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La Mosca La vieron por única vez en la bañera. Uno de los tres que vivían en la casa se preparaba para darse la ducha matutina antes de realizar las labores. Entró en el baño y lo primero que hizo fue quitarse la polera negra que ocultaba su torso para no ensuciarla con los pelos de la barba, de los cuales se iba a desprender ahora. Enchufó la afeitadora y la encendió. El ruido del motor quebró el vidrioso silencio y procedió a afeitarse. Quizá por ello no sintió el continuo y molestoso aleteo de una mosca que trataba de escapar, encerrada tras las cortinas de la ducha. No le gustaban las moscas ni los zancudos que se metían por la ventana, ni las polillas, ni las baratas húmedas y luminosas que aparecían a veces por debajo de las puertas, ni los gusanos que brotaban de la tierra para asquearlo. No gustaba en realidad de ningún invertebrado, de ninguna araña, ni siquiera de los caracoles. Cuando terminó de afeitarse lavó la parte de piel que había rasurado. Se desvistió completamente y giró la llave del agua de la ducha con una mano ciega sin correr la cortina. El chorro de agua helada cayó y el ruido de aquel líquido contra el piso de cerámica reemplazó al vidrio del silencio y al ruido del motor. Corrió la cortina y, cuando se disponía a ingresar a la ducha, con su cuerpo desnudo y su pie derecho levemente alzado, la vio. Un grito de campana reemplazó al ruido del agua caer contra la baldosa y traspasó el baño y el living y el comedor hasta llegar a

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La Mosca

La vieron por única vez en la bañera. Uno de los tres que vivían en la casa se

preparaba para darse la ducha matutina antes de realizar las labores. Entró en el baño

y lo primero que hizo fue quitarse la polera negra que ocultaba su torso para no

ensuciarla con los pelos de la barba, de los cuales se iba a desprender ahora. Enchufó

la afeitadora y la encendió. El ruido del motor quebró el vidrioso silencio y procedió a

afeitarse. Quizá por ello no sintió el continuo y molestoso aleteo de una mosca que

trataba de escapar, encerrada tras las cortinas de la ducha. No le gustaban las moscas

ni los zancudos que se metían por la ventana, ni las polillas, ni las baratas húmedas y

luminosas que aparecían a veces por debajo de las puertas, ni los gusanos que

brotaban de la tierra para asquearlo. No gustaba en realidad de ningún invertebrado,

de ninguna araña, ni siquiera de los caracoles.

Cuando terminó de afeitarse lavó la parte de piel que había rasurado. Se

desvistió completamente y giró la llave del agua de la ducha con una mano ciega sin

correr la cortina. El chorro de agua helada cayó y el ruido de aquel líquido contra el

piso de cerámica reemplazó al vidrio del silencio y al ruido del motor. Corrió la cortina

y, cuando se disponía a ingresar a la ducha, con su cuerpo desnudo y su pie derecho

levemente alzado, la vio. Un grito de campana reemplazó al ruido del agua caer contra

la baldosa y traspasó el baño y el living y el comedor hasta llegar a las habitaciones de

los otros dos convivientes. Uno de ellos, una mujer, se apareció por el baño y preguntó

qué había pasado. Emitió un grito mínimo al ver al hombre desnudo quien, mientras se

cubría su miembro viril con una mano, apuntaba con un único dedo a la mosca

moribunda sobre una de las esquinas de la ducha, la cual aún se aferraba a la vida y

aleteaba con una sola ala, como un hombre en un lago de fuego que pide auxilio,

aleteando un brazo que aún no se ha chamuscado. La mujer dejó escapar un segundo

grito al ver el insecto mortecino al final de la tina de baño. Un tercer conviviente se

sumó a la reunión a causa de los continuos gritos, y al enterarse en breve de lo que

ocurría, se abrió paso entre los otros dos, cerró la llave del agua, se quitó un zapato

negro que usaba, y con un único y certero golpe, acabó con la agonía de la mosca,

impactándole de lleno con la suela entre los miles de sus dos ojos rojos.

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Se produjo el silencio obvio. Luego de un momento y para sorpresa de ellos, se

dieron cuenta de que el cadáver del insecto aún yacía en el fondo de la ducha y no

había ido a parar a la suela del zapato. Los tres se miraron sin decir nada, como

buscando ayuda en el otro, como preguntándole con la mirada qué es lo que había que

hacer, buscando consuelo y cobijo y acción. El hombre desnudo se sentó en el suelo

del baño. Abrazaba sus piernas con los antebrazos y miraba con mirada inquietante el

cadáver de la mosca sobre la ducha, como un enfermo, como un cómplice de

asesinato, revolviendo las ideas en su mente. El hombre del zapato tampoco hallaba

qué hacer. El calzado negro aún colgaba de su mano, la cual temblaba levemente y con

delicadeza, semejante al temblor de la mano que empuña una pistola caliente y vacía.

Los ojos de la mujer parecían salirse de las circunferencias y las pestañas habían

olvidado su labor, mientras se cubría la boca con ambas manos, como intentando

reprimir un incipiente vómito sobre el suelo del baño. Al cabo de un cuarto de hora, el

primero en reaccionar fue el hombre del zapato. Sacó a la mujer de la escena del

crimen y la sentó en uno de los sillones del living. Pudo ver que sus ojos despedían

gruesas lágrimas y le ofreció un pañuelo que ella rechazó. El hombre desnudo le dio

más problemas, puesto que estaba petrificado en posición fetal sobre el suelo de

baldosas, pero luego de unas palabras cariñosas logró sacarlo del baño y conducirlo a

un segundo sillón en el mismo living, mientras lo cubría con una manta negra.

Después de haberse ocupado de sus convivientes cogió una servilleta y con

mucho cuidado se dirigió hacia el baño, caminando como en medio un campo minado.

Se arrodilló frente a la ducha y cogió cauteloso el cadáver de la mosca con la servilleta,

preocupándose de sacar todo rastro de ella: los tejidos, la sangre muerta, los trozos de

órganos y pieles, la tela de sus alas y los reventados ojos.

Cuando hubo acabado miró por un momento el cadáver. Sostenía a la muerte

en sus manos. Algo había que hacer. Quizá la policía se enteraría. Les diría que la causa

de la defunción fue deceso natural. Ellos no les creerían. Los tres tendrían problemas.

Qué iban a decir los vecinos. Quizá les quitarían la casa. Pensó en todo. No se podían

deshacer así como así de una vida que fue y ya no es.

Se dirigió hacia el living con el cadáver maloliente en sus manos. Depositó la

servilleta en medio de la mesa que gobernaba el lugar. La mujer dio un grito. El

hombre desnudo atinó a darle una patada a la servilleta, la cual bloqueó el hombre del

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zapato. Los tranquilizó a ambos. Les dijo lo que pensaba, que no podían solamente

tirarla a la basura. El semblante del hombre desnudo manifestó cierta empatía, dando

a entender que comprendía al hombre del zapato. También pensó en los vecinos, que

quizá les llegaría el hedor del cadáver y ellos, frente a su negativa, llamarían a la policía

y las cosas se pondrían peor. Los tres contemplaban los despojos del insecto con

mirada volátil, como si sus vidas estuvieran ya destruidas o acabadas. La mujer no

emitía palabra alguna. Se limpiaba las lágrimas y se arreglaba el cabello con reiterada

manía. Púsose de pie y vagabundeó por la sala mientras se echaba el pelo hacia atrás.

Fue ella la primera en proponer el entierro del cadáver, aunque fuera en el

patio. Que no había otra opción y que no estaba demás decir que no había que

contarle a nadie. Que iba a ser nuestro secreto. El hombre desnudo estuvo de acuerdo.

El hombre del zapato también aceptó la propuesta luego de meditarlo un breve

momento. Los tres se abrazaron alrededor de la mesa y, dándose ánimos,

emprendieron a realizar las labores pertinentes.

El hombre desnudo consiguió una pala. El hombre del zapato llevaba el cadáver

en la servilleta hacia el patio. La mujer hacía espacio entre las malezas para darle un

lugar a la sepultura. El hombre desnudo se dispuso a cavar un agujero con la pala, uno

grande, para que la mosca tuviera espacio de sobra al momento del sueño eterno.

Mientras lo hacía reflexionaba sobre metafísica, sobre lo próxima que podía ser la

muerte de la vida y sobre lo cercana que vivía la muerte en todos nosotros. Que quizá

él podría haber sido quien revoloteaba tras la cortina de la ducha y que una mosca

recién afeitada, que se disponía a dar el baño matutino, fuera la que hubiera emitido el

grito que llamó a una mujer y el grito de esa mujer quien llamó a un hombre y que ese

hombre se hubiera sacado un zapato negro y con él le habría quitado la vida,

asesinándolo al instante, incrustándoselo entre los dos ojos. Entonces mientras

arrancaba la tierra se dio cuenta de que podía estar cavando su propia tumba y eso lo

sumió en el horror.

La mujer sólo miraba la labor, afirmándose los codos con las manos. Su

mandíbula temblaba. Pensaba que no podría con todo esto, que quizá terminaría

arrojándose de los tejados o dejándose vaciar las arterias en la bañera, pero se daba

ánimos a sí misma. Era algo que había que superar. Solo quería irse a dormir y que

mañana fuera un nuevo día, que los tres se olvidaran de todo y siguieran con sus vidas.

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El hombre del zapato aún sostenía la servilleta entre las manos. Sintió que lo

que estaban haciendo era lo mejor, o quizá se convencía así mismo de ello, tampoco

quería problemas, pero sentía dentro de sí que este suceso les cambiaría la vida a cada

uno y que nunca más se mirarían entre ellos con la misma expresión de soltura o

confianza. Que quizás al otro día, cuando ya todo se hubiera acabado miraría a sus dos

convivientes y vería el cadáver de la mosca en sus rostros y ellos le reprocharían todas

las noches, antes de dormirse, que era un asesino y tendría pesadillas donde un

ejército de moscas zombis volaba sobre la casa y vomitaban heces que se comían el

techo y caían sobre su cama.

Cuando el hombre desnudo terminó de cavar se quitó con el antebrazo el sudor

que goteaba inagotable desde la frente a sus mejillas. Dio espacio al hombre del

zapato quien depositó a la difunta mosca sobre el agujero en la tierra sin sacarla de la

servilleta y fue él mismo quien la cubrió un poco con las malezas que había arrancado

la mujer. Luego le pidió la pala al hombre desnudo y comenzó de forma lenta a echar

la tierra desde donde la habían arrancado. Al primer montón de tierra sobre la tumba,

la mujer empezó a llorar de forma tímida hasta que ya no pudo más y liberó su alarido,

mientras el hombre desnudo se acercaba a ella y le ofrecía uno de sus hombros,

dándole palmaditas en la espalda. El hombre del zapato terminó la labor y pisó la tierra

con el otro zapato que aún llevaba puesto. Los tres se quedaron un buen rato

alrededor de la sepultura, a la cual no adornaron con ninguna lápida ni epitafio o algo

similar que dijera que allí descansaba un cadáver. Todos querían olvidar el fatídico

suceso, pues no podían echarse a morir por los muertos, tenían que preocuparse por

lo vivos, que en este caso eran ellos.

El hombre del zapato dijo que era prudente decir unas palabras frente a lo que

había ocurrido. De forma sorpresiva, fue la mujer quien se ofreció primero e improvisó

un emotivo discurso sobre la muerte y la vida mientras los oyentes se emocionaban y

asentían con la cabeza a cada frase que ella pronunciaba. El hombre desnudo también

dijo unas palabras, pero mucho más breves que las de la mujer. Por último, el hombre

del zapato también se sumó a los parlamentos y pidió perdón por haber sido el

causante de la muerte de la mosca. Sus convivientes lo apoyaron y él se abrazó a ellos.

Todos se santiguaron, incluso la mujer, que no era creyente.

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Cuando ya caía el sol y comenzaba a hacer un poco de frío, el hombre desnudo

se puso de pie donde reposaba junto a la mujer y entró en la casa. Consiguió una

escoba con la cual se puso a barrer un poco la tierra que había derramado demasiado

lejos de la tumba. Luego se sentó nuevamente y pidió de la forma más amable que

nadie usara el baño durante un par de días a modo de luto. Todos estuvieron de

acuerdo. Poco a poco comenzaban a aceptar lo que había sucedido, para que nada les

hiciera daño. El hombre del zapato puso luces de colores alrededor del patio, unas

rojas y otras amarillas. Dijo que no había que estar triste, que quizá la mosca quería

que siguieran con sus vidas y la olvidaran, que ella iba a estar bien y los recordaría con

cariño, a pesar de que le habían quitado la vida. Nuevamente todos estuvieron de

acuerdo. La mujer trajo desde la cocina una jarra de vino y los tres, derramando un

poco sobre la tierra, hicieron libaciones en honor a la difunta. Ahora no eran los

mismos de siempre. Habían experimentado la muerte ajena y esperaban con ansias la

suya. Quizá el morir era una forma de quedar en paz con la vida, el definitivo limado de

todas las asperezas. Estuvieron casi toda la noche discutiendo sobre el valor que se da

a las cosas, sobre los juicios, lo mecánico y vacuo que pueden ser los movimientos de

las articulaciones. Fue el funeral más hermoso que se haya visto.