la hlstorla como sistema de comunicaciÓnmemoria y la estructura social es evidente en el caso del...

19
LA HlSTORlA COMO SISTEMA DE COMUNICACIÓN Por José Carlos BERMEJO BARRERA Departamento de Historia I Universidade de Santiago de Compostela Abstract: In this paper was presented a analytical comparison of three systems of social communication and three corresponding to configurations of historical knowled- ge: the oral, the alphabetical and the visual. Key words: Historical Theory; System of Social Communication; Historical Knowledge. Si la Historia se limitase a ser el conocimiento verdadero del pasado, el enun- ciado de nuestro título tendría, en principio, un interés relativamente limitado, ya que de lo único que podría tratarse es de ver cómo en determinadas circunstan- cias la verdad histórica circula libremente, o bien se enfrenta a diversos obstá- culos. Tras nuestro encabezamiento, como tras todos los demás títulos, se esconden sin embargo otros presupuestos, y por ello quizás sería conveniente ponerlos de manifiesto. Cuando se sostiene que la Historia es, sin más, el conocimiento del pasado se establecen una serie de puntos de partida de los que el historiador, por otra parte, no necesita necesariamente ser consciente. El primero de ellos, por supuesto, sería la idea de realidad de ese mismo pasado. El pasado, aunque ya haya transcurrido, es real, o bien porque todavía produce efectos sobre el pre- sente, o bien porque nos es accesible a través de los restos que nos ha dejado, que son los diferentes tipos de documentos históricos. Ese pasado, además de ser real, es cognoscible, y ello es así porque el historiador dispone de unos medios: los documentos, y de unos métodos: la crítica histórica, que le permiten extraer la verdad del estudio de su documentación. Pero el pasado no sólo es real y cognoscible, sino que, además, también es inteligible, es decir que puede ser explicado porque posee una naturaleza racional. Estos son, en principio, los tres supuestos sobre los que se asienta el conocimiento histórico, y su mayor o menor eficacia depende únicamente de las capacidades propias de cada histo- riador, y de los medios, o los obstáculos que la sociedad interpone entre él y su trabajo, ya sea facilitándolo con sus recursos, o bien impidiéndolo con sus pre- juicios sociales, políticos o ideologicos. Frente a esta concepción global del conocimiento histórico, que es compar- tida por la mayor parte de los historiadores, y que tiene mucho en común con la que los demás científicos comparten acerca de sus respectivas ciencias, se alzan otras concepciones alternativas, a las que, en los últimos años se ha venido bautizando con la etiqueta de concepciones <<postrnodernas>, de la Historia, y entre las que ocupa un lugar destacado la concepción narrativista.

Upload: others

Post on 24-Apr-2020

1 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

LA HlSTORlA COMO SISTEMA DE COMUNICACIÓN

Por José Carlos BERMEJO BARRERA

Departamento de Historia I Universidade de Santiago de Compostela

Abstract: In this paper was presented a analytical comparison of three systems of social communication and three corresponding to configurations of historical knowled- ge: the oral, the alphabetical and the visual.

Key words: Historical Theory; System of Social Communication; Historical Knowledge.

Si la Historia se limitase a ser el conocimiento verdadero del pasado, el enun- ciado de nuestro título tendría, en principio, un interés relativamente limitado, ya que de lo único que podría tratarse es de ver cómo en determinadas circunstan- cias la verdad histórica circula libremente, o bien se enfrenta a diversos obstá- culos. Tras nuestro encabezamiento, como tras todos los demás títulos, se esconden sin embargo otros presupuestos, y por ello quizás sería conveniente ponerlos de manifiesto.

Cuando se sostiene que la Historia es, sin más, el conocimiento del pasado se establecen una serie de puntos de partida de los que el historiador, por otra parte, no necesita necesariamente ser consciente. El primero de ellos, por supuesto, sería la idea de realidad de ese mismo pasado. El pasado, aunque ya haya transcurrido, es real, o bien porque todavía produce efectos sobre el pre- sente, o bien porque nos es accesible a través de los restos que nos ha dejado, que son los diferentes tipos de documentos históricos. Ese pasado, además de ser real, es cognoscible, y ello es así porque el historiador dispone de unos medios: los documentos, y de unos métodos: la crítica histórica, que le permiten extraer la verdad del estudio de su documentación. Pero el pasado no sólo es real y cognoscible, sino que, además, también es inteligible, es decir que puede ser explicado porque posee una naturaleza racional. Estos son, en principio, los tres supuestos sobre los que se asienta el conocimiento histórico, y su mayor o menor eficacia depende únicamente de las capacidades propias de cada histo- riador, y de los medios, o los obstáculos que la sociedad interpone entre él y su trabajo, ya sea facilitándolo con sus recursos, o bien impidiéndolo con sus pre- juicios sociales, políticos o ideologicos.

Frente a esta concepción global del conocimiento histórico, que es compar- tida por la mayor parte de los historiadores, y que tiene mucho en común con la que los demás científicos comparten acerca de sus respectivas ciencias, se alzan otras concepciones alternativas, a las que, en los últimos años se ha venido bautizando con la etiqueta de concepciones <<postrnodernas>, de la Historia, y entre las que ocupa un lugar destacado la concepción narrativista.

No vamos a exponer a continuación ninguna de ellas, sino que, al igual que hemos hecho en el caso anterior, nos limitaremos a enunciar sus presupuestos básicos. Estos son los siguientes. En primer lugar no puede decirse exacta- mente que el pasado sea real, al menos el pasado tal y como lo manejan los historiadores. La concepción postmoderna no es una concepción necesaria- mente idealista, y por lo tanto no niega la realidad sin más, lo que afirma es que el historiador no se limita a <(captar>, el pasado, sino que lo <<construye,>. Y en dicha construcción los datos que puedan extraer de los documentos no son más que los ladrillos, mientras que lo que da sentido a ese pasado es una estructura globalizadora, que no está extraída de los documentos, sino que es anterior a su lectura, y que normalmente posee la estructura de un relato. El estudio de los documentos que nos dan acceso al pasado, y el estudio de las sustancias narrativas que forman la trama en la que se insertan esos docu- mentos constituirían, pues, dos mundos aparte.

Al ser el pasado una construcción resulta necesariamente inteligible, no por su naturaleza misma, sino por los criterios a prior¡ que establecen la inteligibi- lidad. La comprensión del pasado no deriva de la captación del pasado mismo, sino del sujeto que es quién aparentemente lo capta. De este modo el historia- dor más que estudiar al pasado como un objeto que le es exterior, contribuye básicamente al conocimiento de sí mismo, o de su propia sociedad. De acuer- do con esta concepción más que hablar de la Historia como un conocimiento, sin más, habría que hablar de historiografía, o de obras historiográficas, que deben ser analizadas como entidades aisladas, como mónadas, tal y como señala F. Ankersmith, de acuerdo básicamente con los métodos de la narrato- logía.

No es mi intención, a continuación, el ofrecer una tercera vía que auna- se las virtudes de estas dos concepciones antitéticas, mostrándome así como el develador del enigma de la Historia, sino únicamente analizar un punto muy concreto de la teoría de la Historia, a saber cual es la relación que existe entre la Historia y los sistemas de comunicación. Podría objetar- se que, en realidad, ese punto no tiene mucho de concreto, ya que, ya desde hace algunos años, una serie de sociólogos, como Alfred Schutz, o de filó- sofos, como Jürgen Habermas, han venido insistiendo en la importancia que el estudio de los sistemas de comunicación posee para comprender la natu- raleza de la sociedad. No es nuestra intención entrar, en modo alguno, en ese debate, ni tampoco plantearnos el problema de las relaciones existen- tes entre el lenguaje y la sociedad. De lo que se trata, sin más, es de defi- nir la Historia como un sistema de comunicación y de plantearnos la cues- tión de hasta qué punto la naturaleza de los diferentes sistemas de comuni- cación condiciona las diferentes configuraciones del saber histórico. Dicho en otros términos, nuestro propósito sería, en últi'mo término, tratar de com- prender históricamente como se ha hecho posible el surgimiento del conoci- miento -si se quiere- o de los textos -si así se gusta en llamarlos- his- tóricos.

Desde hace ya largo tiempo se viene afirmando que el comienzo de la Historia es inseparable del nacimiento de la escritura, ya sea porque sin ella no habría fuentes históricas escritas, que hasta no hace mucho tiempo constituían el núcleo básico de la documentación histórica, o ya sea porque, como señalaba Hegel en sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, el nacimiento de la escritura es sinónimo del despertar de la conciencia, y mientras el Espíritu, o la Humanidad, no alcance a ser consciente de sí misma es imposible el deve- nir histórico.

Sin embargo, a partir de comienzos del siglo XX el desarrollo de la arqueolo- gía, por una parte, y de la antropología, por otra, nos han puesto en contacto, cada vez más, con los mundos de los pueblos sin escritura, y resulta evidente para nosotros que esos pueblos también poseen su Historia. Lo que puede ser dudoso, y lo que deberemos plantearnos a continuación, es si en esos pueblos es posible el nacimiento de algún tipo de Historiografía, desarrollada sin el auxi- lio de la escritura.

En principio podríamos pensar que no debería haber ningún tipo de dificultad, si la Historiografía se limitase a recordar el pasado. Puesto que es evidente, por una parte que las culturas orales han desarrollado sistemas muy complejos que les permiten conocer el universo y clasificar diferentes tipos de seres en taxono- mías muy desarrolladas. Y no sólo eso si que en las culturas orales el cultivo de la memoria se haya mucho más desarrollado que en las culturas alfabetizadas, porque, como decía Platón la escritura supone, en cierto modo, la muerte de la memoria. En efecto, al no poder disponer de ningún medio que permita registrar el lenguaje, las culturas orales dependen exclusivamente del cultivo de la memo- ria para almacenar la información lo que trae como consecuencia que en dife- rentes campos esa memoria esté enormemente desarrollada. Esto es así, por ejemplo, en el campo de las genealogías y de las relaciones de parentesco. El conocimiento de nuestros antepasados y la delimitación de su pertenencia a los diferentes grupos exogámicos es fundamental para poder establecer en el pre- sente cuales son las reglas que regulan mis posibles matrimonios preferenciales -matrimonios que se dan en todas las estructuras elementales del parentesco- . A consecuencia de ello la memoria genealógica en esas sociedades está mucho más desarrollada que en aquellas en las que predominan las estructuras complejas de parentesco -aquellas en las que no existe un tipo de matrimonio preferencial- y en las que el conocimiento de nuestros parientes y de nuestros antepasados no nos es necesario en el campo matrimonial, más allá del núcleo de los parientes primarios, y en el campo social en función de la intensidad de las relaciones sociales que mantengamos con ellos.

Ahora bien, en el caso de la memoria genealógica, como en el caso de la memoria en general, podemos observar dos características fundamentales. La primera de ellas es que dicha memoria está perfectamente integrada en la estructura social, y por otro lado podríamos decir que dicha memoria se halla condicionada por el medio que se utiliza para su cultivo. La integración de la

memoria y la estructura social es evidente en el caso del parentesco, que cons- tituye la estructura social básica de las sociedades primitivas en la que se desa- rrollan las relaciones económicas, sociales, políticas y religiosas. Y el condicio- namiento de la memoria por el medio en que se cultiva es evidente si analizamos las características del pensamiento mítico.

En efecto, como ha señalado C. Lévi-Strauss, una de las características de ese tipo de pensamiento consiste en que se ve obligado a codificar diferentes tipos de información en un sistema unitario que depende de la memoria oral. En los mitos las relaciones de parentesco, las propiedades de los animales y las plantas, las características de las estrellas y las peculiaridades de la fisiología humana -piense en la importancia de lo crudo y lo cocido- aparecen integra- das en un sistema unitario, y ello no deja de condicionar ese tipo de conoci- miento, ya que dominios muy heterogéneos de la realidad aparecen unidos en una estructura significativa única.

El pensamiento mítico no puede establecer taxonomías y clasificaciones tajantes, no puede compartimentar la realidad, lo que es una condifio sine qua non para que se haga posible el nacimiento de la ciencia, y en ello reside quizás su grandeza o su limitación. Esa incapacidad para establecer taxonomías tajan- tes y la integración casi absoluta del conocimiento y la estructura social, que fue uno de los rasgos que más llamó la atención a E. Durkheim en el pensamiento de las sociedades primitivas, hace prácticamente imposible el nacimiento de la Historiografía en el mundo de las culturas orales.

Dichas culturas poseen, por supuesto, su pasado y sufren numerosos cam- bios en el tiempo, pero no se perciben a sí mismas como seres en transforma- ción. Son las llamadas sociedades frías>, por Lévi-Strauss, no porque no evolu- cionen en el tiempo, sino porque se conciben a sí mismas como estáticas. El uni- verso cultural forma, para ellas, parte del orden del mundo, y todo ello constitu- ye una realidad unitaria y debe ser explicada a través del mito. En el mito existe una determinada percepción del tiempo y una determinada concepción del pasa- do. Lo que las caracteriza es lo siguiente.

El tiempo posee una naturaleza discontinua. Por una parte podemos distinguir el tiempo de los hombres, que es el que alcanza nuestra memoria, a través del conocimiento de las generaciones anteriores dado por la genealogía y en el que el mundo aparece configurado tal y como lo está en el presente, y por otra parte tenemos el tiempo de los dioses, el tiempo de los antepasados o el tiempo del <<sueño» -entre los indígenas australianos-, que es el tiempo fundante, aquel en el que tuvo su origen el orden presente del mundo. En él el mundo se consti- tuyó físicamente tal y como está en la actualidad, y en él se sentaron las bases del orden social vigente, estableciéndose los diferentes tipos de matrimonios, las reglas culinarias y culturales y los actos del culto.

Si tenemos en cuenta los rasgos básicos de esta concepción del tiempo vere- mos que podría afirmarse que, en realidad, en las culturas orales no existe una concepción neta del pasado histórico, puesto que por una lado tenemos el pre- sente y por el otro el tiempo de los orígenes, y entre ambos no hay solución de continuidad. El presente no es un producto del pasado, sino que pasado y pre-

sente se funden en una Única realidad en la que el tiempo no desempeña un papel significativo. El tiempo de los orígenes funda el presente, pero no lo pro- duce mediante el tiempo, sino a través de los actos fundacionales. De este modo se produce una extraña paradoja, puesto que, por una parte entre el tiempo de los orígenes y el tiempo presente no hay comunicación posible, y por otro lado estos dos tiempos se hallan estrechamente unidos. Para poder percibir y anali- zar el pasado primero es necesario poder pensarlo, y para pensarlo primero es necesario establecer una distancia entre el sujeto que piensa y el objeto que es pensado. Esto es lo que no es posible en el mundo de la oralidad, en él el pasa- do no puede ser pensado porque se funde con el presente, y además el presen- te tampoco puede ser concebido como tal, porque no puede ser relativizado, y por lo tanto no necesita explicación. No hay presente y pasado sino un único orden del mundo. El mundo es así y es así porque en el tiempo de los orígenes ocurrieron una serie de hechos que lo han configurado de un modo determinado y frente a esa configuración única Únicamente cabe la alternativa de que el mundo se disuelva y se vuelva al caos inicial.

El tiempo no explica nada, los cambios no ocurren en él, para que haya un cambio que fuese significativo el tiempo tendría que disolverse y volver a rena- cer el tiempo de los orígenes, y una vez ocurrido el cambio ese tiempo se disol- vería para volver a instaurarse el presente.

Esta concepción del tiempo en la que no existe el pasado como objeto que pueda ser conocido, en la que no se da el extrañamiento del pasado, esa condi- ción indispensable para el nacimiento de la Historiografía moderna, como ha puesto de manifiesto B. Kemp, es indisociable de dos hechos que poseen una importancia fundamental, por una parte de la existencia de la oralidad como fuen- te única de comunicación, y por otro lado de las estructuras sociales simples, en las que predominan las estructuras elementales del parentesco, y en las que, de acuerdo con la terminología de F. Tonnies, predomina la comunidad sobre la sociedad, es decir el grupo reducido frente a la organización social amplia. Del mismo modo podríamos afirmar que en esas sociedades predomina el status frente al contrato, utilizando la terminología de Maine, y la tribu frente al Estado, utilizando la terminología de L. H. Morgan.

En principio habría que destacar dos hechos fundamentales: a saber, que un sistema social es indisociable de un sistema de comunicación, y que ese sistema social y ese sistema de comunicación son indisociables de una determinada con- cepción del pasado. El nacimiento de la Historia no depende, pues, del genio par- ticular de unos autores o de un autor o de un pueblo, sino que es básicamente un problema histórico. Se trata de algo que hay que explicar. La Historia no nació porque era natural que naciese, ni porque fuese consustancial con la naturaleza humana, sino porque unas determinadas formas de organización social, unidas a unos determinados sistemas de comunicación, la hicieron socialmente necesaria. Por esa razón la ausencia de una conciencia historiográfica en las sociedades orales no supone una mutilación que pudiésemos achacarles, ni una limitación de las capacidades cognitivas de sus miembros. Por el contrario pensar que en ellas la Historiografia fuese necesaria es cometer un terrible anacronismo.

Para que la Historiografía, tal y como nosotros la conocemos pudiese nacer sería necesario, pues, un cambio en los dos factores fundamentales que deter- minaron la imposibilidad de su nacimiento en el mundo de las culturas orales: a saber un cambio en el sistema de comunicación con el nacimiento de la escritu- ra, y una transformación de las relaciones sociales que permita que el individuo deje de estar rígidamente clasificado en una estructura de parentesco o en un estatus social rígidamente predeterminado para que pueda percibiese a sí mismo y a la realidad social como un problema que debe ser explicado.

Todas estas condiciones comenzaron a darse a partir del momento en el que se inicia la Historia de la Antigüedad, es decir a partir del nacimiento de las ciu- dades-templo sumerias y de la unificación de Egipto por la monarquía faraónica.

En ambos casos, y a través de un desarrollo gradual muy lento, partiendo de los primitivos sistemas de notación numérica y del uso de los símbolos consi- guieron desarrollarse unos complejos sistemas de escritura. Sin embargo en esos sistemas, tanto en el cuneiforme como en el jeroglífico, podemos señalar la existencia de dos importantes limitaciones. Por una parte que no se trata de sis- temas de escritura fonéticos -y ello no por la incapacidad de los propios siste- mas, que mantienen en su seno principios fonéticos, sino por la voluntad de los propios escribas de no simplificar el sistema de escritura, ya que ponerlo al alcance de una mayoría supondría la desaparición de la propia figura del escri- ba, y de los privilegios sociales anejos a ellos, tan bien descritos en la literatura egipcia en el género conocido como Sátira de los Oficios-. Y por otro lado su uso estuvo limitado básicamente al campo de la administración y de la economía y permaneció en las manos de un grupo profesional muy cerrado, que recibía una muy larga educación -desde la infancia a la edad adulta- y que utilizaba ese capital simbólico que la educación proporciona rentabilizándolo en privilegios sociales y económicos.

Tanto en Egipto como en Mesopotamia, en efecto, podemos observar como, cuando se trata de explicar el sistema del mundo y el orden social vigente sigue predominando el pensamiento mítico, que seguía siendo básicamente oral, y al que tenemos acceso, ya sea a través de los textos de carácter ritual, o bien gra- cias a Himnos y narraciones recogidas y copiadas en las escuelas de escribas a modo de ejercicios literarios.

Las fuentes del Antiguo Oriente nos transmiten una abundantísima informa- ción histórica, pero en realidad no se da tanto en Egipto como en Mesopotamia una auténtica historiografía. Pueden existir listas reales y en las inscripciones o en los textos se pueden narrar acontecimientos históricos, pero ningún autor se plantea el estudio del pasado como tal ni la explicación del presente a traves del mismo. En el caso de Mesopotamia se conoce el pasado, sobre todo cuando a partir del imperio acadio se siga cultivando el sumerio como una lengua literaria casi muerta y ajena a la lengua hablada. Pero los mitos sumerios y acadios son

básicamente los mismos y la cultura sumeria, consecuentemente, pasa a desem- peñar el papel de cultura fundante, es la cultura de los orígenes, y no un pasado ajeno que sea necesario explicar. En el caso Egipcio la continuidad dinástica - a pesar de los cambios de dinastías la realeza faraónica se sigue conceptuali- zando como básicamente la misma- todavía favoreció más esa identificación del pasado con el presente.

El nacimiento de la escritura permitió el desarrollo de las sociedades comple- jas, que no acabaron con las comunidades aldeanas, estructuradas a través de reglas de parentesco, sino que se limitaron a integrarlas para propósitos fiscales y militares en un orden social superior del que en parte se beneficiaban. Sin embargo las características sociales y económicas del Antiguo Oriente no facili- taron el paso del estatus al contrato de un modo pleno debido a la escasa movi- lidad geográfica y social de la mayor parte de sus miembros.

Ese mismo nacimiento de la escritura permitió establecer taxonomías, no sólo económicas, sino también astronómicas, matemáticas, médicas, tecnológicas y linguísticas, creando diccionarios, léxicos y sistemas de traducción entre diferen- tes lenguas. Sin embargo no dió lugar al nacimiento de una auténtica historio- grafía debido a la limitación del uso de la escritura y al mantenimiento de una estructura social basada en el parentesco, a nivel de aldea, y en un orden social muy estático a nivel global.

La concepción del tiempo histórico que podemos encontrar entre los pueblos del Antiguo Oriente es básicamente la misma de las culturas orales, y ello es debido al carácter ritual y religioso de las concepciones del poder político. El orden social y político vigente se explican igualmente a través de actos funda- cionales que tuvieron lugar en el tiempo del mito, en el tiempo de los dioses o de los héroes, y es a partir de esos actos como se ha instaurado el orden social pre- sente, frente al que sólo queda como alternativa el caos, cuando se disuelve la realeza y resurge el poder local, en Egipto, o cuando los nómadas invaden el territorio civilizado de los agricultores sedentarios, en Mesopotamia. En ambos casos la sociedad no puede cambiar, no puede evolucionar sino limitarse a osci- lar entre el orden y el caos.

Para que la Historiografía como género haga su aparición será necesario Ile- gar, dentro de nuestra tradición occidental -la China y la India quedan excluidas de nuestra consideración- a la antigua Grecia. En ella nos vamos a encontrar con dos hechos de importancia capital. Por una parte se produce un cambio en los sistemas de comunicación al desarrollarse la escritura alfabética e introducir las vocales, lo que permitió recoger con gran exactitud por escrito la lengua hablada, lo que facilitó enormemente su difusión y aprendizaje. Y por otro lado el desarrollo de la polis y las transformaciones sociales que tuvieron lugar en algu- nas de ellas permitieron el desarrollo de un pensamiento, sobre todo a partir de la sofística en el que se pudo relativizar el orden social y cultural y en el que el conocimiento de otras culturas e incluso, aunque de un modo muy limitado, la percepción del propio pasado.

La difusión de la escritura alfabética, y sobre todo la revolución literaria, de acuerdo con la terminología de E. Havelock, que se produce en Grecia a partir

del siglo IV a.c. pusieron las bases para la difusión de los textos historiográficos, que en sus primeras fases de desarrollo aun permanecían anclados en el mundo de la oralidad, como es el caso de Heródoto, y que también estuvieron, en un principio íntimamente vinculados -en el caso de los logógrafos- a instituciones muy concretas, como santuarios, en los que se establece la cronología de sus sacerdotes o sacerdotisas o a instituciones ciudadanas, a través de las listas de diferentes tipos de magistrados.

Al hablar, sin embargo del nacimiento de la Historia tendríamos que matizar un poco las afirmaciones al uso, puesto que en su caso Grecia no puede seguir funcionando, como lo ha hecho desde hace siglos, como mito fundacional. En nuestro caso el nacimiento de la Historia que se da en ella es un nacimiento limi- tado debido precisamente a limitaciones intrínsecas en el sistema de comunica- ción de los griegos antiguos.

La primera de estas limitaciones consiste en el uso limitado de la historiogra- fía en la sociedad griega y romana. En efecto la Historia para los antiguos es un género literario, lo que reduce enormemente sus pretensiones de verdad. Al serio la Historiografía no puede sustituir totalmente al mito en su papel fundante del orden político y social establecido. Y esa consideración de genero literario, que llevó a autores como Aristóteles a excluirla totalmente del campo de la filosofía, hará que su difusíón se vea limitada al mundo de la ensefianza literaria superior. La Historia se estudia dentro del ámbito de la retórica como otro género sin más y ello únicamente a nivel superior. Los griegos se alfabetizan con Homero y lee- rán básicamente a los poetas, el público de los historiadores será relativamente reducido, y aunque fuese amplio daría lo mismo puesto que las pretensiones de verdad de Herodóto socialmente no podían ser mayores que las de Homero o los trágicos.

Los historiadores antiguos pretendieron decir la verdad sin dejarse influenciar por los prejuicios, y sobre todo por los poderosos, pero la verdad de la Historia es una verdad ontológicamente débil, es la verdad de un relato que sólo puede captar lo efímero y lo contingente. La Historiografía no establece verdades nece- sarias y profundas, como las que capta la filosofía, porque es un saber del deve- nir y no del ser y cuando pretende captar alguna de esas verdades, como, por ejemplo, cuando Polibio pretende explicar los hechos de la conquista del Mediterráneo por Roma por la superioridad de su constitución mixta y de sus legiones, recurre a una teoría filosófica que aporta básicamente una justificación moral -recuérdense los orígenes pitagóricos de la teoría de la constitución mixta-.

La Historiografía griega es, además, básicamente historia contemporánea, en Herodóto, Tucídides, Polibio ..., y cuando los historiadores antiguos se adentran un poco en el pasado la Historia se vuelve a mezclar con el mito y los héroes de la Guerra de Troya con los personajes reales. Los griegos poseen una concep- ción débil del pasado, no son capaces de objetivarlo y distanciarse de él, y ello es así, probablemente debido a que no suelen utilizar sistemáticamente los docu- mentos. El modelo de conocimiento para los historiadores griegos lo proporcio- na la vista. El historiador debe ser, ante todo, un testigo presencial. Y es que en

la historiografía griega podríamos hablar del peso de los paradigmas judiciales. Del mismo modo que en un proceso se trata de establecer la verdad sobre un hecho acontecido en el pasado y que, por esa razón, nos es inaccesible, igual- mente el historiador, que es testigo de ese hecho, o utiliza el relato de otros tes- tigos, hace una confesión de su verdad ante el tribunal del futuro, para quién trata de conservar el recuerdo de los hechos pasados y presentes. El sistema judicial griego se caracteriza por su carácter agonal. Un juicio es básicamente el enfren- tamiento entre dos partes, desarrollado de acuerdo con las reglas de la reterica. En él pesan más las palabras que los hechos y las pruebas desempeñan un papel muy limitado. Una prueba es un objeto material que permite establecer una verdad de una forma incontrovertible. Los griegos limitaron su uso frente al desa- rrollo de las capacidades de persuasión. Y lo mismo que les llevó a ello los impul- só a hacer un uso muy limitado de los documentos históricos. Un documento, en efecto, como una prueba, es un objeto proveniente del pasado que establece incontrovertiblemente la verdad sobre el mismo. Si el historiador griego no lo uti- liza sistemáticamente es porque también para él la capacidad de persuasión es más importante que los hechos. La verdad no reside en los hechos, sino en el relato, los historiadores griegos eran (<narrativistas,,.

Esta concepción limitada del pasado unida a la escasa difusión de la historio- grafía debido a su ausencia en la educación primaria hizo que la Historia tuviese una eficacia muy limitada como sistema de comunicación a lo largo de la Edad Antigua, aunque, desde un punto de vista comunicacional no existían obstáculos para que esa eficacia fuese mayor. Los obstáculos que funcionaron en este caso fueron los obstáculos sociales, con lo que podríamos decir que se contradice el famoso lema de Marshal Mac Luhan, puesto que para los griegos el medio no es el mensaje.

Para que la Historia alcance lo que podríamos denominar su eficacia óptima como medio de comunicación tendremos que esperar a la llegada del siglo XIX, el siglo de la Historia, puesto que a lo largo de la Edad Media la Historia aun verá más reducido su papel, al quedar reducida a ser esclava de la teología o del derecho, y en la época moderna sólo poco a poco se irán desarrollando las con- diciones para que la Historia despliegue todas sus posibilidades comunicativas.

Un hecho de importancia fundamental para que se hiciese posible el desplie- gue de la Historia en el pasado siglo tuvo lugar a finales del siglo XV con la inven- ción de la imprenta. La imprenta en efecto permitió por una parte la normaliza- ción y fijación de los textos, al hacer que el proceso de transmisión de los mis- mos quedase libre de los errores y las variaciones que solían introducir los copis- tas, y, por otra parte sentó las bases para lo que será en el futuro la difusión masi- va de los libros, que no tendrá lugar a comienzos de la Edad Moderna, sino a lo largo del pasado siglo. La producción en serie de los libros facilitó enormemente su circulación y difusión, y sin ella serían imposibles acontecimientos como la

Reforma, en tanto que en ella el proceso de normalización de un texto tendría lugar básicamente con la Biblia, cuya traducción alemana, llevada a cabo por Lutero, pasará a ser un instrumento fundamental de su movimiento religioso. La traducción luterana puso el texto sagrado al alcance de aquellas personas que no poseyesen conocimientos de latín, la imprenta permitió difundir masivamente esa traducción, y la fijación del más sagrado de los textos en lengua alemana no sólo contribuyó al proceso de normalización de la nueva corriente religiosa, sino que también sentó las bases para el proceso de normalización lingüística de la lengua germánica, al imponer una variante dialectal concreta como lengua culta común.

Es evidente, por otra parte, que todos los procesos de reforma educativa que intentaron poner al alcance de la mayor parte de la población el conocimiento de la escritura, y que únicamente culminarán en el siglo XIX con la creación de la (<educación nacional)> no habrían sido posibles si previamente no se hubiese pro- ducido la invención de la imprenta, ya que en esos procesos educativos estaba implícita la idea de poner los libros al alcance de la mayor parte de la población de cada país, no sólo alfabetizándola, sino también haciendo económicamente posible el acceso a los mismos.

A partir de estos momentos la Historiografía se identificará con el proceso de producción y difusión de textos historiográficos, hasta el punto de que muchos autores intentan, no sin parte de razón, medir en cada momento el impacto de la Historia sobre el conjunto de la cultura de un país a través de los índices de lec- tura de textos históricos. Dichos textos pasarán a tener, desde el siglo XVI al XIX básicamente la estructura de relatos y en ellos se tratará de contar siempre una historia que posee una estructura común.

Cuando se estudia un proceso de comunicación no sólo es interesante estu- diar los medios que se utilizan, sino que también es necesario analizar los men- sajes -ya que medio y mensaje no se identifican en grado pleno-. Por ello con- vendrá saber cual es la historia que van a pasar a contar los libros de Historia y ver como se difunde.

Antes de entrar en el contenido de la misma convendrá indicar que su difusión se va a ver avalada no sólo por el proceso de difusión del libro, sino también mediante la creación de la <<educación nacional>>, es decir gracias a la creación de redes de escuelas, públicas o privadas, que tendrán como misión el alfabetizar a la población. Ese proceso de alfabetización va a ser, a su vez un proceso de nor- malización, ya que los niños son alfabetizados en la lengua nacional, que nor- malmente es, o bien una de las lenguas existentes en cada país, o bien uno de los dialectos de una misma lengua que se impone sobre tos restantes. La pose- sión de una lengua común y el acceso a los libros escritos en ella incrementa noto- riamente las posibilidades de comunicación entre todos los miembros de una determinada nación y facilita la transmisión a ellos de una serie de mensajes.

Los mensajes que van a transmitir los libros de Historia suelen reducirse mayoritariamente en el siglo XIX y en la primera parte del siglo XX al estableci- miento de unos esquemas narrativos y un paradigma de conducta determinados por la realidad del Estado-nación.

El Estado-nación, nacido en el siglo XIX, se concibe a sí mismo, tal y como ha señalado Benedict Anderson, como una comunidad imaginaria. Ya habíamos visto como con el desarrollo de la escritura y el surgimiento de las sociedades complejas en el Próximo Oriente se había iniciado el proceso de la transforma- ción de la comunidad en sociedad, proceso que se acelerará en el siglo XIX con el advenimiento de la Revolución Industrial, que trae como consecuencia el que- brantamiento de las formas de vida tradicionales. Frente a esa compleja y desar- ticulada realidad la nación aparecerá definida como una comunidad, en la que se destacan los vínculos maternales -la patria es nuestra madre- y fraternales - todos los compatriotas somos hermanos-. Evidentemente estamos ante un pro- ceso metafórico, pero es que las naciones europeas se van a construir en el siglo XIX básicamente a través de la utilización de series de metáforas, que sírven para establecer la identificación de los ciudadanos con determinados personajes: nuestros antepasados los galos o los germanos -en los casos francés y ale- mán-, o bien con determinados héroes de la Historia nacional que servirán metonímicamente como encarnación de la nación -Juana de Arco, Don Pelayo, Lutero ...-.

Todo este proceso de asimilacion tiene lugar a través de la lectura y el apren- dizaje de los relatos históricos que pasan a ser dominantes en el siglo XIX no sólo en la Historiografía, sino también en la literatura, con e! nacimiento de la novela histórica, y en las artes figuradas, que en el romanticismo y el historicis- mo plasman escenas arquetípicas tomadas de dichos relatos. Pero la fuerza de esos arquetipos narrativos se va a ver incrementada por una transformación del peso ontológico de los mismos.

Habíamos visto como en el mundo griego la Historia, mero género literario, quedaba al margen de la filosofía, y por lo tanto del reino de la captación de la verdad. En el siglo XIX el valor de la filosofía como saber fundante se va a tras- ladar al campo de la ciencia, y la Historia llevará a cabo una apuesta enorme- mente acertada al definirse, ya no como una rama de ia filosofía, sino como una ciencia ni más ni menos. Al quedar definida la Historia como ciencia el valor de verdad del contenido de sus relatos se verá notoriamente incrementado, puesto que la ciencia se basa en los hechos, los hechos son irrefutables y poseen un contenido de verdad absoluta, un contenido que llega a hacer olvidar que en esta época la Historiografía se compone básicamente de relatos. Pero es que además de ello, el valor de verdad de la Historiografía se va a ver respaldado, no sólo por su definición como labor científica, por su adoración por los hechos, y por el estu- dio sistemático de los documentos, sino también porque sus relatos alcanzaran un enorme grado de credibilidad social.

Dicha credibilidad vendrá determinada por las razones siguientes. Desde la ascensión al poder del Emperador Constantino en el Occidente europeo se había venido desarrollando una teoría de la fundamentación de¡ poder político según la cual la legitimidad de su ejercicio derivaba, en última instancia, de una delega- ción divina. Esta teología política, con innumerables variaciones, perduró duran- te toda la Edad Media y sirvió como fundamento ideológico de las monarquías europeas de la Edad Moderna. Pero el desarrollo del racionalismo y la Ilustración

trajeron como consecuencia el surgimiento de una serie de teorías que intenta- ron buscar el fundamento del ejercicio del poder político no en un nivel trans- cendente, apelando a Dios, sino en un nivel inmanente, quedándose en el mundo de los hombres. Nacieron así las teorías contractuales, en primer lugar, y las teo- rías historicistas, en segundo lugar, que tomaron como punto de referencia para el ejercicio del poder a una nueva entidad: el pueblo, que sirve como fundamen- to de la nación y es el único garante que puede legitimar el ejercicio del poder político, ya sea mediante el ejercicio del voto, en un principio censitario, o ape- lando a un caudillo o una persona que lo encarne.

Pero un pueblo no puede definirse como una idea platónica sino que su rea- lidad se desarrolla en un marco geográfico y en un marco cronológico concretos. Un pueblo es algo irrepetible en su individualidad, su carácter es temporal y con- tingente y por ello su estudio exige la descripción y el relato, pero a pesar de ser temporal, contingente y efímero adquiere un valor absoluto, definiéndose a veces como ((eterno,,, adjetivo que se aplica a los diferentes pueblos europeos por parte de los Historiadores, en un intento de superar su definicicín como seres his- tóricos de naturaleza contingente, destinados -por su propia definición- a nacer y perecer, si queremos ser coherentes con el método histórico.

Esos pueblos objeto de la Historiografía contemporánea van a aparecer defi- nidos como totalidades. Su existencia es indudable, su realidad inapelable y cada uno de ellos es el destino de todos y cada uno de los ciudadanos que los componen. Pero esos pueblos se encarnan necesariamente en un Estado -un pueblo sin Estado es un pueblo desprotegido-, y por lo tanto, cada uno de ellos es inseparable de una determinada configuración del poder. El ciudadano de un Estado-nación no puede renegar de su pertenencia a un pueblo y a una nación concretas porque existe una coincidencia ontológica entre la naturaleza del indi- viduo y la naturaleza de la colectividad, una coincidencia que se asocia a dos ideas fundamentales: las de vida y muerte. La verdadera vida no es posible sin un enraizamiento en una determinada lengua -ahora normalizada- y en una determinada patria y esa asociación con la vida trae como contrapartida que la nación exija, a veces, la vida del ciudadano, arriesgándola en la guerra y murien- do por la patria.

Las ideas de vida y muerte, maternidad y hermandad constituyen elementos clave en la definición de la noción de (<patria>, y por su carácter profundamente emotivo e irracional -en último término- sirven como mecanismos de adhesion política ciega a formas de poder concretas. En todo este proceso de adhesión se crea una red de comunicación, o un discurso, en el que se pueden producir infi- nidad de enunciados que sólo alcanzan su sentido con referencia a los presu- puestos del discurso histórico, que aparece así constituido como un lenguaje. El análisis de esos enunciados debe hacerse siempre bajo la perspectiva de la pragmática, puesto que su contenido semántico es indisociable de las circuns- tancias históricas concretas. Así, por ejemplo, yo soy francés y tu alemán no sig- nificará lo mismo en la Guerra Franco-Prusiana o en la Primera Guerra Mundial que en la Comunidad económica europea.

Quienes crean ese lenguaje que no sólo hace posible que los hablantes se

entiendan cuando hablan de lo que significa ser francés o alemán, sino que tam- bién tratan de establecer sus identidades respectivas, apelando a las nociones emocionales antes citadas, son los historiadores y lo que mide el valor de la Historia en un momento determinado no es s6lo el índice de lectura de sus libros --eso es solo un síntoma- sino la credibilidad de los enunciados históricos. Pero dicha credibilidad social no es algo que pueda Jograrse simplemente cre- ando narrativas históricas convincentes o de buena factura, sino que aquí tiene lugar todo un proceso sociológico que establece cuales son las normas que rigen la credibilidad social de esos enunciados, proceso que coincide con aquel mediante el cual el poder se configura no sólo como un sistema institucional y coercitivo, sino tarnbibn como un campo discursivo que nos permite hablar y que establece la posibilidad de que nos comprendamos mutuamente. El poder fun- ciona como un sistema lingüístico, pero ello no quiere decir, como sostienen los postmodernos que el poder no sea más que un sistema lingüístico. Dicho siste- ma forma parte de una realidad que es la vida de las personas que lo configuran o que io sufren y limitarlo a su carácter convencional y lingüístico supone, en cier- to modo, burlarse de quienes lo sufren, puesto que el sufrimiento en sus díver- sas formas, aunque esté codificado culturalmente, es real, el dolor, en cierto modo, es !o mas real que existe.

El historiador no es más que una parte de todo un sistema, su credibilidad social y su reconocimiento, no sólo entre sus colegas, sino también entre el publi- co en general, no dependerá sólo de la riqueza de su documentación y de la cali- dad de sus obras, sino básicamente de que su discurso se encuentre en un momento dado enraizado en el sistema lingüístico que configura ta realidad social. En el siglo XIX, en el siglo de máximo esplendor de los Estados-nación los historiadores consiguieron perfectamente esa integración, por eso las artes eran historicistas y sus obras eran ávidamente leídas por el público culto, en la actualidad, después de dos Guerras Mundiales y casi cincuenta años de Guerra Fría la situación parece ser ligeramente diferente.

El discurso histórico del pasado siglo sufrió una serie de transformaciones ya en él que vendrían a marcar, en cierto modo, la aparición de su crisis. No será posible entrar aquí en ellas, pero sí que conviene destacar algunos de esos fac- tores si pretendemos comprender la situación actual del saber histórico.

Un lugar preferente lo ocupa, en primer lugar, el nacimiento del marxismo, en tanto que supone una ruptura de la idea de nación, puesto que en ella no todos sus miembros son equiparables, y ya que lo que establece la identidad de una persona no es su lengua y su afiliación nacional sino su posición de m. Existen las clases sociales, dichas clases además son antagónicas, en realidad están en guerra entre sí a través de la (<lucha de clases~~. Los protagonistas del acto histórico por excelencia en el siglo XIX, que es la Guerra, en la que las naciones se enfrentan entre sí, exigiendo la vida de sus ciudadanos, ya no serán

las naciones sino las clases sociales. El reconocimiento de la existencia de las clases supone el estallido de la idea de nación, los proletarios dejan de tener patria, el capital tampoco la tiene, y el Estado nación no es un mecanismo de integración de todos sus miembros, sino un medio que una determinada clase utiliza para establecer su dominio sobre la clase que le es antagónica.

El discurso histórico del XIX debería haber sido liquidado por el marxismo, pero ello no fue así por varias razones. En primer lugar porque las naciones tam- bién formaban parte de la realidad histórica y supieron imponerse a los conflic- tos de clase, como lo demostró la Primera Guerra Mundial, y en segundo lugar porque quizás el mensaje de Marx no fuese lo suficientemente radical en este sentido, ya que se limitó, en parte, a trasvasar algunos de los conceptos básicos del discurso histórico a un lenguaje diferente, cuando, por ejemplo, sustituye el encadenamiento dialéctico del desarrollo del Espíritu hegeliano por la sucesión dialéctica de los modos de producción. O cuando establece que la clase es el sis- tema determinante de la identidad individual, al igual que en el discurso histórico lo era la nación.

Por otra parte el triunfo de la Revolución rusa, en primer lugar, el desarrollo posterior a la Segunda Guerra Mundial de los regímenes burocrático militares de los paises del Este vendrían a tirar por tierra estas posibilidades abiertas por Marx y a hacer posible que el nacionalismo subordinase claramente al socialis- mo.

Un segundo factor que vendría a contribuir a establecer la crisis del discurso histórico será la crisis de fundamentos en las que se vió sometida la Historia y las ciencias sociales en el último cuarto del siglo XIX, unidas al proceso de refor- mulación de la identidad de la filosofía europea, y que llevaría a muchos autores a dudar del carácter estríctamente científico del saber histórico. Estaremos ante un proceso que se inicia con W. Dilthey y los neokantianos y que desembocaría en el narrativismo actual para el que la cuestión de saber si la Historia posee, o no, carácter científico es simplemente una pregunta mal planteada.

Frente a la amenaza que en su momento supuso el marxismo y ante las crí- ticas que arreciaban a un discurso histórico excesivamente unilateral y centrado únicamente en los acontecimientos diplomáticos y bélicos, los historiadores desarrollaron una estrategia de salvación que consistió, por una parte en ampliar la ontología de sus relatos, incluyendo en ellos hechos económicoc, sociales e ideológicos, y, por otra parte en apelar como modelo de cientificidad, ya no a las ciencias físicas, sino a las ciencias sociales o a las ciencias del Espíritu, que ten- drían una configuración epistemológica diferente a las primeras. Y estas estrate- gias alcanzarán un éxito relativo con el desarrollo de la Historia Económica, de la Historia Social, de la Historia de las Mentalidades, y de una proliferación de tendencias históricas que han intentado progresivamente ampliar el campo de los enunciados históricos. Esta estrategia de ampliación permitió parcialmente ganar la credibilidad perdida, al hacer ver al público que los historiadores tam- bién se interesaban por los temas, como los problemas económicos y sociales, que preocupan a la mayor parte de la población. Pero, en cierto modo, los histo- riadores, en este terreno estaban luchando en una batalla perdida de antemano.

Y ello es así porque el historiador habría pasado de ser un personaje fundamen- tal en la configuración de la realidad social, al ser el descubridor de la esencia de la nación, a ser un servidor de un público ante cuyas exigencias debe plegarse.

Si esto es así es porque ha tenido lugar todo un proceso histórico que ha exi- gido una reformulación de la Historia como sistema de comunicación. En él los factores transnacionales han pasado a desempeñar un papel que ha disminuido la importancia en determinados terrenos de los Estados-nación, que, por supues- to, continúan existiendo, y por otro lado a estos factores económicos, sociales, político-militares e ideológicos que superan las barreras del estado nacional habría que sumar una crisis de su identidad que hace que los ciudadanos ya no se identifiquen con él a través de las imágenes de la vida y la muerte, la mater- nidad y la fraternidad, sino a través de conceptos mucho más pragmáticos como los de servicios públicos y bienestar social y económico. Todo ello ha llevado a los Estados-nación, incluidos cada vez más en estructuras transnacionafes e redefinirse en términos pragmáticos, según los cuales el Estado es básicamente un gestor de bienes y servicios, en el quedan algunas funciones como la defen- sa nacional, que tiende cada vez más a concebirse como otro servicio que es preciso profesionalizar y en la que los ciudadanos gustan cada vez menos de comprometerse.

Ante esta transformación de la realidad política la Historia también se ha hecho pragmática y trata de ofrecer sus servicios al cliente, ya sea poniendo a su disposición en el mercado los productos que la demanda exige o ya sea difun- diendo a través de la enseñanza pública y privada de la misma una nueva ver- sión de ella que contribuya a hacer inteligible la realidad en la que nos movemos.

Pero es que esta transformación también ha ido acompañada de otra no menos profunda. Además de la adaptación de la Historia ai mercado y del reco- nocimiento de la pluralidad de facetas que componen la realidad por parte de la misma esta disciplina también se ve afectada por una transformación fundamen- tal en los sístemas de comunicación, y es que el texto escrito, soporte básico del discurso histórico hasta no hace mucho tiempo se ve obligado a competir cada vez más con el mundo de las imágenes.

La proliferación de las imágenes como vehículos para el transporte de la infor- mación ha venido a suponer, según algunos autores como el propio Mac Luhan, una vuelta, en cierto modo, al mundo de las culturas orales, con el desarrollo de lo que este autor llamó la (caldea global>>, nueva resurrección de la comunidad. En realidad la situación es algo más compleja, puesto que la imagen va más allá, no sólo del texto, sino también del lenguaje hablado. El desarrollo sistemático de los sistemas de comunicación que combinan el lenguaje con las imágenes -como el cine y la televisión- suponen un desafío para el historiador, puesto que un ciu- dadano promedio puede asimilar mucha más información en general, y mucha mas información histórica, a traves de estos medios que a traves de la lectura de los libros de texto o de los libros de lectura históricos. Esos medios, junto con la radio y la prensa, aparecen además como los verdaderos configuradores de la realidad histórica, ya que al filtrar cotidianamente la información establecen de qué es posible hablar, o aquello que se debe silenciar en cada momento. La com-

petencia con ellos, por parte de los historiadores, para actuar como configurado- res de la realidad se revela cada vez más difícil y no sólo porque esos medios se hallen ligados al poder económico y político, para cuyo ejercicio se revelan como un medio indispensable, sino también porque en ellos se esconde una nueva con- cepción de la realidad histórica, una nueva forma de hablar de la misma.

En los medios informativos, en efecto, existe una concepción del tiempo his- tórico diferente a la que comparten los historiadores. Para el discurso histórico el tiempo es continuo y en él el pasado se halla continuamente presente en los momentos actuales. No hay ninguna etapa de la historia que sobre, todas son igual de imprescindibles para comprender el tiempo presente. La historia es una acumulación de hechos y el tiempo obtiene los intereses de los mismos. Cuando más pasado se posee más rico se es, históricamente hablando. La historia exige también tiempo para su estudio, lograr su comprensión lleva tiempo y exige dedi- cación y una vez que la comprendemos nos sentimos parte de un flujo continuo que concentra nuestra atención.

En el mundo de la información, por el contrario, nos encontramos con una muy diferente concepción del tiempo. Una noticia, en un principio no es algo que se sitúa en una línea de continuidad, /o que está siempre presente no es noticia, sino lo que rompe esa continuidad. Pero para que esa noticia sea inteligible debe de haber un transfondo que le dé sentido. Si la noticia fuese una ruptura pura y no tuviese nada que ver con el orden del mundo no sabríamos a qué se refiere. Una noticia, además, se desgasta con el tiempo. Algo no puede ser continua- mente noticia, cada noticia exige otra que viene a continuación y que actúa como su relevo. La noticia es efímera, por definición, lo que permanece es el transfon- do en el que se enmarca. Pero ese transfondo, que actúa como memoria, tam- bién es de corta duración. Pasado un cierto período de tiempo no muy amplio los hechos dejan de ser noticia. En este sentido podríamos decir que el mundo de la información se diferencia radicalmente del mundo de la oralidad, ya que en éste se cultiva sistematicamente la memoria, mientras que en el primero de ellos la memoria tiende a hacerse cada vez más banal, y además esa memoria no es cul- tivada por el individuo, sino socialmente construida por los medios de comunica- ción, que cuando introducen una noticia novedosa, por ejemplo un nuevo con- flicto bélico en algún lugar del planeta más o menos remoto se ven obligados a documentarse y filtrar algunos datos a los lectores para que puedan comprender la noticia. Naturalmente en la búsqueda de esa documentación se suele recurrir a libros de Historia y Geografía o a libros del tipo <<El Estado del Mundo, 1997>>.

El ciudadano medio se halla inmerso en la Historia a través de los mensajes que le proporcionan los medios de comunicación. La Historia que aprendió en su enseñanza primaria y media puede serle, o no, de utilidad para comprender ese mundo en el que vive, en mi opinión, en la mayoría de los casos no lo es. Y ello es así, en primer lugar, porque la actualidad cotidiana es demasiado dinámica para que puedan sentarse en los libros de Historia más elementales las bases que permitan comprenderla. Y por otra parte porque los historiadores, casi por definición, carecen de modelos explicativos que permitan dar cuenta del tiempo presente, no en vano ellos estudian el pasado.

El ciudadano interesado por el devenir del mundo observa pues claramente que para entender el mundo en el que vive la Historia desempeña un papel secundario, sobre todo cuando se retrotrae excesivamente en el tiempo. ¿Nos sirve de algo Grecia para entender la política actual? Muchos libros de Historia, sobre todo de Historia reciente, de los últimos veinte afios, pueden ser útiles para comprender el momento presente, pero su uso dependerá de la amplitud de la memoria histórica que se maneja en los medios de comunicación. Cuando se sobrepasa su umbral la Historia pierde su interés.

La Historia tiende a convertirse en esclava de los medios de información, en un recurso que los periodistas tienen que utilizar a veces. Pero, bien entendido, esa Historia será historia del tiempo presente o historia contemporánea, cuando traspasamos ese umbral la Historia deja de ser actualidad para convertirse en cultura.

La Historia Antigua o Medieval, la Arqueología y la Historia del Arte forman hoy en día parte de la <<cultura:>. Pero esa cultura no es ya la vieja Bildung de los alemanes, es decir un cultivo de la persona y de sus facultades intelectuales, sino un medio de consumo unido a determinadas industrias, como el turismo. En la cultura entendida como consumo no funciona la noción de actualidad en el mismo sentido que en los medios de información, ya que los objetos que se con- sumen se caracterizan por ser inactuales, pero sí que desempeñan un papel importante las nociones de gusto y correlativamente de moda. Los gustos que regulan el consumo de imágenes históricas suelen estar también enormemente dirigidos por las guías turísticas, o por aquellos textos, como los itinerarios que las autoridades <<culturales)> producen para facilitar el consumo del pasado. La persona que posea un gusto determinado en este campo es porque la ha adqui- rido a través de sus lecturas, y por lo tanto es, en cierto modo, un fósil de la gala- xia Gutenberg, ya que el consumo cultural del pasado está pensado para ser dis- frutado directamente a través de visitas a monumentos y exposiciones, en los que sus guías ofrecen sus mejores imágenes impresas.

En esta particular aprehensión del pasado que se da en la industria de la cul- tura, y que posee una importancia económica, social y política fundamental, puesto que de ello deriva el interés de las autoridades políticas por el patrimonio histórico, el documento, base del discurso histórico, pierde gran parte de su inte- rés. A nadie se le va a ocurrir leer un documento antiguo escrito en una letra y una lengua raras. El documento es sustituido por el monumento, que puede ser captado, aunque no comprendido, sin mayor esfuerzo. Lo que más llama la aten- ción del monumento es su carácter grandioso o exótico, lo que menos interesa es incluirlo en su contexto histórico, porque ello exigiría la adquisici~n de algo de ese tipo de saber.

Lo que se le pide a la Historia en la actualidad es, pues, por una parte que sirva como instrumento auxiliar en la configuración mediática de la actualidad que se lleva a cabo cada día, y que funcione como un producto de consumo exó- tico, interesante por su anacronismo. Puesto que, ya se sabe, en el mercado, lo escaso, por definición, es valioso. Junto a ello quedaría una función residual por la que la Historia continuaría proporcionando un lenguaje que permite establecer

la identidad de los Estados-nación y de sus ciudadanos función cada vez más reivindicada por los nacionalismos emergentes, que intentan repetir a finales de siglo XX los procesos históricos que en Europa tuvieron lugar, con mayor o menor éxito en el siglo XIX. En esta situación si queremos comprender el papel de la Historia como sistema de comunicación deberemos enfrentarnos a esas realidades. Afirman unos historiadores que la Historia está en crisis, otros lo nie- gan y echan la culpa de esa misma crisis a aquellos mismos que afirman que la hay, como si el lenguaje de los historiadores fuese siempre performativo. En toda esa discusión muchas veces simplemente se esconden intereses corporativos de defensa de la profesión, o se pone de manifiesto el disgusto con la situación actual de la misma. Si queremos, por el contrario plantear la cuestión en térmi- nos históricos deberemos analizar el papel de la Historia en los sistemas de comunicación sociales, y, tras ello, evaluar la situación actual con sus caracteres particulares, sin tomar necesariamente como modelo y referencia única la situa- ción de la Historia en el pasado siglo que no fue más que el resultado de una coyuntura histórica especifica y, quizás, por lo tanto irrepetible. La labor del his- toriador no consistirá, pues, en gemir por la pérdida de vigor del conocimiento histórico ni en negar una crisis evidente del mismo, o lamentarse por ella, sino en repensar algunos de los problemas que estaban presentes en él y que se refie- ren a la naturaleza de las sociedades y los individuos de una forma nueva.

NOTA BIBL~OGRAFICA

Qfrezco a continuacibn algunas referencias sobre puntos de la exposicibn que pueden resultar más controvertidos. No tengo, por lo tanto. ninguna pretcnsibn de extirliisstivi- dad, lo que sería ridículo, dada la amplitud de las temas tratados,

Sobre la noción de sustancias narrativas concúltese F. Ankersmlth: N6?rr.ilfiv(-? LOQ\LR, La Haya, 1983. Acerca de la noción de extrañamiento del pasado como fundarnontal para que nazca la Historia ver Barry Kemp: The Estrangement of the Pasil. Bxford, 1991.

Sobre el pensamiento mítico ver las siguientes obras de Claude Lévi Strauss: 63 Pensamiento Salvaje, México, 1964 (París, 1962) y : M\iologi~as, I, 11, 111, laP, Mhxico. 1968-1 980 (París, 1964-1 971).

De Durkheim es fundamental consultar Las formas s;/emet~ta9es de b vi& E / [ Q / ~ C L : ~ .

Madrid, 1982 (1 91 2). La obra básica de Ferdinand Tonnies es: Comunidad y Asociacirira, Barcelona. 1979

(18871, la de H. S. Maine es: Ancient Law, London, 1939 (1861), y Ira de L. H. Morgan es: La Sociedad Primitiva, Madrid, 1971 (New York, 1877)-

Sobre la mitología mesopotámica puede verse el libro de Jean Bottero y Same~ef Noah Kramer: Quand les dieux faissaient l'homme, París, 1989, y sobre la mitologia egipcia el de Erik Hornung: Conceptions of God in Ancíent Egypt, landon. 1982 ("iarirrrutadt. 1971). Y acerca de las concepciones del poder real en el Antiguo Oriente puede con- sultarse el libro de Henri Frankfort: Reyes y Dioses, Madrid. 1976 (2' ed, 1969).

Los problemas relacionados con la escritura corno tecnologia de la coimurzicacgcan y sus implicaciones tanto mentales como sociológicas han sido tratados por Jack Goady en: The Domestication of savage Mind, Cam bridge, 1 977 y: The Logic of Writing arad fhe Organisation of Society, Cambridge, 19136, respectivamerite.

En relación con el tema de la revolución literaria helenica sigue siendo fundamental e! libra de Eric Havelock: Prefacio a Platdn, Barcelona, 1994 (1 963), asl cromo el resto de las obras de este autor. Y sobre el sistema jurídico griego y sus implicacisnes para el desarrollo de la noción de verdad es muy importante el libro de Michaef Foucault: La verdad y las formas jurídicas, Barcelona, 1980 (Rio de Janeiro, 1978). En el papel de la Historia en la educación antigua es imprescindible también el libro de R. Nicolai: ha Storiografia nella educazione antica, Pisa, 1 992.

Sobre una historiografia no occidental, la China, pueden cansultarse los trabajos del fas- cícu lo de la revista History and Theory: Chinese Historiography in Comparaf/ve Perspective, Theme Issue, 35, 1996.

Una visión muy interesante de la relación entre nacionalismo y comun~cacibn !a ofrece Benedict Anderson: lmagined Communities. Reflections on the Qrjgin and @read of Nationalism, London, 1 991 (2"d.).

Una visión de conjunto de la historiografia soviética puede verse en los trabajos recopnia- dos por Henry Kozicki (ed), en: Western and Russian Historiography, London, 1 993.

Sobre la crisis de la Historia puede consuitarse el libro de Gérard Noiriel: Sur la ~i.crise~~ de IIHistoire, París, 1996. Y una reflexión muy interesante acerca de la relacicin entre Historia e imágenes puede verse en Francis Haskell: History and its Images. Art and the lnterpretation af the Past, Yale Univ. Press, 1993.