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La estrella escondida

En el lugar de mi estrella, esa noche había una oscura y gélida nube gris. Ya hacía muchas noches que, por más que buscara en la bóveda celeste, no conseguía encontrarla. Un sentimiento de congoja me retuvo, y empecé a pensar que quizá me hubiera adentrado en una noche perpetua.

Pero, qué podía hacer, tan sólo era un pequeño elfo, un habi-tante menor del Bosque de Ariën y no tenía el don de cambiar el estado atmosférico.

Una lechuza posada en la rama de una hermosa encina, pa-recía entrever el desánimo en mi semblante, y no dejó de apar-tar su mirada de mí. Cuando ya me puse a la altura del árbol, carraspeó gravemente, y sorprendido, me quedé parado espe-rando a que pudiera entonar su voz. Lo hizo, ululó suavemente y una extraña sensación de tranquilidad me hizo alzar mi la-bio superior en forma de sonrisa, y recordé que hacía mucho tiempo que no modificaba mi rictus.

En ese momento me dije a mí mismo: «¿Realmente logro algo perdiendo la sonrisa? ¿Cómo voy a encontrar mi estrella, si antes no recupero la verdadera alegría de volver a verla?».

—Así es –respondió la lechuza como si hubiera escuchado lo que tan sólo había sido un pensamiento.

—¿Así es? –inquirí. —Sí, así es –respondió la lechuza–. Andas preocupado por-

que hace días que no consigues ver tu estrella y en ese tiempo no has reparado en que ha sido tu estado el que ha ido borran-do su presencia de ti.

»Todos tenemos una luz interior, una chispa que guía nues-tro corazón y nuestros pasos, pero cuando somos desleales a

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nosotros mismos, caemos en la tristeza o vendemos nuestro espíritu en pos de la ambición, esa chispa desaparece. Has te-nido la suerte de notarlo en esa señal celeste, pero deberías haberte dado cuenta de que ya habías perdido tu propia refe-rencia interna.

—Es cierto, no sé por qué he ido cayendo en una tristeza malsana en la que no había reparado. A veces, resulta tan fácil ser autocomplaciente. Pero, ¿qué puedo hacer ahora?

—¿Por qué me lo preguntas? ¿Acaso no lo sabes?—Supongo que sí, sólo tengo que alegrar mi espíritu, atraer

la felicidad, trabajar con dedicación, y así volveré a ver mi es-trella.

—Así es –volvió a confirmar la lechuza–, pero apresúrate, cada segundo que pasa es un regalo que debemos agradecer con toda nuestra fuerza.

Algunas estrellas brillan, otras son tapadas a la fuerza, pero tú que puedes, tú que ves más allá del cemento de las ciudades, no dejes de mantenerla siempre encendida en tu pecho.

Louis Ghesbor

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La sirena Lorelei

En lo alto de una isla del río Rin vivía Lorelei, una bellísima sire-na a quien la naturaleza había dotado de un canto tan seduc-tor que no había humano que pudiera resistirlo. Era aún una adolescente caprichosa cuando con sus gorgoritos hizo que se estrellara contra la isla un barco. Fue una experiencia excitan-te y Lorelei le tomó gusto.

Desde entonces, cada vez que una nave se acercaba, Lore-lei entonaba un aria o una canción que dejaba absolutamente estupefactos a los marineros y la nave acababa estrellándose contra una roca. Los pocos supervivientes que se habían salva-do de ahogarse y llegar a la otra orilla se deshacían en elogios de su voz extraordinaria. A medida que la sirena fue apren-diendo nuevas canciones, su peligrosidad fue en aumento, lo cual llegó a oídos del rey.

El hijo del rey, que era un melómano consumado, decidió que iría en persona a la isla para disfrutar de la extraordina-ria voz de la sirena. Si bien la reina y el ministro de asuntos exteriores intentaron disuadirlo de su empresa, el joven prín-cipe se embarcó hacia la isla. Al aproximarse a ésta se empe-zó a oír una voz celestial, tan dulce y atractiva que todos los ocupantes del barco quedaron anonadados. Soplaba un fuer-te viento y las olas acabaron estrellando la nave contra un peñasco. Todos los ocupantes de la embarcación fallecieron al instante.

La sirena alcanzó la cumbre del éxtasis, pues sabía que aca-baba de matar al hijo del rey y, orgullosa, se puso a cantar a voz en grito un aria de Wagner. Se desató entonces una tormenta pavorosa y la sirena se resfrió.

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Afirman los anales de la época que Lorelei falleció al cabo de pocos días de una horrible faringitis, y que unos feos ánge-les negros se la llevaron al más profundo de los infiernos. Por eso en la comarca los más ancianos dicen que «los que matan a gritos al infierno van derechitos».

Cuento tradicional nórdico elaborado

por Jack Lawson

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El hada y el gnomo tacaño

A pesar de sus negativas, a la joven hada la obligaron a casarse con un viejo gnomo, tan rico como tacaño. Todas las noches, después de una muy frugal cena, éste la dejaba viendo la televi-sión mientras él se dedicaba a contar su dinero. Tantas veces lo había contado ya, que algunas de las monedas habían empeza-do a gastarse y la cara del rey que aparecía en ellas se había ido difuminando, al igual que los sueños de los hombres.

Aburrida con esta existencia, la joven hada fue perdiendo el interés por la comida y por todas aquellas cosas que un día alegraron su vida. Cada vez més desmejorada y con la ilusión perdida, un día decidió fugarse.

Lo hizo por la noche, mientras el viejo avaro estaba tan ocupado contando sus monedas de oro que no reparó en la fuga.

El hada corrió a través del bosque, atravesó campos y pra-deras hasta que, de repente, cayó por un precipicio. Fue como en los sueños: durante la caída no sintió miedo alguno, más bien tuvo una agradable sensación de liberación, hasta que de pronto se encontró en las cómodas y mullidas manos de un sorprendido gigante que, riendo a carcajadas, le dijo:

—No temas, tesoro, estoy aquí para darle una lección a tu marido.

La joven hada se puso muy contenta y los dos se fueron a dormir al castillo del gigante.

Al día siguiente, éste se dirigió hasta la casa del avaro gno-mo y levantó una polvareda tan grande que el marido del hada pensó que ya había llegado el día del Apocalipsis. Cuando se disipó el polvo y vio al gigante riendo como un niño que aca-

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ba de hacer una travesura, se enfadó tantísimo que la empren-dió con él.

Estuvieron batiéndose durante horas hasta que llegaron al precipicio. Entonces se vieron las caras: la del gigante era igual que la efigie del rey presente en las monedas de oro que ateso-raba el gnomo. Cuando se dio cuenta de esto, su aturdimiento fue tal que perdió el equilibrio y cayó por el barranco. La caída fue vertiginosa; en cuestión de décimas de segundo, el avaro gnomo tuvo tiempo para arrepentirse de su comportamiento y juró que, si salía con vida de aquello, se dedicaría en cuerpo y alma a conseguir la felicidad de su esposa.

Cuando llegaron al suelo, el despertar fue brutal: todo había sido una pesadilla de la joven hada. La noche anterior se había excedido con la cena.

Jack Lawson

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¡Los gnomos no existen!

«¡Los gnomos no existen!», fue el pensamiento contunden-te y definitivo que formuló la mente obsesionada de míster Scrooge, mientras se volvía a acomodar en su ancho asiento de primera clase en el avión que lo llevaba a cerrar el negocio de su vida, en Ámsterdam. Poco antes, una niña con la boca y los dedos embadurnados de chocolate se le había acercado para decirle alarmada que acababa de ver un gnomo. Míster Scro-oge apenas volvió la cara para mirarla, molesto por sentirse interrumpido en la lectura de un largo documento financie-ro que hablaba en números de lo más cercano que entendía por felicidad: la inminente ruina de uno de sus competidores más temibles.

«Lo acabo de ver, tiene orejas puntiagudas y una sonrisa ver-de», volvió a repetir la pequeña con tono asustado, mientras in-tentaba agarrarlo del brazo para mostrarle dónde se había es-condido el extraño personaje. Claro que míster Scrooge cuidó de esquivar la manita que lo amenazaba con dejar una huella en la manga de su camisa de algodón puro, mientras le lanza-ba la más terrible de sus miradas, aquella que decía sin hablar «largo de aquí, mocosa, ¡cómo te atreves!». De todos modos, tor-ció el cuello lo más que pudo para mirar hacia donde la niña le señalaba, para constatar, con alivio, que al volver la mirada a la vigilancia de la pulcritud de su camisa, la niña ya no estaba a su lado, sumida en la nada tan rápidamente como había surgido de ella; por eso volvió a su lectura procurando olvidar la im-pertinencia de una sonrisa endulzada por el chocolate. Hasta ese momento, míster Scrooge aún no conocía a Cornelius Van Dream, por eso pudo regresar al deleite de las ruinas ajenas ex-

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presadas en cifras que tan orgullosamente se exhibían en un informe especializado para inversionistas de su país.

Cornelius Van Dream estaba en ese momento durmiendo plácidamente en su lugar habitual, un nicho formado entre la mampostería de la cimentación del puente Doelen, una estruc-tura soberbia y milenaria que dominaba uno de los canales más ilustres de Ámsterdam. Su cabeza descansaba sobre un la-drillo y apenas se cubría con una ligera manta, porque, al igual que ciertos tulipanes, era inmune al frío de las nevadas tardías. El puente Doelen era muy antiguo, su gallardía de piedra había hecho frente a muchos inviernos y Cornelius lo habitaba desde casi igual número de años. Anteriormente había vivido, entre las almenas de un castillo cercano a la ciudad, años felices al lado de su hermosa esposa Lu, de quien seguía tan enamorado como sólo puede estarlo alguien capaz de vivir cientos de años. El ladrillo era áspero, pero las orejas puntiagudas de Cornelius tampoco sufrían por eso tanto como sí lo hacía su corazón por la nostalgia de los besos de Lu, por el recuerdo de las caminatas otoñales en los bosques, cogidos de la mano, por la ausencia del verde de sus ojos y la desaparecida delicadeza de las finas alas que plegaba en su espalda tan estrechamente que conseguía hacerlas inadvertidas para el común de los mortales. Así era la belleza de Lu, tan grande como su curiosidad y su afán por en-contrar perlas de bondad en el corazón de los tulipanes. Ese día, que poco a poco se iba acabando, una vez más Cornelius soñaba con Lu, liberada del hechizo que la mantenía presa desde hacía ya tanto tiempo. Hechizo misterioso, lanzado por un ser desco-nocido y envidioso de la felicidad ajena y del uso indiscrimina-do que Lu hacía de las perlas de bondad que fácilmente encon-traba en los tulipanes de Holanda. Cornelius ansiaba decubrir la clave que le devolviera a su querida hada. En busca de señales, se reencontraba con su perdida compañera en cada sueño de todos los días, porque Cornelius dormía de día y despertaba cuando la noche cubría con sus sombras el casco antiguo de la ciudad. En uno de estos sueños, Cornelius tuvo la única revela-ción, frágil, confusa, pero, al final, algo a lo que asirse en medio

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de la desesperación causada por la ausencia: debía ser él mismo. Extraña consideración si su esencia era lo contrario a la serie-dad, un espíritu gozoso del juego y las bromas. Habría bastado que le solicitaran un comportamiento riguroso para que supu-siera un enorme esfuerzo de su parte, un verdadero sacrificio no mezclarse con los turistas y robar un pasaporte del bolsillo mejor guardado, para luego devolverlo con un sutil retoque en la fotografía, ya mostrando bigote en labios femeninos, ya en-rojeciendo más allá de lo masculino la boca de un rudo macho ibérico. Por eso, cuando despertó esa noche que se adornaba con diminutos copos de nieve flotando en el aire cargado de euforia contenida, simplemente se desperezó y salió discreta-mente de su hueco para dirigirse al «barrio rojo».

El avión aterrizó con la suavidad de una pluma sobre la he-lada pista del aeropuerto de Ámsterdam. Alcanzó el suelo casi en sincronía con la sombra de la noche, mientras otra oscuri-dad más dulce aterrizaba sobre la manga de la camisa blanca de Scrooge. Irritado y manchado de chocolate, el opulento mís-ter Scrooge bajó del avión buscando inquieto con la mirada a la niña para regañarla. Pero no consiguió dar con ella en ningún momento; tampoco la encontró en la sala de recogida de equi-paje mientras esperaba que la cinta le devolviera su maleta, así que se puso la chaqueta rápidamente para cubrir con ella la mancha y el recuerdo molesto de niñas que interfieren asun-tos de los adultos. Salió en busca del tren, porque no estaba dispuesto a malgastar dinero en un taxi, así que hizo pacien-temente la cola para el billete y llegó a la estación central en menos de media hora. Ahí sí que se decidió por un taxi, pues el tranvía resultaba complicado por el volumen de la maleta, por eso negoció una rebaja de diez euros con el taxista, que aceptó con una sonrisa de anaranjada picardía. No le cobraría sesen-ta, sino por cincuenta, cosa que hizo feliz a míster Scrooge, y lo habría sido por varios días, si el empleado de la recepción del hotel no le hubiera dicho que la tarifa estándar del aeropuerto al centro de la ciudad era de cuarenta euros. Tan intensa fue

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su momentánea euforia que ni se percató de que el taxista de la sonrisa anaranjada dejaba ver una forma puntiaguda a la altura de las orejas, que cubría con un gorro de lana.

Algo hizo que Cornelius regresara a ese hotel inmediata-mente, para buscar al gordo extranjero recién llegado; tal vez era pura intuición heredada de la madre, curiosa combinación con la socarronería, bien fortalecida por la vía paterna. Harto de perseguir y alegrar la estancia de los demasiados turistas ya desorbitados por la marihuana o con la excitación dispara-da por las muestras vivas puestas en vitrinas, fue a la estación central y Scrooge llegó directo a él pidiéndole un descuento de tarifa por una carrera cortísima, como exigiendo a gritos «pé-game donde más me duele». Nada más ver al gordo, la esencia juguetona de Cornelius se despertó. Ser él mismo podría ser la clave, según el sueño, para recuperar a su perdido amor y no te-nía que hacer ningún esfuerzo para ello, así que el gordo de cha-queta de lana y camisa blanca de algodón ejercía como los tu-lipanes para su querida Lu ejercía un magnetismo irresistible.

Míster Scrooge se sorprendió gratamente cuando un her-moso y gentil empleado del hotel, lo acompañó hasta la misma habitación ayudándolo con la maleta y lo que le extrañó aún más fue constatar que nunca perdiera la sonrisa, incluso cuan-do le cerró la puerta en la cara mientras esperaba por algo que Scrooge no acostumbraba dar. Lo que no supo sino demasiado tarde, fue que el espíritu del gnomo se había instalado en el si-llón que flanqueaba el borde derecho de su enorme cama. Tam-poco pudo relacionar al empleado del hotel con los súbitos des-pertares pasada la media noche, disfrazados de rechinidos de camas en cuartos vecinos donde la lujuria se había instalado como abeja en el panal. La enorme cama se convirtió a partir del tercer despertar en un canal formado por su propio cuerpo desmesurado, que lo atrapaba en un abrazo inmovilizador y abochornado por la calefacción. Por supuesto, Scrooge presen-tó una enérgica queja en la recepción del hotel al día siguiente, tras ducharse con agua fría y estallarle el secador, sólo para

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escuchar risas burlonas a sus espaldas cuanto más chillaba efectuando su reclamación, aunque al volverse no encontrara a nadie responsable del ruidoso escarnio.

Salió del hotel muy molesto, pero el alma se le rejuveneció al recordar que había viajado hasta Ámsterdam para firmar el contrato que acabaría con su odiado competidor; por eso deci-dió caminar hasta su objetivo, cuidándose de no ser sorpren-dido nuevamente por los pícaros taxistas de la ciudad. Aunque fue siguiendo el mapa de bienvenida con el mayor de los cui-dados, de todas maneras se perdió, y no pudo comprender la expresión de asombro de un ciudadano al ver las tergiversadas calles de su plano apócrifo. Desesperado, pasó el día sin conse-guir llegar a su destino y regresó al hotel derrotado y presa de la desolación. Todavía quedaba la posibilidad de que su cliente fuera a buscarlo al hotel al día siguiente, así que comió y se en-cerró en su habitación para llamarlo por teléfono y acordar el encuentro. Scrooge no contó con que Cornelius estaría enreda-do entre los cables telefónicos para desviar su llamada, puesto que no estaba dispuesto a creer en gnomos, como se lo había declarado a sí mismo en el avión.

Mientras tanto, Cornelius Van Dream descubrió en el trans-curso de esa noche la razón de que el gordo extranjero le re-sultara tan poderosamente magnético. Mientras dormitaba entre un sobresalto y otro, Scrooge se destapó primero del fino edredón de pluma de oca, luego tiró al suelo las sábanas de seda hasta quitarse las múltiples capas de piel y mostrar su corazón a Cornelius: una masa roja y palpitante con pequeños filamentos de acero que, al mirarlos bien, estaban dispuestos en columnas formando una diminuta prisión. En la profundi-dad más olvidada y remota de esta jaula, vislumbró una tenue luz y oyó un leve, y familiar, batir de alas. Concentrándose aún más, Cornelius consiguió ver a su querida Lu sentada en un rin-cón oscuro de ese corazón endurecido por la codicia, aunque no consiguió comunicarse con ella ni tampoco que ella pudie-

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ra verlo. Loco de alegría, pero agotado por el gran esfuerzo de hacerle la vida divertida al gordo –sus bromas siempre las hizo creyendo que con ellas regalaba buen humor a aquellos que las recibían–, se quedó dormido en su sillón, invisible para Scroo-ge, cuando el día empezaba a aparecer. Precisamente durante este sueño alcanzó la revelación definitiva, la que le permitiría liberar a su amada Lu y gozar con ella nuevamente de largas caminatas por los bosques cuando el sol estuviera en lo alto. Tenía que impedir que Scrooge hiciera quebrar a su competi-dor. Cuando despertó se dio cuenta de que su plan ya se había puesto en marcha, dado que la cita en el hotel nunca se realizó, gracias al desvío de llamadas. La noche empezaba a caer cuan-do Cornelius despertó y encontró a la cárcel viviente derrum-bada encima de él, en el sillón donde se había instalado desde su llegada al hotel como acompañante de Scrooge. El gordo ex-tranjero en realidad no dormía, estaba como en trance y con la mirada perdida en algún punto de la habitación, completa-mente derrotado por no haber conseguido su misión y pensan-do que el negocio de su vida se le había ido como agua entre las manos. En ese momento supo que algo extraño sucedía en esa habitación, que nada era normal y que estaba siendo víctima de un vampiro que se empeñaba en chuparle la energía. Deci-dió que iba a dejar la ciudad inmediatamente y con movimien-tos pesados se levantó para recoger sus pertenencias. Llamó a la recepción del hotel y solicitó que le reservaran el primer vue-lo, sin importar el destino, ya se encargaría de planificar una nueva conexión lejos de Ámsterdam. La respuesta fue como un golpe en la nuca: no habría vuelos hasta la mañana siguiente, pues una nevada había obligado a suspender todas las opera-ciones en Schiphol. Abatido, Scrooge se derrumbó en la cama, que esta vez no le pareció tan incómoda y, entre triste y des-esperado, al poco rato se quedó dormido. Cornelius aprovechó esta oportunidad para penetrar el cerrado corazón del gordo y hablar con Lu, explicándole con las breves y concisas palabras de los seres fantásticos todo lo comprendido en tan pocos días. La fuerza del amor de Cornelius poco a poco fue derritiendo el hielo de la armadura del corazón pesaroso de Scrooge, que Lu

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volara libre a sus brazos. Cornelius y Lu rompieron juntos los filamentos de acero del corazón de Scrooge, ya debilitados por la frustración, reemplazándolos por hilos de perlas de bondad. Cogidos de la mano, salieron a perderse por las calles del «ba-rrio rojo», disfrazados de turistas trasnochados que alegres contemplaban la noche iluminada por la lujuria proveniente de lugares remotos, viajando en los equipajes de mano de los extranjeros que por allí paseaban.

Al día siguiente, Scrooge despertó completamente descan-sado y sereno. Mientras subía al tren directo al aeropuerto, el periódico le recordaba que había huelga de taxi (¡desde hacía dos semanas!) y mientras no daba crédito a esta noticia que ponía en duda el trayecto en taxi del día anterior, una niña le acercaba con la mano un bombón de los más exquisitos. Nunca había probado un chocolate tan sublime. Con sonrisa endul-zada, Scrooge acarició a la niña mientras, tirándola del brazo, la animaba a mirar los campos de tulipanes multicolores que pasaban rápidamente por la ventana del tren. Su rostro alegre se iluminó aún más cuando alcanzó a ver entre las flores a una peculiar pareja de turistas: un gnomo y un hada entrelazados en el más profundo y mágico de los abrazos jugueteaban feli-ces entre centenares de miles de perlas de bondad.

«Qué absurdo», se dijo a sí mismo, «!si los gnomos no exis-ten!»

Giovanna Cuccia

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La historia del príncipe Conneda

Érase una vez, hace ya muchos años, un rey llamado Conn, el Cien Combates, que reinaba en las tierras de Irlanda. Dicho rey tomó por esposa a la princesa Eda de Bretaña y su matrimonio fue una unión tan perfecta que igualaba la del Cielo y la Tierra.

Durante su reinado, la tierra producía cosechas abundantes y los árboles daban fruto siete veces al año; los ríos, los lagos, el mar estaban repletos de todo tipo de peces y la ganadería de su país era sumamente prolífica.

El rey Conn y la reina Eda tuvieron un hijo y, como los drui-das predijeron poco antes de que naciera que gozaría de las cualidades de sus progenitores, fue llamado Conneda. Era real-mente un ser extraordinario, tanto por su belleza como por su temprana inteligencia, y pronto se convirtió en el orgullo de sus padres y de su pueblo.

Cuando Conneda cumplió los catorce años, tuvo lugar un acontecimiento que lo marcaría profundamente: la muer-te de su amada madre. Aconsejado por los druidas, su padre tomó una segunda esposa, que le dio otros hijos. Previendo que Conneda sería el heredero del trono, por envidia y por celos, la nueva reina decidió hacerle la vida imposible al joven príncipe. Deseaba que muriera o, al menos, que fuera expulsado de Irlan-da. Para conseguirlo, empezó a hacer circular por todo el reino rumores viperinos, pero éstos no pudieron enturbiar la fama ni la popularidad de Conneda. En ese momento la reina decidió acudir a una célebre bruja.

La envidiosa reina tuvo que someterse a todo tipo de ce-remonias mágicas y desembolsar grandes cantidades de oro hasta que por fin consiguió que la hechicera le entregase un

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extraño talismán con el que ganaría siempre la primera parte de cualquier juego, fuera éste cual fuera.

La reina decidió, pues, desafiar al príncipe proponiéndole que el ganador de una partida pudiera imponer una prueba al contrincante. Había decidido, una vez vencido el príncipe, pe-dirle las tres manzanas de oro del país de Faery, el país de las hadas, así como el corcel negro y el perro de los poderes sobre-naturales del rey de las hadas. Se trataba de botines tan celosa-mente guardados que el príncipe nunca podría conseguirlos.

Al poco de comenzar la partida, la reina venció sin que Con-neda pudiera evitarlo. Pero la exaltación de aquélla fue tal que volvió a desafiar al joven príncipe a otra partida, de la cual esa vez él resultó vencedor. Cuando la reina anunció la prueba que impondría a Conneda, el joven príncipe se dio cuenta de sus propósitos ocultos. De modo que el joven asignó una prueba a su madrastra: debería permanecer al aire libre, en lo alto de la torre más elevada de su castillo, hasta que él regresara del país de las hadas o, en su defecto, durante un año y un día.

Antes de partir, Conneda se dirigió a un anciano druida, reputado por su sabiduría y su bondad, pero éste no pudo ni ayudarlo ni aconsejarlo. Sin embargo, le habló de cierto pájaro con cabeza humana, extraña criatura fabulosa que, al parecer, conocía el pasado, el presente y el futuro. El pájaro en cuestión anidaba en lo más recóndito de un peligroso desierto y, aunque se llegara a dar con él, no era seguro que accediera a hablar.

—Toma el pequeño caballo que está en el establo –le dijo el druida a Conneda–, ensíllalo cuanto antes, que en tres días te ha de llevar allí donde está el pájaro con cabeza humana. Si éste se negara a ayudarte, ofrécele esta piedra preciosa y no dudes, pues entonces te ayudará a saber cuanto necesitas para entrar en el reino de las hadas.

Conneda ensilló el pequeño animal y dejó que éste lo condu-jera a su antojo. Se trataba de un caballo mágico –poseía el don de la palabra–, y que en tres días llevó al príncipe al lugar donde se escondía el extraño pájaro.

Al ofrecerle la piedra preciosa, el ave emprendió el vuelo, se colocó en lo alto de un peñasco y gritó:

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—Conneda, aparta la piedra que está bajo tu pie derecho y toma la bola de hierro y la copa que están debajo de ella. Cuando lo hayas hecho, sube a tu caballo, arroja con todas tus fuerzas la bola, y tu corcel te irá diciendo lo que necesitas saber.

Conneda levantó la piedra, tomó la bola y la copa, saltó so-bre su caballo y lanzó con todas sus fuerzas la pesada bola de hierro por delante de él. Ésta fue rodando sin detenerse y el caballo se puso a seguirla. Así llegaron hasta la orilla del Loch Eme, pero la bola no se detuvo y penetró en el agua.

En aquel momento, ante la estupefacción del príncipe, el ca-ballo le dijo:

—Apéate, mete tu mano en mi oreja derecha y toma una botella de Curalotodo, así como el cestito que encontrarás en ella, pero date prisa, porque ahora se avecinan para ti grandes peligros.

Conneda hizo lo que le pedía su sabio caballo y volvió a mon-tarlo.

El caballo se dirigió entonces hacia el lago y penetró en él. Conneda sintió que todo daba vueltas, y se encontró al revés, con el lago que se extendía encima suyo como la bóveda celeste. No tardaron en divisar la bola de hierro, que seguía rodando, y si-guiéndola llegaron ante un embravecido torrente. Frente a ellos se encontraba un puente vigilado por tres enormes serpientes.

—Ahora –le dijo el caballo–, abrirás el cesto y tomarás tres pedazos de carne que arrojarás a estas horribles serpientes.

Una vez hecho esto, el caballo aprovechó el momento en que las bestias estaban satisfaciendo su apetito para atrave-sar el puente al galope.

Caballero y caballo dejaron atrás el peligro y, siguiendo muy ufanamente a la bola de hierro, llegaron al poco tiempo ante una enorme montaña llameante.

—¡Agárrate fuerte! –gritó el caballo a Conneda–. ¡Prepárate para un salto peligroso!

Acto seguido, tomó carrerilla y voló cual una flecha por en-cima de la montaña de fuego.

—¿Aún estás con vida, Conneda?—Lo estoy, pero totalmente quemado.

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—Pues prepárate para vencer el tercer obstáculo. No tengo ninguna duda de que lo conseguirás, pues estás extraordina-riamente dotado para este tipo de cosas. Has logrado vencer los dos peligros mayores y sería una lástima que éste nos detu-viera. Aplícate el ungüento Curalotodo en tus heridas y prepá-rate para afrontar lo que se nos presenta.

Conneda obedeció y pronto se encontró mejor que nunca, más vigoroso y más dispuesto a continuar su camino.

Al cabo de un rato, llegaron ante la ciudad de las hadas, una enorme fortaleza que no defendían armas o soldados, sino grandiosas torres de fuego que se alzaban, majestuosas, ante el asombro de Conneda.

—Bájate –le dijo entonces el caballo– y toma de mi oreja iz-quierda un cuchillo. Con él me cortarás el cuello y me despelle-jarás; cuando lo hayas hecho, envuélvete con mi piel y podrás franquear la puerta sin que te alcance peligro alguno; así po-drás entrar y salir cuantas veces desees. Sólo te pido una cosa. Cuando hayas acabado, ahuyenta los cuervos que revolotearán alrededor de mi cadáver y úntalo con el ungüento Curalotodo.

Ante las palabras de su caballo, el príncipe se quedó perple-jo y se dirigió así al animal:

—¿Cómo quieres, mi noble corcel, tú que hasta ahora has sido tan fiel y tan útil, que te mate y te abandone? Sería ir en contra de mis principios y mis sentimientos. Páseme lo que me pase, incluso he de morir, nunca sacrificaré tu amistad en pos de mis intereses personales.

Pero el animal seguía insistiendo mientras el príncipe se negaba al sacrificio.

—Si no me obedeces, pereceremos los dos –le dijo el caballo con tristeza–, mas si me haces caso, ten por seguro que las cir-cunstancias pueden cambiar favorablemente, mucho más de lo que tú puedas imaginarte. Hasta ahora, nunca te he engaña-do; ¿por qué iba a hacerte errar en esta ocasión?

En contra de su propia voluntad, el joven príncipe tomó el cuchillo y, cerrando los ojos, lo clavó con todas sus fuerzas en el cuello del caballo. Loco de dolor, Conneda se arrojó llorando al suelo y perdió el conocimiento.

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Cuando volvió en sí, se encontró ante el cadáver del querido ani-mal y se dispuso a despellejarlo tal y como le había sido ordenado, derramando abundantes lágrimas. Acto seguido, se revistió con su piel y franqueó sin ningún tipo de impedimento la puerta de la ciudad de las hadas. Una vez dentro, recordó la última voluntad de su caballo; volvió a salir para ahuyentar a los cuervos y untar con el ungüento Curalotodo el cadáver de su fiel y sacrificado amigo. Cuál no fue su sorpresa cuando, después de pasar por extraños cambios y metamorfosis, la carne inanimada del animal revistió la forma del más bello y apuesto galán que nunca podríais imaginar. Llorando de emoción, los dos jóvenes se abrazaron con todas sus fuerzas.

—Joven príncipe –le dijo entonces el caballero–, soy el ser más feliz del mundo gracias a ti. Has de saber que soy el hermano del rey del país de las hadas, a quien un malvado hechicero encantó hace ahora muchos años, pero el hechizo se ha roto gracias a ti. Si no hubiera sido por tu bondad y tu coraje, nunca habría podido recobrar la forma hu-mana. Fue mi propia hermana, una poderosísima hada, quien sugirió a tu madrastra que te obligara a venir a buscar las manzanas de oro, el corcel y el perro de mi hermano para así liberarme. Ven conmigo, libertador mío, el corcel, las manzanas de oro y el perro serán tuyos y un caluroso recibimiento te espera en la casa de mi hermano.

Conneda obtuvo así los tres trofeos y regresó a su castillo. Cuando la malvada reina lo vio venir de lejos, montado en el negro corcel, se-guido del perro de las hadas, se arrojó desde lo alto de la torre y murió en el acto.

El príncipe plantó las tres manzanas en el jardín de su palacio. Creció un árbol magnífico, y bajo su benéfica influencia, en el reinado de Conneda las cosechas fueron aún más exuberantes que durante el de su padre.

El reino de Conneda lleva aún su nombre, se encuentra al oeste de Irlanda, en la provincia que hoy conocemos por Connaught.

Cuento extraído de Cuentos de Elfos y Gnomos,Magoria, Ediciones Obelisco.

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El brujo Kaldoon, o el poder del amor

Había una vez un granjero viudo que vivía en un pueblecito de Transilvania. Desde la muerte de su esposa había estado tan triste que incluso había dejado de trabajar y se había arrui-nado totalmente, con el único consuelo del amor de su bella y hermosa hija.

Un día, contemplando la miseria en la que vivía su hija, se sobrepuso el amor por ésta a la tristeza de la pérdida de su mujer y decidió ir al pueblo en busca de trabajo. Casualmen-te se lo encontró lleno de carretas, gente bulliciosa, alterada y emocionada, y animales extravagantes y bufones disfra-zados. Preguntó a uno de los aldeanos, quien le informó de que un circo había venido a hacer sus representaciones. El granjero paseó curioseando por los alrededores de las cara-vanas de los circenses, hasta que un hombre bien vestido se presentó frente a él y le hizo un gesto para que lo siguiera. El curioso granjero obedeció y caminó tras el hombre mis-terioso entrando en una de las tiendas del circo. El hombre, todo vestido de negro, tenía el pelo y los ojos aún más ne-gros, haciendo que prácticamente desapareciera por entre las sombras. Por fin llegaron a un pequeño rincón, donde extraño habló y, mientras lo hacía, sacó una bola de cristal del tamaño de una calabaza de entre su capa. «Soy el príncipe Kaldoon …», la bola empezó a brillar y el granjero pudo ver en ella a sí mismo, a su esposa morir, a su hermosa hija viviendo en la más absoluta pobreza… Tras unos segundos volvió la más profunda oscuridad. «… Te daré oro suficiente para con-vertirte en el hombre más rico de la comarca, pero a cambio sólo te pido que me des a tu única hija en matrimonio.» El

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granjero, cegado por el brillo del oro que tenía el príncipe en la mano, accedió.

Al volver a casa y darle la noticia a su hija, ésta rompió a llorar desconsolada. Pasaron los días y no dejaba de llorar; su hermosa hija empezó a marchitarse, su piel rosada se volvió pálida, su rubio pelo gris, sus labios rojos pasaron a ser violetas y su radiante mirada, un cristal roto y vacío. La muchacha le explicó a su padre que su verdadero amor era un joven del pue-blo llamado Florián. Durante esta revelación, de repente apa-reció el príncipe para reclamar su pago. El granjero no pudo evitar que se llevara a su única hija.

Pero, por suerte, la casa del granjero estaba situada en un bosque muy cerca del río, donde se decía que habitaban las hadas. El padre suplicó de rodillas la ayuda de los seres feéri-cos. Las hadas, que habían sido siempre una leyenda para él, aparecieron de entre las flores para escucharle. El granjero les contó su desgraciada historia y suplicó que, hicieran algo para rescatar a su hija y a cambio les entregaría todas las riquezas recién adquiridas. Las hadas, que sabían que el príncipe no era tal, sino un malvado brujo, accedieron conmovidas y fueron a avisar al joven Florián para que las acompañara en el rescate.

El enamorado persiguió al terrible brujo Kaldoon hasta los mismísimos confines de la tierra y, ayudado por las hadas, rescató a la muchacha, quien, al verse libre por fin y entre los brazos de su amado, floreció de nuevo como una linda flor ba-ñada por el sol. Así, Florián y su amada vivieron felices junto al bosque, bajo la bendición y protección de las hadas y el amor del padre.

Cuento tradicional de Transilvania

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El gnomo idiota

En un pueblo, un grupo de personas se divertía con el idiota de la aldea, un pobre infeliz –muy parecido a un gnomo– de poca inteligencia, que vivía de pequeñas changas y limosnas. Diaria-mente, llamaban al idiota al bar donde se reunían y le ofrecían escoger entre dos monedas: una grande de cuatrocientos rea-les y otra menor, de dos mil reales.

Él siempre escogía la mayor y menos valiosa, lo que era mo-tivo de risas para todos.

Cierto día, alguien que observaba al grupo lo llamó aparte y le preguntó si todavía no había percibido que la moneda ma-yor valía menos.

«Lo sé –respondió–, no soy tan bobo. Vale cinco veces menos, pero el día que escoja la otra, el jueguecito acaba y dejaré de ga-nar mi moneda.»

Esta historia podría concluir aquí, como un simple chiste, pero se pueden sacar varias conclusiones:

La primera: Quien parece idiota, no siempre lo es. La segunda: ¿Quiénes son los verdaderos idiotas de la historia?La tercera: Una ambición desmedida puede acabar agotan-

do tu fuente de ingresos.Pero la conclusión más interesante es: podemos sentirnos

bien con nosotros mismos, aunque los otros no tengan una buena opinión sobre nosotros. Por lo tanto, lo que importa no es lo que piensan los demás, sino lo que realmente somos.

El mayor placer de un hombre inteligente es aparentar ser gnomo-idiota delante de un idiota que aparenta ser inteligente.

Jack Lawson

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De cómo Janet logró vencer a la reina de los elfos

El transcurso de esta curiosa historia tuvo lugar en aquellos tiempos inmemoriales en que los elfos, no satisfechos con vivir bajo tierra, acabaron también por instalarse en lugares apar-tados que utilizaban como punto de reunión y en los que can-taban, bailaban o disfrutaban de sus festines.

En aquella época poseían incluso sus propias montañas y sus propias praderas, en las que ningún ser humano había osa-do adentrarse jamás, ya que, a fin de protegerse de los intrusos, los elfos hacían guardar sus fronteras por valientes soldados.

La gente temía a estos guardianes, pues no dudaban en cas-tigar severamente a los curiosos.

Los vigilantes cumplían celosamente su cometido y cual-quier extraño que se atreviese a cruzar aquellos parajes era arrastrado irremediablemente hacia el pantano y obligado a sumergirse durante largas horas bajo las lodosas aguas de la tan temida laguna. Acostumbraban también a revestir de espinas el cuerpo de los intrusos hasta conseguir lacerarles la piel. Porque lo cierto es que, a veces, los elfos podían llegar a enternecerse por las bellas palabras de los hombres, pero sus guardianes, nunca.

Por lo tanto, no era de extrañar que, en tales circunstan-cias, nadie se atreviera a traspasar el límite de los bosques de Carterbaugh, ya que éstos eran el punto de reunión de los elfos de todo el mundo.

Sin embargo, la hermosa Janet, una joven de aspecto dulce y bondadoso, que vivía en un castillo de la vecindad ajena a todo ello, un buen día se adentró en el bosque y se perdió. Tras mucho andar, escuchó a lo lejos el suave tañir de unas campa-

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nas y, fatigada, se detuvo en un claro del bosque, donde comen-zó a recoger unas cuantas florecillas.

De pronto, las piernas empezaron a temblarle pues, justa-mente a su espalda, oyó una áspera voz que la reprendía seve-ramente.

—¡Eh, niña! ¿Quién te ha dado permiso para coger esas flo-res? ¿Acaso no sabes que todo lo que contienen estos bosques es propiedad de los elfos?

—Perdonadme –suplicó la muchacha–; os aseguro que no sabía nada y os ruego que no me lo tengáis en cuenta. Prometo no volver a hacerlo.

—¡Eso es lo que dicen todos! –rugió el guardia, encolerizado. Y momentos después, algo más calmado, añadió dulcemente–: Debes comprender que soy el guardián de esta montaña y mi cometido es vigilarla, tanto de día como de noche, para evitar que nadie venga a turbar el orden.

El guardia, mientras, no podía apartar su mirada de la her-mosa joven y, sobrecogido ante tanta belleza, aseguró:

—Por favor, no me temas, no voy a hacerte ningún daño.Y, para hacer más patentes sus palabras, el bravo soldado

arrancó de una de las ramas la flor más perfumada y se la ofre-ció a la joven como prueba de amistad.

—Mi nombre es Tam –añadió sonriente– y, como te expliqué antes, soy el guardián de esta montaña. Y tú, ¿cómo te llamas?

—Me llaman Janet –contestó la muchacha, algo más tran-quila– y te ruego que no me castigues, pues no he hecho nada malo; sólo salí a dar un paseo por los alrededores del castillo pero, con tan mala fortuna que, al querer adentrarme en el bosque, acabé por perderme.

De repente, Tam se echó a reír.—No temas, pequeña, pues no tengo ninguna intención de

castigarte. Además, aunque así lo quisiera, no podría hacerlo, ya que no soy un elfo. Yo, al igual que tú, también nací por estos contornos.

Ante tales palabras, Janet se quedó muda de sorpresa y Tam, al ver la cara de asombro de la joven y darse cuenta de que ésta parecía no entender nada, comenzó a narrarle su vida

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escuetamente y a explicarle cómo había llegado a ser uno de los guardianes de los elfos.

—Mira, Janet –comenzó Tam–, perdí a mis padres cuando apenas era un chiquillo y mi abuelo se hizo cargo de mí. Fue él quien me cuidó, me educó y, en suma, se hizo cargo de mi crianza. Yo era sumamente dichoso con él ya que, a pesar de mostrarse por lo común algo severo conmigo, me profesaba un gran cariño. Desde niño, mi locura habían sido los caballos, y siempre deseé tomar parte en una cacería, pero fue al cum-plir los doce años cuando, por primera vez, mi abuelo me per-mitió participar con él y con un grupo de amigos en una gran cacería.

»Lo recordaré siempre; fue durante una fría mañana de invierno. Yo estaba muy emocionado y, al principio, intentaba mantenerme entre los primeros pero, poco a poco, acabé por quedarme rezagado y pronto me resultó del todo imposible seguir a los demás cazadores. Como el viento del Norte sopla-ba con tanta furia, mis manos se helaron y se me hizo muy di-fícil continuar sosteniendo las riendas del caballo. Finalmente, me caí y perdí el conocimiento.

»Al recuperarme del desmayo, me encontraba ya bajo el do-minio de los elfos. Su reina, al verme yacer sin sentido y casi muerto de frío bajo un árbol, me recogió y me llevó con ella al reino de los elfos. Desde ese día –continuó Tam– estoy en su po-der y tan sólo obedezco sus órdenes. Jamás podré volver entre los mortales...»

Janet, que desconocía por completo el significado de la pa-labra maldad, juntó sus manos y preguntó con tristeza:

—Pero, ¿no existe ninguna forma de romper este male-ficio?

—Es difícil, muy difícil –suspiró Tam–, ya que todos aquellos que alguna vez intentaron librarse del dominio de los elfos, se han visto expuestos a graves peligros y pocos, muy po-cos han sido los que han logrado vencerlos. De todas formas –añadió el joven–, es mejor que no pensemos en cosas tristes.

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Pero la muchacha estaba dispuesta a todo con tal de ayudar a su amigo y, al seguir insistiendo, Tam le dijo:

—Hoy, a medianoche, podría ser liberado, ya que toda la cor-te de la reina montará a caballo. A esa hora, atravesaremos el bosque para dirigirnos al viejo castillo de Carterhaugfind en el que, al igual que venimos haciendo año tras año, vamos a celebrar la entrada del verano. Si en ese preciso momento al-guien intentase romper el maleficio, existiría una remota posi-bilidad de que pudiera ser rescatado del poder de los elfos; pero tendría que tratarse de alguien muy valiente y capaz de afron-tar los más insospechados peligros.

Janet ya no quiso oír nada más y aseguró a su joven amigo que haría todo lo que estuviese en sus manos para libertarlo.

—Debes saber –le informó éste, apenado– que si, en el trans-curso de esta noche, nadie me ayudara, significaría que debe-ría quedarme un año más en manos de los elfos y entonces ya no existiría ninguna fuerza en el mundo capaz de liberarme y permanecería para siempre bajo su dominio.

—¡Dime todo lo que debo hacer! –suplicó Janet, deseosa de poder ayudarlo.

Tam la cogió de una mano y, sonriéndole dulcemente, le dijo:

—Agradezco tu interés, pero no tienes el porte ni la fuerza suficiente como para afrontar todos los horrores que utilizan los elfos cuando se trata de intimidar a alguien. Sólo una per-sona que no tuviese miedo a nada ni a nadie podría romper el poder que sobre mí poseen los elfos y su reina.

—¡Yo quiero ayudarte –insistió Janet– y puedo asegurarte que no tendré miedo a nada!

El joven, ante la obstinación de la muchacha, le reveló todo lo que sabía de los elfos y lo que ella debería hacer para conse-guir liberarlo.

—Si de veras deseas ayudarme –le aseguró muy serio–, de-berás estar en el cruce de los dos caminos antes de la media-noche. Sin duda oirás acercarse a los elfos montados en sus caballos. Todos irán en grupo y en el primero, a la cabeza de la comitiva, estará la reina, acompañada por su corte. Debes

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procurar que no te vean; si no, estarías perdida. No te fijes en el segundo grupo de jinetes, pero cuando el tercero se aproxi-me, deberás estar atenta, puesto que yo me encontraré entre ellos. Para que te resulte más fácil reconocerme, debes tener en cuenta que iré montado sobre un magnífico corcel, de color más blanco que la nieve y que, ciñendo mis cabellos, llevaré una gran banda dorada. Cuando llegue cerca de ti, no lo dudes ni un momento ya que, si no, sería demasiado tarde; salta hacia mí y coge al caballo por las riendas. Yo resbalaré de la silla y entonces tú deberás tomarme entre tus brazos pero, pase lo que pase, no deberás gritar ni hablar, ya que si tus labios pro-nunciasen una sola palabra, todo esfuerzo sería en vano, pues no conseguirías liberarme y yo seguiría para siempre bajo el poder de los elfos.

Tras esta breve explicación, Tam se alejó dejando a la dulce Janet pesarosa y pensativa.

Todavía faltaba mucho rato para la medianoche, cuando la valerosa muchacha se encontraba ya en el cruce de los dos caminos.

Se ocultó tras unos arbustos y se dispuso a esperar. El tiem-po transcurría lentamente y el frío la hacía tiritar; el miedo comenzaba ya a apoderarse de ella, pero la pobre Janet se in-fundía valor a sí misma diciéndose que debía liberar al apuesto Tam del poder de los elfos y que, si ella no lo hacía aquella mis-ma noche, nadie podría hacerlo nunca más.

Por fin divisó al primer grupo de jinetes, compuesto por la reina y su corte. Janet no hizo ningún ruido y permaneció com-pletamente inmóvil. Tampoco se movió cuando, justamente por delante de ella, pasó el segundo grupo de jinetes; pero al acercarse el tercer grupo, Janet pudo divisar a un joven jinete montado en un caballo más blanco que la nieve y con una ban-da dorada sujetando sus cabellos.

En cuanto estuvo segura y bien segura de que se trataba de Tam, abandonó su escondite y, perseguida por la claridad de la luna, corrió velozmente hacia él.

En pocos segundos llegó hasta el caballo blanco, tomó las riendas, hizo resbalar al jinete y lo cogió entre sus brazos.

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De repente, un viento helado comenzó a soplar con gran fuerza y un sinfín de extrañas voces que parecían surgir de entre la maleza y las profundidades del bosque, empezaron a emitir sonidos lastimeros y a llamar a Tam de forma amena-zadora.

—¡Tam! ¡Tam! ¡Tam! –repetían sin cesar, y parecía como si un montón de tambores fueran tocados a la vez.

La reina de los elfos obligó a su caballo a retroceder y se di-rigió hacia Janet. La miró con ojos amenazadores y esbozó una terrible sonrisa tan llena de maldad y de rencor que a la pobre muchacha se le helaron las venas y quedó petrificada por el miedo.

Pero, desgraciadamente, la pesadilla no había hecho más que empezar, ya que de repente y en lugar de estrechar a un gallardo joven entre sus brazos, Janet se percató de que aquél se había convertido en un repulsivo y enorme lagarto verde.

La pobre muchacha no se había repuesto todavía del susto, cuando el lagarto comenzó a transformarse en una repugnan-te serpiente que no paraba de escupir veneno. El reptil se des-lizó de forma viscosa entre sus manos y Janet, para no chillar, tuvo que morderse los labios hasta hacerlos sangrar.

De repente, la reina convirtió al joven Tam en un gran tro-zo de carbón encendido y lágrimas de dolor brotaron de los ojos de la hermosa Janet, que, sin embargo, no emitió ni una sola queja. Y fueron esas mismas lágrimas las que, poco a poco, lograron ir apagando la fuente de calor.

Entonces, la reina, aunque profundamente herida en su amor propio y muy a su pesar, tuvo que reconocer que Janet, no obstante toda su ingenuidad y su inocencia, había logrado vencerla y romper su poder sobre Tam. Éste había recupera-do por fin su forma humana y volvía a ser el mismo jovencito apuesto y gallardo que siempre fuera.

Por último, la reina no pudo más que lanzar una furibunda mirada sobre los dos jóvenes, pues ya no tenía fuerzas para ha-cerles ningún daño. Encolerizada, gritó:

—Tam, puedes partir, pero yo te aseguro que, si hubiese po-dido llegar a imaginar que esta jovencita tendría el valor sufi-

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ciente como para invadir mi terreno y conseguir llevarse a mi mejor soldado, habría ordenado azotarla sin piedad y con mis propias manos le habría arrancado los cabellos uno a uno, con-virtiéndola luego en un horrible monstruo. Ahora ya es dema-siado tarde –continuó la reina–; podéis partir, pero que jamás se os ocurra volver a aparecer ante mí.

Tras estas palabras, la reina montó en su caballo y, cogiendo al de Tam por las riendas, se alejó al galope, seguida de cerca por todo su séquito.

A partir de aquel día, Janet y Tam vivieron felices y tanto sus hijos como más tarde los hijos de sus hijos contaron más de una vez y con gran orgullo esta curiosa historia.

Extraído de Cuentos de Elfos y Gnomos,Magoria, Ediciones Obelisco.

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La bella Elfi na

Hace ya mucho tiempo, en un hermoso castillo de Irlanda vivía un anciano rey en compañía de su esposa.

Este rey era un excelente monarca y de todos era conocido por su sabiduría y espíritu de justicia.

Su esposa, mucho más joven que él, era una bella mujer lle-na de cualidades y virtudes.

Tenían muchos hijos, pero todos ellos eran varones y, la rei-na estaba desconsolada ante la idea de no haber podido tener todavía una niña.

A pesar de que amaba a sus hijos tiernamente, en su fuero interno anhelaba que el pequeño ser que ahora llevaba en sus entrañas fuese por fin una niña y rogaba a Dios día y noche para que se cumpliese su deseo.

Una tarde, la reina montó a caballo y salió a dar un paseo por los bosques cercanos al palacio. Tras haber estado cabal-gando durante un buen rato, se percató de que se había perdi-do y, asustada, no pudo sostener las riendas del caballo y cayó al suelo.

Dolorida, presintió que el momento de dar a luz estaba ya próximo, pero, en su estado, se encontraba sumamente débil y era incapaz de regresar a palacio.

Cuando más preocupada se encontraba pensando en su triste suerte, sintió cómo sobre su cabeza se posaban unas manos amigas. La reina se volvió y pese a la oscuridad reinante pudo ver que, detrás de ella, se encontraba una mujer pequeñi-ta y lujosamente ataviada.

«Con este aspecto –pensó– sólo puede tratarse de una reina, pero, ¿de dónde?...»

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—No te preocupes –le aseguró la misteriosa dama–, efec-tivamente, soy una reina, ¡la reina de los elfos! y he acudido en tu ayuda. Además –continuó sonriente–, pronto tendrás la hija que durante tanto tiempo anhelaste, ya que siempre has tratado a todos tus hijos con igual cariño y nunca te has quejado ni lamentado de tu suerte, y por ello mereces una recompensa. No sólo serás madre de una niña sino que, ade-más, voy a concederte un deseo para tu hijita. ¡Pídeme lo que quieras!

La reina, atónita ante tales palabras, no vaciló sin embargo en contestar:

—Te rogaría que mi niña fuese más hermosa de lo que pu-diera soñar madre alguna y que sus cabellos cautivasen a to-dos aquellos que los mirasen.

—Te concederé este deseo –aseguró la reina de los elfos– ya que tu hija, además de ser de inigualable belleza, poseerá una cabellera más suave que la seda, espesa como las melenas del león y más dorada que las mieses. Su pelo crecerá fuerte y vi-goroso y despedirá unos reflejos casi más brillantes que el mismo sol. La belleza de tu hija será por todos sabida y de las características inigualables de su cabellera se hablará de uno a otro confín.

—Gracias, reina de los elfos –dijo la buena mujer, compla-cida–; pero ahora, ¿cómo volveré a palacio? Apenas me siento con fuerzas...

—No te inquietes por ello –afirmó la reina de los elfos–, ya que el rey, tu marido, preocupado por tu tardanza, ha ordena-do buscarte y muy pronto estará aquí en compañía de su sé-quito, por lo que ahora debo desaparecer.

La reina de los elfos se esfumó y minutos más tarde apare-ció el rey. Éste se alegró enormemente al encontrar a su esposa sana y salva. Ordenó que la instalaran cómodamente en el ca-rruaje y regresaron a palacio, donde, poco después, dio a luz a una niña.

Cuando le preguntaron qué nombre quería ponerle, la reina aseguró sin titubeos:

—Elfina, ¡quiero que se llame Elfina!

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De esta forma quería demostrar su gratitud a la reina de los elfos, no sólo por haberle concedido un deseo para su pequeña, sino simplemente por el hecho de haber alumbrado por fin a una niña.

La pequeña Elfina iba creciendo más día a día y con el tiem-po se convirtió en una hermosa niña.

Tal y como pronosticara en su día la reina de los elfos, la ca-bellera de la pequeña era algo tan fuera de lo común que de todas las partes del mundo acudía gente para deleitarse ante la vista de tanta belleza.

Pasaron los años y Elfina dejó de ser una niña para conver-tirse en una joven de incomparable belleza; pero, si su pelo era casi tan brillante como el sol y tan suave como la seda, su alma era más negra que el carbón y dura como el granito.

Efectivamente, Elfina era muy hermosa, pero también egoís-ta, orgullosa, despreciativa y vanidosa.

No soportaba la fealdad a su alrededor y humillaba sin ce-sar a los más débiles o menos favorecidos por la fortuna. Se burlaba desconsideradamente de todos aquellos que, por cau-sa del destino, tenían poco pelo o carecían totalmente de él.

Realmente, Elfina vivía por y para su cabellera; todo cuanto se apartara de esta no le interesaba de ningún modo.

Sus hermanos siempre se habían portado muy bien con ella pese a su mal carácter, pero en cuanto éstos dejaban por un solo instante de alabar su incomparable belleza o su espléndi-da cabellera, Elfina, disgustada, arrugaba la nariz y los dejaba solos.

Su madre estaba muy entristecida y arrepentida del deseo que en su día formulara a la reina de los elfos.

Nunca habría podido imaginar que su única hija pudiera ser tan cruel y despreciativa, ya que siempre había vivido ro-deada de bondad y de justicia. El mágico poder de su cabello, que cada día crecía más sano y más hermoso, hacía que en su alma anidase también día a día más maldad.

Así se lamentaba la reina, sin poder contar el motivo de sus preocupaciones a nadie, ya que había prometido guardar el se-creto.

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Pero la reina de los elfos tampoco estaba muy contenta con la actitud que adoptaba Elfina y viendo que ésta, en lugar de mejorar, empeoraba, decidió tomar una drástica solución y po-ner fin de una vez por todas a tan mal comportamiento.

Una clara mañana de primavera, Elfina fue al bosque para recoger unas cuantas flores con el fin de adornar su hermosa cabellera. Cerca del río se encontró con un ser deforme y com-pletamente calvo. La joven comenzó a burlarse de él despiada-damente y a tirarle piedras, hasta que el pobre hombre, asus-tado, huyó despavorido.

Sumamente satisfecha por lo que había hecho y sin sentir ni asomo de remordimiento, Elfina se inclinó sobre el río y co-menzó a peinarse; las cristalinas aguas reflejaban a la perfec-ción la hermosura de su pelo y, al querer mirarse más de cerca, el peine resbaló de entre sus manos y fue a parar al fondo del río. Al sumergir su mano para intentar recuperarlo, Elfina vio cómo la figura de una pequeña mujer surgía de las cristalinas aguas.

Ésta la increpó severamente:—Hola, Elfina; yo soy la reina de los elfos y he venido a adver-

tirte de que no me gusta nada tu conducta; creo que no es la que corresponde a una muchacha con unos padres tan justos y bondadosos como los tuyos. Debes cambiar, Elfina, pues, si no lo haces, tomaré medidas al respecto.

Elfina, un poco asustada ante la presencia de la dama, se excusó:

—Soy demasiado hermosa para compadecerme de los otros, y, además, sólo debo pensar en mis cabellos, debo cuidarlos y conservarlos para que, como hasta ahora, sigan causándome más placer cada día.

—Desde luego –ratificó la misteriosa dama–, puedes estar segura de que no hay otra cabellera igual en todo el reino.

Esto causó un gran agrado a la vanidosa joven, que comen-zó a acariciarse su hermosa melena.

—Pero también puedes estar segura –continuó la reina de los elfos– de que tampoco existe en todo el reino un ser tan malvado y cruel como tú. Por ello, todas las alegrías y satisfac-

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agenda hadas.indd 153agenda hadas.indd 153 4/7/07 11:20:514/7/07 11:20:51

ciones que te proporciona tu cabello se convertirán a partir de ahora en motivo de tristeza y de preocupación, y sólo una muestra de amor sincero por alguien más desfavorecido que tú podrá devolverte la alegría.

Pronunciadas estas palabras, la reina de los elfos desapare-ció.

Elfina no pudo evitar sentirse algo asustada por todo lo que le había dicho, pero, al ver que nada raro le sucedía, pensó que ésta tan sólo había tratado de intimidarla y que debía de estar realmente loca si esperaba que ella, la bella Elfina, llegase a de-mostrar algún día cualquier tipo de amor o afecto por alguien inferior a ella.

Así pues, Elfina se puso a cantar y a reír y emprendió de nue-vo el camino de regreso a palacio.

Los días pasaron y la hermosa joven no volvió a acordarse más del incidente acaecido al lado del río.

Pero, una mañana, al despertarse, Elfina constató horrori-zada que, durante la noche, el pelo le había crecido de forma desorbitada. Éste, que antes fuera casi más brillante que el sol, había tomado ahora un color más parecido al cáñamo viejo que a las doradas mieses; su anterior suavidad se había convertido en algo sumamente tosco que, al tacto, recordaba más a un tro-zo de esparto viejo y apelmazado que a la suavidad de la seda.

Asustada, cogió unas enormes tijeras y sin apenas hacer ruido empezó a cortarse el pelo.

Sin embargo, cuanto más lo cortaba, más le crecía.La cabellera ya le llegaba hasta el mismo suelo y le pesaba

y pesaba...Ella, que siempre se había sentido tan orgullosa de su pelo,

comenzó a odiarlo con todas sus fuerzas y a avergonzarse de él.No queriendo soportar el despecho de su familia, en cuanto

vio que no había nadie por los alrededores, huyó de palacio.Estuvo caminando y caminando durante largo rato con el

único propósito de alejarse lo máximo posible del castillo y de sus alrededores.

Por fin llegó a una aldea que le resultaba del todo descono-cida y decidió instalarse allí.

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Buscó refugio en una pequeña cabaña que, por estar algo alejada del pueblo, le pareció el lugar ideal.

A su paso, todos se burlaban de ella y señalaban sus cabellos con el dedo.

Cada anochecer y bajo la tenue luz de una vela, Elfina corta-ba su cabello con verdadera furia, pero éste, por la mañana, no sólo le había vuelto a crecer, sino que parecía todavía más largo que el día anterior.

Por ello, todos los niños de la aldea se mofaban de ella y la perseguían para jugar y divertirse a costa de sus melenas.

Elfina, que a lo largo de su vida tan sólo había aprendido a cuidar de sus cabellos o a burlarse de la gente y a humillarla, no sabía hacer nada y por ello no tenía ningún medio de subsis-tencia. Ahora lamentaba profundamente no haber querido aprender a bordar o a coser como su madre deseara tantas ve-ces, pues ello al menos le habría permitido ir haciendo algunas labores para la gente de la aldea y ganarse de esta forma unas monedas o un poco de comida.

Con el tiempo se convirtió en una pordiosera; sus bellas ro-pas estaban ya destrozadas, tenía la cara sucia y tiznada y sus cabellos cada día parecían más largos y estropajosos.

Acabó pidiendo limosna por las calles y viviendo gracias a las almas caritativas que le ofrecían pan y algo con que alimen-tarse.

Aprendió entonces a suplicar y a rebajarse ante los demás y se dio cuenta de que, a menudo, los más débiles eran las per-sonas que más la ayudaban y que mejor se portaban con ella.

Un buen día, y tras sufrir las burlas de los chiquillos y los consabidos tirones de pelo, Elfina se sentó en el umbral de su cabaña para comerse tranquilamente unos mendrugos de pan, dádiva de una pobre anciana que se apiadó de ella.

Se estaba lamentando de su triste suerte cuando, de repen-te, un apuesto jinete se detuvo ante ella. Se apeó del caballo y la saludó. Al descubrirse, Elfina pudo comprobar la enorme calva del joven, y por vez primera en toda su vida, envidió la suerte de alguien que, al no poseer ni un solo cabello en su cabeza, no ten-dría, al menos por este motivo, ningún tipo de preocupaciones.

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El caballero no era muy guapo, pero su cara irradiaba tal simpatía que Elfina se tranquilizó al instante.

Dado que el aspecto de Elfina recordaba más al de una po-bre mendiga que al de una joven princesa, el desconocido se di-rigió a ella llamándola «buena mujer» y, acercándose algo más, le preguntó cortésmente:

—¿Sabes tú si éste es el camino que lleva hasta el castillo de la bella Elfina? ¿Podrías indicarme si todavía falta mucho para llegar a él?

Al ver que su interlocutora nada decía, el joven continuó ha-blando:

—Perdona que no me haya presentado antes; mi nombre es Cimcapello y soy un caballero del norte de Italia. Vengo desde tan lejos con el único propósito de poder contemplar, aunque sea por un instante, la incomparable belleza de sus cabellos. Vengo algo asustado, pues me han asegurado que si grande es su hermosura, mayor es todavía su maldad. Dispuesto estoy a conformarme tan sólo con mirarla y, en cuanto la haya visto una sola vez, volveré contento a mi país.

Elfina no pudo reprimir las lágrimas y sintió unos incontro-lables deseos de besar al joven, pero pensó que, dado su horri-ble aspecto, éste se burlaría de ella y la despreciaría.

—¿Por qué lloras, buena mujer? –le dijo entristecido el caba-llero–. Me gusta ver a la gente alegre a mi alrededor y por ello, si puedo hacer algo por ti no tienes más que decírmelo y, si pue-do, te complaceré con sumo gusto.

—No creo que queráis hacer lo que os voy a pedir –asegu-ró Elfina–, ya que seguramente mi aspecto os resultará repul-sivo.

—Realmente –contestó con honestidad el joven–, tu aspecto no es muy bueno pero, en tu interior, adivino una gran bondad de alma y eso es lo más importante. Dime, pues, lo que quieres,

y si, como he dicho antes, está en mi mano, lo haré de todo corazón.

Elfina no pudo reprimirse por más tiempo y suplicó:

—¡Besadme!

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Entonces, el apuesto caballero se echó a reír con una risa tan cristalina, contagiosa y exenta de maldad, que Elfina, son-riendo, le preguntó extrañada:

—¿Tan raro os parece mi deseo?—En absoluto –respondió el joven–, mas por un momento

pensé que ibas a pedirme algo imposible de realizar, como por ejemplo rescatar a alguien de las garras de algún temible dra-gón o que luchase a muerte con algún poderoso adversario; pero, si sólo deseas que te bese, para mí será un placer.

Pronunciadas estas palabras, el simpático caballero se in-clinó sobre Elfina y la besó.

Este beso volvió a convertir a Elfina en la hermosa joven de antaño y devolvió a su cabellera toda su anterior belleza.

Cimcapello, maravillado ante su vista, acertó a musitar:—Pero... pero vos no podéis ser otra que la bella Elfina, ¿no

es cierto?—Sí –respondió avergonzada la joven–, yo soy la bella

Elfina y, debido a mi crueldad, la reina de los elfos me castigó severamente e hizo que me viera reducida a tan pobre estado. También me previno de que tan sólo un ser como vos podría salvarme.

El caballero, algo impresionado por el relato, sonrió y dijo:—Bueno, ahora que os he admirado por fin, volveré conten-

to a mi país.—Quedaos conmigo –suplicó Elfina– y acompañadme a pa-

lacio, pues mis padres no saben nada de mí desde hace tiempo y seguramente estarán muy preocupados. No os inquietéis, pues os acogerán con gran cariño.

Así pues, Cimcapello ayudó a la bella muchacha a subirse al caballo y los dos partieron rumbo a palacio.

Por aquel entonces los padres de Elfina habían dado ya por perdida a su hija. Tras su desaparición, habían ordenado su búsqueda, pero todas las pesquisas acerca de su paradero resultaron vanas e infructuosas por lo que, al cabo de meses y meses sin saber nada de ella, la dieron por desaparecida e irremediablemente acabaron por conformarse con su triste suerte.

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Al verlos llegar, todo fueron llantos de alegría, risas, abrazos...Cuando Elfina contó todo lo que le había sucedido y lo des-

graciada que había llegado a ser, sus padres la recriminaron por no haberse confiado a ellos y marcharse del castillo. También le aseguraron que la habrían seguido queriendo igual.

—Estaba demasiado avergonzada para quedarme entre vosotros –se excusó la joven–, y pensé que, al haberme jactado siempre de mi hermosa cabellera, si me hubierais visto de aquel modo, os burlaríais de mí. Ahora tan sólo os pido que me per-donéis y me acojáis tanto a mí como a mi acompañante con el cariño que siempre os ha caracterizado.

Con el tiempo, Elfina y el joven Cimcapello se casaron y poco después, fruto de este matrimonio, nació una hermosa niña.

Cuando la reina de los elfos acudió a palacio para conceder un deseo a la recién nacida, Elfina, con suavidad pero firme-mente, aseguró que no deseaba nada sobrenatural para su hija, y menos que nada ¡una magnífica cabellera!

Amalia Peradejordi.

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Sapos y diamantes

Érase una vez una viuda que tenía dos hijas, tan diferentes en-tre sí que nadie diría que eran hermanas. De la más pequeña decían los que la conocían que era el vivo retrato de su padre, generosa y obediente, y más dulce que un terrón de azúcar. La mayor no podía negar que era digna hija de su madre, siem-pre con el ceño fruncido y de mal humor. Egoísta, altanera, creía que se lo merecía todo, y así le fue.

Cada día, muy de mañana, la hija menor se levantaba tem-prano, cogía su cántaro e iba a por agua a la fuente. La pobre nunca se quejaba, aunque tenía que andar más de media legua de camino para llegar.

Uno de esos días, cuando ya había llenado el cántaro y se volvía a casa, se le acercó una anciana que le pidió de beber:

—Tome, señora, beba usted cuanto quiera, que ahora yo lo lleno de nuevo.

Y la anciana bebió. —Veo que, además de ser hermosa, tienes buen corazón. Te

concedo un deseo: cada vez que pronuncies una palabra, de tu boca saldrán diamantes y piedras preciosas.

Pues la mujer no era una mujer cualquiera, era un hada dis-frazada que quería conocer los verdaderos sentimientos de la joven.

La niña volvió muy contenta a casa, y nada más llegar, le contó a la madre lo que le había ocurrido. Las piedras precio-sas brotaban de su boca ante el asombro de su madre. Le faltó poco tiempo a la madre para llamar a la otra hija y decirle:

—¿Has visto a tu hermana? Ya puedes ir a la fuente a por agua, y si una vieja te pide agua se la das amablemente.

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—Pero, mamá, ¿me vas a obligar a que vaya hasta la fuente, con lo lejos que queda y lo cansada que estoy?

Pero la madre no cedía y, refunfuñando, la hermana mayor despreció el cántaro de barro de su hermana y, muy peripues-ta, llevó consigo el más hermoso jarro de plata de la casa.

Llegó a la fuente, llenó el cántaro y una hermosa señora, elegantemente vestida, se le acercó a pedirle un poco de agua.

—¿Qué pasa, que no sabes cogerla tú con tus propias manos? ¿Qué te has creído, que a mí no me cansa? Déjame, que estoy esperando a otra persona.

—Ahora sé lo que en verdad hay en tu corazón; cada vez que hables, de tu boca saldrán sapos y culebras.

Y volvió a su casa. La madre le preguntó qué tal le había ido y ella, entonces, comenzó a decirle que había visto a una her-mosa mujer, pero su madre no pudo terminar de oír la historia del asco que le provocaban los bichos saliendo de su boca.

—Tú tienes la culpa de lo que le ha pasado a tu hermana –le dijo a la hija menor, mientras se le acercaba con la mano levantada. La niña tenía tanto miedo de que le pegaran que salió huyendo de la casa. Se adentró en el bosque llorando, se sentía muy sola y triste. A su espalda escuchó el relinchó de un caballo.

—¿Por qué lloras, hermosa niña? ¿Tú crees que es justo que unos ojos tan bonitos sufran de ese modo?

Y vio que se acercaba un hermoso príncipe que iba cami-no de su castillo, y éste le pidió que le contara su historia. A medida que la niña contaba su aventura, el joven príncipe se iba enamorando de ella. Le gustaba su hermosura, pero más apreciaba la dulzura de sus palabras, la nobleza de sus gestos, y además podía estar seguro de una cosa: tenía buen corazón. Y, cuando ella terminó de referir su aventura, la montó en su caballo y se la llevó con él a palacio. Y dicen por ahí que siempre fueron felices.

Charles Perrault

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El eco de tus deseos

Un hijo iba caminando por las montañas en compañía de su padre.

De pronto, el hijo se cae, se lastima y grita: «¡Ahhhh!».Para su sorpresa, oye una voz repitiendo en algún lugar de

la montaña: «¡Ahhhh!».Intrigado, el joven grita: —¿Quién está ahí?Y escucha: «¿Quién está ahí?».Enojado por la respuesta, vuelve a gritar enfadado: —¡Cobarde!Y recibe como respuesta: «¡Cobarde!».El hijo mira a su padre y le pregunta: —¿Qué sucede?El padre le contesta: —Presta atención ahora, hijo.Y grita: —¡Te admiro!Y la voz responde: «¡Te admiro!».—¡Eres un campeón!«¡Eres un campeón!»Y el padre le explica: —La gente lo llama ECO pero, en realidad, es la VIDA... que te

devuelve todo lo que haces.

Nuestra vida es simplemente un reflejo de nuestras accio-nes.

Si deseas más amor en el mundo, crea más amor a tu alre-dedor.

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Si deseas felicidad, da felicidad a los que te rodean.Si quieres una sonrisa en el alma, dirige una sonrisa al alma

de los que conoces.Esta equivalencia se aplica a todos los aspectos de la vida.La vida te devolverá... exactamente aquello que tú le has

dado.Tu vida, no es una coincidencia, es un reflejo de ti.

Algún sabio dijo: «Si no te gusta lo que recibes de vuelta, ¡re-visa bien lo que estás dando!».

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