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La isla sin regreso - Horacio Convertini

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1.Conocí el mar recién a los doce años y no como

lo hubiera deseado. Fue, por el contrario, la con-clusión inesperada de una pesadilla. Y el comien-zo de otra, mucho más oscura y terrible, que aúnhoy me cuesta recordar. A veces decido mentirmey pienso que todo fue producto de mi imagina-ción. Que el impacto que me causó una situaciónfamiliar difícil, sumado al trauma de dejar casi deun día para el otro el barrio donde me había cria-do, se unieron para tejer una fantasía tenebrosa.Eso es lo que diría un psicólogo si se me ocurrieracontarle lo que pasó. Menearía la cabeza en señalde asentimiento, como quien acepta con piedad eldelirio de un loco, y luego sacaría la conclusiónequivocada: “Los fantasmas, los monstruos, no

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COLECCIÓN PELOS DE PUNTA

Coordinación editorial: Silvia PortorricoEdición: Lorena SinsoDirección de arte y diseño: Alejandro SladkowskiDiagramación: Jimena Amilibia

© 2014, Editorial Sigmar S. A., Belgrano 1580, Buenos Aires. Derechos reserva-

dos. Hecho el depósito de ley. Impreso en la Argentina. Printed in Argentina.

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio visual, gráfico,

sonoro o electrónico. Esta edición se terminó de imprimir en abril de 2014, en

Indugraf, Dean Funes 2779, Lanús Oeste, Buenos Aires.

www.sigmar.com.ar

Convertini, Horacio

La isla sin regreso. - 1a ed. - Ciudad Autónoma

de Buenos Aires : Sigmar, 2014.

72 p. : il. ; 20x14 cm. - (Pelos de punta)

ISBN 978-950-11-3536-7

1. Literatura Infantil y Juvenil Argentina. 2.

Novela. I. Título

CDD A863.928 2

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estoy escribiendo ahora. Que mi corazón se volvióun puño que me golpeaba el pecho con desespera-ción. Que mis piernas corrieron en fugas alocadas ysaltaron abismos por algo que no se parecía en nadaa un juego. Que lo que vi, lo vi. Que lo que sufrí, losufrí. Que hay un testigo que puede confirmar cadauna de mis palabras. Y que hay una marca en mibrazo derecho, esta pequeña cicatriz de carne que-mada que asoma apenas me arremango la camisa,que me recuerda siempre, cada día de mi vida, quehe vuelto de donde nadie vuelve.

2.Todo empezó en la primavera de 1996. Yo acaba-

ba de volver del colegio y tomaba la leche viendolos dibujitos animados. Mi mamá estaba rara. Cómoexplicarlo: me abrazó y me besó apenas verme, mepreguntó qué tal me había ido en la prueba deLengua, me acarició el pelo cuando le conté unatontería que había ocurrido en el recreo y que a míme parecía de lo más graciosa. En apariencia, era la

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existen más que en nuestra cabeza. Son el produc-to de nuestros miedos interiores. A ver, Daniel,dígame a qué le temía usted en esa época”. Y yo lerespondería que no le temía a nada. Por lo menos,a nada fuera de lo normal. Yo era un chico feliz,buen alumno, futbolista bastante tronco, lectorfanático de historietas. Alguien común y corrien-te. Me asustaban los ruidos desconocidos en plenamadrugada, las películas de terror como Alien oDepredador, la oscuridad absoluta si estaba soloen casa, las cucarachas voladoras que se metíanpor las ventanas abiertas en las noches de verano.Pavadas, desde luego, que solían producirme unestremecimiento momentáneo y que casi siempreterminaban con una risita avergonzada. El psicó-logo insistiría: “Piense, Daniel, vaya hacia atrás enel tiempo, hurguemos en aquello que puede estarcubierto por el olvido”. Y yo, molesto, le diría quehay cosas que el olvido no puede tapar. Que no haymente tan tramposa que se anime a semejantesengaños. Que mi garganta explotó en gritos dehorror tan verdaderos como estas palabras que

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los dibujitos. Ella, al encierro interior.Al rato llegó papá. Me saludó haciendo que

me desafiaba a pelear y tiró un par de cachetazosal aire, pero solo fue la repetición desganada de lacomedia de todas las tardes. Él también estaba conla cabeza en otra parte. Me sentí como en elmedio de un salón de espejos. La preocupación demamá replicada en el gesto parco de papá. Seencerraron en la cocina. Salieron al rato para lla-mar por teléfono a distintas personas, mamá conlos ojos hinchados de llorar. Hablaron bajito yvolvieron a encerrarse en la cocina. Eso no me estaba gustando nada. Se me ocurrían

ideas siniestras, algunas que ni siquiera podía resistirun minuto. Me levanté y apoyé una oreja en la puer-ta para intentar pescar algo. Pero ellos abrieron degolpe y yo quedé con la cara pegada al vacío.–¿Qué hacés ahí parado, Dani? –preguntó papá.–Juego a la mancha helada.–Dale, tonto.–¿Me van a decir lo que está pasando o tengo

que contratar a un detective?

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misma de siempre, pero algo había apagado la lumi-nosidad de los ojos. Se sentó frente a mí en la mesadel comedor y se quedó mirándome con la expre-sión vacía, como quien intenta ver más allá o des-entrañar un misterio enredado.–¿Pasa algo? –le pregunté, mientras sopeaba

una vainilla en la chocolatada.–¿Perdón?–Si pasa algo, sorda.–¿Por?–No sé. Tenés cara.–¡Siempre tengo cara, Dani!–Cara de problema, digo.Estiró un brazo para tocarme suavemente con

la punta de los dedos.–¿Qué problema puedo tener con vos cerca, eh? Sentí que me mentía. Que aunque yo estaba a

tiro de caricia, algo poderoso la inquietaba.Enseguida me preguntó si me gustaban las vaini-llas. Eran de una marca nueva que había traído aprueba. Le dije que sí, que me parecían tan ricascomo las otras. Y ya no hablamos más. Yo volví a

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ahora –me explicó, angustiada.–No hay mal que por bien no venga –dije.–¿Y dónde ves el bien en todo esto? –me pre-

guntó papá, incapaz de cambiar de humor.–Es que ahora los voy a tener más tiempo con-

migo para jugar –y me les tiré encima hecho unremolino de trompadas.Terminamos abrazados, combatiendo con risas

al monstruo invisible que nos había invadidodesde afuera.

3.Las primeras semanas fueron difíciles. No tanto

por mamá, que se adaptó bastante rápido a la agen-da libre y disfrutaba de estar en casa y conmigo atiempo completo, sino por papá. Él parecía un leónencerrado en una jaula de pajaritos. Todas las maña-nas salía a buscar trabajo con los avisos clasificadossubrayados en rojo y regresaba por la tarde con laesperanza hecha pedazos. Le dolía que ya nadievalorara su habilidad para manejar las máquinas que

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Se rieron sin ganas y me respondieron que yo yaera grande y merecía saber la verdad. Fue así queme enteré de que mis padres acababan de quedar-se sin trabajo. –Los dos al mismo tiempo, ¿te das cuenta? Es

como sacar la lotería pero al revés –dijo papá, yme pareció que no estaba intentando ser graciososino todo lo contrario.Él era obrero de una fábrica que producía saca-

corchos y cubiertos de acero inoxidable. Productosbuenos, tradicionales, pero que la gente ya no com-praba porque prefería otros que venían de Chinamás baratos.–Despidieron a veinte operarios –agregó–. Y

entre ellos me tocó a mí.Mamá trabajaba de recepcionista en la sucursal

del barrio de la compañía telefónica. Como laiban a cerrar, le ofrecieron dinero a cambio delretiro o, si no, el pase a una oficina del centro.–Más de una hora de viaje de ida, otro tanto de

vuelta... Una locura. Por eso acepté irme. Lo quemenos pensé es que a tu padre lo iban a despedir

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Pero un día de noviembre llegó a casa lleván-dose los muebles por delante, puro entusiasmo.Pidió que le hiciéramos lugar en la mesa y desple-gó un mapa gigante que sacó de la mochila.–Esperen un segundito, un segundito nomás,

por acá, a ver...Su dedo índice planeaba sobre el papel mientras

buscaba con los ojos achinados el lugar exacto delaterrizaje.–Me parece que necesitás anteojos, querido –le

dijo mamá.–¡Qué anteojos ni anteojos! La letra es el pro-

blema, no yo. Pará, pará... ¡acá! –y señaló unpunto no más visible que la pata de una hormiga–.¡Turquesa!–¿Qué turquesa? ¡Amarillo! –grité.–¿Qué amarillo? ¡Turquesa! –insistió él.–¿Me quieren decir de qué hablan? –terció

mamá, fastidiada.–Del color del mapa –dije yo.–No, no... –exclamó papá, agitando las manos

como quien disipa una humareda–. Turquesa.

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moldean el metal y, tanto o más que eso, que loempezaran a considerar viejo para los pocos puestosque el mercado laboral ofrecía.Me daba pena verlo así, como expulsado de su

propia vida. Lo atormentaba la idea de que los aho-rros se esfumaran y de que un día no tuviéramos nipara comer. Su ánimo se había vuelto pesimista ygris. A veces se ponía a hacer cálculos: cuánta platatenemos, cuánta gastamos, en qué podemos invertirpara salir adelante. Y los números nunca le daban.Se enojaba con las matemáticas que le escamotea-ban una solución, con los chinos que hacían saca-corchos más baratos, y hasta con él mismo, porqueen un punto se sentía responsable del destino detoda la familia. La decepción era tan grande que loprivaba de los pequeños placeres familiares. Nococinaba más sus paellas memorables para no tenerque usar, creo yo, el disco de hierro fundido que élmismo había forjado en los hornos de la fábrica.Tampoco disfrutaba de jugar conmigo: tan prontonos poníamos a patear la pelota, buscaba una excu-sa y me dejaba solo.

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bellezas naturales y un microclima único en lacosta argentina.–Por eso tenemos que tener la audacia de los

pioneros. Instalarnos antes del boom y preparar-nos para lo mejor –dijo convencido.Por boca de un tío lejano, al que había encon-

trado de casualidad en un colectivo cuando iba abuscar trabajo, papá escuchó hablar de Turquesa ydel tesoro imperdible que ofrecía: una casa connegocio incluido a precio de remate. Las condicio-nes de venta eran tan ventajosas que nos permitirí-an vivir y trabajar allá todo el verano a cambio deun alquiler razonable, que luego sería descontadodel valor final de compra si la experiencia nos pare-cía buena y decidíamos quedarnos. El tío le dio elteléfono del vendedor y el vendedor, el mapa y lasreferencias.–No tenemos nada que perder. Hay que inten-

tarlo –se exaltó papá.–Todo muy lindo, ¿pero a qué nos vamos a

dedicar? –preguntó mamá con ironía–. ¿A la cazay a la pesca?

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¡Tur-que-sa! El lugar que nos va a cambiar la vida.No sé cuál fue la causa precisa: tal vez el nom-

bre, que remite a una piedra preciosa con una de lastonalidades más lindas, o la alegría resucitada depapá, o la idea de que existía un sitio que, mágica-mente, iba a devolvernos la normalidad perdida. Locierto es que me dejé ganar por el mismo entusias-mo que hacía vibrar a mi padre. Turquesa, repetí, ylo que imaginé fue una felicidad posible. Jamás unapesadilla. Jamás un espanto.

4.Turquesa resultó ser una playa poco conocida que

estaba a 700 kilómetros al sur de Buenos Aires. –Arena finita, un mar tranquilo y azul, en vera-

no casi nunca llueve ni hace frío, parece un peda-zo del Caribe trasplantado al Océano Atlántico–nos explicó papá. Según él, Turquesa se transformaría en un bal-

neario exclusivo como Cariló. La gente de dine-ro iría en masa a veranear allí, seducida por sus

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¿cómo podía ser que nadie lo hubiera descubiertotodavía? Si las posibilidades de progreso resulta-ban tan buenas, ¿por qué alguien nos vendería unacasa y un negocio a un precio tan bajo y práctica-mente a prueba?–¿A qué le tenés miedo? –la apuraba él.–Miedo a nada. Pero vos conocés el refrán: cuan-

do la limosna es grande, hasta el santo desconfía.–Si de refranes se trata, te tiro otro: a caballo

regalado no se le miran los dientes.El plan fue evolucionando entre discusiones de

este tipo, que en modo alguno llegaban a frenar elimpulso de papá. Él viajó a Turquesa un fin desemana a ver el lugar y cerró la operación. Volviócontento y con un par de fotos de una playa de-sierta que no parecía nada del otro mundo. –¿Y la casa qué tal es? –le preguntamos.–Hay que hacerle algunas cositas pero puede

andar –respondió, y enseguida saltó a otro tema.Creo que la resistencia de mamá cedió por mí:

me veía tan contento que terminó aceptando quenada malo podía pasarnos. Así fue que pusimos

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–De ninguna manera, amor –respondió él,abrazándola–. Las playas se llenan de turistas quelo único que quieren es pasar el día entero al sol.¿Qué no hacen ni locos? Cocinar. Bien, a eso nosvamos a dedicar nosotros: a poner una rotisería ya venderles comida. El local está completamenteinstalado. Hasta un spiedo tiene. Yo me voy aencargar de las paellas y los mariscos. Vos, de laspastas y las pizzas...–¡¿Y yo?! –interrumpí, decididamente sumergido

en el sueño maravilloso de papá. Ya me veía conuna tabla de surf bajo el brazo, entre cocoteros ychicas divinas en biquini.–Vos vas a entregar los pedidos en bici. Y cuan-

do tengas edad suficiente, a lo mejor hasta te com-pro una moto.–¡Una moooto! –grité, esta vez desbordado por

otra imagen poderosa: yo, acelerando una HarleyDavidson. A partir de ese momento, fui socio inquebran-

table del plan de mi papá. Mamá no. Ella dudaba.Si Turquesa era un lugar tan extraordinario,

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daba ánimo con constantes “ya falta menos, eh, yafalta menos”, que lograban el objetivo contrario:impacientarnos cada vez más. En un momento noté que dejábamos de avanzar.

El pavimento se había transformado en un líquidoespeso que se encrespaba en ondulaciones cada vezmás grandes, olas que primero nos levantaban yluego nos tiraban hacia atrás. Quise alertar a papá,pedirle que hiciera algo porque adelante se despe-rezaba una masa enorme que amenazaba con aplas-tarnos. Pero no me salió la voz. Ni siquiera pudeabrir la boca. Estaba petrificado, como si una fuer-za superior me hubiera convertido en un muñecode cera. El tsunami de asfalto se alzó como unagarra sobre el rastrojero y se nos vino encima.Desesperado, junté fuerzas por dentro y rompí laparálisis con un alarido tremendo.–¡Aaaahhhhhggg!–Dani, Dani, por Dios, ¿estás bien? –mamá, que

me sacudía para que volviera en mí.–Nos vamos a morir todos ahogados –dije,

todavía confundido.

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fecha de partida. Saldríamos a principios de diciem-bre, apenas yo terminara las clases. No me importódejar el barrio, la escuela, los amigos. Había surgidoen mí un afán de aventura que superaba todo.

5.Y la pesadilla empezó a insinuarse en la ruta

misma. A papá le habían prestado un rastrojeromás viejo que un mamut. En la caja apretamostodas nuestras cosas y en la cabina, angosta y conun asiento duro y recto como un banco de made-ra, no tuvimos otra alternativa que apretarnosnosotros. El fervor se nos esfumó enseguida. Lacamioneta no levantaba velocidad y la distanciaparecía reproducirse a medida que avanzábamos.Como no tenía aire acondicionado, el calor aden-tro era mortal. Yo no sabía de qué manera acomo-dar las piernas ni dónde apoyar la cabeza, que mepesaba del sueño y del cansancio. Mamá disimula-ba mal su fastidio y se apantallaba nerviosamentecon una revista. Papá, derretido en sudor, nos

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6.Árboles raquíticos de hojas grisáceas. Calles de

arena y piedra. Casas aisladas entre médanos ymatorrales. Perros que le chumbaban a la camio-neta como si nunca hubieran visto una. De eso setrataba Turquesa: un pueblito a años luz de laexplosión turística y sin la belleza prometida, almenos hasta donde yo podía ver. Paramos frente auna construcción de dos plantas con las paredessin revocar. –Es acá –dijo papá secamente. No hizo, esta

vez, fanfarrias de suspenso.Ni mamá ni yo esperábamos un palacio, pero

tampoco una casa tan rústica y a medio terminar:ventanas sin cortinas, las bombitas de luz colgandode los cables y enredadas en telarañas, piso decemento, muebles que de tan toscos parecían habersido fabricados a hachazos salvajes. Bajamos nues-tras cosas del rastrojero sin pronunciar más palabrasque las necesarias. Supongo que no queríamos quese nos filtrara tan pronto el desencanto.–Dani, ¿por qué no vas a ver la playa? –me

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–Tranquilo, amor, tranquilo, que fue un sueñonada más.Me dejé abrazar mientras trataba de recordar el

momento en que me había dormido. No pude.–¿Falta mucho? –pregunté. –No –contestó papá–. Ya llegamos. Con uste-

des, cha chan cha chaaaan... ¡Turrrrquesa!Salió de la ruta, hizo cien metros por un cami-

no de ripio y paró frente a un arco armado controncos de árbol. Del travesaño pendía un cartelde madera despintado con el nombre del pueblo.A la “q” le faltaba la patita. La “s” directamentehabía desaparecido. El letrero se movía con elaliento que parecía salir de esa boca desdentada. –Bienvenidos al paraíso –dijo papá.Mamá cerró los ojos y negó con la cabeza. La vi

justito. Fue un movimiento casi imperceptible, perosuficiente para traslucir su decepción. Ella no creíani en paraísos ni en cambios mágicos, y desconfiabade la dentadura de los caballos regalados. Su malpresentimiento seguía ahí, latente, peligroso. Y yosentí, por primera vez, que podía tener razón.

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pico que asomaba, como un balcón, hacia unabahía hermosa. El mar verde oscuro ronroneabacon el romper de las olas. Aguas adentro, no muylejos, una pequeña isla completaba la postal per-fecta. La belleza de Turquesa existía y estaba antemis ojos, lo que significaba que la ilusión de papáaún tenía la posibilidad de ser cierta. Encontré una pendiente bastante suave y,

pisando con cuidado entre las rocas, bajé a laplaya. La isla se encontraba en un punto equidis-tante entre los dos extremos de la bahía, como sihubiera sido puesta allí por la mano y el ojo mate-mático de Dios y no por el azar de la naturaleza.Lo más curioso, de todos modos, resultaba el pal-pitante halo de luz que irradiaba. Me sentí atraídopor ese peñasco de vegetación densa. Quiero ir,pensé. Si hay algo hermoso en Turquesa, si hayalgo especial y diferente, está en esa isla. Fuecomo un deseo que me surgió de golpe y que sevolvió, a la vez, un desafío. Quiero ir, ¡debo ir! Ylamenté no tener puesta una malla porque mehubiera lanzado al mar en ese mismo instante.

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propuso mamá. Me di cuenta de que quería sacar-me del medio para hablar a solas con papá.–Los espero a ustedes, mejor.–Es que tenemos para largo. Hay que desemba-

lar todo, limpiar...Busqué con la mirada la aprobación de mi

padre. No quería que pensara que en el primer díaya desertaba del trabajo duro.–Mamá tiene razón –dijo–. Sería una picardía

que después de semejante viaje te fueras a dormirsin conocer el mar, justo vos que no lo vistenunca. Eso sí: no te vayas a meter, eh.Salió a la calle para indicarme cómo llegar,

pero creo que yo hubiera podido encontrar lacosta aún con los ojos vendados: me habría basta-do con seguir el rastro del viento salitroso que megolpeaba la cara. A cinco cuadras me topé con unpinar espeso de árboles muchos más altos y saluda-bles que los que había visto al entrar a Turquesa.Lo atravesé corriendo, saltando las raíces gruesasque sobresalían del suelo, hasta que di con unacantilado. Tres metros de pendiente cortada a

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