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LA IMAGEN DE LA VIRGEN DE BERCIANA La interpretación del significado profundo que entraña para la historia de Méntrida el hecho legendario de la aparición de la Virgen al cabrero Pablo Tardío en Berciana y, por consiguiente, del culto a Santa María en su advocación de la Natividad que tradicionalmente se le profesa, depende, en gran medida, de la verosimilitud de las fuentes historiográficas de que disponemos. En este sentido, en función de la credibilidad histórica que otorguemos a los documentos que recogen las noticias sobre las apariciones de Berciana, matizaremos determinados aspectos que tienen que ver con la imagen venerada, con su advocación y, principalmente, con el culto que se le ha tributado a lo largo de la historia y en la actualidad. La imagen que en Méntrida se venera tradicionalmente bajo la advocación de Nuestra Señora de la Natividad, cuenta con un pasado histórico muy difícil de desvelar. La inexistencia de documentación contrastada sobre su origen, unido a la confusión de datos que aporta la historiografía hasta el presente conocida, y todo ello sumado a la carencia o indefinición de noticias fidedignas sobre los sucesivos procesos de restauración realizados a lo largo de los siglos, hacen que nos enfrentemos a no pocos enigmas, a la hora de determinar los sucesivos episodios de evolución iconográfica que tan singular imagen ha experimentado a través del tiempo. En todo caso, y por encima de cualquier otra consideración, debemos reiterar nuestra convicción profunda de que, pese al incierto origen y a la evolución que en su apariencia ha sufrido la imagen en diferentes etapas históricas, el hecho cierto es que el referente religioso que simboliza ha permanecido inalterable en la conciencia de cuantos devotos la han venerado y rendido admiración en el transcurrir de los tiempos, desde su legendaria y remota aparición en Berciana hasta nuestros días. Es decir, con una u otra apariencia formal, y sea cual fuere su origen, la imagen de Nuestra Señora de la Natividad ha sido para sus devotos, siempre y de modo inalterable, el rostro palpable de la Madre de Dios, la representación particularmente reverenciada de la Virgen María entre los mentridanos de todos los tiempos, seña de identidad genuina de su religiosidad tradicional. De ser cierta la versión de Fray Luis de Solís (1734), la imagen de la Virgen de la Natividad a la que los mentridanos rinden tributo desde tiempo inmemorial, es muy anterior a la fundación de Méntrida. Se puede decir, sin riesgo a equivocarse, que la efigie es mucho más antigua que el pueblo que actualmente la venera como Patrona.

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LA IMAGEN DE LA VIRGEN DE BERCIANA

La interpretación del significado profundo que entraña para la historia de

Méntrida el hecho legendario de la aparición de la Virgen al cabrero Pablo

Tardío en Berciana y, por consiguiente, del culto a Santa María en su

advocación de la Natividad que tradicionalmente se le profesa, depende, en

gran medida, de la verosimilitud de las fuentes historiográficas de que

disponemos. En este sentido, en función de la credibilidad histórica que

otorguemos a los documentos que recogen las noticias sobre las apariciones

de Berciana, matizaremos determinados aspectos que tienen que ver con la

imagen venerada, con su advocación y, principalmente, con el culto que se

le ha tributado a lo largo de la historia y en la actualidad.

La imagen que en Méntrida se venera tradicionalmente bajo la advocación

de Nuestra Señora de la Natividad, cuenta con un pasado histórico muy

difícil de desvelar. La inexistencia de documentación contrastada sobre su

origen, unido a la confusión de datos que aporta la historiografía hasta el

presente conocida, y todo ello sumado a la carencia o indefinición de

noticias fidedignas sobre los sucesivos procesos de restauración realizados

a lo largo de los siglos, hacen que nos enfrentemos a no pocos enigmas, a la

hora de determinar los sucesivos episodios de evolución iconográfica que

tan singular imagen ha experimentado a través del tiempo.

En todo caso, y por encima de cualquier otra consideración, debemos

reiterar nuestra convicción profunda de que, pese al incierto origen y a la

evolución que en su apariencia ha sufrido la imagen en diferentes etapas

históricas, el hecho cierto es que el referente religioso que simboliza ha

permanecido inalterable en la conciencia de cuantos devotos la han

venerado y rendido admiración en el transcurrir de los tiempos, desde su

legendaria y remota aparición en Berciana hasta nuestros días. Es decir, con

una u otra apariencia formal, y sea cual fuere su origen, la imagen de

Nuestra Señora de la Natividad ha sido para sus devotos, siempre y de

modo inalterable, el rostro palpable de la Madre de Dios, la representación

particularmente reverenciada de la Virgen María entre los mentridanos de

todos los tiempos, seña de identidad genuina de su religiosidad tradicional.

De ser cierta la versión de Fray Luis de Solís (1734), la imagen de la

Virgen de la Natividad a la que los mentridanos rinden tributo desde

tiempo inmemorial, es muy anterior a la fundación de Méntrida. Se puede

decir, sin riesgo a equivocarse, que la efigie es mucho más antigua que el

pueblo que actualmente la venera como Patrona.

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En realidad, la Virgen de la Natividad es producto de una herencia que

proviene de un antiguo poblamiento visigodo arraigado en el solar en que,

siglos antes, existió un primitivo asentamiento prerromano que, con el

tiempo, se denominó Berciana. Razón por la cual, con total propiedad, en la

etapa más próxima a su aparición, la imagen recibiera la denominación de

Virgen de Berciana, según señala Solís.

Así pues, debemos pensar que la imagen aparecida fue, en origen, el

símbolo tangible de la devoción que los pobladores de Berciana profesaban

a la Virgen María. Una devoción muy singular, que muy probablemente

brotara en estos lares en los inicios mismos de su cristianización. De ahí

que, a raíz de la islamización del territorio, en la primera mitad del siglo

VIII, la comunidad cristiana que aglutinaba la colación de Berciana,

imitando a tantas otras de la Península recién conquistada y ocupada por

los agarenos, decidiera su ocultación para evitar ultrajes.

En fecha indeterminada y por causas desconocidas, el ancestral

poblamiento de Berciana declinó hasta desaparecer por completo,

perdiéndose la memoria de la imagen escondida, que debió permanecer

oculta varios siglos sin que nadie supiera de su paradero. Del ancestral

caserío de Berciana apenas quedaron vestigios; y, hasta donde sabemos,

tampoco pervivió la memoria del hecho de la ocultación de la imagen.

Pese a todo, dando por cierto el testimonio del fraile mínimo Luis de Solís,

plasmado en su libro apologético de 1734 (“Historia del prodigioso

aparecimiento de la milagrosa y soberana imagen de Nuestra Señora de la

Natividad, venerada extramuros de la villa de Méntrida”), pocos años

después de la fundación de Méntrida –fechable en pleno

siglo XII–, un legendario cabrero mentridano, conocido como Pablo

Tardío, descubrió la imagen de la Virgen, de manera fortuita y misteriosa,

en uno de los parajes del Monte de Berciana por donde solía apacentar su

ganado. Corría el año 1270 y Berciana era a la sazón un despoblado

adehesado, cubierto por un espeso monte de encinas, inscrito en el término

municipal de Méntrida, en una zona lindera con el dominio jurisdiccional

de la próspera ciudad de Segovia.

Teniendo en cuenta las coordenadas espacio-temporales dictadas por Solís,

la aparición de la Virgen en aquel pequeño teso próximo a la vega del

arroyo de Berciana, supuso para la parva aldea de Méntrida el eslabón de

engarce con la devoción mariana que caracterizó a su ancestral germen

carpetano; un eslabón que, simbólicamente, emparenta la antigua colación

de Berciana con la recién creada feligresía mentridana, cuyo templo

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parroquial, erigido hacía tan sólo unas décadas, habían dedicado a Santa

María.

Desde la perspectiva indicada, es del todo incompatible atribuir

autenticidad histórica a la imagen conocida tradicionalmente como la

encontrada por Pablo Tardío, que en la conciencia popular correspondería

con la destruida en el verano de 1936.

En el contexto histórico de las imágenes marianas milagrosamente

aparecidas en la Península, a medida que se recuperaban del dominio

musulmán los diferentes territorios, que pueden sumar muchos cientos de

casos, la prodigiosa aparición de Berciana es una de tantas. Con todas ellas

comparte no pocos aspectos relacionados tanto con el fondo de lo ocurrido,

como con diversos asuntos formales que se reiteran en la mayor parte de las

leyendas medievales. Así, respecto del fondo del relato, lo ocurrido en

Berciana se corresponde con el hallazgo de una imagen de la Virgen que se

reincorpora al culto bajo una advocación localista, constituyendo en

adelante un signo identitario de la feligresía que la acoge.

Desde el punto de vista formal, es relevante, por ejemplo, el protagonismo

del anciano pastor con fama de simple; o la localización del milagro en

campo abierto; también, la incredulidad inicial de la comunidad, que se

rinde ante la evidencia de una señal de cariz sobrenatural –el papel o carta

que la Virgen proporciona a Pablo Tardío–; o la intromisión de las fuerzas

del mal, que pretenden impedir que el mensaje de la Virgen llegue a sus

destinatarios; así como el hallazgo de la imagen en la oquedad de un árbol

–el tocón de la encina–; o las misteriosas desapariciones de la imagen, que

es encontrada de manera sistemática en el lugar de su primitivo hallazgo, lo

que motiva la edificación de su ermita en Berciana y la celebración de la

Romería de San Marcos. Asuntos todos ellos que, con ligeras variaciones,

son frecuentes en los relatos legendarios de las apariciones.

Este fenómeno ha sido objeto de numerosos estudios, que ponen de

manifiesto que será a partir del siglo XI cuando comiencen a difundirse

noticias sobre milagros obrados por la Virgen en los territorios re

cristianizados.

De gran parte de ellas se hará eco el conocido mester de clerecía y figuras

del renombre de Alfonso X el Sabio o Gonzalo de Berceo, promoviendo

una catequesis popular orientada a resaltar el poder de intercesión de la

Virgen ante la misericordia divina. Sin embargo, el relato de estos sucesos

legendarios se plasmará mucho tiempo después; así, será a partir de los

siglos XIII y XIV cuando cobre verdadero auge la elaboración de las más

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célebres leyendas de apariciones marianas asociadas al culto de

determinadas imágenes, que llegarán a alcanzar gran relevancia y fama; si

bien, como ocurre en nuestro caso, el relato pormenorizado y publicación

de las apariciones no llegará hasta los siglos XVII y XVIII, en el contexto

de la aparición de los célebres cronicones de exaltación patriótica, cuyo

caldo de cultivo radica en la obra perversa del jesuita toledano Jerónimo

Román de la Higuera, verdadero ejemplo a seguir por quienes, sin

escrúpulos de ninguna clase, optaron por utilizar el candoroso y franco

fervor popular como reclamo para intereses contrapuestos a los valores

evangélicos encarnados en la figura de la Virgen. Así, anulado cualquier

atisbo de sentido crítico de la historia, se dio paso a todo un catálogo de

publicaciones en las que las lagunas que hasta entonces había en los relatos

tradicionales de las viejas crónicas medievales, se llenaron a base de

ficciones quiméricas de corte barroco, con el intento de confirmar

tradiciones mal fundadas, o de alagar la devoción de los pueblos, según

expresión del historiador eclesiástico Ricardo García Villoslada. En

cualquier caso, como después veremos, la historia se ha ocupado de

relativizar muy notablemente los adornos superfluos y pomposos, y el

tiempo, que tantas cosas cura, ha propiciado el milagro de deslindar los

terrenos inextricables de la fantasía pueril del ámbito estricto de la fe.

Volviendo al análisis comparativo de los párrafos anteriores, conviene

detenernos un tanto en el delicado asunto de la imagen aparecida. Es sabido

que es lo habitual en los relatos medievales enfatizar la decisión de rendir

un culto especial a la imagen recuperada, por parte de la feligresía

agraciada con la aparición. Una imagen que invariablemente responde a

tallas realizadas con posterioridad a la fecha de su aparición.

En este particular también hay coincidencia entre lo ocurrido en Méntrida y

lo sucedido en la inmensa mayoría del resto de las apariciones marianas de

la recristianización.

Sin entrar en el delicado asunto de la representación escultórica exenta de

la Virgen en fechas anteriores al siglo VIII –época en la que se datan las

ocultaciones de las imágenes después recuperadas, tras varios siglos–, es lo

cierto que la inmensa mayoría de las efigies responden al modelo

iconográfico románico de la Virgen Theotokos, heredado del arte bizantino.

Estas imágenes, siempre asociadas a la figura del Hijo, para realzar la idea

de la maternidad divina y redentora de María, suelen representar a la

Virgen habitualmente sentada sobre una cátedra, portando al Niño en sus

rodillas o en su regazo. Las últimas tallas románicas y las primeras góticas

incorporan la figura de María erguida, con el Niño en brazos. Las

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románicas muestran una actitud hierática, marcada por su estructura frontal

y por su identificación como trono de la divinidad; posteriormente, las

góticas adoptarán cierta expresividad naturalista, al relacionar las figuras de

la Madre y la de su Hijo en brazos, entre quienes se establece un diálogo

que suele transmitir ternura, afabilidad y cercanía; justo al contrario que en

la etapa románica.

Pues bien, estas tallas se enmarcan cronológicamente entre los siglos XII y

XV, por lo cual resulta materialmente imposible que se trate de las

presuntamente ocultadas en el primer tercio del siglo VIII. Así, por

ejemplo, la Virgen del Sagrario, Patrona de Toledo, es una talla románica

de finales del siglo XII, revestida de plata en la segunda mitad del siglo

XV. Se trata de una imagen sedente, con el Niño sobre las rodillas, según el

modelo bizantino. La tradición dice que la Virgen del Sagrario fue también

una imagen de las escondidas durante el dominio musulmán, descubierta

tras la toma de Toledo por Alfonso VI, en el claustro catedralicio, en el

conocido como Pozo de la Virgen, de cuyas aguas emergió con una vela

encendida.

Según la leyenda, esta imagen tenía fama de haber pertenecido a los

Apóstoles, y de que había sido traída a Toledo por su arzobispo San

Eugenio. Por cierto, también el padre Solís apunta la posibilidad de que la

imagen de Berciana tuviera un origen similar; sugiere en su libro que la

talla llegara a Berciana por iniciativa del arzobispo Elpidio, legendario

evangelizador de Toledo, y atribuye su posible hechura al evangelista San

Lucas, de cuyas manos salió igualmente la célebre Virgen de Guadalupe,

tal y como se indica en los relatos de su aparición en Las Villuercas. Por

poner algún otro ejemplo cercano, la madrileña Virgen de la Almudena se

apareció al héroe Rodrigo Díaz de Vivar en 1085, en uno de los cubos de la

muralla, el mismo día en que la villa pasó al dominio cristiano; la talla

actual es una imagen gótica de finales del siglo XV; la Virgen, erguida,

lleva en sus brazos al Niño. Sirvan estos conocidos ejemplos para poner de

relieve cómo es lo usual rendir culto a imágenes de factura muy posterior a

su descubrimiento, manteniendo la referencia de sus respectivas milagrosas

apariciones, tras amplísimos periodos de ocultación.

En este sentido, es evidente que la actual imagen de Nuestra Señora de la

Natividad guarda un parentesco exclusivamente simbólico con la efigie

encontrada por Pablo Tardío en Berciana, presuntamente, en la primavera

de 1270. Coincide en este aspecto con prácticamente el elenco al completo

de las advocaciones marianas españolas relacionadas con las apariciones

ocurridas al compás de la recristianización peninsular (siglos IX-XV). Sin

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embargo, hay un hecho diferencial muy significativo en nuestra imagen en

comparación con la inmensa mayoría del resto, referido a su estructura.

La Virgen de Berciana, según los relatos históricos de su aparición, no es

portadora del Niño Dios; en clara discordancia con las demás, se trata de

una talla de la Virgen en posición erguida, con los brazos y manos

flexionados hacia el pecho, en actitud orante.

Al menos es así como la describe Solís, el primero en hacer referencia a

este particular, porque hasta 1730 no hay documento que nos indique las

características de la talla venerada como la aparecida en Berciana a Pablo

Tardío; antes, en las deposiciones de los testigos de la Declaración Jurídica

de 1653, se pasa por alto este importante asunto, centrándose con

minuciosidad los declarantes en la descripción de las ropas con que fue

hallada la imagen, de las que se dice que la Virgen no se había querido

desprender hasta entonces, detalle en el que vuelve a incidir Solís. Resulta

asombroso constatar que esta misma circunstancia se constata en el

proverbial manuscrito del padre Braulio Gómez (1284), transcrito por Luis

de Solís, en el que, al abordar el tema de la imagen aparecida se elude

cualquier dato sobre los materiales en que estaba tallada, sus dimensiones,

la descripción de la misma y, sobre todo, la tipología a la que respondía la

figura.

Por otra parte, la referencia a los ropajes que portaba la imagen en el

momento de su descubrimiento confiere a la Virgen de Berciana una

particularidad singular, en comparación con las demás. El hecho da a

entender que ya en origen se trataba de una talla revestida, dato ciertamente

inusitado si se trataba de una escultura de factura anterior al siglo VIII,

como se presume. El revestimiento de imágenes de la Virgen tiene

su origen habitualmente en la entronización de las tallas, es decir, cuando

se decide elevarlas sobre una especie de pedestal, aureolado con algún tipo

de estructura arquitectónica (simulando arcos triunfales), o con “soles”

circulares, ornados con

profusión de rayos; en la mayor parte de los casos, el trono suele rematarse

con la figura de la paloma representativa del Espíritu Santo, o incluso con

un pequeño grupo escultórico que representa la Trinidad, asociado al hecho

de la coronación celestial de la Virgen. Porque es lo habitual que las

imágenes entronizadas incorporen sendas coronas para la Madre y el Niño,

o para la Virgen cuando figura individualmente.

Traeremos nuevamente como ejemplo a este respecto la Virgen del

Sagrario de la catedral toledana, cuya entronización se llevó a cabo en la

segunda mitad del siglo XVII, en un espléndido trono de plata dorada, obra

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del florentino Virgilio Fanelli. Esta entronización permite recubrir la talla

de trajes, capas y mantos, al estilo cortesano, desfigurando la iconografía

primigenia, que queda oculta tras el ropaje, y dotando a la imagen de una

majestuosidad notable, realzada por el profuso ornato que circunda el

trono, en el que, como ocurre en el trono de Fanelli, es muy común la

presencia de angelitos que refuerzan la categoría celestial de la Virgen.

En nuestro caso, es muy probable que el revestimiento de la imagen se

produjera en el siglo XVI, a tenor de las noticias que tenemos sobre los

primeros tronos inventariados, así como sobre las ropas más antiguas que

figuran en los antiguos inventarios de los libros de fábrica de la Ermita.

Sobre este asunto volveremos más adelante.

Por ahora, conviene honestamente recalcar que, a expensas de nuevos

documentos que aporten luz a este respecto, históricamente no conocemos

nada sobre la Virgen aparecida en Berciana referido a la materia en que

estaba hecha, ni sobre su tipología,

dimensiones y ornato.

El repertorio de noticias y datos que recogen los testimonios de la

Declaración Jurídica, propiciada por el párroco Celedonio Mazaterón

Velasco en 1653, ya hemos dicho que poco aportan sobre el particular. No

obstante, interesa destacar lo indicado por el testigo Bartolomé Martín,

quien afirma que él mismo, junto con otro vecino, mandaron dorar y

repintar la imagen de Nuestra Señora que hoy está en la ermita de

Berciana. Se refiere a cierta talla de la Virgen de la que se dice estaba ya

muy vieja y a la que se rendía culto en la Ermita de la Sangre, desde donde

la trasladaron a la Ermita de Berciana. Según afirma, el remozado de la

talla y su traslado a Berciana se había llevado a cabo hacia 1618.

Termina el testigo la referencia a esta noticia aclarando con rotundidad que

la que fue aparecida es la que está acá, en la ermita del lugar, y eso

declara para que se vea y conste que no es aquella la que fue aparecida. El

dato es relevante, pues nos desvela que en otro tiempo se tributó culto a la

Virgen en la ermita del Monte de Berciana, en una imagen diferente a la

aparecida, aspecto sobre el que no tenemos noticia por ningún otro

documento. Pero, lo que realmente nos llama la atención es la apreciación

del testigo Bartolomé Martín sobre la talla restaurada, de la que dice que

estaba muy vieja; por regla natural, la otra, de la que certifica ser la

aparecida, debiera estar más vieja aún…

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En suma, al igual que gran parte de la propia biografía de la Virgen María

tiene en origen un marcado cariz legendario, las circunstancias del

aparecimiento de su imagen de Berciana se diluyen también en relatos de

escaso rigor histórico; e igualmente, es más que probable que la imagen

que actualmente veneramos tenga muy poco que ver con la antigua talla

envuelta en ropajes encontrada por Pablo Tardío en Berciana. En cualquier

caso, ambos extremos son en el fondo irrelevantes; lo verdaderamente

sustancial es que el hallazgo de un ancestral objeto de culto propició el

enraizamiento de Méntrida en sus atávicas vivencias religiosas, de las que

es deudor el culto que ha pervivido hasta nuestros días en torno a la figura

de la Virgen, materializada en la entrañable imagen de la Natividad.

Analizaremos seguidamente los testimonios visuales referidos a la imagen

de Nuestra Señora de la Natividad que, a lo largo de la historia, se nos han

legado. Lo primero que conviene aclarar es que todos los que se han

conservado representan a la imagen revestida y entronizada, conforme al

modelo barroco de las denominadas “imágenes vestideras”. Tenemos que

imaginar que, con anterioridad a la transformación barroca probablemente

operada en las décadas finales del siglo XVI, la Virgen de la Natividad

presentara un aspecto sumamente humilde; se trataría de una talla de bulto

redondo policromada, de reducida estatura –apenas 40 centímetros–, y

desprovista de atributos iconográficos. Pero no podemos sino conjeturar, ya

que no contamos con ninguna descripción literaria, ni con referente gráfico

de ningún tipo anterior al siglo XVII.

Atendiendo a la descripción del fraile Solís, la talla en la etapa previa a su

transformación barroca representaba una joven erguida, cuyo cuerpo cubría

hasta el suelo una túnica talar blanca, estampada con estrellitas de oro hasta

la cintura, recogida y atada mediante un cordón azul celeste, ciñendo el

talle; sobre dicha túnica llevaba tallado un amplio manto rojo oscuro, con

estampación de estrellas y flores azules, prendido al cuello con un botón

dorado, que le cubría los hombros y gran parte de los brazos, descendiendo

por su espalda hasta el borde mismo de la túnica y dejando al descubierto

sus manos posadas sobre el pecho. Su cabeza lucía, sobre un cuello

estilizado, una amplia melena rubia, que le suspendía sobre la espalda;

mostraba una cara proporcionada, de piel morena y sonrosadas mejillas,

frente espaciosa y llana barbilla, ojos rasgados, claros y grandes, nariz

aguileña, y boca pequeña, de rosados labios.

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En fecha indeterminada, pues ningún documento alude al asunto, se

produjo la mencionada transformación de aquella sencilla talla en imagen

vestidera. Para ello se adoptaron dos medidas concretas. Por un lado, se

adhirió la escultura a un pedestal, lo que propició que su altura superara

ampliamente un metro, circunstancia precisa para revestirla de acuerdo con

los patrones barrocos imperantes. Por otro, al cubrir las ropas las manos de

la talla, se hizo necesario incorporar unos brazos y manos postizas,

proporcionadas a la nueva figura, articuladas de modo que, una vez

revestida, quedaran al descubierto las manos de la imagen, que se

mostrarían junto al pecho, entreabiertas, en actitud orante.

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Con tales modificaciones, pudo amoldarse la efigie al modelo de pirámide

sagrada, siendo revestida con las consabidas prendas lujosas de las damas

aristocráticas de la época, e incorporando igualmente similares joyas a las

que aquellas solían lucir. La desproporción de la cabeza y cuello respecto

de la nueva estatura de la imagen se resuelve mediante la incorporación del

rostrillo, que, con la presencia de la peluca de cabello natural, la toca, el

velo y la corona, disimulan el desajuste.

Desde el punto de vista iconográfico, es decir, atendiendo a la advocación

de la imagen de culto, el cambio supuso también una nueva identificación

de la efigie, que pasó de representar la Virgen Orante primigenia a la

Virgen Inmaculada Coronada, al incorporar la aureola de estrellas que

circundan su corona y la media luna postrada a sus pies, junto con

referencias diversas que aluden a la corte celestial.

Este nuevo aspecto es el que ha permanecido hasta el presente y, como

antes indicábamos, es el que figura en todas las representaciones gráficas

antiguas que han llegado hasta nuestros días. Entre ellas, la de mayor

calidad artística es el verdadero retrato pintado al óleo por Antonio Arias,

que actualmente puede verse en el Museo Provincial de Pontevedra.

Además, con toda probabilidad se trata del retrato más antiguo que

poseemos, ya que data de mediados del siglo XVII.

Esta tipología de obras devocionales encuadradas en la categoría de

verdadero retrato tiene en particular que representan objetos respetando

escrupulosamente sus características, tanto desde el punto de vista de su

apariencia formal, como de sus dimensiones proporcionales; es lo que, en

lenguaje actual, podíamos denominar fotografías a tamaño natural.

Éste representa a Nuestra Señora de la Natividad ubicada en su hornacina,

en el viejo retablo de su ermita. Destaca sobre un fondo negro, enmarcado

por la sencilla arquitectura de la hornacina, sobre un trono profusamente

adornado con una espectacular guirnalda floral, flanqueada por sendos

jarrones dorados repletos de flores.

En la parte superior, dos ángeles plateados suspendidos en el aire a ambos

lados de la corona y una paloma de similar apariencia sobrevolándola,

símbolo del Espíritu Santo, completan la sencilla composición. Una luz

intensa y uniforme, que apenas proyecta una suave sombra hacia el lado

derecho, realza la composición de manera fastuosa. La imagen constituye

el eje central, marcando su posición frontal una simetría que refuerzan los

restantes elementos de la composición, proporcionando en conjunto una

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sensación de equilibrio, que consolida la idea de majestuosidad que

transmite el cuadro.

La indumentaria con que se reviste la imagen y la ornamentación de que

hace gala guardan muy directa relación con las utilizadas por las damas de

la corte en los años centrales del siglo XVII. Lleva la imagen un ampuloso

y encorsetado vestido blanco, bordado en oro y plata, con profusión de

eses, orlas y cenefas, y con un primoroso encaje en las bocamangas. Sobre

el vestido discurre un amplio manto de similares características, en cuyo

extremo superior reposa un bobillo, también de encaje –a juego con los

puños–, que cubre hombros y pecho, prendido al centro con un broche

dorado del que pende una cruz, todo recamado en fina pedrería. Entre las

alhajas que adornan la imagen destaca un amplio collar que discurre en

óvalo desde el cuello hasta el pecho, del que cuelga la insignia del águila

bicéfala de los Habsburgo, y varios broches dorados con pedrería prendidos

en el guardainfantes, hasta el borde del mismo, en cuyo eje lleva una

refulgente media luna plateada, con la cabeza de un angelito alado en su

centro. En el cuello porta una gargantilla dorada con profusión de pedrería,

a juego con unos sencillos pendientes. Luce una larguísima melena de

cabello natural, rubio oscuro, que le cubre espalda y hombros, sobre la que

ciñe una corona imperial dorada, con ráfagas y estrellas, rematada con un

pequeño mundo y una cruz latina.

El sencillo trono sobre el que descansa la imagen parece representar el

viejo tocón de encina que la tradición asocia al sitio de su aparición en

Berciana, en cuyo extremo superior asoman dos parejas de cabezas de

candorosos ángeles alados, dispuestos en una sobria composición

horizontal. Singular plasticidad muestra el adorno floral que flanquea el

trono, formado por una abigarrada y colorida guirnalda de rosas, azucenas,

lirios, gladiolos, dalias, claveles, tulipanes y narcisos sutilmente

sombreados, dispuestos en perfecta simetría, en sintonía con la media luna

colocada a los pies de la imagen, a la que enmarcan a modo de cenefa de

vigorosos y variados colores.

Los rasgos fisonómicos de la efigie coinciden básicamente con los

descritos por fray Luis de Solís, a los que más arriba aludíamos. Cabe

destacar la sintonía de proporciones de la cabeza, rostro y cuello de la

imagen con el resto de su anatomía; se trata, sin duda, de una licencia del

artista.

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Del siglo XVII se conserva también el único exvoto pictórico a los que se

aluden en los antiguos inventarios de la Fábrica de la Ermita. Es el que

representa el milagro de la reanimación del niño que se daba por muerto,

fechado en 1609. En él se ve la efigie de la Virgen revestida al estilo de

pirámide sagrada, pero sin los atributos iconográficos de la Inmaculada

Concepción.

En las pinturas del camarín de la Ermita, de las postrimerías del siglo XVII,

aparece la efigie en tres ocasiones; dos de ellas en su trono de madera en

forma de sol, una expuesta en la puerta de la Ermita de Berciana, sobre una

mesa, y la segunda cargada en andas, en la procesión de regreso de la

romería; la tercera, en la representación de la aparición, donde figura con la

media luna a los pies, coronada, aunque sin ninguna otra joya, revestida,

pero sin manto, y con peluca oscura. Esta última es la única representación

de la efigie ajena al canon de pirámide sagrada, si bien se trata de la

imagen ya modificada, como revelan los brazos articulados y la peluca.

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Ya en el siglo XVIII se presume fue realizado el otro retrato al óleo de la

Virgen de que disponemos. Es de autor anónimo y fue donado a la Ermita

de la Virgen el siglo pasado por los hermanos Alejandro y Salvador Romo

Cisneros.

Se trata de una obra similar a la de Arias, con la diferencia de que en ésta

se representa a la imagen enmarcada en un trono extremadamente

recargado, en forma de arco triunfal sobre grupos de columnas salomónicas

exornadas con ramajes, que soportan el arco del que se desprenden

reverberantes rayos y en cuyo interior se encuentran cuatro angelitos

vestidos, los dos centrales portando el anagrama coronado de María, bajo el

que sobrevuela la paloma del Espíritu Santo; otras dos parejas de angelitos,

éstos desnudos, se recuestan en el remate del arquitrabe. En perfecta

simetría y sobre fondo oscuro, destaca en el centro la imagen coronada de

la Virgen, que en esta ocasión lleva rostrillo, con lo que queda el cuello

oculto, dejando tan sólo la faz al descubierto. La vestimenta presenta leves

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variaciones respecto a la del retrato de Arias; luce sayo, sayuelo con

mangas de ala y manto, que pende de los hombros, todo ello ricamente

bordado; en el primoroso bobillo, a juego con los puños, se aprecia una

delicada labor de encaje recamado. Las manos, que portan una sencilla rosa

mística, surgen blanquísimas de las bocamangas, entreabiertas y

enfrentadas. En esta ocasión, apenas se aprecia el guardainfantes bajo la

basquiña, sobre la que van prendidos adornos muy similares a los del

retrato de Arias, con el que comparte también los signos concepcionistas.

El adorno floral es, esta vez, muy discreto; se restringe a sendos floreros

flanqueando la peana.

También del siglo XVIII son los grabados del libro de Solís y el firmado

por Ugena, que comentamos seguidamente. El primero de ellos, impreso en

1734, de muy escasa calidad, representa la imagen inscrita en el trono de

madera con sol de ráfagas. Está iluminada por una pareja de ángeles

ceroferarios situados uno a cada lado de la peana, sobre la mesa donde

reposa el trono. El aspecto de la figura es muy parejo al de los retratos ya

comentados, incluidos los atributos inmaculistas. Apenas se aprecian los

adornos que penden del vestido, salvo los lazos que luce en la basquiña, de

los que la imagen tenía una copiosa colección. Respecto del trono cabe

señalar que se trata del mismo que se plasma en el mural del camarín que

representa el regreso de la romería.

En ambos se distinguen la media docena de angelitos músicos que penden

en la zona superior del interior del sol, separados por el símbolo del

Paráclito.

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Con un formato similar se conserva el remate del cetro de plata de la

Cofradía de Forasteros, documentado ya en el inventario de la cofradía

de1735; aunque, como se ve en la fotografía, la disposición de las ráfagas

del sol es diferente y aquí no penden angelitos músicos.

El grabado de Ugena, fechado en 1796, muestra la imagen prácticamente

como en la actualidad la podemos contemplar, ya que la sitúa sobre el trono

de plata de 1780, marco habitual que desde entonces ocupa.

De nuevo se trata de un verdadero retrato, obra de Manuel Muñoz de

Ugena, pintor de cámara de Carlos IV. El grabado deja ver tan sólo la faz y

las manos de la imagen, cuya cabeza y cuello cubren por completo con una

amplia toca y un sencillo rostrillo, reforzado por el bobillo en embudo que

desciende hasta los hombros.

Destaca la sobriedad en la ornamentación, que se restringe a un par de

lazos en el frontal del vestido. Lleva las manos unidas a la altura del pecho,

signo de reverencia y recogimiento, postura que repiten los ángeles orantes

de la peana, en una invitación directa a la oración, acorde con su carácter

de imagen de culto.

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Ya a finales del siglo XIX, hacia 1896, se realiza la fotografía que

mostramos junto al grabado, en la que el trono va incorporado a la primera

carroza en la que procesionó ocasionalmente la Virgen desde 1891, donde

se puede ver un diferente planteamiento en la forma de adornar la cabeza

de la imagen, que es el que ha prevalecido hasta nuestros días.

Como se puede apreciar, se prescinde del rostrillo y se elimina el bobillo

que ocultaba el cuello, permitiendo que parte de la melena baje por los

laterales de la cabeza hasta los hombros, derivando incluso algunos

mechones hacia el pecho, en torno al cuello, reforzando su semblante

juvenil. Se mantiene la toca, pero sin cubrir en absoluto el frente, que en

este caso queda prácticamente oculto por el enorme manojo de rosas

que porta en sus manos.

Veamos ahora otra imagen fotográfica también datable en los años

postreros del siglo XIX, en la que aparece la venerada imagen en el trono

de plata, donde pueden apreciarse por primera vez las nueve campanillas

que cuelgan del semicírculo superior, para acompañar con su dulce

soniquete a la Virgen en sus recorridos procesionales.

Sabemos por los inventarios antiguos que la imagen contaba con varios

juegos de campanillas que se empleaban con este mismo fin, cuyo recuerdo

Page 17: LA IMAGEN DE LA VIRGEN DE BERCIANA - mentrida.es

se mantiene también con la pervivencia del ancestral campanillo que

precede a la carroza de la Virgen el día de la Romería de San Marcos.

Al margen de las nueve campanillas, una comparación entre el grabado de

Ugena y estas dos fotografías, revela que hay un paralelismo casi total en lo

esencial, salvando las diferencias del traje que reviste a la imagen y un

ligero recargamiento en cuanto a las joyas que adornan a la efigie. Sin

embargo, una mayor calidad en las reproducciones nos ayudaría a constatar

algunas sutiles diferencias en el rostro de la Virgen, pues las fotografías son

posteriores a uno de los últimos retoques de que fue objeto, datado en 1877.

La intervención se realizó en Madrid, en el taller del pintor Gabriel

Pintado, quien modificó las facciones de la cara e incorporó unos ojos de

cristal, todo lo cual reportó un porte de mayor severidad a la efigie, como

queda patente particularmente en la segunda fotografía. Después, en 1896,

volvió a llevarse a Madrid, esta vez al taller del pintor Ángel Zamorano,

para realizar una diligencia de la que no ha quedado constancia

documental, tal vez por estar presuntamente relacionada con la estructura

de la que sobresalía la cabeza de la Virgen y en la que se encajaban los

brazos articulados.

Cuarenta años separan a esta postrer restauración de la efigie con su

destrucción total, un 16 de agosto de 1936, presa del fuego y de la

ignominia. La imagen ardió, junto con otros objetos que se custodiaban en

la Ermita, y su trono de plata desapareció, no quedando más que la

estructura metálica en que se armaba. Según relata Antonio

Jiménez-Landi (Nuestra Señora de la Natividad y su culto en la villa de

Méntrida, 1950), la imagen fue quemada a la puerta de la Ermita; le

despojaron de los vestidos, incluidos los que, según la tradición, llevaba

puestos el día de la aparición, apreciando que debajo había una serie de

lienzos blancos que no acabaron de quitarle, todo lo cual arrojaron a la

hoguera.

Deja así el ilustre historiador en un misterioso interrogante qué

características tenía aquella efigie destruida, que fue en poco tiempo

reemplazada, como enseguida reseñaremos.

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Las funciones de la Virgen no se interrumpieron con motivo de la guerra.

En la primavera de 1937 se realizó un modesto trono, con una peana de

madera similar a la desaparecida, sobre la que se fijó la armadura metálica

de aquella, que revistieron de flores de tela, poniendo en la base una

enorme media luna de plata adquirida al efecto. Aquel trono provisional se

utilizó hasta 1950, año en que se estrenó el trono actual, realizado en el

prestigioso taller del padre Félix Granda, como réplica de enorme valor

artístico del de 1780. En 1937 se ajustó en el trono una fotografía de la

imagen destruida de grandes dimensiones, que sirvió para las funciones de

aquel año; para el siguiente, se encargó la hechura de una nueva efigie,

réplica de la anterior, al escultor José Gallego, que igualmente se utilizó

hasta las fiestas de abril de 1950, en que se bendijo la actual. La fotografía,

de 1948, muestra la imagen de 1937 con el trono de flores.

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Aquella imagen de 1937, de madera de pino, era de tamaño más reducido

aún que la descrita por Solís. El cuerpo estaba muy toscamente tallado,

tenía los brazos articulados, para facilitar su revestimiento, y su cabeza no

tenía el pelo esculpido, debiendo utilizar siempre pelucas de pelo natural

para ajustar las coronas. Como su precedente, se aupaba en un pedestal

hasta lograr la estatura deseada, quedando todo finalmente oculto por los

ropajes con los que se le revestía.

Cuando se proyectó la imagen de 1950, se optó por una talla de bulto que

no requiriera de ningún artilugio para simular una estatura ficticia; es decir,

se decidió la realización de una escultura directamente pensada para

superponer sobre ella sus tradicionales ropajes, alhajas y atributos

iconográficos, al modo de las técnicamente denominadas imágenes vestidas

de gracia. Se zanjaba así la morbosa controversia heredada de siglos.

Es evidente que la nueva efigie poco tiene que ver formalmente con la

descrita Solís. Representa una joven orante, en pie, erguida sobre una nube

que levita en una sencilla peana. La talla, policromada al igual que sus

predecesoras, lleva los brazos articulados a la altura de los hombros,

flexionados en ángulo, con los antebrazos aproximándose al centro del

talle y las manos abiertas, enfrentando las palmas. Está esculpida en

madera de aliso y mide en conjunto 94 centímetros, de los que 71

centímetros corresponden a la imagen y 23 a la peana.

Tanto el tipo de atuendo que viste, como su policromía, recuerdan

vagamente algunos de los detalles reseñados por Solís al describir el

aspecto externo de la imagen aparecida. Así, viste un sencilla y ajustada

camisa de manga larga, blanca oscura, con cenefas muy simples que

adornan las bocamangas y el cuello, levemente plisado; un jubón o corpiño

azul, cerrado al centro mediante una cinta gris entrelazada; y una amplia y

larga basquiña o saya, del mismo color que el corpiño, que baja desde la

cintura hasta la nube, sujeta al talle mediante cinturilla. La saya, tal y como

advierte Solís, es claramente más larga de lo que las medidas de la efigie

requeriría; lleva por todo adorno un estampado en tono azul oscuro, en su

extremo inferior, con una cenefa de claveles de dibujo esquemático,

seguido de sendas bandas, siendo la que bordea muy ancha. Atendiendo a

la descripción formal que el propio Solís hace de la talla de 1734, la nueva

imagen apenas tiene coincidencias con aquella, salvo en lo referido a la

cabeza, cuyos rasgos básicamente coinciden en cuanto a la forma, el

semblante y la policromía con la descrita por Solís. Las mejillas

encarnadas; los ojos, rasgados, claros y grandes, castaños, como los arcos

de sus cejas; nariz aguileña, muy proporcionada al rostro; labios rosados y

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boca pequeña, muy acorde con las demás facciones de la cara; cuello

erguido y blanco.

Hay coincidencia también en el cabello, pero sólo en cuanto a su forma,

pues de él se dice que le caía graciosamente sobre la espalda; difiere en

cuanto al color, que, si aquí es negro, en la explicación de Solís figura

como de color rubio algo oscuro.

Por lo demás, se detectan datos contradictorios con la talla que Solís

describe en 1734, que afectan tanto a sus dimensiones como a algunos

detalles compositivos, como por ejemplo la nube decorada con la rama de

encina, sobre la que reposa la figura y en cuyo borde superior se diseminan

los pliegues de la saya, elemento nunca antes aludido en los documentos.

No cabe duda que el artista autor de la talla, Juan José García de Arce,

reprodujo el supuesto aspecto idealizado de la talla primitiva, con los

vestidos antiguos con los que se dice que fue descubierta, siguiendo los

testimonios históricos conocidos.

En todo caso, como ya apuntábamos anteriormente, la talla nada tiene que

ver con la descrita por el propio Luis de Solís cuando hace la exhaustiva

reseña de la imagen que en sus tiempos se veneraba; y, obviamente, mucho

menos tiene que ver con la Virgen medieval descubierta por Pablo Tardío

en la dehesa de Berciana, hablando desde un punto de vista estrictamente

formal.

Como apuntábamos en las páginas iniciales, la talla sin revestir representa a

la Virgen en actitud orante. Sin embargo, entronizada en su trono y

revestida, se le agregan los elementos iconográficos que la convierten en

una Inmaculada Concepción, con la media luna a sus pies, acompañada de

ángeles y enmarcada en un arco de gloria, tocada con una corona aureolada

de estrellas.

Así es como la reconocemos de manera habitual desde la segunda mitad del

siglo XX hasta nuestros días, con leves variaciones en la forma de acicalar

exteriormente la efigie, en función de las diferentes predilecciones de las

personas encargadas de su ajuar.

La fotografía con la que cerramos la serie responde a la representación

oficial que se estableció el año 2000, con motivo de su designación como

Alcaldesa Honoraria Perpetua de Méntrida.

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Con aquella ocasión, se introdujeron modificaciones en el modo de vestir la

imagen, tendentes a acentuar el modelo barroco de pirámide sagrada del

que procede.

Además, se incorporó entre sus manos el bastón de mando, símbolo del

nuevo atributo recién adjudicado, obsequio de la Corporación Municipal.

Años después, se trasladó el bastón de alcaldesa a la parte baja del trono,

reanudándose la costumbre de colocar ramos de flores en las manos de la

Virgen, que desde el siglo pasado se ha venido usando, aunque de manera

esporádica, como se puede observar en las fotografías de la página

siguiente; en ellas podemos ver también los cambios de tendencia en los

estilos de ramos utilizados, muy diferentes unos de otros, algunos de los

cuales llegan incluso a tapar las manos implorantes de la imagen.

Es evidente que las flores entre las manos de una imagen con los atributos

iconográficos de la Inmaculada Concepción tienen nulo encaje; por el

contrario, desvirtúan de algún modo el mensaje intrínseco de la actitud

contemplativa que caracteriza a la efigie, tanto provista de los trajes con

que se la reviste, como sin ellos, exenta de cualquier adorno.

Page 22: LA IMAGEN DE LA VIRGEN DE BERCIANA - mentrida.es

En todo caso, dejando a un lado todo lo anecdótico, conviene retomar la

idea central que motiva estas reflexiones a propósito de la imagen de la

Virgen aparecida en Berciana. Y lo medular del asunto es la imagen como

referente de la figura de la Virgen, como ya se convino desde el segundo

concilio de Nicea (787), fijando la doctrina respecto a la veneración de las

imágenes, que no tienen otro valor que el que representan; en nuestro caso,

la figura de la Virgen y su papel singular de corredentora y mediadora.

Además, como imagen de culto, la Virgen de la Natividad es todo un icono

y, por ende, todo un símbolo reverencial que históricamente constituye una

pieza clave en la mentalidad religiosa de los mentridanos. Dicho de otra

manera, nuestra Virgen representa tradicionalmente una de las genuinas

formas de acercamiento a lo trascendente de las sucesivas generaciones de

Page 23: LA IMAGEN DE LA VIRGEN DE BERCIANA - mentrida.es

mentridanos, muy probablemente la más emotiva y la que mayor

hermanamiento suscita y concierta.

Así pues, la devoción mariana de las gentes de Méntrida congrega y

hermana en torno a la Patrona, en sintonía con las vivencias y sentimientos

de las generaciones pretéritas, desde tiempos muy remotos, lo que supone

un valor añadido en absoluto desdeñable.

Pero, por encima de todo ello, y al margen de su fama inmemorial de

imagen aparecida y milagrosa, la Virgen de la Natividad se revela en los

tiempos que corren como una poderosa vía de evangelización, pues la

figura en ella representada encarna los grandes valores del mensaje

evangélico. Valores como la plena confianza en Dios la apertura al otro con

humildad y sencillez, la solidaridad con los que precisan ayuda, y, en

definitiva, el cultivo de la fe, la apuesta decidida por la esperanza y la

actitud de permanente servicio a los demás, como referentes del verdadero

espíritu evangélico, de los que la Virgen es modelo ejemplar. Esto es hoy lo

verdaderamente relevante; todo lo demás es relativo y fútil, tanto más

cuanto más se aparte de los valores que la imagen representa.