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Page 1: La mitificacion como forma de justificacion del poder politico

La “mitificación” como justificación del poder político:algunos casos presentes en la historia política latinoamericana.

Daniel Santibáñez Guerrero

Resumen

Dentro de las formas de justificación del poder, la “mitificación” de la autoridad

política (mediante la elaboración de una imagen divina o semi divina, mesiánica,

carismática, popular o glamorosa del mismo) aparecerá como uno de los recursos

utilizados con mayor frecuencia. En el presente trabajo intentaremos examinar, a partir

de la relación política-poder, algunas de las formas más características de mitificación

presentes en el contexto político latinoamericano, enfocándonos especialmente en los

elementos que han incidido en la construcción de la imagen del gobernante.

Conceptos claves: mitificación - poder - política - autoridad - justificación

Introducción

El vínculo entre la ética y la política se ha constituido como objeto de reflexión

filosófica desde la tradición griega hasta nuestros días, siendo numerosos los autores

que han optado por vincularlas o separarlas dentro de sus proyectos políticos.

Dentro de los autores hispanos que mayormente han trabajado esta cuestión,

resalta con especial importancia el español José Luis López Aranguren (1909-1996),

quien en su obra Ética y Política (1963) analiza con particular detención las principales

formas de relación entre la ética y la política y, dentro de ella, las distintas maneras en

que se ha intentado la justificación del poder político ostentado por la autoridad.

La “mitificación” de la autoridad política es, en este sentido, una de las formas de

justificación del poder presentes con mayor frecuencia en la historia política de la

humanidad y, consecuentemente, en el desarrollo político latinoamericano. Bajo esta,

como Aranguren señala, el poder político aparece justificado (en su vertiente religiosa)

a través de la presentación divina o cuasi divina del gobernante, ya sea de forma

sobrenatural (apelando al origen divino de la autoridad) o natural (recurriendo a la

tradición y las costumbres), y, en una línea no religiosa, en razón de una concepción

mesiánica, sostenida en el carisma, prestigio, glamour o justificación ideológica.

Profesor de Estado en Filosofía y Licenciado en Educación en Filosofía, Universidad de Santiago de Chile. Egresado del Programa de Magíster en Filosofía Política, Universidad de Santiago de Chile.

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La necesidad de justificar el poder ejercido por la autoridad, mediante la utilización

de la mitificación recién señalada, obedecerá fundamentalmente a una característica

implícita en el poder como manifestación conciente humana: la implementación de

recursos para su conservación1. Así, todo poder requiere adoptar una imagen de

legitimidad, pues (como sucede especialmente con el poder político, en tanto forma de

poder sobre los otros hombres2) no podrá proyectarse en la persecución de sus fines

aun constituyéndose de manera absoluta, totalitaria o tiránica.

Poder, política y autoridad.

Etimológicamente hablando, el término “poder” se origina en el concepto latino

“potere”, el cual se refiere principalmente a la capacidad de realizar una acción3. Este

hecho, permite concebirlo por lo menos inicialmente en referencia a su “potencialidad”:

no a la realización de la acción, sino a la posibilidad de llevarla a cabo. Este significado

es el que probablemente ha incidido en la tendencia de concebir el poder a partir de la

fuerza que se requiriere para la realización de ciertos propósitos, interpretación que sin

embargo, como Romano Guardini (1885-1968) destaca, es insuficiente: la simple

transformación de un objeto o situación, no bastará para considerar que dicha

“energía” pueda constituir cabalmente un “poder”4.

La transformación de la energía en poder, de esta manera, se produce a partir de

la existencia de una conciencia que perciba la transformación de la realidad efectuada

por esta fuerza, la cual por lo demás está dirigida a hacia ciertos fines también por una

conciencia determinada5. En tal sentido, para Guardini, el poder no sólo constituirá un

fenómeno específicamente humano (al estar asentado en las conciencias que lo

direccionan y lo perciben), sino además por pertenecer a la esencia del hombre6.

En tanto es una fuerza que permite potencialmente la realización de ciertos

objetivos a partir de la dirección entregada por una conciencia, el poder no se

constituirá por si sólo como bueno o malo, ni positivo o negativo, ni como constructivo

o destructivo: es, en palabras del autor, “una posibilidad para realizar cualquier cosa,

1 El simple uso de la fuerza, como más adelante observaremos que Aranguren destaca, no puede garantizar la conservación de la autoridad: es imprescindible conseguir su legitimidad. J. L. López Aranguren, Ética y política, p. 135.2 N. Bobbio, Teoría general de la política, p. 177.3 El origen del término, en este punto, tiene un sentido básicamente patriarcal: la raíz de la palabra potere es poti, la cual significa tanto “marido”, como “señor” y “amo”.4 R. Guardini, El poder, 13.5 R. Guardini, Op.cit., pp. 14 y sgte.6 R. Guardini, Op.cit., p. 15.

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pues es regido esencialmente por la libertad”7. Así, las célebres definiciones de poder

que entregan Thomas Hobbes (1588-1679) y Berntrand Russell (1872-1970),

sintetizan estas ideas al entenderlo como los “medios para obtener una determinada

ventaja”8, o, “el conjunto de medios que permiten conseguir los efectos deseados”9.

Es a partir de estas concepciones que Norberto Bobbio (1909-2004) establecerá,

como sabemos, las tres formas fundamentales de poder: económico, ideológico y

político10, las cuales, en su búsqueda de obtención de ventajas o efectos deseados,

requerirán la posesión de ciertos bienes donde el dominio de la naturaleza y el dominio

sobre otros hombres11 aparecerán como los más importantes. De esta manera, para el

autor, el rasgo distintito del poder político sería que como energía reconocida y

encausada por una conciencia humana, se ejerce sobre otros hombres para la

obtención de sus propósitos (sean estos ventajas o efectos)12. De ser así, el dominio

sobre los otros no constituiría un fin en si mismo, sino en verdad en un medio para la

conquista de los objetivos ya mencionados13.

Al respecto, como Max Weber (1864-1920) aclara, no toda dominación se sirve de

medios económicos ni tiene únicamente en ellos definidos sus fines. Toda dominación,

en verdad, requiere de un “cuadro administrativo” específico u organización ideal: esto

es, un funcionamiento general donde un sujeto (o un grupo selecto) emita órdenes con

arreglo a fines que, la gran masa de hombres, ejecutará obedientemente14. Ninguna

forma de dominación puede funcionar ni sobrevivir sin la realización de esta dinámica.

Por este motivo, junto con los recursos económicos y humanos que se despliegan

para la adquisición del poder, resulta imprescindible apelar a otros medios que

permitan conseguir la obediencia de los gobernandos: una relación sostenida

simplemente la fuerza o el dinero a la larga es sencillamente frágil15. En este sentido,

el poder político que se presenta simplemente como pura fuerza, como destaca

Aranguren, a la larga se convierte en régimen en tiránico o despótico16, siendo

7 R. Guardini, Op.cit., p. 18.8 T. Hobbes, Leviatán, p. 150.9 B. Russel, El poder en los hombres y en los pueblos, 14.10 N. Bobbio, Op.cit., p. 178.11 N. Bobbio, Op.cit., p. 177.12 N. Bobbio, Idem.13 N. Bobbio, Idem.14 M. Weber, Op.cit., p. 170.15 M. Weber, Idem.16 J. L. López Aranguren, Op.cit., p. 135.

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imprescindible entonces ostentar una justificación que permita, finalmente, instituir la

creencia general en la legitimidad de la autoridad17.

La necesidad de validación de poder, en este punto, coincide también con el

planteamiento expresado por Fernando Mires, para quien (siguiendo a Arendt) el

poder político existe sólo mientras sea posible luchar por alcanzarlo: eliminada esta

alternativa, el poder simplemente se constituye como fuerza pura, generando la

agresión y la violencia que Aranguren asocia al régimen tiránico y despótico18.

Requiriendo de esta justificación, entonces, la validación del poder político puede

tender hacia la racionalización del poder (que pretende definir límites claros y precisos

para éste), o bien, consistir en una mitificación que lo justifique y, a la larga, le

entregue amplios márgenes para su ejercicio19. Analizaremos específicamente las

distintas modalidades que se generan en este último caso.

La justificación del poder mediante la “mitificación”

Weber hablará de “asociación hierocrática” para referirse una dominación que se

basa, principalmente, en la administración de “bienes de salvación” a través de

instituciones organizadas que administran esta promesa20. La dominación que se

ejerce sobre el grupo de hombres, por lo tanto, más que física será se índole

espiritual21: sobre este último concepto es que, creemos, es posible interpretar gran

parte del sentido que tiene la “mitificación” descrita por Aranguren.

Las formas de justificación del poder político mediante la mitificación, puede para el

autor español tomar tres formas principales (las cuales guardarán una estrecha

similitud entre sí): una concepción “eclesial” o “católica”, una “profética” o “protestante”,

y finalmente una “no-religiosa” (o, por lo menos, no formalmente religiosa)22. Nos

referiremos brevemente a las características centrales de cada una de ellas.

17 M. Weber, Idem.18 F. Mires, Introducción a la política, p. 23.19 J. L. López Aranguren, Op.cit., pp. 135 y sgte. En este sentido, Mires destacará la importante coincidencia que se encuentra entre los planteamientos de Weber, Arendt y Schmitt, respecto a concebir la política (en tanto lucha) como “el medio no militar de acceso-al-poder-que-no-se-tiene”. F. Mires, Op.cit., p. 24.20 M. Weber, Op.cit., p. 44.21 M. Weber, Op.cit., p. 45.22 J. L. López Aranguren, Op.cit., pp. 136 y sgte.

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Como su nombre sugiere, la concepción eclesial del gobernante se sostendrá en la

idea que, así como la gracia divina desciende a los hombres a través de los canales

sacraméntateles administrados por la Iglesia, el poder temporal y la respectiva “gracia

de Estado” de su titular (el rey) se transmite a través de su descendencia23. La

legitimidad de poder, por lo tanto, se encontrará vinculada a su pertenecía sanguínea

a determinada casta24, la cual, ya sea por la convicción de un origen divino o por la

creencia de un nombramiento por parte de los dioses, tiene en la creencia religiosa su

principal aliado, sacralizando su poder y presentándolo de forma ilimitada25.

Dentro de este grupo, la forma más antigua será la pretensión divina o cuasi divina

de la figura del gobernante26. En su género más “primitivo”, el culto religioso a la

autoridad política tendrá en la concepción de esta persona o a un dios, o bien a un

descendiente directo de una dinastía de dioses (siendo, en ambos casos, el origen

divino de su linaje la justificación suficiente para el poder absoluto que ostentan)27.

La “versión moderna” de esta forma de mitificación se encontrará, para Aranguren,

en la teoría del origen divino de la institución (generalmente de tipo monárquico): así,

Dios habría aceptado un determinado régimen para la dirección del pueblo, por lo

tanto, correspondería expresamente a su voluntad que la familia real ejerza el poder

(los reyes, de este modo, serían providencialmente de derecho divino)28. La obediencia

por parte de los súbditos, entonces, tendrá como referente no disposiciones puntuales

de carácter ritual, sino que las disposiciones de una persona específica cuyas

órdenes, en virtud del consentimiento divino, son absolutas29.

Cercana a estas modalidades de mitificación, la inmemorialidad como fuente de

poder (donde se recurre principalmente a la tradición30) presentará la superioridad del

gobernante como un hecho coherente con el desarrollo de un orden natural: es en el

transcurso del tiempo que el poder ha estado ejercido por la autoridad respetiva, por lo

cual, la alteración de esta realidad aparecerá como la modificación de una verdadera

ley del cosmos31. La asociación humana que se produce en torno a esta idea es,

23 J. L. López Aranguren, Op.cit., p. 136.24 J. L. López Aranguren, Idem.25 J. L. López Aranguren, Idem.26 J. L. López Aranguren, Idem.27 J. L. López Aranguren, Idem.28 J. L. López Aranguren, Idem.29 M. Weber, Op.cit., p. 181.30 J. L. López Aranguren, Idem.31 J. L. López Aranguren, Idem.

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entonces, primariamente una “asociación de piedad”32: su cuadro administrativos esta

conformado por “sirvientes” (y no por “integrantes”)33, y el hecho del poder del

gobernante aparece, así, como una cuestión inmodificable (consiste, en definitiva, en

lo que Weber llamará “autoridad tradicional”)34.

En este punto, es importante destacar que la transición entre las formas religiosas

y no-religiosas de mitificación, tendrán en la concepción carismática una suerte de

punto intermedio35. Dicha concepción, presentará importantes diferencias respecto a

algunas características centrales de la modalidad eclesiástica, como es, por ejemplo,

que el carisma a partir del cual se sostendrá la imagen del gobernante, puede

aparecer transversalmente en cualquier integrante de la comunidad (sin ser, por ello,

un patrimonio y una exclusividad propia de los integrantes de una dinastía en

particular)36. Este rasgo, a juicio de Aranguren, junto con “democratizar” la posibilidad

de participación en el ejercicio del poder, le entrega un sentido “profético” a la llegada

al poder del gobernante y, con ello, un carácter de “mesiánico” a su persona37.

El mesianismo que surge a partir de esta forma profética o protestante de

mitificación, puede desarrollarse de una triple forma: absoluta (donde su líder político

aparece como la encarnación misma del destino y la personificación de la comunidad

que desea reivindicación)38, confusamente metafísico (que como tal constituye una

instancia intermedia)39, y disminuido (en el cual el gobernante, en principio, aparece

como un hombre común extraordinariamente dotado para el liderazgo político y,

producto de las circunstancias, debe convertirse en el salvador de la comunidad)40.

Este carisma41, estructurada de la manera que hemos sintetizado, puede además

complementarse con una imagen de la autoridad política como un individuo fascinante

o terrorífico, protector, benigno, patriarcal, y por último, con un carisma justificado en

32 M. Weber, Op.cit., p. 180.33 M. Weber, Idem.34 M. Weber, Op.cit., p. 172.35 J. L. López Aranguren, Op.cit., p. 137.36 J. L. López Aranguren, Idem.37 J. L. López Aranguren, Idem.38 J. L. López Aranguren, Idem.39 J. L. López Aranguren, Op.cit., pp. 136 y sgte.40 J. L. López Aranguren, Op.cit., p. 137.41 Weber se referirá al “carisma” como aquella cualidad considerada como “extraordinaria” en un hombre que tiene aptitudes para el liderazgo y el gobierno (Op.cit., p. 193). Aranguren compartirá el sentido general de esta concepción, destacando si que (como pudimos apreciar) su presencia no será de exclusiva propiedad de una casta o un linaje de carácter divino. J. L. Aranguren, Op.cit., p. 136.

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una ideología del caudillismo, o bien sin dicha ideología42. De este modo, la

justificación mediante el carisma puede, finalmente dar origen al diseñó de una imagen

del gobernante como una persona santa, heroica, ejemplar, excepcional, etc.43.

Las formas no-religiosas de mitificación, en este sentido, también presentan en la

imagen carismática del gobernante la justificación principal de su poder, sin embargo,

su pertenecía a la autoridad ya será entendida (y aceptada) como una cuestión

“circunstancial”44. De esta manera, el prestigio surge a partir de cualidades para el

liderazgo que se entenderán como propias del sujeto (lo que genera, sobre esa base,

una suerte de “culto a la personalidad”)45; mientras que el glamour (de un trasfondo

psicoanalítico mayor, aunque menos dinámico en su despliegue social), se sostendrá

en el difusión que desarrollarán los medios de comunicación de masas46.

Junto con su fundamentación en la divinidad y la pertenecía a un linaje, las

concepciones no-religiosas que se sostienen en el carisma tienen, respecto a los

precedentes del pasado, un claro sentido trasgresor47: su fundamento está edificado

en oposición a los conceptos centrales del la concepción “eclesial” o “profética” (por

ello, junto con el descontento popular, el carisma del líder político será la gran fuerza

revolucionaria implícita en los movimientos erigidos contra los regimenes centrados en

la tradición y la creencia)48.

Las formas de “mitificación” en el contexto político latinoamericano.

La presencia de la mitificación en América Latina presentará rasgos distintivos

especialmente particulares, en los cuales (bajo nuestro punto de vista) podemos

identificar ya las causas que dan impulso a los movimientos independentistas.

Al momento de establecer dichas causas, el análisis histórico tradicional ha tendido

a concentrarse en factores internos (tales como la administración central deficiente, la

postergación de los criollos y mestizos, la servidumbre indígena o las crueldades y

restricciones culturales), y factores externos (donde se destacan el enciclopedismo, el

rol de las sociedades secretas, la influencia de la independencia de los Estados

42 J. L. López Aranguren, Ética y política, p. 137.43 M. Weber, Op.cit., p. 172.44 J. L. López Aranguren, Idem.45 J. L. López Aranguren, Idem.46 J. L. López Aranguren, Idem.47 M. Weber, Op.cit., p. 195.48 M. Weber, Op.cit., p. 196.

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Unidos, la propaganda realizada por los jesuitas expulsados e, incluso, el impacto de

la Revolución Francesa)49.

Estas causas, sin embargo, parecen no responden a un hecho aun más llamativo:

¿por qué América Latina se subleva recién en 1810? La respuesta, a juicio de algunos

estudiosos, puede entenderse por dos grandes motivos: o no era posible hasta antes

de esa fecha realizar cualquier empresa independentistas, o bien, hasta ese momento

la libertad no constituía una verdadera necesidad50. De estos motivos, a juicio de

Lucena, el deseo de independencia en la región parece explicarse, verdaderamente,

por la necesidad que el propio desarrollo de Latinoamérica estaba planteando: así,

como sostiene Lucena, una vez configurada su identidad y es conciente de su propia

fuerza (desarrollada a partir del a propia economía colonial), sólo entonces América

Latina exige su libertad51.

En este punto, a pesar de que el movimiento emancipador invade con increíble

sincronía la mayor parte del territorio latinoamericano, produce una diversidad nacional

y un regionalismo que marcaron el despliegue característico que tuvo este movimiento:

general y masivo pero, conjuntamente fragmentario, segmentado y sólo por regiones52.

Este hecho histórico (cuyas causas pueden determinarse en varias direcciones), nos

parece importante de destacar por su posible incidencia en la falta de identidad que

Fernando Mires recalcará en la figura de la autoridad política latinoamericana, la cual

(dentro de su análisis) carecería del referente simbólico que sustenta el rol de los

gobernantes europeos53. Será el desarrollo de este punto es que, de manera general,

nos referiremos a la mitificación y su presencia en el contexto político de la región.

Hemos señalado (siguiendo el análisis de Weber y Aranguren) que ningún poder

logra permanecer en el tiempo sin lograr una imagen de legitimidad frente a la opinión

general. De ahí que, especialmente a partir de la modernidad, la política intente

erigirse, más que sobre relaciones de poder, mediante vínculos de autoridad (la cual,

por lo demás, de alguna u otra forma requiere de la aprobación general)54.

49 M. Lucena, Historia de Iberoamerica tomo III, p. 24.50 M. Lucena, Idem.51 M. Lucena, Op.cit., pp. 24 y sgte.52 M. Lucena, Op.cit., p. 25.53 F. Mires, Op.cit., p. 30.54 F. Mires, Idem.

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Así, de acuerdo con el análisis de Mires, muchas constituciones han incorporado

en sus estatutos un principio “pre-político” de autoridad que, a la luz de estos

conceptos, se constituye como principio “sobre-político”: como símbolo ético que

sustenta la figura de la autoridad que regenta el poder55. Será entonces precisamente

este principio (que sobrepone un poder simbólico sobre el poder real) aquel del cual

carecerían las constituciones latinoamericanas, donde la ausencia de una tradición

monárquica propia o una constitución no impuesta que haya fundado el sentido de la

nación, provoca que sus autoridades política deban definir por sí mismos el rol e

imagen que, en tanto, gobernantes deben proyectar56.

Dicha necesidad de autoconfigurarse, por lo tanto, se reflejaría en las diversas

imágenes del gobernante que, a lo largo de la historia latinoamericana, es posible

observar. Estas imágenes no sólo son posibles de vincular con las modalidades de

mitificación sostenidas por Aranguren, sino que además, en nuestra opinión, presentan

ejemplos bastante gráficos en algunos líderes políticos de la región. Así, dentro de

estos numerosos retratos del gobernante que Mires señala, pensando específicamente

en el contexto latino, nos permitiremos destacar los siguientes57:

- El líder carismático de masas que, como figura asociada al caudillo (y por ende al

modelo mesiánico de mitificación propuesto por Aranguren) cobra especial importancia

en el desarrollo de los movimientos independentistas. Algunos de estos lideres que

podríamos destacar dentro de esta línea, por consiguiente, serían en el contexto

general Simón Bolívar (1783-1830) y José de San Martín (1778-1850), y al interior de

sus respectivos países a José Antonio Páez (1790-1873) en Venezuela, Juan Manuel

de Rosas (1793-1877) en Argentina, José Gaspar Rodríguez de Francia (1766-1840)

en Paraguay, José Miguel Carrera (1785-1821) en Chile, José Gervasio Artigas (1764-

1850) en Uruguay, José Maria Velasco Ibarra (1893-1979) en Ecuador o Ramón

Castilla (1797-1867) en Perú. Junto con sostener en gran medida la fuerza

independentista de sus respectivos países, la imagen proyectada por este tipo de

autoridad (fuertemente respaldada en las masas populares) motivó el impulso de tanto

55 F. Mires, Idem. Dentro de los ejemplos que el autor entrega, particularmente interesante resultara su análisis de la figura del presidente francés, quien de acuerdo a Mires cumplen con la doble función de ser jefes de gobierno y, conjuntamente, y representante simbólico de la grandeza de la nación. 56 F. Mires, Op.cit., pp. 30 y sgte.57 Cfr. F. Mires, Op.cit., pp. 29-31. El autor destacará, además de las formas carismática, autoritaria y salvadora que nosotros detallaremos, las formas heroicas o de mártir, de simples administradores, de figuras del jet-set, de demagogos y de líderes comunicacionales.

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dictaduras y gobiernos totalitarios, como también la gestación de los primeros

sistemas democráticos y federales de la región58.

- El autoritario que, bajo la forma descrita por Aranguren corresponderá al líder

mesiánico absoluto o apoyado en una ideología, hace uso de la fuerza militar: o bien

derrocar el orden civil y hacerse él mismo del poder, o bien intervenir directamente en

la designación de las autoridades políticas. Este fenómeno (especialmente presente

en la historia de América Latina) es entendido por Paramio a partir de la opinión

general asentada en la región sobre la debilidad de los gobiernos civiles frente a los

militares, hecho que se reflejaría ya en el origen mismo de la independencia (dirigida y

protagonizada en su gran mayoría por líderes militares)59. Al margen del juicio histórico

y de las causas sociales y políticas que gatillaron los levantamientos armados en los

distintos países, consideramos que es posible mencionar en esta modalidad a

nombres a nombres tales como Jorge Rafael Videla (1925- ) en Argentina, a Hugo

Banzer Suárez (1926-2002) en Bolivia, a Alfredo Stroessner (1912-2006) en Paraguay,

Juan Maria Bordaberry (1928- ) en Uruguay, Juan Velasco Alvarado (1910-1977) en

Perú, Gabriel García Moreno (1821-1875) en Ecuador y Augusto Pinochet Ugarte

(1915-2006) en Chile.

- El salvador, que (siguiendo el modelo mesiánico absoluto o disminuido descrito por

Aranguren, o algunas de las formas no-religiosas sustentadas en el carisma y el

glamour) se presenta a sí mismo como el único líder capaz de orientar a la nación a la

superación de una grave dificultad (sea de orden económico o de organización social),

recuperando la estabilidad y consiguiendo el desarrollo que esta merece. En el

concierto latinoamericano, nos parece, esta forma de mitificación guardará especial

relación en con el fenómeno del populismo (revitalizado a partir de los ochenta), donde

por sobre un contenido ideológico, se estaría apelando de un estilo en el ejercicio de la

autoridad60. Si bien las complejas características del término hacen difícil elaborar una

tipología exacta61, es posible mencionar algunas características centrales en las cuales

identificar los modelos desarrollados por Aranguren y, desde ellos, reconocer la

similitud con algunos lideres políticos de América Latina. Dentro de estas

características, quizás la más importante sea la apelación y obtención del respaldo del

58 En este punto, cfr. especialmente el interesante trabajo M.D. Demélas, El nacimiento de un forma autoritaria de poder: los caudillos de América y España, pp. 65-70, en Fundamentos de Antropología Nº 10-11 (2001), Centro de Investigación Ángel Gavinet, Granada.59 L. Paramio, Tiempos del golpismo latinoamericano, p. 7.60 F. Savarino, Populismo: perspectivas europeas y latinoamericanas, pp. 77 y sgte.61 F. Savarino, Op.cit., p. 78. El autor destacará (siguiendo a Canovan) que el término populismo es ciertamente uno de los menos precisos del vocabulario de las ciencias políticas.

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“pueblo”, abstracción idealizada que pretende abarcar a mayor parte de la población62.

Seguida estrechamente del liderazgo carismático de la autoridad que, siguiendo el

modelo protestante de Aranguren, esta autoridad emerge (o se concibe emergiendo)

directamente desde el pueblo63.

Estas características permiten que, a juicio de los analistas, puedan considerarse

bajo el rotulo general de “populistas” (sin el sentido peyorativo utilizado entre sus

contendores) a regimenes tan disímiles como los de izquierda, centro o derecha,

permitiendo incluir entre sus representantes a personajes de la política reciente como

Alberto Fujimori en Perú, Carlos Menem en Argentina, Abdalá Bucaram en Ecuador,

Hugo Chávez en Venezuela, Lino Oviedo en Paraguay y, en cierta medida, Evo

Morales en Bolivia, Lula en Brasil o Michel Bachellet en Chile. Dichas autoridades

políticas, ya sea por su apelación a las “masas” populares postergadas o la obtención

de un amplio respaldo popular, aparecerán en cierta medida como continuadores de

los viejos movimientos populistas de la década del 20 y 30, protagonizados (entre

otros) por Getulio Vargas (1882-1954) en Brasil, Jorge Eliécer Gaitán (1903-1948) en

Colombia o Juan Domingo Perón (1895-1974) en Argentina.

En síntesis, al carecer de los supuestos simbólicos denominados por Mires como

“pre-políticos”, la imagen y la función de los gobernantes pasan a depender de la

elaboración que cada autoridad en el poder, realiza desde su propia imaginación:

dicho de otra forma, mientras en Europa es el cargo político el que define a la persona

que lo ocupa, en Latinoamérica será la persona quien configura la imagen del puesto

político (principalmente imaginándolo)64.

De ser así, parece bastante lógico que las formas principales de mitificación

presentes en el contexto político latinoamericano se vinculen principalmente con las

formas proféticas y no-religiosas centradas en el carisma, las cuales (de acuerdo a las

características establecidas por Aranguren) parecerían ajustarse de mejor forma a la

necesidad de la autoridad política latina de configurar, ya sea a partir del carisma, la

ideología, el prestigio, el glamour o la popularidad, la imagen mesiánica, autoritaria,

paternalista, benevolente, eficiente o heroica que justificará el ejercicio de su poder.

62 F. Savarino, Op.cit., p. 84. Esta apelación al pueblo incidirá directamente en la concepción democrática sostenida por los populismos (situándose en un relación ambigua con ésta), pues como el autor destaca, se encontrará más cercana a una democracia directa (donde el pueblo ejerza el poder sin intermediarios) que al modelo liberal de democracia representativa.63 Este líder no se concibe “representando”, sino que “expresando” directamente la voz del pueblo. F. Savarino, Op.cit, pp. 86 y sgte. 64 F. Mires, Op.cit., p. 30.

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