el misterio de los mutilados - horacio convertini

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EL MISTERIO DE LOS MUTILADOS

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El misterio de los mutilados - Horacio Convertini Mención Alija 2015

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el misterio de los mutilados

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ColeCCiÓN GraN aNGular

Dirección editorial: Lidia Mazzalomo

Dirección literaria: Cecilia Repetti

Edición: Ana Cecilia Forlani

Dirección de Arte: Silvia Lanteri

Diagramación: Vanesa Chulak

Jefe de Producción y Preimpresión: Antonio Lockett

Corrección: Patricia Motto Rouco

Foto de tapa: Phovoir

© Horacio Convertini, 2014

© Ediciones SM, 2014

Av. Callao 410, 2º piso [C1022AAR] Ciudad de Buenos Aires

Primera edición: enero de 2014

ISBN 978-987-573-951-2

Hecho el depósito que establece la ley 11.723

Impreso en la Argentina / Printed in Argentina

No está permitida la reproducción total o par-cial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cual-quier otro medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

El misterio de los mutilados / Horacio Convertini; coordinado por Cecilia Repetti; dirigido por Lidia Mazzalomo; edición a cargo de Ana Cecilia Forlani. -1ª ed. -Buenos Aires: SM, 2014.

136 p.; 20 x13 cm.

ISBN 978-987-573-951-2 1. Narrativa Juvenil Argentina. I. Repetti, Cecilia, coord. II. Mazzalomo, Lidia, dir. III. Forlani, Ana Cecilia, ed. IV. TítuloCDD A863

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el misterio de los mutiladosHoracio convertini

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A Mariel.

A Franco.

A Daniel.

A Pablo Ramos.

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1. La pesadilla

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Claribel no sabe. Le oculté la verdad porque no sería capaz de resistirla, de tal manera que el peso sobre mí es doble: callar y estar alerta. Todo empeoró desde que al nene se le dio por creerse un hombrecito porque en Boca le pagan viáticos y sale de noche con los amigos a gastar la plata. La pesadilla es una trama vacía: apenas el chillido de una motosierra y un guante de látex ensangrentado. El flash dura un segundo, con eso basta. Me despierto, en-tonces, como si estuviéramos allá, rodeados, perseguidos, y ya no puedo dormir hasta que el nene regresa. Sano, salvo, entero.

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No sé que odiaba más de Barilari: si sus modos de oran-gután o su repentina pasión por el “gerenciamiento cientí-fico”. Desde que había ido a un congreso en Miami, estaba fanatizado con las últimas tendencias del manashmén, como decía en un inglés troglodita, porque también se le había pegado la costumbre de usar palabras anglosajonas, innecesarias y mal pronunciadas, solo para darse aires de actualizado. Según Barilari, las ventas ya no dependían de la calidad del producto ni de la eficacia de la red de co-mercialización. Había escuchado que los nuevos teóricos del consumo recomendaban operar directamente sobre la motivación de los compradores y que las principales com-pañías del mundo ya estaban desarrollando técnicas neu-ronales para implantar en la gente el deseo por un objeto. “Olvídense de los avisos en la televisión, de los carteles en la calle, de los jingles en la radio. La publicidad tradicional será reemplazada pronto por mensajes subliminales que llegarán directamente a la corteza cerebral del cliente”, decía. Se había obsesionado tanto con hallar la fórmula secreta que cuadruplicara las ventas, que parecía decidido a remover los cimientos de una empresa que ya había

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2. El jefe

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sobrevivido a mil crisis y a varios gerentes, aunque ningu-no tan ambicioso y superficial como él.

Yo, una vez, me animé a decirle que ciertas estrategias de márketing podían ser aplicables a una gaseosa nueva, pero jamás a prótesis ortopédicas. Porque eso era lo que nosotros vendíamos: piernas, pies, brazos, manos, dedos; de madera, de material sintético; articulables, rígidos. Se-guramente existían maneras de estimular en la gente el consumo de una bebida sobre otra, pero ¿cómo lograr que alguien entendiera la ventaja de tener una extremidad de fibra de vidrio? Nuestro negocio nacía de la desgracia aje-na —una explosión, un accidente de auto— e incluso la prótesis más perfecta no dejaba de ser el recuerdo palpa-ble de un desastre. Por tal razón, antes de ilusionarnos con estrategias dignas de la Coca Cola, lo más lógico era repetir la vieja disciplina que nos había hecho perdurar años y crecer aun en tiempos difíciles. Se trataba de visitar periódicamente a traumatólogos y cirujanos, explicarles las virtudes de nuestros artículos, regalarles lapiceras y agen-das con el logo de Orthomed para que tuvieran la marca siempre presente y, en casos de especial conveniencia, ofrecerles un diez por ciento de comisión por cada prótesis que prescribieran.

Recuerdo que yo estaba de pie frente al escritorio de Barilari, porque él nunca invitaba a tomar asiento a sus su-bordinados; le gustaba hacernos sentir una visita molesta y solía escucharnos como quien oye llover, mientras ojea-ba expedientes con el ceño fruncido. Sin embargo, aquella vez, siguió mis palabras atentamente y sin interrumpir-me, mientras fumaba un cigarrillo. Dejó que me explayase como si en verdad valorara mi juicio sobre la marcha de la empresa. A través de la ventana cerrada se filtraba el ba-

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rullo de bocinazos y frenadas de la calle, y eso me obligó a subir un poco la voz. Algo de Barilari, probablemente su silencio y acaso también cierta luminosidad infrecuente en la mirada, me alentó a continuar cada vez más anima-do. Y salté con audacia la diferencia de rango: él, tiránico mandamás; yo, humilde empleado de contaduría.

—Las estrategias comerciales no existen en el vacío —sen-tencié, finalmente, con aire doctoral—. Dependen del pro-ducto. Y nuestro producto, permítame señor que le diga, no admite demasiadas innovaciones.

Barilari aplastó la colilla con fuerza en un cenicero plástico. Se dejó caer contra el respaldo del sillón e inspi-ró profundo. Eso, paradójicamente, activó en él un catarro sísmico, como si sus pulmones solo toleraran el humo de los cigarrillos y, ante la amenaza del aire puro, se hubie-ran rebelado. Yo me apresuré a servirle un vaso de agua de una jarra de vidrio que estaba en su escritorio, pero él lo rechazó agitando frenéticamente las manos. Se retorció con un par de toses graves y quedó con el cuerpo volca-do hacia la derecha, la boca abierta, el pecho tembloroso, la respiración como un arrastrar de piedras. Aun así se levantó y se acercó despacio hacia el rincón de la oficina donde había un maniquí a escala natural armado con las prótesis más avanzadas de nuestro catálogo.

Barilari era rengo. Tenía la rodilla izquierda torcida ha-cia adentro, como si al nacer le hubieran partido la pierna por la mitad y los huesos hubieran soldado mal. Cuando caminaba, el cuerpo fuera de escuadra se le zarandeaba hacia un lado y hacia el otro, lo que le daba un aspecto de simio que encajaba perfectamente con sus modales. Llegó haciendo crujir el piso de madera y pasó su brazo derecho por sobre los hombros del maniquí.

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—¿Leyó el brifin sobre el congreso de Miami que les entregué a todos? —me preguntó con una voz más caver-nosa que la habitual—. No se puede ampliar el mercado haciendo siempre lo mismo. ¿Y qué hacemos nosotros desde 1940? Esperamos a que la fatalidad llegue para re-cién ahí intervenir. Una estrategia vieja, perimida. ¿Alguna vez le conté qué me pasó? —y se dio una palmadita en la pierna renga—. Tenía catorce años e iba a encontrarme con una chica en un cine de Boedo. Mi primera novia, el primer beso, nervios, ansiedad… ¿Se da cuenta, Gimé-nez? El día que sueña todo chico. Tardé tanto en elegir la ropa que se me hizo tarde y tuve miedo de que ella no me esperara. Por eso intenté subir a un colectivo en mo-vimiento que venía con gente hasta en el estribo. Fue en la avenida Sáenz, frente a la iglesia de Pompeya. Lo corrí desde atrás, pegué el salto, tiré el manotazo a la manija y algo salió mal. Un error de cálculo, supongo, porque mis dedos se cerraron sobre el aire. Caí. Las ruedas traseras me aplastaron la pierna. Los médicos del Hospital Penna me la salvaron de milagro. Me quedó esta deformidad, pero algo es algo. Durante mucho tiempo creí que habían hecho lo mejor, pero hoy no estoy tan seguro. Imagine si me hubie-sen amputado y puesto una prótesis como esta —señaló la Legus 90 Extra Light del maniquí—. Caminaría casi tan bien como usted y, en pantalones largos, nadie se daría cuenta de mi defecto.

Vino hacia mí lentamente entre crujidos de madera. Me pasó un brazo por los hombros, como antes había hecho con el maniquí. No era un gesto de amistad o camaradería. Lo supe aun antes de que me empezara a apretar con una mano velluda.

—Usted no piense, Giménez —dijo, mientras me arras-

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traba hasta la puerta de su despacho—. Cumpla con las ór-denes y listo. Si Orthomed le pagara por pensar, ocuparía mi lugar. Y mi lugar ya está ocupado.

Me soltó con un leve empujón para sacarme fuera de sus dominios. Cerró la puerta y, una vez solo, tosió de tal manera que se escuchó como una carcajada trunca.

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3. El hámster

Dos o tres meses después llegó Jennings. Era norteame-ricano, de Fort Worth, Texas, y cuando me lo presentaron me desilusioné: por alguna razón, seguramente debido a los estereotipos del cine, esperaba encontrarme con un mastodonte en botas puntiagudas, corbata de lazo y som-brero de cowboy. Sin embargo, Jennings era un hombre pequeño y muy flaco, que siempre andaba con las puntas de los dedos dentro de los bolsillos del saco, como si no se animara a guardar las manos del todo pero tampoco a sacarlas por no saber qué hacer con ellas. Al lado de Ba-rilari, que no se le separaba y lo llevaba de aquí para allá casi a los empujones, parecía un pigmeo. O peor que eso: un pigmeo miedoso, perdido en una selva hostil de fieras capaces de despedazarlo o que, en el mejor de los casos, resultaban hienas abúlicas que solo querían que el visi-tante ilustre hiciera lo suyo rápido y se fuera, para poder volver así a la cómoda rutina de remitos, facturas, plani-llas y bostezos.

Barilari reunió a todo el personal en el depósito, don-de armó un improvisado auditorio, y presentó a Jennings como el hombre que habría de ayudarnos a dar el salto

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de calidad que necesitaba la compañía. Lo definió como un genio mundial del gerenciamiento científico (esto último lo dijo en su mal inglés, que sonó algo así como saientific ma-nashmén) y nos pidió encarecidamente silencio y atención.

—Tienen frente a ustedes a una eminencia —palmeó a Jennings en la espalda y este se estremeció por la fuerza del manotazo—. Arthur Commodore Jennings, profesor emérito de la Universidad de El Paso, jefe de investiga-dores de la Universidad de Dallas. Ni más ni menos que el hombre que sacó a Pepsi de la bancarrota, el que sen-tó las bases para que Burger King sea lo que es hoy, un monstruo en todo el planeta. Y espero que esto no sea una infidencia —lo miró con una sonrisa y luego volvió a nosotros—, pero acaban de convocarlo como asesor del comité que está organizando el Mundial 94, ¿qué les pare-ce, muchachos? ¡Les traje al cerebro del Mundial!

Acaso esperaba un murmullo de admiración, un escalo-frío de entusiasmo que nos hiciera estremecer en las sillas. Pero no. Tiró el anzuelo futbolero y nada. Solo silencio, quie-tud, indiferencia. Frunció el mentón y asintió con la cabeza, como quien advierte una señal, y siguió en un tono más seco.

—Orthomed ha hecho un gran esfuerzo para contratar-lo y debemos aprovechar su experiencia, absorber su co-nocimiento como esponjas y abrirnos mentalmente para ingresar a una dimensión nueva. Nuestras estrategias de venta han sido útiles hasta un punto, pero debemos mo-dificarlas antes de que se vuelvan insuficientes. Todo va a cambiar a partir de las enseñanzas de Jennings. Si la compañía cambia, crecerá, no tengan dudas, y con ella, también crecerán ustedes.

Barilari hizo una pausa y sobrevoló el galpón con una mirada rasante de buitre carroñero. Se había dado cuenta

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de que nadie quería estar ahí, de que a ninguno le intere-saba demasiado lo que ese hámster de laboratorio traído de Texas tenía para decirnos, y su gesto se volvió duro, tenso, como el del capitán de barco que advierte en la apa-tía de los marineros la inminencia del motín. Noté cla-ramente que el sobrevuelo se detenía y que los ojos del gerente se clavaban en mí. Fue una acusación telepática: Barilari me señalaba como el jefe de los escépticos, acaso por aquella vieja conversación que habíamos tenido en su despacho, y advertí que me estaba avisando que si el boi-cot a Jennings resultaba exitoso, la primera cabeza en ro-dar sería la mía. Tuve miedo, lo digo francamente. Llevar la contabilidad de una empresa de ortopedia no era, en modo alguno, el trabajo soñado, pero infinitamente peor era la calle, el empezar de nuevo y de cero. Todos los días quebraba una fábrica y los empleos seguros escaseaban. No quería terminar de remisero o vendiendo porquerías chinas en un bazar de Once. Entonces me puse a aplaudir. Frenéticamente. Primero sentado, después de pie, con el entusiasmo de quien acaba de escuchar una obra maestra de Beethoven. Los demás, algo sorprendidos al principio, se fueron uniendo con sus palmas hasta tejer una ovación atronadora. Barilari sonrió satisfecho y le hizo un gesto a Jennings para que ganara el centro de la escena.

El profesor agradeció con una inclinación casi imper-ceptible de cabeza, carraspeó, sacó delicadamente las manitos de los bolsillos del saco y estalló. Nunca vi una transformación tan radical y tan instantánea. En apenas un segundo, el hámster se convirtió en un saltimbanqui de voz atenorada y movimientos poco menos que epilép-ticos. Jennings gritaba como un Elvis Presley que ha me-tido los dedos en el enchufe. El espectáculo era poderoso

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e hipnótico, y hubiera cumplido con el propósito de adoc-trinarnos de no haber sido por un detalle: que Jennings hablaba en inglés y nadie lo traducía. Miré a Barilari. Vi su cara descompuesta por el papelón y sentí, íntimamente, el placer de la venganza.

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4. El elegido

Jennings permaneció en la empresa una semana más. Barilari le dio las atribuciones propias de un general de ejército de ocupación y puso una traductora a su servicio las veinticuatro horas para que esta vez nadie se que-dara sin entender. El genio norteamericano tenía liber-tad para revisar del derecho y del revés cada bibliorato, cada cajón, cada mísero expediente y, de ser necesario, para interrogarnos a solas en un cuarto con las ventanas cubiertas por cortinas negras, como si fuéramos sospe-chosos de espionaje. La indignación inicial que generó semejante ofensiva se fue atemperando paulatinamente gracias a los encantos de Misis Carolain, como llamaba Barilari a la traductora. Era una rubia de 30 años que dominaba el arte de usar minifaldas y entrecruzar las piernas para ablandar la indiferencia del personal mas-culino. Si algún empleado persistía en su hosquedad ante las preguntas de Jennings, la traductora se quitaba los anteojos y los colgaba del último botón abrochado de su camisa, para que el leve peso de los lentes abriera lo suficiente el escote. Con esa simple operación, hasta los mudos hablaban.

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Yo no fui convocado a la sala de interrogatorios. Ape-nas me pidieron las carpetas con las estadísticas regio-nales de venta, algo que por otra parte hizo Barilari y no Jennings. Eso me privó de un encuentro cercano con Misis Carolain, pero al mismo tiempo significó un alivio: si algo salía mal, si el temido motín a bordo que intuía el gerente hacía fracasar la revolución del hámster de Texas, yo quedaría al margen de las represalias pues había colaborado sin chistar en lo que se me había requerido.

Por tal razón me sorprendió que me llamaran el úl-timo día. Me citaron en el cuarto de los interrogatorios. Las cortinas negras habían sido retiradas y el sol trans-versal del atardecer hacía brillar las partículas de polvo que flotaban en el aire. Jennings estaba sentado en un sillón, visiblemente incómodo, porque de un lado tenía al simio de Barilari y del otro a Misis Carolain, muy pega-da a él, exhibiendo sus armas de destrucción masiva. Me pidieron que me sentara en una silla de madera ubicada justo en el centro del salón vacío, frente a ellos. Me sentí como un alumno que está a punto de dar el examen que lo condenará a repetir el año.

Barilari me presentó como uno de sus empleados más sagaces y el elogio, lejos de enorgullecerme, me intrigó: ¿cuán sagaz puede ser un hombre que se la pasa transcri-biendo números a planillas y ordenando papeles conta-bles? ¿Qué podía esconder un cumplido tan exagerado? Fue Jennings el encargado de develar el misterio. Habló, ya no con la voz del pastor de almas que busca guiar a un rebaño indócil hacia su salvación, sino como el filósofo que acaba de encontrar a la madre de todas las certezas y busca el tono justo para transmitirla a una mente va-liosa pero inferior. Nada de saltos ni contorsiones. Pren-

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sado entre el gerente y la bomba sexy, apenas movía las manos para acompañar el sentido de sus palabras. Decía una frase, hacía una pausa para que Misis Carolain la tra-dujera, y continuaba de manera monocorde. Barilari, en sorprendente segundo plano, solo aportaba el murmullo de su respiración de fumador.

Jennings dijo que había detectado, tras un paciente estudio de los documentos de la empresa, una podero-sa irregularidad. Cierta distorsión que, bien analizada, podía contener el germen de un éxito formidable. En Dignidad, un pequeño pueblo cercano a La Pampa, tan insignificante que casi no figuraba en los mapas, se ven-dían año a año muchísimas prótesis. Si dividíamos ese número por la cantidad de habitantes, nos daba una tasa que superaba largamente el promedio nacional.

—Acabo de recibir informes de los principales mercados del mundo —dijo Jennings, a través de Misis Carolain—. El coeficiente de ventas supera al de países desarrollados como Estados Unidos o Francia, e incluso al de naciones en guerra como Afganistán y Somalia. Se produce en Dignidad algo específico que, si pudiéramos identificarlo y replicarlo luego en otras plazas más importantes, podría permitirnos un crecimiento exponencial de las ventas. Nuestro desafío es detectar la regularidad de la irregularidad.

Fue entonces el turno de Barilari. Dijo que yo había sido elegido para resolver el enigma. Y repitió la frase mágica de Jennings, pero con los términos invertidos.

—Usted debe descubrir la irregularidad de la regula-ridad, Giménez. ¿De qué manera? No lo sabemos. Será una experiencia de campo única en el mundo. Vaya, mire, pregunte, escuche. Los habitantes del pueblo nos darán la respuesta.

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—Entiendo la importancia del trabajo y no es que no quiera hacerme cargo, pero ¿no sería mejor que fuera el viajante que atiende esa zona?

—¿Gurmindo? ¡¿El idiota de Gurmindo?! —ladró Ba-rilari.

—Bueno, un hombre de experiencia que conoce el terreno. Seguramente tiene contactos aceitados con los médicos del lugar…

—Giménez, cómo se le ocurre que le voy a confiar la investigación que puede revolucionar el mercado a un viejo de setenta años lleno de mañas y cuyo cerebro ape-nas le da para seguir poniendo en marcha el auto sin ahogar el motor. Tiene que ser alguien joven, ambicioso, lleno de proyectos… Y, fundamentalmente, alguien que piense. Y usted piensa, Giménez, yo lo sé.

Barilari se levantó bruscamente del sillón. Jennings se escoró un poco hacia su derecha, como si el hueco deja-do por el gerente lo hubiera succionado. Misis Carolain entrecruzó las piernas al mismo tiempo que se quitaba los lentes y se los colgaba del escote de la camisa. Barilari se acercó a mí, crujido a crujido. Metió la mano en un bolsillo del pantalón y sacó un fajo de billetes. La mano de simio y el dinero quedaron suspendidos a la altura de mi nariz.

—Sus viáticos —dijo—. Si consigue buena informa-ción, no hará falta que los rinda.

Qué puedo perder, pensé. Agradecí la designación, embolsé la plata y tuve la efímera sensación de estar ha-ciendo un buen negocio.

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5. El loco

Salí mareado. Por el fajo de billetes, por las palmadas demoledoras de Barilari, por el escote de la traductora, por un montón de ideas confusas que no alcanzaban a entrar-me en la cabeza. Yo, el oficinista más oscuro de todos los oficinistas, convertido en la gran esperanza de una empre-sa insignificante que se había propuesto llenar el mundo de tullidos. Antes de pasar a buscar el auto con el que haría el viaje, me metí en el bar de la esquina. Necesitaba pa-rar la máquina, focalizarme en un pensamiento tranqui-lizador para espantar otros que, sin llegar a tomar cuerpo del todo, revoloteaban en mi mente como pájaros de mal agüero. En eso vi a Gurmindo camino al subte. Salí y lo llamé. Se sorprendió. Yo llevaba diez años en Orthomed, él muchos más, y nunca habíamos cruzado más que dos o tres palabras que no fueran las de rigor administrativo. Le propuse tomar algo y, aun con dudas, aceptó. El viejo era reconocido por su buen humor, su pasión por la noche y porque levantaba quiniela, su segundo oficio, seguramente el que más le gustaba. Me preguntó si íbamos a pagar a medias. Le contesté que no, que invitaba yo. Sonrió alivia-do y pidió un whisky.

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—¿Qué cagada te mandaste? —me dijo.—¿Cagada? Ninguna.—Saliste blanco de la reunión con Barilari. Todavía te

dura.—Me duele un poco la cabeza. Será eso.—Jugale al 34.—¿Qué tiene que ver? —El 34, la cabeza. No falla. Te anoto con dos pesitos

para la nocturna, dale.Le di la plata y la guardó rápido, como si hubiera tenido

miedo de que yo me fuera a arrepentir.—Se trata de Dignidad —dije.—No te puedo prestar, la perdí hace rato —retrucó, y

se largó a reír.—No me joda, Gurmindo. Le hablo del pueblito ese que

está en su zona, cerca de La Pampa.—¿Y qué querés saber?—Me mandan a hacer un laburo ahí. Quiero que me

cuente cómo es, qué puedo esperar.—No sé, pibe, hace rato que no voy. Es más, si fui tres

o cuatro veces en los últimos veinte años es mucho. ¿Sa-bés lo que pasa? En este oficio, a determinada altura de tu vida, te ponés en exquisito y elegís adónde ir. La ruta te come. Dormir una noche en cada cama, también. ¿Para qué sumarle el garrón de viajar a lugares que no te gustan? Está el prejuicio de que nosotros somos lobos solitarios. Fal-so. En todo caso somos lobos que tienen una manada aquí y otra allá. Yo mañana me voy a Bahía Blanca y no solo a vender prótesis: se casa mi ahijada, la piba de un cirujano que es uno de mis mejores clientes. En Pigüé tengo una mujer que siempre me espera con un champán en la he-ladera. En Arrecifes soy vocal titular del Club Defensores:

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falto seguido a las reuniones de Comisión Directiva, pero como saben a qué me dedico me bancan igual. Podría es-tar hasta la noche contándote cosas así. Es más: te diría que, para mí, vender prótesis es una excusa para saludar amigos.

—¿Y por qué no le gusta Dignidad?Se encogió de hombros y se concentró en terminar el

whisky.—A lo mejor, yo no les gusto a ellos —dijo con una

sonrisa irónica luego de secar el vaso.—Sin embargo son los que más le compran.—Hacen los pedidos por teléfono. Los vienen a buscar

ellos mismos. Pagan puntualmente. Nunca tuve clientes tan cumplidores. Jamás un problema.

—¿Entonces?—Entonces nada, pibe. Un viajante debe ser ciego, sor-

do y mudo. Como dice el refrán, “pueblo chico, infierno grande”.

Gurmindo no se movió más de ese punto de ambigüedad. Resistió todas mis preguntas con sus sonrisas de viejo píca-ro, y con sus respuestas me fue llevando a otros terrenos menos complicados. Terminamos conversando sobre los mejores restaurantes ruteros de la provincia y me regaló una copia de su mapa maestro, el que lo acompañaba des-de hacía más de cuarenta años. Cuando nos despedíamos, me dijo que iba a jugarle dos pesos al 22 en mi nombre.

—¿Por qué?—Un pálpito.—¿Y qué significa?—Los dos patitos. O el loco, según…

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6. La ausencia

Claribel empezó a llenar dos bolsos con ropa como si yo me fuera a ir de expedición al desierto de Gobi. Estaba triste pero no lo decía. Llevábamos ocho años juntos y nos habíamos acostumbrados a ser dos, solo dos, y a disimular la falta de un hijo con una unión inquebrantable. Uno era la sombra del otro, y esa cercanía mutua llenaba el vacío. Que yo viajara era darle lugar a que la otra ausencia, la inevitable, me reemplazara.

Le conté la misión que me había dado Barilari fingien-do entusiasmo, y traté de presentarla como una distinción y una notable posibilidad de progreso.

—Podían haber elegido a Gurmindo, que conoce la zona como un baqueano, pero optaron por mí —le dije—. Barila-ri fue claro: usted es el hombre, pongo en sus manos el fu-turo de la compañía. Fijate que me dieron carta blanca con los viáticos y hasta me prestaron un auto de la empresa…

—¿Cuándo volvés? —me interrumpió.—No sé, calculo que estaré afuera tres o cuatro días, no

mucho más.Claribel dejó los bolsos y me abrazó fuerte. Se puso

a llorar en silencio. Traté de consolarla dibujándole el

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futuro soñado: ascenso, aumento de sueldo, viajes de per-feccionamiento al exterior, seguramente con ella, porque a los ejecutivos de cierto nivel se les permite ir acompa-ñados; acaso hasta podría escribir un libro sobre mi rol clave en la revolución Jennings. Mentí aun sabiendo que ninguna de esas fantasías serviría. Primero, porque se les notaba el hilván. Segundo, porque ni volviéndose realidad alcanzarían a suturar un dolor tan primario, tan fuerte, y que también me incluía. Claribel agotó discretamente su angustia, me soltó y volvió a la paciente tarea del equipaje. Me dijo que me cuidara en la ruta. Que si no tenía fecha de regreso, tampoco me apurara en llegar. Que prestara atención a lo que comía, pero sobre todo a lo que tomaba, porque uno cree que el agua corriente de todos lados es como la de Buenos Aires y no, en algunos lugares es la misma peste. Llenó los bolsos con ropa para las cuatro estaciones, remedios para la fiebre y el dolor de estómago, cremas contra el sol, repelentes para mosquitos. Ordenó en un portafolio las planillas que me había dado Barilari, el mapa de Gurmindo, mis documentos, los documentos del auto. A falta de un hijo, Claribel se estaba volviendo mi madre. Le dije que no se preocupara, que regresaría pronto, que la llamaría todos los días. Y eso la reconfortó.

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7. El laberinto

El camino a Dignidad resultó ser un laberinto que siem-pre tenía un desvío más. El mapa de Gurmindo servía de poco: estaba lleno de tachaduras y correcciones hechas a mano con pulso tembloroso, como si en sus muchos años recorriendo el interior de la provincia, el viejo hubiera no-tado que hay rutas que no llevan a ningún sitio o pueblos que cambian de lugar mágicamente para despistar a los viajantes.

Encima, el Renault 18 de la empresa no tenía aire acon-dicionado y las chapas se habían recalentado como las re-sistencias de una tostadora. Diez horas manejando bajo un sol salvaje. Ya no transpiraba: sentía que mi cuerpo, directamente, se había convertido en agua, en moléculas de humedad que permanecían juntas solo por inercia o por algún milagro que no llegaba a comprender. En un momento, creí que si me detenía al costado de la ruta para estirar las piernas y tomar aire fresco a la sombra de un árbol, las moléculas se disgregarían y yo terminaría diluido en un charco.

Después de la enésima rotonda que tomé en la direc-ción equivocada, dominado ya por una bronca de locos,

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hice un bollo con el mapa y decidí continuar por las mías apostando a los carteles de Vialidad y al instinto, aun a riesgo de no llegar jamás y de cocinarme vivo dentro del maldito Renault.

Pero estaba claro que ese no era mi día de suerte. Tenía calor y sed y cansancio. Todo alrededor empezaba a tor-narse iridiscente. Los colores estallaban ante mis ojos de manera antinatural, como si llevara puesto un par de len-tes deformantes salpicados por gotas de agua. Recordé un western en el que un pistolero era abandonado a su suerte por sus enemigos en una planicie rocosa de Arizona, bajo un sol vertical y asesino. Insolado, el tipo sufría la misma distorsión visual que yo en ese momento. Él se terminaba salvando gracias a la aparición milagrosa de un nene apa-che, pero el cine era el cine y la vida, la vida. Me dio miedo de desmayarme al volante y terminar estrellado contra un árbol o hundido en esos arroyos verdosos y espesos que viboreaban junto al camino como trampas ocultas en la maleza. Morir deshecho entre hierros retorcidos o ahoga-do en agua sucia. No, no, yo no me lo merecía. Y mucho menos Claribel, la buena de Claribel, allá lejos y sola por capricho del imbécil de Barilari.

Justo cuando mis manos se pusieron a temblar con rit-mo parkinsoniano, vi un cartel que decía en letras blancas: “Granja Fritz. Hostería, dulces y quesos caseros, manjares de la repostería alemana”. Debajo de la leyenda, una fle-cha roja señalaba un sendero de tierra que desembocaba, cincuenta metros más allá, en una cabañita alpina que parecía sacada de otro paisaje. Me desvié hacia ella con una idea fija: pedir un vaso de agua, recuperarme antes de volver a la ruta y preguntar la manera exacta de llegar a Dignidad.

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Page 31: El  misterio de los mutilados - Horacio Convertini

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Detuve el auto con una frenada brusca. Bajé. Las pier-nas me hormigueaban. La puerta de la cabaña estaba abierta, pero no se veía lo que había del otro lado porque lo impedía una cortina blanca con volados de encaje. Una brisa caliente hacía bailar la tela. Lo iridiscente fue reem-plazado de golpe por una niebla. Hice dos pasos. Sentí que los pies se hundían en algodón blando. Quise apurarme y resultó peor.