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La cuestión indígena en el IV Concilio Provincial Mexicano Luisa Zahino Peñafort Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla Desde una perspectiva historiográfica podríamos afirmar que la valoración del IV concilio provincial mexicano cele- brado en 1771 en la capital novohispana, ha sido durante muchos años realizada bajo el prisma exclusivista de las severas críticas al legalismo desaforado de Carlos III. Así Cuevas, Decorme, Lopetegui y Zubillaga y otros autores vinculados al instituto ignaciano, condicionados lógicamen- te por el marcado clima antijesuita que se respiró en el sínodo, han llegado en sus estudios a reducirlo a los térmi- nos de una conjuración política contra la religión en general y contra su Orden en particular.1 En esta misma línea interpretativa se encuentra Hipólito Vera para quien el concilio no pasa de ser una asamblea viciada de principio a fin.2 Sin embargo, ya el propio Giménez Fernández, crítico sistemático no sólo del IV concilio sino de Carlos III, sus ministros y su política, reconoció en los cánones elementos positivos cuando éste trataba la cuestión indigenista, la dis- ciplina sacramental de la confirmación y la extremaunción y sobre todo los aspectos relacionados con los procedimien- tos judiciales, si bien no pasó de enumerarlos sin profundi- zar más en ellos.3 Hasta ahora la obra que ha reunido el mayor número de fuentes documentales para un estudio serio de este sínodo es la de Sierra Nava-Lasa sobre el cardenal Lorenzana.4 Desafortunadamente para nosotros, su enfoque privilegia la

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La cuestión indígena en el IV Concilio Provincial Mexicano

Luisa Zahino Peñafort Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla

Desde una perspectiva historiográfica podríamos afirmar que la valoración del IV concilio provincial mexicano cele­brado en 1771 en la capital novohispana, ha sido durante muchos años realizada bajo el prisma exclusivista de las severas críticas al legalismo desaforado de Carlos III. Así Cuevas, Decorme, Lopetegui y Zubillaga y otros autores vinculados al instituto ignaciano, condicionados lógicamen­te por el marcado clima antijesuita que se respiró en el sínodo, han llegado en sus estudios a reducirlo a los térmi­nos de una conjuración política contra la religión en general y contra su Orden en particular.1 En esta misma línea interpretativa se encuentra Hipólito Vera para quien el concilio no pasa de ser una asamblea viciada de principio a fin.2

Sin embargo, ya el propio Giménez Fernández, crítico sistemático no sólo del IV concilio sino de Carlos III, sus ministros y su política, reconoció en los cánones elementos positivos cuando éste trataba la cuestión indigenista, la dis­ciplina sacramental de la confirmación y la extremaunción y sobre todo los aspectos relacionados con los procedimien­tos judiciales, si bien no pasó de enumerarlos sin profundi­zar más en ellos.3

Hasta ahora la obra que ha reunido el mayor número de fuentes documentales para un estudio serio de este sínodo es la de Sierra Nava-Lasa sobre el cardenal Lorenzana.4 Desafortunadamente para nosotros, su enfoque privilegia la

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importante figura de aquel prelado y deja en la sombra el propio acontecimiento conciliar sin concederle el nivel de análisis requerido.

A la vista de este panorama historiográfico, se hace claramente necesario abordar la investigación de la asamblea conciliar de 1771 de una forma seria y puntual, dejando a un lado el apasionamiento y el partidismo que hasta ahora han caracterizado a los estudios, y al mismo tiempo hay que profundizar en el análisis de aquellas cuestiones de interés para la historia eclesiástica con frecuencia oscurecidas por los temas jansenistas, regalistas y antijesuitas.5 Esta obligada valoración positiva del sínodo mexicano —extensible por otra parte al conjunto de los concilios celebrados a raíz del Tomo Regio—,6 se torna aún más significativa si tenemos en cuenta un documento básico y fundamental como es el borrador de las actas conciliares,7 con frecuencia citado pero pocas veces leído en toda su integridad y con detalle. Este voluminoso manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid ofrece al historiador algo más que el frío forma­lismo de los decretos, ya que narra día a día los puntos debatidos, las controversias suscitadas. Si bien es cierto que en la mayoría de los casos el prepotente presidente Fran­cisco Antonio de Lorenzana acababa imponiendo su volun­tad, y que muchos sabiendo este final optaban por plegarse a sus deseos sin opinar, no siempre sucedía así: las actas están llenas de interesantes discusiones y puntos de vista contrastados que permiten conocer el pensamiento de este espectro escogidísimo de la élite eclesiástica mexicana.

Hay además otro factor a tener en cuenta. Un simple repaso por la historia eclesiástica mexicana nos permite afirmar que el siglo XVI fue altamente prolífico en reuniones que, con un carácter institucional pretendieron dar un cierto orden y concierto a las nacientes iglesias. La realidad americana tan sorprendente y tan distinta de todo cuanto hasta entonces se había conocido exigía con rapidez una normativa a todos los niveles y la Iglesia, importante pilar

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del entramado social, no podía de ningún modo quedar rezagada. Tuvieron lugar así las Juntas de 1524, 1532, 1539, 1544 y 1546 y los Concilios de 1555, 1565 y 1585;8 luego, en casi dos siglos Nueva España no volvió a ver reunidos a sus prelados, probablemente porque no se creyó oportuno ni desde un punto de vista religioso ni político. En la segunda mitad del siglo XVIII al calor del reformismo borbónico se contempló como imprescindible la celebración de un nuevo sínodo a través del cual canalizar de forma ordenada y metódica las aspiraciones que la nueva mentalidad ilustrada tenía reservadas para la Iglesia, y así tiene lugar la asamblea conciliar de 1771.

1. Problemática indígena: visión de la asamblea sinodal y cánones conciliares

Aunque no fueron muy numerosas las ocasiones en las que los participantes en el IV concilio provincial mexicano nos permitieron conocer sus pensamientos, opiniones e inquie­tudes sobre el indígena novohispano, aun así, las actas recogen algunas sesiones que podrían formar parte, tanto por la belleza de algunos de sus párrafos como por lo sorprendente de otros, de cualquier antología de textos de historia colonial. Por otro lado el propio texto conciliar, muestra ya en abundancia una rica y valiosa legislación en favor de los naturales continuando con la importante labor iniciada por el III concilio mexicano. Partiendo de ambos documentos vamos a tratar de ofrecer una síntesis de aque­llos aspectos que, relacionados con los indígenas, fueron tratados por esta asamblea conciliar que nos ocupa.

Sobre los ayunos y las festividades

El mantenimiento y ampliación de la situación privilegiada de los naturales es la nota más característica que nos ofrece la documentación. Los cánones, siguiendo al III concilio

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mexicano y ajustándose a la bula de Paulo III, reservan para los indios solamente nueve días al año para cumplir con la obligación cristiana de los ayunos9 frente a los veintiséis preceptuados para el resto de los fieles. Cuando en la sesión XCIV el concilio debatió este tema, Lorenzana informó de una petición que había hecho al rey y al papa10 en la cual solicitaba para los indios un privilegio en virtud del cual pudieran comer carne los días en que no les obligaba el ayuno. El presidente solicitó a la concurrencia que opinase sobre si éste debía pedirse vinculado o no a la bula de cruzada dando pie a que unos y otros expresasen sus ideas acerca “del miserable estado de los indios, su abandono y abatimiento”.11 Así por ejemplo el padre Diego Marín, pro­vincial de los camilos, hombre por tanto teóricamente bien formado y con cierta preparación, sustentó ante una concu­rrencia estupefacta y enojada, la inutilidad de la petición basándose en la condición herbívora de los naturales. El autor de las actas nos lo narra en un tono entre burlesco e indignado del siguiente modo:

dijo sobre esto mil extravagancias...la principal de todas fue el decir que así como hay animales que no son carnívoros, sino herbívoros, como el toro, el caballo, el venado, los cuales no pueden mantenerse con carne sino sólo con hierbas y estas son las que mantienen su fortaleza, así los indios son fuertes y robustos, siendo hombres herbívoros y podía haber dicho atolívoros, tortillívoros y chilívoros, a quienes por consiguiente no les convienen las carnes ¡Qué donaire tan gracioso! Pudo haber añadido que son incapaces y repugnantes a comerlas, como lo son los caballos, los venados y los toros y así los más cuadrúpedos a excepción de los tigres, los lobos, los coyotes y otros pocos muy raros y a excepción también de la aves, por lo menos las de rapiña, de los sopilotes y los cuervos.12

No debemos pensar que todos los concurrentes mantu­vieron las mismas “tesis” que el provincial de los camilos; la

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mayoría apoyó hacer la petición desvinculándola de la bula de la santa cruzada, aunque conviene ya advertir que salvo en contadísimas ocasiones, las opiniones de los padres en relación con los indios, eran ciertamente peculiares. El pro­pio Lorenzana, con toda su fama de hombre culto e ilustra­do no podía dejar de reconocer que los indios “tenían en su misma naturaleza un no sé qué de rusticidad que imposibi­litaba su cultivo”, aunque más adelante admitió “que los indios eran todo nuestro ser y que sin ellos, ni había reino, ni había España y ponderó que todos cargaban sobre ellos para quitarles la lana y no cuidar de otra cosa”.13 Antonio Alcalde, prelado de Yucatán y hombre de gran experiencia entre los naturales fue aún más lejos en su valoración nega­tiva y afirmó sin ningún tipo de reparos que éstos estaban “en el último grado de racionalidad y que tenían lo muy preciso para distinguirse de los brutos y el mayor favor que les hizo —afirma el autor de las actas— fue creerlos capaces de recibir los sacramentos”.14

Sólo Cayetano de Torres, maestrescuela de la Santa Iglesia Catedral de México, de origen criollo, en concreto del Perú,15 habló en favor de los indios con argumentos sólidos y razonables:

El señor maestrescuela de México habló con grande fervor a favor de los indios e hizo por ellos una vigorosa apología persuadiendo que los indios son como todos los hombres y que lo que se atribuye a su grosería y rusticidad es todo efecto de la crianza y de la atroz servidumbre y envilecimiento en que los educamos. Dijo que ellos por sí mismos no son troncos como lo pensamos, ni brutos indisciplinables, sino que noso­tros somos la causa de que lo sean y parezcan porque cuantos los manejan; hasta sus mismos curas (que por no trabajar con ellos fomentan el crédito de su estupidez) sólo cuidan de abatirlos y quitarles la lana. Añadió que si a nosotros y a todos los europeos los educasen como a ellos, todos seríamos de su

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misma faez y que si a ellos los educasen como a los demás serían como todos.

Aclaraba desde luego que esta tarea no era cuestión de un día y que era necesario emplear varios años “porque ninguna nación se cultiva y civiliza en toda su perfección <*ino al cabo de algunos siglos”.16

De su misma opinión eran partícipes el asistente real Rivadeneyra y Barrientos17 y el propio autor anónimo de las actas. Este último aunque no públicamente, sí al redactar el documento dejó bien claro su modo de pensar y al comentar el elogio que el obispo de Durango Antonio Díaz Bravo hizo sobre la habilidad que los indios poseían para las artes mecánicas, no duda en insistir sobre el tema con unas palabras llenas de belleza:

si pusieran en movimiento a su habilidad acaso no cederían en manufacturas ni a los ingleses ni a los chinos, según lo que suelen hacer sin ninguna esperanza de premio o de ganancia útil en lo poquísimo que les es permitido. ¿Quién ha hecho en el mundo como ellos las imágenes de plumas, de quienes dijo d. Pedro Silvestre en su famosa prosipina: “sin que primores la humildad presuma, milagros pinta de su mano y pluma”? Lástima que se haya acabado en Pátzcuaro tan excelente habilidad.18

A pesar de esta disparidad de criterios en torno al ser y a la naturaleza de los indios, existía un punto en el que sí estaban todos de acuerdo: la embriaguez, vicio común y generalizado entre los naturales desde tiempos prehispáni- cos era la causa que más influía en su estado de abatimiento. Para Cayetano de Torres, esta dependencia alcohólica de la población india “era la única, cierta y total raíz de todas sus calamidades de alma y de cuerpo”. A la hora de plantearse las soluciones, ciertamente no venía ninguna pues como él mismo explica “era enorme sin razón y pedir un imposible

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el querer que el indio no se embriague poniéndole a cada dos pasos una pulquería, como sucede en esta ciudad, y precisándolo de mil modos a que entre en ellas”.19

Por su parte Lorenzana, apoyado por el obispo de la Puebla Fabián y Fuero, trató de ofrecer una alternativa al pulque, bebida más común entre los naturales, por medio del aguardiente de caña. Al igual que Torres, los dos prela­dos se muestran pesimistas en cuanto a las posibles vías de solución, dando fuero en una de las claves para comprender la imposibilidad de cualquier intervención seria: el pulque era renta real y ante eso nada se podía hacer. Un Lorenzana impotente se limita a cancelar el asunto formulado un serio y grave pronóstico: “si el pulque proseguía, se acabarían todos los indios”.20 A pesar de la gravedad de este problema, curiosamente el IV concilio —a diferencia del de Charcas del año 1773—21 no dedica ningún canon a corregirlo, aunque sí acuerda encargar a Fuero la redacción de un escrito sobre el tema para dirigirlo al rey. Rivadeneyra por su parte en calidad de asistente real haría otro.22

En cuanto a los días de fiesta que afectaban a los indios, el concilio les reduce nuevamente sus obligaciones como cristianos, con objeto de hacerles más llevadero el cumpli­miento con la Iglesia. Al mismo tiempo se prohibe obligarles a cualquier tipo de trabajo en estos días para que así puedan dedicarlo al beneficio de sus propias milpas o a lo que libremente quieran.23

Idolatrías y supersticiones

Como ya había sucedido en la reunión conciliar de 1585,24 poner fin a las idolatrías, supersticiones y otros abusos que aún pervivían entre la población indígena fue una de las misiones que con más empeño abordó el IV concilio mexi­cano.25 Los cánones son claros y contundentes al respecto: “todo lo que recuerde a gentilismo se debe borrar de la memoria enteramente y disiparlo de raíz” y para llevarlo a

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efecto no duda en prohibir las danzas, los mitotes, los juegos, las canciones con letras dudosas26 y todo tipo de manifesta­ciones similares que evocasen su religión y su cultura ante­rior o que dieran pie a la introducción de equívocos y malentendidos.27 Un problema previo era el discernir co­rrectamente qué debía calificarse como idolatría y supersti­ción pues el asunto no era nada fácil, tal como se puso de manifiesto cuando el asistente real elaboró un listado con cuarenta y cuatro “abusos que frecuentemente se advierte en los indios”.28 Ajuicio del autor de las actas no pasaban de ser unos razonamientos cargados de superficialidad: “se daba por superstición cierta y como que fuese general de los indios lo que ni constaba que se hiciese con animo supersti­cioso sino sólo por acaso algún hombre vulgar, se le antojó decirlo, ni que fuese común en los indios, sino quizá de algunos particulares o de ninguno”.29

Lógicamente al hablar de estas desviaciones, el concilio se planteó cuáles eran las causas de que aún pervivieran. Para el autor de las actas los responsables eran única y exclusivamente los propios curas párrocos, quienes en su afán de enriquecerse no dudaban en llenarle la cabeza de ideas equivocadas: “Para mí todos estos son errores en que no sólo los dejan para no perder sus pitanzas sino que se los han metido en la cabeza o les han dado motivo a que lo crean así sus mismos ministros codiciosos, que abusan de su simplicidad con sólo el fin de trasquilarlos de todas mane­ras”.30 En sus “Comentarios al Tomo Regio”, el Dr. Ríos, diputado en el concilio por el obispo de Michoacán, Sánchez de Tagle, aunque no tan abiertamente como el autor de las actas, apunta también la posibilidad de que la codicia de los curas párrocos sea en parte culpable de la pervivencia de estas falsas creencias entre los indios, sobre todo de las practicadas durante los entierros y en los días de finados.31 El propio texto conciliar reconoce la culpabilidad no sólo de los ministros sino también de los propios obispos pero no por motivos lucrativos sino simplemente por un excesivo

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grado de tolerancia.32 Para poner fin a este gravísimo pro­blema, además de las prohibiciones anteriormente citadas, los cánones, fundándose en que los indios por “su pobreza y rusticidad son dignos de compasión”, mandan corregir a los infractores primero de forma paternal y si esto no basta­ra, con castigos corporales moderados, nunca, siguiendo al III mexicano, pecuniarios.33 Estas medidas sin embargo no pasaban de ser meros parches a un grave problema de fondo: los indios aún no habían logrado comportarse como hombres plenamente racionales tal como se entendía en el mundo llamémosle civilizado. Sin este paso previo, pensa­ban los padres conciliares, nada serio podía adelantarse en materia de religión: “si primero no se les enseña a que sepan ser hombres y vivir como tales, porque la vida espiritual presupone la vida racional y política”.34 A este respecto los frentes de actuación debían ser dos. Uno, acabar con los asentamientos aislados y dispersos entre los montes en los cuales el control del párroco y demás autoridades se hacía prácticamente imposible; el otro, conseguir que los indios introdujeran en sus vidas las costumbres de higiene y habi­litación propias de los castellanos.35

La enseñanza de la doctrina cristiana

La enseñanza de la doctrina cristiana seguía constituyendo un apartado clave y primordial en las relaciones con los naturales. Además de elaborar un catecismo,36 los padres pusieron especial empeño en que los indígenas en general y los más jóvenes en particular aprendieran las oraciones, los mandamientos, las virtudes teologales y las obras de misericordia, mediante un sistema didáctico de repetición continua los días de fiesta durante un tiempo que, para el caso de los indios y adolescentes llegaba a ser de una hora. El concilio reconocía que para esta labor había que tener mucha paciencia porque los naturales “se olvidaban con mucha facilidad”3' de todo lo aprendido, y como era previ­

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sible la flaqueza y negligencia de los sacerdotes y maestros los cánones establecían sanciones pecuniarias.

Por otra parte, siguiendo el III concilio mexicano tanto a los indios como a los esclavos empleados en las minas, obrajes, ingenios y haciendas se les debía ofrecer y garantizar una asistencia espiritual completa, explicándoles la doctrina e interrogándoles sobre ella. 8

Relaciones curas párrocos-indios

El espíritu que debía impulsar las relaciones entre los sa­cerdotes y su feligresía indígena podría resumirse en la siguiente frase conciliar: “los indios comúnmente son tími­dos y pusilánimes y por lo mismo deben los párrocos tratar­les con mucho amor y cariño, sufriendo sus impertinen­cias”.39 Los curas, valedores en todo momento de la moral pública,40 debían ganarse la confianza de sus fieles indios tanto en el plano humano como en el religioso y así por un lado estaban en la obligación de defenderlos, dada “su debilidad y abatimiento” de todos aquellos ultrajes, vejacio­nes u otros abusos que contra ellos quisieran cometer aque­llos que no les reconocían su condición de hombres libres “que lo son como nosotros”,41 y por otro hacerles sentir y vivir la religión con suavidad y amor paternal para que no llegasen a odiarla y a temerla como si de un yugo aprisiona- dor se tratara.42

Exige además el concilio a los sacerdotes un comporta­miento ejemplar no sólo en su moral privada sino también en el cumplimiento de sus obligaciones, especialmente cuan­do se trataba de parroquias indígenas a fin de cortar los excesos que por algunos se habían denunciado. Concreta­mente al observarse la excesiva riqueza de los curatos indios frente a los de españoles, el maestrescuela Torres intervino sacando a relucir los abusos que contra los indios se come­tían:

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los curas, a quienes las otras gentes se resisten aún más de lo necesario abusan de la simplicidad, pusilanimidad, miseria y rusticidad de los indios y les pelan toda la lana, precisándolos a varias contribuciones, semanarias, mensuales y anuales, obli­gándolos a que hagan las fiestas que no quieren y a que les paguen según se las tasen forzándolos a que sus personas sirvan de fondos y raíces para fundar las cofradías que quieren los curas.43

Las disposiciones conciliares son muy claras al respecto. Mandan los cánones que los ministros se aparten totalmente del vicio de la avaricia, que no pidan nada a los indios y que no les hagan más fiestas que las que ellos pidan a fin de no resultarles gravosos en nada.44 Debían asimismo respetar “la libertad de sus comercios” y se prohibía terminantemente tener tratos o rescates con ellos sobre un determinado nú­mero de productos, estafarles o aprovecharse de ellos en las ventas, comprarles los productos de los que pagan sus tributos, así como emplearlos en trabajos para el beneficio personal de los sacerdotes,45 pues había algunos “que en lugar de conservar su rebaño y darles pasto espiritual, le desuellan, le desangran, le quitan la sustancia y sólo se ocupan con sus utilidades temporales”.46

Procura también el sínodo poner fin a las cargas excesi­vas que las visitas, ya fueran las de tiempo cuaresmal ya las practicadas por los obispos, suponían para las maltrechas economías de los naturales. Don Ricardo Gutiérrez, maes­trescuela de la Santa Iglesia Catedral de Valladolid denunció el hecho de que en algunos lugares la presencia del sacerdote y sus vicarios por un solo día en el pueblo para hacer las confesiones y comuniones anuales suponía un gasto de más de cien pesos que se iban en ofrecer una gran comida acompañada de “fandango y función”.47 Para evitar esta práctica, manda el concilio que estas visitas se hagan “sin gravar a los pueblos en más de aquello que sea legítima y probada costumbre, y esto con moderación, y sin dar lugar

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a fiestas y convites”.48 En cuanto a las visitas de los obispos, igualmente los cánones prescriben no gravar con cargas a “los miserables indios”, manda pagarles por los trabajos que realicen y no permite que sus caciques les impongan repar­timientos, “pues los obispos van a distribuirles el pan espi­ritual, y no a empobrecerles y quitarles el temporal sustento”.49

Por último y para concluir con este apartado nos queda hablar de un aspecto clave en las relaciones entre los párro­cos y sus fieles indígenas. Nos estamos refiriendo a la admi­nistración de los sacramentos. La legislación conciliar presenta varios aspectos dignos de ser destacados. Los cáno­nes insisten en la plena igualdad que debía existir entre los indios y el resto de la población para recibir los sacramentos y el pleno derecho que tienen a recibirlos. En consecuencia tanto el ceremonial, como la prem ura en la asistencia y la preparación para recibirlos deben ser similares. Así, para el caso de la eucaristía se exige a los párrocos que sólo la administren cuando los indígenas estén perfectamente ins­truidos en los misterios de la fe “no desechándolos como ignorantes sino amándolos como a hijos, pues ningún sacra­mento se les puede negar, según el breve de Paulo III y leyes de estos reinos”. Del mismo modo en el bautismo, frente a Jas campañas masivas del siglo XVI se impone la racionalización y antes de impartir el sacramento se exige al sacerdote comprobar si cada neófito sabía el padrenuestro, el credo y los diez mandamientos y si daba muestras proba­das de arrepentimiento de sus pecados.51

En cuanto a la calidad de la asistencia dice el concilio que es “corruptela y abuso intolerable” el no ir a darles la comunión anual y administrarles el viático cuando están enfermos, aunque habiten en pueblos distantes,52 porque a los indios se les debe asistir con tanto o mayor cuidado que a las demás personas “y así los curas irán a confesar y llevar el viático a los indios enfermos como si fuera a los españoles más ricos”. Al tratar de la extremaunción vuelve a insistir en

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el tema denunciando que algunos eluden la administración por la lejanía de los asentamientos: “es incomparable cruel­dad la de algunos párrocos y sus ministros que por flojedad o negligencia dejan de administrar este sacramento a sus feligreses, lo que principalmente sucede cuando éstos habi­tan en lugares distantes” y reconoce que algunos párrocos han dejado de cumplir con su obligación “como si no fueran tan feligreses suyos como los españoles y como si no hubiesen de dar cuenta a Dios de sus almas, que con más cuidado deben ser atendidas por la rudeza y miseria de los indios”.53

2. Idioma castellano versus idiomas indígenas

Cuando en 1771 el IV concilio mexicano abordó el tema del idioma castellano no hizo más que retomar una vieja polé­mica que venía preocupando a las autoridades civiles y religiosas desde el mismo siglo XVI. Desde un primer mo­mento tanto Isabel y Fernando como su hijo Carlos qui­sieron hacer del castellano el idioma oficial de todos sus súbditos con el objeto primordial de favorecer la cristianiza­ción y conseguir hombres civilizados, y a la vez poner fin a la multiplicidad de lenguas vigentes en sus dominios ame­ricanos; sin embargo, misioneros y primeros pobladores, movidos cada uno de ellos por sus propios intereses, con­templaron el proyecto como inviable. A la muerte del empe­rador estos sectores se vieron amparados por el nuevo monarca quien, alentado por sus firmes convicciones cristia­nas y su compromiso misionero, da entre 1570 a 1592 una serie de decretos en favor de los idiomas aborígenes, llegan­do a declarar al náhuatl, idioma oficial de los indios novo- hispanos.

A lo largo del siglo XVII, sobre todo durante el reinado de Carlos II, observamos una clara reconsideración de la política del lenguaje mediante un programa intensivo de fomento del idioma castellano, traducido en un conjunto de reales cédulas que cronológicamente pueden situarse entre

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1685 y 1693. De entre ellas es de destacar una de 1691 que manda incluso financiar esta enseñanza a través de las cajas de comunidad. Esta clara voluntad regia diseñada desde Madrid no encontró, como sucedía en muy frecuentes oca­siones, efectos prácticos e inmediatos en los alejados territo­rios transoceánicos, pues los españoles novohispanos jamás estuvieron dispuestos a aceptar un cambio cultural de una magnitud tal que pudiese alterar seriamente la estratifica­ción social establecida tras la conquista. Más aún si conside­ramos los beneficios de la misma para sus intereses particulares.54

El último impulso serio y decidido en favor del uso del castellano promovido durante el periodo colonial tendrá lugar con Carlos III, especialmente a partir de 1769. Esta fecha de 1769 no debe tomarse en sentido estricto y riguroso. Ya antes, en el transcurso de la gestión episcopal de don Manuel Rubio y Salinas no sólo las escuelas de castellano en los conventos de regulares eran una realidad, sino que además al abordar el programa de secularización el arzobis­po Rubio, sobre todo al principio, lo vinculó por voluntad propia a una intensa campaña de castellanización que aspi­raba en última instancia a la abolición de los idiomas indíge­nas. Su proyecto sin embargo, no encontró en Madrid el apoyo esperado viéndose obligado sin remedio a moderar su actitud.55

El apoyo decidido de la corona a la política de homoge­neidad lingüística en torno al idioma castellano, se produ­cirá en 1770, ocupando en este empeño un lugar básico y primordial el nuevo arzobispo de México Francisco A. de Lorenzana y Buitrón. En efecto, cuando Lorenzana se incor­pora a la mitra mexicana procedente de la catedral de Plasencia, se encuentra con una diócesis de monstruosa extensión,56 y con unos curatos inabarcables57 en los cuales los idiomas mexicanos y otomí eran preponderantes, segui­dos del huasteco, el mazahuatl y el tepehua.58

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1685 y 1693. De entre ellas es de destacar una de 1691 que manda incluso financiar esta enseñanza a través de las cajas de comunidad. Esta clara voluntad regia diseñada desde Madrid no encontró, como sucedía en muy frecuentes oca­siones, efectos prácticos e inmediatos en los alejados territo­rios transoceánicos, pues los españoles novohispanos jamás estuvieron dispuestos a aceptar un cambio cultural de una magnitud tal que pudiese alterar seriamente la estratifica­ción social establecida tras la conquista. Más aún si conside­ramos los beneficios de la misma para sus intereses particulares.54

El último impulso serio y decidido en favor del uso del castellano promovido durante el periodo colonial tendrá lugar con Carlos III, especialmente a partir de 1769. Esta fecha de 1769 no debe tomarse en sentido estricto y riguroso. Ya antes, en el transcurso de la gestión episcopal de don Manuel Rubio y Salinas no sólo las escuelas de castellano en los conventos de regulares eran una realidad, sino que además al abordar el programa de secularización el arzobis­po Rubio, sobre todo al principio, lo vinculó por voluntad propia a una intensa campaña de castellanización que aspi­raba en última instancia a la abolición de los idiomas indíge­nas. Su proyecto sin embargo, no encontró en Madrid el apoyo esperado viéndose obligado sin remedio a moderar su actitud.55

El apoyo decidido de la corona a la política de homoge­neidad lingüística en torno al idioma castellano, se produ­cirá en 1770, ocupando en este empeño un lugar básico y primordial el nuevo arzobispo de México Francisco A. de Lorenzana y Buitrón. En efecto, cuando Lorenzana se incor­pora a la mitra mexicana procedente de la catedral de Plasencia, se encuentra con una diócesis de monstruosa extensión,56 y con unos curatos inabarcables57 en los cuales los idiomas mexicanos y otomí eran preponderantes, segui­dos del huasteco, el mazahuatl y el tepehua.58

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El arzobispo, hombre de su tiempo influenciado por las ideas de racionalidad y utilidad propias del despotismo ilustrado,59 elabora un plan de reforma global de la diócesis en el cual la implantación del castellano adquiere el valor de piedra angular. Para el nuevo prelado los responsables de la ignorancia idiomàtica de los indígenas eran los propios curas criollos quienes deseosos de monopolizar los curatos jugando la carta del conocimiento del idioma indígena en las oposiciones, mantenían a los indios en sus lenguas.60 Por otra parte en su conocida carta pastoral del 6 de octubre de 1769°* además de demostrar un desprecio absoluto por las lenguas autóctonas,62 Lorenzana, a diferencia de su antece­sor Rubio, manifiesta gran habilidad al presentar ante el rey el tema de la castellanización como si de él dependiera la seguridad del Estado y el progreso de la Nación. Pero además, el arzobispo consideraba que el conocimiento del castellano permitiría al indígena hacerse oír por sí mismo, sin necesidad de intermediarios y defender sus causas, con­tribuyendo de este modo a erradicar los abusos y tropelías que con frecuencia se cometían contra ellos. Obviamente la favorable respuesta real no se hizo esperar y en abril de 1770 una cédula62̂ a la que Dorothy Tanck ha calificado como “el epítome de las ideas autoritarias, eurocéntricas y anticriollas de la política lingüística hacia las colonias españolas”, sancio­na el proyecto del arzobispo.64

Es en esta coyuntura histórica con un Carlos III desde Madrid y un Lorenzana desde México firmemente decididos a difundir el castellano, donde debemos entender el trata­miento que el tema recibió a lo largo de las sesiones conci­liares de 1771 y que veremos a continuación.

Fundamentalmente fueron dos las cuestiones en las que salió a relucir la pretendida difusión del castellano y la problemática de las lenguas indígenas: a) la enseñanza de la doctrina cristiana, y b) el bautismo.

En cuanto al primer aspecto, el de la enseñanza de la doctrina, la principal polémica surge de hecho cuando se

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trata de decidir el idioma que debe emplearse para realizar esta tarea. El segundo día de concilio, el 14 de enero, Lorenzana llevaba ya preparados los cánones65 oportunos con idea de que todo se ajustara a su carta pastoral del 6 de octubre de 1769 y a la real cédula del 18 de agosto de 1770 en las que como ya vimos se implantaba de forma autorita­ria la lengua castellana. Sin embargo, no todos le apoyaron. Antonio Alcalde, probablemente por su condición de domi­nico y por regir una de las diócesis donde la presencia indígena era aún muy fuerte y estaba poco aculturada, defendió la enseñanza de la doctrina cristiana en los idiomas nativos ya que a su juicio de otro modo los indios nada entenderían y consiguientemente sus almas correrían un grave peligro. De la misma opinión fue el asistente real Rivadeneyra y Barrientos al cual el tema le parecía de tanta importancia que decidió incluso dedicarle una de sus “Di­sertaciones”. En ella resuelve, haciendo gala de su condición de criollo, que la implantación del castellano no sólo perju­dicaría la asistencia espiritual sino que además desde un punto de vista político tampoco interesaba pues “las lenguas o los idiomas han menester mucho modo, tiempo y pruden­cia para introducirse, porque su introducción es lo último y el completo signo que queda a una nación dominante sobre la dominada”.66 Lorenzana/apoyado por Fuero y por el canónigo Omaña, esgrimió ante una concurrencia sumida en el mutismo la necesidad de utilizar el castellano no sólo por ser éste el único camino para salir de la barbarie sino también por considerar que tras varios siglos de convivencia la mayor parte de los indios novohispanos lo entendían sin dificultad.67 Finalmente logra ajustar el decreto conciliar conforme a esta opinión aunque con la salvedad de que para los casos en que la ignorancia de la lengua castellana fuese extremada se mantuvieran ministros auxiliares con conoci­mientos de los idiomas indígenas.68 Al mismo tiempo encar­ga a los obispos velar y promover la difusión del idioma peninsular “pues así tomaran los indios más inclinación a

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nuestra religión, a nuestro soberano y a los mismos párrocos y superiores”.69

Por otra parte conviene aclarar que si bien había una decidida voluntad por parte de las altas autoridades de difundir el castellano, éste no podía implantarse de la noche a la mañana y que por tanto las cartillas o doctrinas en lenguas indígenas debían seguir existiendo. Por ello el con­cilio dedicó algunas de sus sesiones precisamente a discutir la validez de las ya existentes. Al efecto fueron convocadas diversas autoridades en la materia, destacando entre ellas: un padre Ramírez, dieguino de Pachuca, experto en otomí; el agustino padre Vázquez, gran conocedor de la misma lengua y dos catedráticos, don Luis de Neve y otro padre Ramírez, el primero especializado en otomí y el segundo en la lengua mexicana. El fruto de sus discusiones no pudo ser más nefasto para los propios idiomas indígenas, pues por un lado las traducciones parecían ofrecer bastantes errores y por otro, entre los mismos expertos convocados no existía consenso a la hora de interpretar la significación de los textos.70

El caos suscitado dio pie a que el obispo de Puebla, se reafirmara en sus opiniones negativas acerca de las lenguas nativas y afirmara que la raíz de toda la confusión estaba simple y llanamente en la barbarie de los idiomas.71 Para nuestro anónimo cronista razonamientos como los de Fuero no merecían más que risa por proclamar de forma pública la ignorancia total que había sobre este tema y tras denunciar que los problemas de comunicación provenían no de los idiomas indios sino de la poca preparación y negligencia de los ministros, afirma:

yo en estos puntos siempre hago juicio de que los que no maman la lengua no la penetran del modo necesario para explicar las cosas, porque no tengo a ninguno de ningún idioma por tan bárbaro que no tenga modos de explicar casi

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todas las cosas, a lo menos las materiales, con voces o frasescorrespondientes.72

Por lo que respecta al bautismo, el concilio planteó la pobreza lingüística de los idiomas indígenas en cuanto a voces para enunciar la fórmula de este sacramento. Fabián y Fuero llegó incluso a denunciar que muchos de los idiomas de su obispado tales como el otomí, el totonaco, etc., ni siquiera tenían forma para bautizar. Omaña consideraba que ante esta dificultad que obligaba a utilizar palabras poco correctas para consumar el bautizo lo mejor era suprimirlas todas y acogerse, buscando la uniformidad, al castellano. De nuevo la opinión contraria, y a la vez la más razonable, es la del anónimo autor de las actas. Para él resultaba imposible y fuera de toda comprensión que una lengua por bárbara que fuera no tuviese unas voces válidas para el bautismo porque seguro que en cualquiera de ellas existían palabras como “lavo”, “abluo” y “baptizo”, perfectamente utilizables para el caso.73 El canon como era de esperar se hace confor­me a la voluntad del autoritario presidente Lorenzana de­sestimando cualquier sugerencia.

Si uno reflexiona tanto sobre lo resuelto por el IV concilio en torno a la cuestión idiomàtica como sobre las escasas opiniones que, referidas a este tema manifestaron los asistentes a la reunión, hay varias ideas que invitan al comen tario. En primer lugar, llama la atención la gran diferencia que se observa al plantear el tema si lo comparamos con los concilios II y III mexicanos. La razón estriba lógicamente en que se parte de presupuestos distintos. En el siglo XVI la conversión y evangelización de los infieles representaban la principal preocupación de las autoridades civiles y religiosas y las lenguas indígenas constituían un instrumento útil y eficaz —quizás el único— para lograrlo, por ello el III concilio mexicano no dudó en legislarlo así. Era una época en que las posibles deficiencias de estos idiomas pasaban a un segundo plano, ante la necesidad primordial de la cate-

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quesis. En 1771, como vimos más arriba, la coyuntura histó­rica era bien distinta. La fase de conversión masiva de indígenas ya estaba superada y las necesidades prácticas, organizativas y de uniformidad propias de las mentes ilus­tradas acaban por imponerse en los criterios idiomáticos y por reflejarse, como es natural, en los cánones conciliares.

Por otra parte, aunque la extirpación de las lenguas indígenas sea una medida criticable desde un punto de vista cultural e incluso humano, contiene tal como fue planteada por Lorenzana un aspecto si no positivo sí al menos práctico. Nos referimos en concreto a la posibilidad que el idioma castellano brindaba a los indígenas para defenderse de los abusos que contra ellos se cometían. Esta idea expresada hace dos siglos es a nuestro juicio una de las más ingeniosas que tuvo el arzobispo y quizá la mejor recomendación que pudo darles para el bienestar de su república como parte de una realidad histórica en la que los que detentaban el poder hablaban castellano. Aún en la actualidad cualquier indio miembro de una comunidad cerrada que necesite defender sus intereses fuera de ella, debe como paso previo, si quiere tener unas mínimas garantías de éxito, aprender español.75

Para concluir con la cuestión idiomàtica sólo dos últimas reflexiones. De un lado señalar que en el sínodo de Charcas el tema se trata con más moderación y aunque se alude a la real cédula que manda implantar el castellano, los padres conciliares deciden que la doctrina cristiana se lea alternati­vamente en las lenguas indígenas y en castellano,76 proba­blemente porque entre ellos no había ningún tenaz y autoritario Lorenzana empeñado en el asunto.

El segundo aspecto al que queremos hacer referencia está relacionado con las opiniones que hemos podido leer y que aluden a la valoración que el arzobispo de México, el obispo de Puebla y el canónigo Omaña hicieron de los idiomas indígenas. En ellas el anticriollismo es bien patente y el desconocimiento de las lenguas autóctonas mayor, pu­diéndoseles incluir sin peligro de errar, entre aquellos auto-

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res que escribieron con desprecio sobre los idiomas indíge­nas y a los que con gran acierto replicaron los jesuitas expulsos.77

3. Reflexiones finales

En un reciente e interesante artículo publicado en esta misma revista por William B. Taylor sobre los conceptos y opiniones que los curas párrocos novohispanos del siglo xv ill tenían sobre los indios, se llega entre otras conclusio­nes a considerar que para este periodo aún la visión que se tenía sobre los indios no había abandonado del todo el determinismo psicológico que se les atribuía. Eran seres “inferiores por naturaleza” pero a la vez “humanos, racio­nales y capaces de progresar y ganar su salvación”,78 aunque probablemente nunca hasta alcanzar los niveles de los euro­peos. Las opiniones de los padres conciliares expresadas durante las sesiones y vertidas posteriormente en los cáno­nes se ajustan en su mayoría como hemos visto a esta idea general. La identificación permanente del cura con la figura del padre protector de sus hijos menores, los adjetivos continuos utilizados para definir a los naturales (miserables, rudos, dignos de compasión y de lástima, ignorantes, débi­les, abatidos, etc.),79 así como el tratamiento privilegiado por ejemplo en el tema de los ayunos y en el de los días de fiesta muestran con bastante claridad que poco o nada se había avanzado en términos generales en cuanto a la valoración de los indígenas desde el siglo XVI y que en muchos casos los problemas y las condiciones de relación planteados eran similares a los vividos en el III concilio mexicano. Para la Iglesia del IV concilio los naturales aún no se habían des­prendido de la categoría de “miserables”80 y en consecuen­cia su tutela, protección y defensa debían asumirla con el mismo énfasis que al principio de la conquista. De ahí la pervivencia e incluso el deseo de ampliar los privilegios concedidos a los indios.

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Si hacemos un repaso de las distintas intervenciones que durante las sesiones conciliares tuvieron sus asistentes obser­vamos que solamente el maestrescuela de México planteó abiertamente la problemática indígena, dándole un enfoque que implicaba un cambio bastante radical con respecto a los planteamientos de siglos precedentes. Recordemos que se­gún su criterio el estado miserable de los naturales novohis- panos respondía esencialmente a una tradición educativa mal orientada y, enlazada con el pensamiento más avanzado de la época, proponía como solución un programa de cul­tura e instrucción enfocado desde nuevas perspectivas. Ca­yetano de Torres al exponer estas ideas conecta de lleno con ese ideal de los ilustrados en el que la cultura se pre­senta ante el hombre como “el único medio de hacerlo digno de la confianza que él se pone y devolverle el sentido de su grandeza”.81 Por desgracia la brillante reflexión del capitular mexicano tuvo escaso eco y como tantas otras opiniones que iban a la raíz de los problemas ofreciendo soluciones realmente positivas y reformadoras no pasó del marco teórico. De hecho la propia corona había dado dispo­siciones específicas para mejorar la condición del indígena, como por ejemplo la real cédula del 11 de septiembre de 1766 por la que se prescribía que los indios fuesen admitidos en las religiones, educados en los colegios y promovidos según su mérito a las dignidades y oficios públicos,82 pero nada llamativo se había conseguido y realmente los indios durante todo el periodo colonial sólo fueron valorados tal como pasó en el propio concilio por sus trabajos mecánicos y manuales, probablemente porque las propias autoridades encargadas de llevar a la práctica estos proyectos, empezan­do por el propio Lorenzana, no estaban el todo convencidos de su efectividad real sobre la raza indígena.

Junto a Cayetano de Torres, el desconocido autor de las actas se nos presenta también como un hombre de mentali­dad avanzada, juiciosa y sobre todo lógica y razonable. Fueron en definitiva unos elementos extraños que propor-

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cionan un toque de frescura y progresismo a una asamblea en muchas ocasiones silenciosa y cohibida por el férreo tándem Lorenzana-Fuero.

NOTAS

1. Mariano Cuevas con el tono apasionado que le es característico califica al IV Concilio mexicano como “una rebelión contra la Santa Sede y una sórdida intriga del gabinete masónico de Madrid”. Cuevas, Mariano S.I. Historia de la Iglesia en México. El Paso, 1928, t. IV, p. 515; Decorme, Gerard S. I. La obra de los jesuítas durante la época colonial, 1572-1767. México, 1941, t. I, p. 486. Lopetegui, León S.I. y Zubillaga, Félix S.I. Historia de la Iglesia en la América española. Madrid, 1965, t.I, pp. 918-924.

2. Fortino Hipólito Vera, Apuntamientos históricos de los concilios provinciales mexi­canos y privilegios de América. Estudios previos al primer concilio provincial de Antequera. México, 1893, p. 43.

3. Manuel Giménez Fernández, El Concilio IV Provincial Mexicano, “Anales de la Universidad Hispalense”, Sevilla, 1938, año I, números 1 al 3, p. 321. Carlos M. Ibarra, Historia de México. Puebla, 1963, t. I, p. 452, desnuda al concilio de toda importancia y significación aunque coincide con Giménez Fernández en valorar su preocupación por los indígenas.

4. Luis Sierra Nava-Lasa, El cardenal Lorenzana y la ilustración. Madrid, 1975.5. Respondiendo a esta necesidad y tras varios años de investigación sobre la

historia novohispana del siglo x v i i i por lo que hace a la Iglesia, actualmente preparo en colaboración con el maestro Óscar Mazín de El Colegio de Michoacán, la publicación de un estudio general sobre el IV Concilio Provin­cial Mexicano, que contribuirá tanto al conocimiento de los propios textos conciliares, como a ahondar en las realidades de las diócesis novohispanas en 1771.

6. Historia general de España y América, Madrid, 1989, t. XI-2, pp. 517-519.7. Concilio provincial de México. Estracto compendioso de las Actas Concilio IVProvincial

Mexicano, hecho y apuntado diariamente por uno de los que asistieron a él. Borrador original, (en adelante: Actas). Biblioteca Nacional de Madrid (en adelante B.N.), ms. 5806.

8. José A. Llaguno, La personalidad jurídica del indio y el III Concilio Provincial Mexicano (1585). México, 1963; Francisco A. Lorenzana, Concilios provinciales primero y segundo celebrados en la muy noble y muy leal ciudad de México, presididos por el Illmo. y Rmo. Señor Don Fray Alonso de Montúfar en los años de 1555y 1565. México, 1769; Paulino Castañeda Delgado, La condición miserable del indio y sus privilegios, “Anuario de Estudios Americanos”, vol. XXVIII, Sevilla, 1971, pp. 285-291.

9. La edición del IV concilio que hemos manejado es la de Juan Tejada y Ramiro, Colección de cánones y de todos los concilios de la Iglesia de España y América. Madrid, 1856-1859, t. VI, pp. 177-313 (A partir de ahora nos referiremos a él con las siguientes siglas: CIVM). Libro III, tít. XXIV, “De la observancia de los

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ayunos”, canon II. Los días en que les obligaba el ayuno eran: los siete viernes de cuaresma, la vigilia de la natividad del Señor y el sábado de Resurrección.

10. La idea de solicitar este nuevo privilegio para los indios, según confesó el propio arzobispo de México en esta sesión, no era suya sino del famoso cura poblano Jorge Mas Theóphoro, autor de la polémica “Carta a una religiosa para su desengaño y dirección” que tanta pesadumbre e indignación había causado entre las monjas calzadas.

11. Diario del cuarto concilio mexicano compuesto por el D.D. Vicente Antonio de los Rios (en adelante: Diario). Día 22 de junio, Instituto Nacional de Antropología e Historia, Departamento de Estudios Históricos, Biblioteca Orozco y Berra .

12. Actas. Ses. XCIV.13. Ibídem.14. Ibídem.15. Estado de las iglesias de Nueva España. Madrid, 15-VII-1776. A.G.I., Indiferente

general, 2889.16. Ibídem.17. Diario. Día 22 de junio. Este documento hace recaer la principal y más

ardorosa defensa de los indios en la figura del asistente real, aunque no especifica sus argumentos.

18. Actas. Ses. XCIV.19. Ibídem.20. Actas. Ses. CLIX.21. Paulino Castañeda Delgado, El sínodo de la Iglesia de Charcas de 1775. “Missio-

nalia hispánica”, años XXXV-XXXVI, núms. 103-108, 1978-1979, p. 23.22. Actas. Ses. XCIV. Diario. Día 22 de junio.23. CIVM. Libro II, título VIII, “De los días feriados”, cánones I, V, VII y IX.24. Sobre el estado de la cuestión en el siglo xvi ver José Luis Mora Mérida,

Reflexiones históricas acerca del problema idolátrico hispanoamericano en el siglo XVI.

“IX Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra”, Pamplona, 1990, vol. I, pp. 689-698.

25. El punto vigésimo de la real cédula del 23 de agosto de 1769 más conocida como Tomo Regio, por la que se manda la celebración de concilios provinciales en toda América así como los puntos que deben debatirse en ellos, encarga la extirpación y desarraigo de las idolatrías, ritos, supersticiones y falsas creen­cias.

26. Especialmente preocupante era el llamado baile de “Santiaguito” cuya letra según parecía era un llanto de su conquista. Diario. Día 1 de agosto.

27. CIVM. libro I, título I, “De apartar a los indios los impedimentos de la propia salud”, cánones I al III. Libro V, título IV; “De los herejes”, canon I. libro V, título VI; “De los sortilegios”, canon I.

28. Antonio J. Rivadeneyra y Barrientos, Disertaciones que el asistente Real Antonio Joaquín de Rivadeneyra y Barrienlos oidor de Méjico escribió sobre los puntos que se le consultaron por el cuarto concilio provincial mejicano. Madrid, 1881, pp. 63-66.

29. Actas. Ses. CXIX.30. Actas. Ses. XVI.31. Comentarios del Dr. Rios al Torno Regio. B.N., ms. 12054, pp. 155v-166.

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32. CIVM. Libro V, título IV. “De los Herejes”, canon I.33. Ibídem. La prohibición de imponer penas pecuniarias a los indios se reitera

en: Libro V, título IX, “De las penas”, canon I.34. CIVM. Libro III, título III, “De las cosas que pertenecen a los párrocos de los

indios”, canon XXIV.35. CIVM. Ibídem. Libro I, título I, “De apartar a los indios los impedimentos de

la propia salud”, canon III. Recuérdese al efecto las “Reglas para que los naturales de estos reinos sean felices en lo espiritual y lo temporal” dadas por el propio arzobispo Lorenzana el 20-VI-1768, cuyo espíritu sin duda trasladó a los cánones conciliares. Francisco A. Lorenzana, op. cit., pp. 392-396.

36. La redacción se encarga a Fabián y Fuero y a Antonio Alcalde, obispos de La Puebla y Yucatán respectivamente.

37. CIVM. Libro III, título III, “De las cosas que pertenecen a los párrocos de los indios”, canon VIL

38. CIVM. Libro I, título I, “De la doctrina cristiana que se ha de enseñar a los rudos”, cánones I al IX. En relación con los problemas existentes en las haciendas para la enseñanza de la doctrina y el cumplimiento con la Iglesia, véase Luis Navarro García, La sociedad rural de México en el siglo xviii. “Anales de la Universidad Hispalense”, vol. XXIII, año 1963, pp. 19-53.

39. CIVM. Libro III, título III, “De las cosas que pertenecen a los párrocos de los indios”, canon III.

40. CIVM. Libro III, título II, “Del oficio de párroco y su cuidado en la enseñanza y explicación de la doctrina”, canon XIV.

41. CIVM. Libro V, título VIII, “De las injurias y daño hecho u ocasionado”, canonII.

42. Ibídem, cánones XX, XXIV.43. Actas. Ses. CVII.44. CIVM. Libro III, título III, “De las cosas que pertenecen a los párrocos de los

indios”, cánones II y III.45. Para el caso concreto de las misiones, los cánones conciliares prohíben expre­

samente la existencia de cepos, grillos o cualquier otro tipo de prisiones coercitivas para obligar a los naturales al trabajo. Ibídem, canon XXVIII.

46. CIVM. Libro III, título XXXIII, “Sobre que los clérigos y regulares no se mezclen en negocios seculares”, cánones II y III. Libro V, título V; “De las Usuras”, cánones III y V.

47. Actas. Sesión LXXXI.48. CIVM. Libro III, título III, “De las cosas que pertenecen a los párrocos de los

indios”, canon IX.49. CIVM. Libro V, título I, “De las visitas”, cánones XII y XIII.50. CIVM. libro III, título II, “Del oficio de párroco y su cuidado en la enseñanza

y explicación de la doctrina”, canon IV.51. CIVM. Libro I, título VII, “De la administración de los santos sacramentos de

la Iglesia”, canon III. En el III concilio mexicano sólo se le exigía saber lo imprescindible. José A. Llaguno, op. cit., p. 125.

52. CIVM. libro III, título II, “Del oficio de párroco y su cuidado en la enseñanza y explicación de la doctrina”, canon IV.

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53. CIVM. Libro I, título VIII, “De la sagrada unción”, cánones I y II.54. Shirley Brice Heath, La política del lenguaje en México: de la colonia a la Nación.

México, 1972, p. 18-77; Dorothy Tanck de Estrada, “Castellanización, política y escuelas de indios en el arzobispado de México a mediados del siglo x v i i i ”

en Historia Mexicana, vol. XXXVIII, abril-junio 1989, núm. 4, pp. 701-705.55. Dorothy Tanck de Estrada, op. cit., pp. 720-725.56. La urgente necesidad de realizar una división de las diócesis novohispanas fue

discutida en el transcurso de las sesiones conciliares de 1771. Los padres pensaron hacer tres divisiones: una de la diócesis de Puebla y México para formar un nuevo obispado en Chilapa; otra del obispado de Durango con territorio de Sonora y las Californias, pertenecientes estas últimas al de Guadalajara, y por último otra con sede en Linares que comprendería todo el Seno Mexicano, el Nuevo Reino de León, Coahuila y Texas. Actas, sesión CXII, 19-XII-1771. Este proyecto fue expuesto al rey a través de una carta recogida por: Alberto de la Hera, “Juicio de los obispos asistentes al IV Concilio mexicano sobre el estado del virreinato de Nueva España” en Anuario de Historia del Derecho Español, Madrid, 1961, t. XXXI, pp. 311-312.

57. Son innumerables los ejemplos que podrían citarse para ilustrar esta afirma­ción. A modo de ejemplo ver Relaciones geográficas del arzobispado de México, 1743. Madrid, 1988, pp. 25-27, 126, 314-316; Luis Navarro García, “La sociedad rural de México en el siglo xvm ” en Anales de la Universidad Hispa­lense, vol. XXIII, año 1963, pp. 19-53; Óscar Mazín Gómez, “Reorganización del clero secular novohispano en la segunda mitad del siglo x v i i i ” en Relacio­nes, núm. 39, Zamora, Mich., El Colegio de Michoacán, verano de 1989, pp. 77-78; Padrón de la jurisdicción de Tacuba. A.G.N.M., Padrones, vol. 6, exp.2. Autos sobre la separación del curato de Ayacapixtla y erección del Achichi- pilco. A.G.N.M., Bienes Nacionales, 431, exp. 3. Curatos que se han dividido desde junio de 1773. México, 27-V-1778, A.G.I., México, 1276. lizana a S.M., México, 25-VII-1803. A.G.I., México, 2680. Diligencias practicadas sobre la separación de los pueblos de Tlapacoyam y Tlapisahuayam del curato de Chalco y agregación al de Ixtapalucam. 1770. A.G.N.M., Clero secular y regular, vol. 51, exp. 2. Manuel A. Clavijo a Lizana. (1804). A.G.I., México, 2556.

58. Mapa de los curatos del arzobispado de México. México, 14-VIII-1766. Biblioteca Provincial de Toledo, Fondo Borbón Lorenzana, ms. 66, doc. 11.

59. Luis Sánchez Agesta, El pensamiento político del despotismo ilustrado. Sevilla, 1979, pp. 13-27. >

60. En sus comentarios a los concilios mexicanos Lorenzana arremete con fuerza contra estos curas obstaculizadores de la lengua castellana: “son en mi con­cepto enemigos declarados del bien de los naturales, de su policía y raciona­lidad; intentan prohibir el mejor gobierno eclesiástico que se impide con tantos y tan distintos idiomas, fomentan más las idolatrías que se ven más en los indios que ignoran el castellano [...] Creo que si todos los párrocos instaran por cincuenta años en que sus feligreses aprendieran el castellano se lograría y sería toda la Nueva España ‘térra labis unius’. Francisco A. Lorenzana, op. cit., México, 1769, pp. 7-8; Dorothy Tanck de Estrada, op. cit., p. 710.

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61. Pastoral V del Illmo. Sr. Lorenzana para que los indios aprendan castellano. Fortinio Hipólito Vera, Documentos Eclesiásticos de México. Amecameca, 1887, vol. I, pp. 220-227. Comentarios a la pastoral en Shirley Brice Heath, op. cit., pp. 81-83.

62. Sólo citaremos a este respecto una frase ilustrativa contenida en la citada carta pastoral: “¿Quién sin capricho dejará de conocer que así como su nación fué bárbara, lo fué y es su idioma?”

63. Edicto XV del Illmo. Sr. Lorenzana en que se publica la real cédula sobre extensión del idioma castellano. México, 18-VIII-1770. La fecha de la real cédula es: 16-1V-1770. Hipólito Vera Fortino, op. cit., pp. 228-233.

64. Dorothy Tanck de Estrada, op. cit., p. 729.65. Actas. Ses. II.66. Antonio Rivadeneyra y Barrientos, op. cit., p. 60.67. A nuestro juicio el arzobispo extendió la situación capitalina que tan bien

conocía al resto del virreinato, sin querer reparar en las importantes diferen­cias existentes entre el mundo rural y el urbano. En la capital la convivencia continua entre naturales y españoles había posibilitado el aprendizaje del castellano por los primeros, y la mejor prueba de esta realidad era la nueva división parroquial llevada a cabo por Lorenzana en la que se suprimía para siempre la antigua división de curatos basada en el idioma y en la condición de neófitos de los indios. Sin embargo, fuera de la ciudad las condiciones eran bien distintas tal como se ha visto en el punto anterior. F1 aislamiento era una de las más importantes lacras a desterrar y en diócesis (Tomo las de Oaxaca o Yucatán era desde luego impensable que los indios entendieran en su mayoría el castellano. Cabe pensar pues que Lorenzana deseoso de extender el castellano eludiera intencionadamente esta realidad que de haberse sacado a relucir con más intensidad que la utilizada por Antonio Alcalde hubiera demostrado con toda seguridad la inviabilidad del plan proyectado.

68. CIVM. Libro I, título I, “De la doctrina que se ha de enseñar a los rudos”, canon IV. El canon en concreto dice lo siguiente respecto al uso del castellano: “La explicación y repetición de la doctrina cristiana se hará en idioma castellano, no solamente en las escuelas y colegios, sino también en las iglesias por estar mandado, y porque ya lo entienden los más de los indios, aunque algunos resisten hablarlo; y en casos de estar cerrados en el idioma nativo, los curas tengan ministros para los casos necesarios que cuiden de la instrucción de los que ignoran el castellano, contribuyendo por su parte y también los maestros de escuelas, a que se extienda la lengua castellana, pues asi conviene sumamente en lo espiritual y político”. El canon VI del mismo libro y título insiste en el tema: “en los pueblos cabeceras de curatos y en los demás que sea posible se conservaran, y donde no los hay se pondrán escuelas para que los niños de los indios aprendan a leer y a escribir y la doctrina cristiana en castellana [...] y se procurará evitar haya maestros indios que sólo enseñen en su idioma”.

69. CIVM. Libro III, título I, “Del oficio de los obispos y pureza de su vida”, canon X.

70. Actas. Sess. CXVIII y CXXVII.

Page 28: La cuestión indígena en el IV Concilio Provincial Mexicano · positivos cuando éste trataba la cuestión indigenista, la dis ... decir que así como hay animales que no son carnívoros,

71. Actas. Ses. CXVIII.72. Ibídem.73. Actas. Ses. XXX, XCIII y CXVII.74. CIVM. Libro III, título XIX, canon V: “Para la forma del bautizo importa en

gran manera la extensión de la lengua castellana porque la forma que se usa en este reino en los idiomas de los indios no parece la más segura, respecto de que aún la del idioma mejicano, la han impugnado publicamente algunos”.

75. Un ejemplo actual de esto que venimos exponiendo podemos encontrarlo en Maruja Torres, “Guatemala eterna primavera sangrienta” en El País dominical, domingo l-VII-1990, núm. 690, año XV, 2a. época, pp. 40 y 45.

76. Paulino Castañeda Delgado, El sínodo de la Iglesia de Charcas..., op. cit., pp. 21 -22 .

77. Dorothy Tanck de Estrada, “Clavijero: defensor de los idiomas indígenas frente al desprecio europeo”, en Francisco Javier Clavijero en la ilustración mexicana, 1731-1787, Alfonso Martínez Rosales, (comp.), México, 1988. Ma­riano Picón Salas, De la conquista a la independencia, México, 1975, pp. 186-187.

78. William B. Taylor, “ ‘...de corazón pequeño y ánimo apocado’. Conceptos de los curas párrocos sobre los indios en la Nueva España del siglo xviii”, en Relaciones, vol. X, núm. 39, Zamora, Mich., El Colegio de Michoacán, verano 1989, p. 39.

79. El artículo de Taylor analiza de forma clara estos conceptos y algunos otros, ofreciéndonos el significado exacto que cada uno de ellos tenía en la época. Ibídem, pp. 19-31.

80. Sin duda el trabajo que mejor ha definido la verdadera significación tanto en el contexto jurídico como en la realidad americana del concepto "miserable” es el de Paulino Castañeda Delgado, “La condición miserable...”, op. cit., pp. 245-335.

81. Jean Sarrailh, La España ilustrada de la segunda mitad del siglo xvm. México, 1981, p. 172.

82. Real cédula general, Sal Ildefonso, 11-IX-1766. A.G.I., Indiferente general, 2883.