la edición técnica

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La edición técnica como cuestión estratégica*

Marcela Castro y Patricia Piccolini**

Se dice que los editores aprenden en el hacer mismo los secretos de esa actividad

económica y cultural que es la edición. Y, en cierto sentido, se trata de una tarea que

tiene mucho de oficio. Pero, además, actualmente la edición se encamina a consolidarse

en el mundo de habla hispana como un campo de estudio y de formación sistemática,

como un espacio de desarrollo profesional. ¿Qué es, en ese contexto, un editor? ¿Cuáles

son sus funciones? ¿Qué saberes y competencias debe dominar?

En este artículo presentamos una breve (y obligadamente esquemática) revisión de

algunas asociaciones comunes acerca del concepto de editor1 y de las consecuencias de

esas asociaciones en relación con diferentes funciones y tareas que asumen los editores.

A partir de allí, bosquejamos algunas ideas acerca de la orientación que, a nuestro

juicio, debería tomar una formación profesional en edición técnica, en el marco de una

perspectiva político-cultural.

Algunos sobreentendidos acerca de qué es (y qué hace) un editor

A diferencia de aquellos profesionales cuyos campos de acción son más conocidos o, al

menos, distinguibles unos de otros −aunque esto no signifique un conocimiento cabal de

las competencias involucradas−, es habitual que los editores tengamos que explicar en

qué consiste nuestro trabajo (y, más de una vez, no estamos exentos de esa tarea aun

cuando trabajemos en entornos editoriales).

Debemos, en primer lugar, aclarar que nuestra actividad se diferencia de la llevada a

cabo por los talleres gráficos, ya que a menudo se asocia al editor con la función de

multiplicar industrialmente los impresos. O, a lo sumo, de elegir qué originales serán

puestos en libro en la imprenta y reproducidos también allí.

Una segunda asociación ubica al editor como empresario que invierte dinero en la

edición de libros que surgen de originales elaborados por los autores. El editor sería,

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entonces, quien ejerce una intermediación −imaginada como muy lucrativa− entre dos

polos que deberían, más bien, vincularse de manera directa: el autor y el lector.

Una tercera asociación imagina al editor como responsable, gracias a su providencial

olfato, de descubrir autores −léase escritores− y de tratar con ellos, lo que implica

relaciones a menudo tortuosas e impredecibles, dadas las particularidades del genio

artístico. Esta asociación, que algunos editores suscribirían con gusto, coloca al editor

como activo participante del campo de la cultura, plenamente involucrado en un proceso

de acumulación y distribución de prestigio a través, por un lado, del trato directo con los

consagrados −escritores y críticos− y, por otro, del otorgamiento de cuotas de este

mismo prestigio a los autores recién descubiertos. Es en esta lógica que se inscriben

ideas como “los editores no se forman: se nace editor como se nace artista”, o “lo

central en la tarea del editor son las relaciones con los integrantes del campo de la

cultura”.

Esas tres asociaciones, por fuerza descritas de una manera esquemática, no son casuales

sino que llevan las marcas de la historia, de las tradiciones editoriales y, también, por

qué no, de la realidad. Veamos algunas precisiones al respecto.

Editores, ya no impresores

En efecto, la primera asociación, aquella que identifica editoriales e imprentas, tiene

antecedentes históricos concretos: en el Renacimiento los papeles de editor, impresor y

librero solían estar en manos de una misma persona. Piénsese, por ejemplo, en el

veneciano Aldo Manuzio, que además de las funciones anteriores podría ser definido

como diseñador gráfico avant la lettre. La distinción entre editores e impresores es

relativamente reciente (posterior a la de editores y libreros) y si bien hay una clara

tendencia a separar los campos (de lógicas muy diferentes en cuanto a escala y a la

proporción de la inversión en equipamiento), todavía es posible encontrar complejos

editoriales integrados verticalmente.

Por otra parte, el proceso de edición tuvo hasta tiempos muy recientes eslabones

−centralmente, la composición− que se resolvían en la imprenta y no en la editorial. Fue

en la década de 1980, con la incorporación de la informática, que las editoriales

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pudieron hacerse cargo del proceso completo de elaboración del prototipo, incluida la

puesta en página de textos e imágenes. Para los editores, la conciencia de esa

independencia y del hecho de que una editorial puede trabajar con distintas imprentas

conlleva un riesgo también novedoso: olvidar la importancia de la etapa industrial en la

calidad final de los productos y la necesidad de pensar los libros, desde su concepción,

también como objetos físicos.

Editors y publishers

La segunda asociación, del editor-empresario editorial, está reforzada en el medio

hispanohablante por la inexistencia de palabras diferentes para referirse a la persona que

está a cargo de la selección y tratamiento de los originales o el seguimiento de la edición

de un libro o de una colección (el editor, en inglés) y a la persona que tiene o administra

una editorial (el publisher). Por otra parte, en las editoriales más pequeñas es habitual

que las dos funciones sean desempeñadas por una misma persona, o que se distribuyan,

a veces ni siquiera regularmente, entre solo dos.

La invisibilidad del proceso de edición, aquel que transforma un original o, incluso, un

conjunto de ideas en el prototipo de una publicación, también hace invisibles a los

“editores editors” o, a lo sumo, los identifica solo con los directores de colección.

Quedan, entonces, fuera del paisaje editorial aquellos que trabajan línea a línea con los

textos originales, los que piensan los libros cuya autoría se encarga a diferentes autores

y los que coordinan equipos multidisciplinarios para hacer en conjunto, por ejemplo, un

atlas o un libro de texto.

Pensar las funciones de publishers y editors (o de los editores-empresarios y de los

editores que definen el producto, trabajan los originales y están al cuidado de la edición)

supone tomar en cuenta las distintas estructuras editoriales y las necesarias

interrelaciones entre las dos funciones. Veamos, a modo de ejemplo, tres cuestiones

relacionadas. Por un lado, la magnitud variable de la diferenciación de funciones: es

mínima en las editoriales pequeñas, como ya señalamos, y se amplifica en las mayores

(no es infrecuente que los grandes grupos estén dirigidos por personas ajenas al medio y

con solo un discreto conocimiento de los procesos técnicos involucrados). Por otro, la

ausencia de publishers (y de tareas y conocimientos específicos asociados con estos) en

organismos que sin ser editoriales elaboran publicaciones (dependencias del Estado,

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organizaciones no gubernamentales, empresas, etc.) o en aquellos que son

nominalmente editoriales pero que no asumen, por diferentes razones, todas las

funciones propias de estas (por ejemplo, muchas editoriales universitarias). Por último,

la conveniencia de pensar y probar estructuras editoriales donde las lógicas que

sostienen las decisiones (técnicas, culturales, comerciales) puedan hacerse jugar al

mismo tiempo y no respondan a instancias necesariamente verticales de distribución del

poder.

Editores literarios y editores técnicos

La última de las asociaciones mencionadas definía al editor como activo participante del

mundo cultural, entendido este como circunscrito al ámbito de los géneros editoriales de

mayor consagración: los libros de literatura, crítica y ensayo y, a lo sumo, los de

periodismo de investigación. Esta reducción hace invisibles el campo de la edición no

ficcional o técnica (cuyos productos –libros, revistas especializadas y otras

publicaciones periódicas no periodísticas– constituyen una parte muy significativa del

total de publicaciones) y a los editores que trabajan en él, y concibe los procesos

técnicos de modo unificado, tomando como modelo la novela (o el ensayo) y la figura

del autor-escritor. Esta última consecuencia, más de una vez, tiene implicancias en las

prácticas editoriales mismas. En no pocos entornos editoriales en los que se realizan

publicaciones técnicas: se sobrestiman las competencias de escritura de los autores (que

suelen ser especialistas en la materia sobre la que escriben pero, a menudo, no son

escritores expertos), no se incluye el trabajo con las imágenes como parte del proceso

editorial y no se contempla el lugar del lector de ese tipo de publicaciones, que no solo

lee siguiendo un orden lineal, sino que consulta capítulos aislados, busca información

puntual, extrae datos o usa la publicación para hacer cosas.

La identificación de la edición con la edición literaria también pasa por alto el hecho de

que las publicaciones no necesariamente surgen como tales a partir de originales de

autor enviados espontáneamente a una editorial. De ese modo, se cierra la reflexión

acerca de una de las líneas de trabajo más interesantes para los editores: la generación

de proyectos editoriales complejos donde los originales son elaborados a pedido y en

función de las características de un proyecto particular, incluso ideado por el editor

mismo.

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A pesar de sus diferencias, la edición técnica y la literaria pueden ser pensadas

(tomando en cuenta la procedencia del original, el tipo de texto, el perfil de los autores y

las características del proceso editorial) como polos de un continuum cuyos productos

van desde la novela y el libro de poemas a la enciclopedia, el manual universitario y el

libro de texto, pasando por publicaciones tan diferentes como el libro infantil ilustrado,

el ensayo de arte, las revistas literarias y el libro de divulgación histórica.2 También

suponen saberes, competencias y tomas de partido comunes, no solo de tipo técnico,

sino también en relación con el campo cultural en sentido más amplio.

Saberes y competencias

Considerando las diferentes funciones y tareas que los editores desarrollan, es fácil

apreciar que el conjunto básico de saberes y competencias con que deben contar es, por

decirlo así, bastante ecléctico. Cualquiera que sea su posición en un entorno editorial –y

aunque la realidad alguna vez desmienta esta especie de precepto–, todo editor debería

poseer una amplia base de cultura general y un conocimiento exhaustivo del proceso de

edición (sus etapas, los productos que se obtienen en cada etapa, los profesionales que

intervienen, los tiempos que demandan las tareas, el seguimiento editorial, etcétera).

Los editores también deben contar con algunos saberes vinculados con disciplinas y

campos afines a la actividad editorial y con otros relacionados con la edición como

actividad comercial. Los conocimientos generales acerca de las tareas, los materiales y

las tecnologías vinculadas con diseño gráfico, diagramación, ilustración, fotografía, y

artes gráficas, así como la actualización acerca de programas informáticos

especializados (para procesamiento de textos, diseño, armado, corrección de pruebas,

tratamiento de imágenes, etc.) son indispensables a la hora de evaluar la viabilidad de

proyectos editoriales (material y en términos de plazos) y a la hora de trabajar en forma

conjunta con los profesionales de cada uno de esos campos, que son los que poseen la

formación y las competencias propias de su especialidad. En cuanto a los conocimientos

acerca de la actividad comercial, se trata de conocer, en función de las particularidades

del quehacer editorial, cuestiones de gestión administrativa, derecho, marketing,

estrategias de comercialización, de difusión y de distribución, entre otras, sin olvidar

que los productos físicos de esta actividad son bienes culturales y que los clientes o

potenciales compradores son, básicamente, potenciales lectores.

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Este estatuto particular de las publicaciones y sus públicos señala otro conjunto

específico de saberes y competencias. Los buenos editores son ellos mismos lectores

ávidos –incluso se diría compulsivos–, expertos y experimentados en diferentes tipos de

textos y publicaciones. No solo leen lo que publican y lo que se publica, no solo leen

sucesivas veces con diferentes propósitos el original a editar (si están a cargo de su

tratamiento), también se informan regularmente acerca de ideas y teorías sobre la

lectura y la escritura, estudios sobre hábitos culturales, análisis del impacto de las

transformaciones tecnológicas en las prácticas de lectura y escritura, aportes de teorías

de la comunicación y la cultura.

Por supuesto, cada editor, en el cruce de experiencias y saberes provenientes de

diferentes disciplinas, construye, como en toda profesión, su recorrido singular. Más

allá de ello, los editores literarios y los técnicos suman en cada caso lo que podríamos

denominar como un núcleo fundamental de saberes y competencias que define la

especificidad de sus tareas. Salta a la vista que en el caso del editor literario –además de

la lectura y la actualización constante acerca de tendencias y nuevas producciones

literarias, teóricas y críticas–, ese núcleo se vincula con un tipo de formación que habrá

demandado estudios superiores en Humanidades, en Ciencias sociales o una formación

autodidacta equivalente. En cambio, en el caso del editor técnico, se sustenta en un

conocimiento exhaustivo de los mecanismos de producción de significado mediante

textos e imágenes y de lectura comprensiva en el marco de la comunicación técnica, es

decir, en el campo de las publicaciones no ficcionales, que comunican información

mediante textos especializados –a menudo acompañados de fotografías, dibujos, mapas,

tablas y gráficos–, se dirigen a un público específico y tienen su propia terminología

técnica. En el mundo de habla hispana no hay, hasta ahora, un ámbito de formación

superior que se ocupe de la enseñanza de esta especialidad.

La edición como actividad profesional

De lo expuesto hasta aquí se desprende que tanto las tareas que realiza como las

competencias que debe dominar un editor exceden lo propio de la gestión

administrativa, comercial y legal y, en gran medida están vinculadas con aspectos,

digámoslo así, socioculturales de la actividad editorial. Estos dos tipos de cuestiones,

que conviven en el trabajo editorial, son percibidos a veces como una dicotomía

excluyente (traducida en la fórmula mercado vs. cultura) y a menudo tiñen el debate

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acerca del perfil que debería adoptar lo que podríamos denominar el proceso de

profesionalización del editor. O, para decirlo de otro modo, ¿qué tipo de editores se

necesitan? ¿Qué orientación debería adoptar su formación, de acuerdo con qué

propósitos y en función de qué perfiles profesionales? No es un debate sencillo.

Por ejemplo, la mirada sobre el fenómeno de la edición debería contemplar, además del

funcionamiento y las lógicas de las editoriales comerciales (grandes y pequeñas), el

vasto campo de publicaciones generadas en ministerios, municipalidades, universidades,

organismos internacionales, bibliotecas, asociaciones profesionales, sindicatos y otras

diversas instituciones de gestión estatal o privada. En más de una ocasión, esas

publicaciones son pensadas desde una lógica de la oferta (lo que el emisor quiere

difundir) y, entre otros aspectos, no tienen en cuenta ni las supuestas necesidades del

público lector al que se dirigen ni los cuidados editoriales que cada tipo de publicación

requiere.

Por otra parte, algunas personas que trabajan en esos ámbitos editan sin saberlo y

desarrollan de modo más o menos intuitivo, más o menos artesanal tareas enormes pero

a menudo insuficientes para obtener un buen resultado editorial en un plazo acorde.

Contemplar espacios de formación y especialización en los que esas personas puedan

sistematizar lo que saben y aprender a mejorar los procesos y los resultados de su labor

implicaría, al mismo tiempo, impactar directamente en la calidad de las publicaciones

producidas en esos ámbitos y, en consecuencia, en la efectividad de la comunicación.

En este punto, una política con respecto a la edición técnica se torna una cuestión

estratégica.

Un espacio de intervención cultural

Aunque parezca un contrasentido, la formación académica en edición técnica no debería

apuntar a formar mayoritariamente académicos sino profesionales cuya acción en el

campo editorial pueda constituir una acción política, una intervención cultural. No

parece necesario defender el valor cultural de las publicaciones técnicas, no solo por lo

que podríamos denominar su contenido explícito sino también por su incidencia en

prácticas sociales. Valgan como ejemplos estas dos opiniones acerca de géneros

editoriales bien distintos.

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Según Michel de Certeau, ciertas publicaciones –como algunas revistas femeninas y

algunas enciclopedias prácticas o científicas en fascículos semanales o mensuales–

cumplen un papel central en la comunicación social: constituyen instrumentos preciosos

de información en el terreno de la vida práctica, la salud y la alimentación; centralizan

indicaciones sobre nuevos materiales, aparatos y estilos; y contribuyen a la educación

visual (La toma de la palabra y otros escritos políticos, México, Universidad

Iberoamericana, 1995).

Por su parte, a raíz de una propuesta del gobierno italiano de reemplazar el uso escolar

de libros de textos por materiales de internet, Umberto Eco ha señalado el valor del libro

escolar por su función de educar a niños y niñas en el uso de libros y por constituir un

ejemplo de cómo seleccionar información “entre el maremágnum de toda la

información posible” (“El libro escolar como maestro”, en La Nación, 23/07/04).

Ambos pensadores señalan que esas funciones son valorables incluso “con el texto peor

hecho” o cuando los saberes que se hacen circular son tratados de modo no exhaustivo.

La brecha entre esas dos características, valor y defecto, es quizás el espacio al que una

buena parte de los editores técnicos debería apuntar.

Quien más, quien menos, la mayoría de los lectores han pasado más de una vez la

experiencia de verse defraudados por una publicación técnica. Por ejemplo, una historia

del arte en una encuadernación de lujo y un papel extraordinario con reproducciones a

gran tamaño y textos casi ilegibles desde el punto de vista lingüístico. O el diseño

impactante de una enciclopedia de divulgación general con textos que incluyen errores

conceptuales y datos desactualizados. O también un sitio en internet de catedráticos

dispuestos a socializar sus saberes en el que, a pesar del diseño y el desarrollo de

hipervínculos, es imposible encontrar lo que se busca dado el desorden en el que se

ofrece la información. Y no se trata, como podría pensarse, de ediciones artesanales o

incluso caseras, sino de deficiencias que solo pueden explicarse por el desconocimiento

de las condiciones de un cuidado proceso de edición.

El mayor problema de la ausencia de un proceso de edición profesionalizado no es el

conjunto de errores que saltan a la vista del lector, sino que lleguen a publicarse –y se

difundan como buenos– materiales de escasa calidad informativa, con información

falsa, presentada de modo innecesariamente complejo y oscuro. Lo que está en juego

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puede ser, en cierto sentido, la posibilidad misma de que se produzca una comunicación

eficaz.

Por eso, insistimos, mucho es lo que los editores formados para trabajar con

publicaciones técnicas podrían hacer para que la comunicación sea efectiva: garantizar

que se provea información pertinente, cierta y probada, en cantidad suficiente, de modo

claro, preciso, directo y ordenado. Aunque no se trate de oralidad sino de publicaciones

impresas o digitales, los discursos de la comunicación técnica podrían cumplir aquellas

máximas que Paul Grice describió como propias de la conversación. Para avivar, en

nuestro caso, el fuego de esa conversación que –en términos de Gabriel Zaid– es la

cultura.

* Original del artículo publicado en Espacios de crítica y producción N° 35, publicación de la Facultad de

Filosofía y Letras de la UBA, agosto de 2007. ** Marcela Castro (profesora y licenciada en Letras, UBA) y Patricia Piccolini (licenciada en Ciencias de

la Educación, UBA) se desempeñan, respectivamente, como jefa de trabajos prácticos y profesora adjunta

a cargo de la materia Edición editorial (carrera de Edición, Facultad de Filosofía y Letras de la UBA).

Han sido autoras, editoras y coordinadoras de edición de diferentes tipos de publicaciones en editoriales,

organismos del Estado y otras instituciones. 1 No debe entenderse que los vocablos editor y editores se refieren a que solo varones ocupan esa

posición en el ámbito editorial. Por el contrario, sobre todo en algunas áreas de la edición técnica, las

mujeres somos amplia mayoría. Entiéndase, pues, el uso de esos términos como genérico. 2 Acerca del proceso de edición y las características de las publicaciones técnicas, puede consultarse

Patricia Piccolini, “La edición técnica”, en Leandro de Sagastizábal y Fernando Esteves Fros (comps.), El

mundo de la edición de libros, Buenos Aires, Paidós, 2002.