la narrativa del conocimiento vol. iv no. 91

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La Narrativa del Conocimiento © Boletín de difusión del Pensamiento Publicación virtual quincenal Textos y Fotografías de Fernando de Alarcón Nueva época - Vol. IV No. 91 Septiembre de 2014 La Génesis de la Suerte II Trátese de suerte adversa o de suerte próspera, he aquí lo que probablemente sucede. Un acontecimiento propicio o funesto, que viene desde el fondo de las grandes leyes eternas, se levan- ta en nuestro camino y lo cierra por completo. Está allí, inmóvil, fatal, desmesurado, inquebrantable. No se ocupa de nosotros, no está allí por nosotros, no tiene razón de ser sino en sí y para sí. Nos ignora. Nosotros somos los que nos acercamos a él y los que, llegados al alcance de su influencia, tenemos que huirle o afrontarle. Supongamos que el acontecimiento sea infeliz: un naufragio, un incendio, un rayo; o la muerte, la enfermedad, el accidente, la angustia. Está esperando invisible, ciego, indiferen- te, perfecto, inalterable, más aún en potencia. Existe, pero sólo en el futuro; y para nosotros, cuyos sentidos al servicio de nues- tra inteligencia y de nuestra conciencia están construidos de tal suerte que no perciben las cosas sino sucesivamente en el tiem- po, es aún como si no existiese. Supongamos que se trata de un naufragio. El navío que debe perecer aún no ha salido de puerto; la roca que ha de desgarrarle duerme apaciblemente bajo las olas, y la tempestad dormita más allá de las miradas en el secreto de los cielos. Normalmente, si nada estuviese escrito, y si la catástrofe no hubiese tenido lugar en el futuro, 50 pasajeros hubiesen embarcado. Pero el navío está bien señalado por el destino. Es cierto que debe hundirse. Así, desde hace meses, acaso desde hace años, una selección misteriosa se ha operado entre los viajeros que hubiesen debido salir el mismo día. Es posible que entre estos 50 viajeros origina- les sólo 20 suban a bordo en el momento en que se leva el ancla. Es notable y constante que en las grandes catástrofes se cuen- tan, generalmente, muchas menos víctimas de las que hubiesen hecho temer las probabilidades más razonables. Es muy trascendente lo que se produce a menudo en las coyun- turas de la vida cotidiana, en vez de recurrir a dioses lejanos y dudosos. ¿No es más natural presumir que nuestro interior es el que actúa y el que decide?. Conoce, debe conocer, debe ver la catástrofe, puesto que para él no hay ni tiempo ni espacio, y en ese momento está sucediendo a su vista, como sucede a la vista de las fuerzas eternas. Poco importa el modo de que se valga para prevenir el mal. Entre los 30 viajeros a quienes avisa, dos o tres habrán tenido el presentimiento real del peligro; estos son aquellos en quienes el interior es más libre y alcanza más fácil- mente las capas aún oscuras de la inteligencia. Los otros no sos- pecharán nada, maldecirán los retrasos y las contrariedades in- explicables, harán todo lo posible por llegar a tiempo, pero no llegarán. Unos caerán enfermos, se equivocarán de camino, cambiarán sus proyectos, encontrarán una aventura insignifican- te, tendrán una disputa, un amor o un momento de pereza o de olvido que los detenga a pesar suyo. Otros no habrán pensado nunca en embarcarse sobre la nave predestinada, cuando era la única que hubiesen debido elegir lógica y fatalmente. En la ma- yoría, estos esfuerzos del interior para salvarlos se efectúan a tales profundidades que ni siquiera se les ocurre la idea de que deben su vida a su buena suerte, y creen no haber tenido nunca intención de subir al buque señalado por las potencias del mar. Los que fielmente han llegado a la cita fatal pertenecen a la tribu infortunada. Forman una raza más desgraciada dentro de nuestra raza. Cuando todos los demás huyen, sólo ellos se quedan quie- tos. Cuando los demás se apartan, ellos, confiados, se acercan. Toman infaliblemente el tren que ha de descarrilar; pasan a la hora necesaria bajo la torre que se hunde; entran en la casa don- de ya está ardiendo el fuego; atraviesan el bosque donde va a caer el rayo; llevan todo lo que poseen al banquero que está listo para cometer un fraude; dan el paso y hacen el gesto que no había que dar ni que hacer; aman a la única persona de la cual debiesen debido huir. Por el contrario, si se trata de felicidad, cuando los demás acuden, atraídos por la voz profunda de las fuerzas benévolas, ellos pasan sin oírla, y nunca prevenidos, en- tregados únicamente a los consejos de la inteligencia, el guía viejo, muy sabio, pero casi ciego, que no conoce ni los pequeños senderos al pie de la montaña, se extravían en un mundo que la razón humana no ha comprendido aún. Ciertamente, tienen motivo para acusar al destino, pero no en el sentido en que ellos lo entienden. Tienen derecho a preguntarse por qué no ha puesto en ellos al vigía sagaz que protege a sus hermanos. Pero, hecho este reproche, que es el gran reproche a las injusticias irreductibles, ya no tienen por qué quejarse. El Uni- verso no les es hostil. Las calamidades no les persiguen, son ellos quienes se acercan a ellas. Las cosas del exterior no les quieren mal; son ellos los que se entregan a los males. La desdi- cha que alcanzan no les ha estado acechando; son ellos mismos los que la han elegido. A lo largo de sus años, los acontecimien- tos están esperando, como las mercancías en un bazar están esperando a su comprador. Nadie les engaña: se engañan ellos sencillamente; nada les persigue, pero su alma, inconsciente, no cumple con su deber. ¿Es más torpe o está menos atenta?. ¿Duerme sin esperanza en el fondo de una prisión mejor cerrada que las demás, y acaso ninguna voluntad puede sacarla de un sueño tan funesto, ni echar abajo las grandes puertas que llevan desde la vida que todo lo sabe sin conciencia a la que ignora con inteligencia?. Es en el ser humano donde hay que buscar a Dios. El espíritu del cielo se manifiesta y se revela más claramente en los aconteci- mientos humanos, en los pensamientos y sentimientos de las personas. La doctrina religiosa no tiene nada que ver con esto. Ella no pue- de ser comprendida ni ser religiosamente útil más que a las per- sonas religiosas. La religión no se puede predicar sino con amor, como un patrio- tismo. http://lanarrativadelconocimiento.blogspot.com Derechos reservados, 2014 © Banco de Historia Visual Banco de Historia Visual Fernando de Alarcón / Banco de Historia Visual © La ventana, México - 2004

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La Narrativa del Conocimiento © Boletín de difusión del Pensamiento

Publicación virtual quincenal Textos y Fotografías de Fernando de Alarcón

Nueva época - Vol. IV No. 91 Septiembre de 2014

La Génesis de la Suerte II

Trátese de suerte adversa o de suerte próspera, he aquí lo que probablemente sucede. Un acontecimiento propicio o funesto, que viene desde el fondo de las grandes leyes eternas, se levan-ta en nuestro camino y lo cierra por completo. Está allí, inmóvil, fatal, desmesurado, inquebrantable. No se ocupa de nosotros, no está allí por nosotros, no tiene razón de ser sino en sí y para sí. Nos ignora. Nosotros somos los que nos acercamos a él y los que, llegados al alcance de su influencia, tenemos que huirle o afrontarle. Supongamos que el acontecimiento sea infeliz: un naufragio, un incendio, un rayo; o la muerte, la enfermedad, el accidente, la angustia. Está esperando invisible, ciego, indiferen-te, perfecto, inalterable, más aún en potencia. Existe, pero sólo en el futuro; y para nosotros, cuyos sentidos al servicio de nues-tra inteligencia y de nuestra conciencia están construidos de tal suerte que no perciben las cosas sino sucesivamente en el tiem-po, es aún como si no existiese.

Supongamos que se trata de un naufragio. El navío que debe perecer aún no ha salido de puerto; la roca que ha de desgarrarle duerme apaciblemente bajo las olas, y la tempestad dormita más allá de las miradas en el secreto de los cielos. Normalmente, si nada estuviese escrito, y si la catástrofe no hubiese tenido lugar en el futuro, 50 pasajeros hubiesen embarcado. Pero el navío está bien señalado por el destino. Es cierto que debe hundirse. Así, desde hace meses, acaso desde hace años, una selección misteriosa se ha operado entre los viajeros que hubiesen debido salir el mismo día. Es posible que entre estos 50 viajeros origina-les sólo 20 suban a bordo en el momento en que se leva el ancla. Es notable y constante que en las grandes catástrofes se cuen-tan, generalmente, muchas menos víctimas de las que hubiesen hecho temer las probabilidades más razonables.

Es muy trascendente lo que se produce a menudo en las coyun-turas de la vida cotidiana, en vez de recurrir a dioses lejanos y dudosos. ¿No es más natural presumir que nuestro interior es el que actúa y el que decide?. Conoce, debe conocer, debe ver la catástrofe, puesto que para él no hay ni tiempo ni espacio, y en ese momento está sucediendo a su vista, como sucede a la vista de las fuerzas eternas. Poco importa el modo de que se valga para prevenir el mal. Entre los 30 viajeros a quienes avisa, dos o tres habrán tenido el presentimiento real del peligro; estos son aquellos en quienes el interior es más libre y alcanza más fácil-mente las capas aún oscuras de la inteligencia. Los otros no sos-pecharán nada, maldecirán los retrasos y las contrariedades in-explicables, harán todo lo posible por llegar a tiempo, pero no llegarán. Unos caerán enfermos, se equivocarán de camino, cambiarán sus proyectos, encontrarán una aventura insignifican-te, tendrán una disputa, un amor o un momento de pereza o de olvido que los detenga a pesar suyo. Otros no habrán pensado nunca en embarcarse sobre la nave predestinada, cuando era la única que hubiesen debido elegir lógica y fatalmente. En la ma-yoría, estos esfuerzos del interior para salvarlos se efectúan a tales profundidades que ni siquiera se les ocurre la idea de que deben su vida a su buena suerte, y creen no haber tenido nunca intención de subir al buque señalado por las potencias del mar.

Los que fielmente han llegado a la cita fatal pertenecen a la tribu infortunada. Forman una raza más desgraciada dentro de nuestra raza. Cuando todos los demás huyen, sólo ellos se quedan quie-tos. Cuando los demás se apartan, ellos, confiados, se acercan. Toman infaliblemente el tren que ha de descarrilar; pasan a la hora necesaria bajo la torre que se hunde; entran en la casa don-de ya está ardiendo el fuego; atraviesan el bosque donde va a caer el rayo; llevan todo lo que poseen al banquero que está listo para cometer un fraude; dan el paso y hacen el gesto que no había que dar ni que hacer; aman a la única persona de la cual debiesen debido huir. Por el contrario, si se trata de felicidad, cuando los demás acuden, atraídos por la voz profunda de las fuerzas benévolas, ellos pasan sin oírla, y nunca prevenidos, en-tregados únicamente a los consejos de la inteligencia, el guía viejo, muy sabio, pero casi ciego, que no conoce ni los pequeños senderos al pie de la montaña, se extravían en un mundo que la razón humana no ha comprendido aún.

Ciertamente, tienen motivo para acusar al destino, pero no en el sentido en que ellos lo entienden. Tienen derecho a preguntarse por qué no ha puesto en ellos al vigía sagaz que protege a sus hermanos. Pero, hecho este reproche, que es el gran reproche a las injusticias irreductibles, ya no tienen por qué quejarse. El Uni-verso no les es hostil. Las calamidades no les persiguen, son ellos quienes se acercan a ellas. Las cosas del exterior no les quieren mal; son ellos los que se entregan a los males. La desdi-cha que alcanzan no les ha estado acechando; son ellos mismos los que la han elegido. A lo largo de sus años, los acontecimien-tos están esperando, como las mercancías en un bazar están esperando a su comprador. Nadie les engaña: se engañan ellos sencillamente; nada les persigue, pero su alma, inconsciente, no cumple con su deber. ¿Es más torpe o está menos atenta?. ¿Duerme sin esperanza en el fondo de una prisión mejor cerrada que las demás, y acaso ninguna voluntad puede sacarla de un sueño tan funesto, ni echar abajo las grandes puertas que llevan desde la vida que todo lo sabe sin conciencia a la que ignora con inteligencia?.

Es en el ser humano donde hay que buscar a Dios. El espíritu del cielo se manifiesta y se revela más claramente en los aconteci-mientos humanos, en los pensamientos y sentimientos de las personas. La doctrina religiosa no tiene nada que ver con esto. Ella no pue-de ser comprendida ni ser religiosamente útil más que a las per-sonas religiosas. La religión no se puede predicar sino con amor, como un patrio-tismo.

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Ausente presencia. Aún se mueve tu imagen en la tarde del recuerdo.

El eco de tu risa y tus promesas reverbera sonorizando tu ausencia.

Mientras que el tiempo se acerca, espe-rando

“La imaginación no es más que el aprovechamiento de lo que se tiene en la memoria.”

Pierre Bonnard

Fernando de Alarcón / Banco de Historia Visual ©

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