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«LA HEROICA CIUDAD...»: EL DESAFIO DEL LENGUAJE DE John Rutherd S ubamos a la máquina del tiempo y re- trocedamos esos cien años que los clari- nistas con tanta asiduidad estamos s- tejando, para llegar a la España de los últimos días de 1884 o primeros de 1885. En- trando en cualquier librería encontraremos la última novedad: el primer tomo de La Renta. En Ia'cubierta vemos, sobre un ndo que repre- senta los tejados y la torre de una iglesia gótica, la figura torcida de un hombre que viste lujoso atuendo medieval. Está de pie, lleva en la mano derecha una máscara negra, y mira con cara de pocos amigos hacia la torre de la iglesia. Parece que este hombre se encuentra dentro de una sa- la de paredes y suelo rojos, con decoraciones de estilo medieval ntástico, y que mira por un ventanal hacia la torre. Todo el estilo de la cu- bierta -su letra, su detalle decorativo, el extraño escudo coronado por un yelmo, grabado en una gran piedra rota, que yace en el suelo- nos hace pensar en la Edad Media, en su versión románti- ca. lQué duda cabe? Esta es otra novela históri- ca, de la escuela de Sir Walter Scott, acerca de las intrigas en la corte medieval durante la re- gencia de cierta dama, o de su marido. El cuerpo torcido nos podrá recordar a uno de los más mosos intrigantes palaciegos, el duque de Gloucester, protagonista del drama shakes- periano Richard o y de sus populares imitacio- nes decimonónicas Les Ennts d'Edouard de Delavigne, y Los hijo de Eduardo de Bretón de los Herreros. Gloucester e e.l regente de estos hijos de Eduardo, como podríamos leer en la propia novela de Leopoldo Alas, si el flamante libro se nos abriera en la página 57, donde el na- rrador habla de «Glocester, el Regente jorobado y torcido y lleno de malicias». Es evidente que «Clarín» ha complicado la conocida historia de Gloucester, encontrando para éste esposa o ri- val: la Regenta. No sé si «Clarín» escribió a su editor barcelo- nés exigiéndole esta cubierta por motivos que luego sugeriré, o si el artista, el señor Jarba, ho- John Rutherrd 15 jeando la primera remesa de la obra, e interesa- do más que nada en la dramática brillantez de la cubierta, se fijó en el pase citado y llegó a unas conclusiones absurdas acerca de lo que iba a ser esta novela. Lo cierto es que la cubierta de la primera edición de La Regenta crea en el que la ve suposiciones erróneas acerca del contenido del libro. Pero incluso si no tenemos en cuenta esta cu- bierta, el título de por sí es enigmático, en con- traste con los títulos explicativos -muchas veces meros nombres- que son normales en la novela decimonónica. De modo que ya desde el título, el lenguaje de esta novela nos desaa. En vez de cilitar la comunicación de ideas -lo que se su- pone que es la nción del lengue- nos dice: «iAhí tienes! A ver si eres capaz de sacar algo en claro.» Lo podremos sacar, si aceptamos el desao, según leamos el texto. Primero nos enteraremos de que no se trata de una romántica señora que dominara la corte en tiempos remotos sino de algo moderno y prosaico: la mer de un ex-ma- gistrado de la ex-capital de la nación (o ex-na- ción). Así nos daremos cuenta de que el título encierra una de las más importantes dualidades temáticas de la novela: lo romántico, poético, histórico, grandioso, contra lo antirromántico, prosaico, moderno, mezquino; y el triun de esto último. También podremos darnos cuenta de que el título sugiere el dilema en que Ana Ozores se encuentra, pues evoca a la vez su in- dependencia y superioridad -es la que rige, la reina, la primera dama de Vetusta- y por otra parte su dependencia e inrioridad -su catego- ría social se nda en que es la esposa de un ex- regente, no en que posee unas extraordinarias cualidades personales-. Este lenguaje cargado de matices significati- vos sigue en la brillante y audaz primera ora- ción: «La heroica ciudad dormía la siesta.» Las tres primeras palabras parecen confirmar que és- ta va a ser una novela histórica a lo Walter Scott,

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«LA HEROICA CIUDAD ... »: EL DESAFIO DEL

LENGUAJE DE LA REGENTA

John Ruthedord

Subamos a la máquina del tiempo y re­trocedamos esos cien años que los clari­nistas con tanta asiduidad estamos fes­tejando, para llegar a la España de los

últimos días de 1884 o primeros de 1885. En­trando en cualquier librería encontraremos la última novedad: el primer tomo de La Regenta. En Ia'cubierta vemos, sobre un fondo que repre­senta los tejados y la torre de una iglesia gótica, la figura torcida de un hombre que viste lujoso atuendo medieval. Está de pie, lleva en la mano derecha una máscara negra, y mira con cara de pocos amigos hacia la torre de la iglesia. Parece que este hombre se encuentra dentro de una sa­la de paredes y suelo rojos, con decoraciones de estilo medieval fantástico, y que mira por un ventanal hacia la torre. Todo el estilo de la cu­bierta -su letra, su detalle decorativo, el extraño escudo coronado por un yelmo, grabado en una gran piedra rota, que yace en el suelo- nos hace pensar en la Edad Media, en su versión románti­ca. lQué duda cabe? Esta es otra novela históri­ca, de la escuela de Sir Walter Scott, acerca de las intrigas en la corte medieval durante la re­gencia de cierta dama, o de su marido.

El cuerpo torcido nos podrá recordar a uno de los más famosos intrigantes palaciegos, el duque de Gloucester, protagonista del drama shakes­periano Richard 111 y de sus populares imitacio­nes decimonónicas Les Enfants d'Edouard de Delavigne, y Los hijos, de Eduardo de Bretón de los Herreros. Gloucester fue e.l regente de estos hijos de Eduardo, como podríamos leer en la propia novela de Leopoldo Alas, si el flamante libro se nos abriera en la página 57, donde el na­rrador habla de «Glocester, el Regente jorobado y torcido y lleno de malicias». Es evidente que «Clarín» ha complicado la conocida historia de Gloucester, encontrando para éste esposa o ri­val: la Regenta.

No sé si «Clarín» escribió a su editor barcelo­nés exigiéndole esta cubierta por motivos que luego sugeriré, o si el artista, el señor Jarba, ho-

John Rutherford

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jeando la primera remesa de la obra, e interesa­do más que nada en la dramática brillantez de la cubierta, se fijó en el pasaje citado y llegó a unas conclusiones absurdas acerca de lo que iba a ser esta novela. Lo cierto es que la cubierta de la primera edición de La Regenta crea en el que la ve suposiciones erróneas acerca del contenido del libro.

Pero incluso si no tenemos en cuenta esta cu­bierta, el título de por sí es enigmático, en con­traste con los títulos explicativos -muchas veces meros nombres- que son normales en la novela decimonónica. De modo que ya desde el título, el lenguaje de esta novela nos desafía. En vez de facilitar la comunicación de ideas -lo que se su­pone que es la función del lenguaje- nos dice: «iAhí tienes! A ver si eres capaz de sacar algo en claro.»

Lo podremos sacar, si aceptamos el desafío, según leamos el texto. Primero nos enteraremos de que no se trata de una romántica señora que dominara la corte en tiempos remotos sino de algo moderno y prosaico: la mujer de un ex-ma­gistrado de la ex-capital de la nación ( o ex-na­ción). Así nos daremos cuenta de que el título encierra una de las más importantes dualidades temáticas de la novela: lo romántico, poético, histórico, grandioso, contra lo antirromántico, prosaico, moderno, mezquino; y el triunfo de esto último. También podremos darnos cuenta de que el título sugiere el dilema en que Ana Ozores se encuentra, pues evoca a la vez su in­dependencia y superioridad -es la que rige, la reina, la primera dama de Vetusta- y por otra parte su dependencia e inferioridad -su catego­ría social se funda en que es la esposa de un ex­regente, no en que posee unas extraordinarias cualidades personales-.

Este lenguaje cargado de matices significati­vos sigue en la brillante y audaz primera ora­ción: «La heroica ciudad dormía la siesta.» Las tres primeras palabras parecen confirmar que és­ta va a ser una novela histórica a lo W alter Scott,

y por eso creo que «Clarín» pudo pedir esa cu­bierta engañosa. Pero lo que sigue no es la espe­rada oración larga y redondeada que es carac­terística de la novela histórica, sino un cierre brusco y hasta brutal, una caída repentina de lo sublime a lo trivial: otro desafío al lector, que sin previo aviso se encuentra con que en vez de disfrutar de una novela poco exigente que lo re­mita a un pasado idealizado y le haga olvidar los problemas de la vida moderna, va a tener que luchar con un texto enigmático y paradójico que habla del presente prosaico e inevitable. Todo esto por la rotura de las convenciones literarias que representa esta primera oración: no se nos permite sorprender a los héroes durmiendo al principio de su gesta. La siesta, además, - es un descanso antiheroico: no es el dormir nocturno, natural y merecido del Carlomagno rendido por sus hazañas con espada y escudo en el campo de batalla, sino el dormir innecesario, inmerecido, indulgente del ciudadano cansado de luchar en el plato con cuchillo, tenedor y cuchara. Por dondequiera que miremos hay dualidades. Y es­ta oración puede dividirse en dos partes contras­tantes: sujeto, «La heroica ciudad», que encierra toda una serie de sugerencias románticas: predi­cado, «dormía la siesta», que las destruye y así sugiere el tema de la decadencia, con el ineludi­ble materialismo de su referencia a dos humil­des necesidades fisiológicas que los seres huma­nos compartimos con todos los demás animales.

Este contraste irónico viene reforzado por el ritmo de la oración, que puede leerse como dos versos de seis sílabas acentuados en la segunda y la quinta; es decir como dos pares de anfíbra­cos. La división en dos versos se acentúa con la terminación aguda del primero. Rítmicamente, pues, el predicado es un eco burlón del sujeto. Y la oración que ibí:l a ser una evocación de grandes valores espirituales termina, apenas co­menzada, como un romancillo burlesco.

Esta primera oración, aun más que el título, es un guante que el narrador arroja al lector. Es como si aquél estuviera diciendo a éste: «Queri­do lector: lserás lo suficientemente atento e in­teligente como para poder con un texto intenso, repleto de asechanzas, dualidades opuestas, rit­mos significativos, múltiples parodias -desde la pomposa novela histórica y la solemne épica hasta el romancillo infantil- y, por encima de todo, de una ironía omnipresente que no se de­jará descansar ni un momento? lSerás lo bastan­te avispado como para entrar conmigo en la conspiración irónica; o te mostrarás incapaz de aceptar este desafío, quedándote, como los per­sonajes de esta novela, entre las víctimas de mi ironía?».

Está claro que toda ironía presenta un desafío de este tipo; pero no conozco otra novela en la que el guante se lance de manera tan abrupta y

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fuerte como en La Regenta. Porque este título y esta primera oración ponen en duda el significa­do de todo lo que leeremos después: minan la autoridad del texto entero. Si la segunda pala­bra, «heroica», no quiere decir «heroica», lcómoestar seguros del significado de ninguna de las otras palabras de este largo texto? Para el lector atento, «la heroica ciudad» quiere decir algo muy diferente: quizá «la ciudad que se cree he­roica y que tal vez lo ha sido, aunque ya no lo es». Según esta lectura, «heroica» representa la opinión no del narrador sino de los personajes, los vetustenses, y tenemos aquí ya un brevísimo ejemplo del discurso indirecto libre, que con tanta maestría va a ser empleado a lo largo de La Regenta.

En este punto podemos notar cierto paralelis­mo entre narrador y personajes. Ni uno ni otros emplean el lenguaje como medio de comunica­ción directa entre el que emite un mensaje y el que lo recibe. Dicho de otra manera: su compor­tamiento no corresponde a ninguno de los mo­delos elaborados por la moderna ciencia lingüís­tica, de la cual La Regenta es -entre tantas otras cosas- una penetrante crítica anticipada. Los mensajes que el na_rrador nos envía y que los personajes se envían requieren un doble- desci­framiento: primero lingüístico, para convertir sonidos en conceptos, y después interpretativo, para intentar convertir conceptos dudosos en conceptos verosímiles, tratando de desenmara­ñar esos equívocos que son las ironías del narra­dor y las mentiras de los personajes.

Después de esa abrupta primera oración, cada una de las otras tres que constituyen el primer párrafo es más larga que la anterior; y nos en­contramos en medio de la prosa lírica que las primeras tres palabras nos habían hecho esperar y que nos fue en seguida negada. El elemento rítmico se acentúa, pero ahora ya no se trata de aquellos ritmos bruscos de la primera oración, sino de cadencias dulces y musicales. Estos rit­mos fluctuantes nos permiten vivir el progreso errante de polvo, pajas y papeles por las calles vetustenses. Y este predominio de lo rítmico muestra que lo que estamos leyendo no es sim­plemente prosa lírica sino todo un poema en prosa, género romántico por excelencia. Pero es un poema en prosa que trata del tema más anti­rromántico que cabe imaginar, la porquería de la calle. El muy posterior y en su tiempo notorio «Cántico doloroso al cubo de la basura» de Ra­fael Morales no era tan original como parecía.

Así que el lector tiene, otra vez, que hacer frente a los problemas que ofrecen las parodias literarias. Y aquí tiene que habérselas con dos parodias simultáneas: la del poema en prosa, y la de la novela realista, que suele empezar con la descripción de alguno de los protagonistas o del escenario en que estos viven o, si no, con la na-

Hitos y mitos de «La Regenta»

rración de alguna acción que desencadena el ar­gumento de la novela. De modo que el lector busca personajes que lleven a cabo acciones sig­nificativas, y encuentra basura soplada por el viento, prefiguración de dos de las dualidades temáticas de esta novela: la del determinismo contra el libre albedrío, y la de la decadencia contra el vitalismo. El lector, que al principio se creía en presencia de una novela romántica e idealista, pensará ahora todo lo contrario: ésta va a ser una novela naturalista, que mostrará la importancia del ser humano ante la fuerza ine­xorable de la naturaleza.

Para mayor ironía, la basura urbana es compa­rada con mariposas que se buscan y huyen, es decir con un símbolo romántico de la belleza y libertad de la vida campestre, aunque ésta es una libertad coartada, pues el aire las envuelve en sus pliegues. Y después, esta descripción de la falta de vida humana se convierte en una des­cripción de presencia y movimiento humanos, cuando el narrador antropomorfiza a la basura mediante la comparación con pilluelos que se juntan, se paran y brincan. Estos verbos que re­presentan actividad humana consciente conti­núan y complican el juego dialéctico entre libre albedrío y determinismo, y entre vitalismo y de­cadencia. En el trepar de algunas de las migajas de la basura podemos encontrar una anticipada y grotesca representación de los vanos intentos de los personajes por trascender su insignifican­cia y buscar una vida superior (aquí tenemos el primer ejemplo de la altura como símbolo de la ambición). La metonimia de la primera oración deshumanizaba a los héroes vetustenses; y este símil antropomórfico humaniza a la basura que ellos han tirado, así como el símil de las maripo­sas la embellece. Todo el revés. El lector se en­cuentra en un laberinto de contradicciones, y la voz desafiante del narrador le sigue susurrando al oído: «iAhí tienes! A ver si eres capaz de sacar algo en claro.»

La primera oración del segundo párrafo corta en seco el pequeño poema en prosa y nos de­vuelve al principio de la novela. Es a la vez una repetición amplificada y una explicación de la primera oración. El narrador amplifica «La he­roica ciudad», repitiendo la metonimia, en «Ve­tusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo». Las seis sílabas originales se transforman en dieciocho. Y amplifica «dormía la siesta» en «hacía la digestión del cocido y de la olla podri­da»: de nuevo las seis sílabas originales se han convertido en dieciocho. De modo que las ca­dencias son más espaciosas -son una continua­ción de las del poema en prosa- pero producen el mismo efecto que en aquella primera oración de simetría rítmica y eco burlón.

Pero la oración no termina aquí, sino que pasa a otro tema mediante una de esas rápidas transi-

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ciones de las que el narrador se mostrará consu­mado maestro. Y nos encontramos con la des­cripción de la torre de la catedral. Por fin hemos llegado a un pasaje que describe algo digno de ser descrito al principio de una novela. A lo me­jor las cosas van a normalizarse; tal vez el narra­dor va a dejarse de bromas y a empezar a hablar­nos en serio. La torre, allá arriba, señalando al cielo, representa los eternos valores poéticos y espirituales del cristianismo, y de esta manera contrasta con la ciudad, aquí abajo, que está lle­na de basura y que representa lo prosaico y ma­terial. Así se establece una dicotomía entre, por una parte, la sublime torre y todo lo que simbo­liza, y, por otra, la ridícula ciudad y lo simboliza­do por ella. Son dos polos opuestos cuya separa­ción es total. Por eso el narrador describe la ciu­dad con tanta ironía, pero la abandona para ha­cer una descripción lírica de la torre: «poema ro­mántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne ... »

No estoy de acuerdo con esta lectura. Para mí la ironía, lejos de desaparecer, sigue vigente. El narrador, al hacernos creer que estaba dejándo­se de bromas, nos estaba gastando otra broma más, como podemos ver en la continuación de la frase: «era obra del siglo dieciséis, aunque an­tes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe de­cir, moderado por un instinto de prudencia y ar­monía que modificaba las vulgares exageracio­nes de esta arquitectura.» Esto destroza el vago y dudoso lirismo de las palabras anteriores. Aquí no hay cadencias armoniosas sino anar­quía rítmica: ritmos atropellados que forman un contraste feo con la frase excesivamente larga al final de la oración. Aquí no hay poema románti­co ni delicado himno, sino un pasaje sacado de una guía turística mal escrita: el espíritu paródi­co sigue presente. Notemos, además de la con­fusión rítmica, los distingos pedantes e improce­dentes: «obra del siglo dieciséis, aunque ... »; «de estilo gótico, pero, cabe decir, ... » Cuando conoz­camos a don Saturnino Bermúdez, nos daremos cuenta de que éste es su estilo. Y sobre todo, aquí no hay confirmación de la belleza perenne de la torre, sino su refutación por partida doble. Primero, porque el narrador nos dice que es una belleza gótica, y que lo gótico se caracteriza por sus vulgares exageraciones, aquí modificadas pero no eliminadas. Y además, lo perenne es lo que se escapa de toda definición temporal, y el narrador se esfuerza por situar la torre en el tiempo, recalcando la fecha de su construcción.

Aquel proceso repetido del paso repentino de lo sublime a lo ridículo no se ha interrumpido, sino que se ha repetido una vez más. E igual que en las otras ocasiones, la segunda parte de la oración es una negación irónica de lo afirma­do en la primera parte. El lenguaje de La Regen­ta sigue contradiciéndose, minando su propia

credibilidad; y sigue desafiando al lector, jugan­do con él. Las paradojas se acumulan. El primer párrafo era un poema en prosa acerca de la basu­ra: un tratamiento poético de lo más prosaico que cabe imaginar. El segundo párrafo comienza a la manera de un pedestre folleto turístico que describe la torre de una catedral: ofrece un trata­miento archiprosaico de lo más esplendoroso y poético que cabe imaginar.

Este segundo párrafo sigue con unas compa­raciones interesantes. Primero la torre es un índice de piedra que señala el cielo, y que la vis­ta contempla horas y horas sin fatigarse. Des­pués viene la comparación con las señoritas cur­sis que aprietan demasiado el corsé, compara­ción poco lírica y hasta poco respetuosa. Es una comparación negativa, pero basta que el narra­dor haya hecho cualquier tipo de referencia a las señoritas cursis para que la dignidad y el simbo­lismo espiritual de la torre sufran mermas. A na­die se le ocurriría pensar en tales trivialidades ante un símbolo inequívoco de los eternos valo­res del espíritu. Pero los lectores de La Regenta ya vamos aprendiendo que no hay nada inequí­voco.

En la próxima frase el narrador parece adoptar de nuevo un tono lírico al explicarnos que la to­rre es esbelta pero maciza, empleando el símil del castillo coronado por una pirámide. Pero luego leemos que ésta, la aguja de la torre, es como un haz de músculos y nervios, y que hace equilibrios de acróbata. Vuelta a lo trivial y a la autocontradicción, pues la torre o es maciza co­mo un castillo o es frágil como la carne humana de los acróbatas: no puede ser las dos cosas a la

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vez. Este segundo párrafo termina así: «y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pe­queña, y sobre ésta una gran cruz de hierro que acababa en pararrayos.» La torre no será una se­ñorita cursi, pero sí es malabarista y acróbata, cuyos absurdos ejercicios el narrador nos descri­be con lujo de detalle. Y el supremo símbolo del cristianismo se reduce a un aspecto más de un espectáculo de circo, pequeña parte del reperto­rio de una contorsionista. Estamos en la misma punta del índice que señala al cielo, pero icuán próximos seguimos estando a la calle y a la ba­sura que la llena! Las personas a quienes en se­guida encontraremos ocupando la torre son Bis­marck, el pillo de la calle, y Celedonio, que dis­para escupitajos y patatas podridas sobre los transeúntes.

La novela realista depende de que sus lectores aceptemos como verídica la palabra del narrador omnisciente, pero los lectores de La Regenta ya deberíamos haber aprendido a no aceptar nada de lo que nos dice el narrador. Entre todas las parodias de las que este brillante principio de novela está saturado, la más extraordinaria es la que dirige contra sí mismo. Es un lugar común de la crítica literaria la afirmación de que la gran aportación de la literatura del siglo veinte es exi­gir la participación del lector. Julio Cortázar ha­blaba del lector cómplice. Roland Barthes decía que los textos clásicos -para él los del XIX y si­glos anteriores- los lee el lector, mientras que los textos modernos los tiene que escribir el lec­tor. Yo no estoy de acuerdo con Barthes: todo

Hitos y mitos de «La Regenta»

texto literario exige la participación del lector en la creación de significados. Es más: toda comu­nicación lingüística exige tal participación del que la recibe. Pero si modificamos la afirmación de Barthes y decimos que los textos del siglo veinte suelen requerir del lector un grado mu­cho mayor de participación que los anteriores, entonces La Regenta es un texto del siglo veinte en este aspecto, como en tantos otros. Pero no comparte con muchos de los textos de nuestro siglo la tendencia hacia la incomprensibilidad. A diferencia de estos, con más sutileza, disimula sus propias complejidades: el narrador engañoso y paradójico presenta su novela como si fuera un texto transparente dentro de la buena tradi­ción realista. Pero el lector atento siempre pue­de oír aquel desafío irónico: «iAhí tienes! A ver si eres capaz de sacar algo en claro de todo esto».

Lo que yo saco es más o menos lo siguiente. Que la relación entre lo poético espiritual y lo prosaico material, entre torre y calle, no es la de una simple dicotomía de fuerzas contrarias e in­dependientes, como quisiera hacernos creer el pensamiento romántico, sino la de una intrinca­da dialéctica de fuerzas contrarias en continua interacción. La torre no se puede librar, en nin­gún momento, de la influencia de la calle: con sólo vestirla de faroles el cabildo la convierte en una enorme botella de champaña, todo un sím­bolo de la frivolidad, materialismo y cursilería modernos. Con esto no quiero negar que la to-

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rre sea también un símbolo de las aspiraciones espirituales; sí que lo es -no deja de señalar al cielo- pero no es un símbolo puro.

La lectura de estos tres párrafos prefigura el proceso por el que pasarán los protagonistas de la novela. El lector que haya aceptado el desafío del lenguaje de La Regenta presencia en este principio de novela la conversión de una posible dicotomía románica en dialéctica realista. Des­pués, Ana Ozores y Fermín de Pas buscarán la solución de sus problemas en la misma dicoto­mía -espíritu contra materia, alma contra cuer­po- y en la eliminación en su propia persona de lo material para conseguir el triunfo del espíritu. Pero la experiencia les enseñará que esta solu­ción romántica y simplista no es viable, confor­me vayan aprendiendo que no hay tal dicoto­mía, que espíritu y materia se influyen conti­nuamente en un eterno juego dialéctico.

El público lector de la restauración española no quiso, tal vez no pudo, aceptar el desafío del lenguaje de La Regenta. Y esta maravillosa nove­la ha tenido que esperar cien largos años ,,@�para conseguir el justo reconocimiento M�f"de su extraordinaria importancia (1). ��

NOTA

(1) A mis amigos María Mercedes Bermejo y GonzaloSobejano les estoy muy agradecido por su valiosa ayuda du­rante la preparación de este trabajo.