la langosta literaria recomienda la casa de k de hÉctor toledano - primer capítulo

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Hay una chica muerta, destripada, tendida sobre una cama en un departamento. Hay, también, tres emporios que se disputan el control del país, concentrados en una ciudad de México llegada al futuro donde los ricos se deslizan en sus autos de lujo sobre las alturas del cuarto nivel, muy distantes de la ralea que repta allá abajo, oprimida por las estructuras implacables del poder. Y hay, finalmente, un detective accidental: el narrador de La Casa de K que emprende no sólo la indagación sobre el asesinato de la chica muerta, sino un involuntario viaje a su propio origen. Mientras las casas de K, J y S juegan el más rudo de los billares en pos de una victoria estratégica, cada golpe de bola tiene un efecto sobre nuestro narrador, víctima de su designio y a la vez animador de un complot que terminará por precipitar un desenlace imprevisto. Ambientada en un porvenir indefinido en donde conviven con ánimo decadentista la picaresca y el thriller, esta novela es ante todo un ejercicio de estilo, una apuesta frontal por el oficio narrativo y las posibilidades expresivas del lenguaje. "El desafío que se impone Toledano es diferente y más complejo: indaga una condición esquiva que acaso sólo pueda ser evocada por la palabra poética: el sentido de pertenencia. Nada más radical, auténtico e inasible que un país concebido como una cartografía de sensaciones." JUAN VILLORO "Esta segunda novela de Héctor Toledano retoma el derrotero de Las puertas del reino, su notable debut narrativo en las letras mexicanas, y es una prueba más de su inteligencia distópica y su prosa visionaria, una peculiar mezcla entre la fantasía químico-mística de Philip K. Dick y el humor corrosivo de Jorge Ibargüengoitia." DAVID MIKLOS

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La alternación de contrariedades hermosea el mundo y le sustenta

Hay cosas que deben decirse. el problema es cómo decirlas. no se puede decir todo sobre algo y no se puede decir de un solo golpe, como fue vivirlo junto en un instante a tra-vés de los sentidos. está además lo que no sabemos y nunca llegaremos a saber, lo que sabiendo nos negamos a aceptar y lo que aun cuando logremos descubrir somos incapaces de reconocer. así que se trata de elegir y separar y aco- modar en una larga línea en donde cada detalle irá vien- do la luz conforme le llegue su turno. a partir de ese punto las palabras echan a andar por su cuenta, van construyendo su realidad de palabras, mentirosa y hueca, insuficiente y torcida, y sin embargo la única capaz de sobrevivir en el tiempo, de transmitir lo vivido a los demás y de permitirnos seguirlo viviendo al interior de nosotros mismos. lo dicho o recordado cobra vida propia, crece, cambia, se multiplica, nace de nuevo en diferentes mentes y en diferentes bocas, mientras que lo sucedido yace inerte y consumado, caduco en el instante mismo en que sucede.

Supongo, entonces, que habría que comenzar por la chica muerta, tirada sobre la cama deshecha, tierna, bella,

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todavía infantil, con anillos desmedidos en sus manos pequeñas, crispadas en torno a un objeto imaginado o fu-gaz. Fuera de lugar en aquel departamento pretencioso, des- gobernada, perdida, con el cabello revuelto y la mirada vacía, cubierta hasta el arranque del pecho por los pliegues de una sábana de satín, bajo la cual se trasluce, como un remanso subterráneo que aflora aquí y allá en botones en-cendidos, el espectro bermellón de la sangre. Un artículo que se compra, se usa y se desecha, o que se usa y se desecha en una misma operación indistinguible.

llegamos y vimos a sabiendas de lo que íbamos a llegar y a ver, aunque primero tuvo que transcurrir ese momento un tanto irreal en el que más que ver tal cual y como era seguíamos contrastando a la mujer que estaba ahí sobre la cama con la expectativa que nos habíamos formado de lo que sería verla: más chiquita, menos zorra, más morena, más asentada y tranquila, menos despanzurrada (hasta que se nos ocurrió asomarnos debajo de la sábana), menos dolida pero más muerta, mucho más muerta siempre de lo que uno se imagina. Habíamos venido a ver y ahí estábamos ahora, viendo, y en ello consistía la parte sustancial de nuestro co-metido. Sólo que no había mucho que ver, en realidad, más allá de lo que ya habíamos visto: el cabello teñido y los senos al aire y el charquito de sangre en el que parecía naufragar una de las patas de la cama y que ambos nos detuvimos algún tiempo a contemplar con mirada entendida, como si bastara con mirar de cerca con mirada entendida para desentrañar el entramado científico de aquella muerte. lo cierto era que ni ramiro ni yo sabíamos nada de muertes violentas y apenas lo mínimo de muertes de otro tipo. tal vez más adelante habrían de llegar los que sí sabían, a tomar muestras y huellas y a raspar fibras y a someter partículas a la acción incuestionable de poderosos reactivos, aunque nadie haya visto nunca que eso suceda de verdad fuera de alguna

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pantalla. lo que de seguro iba a suceder es que vendrían a limpiar, como se limpia cualquier tiradero y más un tirade-ro de aquella calaña, cosa que podía suceder en cualquier momento, así que lo más prudente era darse prisa.

ramiro y yo éramos cuates (dizque) y trabajábamos en equipo (dizque) y por eso procurábamos no quitarnos la vista de encima. los dos habíamos entrado casi al mismo tiempo al servicio de la casa de K, con la expectativa de que hacerlo habría de conducirnos a grandes cosas, a las que no nos había conducido hasta entonces, aunque aún podía lle-gar a conducirnos, al menos hipotéticamente, porque uno nunca sabe por dónde va a brincar la liebre. lo que sí sabía-mos es que de llegar a brincar brincaría tan sólo para alguno de los dos y ésa era la verdadera razón de que nos hubieran puesto a trabajar en equipo y de que fuéramos, consecuen-temente, cuates (dizque).

así que revisamos el clóset vacío y los cajones de la có-moda vacía y luego yo me metí en la cocina y él se metió en el baño, en busca de pistas. Se trataba de un departamento donde nadie vivía, con un comedor en el que nadie comía, una cocina en la que nadie cocinaba y un baño que ser- vía para desprenderse de los residuos de lo único que sí se hacía ahí, que era coger (conexos y similares), alcoholizar, ponerse hasta la madre, divertirse, pues, y por lo visto, des-pedazar de vez en cuando a alguna incauta (de la cintura para abajo). Uno podría pensar, por lo tanto, que el baño sería un espacio privilegiado para el descubrimiento de pis-tas, pero no ramiro, quien era incapaz de toparse con un espejo sin detenerse a considerar el estado general de su fiso-nomía. ramiro tenía los ojos verdosos, digamos que grises, pero él se los imaginaba azules y estaba convencido de que dicho rasgo más bien ilusorio constituía su principal activo, una especie de membrete de casta, que certificaba por una parte su imaginaria ascendencia dominadora y le daba por

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otra un carácter natural y hasta obligado a los delirios que se venía tejiendo respecto de su futuro. de ahí que cuando cruzaba frente a algún espejo y se veía los ojos grises, tal vez verdosos, se tenía que quedar mirándolos hasta que se los veía de nuevo azules y aprovechaba la coyuntura para pasar revista a sus demás facciones, como si temiera que se fueran a modificar sin previo aviso, dar paso a un ser distinto y necesariamente inferior que podía brotar a la superficie en cualquier momento para arruinarle la vida.

Mientras ramiro continuaba con su auscultación feno-menológica y parecía incluso exprimirse un barro, yo repa-saba cajones y estanterías, que se encontraban en aparente orden; y el refrigerador lleno de cervezas, quesos, vinos y botanas, íntegras por completo e intocadas; y el fregadero libre de trastes sucios y restos de comida. Por último levanté la tapa del basurero y también lo encontré vacío, excepto por una tarjeta que alcancé a distinguir en el fondo. Me incliné para recogerla y la guardé en el bolsillo de mi saco, al tiempo que me volvía de prisa en dirección al baño, te-meroso de que ramiro pudiera haber sido testigo de aquel descubrimiento, pero lo encontré ocupado en catar y apli-carse las lociones que descansaban sobre la repisa de mármol del lavabo.

—aquí no hay nada —anuncié con aplomo y me dirigí hacia el baño.

—acá tampoco —replicó ramiro y salió de ahí antes de que yo me acercara.

entonces yo me metí al baño y él a la cocina, como si ambos quisiéramos enfatizar la absoluta desconfianza que nos merecía la capacidad descubridora de pistas de la con-traparte. el baño estaba limpio, efectivamente, o cuando menos lo estuvo hasta hacía un momento, antes de que ra-miro untara en la orilla del mármol los residuos grasosos de su barro, contaminando de un modo flagrante la escena del

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crimen y poniendo en entredicho la integridad completa de la misión. estaba a punto de tomar un trozo de papel de baño cuando caí en la cuenta de que yo no tenía por qué an-darle limpiando sus cochinadas a ese pendejo. alcé la vista y me encontré de nuevo con su imagen en el espejo, parado ahora junto a la cama, abocado a sobarle un seno a la muer-tita mientras creía que no lo miraba y dejándoselo de sobar de golpe cuando se dio cuenta de que sí lo miraba.

—Quería saber si estaba tibia —explicó ramiro con aire de detective, aunque yo no le hubiera preguntado nada.

—Y sobar tetas es el método idóneo, certificado, para tomarle la temperatura a cualquier difunto.

—Primero pensé en tomársela por el culo, pero no se lo pude encontrar en ese desmadre.

Hay que reconocer que ramiro tenía su gracia, cuando menos en lo relativo a la emisión de esa clase de contra-puntos un tanto brutales que pasan entre nosotros como componentes indispensables de toda fórmula de fraternidad y camaradería. caminábamos hacia la salida por el mismo pasillo alfombrado por el que habíamos llegado y comen-zaba a invadirme una sensación similar a la que me invadió entonces, aunque ahora ya supiera y hubiera visto y enton-ces sólo conjeturara en términos abstractos lo que habría de ver. Me abrumaba la indiferencia del entorno, tan quitado de la pena, tan ajeno a la naturaleza de lo sucedido, como si lo espeluznante no fuera el acto violento y el fin de la vida, sino la soledad en la que quedan esta clase de muer-tos, o acaso cualquier otro muerto de cualquier otro tipo (una soledad que todos anticipamos con mudo terror de un modo intuitivo), hasta que alguien más los corrobora y los testifica, los rescata de su realidad individual y los inserta de nueva cuenta en la realidad colectiva.

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Va luego la abeja a la dulzura para el panal y la víbora a la amargura para el veneno

Suceden las cosas y ya no puede volver a ser como si nun-ca hubieran sucedido. cruzamos una puerta, las demás se cierran y perdemos para siempre los futuros que nos tenían reservados. Hubiera preferido que el dintel de mi destino no pasara por la muerte de la chica muerta, pero había pasado y resultaba imposible saber en ese momento si el abanico de posibilidades que se desplegaba ahora frente a mí habría de conducirme al triunfo o a la ruina. Por lo pronto me estaba conduciendo a las oficinas de la casa de K, donde se nos esperaba a la brevedad con los detalles truculentos de nuestras pesquisas.

Íbamos en el auto de ramiro por el tercer nivel. la ciu-dad se extendía en todas direcciones hasta los límites del horizonte, aunque nosotros sólo pudiéramos verla de pasada y por momentos a través de los espacios que se abrían y se cerraban entre la maraña de edificios. ramiro combinaba sus labores de conductor con su irritante costumbre de estar pegado al teléfono cada minuto del día. Pasara lo que pasara a su alrededor y en el resto del mundo sus conversaciones se ocupaban sin variar de un solo tema: el ámbito femenino.

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cuando no estaba hablando con alguna mujer estaba ha-blando sobre alguna o varias con alguien más o divagando con la sutileza que lo caracteriza sobre el género entero y su probada inclinación a la duplicidad y a la putería. el univer-so mujeril de ramiro se dividía en dos segmentos paralelos, a un tiempo incompatibles y complementarios. Por un lado se encontraban lo que consideraba sus nalgas, a quienes tra-taba con la punta del pie, meros pañuelos desechables para limpiarse los mocos. Por el otro estaban sus novias, con las que trababa romances asfixiantes y lacrimógenos, salpicados por toda suerte de arrebatos y reproches que le desgarraban el alma. el comercio sexual en este último sector solía ser reducido o inexistente y cuando llegaba a cumplirse o a intensificarse derivaba por lo común en la estrujante degra-dación de la interfecta de novia a nalga. ambos cuadrantes conducían sus operaciones en espacios profusamente irri-gados por el alcohol. ramiro vivía convencido de que tal dupla de disfunciones encarnaba de manera superlativa la esencia de lo humano, que su persona combinaba con fortu-na casi mágica las dosis exactas de carácter chingador y dispo-sición sensible que lo certificaban a los ojos del mundo como un ente excepcional.

dadas las circunstancias, resulta comprensible que el foco de mi atención terminara por perderse en el paisaje. edificios y vialidades: la ciudad se levantaba en torno nues-tro como un bosque de cuerpos verticales abrumado por el peso de una enredadera descomunal. el perfil ascendente de las construcciones oprimido por una maraña de puen-tes, rampas, trabes, columnas, curvas y carriles; casi todo informe, sucio, descascarado y chueco. arriba, las crestas de los edificios buscando el cielo y el sol; abajo, el territorio indistinguible de las sombras. era como si la ciudad quisiera desprenderse de sí misma, irse también a vivir en alguna otra parte. Miraba el amasijo de adefesios como si contemplara el

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rostro de un hijo idiota, algo triste y vergonzoso con lo que te ata sin embargo un lazo indisoluble, algo que por más que veas todos los días nunca te va a dejar de joder, nunca vas a dejar de preferir que hubiera sucedido de otro modo.

de tanto en tanto surgía frente a nuestros ojos el man-chón esmeralda del bosque, allá abajo, y detrás el perfil irregular de Polanco, como una falsa cordillera en minia-tura. chapultepec lucía a la distancia como un charco de agua sucia cubierto por una espesa capa de cieno: un ce-note moribundo, lleno hasta las orillas de vírgenes sacri-ficadas. Pensé en el manantial que estuvo ahí y en el lago que alimentaba y en cómo todo acabó convertido en este hormiguero interminable sobre cuyos pasadizos de asfalto rodábamos ahora, convencidos de que nuestras pequeñas in-trigas podían llegar a tener alguna importancia.

Vengas por donde vengas, el edificio de la casa de K se te aparece siempre de un modo intempestivo, con un aire impetuoso, al término de alguna curva, rampa, lateral o pendiente. es el primer golpe teatral de una nutrida suce-sión de golpes teatrales cuyo fin es disponerte y ablandarte para lo que te espera cuando llegues ahí: la ilusión de recibir una oportunidad trascendente, de encontrarte por fin en el umbral de un porvenir deslumbrante, que se transforma de manera tan imperceptible como irrecusable en la conciencia tardía y hasta cierto punto inasible de que has sido utilizado para algún propósito que difícilmente llegarás a vislumbrar nunca.

la inocencia dura poco dentro de la casa de K. a lo lar-go de los años, una dieta continua de mentiras, traiciones, asonadas y tenebras había venido chamuscando las termina-les nerviosas de nuestra sensibilidad hasta casi calcinarlas por completo. aun así, sin embargo, ante la visión repentina de aquella torre imponente resultaba imposible reprimir cada vez un leve vuelco del alma.

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entramos al edificio por su acceso principal, una ram-pa de servicio conectada directamente con los carriles del tercer nivel, construida a costa del erario público como un símbolo más de la majestad de K, de su estatura en el entra-mado del poder político. en cuanto bajamos del auto, ra-miro se irguió de un brinquito y se cerró el botón de su saco con el aplomo que sólo da la certeza de haber alcanzado la cúspide. creía controlar los hilos de una conjura de superior importancia, ocuparse por fin de una causa proporcional a sus atributos, así que modulaba con tacto exquisito cada una de sus inflexiones corporales, convencido de que el mundo entero lo miraba en cámara lenta.

Yo también me daba cuenta de que cruzábamos un um-bral, cierta línea imaginaria en la escala de las ubicacio- nes, sólo que mi atención ya se ocupaba del conjunto de umbrales subsecuentes que apenas se volvía visible a partir de ese punto. estaba acostumbrado a procesarlo todo como el movimiento indistinto de piezas en una partida conti-nua, confusa, interminable, que nadie puede ganar nunca en definitiva pero que cualquiera puede perder, al menor descuido, incluso frente a un idiota del calibre de ramiro Garza.

caminamos por un pasillo desmesurado hasta un ele-vador de puertas de bronce que nos condujo a otro pasillo desmesurado que desemboca en una extensa sucesión de salas de espera. la inminencia del personaje se iba haciendo presente en un derroche progresivo de materiales suntuosos y de gente inútil cuya única función consiste en decorar el entorno y hacerte sentir importante (o insignificante). atravesamos sin detenernos aquel espacio de indefinicio-nes hasta llegar a una puerta acaso más simple que muchas de las anteriores, custodiada por un mercenario de traje elegantísimo y empaque letal. no hizo falta que aludié-ramos al asunto que nos llevaba hasta ahí, pues el guardia

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parecía estar al tanto de nuestra encomienda, como el edi-ficio entero.

entonces volví a pensar en la chica muerta, en sus pe-chos al aire, en su rostro casi infantil, en la pata de la cama marinándose en el laguito de sangre, en lo poco que sabía- mos sobre muertes violentas o de cualquier otro tipo, en los resultados casi nulos de nuestras pesquisas y en lo mucho que se pondría en juego en cuanto se abriera esa puerta y nos encontráramos cara a cara con la potestad de K; pero cuan-do la puerta se abrió finalmente aquel arranque de pánico se me disipó de golpe.

no era la primera vez que me encontraba en ese lugar, aunque siempre había sido en papeles secundarios o en ca-pacidades distintas del ámbito profesional. ahora seríamos el plato fuerte de la velada y en esa medida el punto focal de la atención de K, quien ya nos indicaba que nos acercáramos con un gesto de la mano. estaba sentado de espaldas a la puerta, al centro de un arreglo de sillones de piel. Frente a él había una enorme pantalla, donde se estaba transmitiendo lo que parecía ser una ceremonia de gran solemnidad.

nos sentamos en el sofá de la izquierda, previa invitación de K, quien pasó por alto cualquier amago de saludo formal con un aire de viejos amigos y nos conminó mediante un breve ademán de cabeza a que nos concentráramos en la pantalla, donde un hombre de aspecto otoñal acababa de recibir cierto tipo de orden o distinción: un enorme dis-co dorado que le agobiaba el pecho. tardé unos cuantos segundos en reconocer a S, cabeza de la casa del mismo nombre, quien pronunciaba en ese momento su discurso de aceptación. la arenga dibujaba un panorama exhaustivo de nuestras principales miserias y a continuación la prescrip-tiva que nos permitiría remontarlas por medio del diálogo, la fraternidad, la imaginación y el esfuerzo compartido. cualquiera hubiera pensado que se trataba de un monje

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franciscano del siglo xvi y no del estratega implacable que había elevado su casa mediante una serie de ardides asom-brosos (y a menudo sangrientos) hasta el asiento vitalicio que ocupaba ahora en el directorio. como suele suceder con esta clase de paladines, S era capaz de articular con elo-cuencia cristalina los requisitos indispensables para el mejo-ramiento inmediato de la vida común y parecía abrigar la más sincera afinidad con ellos, aunque sus acciones concre-tas y el peso arrollador de sus intereses operaran sin piedad y de manera continua contra su aplicación en los hechos.

Había escuchado discursos similares multitud de veces, así que mis ojos se separaron de la pantalla y comenzaron a deambular discretamente por la oficina. en contraste con las salas precedentes, la decoración aquí era más bien escasa y poco llamativa. Unos cuantos cuadros y objetos exquisi-tos, puestos en el lugar preciso con el fin de proyectar un toque distintivo, una visión personal. Yo sabía, sin embar-go, que era muy difícil que aquellos arreglos hubieran sido ideados realmente por K, quien usaba especialistas para todo y de seguro los había usado también para eso, algo dema-siado importante para dejarlo al arbitrio de su propio gusto, suponiendo que un hombre como él pudiera tenerlo. con todo, el verdadero protagonista de aquel espacio era el ven-tanal que se abría de piso a techo de un extremo a otro de la sala y que parecía poner al mundo a los pies de quien lo contemplaba. la ciudad se transformaba en un objeto ase-quible, parte ya de alguna forma de los dominios del amo.

terminaba mi recorrido visual cuando me topé sin esperarlo con el rostro inescrutable de don centeno, sen-tado en un sillón frente al mío, apenas al otro lado de la mesa de centro. casi brinco al descubrirlo, aunque aquel fuera su modo habitual de aparecer (o desaparecer). no era que buscara o requiriera ocultarse, sino que se fundía con el entorno en virtud de algún oscuro mecanismo ancestral,

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como si llevara consigo a todas partes su propio rincón de sombra. Verlo fue disipar cualquier duda sobre la verdadera naturaleza del asunto que nos ocupaba.

—eso es un señor y no chingaderas —dijo entonces K, refiriéndose a S, cuya alocución había llegado a su fin.

nadie agregó nada y yo me puse en guardia enseguida, descreído del elogio e inseguro por entero de lo que podía proceder. todos sabíamos que la casa de K, en alianza con la casa de J, libraba en ese momento una batalla a muerte contra la casa de S, cuyo desenlace era aún por demás in-cierto. Miré de reojo a ramiro, con la esperanza de descu-brir en su rostro algún signo de angustia, pero lo encontré relajado, se diría que distraído, con la mirada puesta en el platón de galletas de chocolate que descansaba sobre la mesa de centro, esperando el momento propicio para estirar la mano.

el evento había terminado. K apagó la pantalla con el control remoto y se acercó a la mesa para tomar una taza de café, gesto que interpretamos como una invitación para hacer lo propio: yo servirme un prudente vaso de agua y ramiro agarrar un grosero puñado de galletas que comen-zó a masticar enseguida.

—Bien, díganme, ¿qué fue lo que encontraron? —pre-guntó K sin mayores ceremonias.

—estaba muerta —dijimos ambos, casi al unísono y en el caso de ramiro impedido en cierta medida por la masa de galleta que le llenaba la boca, una de cuyas partículas se proyectó entre sus dientes y vino a caer muy cerca del café de K.

—eso ya lo sabíamos —atajó don centeno—, ¿qué más?Se hizo un silencio profundo, dentro del cual el masticar

de ramiro se convirtió en un estruendo que nadie, sin em-bargo, parecía escuchar. todo transcurrir se detuvo y co-menzó a crecer en el vacío un obstáculo informe. Seguían

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pasando los segundos y creciendo el silencio y en mi ánimo se acumulaba la urgencia de destrabar el instante, así que sa-qué mi teléfono, lo puse sobre la mesa, apreté unos botones y apareció en la pantalla grande una fotografía de la chica muerta que tuve la precaución de tomar mientras ramiro pendejeaba en el baño.

Vista de nueva cuenta con aquella mínima distancia, me costó trabajo reconocerla. era un poco menos esa muerta y un poco más cualquier muerta, había dado otro paso de la realidad al relato. lo extraño era que tal desplazamiento me la volvía más entrañable y no menos, como si su gradual transformación en lo genérico la asimilara de un modo más estrecho a la médula de mis emociones.

don centeno se levantó de su asiento, se acercó a la pan-talla y consideró la escena con mirada de especialista. re-pasó la imagen, hizo algunos acercamientos, se detuvo un tiempo mayor en las zonas sangrientas. en la imagen, la par-te superior de la chica (clara, limpia, abierta y apenas como si dormida) lucía más incompatible que nunca con la de abajo (revuelta, oculta, inanimada y rota); casi resultaba imposible aceptar que ambas formaran parte de un mismo cuerpo.

—Bien, muy bien —asintió don centeno—. esto nos sirve. ¿alguna otra cosa?

Sentí que había pasado el trance, que salía del brete, fi-nalmente, airoso; así que me apresuré a decir, sin asomo de duda:

—nada, todo lo demás estaba limpio.—¿están seguros? —intervino K.—Seguros —confirmé, con mi mayor aire de suficiencia.—Bueno —dijo entonces ramiro, quien había estado

haciendo como si no viera nada, como si su único propósito en la vida fuera limpiar hasta el fondo el platón de las galle-tas—. Me encontré con esto en el piso del baño. no sé qué tan importante sea…

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