira de su rifle. Ya esta vez no le mató porque no quiso. Y pensando que era así, porque no quería, le perdió de vista.181

Al tener la posibilidad de matar a una de esas canallas rojas contra las que él y su

bando están luchando, ha preferido no hacerlo. Como en ¡Viva la muerte! la fotografía

contemplada por el hombrecillo antes de morirse desata en Rosario la fuerza para perdonar

y dejar escapar a ese cobarde de Tirón, también aquí la presencia de la mujer y de sus hijos

despierta un sentimiento de humanidad en Rafael: ese que huye desesperado de los

falangistas no es ya un “rojo”, sino un marido, un padre, un hombre en definitiva. Un ser

humano al que no se puede cazar como a un animal. Esta actitud de respeto a la vida

humana choca con la justificación que se da, por ejemplo, siempre en ¡Viva la muerte! para

el fusilamiento de las tres muchachas (« ¡Bandidos rojos, todos, hombres y mujeres! Hay

180

Ibidem, p 74-75.

181 Ibidem, p 75.

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que acabar con ellos-»182) o con las reflexiones de Pedro en Y a lo lejos, una lucecita

después del asesinato de un espía nacionalista:

Cuando ya salía le asaltó la curiosidad de saber quién era aquel hombre al que había matado. Cogió la linterna e iba a asestarla a la cara del muerto, pero se arrepintió. ¿Quién era? ¿Cómo sería su cara? ¡Bah! Uno; un enemigo menos. ¿Qué más le daba?183

La individualidad no existe; el otro es considerado simplemente como un enemigo.

Esta indiferencia de Pedro contrasta con la actitud de profunda humanidad y dignidad que

Rafael seguirá adoptando en las diferentes situaciones a las que tendrá que enfrentarse

hasta el final del relato. La misma dignidad la tiene su antiguo amigo Julián, el maestrito

de Carmona, que ahora, por la guerra, se transforma en enemigo, ya que está con los rojos:

Rafael se opone a los suyos, que quieren usar mujeres y niños como escudos humanos y

Julián a su bando, para que no dinamiten el edificio con mujeres y niños dentro. Ni siquiera

el señorito duda en poner en peligro su vida mintiendo a los jefes falangistas para tratar de

encubrir otra vez a Julián; sin embargo, los dos acaban por parar a una prisión de Sevilla,

el uno por ser rojo y el otro porque sospechado de traición. El abrazo que se dan al final

antes de partir, Julián hacia la muerte y Rafael al exilio a Gibraltar, se eleva a símbolo de la

dignidad de España: es la prueba concreta que la reconciliación, y la unidad entre las dos

facciones de hermanos que reparten el país no sólo es necesaria, sino también.

Se abrazaron silenciosos. Pecho contra pecho, sintieron cómo latían a compás sus corazones. Fue un instante no más. Para ambos valió más que la propia vida entera.

- Adiós, Julián.

- Salud, Rafael.184

182

Ibidem, p 209.

183 Ibidem, p 99.

184 Ibidem,p 87.

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El balance histórico sin embargo, es desolador: la libertad sólo tenía dos salidas en

España: la muerte o el exilio.185

Por fin, en Y a lo lejos, una lucecita, asistimos a los trágicos efectos de la fe total e

incondicionada en la ideología. El relato trata de un grupo de milicianos que persigue una

red de espías que se comunican en el Madrid sitiado por morse mediante linternas.

Jiménez, el camarada responsable, y Pedro, miliciano del grupo que, simbólicamente, va

en pos de la luz, matan a cuantas espías encuentran sin alguna piedad, desde un militar a

una chica joven y guapa. La obsesión y la ceguera para aniquilar estos enemigos que se

hallan escondidos entre ellos es tan grande e insensata que los dos, sin darse cuenta del

peligro en que van a ponerse, penetran en las líneas enemigas. El cuento termina con la

inevitable muerte de los dos milicianos: la luz que siguen obsesionados se revela ser, al

final, imaginaria. Existía sólo en sus cabezas. De esta manera, el relato se transforma en

una alegoría:

El ideólogo es un loco al que sigue el protagonista, como un perro sumiso, en pos de una quimera (la revolución), hasta desembocar en la muerte. Pedro representa la obedencia ciega, puesta en manos del iluminado comunista. Igualmente el pueblo español se ha dejado llevar por visionarios opuestos a la razón que lo llevan a una guerra donde va a morir.186

Chaves, en este relato, denuncia también el sacrificio estéril e insensato de estos dos

milicianos que se habían dejado conducir a ciegas por un heroismo inútil y estúpido que

caracterizó también muchísimos otros intentos revolucionarios que tuvieron lugar en el

bando republicano.

5.2.5 El triunfo de la barbarie sobre la civilización: las bestias humanas.

185

Peinado, Eliot, Carlos, El periodista comprometido. Manuel Chaves Nogales. Una aproximación. Sevilla: fundación centro de

estudios Andaluces, 2009, p 155.

186 Peinado, Eliot, Carlos, El periodista comprometido. Manuel Chaves Nogales. Una aproximación. Sevilla: fundación centro de

estudios Andaluces, 2009, p 160.

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Expuesta a sus propios demonios, la naturaleza humana alcanzó niveles de inaudita

barbaridad e inhumanidad: el hombre retrocedió al estado primitivo de bestia y se hizo

ejecutor de una violencia absurda y sobrecogedora. En la obra destaca la crueldad, la

estupidez, la desorientación y, en definitiva, la obcecación de todo hombre, indistintamente

de la pertenencia a un bando u a otro. En un tiempo en el que la saña se convirtió en

esencia del pueblo español, los odios disparatos llevaron a los hombres a salirse de los

límites de la sensatez y del buen juicio; Chaves nos ofrece un ejemplo de esta bestialidad

ya desde el primer relato, ¡Masacre, masacre!, en el que la «justicia» acaba por

confundirse con el asesinato y donde los instintos criminales desatados por la guerra y la

sed de venganza y muerte constituyen el tema principal de la narración. La acción se abre y

se desarrolla en el Madrid bombardeado por la aviación fascista: la población inerme se

somete con pasividad a estos masacres, paralizándose horrorizada por la oleada de muerte

causadas por los frecuentes ataques aéreos. Sin embargo, choca fuertemente el hecho de

que al horror se acompañe también una actitud de resignación general: la gente parece

haberse acostumbrado a la muerte como si fuera algo normal, cotidiano, tanto que son los

mismos madrileños que ironizan sobre los bombardeos. En una imagen surrealista, Chaves

compara los ataques aéreos a una especie de lotería del cielo, pero negativa:

El júbilo general de los que en este horrendo sorteo no han sido designados por el destino se advierte en las caras alegres de la gente que anda por las calles a raíz de cada bombardeo. ¡No nos ha tocado!, parece que dicen con alborozo. Y se ponen a vivir ansiosamente sabiendo que al otro día habrá un nuevo sorteo en el que tendrán que tomar parte de modo inexorable.187

Sin embargo, esta siniestra lotería trae premios cada vez más gordos que alteran

mucho la vida de la población, ya que la gente tiene que esconderse a diario en el subsuelo

para intentar escapar a ese trágico sorteo. Al horror causado por los bombardeos se añade

y suma otro horror, efecto inmediato de los ataques fascistas: el provocado por la «justicia»

hecha por «La escuadrilla de la venganza». Se trata de un grupo cuyos componentes son

reclutados entre «los milicianos que no tenían alma bastante para afrontar el peligro de la

guerra en la primera línea, de entre los que volvían del frente íntimamente

187

Ibidem, p 36.

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aterrorizados»188. Su objetivo es imponer «al gobierno, a los partidos políticos y a las

centrales sindicales un régimen de terror, el pánico terror que íntimamente padecían y

anhelaban proyectar al mundo exterior»189. Huidos de las líneas del fuego porque

incapaces de enfrentarse al enemigo real, fuertemente impresionados por la violencia

experimentada, estos fracasados del frente vuelcan toda su rabia y frustración sobre los

inferiores y los inermes, matándolos sin escrúpolos y gozando con la propagación de este

terror y con la sensación de ser los amos de la ciudad. La lógica de la escuadrilla es la

represalia: por cada victima causada por los bombardeos de la aviación fascista, cinco

fusilamientos. El método seguido es el de la arbitrariedad y el terror: se mata a una persona

aunque exista sólo una débil sospecha de su pertenencia al bando fascista.

Fue también por la formación de organizaciones de asesinos como esta que el bando

republicano fracasó: el ataque no vino sólo del exterior sino también desde su propio

interior. Los rojos tenían que defenderse, pues, de sus mismos aliados, que, en vez de

luchar por la causa del pueblo, iban destruyendo las bases de la resistencia fomentando el

odio y el terror entre la gente. Lo que más choca es que grupos como estos contaban con la

tolerancia y hasta son el beneplácito del poder: el Partido Comunista vigilaba de cerca esta

acción terrorista y se servía políticamente de ella.190 Al mismo clima de terror y violencia

asistimos también en La Columna de Hierro, relato en el que vuelve el motivo de la lucha

entre facciones revolucionarias dentro del mismo bando republicano: los anarquistas de la

Columna frente al comité revolucionario de Beniel, que defiende el orden. Al igual que la

Escuadrilla de la Venganza, la Columna de Hierro era una organización extremista

formada por desertores anarquistas, verdaderos asesinos que aterrorizaban la zona

republicana.

Los personajes que aparecen en el relato son quizá en exceso prototípicos: de

Enrique Arabel, líder de la Escuadrilla de la Venganza, Chaves nos dice:

188

Ibidem, p 40.

189 Ibidem, p 40.

190 Peinado, Eliot, Carlos, El periodista comprometido. Manuel Chaves Nogales. Una aproximación. Sevilla: fundación centro de

estudios Andaluces, 2009, p 142.

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(...) era un tipo característico de hombre de presa, un tránsfuga relajado de la disciplina comunista, que al frente de aquel puñado de hombres sin escrúpolos había logrado rodearse de un siniestro prestigio. Erigido un poder irresponsable y absoluto, Arabel desdeñaba la autoridad del gobierno, desafiaba a los ministros y hacía frente a los aterrorizados comités de los partidos republicanos.191

Es el retrato del hombre que vive la guerra casi como una oportunidad para satisfacer

su sed de venganza; no quiere ser sometido a la voluntad de ninguna autoridad, ni siquiera

de la del gubierno, y comanda esa tropilla de asesinos que casi lo idolatran por su ferocidad

y falta de escrúpolos. Es el típico capitán de bandidos de cabeza estrecha y corazón

endurecido. A su lado, encontramos a Valero:

Típico intelectual revolucionario de los que se forjaron en la escuela de rebeldías que durante la dictadura fueron las univerdidades españolas, Valero no pertenecía a la Escuadrilla de la Venganza. Sus relaciones con ella eran estrechas y constantes, pero no estaban bien definidas.192

Comunista con su pistola al cinto, universitario militante en las Juventudes

Unificadas, Valero «ejercía, con la cautela y la doblez típicas del comunismo, la difícil

misión de controlar políticamente aquella fuerza incontrolable de hombres sin freno en sus

pasiones e instintos, que (...) sembraban a capricho el terror»193. De todas maneras, no se

trata de un personaje plano: no se deja comprar, no busca ventajas personales, ni

económicas en sus acciones, intenta oponerse aunque débilmente a la venganza y de hacer

justicia. Como ya anticipado en el párrafo anterior, Valero simboliza y representa la

ceguera propia de la ideología: no se opone al fusilamiento del padre, no hace nada para

salvar su vida. Su conciencia personal ha sido aniquilada por la conciencia revolucionaria:

el padre, militar, tiene que pagar por su supuesta pertenencia al otro bando. A los ojos de

Valero, no es ya la persona que le ha dado la vida sino un mero enemigo que, como todos

los demás, tiene que ser eliminado. Toda persona, toda vida se somete a la cínica lógica

revolucionaria, que acaba por ser el único criterio para establecer si una persona tiene

derecho a la vida o menos. El joven no tiene ningún inconveniente en matar a su padre,

191

A sangre y fuego, p 40-41.

192 Ibidem, p 39.

193 Ibidem, p 41.

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aunque, poco antes del fusilamiento, trata de buscar alguna salida, ofreciéndo a él y a los

otros militares capturados con el engaño la posibilidad de unirse a la lucha revolucionaria

y, pues, de escapar a la muerte. Sin embargo, nadie acepta.

En el única escena donde padre e hijo se encuentran asistimos a la patente

incapacidad de ambos para pronunciar una sola palabra, para entablar un breve discurso; es

la amarga y desconsolada demostración de la tragedia de la guerra, que lleva el “héroe” a ir

hasta contra sus proprios sentimientos en nombre de sus ideales. Valero no quiere matar al

padre pero tampoco puede hacer nada para salvarle de la muerte; son las reglas del cínico

mecanismo de la guerra, que sumete e inmoviliza toda persona sin dejarle la posibilidad de

actuar según su propia conciencia.

En otras palabras, en esta escena asistimos a la verdadera tragedia del héroe trágico.

El viejo dio unas chupatas voraces a su cigarrillo y se quedó mirando de hito en hito a su adversario. El joven sostuvo imperturbable la mirada. Y como ni el padre ni el hijo eran capaces de decirse nada, se levantaron silenciosos del camastro cuando hubieron apurado la colilla.

- No necesitas nada, de verdad?

- No; nada.

Se abrazaron y besaron con recíproca ternura.

- Adiós.

- Salud.194

En ¡Masacre, masacre! Chaves nos presenta una realidad en la que domina el terror

indiscriminado, la violencia no controlada de alguna manera por la razón: el terror se hace

valor absoluto, al que la humanidad entera tiene que sumeterse, y rompe todas las

relaciones entre los ciudadanos: en Y a lo lejos, una lucecita el hombre que duerme en un

hotel se alegra al comprender que el fusilado es el del cuarto de al lado y él está vivo; ni

siquiera ante los disparos nadie sale ni pregunta. En El tesoro de Briesca los soldados

pretenden desalojar a los heridos de las camionetas para huir y asesinan sus jefes para

poder desertar; en La gesta de los caballistas un viejo del pueblo delata a los rojos que se

habían quedado en el pueblo al marqués y su tropilla. Quizá sea la delación la forma en la

194

Ibidem, p 54.

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que se advierte de manera más evidente la interiorización del terror en el hombre: cualquier

vecino puede convertirse en enemigo. Nadie puede fiarse de nadie. Es, en definitiva, el

triunfo de la bestialidad, que despoja la persona de cualquier dignidad.

Bestialidad que, sin embargo, se desencadena con grande ímpetu en Los guerreros

marroquíes, donde se desarrolla un importante leitmotiv de la obra que bien transmite la

idea del regreso del hombre al estado primitivo de los instintos bestiales: la asimilación de

los seres humanos a los animales.

En el relato, Chaves nos presenta la lucha entre los milicianos, que deberían ser el

símbolo de la civilización, y los moros afiliados a la Falange, que encarnan la barbarie: de

nuevo se oponen el bereber y el campesino castellano, como lo habían hecho ocho siglos

antes. Sin embargo, a lo largo de la narración se comprende como, en realidad, no hay ya

ninguna distinción entre personas civiles y bestias: ambas facciones luchan y matan al otro

portándose como verdaderos animales. La guerra ha acabado por igualar a todos los

hombres.

En este relato, la bestialidad no es propia de un único personaje; por contra, es la

entera población que trata y considera con auténtico desprecio los moros, como resulta

evidente en la escena de la entrada en el pueblo de Mohamed, con el que una patrulla de

aldeanos se había tropezado en un rincón de la sierra:

La entrada del moro y sus aprehensores en Monreal fue un gran espéctaculo. Nadie en el pueblo imaginaba que fuese verosímil el hecho de cazar un moro dentro del término municipal, y todos los vecinos acudían a ver con sus propios ojos la extraña caza, a la que miraban como a una alimaña más rara y difícil aún que la propia cabra hispánica de aquella serranía.195

Es más, al término de la batalla en las afueras de Madrid los moros capturados son

obligados a desfilar por las calles de la capital casi como si fueran unos animales de circo:

195

Ibidem, p 169.

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Los moros, puestos de pie en la batea de la camioneta, eran un espectáculo inusitado y pronto corrieron tras ellos chicos y grandes. En un cruce de la Gran Vía se detuvo la camioneta y pronto la rodearon millares de transeúntes ávidos de ver de cerca y de tocar a los prisioneros.196

Los moros, más que como enemigos, son vistos por los madrileños como unos seres

inferiores: como si, a lo largo de los siglos, el hombre ibérico hubiese ido civilizándose,

mientras que aquellos bérberos se hubiesen quedado al estado primitivo. En enfrentarse a

ellos, el pueblo no siente la misma rabia, el mismo rencor que siente hacia los fascistas

exactamente porque les considera bestias sin conciencia humana; por absurdo, llega hasta a

mostrar compasión hacia esos pobres seres. La gente se siente superior a ellos y les mira

con altivez, como bien explica el narrador:

El buen pueblo de Madrid consideraba a los moros – que hubieran podido entrar a sangre y fuego por sus calles y plazas- como a instrumentos incoscientes del mal que hacían. Desde su altiva superioridad de ciudadanos conscientes, los madrileños los miraban con más lástima que rencor, como a seres inferiores, pobres bestias azuzadas. Y al verlos prisioneros levantando grotescamente el puño, les daban cacahuetes, como hacían con las alimañas enjauladas en la casa de fieras del Retiro.197

En esta grotesca y triste imagen asistimos al aútentico despojo de la dignidad humana

y a la consiguiente falta total de respeto entre los seres humanos. Lo que más deprime, sin

embargo, es la insensatez de la ciega y casi sarcástica convicción del pueblo español al

considerarse civilizado y, por lo tanto, superior, no comprendiendo que la civilización

pierde todo sentido y todo valor si no se basa en el respeto hacia el otro.

La última figura que vamos a analizar y que merece entrar en la categoría de las

bestias de la guerra civil es la del “excelentísimo señor Cayetano Tirón”, protagonista de

196

Ibidem, p 184.

197 Ibidem, p 185.

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¡Viva la muerte!. Por la complejidad de su personalidad, este personaje es sin duda uno de

los personajes más logrados de toda la obra. Presumido jefe falangista, igual que el artista

revolucionario Arnal, él también vive una profunda crisis interior: salvado de una muerte

segura por Rosario -la muchacha afiliada al sindicado que le había ayudado a huir dandóle

el carné socialista de un mozo asesinado por los falangistas- se debate con su conciencia al

enterarse que la joven ha sido capturada y se encuentra en prisión. En este caso, no se trata

de una lucha entre conciencia ideologica y conciencia moral, sino entre ésta y la cobardía:

Creyó que al fin iba a reaccionar enérgicamente, y sintió que un movimiento generoso que arrancaba del fondo de su ser estaba a punto de irrumpir triunfalmente en aquel ambiente horrendo. Pero era poco hombre para tan gran empeño.198

La crisis interior de Tirón no le lleva a ningún gesto heroico o suicida: el sentimiento

de culpabilidad que de repente invade su espírito desaparece al poco tiempo. Es un

personaje miedoso, angustiado y casi patético, en definitiva un inepto, que encarna toda la

fragilidad del ánimo umano: no es capaz de asumir sus propias responsabilidades y de

actuar como un hombre valiente. Su cobardía prevalece sobre la conciencia moral, tanto

que no se atreve a hacer nada para salvar a esas tres chicas a las que les debe su vida. Por

contra, después de enterarse que van a fusilarlas esa misma noche, vuelve a su casa y se

queda plácidamente dormido; sin embargo, su conciencia llega a atormentarle hasta en el

sueño, y, al final, empujado por una fuerza interior que no sabe controlar vuelve a la cárcel,

donde se entera con resignación que ya ha acabado todo: las chicas han sido ejecutadas.

Este personaje impresiona por su incapacidad de hacer ni lo que sería justo ni lo que

quiere: pretende salvar a las chicas pero no hace nada para concretizar esta voluntad,

piensa en el suicidio como un modo para escapar de la lucha con su conciencia interior

pero no logra transformar este pensamiento en acción. Tirón se eleva a símbolo de la

derrota humana, de la cobardía y del miedo que prevalecen sobre la conciencia. El hecho

de no cumplir el deber moral que tiene hacia las tres condenadas lo convierte en un

verdadero guiñapo vil y despreciable, destituido casi de su condición de hombre. Tirón no

198

Ibidem, p 207.

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hace lo que es justo, no actúa en primera persona sino se limita a obedecer con pasividad a

lo que sus superiores han decidido: lo que decretan ellos se convierte en verdad aunque él

sepa que no lo es, como queda claro con respecto a la toma de Sanbrian. La única

superviviente del pueblo recuerda con horror el masacre hecho por los fascistas, que

mataron a todos, mujeres y niños incluidos; a este relato de la mujer se opone la versión de

los verdugos:

- Lo de Sanbrian fue tal y como usted, señor Tirón, lo ha contado. Yo estuve allá. Y si no fue así, tendrá que venir algún vecino del pueblo a rectificarnos. Pero esté usted tranquilo, señor Tirón. Para eso nos tomamos el trabajo de que no quedase ni uno solo que pudiese contarlo.

Tirón, que sabía a qué atenerse respecto de la verdad histórica y la verdad verdadera, sofisticaba:

- El hecho en sí poco o nada importa. A la historia lo que le interesa es su sentido, la significación histórica que pueda tener, y ésa no se le dan nunca los mismos protagonistas, sino los que inmediatamente después de ellos nos afanamos por interpretarlo.199

Estamos frente a uno de los numerosos ejemplos de falsificación de la realidad

operada por la ideología e implantada por el poder. Las acciones pretenden transformar la

realidad hasta convertir lo falso, producto del delirio colectivo, en verdadero.200

Tirón ha perdido su dimensión de persona libre y consciente y se ha transformado

en un autómata; y es exactamente por esta dominación total de la persona, por el

aniquilamiento de la conciencia humana que el hombre, hecho un inepto, no supo oponerse

con valor y fuerza a la espiral destructora de la violencia.

5.2.6 La defensa de la libertad

Quizá sea A sangre y fuego el libro de literatura donde mejor se enseña al lector

sobre la naturaleza humana expuesta a sus propios demonios: la espiral de terror y

199

Ibidem, p 203- 204.

200 Peinado, Eliot, Carlos, El periodista comprometido. Manuel Chaves Nogales. Una aproximación. Sevilla: fundación centro de

estudios Andaluces, 2009, p 159.

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violencia generada por la guerra hizo reaccionar el hombre de maneras diferentes. Hubo

quien, llegado al límite de sus fuerzas, fue capaz de batirse con valentía y morir como un

héroe, quien sucumbió como un mártir inocente, víctima de la ceguera ideológica y,

finalmente, quien se hizo ejecutor material de esa justicia revolucionaria y reaccionaria que

constituyó el daño mayor de la guerra.

En todos los relatos de la obra se encuentran rastros de esa monstruosa belleza que a

veces emana de la lucha armada y de su espiral de muerte, destrucción y barbaridad, quizá

porque sea la guerra el espacio donde prosperan los valores más contradictorios. Al

trasfondo de negatividad procedente no sólo del acontecimiento bélico y de su

incontrolable violencia, sino también de la ofuscación ideológica, del egoísmo y la

indiferencía de la gente, se añade y opone la positividad de sentimientos como la

fraternidad, el amor a la verdad, la dignidad y el heroísmo, que aspiran todos al gran valor

defendido por Chaves: la libertad intelectual.

La de A sangre y fuego es una realidad hecha de claroscuros, de chocantes contrastes

entre humanidad y barbarie que el autor logra dibujar con habilidad y maestría a través de

una prosa escueta y directa, que se enriquece a menudo de fascinantes y grotescas

imágenes surrealistas. En este libro el escritor andaluz no hace propaganda, no describe

una realidad maniquea donde los malos vencen a los buenos; sus relatos no pueden ser

definidos ni tremendistas ni negros: en ellos aflora el sentimiento auténtico, la verdadera

humanidad y la sensibilidad para observar «lo mejor del hombre, junto a lo peor de él, en

un castellano cervantino, igualmente limpio y libre»201. La belleza de esta obra todavía casi

desconocida está precisamente en su diferenciarse de la mayoría de los libros escritos hasta

ahora sobre la guerra civil, en los que las ideas políticas del autor suelen prefijar ya de

antemano la trayectoria que se va a seguir. Por contra, en A sangre y fuego todo es

inesperado: encontramos a un ogro de aspecto horripilante que, en realidad, es todo

corazón, a un señorito falangista que corre el riesgo de ser fucilado por los suyos en el

intento de salvar la vida a un viejo amigo rojo o a una muchacha afiliada al partido

socialista que permite escapar a un nombrado falangista salvándole pues la vida. No se

trata de relatos contra ni tampoco a favor de una u otra ideología, de uno u otro bando:

201

Trapiello, Andrés, Las armas y las letras: literatura de la guerra civil (1936-1939), Península, Barcelona, 2002, p 132.

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Son relatos comprometidos con la vida, con los hombres empeñados en destruirse y sobrevivir. Son relatos entrañados en la noción del hombre, en un período en el que no se luchaba por España, sino contra la libertad.202

A lo largo de las páginas de A sangre y fuego, el narrador recorre, con su linterna en

mano, los trágicos y oscuros escenarios de esa guerra fratricida que tanto devastó su país, y

cuya primera víctima fue, sin duda, la dignidad humana. La mirada de Chaves penetra en

cada rincón y allí descubre la interioridad doliente y trastornada del ser humano, en toda su

grandeza y pequeñez. Descubre así que, tras el asesino y la barbarie, se esconde el miedo

de unos cobardes aterrorizados; que tras los mártires no hay ningún espíritu de sacrificio o

santidad, y que tras el héroe asoma toda la finitud e impotencia de quien alcanza su límite y

llega al extremo de sus fuerzas, como el poeta Malraux. En la masacre de “la gran ciudad

más insensata y heroica del mundo: Madrid”203 se manifiesta toda la tragedia personal y el

atroz sufrimiento interior de cada uno de los seres que padecen, irreemplazables en su

sufrimiento, que no pueden ser disueltos en la masa.

A sangre y fuego es un libro duro, triste y revelador, que nos enseña una España

diferente de la que los libros sobre la guerra civil suelen representar: una España

contemplada con una mirada compasiva, piadosa, capaz de devolver la integridad a esas

personas que han sido despojadas de ella. Una España en la que la compasión y la piedad

se oponen al totalitarismo y a su lógica nihilista que lleva al hombre a no preocuparse por

el sufrimiento de los demás. Una España como un espacio universal donde, en definitiva,

se desvela toda la complejidad de la naturaleza humana, con sus contradicciones y

debilidades. Lejos de la demagogia y sobre todo del maniqueísmo que suele caracterizar

las novelas sobre el tema, Chaves se acerca a unos personajes que no son, ni pretenden

serlo, ni vencedores ni vencidos, sino sencillamente seres humanos acaparrados por sus

propios ángeles y demonios.

La frase que cierra la obra no podría resumir mejor lo que en ella hallamos:

Daniel, convertido en un miliciano de la revolución, luchó como los buenos. Y murió batiéndose por una causa que no era suya. Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese.204

202

Ibidem, p 132.

203 A sangre y fuego, p 38.

204 Ibidem, p 272.

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Con esta clase de ideas resulta fácil entender por qué este libro ejemplar pasó más de

sesenta años metido en un cajón. Chaves murió en exilio, solo, después de haber luchado

con el arma de su oficio por esa misma causa que, en su querido país, nadie se atrevía ya a

defender.

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6. A sangre y fuego: la traducción al italiano de unos relatos de

la obra.205

6.1 PROLOGO DELL’AUTORE

Io ero quello che i sociologi chiamano un «piccolo borghese liberale», cittadino di

una repubblica democratica e parlamentare. Lavoratore intellettuale al servizio

dell’industria guidata da una borghesia capitalista erede diretta dell’aristocrazia terriera,

che nel mio paese aveva monopolizzato, com’era tradizione, i mezzi di produzione e di

trasformazione –come dicono i marxisti-, mi guadagnavo il pane e la mia libertà con un

relativo benessere confezionando giornali e scrivendo articoli, reportages, biografie,

racconti e romanzi, attraverso i quali speravo di ravvivare lo spirito dei miei compatrioti e

di destare in loro l’interesse per i grandi temi del nostro tempo. Quando mi recavo a

Mosca, e al ritorno raccontavo che gli operai russi vivono male e sopportano una dittatura

che credono di gestire, il mio principale si congratulava con me e mi batteva

affettuosamente sulle spalle. Quando, di ritorno da Roma, assicuravo che il fascismo non

aveva aumentato di un solo grammo la razione di pane del cittadino italiano, né tantomeno

aveva saputo ampliare minimamente il patrimonio dei suoi valori morali, il mio principale

non si dimostrava più così soddisfatto di me né riteneva che io fossi veramente un buon

205

Para la traducción de la obra ha sido usada la siguiente edición: A sangre y fuego. Héroes, Bestias y mártires de España, Espasa

Calpe, Colección Austral, Madrid, 2010.

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giornalista; ma, alla fin fine, a costo di belle e brutte facce, di elogi e censure, io portavo

avanti la mia verità di intellettuale liberale, cittadino di una repubblica democratica e

parlamentare.

Se, come qualche volta mi succedeva, il capitalismo non prestava di buon grado le

sue grandi rotative e le sue tonnellate di carta affinché io potessi dire quello che volevo

dire, mi rassegnavo a dichiararlo al caffè, al tavolo della redazione o nell’umile tribuna di

qualche ateneo206, senza il timore che nessuno venisse a tapparmi la bocca e senza la paura

di poliziotti che mi portassero in prigione, né di squadristi che mi facessero purgare in

maniera atroce i miei errori. Antifascista e antirivoluzionario per temperamento, mi

rifiutavo sistematicamente di credere nella virtù benefica delle grandi agitazioni e

attendevo lavorando, pieno di fiducia nell’inevitabile corso delle leggi dell’evoluzione.

Qualunque rivoluzionario, con il dovuto rispetto, mi è sempre sembrato tanto dannoso

quanto qualunque reazionario.

In realtà, e a prescindere da ogni prosopopea, la mia unica e umile verità, la

semplice idea che intendevo portare avanti, grazie alla mia maestria e attraverso l’aneddoto

dei miei racconti vissuti o inventati, la mia unica e umile verità era un odio insuperabile nei

confronti della stupidità e della crudeltà; vale a dire, una naturale ripugnanza verso l’unico

peccato che secondo me esiste, il peccato contro l’intelligenza, il peccato contro lo Spirito

Santo.

Ma la stupidità e la crudeltà si stavano impadronendo della Spagna. Da dove era

iniziato il contagio? I brodi di coltura di questa nuova peste, germogliata in quel gran

letamaio d’Asia, ce li servirono i laboratori di Mosca, Roma e Berlino, sotto le etichette di

comunismo, fascismo o nazionalsocialismo, e l’impreparato uomo celtibero207 li assorbì

con avidità. Dopo tre secoli di maggese, la terra fertile di Spagna fece proliferare

spaventosamente il seme della stupidità e della crudeltà ancestrali. È vano il tentativo di

identificare i focolai del contagio dell’antica febbre cainita in questo o quel settore sociale,

in questo o quella zona della vita spagnola. Né i bianchi né i rossi hanno niente da

rimproverarsi. Idioti e assassini sono comparsi e hanno agito con la identica profusione e

veemenza nei due partiti che si erano divisi la Spagna.

206

Associazione culturale, generalmente scientifica, letteraria e artistica.

207 I Celtiberi erano popolazioni celtiche stanziatesi nell’antichità (VIII-VI secolo a.C. circa), a seguito di varie ondate migratorie, nella

Penisola Iberica.

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Riguardo alla mia modesta esperienza personale, posso dire che un uomo come

me, per insignificante che fosse, aveva acquisito meriti sufficienti per essere fucilato sia

dagli uni sia dagli altri. Mi risulta, da confidenze degne di fiducia, che, addirittura prima

che iniziasse la guerra civile, un gruppo fascista di Madrid avesse preso la decisione,

perfettamente regolamentare, di procedere al mio assassinio come una delle misure

preventive che bisognava adottare contro il possibile trionfo della rivoluzione sociale,

sebbene anche i rivoluzionari, anarchici e comunisti, ritenessero, dal canto loro, che io

potessi perfettamente essere degno di fucilazione.

Quando scoppiò la guerra civile, rimasi al mio posto compiendo il mio dovere

professionale. Un consiglio operaio, formato da delegati delle fabbriche, destituì dal suo

incarico il proprietario dell’azienda giornalistica nella quale lavoravo e si attribuì le sue

funzioni. Io, che mai in vita mia ero stato rivoluzionario, né provo alcuna simpatia verso la

dittatura del proletariato, mi ritrovai in pieno regime sovietico. Mi misi allora al servizio

degli operai come prima ero stato agli ordini del capitalista, vale a dire, rimanendo leale

con loro e con me stesso. Feci presente la mia mancanza di convinzione rivoluzionaria e la

mia protesta contro tutte le dittature, compresa quella del proletariato, e mi impegnai

unicamente a difendere la causa del popolo contro il fascismo e i militari ribelli. Mi

trasformai nel «compagno direttore», e posso dire che durante i mesi di guerra che passai a

Madrid, a capo di un giornale governativo che arrivò a raggiungere la massima tiratura

della stampa repubblicana, nessuno mi creò problemi per la mia mancanza di spirito

rivoluzionario, né per la mia condizione di «piccolo borghese liberale», che non rinnegai

mai.

Vidi allora molti reazionari trasformarsi in ferventi comunisti e molti borghesi

benestanti in spietati anarchici. La guerra e la paura giustificavano qualsiasi cosa.

A tu per tu con i rivoluzionari, io, che non lo ero, lottai contro il fascismo con

l’arma del mio mestiere. La mia coscienza non mi accusa di nessuna apostasia. Nel

momento in cui non fui d’accordo con loro, mi lasciarono andare in pace.

Me ne andai quando ebbi l’intima convinzione che tutto fosse ormai perduto e che

non rimanesse più niente da salvare, quando il terrore non mi permetteva più di vivere e il

sangue mi soffocava. Ma attenzione! Nella mia diserzione pesò tanto il sangue versato

dalle squadre di assassini che praticavano il terrore rosso a Madrid quanto quello che

spargevano gli aerei di Franco, assassinando donne e bambini innocenti. E la stessa paura

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che sentivo per gli analfabeti anarchici o comunisti, o addirittura, una ancora maggiore, la

provavo per la ferocia dei mori, i banditi del Tercio208 e gli assassini della Falange.

Gli «animi forti» sicuramente diranno che questa ripugnanza per la carneficina

umana è un sentimentalismo anacronistico. È possibile. Ma, senza grandi smancerie, senza

dare alla vita umana un valore maggiore di quello che può e deve avere nella nostra epoca,

o all’azione di uccidere maggior gravità di quella che la morale consuetudinaria possa

darle, io ho voluto permettermi il lusso di non avere nessuna complicità con gli assassini.

Forse, questo, per uno spagnolo è un lusso eccessivo.

Lo si paga caro, naturalmente. Il prezzo, oggigiorno, è la Patria. Ma, la verità è che,

tra essere una specie di etiope sbiadito, che è ciò a cui il generale Franco condanna le

persone, o un kirghiso209 d’Occidente, come vorrebbero gli agenti del bolscevismo, è

meglio mettersi le mani in tasca e iniziare a girare per il mondo, per quella parte abitabile

del mondo che ci rimane, pur sapendo che, in quest’epoca di rigidi ed egoisti nazionalismi,

l’esiliato, il senza patria, è ovunque un ospite indesiderabile costretto a farsi perdonare la

propria esistenza a forza di umiltà e sottomissione. In ogni modo, sopporto meglio servire

in terra straniera che in casa mia.

Nel momento in cui il governo della Repubblica lasciò il suo posto e si spostò a

Valencia, abbandonai anch’io il mio. Né un’ora prima, né un’ora dopo. La mia condizione

di cittadino della Repubblica Spagnola non mi obbligava a niente di più e niente di meno.

Il potere che il governo legittimo aveva lasciato abbandonato nelle trincee della periferia di

Madrid lo raccolsero gli uomini rimasti a difendere eroicamente quelle trincee. Sarà loro,

se vinceranno, o di coloro che li sconfiggeranno, qualora si arrendessero, il futuro della

Spagna.

Il risultato finale di questo scontro non mi preoccupa troppo. Non mi interessa

granché sapere se il futuro dittatore di Spagna proverrà da un lato o dall’altro delle trincee.

Non fa differenza. L’uomo forte, il capo, il vincitore che, alla fine, dovrà piazzare le sue

chiappe sulla pozza di sangue del mio paese e che, con il coltello tra i denti –secondo

quella che è l’immagine classica-, manterrà in schiavitù i celtiberi sopravvissuti, potrà

208

El Tercio, reggimento fondato in Marocco nel 1920.

209 I Kirghisi, popolazione nomade d’origine mongola, furono assoggettati dai russi nel 1864. La Kirghisia fu costituita prima in regione

autonoma(1924), poi in repubblica autonoma (1926) e, infine, in Repubblica Socialista Sovietica nel 1936. Indipendente dal 1991.

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venir fuori indistintamente da un lato o dall’altro. Di sicuro, non sarà nessuno dei leader o

dei capi che, con la loro mostruosa stupidità e crudeltà, hanno provocato questa grande

catastrofe di Spagna. Questi, tutti, li sta già affogando il sangue versato. Tantomeno, non

proverrà dal nostro campo, che ci stiamo allontanando con paura e con ripugnanza dalla

lotta. Nè bisogna pensare nemmeno per sogno pensare che le cose possano tornare

com’erano e che sia possibile la risurrezione di qualche personalità monarchica o

repubblicana che guerra uccise civilmente.

L’uomo che incarnerà la Spagna superstite sorgerà grazie a questa terribile e

stupida selezione operata dalla guerra che fa soccombere i migliori. Di destra? Di sinistra?

Rosso? Bianco? È indifferente. Sia quel che sia, per imporsi, per resistere, dovrà, come

prima cosa, rinnegare l’ideale che oggi lo tiene inchiodato in una trincea, con il fucile

portato all’altezza del viso, pronto a morire e a uccidere. Chiunque sia, sarà un traditore

della causa che oggi sta difendendo. Provenendo da una parte o dall’altra, da un lato o

dall’altro della trincea, arriverà a concepire, presto o tardi, l’unica formula possibile di

sopravvivenza, quella di organizzare uno Stato nel quale sia possibile l’umana convivenza

tra cittadini di idee diverse e la relazione normale con gli altri Stati, che è proprio quello a

cui si oppongono oggi unanimemente, con stupidità e crudeltà illimitate, quelli che stanno

combattendo.

Non potrà essere che un’unica differenza, un’unica sfaccettatura, che il nuovo Stato

spagnolo possa contare sulla fiducia di un gruppo di potenze europee e sia semplicemente

tollerato da un altro, o viceversa. Non ci saranno altre possibilità. Né colonia fascista né

avamposto del comunismo. Né tirannia aristocratica né dittatura del proletariato.

All’interno, un governo dittatoriale che, con le armi in mano, obbligherà gli spagnoli a

lavorare disperatamente e a patire la fame senza fiatare per vent’anni, fino a quando non

avremo pagato la guerra. Rosso o bianco, capitano dell’esercito o commissario politico,

fascista o comunista, probabilmente nessuna delle due cose, o entrambe allo stesso tempo,

l’aguzzino che ci farà remare a colpi di frusta fino a uscire da questa bufera deve essere in

egual misura crudele e inumano. All’esterno, uno Stato forte, posto sotto la protezione di

alcune nazioni e il controllo di altre. Che siano queste o quelle altre, questa cosa di poca

importanza che si deciderà, alla fine, intorno a un tavolo e che dipenderà, in gran parte,

dall’intelligenza dei negoziatori, sarà costata alla Spagna più di mezzo milione di morti. Il

prezzo avrebbe potuto essere più basso.

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Nel momento in cui giunsi a questa conclusione, abbandonai il mio posto nella

lotta. Uomo in grado di fare un unico mestiere, vagai per la Spagna repubblicana

confondendomi con quelle masse di persone povere strappate via dalla loro casa e dal loro

lavoro dalla bufera della guerra. Emigrai quando mi convinsi che niente che non fosse

contribuire alla guerra stessa poteva più essere fatto in Spagna.

Finii, naturalmente, in un sobborgo di Parigi, dove finiscono tutti i residui di

umanità che la mostruosa edificazione degli Stati totalitari sta lasciando. Qui, in questo

umile alberghetto di un sobborgo parigino, vivono male e aspettano di morire i più svariati

esemplari della vecchia Europa: sacerdoti russi, ebrei tedeschi, rivoluzionari italiani…,

tutta gente dall’aria triste e un carattere aspro che si affanna per ottenere l’irraggiungibile:

una patria d’elezione, una nuova cittadinanza. Non voglio aggregarmi a questa legione

triste di «sradicati» e, anche se avverto come una vergogna il fatto di essere spagnolo, mi

sforzo di mantenere una cittadinanza spagnola puramente spirituale, della quale né bianchi

né rossi possano privarmi.

Per liberarmi da questa angoscia dell’espatrio e guadagnarmi da vivere, mi sono

messo un’altra volta a scrivere e, poco a poco, ho ripreso di nuovo a trovar piacere nel mio

vecchio mestiere di narratore. La Spagna e la guerra, così vicine, così attuali, così in carne

viva, hanno per me, da questo angolo di Parigi, il significato di una pura evocazione.

Racconto ciò che ho visto e vissuto più fedelmente di come avrei voluto. A volte, i

personaggi che tento di manovrare secondo la mia volontà, sono talmente vivi che si

ribellano contro di me e, scagliando via la maschera letteraria che io provo a mettere loro,

mi sfuggono di mano, dicendo e facendo quello che io, per pudore, non volevo che

facessero o dicessero.

E lottando con loro e con me stesso per mantenermi distante, estraneo, imparziale,

scrivo questi racconti della guerra e della rivoluzione che, con presunzione, avrei voluto

collocare sub specie æternitatis. Non credo di esserci riuscito.

E forse è meglio così.

Montrouge (Seine), gennaio-maggio 1937

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6.2 NOTA

Questi nove eccezionali racconti, nonostante l’inverosimiglianza delle loro

avventure e dei loro assurdi personaggi, non sono frutto dell’immaginazione e della pura

fantasia. Ciascuno dei loro episodi è stato tratto fedelmente da un fatto rigorosamente

veritiero; ciascuno dei suoi eroi possiede un’esistenza reale e una personalità autentica, che

solo a causa della vicinanza degli eventi si mantiene discretamente velata.

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131

6.3 IL TESORO DI BRIESCA.

Testardo e coraggioso, quell’omino insensato si ostinava a continuare a fare, sotto il

bombardamento delle batterie ribelli, l’inventario del tesoro artistico che si era pian piano

depositato, con il passare dei secoli, in quel postaccio della Mancia, addormentato da ormai

trecento anni in una ripiegatura della steppa castigliana.

- Che sparino! Che sparino pure!- diceva-. Non ce ne andremo di qui fino a quando

non avremo messo tutto in salvo dalle loro grinfie, dai quadri del Greco fino all’ultimo

incensiere. Quando entreranno a Briesca, se entreranno, dovranno mettere nell’altare

maggiore una litografia di Franco, e per celebrare la messa dovranno far indossare al prete

un vestito da torero.

Sotto la guida di quell’omino, e servendosi delle confessioni fatte dagli abitanti

intimoriti, i miliziani perquisivano le case dei ricchi; uno dopo l’altro, venivano così alla

luce i bottini nascosti, le tuniche e le steli ricamate del secolo XV, le preziose tovaglie per

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l’altare, la magnifica oreficeria di calici, pissidi e ostensori, le sculture romaniche, i

crocifissi d’oro e argento, gli sfarzosi ex voto di capitani, magistrati e viceré delle Indie, e

le celebri tele dei maestri della pittura castigliana. Perfino i due quadri del Greco che

c’erano a Briesca finirono nelle mani dei miliziani.

L’intento era arduo e pericoloso. Quando, quella mattina, il compagno Arnal,

incaricato dalla Giunta di Madrid, si era presentato a Briesca con la sua scorta di miliziani,

dicendo che si sarebbe portato via il tesoro artistico e archeologico che c’era in paese per

evitare che potesse cadere nelle mani dei fascisti che stavano, ormai, a pochi chilometri di

distanza, era mancato poco che lo fucilassero. Non lo avevano fatto perché, con Arnal,

c’erano alcuni miliziani anch’essi armati di fucile. Di malavoglia, il comitato

rivoluzionario del paese dovette acconsentire all’intromissione di quell’inviato di Madrid,

ma pose una condizione categorica. Da Briesca non sarebbe stato portato via nemmeno uno

spillo. I tesori delle chiese, dei conventi e dei palazzi appartenevano al popolo, che non

avrebbe permesso che nessuno li espropriasse, sotto nessun pretesto usato e nessuna

autorità mandante. Se esisteva il pericolo che se ne potessero impossessare i fascisti, prima

o poi avrebbero corso lo stesso pericolo in qualsiasi altro posto. I tesori appartenevano al

paese e avrebbero seguito lo stesso destino del paese. Tra il compagno Arnal e il comitato

rivoluzionario di Briesca ebbe inizio una discussione interminabile; Arnal, testardo, si

batteva bene, ma s’imbatteva nell’intrattabilità e nell’egoismo dei paesani. Non una parola

di più: da Briesca non si sarebbe portato fuori nemmeno uno spillo. Questa era l’ultima

parola.

L’ultima parola la pronunciarono, però, i cannoni di Franco, che a metà pomeriggio

iniziarono a bombardare il paese da alcune alture vicine. Solo allora si arrivò a un accordo.

Gli oggetti dal valore materiale incontestabile, come oro, argento e pietre preziose, si

sarebbero raccolti e sarebbero rimasti imballati sotto la custodia del comitato

rivoluzionario locale, che, in caso di evacuazione, li avrebbe portati con sé. Le opere d’arte

e i gioielli archeologici che avessero, secondo il parere del compagno Arnal, un valore

stimabile positivamente, si sarebbero custoditi nel segreto più assoluto in qualche

nascondiglio conosciuto da sole tre persone: lo stesso Arnal e due dei membri del comitato;

infine, gli ornamenti del culto religioso privi di valore, le immagini di fattura moderna, i

candelabri di ottone, i vecchi messali, tutto quello che, cioè, non era quotato nel mercato

profano, sarebbe stato inesorabilmente distrutto col fuoco. La coscienza antireligiosa del

popolo rivoluzionario richiedeva, per il suo pieno appagamento, che questo autodafé

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avvenisse in piena solennità. Il compagno Arnal voleva salvare dal rogo tutta quella

bigiotteria sacra che i miliziani stavano ammucchiando ai suoi piedi, e faceva prediche a

quelli del comitato locale, spiegando loro che era molto più conveniente conservare tutto

quello che, un domani, avrebbe potuto avere un grande valore documentario; con le

immagini rozze, le orribili tele, le figure volgari, gli atroci flagelli, i rosari grezzi che

facevano i pastori e i sudici ex voto, avrebbero potuto formare in seguito un curioso museo

antireligioso che educasse nell’ateismo le generazioni future.

- Macché, no signore!- dicevano i paesani diffidenti-. Se non bruciamo tutto adesso,

prima o poi torneranno a sfregarci quei cosi sul muso. Al fuoco! Al fuoco!

I cannoni di Franco continuavano ad alternarsi alla discussione. Quando, ormai di

notte, i fascisti scorsero da lontano la fiamma viva che nel centro della piazza di Briesca

stava divorando gli strumenti della fede popolare in un simbolico, moderno autodafé,

dovettero intuirlo perché i loro cannoni intensificarono il bombardamento e le granate

iniziarono a cadere nel centro del paese sventrando i vecchi casoni, dai quali scappavano

terrorizzate le donnine facendosi il segno della croce e gridando: “Punizione divina!

Punizione divina!”

Arnal e i suoi uomini continuavano imperterriti e scrupolosi la perquisizione e

l’inventario della ricchezza artistica e storica di Briesca sotto il fuoco dell’artiglieria

nemica. Tutto quello che non era di oro o di argento, o che non avesse un certo valore

artistico, andava ad alimentare il falò acceso nella piazza maggiore. A mezzanotte, i capi

delle milizie che difendevano il paese e i membri del comitato rivoluzionario, riunitisi in

consiglio di guerra, fecero sapere al compagno Arnal che, visto il terribile bombardamento

che stavano subendo, bisognava prevedere un attacco delle colonne fasciste per l’alba e che

concludere, quindi, quell’attività per far sì che tutti gli uomini disponibili si dedicassero

alla battaglia al fronte. Arnal, però, reclamò una proroga di alcune ore prima di considerare

finita la sua ispezione. Alla fine, quelli del comitato si impossessarono dei grandi pacchi

fatti con gli oggetti di oro e argento, e, successivamente, se ne andarono diretti al fronte,

portando con loro i miliziani che fino a quel momento avevano aiutato il compagno Arnal.

Questi si ritrovò solo con i due membri del comitato scelti per l’occultamento del tesoro

artistico. Con quelle tele e quelle sculture, opere d’arte uniche nel loro genere, che

potevano valere milioni, fecero tre grandi pacchi e, quand’ormai era l’alba, dopo essersi

assicurati che nessuno li stesse spiando, se li caricarono in spalla e, provvisti di un piccone

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e di un badile, si dileguarono tra i vicoli deserti del paese; Arnal aveva le unghie rotte e le

dita insanguinate da tanto graffiare la terra. Si scambiarono degli sguardi di trionfo e

alcune strette di mano.

- Nessuno troverà mai il tesoro.

- Nessuno.

I due ragazzi del comitato sostituirono quindi il piccone e il badile con dei fucili.

- Adesso andiamo a spaccarci il muso con i fascisti- disse uno.

Si unirono ai plotoni di miliziani che partivano per il fronte con delle camionette.

Erano due giovanotti coraggiosi. Arnal rimase lì, tra le cianfrusaglie dello spoglio, a

continuare il rito di depurazione in attesa che si facesse giorno. A volte, una tavoletta

sfocata, nella quale si poteva intuire la figura di una semplice madonnina, o un rosario dai

grossi grani amorosamente lavorati da un rustico artefice, lo portavano a fermarsi un

momento a meditare. Che valore d’affezione, e che concentrazione di dolce umanità c’era

in quelle piccole cose! L’energica reazione che gli faceva lanciare quelle futilità dalla forza

evocatrice dicendo spietatamente: «Al fuoco! Al fuoco!», non gli impedì, però, di mettere

da parte con affetto un mucchietto di umili oggetti, a cui la trasudante pietà conferiva

un’inevitabile suggestione.

«Sono un miserabile sentimentale»- pensava-; «un deplorevole artista debole e del tutto

inutile per la rivoluzione come, del resto, tutti gli artisti e tutti gli intellettuali. Dovrò stare

attento».

Aprì la finestra. Il sole stava sorgendo. I colpi di cannone erano cessati, ma si

potevano ancora udire lontane le scariche di artiglieria che laceravano210 l’alba. «Presto

saranno qui», pensò.

Uscì in strada con il suo pacchettino di medaglie, ex voto, rosari e stampe religiose

sotto al braccio. Il freddo dell’alba gli faceva battere i denti. Nella piazza, insieme ai

tizzoni del rogo sacrilego che ancora scoppiettavano, alcuni uomini anziani, muniti solo di

fucili da caccia e con delle coperte legate in testa, chiedevano, ansiosi, informazioni a un

miliziano che se ne tornava ansimante dalla linea del fuoco. Le cose stavano andando male.

210

Nel testo originale spagnolo viene usato il verbo alla terza persona singolare rasgaba, da concordare quindi con fusilería che

avrebbe la funzione di soggetto; a mio giudizio, si tratta di un errore tipografico, in quanto il vero soggetto è las descargas de fusilería,

le quali rasgabaN el alba. Pertanto, la mia scelta di tradurre il verbo in terza persona plurale è dovuta a questo ragionamento.

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Bisognava mandare immediatamente al fronte i furgoni che erano rimasti in paese per

andare a raccogliere i feriti. Ce n’erano tanti, tantissimi.

Ma a Briesca non c’era più nemmeno un furgone; non appena i miliziani erano

partiti per il fronte, alcuni vigliacchi avevano preso i furgoni che erano rimasti,

servendosene per fuggire verso Madrid; si erano portati via anche l’auto di Arnal.

Poco dopo arrivò un’ambulanza con il motore fumante carico di feriti. Si fermò

nella piazza e gli operatori sanitari fecero scendere un uomo che era morto durante il

tragitto. Perché continuare a trasportarlo? I medici confermarono l’impressione della

catastrofe. I mori e il Tercio211 avevano sferrato un furioso attacco alle prime luci del

mattino. All’inizio, i miliziani erano riusciti a resistere attaccati dentro le trincee, ma i

fascisti, a causa dell’opposizione incontrata, avevano fatto avanzare poi i carri armati

riuscendo a rompere la linea di difesa in vari punti. Contemporaneamente, gli aerei ribelli,

volando raso terra, stavano mitragliando a piacimento i miliziani sparsi per la campagna.

Dopo quella vettura ne apparve un’altra, un’auto da turismo, con sei o otto feriti

stipati all’interno e cinque o sei miliziani spaventati attaccati ai parafanghi. Raccontavano

che stavano arrivando, correndo a piedi per la strada, fitti gruppi di miliziani, i quali

avevano gettato i fucili e, per scappare in modo più rapido, si attaccavano alle vetture di

soccorso che passavano. La piazza di Briesca cominciava a popolarsi di gente terrorizzata

che usciva dalle case chiedendo dettagli sulla battaglia e di miliziani in fuga che

giungevano dalla linea del fuoco.

Quando ormai i disertori avevano formato un gruppo considerevole, fece la sua

comparsa nella piazza un veicolo dal quale balzò giù infuriato un uomo che, pistola alla

mano, si avvicinò a loro insultandoli:

- Canaglie! Vigliacchi! Vi fucilerò tutti!

Era il comandante militare del settore, che, resosi conto della diserzione dei suoi

uomini, aveva abbandonato il suo quartier generale per precipitarsi di persona a contenere

il fuggifuggi generale. Vedendolo arrivare, il gruppo di miliziani indietreggiò spaventato.

La smorfia minacciosa di quegli uomini che avevano paura si oscurò in maniera sinistra.

Arretravano come la bestia feroce intimidita dalla frusta del domatore, ma pronta,

ciononostante, a balzargli addosso alla minima distrazione. Il comandante, fuori di sé,

211

El Tercio, reggimento della Legione Straniera spagnola fondato in Marocco nel 1920.

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disperato, gridando come un indemoniato, si lanciava sopra di loro picchiando con rabbia il

primo che gli capitava sotto.

- Vigliacchi! Figli di puttana! Vi metterò in prima fila a fare da barriera legati gomito

con gomito!

La docilità di quegli uomini, che subivano l’aggressione schivando goffamente i suoi

attacchi come un gregge impaurito, lo facevano infuriare ancora di più. Cieco d’ira, si

buttava addosso a loro, scuotendoli e sputandogli in faccia impunemente. Uno di loro,

però, non si lasciò oltraggiare. Quando il comandante gli si avvicinò, con aria minacciosa,

lo respinse via con una manata. Sorpreso da quell’inaspettato oltraggio, il militare allungò

il braccio armato di pistola e gli puntò l’arma contro:

- Alt!- gli gridò-. Fermo o ti ammazzo!

L’uomo si ripiegò su sé stesso come un felino e gli saltò al collo. In aria, s’imbatté

nella canna della pistola allungata verso il suo petto. Risuonò uno sparo. Poi, altri tre o

quattro. Mentre il comandante si riprendeva da quello scontro che l’aveva fatto traballare,

si vide l’uomo lungo disteso al suolo che ancora tentava disperatamente di aggrapparsi a

una delle sue gambe. Nell’agonia della morte, il caduto estendeva le mandibole spalancate

verso lo stivale da equitazione del comandante, trattenendolo disperatamente con le sue

mani contratte. Il militare scosse la gamba bloccata con tutta la forza che aveva, e sentì

chiaramente come il tacco del suo stivale stesse sprofondando nella facci insanguinata di

quell’uomo, percezione, questa, che provocò in lui la ripugnante sensazione di aver

schiacciato una bestia rabbiosa.

Quando alzò lo sguardo da terra, dopo essersi sbarazzato del morto, si scontrò con le

bocche di quindici o venti fucili puntati contro il suo petto. In un attimo comprese di essere

spacciato. Le belve cui aveva dato la caccia si rivoltavano ora contro di lui e si

apprestavano a farlo a pezzi. Gli diedero appena il tempo di sollevare il busto, mettersi

sull’attenti, alzare il pugno chiuso e gridare con voce ferma:

- Viva la Repubblica! Viva la rivoluzione!

Morì alla prima scarica di colpi. Ma anche quando, ormai, era già morto, i disertori

continuarono a scaricare i loro fucili su quel corpo inerte. Arnal, testimone impotente della

terribile scena, si allontanò inorridito. Poi i disertori si dileguarono, spaventati dal loro

stesso crimine, e nella piazza deserta, vicino alla brace del rogo sacrilego, rimasero solo

quei due corpi senza vita, quello del disertore e quello dell’eroe, vittime uno del proprio

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istinto e l’altro del suo dovere, sacrificati entrambi alla barbarie della più sanguinosa delle

guerre.

Per un bel po’ nessuno si fece vedere in piazza. Sbuffando affannosamente a causa del

carico eccessivo, comparve poi un altro furgone dei soccorsi con un grappolo di miliziani

attaccati alla parte posteriore. Il dottore a capo dell’ambulanza fu costretto a lottare con

grande energia contro gli intrusi per scacciarli e poter visitare i feriti. Due di loro erano

morti durante il tragitto e li scaricarono a terra. Un altro era così grave che non aveva più

senso continuare a trasportarlo: sarebbe morto da un momento all’altro; fecero quindi

scendere anche lui. Arnal lo riconobbe. Era uno dei due compagni del comitato

rivoluzionario che alcune ore prima avevano nascosto insieme a lui il tesoro artistico del

paese. Un colpo l’aveva colpito all’addome. Lo lasciarono steso sopra alle lastre della

piazza. Arnal si avvicinò a lui. Il moribondo voleva drizzarsi. Lo fece sedere per terra

appoggiandogli la schiena al muro e vide i suoi occhi, ormai velati, che fissavano con

dolcezza fraterna i due cadaveri che avevano fatto scendere dall’ambulanza insieme con

lui. Gli parve di notare che quell’agonizzante gli stesse indicando in modo particolare uno

di loro e, seguendo la traiettoria di quello sguardo intorbidito, riconobbe in uno dei

miliziani morti l’altro membro del comitato locale che l’aveva aiutato. Il moribondo

scivolò con la schiena lungo il supporto al quale stava appoggiato e cadde esamine sopra

alle lastre della pavimentazione. Il dottore dell’ambulanza, che stava assistendo in fretta e

furia gli altri feriti, quando vide Arnal chino con premura sopra all’uomo che giaceva a

terra, gli disse:

- Non si preoccupi per quello. È praticamente già morto. È solo questione di alcuni

minuti. Mi aiuti ad assistere questi altri e a togliere di mezzo questa canaglia.

L’impresa era temeraria. Pallidi, stralunati, con il terrore dipinto in volto, arrivavano

nella piazza di Briesca i miliziani provenienti dal fronte. Dopo essere scappati per l’aperta

campagna inseguiti dagli aerei che mitragliavano a piacimento su di loro, la loro unica

ossessione era quella di mettersi in salvo, e, impazziti per la paura, si scagliavano contro le

vetture e i furgoni riservati ai feriti badando solo al loro cieco istinto di sopravvivenza. Un

gruppo di venti o trenta voleva a tutti i costi salire sull’ambulanza per fuggire più

velocemente, e ci fu un momento in cui, folli per il terrore, minacciarono di cacciar via con

la forza i feriti per occupare i loro posti. La bestia umana aveva spezzato le sue catene.

Arnal e il medico, con le pistole in mano, riuscirono a contenerli; l’ambulanza partì,

e Arnal, rimasto nella piazza per affrontare i disertori mentre il veicolo veniva messo in

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moto, quando lo vide finalmente allontanarsi gettò la pistola, provando lo schifo e la

vergogna di vivere e di essere uomo.

Tornò a fianco del moribondo. Aveva già smesso di vivere. Un poco più in là c’era

anche il cadavere abbandonato dell’altro ragazzo del comitato. Ormai nessuno, oltre a lui,

sapeva dov’era nascosto il tesoro di Briesca. E pensò felice che, se avessero ucciso anche

lui, si sarebbe vendicato portandosi sottoterra il segreto di quel tesoro di cui nessuno

avrebbe più potuto godere. Questa riflessione egoista lo riconfortò.

Raccolse poi il pacchettino di umili reliquie che aveva abbandonato per assistere il

ferito e andò a gettarlo nella brace del rogo sacrilego, ravvivandone i tizzoni fino a quando

la colonna di fumo bianco che ancora si innalzava sopra di loro ebbe di nuovo un fondo di

fiamme.

Si mise, quindi, a camminare lungo la strada per Madrid. Gli aerei ribelli passavano e

ripassavano sopra la sua testa mitragliando la fila di fuggiaschi, che di tanto in tanto veniva

interrotta per le raffiche di piombo, come quando si interrompe con un pestone la

processione di un formicaio.

* * *

Da Madrid la guerra era vista come il flusso e riflusso di una gigantesca marea

umana le cui impressionanti ondate andavano a infrangersi sulla scogliera del fronte. Da

tutta la Spagna repubblicana arrivavano migliaia e migliaia di uomini arruolatisi

volontariamente per combattere contro il fascismo. I treni militari riversavano nella

capitale giorno dopo giorno masse compatte di combattenti reclutati negli angoli più remoti

della penisola. Le regioni ricche, Catalogna e Valencia, inviavano le loro colonne di

miliziani equipaggiate superbamente; i miseri paesi della Castiglia e dell’Estremadura

mandavano, quasi nudi e armati di vecchi fucili inutilizzabili, i loro uomini delle

campagne, duri e secchi come tralci di vite, uomini che saziavano per la prima volta la loro

fame millenaria nelle caserme delle milizie. La lotta contro il fascismo, predicata nei

villaggi e nei paesini come si era predicata la guerra santa nei borghi medievali o nelle

cabile africane, sollevava in massa il popolo e lo lanciava a gigantesche ondate verso il

fronte.

Ma senza alcun risultato. La punta d’acciaio delle avanguardie fasciste fendeva

facilmente quell’impasto informe di volontà ferventi e indisciplinate che, non appena si

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scontravano con la disciplina ferrea e la tecnica professionale dell’esercito sollevato,

perdevano la loro grandiosa forza e si dissolvevano come la schiuma. Una dopo l’altra, le

colonne di miliziani venivano annientate nel momento in cui si addentravano nel fuoco

nemico. Il popolo non sapeva fare la guerra. I migliori si facevano uccidere inutilmente; gli

altri, gettavano via i fucili e scappavano, prima attraverso l’Andalusia e l’Estremadura, e

poi per tutta la Nuova Castiglia; si ripeteva lo spettacolo patetico della volontà impotente

di un popolo che si buttava nella lotta armata in campo aperto senza disciplina e senza

capi; vale a dire, condannato anticipatamente al fallimento.

I veri soldati, quelli che lo erano di cuore e che conoscevano seriamente il proprio

mestiere, stavano tutti dalla parte di Franco. L’improvvisato esercito del popolo non aveva

né capi né ufficiali. I pochi che, per caso, erano rimasti a lato del governo della

Repubblica, disertarono o morirono nell’insensata ostinazione di trasformare in soldati

degli uomini che insorgevano armati esattamente contro tutto quello che rappresentasse lo

spirito militare. Molti di quegli sfortunati si fecero ammazzare dalle loro stesse milizie

terrorizzate, che cercavano di spingere pistola alla mano verso il fuoco nemico. La

reazione dei miliziani quando si sentivano sconfitti era fatale per loro. «Siamo stati traditi!-

gridavano tutte le volte-. Fuciliamo i comandanti!». Dopo averlo fatto, buttavano via i

fucili e se ne tornavano a Madrid a popolare i caffè e le birrerie.

Questo flusso e riflusso della marea umana era quello che si vedeva a Madrid della

guerra. In questo modo, l’esercito di Franco avanzò quasi senza incontrare alcuna

resistenza. Caddero così Talavera e poi Toledo. Anche se le truppe ribelli stavano ormai a

soli venti chilometri dalla capitale, l’unica cosa che i repubblicani erano riusciti a fare era

riversare al fronte enormi masse di gente indisciplinate, che gli aerei ribelli disperdevano

poi con facilità. Non c’era un comandante in grado di realizzare il miracolo di trasformare

in soldati i contadini e gli operai che, a causa dell’odio verso il fascismo, diventavano

miliziani, entusiasmati più dall’idea rivoluzionaria che dal coraggio e impegno per la

battaglia. I leader dei partiti proletari, trasformatisi dalla sera alla mattina in strateghi,

conducevano i loro uomini alla disfatta. Quando le dure lezioni apprese al fronte imposero

l’urgente necessità di disporre di un vero tecnico della guerra, di un autentico stratega in

grado di muovere abilmente quelle masse armate, i miliziani dovettero andare a cercarlo

nella cella di un carcere nella quale lo tenevano recluso in quanto nemico del regime. Per

diverse settimane, l’uomo che, dal Ministero della Guerra, dirigeva le operazioni

dell’esercito rosso, fu un generale accusato di essere un fascista, il quale, mentre studiava i

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piani dello Stato Maggiore e decideva i movimenti delle truppe, aveva ai fianchi due

miliziani che lo sorvegliavano diffidenti con le pistole a portata di mano. Il primo giorno

che gli fu possibile raggirare il controllo dei suoi guardiani, quel generalissimo per forza

passò dalla parte del nemico.

Nel frattempo, i teorizzatori dei partiti proletari si dedicavano implacabilmente a

organizzare quello che loro chiamavano il nuovo ordine rivoluzionario, cioè, la costruzione

del socialismo. Disinteressati alle contingenze della guerra e considerando, ormai,

inevitabilmente preclusa la vittoria finale, stavano creando nelle retrovie di quel fragile

esercito una formidabile burocrazia che aveva l’incarico di socializzare o collettivizzare

l’intera vita del paese. I consigli operai, i comitati di approvvigionamento, le assemblee di

inquilini, i consigli direttivi dei sindacati e, soprattutto, la venerabile attività del controllo –

meravigliosa invenzione questa del controllo rivoluzionario!- costituivano il vasto

retroterra nel quale si rifugiavano coloro che avevano fallito al fronte, gli imboscati di tutte

le guerre. Nelle retrovie fiorivano gli organismi più insoliti. Gli anarchici avevano creato il

Gruppo Gastronomico della FAI212, che consacrava i più coraggiosi ed eroici dei suoi

miliziani alla custodia dei depositi di prosciutti. C’era anche una potente organizzazione

che, con l’impressionante titolo de “La Contraguerra” -il cui significato nessuno mai

conobbe-, si dedicava affannosamente a riscuotere l’importo degli affitti delle abitazioni di

Madrid. L’organizzazione avrà saputo il perché.

Nel frattempo le truppe di Franco si erano impadronite di Toledo praticamente senza

combattere e avanzavano rapidamente verso Madrid.

* * *

Il compagno Arnal apparteneva a uno di quegli innumerevoli organi creati dalla

febbre organizzatrice della rivoluzione. Arrtista, un bravo artista, forse uno dei migliori tra

i giovani pittori di Spagna, era stato designato dal governo a formar parte dell’Organo di

Confisca e Conservazione del Tesoro Artistico Nazionale. L’avevano dotato di un’auto e di

una scorta di miliziani armati con fucili, e gli avevano detto:

- Salvi tutto quello che riesce a recuperare.

Artista nel profondo del cuore, Arnal si era dedicato fin dal primo istante a quel

lavoro improbo. Con la sua scorta di miliziani, aveva girato per tutti i paesi della Nuova

212

Federación Anarquista Ibérica.

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Castiglia tentando di salvare dalle sventure della guerra, dalla distruzione e dal furto, le

inestimabili testimonianze del glorioso passato artistico della razza. Non sempre era

riuscito nel suo impegno. L’egoismo e l’avidità delle povere città castigliane opponevano

una tenace resistenza al fatto che le opere d’arte fossero portate via dai luoghi in pericolo

per essere trasferite in posti sicuri. Lo spostamento dei preziosi oggetti, oltretutto, doveva

avvenire con la collaborazione di miliziani inaffidabili in mezzo al caos delle precipitose

evacuazioni alle quali li obbligava l’avanzare del nemico; o, comunque, per riuscire a

portarli via, ci si doveva scontrare con la furia distruttrice delle masse rivoluzionarie, i cui

peggiori istinti si scatenavano con i rovesci della guerra.

Gli antichi palazzi erano stati invasi da bande di uomini armati che potevano disporre

a loro piacimento delle ricchezze artistiche e storiche accumulate al loro interno. Al

compagno Arnal, che nutriva per quei tesori un rispetto quasi superstizioso che solo un

artista può avere, capitava a volte di inorridire al solo pensiero del pericolo che correvano

restando nelle mani di quei rozzi e disperati combattenti del popolo. Quanti pezzi unici al

mondo, quante ricchezze insostituibili sarebbero andate perse per sempre! Costatare che i

danni reali erano molto minori rispetto a quello che poteva immaginare, lo confortava.

Conoscendo come ormai conosceva la cruda essenza della rivoluzione, l’istinto rapace

delle folle scatenate e la loro furia distruttrice, si meravigliava, a volte, dell’insospettabile

rispetto per le opere d’arte e del disprezzo per la pura e semplice ricchezza che provavano,

talvolta, quegli uomini, i quali obbedivano alla sola legge dettata dal proprio istinto e la cui

unica costrizione era quella generata dalla loro confusa coscienza. Un inevitabile

retrogusto nazionalista lo portava a credere che, forse, il popolo spagnolo era il più onesto

e serio del mondo. Concepire una situazione simile in qualsiasi altro paese, immaginare

mezzo milione di uomini ignoranti e armati che potessero impunemente dare pieno

appagamento ai loro istinti più vili, senza nessun pericolo né timore di incorrere in qualche

punizione, avrebbe significato pensare al caos, sognare l’Apocalisse. E dal fondo della sua

anima rivoluzionaria di artista e intellettuale si meravigliava che qualcosa fosse rimasto

ancora in piedi, che non avessero distrutto tutto e che, alla fine, non si fossero divorati gli

uni con gli altri.

Quando vedeva i miliziani, mal vestiti e ancor peggio calzati, che gironzolavano

altezzosi e arroganti per i saloni delle residenze signorili, all’interno dei quali le vetrine

piene di gioielli rimanevano ancora intatte, così come quando assisteva alla scrupolosa

consegna di milioni e milioni trovati da dei poveri diavoli, affamati da tutta la vita, durante

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le loro ispezioni, provava una profonda ammirazione per quel popolo di pazzi, di assassini

magari, che tanto sprezzo avevano per la ricchezza, per i beni materiali, per tutto ciò che,

di solito, trascina gli uomini alla guerra, alla rivoluzione e al crimine. Cattiva prova per il

materialismo storico la guerra civile spagnola.

Certo, esistevano la delinquenza ordinaria, l’avidità e il vile istinto del furto. Nessuno

lo sapeva meglio dello stesso Arnal. Certe volte, aveva dovuto combattere contro delle

vere e proprie bande di malviventi che si davano impunemente al saccheggio; ma, quello

che più lo sorprendeva era che gli fosse ancora possibile lottare, che, in fin dei conti, fosse

lui, la debole ombra di uno Stato inerme, quello che, nonostante tutto, riusciva ad imporsi.

Un giorno, venne a sapere che una squadra di miliziani senza controllo tornati dal fronte si

era impadronita di un palazzo dove si conservavano delle collezioni artistiche di

grandissimo valore, e si presentò lì, disposto a impedire qualsiasi tipo di saccheggio.

Quegli uomini senza scrupoli, in effetti, avevano iniziato ad appropriarsi delle ricchezze

del palazzo e a disporre di esse a loro discrezione. Quando si mise a ispezionare uno per

uno i saloni, si accorse del saccheggio e cercò di scongiurarlo. Richiese la presenza del

capo di quella truppa e, invocando l’autorità di cui si sentiva rivestito e il fatto di agire in

nome del governo, gli intimò di rispettare scrupolosamente tutto quello che c’era

all’interno del palazzo, di rimettere al loro posto gli oggetti che erano spariti e di sigillare e

presidiare le sale che avrebbe indicato. Il comandante lo ascoltò dapprima con

benevolenza, poi con flemma e infine con ira. Il brutto cipiglio di quel capo di banditi non

spaventò Arnal, il quale iniziò addirittura a minacciarlo, dicendogli che, se non avesse

obbedito ai suoi ordini, l’avrebbe denunciato e fatto incarcerare, e continuò a farlo fino a

quando non sentì nel fianco la pressione di un oggetto duro che lo fece impallidire e

ammutolire. Senza alterarsi, senza pronunciare una parola, senza fare alcun gesto, il capo

della piccola truppa, che gli si era avvicinato con molta tranquillità, aveva impugnato la

sua pistola e, premendogli la canna sul corpo, gli disse:

- Vattene. Muoviti. Non voglio più vederti qui. Via. Vattene immediatamente.

Vattene e fa’ il resoconto al tuo governo. Di’ ai tuoi ministri che non ti abbiamo

ammazzato per compassione. Che vengano loro se vogliono qualcosa del palazzo. Via di

qui, forza!

Il tono era stato così convincente che il compagno Arnal chinò la testa e uscì senza

proferire parola. Nell’immenso atrio del palazzo, i miliziani di guardia si stavano scolando

le vecchie bottiglie dell’aristocratica cantina.

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- Ehi, tu, artista, vieni a farti una bevuta con noi e non arrabbiarti- gli gridò uno di

loro quando lo vide passare.

Arnal uscì amareggiato. Cosa avrebbe dovuto fare? Denunciare quel branco di banditi?

E dove? Chi gli avrebbe dato retta in momenti come quelli? Per due o tre giorni rimase

scoraggiato. Poi, una mattina, venne a sapere che i miliziani, alla fine, avevano

abbandonato il palazzo. Andò lì, e apprese con desolazione che lo avevano razziato; quello

che non erano riusciti a portare via era stato sfasciato. Ma seppe anche che il capo di quella

banda era stato ritrovato morto in alcuni giardinetti dei dintorni della caserma de la

Montaña. Aveva un colpo nella nuca e, attaccato al suo berrettino da caserma, nel quale

spiccavano le tre stelle di capitano, di fianco al cadavere, c’era un foglio con scritto: «Per

furto».

* * *

Il suo lavoro gli sembrava giorno dopo giorno sempre più assurdo e senza senso.

Correre affannosamente da una parte all’altra per salvare una tela dipinta, una pietra

scolpita o un vetro intagliato, passando attraverso il vortice della guerra e della rivoluzione,

gli appariva, ormai, insensato. Perché lo faceva? Dal momento che la vita umana aveva

perso tutto il suo valore, che gli uomini morivano ogni giorno a migliaia, che una

generazione intera scompariva, falciata via nel fiore degli anni; dal momento che venti

milioni di persone appartenenti a un popolo di antica civiltà erano tornate allo stato

selvaggio delle epoche primitive, che senso potevano avere l’arte, le testimonianze di un

glorioso passato, o tutti quei valori spirituali per la cui conservazione stava lottando?

Quello che stava difendendo così gelosamente era servito per caso a evitare anche un solo

crimine? Iniziò a pensare che, quando si permetteva che gli uomini fossero sacrificati in

massa con tanta inumana indifferenza, il minimo che poteva succedere era che

scomparissero senza alcun dolore anche le opere dello spirito che non erano servite per

evitare una simile barbarie. Distruggiamo tutto, pensava. Facciamo tabula rasa. A niente

sono serviti i tesori di spiritualità che ci hanno trasmesso le generazioni precedenti. Non

lasciamo nessuna traccia del passato.

Come se questo suo desiderio fosse condiviso da tutte le forze della Terra, nello

stesso istante in cui era giunto a questo punto delle sue riflessioni spuntarono nell’oscurità

della notte sei enormi fiammate che illuminarono con i loro sinistri bagliori il cielo

nuvoloso. Madrid stava bruciando da tutte le parti. Una squadriglia di aerei nemici aveva

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lanciato in diversi luoghi della capitale numerose bombe incendiarie che infiammarono

mezza dozzina di edifici, generando quei sei roghi enormi che davano l’impressione che

tutta Madrid stesse bruciando. Stando a quello che gli riportarono, uno degli edifici

incendiati era lo storico palazzo di Liria, residenza dei duchi d’Alba. Arnal, nonostante le

sue considerazioni, accorse desolato sul luogo della sciagura. Il palazzo di Liria era la

nobile residenza che, in Spagna, racchiudeva il maggior numero di ricchezze artistiche e

storiche. La sua distruzione rappresentava la perdita irreparabile delle più preziose

testimonianze del nostro splendore. Avvilito per le dimensioni della catastrofe, Arnal

rimase a contemplare stupidamente quel rogo sensazionale nel quale si stavano fondendo le

armature dei capitani dell’impero, mentre le tele di Goya e Velázquez si trasformavano in

fugaci bengale filanti.

Quell’incendio del palazzo di Liria avvilì del tutto il compagno Arnal. Ogni sforzo

era inutile. Niente si sarebbe salvato. E poi, quel dubbio. C’era forse qualcosa che valesse

veramente la pena di salvare?

Quando si sparse per Madrid la voce che era stato lo stesso duca d’Alba, compiendo

dopo secoli un nuovo, orgoglioso gesto per riscattare l’onore della classe aristocratica cui

apparteneva, ad ordinare agli aviatori fascisti di distruggere il suo palazzo affinché il fuoco

lo liberasse dalla vergogna di essere stato invaso dal popolo, Arnal ebbe la forte

convinzione che fosse arrivata l’ora di distruggere tutto spietatamente e che, in effetti,

niente più doveva sottrarsi alla furia degli uomini.

Si ricordò allora dei due quadri del Greco sepolti segretamente nelle vicinanze. Dal

momento che i due miliziani che lo avevano aiutato a nasconderli erano morti, nessuno,

oltre a lui, sapeva dove si trovavano. E si sentì forte e fiducioso al solo pensiero che

dipendeva da lui lasciare che marcissero in quella fossa segreta, e che, se un giorno

qualsiasi l’avessero ucciso, quei capolavori di un’anima sublime sarebbero scomparsi

insieme con lui. Si ripromise con fermezza di non rivelare mai e poi mai a nessuno il suo

segreto e, solo per il timore che, con il passare del tempo, potesse arrivare un giorno in cui

non sarebbe più stato in grado di ricordare con esattezza il luogo dov’era nascosto il tesoro,

prese una matita e in un pezzetto di carta tracciò lo schema del difficile percorso che

bisognava seguire dalla piazza di Briesca per arrivare al nascondiglio. Quindi, temendo che

qualcuno, nonostante lo schizzo non riportasse alcuna indicazione nominale, fosse in grado

di interpretarlo, si mise a tracciare delle linee bizzarre sopra quelle che indicavano il

tragitto da seguire, riuscendo così a far scomparire il disegno sotto la parvenza di una

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bozzetto fatto da un pittore rappresentante lo scorcio sofferto di un miliziano morto. Tra i

tratti incerti di quella figura appena abbozzata, non si distingueva più la salda linea del

percorso che portava al tesoro. Soddisfatto, si mise lo schizzo nel portafogli, uscì e si

diresse verso il Commissariato di Guerra. Mentre stava disegnando aveva preso una

decisione immutabile.

* * *

Decisamente quell’incarico al quale era stato consacrato non aveva più alcun senso.

L’unica cosa che contava era vincere la guerra. Si dimise dal suo incarico di membro della

giunta per la conservazione del patrimonio artistico nazionale e si offrì al governo come

combattente. Lo nominarono commissario politico.

Il primo giorno che passò al fronte assistette impotente al consueto sbandamento

dei miliziani. Niente poteva fermarli. Quando i carri armati avanzavano o quando gli aerei

volavano sopra di loro mitragliandoli a mansalva, non c’era nulla che riuscisse a

controllare il loro terrore e contenerli, né le arringhe vibranti, né le suppliche strazianti, né

le minacce; niente. L’apparato bellico dell’esercito ribelle li impressionava in maniera

terrificante, e, dopo due ore di esposizione al fuoco nemico, gli uomini più entusiasti, gli

operai più consapevoli e i contadini più forti gettavano le armi e scappavano. Era inutile.

Quelle masse non sapevano fare la guerra in campo aperto. Non ne erano capaci.

Un pomeriggio tra i tanti, dopo aver minacciato e inveito come degli indemoniati

contro i miliziani che fuggivano, il compagno Arnal, commissario politico, e il capitano

dell’esercito al quale era stato affidato il comando, rimasero soli in un paese nelle

vicinanze di Madrid. La cittadina costituiva una magnifica posizione strategica, e

abbandonarla alle porte della capitale senza combattere sarebbe stata una catastrofe. Il

capitano osservava furioso l’ultimo gruppo di miliziani in fuga che svoltava la curva della

strada per Madrid a tutta velocità. Afferrò uno dei fucili che avevano gettato durante il

fuggifuggi generale, se lo portò all’altezza del viso, pronto a sparare contro di loro, quando

Arnal gli deviò l’arma.

- È inutile, compagno. Con questo non otterremo niente.

Il capitano gettò l’arma sconfortato.

- Non ne posso più- disse con voce cupa -; Mi hanno fatto venire fin qui

dall’Estremadura, scappando davanti a una truppa di mori. Non muoverò un altro passo.

Rimango qua. Che vengano pure i fascisti a fucilarmi.

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- Su, compagno. Forza. I nostri uomini non sanno combattere. Reagiranno. Alle porte

di Madrid si rafforzeranno e vinceremo.

- Vincere? Con quella gentaglia? Mai! Non vinceremo mai.

Arnal lo guardò con un’espressione severa:

- Quella che tu chiami gentaglia è il popolo, lo sai?

- Una vile gentaglia! Un gregge di pecore! Che se ne vadano! Che continuino a

correre! Vattene via anche tu, che sei della loro stessa razza! Io sono un soldato, sai? Un

soldato! E mostrerò a te, a quei vigliacchi e ai fascisti, a tutti, come si può morire con

dignità. Il popolo! Puah! Che schifo!

Ad Arnal venne voglia di lanciarsi sopra a quell’uomo e strangolarlo. Gli lanciò

un’occhiata piena di odio e gli sputò addosso:

- Insomma, un soldato. Fascista!

Si voltò e se ne andò lungo la stessa strada che avevano percorso i miliziani. Il

capitano, immobile nella piazza del paese abbandonato, gli gridava da lontano:

- Vieni qui, vigliacco, se vuoi imparare come si muore. Vieni qui.

Quando rimase solo, trascinò una mitragliatrice fino a collocarla dietro ad un masso

di pietra che c’era al centro della piazza. Posizionò vicino all’arma tutte le cinghie di

munizioni che riuscì a trovare, si accese una sigaretta e si mise ad aspettare con

tranquillità.

Era ormai notte e si sentivano ancora dai nuovi siti dei miliziani le scariche di

artiglieria fascista e il rumore intermittente di una mitragliatrice. Sul far dell’alba stava

ancora risuonando. Allo spuntare del giorno, finalmente, tacque. Il giorno dopo, Arnal,

quando si ritrovò di nuovo tra i suoi uomini in una trincea alla periferia di Madrid, parlò

loro tristemente, con un tono di voce opaco e profondo. Le parole gli si spezzavano in gola.

Quegli uomini lo ascoltarono a capo chino. Ascoltarono il racconto di come il loro

comandante aveva saputo morire dopo averli ripudiati. Di come si era suicidato per

riscattare i quattro mesi di vergognosa fuga davanti al nemico alla quale l’avevano

trascinato.

- Oggi- disse loro Arnal- sentirete di nuovo paura e scapperete per l’ennesima volta.

Domani i mori entreranno nelle vostre case e vi tireranno fuori da sotto i letti sulle canne

dei loro fucili davanti agli occhi delle vostre mogli. Io morirò oggi qui. Lo preferisco.

Non disse altro. Quando, alcune ore dopo, le avanguardie ribelli, dopo un duro

bombardamento, si lanciarono all’assalto, il compagno Arnal, commissario politico,

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aspettò il momento decisivo dietro alla barricata e, una volta giunto, espose il suo corpo

fuori d’un balzo, alzò il pugno chiuso e gridò:

- Viva la rivoluzione!

Una raffica di colpi lo abbatté all’istante. Rimase disteso nella terra di nessuno.

Mentre stava morendo avrebbe voluto mettersi a fare un esame di coscienza, ma non ce la

fece. Non riusciva a concentrarsi. Tutto lo distraeva, a partire dal divertente cartellone che

aveva visto in un angolo al cagnolino zoppo che avevano i miliziani…Si ricordò anche del

tesoro di Briesca, il cui segreto custodiva in quell’indecifrabile disegno che teneva sopra al

petto, e quando desiderò chiarire se aveva portato a termine bene o male quella faccenda,

morì.

* * *

Morì senza sapere che il suo gesto non era stato così inutile come credette. I miliziani

che, fino a quel momento, erano scappati ogni volta, quel giorno non fuggirono.

Resistettero per la prima volta e, quando si resero conto stupiti che era possibile resistere,

attaccarono. Madrid, che avrebbe dovuto capitolare il giorno seguente, non cadde.

Resistette un giorno, e un altro, e un altro ancora, e una settimana, e un mese…

Il cadavere di Arnal fu recuperato dai suoi compagni. Nel portafoglio che teneva sul

petto trovarono uno schizzo confuso di un miliziano disteso che andò a finire alla mostra di

documenti della guerra civile organizzata dalla sezione di propaganda del Quinto

Reggimento. Un giornalista nordamericano che lo vide ebbe il desiderio di prenderselo, e,

in cambio di una donazione di cinque dollari per il soccorso Rosso Internazionale213, glielo

concessero. Non saprà mai che con quei cinque dollari comprò il segreto di un tesoro che

non riuscirà mai a decifrare. Quel «miliziano morto» dai tratti incerti valeva due capolavori

del Greco.

213

Il Soccorso Rosso Internazionale fu un’organizzazione internazionale connessa all’Internazionale Comunista fondata nel 1922 per

svolgere il compito di “Croce Rossa internazionale politica”. Comparve per la prima volta in Spagna come organizzazione con fini

umanitari durante la rivolta dei lavoratori dell’ottobre 1934 nelle Asturie, fornendo assistenza a coloro che erano stati imprigionati per

il loro ruolo nella ribellione. L’organizzazione, che includeva molti artisti e scrittori, fu in seguito ricostituita ed estesa a Barcellona, nel

gennaio del 1936, con lo scopo di opporsi al fascismo su più fronti.

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6.4 VIVA LA MORTE!

Un capitano e due tenenti andavano avanti e indietro per le banchine deserte della

stazione provocando un rumore di sciabole e speroni. In fondo, un plotone di soldati

appoggiati ai fucili. Nell’ufficio telegrafico, il ticchettio sincopato del morse sotto la

pressione del comandante. Fuori, nella cavità nera della notte, delle ombre che

attraversavano cautamente i binari e si avvicinavano le une alle altre nella penombra per

chiedersi: “Cosa succede?”

All’ingresso della stazione, un sergente, insieme con alcuni soldati, fermava i

viaggiatori che arrivavano lì con l’intenzione di prendere il treno per Madrid e li

costringeva a ritornare a casa dicendo loro:

- La circolazione dei treni è interrotta.

- Perché?- chiedevano con un certo interesse.

- Ordini superiori- era la sua unica risposta.

Arrivò un viaggiatore importante che non si accontentò di così poco e riuscì a parlare

con il capitano.

- Che cosa succede, comandante?- gli chiese.

- Succede che in Asturia i minatori hanno proclamato il comunismo libertario, e

l’esercito, per ordine del governo, ha preso il controllo delle comunicazioni ferroviarie per

far fallire la ribellione. I rivoluzionari vogliono estendere la loro azione distruttrice in tutta

la Spagna e si teme che un treno di dinamitardi arrivi fino a Valladolid.

Quel viaggiatore era un uomo d’ordine e se ne tornò a casa rallegrandosi per la

diligenza del governo e per lo zelo dell’esercito.

Alla fine, un treno entrò in stazione. Non era carico di dinamitardi ma di pacifici e

impauriti viaggiatori. Un gruppo di ufficiali si avvicinò alla locomotiva e affrontò il

macchinista.

- Saluta come si deve!- gli dissero.

Il macchinista, sorpreso, guardò il gruppo di militari, lanciò un’occhiata alla

banchina deserta, scorse il plotone di soldati e senza alcuna titubanza alzò il pugno

annerito e gridò:

- Viva il Fronte Popolare!

Un colpo al petto lo fece rotolare giù dal pianale della locomotiva alla banchina. Lì,

rimase bocconi con la guancia appiccicata al suolo. Un filetto di sangue gli scorreva lungo

la commessura delle labbra. Gli gettarono sopra una grossa tela.

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I soldati diedero ordini affinché gli sportelli dei vagoni fossero controllati; fecero

scendere i viaggiatori, li allinearono sulla banchina con le mani in alto e quindi li fecero

entrare in città. La stazione rimase di nuovo deserta, con il comandante che andava

ansiosamente al telegrafo, il capitano e i tenenti che andavano su e giù altezzosi e in

silenzio per le banchine, i soldati che sbadigliavano sopra ai fucili.

Fuori, favoriti dall’oscurità, crescevano rapidamente i gruppi degli operai ferroviari.

In una piccola cabina degli interbinari una radio strepitava:

- Alle armi, cittadino! Alle armi! L’esercito si è sollevato contro il potere legittimo

della Repubblica!.

Erano sempre più numerosi i gruppi di operai che accorrevano per conoscere le

notizie che il Governo e i leader del Fronte Popolare trasmettevano per radio da Madrid.

Quando le sentinelle appostate lungo i binari segnalarono quei raduni sospetti, gli ufficiali

misero in marcia la truppa e la fecero avanzare verso le officine e i depositi di materiale,

dove si stavano riunendo gli operai. Non appena scorse il primo gruppo, il capitano, senza

alcuna esitazione, ordinò:

- Fuoco!

Era cominciata la guerra civile.

* * *

Nell’albergo c’erano tre ragazze, Rosario, Carmen e Adela, le quali, dall’alba al

tramonto, sfaccendavano nelle camere, in cucina, nel giardino e in cortile. Loro tre,

insieme a un giovane dall’aria rozza di pastore, che si imbottiva in uno smoking grottesco

per servire a tavola, costituivano tutto il personale di quell’alberghetto isolato nel cuore

della Sierra, dove trascorrevano l’estate otto o dieci famiglie appartenenti alla classe media

agiata di Madrid e delle province della Vecchia Castiglia.

Le tre ragazze e il ragazzo erano dei “rossi”; erano, cioè, iscritti ai sindacati,

facevano parte della casa del popolo di Miradores ed avevano la loro tessera di socialisti.

Questo sarebbe parso intollerabile agli occhi di quella clientela reazionaria -formata da

mogli di comandanti, avvocatucci di grandi proprietari terrieri, piccoli redditieri e

burocrati- se i quattro non fossero riusciti a farselo perdonare lavorando duro per offrire un

servizio impeccabile. La stessa signora Tirón, moglie di un prestigioso avvocato di

Valladolid e importante uomo di destra, lo ammetteva:

- In nessun altro albergo della Sierra il servizio è così buono ed economico.

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Per questo, e perché le tre ragazze non erano arrivate al punto di rifiutarsi di andare

ogni tanto a messa, si riusciva a tollerare una simile mancanza di rispetto da parte di alcuni

domestici.

Quella notte di una domenica di luglio Pascual, il ragazzo, arrivò a servire in tavola

un poco più tardi del solito; sembrava soffocare più che mai dentro il suo stretto smoking.

Arrivava dalla casa del popolo, dove aveva trascorso il pomeriggio, e mise in guardia le

ragazze:

- Non andate a dormire. Stanotte succederà qualcosa.

La cena fu movimentata. La radio trasmetteva vaghe informazioni riguardo a una

sollevazione militare dell’esercito d’Africa e pressanti richiami da parte dei partiti politici e

dei sindacati ai loro iscritti. Gli ospiti dell’albergo, agitati per le notizie della ribellione

militare, festeggiavano esultanti quello che stava per succedere in Spagna.

- Era ora che mettessero in riga questa canaglia rossa!- diceva esultante la signora

Tirón, guardando di traverso il ragazzo che serviva a tavola, come se quel rozzo domestico

iscritto a un sindacato fosse il ritratto vivente dell’anarchia.

Il signor Tirón, entusiasta filofascista, impegnato con gli elementi dell’estrema destra

di Valladolid, era deciso ad andarsene quella stessa notte, ma non trovò nessun autista che

lo accompagnasse e fu costretto a rimandare la partenza all’alba del giorno seguente. Andò

a letto irrequieto. La Spagna aveva bisogno di lui. Si addormentò pensando all’avvenire

glorioso che stava per aprirsi in quegli istanti per la patria e per lui grazie al gesto valoroso

dei militari.

Mentre lui e gli altri ospiti dell’albergo dormivano sognando un paradiso di parate

marziali, paghe basse, rendite alte, cortei e feste della razza, il domestico Pascual e le tre

ragazze, Rosario, Carmen e Adela uscirono furtivamente e si incamminarono verso la casa

del popolo di Miradores, dove si erano radunati gli uomini di sinistra del paese. Quand’era

ormai l’alba arrivò in automobile un dirigente socialista che stava girando per i paesini di

montagna con istruzioni concrete. Il caporale che comandava il commissariato della

guardia civile si consultò per telefono con Madrid e ricevette l’ordine perentorio di

continuare a rimanere a disposizione delle autorità locali, repubblicani e socialisti. Non

riuscì a impedire, però, che prima dell’alba il popolo si armasse con quante armi poté

trovare.

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Alle sette di mattina il domestico Pascual, con una vecchia carabina e una fascia

rossa, stava sorvegliando la strada all’entrata del giardino dell’alberghetto insieme con un

altro commilitone. Quando il signor Tirón fece per uscire, s’imbatté nella carabina di

Pascual che gli sbarrava la strada: il ragazzo, molto risoluto, gli diceva con grande impeto:

- Indietro, cittadino! Non si può uscire.

- Chi sei tu per trattenermi? Chi ha dato quest’ordine?- gridò.

- Il comitato! Indietro ho detto.

Tirón fece un gesto di disprezzo e tentò di andare avanti. Il compagno di Pascual si

portò la carabina alla faccia.

- Gli sparo?- chiese freddamente.

- No; aspetta- rispose Pascual.

Cieco dall’ira e dalla paura, Tirón voltò le spalle in gran fretta e se ne tornò dentro

all’albergo mordendosi i pugni per la rabbia. Quei selvaggi erano capaci di ammazzarlo.

Questa scena produsse un gran tumulto tra gli ospiti dell’albergo. Riuniti in sala da

pranzo, generarono un grande schiamazzo fatto di proteste, minacce, strilli isterici delle

signore e piagnistei infantili. Tentarono di telefonare per chiedere aiuto, ma la

comunicazione era interrotta. Fecero per uscire e non glielo permisero. Quando si

convinsero che si trovavano «alla mercé della canaglia», come loro dicevano, poco a poco

si rassegnarono e si calmarono. Il tempo passava, e le poche notizie che arrivavano per

radio consigliavano prudenza. A Madrid, la caserma della Montagna era stata assaltata dal

popolo, che fucilò immediatamente gli ufficiali ribelli. A metà pomeriggio, la convinzione

della sconfitta da una parte e la fame che sentivano dall’altra posero fine alla loro ostilità.

Bisognava cedere. Le tre ragazze dell’albergo, Rosario, Carmen e Adela, che avevano

trascorso l’intera mattinata in paese, finalmente ricomparvero. Arrivavano euforiche, con

le guance tutte rosse, gli occhi che brillavano, dei foulard di seta rossa al collo e delle

insegne socialiste nel petto; la più giovane, Adela, si era messa in testa il berrettino da

caserma di un gendarme. Entrarono nella sala da pranzo alzando il pugno e gridando:

- Salud, camaradas!

Questa cosa le rendeva felici. Gli ospiti le circondarono chiedendo loro ansiosamente

notizie. Il popolo trionfava. Dopo aver sconfitto i ribelli a Madrid, gli operai, che si erano

riforniti di armi nelle caserme assaltate, se ne andavano con dei camion per prendere il

controllo di Getafe, Cuatro Vientos, Alcalá e Guadalajara. Quella stessa notte sarebbe

giunta nella Sierra una colonna che era di passaggio per Avila, dove i ribelli erano diventati

forti.

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Le signore si avvilirono a causa di queste notizie. Oltretutto, stavano morendo di

fame. Rosario, Carmen e Adela, trionfanti, si offrirono di dargli da mangiare. Ma loro, le

signore, dovevano aiutare, ok? La rivoluzione sociale trionfava e tutti avevano il dovere di

lavorare. Intesi?

Misero la moglie del comandante a pelare patate, la signora Tirón aiutò ad accendere

il fuoco e il signor Tirón in persona, scherzando compiacente, preparò la tavola sotto la

direzione di Adelina, che rideva della sua goffaggine, divertita nel vedere come un signore

così importante potesse essere tanto gentile e ubbidiente.

Dopo la cena, già di sera, tra gli ospiti tornarono il pessimismo e l’indignazione. Le

tre ragazze se ne andarono di nuovo alla casa del popolo e gli ospiti, furiosi e umiliati,

discussero il modo per liberarsi da quella tirannia. Il signor Tirón aveva un piano. Se

riusciva a uscire dall’albergo, forse poteva mettersi in contatto con gli esponenti della

destra di Miradores e dei paesi vicini che, in base alle notizie che aveva, erano preparati a

qualsiasi evento e sarebbero stati sicuramente in grado di prendere contatto con i ribelli. Si

azzardò a uscire per la porta del cortile, beffando la vigilanza dei miliziani.

Nel frattempo, dopo aver sconfitto i ribelli a Madrid, arrivarono a Miradores i primi

camion con operai, guardie di assalto, polizia e miliziani. Si dirigevano verso Ávila.

Cantando L’Internazionale in coro e alzando il pugno con frenetico entusiasmo, attiravano

e portavano via con loro i ragazzi dei paesi che attraversavano. Le guardie di assalto214

abbracciate agli operai e, soprattutto, le vecchie guardie civili215 con la casacca per la

prima volta sbottonata e il tricorno mai fino a quel momento inclinato, provocavano una

felicità indescrivibile nelle masse popolari. Ormai all’alba i camion se ne andarono lungo

la strada per Ávila. Ne partirono circa venti o trenta, nei quali si erano ammassati soldati,

poliziotti, operai, studenti, contadini e perfino alcune ragazze dei sobborghi di Madrid. A

Miradores si unì alla spedizione un altro camion con quindici o venti ragazzi del paese, e

tra di loro c’erano Pascual e le tre ragazze dell’albergo, Rosario, Carmen e Adela, che si

lanciarono allegramente all’avventura.

Il paese sembrava fosse rimasto deserto. La popolazione si rinchiuse impaurita nelle

proprie case. Per tutta la notte, però, alcune ombre andarono avanti e indietro furtivamente

214

Guardia de asalto: corpo di polizia spagnolo creato il 30 gennaio 1932 durante la Seconda Repubblica per il mantenimento

dell’ordine pubblico.

215 Guardia civil: corpo di sicurezza spagnolo creato nel 1844 con il compito di preservare l’ordine pubblico nelle zone rurali e di

sorvegliare le coste, le frontiere e le strade. Corrisponde al nostro corpo dei carabinieri.

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nei dintorni. Negli alberghi dei villeggianti agiati e nelle tenute di campagna dei ricchi del

paese si stava tramando qualcosa.

L’alba trascorse in silenzio. A metà mattinata iniziò a sentirsi in lontananza il rumore

dell’artiglieria. La battaglia tra i miliziani partiti da Madrid e le truppe ribelli che

avanzavano provenienti da Ávila doveva essere cominciata lungo la strada stessa a quindici

o venti chilometri da Miradores.

Prima arrivò un’auto che proseguì in direzione di Madrid a tutta velocità. All’uscita

di Miradores alcuni assalitori, che si erano nascosti, fecero fuoco a raffica contro di essa.

Giunse poi un camion carico di feriti. Nel momento in cui si accingevano a scaricarlo nella

piazza del paese fecero fuoco anche su quest’ultimo.

All’imbrunire si iniziarono a ricevere notizie concrete sulla battaglia. I militari

ribelli, saldamente trincerati in formidabili posizioni strategiche della Sierra, da lungo

tempo studiate e preparate, avevano mitragliato a piacimento gli inesperti combattenti del

popolo che avanzavano ingenuamente per il centro della strada ammassati sui cassoni dei

camion. Fecero una spaventosa carneficina. I rossi, dopo alcune ore di disperata resistenza,

furono costretti a battere in ritirata.

Ma, mentre stavano tornando sconfitti a Miradores, alcuni ribelli posizionati nelle

case del paese spararono mortalmente su di loro. Fu un momento straziante. I camion che

tornavano dal fronte stracolmi di morti e feriti si accalcavano nella piazza, dove venivano

crivellati dai fascisti del paese e delle vicinanze, che si erano asserragliati alle finestre e nei

tetti delle case vicine. Pensando che l’esercito vincitore sarebbe arrivato con i vinti alle

calcagna, approfittavano della baraonda provocata dalla sconfitta per annientarli a man

salva. Quelli che tornavano illesi dalla battaglia si disperdevano abbandonando i morti e i

feriti nei camion. Rosario, Carmen e Adela, che giungevano illese ma col terrore dipinto

negli occhi, si fecero disperatamente in quattro sotto il fuoco dei ribelli per trascinare il

corpo inerte di Pascual, ferito da un colpo al petto. Attraversarono la zona dove si stava

combattendo senza abbandonare il loro sfortunato compagno e, sostenendolo tutte e tre, lo

portarono fino all’albergo. Quando vi giunse era ormai morto.

La sparatoria continuava per le strade del paese e in tutto il circondario. Grazie alla

confusione e all’oscurità, si presentarono alla porta dell’albergo, sul far della notte, alcune

auto con i fari spenti, nelle quali fuggirono in direzione di Ávila gli ospiti più risoluti, tra i

quali la signora Tirón. Gli altri rimasero ad aspettare l’arrivo delle truppe, che ritenevano

ormai imminente. Rosario, Carmen e Adela, inorridite, vegliavano il cadavere del ragazzo,

che avevano deposto sopra al pavimento della cucina. Gli ospiti, infastiditi dalla presenza

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in albergo di quel morto rosso, minacciavano le ragazze affinché lo portassero via di lì

prima che arrivassero le truppe.

- Dovete portarvi via «questo coso» da qui! Ci mancava solo questa! Verranno i

soldati e crederanno che quest’albergo è stato un covo di marxisti. Bisogna sbatterlo in

strada!- dicevano irritati.

Ma i militari non arrivavano. Dopo aver sconfitto i repubblicani, rimasero

saldamente sistemati nelle loro posizioni strategiche in montagna. In compenso, due ore

più tardi arrivò in paese un’altra colonna di miliziani provenienti da Madrid. Ai primi

camion diedero il benvenuto gli spari dei fascisti imboscati, ma la marea di combattenti

repubblicani era tale che presto il paese si ritrovò circondato da molte centinaia di uomini

armati. Madrid si stava spopolando per andare nella Sierra a difendere la Repubblica.

Uomini e donne, giovani e vecchi, armati con fucili che avevano preso nelle caserme,

arrivavano in continuazione su decine e decine di camion. La pressione formidabile di

questa grande massa umana fece saltar fuori dalle loro balaustre e dai loro nascondigli i

ribelli. Furono inseguiti come bestie e uccisi lì dove venivano presi. Il prete del paese se ne

rimase fino all’ultimo momento a far fuoco con la sua carabina da una feritoia del

campanile. Quando, ormai di giorno, i miliziani riuscirono a salire sulla torre, lo

afferrarono, lo fecero ruotare e lo lanciarono giù. La sua sottana nera svolazzò per un

istante nel cielo bianchiccio dell’alba come un enorme uccellaccio.

Il signor Tirón, che prima aveva organizzato l’aggressione insieme ai capi politici

locali dei dintorni e che, poi, prese parte attiva nella battaglia facendo fuoco con un fucile

contro i camion che arrivavano carichi di miliziani, non appena si rese conto che la partita

era stata persa, provò a scappare lungo la strada per Ávila. Lo bloccarono le truppe

repubblicane e dovette rifugiarsi tra le vie del paese, ma, temendo che da un momento

all’altro potessero scoprirlo e ucciderlo come stavano facendo i miliziani con tutti i fascisti

in fuga che incontravano, si diresse verso l’albergo, nel quale entrò con discrezione

attraverso la porta del cortile che dava nella cucina. Appena vide lì Rosario, Carmen e

Adela, si rivolse a loro con un gesto di supplica:

- Per ciò che di più caro avete al mondo, non mi denunciate!

Le ragazze lo guardarono con odio.

- Non denunciatemi! Mi ammazzeranno! Dite che non sono uscito dall’albergo per

tutta la notte! Ditelo! Per amore delle vostre madri!

E le prendeva per mano con l’intenzione di baciargliele, impazzito per il panico.

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Rosario lo spinse via violentemente e, indicandogli con occhi da pazza il cadavere di

Pascual steso a terra, gli disse:

- Guarda!

Tirón vide la sagoma rigida del ragazzo e chinò il capo sopra al petto, convinto che

da quel momento sarebbe stato irremissibilmente spacciato.

Rosario aprì la porta con un gesto deciso.

- Dove vai?- gridò Tirón, angosciato.

- A denunciarti! A farti pagare per i tuoi crimini! Assassino!

Corse stremata verso l’ufficio del comitato. Mentre stava per attraversare una delle

viuzze del paese che portavano in campagna, sentì un grido di terrore e, quasi

contemporaneamente, una scarica di fucileria. Si fermò stordita e vide come, davanti allo

stesso muro lungo la quale lei si stava accingendo a passare, un omino avesse alzato le

braccia in maniera repentina per poi, subito dopo, stramazzare al suolo trafitto dai colpi di

un plotone di miliziani che si erano appostati nell’angolo.

- Uno in meno! Andiamo a cercarne un altro!- gridavano esultanti gli esecutori.

Rosario, spaventata, li vide andarsene e rimase immobile ai piedi del cadavere. Lo

fissò. Era un uomo piccolo e magro, vestito con un decoroso abito nero. Cos’aveva nella

mano chiusa? Un foglio? Si avvicinò un po’ di più e lo vide. Le pallottole avevano colpito

quell’omino nel momento in cui stava gettando un ultimo sguardo su un’immaginetta

scolorita, che probabilmente aveva tirato fuori dal portafoglio, nella quale si potevano

vedere due bambini vestiti di bianco. Rosario chiuse gli occhi e dovette appoggiarsi al

muro per non cadere.

Dopo un po’ di tempo, fece uno sforzo disperato e riuscì a scappare via da quel

posto; se ne tornò a passi lenti e barcollanti all’albergo. Entrò in cucina. Tirón era ancora

lì, smarrito, a fissare stupidamente il cadavere di Pascual. Rosario passò davanti a lui senza

nemmeno guardarlo, si avvicinò al morto, si chinò e gli frugò nelle tasche. Poi, si alzò e,

rivolgendosi a Tirón, gli passò un piccolo portadocumenti di pelle lurida.

- Prenda questo. È la tessera socialista di Pascual. Si metta una camicia da operaio in

modo che non la riconoscano e fugga via se non vuole che la ammazzino.

Tirón, con gli occhi lucidi, afferrò con ansia la tessera e volle baciare le mani che

gliela stavano porgendo. Rosario lo respinse.

- Se ne vada! Se ne vada!

E si mise a piangere come una bambina.

* * *

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Grande parata fascista nella Plaza Mayor di Valladolid. Metà mattina, sole e

frastuono di campane. Sotto i portici, una folla silenziosa racchiusa tra soldati fascisti.

Nelle prime file, bambine che agitano delle bandierine con i colori della monarchia ed

entusiaste signore con velo o mantiglia che puntualmente si esaltano e acclamano con voci

flebili e sottili i salvatori della Spagna. Dietro, molta gente confusa, e tra la gente, uomini

che premono i pugni chiusi nella fodera delle loro tasche.

Nell’ampio quadrilatero della vecchia piazza castigliana ha inizio la grande parata.

Sfilano prima i pedritos e poi le flechas, bambini in divisa alla maniera di Roma e Berlino

che giocano a fare i soldati. Le fanfare fanno suonare il Giovinezza216

e l’Horst Wessel.217

Esplodono gli evviva alla Spagna e all’Esercito Nazionale. Arrivano poi le centurie della

Falange Spagnola accuratamente in uniforme e divise in squadre che compiono evoluzioni

con precisione matematica, seguendo la voce di comando di vecchi sergenti dell’esercito.

Da una tribuna innalzata nel centro della piazza, un gruppo di militari contempla con

orgogliosa benevolenza la pittoresca temerarietà dei giovani falangisti, poveri diavoli

borghesi che, nel fondo delle loro casupole, dietro alle loro scrivanie o nella penombra dei

loro magazzini avevano sognato di essere dei soldati e, alla fine, si illudono di esserlo

diventati veramente.

Alcuni squilli di tromba, la folla rimane immobile e silenziosa, le squadre fasciste

inforcano le armi, e il generale, uno dei benemeriti salvatori della Spagna, avanza fino al

centro della piazza circondato dai suoi aiutanti e dai capi della Falange. Uno speaker

annuncia attraverso il microfono collocato in tribuna che, al contrario di ciò che si sarebbe

desiderato, il generale non parlerà poiché rauco. Si procederà rendendo omaggio alla

memoria degli eroi nazionali218 assassinati dai banditi rossi. Ha la parola l’eccellentissimo

signor don Cayetano Tirón.

Diritto, con il petto gonfio, i vessilli della Falange ricamati nel busto, la pistola alla

cintola, il signor Tirón evoca con un’eloquenza travolgente una delle imprese più gloriose

216

Giovinezza, inno goliardico degli studenti universitari (1909, Oxilia-Blanc), inno degli Arditi ( 1917-anonimo-Blanc), inno degli

Squadristi (1919, Manni-Blanc), infine inno trionfale del Partito Nazionale Fascista (1924, Gotta- Blanc), fu una delle canzoni più

importanti della prima metà del XX secolo in Italia ed ebbe vasta eco anche all’estero.

217 Das Horst-Wessel-Lied (La canzone di Horst Wessel), altrimenti nota col nome di Die Fahne hoch (In alto la bandiera) fu l’inno

ufficiale del Partito Nazionalsocialista Tedesco dei Lavoratori (NSDAP) dal 1930 al 1945. Il testo fu scritto nel 1929 da Horst Wessel sulla

melodia di un canto dei veterani della nave Königsberg ampiamente diffuso nei Freikorps. Quando i nazionalsocialisti ascesero al

potere, la Canzone di Horst Wessel divenne anche una sorta di secondo inno nazionale tedesco.

218 L’aggettivo nacional si usava, oltre che con il significato di nazionale, anche nel senso di nazionalista. La mia scelta per la traduzione

è, pertanto, ambigua e discutibile.

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del fascismo di Valladolid: la morte eroica del capo territoriale della Falange,

meschinamente assassinato dalle bande marxiste nel paesino di Sanbrian.

* * *

Anche questa donna, che a questa stessa ora e sotto la stessa luce chiara di metà

mattina d’agosto in Castiglia se ne sta sulla porta di una casa nella strada deserta di

Sanbrian immobile e indifferente a tutto ciò che la circonda, conosce la storia di quel

terribile episodio che, con briose ed accese parole, sta narrando nella piazza di Valladolid

l’eccellentissimo signor don Cayetano Tirón, capo provinciale della Falange Spagnola.

Questa donna, che è rimasta sola in questa casa, sola in questa via e in questo paese, lo

racconta con parole più semplici, ma con un tono non meno patetico.

- Dissero- afferma la donna- che era in corso una rivoluzione a Valladolid, che i

signori avevano abbandonato la Repubblica per tornare ad essere i padroni delle loro cose e

che i figli dei signori andavano per i paesi ad uccidere i poveri. Gli uomini di Sanbrian

decisero che non li avrebbero lasciati entrare, che se i ricchi facevano una rivoluzione,

anche i poveri avrebbero fatto la loro, che sono più i poveri che i ricchi e che con le cattive

avrebbero potuto avere la meglio su di loro. Ad alcuni abitanti mancava il coraggio. Era

meglio rimanere calmi. Non ci uccideranno tutti, pensavano. Ma i ragazzi del sindacato

dissero sì, ci uccideranno tutti, e sebbene, in realtà, nessuno ne fosse convinto, il popolo si

decise a chiudergli le porte e a fare quello che voleva. All’inizio tutto andò bene.

Cacciammo via il prete e il capo della polizia. I tre o quattro ricchi che c’erano a Sanbrian

se ne andarono da soli, e quelli del sindacato iniziarono a dettare legge, perchè ci deve

sempre essere qualcuno che comanda. Non ci fu nessuna uccisione, è vero, ma quelli del

sindacato entrarono nelle case dei ricchi, si impossessarono dei beni che avevano lasciato e

li distribuirono tra i poveri. Era una brutta cosa, signore, e molti infelici non osarono

nemmeno prendere ciò che gli era stato assegnato. Ma dopo pochi giorni, come temevamo,

tornarono i figli dei signori, i signorini. Arrivavano in tre o quattro auto ed erano muniti di

fucili e pistole. Per spaventare il popolo, entrarono facendo fuoco senza alcun motivo, a

destra e a manca. Si erano presentati con la violenza e in modo violento furono accolti dai

ragazzi del paese. Posizionati in un angolo, li attesero con le carabine puntate e, quando li

ebbero sotto mira, li crivellarono di colpi. Morì così il loro capo, per la cui vita abbiamo

pagato un prezzo carissimo. Si erano presentati uccidendo, signore, come volevano essere

accolti?

»Gli altri fuggirono: qualcuno era gravemente ferito. I ragazzi del sindacato rimasero

molto soddisfatti, ma già sapevamo che saremmo stati puniti per quella morte, anche se

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mai avremmo creduto che ce l’avrebbero fatta pagare così cara. Otto o dieci giorni dopo ci

dissero che stavano arrivando delle truppe da Valladolid. E che truppe, signore, che truppe!

Gli sciacalli non sono peggiori. All’inizio gli opponemmo resistenza. Non l’avessimo mai

tentata! Gli ordigni che avevano vomitavano fuoco e piombo contro il popolo. Gli uomini

cadevano falciati come il grano. Non poterono resistere e andarono in campagna per

continuare a combattere. Quelli che, come me, rimasero in paese, misero fuori bandiere

bianche e si rinchiusero dentro le proprie case ad aspettare che arrivassero le truppe.

Magari avessimo lottato fino all’ultimo istante della nostra vita! Quelle truppe di mori e

disertori andarono di casa in casa buttando giù le porte a colpi di calcio di fucile e

uccidendo davanti alle loro mogli e ai loro figli tutti gli uomini che trovavano, giovani e

vecchi, amici e nemici, buoni e cattivi, ribelli e obbedienti. Non ne rimase nemmeno uno.

A Sanbrian non restò vivo nessun uomo. Dopo i mori e i disertori arrivavano i figli dei

signorini, e poiché non c’era più nessun uomo da uccidere, ammazzarono le donne. Quelli

non erano esseri umani, erano bestie. Quello che hanno visto i miei occhi non si era mai

visto prima né si vedrà più. Quella stessa notte, tra il rumore spaventoso delle scariche di

fuoco e le grida soffocate di quelli che morivano, le povere donne di Sanbrian presero i

loro figli per mano, strinsero i più piccoli al petto e scapparono verso il bosco terrorizzate.

Le sentinelle sparavano a caso su quelle ombre in fuga. Qualcuna di loro cadde trafitta da

un colpo e, fino a quando non venne giorno, rimase al suo fianco una creatura che piangeva

nella notte infinita, senza azzardarsi a mollare la mano irrigidita che poco a poco diventava

fredda tra le sue tenere ditina.

»Fuggirono tutti, vecchi, bambini e donne. Quelli che non scapparono li uccisero.

Non rimase anima viva nel paese. Solo io. Da quella terribile notte non c’è a Sanbrian altro

essere vivente oltre a me. Uccisero mio marito davanti ai miei occhi, i miei figli

scapparono. Perché scappare? Aspettai che uccidessero anche me. Non so perché non lo

fecero.

»Da allora sono l’unico essere umano che vive in questo paese. Qualche volta,

durante la notte, è arrivata nascondendosi qualche madre o moglie fuggiasca desiderando

conoscere il destino dei suoi cari. Quando vagano per queste strade e per queste case vuote

e silenziose, quando constatano inorridite che non rimane anima viva, fuggono un’altra

volta terrorizzate. Solo io rimango qui a piangere e pregare per tutti.

* * *

Una fragorosa ovazione mise in evidenza le ultime parole dell’eccellentissimo signor

don Cayetano Tirón, incaricato di rendere omaggio alla memoria del capo territoriale della

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Falange Spagnola ignobilmente assassinato a Sanbrian, e di celebrare il glorioso operato

dell’Esercito Nazionale che liberò finalmente il paese dalla tirannia dei banditi rossi.

Applausi, congratulazioni, saluti, colpi di tacco, ovazioni, musica di fanfara e una

splendida parata. I falangisti percorrevano poi le vie di Valladolid formando gruppi che si

entusiasmavano ripetendo trionfalmente il loro grido di guerra:

- Viva la muerte!

- Viva la muerte!

La gente circolava pacificamente per le strade e le piazze. I bar e le birrerie erano

strapieni. Nella sala di una di esse, dove avveniva il ritrovo dello stato maggiore del

fascismo, una volta terminata la patriottica cerimonia, si riunirono i capi della Falange. Lì

si recò Tirón, trionfante dopo aver pronunciato il suo eloquente discorso.

- Così si parla!- gli disse Paco Citroen, uno spavaldo e spiritoso signorino di Madrid,

tipico esemplare della casta che si vantava di essersi battuta come un cucciolo di cinghiale

nella Sierra durante i primi giorni della rivolta, e che di questo viveva.

Paco Citroen era un singolare prodotto di Celtiberia219, il quale riponeva tutto il suo

orgoglio nell’essere più testardo e intollerante di quello che in realtà era. La sua grande

devozione era il purismo. Stava dalla parte dei fascisti poiché erano dei tipi autentici, e il

suo grido di guerra era: «Gli stranieri sono molto rozzi! Viva España!». Uno strano

complesso di inferiorità nazionale lo faceva reagire furiosamente contro tutto quello che

non fosse tipicamente spagnolo, con una xenofobia delirante che lo portava, ogni volta che

era un po’ ubriaco, a inveire con grottesche esclamazioni come: «Evviva il lesso e a morte

il Foreign Office!» «A morte la ginnastica svedese e viva i tori!» «Abbasso i bagni e le

vasche!» «Evviva l’odore delle ascelle!» «Mi piacciono grasse e abbasso il massaggio!».

- Questo Paco Citroen è uno zoticone. Ma che gran patriota!- commentavano mentre

lo sentivano degli intellettuali scappati da Madrid, professori e giornalisti che si erano

messi al servizio del fascismo, e che, timidamente, si riunivano insieme ai capi della

Falange.

Un'altra peculiare personalità che prendeva parte al cenacolo era un capo-centuria, ex

cameriere di caffè soprannominato il Testone, molto popolare a Valladolid per le sue

219

I celtiberi erano popolazioni celtiche che, nell’antichità, si stanziarono nella Penisola Iberica a seguito di varie ondate migratorie.

Dal nucleo originario, collocato nell’odierna Spagna centro- settentrionale, si estesero in seguito verso sud e verso occidente, lungo le

coste dell’attuale Galizia. Frazionati in tribù e sottomessi a Roma fin dal IIsecolo a.C., subirono un forte processo di assimilazione alla

nuova cultura latina, finendo per dissolversi come popolo autonomo già a partire dall’Età Augustea.

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antiche lotte contro i sindacati, il quale, commentando con aria beffarda il discorso della

piazza, diceva:

- Quello che è successo a Sanbrian avvenne esattamente come voi, signor Tirón,

avete raccontato. Io ero lì. E se non fu così, dovrà venire qualche abitante del paese a

correggerci. Ma potete rimanere tranquillo voi, signor Tirón. Proprio per questo ci siamo

presi la briga noi di far sì che non ne rimanesse nemmeno uno che potesse raccontarlo.

Tirón, che sapeva a cosa attenersi circa la verità storica e la verità vera, sofisticava:

- Il fatto in sé importa poco o niente. Alla storia ciò che interessa è il suo significato,

il valore storico che può avere, e questo non lo stabiliscono mai gli stessi protagonisti,

bensì coloro che, come noi, si danno da fare subito dopo per interpretarlo.

- Ossia: lei vorrebbe raccontare a me, che stavo lì, quello che successe a Sanbrian?-

sbottò Paco Citroen.

- E tu, Paco, riconoscerai che tutto andò proprio come lo racconto io e non come tu,

confusamente, avresti creduto. Tu stavi lì, ma non rendendoti conto di quello che stava

succedendo, ti mancava la prospettiva storica.

Paco stava per dire un’insolenza. Ma se ne rimase zitto.

* * *

Quello stesso pomeriggio arrivavano a Valladolid i resti di un battaglione del

Tercio220 che stava combattendo già da diverse settimane nei dintorni di Madrid, e a cui era

stato dato il cambio per far sì che potesse riposare e coprire le perdite. I legionari fecero la

loro entrata nella capitale castigliana con una delle loro valorose e impressionanti sfilate.

Attraversarono le strade marcando il passo con molte bracciate e richiedendo applausi

come i toreri. Avevano i colletti sbottonati e le maniche rimboccate. Sopra la camicia,

alcuni facevano grande sfoggio di ampi scapolari con la scritta «Resta qui!» che avevano

regalato loro le pie nobildonne di Castiglia. Uno di loro, in modo ancora più spettacolare,

aveva la camicia lacerata e si era attaccato sulla pelle del petto il prodigioso «Resta qui!».

La gente pacifica e codarda della città guardava passare estasiata i famosi guerrieri della

Legione, la cui leggendaria ferocia provocava un’insolita sensazione di paura e sicurezza.

Per enfatizzare questa spaventosa impressione, i legionari, tra le tante altre infantili

esibizioni, avevano sostituito l’asta della loro bandiera con una fatta di tibie di esseri umani

incastonate l’una all’altra; quel macabro pennacchio faceva rabbrividire i negozianti, gli

impiegati, le ragazzine e i bambini. Questi ultimi, in particolar modo, seguivano con gli

220

Tercio: battaglione di fanteria dell’esercito spagnolo fondato in Marocco nel 1920.

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occhi spalancati l’imponente portabandiera della Legione, con il forte desiderio che

lasciassero loro ammirare da vicino e toccare quelle ossa umane che dovevano suscitare

chissà quali pensieri nelle loro fantasie infantili.

Terminata la parata, i legionari si sparsero per le strade, le caffetterie e le taverne

dell’antica città castigliana, per la quale iniziarono a diffondere vanitosamente le loro

imprese. Un gruppo di ufficiali della Legione faceva amicizia con i capi fascisti nel

cenacolo della birreria. Gli ultimi arrivati raccontavano i recenti trionfi dell’Esercito

Nazionale. Nella Sierra si erano fatti considerevoli progressi. Il giorno prima i legionari

erano finalmente entrati a colpi di baionetta in uno dei paesini di montagna che aveva

offerto la più feroce resistenza: Miradores.

Appena sentì questo nome, Miradores, Tirón chinò il capo e provò un improvviso

malessere, La sua carnagione giallognola di sofferente di fegato si scurì e un angosciante

sapore cattivo gli salì nella bocca pastosa. L’ufficiale che stava raccontando i particolari

dell’operazione faceva continua allusione a persone e luoghi che Tirón, in silenzio e con

gli occhi chiusi, vedeva materializzarsi davanti a lui con patetica concretezza. Mentre

l’ufficiale continuava a parlare con il suo linguaggio rapido di militare, Tirón, spaventato,

si aspettava di sentire da un momento all’altro qualcosa che temeva non gli sarebbe stato

possibile sopportare. Tre nomi martellavano la sua coscienza. Tre figure di donne che lo

accusavano prendevano forma davanti a lui. L’ufficiale proseguiva tra beffe e atrocità il

suo racconto. La presa di Miradores era stata uno degli episodi più duri e difficili della

spedizione militare. I casi isolati di eroismo e disperazione da parte dei difensori del paese

sgorgavano uno dopo l’altro dalle labbra dell’ufficiale. Ma non uscirono mai quei tre nomi,

quelle tre figure di donna che lo stavano tormentando.

Non osò fare domande. Preferì l’incertezza alla fastidiosa certezza. Il suo fondo

nietzschiano di fascista gli diceva che il dubbio è un buon conforto. Venne a sapere che gli

abitanti ribelli di Miradores che non erano morti in battaglia erano stati catturati, condotti a

Valladolid e incarcerati. Probabilmente li avrebbero fucilati all’alba.

Ormai tardi, uscì dalla birreria senza avere avuto il coraggio di domandare di quelle

tre ragazze che lo avevano salvato e che probabilmente avevano pagato con le loro vite il

trionfo della causa che lui difendeva. Saranno scappate in tempo? Mah! La sua coscienza si

tranquillizzava pensando che, anche nel peggiore dei casi, non avrebbe potuto far nulla per

impedire che morissero.

E se fossero tra i prigionieri che erano stati condotti a Valladolid? L’idea era troppo

crudele. Tentò di levarsela dalla testa. S’incamminò verso casa, eroicamente intenzionato a

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non chiarire i propri dubbi. Ma, giunto sulla soglia, gli venne la tentazione di dare

un’inebriante tregua alla sua coscienza e, tornando sui suoi passi, si diresse alla prigione

centrale, dove si era riunita l’assemblea di falangisti che in quel momento, probabilmente,

stavano decidendo il destino dei prigionieri.

- Ottima razzia quella del Battaglione di Fanteria a Miradores!- gli dissero non

appena entrò. All’alba moriranno undici di quei banditi rossi che per due mesi hanno

tenuto in scacco il paese.

- Avete lì la lista?- chiese con forzata indifferenza.

Gli passarono un foglio. Non appena lo esaminò, lesse i tre temuti nomi: Rosario,

Carmen e Adela. Rimase esteriormente impassibile, come se stesse controllando solo per

pura curiosità dei nomi che non gli dicevano nulla. Sentì che passava il tempo, che dentro

di sé qualcosa si stava ribellando e lottava per uscire, che i suoi insensibili compagni nel

frattempo continuavano a chiacchierare e fumare indifferenti e che lui, angosciosamente

scosso da quella repulsione interiore, se ne rimaneva immobile come uno stupido con quel

foglio che niente più poteva dirgli davanti agli occhi. Pensò che, alla fine, avrebbe reagito

con vigore, e sentì che un gran movimento che partiva dal fondo del suo spirito stava per

irrompere trionfalmente in quella situazione orrenda. Ma non era abbastanza uomo per

quell’impresa così grande. La voce gli si ruppe in gola, il sangue gli si gelò nelle vene e

quell’incipiente impeto vitale fu presto annientato. Invece di lanciarsi temerariamente nella

lotta per strappare dalla morte quelle tre donne alle quali doveva la propria vita, si limitò a

chiedere timidamente:

- E queste tre donne?

- Le peggiori. Cento vite non sarebbero sufficienti per pagare per quello che hanno

fatto- gli risposero.

- Non sarà stato così grave...- azzardò.

- Come? Hanno compiuto delle atrocità. Assassinavano con le loro mani i prigionieri e

toglievano gli occhi ai figli delle autorità.

Pur non volendolo si ribellò.

- Questo non è vero! A me risulta.....

Uno dei capi che erano lì presenti lo guardò con severità e, avvicinando a lui la sua

cara livida, lo interruppe:

- A lei non risulta proprio nulla. Si è dimenticato che è capo della Falange Spagnola?

Quelle donne hanno commesso dei crimini orrendi per i quali pagheranno con le proprie

vite. Così ha deciso l’autorità superiore. Ha qualcosa da aggiungere lei?

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Tirón si mise sull’attenti.

- Niente. Sono ai vostri ordini, eccellenza.

- Può ritirarsi.

Uscì ridotto come uno straccio. Per le strade, solitarie e oscure, non c’era anima viva.

Passando davanti ad una locanda sentì lo strepito di alcuni legionari ubriachi. Ormai vicino

a casa sua, incrociò una pattuglia di falangisti che stavano cantando il loro inno di guerra.

- Viva la muerte!- gridavano.

Quel paradossale grido vagava spaventosamente per le vie deserte della morta città

castigliana.

Entrò in casa battendo i denti e si rinchiuse nella sua camera. Mentre si spogliava,

togliendosi tutte le cinghie, tirò fuori la pistola dalla fondina, rimase un momento ad

esaminarla per poi appoggiarne la canna alla tempia. Chiuse gli occhi. Contò. Uno, due,

tre, quattro, cinque, sei, sette…

Aprì quindi gli occhi e sorrise di se stesso. Che gran commediante che era!

Ripose la pistola sul comodino e si mise a dormire. Si addormentò subito, con un

sonno pesante e profondo. Dormiva come un bambino.

Trascorse del tempo.

Di colpo si risvegliò terrorizzato. Si rigirava nel letto come una bestia prigioniera in

una tagliola. Si destò dal sonno e accese la luce.

- Mah!- pensò. Brutti scherzi del subconscio. Avrò bisogno di un po’ di bromuro..

Chiuse gli occhi e, visto che la forza di volontà compie miracoli, ripiombò nel sonno

profondo. Ma appena la molla della volontà si rilasciava nel sonno, quel dubbio angoscioso

tornava a farlo agitare.

Alla fine si alzò, disperato, e iniziò meccanicamente a vestirsi. Non appena ebbe

finito, aprì con discrezione la porta e uscì come un robot. Si diresse senza alcuna titubanza

verso il carcere. Quando arrivò davanti alla porta, rimase perplesso. Che era andato a fare

lì? Girò intorno all’edificio, tenendosi attaccato ai sinistri muri, e si ritrovò un’altra volta

nello stesso punto. Che ora sarà stata? In quel momento arrivarono alla porta del carcere

dei camion dai quali scesero dieci o dodici falangisti. Rimase attonito. Tutto era già

terminato.

I falangisti lo riconobbero e gli chiesero sorpresi cosa facesse lì. Diede una

spiegazione qualsiasi.

Non dovette chiedere nulla. Uno dei falangisti si mise a raccontargli le esecuzioni.

Quella notte la cosa era stata ardua. Tra i condannati c’erano tre donne, tre miliziane rosse.

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- Fucilare delle donne non è la stessa cosa di fucilare uomini, capo- diceva scuotendo

la testa un falangista.

- Banditi rossi, tutti, uomini e donne! Bisogna farli fuori!- grugnì un altro.

- Come sono morte?- domandò con tono indifferente.

Quello che la sua coscienza vigliacca stava ipocritamente implorando era la

tranquillità che, per lo meno, le vittime non avessero sofferto molto.

- Pse!- gli risposero. Non dovevano avere proprio nessuna voglia di morire. Erano

giovani e belle… Una di loro, la più giovane…

- Adela?

- Sì, Adela credo si chiamasse. La conosceva lei, capo?

- Sì.

- Quindi, questa Adela, anche se tanto minuta, era molto decisa. Sorrideva

addirittura. Poi, però, crollò e fu necessario portarla ripetutamente vicino alla parete.

All’ultimo istante ebbe ancora la forza per alzarci il pugno. Non le lasciammo il tempo di

gridare.

- Un’altra fu docile come un’agnellina.

- A me quella che maggiormente ha impressionato è stata la più donna, una brunetta

forte e bella…

- Rosario.

- Sì, Rosario. Non protestò, non strillò, non ci fu bisogno di sostenerla né alzò il

pugno, ma come piangeva!

E il falangista in modo ossessivo ripeteva:

- Come piangeva! Piangeva come una bambina.

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6.5 BIGORNIA

Lo chiamavano Bigornia, ed era un orco allegro e un po’ sgarbato che dondolava il

suo imponente corpo avvolto in una sbiadita tela blu vicino alle recinzioni dei terreni

edificabili e agli sterrati della periferia dove si trovava la sua abitazione. Un orco che,

invece di mangiarseli i bambini, dava loro tutto quello che poteva, e li procreava con una

fecondità indecente. Un orco del centro e di periferia scandalosamente prolifico, il quale si

era accampato con l’intera prole in una casupola dei sobborghi della grande città, dove

viveva come se abitasse al margine di una foresta, all’interno della cui boscaglia fatta di

cupole, torri e camini si addentrava tutte le mattine impugnando un martello da fabbro che

ricordava l’ascia che, in altre epoche, tenevano probabilmente in mano gli orchi come lui.

Era un orco trasformato in operaio metallurgico allo stesso modo in cui, col passare

del tempo, la foresta si era trasformata in città senza che né l’uno né l’altra avessero del

tutto perso la loro ancestrale essenza. Bigornia era un operaio meccanico. Fabbro, figlio di

fabbro e nipote di fabbro, aveva conosciuto durante la sua infanzia una fucina non molto

diversa da quella di Vulcano e, sebbene il rapido progresso meccanico del secolo avesse

sottomesso il suo istinto e la sua forza naturale al mutamento e all’affinamento della

tecnica, conservava ancora un’essenza selvatica di forgiatore primitivo, di uomo della

foresta, forte e di grandi energie, che, per la prima volta, unisce il ferro, il fuoco e l’acqua,

soffia, martella, tempra e crea l’acciaio. Bigornia era un buon operaio meccanico perché

aveva potuto conoscere la prima auto che era arrivata in Spagna, la prima mitragliatrice, la

prima linotipia, il primo aereo, e dalla sua umile posizione di servitore della metallurgia era

riuscito a familiarizzare con i dogmi e i misteri della tecnica moderna. Apparteneva a

quell’ultima generazione di operai meccanici che avevano ancora un certo senso

umanistico del vivere e del lavorare. Quelli più giovani di lui, quelli che avevano iniziato il

mestiere quando le locomotive avevano già i cuscinetti a sfera, non sapevano niente né

conservavano quell’istinto primitivo, quella buon senso di uomo allo stato di natura che

permetteva, a volte, a Bigornia di rischiarare con le sue luci naturali la confusione degli

ingegneri.

La grande città non era riuscita a domarlo completamente, né tantomeno aveva

annientato la sua forte personalità, la quale, non potendo sopravvivere nelle strette celle dei

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grandi alveari umani quali erano i quartieri operai, era evasa nei sobborghi in cerca di

maggiore spazio; tutti i pomeriggi, quando usciva dall’officina dove lavorava,

attraversando terreni sterrati e discariche, andava lì, ai confini della Dehesa de la Villa221,

nella casupola dove abitava circondato dalla sua terza moglie, Antonia –le prime due gli

erano durate poco-, e dai suoi innumerevoli figlioletti, uno all’anno da più di vent’anni, i

quali, grazie al fatto che morivano quasi con la stessa facilità con la quale nascevano, non

superavano mai il numero costante di dodici o quattordici, numero mantenuto per

l’inclusione nella prole di alcuni figli naturali che gli erano nati da quelle parti. In quella

capanna robinsoniana, che lui stesso aveva costruito in mezzo al deserto di barattoli di latta

abbandonati dagli straccivendoli, Bigornia si sentiva forte come un re e libero come un

boscimano. Aiutato dalla piccola truppa dei suoi figli, tra i quali ripartiva indistintamente

ceffoni e pezzi di pane, si intratteneva durante le serate dei giorni lavorativi e nel corso

dell’intera domenica lavorando per conto suo e collaudando con molto entusiasmo delle

bizzarre invenzioni meccaniche che, in realtà, non gli avevano mai dato altro che il

semplice piacere di sperimentarle. Per creare i suoi curiosi macchinari, girava

pazientemente tra i cumuli di ferraglia del Rastro222, presso i quali comprava, per dei

centesimi, pezzi singoli di vecchie apparecchiature che poi trasformava e univa in base alla

sua ingegnosità fino ad arrivare a costruire quei congegni inverosimili che o erano già stati

inventati, o era completamente inutile inventare. Era un autodidatta della meccanica che in

essa trovava un piacere puro e disinteressato. Meno pura, anche se ugualmente

disinteressata, era un’altra funzione del suo piccolo laboratorio domestico: quella di

produrre e fornire armi per la lotta a tutti i ribelli che gliele richiedevano. In quella

casupola della periferia c’erano sempre una fucina e un’incudine generosamente disposte a

rendere più facile la vendetta personale a tutte le persone della grande città che provavano

qualche risentimento, a quanti sentivano il desiderio di lottare contro un ordine sociale che

Bigornia aveva giudicato ingiusto e criminale dal fondo anarchico del suo animo. Da quel

piccolo laboratorio pittoresco erano usciti i congegni infernali dei terroristi degli ultimi

venti anni e le pistole degli studenti della FUE223 che avevano lottato contro la dittatura.

Negli ultimi tempi, le lotte sociali sostenute con strumenti più moderni e potenti non

221

La Dehesa de la Villa è un parco situato a nord-est di Madrid, non lontano dalla Città Universitaria nel quartiere di Moncloa-

Aravaca.

222 Il mercato del Rastro è l’antico mercatino delle pulci di Madrid.

223 Federación Universitaria Escolar, organizzazione studentesca di grande importanza negli anni che precedettero la Guerra Civile

Spagnola.

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richiedevano più la collaborazione di Bigornia, e le milizie socialiste e comuniste,

provviste di buone armi automatiche, sdegnavano il piccolo laboratorio rudimentale del

fabbro di periferia. Allontanato dall’attività rivoluzionaria dei giovani che sfilavano

segnando il passo militarmente -cosa, questa, che lo rendeva furioso-, il veterano Bigornia,

fedele al suo antico sentimento anarchico e individualista, si era rinchiuso nella sua

catapecchia, sempre più affezionato alla sua numerosa prole e alle sue difficili invenzioni.

Nonostante questo allontanamento, una domenica pomeriggio, quando gli riferirono

che i militari ribelli si erano fortificati all’interno delle caserme, allontanò dalle mani la

lima, infilò nella cintura del pantalone l’inseparabile martello da fabbro, il suo vecchio

martello da forgia, e si recò sul posto con i compagni, ridacchiando e dondolando il corpo

robusto con la sua aria da orco allegro e scorbutico. Per tutta la notte si aggirò con i

compagni nei pressi della caserma della Montaña, la cui mole nera s’innalzava

inaccessibile davanti a loro. Al suo interno, i militari ribelli e i giovani fascisti che si erano

uniti alla sollevazione sembravano disposti a resistere disperatamente. Alcune centinaia di

socialisti e comunisti armati di pistole e guidati da un tenente delle guardie d’assalto224

circondavano l’enorme edificio. Bigornia e i suoi compagni cercarono inutilmente il punto

vulnerabile di quella fortezza per loro inespugnabile. Avrebbero dovuto assaltarla al costo

del proprio sangue, offrendo il petto, senza alcuna protezione, per le rampe di accesso, che

sicuramente sarebbero state battute dal fuoco delle mitragliatrici dei ribelli, oppure

arrampicandosi disperatamente lungo i bastioni cercando di mettersi al riparo dal tiro

nemico, come nei leggendari assalti alle fortezze medievali. Il governo non aveva i mezzi

da combattimento necessari per far capitolare la caserma. Portarono un cannone, ma non

c’erano artiglieri. Trovarono, infine, un comandante repubblicano che si offrì di sparare sui

ribelli. Ma da solo non poteva aprire il fuoco. Arrivò, quindi, uno dei suoi figli, e entrambi,

aiutati da Bigornia, che qualcosa ne capiva anche di cannoni, spararono il primo colpo

contro la caserma. La palla si schiantò contro le solide mura come un’inoffensiva pallina.

Dovettero, quindi, andare in cerca di un altro cannone più grande. Per guadagnare tempo,

un aereo repubblicano, l’unico di cui disponevano, lanciò sui ribelli dei foglietti intimando

loro di arrendersi entro breve.

Però, se i mezzi materiali mancavano, di uomini, in compenso, ce n’erano in esubero.

Da quando si era fatto giorno, migliaia e migliaia di cittadini erano accorsi nelle vicinanze

224

Le guardias de asalto costituivano una forza di polizia urbana creata dalla Seconda Repubblica.

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della caserma formando un accerchiamento insuperabile. Barricatasi dietro agli imbocchi,

una gigantesca folla senz’armi, ma con un entusiasmo delirante e suicida, aveva

accerchiato i ribelli, i quali, impressionati da quella massa umana, non ebbero il coraggio

di uscire. A metà mattina, infine, il cannone repubblicano cominciò a sparare. L’aereo

lasciò cadere anche alcune bombe sui tetti della caserma, e la folla avanzò formando una

massa compatta. Quelli che stavano davanti venivano spinti da quelli che stavano dietro,

che li facevano andare avanti anche se non lo volevano. Le mitragliatrici dei ribelli

aprirono il fuoco contro la folla, che si ripiegò su se stessa dando l’impressione di

costituire un unico corpo mostruoso, come quello di un gigantesco animale antidiluviano.

Un colpo preciso di cannone fece saltare una delle porte della caserma e, attraverso quella

breccia, i più determinati tentarono l’assalto. Un gruppo di guardie, miliziani socialisti e

comunisti e operai senz’armi, tentò di salire la rampa battuta dal fuoco dei nemici, al

termine della quale si trovava l’unico accesso possibile. Le raffiche di colpi delle

mitragliatrici li falciarono. Caddero alcuni e indietreggiarono altri. Bigornia, che stava con

loro, si ritrovò nella parte superiore della rampa attaccato alla balaustra della parete rimasta

in piedi, che utilizzò come parapetto. In quell’angoletto protetto dal fuoco nemico, si erano

riparati i cinque o sei assalitori che non erano né morti né tornati indietro, un sergente

dell’esercito con una coccarda tricolore al petto, un ragazzino attonito con aria da studente,

una guardia d’assalto, un miliziano comunista con aria di señorito, che teneva appesa al

collo una pistola mitragliatrice, una donna con un grembiule bianco e Bigornia. Di fronte, a

dieci o dodici passi, c’era la porta della caserma che era stata aperta dal colpo di cannone.

- Forza!- aggiunse il sergente-. Un altro spintone e siamo dentro!

Ma le pallottole dei ribelli piovevano intorno a loro tempestando il suolo, la cui terra

schizzava facendo dei saltelli come se stesse iniziando a bollire. Bisognava attraversare

quella spianata difesa da una terribile cortina di piombo.

- Avanti!- gridò il comunista della pistola mitragliatrice, e, rivolgendosi a quelle

quattro o cinque persone rannicchiate nella balaustra della rampa, chiese loro: -Avete

armi?

Lo studente fece un ampio gesto di desolazione e si mise le mani in tasca con un

cenno di sconforto. La guardia d’assalto caricò la sua carabina mauser. Il sergente impugnò

una pistola d’ordinanza. Bigornia fece volteggiare il suo martello da forgia sopra la sua

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testa. La donna prese un angolo del suo grembiule bianco e si mise a mordicchiarlo

nervosamente. Il comunista la guardò sbalordito e le chiese furioso:

- E lei cosa fa qui, signora?

La povera donna, spaventata, gli rispose:

- Ho un figlio che fa il soldato e che si trova qui, dentro la caserma, prigioniero degli

ufficiali, e sono venuta a salvarlo. È mio figlio, sa!

Il comunista non seppe cosa rispondere e alzò le spalle.

In quel momento iniziarono a sparare da un’altra finestra della caserma rivolta verso

quell’angolo dove si erano riparati.

- Se rimaniamo qui ci arrostiscono vivi!- urlò la guardia d’assalto-. Avanti! Nella

caserma!

- Nella caserma! Nella caserma!- ripetevano i sei facendosi coraggio. Ma nessuno

osava muoversi.

Bigornia, allora, drizzò il suo corpaccione e, girandosi verso la facciata della

caserma, gridò con voce roca: «Figli di puttana!». E andò avanti rapidamente, con passo

trepidante da orso, sotto il diluvio di piombo. Gli altri lo seguirono costretti a imitarlo. Non

appena si sporse fuori dalla balaustra, la guardia d’assalto rotolò giù con un colpo al petto.

Non volsero verso di lui nemmeno uno sguardo. Bigornia riuscì a raggiungere indenne

l’ingresso seguito dal sergente e dal miliziano comunista, i quali sparavano alla cieca con

le loro armi, dallo studente, che gridava non si sa cosa, e dalla donna, che andava avanti

alla cieca coprendosi il volto con un braccio, con la stessa andatura ridicola e patetica di

uno struzzo spaventato. All’ingresso della caserma, i pezzi di legno e le macerie

ammucchiate impedivano loro di andare oltre. Bigornia brandì il suo martello

temerariamente e, ruotandolo, tenendolo con entrambe le mani, si aprì la strada riducendo

in frantumi qualsiasi ostacolo che incontrava. Un’euforia selvaggia brillava nel suo volto

apoplettico di orco infuriato. In questo modo, arrivò fino al grande cortile della caserma.

Nel momento in cui fece la sua improvvisa apparizione davanti agli occhi strabiliati dei

militari ribelli, la sua figura dovette assumere proporzioni mitologiche. Ai soldati, molto

probabilmente, quell’omone robusto con tuta blu da meccanico che era riuscito ad arrivare

miracolosamente illeso fino a lì brandendo un pesante martello da forgia, dovette sembrare

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un essere soprannaturale. Bigornia, rendendosi conto di trovarsi nel cortile della caserma,

drizzò il busto, alzò le braccia e i pugni chiusi e gridò con voce tonante:

- Viva la rivoluzione sociale!

Il suo grido risuonò nell’ambiente enorme della caserma e rimbombò nelle gallerie,

dove i soldati disarmati, ammucchiati come agnelli e con la faccia al muro sotto la

minaccia delle pistole fasciste, iniziarono a muoversi irrequieti. Lo studente avanzò

all’interno del cortile dietro a Bigornia. Il sergente, sospettoso, controllava i movimenti

degli ufficiali e dei fascisti che stavano nelle gallerie superiori.

- Attenzione!- gridò-. Stanno per spararci addosso!

Prese la donna per mano e, conoscendo l’edificio, la trascinò al sicuro verso una

porticina che c’era vicino alle scale. Il miliziano comunista li seguì. Bigornia avanzò a

petto scoperto verso il centro del cortile. Lo studente stava dietro di lui. Non erano ancora

arrivati dalla parte opposta quando una pioggia di mitraglia cadde sopra di loro. Bigornia,

con un salto, si riparò dietro un pilastro. Lo studente che lo seguiva stramazzò al suolo con

il corpo crivellato dai colpi.

- Ahi, mamma!- gridava contorcendosi sopra le lastre del cortile, mentre dalle

gallerie gli ufficiali scaricavano su di lui le loro pistole.

Bigornia uscì dal suo nascondiglio, afferrò per una gamba il ragazzo e lo trascinò in

un luogo sicuro. Trovò una stretta arcata che serviva ai soldati per esercitarsi a sparare, e lo

lasciò lì, dicendogli:

- Poi tornerò a prenderti. Non fare lo stupido. Non azzardarti a morire prima, bello.

Quando uscì di nuovo nel cortile, la scala era piena di soldati disarmati che, ancora

timidamente, avanzavano verso l’uscita, vedendosi finalmente liberi dalle pistole dei

fascisti e degli ufficiali. Un’altra schiera di assalitori riuscì eroicamente ad attraversare la

spianata battuta dalle mitragliatrici e, in pochissimo tempo, il popolo e i soldati invasero il

cortile fraternizzando allegramente. La donna che era entrata con Bigornia riapparve nella

parte alta della scala abbracciando e baciando suo figlio, un vivace cornettista che

acclamava freneticamente la Repubblica.

- L’ho salvato! L’ho salvato!- gridava la madre, pazza di gioia.

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La caserma della Montaña, fortezza quasi inespugnabile, aveva capitolato. Le sue

solide mura erano state tanto inutili quanto lo furono quelle di Gerico.

I soldati condussero gli assalitori in una delle gallerie, all’interno della quale

trovarono un ammasso enorme di fucili, con la baionetta già fissata. Sembra ci sia stato un

momento in cui i militari ribelli tentarono di uscire attaccando alla baionetta, senza sparare,

ma che, alla fine, ci rinunciarono per mancanza di fiducia in se stessi e per la poca fiducia

che ispirava loro la truppa, alla quale, dopo molte esitazioni, avevano fatto lasciare le armi

in quel mucchio. Lì, gli assalitori che erano arrivati a mani vuote si armarono di fucili.

Quasi tutti prendevano in mano un fucile per la prima volta in vita loro, e da qualsiasi parte

partivano colpi involontari che provocarono una gran confusione e alcune vittime. Gli

assalitori più determinati, guidati dagli ufficiali d’assalto, si sparpagliarono per le scuderie

della grande caserma. Quella fiumana umana, quel colossale diluvio di popolo, aveva

paralizzato l’azione dei ribelli. Gli ufficiali più valorosi si toglievano la vita sparandosi con

le proprie pistole alla tempia o al palato. I codardi provavano, invece, a scappare

togliendosi la giacca dell’uniforme e travestendosi da operai. Ma gli stivali alti li tradivano.

I fascisti indossavano tutti la tuta blu dei lavoratori. Quando i gruppi di assalitori

scovavano qualcuno e lo identificavano, lo mettevano al muro, gli scaricavano un colpo

alla nuca e procedevano oltre. Vestito con una tuta da operaio e nascosto nel sottotetto,

trovarono il generale Fanjul. Quando lo portarono fuori passando attraverso il cortile, la

madre del cornettista, alla quale lo indicarono come il capo della ribellione, si lanciò sopra

di lui come una belva e gli graffiò il viso gridandogli:

- Assassino! Sei tu che volevi che ammazzassero mio figlio!

Liberarlo dalle sue grinfie costò una fatica improba.

Bigornia, spezzando le porte chiuse col suo potente martello e frantumando quanti

simboli o strumenti militari trovasse durante il suo passaggio, passava attraverso le stanze

della caserma seguito da un gruppo di operai che si impossessavano di tutte le armi che

trovavano. Uno di loro si era imbattuto in una corazza da scherma e procedeva con il viso

coperto da una maschera di rete metallica tracciando delle finte a destra e a sinistra con un

fioretto. Un altro aveva decapitato d’un colpo un manichino rivestito con un’armatura da

guerra del sedicesimo secolo e si era messo in testa il casco, dotato del suo sfarzoso

cimiero e della sua celata, che poi non riusciva più ad aprire. Sopra al torso nudo e le

braccia tatuate, quel casco anacronistico gli conferiva l’assurdo aspetto di una maschera

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terrificante. Quella truppa bizzarra trovò, rintanati nell’angolo di una stanza, alcuni soldati

che alzarono subito le braccia terrorizzati. Li spinsero con le canne dei fucili e li fecero

andare avanti fino a quando non sbucarono in una vastissima scuderia, la palestra,

attraverso la quale gli ordinarono di avanzare mentre loro se ne rimanevano indietro. Non

appena li ebbero a sei o otto metri di distanza, fecero fuoco con una scarica di fucileria, e

quindi li finirono sparando a piacimento su di loro. Bigornia, che non se lo aspettava, si

voltò adirato.

- Perché li avete ammazzati? Chi vi ha dato l’ordine di sparare?- chiese a muso duro.

- Io- gli rispose il miliziano comunista che era entrato nella caserma insieme con lui

e che aveva preso il comando dei gruppi, sempre con la sua mitragliatrice appesa al collo.

Bigornia lo guardò dall’alto al basso. Era un uomo giovane, rasato, raffinato, con le mani

curate, ben vestito.

- Sono stato io a dare l’ordine di sparare. E allora?

Bigornia alzò le spalle e fece un gesto confuso.

- Bah! Non serviva!

Fu la sua unica risposta. Si girò e se ne andò. Il giovane comunista e la sua piccola

truppa continuarono a ispezionare le stanze della caserma alla ricerca di ribelli da fucilare.

Un’immensa folla riempiva ora l’ampio recinto, e si impossessava avidamente delle

armi gridando: «A Cuatro Vientos225! A Guadalajara! A Toledo!»

Molti camion carichi di operai armati di fucile partirono diretti verso le caserme degli

accampamenti, le quali si arresero senza lottare. Sopra uno dei camion Bigornia vide il

cornettista con la madre. La coraggiosa donna si era messa l’insieme di cinghie e le

cartucciere di un soldato sopra la pettorina del grembiule e, mentre teneva un braccio sopra

la spalla di suo figlio come per proteggerlo, con l’altro innalzava un fucile e gridava

furiosa:

- A morte i fascisti!

225

Cuatro Vientos è un aeroporto di Madrid situato a 8Km dal centro della città. Fondato nel 1911, è l’aeroporto più antico di Spagna.

In principio era una base aerea, di uso esclusivamente militare. Dagli anni Settanta ha acquisito anche un uso civile.

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Al tramonto il popolo era il padrone assoluto di Madrid e delle caserme degli

accampamenti. La folla trionfante sfilava attraverso la Puerta del Sol226 brandendo

vittoriosamente i fucili sottratti all’esercito. I vincitori avevano portato con loro la banda di

musicisti di un reggimento di fanteria, la quale, a tempo con i movimenti rigidi e verticali

della bacchetta del musicista principale, tentava di suonare L’internazionale227

con le

trombe e i flauti dell’esercito, ostinatamente restii agli accordi dell’inno proletario.

Il popolo aveva trionfato.

Bigornia si mise nella cinta del pantalone blu il suo martello da fucina e, dondolando

il suo corpaccione da orco, se ne tornò pian piano alla sua casupola di periferia, dove la

moglie e i dodici o quattordici figlioletti lo stavano aspettando. Per far giocare i bambini,

aveva portato loro una manciata di pallottole nuove e gli splendenti cordoncini dorati di un

comandante ausiliare.

* * *

Alcuni giorni dopo, i compagni tornarono a cercarlo nella sua catapecchia. Avevano

bisogno di lui. La vittoria del popolo nelle strade di Madrid non era stata altro che l’inizio

della guerra civile nell’intera Spagna. L’avanzare costante delle truppe coloniali sbarcate in

Andalusia esigeva che il proletariato si organizzasse militarmente. Di uomini ce n’erano in

abbondanza, ma mancavano specialisti, meccanici, gente in grado di usare il materiale da

guerra che era stato preso nelle caserme. Bigornia si arruolò solerte nelle milizie popolari.

Sebbene fosse un uomo vicino ormai ai cinquant’anni, era ancora forte come una quercia e

coraggioso come se ne avesse venti. Durante la sua gioventù era stato un vero Ercole. Un

episodio di quell’epoca lo illustrava per bene. Era arrivato a Madrid un famoso lottatore di

jiu-jitsu, Raku, che, come faceva di solito nelle sue esibizioni, lanciò una sfida a quanti

abitanti della capitale ritenessero di possedere le forze necessarie per lottare con lui.

Bigornia, infiammato, saltò sul tappeto e lottò impavido con il giapponese, il quale,

rapidamente, grazie a una delle mosse sleali del jiu-jitsu, gli balzò al collo come un gatto e

lo immobilizzò minacciando di strangolarlo. Era stato sconfitto. Bigornia, attanagliato,

cercava in vano di opporsi, rifiutandosi testardamente di dare il segno della resa.

Intrappolato in quella forbice formata dalle braccia muscolose del giapponese, stava per

226

La Puerta del Sol è la piazza e il luogo di incontro, commercio, della vita culturale e notturna più rappresentativo di Madrid, nonché

il Km 0 della rete stradale della Spagna.

227 L’Internazionale è la più famosa canzone socialista e comunista, riconosciuta come l’inno dei lavoratori in tutto il mondo.

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soffocare da un momento all’altro. Gli spettatori, angosciati, osservarono come il viso di

Bigornia diventasse prima rosso, poi paonazzo e infine nero. «Arrenditi, arrenditi!», gli

gridavano spaventati. Bigornia, con gli occhi fuori dalle orbite, lottava inutilmente per

strapparsi quella cravatta di ferro dando delle scosse spaventose che si facevano sempre

più convulse ma sempre meno potenti. «Arrenditi, arrenditi!», ripeteva la folla esasperata.

Ma non si arrendeva. Ci fu un momento in cui la sala fu attraversata dalla sensazione della

tragedia. Bigornia stava per morire strangolato. Ma il giapponese, che sapeva valutare bene

la resistenza umana, manteneva ostinatamente la pressione sulla gola dell’avversario,

sicuro che, nell’istante decisivo, l’uomo che sente di essere prossimo alla morte cede e si

arrende. Bigornia non si arrese. Il giapponese, sconcertato, dovette rassegnarsi a sciogliere

la presa e, temendo che quell’essere umano che dava, ormai, a malapena qualche segnale

di vita, fosse effettivamente morto per la pressione della sua presa, aprì la tenaglia e lo

liberò infine con un gesto di rabbia. Bigornia crollò. Il giapponese, spaventato, accorse in

suo aiuto. Bigornia tornò in sé lentamente. Il suo petto si gonfiava e sgonfiava

visibilmente. Riuscì a sollevarsi e rimase in ginocchio ansimando. Non appena riprese

coraggio si alzò, fece un respiro profondo e, voltandosi come un fulmine verso il

giapponese, lanciò un urlo selvaggio, lo prese per una gamba e, facendolo volteggiare

sopra la sua testa come se fosse un fantoccio, lo scagliò sopra le poltrone della platea. Lo

aveva lanciato a dieci o dodici metri di distanza fratturandogli diverse costole. Questo era

il tipo d’uomo.

Erano trascorsi vent’anni da quel momento. Bigornia, grosso, panciuto, tranquillo,

non era più quell’Ercole di allora ma un orco gioviale, un po’ spaventoso e un po’

grottesco, che quando si affaticava e quando correva possedeva la stessa sconcertante

agilità di un pachiderma. Le donne, che prima lo cercavano con fervore attratte dal suo

aspetto prestante e virile, si burlavano ormai del fuoco che ancora brillava nei suoi occhi

quando le fissava bramosamente; ciò nonostante, ridendo e scherzando, continuavano ad

arrendersi soggiogate dal fascino di quel vigore esuberante e fuori dal comune, e, anche se

non riusciva più a farle innamorare perdutamente, riusciva comunque a lasciarle incinte

poiché durante il gioco le donne si distraevano e non stavano attente. Grazie a questi

contributi extraconiugali, riusciva a mantenere il numero costante della sua prole, e

nonostante difteriti e vaioli, i suoi dodici o quattordici figli tra naturali e legittimi

crescevano intorno a lui.

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Sulla soglia della vecchiaia, si dedicò alla guerra civile con tutto l’impeto e la tenacia

dei suoi cinquant’anni.

Lo destinarono al servizio dei carri armati sottratti all’esercito. Erano quattro o

cinque catorci scassati che non riuscivano quasi mai a percorrere quindici o venti

chilometri in una giornata senza avere qualche guasto. Bigornia, aiutato da mezza dozzina

di giovani meccanici, li controllò accuratamente. Revisionarono i vecchi motori,

rinforzarono le blindature e misero a punto il rugginoso meccanismo di trazione. Bigornia

non volle sottoporre le sue macchine da guerra a una prova troppo dura per gli stessi motivi

per cui Don Chisciotte non testò una seconda volta la resistenza della sua improvvisata

celata di cartapesta e fil di ferro, e, confidando più nell’effetto terrificante della loro

presenza che nella reale efficacia della loro azione distruttrice, le dette per buone e dichiarò

che erano pronte per la spedizione militare. Pilotati da alcuni operai coraggiosi e

imprudenti, partirono infine da Madrid i famosi carri armati intenzionati a bloccare

l’avanzata delle truppe ribelli che avanzavano alla conquista dell’Estremadura. Con lo

stesso passo lento di Rocinante, quei brutti congegni attraversarono la pianura della

Mancia cercando con maggior angoscia che attenzione il nemico per sfidarlo a singolar

tenzone. Il sole implacabile della steppa castigliana riscaldava le lamiere d’acciaio dei

vecchi carri armati, al cui interno quei temerari paladini si stavano arrostendo vivi. A torso

nudo, con la pelle lucida e gli occhi febbrili, Bigornia e i suoi compagni avanzavano a

passo di tartaruga dentro quelle corazze ardenti. I contadini, vedendo passare quei mostri,

alzavano il pugno, e le donnine di campagna, spaventate, si fermavano con la voglia di

farsi la croce come se fossero di fronte al diavolo. Quelli che fuggivano dalle zone invase

dai mori e dal Tercio228, quando li incrociavano, li contemplavano con ammirazione e,

riconfortati, proseguivano nel loro esodo illudendosi che presto avrebbero potuto ritornare

nelle loro case.

La lenta carovana fu costretta a fermarsi spesso. Bigornia saltava a terra e, con il suo

grande martello da fucina in una mano e la cassa di chiavi e attrezzi nell’altra, correva

verso il carro armato danneggiato e si metteva affannosamente al lavoro fino a quando non

riusciva ad aggiustarlo. Così arrivarono in Estremadura, dove le truppe dei miliziani partiti

da Madrid ripiegavano costantemente davanti all’avanzata dei mori e del Tercio, affiancati

dagli aerei italiani. Quelle masse di operai e contadini armati di fucili e senza ufficiali né

228

El Tercio, battaglione di fanteria dell’esercito spagnolo fondato in Marocco nel 1920.

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disciplina venivano spazzate via dalla mitraglia dell’aviazione, senza che riuscissero mai

ad arrivare alla lotta corpo a corpo con gli invasori. Di paese in paese si ritiravano in modo

disordinato. Ogni volta che il comando repubblicano stabiliva una linea di resistenza, gli

aerei italiani e tedeschi davano inizio a un spaventoso e sistematico bombardamento sulla

cittadina che, dietro alla prima linea, fungeva da base per il disorganizzato esercito del

popolo; la popolazione civile, terrorizzata, scappava, lasciando i miliziani senza alcuna

possibilità di approvvigionamento. Poiché mancavano gli spazi dei rifornimenti e delle

provviste, i miliziani rimanevano senza cibo, senza acqua e senza alcun possibile rifugio,

resistendo due o tre giorni incollati ai solchi di quella terra bruciata dell’Estremadura sotto

il costante bombardamento dell’aviazione per poi, infine, mettersi a correre disperati. In

questo modo, l’Esercito Nazionale avanzava vittorioso.

Si ritenne, allora, che il materiale dell’unico reggimento di carri armati che c’era a

Madrid avrebbe potuto essere utile per contenere la ritirata, e quindi Bigornia e i quindici o

venti operai meccanici che si offrirono per pilotarli si recarono in quei territori. Ormai in

prossimità della linea del fuoco, una mattina all’alba, le pesanti carrette partirono dalla

piazza dell’ultimo paesino repubblicano, attraversarono le linee repubblicane e si

addentrarono audacemente nel territorio nemico. Avanzavano nella campagna con gli

scarichi dei motori che scoppiettavano e facendo tremare la terra che calpestavano con il

fracasso del loro meccanismo arrugginito. Gli avamposti dei ribelli indietreggiavano e i

carri armati arrivarono vittoriosi fino a un paese evacuato il giorno prima dai miliziani.

Davanti alla carovana, con il torso nudo fuori dal guscio d’acciaio del cingolato, stava

Bigornia. I ribelli nel loro ritiro continuavano a far fuoco su di loro da lontano ma

Bigornia, sfidando il pericolo, con la sua cassetta degli attrezzi alle spalle e il suo martello

in mano, saltava da un carro armato all’altro controllando la marcia dei motori e il

funzionamento difficile del meccanismo di trazione. Riparati dietro alle case del paese, i

carri armati attesero l’avanzamento dei miliziani, ma, non appena questi uscirono in fila

dai loro parapetti e si sparpagliarono per la terra spoglia, apparvero all’orizzonte quindici o

venti aerei da caccia che, scendendo a trenta o quaranta metri di altezza, cominciarono a

sparare su di loro con le mitragliatrici. Le raffiche di piombo spazzavano via le file dei

miliziani, i quali, schiacciati contro il suolo, con il naso conficcato nei solchi, sentivano

passare e ripassare sopra le loro teste gli aerei che li stavano decimando. Il tempo passava,

e gli aerei andavano e venivano, dandosi costantemente il cambio. Ogni volta che un

gruppo di miliziani si tirava su cercando di continuare l’avanzata, uno di quei neri avvoltoi

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si abbatteva su di loro e li innaffiava di mitraglia fino a obbligarli a gettarsi al suolo

un’altra volta. Era inutile. Quando un miliziano disperato iniziava a correre indietro o in

avanti, l’aereo lo inseguiva e, non appena si distanziava un po’, lo infilzava con la sua

mitragliatrice di poppa e continuava a sputare piombo su di lui fino a quando non si

perdeva di vista.

Decimati e terrorizzati, i miliziani tornarono alle loro linee. Bigornia e i suoi uomini

videro allora come gli aerei si chiudevano su di loro e iniziavano a bombardarli. Una

bomba esplose vicino a uno dei carri armati mandando fuori uso la catena del cingolo. Il

suo equipaggio fu costretto ad abbandonarlo. Gli altri carri armati iniziarono a

sparpagliarsi per battere in ritirata. Lenti, impacciati, zoppicanti, cercavano di raggiungere

le linee repubblicane sotto le bombe degli aerei che fiancheggiavano il loro tragitto. In

lontananza, in cima a una collina, apparvero i puntini in movimento della cavalleria mora. I

carri armati aprirono il fuoco su quei bersagli distanti. Bigornia, furioso, fece una rapida

inversione e avanzò con il carro armato che guidava verso la fila di cavalieri marocchini.

Man mano che si avvicinava, il tambureggiare dei proiettili sopra alle lamiere d’acciaio

della blindatura si rinforzava. Il carro armato, lanciato alla velocità più elevata che il suo

pesante meccanismo potesse permettergli, si trascinava tra le scanalature della terra

seminata, si addentrava audacemente negli avvallamenti e si arrampicava ansimando su per

le salite all’inseguimento di quel nemico inafferrabile dalla mobilità sconcertante. L’acqua

del motore bolliva, le canne delle mitragliatrici che sparavano senza tregua erano diventate

incandescenti, e i membri dell’equipaggio, con le gole secche e le tempie che gli pulsavano

febbrilmente, sentivano arrivare l’asfissia dentro quella cassa d’acciaio riscaldato.

Bigornia, alla guida, contraeva la gamba destra sopra l’acceleratore facendo tremare

il congegno con un suono orripilante. Sotto il sedile c’era una cassa di bottiglie di birra, e

di tanto in tanto rompeva con un colpo secco il collo di una e si versava avidamente nella

boccaccia aperta il liquido caldo e appiccicoso che eliminava, nello stesso istante,

attraverso i pori aperti della sua pelle nuda, lucida come quella di un ippopotamo, che, ogni

volta che sfiorava le lamiere della corazza arroventate dal sole, sentiva il morso della

bruciatura.

Alla metà di una salita il motore lasciò scappare due o tre scoppi. Non ne poteva più.

Bigornia lanciò una maledizione e senza esitare un istante aprì temerariamente lo sportello

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e saltò giù nel mezzo della campagna con la sua cassa degli attrezzi. Le pallottole

fischiavano intorno a lui.

- Fuggiamo! Fuggiamo!- dicevano i suoi compagni vedendo apparire dall’alto della

collina le sagome dei cavalieri mori che correvano su e giù facendo fuoco sul carro armato.

- Calmi!- sbraitò Bigornia-. Non è niente! In due minuti, se non mi colpiscono

prima, il guasto sarà sistemato. Sparategli contro nel frattempo per tenerli distanti.

E senza alzare la testa si mise a maneggiare nel motore con le sue chiavi e le sue

ammoditi mentre i proiettili gli passavano accanto. I mori, quando si accorsero che il carro

armato si era fermato, avanzarono e si misero a sparare contro di esso con precisione

sempre maggiore. I compagni di Bigornia li contenevano facendo fuoco dalle feritoie

mentre sentivano ansiosi lo sbuffare dell’orco che resisteva disperatamente.

- Ci prendono! Andiamocene!- gridarono vedendo il cerchio di soldati a cavallo che

si avvicinava sempre di più.

- Calmi! Ecco fatto!- gridò trionfalmente Bigornia.

Balzò un’altra volta al volante e, avviando il motore, fece un’inversione e si diresse

verso le linee repubblicane mentre i suoi compagni aprivano un cerchio di fuoco che

disperdeva un’altra volta i cavalieri.

Il carro armato guidato da Bigornia riuscì a riunirsi con gli altri e insieme

continuarono la ritirata. Ma la cavalleria mora stava dietro di loro e, col favore delle

asprezze del terreno, continuava a pressarli, aiutata dall’aviazione. Quando giunsero presso

le linee alleate, trovarono una situazione di sbando generale. I miliziani, abbandonate le

loro posizioni, correvano verso il paese e, non ritenendosi sicuri nemmeno lì, lo

attraversavano senza fermarsi e continuavano a correre impauriti lungo la strada per

Madrid. Mescolati a loro, fuggivano gli abitanti che non avevano ancora evacuato il posto.

La fila dei carri armati chiudeva la ritirata. Ma, oltrepassato il paese, l’evacuazione si

trasformò in una vera e propria fuga. Alcuni reparti della cavalleria ribelle, grazie ad un

rapido movimento accerchiante, fiancheggiarono il paese, fecero la loro comparsa sul lato

destro della strada e seminarono il panico. I miliziani scappavano ormai in campo aperto.

Gli stessi piloti dei carri armati, non ritenendo sufficientemente rapida e sicura la marcia di

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quei pesanti catorci, li abbandonavano sul ciglio della strada e si mettevano a correre

confidando la loro salvezza nella leggerezza delle loro gambe.

Bigornia, che era al volante dell’ultimo carro armato della fila, vide con desolazione

come tutti i suoi compagni disertavano uno a uno fino a lasciarlo solo. Quando trovò

abbandonato per la strada uno dei carri armati che lo avevano preceduto, lo pervase una

rabbia furibonda. Calciava, imprecava, urlava, sbatteva il testone contro le lamiere di

quell’apparecchio immobile. Piangendo di rabbia, afferrò la sua cassetta degli attrezzi e il

suo martello, entrò nel carro armato abbandonato e smontò le mitragliatrici e le parti

indispensabili. Dopo averlo messo fuori uso e averlo smontato, iniziò a trasportare sul suo

carro armato le munizioni che erano rimaste in quello abbandonato. Ebbe appena il tempo

per farlo. Quando riavviò il motore del suo mezzo, gli ronzava già un’altra volta nelle

orecchie il rumore delle pallottole dei suoi inseguitori.

Un chilometro più avanti incontrò un altro carro armato abbandonato. Questa volta

ebbe solo il tempo di preparare la sua esplosione con alcuni sacchi di dinamite. La

sensazionale esplosione avvenne quando ancora non aveva potuto allontanarsi a

sufficienza, e sopra alla corazza del suo carro armato appena messo in moto cadde

un’enorme massa di ferro, piombo e terra. I ribelli che lo stavano inseguendo furono

probabilmente costretti a fermarsi lì, poiché non sentì più il fischio delle loro pallottole.

Avanzò per un’ora al passo lento del catorcio. La campagna sembrava deserta. La vita era

scappata via da quei posti. I contadini terrorizzati abbandonavano le loro abitazioni di

fronte all’avanzata dei conquistatori. Un’angosciosa sensazione di vuoto, di morte, di

desolazione precedeva l’Esercito Nazionale.

Bigornia, sfinito infine, esausto per la fatica della terribile giornata, si addormentava

con la monotona vibrazione del motore lungo quella landa interminabile. Né un essere

umano, né tantomeno un solo indizio di vita era visibile.

In un angolo della strada scorse, attraverso la visiera del carro armato, una sagoma

minuscola che era comparsa al suo passaggio. Era una bambina di otto o dieci anni con il

braccino in alto e la mano allungata. Fermò il carro armato, e la bimba, vedendolo balzare

a terra nudo dalla cintola in su e con quel muso feroce da orco che aveva, si gettò al suolo

terrorizzata e gridò:

- Non mi uccida! Non mi uccida! Io sono buona!

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Bigornia prese in braccio la piccina, che si dimenava terrorizzata nascondendo il

faccino.

- Io sono buona! Mamma è buona!- ripeteva.

E quando, poco a poco, si rese conto che quell’orco non l’aveva ancora divorata, con

il viso girato e senza azzardarsi a guardarlo, alzava la manina aperta credendo che con quel

gesto avrebbe potuto scongiurare il pericolo che la terrorizzava. Bigornia chiuse le ditina

tenere della piccina con la sua manaccia pelosa e sorridendo tristemente le disse:

- Così, bella, così!

E le faceva vedere il pugno chiuso. La bimba, diffidente, lo guardava di traverso con

i suoi occhioni pieni di lacrime.

- Cosa ci fai qui?- le chiese Bigornia con il tono di voce più gentile che poté far

uscire dalla sua gola-. E i tuoi genitori? Dove sono?

La bambina esitava prima di rispondere.

- Tu sei fascista?- chiese infine.

- No, bella, no. Dove sono i tuoi genitori? Sei sola?

- Papà è andato in guerra.

- Come faceva papà? Così? O così?- gli chiese Bigornia aprendo e chiudendo il

pugno.

- Così!- rispose la bimba chiudendo i suoi cinque ditini. Poi ebbe paura e aggiunse:

Mamma è buona! Eravamo a casa! Mamma è buona!

- E anche papà, bella. Anche papà!- aggiunse Bigornia strofinando i peli del suo

barbone contro quella faccina liscia.

Con la bambina in braccio si diresse verso il punto che lei gli indicava. A cento

metri circa dalla strada c’era una fossa, dove stava una giovane donna distesa ed esamine,

con un fazzoletto legato in fronte e i piedi avvolti in una coperta. Al suo fianco, un piccolo

frugoletto che non doveva avere ancora due anni piagnucolava sprofondando le manine nel

suo grembo. Bigornia rianimò la donna, la fece alzare sulla schiena e con alcuni sorsi di

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birra riuscì a farla parlare. La fatica e la sete l’avevano fatta cadere stremata in quella fossa

dopo una terribile giornata di cammino con le due creaturine in braccio. Nell’arco

dell’intero giorno non aveva potuto fermarsi a riposare, né aveva mandato giù un boccone,

né aveva incontrato qualcuno che le desse un sorso d’acqua. Davanti all’avanzata dei

militari la gente era scappata allo sbando e l’avevano lasciata indietro. Quando non ce la

fece più a proseguire si era gettata in quel buco. Aveva i piedi che le sanguinavano e le

braccia sfinite per il peso delle creature. Prima che le forze la abbandonassero del tutto,

aveva raccomandato ai suoi figli:

- Se arrivano degli uomini cattivi non alzate il pugno, perché altrimenti ci

uccideranno; aprite la mano così. Così! Così!

E perse i sensi mentre mostrava ai suoi figlioletti quello scongiuro.

La bambina, vedendo la madre immobile, era uscita in strada, terrorizzata dalla

solitudine e dal silenzio, e, temendo sempre che quegli uomini cattivi la uccidessero, era

andata incontro al carro armato allungando la manina come le aveva raccomandato la

madre.

Bigornia prese in braccio i bimbi e tornò al carro armato con la madre appoggiata al

suo braccio. Fece un lettino per la bambina tra i supporti di una mitragliatrice, sistemò la

madre al suo fianco vicino al volante e le mise il piccolino nel grembo.

- Appoggia la testa sulla mia spalla e dormi- le raccomandò.

La povera donna gli obbedì, e Bigornia sentì nella sua pelle nuda e febbricitante la

carezza di quel viso fino e freddo come se fosse di cera.

Il sole stava ormai tramontando, e la campagna bruciata era ventilata dalla brezza che

penetrava anche attraverso la torretta del carro armato, rinfrescando così lo spazio ristretto

in cui stavano. Bigornia rovistò nel suo zaino da campo e trovò alcuni pezzi di pane che

distribuì tra la madre e i bambini, i quali, poco a poco, si riprendevano e gli sorridevano

riconoscenti. Quando, dopo dieci o dodici chilometri di solitudine, arrivarono al primo

paese, ritrovarono infine i residui dispersi delle milizie che gli ufficiali e i commissari

politici stavano cercando di riunire dopo la disfatta, in modo da stabilire una nuova linea di

resistenza. Bigornia fermò il carro armato proprio nella piazza del paese, dove una folla

eterogenea e nervosa era in fermento. I miliziani che arrivavano fuggendo si mescolavano

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ai contadini fuggitivi e ai nuovi contingenti delle milizie che, a causa delle preoccupanti

notizie del fallimento, erano state inviate in fretta e furia da Madrid per contenere lo

sbando.

Di fronte a tutta quella gente, Bigornia saltò giù dal carro armato e, affrontando i

gruppi di miliziani che lo circondavano curiosi, gridò loro:

- “Vigliacchi! Vigliacchi!”

Prese quello che gli stava più vicino afferrandolo per il petto, lo tirò verso di sé, gli

sputò in faccia. «Vigliacco!», e lo scaraventò via con un colpo secco come fosse uno

straccio. Gli fecero spazio e, senza nemmeno voltarsi indietro, si mise a camminare con il

suo passo da orco. La donna lo seguiva remissiva trascinandosi dietro i suoi figlioletti.

Un giovane uomo sbucò fuori e lo bloccò.

- Che significa tutto questo, Bigornia? Cos’hai? Dove vai?

Era Luis, il comunista della caserma della Montaña. Nel petto e nel berretto da

caserma brillavano le tre stelle di comandante. Bigornia lo guardò dall’alto al basso.

- Dove vado? A casa mia! Ad aspettare lì i fascisti! Qui ci sono solo vigliacchi!

Vigliacchi! Vigliacchi!

* * *

Si sistemò nella sua casupola di periferia e non volle più sapere niente della guerra né

della rivoluzione. Circondato dalla moglie e dai suoi dodici o quattordici figli, rifletteva

addolorato sulla disfatta chiudendosi in un disperato mutismo. Aveva portato con se Isabel,

la donna che aveva incontrato durante la ritirata, e i suoi due piccolini. Antonia, la moglie

di Bigornia, accolse bene i bambini e male la madre. L’istinto le faceva presagire che

quell’estranea, nonostante la sua aria triste e il suo animo afflitto, era pericolosa.

Isabel, quando scoppiò la rivolta militare, viveva in un paesino dell’Estremadura con

suo marito, un giovane artigiano che durante i primi giorni della guerra lasciò sua moglie e

i suoi figli e se ne andò allegramente con una piccola truppa di miliziani male armati a

bloccare la strada ai ribelli. Non aveva saputo più nulla di lui. Alcuni dei suoi compaesani

sapevano che era stato a Badajoz, e, a sua insaputa, assicuravano perfino che era stato uno

di quelli che erano morti nell’orrenda carneficina fatta dai fascisti nella Plaza de toros di

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quella città. Ma a lei mai nessuno aveva detto nulla, e così viveva da ormai quasi quattro

mesi con l’angoscia e l’illusione di sapere qualcosa di quell’uomo amato che il primo

soffio della guerra le aveva strappato via. Era stata costretta ad abbandonare la sua casa

quando i fascisti avanzarono, e così, di paese in paese, tormentata, perseguitata sempre

dall’orrore della guerra, era giunta, scappando, fino a quell’affossamento al margine della

strada da dove l’aveva raccolta Bigornia.

Antonia, a causa di quella solidarietà che i poveri provano sempre di fronte alle

avversità, si rassegnò a tenere l’estranea in casa sua e a dividere con lei il pane e il tetto,

benché senza riuscire mai a liberarsi completamente della diffidenza che generava in lei la

presenza di quella giovane donna, alla quale la tristezza stessa conferiva un grande fascino.

Il suo uomo, oltretutto, nonostante il rancore e la rabbia con i quali ingoiava

silenziosamente la sconfitta, sentiva per quella donna una tale predilezione che, per quanto

lieve fosse e per quanto tentasse di mascherarla con parolacce e mali modi, non poteva

passare inosservata all’accortezza di Antonia. Malgrado questo, l’assoluta indifferenza che

l’estranea dimostrava nei confronti di suo marito le dava una certa fiducia. Quella donna

giovane, separata violentemente da un uomo giovane come lei, scomparso da poche

settimane con l’aureola dell’eroe, guardava sì il vecchio Bigornia con gratitudine, con

paura, con affetto forse, ma senza provare per lui la minima attrazione. Antonia, con

quell’opinione esagerata che hanno dei loro uomini le donne innamorate, non si spiegava

come fosse possibile che una donna debole e premurosa provasse un’indifferenza così

assoluta per suo marito. Si era abituata con rassegnazione a vederlo far presa facilmente

sulle donne con la potenza della sua esuberante vitalità. Ma Bigornia, dopo la disfatta,

aveva perso la grande forza propria della sua volontà indomabile, quell’istinto mai

sottomesso, quella esuberante vitalità che un’intera vita di lotta non era riuscita a

moderare. Era giunto sulla soglia della vecchiaia con tutta l’energia del suo essere

indomabile. Proprio grazie a questo, era stato fino a quel momento quell’orco gioviale che,

nonostante la sua età, esercitava ancora una forte attrazione sulle donne. Ma ora, per la

prima volta, si sentiva vinto, vecchio insomma.

Una tenerezza morbosa per quell’estranea, un dolce e delicato sentimento che mai

aveva provato prima, lo portavano ad essere diffidente, timoroso che potesse trasparire

quella sua intima debolezza, che cercava di nascondere con la sua brutalità come se fosse

una malattia. Quella debolezza interiore, quell’improvvisa rovina del suo vigore, fino

allora invincibile, era il motivo biologico per cui Isabel rimaneva al suo fianco insensibile

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all’effetto con il quale lui cercava di avvolgerla, fredda, distante, ermeticamente chiusa nel

culto di quell’altro uomo giovane che il vecchio e intenerito orco non sarebbe mai riuscito

a scacciare.

Antonia, sua moglie, avvertiva vagamente tutto ciò, e il suo orgoglio di donna

innamorata la portava a reagire con disperazione contro quell’intollerabile indifferenza

dell’intrusa, nella quale lei stessa, inconsciamente, cercava di risvegliare un certo interesse,

la cui inesistenza, a dire il vero, considerava come un’offesa più insopportabile che quella

della stessa infedeltà.

Mentre il vecchio Bigornia, rinchiuso nella sua piccola officina, si tormentava

silenziosamente per la sua disfatta personale, che associava al fallimento della causa del

popolo, le due donne, vicino al focolare, parlavano di lui per ore e ore e, così facendo, poco

a poco, la moglie gelosa riusciva a trasmettere all’intrusa la sua devozione per quell’uomo

straordinario.

Bigornia, schivo e triste nel suo cantuccio, provava per la prima volta lo strazio della

sconfitta. I compagni andarono a cercarlo diverse volte. La guerra continuava. L’esercito

ribelle era ormai alle porte di Madrid, ma ciò nonostante c’erano ancora delle speranze.

- Quando li lascerete entrare, mi troveranno qui- rispondeva Bigornia-. Io difenderò

solo questo, la mia casa, mia moglie e i miei figli. Allora vedremo se sapete

difendere il vostro come io difenderò il mio. Non vado da nessuna parte con dei

vigliacchi!

E li mandava via di malumore con la voglia di rimanere da solo con quella delicata

sensazione della sua nuova sensibilità.

- Bigornia è diventato un rivoluzionario borghese!- dicevano i compagni quando se

ne andavano.

- Il fatto è che è diventato vecchio- commentava qualcuno. I vecchi non servono a

nulla!

Un giorno andò a trovarlo il comandante Luis, quel giovane comunista che era

entrato con lui nella caserma della Montaña e che c’era stato anche durante la disfatta

dell’Estremadura. Parlò con Bigornia e glielo disse in faccia.

- Il fatto è che sei vecchio ormai, Bigornia.

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- Vedremo se difenderai le tue cose con lo stesso coraggio con cui lo farò io quando

arriverà l’ora.

- Le mie cose; ciò che io devo difendere, non è la mia casa, ma la rivoluzione-

rispose petulante il comunista.

Bigornia perse la calma.

- E come la difenderete? Con che cosa? Con quei cannoni che non sparano, con

quegli aerei che non volano e quei carri armati che non vanno avanti? Con chi? Con quegli

operai e quei contadini che hanno paura e che scappano davanti al nemico? Con quei

rivoluzionari che corrono come cerbiatti appena compaiono quattro mori?

- Non cercare giustificazioni né scuse per la tua mancanza di coraggio, Bigornia-

gli replicò il comunista-; ci sono gli uomini e c’è il materiale. Quelli che dovevano

scappare l’hanno già fatto. Armi, cannoni, carri armati, aerei, abbiamo tutto ora. La Russia,

la patria del proletariato, ci manda tutto quello di cui abbiamo bisogno.

Continuarono a parlare. Il comandante Luis era andato a cercarlo perché erano

sbarcati a Valencia centinaia di carri armati modernissimi inviati dalla Russia e, sebbene

fossero guidati da dei meccanici russi, era necessario che gli spagnoli li sostituissero. C’era

bisogno di uomini come lui, esperti e coraggiosi, che si occupassero del nuovo materiale.

Bigornia si lasciò convincere. Avrebbe guidato un carro armato russo.

Aveva accettato solamente per la soddisfazione personale di avvicinarsi, scherzando,

all’angolo del focolare dove le due donne stavano parlottando ed emozioanrle dicendo, con

aria allegra: «Me ne vado». Era quello sguardo di ammirazione che aveva brillato negli

occhi di Isabel l’unica cosa che cercava? Era quel complesso d’inferiorità che provava

davanti all’estranea ciò che l’aveva spinto a prendere quell’eroica e insensata decisione?

Nel profondo si sentiva già sconfitto. Sapeva che non avrebbe portato a termine il suo

impegno, sentiva che gli mancava l’energia, quella fede che compie i miracoli e che

protegge gli eroi, quel fuoco interiore «che infiamma tutto». Andava cosciente al sacrificio.

Perché?

Aveva perso per sempre in Estremadura la sua antica fede nel popolo, vedendo gli

operai e i contadini armati fuggire come agnelli davanti all’esercito. Le sue utopie

anarchiche erano svanite nel momento stesso in cui aveva provato per la prima volta nella

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sua vita il desiderio di essere un tiranno dotato del potere necessario per fucilare in massa

le migliaia di miliziani che si rifiutavano di combattere. Se ancora gli era rimasta qualche

illusione anarchica, il contatto con i militari russi finì per fargliela perdere del tutto. Nel

corso dei giorni in cui rimase nell’accampamento dove gli ufficiali e i meccanici

dell’Esercito Rosso addestravano i proletari spagnoli nell’uso dei carri armati, sentì molte

volte la voglia di ribellarsi contro quella ferrea disciplina che i comandanti russi

imponevano con tanta inumana freddezza. Vecchio, sconfitto, sconcertato, si sottomise per

la prima volta nella sua vita alla pressione autoritaria che esercitavano i militari russi sui

proletari spagnoli. Apprese rapidamente il funzionamento dei carri armati moderni,

obbedendo come un robot alle imperiose voci di comando degli ufficiali. Quando la prima

spedizione fu pronta per dirigersi al fronte, si offrì volontariamente di unirsi ad essa come

conducente. Il sottoufficiale russo che doveva andare nel carro armato al quale Bigornia

era stato assegnato non si dimostrò molto d’accordo. Bigornia si rese conto che il russo,

parlando nella sua lingua, lo stava rifiutando.

- Cosa dice di me?- chiese all’interprete.

- Dice che preferisce andare a combattere insieme a un uomo giovane.

- Digli- rispose Bigornia- che salga sul carro armato e che stia zitto. Non so ancora

se i giovani di Russia sanno battersi come i vecchi di Spagna. E voglio vederlo.”

Affrontò il sottoufficiale russo e, lasciandogli cadere la sua manaccia sulla spalla, lo

sfidò:

- Andremo via insieme, giovanotto. Io guido e tu dai gli ordini. Se dobbiamo

avanzare per il campo nemico, tu non ti devi preoccupare. Io penso ad andare avanti fino a

quando tu avrai paura. Quando l’avrai, non azzardarti ad andare oltre, mi chiedi di tornare

indietro e lo facciamo. Ma non prima! Solo quando avrai paura! Hai capito?

Si girò verso l’interprete e gli chiese:

- Forza, traducigli bene tutto questo.

E si allontanò orgoglioso.

Il primo reparto di carri armati russi che prendeva parte alla campagna militare si

mise in marcia quello stesso pomeriggio. Sul far della notte, i carri armati sfilavano per le

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strade di Madrid circondati da una folla che li acclamava con un entusiasmo delirante.

Bigornia era al volante di uno di quelli, e il sottoufficiale russo che lo accompagnava

sporgeva il corpo fuori dalla torretta di combattimento e, alzando i pugni chiusi sopra la

testa, salutava trionfalmente la folla. Bigornia aveva recuperato il suo buon umore, il suo

possente aspetto di orco gioviale. Il sottoufficiale russo gli aveva detto che si chiamava

Ivan, e Bigornia si divertiva a chiamarlo paternamente Juanito229

. Mentre faceva avanzare

il carro armato per le strade di Madrid in mezzo alla folla che li acclamava, di tanto in

tanto si voltava verso il russo, che continuava a sporgersi con il corpo fuori dalla torretta, e

gli diceva:

- Su dai Juanito, non ti esibire più, che ti stai dando arie come un torero.

E rideva a più non posso per la vanità infantile di quel ragazzo che era venuto da così

lontano disposto a farsi uccidere per quegli estranei, con i quali condivideva come unico

segno di comprensione quel gesto di alzare minacciosamente il pugno.

I carri armati russi non erano come quei vecchi catorci che aveva l’esercito spagnolo.

Avanzando a quaranta chilometri l’ora, uscirono da Madrid prima che fosse l’alba, e,

mancava poco al far del giorno, quando stavano già allineati al fronte stabilito per quella

zona, a circa trenta chilometri dalla periferia della capitale. Fu dato l’ordine di attacco, e i

carri armati partirono con una marcia regolare; avanzarono mantenendo le distanze tra loro

con precisione matematica. Dietro di loro dovevano stare le colonne di miliziani. Nella

prima tappa dell’avanzata, il nemico, sorpreso per l’inaspettata apparizione della fila di

carri armati, abbandonò le sue posizioni, che vennero occupate dalla fanteria alleata. Il

fronte ribelle era stato perforato. Si ordinò di continuare l’avanzamento per circondare i

gruppi ribelli che si erano fortificati nelle posizioni oltrepassate dai carri armati, dove

erano rimasti isolati, ma già allora i nuclei nemici, battendosi disperatamente, sparavano

all’impazzata contro gli assalitori. I carri armati continuavano la loro avanzata senza

incontrare nessun nemico che li affrontasse, ma i gruppetti di miliziani, spazzati via dal

fuoco delle mitragliatrici ribelli, stavano subendo tante perdite che gli uomini

cominciarono a indebolirsi e a rimanere schiacciati nelle asprezze del terreno. A seguito

del carro armato guidato da Bigornia c’era una compagnia capitanata dal comandante Luis:

man mano che avanzava, quella truppa si riduceva sempre più. Era già ormai solo una

229

“Giovannino”.

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pattuglia di trenta o quaranta miliziani quando alcune raffiche di mitragliatrice provenienti

dal lato destro convinsero anche i pochi coraggiosi che erano giunti fin lì a gettarsi a terra.

Il comandante Luis, furioso, inveiva inutilmente contro i suoi uomini affinché

proseguissero nell’avanzata. Disperato nel vedere che non riusciva a smuoverli, si mise a

camminare, solo, dietro al carro armato, con la speranza che il suo esempio rianimasse i

suoi uomini e li facesse muovere. Ma non ci riuscì. Lo lasciarono andare avanti solo, a

petto scoperto, e la sua rabbia era tale che continuò ad avanzare da solo. Bigornia e il

sottoufficiale russo dal carro armato lo vedevano marciare dietro di loro e si

meravigliavano dell’eroismo e dell’irragionevolezza di quell’uomo.

- Impara, Juanito, impara!- gridava Bigornia al russo.

I carri armati avevano ricevuto l’ordine di avanzare finché non avessero raggiunto

determinati obiettivi e, nonostante la defezione dei miliziani, il russo e Bigornia decisero di

continuare ad andare avanti fino ad arrivare al posto che avevano loro indicato come limite

massimo dell’operazione. Dietro di loro, a trecento metri circa, li seguiva la piccola

sagoma del comandante Luis.

- È pazzo! È pazzo!- diceva Bigornia sentendo come le pallottole del nemico si

frantumavano contro la corazza d’acciaio del carro armato.

Si fermarono e gli fecero cenno di avvicinarsi con l’intenzione di farlo salire, unica

maniera per salvargli la vita. Il comandante Luis, con il corpo ripiegato verso terra, si

avvicinava sotto un diluvio di proiettili. Era ormai a pochi metri dal carro armato quando lo

videro drizzarsi di scatto, alzare le braccia e stramazzare al suolo. Bigornia saltò a terra,

corse verso di lui, se lo mise in spalla e lo portò dentro il carro armato. Aveva un colpo nel

petto.

Ripresero la marcia. Bigornia, senza voltarsi per consultare il russo, continuava a

dirigersi verso il nemico. Superarono posizioni presidiate dalle truppe nemiche che li

mitragliavano da destra e da sinistra. Mentre il russo consultava freddamente le sue

istruzioni e l’itinerario dell’operazione, Bigornia rimaneva concentrato nella guida e nel

tragitto. Quando gli occhi dell’uno e dell’altro si incontravano, Bigornia sorrideva con la

sua boccaccia di orco gioviale e chiedeva al russo:

- Allora? Sei contento, Juanito?

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- Da; da. Jaracho!- ripeteva il russo impassibile.

Giunsero a un casolare contrassegnato nell’itinerario del russo con una crocetta.

- Stoit!- ordinò.

- Cosa? Hai paura, Juanito?- gli chiese sarcastico Bigornia-. Potevamo andare ancora

avanti….

- Stoit!- ripeté il russo seccato.

- Come vuoi, Juanito- replicò Bigornia alzando le spalle sprezzantemente.

Aprì la porticina del carro armato e uscì. Il casolare era abbandonato.

- Quei porchi fascisti- grugnì Bigornia- scappando sono arrivati fino a Siviglia.

Si avvicinò al comandante Luis, che se ne stava disteso a dissanguarsi in un angolo

del carro armato. Era ancora vivo. Gli scoprì la ferita, gliela tamponò con del cotone e la

bendò.

- Sarebbe un peccato che morisse! Di uomini così ce ne sono pochi!- fu il suo unico

commento.

Il russo ordinò la ritirata dopo aver fatto vari accertamenti. I miliziani non li avevano

seguiti, ma loro avevano raggiunto ugualmente il loro obiettivo.

Al ritorno, i nuclei ribelli che avevano continuato a resistere nelle posizioni laterali li

attaccarono con maggiore intensità. Ma il carro armato russo era una meraviglia: leggero,

sicuro, invulnerabile, passava indenne a quaranta chilometri l’ora per le zone dove si

combatteva più furiosamente. Ormai vicino alle linee repubblicane, l’intensità della

sparatoria diminuì. Si addentrarono in una valle strettissima dominata da un paesino che si

ergeva sopra a una collina, e constatarono che il nemico aveva abbandonato quel posto nel

quale non c’era modo di difendersi contro il fuoco che potevano aprire gli alleati dal paese.

Si diressero verso il paese per unirsi a loro. Il carro armato andò su per la salita, e

quando stava per giungere all’entrata del paese, balzò fuori un ufficiale avvolto nel

turbante color carne delle truppe marocchine. Bigornia aveva alzato la garitta del carro

armato e il russo se ne stava con il corpo fuori dalla torretta, credendo di trovarsi ormai in

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territorio alleato. Quando vide l’ufficiale unire i talloni e portarsi la mano alla visiera del

berretto, Bigornia ebbe appena il tempo di mettere la lastra di protezione.

L’ufficiale, vedendo quel carro armato che proveniva con sicurezza dal lato

dell’esercito fascista, pensò che fosse un rinforzo inviatogli dal comando e salutò il

sottoufficiale russo alzando la mano alla romana.

- Arrivate proprio a proposito- disse loro-. La batteria che abbiamo piazzato qui sta

danneggiando duramente il nemico, ma solo i carri armati possono sgomberare

rapidamente quei banditi rossi.

Il russo dalla torretta del carro armato lo guardava senza comprenderlo.

L’ufficiale, stupito, gli chiese:

- Non mi capisci? Sei italiano?

- Da da- rispose il russo.

Diffidente, l’ufficiale ordinò:

- Scendete dal carro armato.

Il russo entrò nella torretta e Bigornia curvò come per andare a sistemare il carro

armato sul bordo della strada. Quello che fece, però, in realtà, fu mettersi in posizione per

aprire il fuoco. Il russo, che aveva capito cosa stava succedendo, chiuse velocemente la

torre di combattimento, si precipitò sulla mitragliatrice e iniziò a sparare. Morirono in

pochi secondi l’ufficiale e i soldati che lo circondavano. Manovrato con mobilità

sorprendente da Bigornia, il carro armato fece due o tre giri per il paese falciando i gruppi

di fascisti che si accalcavano disorientati. In una piazza nascosta, scoprirono tre cannoni

che facevano fuoco contro le posizioni repubblicane. Il carro armato avanzò rigurgitando

mitraglia, uccise gli artiglieri e investì i cannoni demolendoli e facendo a pezzi tutto quel

che trovava lungo il cammino. Bigornia, con una furia selvaggia, passava e ripassava sopra

ai resti della batteria, gli avantreni, le casse di munizioni e i corpi dei fascisti, mentre il

russo manteneva intorno a lui il cerchio di fuoco delle sue mitragliatrici. Avanzarono poi

lungo una delle strade del paese. Una delle catene di trazione del cingolo si agganciò a un

paracarro e il carro armato rimase immobilizzato. Bigornia forzava il motore inutilmente

facendo marcia in avanti e indietro senza risultato. I gruppi di ribelli fuggitivi, rendendosi

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conto di quello che stava accadendo, cercarono di avvicinarsi, ma il sottoufficiale russo li

teneva a distanza sparando in continuazione su di loro. I fascisti, quindi, si spostarono sui

tetti delle case e, da uno di questi, il cui spiovente scendeva esattamente sopra il carro

armato bloccato, versarono un bidone di benzina e gli diedero fuoco. In quell’istante

Bigornia, con l’angoscia della disperazione, finalmente ce la fece a disincastrare il carro

armato e riprese la marcia.

Quando riuscì a uscire in aperta campagna, le fiamme avvolgevano ormai il veicolo.

Spinse sull’acceleratore, e il vento attizzò le fiamme trasformando il carro armato in una

grande torcia. Il russo continuava a sparare con la mitragliatrice; Bigornia si avvolse in una

coperta che teneva sotto il sedile e, accovacciato, con gli occhi chiusi e la testa coperta,

imboccò la discesa e si diresse verso le linee alleate. Di tanto in tanto si scopriva un attimo

per vedere la strada e, attraverso la tendina rossa che aveva davanti agli occhi, vedeva

fugacemente in lontananza le colline scure, dove dovevano trovarsi trincerati i

repubblicani. Sarebbe arrivato vivo fin lì? Sentiva in tutto il corpo i morsi terribili del

fuoco, l’aria che rapidamente mancava e temeva di perdere conoscenza da un momento

all’altro. Corse, corse impazzito. Il vento, quando aumentava la velocità, spingeva

all’indietro la fiamma viva che li avvolgeva. La coperta di lana nella quale si era avvolto

bruciava poco a poco abbrustolendogli la pelle, che sentiva staccarsi a brandelli ogni volta

che si muoveva. Non ne potè più. Pestò per l’ultima volta sull’acceleratore con il fremito

della morte, e il carro armato, dopo aver sbandato spaventosamente, terminò la sua corsa in

un fossato.

Quando accorsero i miliziani, il fuoco si era spento. Tirarono fuori dall’interno del

carro armato due cadaveri quasi carbonizzati, quello del sottoufficiale russo e quello del

comandante Luis.

Dal volante staccarono, lasciandogli però attaccata la pelle delle mani, una forma

umana tumefatta e mostruosa che dava ancora segni di vita: Bigornia.

Lo trasportarono in un ospedale di Madrid, dove tentarono invano di curarlo. Era

impossibile che sopravvivesse. Quel mostro ridotto ormai a una piaga viva avvolta

pietosamente in abbondanti bendaggi visse ancora alcune ore.

Finì per soccombere sentendo piangere ai lati del suo letto due povere donne.

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6.6 CONSIGLIO OPERAIO

Si alzò in piedi infuriato e disse:

- Chiedo la parola.

- Non c’è niente da dire.

- Compagno presidente, chiedo la parola!- insistette.

- Ho detto che non c’è niente da dire.

- Per l’ultima volta, compagno presidente, ti chiedo di poter parlare!- gridò con tono

minaccioso.

- Il tuo caso è stato abbastanza discusso. Sentiamo, perché chiedi la parola?- disse il

presidente cedendo alla pressante richiesta-. Parla!

E lui, con una rabbia feroce rivestita di una grande enfasi tribunizia, iniziò:

- Ho chiesto la parola davanti al consiglio operaio, primo, per menzionare la madre

del compagno presidente, che è un figlio di puttana, e poi…

Terminò lì la riunione del consiglio. Saltarono fuori le pistole e tutti si scagliarono

gesticolando sul provocatore che, intrappolato, li guardava uno a uno con gli occhi

scintillanti. Una pioggia di insulti si riversò su di lui.

- Fascista!

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- Traditore!

- Giallo230!

- Leccapiedi!

Daniel, con le spalle al muro, stava in guardia pronto a saltare al collo al primo che

gli mettesse le mani addosso. Il suo petto robusto, la sua faccia congestionata e le sue

manacce piene di calli incussero timore. Non lo toccarono. Indietreggiò poco a poco senza

staccare gli occhi dai suoi nemici, prese la porta e uscì.

Quando arrivò al cancello della fabbrica, si voltò e sputò:

- Figli di puttana!

Iniziò a camminare con le mani in tasca. Passando vicino alla piccola taverna che

stava all’angolo, si unì a lui con discrezione Bartolo, e insieme continuarono a camminare

senza parlare. Dopo un po’, Bartolo, che lo fissava attraverso le lenti spesse dei suoi

occhiali, si azzardò a chiedergli:

- Allora? Cos’hanno detto?

- Quei porci!- grugnì Daniel-. Non hanno voluto ascoltarmi. E hanno fatto bene,

perché se mi lasciano parlare…!

- Allora…Da sabato per strada. Non è così?

- Per strada, per strada! Ma si può al giorno d'oggi stare per strada? Credi che sia

come prima? Aspetta solo che i tuoi concittadini vengano a sapere che ti hanno licenziato

dalla fabbrica perché sei fascista e vedrai quanto ci metteranno le milizie a venire a

prenderti e ammazzarti!

- Cosa facciamo allora?

- Non lo so…!Continuare ad andare al lavoro finché ce lo permettono, tornare al

consiglio operaio, discutere, puntare i piedi e, nel peggiore dei casi, spaccare il muso a una

di quelle canaglie di delegati. Tutto, fuorché lasciare che si sbarazzino di noi come dei topi

230

Si definisce “sindacato giallo” un’organizzazione, asservita al datore di lavoro o ad altri soggetti portatori di interessi contrapposti a

quelli dei lavoratori che il sindacato afferma di rappresentare e che persegue lo scopo di rompere l’unità dei lavoratori o di attivare

iniziative di disturbo all’attività sindacale condotta dalle associazioni sindacali indipendenti organizzate secondo criteri democratici e

trasparenti.

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morti. Non ti rendi conto che se il consiglio operaio ti licenzia dalla fabbrica rimanere

senza paga è il minimo che può accaderti? Il fatto è che ormai ti ammazzano appena giri

l’angolo!

- Credi che io non passi tutto il giorno aspettandomi di ora in ora che le milizie mi

stacchino dal tornio e mi portino fuori dall’officina per uccidermi?

- Assassini!

- Apri gli occhi, Daniel. Forse è più pericoloso rimanere dentro la fabbrica. A loro

servono posti per i disoccupati del sindacato, per i loro affiliati, per i loro protetti. E può

darsi che ti ammazzino semplicemente per fare in modo che ce ne sia uno libero. È meglio

lasciarglielo con le buone e salvare la pelle.

- Ma perché devono ammazzare me!- strillava in modo frenetico Daniel.

- Perché sei un lacché della borghesia. Non te l’hanno detto?

- Perché sono un lacché della borghesia o perché non sono stato un loro lacché?

- Non fa alcuna differenza. Perché il padrone li ha cacciati via quando la rivoluzione

di ottobre è fallita231? Perché la guardia civile ha ammazzato tutti quelli che i padroni

hanno voluto? Perché non stavano dalla loro parte, perché non si sottomettevano, perché

non si umiliavano. Dunque, lo stesso pretendono ora da te quelli del sindacato per non

ucciderti: che ti sottometta, che ti umili.

- Ma io non mi guadagno forse la giornata lavorando?

- Il lavoro! Bah! Ci sono troppi uomini che lavorano! Il lavoro, lo davano un tempo i

padroni come un’elemosina; ora, lo danno i sindacati come un premio. Avremmo dovuto

guadagnare meriti rivoluzionari. Se solo ci dessero ancora il tempo per ottenerli!

- No; non ci vogliono. Non hai visto che il consiglio operaio non mi ha neppure

lasciato la possibilità di difendermi?

- C’è solo un modo per salvarsi, Daniel, e voglio provarci.

231

Si fa riferimento qui alla Revolución de Asturias dell’ottobre del 1934: la Alianza Obrera riesce ad agglutinare nelle Asturie tutte le

forze della sinistra operaia, compresi anarchici e comunisti che altrove ne restano estranei, e a dar vita a un’insurrezione vittoriosa. Ma

la Comune asturiana resisterà quindici giorni soltanto; poi, isolata, cede sotto i colpi dell’esercito, che infierisce bestialmente sui vinti,

massacrando centinaia di prigionieri.

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- Quale?

- I delegati del consiglio operaio, quasi tutti socialisti e comunisti, danno la

possibilità di vivere e lavorare solo agli operai rivoluzionari, e né tu, né io lo siamo; al

contrario, ci accusano di essere fascisti…

- Io non lo sono mai stato.

- Non importa. Eri sottomesso al padrone, riconoscevi la sua autorità, rispettavi il suo

diritto, ti piegavi ai suoi capricci, obbedivi… Non ti accetteranno mai né i socialisti, né i

comunisti…

- E allora…

- È molto semplice…

Fece una pausa e aggiunse:

- Diventa anarchico.

- Io anarchico!

- Tu e io anarchici, si. Non abbiamo altra via d’uscita. Guarda, Daniel, gli anarchici

sono tanto rivoluzionari quanto i marxisti del consiglio operaio o un po’ di più; sono forti,

hanno armi, si fanno rispettare, difendono i loro. Al giorno d’oggi, l’operaio che non

possiede la tessera di un sindacato rivoluzionario è un reietto che qualsiasi miliziano può

ammazzare come un cane. I comunisti non ci daranno la tessera. Ma ce la daranno gli

anarchici, che hanno bisogno di operai veri all’interno dei loro sindacati. Saremo tanto

rivoluzionari quanto quelli della UGT232 con la nostra tessera della CNT233 in tasca.

Andiamo a farcela dare!

- Tu credi che ce la daranno?

- Penso di si. Ho qualche amico anarchico. Non sono persone cattive. Senz’altro

migliori di tutti quei gesuiti ipocriti del comunismo. Con loro si può andare d’accordo.

Basta parlargli con franchezza. Ci faranno la predica, ci spaventeranno un po’, ma, se ci

prenderanno a cuore, se ci crederanno in grado di redimerci, ci accoglieranno a braccia 232

Unión General de Trabajadores (Unione generale dei lavoratori, sindacato socialista).

233 Confederación Nacional del Trabajo (Confederazione di sindacati anarchici spagnoli).

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aperte. Agli anarchici piace molto redimere la gente. Sai quante centinaia di signorini

fascisti sono già stati riscattati?- disse Bartolo strizzando l’occhio. E a voce bassa

aggiunse-: Redenzione in contanti, sai?

- Insomma, sono dei furfanti.

- C’è di tutto, furfanti e devoti. Canaglie capaci di ammazzare il padre per sottrargli

un pacchetto di tabacco e pazzi che si fanno uccidere per degli ideali. Ma infine, a noi, che

ce ne importa? Abbiamo bisogno di salvare la pelle e se è possibile la paga. Andiamo?

Daniel si lasciò condurre al sindacato anarchico, dove si incontrarono per discutere

con un amico di Bartolo, il vecchio Felipe, anarchico da sempre, a volte ladro e a volte

apostolo dell’ideale libertario per le locande di paese e le piazze di presidio. Era un ometto

asciutto, rinsecchito, con gli occhi neri profondamente incavati nelle orbite violacee, i

capelli radi e grigiastri schiacciati sulla fronte, dei cordoni tesissimi lungo il collo magro

che riusciva a sostenere con difficoltà il testone e un torace infossato di tubercoloso.

Accolse Bartolo scherzando:

- Cosa ti porta da queste parti, reazionario? Sei venuto qui per farti sparare quei

quattro colpi alla schiena che ti meriti?

Bartolo stette allo scherzo compiacente e cercò di accattivarselo.

- Credevo che fossi al fronte, Felipe. Sono gli uomini come te quelli che mancano

laggiù…

- Stavo al fronte della Sierra fin dall’inizio, ma mi tirarono un colpo e quindi mi

venne una polmonite. Sono ancora convalescente.

- Bah! Sei forte tu.

L’ometto si stiracchiò compiaciuto.

- Non credere, non credere. Il cuore non funziona bene. È vecchio. Ha sofferto molto.

Quando mi è venuta la polmonite, il dottore credeva che non ce l’avrei fatta a superarla.

Per questo mi hanno tolto dal fronte e assegnato alle attività di retroguardia.

- Andiamo, Felipe, dì la verità, hai avuto una spintarella! Volevi venire a mangiare

prosciutti confiscati! Non è così?

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- Si, si, come no! Che razza d’idea avete voi reazionari della rivoluzione! Non posso

andare nella Sierra, in battaglia, perché il mio cuore non sopporta l’altitudine né le marce

massacranti, ma qui mi è stato affidato un compito che è più difficile di quanto possa

sembrare. Meno male che lo sforzo fisico è poco.

E abbassando la voce aggiunse:

- Non lo dire a nessuno. Faccio parte del plotone di esecuzione del carcere Modelo.

Daniel non riuscì a trattenere un’esclamazione.

- E voi, compagno, sareste malato di cuore?- chiese.

- Noi anarchici siamo i migliori, compagno. Sappiamo contorcere il nostro cuore, se

ce n’è bisogno per compiere il nostro dovere rivoluzionario. Per tutto quello che non osano

fare quei giovanotti comunisti, che ostentano di avere tanto coraggio, c’è qui il vecchio

Felipe, anarchico, disposto a farlo in nome dei nostri sacri ideali. Anche se il cuore mi

dovesse uscire dalla bocca.

Daniel ebbe un’acuta sensazione di malessere. La sua sana e forte vitalità rifiutava il

contatto con quell’essere patologicamente debole e morbosamente crudele. Bartolo,

conciliante, dirottò la conversazione nella direzione a loro più conveniente. Il vecchio

Felipe si lasciò convincere facilmente e li portò in segreteria, dove un altro compagno fece

compilare loro delle schede e disse che dovevano attendere la decisione del responsabile.

Quest’ultimo arrivò tardi. I responsabili anarco-sindacali arrivavano sempre tardi

ovunque. Felipe se ne andò mettendo una buona parola su Daniel e Bartolo. Li garantiva

lui. Il responsabile accolse con grande serietà i due operai, ascoltò la loro richiesta,

aggrottò le sopracciglia e, dopo aver fatto loro un discorso terrorizzante, acconsentì ad

accettarli provvisoriamente se davano “la loro parola” di non essere fascisti.

La diedero. Daniel, in modo chiaro. Bartolo, con alcuni giri di parole e riserve circa il

suo passato.

- Il passato non ci importa- disse solennemente il responsabile-; tutti gli uomini si

possono redimere. Per ignoranza o per fame è possibile essere stati qualsiasi cosa, perfino

criminale, perfino fascista… L’importante è che la coscienza proletaria un giorno si

risvegli…

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Uscirono con le loro tessere di sindacalisti in tasca. Per la prima volta da quando era

cominciata la guerra civile, poterono camminare senza paura per le strade oscure. Quando

un miliziano, accecandoli con il bagliore della sua torcia elettrica, ordinò loro di fermarsi,

risposero sprezzantemente:

- CNT!

- Salve, compagni!- disse la sentinella lasciando loro libero il passaggio.

Daniel e Bartolo respirarono in piena libertà. Erano di nuovo degli uomini. Se ne

andarono ognuno a casa propria pensando che, finalmente, avrebbero potuto dormire

tranquilli.

Quando i passi di Daniel riecheggiarono per le scale, Manuela, sua moglie, che era

rimasta per tre ore appostata dietro alla porta in attesa del marito, pensando a ogni istante

che lo avessero già ucciso, si lasciò cadere estenuata per l’angoscia:

- Finalmente!- disse quando lo vide comparire. E, tremando, gli mise sopra la tavola

il pentolino con la cena e andò a letto.

Daniel scostò il cibo di malavoglia, tirò fuori la sua tessera di sindacalista nuova

fiammante e lì, sotto la luce della lampada domestica, con i suoi infantili bordi sfilacciati di

cristallo, rimase a esaminarla compiaciuto. Quindi, prese una matita e un pezzetto ripiegato

di carta e morsicandosi la lingua si mise a scrivere lentamente:

«Al consiglio operaio della Metalúrgica Madrileña, S.A.: Reclamo dell’operaio tornitore

Daniel López, affiliato alla CNT, ingiustamente licenziato…».

* * *

- E quei due farabutti la faranno franca?

Il compagno Carlos, segretario del comitato esecutivo del consiglio operaio, gettò

con rabbia il reclamo del tornitore Daniel sopra la scrivania dell’ufficio di gestione.

- Cosa dice?- chiese Esteban, altro membro del consiglio.

- Pse! Dice che non è mai stato un fascista, che non si può accusarlo d’altro che di

aver difeso la sua paga…

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- Tradendo i suoi compagni!

- …per dare da mangiare ai suoi figli…

- Anch’io ho dei figli e sono rimasti senza mangiare!

- …che se lui non ha aderito a qualche sciopero, tradendo i suoi compagni, lo stesso

si può dire anche per tutti i delegati del consiglio operaio…

- Io no!

- …come posso dimostrare caso per caso…

- È un furfante!

- E che -tieniti forte!- risulta iscritto al sindacato metallurgico della CNT, che

difenderà i suoi diritti di proletario. Che ti sembra?

- Questo tizio qui bisogna farlo fuori stanotte stessa.

- Piano! Piano! Per prima cosa bisogna «smantellare la sua piattaforma». Qui

denuncia che tutti i membri del consiglio operaio hanno in qualche modo tradito la causa

del proletariato e afferma che è pronto a dimostrarlo. Questo non può essere lasciato così.

Cosa vogliono di più ancora gli anarcosindacalisti! Non c’è altra soluzione che lasciarlo

parlare, distruggere una per una le sue accuse, concretizzare bene le imputazioni a suo

carico, e quindi, che le milizie di retroguardia gli mettano le mani addosso. Prima di tutto

bisogna completare la sua scheda. Dimentica che ha meriti sufficienti per farlo ammazzare.

- E l’altro, Bartolo?

- Questo è più furbo e ha più paura. Comunica al sindacato che, anche se risulta

affiliato a un sindacato rivoluzionario, la CNT, naturalmente è disposto a cedere il suo

posto di lavoro a un altro compagno più qualificato in base alla condotta sindacale. Chiede

solo, se lo licenziamo, di dargli un certificato firmato dal consiglio operaio che gli permetta

di cercare lavoro in un’altra fabbrica. Batte in ritirata, insomma.

- Bisogna cacciarli via! Tutti e due!

- Lascia perdere. Useremo il nostro servizio di informazioni per completare le loro

schede e poter spiazzare quelli della CNT, che cercheranno di difenderli. La cosa migliore

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sarebbe poter dimostrargli che erano militanti attivi del fascismo. Come sai, sono finiti

nelle nostre mani gli archivi segreti degli affiliati alla Falange. Andiamo un po’ a vedere…

Il compagno Carlos, segretario del comitato esecutivo, autentico dittatore del

consiglio operaio e uomo di fiducia del Partito Comunista, mise in movimento il

nuovissimo «apparato poliziesco» della rivoluzione con una semplice chiamata telefonica.

Mentre dal sontuoso ufficio di gestione i nuovi padroni, serviti meglio dei precedenti,

lanciavano il «via» ai loro segugi e li aizzavano alla caccia all’uomo, si poteva vedere,

attraverso l’ampio finestrone che illuminava la confortevole stanza, la sfilata silenziosa

degli operai che entravano al cambio del turno. A loro né la guerra, né la rivoluzione

avevano portato grossi cambiamenti. Daniel e Bartolo, soli, schivi, oltrepassavano il

cancello della fabbrica e, senza scambiare una parola con i loro compagni, entravano

nell’officina e si mettevano penosamente al lavoro. In segreteria, che era vicina alla

direzione, le dattilografe, come sempre, battevano a macchina rendendo inservibili molti

fogli poiché, distratte, invece di intestare le lettere con «compagno», com’era stato loro

ordinato, continuavano a scrivere «egregio signore» e poiché si ostinavano a stringere le

mani dei clienti, invece di mandar loro dei saluti proletari. Anche la rivoluzione possedeva

una sua etichetta. All’entrata della direzione rimaneva imperterrito l’assistente del

direttore, il vecchio Tudela, sempre impeccabile nella sua livrea, che non c’era stato modo

di strappargli via né tantomeno di sbottonare. Gelosissimo del suo incarico e facendo

valere i diritti che gli concedeva la sua tessera di antico aderente a un sindacato, il fedele

assistente del direttore aveva voluto rimanere al suo posto e si ostinava a svolgere, accanto

al compagno Carlos, la stessa sollecita funzione di vecchio servitore che aveva esercitato

per dei lunghissimi anni con il padrone borghese. Sempre corretto e cerimonioso, il

vecchio Tudela continuava a mantenere con rispetto le distanze quando si trovava alla

presenza dei delegati del consiglio operaio, nella stessa maniera in cui, prima, le

manteneva con gli azionisti della compagnia, e davanti alle battute volgari del compagno

Carlos manifestava la stessa condiscendente benevolenza dimostrata davanti agli scatti

d’ira e di superbia dell’antico direttore. La sua lunga vita di servitù gli aveva insegnato a

comprendere e persino a scusare meglio di chiunque altro le intemperanze e le ingiustizie

di chi comanda. Tudela, con i suoi cinquanta e più anni di lavoro dipendente e fedele,

sapeva che il capo è sempre arbitrario, violento e per nulla intelligente. Fin dal primo

giorno, estese al compagno Carlos la stessa solerte e benevola dedizione che aveva avuto

per il suo precedente signore. Il nuovo padrone gli sembrava più duro ma dotato di

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maggior buon senso. Nel profondo del suo animo di servo si era fatto un’idea così

deplorevole dell’uno e dell’altro, che poteva permettersi il lusso di perdonarli entrambi. A

volte il compagno Carlos era di buon umore e scherzava con il vecchio servitore.

- Cosa c’è, compagno Tudela? Sai che i tuoi correligionari, i fascisti, si sono presi

una bastonata sensazionale ieri nella Sierra?

- Io non sono fascista.

- D’accordo, carlista234, è lo stesso.

- Mi scusi, ma non è la stessa cosa. Io sono stato carlista da giovane, nell’altra

guerra, sessanta anni fa235.

- E eravate già allora così tanto farabutti come lo siete ora?

Tudela scuoteva la testa arrabbiato e rispondeva:

- Allora, ci battevamo uomo contro uomo, lealmente. Allora, non c’erano aerei come

quelli che hanno assassinato il mio nipotino nella sua culla. Allora,…

Il vecchio Tudela si esaltava al solo ricordo.

- …allora, il capo Cucala, quando stavamo per entrare in battaglia contro i cristini236,

dava tre pallottole a ognuno di noi ragazzi appartenenti alla sua squadra, solo tre pallottole,

e ci avvertiva: «Quando il combattimento sarà terminato, dovrete restituirmene una».

Questa era la guerra che facevamo noi carlisti a quei tempi: due spari e poi via, a cercare il

nemico faccia a faccia. Ora…ora non sono i carlisti quelli che stanno facendo questa

guerra. Noi carlisti non abbiamo fatto mai la guerra come i militari professionisti, che si

accaniscono contro il nemico anche se appartiene al loro stesso sangue. Tutti i nostri

generali venivano dal popolo!- diceva il vecchio Tudela, orgoglioso di trovare uno

spiraglio di demagogia nell’antico carlismo.

234

Il carlismo, nella storia spagnola, è un movimento conservatore di stampo tradizionalista che si propone di difendere il diritto al

trono dei discendenti di Carlo Maria Isidro di Borbone. Il movimento svolse un ruolo decisivo nella politica spagnola dal 1833 fino alla

conclusione del regime di Franco nel 1977; i carlisti parteciparono anche alla Guerra Civile Spagnola, dalla parte dei nazionalisti di

Franco.

235 Fa riferimento alla terza guerra carlista (1872-1876).

236 Con il termine cristinos ci si riferisce ai seguaci di Maria Cristina Di Borbone, vedova del Re di Spagna, Fernando VII, che si

contrapponevano ai carlisti.

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- Vale a dire, che eravate dei rivoluzionari o poco meno- replicava ridendo Carlos.

- No; combattevamo per il nostro Dio, per la nostra Patria e per il nostro Re, ma non

ammazzavamo tanto per ammazzare né portammo in Spagna stranieri che assassinassero

gli spagnoli.

Fece una pausa. Carlos lo ascoltava distratto, pensando ad altre cose.

- Oggi- continuò a dire Tudela- si ammazzano gli uomini come se fossero bestie.

E abbassando la voce aggiunse:

- Qui come lì; questi come quelli, compagno Carlos; dappertutto gli assassini girano

liberi e…

- Basta, Tudela! Basta! Se non vuole che la denunci alle squadriglie di retroguardia-

tagliò corto seccatamente Carlos.

Si dispose a uscire. Tudela, che si era ritirato a una rispettosa distanza, si avvicinò

per aprirgli la porta. Carlos, irritato, lo spinse in avanti.

- Andiamo, non faccia il leccapiedi, Tudela- gli disse.

Uscì. Nella penombra del corridoio un uomo che lo stava aspettando gli si avvicinò

timidamente.

* * *

Quell’uomo, Valentín il capoofficina, era come un’anima in pena che vagava per i

corridoi della fabbrica da quando era cominciata la guerra, ridotto al fantasma di se stesso.

Giorno e notte andava avanti e indietro a testa bassa, con lo sguardo sfuggente e di

traverso, per i capannoni deserti o popolati di lavoratori, senza trovare in quel mondo ostile

che lo circondava il conforto di una frase gentile o di uno sguardo affettuoso. Al suo

passaggio, gli operai si scansavano come se fosse un appestato, le conversazioni si

interrompevano e un’atmosfera di vuoto e ostilità lo manteneva isolato. A volte, sentiva

dire alle sue spalle:

- Ma questo miserabile, quando lo ammazzano una volta per tutte?

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Valentín abbassava ancora di più la testa e continuava ad andare avanti cercando

inutilmente un viso amico davanti al quale abbozzare un sorriso umile e forzato. I suoi

occhi chiari avevano la stessa espressione spaventata di quelli di un cane davanti al

padrone irritato. A volte, lui stesso, incapace di sopportare quel tormento, si chiedeva:

- Quando mi ammazzeranno una volta per tutte?

Non lo uccidevano. Le milizie erano andate a cercarlo il giorno dopo la rivoluzione,

come erano andate a cercare tutti i capiofficina della fabbrica per far pagare loro con un

colpo alla nuca l’asservimento al capitalismo e la loro crudeltà nei confronti degli operai.

Fu provvidenziale che nei momenti iniziali non avessero trovato lui, che era quello che

cercavano con maggior insistenza, poiché era stato l’uomo di fiducia del capitalista,

l’esecutore delle sue vendette, la spia, il «rovina-scioperi», il «coltello dei lavoratori»,

come lo chiamavano. Riuscì a nascondersi nei seminterrati e nei sottotetti della fabbrica,

che conosceva meglio di chiunque altro, e se ne rimase nascosto mentre le milizie davano

la caccia e mettevano al muro gli altri capisquadra, che furono spietatamente uccisi con

molti meno motivi di lui. Quando, infine, lo scovarono, sorse un grave problema. Valentín

era ormai l’unico capoofficina ancora in vita. Se uccidevano anche lui, scappati gli

ingegneri e il direttore, era quasi sicuro che il lavoro avrebbe dovuto essere interrotto. Solo

lui conosceva la tecnica di certe lavorazioni e i segreti della fabbricazione. Le formule di

miscele e leghe e le sezioni dell’assemblaggio. Il problema fu dibattuto in pieno consiglio

operaio. Nel punto cruciale della questione tutti erano concordi. Valentín, che aveva tradito

molte volte la causa del proletariato, meritava di essere consegnato immediatamente alla

giustizia delle milizie di retroguardia. La necessità di assicurare la continuità della

produzione meritava, però, che si riflettesse bene sul da farsi. I delegati più esaltati, quelli

che avevano portato nelle poltrone della sala del consiglio un odio feroce, votavano a

favore della consegna immediata di Valentín alle milizie; succedesse quel che succedesse.

Altri, più prudenti, di certo non più impietositi, si dimostravano a favore del rinvio di tale

consegna. Il compagno Carlos, «l’occhio di Mosca», diede la soluzione. Valentín, per il

momento, non sarebbe stato consegnato alle milizie, sarebbe rimasto all’interno della

fabbrica, controllato da due compagni di fiducia che, oltre al compito di sorvegliarlo,

avrebbero avuto anche quello di apprendere le sue funzioni, esercitandosi in esse e

impadronendosi poco a poco degli espedienti e dei segreti della fabbricazione, fino a poter

prendere il suo posto. A quel punto, Valentín sarebbe stato consegnato alle milizie.

Affinché queste non lo catturassero prima del tempo, si prese la precauzione di far si che lo

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sventurato non uscisse dalla fabbrica, e lì mangiava e dormiva come una bestia inseguita

che si nasconde nella sua tana. Si era impegnato a insegnare ai due uomini di fiducia del

consiglio operaio i segreti e le difficoltà del suo incarico, e ogni giorno che passava quei

due uomini, accuratamente selezionati, diventavano più abili. «Presto non avranno più

bisogno di me- pensava-, e allora mi uccideranno».

E temendo che lo uccidessero se non si prestava a addestrare quelli che dovevano

sostituirlo, e sapendo che l’avrebbero ucciso in ogni caso una volta addestrati, viveva in

uno stato di ansia crescente e di terribile angoscia che lo facevano camminare per i

corridoi della fabbrica giorno e notte come un’anima in pena, aspettando e, a volte,

desiderando, che le milizie andassero a prenderlo una volta per tutte e lo liberassero da

quel tormento.

Trascorse ormai alcune settimane, aveva iniziato a farsi delle illusioni. «Li ho serviti

lealmente- pensava-; magari mi graziano…». Ma l’odio che provavano per lui era

inestinguibile. Durante l’ultima riunione del consiglio operaio, il delegato del reparto di

laminatura, Benito, aveva sollevato la questione in modo brutale.

- Si può sapere quando sarà cacciato via dall’officina e consegnato alle milizie quel

farabutto del capofabbrica?

Benito era uno dei capi rivoluzionari della fabbrica. Uomo forte, ribelle e violento,

aveva capitanato in altri tempi gli scioperi scatenati contro l’azienda capitalista. Cacciato

da quest’ultima, era tornato all’officina grazie alla rivoluzione e si ostinava a mantenere

ciecamente dentro il consiglio operaio lo spirito di rivincita e l’ansia di vendetta.

- Quando la facciamo finita con quel nemico a morte degli operai?- intimava.

Il compagno Carlos, impassibile, replicava freddamente:

- Quando potremo; quando ci converrà. Non metteremo in pericolo il funzionamento

dell’industria per l’impazienza del compagno Benito.

- Io mi rifiuto di convivere con quell’infame. Preferisco che si chiuda la fabbrica

piuttosto di continuare a sopportare la sua presenza qui dentro.

Carlos sorrideva imperturbabile.

- E se non viene espulso oggi stesso, lascio il consiglio!

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- Niente minacce, compagno. Di te, per quanto rivoluzionario tu sia, abbiamo meno

bisogno che del capoofficina. Hai capito?- rispose Carlos.

Benito scattò furioso.

- Quelli di cui non abbiamo nessun bisogno, sono i gesuiti che si dedicano a

proteggere i fascisti e a salvargli la vita. Ci mancherebbe altro! La rivoluzione ha trionfato

affinché io, io!, possa vendicarmi di quella canaglia. Questa è l’unica cosa di cui mi

importa. Se chiude la fabbrica, pazienza. Se per far sì che la rivoluzione vada avanti devo

sopportare la sua presenza, preferisco che la rivoluzione fallisca.

Si alzò furibondo e, dirigendosi verso la porta, annunciò:

- Vedrete come si fa la giustizia rivoluzionaria!

Sbatté la porta e se ne andò.

Per questo Valentín, al quale un’anima impietosita aveva raccontato la scena, se ne

stava nel corridoio aspettando pazientemente il compagno Carlos.

- Vengo a ringraziarla- gli disse con voce strozzata- perché so che mi ha difeso lei

durante il consiglio.

Carlos, freddo e ostile, gli rispose:

- Le hanno mentito. Io non difendo i traditori. Difendo la fabbrica.

E gli voltò le spalle.

Quel mattino stesso, all’alba, una pattuglia di miliziani si presentò nella fabbrica.

Approfittando del fatto che, al suo interno, non c’era nessuno oltre a un vecchio guardiano

impaurito, i miliziani entrarono nell’edificio e lo setacciarono fino a quando non portarono

fuori tra le canne delle loro pistole il capoofficina Valentín. Lo infilarono in un’auto che

partì diretta verso i terreni sterrati della periferia.

Non si seppe più nulla di lui. Benito aveva messo in atto la sua minaccia.

Carlos, il giorno dopo, quando fu informato di quanto era avvenuto, non fece altro

che dire, digrignando i denti:

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- Idiota! Visto che non l’hanno fatto i borghesi, come avrebbero dovuto, saremo

costretti noi a fucilare quell’imbecille di Benito.

E continuò a lavorare.

* * *

Il sudore che gli scorreva a fiotti per il viso se lo asciugava passandosi sulla fronte la

manica sporca della sua camicia da officina. E andava avanti. Gli mancavano le parole,

esitava, sopportava silenzi estenuanti, ripeteva le stesse cose che già aveva detto, ma

andava avanti. I suoi giudici lo guardavano impassibili. Quel silenzio glaciale lo

sconcertava. Ma faceva uno sforzo e andava avanti.

- Non hai nient’altro da dire, compagno?- gli chiese il presidente durante una di

quelle pause in cui l’oratore sembrava si fermasse davanti a un abisso.

- Sì, sì! Ho molto altro da dire. É…che non mi viene!

Quello che Daniel voleva a tutti i costi dire ma non sapeva come esprimere, era

l’indignazione che sentiva ribollire alla rinfusa nel suo animo davanti a quella inumana

«giustizia della rivoluzione» che volevano fare con lui.

- Io non sono stato mai un rivoluzionario- diceva-, ma tanto meno ero obbligato a

esserlo. Nessuno può chiamarmi traditore della rivoluzione perché mai mi ero impegnato a

farla né a sostenerla. Io mi guadagnavo la mia paga lavorando onestamente. Non ero un

cattivo collega. Credo. Servivo il padrone…

Un sorrisino appena accennato di uno dei consiglieri lo esasperò:

- Come lo servivate tutti voi, porci!

Si scatenò una bufera di proteste.

- Tutti, tutti!- strillava Daniel-. Quando i vostri scioperi fallivano, ve ne tornavate

umiliati a baciare la mano al padrone affinché vi ridesse il lavoro!

Il presidente pose fine al tumulto.

- Cerca di giustificarti senza oltraggiare i compagni se vuoi che ti ascoltino con

pazienza.

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Daniel abbassò il tono.

- Io servivo il padrone… La fabbrica era sua; lui comandava e noi lavoratori

obbedivamo. Cercavo di mantenere dei buoni rapporti con lui. Voi lottavate; io no. Voi

volevate comandare; io mi ero rassegnato a obbedire. Voi volevate essere i padroni della

fabbrica; io non l’ho mai sognato. Ora siete diventati i padroni! Ora comandate! Non vi

chiedo altro che di lasciarmi vivere e lavorare come mi lasciava il padrone. Non metto in

discussione la vostra vittoria, non ne rivendico una parte. Io non ero dei vostri, non

appartenevo al vostro sindacato, ma ho diritto alla vita e al lavoro. Non siate peggiori dei

borghesi!

Daniel si bloccò, spaventato dalla sua stessa eloquenza. Si guardò intorno. I volti dei

consiglieri erano rimasti impassibili. Soltanto da un angolo in penombra del salone giunse

fino ai suoi occhi il lampo di uno sguardo amico che lo incoraggiava a proseguire. Don

Jorgito, il vecchio amministratore della fabbrica, che era entrato nel consiglio operaio in

qualità di tecnico, senza parola né voto, gli mandava l’incoraggiamento della sua simpatia.

- Io- terminò Daniel- sono sempre stato solo. Solo, in mezzo alla strada, lottando con

la fame e la miseria, mi sono fatto uomo; da solo, ho imparato il mio mestiere e da solo ho

dovuto difendermi contro i padroni che mi sfruttavano. Non devo niente a nessuno. Che

cosa volete da me? Di cosa mi accusate adesso?

Ci fu un lungo silenzio.

- Hai qualcos’altro da aggiungere, compagno?- gli chiesero.

- No.

- Puoi andare. Il consiglio delibererà sul tuo caso e ti verrà comunicata la decisione.

Fecero quindi venire avanti Bartolo, che comparve davanti al tribunale spaventato,

timoroso, guardando di traverso i consiglieri. Balbettò delle stupide giustificazioni, chiese

perdono e promise di essere, da quel momento in poi, fedele alla rivoluzione. Come prova

di adesione alla causa, esibì la sua fiammante tessera di sindacalista.

I delegati socialisti e comunisti gli risero in faccia quando si appellò a quello sporco

documento, ma il delegato anarchico protestò e se ne uscì in difesa di Bartolo.

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- Hai fatto parte o no dei sindacati gialli che erano sotto il controllo dei padroni?- gli

chiesero per porre fine all’incidente.

- Si; non potei fare altrimenti…, mi obbligavano…- si vide costretto ad ammettere.

- Questo non ha importanza -disse il delegato anarchico-. Quando è perseguitato, il

lavoratore può cedere per la fame.

- Sei fascista?

Bartolo sapeva che, in quel momento, si stava giocando la vita.

- No!- disse.

- Non eri iscritto nelle liste della Falange Spagnola?

- No!- ripeté.

- Basta. Puoi andare.

Quando fu uscito, il delegato anarchico protestò violentemente contro la sistematica

persecuzione dei comunisti nei confronti degli operai iscritti alla CNT.

- Se non accettaste i fascisti, non avremmo sospetti.

- Noi non accettiamo fascisti!

- Quello lo è invece! E avrebbe dovuto già essere fucilato! Ma non preoccuparti. Le

nostre milizie non ci metteranno molto a mettere le mani su di lui.

- A quello non gli si torce neppure un capello perché il mio sindacato non lo

permette. È uno dei nostri operai, la cui vita e il cui lavoro difenderemo con le nostre

pistole. Intesi?

- Anche se è fascista?

- No! Se è fascista, se ci ha ingannato, non aspetteremo che lo ammazziate voi. Noi

anarchici sappiamo come risolvere alla radice simili casi e facciamo giustizia con i nemici

che si sono nascosti intorno a noi in maniera ancor più dura di quelli che abbiamo contro.

Quello che non sapete fare voi!

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- E se io ti dimostro che Bartolo vi sta fregando, che era fascista e che continua a

esserlo?- replicò Carlos con aria di sfida.

- Dimostramelo e lo ammazzo io stesso come un cane. Ma devi dimostramelo!

Prima non gli si deve toccare nemmeno un capello!

- Te lo dimostrerò. Chiuso il discorso.- concluse Carlos-. Passiamo ora a esaminare

il problema della permanenza in officina di questi due operai nemici della causa del

proletariato. Saranno poi le milizie a occuparsi di loro.

Su Bartolo non c’erano dubbi. Era un miserabile leccapiedi della borghesia sulla cui

coscienza pesavano innumerevoli tradimenti alla causa del proletariato. Con la sola

protesta del delegato anarchico, il quale si riservò il diritto di chiedere un riesame accurato

del caso, si raggiunse l’accordo di licenziare Bartolo dall’officina.

- Non lo denuncerete alle milizie né gli succederà nulla finché il nostro sindacato non

abbia messo in chiaro i suoi precedenti e la sua condotta, intesi?- puntualizzò il delegato

della CNT.

- Compagno- gli dissero-, noi non abbiamo niente a che vedere con questo. Che ci

pensino pure le milizie a lui. Se ha qualche colpa, gliela faranno pagar cara.

Riguardo a Daniel, invece, ci fu un duro dibattito. In fondo, nessuno dei delegati

voleva che restasse. Lo odiavano allo stesso modo o addirittura di più del traditore Bartolo.

In fin dei conti, era sempre più pericoloso quell’individuo forte e coraggioso di qualunque

altro di quei poveri diavoli che morivano ogni giorno. Un uomo come Daniel era il

peggiore nemico della rivoluzione e della dittatura del proletariato. Bisognava farlo fuori.

Li bloccava lo scrupolo di non essere riusciti a trovare da nessuna parte alcuna traccia di

attività controrivoluzionaria. Né era stato fascista, né tantomeno aveva mai fatto parte di

qualche sindacato giallo. Si era limitato a non riconoscere e a disubbidire alle

organizzazioni proletarie della lotta di classe, a non assecondare gli scioperi e a cercare di

migliorare la sua situazione economica lavorando a cottimo o facendo straordinari,

andando contro gli accordi e gli interessi sindacali. Daniel era sempre stato il nemico

dell’organizzazione. La sua insubordinazione contro la disciplina proletaria e il suo sdegno

nei confronti dei leader operaisti erano ben comprovati. Ma, nonostante tutto, era

incontestabilmente un operaio, un proletario al cento per cento; non un «coltello per i

lavoratori» né un «lacché della borghesia». Avevano il diritto di condannarlo quelli che, in

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nome del proletariato, facevano la rivoluzione e amministravano la giustizia

rivoluzionaria?

Tutti, nel fondo della loro coscienza, sapevano di no.

Invece, lo condannarono. Perché? Per la stessa ragione per cui, prima, avevano

condannato la borghesia: per paura. Paura della libertà. La paura odiosa del settario nei

confronti dell’uomo libero e indipendente. Fu un vero peccato! Il giorno in cui il consiglio

operaio licenziò dall’officina l’operaio tornitore Daniel, la causa del popolo fu perduta. I

cannoni dell’esercito sollevato continuavano a martellare inutilmente le trincee di Madrid;

gli aerei italiani e tedeschi continuavano ad assassinare senza motivo donne e bambini. Ma

la causa del popolo fu perduta per questo semplice fatto. Perché il consiglio operaio di una

fabbrica aveva preso la decisione di licenziare un operaio per il delitto di aver difeso la sua

libertà.

* * *

Prima che la giornata volgesse al termine, ormai all’imbrunire, sei o otto miliziani

fecero irruzione nella fabbrica. Non appena li vide comparire nell'officina, Bartolo, che

stava all’erta, se la svignò abilmente prima che si accorgessero di lui e scappò via. Ma

dove? L’entrata della fabbrica era controllata da altri miliziani che non lasciavano uscire

nessuno. Dove nascondersi? Con il cuore che gli batteva a più non posso, percorse i

corridoi dell’enorme edificio, salì al piano degli uffici, passò, mantenendo una certa

distanza, davanti alla direzione, dove non avrebbe potuto trovare alcuna protezione, per poi

ritrovarsi, alla fine, davanti alla porta dell’ufficio dell’amministratore senza alcun’altra via

di fuga. La aprì e si gettò su don Jorgito.

- Mi salvi! Sono venuti a prendermi! Mi ammazzano! Mi ammazzano!

Don Jorgito, costernato, crollò su un seggiolone.

- E cosa posso fare io, figliolo? Ammazzeranno anche me!

- Mi salvi! Mi lasci telefonare!

Il vecchio amministratore, atterrito, gli indicò il telefono che stava sopra il tavolo.

Bartolo compose un numero che aveva bene impresso nella mente. Mentre aspettava una

risposta, il suo volto pallido, nel quale si era stampata una smorfia inespressiva, dava la

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ripugnante impressione di una statua di cera. Non rispondevano! Ah, che angoscia! Si!

Finalmente!

Con parole precipitose e strazianti, Bartolo avvisò il sindacato anarchico che una

pattuglia di miliziani comunisti voleva portarlo via per ucciderlo e chiese che accorressero

per proteggerlo.

- Venite, compagni! Venite subito! Mi uccidono! Mi uccidono!

Continuò a ripeterlo disperatamente sul microfono del telefono fino a quando non

sentì la porta dell’ufficio aprirsi e un miliziano con la pistola in mano che lo minacciava.

Don Jorgito si alzò e si mise in mezzo eroicamente.

- Altolà! Cosa siete venuti a cercare qui?

- Quel furfante.

- È un operaio della fabbrica che io non vi consegnerò senza un ordine del consiglio

operaio.

Il capo della pattuglia si avvicinò al vecchio don Jorgito digrignando i denti.

- Questo qui viene con noi e tu anche, vecchio, se cerchi di opporti.

Il vecchio tremava, ma pur tremando cercò di far necessità virtù per opporsi. Lo

scostarono e, puntando le armi contro Bartolo, gli dissero con un tono che non ammetteva

repliche:

- Andiamo.

Bartolo avanzò in silenzio. Don Jorgito, vedendo che se lo portavano via, reagì con

disperazione e volle interporsi un’altra volta.

- Datemi almeno la vostra parola che non gli succederà niente! Se non sarà così, non

lo consegno!- diceva sconcertato.

Lo misero a sedere con una manata. Quando, dopo un attimo di stupore, si guardò

intorno ed ebbe la certezza che era avvenuto l’irreparabile, che se l’erano portato via, fu

sopraffatto da un’angoscia tremenda. Come mai non era riuscito a impedirlo? Ma si

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potevano uccidere così gli uomini? Impotente, terrorizzato, sentiva come il tempo stesse

trascorrendo, un istante dopo l’altro, minuto per minuto, ora per ora, tutta un’eternità.

Era ormai notte fonda quando si aprì di nuovo la porta del suo ufficio. I suoi occhi

spaventati videro comparire il volto pallido come un cadavere di Bartolo, che gli si

avvicinò, dicendogli con una gioia che incuteva quasi timore:

- Non mi hanno ucciso, don Jorge, non mi hanno ucciso! Mi ha salvato lei!- e gli

prese le mani e gliele baciò.

Raccontò, come poté, la sua avventura. I miliziani comunisti che l’avevano portato

via, lo avevano trascinato in un piccolo padiglione che c’era presso la Casa de Campo237,

dove lo avevano sottoposto a un interrogatorio sommario.

- Ero convinto che non lo avrei mai raccontato. Poco lontano da quel piccolo

padiglione fucilano la gente. Mi ritenevo già morto quando si presentò una pattuglia di

miliziani anarchici. Quelli del mio sindacato, avvertiti grazie all’avviso telefonico che gli

avevo dato da qui, venivano a liberarmi. E, nonostante tutto, mi strapparono dalle grinfie

dei comunisti. Prima di discutere, si portarono i fucili al volto e dichiararono: «Questo

operaio appartiene al nostro sindacato e se ne torna subito in libertà. C’è qualcuno che osa

opporsi?». Quindi, si rivolsero a me e dissero: «Sei libero, compagno. Via di qui». Non me

lo feci ripetere due volte, e ora sono qui, don Jorge. Anarchici e comunisti sono rimasti lì a

discutere, ma io ormai ho salvato la pelle”.

Don Jorguito alzò le braccia al cielo. La resurrezione di quell’uomo l’aveva

riportato alla vita: era convinto che, se lo avessero ucciso, il suo povero cuore di vecchio e

la sua scrupolosa coscienza non avrebbero potuto sopportarlo. Prese le mani di Bartolo e le

strinse con ansia. Quelle mani erano ancora bagnate da un sudore freddo che lo spaventò.

Poco a poco si tranquillizzarono entrambi. Bartolo, passato il momento difficile,

riprendeva fiato e iniziava a sentirsi sicuro.

- Sono vivo, don Jorge, sono vivo!

Lo salutò per tornarsene a casa, dove lo stavano aspettando con angoscia.

- Stai attento, figliolo!

237

Vasto parco di Madrid.

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- Ormai non devo più fare attenzione, don Jorge!

Uscì in strada con il cuore che sussultava ancora e respirò a pieni polmoni. La città

buia e silenziosa non gli faceva più paura. Le inquietudini, le angosce di quei giorni si

stavano pian piano allontanando. Il grande pericolo era ormai passato. Gli sembrava che

non ci fossero più né guerra né rivoluzione. Camminò, contento di sentirsi vivo come mai

lo era stato prima. Quando giunse all’angolo della sua via, scorse alcune sagome appostate

vicino al suo portone e sentì una stretta al cuore. Quelle ombre avanzarono poi verso di lui

e, quando gli furono vicine, lo abbagliarono con il fascio di luce di una pila. Cercò di tirar

fuori la sua tessera di sindacalista, ma una voce conosciuta che gli gelò il sangue nelle vene

gli disse con freddezza:

- Non importa. Vieni con noi.

Fecero solo alcuni passi. Lì vicino c’era un giardinetto comunale dove, durante il

giorno, giocavano i bambini e facevano la calza le vecchie, e là si fermarono.

Quella voce del delegato del sindacato anarchico che Bartolo ben conosceva risuonò

un’altra volta:

- Ci hai ingannato. Ti avevamo ammesso nel nostro sindacato perché ci avevi detto

che stavi dalla nostra parte; hai negato durante il consiglio operaio di essere stato fascista,

ti abbiamo creduto e siamo venuti a strapparti dalle grinfie dei comunisti; ora risulta che

sei un traditore, un fascista farabutto che si infiltrava nelle nostre linee per tradirci, e

pagherai il tuo tradimento con la vita.

- Io non sono fascista!

- Guarda.

Gli mise davanti agli occhi un pezzo di cartoncino.

- La tua scheda presa dagli archivi della Falange Spagnola. Sei tu questo?

Bartolo la fissò e rimase annichilito per alcuni istanti. Sentì un contatto freddo alla

nuca e quasi contemporaneamente una sferzata al cervello che fece esplodere in mille pezzi

la sua povera vita di fatiche, desideri e tradimenti.

Rimase lì con la faccia sopra al prato umido.

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Don Jorgito, nella sua stanza da letto, infilandosi sotto le lenzuola, sentiva la carezza

della sua coscienza soddisfatta che lo cullava nel sonno.

* * *

Daniel, licenziato dall’officina in quanto «non organizzato», vagabondava per la

città assediata in cerca di un pezzo di pane per i suoi figli. Per alcuni giorni, fu convinto

che lo aspettava la stessa fine di Bartolo e dei capiofficina della fabbrica. Si era rassegnato

all’idea che lo avrebbero ucciso, e dandola ormai per scontata, pensò di far fuori da solo, se

ne avesse avuto l’occasione, tutti i nemici che poteva. Morire, va bene. Ma morire

uccidendo. Si procurò una pistola e passò alcune settimane andando in giro con questa in

tasca e il dito pronto sul grilletto. In qualunque istante sarebbe potuta sopraggiungere la

sua fine inevitabile. A volte incrociava per la strada un gruppo di miliziani. Appena li

vedeva comparire, li puntava senza tirare fuori l’arma dalla tasca. Un movimento sospetto

di qualunque di loro e avrebbe sparato. Si sentiva nel bel mezzo della città come in un

bosco, e se ne stava sopra i marciapiedi e le piattaforme del tram come una bestia inseguita

e sperduta nel labirinto della foresta vergine. Diffidente e affamato, passava a volte davanti

alle caserme delle milizie e agli atenei238 libertari, nei quali vedeva con rabbia e invidia gli

uomini della rivoluzione ben armati ed equipaggiati davanti ai grandi calderoni in cui

bolliva cibo abbondante e appetitoso. Spinto dalla fame, si aggirava intorno a quelle nuove

case del popolo improvvisate dalla rivoluzione, dalle quali si sentiva proscritto come un

appestato. Perché? Non era anche lui figlio del popolo?

Un giorno, vinto alla fine dalla fame, allentò la mano che teneva contratta sopra la

pistola e entrò in una di quelle caserme a chiedere un pezzo di pane.

- Il pane- gli disse enfaticamente un commissario comunista- è per gli uomini che

lottano per la rivoluzione.

- Io sono un proletario pronto a lottare per il pane e per la libertà.

Il comunista lo guardò con diffidenza. Un altro fascista imboscato? Mah!, un povero

diavolo senza coscienza rivoluzionaria, concluse. Per andare a morire al fronte serviva, in

ogni caso. Gli misero in una mano un piatto con del cibo e nell’altra un fucile.

238

Associazione culturale, generalmente scientifica, letteraria e artistica.

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Daniel, trasformatosi in miliziano della rivoluzione, lottò da persona onesta.

E morì battendosi eroicamente per una causa che non era sua. La sua di causa, quella

della libertà, non c’era nessuno in Spagna disposto a difenderla.

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La sucesión de las diferentes ediciones de la obra ha sido extraida del trabajo de recuperación de la obra de Chaves, tal y como

apareció en el ensayo contenido en Andalucía guerra y exilio, 2005, 124.

240 Sólo se indican aquí la primera y a la última edición de cada obra.

*Las últimas ediciones de esas obras son las que aparecen en la Obra narrativa completa dirigida por María Isabel Cintas Guillén en

1993.

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