la hora rosa la hora azul(j.c.lavarello-1987)

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EL LIBRO LA HORA ROSA LA HORA AZUL FUE ESCRITO POR JUAN CARLOS LAVARELLO EN 1987.¿QUIERES CONOCER MAS SOBRE EL ESCRITOR.?http://etnilumidad2.ning.com/group/pentagramaliterarioporjuancarloslavarelloETNILUMIDAD INTERNACIONAL S.A.www.redetnilumidad.com

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Page 1: La hora rosa la hora azul(J.C.Lavarello-1987)

LA HORA ROSA/LA HORA AZUL (1987)LIBRO COMPLETO

Autor:Juan Carlos Lavarello

LOS SOLDADOS

Llegábamos al anochecer, y ya estaban ellos. Parecían una extraña vegetación marrón a los costados del camino; algunos acostados, otros acuclillados, otros de pie, escuchaban batiendo palmas la música de la fanfarria, que desgranaba sin cesar zambas y chacareras, gatos y pericones. Era muy extraño oir los instrumentos que usualmente tocan a guerra, tocar a paz y descanso. Era una música metálica y tamborosa, cobres y percusión donde suele lorar la guitarra la ternura del folklore norteño.

Eran como algo artificial. Algo desconocido para mí, ver todo ese mentón pardo del que surgían manos y cabezas, que escuchaba atento y entusiasmado las trompetas y clarines, clarinetes y tambores. No pude verlos bien, porque el coche entró directamente en el jardín de la Estancia, donde nos esperaba la oficialidad.

Marcial en su uniforme de combate, el teniente coronel Atanasio Mera se adelantó hasta enfrentarse con mi padre, que acababa de bajar del break, hizo la venia, y luego se estrecharon cordialmente la mano. Para mí, ver un oficial uniformado era ya más normal, aunque estaba más acostumbrado a los uniformes de gala que a esta extraña vestimenta, con antiparras, correajes por todos lados, birrete en vez de gorra, y por sobre todo, ¡sin espada! Yo sabía que iban a venir un día, por haber oído a mi padre comentarle a mi madre “El Jefe del Regimiento 19 de Infantería me ha pedido que le facilite por un mes lugar en la Estancia para realizar maniobras; voy a consultar con el Ingenio”.

Y allí estaban.

La vida en la Estancia - por lo menos para mí - continuó igual que antes. Al amanecer del día siguiente, antes que nos despertáramos los chicos, ya la tropa se había marchado a su destino en un potrero lejano al casco, de modo que hasta que no fue la hora de la cena, que aumentaron los comensales, ya que casi noche por medio tuvimos la asistencia del tieniente coronel Mera y del mayor Carlos Domínguez, quien fuera luego gobernador de la provincia.

Las conversaciones de esas comidas tuvieron marcado tema militar pues mi padre, ex dirigente de la Legión Cívica Argentina, era un entusiasta del militarismo prusiano. Él mismo tenía grado militar de la reserva, y así la charla era un rosario o contrapunto de anécdotas en que cada uno contaba sus “hazañas”. (En aquellos tiempos, un poco posteriores a la revolución de 1943, salvo tristes excepciones que nadie quiere recordar, no se podía decir que en este siglo se hubiera derramado sangre realmente en el País). Los militares eran gente de paz, que hablaban, actuaban y se vestían diferente de los demás. Quizás aún duraba ese sentido romántico del militar tipo Napoleón Tercero, con el que se querían casar todas nuestras abuelas.

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Un día - sin estar yo en la Estancia - también se fueron. Sé que le dejaron muchos regalos en agradecimiento a mi padre, uno de ellos fue el derecho a enarbolar bandera de guerra (1) en la Estancia, regalándole una de seda, muy hermosa, con el sol bordado en oro. ¡Ah tiempos!

Se fueron. En casa no quedaron más tarros de duraznos al natural, y en el potrero de El Cadillal quedaron muchos pozos, huellas de campamentos y maniobras, que fueron cubriéndose poco a poco con maleza.

(1) Bandera de guerra: En aquellos tiempos, sólo las Fuerzas Armadas y las Reparticiones del Estado podían izar bandera con sol. Los días de fiesta patria, los particulares y las empresas privadas sólo podían exhibir la bandera celeste y blanca  sin ningún aditamento.

                                                  EL CASORIO

Él se llamaba Juan Félix Bulacio, hijo de don Manuel Andrada (seis muertes en su haber pero hombre manso) y de doña Josefa Jiménez Vizcarra. Ella, Felina Rosa Giménez, hija de Germán y Catalina del mismo apellido.

Él era hombre de a caballo, peón, domador, y “medio léido”. (Había hecho el servicio militar a los treinta y seis años, y había aprendido algo a leer y a escribir).

Ella era hermosa y delicada. De unos veinticinco a veintiocho años, formas armoniosas y cutis aceituna. Era mucama “de adentro” en casa, y todos la queríamos, chicos y grandes.

Se conocieron, se enamoraron, y ¡se casaron! Ahí empezó la cosa. Mis padres se tomaron en serio lo de la fiesta, y así fue que el día indicado el patio grande de la casa de la Estancia, y la porción de camino que pasaba frente a ella parecían una romería, o la fiesta del Señor de Mailín, o quizás un día de difuntos, ya que todo en el norte, ya sea alegría o duelo, se celebra del mismo modo.

Desde la mañana comenzó a caer la gente del pago y de los pagos vecinos: El Chilcal, Orán, La Soledad, Camas Amontonadas, Mancopa… Sólo en el cumpleaños de mi padre, el 28 de noviembre de 1944 vi algo parecido. Parientes y amigos de los novios, vecinos por sólo el hecho de serlo, el personal de la Estancia, la gente de servicio y nosotros todos rodeábamos la inmensa mesa donde se serviría el asado que desde hora temprana se doraba en cinco enormes parrillas y dos asadores. Los músicos templaban sus instrumentos y calentaban su entusiasmo con el contenido de la damajuana.

Se corrieron carreras de sortija, se corrieron carreras por parejas. Por lo que yo supiera, no corrió dinero ni hubo disturbio ni pelea alguna. Al almuerzo largo y los brindis - también largos - siguió el baile, alternándose las zambas y chacareras con los fox-trots y pasodobles. Los músicos que tocaban bajo una especie de palio hecho con hojas de palmera, que los protegía del sol, aunque no del calor, ya que el clima era de horno, agravado por el viento caliente de la tarde, el alcohol, y el enardecimiento de los bailarines. El cuadro general tenía algo felliniano. Un gigangesco pulular abigarrado de hombres, mujeres, chicos, caballos y perros. Las viejas sentadas en rueda, en la que tanto corría el mate como el vino o la aloja(1) contaban sucedidos, milagros y

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enfermedades. Había corros de hombres charlando con su vaso en la mano y la damajuana cerca, y canchas de taba donde sí - al parecer - corría algo de dinero. Pero, repito, ningún escándalo. Algún borracho quizás, de los que nunca faltan, pero que no llegó a empañar el brillo de la fiesta. Al atardecer hubo competencias de pechazo a caballo, en las que participaron hombres y mujeres, y con el sol ya poniente partieron los novios. Félix, que lucía algo transpirado y arrugado, montaba orgulloso su zaino enjaezado con lo mejor, llevando en ancas a su flamante esposa, cuya piel oscura se veía enrojecida por el calor y las emociones del momento, vestida aún con el blanco traje de novia, regalo de mi madre. Dos fuertes lonjazos, y partieron con la tarde que se iba, junto con la hora rosa.

Despacio, mientras iba entrando la hora azul, y las primeras estrellas desenfundaban sus surtidores para asperjar de azul el nacimiento de la luna, se fue yendo la gente poco a poco, entre coplas y risas, caracolear de caballos y ladridos de los perros a las primeras sombras inciertas de la noche.

(1) ALOJA: Cerveza de algarroba fermentada en agua.

 

                                                        FELIX MEDINA

                                                                    I

Félix Medina era un jornalero golondrina, así como Ascensión López, el tiñoso, como el mismo Amancio Aragón, que perdió la cabeza a manos de Leal, como tantos otros.

Era un hombre trabajador, pero algo pagado de sí mismo, y cuando bebía se le iban las palabras.

Ese sábado había estado bebiendo bastante en lo del turco Salim, rodeado de sus amigos ocasionales, compañeros de vino, casi todos trabajadores de la Estancia, o de las fincas vecinas.

Se habló de varios temas. De política, del recien surgido caudillo Perón, de conquistas sociales, de los obreros, de los salarios, de los patrones…  Entonces Félix, enardecido,  levantó su vaso, y aludiendo a mi padre,  exclamó para que todos lo oyeran: “¡Yo lo voá matar al Don Juan ése!”

Sus circunstanciales interlocutores quedaron apabullados y ninguno se animó a detenerlo. Félix tiró un billete de cinco pesos sobre el mostrador, cuyo valor representaba casi tres días de trabajo de un obrero, y pagaba generosamente el gasto de todos los presentes, y sin dar vuelta la cabeza se marchó, montó su tobiano aperado con caronas(1)  de gato onza(2), y se perdió en la noche a todo galope.

Y Félix Medina no era hombre de echarse atrás.

Así que durante tres días, a la hora de la oración, cuando estábamos todos reunidos en la galería disfrutando de la paz de la hora azul, vimos pasar a Félix Medina a toda carrera

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en su tobiano aperado con caronas de gato onza, gritando: “¡Don Juan, oligarca, te voy a matar!”

                                                                     II

Los cinco y veinte de cada mes eran días de pago del personal. Por el escritorio de mi padre desfilaban todos los que no eran mensuales; entraban por la puerta trasera, que daba al gran patio, y salían por la delantera, que se abría a la galería, al jardín y al camino. Esos dos días teníamos los chicos orden de no acercarnos a la peonada, de jugar en otro lado, en fin de “no molestar”. Y solíamos pararnos detrás de los vidrios de la puerta trasera del comedor, dedicados a observar la larga cola que se extendía desde la cercana garita de los caballos, cruzando el patio como un desfile de hormigas enormes y bípedas que - mansamente, con el sombrero en la mano - se acercaban al escritorio donde mi padre, flanqueado por el capataz Raúl, o si éste se encontraba cumpliendo alguna tarea, por el analfabeto Germán, que atuzaba sus intimidantes bigotazos con cara de entendido, y cobraban su quincena en silencio, firmando de la única maner que podían firmar, con el pulgar entintado en la planilla de pagos.

Félix Medina apareció en la Estancia. Sesenta ojos estaban clavados en su tobiano, en su apero de onza. En su bombacha negra, su pañuelo y su sombrero también negros. En silencio ató el tobiano en la garita, y se puso en la cola acariciando su pesado facón, hecho con una bayoneta del ejército. Algunos de los presentes se abrieron como para darle paso, con los semblantes tensos, esperando. Él, con gesto severo, casi displicente, les hizo señas de que continuaran en sus puestos. El silencio se había convertido en algo tangible. Ominoso.

Llegó por fin el turno de Félix Medina. Mi padre lo nombró, el capataz gritó su nombre, y el así llamado entró, y se plantó frente al gran escritorio de cedrfo, mirando crfa a cara a mi padre. Este lo miró fijo a los ojos, mientras le decía serenamente: “¿Cómo era eso de que querías matarme?” - y cambiando de tono - “¡Hablá de una vez!”.

La orgullosa expresión de Medina cambió totalmente. Bajó la cabeza y con ella la mirada, sus manos jugaron con el sombrero negro, y sin temblarle la voz, pero en un tono muy diferente al suyo habitual dijo: “Naaaay don Juan, a veces el hombre que toma dice cosas…” Puso su dedo en la almohadilla, y lo apretó donde le indicaron, en la famosa Planilla de Pagos. Cobró su jornal, y se fue.

No se lo volvió a ver en el pago.

(1) Caronas: Una de las piezas del recado norteño. Se corta de dos maneras. “Salteña” y “Abajeña”. Normalmente es de suela.

(2) Gato Onza: (En Brasil “Onça”), es un gato montés de pelo amarillo con ocelos negros.

 

                                                                 LA VIBORA VERDE

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Hay muchas clases y variedades de culebras. Una de ellas, cuyo hábitat natural son los árboles y que - pienso - es inofensiva para el hombre, presenta la particularidad de ser total y completamente verde. De aproximadamente un metro o un metro veinte de largo, su cuerpo es más bien delgado, afinándose hacia la cola, que levanta con gracia al desplazarse. Quizás no sea venenosa, pero es bastante impresionante. Como quien dice, es ofidio ofidio.

Una de esas culebras apareció una mañana en el jardín de nuestra casa. Verla mi padre y atraparla viva en el acto, mediante un palo y una bolsa, fue todo uno. A continuación se puso a trabajar, y no paró hasta que le hizo una “casita” con un cajón de madera de pino, con un  respiradero y un frente de cristal, piso de arena y algunas piedras, y todo su alrededor pintado con un paisaje que simulaba un desierto. Con ese entorno, parecía un típico ejemplar de serpentario en exposición. Ubicada en lugar destacado en la oficina de la administración, los chicos desfilábamos absortos ante la vitrina recién construída haciendo a nuestro padre mil preguntas a las que apenas atinaba a responder, por falta de tiempo ante la metralla, y por desconocer los hábitos y costumbres del reptil recién capturado. El siguiente paso que dio mi industrioso progenitor fue fabricarse un singular adminículo al que denominó “pillavíboras”(1) y que consistía en un palo de escoba junto al que corría una lonja de cuero crudo que terminaba en una especie de horca o lazo, que se abría empujando el cuero, y tirando de éste aseguraba la cabeza de la víbora entre la lonja y la punta del palo. Así pudo con toda comodidad tomar la culebra por el cuello, y sacarla y ponerla del cajón donde estaba confinada, y hasta darse el lujo de “llevarla a pasear” algunas veces.

Pero surgió un problema muy serio e imperativo: ¿Qué le daríamos de comer a la víbora verde? El consejo familiar reunido barajó toda clase de posibilidades alimenticias, hasta que se decidió probar con algún animal pequeño, pues mis padres intuían - como se verá, acertadamente - que se trataba de un reptil carnívoro. Pero ¿Qué animal? Nos estrujamos los sesos un buen rato buscando la víctima adecujada para el verde monstruo, cuando una de mis hermanas propuso: “¿Y si le diéramos murciélagos?”

La idea no era tan descabellada. En el entretecho de la cara sur de la casa habitaba desde hacía algún tiempo una nutrida colonia de murciélagos que constituía una real molestia, sobre todo por el olor y a suciedad que producían.  Varias veces se había intentado ahuyentarlos por medio de humo, hasta con gas de sulfuro de carbono, pero los empecinados ratones alados continuaban saliendo en bandada al anochecer, para regresar cual Drácula a sus guarida con las primeras luces del alba.

Finalmente se optó por poner un tul de mosquitero frente a la boca del domicilio de los alados bichos, y cuando salían se los mataba a palos o ahogándolos, una vez presos en la fina red. Pero el procedimiento era lento, y mi padre no quería hacer tapar el agujero hasta que no se tuviera seguridad de que se habrían matado o ahuyentado a todos, por el olor que originaría la putrefacción, en caso de que quedaran algunos emparedados.

De una de esas cacerías con mosquitero, mi padre separó un ejemplar vivo, y se lo puso a la víbora en el cajón. Fue un impresionante espectáculo ver cómo lo arrinconó, lo mató… y se lo comió entero. Después de comerlo, durmió alrededor de tres días. Parecía muy extraña con la tremenda hinchazón en el vientre. Desde entonces la víbora pasó a integrar nuestro zoológico familiar, comiendo cada tanto un murciélago, y los chicos nos divertíamos viéndola y pidiéndole a nuestro padre que “la sacara a pasear”,

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cosa que hacía con el artificio que antes he descrito; así llegó la época de las clases, y hubo que mudarse a la ciudad.

Ese año de 1945 fue para mí muy lleno de acontecimientos, porque por primera vez tenía que asistir a un colegio, en vez de venir la maestra a casa como hasta entonces. Partimos todos a Tucumán (2) y la casa de la Estancia estuvo cerrada por más de un mes. Cuando regresamos -yo, por sólo el fin de semana - los chicos nos apresuramos a reencontrarnos con nuestros sitios y animales. Yo tuve dos decepciones. La desaparición de mi ñandú “Bracatinga”, al que había criado “desde que era un huevo”, empollándolo al sol envuelto en trapos, y ya tenía como un metro de alto, y la muerte trágica de la víbora verde, que se suicidó por hambre, ya que al no tener qué comer, comenzó a devorarse a si misma por la cola…

De aquí podría inferirse que uno debe hacerse responsable de la manutención de quien esté a su cuidado… aunque se trate de una víbora.

(1) Pillavíboras: Pillar, agarrar, atrapar. Arcaísmo, quizás italianismo del sur, muy usado en el Norte argentino. (Atrapavíboras).

(2) Tucumán: Actualmente, “San Miguel de Tucumán” (La ciudad).

                                                                 JUSTINO LAZARTE

Le llamaban Justino Lazarte, aunque en los documentos figuraba Eduardo Roldán. Siempre había estado allí… viviendo en un rancho en el potrero de San Justino. No tenía asignada una tarea específica, o sea que era medio peón, medio parásito.

Corrían tiempos bravos… por la política. Los peones de estancia comenzaban a oir rumores de disconformidad, sin estar ellos mismos realmente disconformes. Los trabajadores de la caña de azúcar, que fueron los primeros en agremiarse, comenzaron con las huelgas y las reclamaciones, y lograron una mejora salarial, que realmente - por sus standard de vida - me atrevo a decir que no necesitaban. En aquellos tiempos un peón de estancia, o mejor un arador, ganaba un jornal de dos pesos por día. Vivía mal, es decir, su mujer andaba descalza, “pata en el suelo”, y su hijito desnudito de la cintura para abajo, para ahorrar pañales. El trabajaba de sol a sol, y dos veces al mes, cuando cobraba, iba al boliche a emborracharse. Al conseguir los trabajadores del azúcar el famoso salario de “tres treinta” ($3.30), los que eran personal de estancia solicitaron ser equiparados en el jornal, lo que finalmente consiguieron. Inmediata fue la respuesta del gremio cañero, que consiguió un salario de cuatro treinta, … en un momento en que no había prácticamente inflación, y que (de no ser por razones puramente políticas) no se justificaba un aumento en los jornales. Así, en poco tiempo, diría en muy breve plazo, la carrera de jornales no terminaba más. Que los obreros de la caña conseguían $ 5,60, los de estancia los equiparaban. Que diez con ochenta, que veinte con cincuenta… de modo que un día, el arador llegó a ganar sesenta pesos por jornada, con los mismos gastos de vivienda y alimentación. Entonces, sencillamente, trabajaba un día de la semana, y se emborrachaba los otros seis. El seguía con las mismas alpargatas, la mujer sin ellas, y el hijito tan desnudito de la cintura para abajo como antes. Los líderes político-sindicales se habian olvidado de que el trabajador rural tenía primero que aprender qué hacer con el dinero antes de disponer de él.

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En ese clima de disconformidad y borrachera, de rencores embozados y desembozados entre “obreros” y “oligarcas”, de discursos y empanada, Justino Lazarte o Eduardo Roldán se acercó una noche a mi padre para matarlo.

Sí, para matarlo, porque lo consideraba el único culpable de que el obrero se encontrara así de oprimido por la injusticia social, ya que mi padre era un patrón, un “oligarca”. Olvidé decir que esa noche Justino (o Eduardo) se encontraba bajo los efectos de una infernal borrachera.

Sentado en el jardín del frente, en uno de esos “bancos de plaza” de tablitas, dando las espaldas a la luna, que pintaba todo de blanco en esas noches típicamente tucumanas en que se puede leer tranquilamente el diario sin más iluminación que la del astro nocturno, mi padre descansaba tomando el fresco que suponía la ausencia de sol, ya que por las noches - salvo en los meses más crudos del invierno - la temperatura era apenas inferior a la del día.

Oyó quizás el ruido de alguna ramita al quebrarse, o quizás vio la sombra que proyectó su atacante, no sé, sólo puedo decir que en un segundo estaban frente a frente el hombre con el cuchillo alzado, y mi padre con el Smith & Wesson en la mano, separados por el banco de maderitas.

El hombre se quedó helado y bajó el cuchillo, más asustado todavía que mi padre. Este guardó el revólver, y encarando a su agresor le espetó: “¡Parate, cagón, y entregá el cuchillo!” a lo que el hombre respondió entregando inmediatamente el arma, mientras se ponía a llorar convulsivamente, como una criatura. Mientras lloraba, repetía frases incoherentes sobre “conquistas sociales” y “patrones oligarcas” y “que mi patrona no diga que soy un vago”.

Cuatro gritos y un puntapié en el trasero lo pusieron rápidamente en retirada dando tumbos y bandazos en el camino de huella blanqueado de luna.

Tres días después, con el sombrero en la mano, y la vergüenza tiñéndole el rostro, se presentó a pedir dusculpas, y a solicitar la devolución del cuchillo, un enorme “arbolito” con vaina de cuero, y se fue. Con la cabeza gacha.

Poco después los Roldán (o Lazarte) abandonaron el rancho del potrero de San Justino. Deben haberse ido lejos, porque no se supo más de ellos.

                                                

                                                 DON VIKTOR YOURMARKER

Vino a ver los lotes de caballos. Se veía que era un entendido: Los miraba de adelante, de atrás, de un lado, del otro, y tomaba apuntes en una libretita. Uno dice “vino a ver los lotes de caballos”, pero una cosa es decirlo, y otra explicar que se vino caminando desde El Empalme, distante unos diez kilómetros, por el camino de tierra como harina, y bajo la antorcha implacable del sol. Vestido de blanco, grisado de polvo, con un par de zapatillas de goma por calzado, y la cabeza descubierta coronada por unos ralos mechones de pelo blanco. Tendría unos sesenta y cinco años, y parecía gozar de perfecta salud. Hablaba poco, con fuerte acento extranjero. Supimos que era sueco, que

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era funcionario de la empresa S.K.F. Que le gustaban las bebidas fuertes. Se quedó a comer en casa esa noche. Es poco más lo que recuerdo de este personaje. Sólo diré que nos enseñó a decir “gracias” en sueco. “Takk”.

 

                                                       B O S T A   ‘E   V A C A

 Se llamaba Manuel Mamani. Realizaba tareas humildes. Vino - hacía años - a pedir trabajo, y se quedó allí… Le dieron techo y comida, y como dije, desde siempre era quien realizaba las tareas más humildes y desagradables. Es que Manuel Mamani llevaba encima el enorme peso de un gran pecado. De un pecado que había cometido por el solo hecho de nacer. Manuel Mamani era indio.

Había bajado quién sabe de qué altos cerros de Jujuy o de Bolivia. Vino con un lío de ropas, quizàs con algunas hojas de coca en el morral, y por su lastimoso aspecto, su piel negra y enjuta, su vestimenta ridícula para la zona y su dulce habla salpicada de arcaísmos y palabras quichuas, se había ganado la lástima del anterior administrador… y el desprecio de los demás peones, que por todo esto, además de su gran apego al aguardiente, lo bautizaron “Bosta ‘e Vaca”.

Vivía como avergonzado. Callado y sin mirar alrededor, como un fraile que hubiera hecho voto de silencio daba de comer a las gallinas, limpiaba las conejeras, iba a buscar las lecheras a las cuatro de la mañana, hiciera el frío que hiciera, en fin, era el hombre útil y silencioso. Todo el tiempo que no trabajaba, permanecía encerrado en su habitación, contigua a las de las mucamas, posiblemente aferrado a sus recuerdos poblados por llamas y rojizos atardeceres en la Puna de Atacama… o a la botella de aguardiente, tal cual comentaban sus compañeros de trabajo.

También los domingos, en vez de salir como los demás peones, o como lo havían las mucamas, se quedaba ahí, quizás borracho, quizás rumiando su infinita sosledad…

Un domingo salió al alba. Los pocos que lo vieron dicen que se preparó un jarro de mate cocido, lo bebió despacio, armó un cigarro de chala, y saludando con un gesto salió al camino y comenzó a tranquear despacito hacia el norte, llevando en la mano un pequeño envoltorio. Despacio. En silencio. Humildemente.

Así se fue Manuel Mamani. Quién sabe qué soles del norte, qué vientos helados lo llamaron; no volvió, no lo encontraron muerto en ninguna parte, aparentemente en los pueblos vecinos tampoco se lo vio pasar.

Imagino a Manuel Mamani iniciando una silenciosa y lenta caminata, en sentido inverso a la que hicieron sus myores cuando conocieron nuevos horizontes para ampliar el ya extenso imperio del Tahuantisuyo, o del Titicaca, mar de su Tiahuanacu, hasta el centro de América del Sur. Aquellos avanzaron conquistadores y colonizadores, portadores de cultura, de civilización y de progreso; éste regresaba novecientos años más tarde con su carga de miseria, de desprecio y de rechazo que su propia raza, mesturada con el español barbudo venido del otro lado del océano, de las tierras del propio Viracocha; Manuel Mamani volvía vencido por la incomprensión y el odio.

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Adiós, Manuel: Pronto fuiste olvidado por todos… o por casi todos. Ojalá hayas encontrado tus soles y tus vientos helados; ojalá hayas en contrado en las ondas de tu Titicaca la paz que tu alma andaba buscando. Sí. Que hayas encontrado la paz.

 

                                                              EL “BEBE”

La primera vez que lo ví me dio un poco de miedo. Quieto, junto al alambrado, parecía una estatua que algún caprichoso hubiera colocado junto a los hilos. Bajo, macizo, con una enorme cabeza con ojos casi ciegos, el viejo toro Hereford, semiparalítico y enfermo por la edad, realmente imponía respeto. Era una especie de reliquia. Lo habían traído hacía un montón de años, o quizás había nacido allí. Allí había sido usado como semental, padre de quién sabe cuántos terneros colorados… Allí lo habían castrado, y como buey había realizado las más pesadas tareas. Y cuando ya no sirvió más, no lo mataron. Lo fueron dejando allí, y allí se quedó como un espejo para que vieran los pobladores de la Estancia cómo pasa el tiempo, y cómo vienen los achaques con los años.

Solía estarse el día entero en un lugar sin moverse, ya sea bajo un arbolito, o junto al alambrado que daba al norte, como una planta más, casi sin comer, y muchas veces los peones le acercaban un balde con agua para que bebiera. A veces daba un paso o dos, y si uno estaba cerca podía oir claramente el crujido de sus huesos al caminar. Nosotros los chicos nos acercábamos al “Bebe” y le palmeábamos afectuosamente el lomo. No sé si se apercibiría de ello. Ya estaba muy, muy viejo.

Una tarde se echó para morir. Sólo dobló sus ya cansadas rodillas y acostó su grueso cuerpo en el suelo. A la mañana siguiente lo encontramos con una rutilante corona de escarcha que se derramaba como un manto de cristal por todo su cuerpo. Ahora el “Bebe” dormía en paz.

 

                                                               M Á S

Indudablemente hay mucha más gente en mis recuerdos de aquellos tiempos; gente que dio colorido a las imágenes de mi infancia, y que se ha borrado en el tiempo, que todo lo cubre con su gris polvo de olvido. En mis relatos he hablado del puesto de La Hortensia, pero no de su puestero, don José Lino Aguirre, hombre alto y flaco, con la cara como quemada, con sus labios finos y siempre húmedos, con su famosa expresión “¡Uvatiacelina!”, cuyo significado nadie pudo desentrañar; otros dos puestos más, con sus puesteros: El Tronco, con su puestero Pedro Salas, lcuyo hijo tocaba el acordeón; Yolita, con su puestero Lauro Reynoso, que tenía un perro que nos comió cuarenta empanadas sin hornear, el día del cumpleaños de mi padre; Martín Medina, el capataz de “La Tala”, hombre de a caballo, pero con una pierna ortopédica; Delfor Barraza y su padre Napoleón; Celestino Urueña; Juana, la hija de Juan Medina, que tenía dos corazones; las hermanas González, Lydia, Norma y Lía, que cantaban y cuyo padre tenía un almacén en Orán, que todavía está.

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Tengo muchos nombres más en el recuerdo y en el afecto, pero lamentablemente aquí no caben todos. Vaya para ellos esta lmención nostálgica, que es también una forma de revivirlos y hacerlos   permanecer.

                                           CUARENTA AÑOS DESPUÉS

Vengo de haber estado allí. Estuve en Tucumán, en los mismos sitios, cuarenta años después.

El recuerdo reciente se sobrepone a la evocación, y es como ver un extraño palimpsesto donde comienzan a surgir las partes de la imagen que ya no existen. Es una visión dolorosa. Los lugares han cambiado, los hombres han muerto. Llego en mi automóvil moderno. Veo árboles que nunca existieron, y no veo más los que mi corazón evoca. La casa, reconstruída según el viejo patrón, es una triste parodia de lo que fue. Es como si el recuerdo colorido se ahogara en la actual imagen en blanco y negro. Del gran portón de entrada construído por mi padre no queda ni huella. El jardín, parte patio de tierra, parte canteros floridos, y parte caminos de polvo de ladrillo, es ahora un gran pastizal de piso desparejo. Las paredes de la casa son lisos muros grises con trazas de haber ostentado inscripciones ahora ilegibles. Nada de los detalles arquitectónicos de aquellos años. Es como un fósil, como un viejo esqueleto que marca las pautas para vestirlo con los recuerdos.

Entro y llamo. Sale a recibirme gente extraña, pero mansa y morocha. Como silentes sombras de los que fueron. Pregunto, y se me contesta en voz baja. Al darme a conocer cambia su actitud y se animan. Son hijos y nietos de aquellos hombres, mansos o bravos, que acompañaron a mi padre. Una mujer suelta una estridente carcajada, y se identifica. Es hija de Albertano Rojas, hermano del que fue nuestro capataz, Raúl. Recuerda a mi familia. Sigo preguntando. Me dicen que el único que queda vivo de aquellos tiempos es Lauro Reynoso, el que fuera puestero de “Yolita”. Me dan las señas, pero no me animo a verlo. Me justifico ante mí mismo pensando que ya es muy tarde. Es verdad. Es muy tarde. Ya no vale la pena. Saco algunas fotografías. Triste. Triste y gris. 

Camino por la casa como un fantasma. Sí, el fantasma soy yo. Soy un fantasma que camina por las habitaciones de una casa que ya no existe. Soy un hombre que equivocó la dimensión. Que está fuera del tiempo.

Recorro otras partes del casco de la Estancia, paso a través de alambrados que ya no están, y me veo obligado a detener mis pasos por cercos que separan espacios antes expeditos. El edificio de “las tres piezas” está todavía en pie. Miro y toco las vigas del techo de la habitación donde estaba el zarzo de los quesos, nuestro escondite con mi hermano Jorge. Busco inútilmente el olor de la alfalfa en el galpón. Piso los restos del suelo de la herrería. Recuerdo los gallineros y el mistol, el cedrón, el mástil con la bandera de guerra y el horno de pan. Busco la “casa de los murciélagos” y sólo puedo contemplar un montón de escombros. “La demolieron hace un mes”, me dice mi esforzado anfitrión. Me hago trampa.

Me hago trampa. Este no es mi única visita desde que abandoné -niño- estos lugares. Estuve hace diez años, en 1977. En aquel entonces la casa era una tapera total. Los muros derruídos, las puertas deshechas, casi estaba borrada totalmente; así su imagen no

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dañó para nada mis recuerdos. Era como una momia sobre la cual se podía recuperar la evocación. Recuerdo que me fui con la sensación de que todo había muerto, pero que mis recuerdos floridos de la infancia continuaban intactos. Esta vez era diferente. Sobre los restos de mis recuerdos se había edificado una parodia. Una parodia dolorosa y dura.

Me fui alejando, justo a la hora del crepúsculo, la hora rosa y azul. Un atardecer cruzado de cables de luz y teléfono. Un atardecer que yo sabía que era el último. En mis oídos resonaban aún mis propias palabras “Adiós. No voy a volver nunca más.”

De todos modos no es a este dolor actual al que canto en este libro. Todo lo actual tiene la cruel dureza de lo real. Yo, con estas sentidas pinceladas, he pretendido revivir la colorida evocación de una época, que además se adornó con la magia y la poesía de la infancia. De una infancia feliz y sin dolores. Una infancia llena de amor y de luz.

                                                                  San Isidro, abril de 1987.

FIN DE “LA HORA ROSA/LA HORA AZUL”