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La descentralización fiscal en el Perú después de la guerra con Chile, 1886-18951 Carlos Contreras Instituto de Estudios Peruanos Introducción El 13 de noviembre de 1886, tras un debate de tres meses en el Congre- so de la República, el gobierno del general Andrés Cáceres promulgó la Ley de Descentralización Fiscal, cuya vigencia regiría a partir del primero de enero entrante. En esencia esta ley significaba que en ade- lante cada departamento (de los diecisiete en que entonces estaba divi- dido políticamente el Perú)2 debía recaudar sus propios ingresos y eje- cutar su propio gasto fiscal. Este sistema venía a cancelar el régimen centralista anterior, en virtud del cual una tesorería central concentraba y redistribuía los caudales públicos. El hecho que el proyecto de ley fuese presentado al Congreso el 4 de agosto de 1886, apenas transcu- rridos dos meses desde la asunción al poder de Cáceres, revela que el mismo era parte sustancial del programa de gobierno del nuevo régi- men, elegido tras siete años de guerra internacional y civil. Después de ocho años de vigencia de la reforma descentralista -du - rante la cual sucedió el cambio de mando presidencial (1890) a manos de Remigio Morales-Bermudez, un leal colaborador de Cáceres, y lue- go el retomo al poder de éste (1894)-, la Guerra Civil de 1895 inte- rrumpió su marcha. Triunfante Nicolás de Pierola en la contienda, in- trodujo drásticos cambios en el proyecto de descentralización. En buena cuenta estos vinieron a significar el regreso al centralismo; aun- que algo permaneció del programa cacerista. En este trabajo presentaré el contexto histórico y político en el que se debatió y puso en marcha la Ley de 1886, precisando la novedad del

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La descentralización fiscal en el Perú después de la guerra con Chile, 1886-18951

Carlos Contreras Instituto de Estudios Peruanos

Introducción

El 13 de noviembre de 1886, tras un debate de tres meses en el Congre­so de la República, el gobierno del general Andrés Cáceres promulgó la Ley de Descentralización Fiscal, cuya vigencia regiría a partir del primero de enero entrante. En esencia esta ley significaba que en ade­lante cada departamento (de los diecisiete en que entonces estaba divi­dido políticamente el Perú)2 debía recaudar sus propios ingresos y eje­cutar su propio gasto fiscal. Este sistema venía a cancelar el régimen centralista anterior, en virtud del cual una tesorería central concentraba y redistribuía los caudales públicos. El hecho que el proyecto de ley fuese presentado al Congreso el 4 de agosto de 1886, apenas transcu­rridos dos meses desde la asunción al poder de Cáceres, revela que el mismo era parte sustancial del programa de gobierno del nuevo régi­men, elegido tras siete años de guerra internacional y civil.

Después de ocho años de vigencia de la reforma descentralista -du­rante la cual sucedió el cambio de mando presidencial (1890) a manos de Remigio Morales-Bermudez, un leal colaborador de Cáceres, y lue­go el retomo al poder de éste (1894)-, la Guerra Civil de 1895 inte­rrumpió su marcha. Triunfante Nicolás de Pierola en la contienda, in­trodujo drásticos cambios en el proyecto de descentralización. En buena cuenta estos vinieron a significar el regreso al centralismo; aun­que algo permaneció del programa cacerista.

En este trabajo presentaré el contexto histórico y político en el que se debatió y puso en marcha la Ley de 1886, precisando la novedad del

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proyecto descentralizador de Cáceres en el marco de los esfuerzos des­centralistas realizados durante el siglo xix en el Perú. Discutiré los avances hechos por la historiografía respecto al significado de la misma y ofreceré un balance de los logros y fracasos del programa hasta el momento de su reforma en 1895.

La reforma fiscal fue uno de los puntos nodales de los diversos pro­gramas de “reconstrucción nacional” que florecieron en el Perú una vez retiradas las tropas chilenas de ocupación. El desastre bélico y la anar­quía subsecuente llevó a la población a enarbolar un espíritu de enérgi­ca condena al pasado. Llegó a considerarse que el Perú había perdido sesenta años (contados desde el inicio de la república) en la marcha al progreso. Era menester refundar la república sobre nuevas bases. Se avizoró que una de ellas podía ser la descentralización, pensada por algunos, incluso como la antesala del federalismo. En el programa de Cáceres la política de descentralización fue asumida como un punto fundamental para la transformación del futuro peruano. El terreno fis­cal sería la esfera inicial, el campo experimental a partir del cual el pro­grama iría abarcando nuevos aspectos. Vocero oficioso del “civilismo” y representante de la opinión “ilustrada” de la nación, el diario El Comercio pronuncióse entusiastamente acerca de la descentralización fiscal:

Ella envuelve un plan tan vasto en lo fiscal y aun en lo administrativo; satisface necesidades tan legítimas, aspiraciones tan generales; y salva peligros de tanta magnitud, que puede ser considerada, sin exageración, como el trabajo de mayor aliento realizado por este Congreso. (Lima, 28 de octubre de 1886).

De otra parte, la intención de Cáceres con esta ley puede leerse en sus propias palabras, contenidas en una “Carta circular a las autorida­des” locales, emitida el 30 de marzo de 1887:

[...] el mismo Congreso ha dictado la ley de descentralización fiscal, con el fin de que todos los Departamentos vivan de sus propias entradas, que son las provenientes de las contribuciones; las cuales están destinadas al fomento de la enseñanza popular, a la apertura de los caminos, a la cons­trucción y refacción de los templos, de las escuelas y de los puentes; al

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sostenimiento de las fuerzas llamadas a custodiar y garantizar la vida y los intereses de los ciudadanos; y al pago de los jueces y demás magistrados; y por último a otras tantas y tan importantes necesidades de la administra­ción local que sería largo enumerar (MP 7157, T52, rollo 44. Microfilmes de la correspondencia de la embajada de Estados Unidos en Lima).

Aflora prístinamente en esta cita que el propósito principal de la reforma era descargar al Estado central de los gastos de administración y fomento educativo y económico locales, para trasladarlos a las pro­pias poblaciones beneficiarías. Tal sería la característica común a todos los intentos descentralistas de la segunda mitad del siglo xix peruano. Por lo mismo, ellos surgieron con vigor en los momentos de grave cri­sis fiscal.

¿Descentralismos, entonces, meramente oportunistas? Si bien esa podría ser efectivamente una conclusión preliminar -y que de hecho goza de popularidad en la historiografía, como más abajo veremos-, también -y creo que mejor- podríamos emplear el calificativo de des­centralismos forzados. El Perú fue una nación que históricamente se hizo desde el Estado, en el marco de una tradición centralista.3 De ma­nera que la organización política, económica y fiscal fue impuesta des­de el centro, antes que desde las distintas comunidades sociales presen­tes en el territorio del país. Ninguna tradición de “reinos” o comunidades regionales autónomas existió desde el tiempo de los incas.4 La configu­ración político-territorial de la nación se hizo en el siglo xix a partir de las Intendencias establecidas por el régimen español cuarenta años de la independencia, así como en virtud de aspiraciones caciquistas posteriores. Estas llevaron a que las ocho Intendencias con que el Perú nació a la vida independiente, convirtiéranse en 17 “departamentos” medio siglo después.

Ello explica, tanto la debilidad de los proyectos descentralistas, así como la paradoja de que ellos hayan nacido, no como una demanda de las sociedades regionales, sino como una imposición desde el Estado central. Tal fue el caso de la Ley de 1886. La novedad en esta oportu­nidad fue que el programa de descentralización iba unido a una refor­ma fiscal, a través de la cual el Estado pensaba enfrentar la pérdida de unos dos tercios de sus anteriores ingresos tras la desastrosa guerra ini­ciada en 1879.5

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La descentralización fiscal de Cáceres en la historia peruana

Desde 1850 y durante tres décadas, el tesoro público habíase financia­do en una proporción oscilante entre el 50 y el 75% de las rentas deja­das por la exportación de guano y de salitre. Estas rentas no sólo habían conseguido elevar los ingresos fiscales hasta un nivel de seis veces más comparado con el vigente después de la Independencia, sino que ade­más habían propiciado el desmantelamiento del aparato de contribucio­nes, al punto que ellas no alcanzaban a financiar ni un 5% de los ingre­sos de la nación.6

A lo largo de la historia independiente del Perú puede trazarse una clara asociación entre bonanza exportadora y centralismo, la misma que ha sido producida por la naturaleza del aparato de ingresos fiscales. Los booms exportadores de materias primas alimentados por la demanda mundial, creaban un “enlace fiscal” interno a través de los derechos de aduana o la estatización de los yacimientos de la materia prima. En la medida que la recaudación de las aduanas para el comercio exterior ha sido, tanto por tradición histórica, como por lógica fiscal, una función del tesoro central, las bonanzas exportadoras del país, cuyo ejemplo más vistoso sería el de la “era del guano” (1850-1880), han sido un po­deroso factor centralista en nuestra economía pública, al poner en mar­cha el mecanismo: bonanza exportadora -bonanza fiscal- centraliza­ción de las rentas.7 Bien podría decirse que el puerto del Callao ha sido, pues, el cajero del Estado, y que sin comercio externo no habría nación.

Agotado el ciclo de bonanza fiscal, durante el cual el aparato de contribuciones internas quedaba reducido a su mínima expresión, no quedaba más alternativa que asumir programas de descentralización de las finanzas. Sin recursos para asumir el gasto de la administración po­lítica, judicial, de obras públicas y servicios de diversa índole a lo largo y ancho del territorio de la República, el Estado central se veía em­pujado a transferir esas partidas del presupuesto a las administraciones locales.

Tratando de convertir la necesidad en virtud, el proyecto de Cáce­res se sostenía en el pensamiento que la mejor manera de reconstruir el aparato interno de contribuciones era entregando a cada circunscripción política de nivel departamental el manejo de sus propios ingresos. Co­nocedores de que los impuestos que pagaban, irían, no a un lejano po­

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der central, sino a atender las propias necesidades locales, la población se allanaría a pagarlos con facilidad. Los contribuyentes podrían ejer­cer un mejor control del gasto, y los autoridades fiscales podrían tomar más eficiente la recaudación.

Toda esa belleza pasaba, sin embargo, por alto, el hecho que duran­te todo el tiempo que durase la reconstrucción del aparato de contribu­ciones, los tesoros departamentales serían incapaces de mantener una estructura estatal concebida de acuerdo a un nivel de ingresos superior. Los siete millones de soles en que se estimaban los ingresos públicos de la nación tras la guerra con los chilenos, descontado el efecto de de­preciación de la moneda, era el mismo nivel de ingresos fiscales del momento de la independencia. Cuando no existían sino dos o tres cor­tes de justicia, ni un cuerpo de gendarmería en el territorio, ni un siste­ma nacional de instrucción; cuando los barcos de la armada eran de madera, no había ferrocarriles qué mantener ni construir y cuando, en fin, la población era más o menos la mitad de la existente entonces. Para los tesoros departamentales el sostenimiento de una corte judicial y el de una oficina de gobierno local (la Prefectura) con apenas medio centenar de policías, pesaría como una piedra de 50 kilos en el cuello de un náufrago.

Fundada como República Unitaria en 1821, el Perú había tenido varias Cartas Constitucionales que incluyeron ideas de descentraliza­ción, la más importante: la de 1828. Inclusive, llegó a abrazarse la idea federal durante el período de la Confederación Perú Boliviana (1836- 1839). Pero una vez derrotada la Confederación en los campos de Yun- gay, el espíritu descentralista asomó sólo esporádicamente. Uno de estos momentos fue con ocasión de la expedición de la ley de Munici­palidades de 1861. El segundo, y más profundo, fue con la reforma de Pardo de 1873.

El régimen de Manuel Pardo (1872-1876) introdujo efectivamente la descentralización administrativa del Estado, recurriendo a los Con­cejos Departamentales y Provinciales. A estos les transfirió dos tercios de la recaudación de las contribuciones (que eran las de predios rústi­cos y urbanos, la industrial y de patentes), los derechos de alcabala a la transferencia de la propiedad inmueble,8 las rentas producidas por los bienes y establecimientos departamentales (básicamente se trataba de las que gozaban los Colegios) y el 2% del derecho de aduana de las im­

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portaciones (para lo cual dichos derechos fueron elevados en dos pun­tos porcentuales).

Se desconoce el resultado práctico de la descentralización de Ma­nuel Pardo; pero sea cual fuere, se vio interrumpido y finalmente borra­do por la tempestad de la guerra con Chile (1879-1883). Durante el conflicto y la guerra civil posterior los Concejos quedaron acéfalos y sus tesorerías desorganizadas.9

El proyecto descentralizador de Cáceres fue, sin duda, de índole más radical que el de Pardo de 13 años atrás. Puesto que no sólo impli­có la transferencia de una proporción fija de ciertos impuestos a los tesoros locales, sino la propia entrega de su administración y recauda­ción, así como la posibilidad -al menos en teoría- de que cada tesoro departamental crease nuevas contribuciones y de que, en caso de tener superávit, iniciase nuevos proyectos de inversión y de gasto, aunque en campos pre-establecidos. De otro lado, el número de impuestos cuya administración fue transferida, así como el de partidas de gasto, fue también considerablemente mayor.

Iniciado un período de paz que, tras siete años de guerras, se pre­sumía duradero, el Perú parecía, pues, ingresar también a una era de descentralización, vista de pronto como el más eficaz factor redentor de la historia de una república hasta entonces signada por la derrota; sig­nificaba la “refundación” del orden político y la posibilidad de endere­zar rumbos.

La historiografía sobre la descentralización

A pesar de las grandes esperanzas que los hombres de la posguerra pusieron en el plan cacerista de descentralización fiscal, pocos esfuer­zos ha realizado la historiografía nacional y extranjera en su estudio. No deja de sorprender que un tema que apasionó tanto a los hombres de su tiempo, haya merecido después tan poca reflexión. Probablemen­te ello sea así por los pobres resultados que, se considera, tuvo. La volu­minosa Historia de la República de Jorge Basadre le dedica un acápite dentro de un capítulo de uno de sus muchos tomos; pero ninguna refe­rencia encontramos en los varias veces reeditados manuales de historia republicana de Julio Cotler y Ernesto Yepes del Castillo.10 Tampoco las

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historias regionales existentes dedican algún espacio a un tema que, al menos sobre el papel, estaba llamado a impactar decisivamente en la historia local."

En cualquier caso predomina en la escasa historiografía producida sobre el tema, la opinión de que la descentralización fiscal fue un fra­caso más o menos rotundo, temperamento que, calando en la opinión de las gentes ilustradas que finalmente hacen la política oficial, ha ser­vido para desacreditar proyectos descentralistas posteriores.

En sus Estudios económicos y financieros, publicado en 1895, José Manuel Rodríguez alcanzó a pronunciarse acerca de la Ley de 1886, pero más como un testigo de los acontecimientos, antes que como un estudioso que gozase de una adecuada perspectiva temporal. Rodrí­guez, quien fuera considerado un “distinguido cacerista”, inauguró la visión negativa sobre la ley. Juzgó que ella había venido a complicar más nuestro sistema impositivo, despojando al Estado central de auto­ridad fiscal en un momento en que se requería una enérgica y centrali­zada conducción. Pero el defecto principal de la ley era para este autor su naturaleza híbrida:

Entregando a Juntas especiales el manejo e inversión de las rentas de cada Departamento, se ha establecido un sistema de administración que no es la unitaria ni la federal: para ser lo primero se requiere que todo el movi­miento propulsor parta del seno de los poderes públicos y que todos los efectos de ese movimiento vuelvan a estos como a su causa primera; para lo segundo, sería necesario que cada sección departamental tenga la ini­ciativa y la aplicación por medio de leyes autónomas de todo aquello que contribuya a su incremento y prosperidad.12

Los párrafos finales de su obra, dedicada enteramente a sensibilizar al lector en favor de la empresa de una profunda reforma fiscal salva­dora de la nación, denunciaron las “cifras fantásticas” de los presupues­tos departamentales, que jamás alcanzaron a cumplirse (ibid.). En los Anales de la Hacienda Pública del Perú, que Rodríguez publicara con­juntamente con Pedro Emilio Dancuart entre 1902 y 1921, responsabi­lizó por el fracaso del proyecto de Cáceres a la falta de personal idóneo en las provincias para la conducción de las finanzas y a que los presu­puestos de los departamentos fueron aprobados en la más absoluta obs­curidad.13 En suma: un proyecto por lo menos inoportuno, presentado

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sin haber previsto si se contaría con los ingresos y el personal necesa­rio para su ejecución. Un proyecto, además que no correspondía a una nación donde la economía misma se encontraba muy centralizada. En efecto, para Rodríguez la administración local de los recursos fiscales resulta positiva ahí donde en medio de vastos territorios se desenvuel­ve una población abundante y floreciente económicamente:

[...] pero de estas condiciones la única que tiene el Perú es la de territorio extenso; por lo tanto la ley de descentralización fiscal por adelantarse a la situación actual del país, tuvo que ser una planta exótica en tierra inapa- rente, destinada a perecer por agostamiento, después de haber absorvido [s/c] estérilmente la escasa savia de la Nación y malgastado sus energías.14

Desde una perspectiva más comprometida con el espíritu descen­tralista, Emilio Romero evaluó el proyecto de Cáceres en un trabajo pu­blicado el año 1932. Romero, quien como la mayoría de los peruanos, pensaba que en principio toda idea descentralista era buena, llegó a calificar de “interesante ensayo en nuestra historia financiera” la refor­ma de 1886. Pero criticó la forma como fue establecido el proyecto: sin criterio “científico” y sin añadir la dimensión política a la fiscal:

Tal vez si la ley de descentralización se hubiera dado estableciendo las rentas en forma científica y con el voto político de los departamentos; es decir una descentralización fiscal y política, los resultados habrían sido muy distintos. Se habría compulsado la opinión en cuanto al odioso im­puesto personal, que bajo diversas formas ha perdurado en nuestra legis­lación hasta el pasado año con el nombre de conscripción vial [...]15

Uno de los más graves errores desde el punto de vista “científico” habría sido hacer descansar los ingresos departamentales en un impues­to tan impopular y ominoso como la contribución personal: “[...] fue el primer error que se cometió”, anotó Romero (ibid., p. 133). El impues­to personal fue criticado también en su oportunidad por Rodríguez, pero justo es hoy decir que *sin esta contribución, o cualquier otra que alcanzase a la mayoría de la población campesina, difícilmente podría haberse concebido una descentralización fiscal. La conquista de lo “bueno” y moderno (la descentralización) debía pasar por lo “malo” y arcaico (la capitación campesina).

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En efecto, haciendo la salvedad de unas cuantas provincias, ubica­das en la costa, la economía del país en la década de 1880 era funda­mentalmente de tipo campesino aldeana. Donde la productividad de la tierra era la correspondiente al arado de palo, se carecía de títulos de propiedad, de inversión en infraestructura y donde la producción se orientaba básicamente al consumo propio.

Para Romero, los tesoros departamentales habrían sido, además, re­cargados abusivamente con partidas, como la de gendarmería, cuyo sostenimiento correspondía, por lógica, al tesoro central.16 Es Romero, precisamente, quien mejor representa la denuncia de “descentralismo de oportunidad” para el experimento de la posguerra. Refiérese así al “sentido oculto” de la ley; a sus “fines de desahogo centralista” y con­cluye en que: “La ley de descentralización fiscal fue una medida favo­rable más bien al centralismo fiscal” (pp. 135-136). Ello sería así en tanto el tesoro central se habría quedado con los mejores impuestos y los menores gastos, mientras habría dejado a los departamentos (en el Perú suele decirse “las provincias”) los impuestos más odiosos, y en consecuencia de más penosa y exigua recaudación, al lado de los gas­tos más onerosos.

Los trabajos de tres historiadores profesionales posteriores (Basa- dre, Manrique y Chiaramonti) han significado el ingreso a una inter­pretación de la descentralización de 1886. Vale decir que más allá de críticas o elogios al proyecto, ambos trataron de esclarecer el significa­do de dicha experiencia en la historia política del país.

Enmarcándola en el curso de la historia republicana del siglo xix, Jorge Basadre la apreció como uno de los varios intentos (fallidos) por descentralizar la nación: “En 1828 se había ensayado la centralización semipolítica. La descentralización administrativa surgió en 1873. Aho­ra se trataba de ir a la descentralización fiscal” (ob. cit. t. vi, p. 2791). Además de hacer eco de los juicios anteriores de Rodríguez y Romero acerca de lo dañino de haber apoyado los presupuestos departamenta­les en la gabela de la contribución personal, Basadre, hombre -al igual que Romero- de provincia, y por tanto sensible a los esfuerzos descen- tralizadores, criticó la poca autonomía dada a las Juntas Departamen­tales:

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Las juntas no fueron creadas para administrar sino para recaudar y para vigilar. La administración continuó centralizada y los presupuestos depar­tamentales se tramitaron junto con el Presupuesto nacional. Cada departa­mento adquirió la autonomía de su pobreza (idem.)

Basadre trazó además una hipótesis (aun cuando guiada más por el sentido común, que por el conocimiento histórico) respecto a la des­centralización de la posguerra: ella habría obedecido a la debilidad del Estado, en virtud de la derrota militar y la desorganización burocrática y miseria fiscal, que fueron su consecuencia. La conclusión del autor reposó en una premisa que recuerda las leyes de la física: cuando el Es­tado se repliega, los poderes locales avanzan, ocupando el espacio vacío; pero apenas el Estado logra superar su crisis, la descentralización defacto llega a su fin. Sería así que luego que las Juntas Departamen­tales lograran importantes avances autonomistas durante los años pos­teriores a 1886, “Fortalecido el Estado a partir de 1895, empezaría desde entonces la decadencia de la descentralización fiscal” (p. 2792).

Una reflexión aún más escéptica del espíritu descentralista peruano puede hallarse en el trabajo, aun preliminar, de Gabriella Chiaramonti.17 Ella concluye en que las experiencias descentralistas hasta por lo me­nos 1920: “nunca existieron en mi manera de ver: siempre se trató de suplir las carencias del Estado, no de descentralizar funciones que antes cumplía el Estado mismo”. Un ejemplo sería el ensayo de 1886, cuan­do el Estado, ante su incapacidad de asumir tareas tan propias de él, como la instrucción primaria, la atención sanitaria y la preparación de las matrículas de contribuciones y su recaudación, trasladó estas labo­res a las Juntas Departamentales.

Respecto al desenlace del proyecto de Cáceres, Chiaramonti esbo­za una idea similar a la de Basadre, pero trasladada al terreno económi­co fiscal. Una vez que el Estado, desde 1895, pudo obtener importan­tes ingresos fiscales a partir de los derechos de exportación de bienes como el azúcar, debilitó la experiencia descentralista.

Pero es que los programas de descentralización rara vez se hacen por amor, antes por interés. Y la política es una cuestión de intereses. En Basadre y Chiaramonti podemos advertir ese estilo de crítica fun­dada por Emilio Romero: la censura a los descentralismos de oportuni­dad. Hechos porque al Estado le convenían. Pero al ceder obligaciones,

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¿no cedió también el Estado, derechos? Una respuesta a por qué la ex­periencia cacerista -incluso mal nacida- no prosperó más allá, no llega a cuajar en sus trabajos.

Nelson Manrique recogió también la idea de Basadre, pero dentro de un análisis más detallado.18 El Estado que cayó en crisis tras la gue­rra con Chile, nos dice, fue aquel construido por la burguesía mercantil limeña durante el período del guano. El vacío de poder fue entonces ocupado por la clase terrateniente serrana, representada por militares provenientes de familias de hacendados del interior, como un Miguel Iglesias o un Andrés Cáceres. El militarismo de la posguerra (1883- 1895): “[...] fue la más depurada expresión del caciquismo terratenien­te” (ob. cit., p. 141) y el Partido Constitucional de Cáceres: “[...] la única expresión verdaderamente órganica de los intereses de los terra­tenientes serranos de la historia del Perú” (p. 183).

La descentralización fiscal habría sido parte del programa político terrateniente serrano. Con ella, a la par que debilitaba al aparato central del Estado, “les daba (a los terratenientes) el manejo directo del exce­dente económico expoliado al campesinado” a través de la contribución personal (p. 182). La última guerra civil del siglo xix -la que enfrentó a Cáceres y Pierola- significó entonces para Manrique el conflicto en­tre “los proyectos de fuerzas políticas que expresaban los intereses de clases sociales distintas que, aunque compartían un espacio común en el bloque de poder, tenían intereses claramente diferenciados [...]” (pp. 142-43). Pierola fue apoyado por los civilistas, y tras su triunfo en la Guerra Civil de 1895 abolió la contribución personal y debilitó el pro­grama de descentralización fiscal:

La supresión de la contribución personal, indisolublemente ligada a esta útima medida (la d.f.), contribuyó al debilitamiento de los poderes locales, incrementando la centralización estatal (pp. 143-44).

La Revolución de 1895 -concluye Manrique- puso entonces fin al único momento en la historia peruana en que los terratenientes del inte­rior controlaron el Estado.

Aun cuando sugestiva, la interpretación de Manrique -al revés de la de Basadre- sobrevalora el real efecto descentralizador de la ley de 1886. Tal como señaló Basadre, las Juntas Departamentales tenían

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muy poca autonomía política y se hallaron fuertemente controladas por el poder central. La contribución personal apenas pudo ser recaudada y más bien sirvió para soliviantar los ánimos de los campesinos, desa­fiando el orden gamonal. Mal pudo, pues, beneficiar, y en consecuen­cia ser defendida, por la clase terrateniente del interior. El estudio del debate parlamentario que precedió a la ley muestra todo lo contrario: que los representantes serranos se opusieron a dicha gabela, ya que la insurgencia campesina afectaría en primer lugar a los hacendados, quie­nes a fin de cuentas eran los que abonaban ei impuesto de los colonos instalados en sus predios.

El análisis de Manrique pasa también por alto que los civilistas, expresión orgánica de los intereses de la burguesía mercantil limeña (para usar el lenguaje del autor) apoyaron el proyecto cacerista de des­centralización. Y no de manera episódica, sino reiterada y firme. El autor señala que ellos “se auparon” al gobierno de Cáceres, conscien­tes de su debilidad (p.142), pero tal explicación no resulta coherente con el hecho inocultable que fue precisamente el civilismo quien en 1873, durante el gobierno de Manuel Pardo, introdujo el primer esfuer­zo descentralizador. Así como que el diario El Comercio, vocero civi­lista, defendió el proyecto de 1886, y que distinguidos civilistas en el Congreso del mismo año, lo apoyaron sin reservas, y aun intentaron radicalizarlo.

¿Quién defendió entonces los proyectos de descentralización? Y ¿a quién benefició? ¿La clase terrateniente serrana, dispersa y segmentada, cómo estaba, o el civilismo proburgués, que si bien mantenía sus prin­cipales líderes en la capital y la región de la costa, tenía seguidores tam­bién en las sociedades regionales del interior? Si Manrique representa la primera opinión, Emilio Romero lo haría con la segunda (si hacemos caso a su denuncia que la descentralización fue hecha para desahogar y favorecer al Estado central a expensas de los recursos regionales).

La ley de 1886 y su debate

¿Cuál era la novedad de la ley de 1886 en la historia fiscal peruana? Bá­sicamente la división de los ingresos y egresos fiscales en dos catego­rías: generales y departamentales, y la entrega de esta última a organis­

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mos descentralizados -las Juntas Departamentales-, aunque bajo una fuerte tutela del Estado central. Esta tutela se manifestaba y ejercía a través del hecho que las Juntas eran presididas en cada departamento por el Prefecto, autoridad política nombrada por el Ejecutivo, y por el hecho que los actos de las Juntas, entre los que se incluía la preparación de sus presupuestos, estaban sujetos a la revisión y aprobación del Ministerio de Hacienda, el Gobierno o el Congreso.

No poca discusión provocó la separación de las esferas de ingresos y gastos generales y departamentales. La ley del 13 de noviembre con­sideró finalmente esta división:

Ingresos generales- Derechos de aduana y puerto19- Timbres- Arrendamientos y producto de los ferrocarriles nacionales- Producto de correos

Ingresos departamentales- Contribución personal- Contribución de predios rústicos y urbanos, industrial y de pa­tentes- Impuesto de serenazgo- Multas judiciales, salvo las que correspondieran a los litigantes- Las herencias que correspondieran al fisco- Impuesto a las herencias- Producto del papel sellado- Arrendamiento de las salinas que no tengan otro propietario, así como el impuesto a las salinas de los particulares- Producto de los bienes nacionales del departamento, excepto los ferrocarriles- Bienes de los conventos supresos- Bienes mostrencos o sin dueño- Impuesto de alcabala a la enajenación de bienes inmuebles Cabe notar que los ingresos generales fueron robustecidos poco

después con la introducción (exitosa) de impuestos al consumo de bie­nes de extendida demanda entre la población, como los alcoholes, el ta­baco y el opio.

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Aunque la critica que acostumbradamente se ha hecho a la Ley de 1886 fue haber dejado a los departamentos los impuestos más magros y de difícil recaudación, oportuno es decir que esta clasificación se ajustaba a los criterios de la ciencia fiscal de la época. Pero cierto es, que en un país con las características económicas del Perú, el monto del comercio exterior fácilmente superaba al del comercio interno, al me­nos al de tipo monetario.20 Buena prueba de ello es el hecho que pro­ducida la primera penuria fiscal de la República, en 1826, el impuesto colonial que se reimplanta es el de la contribución indígena y no el de las alcabalas, suprimido ese mismo año.21 Los derechos de aduana eran entonces la más pingue entrada fiscal y, para emplear los términos de la época: la más “saneada”, dado que su control era relativamente senci­llo. Su fuerte concentración en el puerto de la capital de la República: el Callao, y el hecho que de los 17 departamentos del país, únicamente siete tuviesen litoral y en consecuencia puertos, obligaban a que la renta de aduanas fuese un ingreso para el tesoro central.22 Lo contrario hubie­se significado retomar al régimen de aduanas interiores de la época colonial, es decir, a la época de las alcabalas, cuando una mercancía debía pagar repetidas veces el impuesto de internación, desarticulando el mercado interno. Una propuesta alternativa, que surgió en el calor del debate parlamentario, fue entregar a los tesoros departamentales un porcentaje de la recaudación de aduanas, que sería distribuida entre ellos (es decir, igual que en el proyecto anterior de Pardo). Pero este añadido tenía el defecto de dejar en manos del poder central una herra­mienta que traicionaba el ideal descentralista: la facultad de distribuir ese monto entre los distintos tesoros. Se temió que los criterios para ello fueran sobre todo políticos: premiar a los departamentos “leales” y cas­tigar a los opositores.

Los ferrocarriles y el correo eran, por otra parte, sistemas naciona­les, cuyo funcionamiento debía estar centralizado. Unicamente el caso de los timbres podría ser discutible,23 pero su ingreso no era importante.

Los impuestos dejados a los tesoros departamentales parecen en cambio generosos y variopintos. Algunos de ellos debían ser impuestos propiamente municipales, como el serenazgo o la contribución de pre­dios y patentes. Fijémonos que incluían los bienes nacionales y mos­trencos, las salinas, la alcabala de bienes inmuebles, el papel sellado, el impuesto a las herencias y sobre todo la contribución personal, que tan­

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tas polémicas generaría luego. Pero en buena parte era así porque las responsabilidades echadas sobre los hombros de los tesoros departa­mentales serían también impresionantes.

En efecto, veamos el reparto de gastos entre las dos categorías con­sideradas en la ley:

Gastos generales- Sostenimiento de la marina, el ejército y la gendarmería- Oficinas centrales del Ejecutivo: Ministerios, Tribunal de Cuentas- Corte Suprema de Justicia- Poder Legislativo- Servicio de la deuda pública- Ramo de correos- Presupuesto eclesiástico

Los gastos departamentales fueron clasificados en obligatorios y facultativos. Esto signficaba que estos segundos sólo podían atenderse si se habían cubierto los primeros.

Gastos departamentales obligatorios- Servicio administrativo del Departamento y sus policías- Administración de justicia en primera y segunda instancia24- Instrucción Primaria, en la parte que no puedan atenderla los

Concejos Provincial y distrital- Servicio de la Guardia Civil en el Departamento- Conservación de los caminos y puentes de carácter departamental- Los que ocasione la recaudación de sus rentas y la defensa judi­

cial de los derechos departamentales

Gastos departamentales facultativos- Instrucción media- Beneficencia- Construcción de nuevos caminos y puentes en el Departamento.

El “servicio administrativo” comprendía el funcionamiento de la prefectura, las subprefecturas de las provincias y las gobernaciones en los distritos, incluyendo los sueldos de estas autoridades (los gobema-

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dores de los distritos carecían de sueldo) y fue uno de los rubros más onerosos en los presupuestos departamentales, junto con el de la admi­nistración de justicia y la fuerza de policía, como lo muestra el siguien­te cuadro.

Cuadro 1

Organización de los Egresos Departamentales según Presupuestos, años 1888 y 1892 (porcentajes)

Ramos 1888 1892

Cortes judiciales 27.5 24.5Cuerpo de Policía 26.5 23.6Prefecturas y Subprefecturas 14.8 12.9Instrucción Primaria* 7.3 10.5Instrucción Media* 5.1 5.2Recaudación y defensa de los

ingresos departamentales 9.0 5.7Tesorerías Departamentales 3.7 3.2Beneficencia 2.5 2.9Otros 1.9 4.9

* Lo destinado por las tesorerías departamentales a los servicios de Instrucción pri­maria y media no era la única fuente de funcionamiento de estos servicios, sino que complementaban los fondos entregados por los Concejos Provinciales y De­partamentales asi como los derivados de las rentas propias de los establecimien­tos educativos (sobre todo en el caso de los Colegios Secundarios, que impartían la Instrucción media).

Fuente: Dancuart-Rodríguez, Anales de la Hacienda ..., t. xxn, p. 95.

No era muy clara la diferencia entre la gendarmería y la policía. Hasta donde la entiendo la gendarmería funcionaba como una suerte de policía rural: una fuerza móvil, capaz de trasladarse rápidamente a dis­tintos puntos del territorio nacional.25 Fuerte crítica mereció que el ser­vicio político -prefecturas y subprefecturas- fuese recostado en las ar­cas departamentales. ¿ era el prefecto designado por el poder central y estaba subordinado a él? ¿No eran los subprefectos nombrados a partir de una tema propuesta por el prefecto? Por otro lado, el servicio judi­

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cial era también un sistema nacional; como los ferrocarriles o el correo. ¿Por qué debía ser costeado por las finanzas locales? Otro tanto podría decirse de la instrucción primaria y Secundaria, aunque en este caso había antecedentes de ello en otros países. En cualquier caso, no cabe duda que nunca en la historia independiente del Perú los servicios y la administración pública fueron entregados con tanta largueza a los pode­res locales. Aunque los sueldos y el funcionamiento de las oficinas eran fijados por el poder central.

Organización y significado de la descentralización

La presentación de un conjunto de cuadros estadísticos permitirá mos­trar los alcances de la descentralización fiscal de 1886 y reflexionar so­bre su significado. El cuadro 1 ofrece una comparación entre los ingre­sos presupuestos para el gobierno central y los tesoros departamentales, entre los años 1887 y 1894:

Cuadro 2

Evolución de los presupuestos nacional y departamentales 1887-1894

Años Pto. Nac. (1) Ptos. Dptales. (2) % de 2/1

1887 8 091 837 1 829 201 22.61888 8 091 837 1 964 523 24.31889 6 639 881 2 218 766 33.41890 6 639 881 2 275 302 34.31891 6 728 022 2 315 978 34.41892 7 105 131 2 633 961 37.11893 7 942 841 3 403 143 42.81894 7 307 563 2 975 143 40.7

Total 58 546 993 19 616 017 33.5

Fuente: Las fuentes de este y los demás cuadros son los Anales de la Hacienda Pú­blica del Perú de Dancuart y Rodríguez, ya citado, y las Memorias de los Ministros de Hacienda de los años pertinentes.

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La distancia existente entre el presupuesto general y el total de los presupuestos departamentales -una diferencia de tres a uno- comprue­ba el enorme peso que en la economía nacional tendía el comercio exte­rior (puesto que el presupuesto general se financiaba en más de un 50% por los derechos de aduana), aunque cabe resaltar la tendencia ascen­dente de los presupuestos departamentales.

Sin embargo, veamos ahora lo que fueron, ya no lo presupuesto, sino las sumas efectivamente recaudadas:

Cuadro 3

Ingresos efectivos y porcentaje sobre los presupuestos Nacionales y departamentales, 1887-1894

Años Nacional(2)

% Dptales.

(1)

% % de 2/1

1887 5 024 249 62.1 642 530 35.1 12.81888 6 042 942 74.7 1 076 651 54.8 17.81889* 6 957 349 104.8 1 514 547 68.3 21.81890* 8 232 294 124.0 1 956 016 86.0 23.81891 7 684 361 114.2 n.d. n.d. n.d.1892 7 912 795 111.4 n.d. n.d. n.d.1893 6 894 357 86.8 1 947 317 57.2 28.21894 5 246 351 77.5 n.d. n.d. n.d.

Prom. 6 749 337 94.4 1 427 376 60.3 21.5

* Para estos años comprende el año económico 1 de junio al 31 de mayo del año siguiente.

El cuadro 3 muestra bien la distancia que, en cuanto a la descentra­lización, hubo del proyecto a la realidad. Si en aquél la suma de los tesoros departamentales representaba, en una tendencia además ascen­dente, un tercio de los ingresos generales, vemos que efectivamente tal proporción se redujo a poco más de una quinta parte. Lo que indica que la recaudación de los ingresos departamentales fue inferior a la obteni­da en los generales.

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De cualquier manera puede observarse la tendencia positiva en los ingresos departamentales efectivamente recaudados, que nos lleva a contradecir la imagen difundida por la historiografía de un fracaso más o menos rotundo. Esta fue la imagen presentada por el pierolismo que, triunfante en la guerra civil contra Cáceres en 1895, blandió la bande­ra del “fracaso” de la descentralización fiscal para justificar el retomo al centralismo tradicional, hasta el punto de haber terminado obnubi­lando a los historiadores posteriores.

Luego de los naturales titubeos iniciales, se nota a partir de 1889 una notable mejoría en la recaudación departamental, alcanzando en los años siguientes cerca de dos millones de soles. El año 1890, por ejem­plo, el índice de efectividad de la recaudación fue de 86%, acercándo­se al promedio nacional de la era cacerista (1887- 1894). Eliminando el resultado de 1887 -que correspondió a un momento en que las Juntas Departamentales recién empezaron a constituirse- el promedio de efec­tividad en la recaudación departamental mejora al 66.6%.

Si el tesoro central se financiaba sobre todo a partir de las aduanas, los departamentales lo hacían a partir de la Contribución Personal, como lo demuestra el cuadro 3:

Cuadro 4

Composición de los ingresos departamentales según Presupuestos

Ramos 1888 1889 1890 1891 1892

Contrib. Per. 50.0 45.4 40.5 39.6 37.1Pred. Rústicos 11.8 10.1 9.5 9.6 7.6Pred. Urbanos 7.8 7.3 7.0 7.3 6.3Pat. e Indust. 9.9 9.2 10.0 10.3 9.1Serenazgo 3.6 3.2 2.9 2.8 2.5Papel Sellado 5.9 5.9 5.9 5.9 5.2Alcabala de Enag. 2.9 3.2 3.0 4.1 3.7Diversas rentas 0.5 0.5 4.0 4.3 11.2Otros 7.6 15.2 17.2 16.1 17.3

La Contribución Personal era el rubro principal, pero su participa­ción en los presupuestos tiene una tendencia decreciente, lo que era un

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signo positivo de que los tesoros departamentales venían creando nue­vas rentas (véase el ramo “Diversas rentas”) que fueran sustituyendo dicha capitación. Llama la atención, no obstante, el deterioro de las contribuciones de predios rústicos y urbanos, que gravaban la propie­dad territorial. Lo que obedecía al sistema seguido para la confección de las matrículas respectivas.26 La alcabala de enajenación afectaba las transacciones de inmuebles y muestra también mejoría. El incremento en el rubro de “Otros” ingresos tiene que ver sobre todo con los ingre­sos de la Aduana fluvial de Iquitos, y en segundo lugar con una mejor explotación de los bienes inmuebles del Estado. A partir de 1892 se incluyó en el presupuesto general un subsidio para ciertos tesoros departamentales, incluido también en el rubro “Otros”.

El fracaso de la contribución personal

La subsistencia de los tesoros departamentales reposaba en la recauda­ción de la Contribución Personal en primer lugar, y en la de las otras contribuciones (predios y patentes e industrias), en segundo. La prime­ra era una capitación que gravaba a todos los habitantes varones entre los 21 y 60 años con la suma de cuatro soles anuales en las provincias de la costa y de dos, en las de la sierra (donde el jornal era menor). A pesar de esta diferencia fue en los departamentos serranos donde el peso de tal Contribución en los ingresos del tesoro fue mayor, alcan­zando cerca del 70% en ciertos casos.27 Sin propiedades agrarias moder­nas donde estimar un ingreso líquido significativo, ni tráfico comercial de consideración que diese importancia a la contribución de patentes e industrias, departamentos como Amazonas o Huancavelica, permane­cían, como en los siglos de la Colonia, limitados a una economía pas­toril, incapaz de solventar siquiera el funcionamiento de una oficina de gobierno local.

El relativo fracaso de los tesoros departamentales tuvo que ver con la imposibilidad o incapacidad de las Juntas, de actualizar las matrícu­las de contribuyentes, desorganizadas durante el apogeo del guano y los años de guerra, así como de cobrar la Contribución Personal. No deja de llamar la atención que esta Contribución, sucedánea del antiguo tri­buto indígena, no pudiera ser levantada. ¿Por qué ese impuesto -inclu­so con una suma que lo doblaba- pudo ser cobrado durante un régimen

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colonial, durante 300 años por un gobierno centralizado, y no podía serlo con una tasa rebajada, por un gobierno nacional, légitimo y bajo un régimen descentralizado? Es decir: ¿por qué aquello que los campe­sinos peruanos (a quienes afectaba esencialmente la contribución, aun­que fuera general) pagaron duplicadamente al gobierno de los virreyes, no lo querían alcanzar a la república criolla?

El cuadro 5 ofrece las cifras de la recaudación de la Contribución Personal para los años en que ha podido obtenerse la información. Para que pueda tenerse una idea de lo que ellas significan debe recordarse que la suma presupuestada era de alrededor de un millón de soles. De otro lado, debe advertirse que era frecuente el cobro de la Contribución con retraso. Vale decir, que en 1890, por ejemplo, se cobraba todavía lo correspondiente a los años anteriores. Pero estos cobros atrasados no figuran en el cuadro, aunque sí en los anteriores sobre recaudación de los tesoros departamentales.28

Cuadro 5

Recaudación de la Contribución Personal, 1887-1893

Años Recaudación % de lo Presupuesto

1887 144 901 13.21888 421 810 42.91889 170 858 17.01890 292 707 31.71893 97 103

Una primera respuesta a la pregunta antes planteada podría ser el uso de la fuerza en la época colonial. Una segunda, cierta toma de con­ciencia por parte de los campesinos respecto a lo que eran sus “dere­chos” (lo que habría sido potenciado por la revolución de Ramón Cas­tilla que abolió el tributo indígena “por estar bañado en la sangre y las lágrimas de quienes lo pagan”): una tercera, por la crisis económica que se vivía en la posguerra. Antes de evaluar estas posibilidades de res­puesta, quiero advertir que no tiene por qué haber una explicación váli­da para el conjunto del país, sino que en cada región pudo pesar una y no otra, o combinarse de distinta manera.

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De cualquier forma, creo que la primera respuesta resulta apenas convincente. Durante la Colonia y hasta 1854, en que subsistió el tri­buto, nunca hubo una fuerza policial en el campo. Aunque es cierto que mecanismos más sutiles de control y represión social, como el poder de la Iglesia y de los caciques indígenas habíase erosionado por obra del propio liberalismo criollo.29 En cuanto a lo segundo, creo que la guerra con Chile y la misma guerra civil que la sucedió obraron el efecto de una revolución en la conciencia campesina. Ello sobre todo en regiones como Ayacucho, Junin y Huancavelica, que fueron teatro de la cam­paña de “resistencia” de Cáceres contra el ejército chileno. Durante una guerra los roles sociales suelen verse alterados: los poderosos son humillados por extranjeros, o pierden legitimidad por su actitud “cola­boracionista”; u ocúltanse y piden ayuda a los débiles. Por su parte, estos son alistados como soldados y después de la guerra permanecen armados. Los “veteranos de guerra” han sido históricamente una fuer­za disociadora en la sociedad rural.30 Esta era la reflexión comprensiva que en 1888, respecto de la Contribución Personal, hacía el Visitador fiscal Pedro Emilio Dancuart, luego de inspeccionar la tesorería depar­tamental de Ayacucho:

La conducta levantada y patriótica de algunos de sus pueblos en la última lucha por la patria y por sus instituciones tuvo a la vez el resultado de de­jarlos armados y aguerridos, cuya circunstancia aprovechan, alegando sus servicios prestados en ella y su actual pobreza para negarse a contribuir hoy al sostenimiento del Estado con su óbolo de trabajo, como contribu­yeron ayer a defenderlo con su sangre y todo género de sacrificios (Ana­les... t. xvm, p. 359A).

Sin querer comprometer una opinión, terminaba añadiendo: “Al Supremo Gobierno y a la Representación Nacional toca decidir sobre este importante problema de vida o muerte para el Departamento de Ayacucho” (idem.).

La tercera explicación resulta válida únicamente en regiones donde el comercio había alcanzado un nivel importante en la vida campesina, cual sena el caso, por ejemplo, de Junín (y creo que muy pocos más). En este Departamento se sintió más agudamente que en otros la com­pleta desvaloración del billete fiscal, que dejó en las manos de la pobla­ción un instrumento de cambio que trocaba apenas al 15 por 1 respec­

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to del sol de plata. Similar problema acontenció en el Cuzco, donde el mercado estaba inundado por las monedas astilladas bolivianas.31 En otras regiones la explicación puede ser descartada, puesto que la situa­ción económica en el campo, en el marco de un régimen de autosub- sistencia, hacia 1890 no era ni mejor ni peor que antes.

Una explicación adicional es la campaña política contra la Contri­bución Personal llevada a cabo por los pierolistas en la época y que des­embocaría en la Guerra Civil de 1895.32 Por ejemplo en Arequipa, cuna de Pierola, el caudillo enemigo del régimen de Cáceres, el Visitador fiscal reseñó en el mismo año 1888, que:

Algunas de las provincias de este Departamento sólo resisten al pago de esta Contribución -la Personal- por el mal ejemplo de su capital, a donde doloroso pero indispensable es decirlo, no existe otro motivo que el de ciertas dañosas influencias, que se ejercitan en ciertos pueblos, no para atraerlos al cumplimiento de la ley, sino para instigar a una punible resis­tencia (iídem, p. 408A).

Un ejemplo opuesto fue el del Departamento de Puno, ubicado en la frontera con Bolivia. Ahí la Contribución fue levantada con facili­dad. El caso nos sirve para comprender la razón del fracaso en otras par­tes del país. Escuchemos una vez más al Visitador Pedro E. Dancuart:

La facilidad en el cobro de la contribución personal se explica, pues, por estas dos razones esenciales: Ira porque el hacendado paga por todos sus colonos, cargando a estos el valor de su contribución; 2da por que conser­vando la mayor parte de los terrenos que forman haciendas, el título de tie­rras del Estado, influye en el indígena que los posee el temor de que se les quite si no pagan el impuesto {ídem, p. 400 A).

Vale decir, ahí donde subsistía un orden social de “antiguo régi­men”: grandes latifundios con gruesa población campesina, coexistien­do al lado de comunidades indígenas que ocupaban tierras en un régi­men legal precario (puesto que eran tierras públicas o “realengas”), la capitación podía cobrarse. Un impuesto colonial para una sociedad colonial. Pero Puno no era el Perú, ni aun toda la sierra peruana. La ocupación y la guerra habían deteriorado la hegemonía terrateniente en la mayor parte de ella. En consecuencia no existían interlocutores en la

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sociedad rural que vinculen al Estado con la sociedad campesina. Los terratenientes habían perdido preeminencia (aunque pudieran haberla recuperado más tarde); los señores étnicos habían desparecido. Su lugar comenzaba a ser ocupado por nuevos personajes: “tinterillos”33 o mili­tares mestizos forjados en la experiencia bélica.34

La descentralización fiscal y el civilismo

El proyecto descentralista de Cáceres iba a hacerle un flaco favor a la clase terrateniente serrana. El “regalito” de la Contribución Personal, tenía que pagarlo ella, o tenía que cobrárselo a una población campesi­na que tenía todavía las armas en la mano. Y esto no era una metáfora. Por otro lado, el espacio que el proyecto daba a los miembros de la cla­se terrateniente en las Juntas Departamentales, de poco les servía. De una parte, porque las Juntas quedaban bajo el gobierno de los prefectos, representantes del poder central; de otra, porque la administración departamental tenía autonomía sólo para la administración y ejecución de un presupuesto a fin de cuentas dictado por el Congreso. Cierto es que la ley contemplaba una suerte de “premio” por los progresos en la recaudación departamental. Si un departamento lograba que sus rentas fiscales creciesen al punto de poder cumplir con holgura los gastos obligatorios y facultativos indicados en la ley, podía comenzar a ejercer un programa mas autónomo de inversión, aun cuando siempre bajo la aprobación del Congreso. Pero ello resultaba ilusorio en la situación fiscal que se vivía.

Si, como propuso Manrique, el proyecto descentralista fue diseña­do para beneficio de la clase terrateniente serrana, el tiro salió real­mente por la culata. Creo, más bien, que dicho proyecto fue obra del propio civilismo, que incluso en medio de las tremendas horas de la posguerra nunca perdió el liderazgo político en el país. Porque el civi­lismo no era solamente un partido; antes: una actitud ideológica que únicamente distinguía los colores de la “civilización” y la “barbarie”. La descentralización fiscal fue un programa lanzado en alianza con un grupo emergente en la sierra, representado por comerciantes, burócra­tas y profesionales que esperaron detentar un espacio de poder en las Juntas Departamentales.

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Aunque hemos defendido en este trabajo que el término “fracaso” resulta prematuro para calificar el proyecto de descentralización fiscal. Poca duda cabe que desde el comienzo su marcha enfrentó dificultades. Las Juntas no cumplían sus funciones, enfrentadas como solían estar con el prefecto. Los impuestos no se recaudaban sino en unas dos ter­ceras partes. La consecuencia de ello fue que el aparato del Estado pasó a convertirse en la sociedad rural en una inmensa ficción. Ante la defec­ción de los ingresos, los gastos tampoco podían cubrirse. El sistema administrativo y los servicios educativos y de salud existían sobre el papel, pero no sobre el terreno.

Un viajero que llegara al país y comenzara por observar el presu­puesto nacional, clasificado con precisión en sus secciones general y departamental, imaginaría que al recorrer el territorio encontraría tribu­nales de justicia y colegios secundarios en cada capital departamental, juzgados y escuelas primarias en cada cabeza de provincia; y en todas partes, la autoridad del gobierno, los puestos policiales y los estableci­mientos de salud. Pero al visitarlo palmo a palmo, nuestro viajero halla­ría que toda esa belleza era sólo una ilusión. La corte judicial yacía clausurada porque los jueces estaban impagos; la escuela no tenía maestro, por lo mismo, ni el hospital, medicinas, y menos aún enfer­mero. A duras penas encontraría al prefecto, haciendo de juez y comi­sario al mismo tiempo y procurando cobrar los impuestos que al menos permitiesen el pago de su salario y el de la media docena de policías que lo apoyaban.

Nadie había, empero, para llenar el espacio vacío. La sociedad rural estaba fragmentada en unidades sociales entre las que las preeminen­cias estaban en crisis. Un mundo plano que se desenvolvía a través de acuerdos particulares y pactos personales sin certidumbre de futuro. Esta certidumbre la devolvió la revolución de Pierola de 1895. Su plan de reforma significó el recorte de gruesas partidas de gasto y de ingre­sos de los presupuestos departamentales. La administración política y el servicio policial y judicial retornaron al tesoro central, quedando los tesoros departamentales únicamente a cargo de los gastos de la propia Junta departamental, los de instrucción y salud y el servicio de las obras públicas (entendido básicamente como la mantención de puentes y caminos).35 A cambio quedó abolida la Contribución Personal, cuya in­fructuosa cobranza fue el cáncer que minó el régimen de Cáceres dcn-

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tro de la población rural. Los presupuestos departamentales se reduje­ron a representar sólo un exiguo 7 a 8% del presupuesto general. La bandera del descentralismo fue arriada en nombre del pragmatismo. El espíritu regenerador se había desvanecido, o escogía otros caminos.

Notas

1. Este artículo forma parte del proyecto sobre Descentralización fiscal y re­forma del Estado en el Perú, 1886-1899, auspiciado por el Instituto Fran­cés de Estudios Andinos. Agradezco el apoyo de esta institución, así como también la del Colegio de México y la Secretaría de Relaciones Exteriores de México, en la etapa de formulación del proyecto.

2. Además existían tres “provincias litorales” (una cuarta perdióse en la gue­rra con Chile): Callao, lea y Moquegua, que gozaban de un estatuto inter­medio poco claro entre las provincias y los departamentos. lea y Moque­gua se convertirían años después en departamentos.

3. Véase Claudio Véliz, La tradición centralista en América Latina. Barcelona: Ariel, 1984.

4. Véase para el conjunto hispanoamericano el trabajo de Francois Xavier Guerra, Modernidad e independencias. México: F.C.E., 1993.

5. Por el Tratado de Ancón del 20 de octubre de 1883, que puso fin a la gue­rra del Pacífico, los territorios salitreros peruanos pasaron perpétuamente a manos de Chile. Los yacimientos de guano fueron expropiados por Chile hasta cobrarse la indemnización de guerra. Estos yacimientos serían luego motivo de disputa entre esta nación y los acreedores de la abultada deuda externa peruana.

6. Véase nuestro artículo “Modemizarce o descentralizar: la difícil disyunti­va de las finanzas peruanas en la era del guano”. En Boletín del Instituto Francés de Estudios Andinos. Lima 1996.

7. Respecto al episodio del guano, ya lo advirtió así Emilio Romero en su Historia económica del Perú publicada en 1949 en Buenos Aires.

8. La alcabala colonial a la compra-venta de mercadería fue abolida por la república en 1826.

9. La Dictadura de Piérola, iniciada en diciembre de 1879 y que se prolongó hasta los inicios de 1881, abolió el programa de Pardo, su enemigo polí­tico.

10. El capítulo vxiv de la Historia de la República del Perú de Basadre (Lima: Editorial Universitaria, 10 ts, 1961-1963) está dedicado a “La descen­tralización fiscal y la hacienda pública entre 1886 y 1890”, concediendo

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cuatro páginas al tema. Julio Cotler, Clases, estado y nación en el Perú (Lima: IEP, 5ta. ed. 1988). Ernesto Yepes del Castillo, Perú 1820-1920. ¿Un siglo de desarrollo capitalista en el Perú? (Lima: Signo, 1981, 2da. ed.).

11. Como ejemplo puede citarse la Historia regional del Qosqo preparada en tres volúmenes por José Tamayo Herrera bajo los auspicios de la Mu­nicipalidad cuzqueña (Cuzco: 1992). En el tercer tomo, dedicado al perío­do independiente, no se encuentra ninguna referencia al experimento de descentralización fiscal.

12. José M. Rodríguez, Estudios económicos y financieros y ojeada sobre la Hacienda pública del Perú y la necesidad de su reforma. Lima: Imprenta Gil, 1895; p.498.

13. Dancuart y Rodríguez, op. cit., t. xxn, p. 62.14. Pedro E. Dancuart y José M. Rodríguez, Anales de la Hacienda Pública

del Perú. Lima: 1902-1921, 24 ts.; t. xvn, p. 101.15. Emilio Romero, El descentralismo. Lima: Tarea, 1987 (1932); p.136.16. No acierta en ello Romero. Puesto que la partida de gendarmería, así como

la del gasto militar de las fuerzas acantonadas en el interior, no fue asumi­da por los tesoros departamentales, sino por el tesoro central, como se verá más adelante.

17. Gabriella Chiaramonti, “Entre autonomía y centralismo: apuntes sobre Juntas Departamentales en Perú desde mediados del siglo xix al 1920”. En Europa 1992.

18. Nelson Manrique Yawar Mayu. Sociedades terratenientes serranas 1880- 1910. Lima: d e s c o - i f e a , 1988.

19. Se exceptuó la pequeña aduana fluvial del lago Titicaca, en el departa­mento de Puno, fronterizo con Bolivia, cuyas rentas fluían, en virtud de leyes anteriores, en favor de la municipalidad de Puno. Algo similar ocu­rrió con ciertas entradas de la aduana de Iquitos, importante puerto fluvial en el río Amazonas, a donde desembocaba el comercio con Brasil y el Atlántico. Hasta comienzos del siglo xx la región de Iquitos tuvo cierto régimen de extraterritorialidad (funcionaba otra tarifa de aduanas y de régimen fiscal).

20. Esta es una afirmación meramente intuitiva, puesto que no existen esta­dísticas respecto del comercio interior. Sin embargo, la misma carencia de esta información es ya un indicador del escaso volumen del comercio interno de tipo monetario en el Perú.

21. Situación distinta fue la de países más mercantilizados, como México, donde el impuesto de alcabalas permaneció vigente hasta la segunda mitad del siglo xix.

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22. Fuera de los puertos de la costa, existían los del lago Titicaca, en Puno, y el puerto fluvial de Iquitos. El primero servía para el comercio con Bolivia, mientras el segundo recibía el tráfico del Brasil y el Atlántico. Este último tenía un volumen comercial que alcanzó a ser importante durante ciertas épocas. El ingreso de la aduana de Puno fue dejado en manos del Concejo Provincial de dicha ciudad; el de Iquitos, para el teso­ro del departamento de Loreto.

23. El timbre era un pago que se hacía para certificar contratos de diversa índole (préstamos, hipotecas) antes las autoridades públicas. Fue introdu­cido en la década de 1860 durante el ministerio de Manuel Pardo.

24. Los juzgados de primera instancia debían funcionar en cada capital de pro­vincia. El de segunda instancia venía a ser la llamada Corte Superior, que en principio debía funcionar en cada capital de departamento, de modo que su “distrito judicial” coincidiese con el territorio del departamento. Pero la pobreza de recursos y litigios había llevado a que el distrito judi­cial abarcase a veces más de un departamento. Esto es a que hubiese menos Cortes Superiores que Departamentos. Por ello el sostenimiento de la Corte debía ser repartido entre todos los departamentos comprendidos en el distrito judicial, de acuerdo al volumen demográfico de cada uno de ellos.

25. Como entre los congresistas de la legislatura ordinaria de 1886 tampoco era clara la diferencia, la Comisión Principal de Hacienda, al dictaminar sobre el proyecto de descentralización, señaló: “La Gendarmería constitu­ye una fuerza militar organizada para resguardo del orden público y es por esta causa suceptible de movilizarse fuera del departamento y para res­ponder á la misma su pie de fuerza se modifica frecuentemente; [...]” (Diario de Debates, Diputados, 1886, p.79).

26. El Ministro de Hacienda Eulogio Delgado manifestó en su Memoria del año 1890, con relación a estas contribuciones, lo siguiente: “Hay provin­cias en que no se han actuado las nuevas matrículas todavía, y en la gene­ralidad, los productos no son los que debieran, porque encargados de hacer las acotaciones, los mayores contribuyentes del lugar, resulta que está en la conveniencia de éstos disminuir las avaluaciones lo más posible para pagar ellos menos de lo que igualmente les corresponde. De aquí provie­ne el absurdo de que el rendimiento de estas contribuciones en todos los departamentos solamente lleguen a casi otro tanto de los de Lima y Callao; absurdo tangible si se aprecia el valor de las propiedades y el producto de las industrias en todo el territorio de la República.”

27. Tomemos como ilustración los presupuestos departamentales de 1890. La Contribución Personal en Huancavelica representaba el 68.6 por ciento de

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sus ingresos; el 69.6 por ciento en Cuzco; el 80.5 en Puno; el 67.1 en Ancash.

28. La liquidación de los presupuestos departamentales especificaban la recaudación por ramos, pero lo cobrado por “servicio de presupuesto de años anteriores” iba en globo, sin pormenorizar. Es por eso que no es posi­ble averiguar cuánto de lo recaudado por años atrasados corresponde a la Contribución Personal.

29. Acerca de la embestida liberal contra la Iglesia, véase Pilar García Jordán, Iglesia y poder en el Perú contemporáneo, 1821-1919. Cuzco, 1992.

30. Véase sobre ello Florencia Mallon, “Coaliciones nacionalistas y antiesta­tales en la Guerra del Pacífico: Junín y Cajamarca, 1879-1902”. En Steve Stem, (ed.), Resistencia, rebelión y conciencia campesina en los Andes, siglos x v i i i - x x . Lima: 1990. Así como su reciente Peasant and Nation. The Making of Postcolonial México and Perú. Berkeley 1995.

31. Véase el Informe de la Visita Fiscal de Dancuart antes citado. En Anales de ... t. xvm.

32. Sobre las luchas entre pierolistas y caceristas en las sociedades provincia­les, véase el libro de Patrick Husson, De la guerra a la rebelión. Huanta 1826-1896. Cuzco: 1992.

33. El término “tinterillo” designa a una suerte de abogados informales, que usaban mucha tinta para sus reclamos y quehaceres, de donde les viene el nombre.

34. Véase Florencia Mallon. Peasants and Nation....35. La exitosa implantación de los estancos de alcoholes, tabaco y opio,

durante el gobierno de Cáceres, dotó al tesoro central de los recursos nece­sarios para asumir esas partidas.