la lógica de las sirenas · ad-minister universidad eafit medellín número 5 jul - dic 2004 23...

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AD-MINISTER Universidad EAFIT Medellín Número 5 jul - dic 2004 22 Licenciado en Español y Literatura, Universidad de Medellín; Magíster en Literatura Colombiana, Universidad de Antioquia. Autor de los siguientes libros: Novelas y No-velaciones, A-ritmias del logos (Colectivo), y Entre la lectura y la escritura-Hacia la producción interactiva de los sentidos (Colectivo). Ensayos publicados en diversas revistas indexadas nacionales e internacionales. Actualmente, profesor Titular II de la Universidad EAFIT. Dirección electrónica [email protected]. La Lógica de las Sirenas (O sobre el uso de los nuevos vocabularios institucionales y, en particular, educativos) Autor: Mauricio Vélez Upegui 1 Resumen Luego de caracterizar el habla humana en términos triviales (como itinerante, gregaria y colectiva), el texto se ocupa de describir el tipo de habla que prospera en el seno de las denominadas “sociedades de sobreproducción”. Dichas sociedades, a su vez, se nutren de consignas, es decir, de formulaciones anónimas que hechizan las conciencias individuales y colectivas, induciéndolas a realizar una serie de acciones en provecho de las instituciones que las acogen. Entre dichas instituciones, las empresariales y educativas ocupan un lugar especial, dado que constituyen, hoy por hoy, el terreno mejor abonado para la siembra de dos consignas hegemónicas: las de la calidad y el mejoramiento continuo. ¿Qué subyace a las mismas? Se propone un análisis crítico de esta clase de hablas sociales. Abstract After characterizing ‘human language’ as one gregarian, collective, and walking around, this paper describes the kind of language prevailing in the so-called ‘excess production’ societies (which are represented by productive organizations). Messages moving individuals and groups to do actions in favor of organizations they belong to are spread in this kind of societies. The author proposes a critical analysis of the fundamentals overlying two basic discourses at both corporations and academia, which are total quality and ongoing improvement. Palabras clave: Habla, sociedades de sobreproducción, consignas, control, educación, calidad y mejoramiento. Key Words: Language, excess production societies, watchword, control, education, quality, improvement.

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Licenciado en Español y Literatura, Universidad de Medellín; Magíster en Literatura Colombiana, Universidad de Antioquia. Autor de los siguientes libros: Novelas y No-velaciones, A-ritmias del logos (Colectivo), y Entre la lectura y la escritura-Hacia la producción interactiva de los sentidos (Colectivo). Ensayos publicados en diversas revistas indexadas nacionales e internacionales. Actualmente, profesor Titular II de la Universidad EAFIT. Dirección electrónica [email protected].

La Lógica de las Sirenas

(O sobre el uso de los nuevos vocabularios institucionales y, en particular, educativos)

Autor: Mauricio Vélez Upegui1

Resumen

Luego de caracterizar el habla humana en términos triviales (como itinerante, gregaria y colectiva), el texto se ocupa de describir el tipo de habla que prospera en el seno de las denominadas “sociedades de sobreproducción”. Dichas sociedades, a su vez, se nutren de consignas, es decir, de formulaciones anónimas que hechizan las conciencias individuales y colectivas, induciéndolas a realizar una serie de acciones en provecho de las instituciones que las acogen. Entre dichas instituciones, las empresariales y educativas ocupan un lugar especial, dado que constituyen, hoy por hoy, el terreno mejor abonado para la siembra de dos consignas hegemónicas: las de la calidad y el mejoramiento continuo. ¿Qué subyace a las mismas? Se propone un análisis crítico de esta clase de hablas sociales.

Abstract

After characterizing ‘human language’ as one gregarian, collective, and walking around, this paper describes the kind of language prevailing in the so-called ‘excess production’ societies (which are represented by productive organizations).Messages moving individuals and groups to do actions in favor of organizations they belong to are spread in this kind of societies. The author proposes a critical analysis of the fundamentals overlying two basic discourses at both corporations and academia, which are total quality and ongoing improvement.

Palabras clave: Habla, sociedades de sobreproducción, consignas, control, educación, calidad y mejoramiento.

Key Words: Language, excess production societies, watchword, control, education, quality, improvement.

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Así considerada, el habla humana es, a un tiempo, itinerante y gregaria, sendos rasgos que se concretan en la realidad cotidiana del diálogo y que, llevados al extremo, dotan a éste de un “espíritu de endurecimiento y paralización o un espíritu de comunicación y de intercambio flui-do entre el yo y el tú”3. Itinerante, puesto que una vez proferida, echada a rodar (no en vano el verso homérico dice “¡qué palabras se van del vallar de tus dientes!”), el habla en todo caso traza caminos de información, establece direc-ciones de pensamiento, orienta trayectos que

atañen al quehacer inves-tigativo, propone o prescri-be rumbos de reflexión a seguir, construye avenidas de sentido (caminos, direc-ciones, trayectos, rumbos y avenidas que en ocasiones preceden al pensamiento y en ocasiones también son precedidos por éste). Y gregaria4, dado que ella, en cuanto que discursus (en tanto que curso continuo), al final del cual yace quizás un consumado silencio, un pertinaz enmudecimiento o las trampas de cualquier sendero, vuelve sobre sí

con relativa frecuencia, desanda trayectorias re-corridas, atraviesa parajes aparentemente mis-teriosos que luego se revelan como rutas otrora trasegadas, se bifurca en atajos inconducentes,

El habla: una entidad plural

Vaya, de entrada, la siguiente conjetura: cuando participamos en un diálogo, no importa si corto o diferido, si fecundo o insustancial, si intimidante o envalentonado, rara vez logramos sustraernos al hecho de que mientras hablamos (y conste que lo hacemos bajo formas diversas que van desde “monosílabos de significado infi-nito hasta expresiones polisílabas que significan poco”2), no sólo nos servimos de las palabras que forman parte del entorno cultural en el cual operamos, y del cual nos nutrimos para ensanchar el lenguaje que nos trama como seres humanos, sino que, mal que nos pese, tendemos a repetirlas, en ciclos que van y vienen a semejanza de tenues olas verbales. Guardadas las proporciones, el destina-tario, acorde con el turno conversacional que le co-rresponde en la dinámica instaurada por el diálogo, hace algo parecido. Si el uso del lenguaje es inevita-ble, dada la férrea sujeción que éste ejerce sobre noso-tros desde el instante mismo en que nacemos, la repetición está lejos de ser forzosa; con todo, ¡cuán a menudo, en múltiples y cambiantes do-minios de interacción social que están mediados por el habla y la escucha, además de decir algo, insistimos –con un regusto del que a menudo no somos conscientes– en volver a decir lo que ya hemos dicho, y con cuánta frecuencia hacemos resonar, como si se tratara de estribillos calca-dos, nuestras propias expresiones y las expresio-nes de los demás!

2 LICHTENBERG, Georg-Christoph. Aforismos. Barcelona: Edhasa, 2002. p.173 GADAMER, Hans-Georg. “Hombre y Lenguaje”. En: Verdad y Método II. Salamanca: Sígueme, 2002. p. 150.

4 Hacemos extensivo al habla lo que es característico de la lengua, pues creemos que se aplica en igual proporción: “Desde que es proferida, así fuere en la más profunda intimidad del sujeto, la lengua ingresa al servicio de un poder. En ella, ineludiblemente, se dibujan dos rúbricas: la autoridad de la aserción y la gregariedad de la repetición. Por una parte, la lengua es inmediatamente asertiva: la negación, la duda, la posibilidad, la suspensión del juicio, requieren unos operadores particulares que son a su vez retomados en un juego de máscaras de lenguaje …Por otra parte, los signos de que está hecha la lengua sólo existen en la medida en que se repiten; el signo es seguidista, gregario. En cada signo duerme este monstruo: un estereotipo; nunca puedo hablar más que recogiendo lo que se arrastra en la lengua…” Cf. BARTHES, Roland. El placer del texto y la lección inaugural. Buenos Aires: Siglo XXI, 2003. p. 120-121.

¡cuán a menudo, en múltiples y

cambiantes dominios de interacción

social que están mediados por el

habla y la escucha, además de decir

algo, insistimos –con un regusto del

que a menudo no somos conscientes–

en volver a decir lo que ya hemos

dicho, y con cuánta frecuencia

hacemos resonar, como si se tratara

de estribillos calcados, nuestras

propias expresiones y las expresiones

de los demás!

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remonta el cauce de las afirmaciones sugeridas y, con todo, avanza a fuerza de promover sucesi-vas reiteraciones.

Lo que nos determina, entonces, como se-res arropados por el lenguaje, son estos vaivenes del habla y la escucha; mudanzas verbales obse-sivas que durante la conversación nos ponen en trance de ir al encuentro de algo. ¿De qué? De lo que sabemos, de lo que ignoramos, de lo que apenas vislumbramos, en una carrera incesan-te por “ir hasta el fin”5. Aunque presumamos de movernos en el mundo en pos de horizontes recortados con claridad, tarde o temprano com-prendemos que los fines perseguidos son fuegos fatuos creados por las palabras. Pues si el habla y la escucha se concretan en la realidad cotidiana del diálogo, lo propio de éste es que nunca termina, ni siquiera cuando decimos que “no queremos conver-sar más”6

A los dos rasgos sugeridos, conviene aña-dir un tercero, tanto más relevante cuanto que los engloba a ambos: el ca-rácter colectivo del habla. Cierto que al hablar nos ocupamos de tratar uno o varios temas (e incluso uno o varios problemas), unidos éstos al talante y talento del interlocutor con el cual

dialogamos (pues es usual que sea el otro quien provoque, con sus demandas particulares ex-puestas en forma de preguntas, o con sus co-mentarios lanzados al aire, el despliegue del ha-bla, y no al revés); cierto además que los temas o problemas atendidos, al margen de los matices que los conforman, tienden a ser remarcados por los interlocutores mediante actos verbales de indudable redundancia, o mediante actos no verbales de vacilante naturaleza (actos que se superponen unos a otros, en secuencias de deli-cado acoplamiento, hasta el punto de convertir-se en complejas unidades de significación); pero también es cierto que al hablar nos movemos menos en el dominio del yo, esto es, en el ámbito donde la persona pretende erguirse a expensas

o en contra de los demás, que en el dominio del no-sotros, vale acotar, en el ámbito donde la persona llega a ser lo que es gracias a la mediación concerni-da de los otros. Instancia pronominal –y, más, ética, estética y política– de re-laciones interpersonales, el nosotros no implica, como a veces se cree, una indistinción visceral del

individuo ni tampoco la pérdida definitiva de su soberanía, así sea una soberanía atada; implica, antes bien, una opción para dotar de sentido su identidad y, por qué no, para volver todavía más denso el contenido de su particular subjetividad (justamente esa subjetividad que se manifiesta a través de una palabra desdoblada, polifónica, esencialmente colectiva).

Lo social: una agencia de hablas

Itinerante, gregaria y colectiva, el habla, entonces, se erige en fundamento de lo social, o mejor, en fundamento de los grupos humanos que configuran lo social, así como lo social, siempre en permanente cambio, se yergue en la más fructífera agencia de habla de los grupos

...al hablar nos movemos menos en el

dominio del yo, esto es, en el ámbito

donde la persona pretende erguirse a

expensas o en contra de los demás,

que en el dominio del nosotros, vale

acotar, en el ámbito donde la persona

llega a ser lo que es gracias a la

mediación concernida de los otros.

5 “Andamos sin dirección fija pero con un fin (¿cuál?) y para llegar al fin. Búsqueda del fin, terror ante el fin: el haz y el envés del mismo acto. Sin ese fin que nos elude constantemente, ni caminaríamos ni habría caminos. Pero el fin es la refutación y la condenación del camino: al fin el camino se disuelve, el encuentro se disipa. Y el fin también se disipa”. PAZ, Octavio. El mono gramático. Barcelona: Seix Barral, 1974. p. 11.6 “Nada puede sustraerse radicalmente al acto de ‘decir’, porque ya la simple alusión alude a algo. La capacidad de dicción avanza incansablemente con la universalización de la razón. Por eso el diálogo posee siempre una infinitud interna y no acaba nunca. El diálogo se interrumpe, bien sea porque los interlocutores han dicho bastante o porque no hay nada más que decir. Pero ese interrupción guarda una referencia interna a la reanudación del diálogo”. GADAMER, Hans-Georg. Verdad y Método. II. Op.Cit. p. 151.

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humanos. Ser social significa, de un lado, pertenecer a un determinado grupo (pero no, según lo que ocurría hasta hace algún tiempo, a una clase social, realidad hoy difusa a causa de una distribución del ingreso desligada de vínculos de sangre, herencia o presuntos rangos de nobleza); y, de otro, hacer uso de las reglas implícitas o explícitas que rigen las palabras en torno de las cuales un grupo se aglutina y cohesiona en términos formales y sustantivos.

¿Qué identifica a los grupos en cuanto tales? La ocupación de un espacio transformado en territorio, los ritos y costumbres de que hacen gala en ámbitos públicos y privados, o la suma de ideas, sentimientos, deseos y aspiraciones que los envuelve y les proporciona una particular manera de encarar el mundo, son aspectos que ayudan, entre otros muchos, a identificarlos. Como quiera que nada de lo que es o deviene específicamente humano escapa a las coacciones del lenguaje (ni las marcas de expresión que delimitan los lugares habitables, ni las acciones tradicionales que otorgan eficacia real a las prácticas de los individuos asociados, ni mucho menos la exteriorización simbólica de la vida intelectual, afectiva y psíquica de las personas mismas), es la lengua hablada, o, más bien, el habla colectiva la que moldea, en vaciados distintos, la identidad de los grupos, imprimiéndoles características similares u opuestas.

En nuestras sociedades actuales, some-tidas a una apoteosis del control, y destinadas a implantar economías de sobreproducción antes que a mantener economías de producción7, los grupos humanos conservan poca capacidad crítica para hacer frente, o resistirse, a las exigencias que se derivan de este nuevo estado de cosas. Día a día aumentan y se refinan los controles, en una escalada que no parece tener fin, y día a día se reclaman más altos índices de sobreproducción. La consecuencia no se hace esperar: los grupos, inmersos en enmarañadas dinámicas de competencia, se ven abocados a

convertirse, a expensas de los atributos que pugnan por alcanzar (llámense patrones de convivencia, códigos de reconocimiento, sistemas de valores, etc.), en creadores de hablas colectivas, so pena de padecer una indiferencia generalizada, o, peor aún, una rápida desaparición. Provistas de características estructurales (ora una gama de vocablos grandilocuentes, ora una gramática y sintaxis especializadas, bien una semántica de sutilezas, bien una pragmática de usos verbales exclusivos), dichas hablas adquieren consistencia de jerga a condición de que los miembros del grupo se encarguen de divulgarlas en determinadas atmósferas donde su empleo resulta estratégico. Allí donde los integrantes de un grupo encuentran condiciones adecuadas para dar a conocer las expresiones vinculantes que los definen y diferencian de otros, allí el habla puede afincarse en el ordenamiento social.

Pronto un mercado de valores lin-güísticos se establece en medio de las relaciones interpersonales y de las relaciones entre los grupos. A semejanza de lo que ocurre en cualquier mercado, algunas expresiones son desechadas, otras más acusan una estimación ordinaria, y unas cuantas, pocas aun cuando sobresalientes, atraen la atención de los hablantes con una fuerza inusual, justamente como si se tratara de monedas de cambio. El

7 Este tipo de economías, “ya no compra materias primas ni vende productos terminados o procede al montaje de piezas sueltas. Lo que intenta vender son servicios, lo que quiere comprar son acciones. No es un capitalismo de producción sino de productos, es decir, de ventas o de mercados. Por eso es especialmente disperso, por eso la empresa ha ocupado el lugar de la fábrica. La familia, la escuela, el ejército, la fábrica ya no son medios analógicos distintos que convergen en un mismo propietario, ya sea el Estado o la iniciativa privada, sino que se han convertido en figuras cifradas, deformables y transformables, de una misma empresa que ya sólo tiene gestores … Un mercado se conquista cuando se adquiere su control, no mediante la formación de una disciplina; se conquista cuando se pueden fijar los precios, no cuando se abaratan los costes de producción; se conquista mediante la transformación de los productos, no mediante la especialización de la producción …” DELEUZE, Guilles. “Post-Scriptum sobre las sociedades de control”. En: Conversaciones. Valencia: Pre-textos, 1996. p.283

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brillo y tintineo que acompaña su manipulación expresiva les proporciona un valor renovado. ¿Por qué estas últimas reciben tamaño aprecio y reverencia? Respuesta llana: porque al ser objeto de intercambios cerrados, entre grupos humanos dispuestos a realizar transacciones exclusivas, esas expresiones colectivas, producto de hablas dominantes, alcanzan el estatuto de consignas (de consignas que derivan, por efecto mismo del tráfico social, en lo que Durkheim denominó “representaciones colectivas”: estructuras psico-sociales intersubjetivas que vinculan a los habitantes y los grupos humanos en lo social)

Hablas y consignas

Basta con asumir una mirada inquieta y vigilante –o con disponerse a una escucha atenta e interesada– para comprobar que en nuestras sociedades actuales es difícil dar con un sector de la economía, de los tantos que pueden ser invocados, que no incluya, como parte de sus acuerdos de fundación, políticas de trabajo, actas de encuentro, informes de actividades, memorandos de auditoría, lineamientos de desarrollo, planes de recambio estructural y funcional, o programas de reforma integral, frases, sentencias, pancartas o proclamas trilladas que son el producto, en buena medida, de hablas colectivas y que, al ser extraídas de sus contextos de origen, cumplen un cometido semejante al de una consigna hegemónica. Dicho con otros términos, es difícil encontrar un sector social que se niegue a la evidencia imperante de que es preciso encadenarse a distintos “juegos de lenguaje”, sobre todo a aquellos que se destacan por su familiaridad conminatoria o, lo que es igual, por sus palabras estridentes, si no quiere ver limitadas sus posibilidades de competir en el

mercado de bienes simbólicos que prevalece por doquier sobre el orden mundial. Estos juegos, abundantes en número e insuflados de muy diversa calidad, no sólo han recibido por parte de los grupos sociales una festiva acogida, acaso la adecuada para intervenir todo asomo de encuentro conversacional que se relacione con el ámbito de referencia de las consignas, sino que, debido a dinámicas que desembocan en prácticas homogéneas, tributarias de un enorme voluntarismo, por no decir de un incauto mesianismo, han terminado por permear las

conciencias colectivas hasta un punto tal que ya se antoja irreversible. (Sólo “se antoja” porque en la realidad, “el decir y lo dicho” son degradables y se transforman).

Un ejemplo de ello es el uso y abuso en que incurren unánimemente nu me rosas instituciones hu ma nas al emplear las palabras “misión y visión”, sin reparar en las impli-caciones de sentido que acarrea su conocida reso-nancia religiosa, o, al revés,

reparando en ellas de una manera tan patente que las instituciones mismas programan, para dar la bienvenida a los nuevos miembros del grupo, unos ritos de iniciación rayanos en una especie de misticismo seglar (entonación melo-dramática de las consignas, dinámicas de inte-gración, testimonios de voces memorables, etc.), orquestados todos con el único fin de despertar el sentimiento del bien o mal llamado “sentido de pertenencia”.

Algo similar cabe anotarse sobre el uso y abuso de que es objeto, en no pocos ámbitos sociales, la palabra “competencia”. A despecho de las disciplinas que están en la base de su creación (primero la Biología,

...es difícil encontrar un sector

social que se niegue a la evidencia

imperante de que es preciso

encadenarse a distintos “juegos de

lenguaje”, sobre todo a aquellos

que se destacan por su familiaridad

conminatoria o, lo que es igual, por

sus palabras estridentes, si no quiere

ver limitadas sus posibilidades de

competir en el mercado de bienes

simbólicos que prevalece por

doquier sobre el orden mundial.

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luego la Lingüística Generativa y finalmente la Psicología del Aprendizaje, en cada una de las cuales la expresión detenta un significado, si no privativo, puntual, al ser menos un término que un complejo conceptual), la palabra “competencia” es empleada, en contra de su precisa genealogía, como mero sinónimo de “capacidad de acción” –para desempeñarse en un oficio u ocupación–, o, de contar con más fortuna, como substituto significante de una “versátil idoneidad profesional”.

Sin duda, a pocos grupos humanos pare-ce preocuparles el ejercicio crítico del lenguaje que emplean, espoleados como están por el ac-tivismo de la gestión que los embarga o por las urgencias de la sobreproducción que los acosa. Sea como fuere, allí donde la mirada y la escu-cha se aguzan, allí se ven y se oyen, como signos tremolantes de la época, los encabezados que nos hablan de la “visión” y de la “misión” de las comuni-dades (y, por supuesto, de las instituciones que éstas representan), así como los títulos, intertítulos o aser-tos que nos informan de las “competencias desplegables en el curso de procesos pac-tados a corto, mediano o largo plazo”.

Si no fuera porque hablar en estos términos puede resultar menos traumático y más esperanzador “que hablar de ‘función’ (que a través de sus connotaciones lleva a adoptar un punto externo y tiende a excluir la dimensión de la voluntad y del proyecto propios)”8, se diría que su uso amerita ser desalentado, cuando no descalificado; máxime si tenemos en cuenta que al comparar consignas pertenecientes a grupos humanos organizados conforme a circunstancias distintas de tiempo, lugar y modo, o que al

cotejar colectivos que nunca han tenido la opción de trenzarse en relaciones recíprocas, el resultado no puede ser más perturbador: las consignas exhiben, como si se reflejaran en un mismo espejo, un asombroso parecido, tanto en su forma de expresión como en su contenido. Asombro que después desaparece cuando tomamos conciencia de que los mercados, lejos de ser en todo momento un asunto de necesidades, son, en buena parte, un asunto de “costos de oportunidad” (o, como acotaría Max-Neef, un asunto de “satisfactores de necesidad”).

Ávidos de consignas, tales sectores so-ciales, moviéndose al ritmo de una socorrida contradanza, gustan de supeditar, en principio, el trabajo productivo a la labor enunciativa, es decir, planean la acción en conformidad con la dicción (con el articulado de los objetivos o

metas que los microgrupos o departamentos de la ins-titución se comprometen a realizar); pasado algún tiempo, que puede o no coincidir con el comienzo de un calendario más (pero que, en la actualidad, como coletazo de las dinámicas homogéneas a las que an-tes nos referíamos, tiende a

extenderse, acorde con ejercicios de prospectiva improbables, a ciclos temporales de más amplia cobertura –cinco, diez, quince años– ), los gru-pos supeditan la labor enunciativa al trabajo productivo, es decir, evalúan los enunciados en atención a los logros conseguidos. Este esque-ma de trabajo común, consistente en oponer la dicción a la acción (o la acción a la dicción), es fuente generadora, ¡qué duda cabe!, de force-jeos organizativos.

Sin embargo, el esquema, más allá de inducir a los miembros de un grupo a encarnar patrones de repetición operativos, que pueden dar al traste con el espíritu creativo de muchos de ellos, presupone en los integrantes

8 MOCKUS SIVICKAS, Antanas. Pensar la Universidad. Medellín: Fondo Editorial Universidad EAFIT, 1999. p. 25.

Sin duda, a pocos grupos humanos

parece preocuparles el ejercicio

crítico del lenguaje que emplean,

espoleados como están por el

activismo de la gestión que los

embarga o por las urgencias de la

sobreproducción que los acosa.

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el aprendizaje de un repertorio de nuevas locuciones (o la apropiación de viejas locuciones recubiertas con nuevos ropajes). En cierto modo, el aprendizaje y la apropiación de este lenguaje suspenden la rutina cotidiana. Pero una vez el lenguaje es asimilado, al hilo de interpretaciones controladas, y llevado a la práctica, conforme a diversas estrategias institucionales, las rutinas se reinstalan (o, lo que es igual, se restablece el equilibrio inicial que había sido afectado por aquellas locuciones) Hacer uso de estas nuevas locuciones, o del vocabulario que ellas conforman, se convierte, en adelante, en parte sustantiva de una entidad determinada. La institución, pronto ve prosperar, entre los miembros de su comunidad, múltiples ámbitos de relación interpersonal mediados por hablas que ensayan a jugar los nuevos “juegos de lenguaje” incorporados.

Consignas educativas

Además de otros sectores de la economía9, el sector educativo, y, específicamente, el sector de la Educación Superior en Colombia, tal y como

ha sido intervenido por el Estado en la última década (intervención que afecta tanto su carácter de “servicio público” conferido por la Carta del 91, cuanto el carácter de “bien de mercado” en que irremediablemente se ha convertido), muestra ser un terreno fértil para la siembra y cosecha de las hablas mencionadas, una tierra abonada para el cultivo sucesivo de consignas florecientes, de consignas vociferantes. Grises, algunas (a causa de su irreducible ambigüedad semántica); exageradas, otras (a raíz del empleo de expresiones superlativas); excéntricas, esotras (puesto que proceden de ambientes extranjeros que conservan una larga y fecunda tradición); jubilosas, la mayoría (debido a los buenos deseos que proclaman); ciegas, unas cuantas (en razón de los callejones sin salida a que conducen); e inconclusas, todas (no sólo porque todavía alientan acciones comunitarias que se tramitan en el seno de las instituciones, sino también porque un caudal de medidas venideras está en trance de recibir aprobación ministerial), las consignas que en la actualidad gobiernan la Educación Superior en nuestro país, además de configurar un extenso vocabulario de amplias repercusiones políticas, pues no en vano de la academia se predica que es por excelencia una comunidad (una comunidad en la que el debate racional campea o debe campear a sus anchas), han creado un ambiente de presión reguladora cuyos efectos mercantiles apenas empiezan a notarse.

Fortalecido por mecanismos de control que velan por su estricto cumplimiento, dicho vocabulario colectivo, garante de la contundencia con que el Estado ha logrado penetrar el mercado de los llamados capitales simbólicos, ahora coexiste, en igualdad de condiciones, con los lenguajes de las disciplinas en que se apuntalan las profesiones que dan sentido al quehacer de las universidades. Quizás no sea muy relevante determinar cuán apacible o problemática resulta dicha coexistencia, pero sí lo es afirmar que las instituciones sólo perviven en el espacio social a condición de

9 En efecto, uno de los sectores económicos con mayor tendencia a la creación, divulgación y adopción institucional de consignas, cuando no de doctrinas de muy corta duración, es el del llamado Business Administration. Al amparo de esquemas teóricos que se resisten a contar con soportes epistemológicos coherentes, y más bien avenidos a formular aparentes conceptos que se apuntalan en ligeras extensiones de sentido acuñadas a partir de expresiones procedentes de campos disciplinares diversos, a veces irremediablemente incompatibles, un sinfín de proclamas, lemas o consignas inundan los discursos, las prácticas y las conciencias de los individuos cuyos trabajos se concretan en el seno de las empresas. Aderezadas con “pintorescas sesiones motivacionales” en las que se distribuyen por igual (y con “fuertes visos de movimiento religioso”), “himnos, juramentos, abrazos, lágrimas y vítores a la familia-empresa”, dichas consignas (del tipo “Debemos robustecer la cultura empresarial”, o “Es menester gestionar los valores de la compañía” o “Todos remamos en el mismo barco”, etc.) moldean los comportamientos individuales en procura de generar férreos vínculos institucionales y, de contera, de transformar la subjetividad colectiva, volviéndola más dócil, más unánime y, por supuesto, más productiva. Una descripción analítica de este fenómeno se encuentra en LÓPEZ GALLEGO, Francisco. “El discurso sobre ‘la cultura de la empresa’ como dispositivo de poder en las organizaciones”. Ponencia presentada en el IX Congreso Internacional y castellano-leonés de Antropología Iberoamericana: Poder, política y cultura. España: Universidad de Salamanca, abril de 2004.

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que demuestren, en el desarrollo de sus planes de trabajo, la incorporación irrestricta de este vocabulario y la ejecución acuciosa de las acciones que él mismo avala, determina y exige. Por eso la función del Estado, al respecto, consiste en reservarse el poder de veto y, en nombre de éste, el otorgamiento o no de votos de confianza.

“Revolución educativa”, “Sistema de aseguramiento de la calidad”, “Acreditación institucional”, “Acreditación y reacreditación de programas”, “Condiciones esenciales”, “Re-gistros calificados”, “Exámenes de calidad de la educación superior (ECAES)”, “Créditos académicos”,”Grupos de investigación referencia-dos”, “Procesos de mejo-ramiento institucional”, etc., son sólo algunas –de las muchas- expre-siones que, al presente, conforman el nuevo vocabulario de la Edu-cación Superior en Co-lombia. En esta lista, elaborada sin seguir un orden de importancia especial, no aparecen todas las expresiones que han sido promulgadas, y no se nombran las que apenas se están troquelando (y que, a in-fluirán, en breve, en la estructura y pertinencia de los programas de especialización, maestría y doctorado). Pese a que al ser tomadas en con-junto forman una suerte de constelación verbal (algo así como los “parecidos de familia” de los que hablaba Wittgenstein al referirse a los jue-gos en general, y a los “juegos de lenguaje” en particular10), cada una de ellas, dada a conocer

públicamente mediante decretos o por medio de resoluciones administrativas, y al calor de encuentros de rectores, vicerrectores y jefes o directores de planeación, produce, en rigor, un dominio de acciones particular, henchido de matices sutiles, y fundado en un severo control de las instancias mentales y corporales que ata-ñen a los individuos que configuran las diversas comunidades académicas y administrativas.

Y más: cada una de aquellas expresiones, al traducirse en una serie de menudas instruc-ciones cuya batería informativa se repite una y otra vez en los distintos documentos que son

remitidos –y recibidos– por las autoridades en-cargadas del control, es depositaria de un nota-ble número de consig-nas. Su composición, uniforme, predecible y estereotipada, sigue la forma que se usa para enunciar cualquier cla-se de meta u objetivo: un verbo en infinitivo (preferentemente do-tado de resonancias excelsas e indicador de una estela de acon-tecimientos por ve-

nir), una frase sustantiva, adjetiva, adverbial o circunstancial, y un contenido que señale, en lo posible, acciones observables, mensurables,

...las consignas que en la actualidad

gobiernan la Educación Superior en

nuestro país, además de configurar

un extenso vocabulario de amplias

repercusiones políticas, pues no en

vano de la academia se predica que es

por excelencia una comunidad (una

comunidad en la que el debate racional

campea o debe campear a sus anchas),

han creado un ambiente de presión

reguladora cuyos efectos mercantiles

apenas empiezan a notarse.

10 “Me refiero a juegos de mesa, juegos de cartas, juegos de pelota, olímpicos, etc. ¿Qué es lo que les es común a todos? No digas: ‘Debe de haber algo que les es común, pues en caso contrario no se llamarían juegos’, sino que mira si es que tienen algo en común. Y es que si miras no verás algo que

es común a todos, sino que verás semejanzas, parentescos y ciertamente un buen número de tales… Contempla, por ejemplo, los juegos de mesa con todas sus variadas relaciones. Mira también los juegos de cartas: aquí encontrarás muchas correspondencias con el primer grupo, aunque muchas características comunes desaparecen, mientras que otras hacen su aparición… Y así podemos, de la misma manera, ir a través de muchos, muchos otros tipos de juegos: para ver que las semejanzas aparecen y desaparecen. La conclusión de estas observaciones es la siguiente: vemos una complicada red de semejanzas que se solapan y cruzan unas con otras. Grandes y pequeñas semejanzas. No puedo caracterizar mejor estas semejanzas que con la palabra ‘parecidos de familia’…”. Citado por WARREN BARTLEY, William. Wittgenstein. Madrid: Cátedra, 1987. p. 163.

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comprobables en la realidad. Sobra insistir en los ejemplos, como quiera que son parte ya del inventario común: “Mejorar la calidad de los programas de pregrado y postgrado”, “Incen-tivar la formación doctoral, como garante del desarrollo de la investigación en el país”, “Res-ponder a la creciente y diversificada demanda laboral”, etc.

La lógica de las Sirenas

Abusando del lenguaje, anotemos que la lógica que subyace a dichas consignas no es distinta de la que aviva el discurso de la publicidad11 ¿Qué designación cabe darle a semejante lógica? Permítasenos llamarla, a sabiendas de que incurrimos en un palmario contrasentido, lógica de las Sirenas. Su enunciado básico exclama lo siguiente: “Si al escuchar lo que afirmo eres presa de dudas y vacilaciones, reacciona, sin embargo, como si acusaras plena convicción y certeza, y obra en consecuencia”. ¿Acaso apunta a una imperativa fe de carbonero? En efecto, en el caso mencionado –y quizás en el resto de casos también-, las consignas son una especie de canto social –léase, de fórmula verbal- que hechiza los oídos o, si se prefiere, la conciencia de quienes las escuchan. Por más que se apele a la utilización de ingeniosos recursos para conjurar el exaltado encanto que ellas suscitan, ninguno al parecer acaba siendo efectivo, ni siquiera el que consiste en tapar con cera los oídos.

Audibles, fascinantes, abrasivas, casi religiosas, las consignas, articuladas por voces colectivas que las convierten en un poderoso instrumento de control social, antes que seducir por lo que cuentan, dos o tres palabras acuñadas de manera socorrida, seducen por lo que prometen, dos o tres sentidos

convencionales. Uno de ellos es la promesa de repetir -de cantar- en el futuro la reconocida eficacia de un conjunto de acciones operativas ejecutadas en el pasado (tal y como ocurre, por ejemplo, con los demandantes procesos que conducen al otorgamiento de la Acreditación Institucional). Quizás esa sea la razón por la que en ellas se registran, como en una cuenta de capitales simbólicos, los recitativos oficiales, las “significaciones dominantes”, en fin, los términos que sirven de comodín a las estrategias de deseo colectivas. Embriagados por la ecolalia de las consignas, el individuo, no obstante, rara vez comprende que “ser atraído no consiste en ser incitado por el atractivo del exterior, sino más bien experimentar, en el vacío y la indigencia, la presencia del afuera, y, ligado a esta presencia, el hecho de que uno está irremediablemente fuera del afuera”12

Machacadas todos los días, ya sea porque algún funcionario de la institución se encarga de recordarlas, ya sea porque el gobierno apela a los medios de comunicación para impedir que sean olvidadas, las consignas pasan de boca en boca a semejanza de lo que ocurre en una carrera de relevos; como en ésta, un individuo que hace parte del grupo entrega el testigo a otro, y a otro y a otro, hasta que el último llega a la meta. En cada trayecto del recorrido, el testigo (la consigna reproducida) se convierte en fuente de testimonios (de hablas, y, por qué no, de habladurías). El rumor, más que la palabra cierta y que el contenido seguro, se apodera de las conciencias individuales y colectivas, tornándolas prisioneras de un estado de ansiedad afectiva no conceptualizado. Pocos saben cómo hacer lo que la consigna ordena (salvo, por supuesto, cuando en el pasado ella ha sido llevada a la práctica); lo que entienden es que no deben, o no pueden, escapar al “discreto encanto” que la caracteriza. Para evitar malentendidos –o cualesquiera otros problemas

11 No en vano en las “sociedades de control”, justamente el tipo de sociedades en que fatal o afortunadamente nos ha tocado vivir, “el departamento de ventas se ha convertido en el centro, en el alma…Ahora el instrumento de control social es el marketing”. DELEUZE, Guilles. Conversaciones. Op. Cit. p. 150-151.

12 FOUCAULT, Michel. El pensamiento del afuera. Valencia: Pre-textos, 1988. p. 33-34.

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de interpretación-, las instituciones convocan a reuniones intempestivas. La finalidad de las mismas excepcionalmente consiste en ocuparse de someter a escrutinio racional el carácter verdadero o falso de la consiga, o de interrogar la validez o invalidez de las proposiciones que yacen encubiertas; el propósito, dado que las horas marcadas por el reloj apremian, es clarificar el “cómo” (la modalidad instrumental, no especulativa, que requiere la ejecución de la misma).

Al ser repetidas con regularidad, al ritmo de oscilaciones que avanzan y retroceden por obra del mismo carácter itinerante y gregario del cual son partícipes en tanto producto de las hablas colectivas, las consignas permanecen en el tiempo, sin disminuir o perder su poder de imantación, hasta que, tal y como acaece con las modas (cuya duración es, por defi-nición, episódica y circuns-tancial), son suplantadas por otras de mayor exten-sión semántica, de mayor exigencia prescriptiva o de mayor fuerza de domina-ción, poder cautivante que emana de sus propias fuen-tes de autoridad o dominio, pero que pierden su encanto al menor contacto con otras consignas que arrastran un vigor más novedoso y convincente entre sus mismas fuen-tes de autoridad o dominio.

En verdad, no es extraño toparse, en el

seno del mundo normativo, con decretos recién promulgados que, a poco, cuando ni siquiera ha transcurrido un tiempo prudencial para estudiar y asimilar sus contenidos, son derogados o subsumidos por otros expedidos a última hora. Un azar histórico, a la sazón, similar al que impulsa las palabras del lenguaje ordinario, aguarda a las consignas: el azar de subir y bajar de precio (de uso), como si estuvieran dentro de una bolsa de valores lingüísticos, luego de ser agitadas por los

grupos humanos. En efecto, invocadas según las conveniencias políticas del momento, y al arbitrio de las necesidades de los grupos que están ubicados en posiciones de privilegio político o económico, o de jerarquía académica, ellas sirven, en tanto que recordatorios destinados a anidar en la memoria de los individuos y, por ende, de las instituciones, para lo que sirven todavía, pese a las transformaciones, los centros de encierro: intervenir el uso del tiempo de los otros hasta volverlo óptimo (de ahí que se hable, en los procesos educativos humanos, de eficacia y eficiencia); reorganizar el espacio de acción de las personas, al abrigo de la llamada imagen corporativa, con el fin de conformar presuntas comunidades de trabajo, de suerte que las fronteras entre la vida personal y laboral se tornen cada vez más borrosas; y, finalmente,

crear la ilusión de que el conjunto de los cuerpos, trabajando armónicamente en procura de cumplir objetivos o metas trazados con anterioridad en el marco de tableros de gestión, es siempre superior a la suma de las partes individuales.

Dicho en breve, las consignas, sean cuales sean los objetos a los cuales se refieran, sobrellevan una intención autoritaria (una pretensión de poder): ordenan disciplinar, mediante mandatos disimulados tras un velo de pulcritud administrativa, el cuerpo, la mente, la acción y la gestión de las personas a quienes las vincula una relación de subordinación y dependencia laboral, o a quienes las estimula un sentimiento adquirido de pertenencia institucional.

Signos documentales de las consignas

Si las con-signas ordenan , ellas nunca aparecen solas (como si fueran hilos separados de los tejidos verbales en los que se apuntala el

Un azar histórico, a la sazón, similar

al que impulsa las palabras del

lenguaje ordinario, aguarda a las

consignas: el azar de subir y bajar de

precio (de uso), como si estuvieran

dentro de una bolsa de valores

lingüísticos, luego de ser agitadas

por los grupos humanos.

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orden social), y menos cuando se trata de ha-cer cumplir los mandatos que manifiestan. A tono con su nombre, las consignas constituyen, en rigor, un haz de signos*; signos de índole di-versa y que admiten ser codificados conforme a rasgos distintivos comunes. Con base en su cla-sificación, la operación institucional cierra las puertas, por así decirlo, a las potencias del caos o del ruido, y genera un marco instrumental a las acciones por venir. Cuando la potencia de acción que promete el habla de las consignas es compleja, esto es, llena de compromisos cuya realización se extiende a varios años, el número de signos acompañantes tiende a verse incre-mentado; cuando, al revés, la potencia es simple, los signos disminuyen. Si des-cartamos los que atañen a la intervención de la apos-tura y compostura perso-nal del individuo, o a las marcas de expresión que identifican a los grupos, y nos concentramos en los signos que incumben ex-clusivamente a las institu-ciones, podemos afirmar que las consignas implican la tenencia (o, en su defec-to, elaboración), puesta al día, exhibición y almace-namiento de signos, entre otros, de naturaleza escri-ta, documental, libresca. Signos, en últimas, que dan sentido al relato de turno, y, por extensión, al relato de la entidad educativa en cuestión.

Acorde con esta clase de relato, en el que queda impreso un pedazo de la historia de la institución, todo ha de quedar anotado, regis-trado (en formatos ad hoc o en formatos oficia-les), archivado, actualizado, y todo, igualmente,

debe quedar a la vista pública para producir un estado inobjetable de transparencia organiza-tiva. La consigna, al respecto, no admite duda alguna: si un propósito estratégico, un objetivo específico o una meta de acción aparecen escri-tos en papel (o en pantalla digital), es porque no sólo existen en calidad de activos materiales y simbólicos de una institución, sino porque con-fieren a los individuos que fungen de veedores la probabilidad de someterlos a un forcejeo críti-co, a una especiosa confrontación con los logros realmente alcanzados.

En este punto, una analogía se impone: así como el mundo del espectáculo se pliega al imperio caprichoso de la imagen, así el mundo de la academia se supedita al señorío ilusorio del papel. Señorío que, con cada vuelta de turca, genera o no en los otros una imagen cautivadora o, antes bien, desagradable y repelente. Es sabido que ya pasó el tiempo en que la palabra oral era aval suficiente de acuerdo, trato o promesa humana, o en que la palabra empeñada, con ocasión de un evento conversacional, recibía

una sanción social sagrada. La escritura, con el paso de los años, se convirtió en el signo por excelencia de la academia canónica, y, en estos tiempos que corren, en el signo subsidiario del control estatal. Por ello, más que entidades que portan una razón jurídica y que desempeñan unas labores ampliamente demandadas y reconocidas por la sociedad de la cual son parte y a la cual se deben, las instituciones dedicadas a la Educación Superior devienen entidades, en muchos aspectos, de “aire y de papel” (y, en breve, si no es que ya mismo, de aire, papel y existencia virtual).

* No sobra señalar que en ocasiones las consignas se nutren, además de signos, de innúmeros símbolos cuya referencia está orientada menos al dominio racional que al dominio emocional de los destinatarios.

...las consignas, sean cuales sean

los objetos a los cuales se refieran,

sobrellevan una intención autoritaria

(una pretensión de poder): ordenan

disciplinar, mediante mandatos

disimulados tras un velo de pulcritud

administrativa, el cuerpo, la mente,

la acción y la gestión de las personas

a quienes las vincula una relación

de subordinación y dependencia

laboral, o a quienes las estimula

un sentimiento adquirido de

pertenencia institucional.

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Se nos objetará que no podría ser de otro modo, dada la particular ligazón de la academia con la tradición oral y escrita, y con la reciente tradición virtual que los desarrollos en tecnologías de información y comunicación han establecido. Es verdad; pero también lo es que al hablar de las instituciones como entidades de papel (o de escritura homogeneizada) nos referimos sobre todo al avasallante volumen de documentos, decretos, resoluciones, glosas, cartas de intención, guías de seguimiento, formularios, plantillas o formatos, actas de autoevaluaciones, informes de evaluaciones académicas y administrativas, agendas de trabajo, visitas dirigidas, cartas de veto, contestaciones, correcciones, retractaciones, inscripciones a exámenes, planes de mejoramiento, prospectivas de desarrollo institucional, etc., con que en la actualidad la Educación Superior aparece intervenida y controlada por el Estado.

En sociedades como la nuestra, donde el incumplimiento de la palabra empeñada oralmente se ha vuelto una costumbre ordinaria (y, por ende, fuente de desconfianza y temor colectivos), el poder de la escritura no es un asunto tan grave ni tan preocupante sino, antes bien, una práctica cotidiana que resulta indispensable para otorgar protección legal (o legalizada) a los individuos. Lo que no deja de ser motivo de ansiedad, desvelo y zozobra sí es el incremento acelerado en la devoción por la cultura del papel oficial, ya en tránsito de ser reemplazada por una cultura informática que cuenta con aplicaciones digitales de memoria más abultada, conservación más segura y más polifacético dominio.

En virtud de esta cultura del papel, las instituciones reservan parte de sus recursos (económicos, temporales y físicos) para poder responder a las exigencias educativas en boga; exigencias que, según lo expuesto, no son pocas ni de fácil sorteo. Vemos, en consecuencia, a grupos de académicos y de administrativos consagrados a la faena de llenar, cada tanto,

las distintas formas que han de ser enviadas a las autoridades educativas de turno, así como suponemos a éstas entregadas a la lectura y escrutinio de aquéllas, y al cultivo de las nuevas consignas que reivindican su pertenencia a un tipo específico de habla. Lo grave es que dichas formas, carentes de cualquier virtud creativa y promotoras de súbitas excitaciones, terminan adueñándose sin tregua de los tiempos de las personas, y más todavía, del quehacer ocupacional de muchas de ellas.

El carrusel de estas rutinas se asemeja, en muchos aspectos, a la condena de Sísifo: cuando no se ha terminado de completar un paquete de materiales escritos que urge ser remitido a las autoridades competentes, una nueva instrucción estatal viene a remozar el proceso que está en desarrollo, obligando a los grupos humanos a repetir o modificar el acopio de la información demandada. Habida cuenta de que buena parte de la información que precisa ser recogida, procesada, escrita, registrada y remitida a las autoridades está en cabeza de los grupos académicos, éstos no pueden menos de ser distraídos de sus labores esenciales, a saber: contar con el tiempo necesario y suficiente para aplicarse a la rumia y generación de problemas (que no de falsos problemas o de problemas aparentes), mediante protocolos individuales o colectivos de investigación que pueden desembocar, con suerte, en la generación de nuevos conocimientos o en la generación de soluciones reales a necesidades sentidas por un país. Lo propio podría predicarse de los grupos humanos que tienen a su cargo la responsabilidad de las tareas administrativas.

Poco a poco se crea, entonces, un claro antagonismo moral entre las comunidades universitarias y las gubernamentales, al trenzarse ambas en unas relaciones salpicadas de equívocos recelos, nimiedades burocráticas y temores opresivos. Si no fuera porque la cultura de la escritura se irriga en dominios menos hostiles y más hospitalarios (entre ellos, los de

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las producciones genuinamente intelectuales), diríamos que las universidades, atenazadas por la urgencia cíclica de plasmar en papeles (o en formatos digitales) el contenido confesional de sus quehaceres, pueden quedar en trance de renunciar a sus obligaciones de partida: conservar y divulgar una cierta clase de saberes (y una cierta manera de tratar y comunicar), así como ser una matriz generadora de otros saberes requeridos por la sociedad13

La consigna de la calidad

Si hay una palabra que atraviese de punta a punta, de cabo a rabo, los signos documentales, con una persistencia puntillosa, ecolálica incluso, esa es la palabra “calidad”. Consigna de consignas, dicha expresión, pródiga en densidad conceptual, es definida, con todo, en estos términos: “En un primer sentido, se entiende como aquello que determina la naturaleza de algo, como aquello que hace de algo lo que ese algo es. La calidad expresa… la identidad de algo como síntesis de las propiedades que lo constituyen. Lo que algo es, la calidad que lo distingue, es el resultado de un proceso histórico… En un segundo sentido, la calidad de algo es la medida en que ese algo se aproxima al prototipo ideal definido históricamente como realización óptima de lo que le es propio según el género al que pertenece…”14. Al respecto, es necesario señalar que el empleo del cual es objeto dicha palabra por parte de la mayoría de grupos humanos que se ocupan de las tareas educativas, no parece demorarse, como querríamos que ocurriese, en sus radicales inflexiones filosóficas e históricas (las mismas que darían pie para alentar fértiles meditaciones

y discusiones académicas), y sí detenerse, a costa del deseo formulado, en sus triviales modulaciones utilitarias. Un cierto pragmatismo mal entendido y peor encarnado (pues se funda en el supuesto –fácilmente desmantelable- de que una cosa es valiosa si y sólo si presta un mérito material, tangible, rentable) se ha instalado en el ordenamiento social, embriagando la conciencia de muchos grupos humanos.

En nombre de dicho pragmatismo, el vocablo “calidad” sirve, en igual proporción, para calificar estados de cosas, relaciones entre esos estados, y eventos o acontecimientos desplegados bajo la forma de secuencias, y para adjetivar, mediante perífrasis nominativas, la conducta humana (“Ese tipo es muy bueno”), el quehacer pedagógico (“La clase que imparte es excelente”) o la labor administrativa (“Su labor es muy profesional”). El mérito pragmático de la expresión, así conceptuado, es menos demostrativo que referencial. Lo curioso es que, aunque en ocasiones ofusca el discernimiento, tal valor cala con rapidez en la cosmovisión que los grupos agencian. La prueba es que la palabra sufre los vaivenes típicos de cualquier intercambio comercial: comienza a ser traída y llevada de acá para allá como si fuera una mercancía; una mercancía que, a pesar de la cabalgante inflación de la que es tributaria en los medios sociales y, particularmente, en los medios institucionales, corre el riesgo de devaluarse, de significar cualquier cosa, el riesgo de ingresar (o de quedar atrapada) en un campo de significados difusos, acomodaticios, delirantes.

No decimos que la calidad no deba ser el atributo más importante de la educación (¡ni más faltaba!); lo que afirmamos es que una cosa es hacer educación de calidad y otra muy distinta es hablar de calidad de la educación. Cuando las instituciones son serias no sólo se empeñan, contra viento y marea, en hacer educación de calidad, sino que destinan buena parte de sus espacios conversacionales a hablar

13 MOCKUS SIVICKAS, Antanas. Pensar la Universidad. Op.Cit. p. 26-28.14 “De lo anterior se desprende que la calidad se refiere tanto a la posibilidad de distinguir algo como perteneciente a un determinado género como a la posibilidad de distinguir entre los distintos miembros de un género, y entre ellos y el prototipo ideal definido para ese género”. AA.VV. CONSEJO NACIONAL DE ACREDITACIÓN. Lineamientos para la Acreditación. Santafé de Bogotá: Corcas, 1998. p. 17-18

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de la educación que imparten o que pueden impartir (en conformidad con los recursos de que dispongan), pero sin abusar necesariamente de la palabra “calidad”. Con otros términos: esas instituciones no se fatigan preguntándose cómo podrían llegar a ser lo que no son, sino como podrían continuar siendo lo que son, lo que no podrían no ser.

Por eso, de no ser cautelosos con el empleo de la expresión (empleo inmoderado, desmedido, a veces ajeno a la realidad o a la naturaleza misma de la cosa juzgada), ella puede llegar a agotarse en sus posibilidades de significación, no sin quedar inmovilizada en el “grado cero” del sentido, perdiendo de contera su antiguo valor. Y ese es exactamente el grado que corresponde a aquellas expresiones sociales que, inhabilitadas por el uso y abuso de las acciones verbales adelantadas por las hablas colectivas, terminan siendo simples giros fáticos de lenguaje, es decir, tópicos, muletillas o cabestros verbales.

Signos cuantitativos de la consigna de la calidad

Cuando los documentos institucionales son atravesados implícita o explícitamente por la consigna de la “calidad”, otros signos, distintos de los ya descritos (pero que hacen parte del haz al que antes aludimos), son llamados, de inmediato, a refrendarla: los signos cuantitativos. Los hay de varias clases: desde números enteros, pasando por indicadores cifrados, hasta fórmulas de ponderación matemática. Aun cuando su variedad aspira a ser revolucionaria, su funcionalidad muestra ser, en la práctica, reaccionaria: los enteros no cumplen más papel que el de calificar acciones puntuales o procesos completos de acuerdo con escalas que van de 1 a 5, de 1 a 7 o de 1 a 10; los indicadores constituyen un modo alfabético, que no numérico, de evaluar la productividad –académica y administrativa – de una institución; y las fórmulas, por lo demás elementales, son

traídas a colación, eso sí, con un margen de autonomía, con el fin de ajustar las cuentas finales que deben ser presentadas a quienes obran de controladores de la información.

El correlato entre los signos documentales y cuantitativos salta a la vista: si, en nombre de los primeros, todo proceso adelantado por las entidades de Educación Superior ha de consumarse por escrito en alguna clase de texto que valga como testimonio de encuentros conversacionales sostenidos con antelación por las distintas comunidades, en nombre de los segundos los procesos han de verterse en tablas de conteo (o, en su lugar, en informes estadísticos) que, por abundar en cifras, permitan colmar las expectativas de un pensamiento calculador. Por eso, una vez se elige un proceso académico o administrativo para que sea evaluado y juzgado en términos de calidad, no basta con tener el registro escrito de la palabra hablada que ha sido el producto de la discusión colectiva; es menester que dicho registro se traduzca al instante en cuantificadores (en números que estimulen la comparación cuantitativa o que orienten la percepción matemática de aquellos cambios sostenidos en el tiempo).

Sobra advertir que los cuantificadores, dentro de las “sociedades de control”, responden a modelos tecnoeconómicos de competitividad a ultranza –y, por ende, de estándares en continuo cambio- cuyo rasgo común consiste en movilizar un lenguaje de guarismos, pero no de fraseados improbables. Dicho en términos lapidarios, tales modelos se afincan en la creencia de que mientras la palabra es ineludiblemente ambigua, idónea para generar puntos de vista encontrados, titubeos o suspensiones del juicio, y, en consecuencia, el instrumento menos adecuado para convalidar ejercicios de control, la cifra es suficientemente asertiva, apta para sofrenar controversias, vacilaciones y pareceres extravagantes, y, por consiguiente, el medio más indicado para verificar cualquier información aportada por las instituciones. La conclusión es

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inevitable: tras la embriagante consigna de la calidad, lo que se devela en las hablas colectivas no es más que la frenética glorificación de la cantidad.

Así, por ejemplo, una universidad sería de calidad si la nómina de docentes responde, cuando menos, a cuatro variables precisas: a) un número de profesores de tiempo completo o de planta, fijado en proporción directa (1/10, 1/15, 1/20, 1/25…) a la cantidad promedio o total de estudiantes de programas de pregrado y postgrado; b) una asignación laboral tasada en atención a unidades horarias de tiempo (4, 6, 8, 10, 12, 16, 20 o más horas semanales, y dentro de éstas, unidades de medida que atienden al criterio de cuartiles de tiempo -cualquiera de los percentiles 25, 50 ó 75-, 480 horas semestrales o 960 horas anuales, según sea la naturaleza pública o privada de la institución); c) unas credenciales profesionales dosificadas conforme a ciclos de escolaridad mal que bien convenidos (4 años para la Licenciatura, 5 para el título profesional, 1 ó 1 y ½ para la Especialización, 2 para la Maestría y 4 ó 5 para el Doctorado); y d) un régimen salarial preordenado por escalafones docentes que alinean en gradas (1,2,3 …) las categorías más tradicionales (auxiliar, asistente, asociado, titular, emérito, etc.), o que, al tenor de otros criterios de pago, fijan, aparte del salario básico, porcentajes de participación de utilidades (20%, 30%, 40%).

De modo similar se establecen los parámetros con base en los cuales es posible determinar si un grupo de investigación cuenta o no con los merecimientos a los que invita y obliga el mecanismo taxonómico de la referenciación: número de integrantes, años de sostenibilidad, índices de productividad (conjunto de publicaciones indexadas, trabajos de grado o tesis dirigidos, grupos de estudiantes formados), operadores de impacto social (reducción de costos, aumento de rentas de capital, valores agregados), fuentes de financiación, etc.

La misma noción de Crédito Académico trae a colación una expresa unidad de medición de la labor del estudiante, y por supuesto, del profesor. Su aplicación, al margen de cualquier consideración cultural, reclama elementales operaciones aritméticas: 0/0, 1/1, 1/2, 1/3, 2/1, 2/2, 2/3, 2/4… (Conforme sea la distribución de los tiempos que los claustros profesorales establezcan para propiciar la asimilación de cada una de las asignaturas de un plan de estudios). Sobra redundar en ilustraciones. Permítasenos, con todo, una pregunta: en el orden de las cantidades a que deben acogerse las universidades, “¿cuánto es suficiente?”

La consigna del mejoramiento

La repercusión institucional más decisiva que se desprende de la acción conjunta de los signos documentales y los signos cuantitativos, quizás sea ésta: la puesta en circulación de otra consigna adicional (pues no hay que olvidar que la lengua –o, mejor, el habla- acusa, como anotábamos al comienzo, la rúbrica de la “gregariedad de la repetición”, ni que lo propio de las consignas es su carácter plural) ¿Cuál? La consigna del mejoramiento; del mejoramiento permanente, inclaudicable, imperfecto pero siempre perfectible; del mejoramiento que, producto de la voluntad, la pulsión, la presión social o el orgullo compartido, restituiría el sello de un espíritu humanizado o avalaría la marca de una naturaleza capaz de elevarse por encima de las determinaciones animales, primitivas, primarias.

Individuos diferentes y colectividades heterogéneas se apropian de ella en el flujo dinámico de los espacios sociales, no sin usarla a manera de comodín: bien como expresión de alguna medida política, bien como contenido de cierta decisión organizativa, ya para suscribir el fundamento de una ética humanista, ya para erigir los cimientos de una geopolítica pacifista (¿contradictio in adjecto?), ora para conjurar el temor que algunos atribuyen a la experiencia de

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la inercia laboral, ora para santificar el esfuerzo compartido o los instintos de supervivencia. El clamor, a la sazón, es unánime: hay que mejorar (y ello sin importar que la declaratoria misma simule esconder el imperativo que la caracteriza). Algo, sin embargo, llama la atención: no que la consigna sea objeto de una apelación incesante o de una permisiva convocatoria exenta de cribas racionales; tampoco que se convierta en una suerte de sustancia homogénea sometida a manifestaciones irreflexivas que la presentan como mero estereotipo ideológico; lo que en realidad atrae la atención es que en cada uno de los registros en que se la inscribe (la familia, la escuela, el ejército, la empresa, la política, etc.), su núcleo, a saber, la creencia de que en el cambio yace el soporte de todo mejoramiento, aparezca como si fuera depositario de una técnica sobreentendida, libre de obstáculos e inmediatamente significante. Con todo, por más que incomode o sorprenda, la consigna del mejoramiento lleva a cuestas una larga historia. Ya lo señalaba Nietzsche: “En todo tiempo se ha querido ‘mejorar’ a los hombres: a esto sobre todo es a lo que se ha dado el nombre de moral. Pero bajo la misma palabra se esconden las tendencias más diferentes. Tanto la doma de la bestia hombre como la cría de una determinada especie hombre han sido llamadas ‘mejoramiento’…”15

Cuando en el dominio de la Educación Superior los signos documentales y los cuantitativos funcionan como finos y acerados operadores de control, las universidades se ven espoleadas a esgrimir la consigna del mejoramiento para sacudir y remover, con ánimo resuelto y gran desenfado, el aletargamiento en que a veces, por razones de comodidad, de seguridad o de simple apatía, suele sumirse la condición humana. Invocando como horizonte

ientos de interés humano en la unidad de una misma acción’16, entonces los signos narrativos, en la medida en que favorezcan o entorpezcan la sucesión de los acontecimientos planeados y ejecutados, pueden desembocar en dos clases de secuencias temporales, a saber: secuencias de mejoramiento y secuencias de degradación. Entiéndase por mejoramiento el paso de un estado de insatisfacción, respecto de unos mínimos de calidad, a uno de satisfacción; y entiéndase por degradación, el tránsito de un estado previo de satisfacción a otro insatisfactorio, entre aquellos que están destinados a encontrar fortuna o infortunio vital.

Bajo este segundo sentido, queda claro que las secuencias operativas que debe agenciar una institución son, sin lugar a dudas, las de mejoramiento, y claro también que los signos configurantes de los relatos educativos deben procurar conseguir la suficiencia antes que la deficiencia en todos y cada uno de sus procesos. No obstante, el elogio casi doctrinario que rodea a la consigna del mejoramiento, y que la convierte en síntoma de un malestar cultural, en realidad, ¿a qué se refiere? Independientemente de que remita a la información brindada por los signos documentales y cuantitativos, ella alude ¿a lo que marcha mal? ¿A lo que produce una sensación generalizada de impericia? ¿A lo que exhibe negligencia? ¿A lo que no satisface expectativas vislumbradas, deseos entrevistos y aspiraciones acordadas? ¿A lo que revela carencia y devela ignorancia? ¿A lo que, en resumidas cuentas, habría de traducirse en la disminución –cuando no eliminación- de las debilidades, y, consecuentemente, en el incremento de las fortalezas?

Si así es, la consigna de mejoramiento hace referencia ¿a una consecuencia venidera que se derivaría de la evaluación llevada a cabo

15 NIETZSCHE, Friedrich. “Los mejoradores de la humanidad”. En: Crepúsculo de los ídolos. Madrid: Alianza Editorial, 1996. p. 72 y ss.

16 BREMOND, Claude. “La lógica de los posibles narrativos”. En: BARTHES, Roland et al. Análisis estructural del relato. México: Ediciones Coyoacán, 2002. p. 102.

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por personas interpuestas o por individuos legitimados para hacerla? Pero dada esa interpretación, ¿no se comete el yerro lógico de confundir una causa con un efecto, pues acaso lo que determina la condición esencial de una entidad de Educación Superior no es, en rigor, la superior –esto es, la excelsa- educación que imparte o debe impartir? ¿No es el tipo de educación la causa que convierte a una entidad educativa cualquiera en institución específica dedicada a la Educación Superior? Esta confusión, lejos de ser resuelta, hoy por hoy sigue recibiendo el aval de no pocas comunidades. Tan cierto es esto que, en momentos de tensión creativa, las entidades acuden a la consigna, o, más bien, a su eco de Sirena, para que deje oír su cadencia y de esa forma les recuerde a algunos de los grupos que conforman las comunidades académicas o administrativas la inevitabilidad de su destino: de no alcanzar los estándares exigidos, o de no aproximarse siquiera a ellos, un veto, provisional o definitivo, y no un voto de confianza, ese sí, siempre provisional, es lo que les espera.

¿Dónde está el origen de semejante actitud colectiva? ¿El origen de que unas cuántas ideas, las que conducirían menos al equilibrio que al desequilibrio de un incesante mejoramiento, deban volverse imborrables, fijas, adosadas a la memoria como si fueran rémoras del sistema nervioso y el intelecto? La respuesta nos la da Nietzsche: tal actitud tiene su origen en la antiquísima necesidad del hombre de inventarse una mnemotécnica: “Para que algo permanezca en la memoria se lo graba a fuego; sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria”17 La estela de muerte (o, dicho con otras palabras, el poder de veto) que anuncia el gobierno cuando

las instituciones no empeñan su palabra y acción en las prácticas de mejoramiento es la marca de fuego con que se convoca el recuerdo y se conjura el olvido.

Sobre los cambios institucionales

Decíamos antes que el correlato de la consigna del mejoramiento estriba en la necesidad de acometer cambios institucionales. El supuesto que subyace a esta ligazón al parecer resulta palmario: si un estado de cosas es evaluado como deficiente, y esa deficiencia es la causa –parcial o total- de un voto de confianza diferido o denegado, entonces es menester adoptar medidas urgentes que garanticen no sólo su posterior mejoría sino también su ulterior aprecio. De conseguirse tal cosa, diríase que la ecuación deviene incontrovertible: mejoramiento es igual a cambio. Pero, ¿opera ella al revés? En efecto, ¿qué ocurriría si se invirtiesen los términos de la ecuación, y por ende, el contenido de la correlación descrita? Bien podría acontecer que por más cambios que se adelanten dentro de una institución, los estados de satisfacción que definen una instancia de mejoramiento no sean obtenidos. ¿Qué se diría en tal caso?, ¿Que los cambios no surtieron el efecto previsto porque no se apuntalaron en el máximo de esfuerzo individual y colectivo posible? ¿Que los cambios fueron aplicados con más empeño que maña, con más voluntad que destreza? La inferencia es conclusiva. Un nexo de implicación simple, no uno de doble implicación, rige la relación entre los componentes establecidos: si todo mejoramiento implica cambio, no todo cambio implica mejoramiento. Y menos cuando ambos se decretan. Cabe así poner en entredicho la creencia enquistada de que el cambio, por sí solo, es garantía de mejoramiento, de progreso, de avance continuo.

A contrapelo de lo expuesto, una pregunta se impone: ¿Qué requeriría una institución de Educación Superior para poner en marcha cambios que auguren un porvenir fecundo

17 “¿Cómo hacerle una memoria al animal-hombre? ¿Cómo imprimir algo en este entendimiento del instante, entendimiento en parte obtuso, en parte aturdido, en esta viviente capacidad de olvido, de tal manera que permanezca presente? ... Puede imaginarse que este antiquísimo problema no fue resuelto precisamente con respuestas y medios delicados…” NIETZSCHE, Friedrich. “Culpa, mala conciencia y similares”. En: La genealogía de la moral. Madrid: Alianza Editorial, 1996. p. 68-69.

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y no un futuro ocioso (un futuro que sería el resultado menos de convicciones paritarias que de coacciones intempestivas)? Ni más ni menos que el agenciamiento de una cultura educativa fundada en la aceptación racional de una premisa de partida, otrora compartida oralmente por Humberto Maturana: “Para cambiar es necesario primero establecer que se quiere conservar”. Dicha premisa admite ser interpretada en el sentido de que sólo se transforma, adquiere otra compostura, conquista una nueva identidad, aquello que, como ente (llámese material, espiritual, cultural, etc.), le es dado permanecer al abrigo de una cierta compostura, pues si no permaneciera, esto es, si dicho ente no contara con un modo de ser, una inscripción espacial y una determinación temporal, no podría cambiar.

Sin embargo, insertas en sociedades que exhiben una preferencia caprichosa por todo lo que huele a reforma, o por todo lo que insinúa alternativa de revolución, ¿se demoran las instituciones, antes de aventurarse a proponer y a emprender cambios, en el ejercicio que consiste en levantar siquiera un acta donde queden impresos los aspectos que exigirían ser conservados como parte de su historia? Creemos que no. Y la explicación es sencilla: instigadas por la premura de la competencia, las instituciones a menudo supeditan los movimientos del pensar a los movimientos del operar, cuando deberían ser éstos los que se supeditaran a aquéllos. De ensayarse a conciencia, sin afanes, con plena participación colectiva, esculcando el pasado, simulando detener el presente y vislumbrando a lo sumo un devenir ideal (pero no quimérico), el ejercicio destilaría un conjunto de pareceres diversos, a cuál más tonificante, jovial y esclarecedor.

Con otros términos, nada habría más sustantivo para una institución que disponerse al empeño de meditar, sin prisa pero sin pausa, sobre su pasado mediato e inmediato, sobre los atributos académicos y administrativos

que median en el establecimiento de su propia identidad y sobre los caminos de acción que exigen ser orquestados para forjarse un horizonte poblado de otros devenires. Sólo cuando la revisión se haya nutrido de pactos consensuales y alianzas vinculantes, fruto de la observación reflexiva, de la palabra contenciosa, de la reconfiguración subjetiva de los cuerpos, en suma, de todo lo que conforma el espesor dinámico de una institución, sólo en ese momento se justifica el acometimiento de una faena de cambio; cambio cuya evolución será tanto más perceptible, significativa y duradera cuanto menor sea el énfasis verbal que se le imprima a su anuncio o a su divulgación.

Fieles a la creencia popular de que las aguas quietas se pudren, somos de los que creemos que el cambio es vital como parte de las “reglas” de recomposición de la identidad y el devenir de los individuos, grupos e instituciones. No sobra tener en cuenta tres variables a la hora de pensar en cambiar: el miedo, el compromiso y el tiempo.

El primero atenaza, inhibe, paraliza la voluntad, suscita inseguridad, pero también desafía, inquieta, atrae una noción de libertad basada en la autodeterminación y, de contera, puede terminar rechazando el estereotipo. No es humano no sentir miedo, pero es inhumano sentirlo en todo momento. El miedo sobreviene antes de acometer el cambio, es decir, cuando, sin haber acaecido, nos figuramos mentalmente lo que podríamos perder (en rigor, la relativa placidez que brinda el seguimiento cotidiano de unas rutinas aprendidas) y no lo que podríamos ganar (el rejuvenecimiento a que conduce cualquier nuevo aprendizaje, incluso el de otras rutinas). Una vez el cambio es detonado, el miedo, sin llegar a desaparecer por completo, nos aligera el peso de aquellas figuraciones. Ligado al miedo está el compromiso. Ya lo decía Goethe: “Mientras uno no se comprometa, subsistirán dudas, subsistirá la tentación de volverse atrás … Detrás de todo acto de

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iniciativa y creación, hay una verdad elemental cuyo desconocimiento acaba con innumerables ideas y espléndidos planes: en el momento en que uno se compromete … tal decisión abre las puertas a todo un caudal de acontecimientos, hace que surja a su paso todo tipo de incidentes y encuentros fortuitos, y de ayuda material, que ningún mortal habría soñado encontrar. Sea lo que fuere que puedas hacer –o sueñes hacer-, empiézalo ya. La osadía lleva aparejados genio, poder y magia. Empieza ahora mismo”18

Finalmente, cambio y tiempo van de la mano: aquél no se da sin el concurso de éste, y éste reclama prudencia si aquél espera ser afortunado. Si el tiempo es parte integrante de la vida, el cambio también lo es. Por ende, si el tiempo cambia y nos cambia, querámoslo o no aceptar, nosotros cambiamos con el tiempo y al tiempo mismo (en el doble sentido de la palabra). Con todo, ¿Cuándo en realidad cambiamos? Podríamos decir que sólo cambiamos –en sentido pleno– cuando nos enfrentamos a situaciones-límite, cuando debemos vérnoslas con momentos de crisis, cuando, en suma, la vida nos pone a prueba. Entiéndase por situación-límite, crisis o prueba, no una vicisitud cotidiana difícil de sortear ni menos un avatar que nos toma por sorpresa (endosándonos alguna clase de “pasión triste”), sino un hecho que anuncia, promete o exhibe la contundencia propia de la muerte, de la muerte real o de la muerte simbólica. Para abreviar, digamos que sólo cambiamos cuando “más nos hace falta”.

Transformación de los sujetos

Si, como tiende a declararse con harta frecuencia, las instituciones son lo que son los miembros que las conforman (ese denso conglomerado de subjetividades individuales que se acercan y se separan, se atraen y se rechazan, saludándose o sin saludarse, interactuando laboralmente o privándose de interactuar,

en ocasiones sin motivo, y a veces asistidos por motivos insoslayables, y cuyos lenguajes, ordinarios, disciplinarios o profesionales, al servir de puentes o de fosos para suscribir tímidas o intachables amistades, e inclusive para aguijonear la “migración de los saberes” – si no es que la insularidad entre los mismos– , hasta configurar campos de fuerza, forcejeos de poder y mantos de dominación, son en últimas los que definen, al hilo de concernidas hablas e inclementes habladurías, el rumbo seguido por una entidad), si, decíamos, las instituciones son lo que son sus miembros, luego la primera y más importante transformación a acometer vincularía a los individuos en cuanto tales.

Con todo, pocos asuntos humanos hay como éste que arrastren una más firme dificultad. Entre otras, podemos alegar dos razones, relacionadas con las variables arriba señaladas, para intentar explicarla: de un lado, la inclinación de los seres humanos a encarnar, tanto en la vida cotidiana como en el mundo laboral, estructuras inerciales cuyos patrones de repetición, generadores de rituales, hábitos y costumbres, les proporcionan estabilidad, comodidad e ilusión de seguridad, al tiempo que, ante la inminencia de cambios inconsultos o notificados, o de cambios inciertos o confirmados, los empuja a desplegar toda clase de resistencias y a provocar cualquier tipo de conflictos (ya es sabido que el psiquismo humano pocas veces, por no decir ninguna, es entrenado por las prácticas y mediaciones culturales para soportar siquiera pequeñas dosis de incertidumbre). Como la mayoría de las personas no desea vivir allí donde la inestabilidad física, afectiva e intelectual campea a sus anchas, y dado que la inminencia de un cambio trae aparejada una promesa de inestabilidad múltiple, entonces la resistencia humana al cambio termina siendo una reacción natural.

Y de otro lado, la fuerza imantada de la tradición, sin la cual las universidades no tendrían razón de ser, pero que, cada vez con

18 Citado por PHILLIPS, Christopher. SÓCRATES CAFÉ. Un soplo fresco de filosofía. México: Editorial Planeta, 2002. p. 154.

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mayor regularidad, es transformada en gravoso e inmóvil lastre. Una tradición se torna referente inexcusable para una comunidad cuando el pasado deja de ser apreciado simplemente como una suma de ocurrencias inactuales (“eso ya se hizo hace 10 años”) y pasa a convertirse en vestigio sonoro de un diálogo obligado con el presente; pero si aquel pasado no sólo es objeto de anatemas sino que además es presa del olvido, la indiferencia y la ignorancia colectivas (al tenor de una conciencia que valora el despliegue histórico sólo en términos de museo), lo que se yergue, en lugar de tradición, es un lastre opaco que incomoda, que empaña la mirada y, a la postre, ofusca el entendimiento.

Sin embargo, no porque se aleguen motivos de resistencia o de tradición colectivas como razones que explicarían la dificultad para emprender cambios que en principio comprometen a los individuos, las instituciones de Educación Superior, renunciando a algunas de sus obligaciones o a algunos de sus fueros, deben desistir de la posibilidad o de la necesidad de ensayarlos. De hecho hay cambios forzosos, ineludibles, que no tienen vuelta de hoja: o se hacen… o se hacen. Los decretos expedidos por el Estado (como el 2566 de septiembre de 2003) son un buen ejemplo de ello, así haya entidades que funcionen desobedeciendo sus ordenanzas o que operen creyendo que pueden escapar a su control. Pero este es un asunto que se desvía del propósito de nuestra reflexión.

“Territorios de existencia”

De lo que hablamos es de los cambios gestados desde dentro de las personas, de los grupos humanos y de las instituciones mismas, y los cuales, al hacerse patentes lentamente, sin más intervención que la corresponde a unas elecciones afectivas y a unas hablas henchidas de argumentos persuasivos y convincentes, son producto de decisiones internas más que de imposiciones externas o mandatos extraacadémicos. Por eso, antes que interrogarse,

en una primera instancia, por la naturaleza o el espíritu de los cambios mismos, convendría interrogarse más bien por las condiciones reales o eventuales que se precisan tener o crear para acometerlos. De forjarse esas condiciones idóneas por parte de las instituciones, las finalidades perseguidas, imponderables algunas, inusitadas otras, presagiables la mayoría, no tendrían por qué hallar obstáculos en su realización. Si son cambios que conciernen a las personas que conforman las comunidades académicas y administrativas, ¿cómo se pueden gestar?. Vaya, de cierre, la siguiente conjetura: se pueden gestar interviniendo las instituciones de una manera tal que dejen de ser meros lugares de fría y obligante relación laboral y se transformen en versátiles e impredecibles “territorios de existencia”19.

La noción de “territorios de existencia” quiere significar, entre otras cosas, lo siguiente: a) espacios reales o virtuales que, al ser habitables conforme a “materias de expresión” (palabras, signos no verbales, signos digitales, etc.) cuyas marcas dejan traslucir la presencia o ausencia de sus ocupantes, se convierten en territorios constantes o de tránsito. Más que simples lugares de referencia (o de ubicación domiciliaria, litúrgica, lúdica, amorosa, laboral, patriótica, geográfica o planetaria), se diría que llegan a ser genuinas zonas de umbral: “el territorio es en primer lugar la distancia crítica entre dos seres de la misma especie: marcar sus distancias. Lo mío es sobre todo mi distancia, sólo poseo distancias. No quiero que me toquen, gruño si entran en mi territorio, coloco pancartas… Se trata de mantener a distancia las fuerzas del caos que llaman a la puerta”20 A mayor distancia, menor espontaneidad de la palabra y tanta mayor posibilidad de que se

19 Cf. GUATTARI, Félix. “Acerca de la producción de la subjetividad”. En: Caosmosis. Buenos Aires: Manantial, 1992. p. 28.20 DELEUZE, Gilles y GUATTARI, Félix. “1837. Del ritornelo”. En: Mil mesetas. Capitalismo y Esquizofrenia. Valencia: Pre-textos, 1994. p. 325-326.

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menoscabe el deseo de convivencia que se busca conseguir con ella. Atravesar un territorio, así conceptuado, consiste en debilitar (y a veces en suprimir), por medio del habla, el limbo de resistencia tras el cual el otro se escuda con su palabra, con su postura, con su gestual o con su silencio. No se trata de atravesarlo de manera inopinada, confiados en la capacidad destructora de nuestras fuerzas y obsesionados en desconocer la prerrogativa que le asiste al otro de permanecer erguido dentro de sus propios límites; de lo que se trata es de construir un halo vinculante de confianza que se afinque en una palabra emancipada de cualquier amago de exclusión, omisión, negación o devastación del otro; b) espacios, a la sazón, donde los cuerpos son afectados triste o alegremente por el sabor del saber, y por ende, donde, a cambio de esa entidad anónima llamada población estu diantil, aca-démica y admi nistrativa, vemos emerger grupos humanos de estudiosos en permanente interacción comunicativa (de la cual, por supuesto, forma parte el insondable silencio), y en sucesivos o simultáneos encuentros intersubjetivos mediados por códigos distintos de los verbales; c) espacios intervenidos con el propósito de que dejemos de hablar de la esquiza relación educador-educando, y de la esquiza relación académico-administrativa, tan caras al discurso educativo, para comenzar a hablar de la holística peripecia educador-educando y de la holística peripecia académico-administrativa (entendidas ambas, conforme a una atávica resonancia aristotélica, en el sentido de unos cambios de roles, así sea momentánea o definitivamente, en sentido contrario); y d) espacios dentro de los cuales el despotismo de la razón ilustrada puede ser substituido por la discusión racional argumentada (discusión capaz de sortear el cautivador embrujo de las

consignas que circulan como monedas en el mercado de las instituciones educativas, y, al extremo, de resignificar aquellos cantos de Sirenas que se escuchan por doquier en los escenarios sociales), a fin de hacer de las aulas de clase, de los nichos laborales y de los ambientes personales de estudio y de vida unos hervideros emocionales e intelectuales en incesante transformación y, por qué no, pródigos en recomposiciones subjetivas de variada naturaleza. “Territorios de existencia”, en últimas, construidos por los mismos integrantes de la institución y transformados lentamente al calor de las demandas sociales.

Otras hablas: ¿acaso también otras consignas?

En fin, acon-dicionar los espacios para que en ellos re-bulla el espíritu de los “territorios de exis -tencia” donde pue dan forjarse otras subjeti-vidades individuales y colectivas, tal vez sea el último baluar-te de contracultura que les quede a las universidades para intentar hacer frente

a las arremetidas mercantiles de las sociedades de control. Por fortuna, en aquéllas todavía per-dura un rasgo que les es consubstancial y que las tiñe además de una compostura paradóji-ca, a saber: a pesar de estar emplazadas por lo general en las ciudades (pues las hay también virtuales, y, por ende, sin referentes geográfi-cos reconocibles), es decir, en el seno de flujos urbanos cuyas dinámicas se mueven al ritmo acuciante de unidades cronológicas de medición o al ritmo cuántico de unidades intensivas de luz (justamente los ritmos que demandan las economías actuales de sobreproducción), las universidades, sin desoír los llamados de las

...acondicionar los espacios para que en

ellos rebulla el espíritu de los “territorios

de existencia” donde puedan forjarse

otras subjetividades individuales y

colectivas, tal vez sea el último baluarte

de contracultura que les quede a las

universidades para intentar hacer frente

a las arremetidas mercantiles de las

sociedades de control.

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necesidades sociales pero procurando no ple-garse a ellos por completo (pues de lo contrario se verían abocadas a claudicar en su identidad), responden a tiempos mucho más lentos, a ca-dencias mucho más demoradas, a compases menos apremiantes, diríase rurales, con el fin de meditar todas y cada una de las tareas que competen a sus ámbitos de acción: las académi-cas, las administrativas, las investigativas, etc. Como quiera que la voluntad que las anima no es la de la producción o la de la sobreproduc-ción, sino la voluntad que subyace a la labor de formación profesional e investigativa, lo propio de ellas nunca es la urgencia que signa el desti-no moderno de las metrópolis, sino, antes bien, el lento y fértil discurrir que caracteriza a los centros de tensión creativa.

No es que el tiempo no sea oro para las universidades, como sí lo es a pie juntillas para las empresas o para aquellas entidades que van a la carrera por el mundo en pos de una muerte intransitable (en la creencia ilusoria de que un minuto de trabajo perdido equivale a un millón de pesos por conseguir); es que es un metal que pasa primero por el tamiz de la rumia, después por el alambique de la duda y por último por el destilado de la averiguación provisional, jamás definitiva, hasta transformarse menos en un capital económico que en un capital simbólico. Un capital quizás intangible, quizás aleatorio, quizás enigmático, pero al fin de cuentas el único capital cuyos rendimientos desbordan los más exigentes parámetros de estimación financiera.

Los cambios en ellas no es que arrastren una evidente vocación de fracaso; es que operan, salvo recomposiciones estructurales que son avaladas y ordenadas por los organismos superiores de dirección, a semejanza de sutiles aleteos de mariposa, es decir, impactando levemente sólo el comportamiento de algunas variables organizativas.21

En lo que atañe a los nuevos devenires que ya empiezan a despuntar en el actual horizonte planetario, no es que las universidades, tildadas a la vez de conservadoras y vanguardistas, le hagan el quite a una movilidad institucional basada en proyectos; los proyectos son piezas claves de sus gestas, y más cuando la prudencia los asiste (si por ella cabe entenderse una potencia ética que preanuncia líneas de acción encaminadas a obtener los saberes más adecuados para una comunidad determinada).

Y, por último, no es que los individuos que conforman las universidades sean inmunes al fervor comunitario de las consignas, o sordos a sus hechizantes cantos de Sirena, pues como miembros de entidades insertas en sociedades de control, cuyos tentáculos se extienden también al sector educativo, padecen idénticos o similares embates expresivos que el común de las personas; es que, al formar parte de comunidades aglutinadas en torno a las palabras, o, mejor, a hablas (a hablas itinerantes –asertivas, inquisitivas, propositivas, a hablas gregarias –que avanzan a fuerza de incurrir en repeticiones- y a hablas colectivas –munidas de pareceres sin autoría que claman por un reconocimiento de autoridad–), hacen del diálogo, dicho en términos griegos, o de la conversación, dicho en términos latinos, un poderoso instrumento de existencialización social, cuando no de ligazón comunitaria, idóneo para desmitificar el falaz articulado de las consignas y para proponer, en su lugar, mundos paralelos que conspiran contra la consolidación de sueños sin talento, y sobre todo contra aquellos que asumen que las personas no se expresan para crear sino que crean para expresarse.

21 VON OECH, Roger. “Espera lo inesperado o no lo encontrarás porque no deja rastro”. En: Espera lo inesperado. Barcelona: Grijalvo, 2002. p. 43.

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