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ANTONIO COLINAS Escritor La literatura de la memoria De la misma manera que cuando, últimamente, en España, al hablar de la tan llevada y traída «poesía de la experiencia» el poeta José Hierro nos ha recordado que, en puridad, toda auténtica poe- sía brota de la experiencia - de la experiencia de vivir y de la expe- riencia de escribir -, así también, ante el tema que hoy nos hemos propuesto - literatura o, en particular, poesía de la memoria -, también podríamos afirmar de manera categórica que, en esencia, toda la literatura que se hace es literatura de la memoria. Para comprenderlo un poco mejor fijémonos en ese primer instante del que brota la escritura y veamos qué es lo que sucede en él. Lo que sucede es que el escritor - frente a la cuartilla en blanco - cierra sus ojos y va con su memoria hacia atrás para res- catar de ella lo más valioso y esencial de su pasado. Bien por la vía objetiva de la consciencia o por otra vía más incontrolada y automá- tica, irracional, de lo inconsciente, activa la fuente de su memoria. ¿Y qué es lo que brota de ella? Lo que brota, en primer lugar, son los símbolos primeros, los arquetipos que se habían fijado en la infancia y en la adolescencia, etapas de la vida que son primordiales para la formación estética del escritor. Esos símbolos que, en parte, como nos recordó la pen- sadora María Zambrano, son «el lenguaje de los misterios», pues nos desvelan todo lo que desconocemos; o algunas cosas que necesi- tamos saber y que, por otra parte - como nos subraya muy bien la psicología profunda -, son como faros que en la «noche oscura» del ser - en los momentos de crisis - nos iluminan o constituyen apo- yos para seguir caminando hacia delante. Jung, el psiquiatra, nos habló de la importancia de los sím-

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ANTONIO COLINAS

Escritor

La literatura de la memoria

De la misma manera que cuando, últimamente, en España, alhablar de la tan llevada y traída «poesía de la experiencia» el poetaJosé Hierro nos ha recordado que, en puridad, toda auténtica poe-sía brota de la experiencia - de la experiencia de vivir y de la expe-riencia de escribir -, así también, ante el tema que hoy nos hemospropuesto - literatura o, en particular, poesía de la memoria -,también podríamos afirmar de manera categórica que, en esencia,toda la literatura que se hace es literatura de la memoria.

Para comprenderlo un poco mejor fijémonos en ese primerinstante del que brota la escritura y veamos qué es lo que sucedeen él. Lo que sucede es que el escritor - frente a la cuartilla enblanco - cierra sus ojos y va con su memoria hacia atrás para res-catar de ella lo más valioso y esencial de su pasado. Bien por la víaobjetiva de la consciencia o por otra vía más incontrolada y automá-tica, irracional, de lo inconsciente, activa la fuente de su memoria.¿Y qué es lo que brota de ella?

Lo que brota, en primer lugar, son los símbolos primeros, losarquetipos que se habían fijado en la infancia y en la adolescencia,etapas de la vida que son primordiales para la formación estéticadel escritor. Esos símbolos que, en parte, como nos recordó la pen-sadora María Zambrano, son «el lenguaje de los misterios», puesnos desvelan todo lo que desconocemos; o algunas cosas que necesi-tamos saber y que, por otra parte - como nos subraya muy bien lapsicología profunda -, son como faros que en la «noche oscura» delser - en los momentos de crisis - nos iluminan o constituyen apo-yos para seguir caminando hacia delante.

Jung, el psiquiatra, nos habló de la importancia de los sím-

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bolos generados en la infancia, durante la cual estamos seguros deque el niño aún no ha tenido acceso directo a la tradición histórica oliteraria. Por eso - escribe Jung - «la interpretación de los símbolosdesempeña un papel práctico importante, porque los símbolos sonintentos naturales para reconciliar y unir los opuestos dentro de lapsique». Una visión, como vemos, sanadora de la literatura sobre laque enseguida diré algo más.

La importancia de la memoria para el escritor y de la recu-peración de los símbolos primeros, la apreciaremos muy bien si te-nemos en cuenta otro ejemplo literario español de actualidad: el dela literatura leonesa, particularmente notable y llamativa en elcampo de la narrativa, pero también en el de la poesía y en otrosgéneros. Allá donde vamos - acaso porque el que les habla es un es-critor leonés - siempre se nos pregunta por la razón de este resur-gimiento literario, por esos escritores que habiendo tenido una for-mación muy distinta parecen configurar una llamativa literaturaque los distingue.

Nos preguntamos también qué es lo que tienen en común to-dos estos escritores y, de nuevo, surge la memoria y, concretamen-te, esa memoria de los días de la infancia y de la adolescencia - nosometidos aún a influencias cultas como dice Jung -, pasados en elmedio puro de la naturaleza. Es, pues, en el rememorar las expe-riencias primeras (y en una literatura específicamente oral), endonde se halla la base común a todos esos escritores.

Acabamos de hacer referencia a otro tema muy sugestivo: elde la experiencia de vivir plenamente la naturaleza y máxime enunos tiempos en que ésta tiende a ser peligrosamente saqueada yalterada, y cuando prima la visión exclusivamente urbana de larealidad. Y no me refiero a un tipo de naturaleza que sólo es expre-sión de lo rural, de lo costumbrista, de lo realista o incluso de unconcepto muy literariamente español, lo «noventayochista». Nos re-ferimos a esa naturaleza que, como saben, está en la raíces de latradición literaria universal y que, como en el mejor romanticismo- el centroeuropeo - es expresión de algo profundamente intempo-ral, de lo simplemente telúrico; o a veces, como también veremos,de lo cósmico.

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Se trata de una naturaleza que, a su vez, también es rica ensímbolos y que puede hacer, como en algunos poemas de Luis Cer-nuda de lo más negativo - de la muerte, de la visión de un cemen-terio - un jardín, un espacio para la meditación consciente y en ple-nitud, el «lugar ameno» sin más. (Luis Cernuda, del que por ciertocelebramos en los próximos días el centenario de su nacimiento.)

Hablamos de una naturaleza que, a su vez, también es rica ensímbolos: la nieve, la montaña, el bosque, el camino, los ríos, lameseta, los ciclos estacionales, etc. Bajo este punto de vista, bienpodemos decir que el escritor - si sabe contemplar, si sabe interpre-tar - puede ver y hallar en lo más local lo más universal. Porque,de acuerdo con la terminología de Mircea Eliade, logra hacer delpaisaje de su memoria un «centro del mundo». Más tarde, graciasal poder evocador de esta memoria, acabará haciendo en sus textosy en ese espacio que también Eliade reconoce como el «espacio fun-dacional», las preguntas claves y obteniendo las respuestas conve-nientes.

Así sucede con la pujanza retórica de la naturaleza en la poe-sía de Luis de Góngora, que la creemos sólo fruto de la mitología yde los libros, cuando, en origen, es sólo reflejo de sus vivencias en lasierra cordobesa. O en Pablo Neruda, el cual, cantando a su país,Chile, canta a América, al Océano y acaba cantando a todo el Pla-neta («el mar cayó, como una gota ardiendo, de distancia en dis-tancia, de hora en hora...») Este sentido planetario de la realidad esoriginalísimo y único en el panorama de la literatura en español.

Esta presencia de la naturaleza en su estado puro tambiénserá muy viva en algunos escritores norteamericanos, curiosamentedel este del país, como Emerson, Walt Withman, Emily Dickinson oArchibald Macleish.)

Quisiera ponerles un par de ejemplos más sobre lo que lesacabo de decir al hilo de mi propia experiencia, que puede ser tam-bién la experiencia de otros escritores, o de otras personas, en mo-mentos críticos, graves. Estos momentos pueden ser los de la muer-te de alguno de nuestros seres queridos; momentos que, a veces,pueden coincidir con otras experiencias traumáticas y con la per-

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dida en la persona de ese «centro del mundo» a que antes me re-fería.

Entonces, el escritor, o cualquier persona, vuelve a cerrar susojos, elimina de su mente razones y sentimientos circunstanciales yse sumerge en el pasado para ir en busca de los orígenes, de lossímbolos primeros. Es entonces cuando - entre todos los demás -puede surgir un recuerdo primordial, un resplandor, un sonido co-mo, por ejemplo, el de la nieve de la infancia y el del crujido que és-ta produce cuando se la pisa, un crujido como de luz. Este puedeser el recuerdo primero y salvador por excelencia al que habrá queaferrarse.

Pero si seguimos cerrando los ojos para recordar, de ese pa-sado remoto seguramente surgirán otro símbolos salvadores: lasprimeras músicas y las canciones maternas, los mundos del río, elmonte, el valle o la mar, la primera visita a una biblioteca y, deella, el primer libro que nos marcó, el primer amor de adolescencia(iniciación a todo), al nacimiento a inquietudes sociales o sagradas(lo sagrado no necesariamente como algo exclusivamente religioso,sino simplemente como aquello que nos trasciende y que descono-cemos), el microcosmo del pueblo donde pasábamos nuestras vaca-ciones, el universo estrellado... Símbolos tópicos, sí, pero no olvide-mos que en todo tópico habita una clara y evidente verdad.

Como vemos, de ese viaje del escritor hacia el pasado van bro-tando una sucesión de símbolos que, bien entramados y desarro-llados - pasados al papel - dan lugar a la obra literaria. Una obraque no sólo ha nacido para testimoniar, distraer o divertir, sino queresponde a razones mucho más profundas. Cumple así la literaturade la memoria otra de las muchas misiones que puede adquirir: lade ser terapia para el ánimo.

Porque la creación literaria en particular y la creación artís-tica en general, cumplen esa especialísima misión sanadora, o si loprefieren, por su acción sobre los lectores: iluminadora. «Quien noperdona, no sana», dice uno de los principios de esa psicología pro-funda o jungiana a que antes nos referíamos. Parafraseando esteprincipio, también podríamos decir: «quien no escribe, no sana», o«quien no lee, no sana»; quien no rescata de su memoria los sím-

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bolos primeros, salvadores, no sana.Recordemos aún un segundo ejemplo sobre este origen ilumi-

nador o sanador de la escritura: el escritor puede haber perdido auno de sus seres queridos y, al día siguiente del funeral, toma uncoche y sale sin rumbo fijo a vagar por los campos de su infancia.Va de aquí para allá, sin darse cuenta de que su instinto - su sub-consciente - le conduce hacia ese centro que su psique necesita: lamontaña, la cima tutelar de su infancia.

Ha vagado toda la tarde de aquí para allá, en un día muy fríoy muy turbio del invierno. A veces, se detiene en algún pueblecito eintercambia algunas palabras en un bar con alguna persona anó-nima, pero luego sigue su camino sin saber a dónde va, sin saberque, en realidad, marcha atraído por lo más profundo que hay enél: por el símbolo.

Por eso, al atardecer, se ha detenido en una amplia mesetafrente a la que se alza imponente y nevada, la montaña de la infan-cia. Ha vagado toda la tarde, de aquí para allá, pero sólo al anoche-cer su ánimo parece que ha encontrado lo que buscaba: esa mon-taña ante la que se detiene, esa montaña deshabitada, anónima, apesar de que es la montaña de su infancia; esa montaña que podríaser cualquier otra montaña y frente a la cual ha venido a ofrendarsu confusión o su vacío presentes.

Ese símbolo primero de la montaña va a ser ahora el desenca-denante de un texto literario, pero el escritor no va a escribir uncapítulo o un artículo sobre la montaña; o sobre lo que ésta le pro-duce, sino que de esa contemplación va a nacer un primer verso. Setrata de ese verso que, según nos dice Platón en uno de sus Diálo-gos menos citados, el Ion, alguna Divinidad nos dicta; un verso queno puede nacer sin la ayuda de alguien ajeno a nosotros. Lo signifi-cativo es que ese primer verso va «tirando» de otros versos hastaque el conjunto da lugar al poema. Ese poema que, a su vez, irá «ti-rando» de otros poemas que darán lugar a un libro.

Ese primer verso que alguien nos dicta tiene mucha impor-tancia, porque la persona que lo escribe estaba desnortada anímica-mente e incluso hacía muchos meses que no escribía. Porque el es-critor, en el fondo, no escribe cuando quiere, sino cuando puede.

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Por eso, para él tiene una importancia enorme esas pocas palabrasprimeras que nacen del contacto con la nieve, con la montaña, conel símbolo primero; ese primer verso que nace del vacío y de lanada del ser, y que le va a reconducir hacia una vida más plena,que debe ser el fin primordial, a entender, de la literatura. Así quese escribe y se lee para mejor conocernos, se escribe y se lee paravivir más plenamente.

Ese verso y ese poema primeros no imponen cualquier tipo demensaje, sino que - en el caso concreto que comentamos - es unmensaje de aceptación. No habrá sólo, como en la Vita Nuova dan-tesca, lamentaciones, quejas, llantos, por más que éstos, en el autorflorentino, sean el desencadenante de una obra igualmente salva-dora y la que va a cimentar el edificio psicológico y literario de laobra futura. Sí habrá en ese verso y en ese poema primero aquellasituación, también dantesca, de algunos personajes del Inferno, quedan una especie de voltereta. Aquella voltereta que nuestra MaríaZambrano tanto gustaba recordar para decirnos que hay momentosen la vida en los que el ser humano debe dar la vuelta a su situa-ción, debe cambiar para «deshacer» lo que ella llamaba «el nudo deltrágico existir».

Así que, en muchas ocasiones, lo que simplemente hace el es-critor a través de un verso o de una prosa es dar esa «voltereta»anímica para deshacer el «nudo del trágico existir». Y, como hemosdicho, el camino para ello es el de la aceptación del recurso de lacreación literaria. Lo que salva es esa «voltereta» de la mirada pia-dosa. Nacen así versos como los que les voy a leer; se acepta elmundo tal como es no para mantenerlo inmóvil sino precisamentepara refundarlo, para transformarlo.

Por eso, la mirada del escritor sobre el paisaje no conduce -aunque lo parezca - a lo rural, a lo geográfico; ni le «duele» el pai-saje como a los autores de la generación del 98 les «dolía» España.La naturaleza es, ante todo, el símbolo, es cualquier naturalezaque, en cualquier lugar del mundo, le puede asaltar a cualquierpersona que llega herida para contemplarla. Se trata de esa mismanaturaleza - a la vez desolada y esperanzada - que yo entrevi enmi poema «En los páramos negros», recogido en Tiempo y abismo,

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mi último libro de poemas publicado (Tusquets Editores, Barcelo-na, 2002), al que volveré a recordar en otros momentos de esta in-tervención.

Así que, desde los diversos montes bíblicos al monte Ventosoal que ascendió Petrarca, desde la «montaña mágica» de ThomasMann a la «montaña del alma» del reciente Premio Nobel chino GaoXingjian, el significado y la fuerza de ese símbolo es muy fuerte. Lamontaña es, sobre todo, el lugar donde se da la ascensión, que no essólo la práctica "física del excursionista sino la ascensión hacia elpropio sí-mismo (que tampoco es el ego), la ascensión hacia el cono-cimiento. Este hecho paradigmático lo dejó claramente fijado enunas pocas palabras y en un dibujito del que se hicieron muchascopias en los monasterios carmelitanos del siglo XVI, un estudiantede Salamanca, Juan de Yepes, también llamado Juan de SantoMatías, o más conocido por todos como san Juan de la Cruz.

La montaña posee en su ladera sendas y veredas que el cami-nante de la vida debe saber elegir para no errar el camino, para noextraviarse en la ascensión. «Tardé más y subí menos porque nosubí la senda», dice una de las inscripciones que Juan de la Cruzpuso al lado de su dibujo del Monte de Perfección. O tambiéncuando escribió al lado de ese dibujo: «Cuando ya no lo quería,téngolo todo sin querer». O: «Ya por aquí no hay camino, que parael justo no hay ley». Un coetáneo de San Juan, ilustre profesor enSalamanca, fray Luis de León, recurrirá al mismo símbolo en estosversos:

Sierra que vas al cielo,altísima, y que gozas del sosiegoque no conoce el suelo;a donde el vulgo ciegoama el morir ardiendo en vivo fuego,recíbeme en tu cumbre...

Pero fray Luis de León, mucho más traspasado por las doctri-nas órficas y pitagóricas de su formación, busca otros caminos para

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encontrar la plenitud y para neutralizar el dolor y la injusticia: lofía todo a la idea de la armonía, y así nos lo recuerda en la prosa deuna de sus obras, De los nombres de Cristo, que algunos tienen porla más cristalina de la lengua española, aunque esa prosa suprematambién podríamos encontrarlas en algunas páginas de fray Luisde Granada o en el Malón de Chaide del Libro de la conversión dela Magdalena.

Una obra, en cualquier caso, De los nombres de Cristo, que -a la manera de algunas novelle italianas -, nos presenta a un grupode amigos que dialogan serenamente en el ámbito de un parajeameno: el de la finca salmantina de «La Flecha», a orillas del ríoTormes, el espacio horaciano de su poema «Vida retirada».

Para Fray Luis, la raíz del contemplar se sustenta en el tem-plarse-con lo que se contempla. Su mirada también es piadosa, perohay en ella un afán notorio de justicia y de razón, pues la músicaespecialísima de sus versos, como yo he escrito en uno de mis en-sayos, es una «música razonada». Aunque sabemos que fueron ins-pirados en lugares muy concretos, los campos y el firmamento queaparecen en los poemas de Fray Luis podrían ser los campos y elfirmamento que contempla cualquier ser humano desde cualquierpunto del planeta. De ahí la grandeza de su poesía, su universa-lismo ejemplar, fértil.

Fray Luis no fue un místico al uso. Él padeció las rencillasuniversitarias y sufrió, como saben muy bien, la injusticia y lapersecución. Pienso, por ello, que tras su regreso a la cátedra y des-pués de escribir la hermosa décima que arranca con Aquí la envidiay mentira/ me tuvieron encerrado..., cambió profundamente suvisión de la realidad, de tal manera que la «noche serena» y la «vidaretirada» de sus poemas pudieron convertirse en ideas centrales desu vida. Tras la «tempestad» a que alude el título de uno de suspoemas, debió de sentir como prioritario un afán de fusión con eseTodo con el que, escribe, se llega a ver:

... lo que es distinto y junto,lo que es y lo que ha sidoy su principio propio y ascondido.

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Afán de naufragar y de sumergirse en esa mar que, tres siglosantes de vuestro Leopardi y de su e il naufragar m'è dolce in questomare, fray Luis lo fija con estos versos hermanos de los del poetaitaliano:

Aquí la alma navegapor un mar de dulzura y, finalmente,en él ansi se anega...

Un fray Luis que lamenta la vida que no llevó y que persiguefundirse en esa mar de dulzura de la armonía, es el que yo he que-rido fijar en mi poema «Tres preguntas de Fr. Luis de León, con susrespuestas», contenido también en Tiempo y abismo.

De la memoria brota, pues, una vida esencial y ésta se recreacon la tarea presente del contemplar, del escribir y del interpretar,del testimoniar. Por tanto, escribir acaba siendo un modo de ser yde estar en el mundo; escribimos para vivir en un alto grado deconsciencia. Por ello se convierte la escritura en un valioso mediode autoconocimiento, en un medio para alcanzar lo que, Jung denuevo, reconocía como el «proceso de individuación», que no es otroque el que nos debe llevar, a cada uno, a ser el que tenemos ser enla vida.

Parafraseando a Giordano Bruno diremos que «el arte de lamemoria» consiste, sobre todo, en utilizar convenientemente lossímbolos del pasado para renovar el presente y encauzar la vida,encontrando con ello la extraviada senda sanjuanista.

Pero volvamos, por unos momentos, a aquella operación - a laque ya hemos aludido - de avivar la memoria, de cerrar los ojos ydejar de pensar para ver qué es lo que surge del pasado. Fijémonosen otro símbolo muy concreto: el de los libros que - como afirmó unescritor salmantino, heterodoxo e incomprendido, Torres deVillarroel -, son «una copia de las almas de sus autores».

Si cerramos los ojos surgiría el primer libro que leímos, o elque nos regalaron, o el que sacamos de una biblioteca. O aquí, enestas circunstancias concretas, diría de qué manera se me reveló amí un nombre clave en mi vida y en mi trabajo como puede ser del

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de Giacomo Leopardi. Porque el nombre del poeta italiano no sur-gió de años formativos, o del momento en que empezamos a tradu-cirlo, sino de esa biblioteca municipal que suele haber en la memo-ria de nuestra adolescencia. Y lo recuerdo aquí sólo para subrayar-les la importancia que tienen las primeras lecturas.

Surge así el recuerdo de la bella colección de Letras Universa-les que dirigía en Barcelona José Janes. Y, dentro de esta colección,cuatro títulos concretos: el Ramayana de Valmiky, los poemas de laintensa plenitud del persa Ornar Kayyan, el Diario del suizo Amiely, sí, aquella versión, muy ajustada en su forma, de Diego Navarrode los Cantos leopardianos.

Había en este ultimo volumen, especialmente en los poemasmenos neoclásicos - en los centrales del libro -, una pureza y unaemoción muy convincentes, una mirada universalista y fértil. Yprecisamente toda aquella obra parecía sustentarse en la memoria.No sólo en aquella memoria remota que el poeta reconocía como lade i nostri padri antichi, sino en aquella otra más viva y presente,familiar, de los lugares de la casa paterna y de aquel cerro conpinos en el que nació en él la idea de infinitud. El poeta sufrirá a lolargo de su vida todo tipo de asaltos internos y externos, pero sóloen la raíz de las primeras contemplaciones, en los símbolos de la in-fancia, encontró las razones para poder seguir viviendo. Uno de suspoemas más significativos, en este sentido, será «Le ricordanze».

Los libros brotan de la memoria como algo muy especial. Dehecho, todo en el mundo es libro si nos atenemos a algunas ideassufíes y, entre otras, a aquella que nos dice que «el libro no es sinoel microcosmos del macrocosmos». Se refiere este dicho a que elmundo no sería otra cosa que un libro abierto que el ser humanosólo debe leer e interpretar. Y otra vez vuelve la idea de la na-turaleza como medio primordial, esa naturaleza que el pensamien-to primitivo oriental (y su poesía ya desde el siglo XX a. C), o losrománticos leen o interpretan.

La idea de la naturaleza como un libro que se lee y que des-pierta la memoria también está presente en este otro fragmentosufi: «Si la especie humana no puede leer en la naturaleza, o leer laexistencia, entonces, ¿qué entenderá o aceptará? En otras palabras,

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¿de qué sirve que las criaturas humanos inventen una narraciónque explique la existencia cuando la naturaleza nos ofrece una lec-tura entre líneas de cómo es? En consecuencia, entendamos la na-turaleza leyendo la naturaleza. Lo que hay que adquirir es la ca-pacidad de reconocer signos. Esta es la ciencia más alta».

Si seguimos con la operación de cerrar los ojos y de rescatarde la memoria señales valiosas, mundos que se han fijado luego enliteratura, veremos que los libros aparecen como una constelaciónde significados. No hay sólo un tipo de libros en nuestras vidas, si-no tantos libros o grupos de libros como respuestas nos da el mun-do. No sólo tiene sentido aquel primer libro que leímos, o que rega-lamos o que sacamos de la biblioteca de la infancia, sino que el pro-ceso de leer es infinito.

Así, por fijar unos pocos ejemplos nos podemos encontrar con:- los libros de los clásicos (un canon en el tiempo, no lo

muerto);- las lecturas de poesía, o las de aquel género que prefiramos

(y dentro de ellas, las de aquellos poemas que memorizamos). El li-bro de poesía, que se abre por cualquier parte;

- aquellos libros que, de manera especial, preferimos a losdemás;

- los libros que escribimos sobre autores que nos interesan(Leopardi, Aleixandre, Alberti, en mi caso);

- los libros que revelan mundos concretos: (El espíritu medite-rráneo: Hornero, Dante, Valèry, Seferis, Ritsos, Quasimodo, Riba,Espriu, Aleixandre, Gil-Albert), el Renacimiento o el Siglo de Oro);

- libros no al uso, que cambian vidas (El Freud que lee tem-pranamente Aleixandre y del que surge su etapa irracionalista ysurrealista). O la influencia de las «historias sagradas» en personasposteriormente no obligadamente religiosas;

- los libros que marcan una línea de pensamiento especial: elpensamiento primitivo oriental o la mística de Occidente; esa lite-ratura - un verdadero paradigma universal - que en España tuvosus epicentros muy cerca de aquí, de Salamanca, en lugares comoÁvila, Medina, Fontiveros, Duruelo, Alba de Tormes;

- libros que ponen de relieve generaciones literarias: por citar

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sólo dos españolas y últimas, la del 98 y la del 27, las dos fuerte-mente literarias, pero unidas a cambios o avatares políticos;

- los libros que solemos tener de cabecera;- los libros que releemos (Góngora, Cervantes, Azorín o Valle);- los libros que nunca leeremos o que no compraremos.Recordemos, en fin, para cerrar este rescate memorístico

aludiendo a ese libro que estamos leyendo por placer en estos mo-mentos. Libro que hemos elegido libremente en la librería y queconstituye una radiografía nuestra en estos momentos. Pues eselibro último que leemos por placer fija las coordenadas de nuestrosintereses y de nuestra personalidad. De acuerdo con este libro ve-remos qué somos en estos momentos.

Puede, en fin, que en ese momento crítico, difícil, de que ha-blábamos antes, caiga en nuestras manos el libro que perteneció aun ser querido y que yo he interpretado en mi poema «Libro deHoras del amor rescatado», en el que la figura del padre desapa-recido es central. En definitiva, como hemos fijado en el título deesta intervención, la memoria literaria no es sino la base o elsustrato de nuestra experiencia vital y, a la vez, de nuestra expe-riencia de escribir y de leer. Toda experiencia literaria que no tengaun simple sentido de reportaje, es decir, que no tenga un sentidomeramente testimonial o realista - «fotográfico» -, se verá subordi-nada a esa tarea de salvar de la memoria lo más esencial delpasado, del pasado de cada uno de nosotros. Aludimos así a untiempo y a unos hechos que no sólo son los de hoy (acaso pasajeros)sino a los del ayer y a los del mañana.

Aludimos a lo que María Zambrano reconocía como «razónpoética», a un tiempo por venir (o acaso ya perdido) en el que elhombre, escribe ella, «fue otra cosa que hombre»; un tiempo en elque esa literatura que ustedes tan dignamente aman y propaganfue «la verdadera Historia»: no una mera recopilación de nombrespropios, de fechas y de acontecimientos, sino lo que nuestro Una-muno reconocía como «intrahistoria».

Este sentir zambraniano lo dejó fijado esta pensadora en unaanécdota que me contó en una entrevista que yo le hice - recogidaen mi libro El sentido primero de la palabra poética - que publiqué

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en vida de ella, y que, según me puntualizó, la contaba por vezprimera. Me dijo María Zambrano que la suya era la «razón poé-tica», mientras que la de su maestro Ortega había sido la «razónhistórica».

La «razón poética» de María Zambrano - su afirmación deque, a veces, «la poesía es la verdadera Historia» de los pueblos -,nos lleva a pensar en otras lecturas muy de nuestros días, y a que,en efecto, cuando leemos hoy a Paul Celam o a Boris Pasternakcomprendemos que sus poemas son la verdadera historia de cuantosucedió ideológicamente en sus países.

Por otra parte, el que nos encontremos en Salamanca y enesta Universidad, y el que recordemos el nombre de Unamuno y suconcepto de lo intrahistórico, nos vuelve a llevar a la Generacióndel 98; y ésta, a su vez, a otro autor de ella que amamos y respeta-mos y rescatamos. Quiero decirles que termino ya leyéndoles lasúltimas palabras del Don Juan de Azorín, un libro que me gustareleer por su valiosa carga de intemporalidad y por la transparen-cia y pureza de su lenguaje.

Un Azorín que nada tiene que ver con los tópicos ruralistas,costumbristas, historicistas, con que solemos fijar su generación.Estoy refiriéndome a un Azorín simplemente sabio - como un hom-bre sabio, por encima de cualquier otra cualidad -, fue Miguel deCervantes. Un Azorín que se expresa así en este diálogo:

- Todos hemos sido ricos en el mundo; todos los somos. Las ri-quezas las llevamos en el corazón. ¡Ay del que no lleve en elcorazón las riquezas!- Hermano Juan: si ha sido usted rico, ¿cómo se puede acos-tumbrar a vivir tan pobre?- Yo no soy pobre, hija mía. Es pobre el que lo necesita todo yno tiene nada. Yo no necesito nada de los bienes del mundo.- Pero sus riquezas, hermano Juan, ¿las perdió usted porazares de la fortuna o las abandonó de grado?

Y termina diciéndonos Don Juan, termina escribiendo Azorín- del que hemos olvidado su pasado ácrata y al que creemos, a la

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ligera, un autor sumergido en los clásicos empolvados, en la tra-dición y despreocupado del porvenir del hombre y del mundo:

- Mi pensamiento está en lo futuro y no en lo pasado; mi pen-samiento está en la bondad de los hombres y no en las mal-dades (...) El amor que conozco es el amor más alto. Es lapiedad por todo.

Les deseo una feliz estancia en Salamanca y muchas graciaspor su atención.