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Los Cuadernos de Cine LA LEY DEL EXCESO «Ante la especie humana hay una doble pers- pectiva: por un lado, la del placer violento, la del horror y la muerte (exactamente la de la poesía) y, en sentido opuesto, la de la ciencia y el mundo real de la utilidad.» Bataille, L ossible Domenec Font E n el desangelado panorama del cine es- pañol, anclado en una zoología históri- ca que parece repetirse hasta el infinito, apenas queda lugar para las sorpresas. Allí donde el pasado se utiliza como carburante ficcional sin que, no obstante, la memoria n- cione como algo más que un arcaísmo; cuando las historias transitan sin el mínimo soporte subjetivo apoyadas en una tensión sin intensi- dad, apenas sucede nada. Ni en el orden de la narración, ni entre los espectadores preparados para consumirla. Y de pronto, se comprueba que alguien tiene algo que decir y sabe cómo hacerlo para que lo dicho se convierta en algo distinto. Son rarezas que trabajan la ficción sin llerías, que convo- can con mirada propia los límites de un saber y una subjetividad no impostadas, y, en definitiva, reclaman el placer del análisis con la misma ui- ción que su visión lmica. Me refiero a dos films recientemente instalados -y espero que mantenidos cuando aparezca este texto- en las carteleras españolas: Angustia de Bigas Luna y as el cristal de Agustí Villaronga. Dos ejem- plos que, junto a marcadas direncias de en- que, guardan puntos en común, a empezar por el hecho -nada anodino si se estudia con dete- nimiento- de tratarse de dos films catalanes sin matasellos comarcal. Su ctura, en ambos casos excelente, delimi- ta dos experiencias de producción, cada una de ellas no exenta de riesgos en una industria como la nuestra, anémica y de permanente ustración autárquica. Angustia, producida por Pepón Co- rominas -uno de los escasos hombres de cine de este país que no malvive de las rentas de éxi- tos de moda- tiene la impronta de su interna- cionalización, un marchamo competitivo de al- tos vuelos manifiesto tanto en la participación de actores americanos y en su camuflado «tai- ming» internacional -reconvertir la zona anca de Barcelona en Los Angeles sin que se note, no es tarea cil-, cuanto en la competencia indus- trial del film. En el otro extremo, Tras el cristal, producido por Tere Enrich, nciona como ex- periencia insólita, probablemente única, cosida a pedazos, rehecha en nción de todo tipo de 78 trabas y sortilegios, apurada bajo mínimos y que ha necesitado del peregrinaje por stivales in- ternacionales para encontrar su sitio en las car- teleras españolas. Pero el acercamiento entre ambos films, el que me interesa resaltar aquí, se produce en el orden de la representación. Porque tanto Angus- tia como Tras el cristal inciden sobre dos mallas implacables en torno a las que revolotea su ver- dadero sentido: lo siniestro y el exceso. Donde el tiche, y la perversión de su incesante nom- bramiento ante un espectador acrobáticamente inscrito en la ficción, se hace texto. Donde a tra- vés de historias colocadas al límite de lo verosí- mil, se propone el lugar del cuerpo y de los de- seos y se instituye una economía y una escenifi- cación de la obscenidad -de la historia en sí misma y del espectáculo que genera- conrme a reglas sadianas. EL FETICHISMO DE LA MIRADA Cuando, exacerbado por la curiosidad, el jo- ven estudiante Nataniel -el protagonista del re- lato de E. T. Hoffmann El hombre de la arena- inquiere sobre la naturaleza del extraño visitan- te que retiene a su padre durante toda la noche, la nodriza le responde: «Es un hombre malo que viene a ver a los niños cuando no quieren dor- mir y les arroja puñados de arena a los ojos ha- ciéndolos saltar ensangrentados de sus órbitas; luego se los guarda en una bolsa y se los lleva a la media luna como pasto para sus hijitos...». Ignoro sj Bigas Luna ha leído el cuento de Hoffmann -que Freud tomaría en 1919 como base para su estudio sobre «lo siniestro»- como soporte para su sexto largometraje Angustia. Pe- ro, asumido o no como rerencia, lo cierto es que el protagonista de este sugestivo film- un desvaído y tichista curandero que, hipnotizado por su neurótica madre, entra en un cine con la intención de extirpar los ojos de los espectado- res y coleccionarlos junto a sus pájaros- recupe- ra los rasgos de esta «imago paterna» que aterro- riza a Nataniel. El «hombre del saco» reaparece en la película de Bigas Luna y, al igual que en el cuento de Hoffmann, aprovecha la noche -el entramado de una sala de cine, con las luces apagadas y los espectadores inmovilizados en las butacas, no es más que una alucinatoria expe- riencia nocturna -para satiscer su deseo pul- sional. Por esta vía, Angustia se emparentaría con un film como La noche del cazador- y ese niño gordo llamado Charles Laughton sí tuvo presente el cuento de Hoffmann para su obra maestra- y con una cierta tradición del cuento de hadas terrorífico. «Los ojos son las hueveras de la mirada», de- cía una de las múltiples greguerías de Gómez de la Serna. Y es sobre un juego de miradas, y no sobre la apariencia de «grand guignol» que des- pliega todo espectáculo de mutilaciones -y que Bigas Luna resuelve vorablemente con arreglo

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Los Cuadernos de Cine

LA LEY DEL EXCESO

«Ante la especie humana hay una doble pers­pectiva: por un lado, la del placer violento, la del horror y la muerte (exactamente la de la poesía) y, en sentido opuesto, la de la ciencia y el mundo real de la utilidad.»

Bataille, L 'Impossible

Domenec Font

En el desangelado panorama del cine es­pañol, anclado en una zoología históri­ca que parece repetirse hasta el infinito, apenas queda lugar para las sorpresas.

Allí donde el pasado se utiliza como carburante ficcional sin que, no obstante, la memoria fun­cione como algo más que un arcaísmo; cuando las historias transitan sin el mínimo soporte subjetivo apoyadas en una tensión sin intensi­dad, apenas sucede nada. Ni en el orden de la narración, ni entre los espectadores preparados para consumirla.

Y de pronto, se comprueba que alguien tiene algo que decir y sabe cómo hacerlo para que lo dicho se convierta en algo distinto. Son rarezas que trabajan la ficción sin fullerías, que convo­can con mirada propia los límites de un saber y una subjetividad no impostadas, y, en definitiva, reclaman el placer del análisis con la misma frui­ción que su visión fílmica. Me refiero a dos films recientemente instalados -y espero que mantenidos cuando aparezca este texto- en las carteleras españolas: Angustia de Bigas Luna y Tras el cristal de Agustí Villaronga. Dos ejem­plos que, junto a marcadas diferencias de enfo­que, guardan puntos en común, a empezar por el hecho -nada anodino si se estudia con dete­nimiento- de tratarse de dos films catalanes sin matasellos comarcal.

Su factura, en ambos casos excelente, delimi­ta dos experiencias de producción, cada una de ellas no exenta de riesgos en una industria como la nuestra, anémica y de permanente frustración autárquica. Angustia, producida por Pepón Co­rominas -uno de los escasos hombres de cine de este país que no malvive de las rentas de éxi­tos de moda- tiene la impronta de su interna­cionalización, un marchamo competitivo de al­tos vuelos manifiesto tanto en la participación de actores americanos y en su camuflado «tai­ming» internacional -reconvertir la zona franca de Barcelona en Los Angeles sin que se note, no es tarea fácil-, cuanto en la competencia indus­trial del film. En el otro extremo, Tras el cristal, producido por Tere Enrich, funciona como ex­periencia insólita, probablemente única, cosida a pedazos, rehecha en función de todo tipo de

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trabas y sortilegios, apurada bajo mínimos y que ha necesitado del peregrinaje por festivales in­ternacionales para encontrar su sitio en las car­teleras españolas.

Pero el acercamiento entre ambos films, el que me interesa resaltar aquí, se produce en el orden de la representación. Porque tanto Angus­tia como Tras el cristal inciden sobre dos mallas implacables en torno a las que revolotea su ver­dadero sentido: lo siniestro y el exceso. Donde el fetiche, y la perversión de su incesante nom­bramiento ante un espectador acrobáticamente inscrito en la ficción, se hace texto. Donde a tra­vés de historias colocadas al límite de lo verosí­mil, se propone el lugar del cuerpo y de los de­seos y se instituye una economía y una escenifi­cación de la obscenidad -de la historia en sí misma y del espectáculo que genera- conforme a reglas sadianas.

EL FETICHISMO DE LA MIRADA

Cuando, exacerbado por la curiosidad, el jo­ven estudiante Nataniel -el protagonista del re­lato de E. T. Hoffmann El hombre de la arena­inquiere sobre la naturaleza del extraño visitan­te que retiene a su padre durante toda la noche, la nodriza le responde: «Es un hombre malo que viene a ver a los niños cuando no quieren dor­mir y les arroja puñados de arena a los ojos ha­ciéndolos saltar ensangrentados de sus órbitas; luego se los guarda en una bolsa y se los lleva a la media luna como pasto para sus hijitos ... ».

Ignoro sj Bigas Luna ha leído el cuento de Hoffmann -que Freud tomaría en 1919 como base para su estudio sobre «lo siniestro»- como soporte para su sexto largometraje Angustia. Pe­ro, asumido o no como referencia, lo cierto es que el protagonista de este sugestivo film- un desvaído y fetichista curandero que, hipnotizado por su neurótica madre, entra en un cine con la intención de extirpar los ojos de los espectado­res y coleccionarlos junto a sus pájaros- recupe­ra los rasgos de esta «imago paterna» que aterro­riza a Nataniel. El «hombre del saco» reaparece en la película de Bigas Luna y, al igual que en el cuento de Hoffmann, aprovecha la noche -el entramado de una sala de cine, con las luces apagadas y los espectadores inmovilizados en las butacas, no es más que una alucinatoria expe­riencia nocturna -para satisfacer su deseo pul­sional. Por esta vía, Angustia se emparentaría con un film como La noche del cazador- y ese niño gordo llamado Charles Laughton sí tuvo presente el cuento de Hoffmann para su obra maestra- y con una cierta tradición del cuento de hadas terrorífico.

«Los ojos son las hueveras de la mirada», de­cía una de las múltiples greguerías de Gómez de la Serna. Y es sobre un juego de miradas, y no sobre la apariencia de «grand guignol» que des­pliega todo espectáculo de mutilaciones -y que Bigas Luna resuelve favorablemente con arreglo

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Los Cuadernos de Cine

a una habilidosa construcción del plano-contra­plano y a un excelente montaje de situaciones -donde gravita todo el suspense y el interés deeste film. El ojo no es solamente un objeto a tra­vés del cual se designa lo sexual como dominan­te -caso Bataille y su Histoire de /'Oeil-, sino unconcepto bajo el que se amaga un deseo obsce­no: la pulsión escópica. Y su desgarramiento noremite solamente a un significado de castración,base del «unheimlich» freudiano, sino también

a la imposibilidad de satisfacer esta pulsión so­bre la superficie de una pantalla. Y como ocu­rriera con el célebre plano del ojo rasgado de UnChien andalou, tras la enucleación de los espec­tadores en el film de Bigas se produce una abrupta revelación del dispositivo voyeurista y de su permanente frustración. El deseo escopto­fílico y la muerte, pilares de la propia existencia del cine, cuelan de rondón en este film y con ellos -como ocurriera en Peeping Tom de Mi­chel Powell- una reflexión sobre el cine como espectáculo necrofílico.

Mientras el psicópata -excelente trabajo del americano Michael Lemer- arranca los ojos de sus víctimas, Bigas Luna arroja luz sobre el es­pectáculo como confrontación de miradas y de cuerpos. De miradas superpuestas que en An­gustia alcanzan el paroxismo -su autor remite, acertadamente, al cuadro de Velázquez «Las Meninas» en donde la mirada se convierte en representación-, a modo de un permanente y laberíntico juego de espejos: la mirada de los es­pectadores apresados y angustiados ante el te­rror de los espectadores de ficción, inertes ante una película muda -de monstruos, auténtica

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anamorfosis del mundo del cine- que, indistin­tamente, son proyectados sobre la superficie inaccesible de la pantalla y apresados por los ojos del asesino, el cual, a su vez, encuentra un doble en el propio espectador. De cuerpos va­cíos, aferrados a sí mismos, que consumen cré­dulamente sus propios asesinatos, pero que, al igual que el joven Nataniel que no quería dar-

mir, sienten su pulsión amenazada por la extra­ña contingencia de una mirada asesina.

Ese juego pasivo y sacrificial, fetichista e inú­til, del voyeurismo, hace de Angustia un film tan pornográfico como Bilbao, el segundo largome­traje de Bigas Luna a partir del cual empezó a desplegar su universo imaginario.

Si allí el protagonista poseía el cuerpo de la chica con la mirada y lo transformaba en fetiche, aquí se desdobla en exhibicionista y voyeur que no permite la existencia impune de otros voyeurs. En ambos casos, idéntica retórica para el pomo -«lo que se encuentra en la profunda oscuridad es un ávido deseo de ver cuando ante este deseo, todo se oculta», Bataille- y su recla­mo de muerte.

En todo este trazado revolotea, como no po­día ser menos, la sombra alargada de Hitchcock. El protagonista de Angustia, aferrado a la madre y los pájaros, bien puede tomarse como trasunto del Norman de Psicosis; hasta que, convertido en presencia que no se deja cercar en el interior del cine, toma los rasgos del protagonista de La ventana indiscreta. Asimismo, la constante mu­tación de las miradas ante un espectador pertur­bado e inmerso en la ficción, confluyen en el ci­ne de Hitchcock -como lúcidamente señala Eu-

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genio Trias en un capítulo de su ensayo Lo bello y lo siniestro, tomando como base ese ejemplo de pasión irredenta que es Vértigo- para susten­tar lo siniestro freudiano. Pero esas referencias hitchcockianas no son, en la película de Bigas Luna, una simple inspección abreviada -como ocurre, por ejemplo, en ciertos films de Brian de Palma-, sino partes orgánicas de un corpus de propuestas personales, reglas para un ejercicio novedoso, miradas propias que arrancan de un imaginario y, con habilidad y pericia, lo arras­tran hacia el exceso. El terreno donde el cuento chino se convierte en un ejercicio obsceno.

EL FETICHISMO DEL CUERPO

El cuerpo de un adolescente, ensangrentado y desnudo, cuelga de una viga del techo de una casona abandonada. Por zoom retro, nos entera­mos de que este cuerpo virginal se ofrece a la mirada de un hombre de mediana edad que si­gue con fruición el movimiento pendular de su víctima, le acaricia y le besa, antes de asestarle el definitivo golpe de gracia con una estaca. Y el espectador ya no mira nada, retiene el miedo. Sin participar en la deliberación del crimen que

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se ha cometido ante sus ojos, se ha convertido en el lugar de su revelación.

Este prólogo determina con claridad todo el saber que emana de un film como Tras el cristal de Agustí Villaronga. Detrás de esta secuencia, elaborada con la dureza propia de los glaciares, hay una nominación del referente y un proceso de intenciones sobre el contenido de la ficción.

La referencia llega contundente y sin amagos: la historia de Gilles de Rais, el mariscal de cam­po de las tropas francesas de Juana de Arco, so­bre cuya «part maudit» ya filtrara su ingenio Georges Bataille. El señor feudal secuestraba a los bellos muchachos de las aldeanas y los sodo­mizaba antes de gozar con el suplicio de colgar­los. «Sus crímenes -señala Bataille- correspon­den al inmenso desorden que lo excitaba y le extraviaba ... Es cierto que sentado ante su vícti­ma, acariciándose, vertía sobre el moribundo la fuente de la vida; pero le interesaba menos go­zar sexualmente que·ver la muerte en acción. Le gustaba mirar. .. ».

Con el tiempo, la monstruosidad de Klaus, el verdugo del prólogo, se ha instalado en su ana-

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tomía. Paralizado y metido en un pulmón de acero -figura marmórea y frígida, mixtura de voz y cuerpo inerte que clasifica lo siniestro, se­gún la acepción freudiana, con mayor potencia que los actos de los que es acreedor -vive en un solitario caserón español con su mujer que le desprecia y una hija joven. Y a ese caserón desa­fectado acude un joven curiosamente llamado Angel -reenvíos entre lo bello y lo siniestro: la primera víctima de Gilles de Rais era «hermoso como un ángel»; la belleza del extraño en Trasel cristal es siniestra- y se ofrece para cuidar al enfermo. Antaño fue una de sus víctimas y aho­ra se convierte en su verdugo.

La línea que sostiene todo el film, y lo enri­quece en cada nueva propuesta, es la represen­tación del deseo, siguiendo, de forma harto per­tinente, la escritura de Sade. Dos partes configu­ran la narración unidas y separadas por el perso­naje de Griselda, la mujer del médico, que -conviene decirlo- la actriz Marisa Paredes re­presenta con excelencia sublime. En la primerase propone, como no podía ser menos en unaficción como esta, una curiosa solución inverti­da del mito de Edipo. La querella con la Ley y elhechizo hacia el poder por parte del ángel caídono lleva aparejado el parricidio, sino la desapari­ción de la madre, de esa figura que, lejos de re­presentar el deseo, lo evita. Una vez eliminadala Górgona -en una larga secuencia perfecta­mente planificada, fotografiada y montada evi­tando su cauce meramente terrorífico- y con­vertida la niña en representación muda y com­placiente de Y ocasta, el deseo se circunscribeentre víctimas y verdugo.

«Sobre aquel decorado de fortaleza y de tum­ba -anota Bataille a propósito de su personaje histórico- la decadencia de Gilles de Rais pre­senta el aspecto de una alucinación teatral». Ri­tualidad que encontramos perfectamente repre­sentada en la segunda parte de Tras el cristal, sin que en ningún momento la película caiga en lo bufo ni se adobe con la complacencia en lo mor­boso. En ese espacio autárquico del caserón, ajeno a cualquier atisbo exterior y perfectamen­te organizado -toda lµjuria necesita una clausu­ra, como bien demuestran los personajes sadia­nos- se instituye una economía y una escenifi­cación del deseo ligada al ritual del sacrificio. Klaus ha regresado de la historia -fue un médi­co nazi que torturaba con placer a niños prisio­neros- pero, como un perfecto héroe nietzche­niano, sólo lo ha hecho en tanto que sacrificado. Con la muerte del cuerpo -convertido en mero cuadro viviente- muere la ley y la distancia en­tre torturado y torturador se trueca en complici­dad. Ahora el amo es el que habla y el que tiene acceso al discurso -los diarios íntimos de Klaus que relatan con delectación siniestra sus atroci­dades en los campos nazis- mientras que el ob­jeto es el que calla porque su mutilación le impi­do disponer de otro poder que no sea el voyeu­rismo complaciente -cada acción de Angel es

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seguida por Klaus a través de un espejo que el joven le pone estratégicamente a disposición- o los despojos, ya el semen de la masturbación, ya la sangre del asesinato. Y el joven victimario se convierte en monstruo bajo la mirada cómplice de la niña haciendo realidad el aserto de Bataille de que muchos niños serían, si pudieran, autén­ticos Gilles de Rais.

La propuesta de Agustí Villaronga es, por lo dicho, sumamente arriesgada en la medida que se aleja radicalmente de los recorridos seguros del cine actual y abre la subjetividad a la idea de un texto límite. Cabría reprocharle un cierto miedo al verosímil -no hay que olvidar que es el primer largometraje de su autor, lo que re­dunda en favor de sus precisiones- al sacar su referente del siglo XV y transformarlo en un médico nazi. Cierto que tal metamorfosis no conlleva una representación fantasmagórica de la historia como la perpetrada por cineastas co­mo Brass o Liliana Cavani, pero no parece nece­sario inscribir la figuración en una zona de acep­tabilidad para el espectador que reconoce en el nazismo una perversión que parece justificarlo todo.

Con todo, la mirada de Villaronga no cae en la prudencia. Juega a fondo con su ficción, bucea en la mezcla de fascinación y horror de sus per­sonajes y atrapa al espectador en el terreno del goce indecible que es su verdadera ratonera. Apoyado én un buen trabajo artístico de todos los colaboradores del film -con un subrayado magnificente en la pulcra fotografía de J. Pera­caula- consigue un texto límite tan alejado del conformismo narrativo como de las fór-mulas canónicas y aparentemente pompo- ... sas del cine que se reconoce de ruptura. ..""J