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María Margarita es una niña conel extraño don de contar películas.

Cuando al poblado llega una deMarilyn Monroe, Gary Cooper oCharlton Heston, o una mexicana conhartas canciones, en su casa se juntanlas monedas exactas para un boleto yla mandan a ella a verla. Al llegardel cine tiene que contarle la películaa su padre, postrado en un 'sillón deruedas', y a sus cuatro hermanos.Luego, ya famosa, a todo un público

que la espera impaciente. Junto a lasperipecias de la niña, convertida depronto en la mejor contadora depelículas de la salitrera. HernanRivera Letelier va narrando lahistoria mágica de los cines en lapampa, en sus tiempos de esplendory decadencia.

LA CONTADORA DEPELÍCULAS

María Margarita esuna niña con el extrañodon de contar películas.

Cuando al pobladollega una de MarilynMonroe, Gary Cooper oCharlton Heston, o unamexicana con hartascanciones, en su casa se

juntan las monedasexactas para un boleto yla mandan a ella a verla.Al llegar del cine tieneque contarle la película asu padre, postrado en un'sillón de ruedas', y a suscuatro hermanos. Luego,ya famosa, a todo unpúblico que la esperaimpaciente. Junto a lasperipecias de la niña,convertida de pronto enla mejor contadora depelículas de la salitrera.

Hernan Rivera Letelierva narrando la historiamágica de los cines en lapampa, en sus tiempos deesplendor y decadencia.

Autor: Hernán Rivera LetelierEditorial: Punto de LecturaISBN: 9789562398817Generado con: QualityEbook

v0.50

LA CONTADORA DEPELÍCULAS

HERNÁN RIVERA LETELIER

© 2009, Hernán Rivera Letelierc/o Guillermo Schavelzon & Asoc.

Agencia [email protected]

© De esta edición:2011, Aguilar Chilena de Ediciones

S.A.

ISBN: 978 - 956 - 239 - 881 - 7Inscripción N° 178.486

Impreso en Chile/Printed in ChilePrimera edición: enero 2011

Diseño de colección: Ignacio

Ballesteros

Portada: La contadora de películas

de Manuel Ossandón

Impreso en Salesianos ImpresoresS.A.

Todos los derechos reservados. Esta

publicación no puede serreproducida, ni en todo ni en parte, ni

registrada en o transmitida por, unsistema de recuperación de

información, en ninguna forma ni porningún medio, sea mecánico,

fotoquímico, electrónico, magnético,

electroóptico, por fotocopia, ocualquier otro, sin el permiso previo

por escrito de la editorial.

LA CONTADORA DEPELÍCULAS

A Claudio Labarca, el Osotenía un primo contador de películas. Estamos hechos del mismo material

de los sueños».Shakespeare

Estamos hechos del mismo material

de las películas».Hada Delcine

1

COMO en casa el dinero

andaba a caballo y nosotros a pie,cuando a la Oficina llegaba unapelícula que a mi padre —sólo por elnombre del actor o de la actrizprincipal— le parecía buena, sejuntaban las monedas una a una, lojusto para un boleto, y me mandabana mí a verla.

Después, al llegar del cine,tenía que contársela a la familia

reunida en pleno en la pieza delliving.

2

ERA lindo, después de ver la

película, encontrar a mi padre y amis hermanos esperándome ansiososen casa, sentados en hilera como enel cine, recién peinaditos ycambiados de ropa.

Mi padre, con una mantaboliviana sobre sus piernas, ocupabael único sillón que teníamos, y esaera la platea. En el piso, a un costadodel sillón, relumbraba su botella de

vino rojo y el único vaso quequedaba en casa. La galería era esabanca larga, de madera bruta, endonde mis hermanos se acomodabanordenadamente, de menor a mayor.Después, cuando algunos de susamigos comenzaron a asomarse porla ventana, eso se convirtió en elbalcón.

Yo llegaba del cine, me tomabauna taza de té rapidito (que ya metenían preparada) y comenzaba mifunción. De pie ante ellos, de espaldaa la pared pintada a la cal, blancacomo la pantalla del cine, me ponía a

contarles la película «de pe a pa»,como decía mi padre, tratando de noolvidar ningún detalle, ni delargumento, ni de los diálogos, ni delos personajes.

Por cierto, aquí debo aclararque no me mandaban a mí al cine porser la única mujer de la familia yellos —mi padre y mis hermanos—unos caballeros con las damas. No,señor. Me mandaban porque yo eramejor que todos ellos contandopelículas. Como se oye: la mejorcontadora de película de la familia.Luego, pasé a ser la mejor de la

corrida y al poco tiempo la mejor delcampamento. Que yo supiera, nohabía nadie en la Oficina que meganara contando películas. Decualquier tipo: de cowboys, deterror, de guerra, de marcianos, deamor. Y, por supuesto, mexicanas,que a mi papá, como buen sureño,eran las que más le gustaban.

Y fue justamente con unamexicana, de esas bien cantadas ylloradas, que me gané el título.Porque el título hubo que ganárselo.

¿O creen que fui elegida por mitalle?

3

EN la familia éramos cinco

hermanos. Cuatro hombres y yo. Loscinco hacíamos una escala realperfecta, en tamaño y edades. Yo erala menor. ¿Se imaginan lo quesignifica crecer en una casa conpuros hermanos varones? Nuncajugué a las muñecas. En cambio, eracampeona para las bolitas y el juegode palitroques. Y a matar lagartijasen las calicheras no me ganaba nadie.

Donde ponía el ojo, paf, lagartijamuerta.

Andaba a pata pelada todo elsanto día, fumaba a escondidas,llevaba una gorra de visera y hastahabía aprendido a mear parada

Se mea parada, se orinaacuclillada.

Y lo hacía en cualquier parte dela pampa, tal como mis hermanos.Incluso en las competencias de quienllegaba más lejos a veces les ganabapor más de una cuarta. Y en contradel viento.

Cuando cumplí los siete años

entré a la escuela. Aparte delsacrificio de tener que usar polleras,me costó un kilo acostumbrarme aorinar como las señoritas.

Me costó más que aprender aleer.

4

CUANDO a mi papá se le

ocurrió la idea del concurso, yo teníadiez años y estaba en tercero depreparatoria. Su idea consistió enmandarnos al cine de a uno y luegohacernos contar la película. El que lacontara mejor iría cada vez quedieran una buena. O una mexicana.La mexicana podía ser buena o mala,eso a mi padre no le importaba. Yademás, claro, que hubiera plata para

la entrada.Los demás se conformarían con

oírla contar después en casa.A todos nos gustó la idea; todos

nos sentíamos capaces de ganar. Noen vano, igual que los demás niñosdel campamento, cada vez queíbamos al cine salíamos imitando alos «jovencitos» de la película en susmejores escenas. Mis hermanosimitaban a la perfección el caminararqueado y la mirada oblicua de JohnWayne, el rictus despectivo deHumphrey Bogart y las musarañasincreíbles de Jerry Lewis. Yo los

mataba de la risa al tratar de batir laspestañas a lo Marilyn Monroe, o deimitar los mohines de niña inocente—voluptuosamente inocente— deBrigitte Bardot.

5

ALGUNOS preguntarán por

qué mi padre no iba él mismo al cine;por lo menos cuando daban unamexicana. Mi padre no podíacaminar. Había sufrido un accidentede trabajo que lo dejó paralítico dela cintura para abajo. Ya notrabajaba. Recibía una pensión deinvalidez que era una miseria, apenasalcanzaba para mal comer.

Ni decir que ni siquiera

teníamos para una silla de ruedas.Para desplazarlo del comedor aldormitorio, o del comedor a la puertade la calle —donde le gustaba bebersu botella de vino rojo viendo pasarla tarde y a sus amigos—, mishermanos le habían adaptado alsillón las ruedas de un triciclo viejo.El triciclo había sido el primerregalo de pascua de mi hermanomayor y sus ruedas no soportabanmucho tiempo el peso de mi padre, yse doblaban, y había que repararlasconstantemente.

¿Y mi madre? Bueno, mi madre,

después del accidente, abandonó ami padre. Lo abandonó a él y anosotros, sus cinco hijos. Así, ¡de unzuácate! Por eso en casa mi padrenos tenía prohibido hablar de ella; dela «pizpireta», como la llamaba condesdén.

«No me nombren a esapizpireta», decía, cuando a alguno denosotros, sin querer, se le escapabala palabra mamá.

Luego, entraba en un mutismodel que costaba horas sacarlo.

6

RECUERDO que cuando mi

madre estaba con nosotros —antesde que ocurriera la desgracia— yéramos una familia completa, y mipadre trabajaba (y no bebía tanto), yella lo recibía con un beso al llegardel trabajo, los fines de semanaíbamos al cine los siete juntos.

¡Cómo me gustaba el ritual deprepararse para ir al cine!

«Hoy dan una de Audie

Murphy», llegaba diciendo mi padre(por ese tiempo eran las estrellas lasque daban categoría a las películas).Entonces nos poníamos nuestrasmejores ropas. Incluso zapatos. Mimadre peinaba a cada uno de mishermanos; los peinaba al limón y conla raya hecha como con regla. Menosa Marcelino, el cuarto de mishermanos, que tenía el pelo durocomo crin y lo peinaran como lopeinaran siempre le quedaba lacabeza como un libro abierto. A míme hacía una cola de caballoapercollada con elásticos negros, tan

rígida, que los ojos me quedaban apunto de saltar de la cara.

Siempre íbamos a la función devespertina.

Eso me encantaba, pues elatardecer era para mí la hora másbonita de la pampa. Los últimosrayos del sol pintaban de oro elóxido de las calaminas y los coloresdel crepúsculo hacían juego con lospañuelos de seda que usaba mimadre.

Ella adoraba los pañuelos deseda.

Como se acostumbraba en la

pampa, nos íbamos por el medio dela calle de tierra, de frente a losarreboles. A mi papá, que caminaballevando del brazo a mamá, losaludaban todos los hombres quepasaban.

«¡Buenas tardes, maestroCastillo!».

«¡Buenas, don fulano».Yo me fijaba que lo saludaban a

él, pero miraban a mi madre. Es queella era muy linda y joven, y al andarmovía las caderas como las actricesde las películas.

Al llegar a la esquina del cine

oíamos la música emergiendo de losviejos parlantes y el corazón se noshenchía de júbilo. En las afueras dela sala había carritos con embelecos.Mi madre compraba pastillasPololeo, para ella y papa, y uncambucho de pálomitas confitadaspara cada uno de nosotros.

Entrábamos a la sala casisiempre de los primeros.

7

NOSOTROS no éramos como

las otras personas que esperaban losacordes de la marcha que indicaba elinicio de la función para entrar a lasala en manada. A nosotros nosgustaba llegar temprano y esperar lapelícula adentro.

A mí, la nave del cine enpenumbras me causaba fascinación;me parecía una especie de cavernamisteriosa, secreta, siempre

inexplorada. Al atravesar laspesadas cortinas de terciopelo medaba la ilusión de pasar del crudomundo real a un maravilloso mundomágico.

Nos sentábamos en primera fila,casi pegado a ese enorme telónblanco que yo veía como el altarmayor de una iglesia. La culminaciónde todo ese ritual lo constituía elinstante maravilloso cuando seapagaban las luces, se cerraban lascortinas, se callaba la música y lapantalla se llenaba de vida ymovimiento.

Yo quedaba como suspendidaen el aire.

Ese era el clímax del extrañosortilegio que sobre mí ejercía elcine. Sobre mí y sobre mi madre.Ahora lo sé. La diferencia entrenosotras y mi padre con mishermanos, era que a ellos el cinesólo les gustaba; a nosotras nosvolvía locas.

Al apagarse las luces todos seenderezaban y ponían tiesos frente altelón. Yo no. Yo giraba la cabezapara ver aparecer el rayo de luz quesalía por las ventanillas de la sala de

proyección y recorría el espaciosobre nosotros hasta chocar con lapantalla y estallar en imágenes ysonidos.

Y muchas veces, cuando lapelícula no era todo lo entretenidaque yo hubiese querido (muchaconversa y poca acción), dejaba demirarla para contemplar embelesadaese mágico haz de polvillo luminoso.Me parecía un prodigio que aquelchorro de luz pudiera transportarcosas tan impresionantes como trenesperseguidos por indios a caballo,buques de piratas en mares

tormentosos y dragones verdesexhalando fuego por sus sietecabezas..

Yo entonces pensaba que porahí fluía también la voz, el estampidode los disparos, las canciones tanbonitas de los mariachis de laspelículas mexicanas. Luego, aprendíque no. Como aprendí muchas otrascosas, algunas más bien de cortetécnico, por ejemplo que eran 24cuadros por segundo —o fotogramas— los que pasaban ante los ojos delos espectadores para hacer lailusión de movimiento. No sabía de

qué me iba a servir esa clase dedatos, pero yo quería saberlo todosobre el cine. Esto ocurrió cuandome dio por leer las revistas Ecranque descubrí en la biblioteca de laOficina.

Las leía como desaforada.Pero no me quiero adelantar,

porque eso fue después de que meconvirtiera en contadora depelículas.

8

LAS casas del campamento,

como en todas las salitreras de lapampa, definían perfectamente lastres clases sociales imperantes: lascasas de calamina de los obreros, lascasas de adobe de los empleados ylos lujosos chaleses de los gringos.

Nuestra casa era un barracón decalaminas aportilladas dividido entres partes. La primera era la «piezadel living», como le llamaba la gente

(aunque en la nuestra nunca huboliving). La segunda hacía dedormitorio, y la parte del fondo, decocina y comedor. En el dormitoriocabían exactamente las tres camas defierro forjado que teníamos. En unadormía mi padre, en la otra, mis treshermanos más grandes, y en latercera, mi hermano Marcelino y yo.

Yo para la cabecera, él para lospies.

De mayor a menor, los nombresde mis hermanos eran: Mariano,Mirto, Manuel y Marcelino. El míoes María Margarita. Como ya se

habrán dado cuenta, mi padre teníauna fijación con los nombres quecomenzaban con eme. Esto, según leoí contar una vez, desde que le cayóla chaucha que, además de élllamarse Medardo, su madre sellamaba Martina y su padre, Magno.

Ahora creo que la única razónpor la que se casó con mi madre fueporque ella se llamaba MaríaMagnolia. Pues no eran afines ennada, no se parecían en lo másmínimo. Eran como el aceite y elvinagre. Además, mi padre le llevabauna diferencia de edad de veinticinco

años.«Así se estilaba antes en el

campo», le escuché decir una vez aella, en un dejó de fastidio, cuandouna vecina se mostró extrañada porel contraste de edades.

9

MI padre siempre decía,

cuando hablaba del sortilegio de losnombres con eme, que ese era elsecreto de los más grandes artistasdel cine. O si no, que se fijaran enNorma Jean: apenas era unaempleadita de tienda hasta que serebautizó como Marilyn Monroe. O,si querían un ejemplo al revés, ahíestaba Cantinflas, el más grande delos cómicos del cine hispano, uno

que había triunfado gracias a que enla vida real se llamaba MarioMoreno. Así de simple. ¿No mecree? Aquí mi padre hacía una pausa,miraba a su interlocutor como elverdugo miraría al condenado antesdel golpe, y agregaba lo que algunavez había oído por ahí y que para élvenía a ser la corroboraciónindesmentible de su teoría, algo asícomo su hachazo mortal.

«¿Sabía usted, paisita —decía,saboreando sus palabras—, que ensus comienzos, cuando era sólo unartista de circo, Mario Moreno

actuaba a dúo con un cómico llamadoManuel Medel?»

Ahora he llegado a creer queMarilyn Monroe le gustaba más porlas emes de su nombre que porcualquier otra cosa. El siempre quisotener una «hija mujer» parabautizarla de ese modo. Mi madredecía que ni muerta. Ella asegurabaaborrecer a «esa rubia oxigenada queni siquiera sabe trabajar bien en laspelículas». Sin embargo, era a esaactriz a quien imitaba al caminar. Ycuando, poco antes de que nosabandonara, oyó la noticia de su

muerte, lloró inconsolablemente todala noche.

Como en la familia, paradecepción de mi padre, comenzarona nacer puros varones, no hubomayores problemas en la elección delos nombres sino hasta la llegada delcuarto hijo. Ahí él no se aguantó másy quiso bautizarlo como Marilyno.

Mi madre se opuso con sucuchillo de cocina en la mano.

No obstante la gran guerra fue alnacer yo. Decían que mi padreflameaba de alegría cuando supo queal fin le había nacido una chancletita.

Ahora sí tendría una Marilyn en casa.Pero mi madre se negó y hastaamenazó con divorcio. Al final mipadre se conformó con el par deemes y pasé a llamarme MaríaMargarita, nombre que a mí, laverdad, nunca me gustó mucho: mesonaba a mansedumbre, aconformidad, a madre sumisa.

Y yo quería ser otra cosa en lavida.

No sabía qué, pero otra cosa.En eso me parecía a mi madre.

Ella nunca estaba conforme con nada,siempre andaba cambiando de

peinado, probando nuevosmaquillajes, ensayando mohines yposes frente al espejo, repitiendoalgo que la niña que era yo entoncesapenas atinaba a entender:

«Por qué conformarse con serluciérnaga, digo yo, pudiendo serestrella».

Y se contoneaba como locafrente al espejo.

Por eso, cuando me hiceconocida como contadora depelículas, me busqué un nombre másafín con mi arte. Pero me sigoadelantando en la historia.

Paciencia, eso viene después.

10

DEBO confesar que nunca

imaginé que sería yo la ganadora delconcurso de quién contaba mejor lapelícula. Mi hermano Mirto, elsegundo, apodado el Pájaro, que encasa era el encargado de lascompras, era el favorito de todos.Incluso yo hubiese votado por él aojos cerrados. El siempre fue alegrey parlanchín y andaba todo el díacontando cosas que le ocurrían; tenía

mucho sentido del humor.En cambio, mi hermano

Mariano, el mayor, que por sutartamudez le decían el Caterpillar—él se encargaba de cocinar, pese aser el más inteligente de todos, y«más serio que cabo de guardia»,como decía mi padre—, no teníaninguna posibilidad por su tara en elhabla. El pobre había comenzado atartamudear cuando se fue nuestramadre.

A mi hermano Manuel, eltercero (encargado del aseo), nisiquiera le gustaba mucho el cine. A

él le interesaba el fútbol más queninguna otra cosa en este mundo; eraun pichanguero impenitente; suspartidos duraban todo el día, elprimer tiempo en la mañana y elsegundo en la tarde, con un brevedescanso para almorzar. Por sucostumbre de hacer un morro detierra cada vez que iba a patear lapelota, lo apodaron el Morrito.

En la pampa todo el mundolucía con orgullo la escarapela de unsobrenombre; el que no lo tenía eraun nonato, un don nadie, no existía.

Mi cuarto hermano, Marcelino,

alias el Cabeza de Libro, tenía almade artista. Le gustaba dibujar y pintarcon lápices de colores. En casa eramás bien callado, le gustaba más oírque hablar. Y su única tarea erasacar la basura.

Luego, venía yo, que por sermujer, ninguno daba una chaucha pormí. Ellos pensaban que las mujeressólo eran buenas para hacer lascamas y lavar los platos —de lo yome ocupaba en la casa—, y por lomismo no tenía ninguna chance. Sinembargo, había tres cosas que medaban ventaja sobre ellos, aunque

entonces ni yo misma lo sabía. Laprimera, que me devoraba lashistorietas de Opalong Casidy, deGene Austri, de Kid Colt y de todoslos héroes del Viejo Oeste, y ellos noleían nada. La segunda, que era locapor los radioteatros, afición quehabía heredado de mi madre, quien,conmigo en brazos, nunca se perdíaun capítulo de Esmeralda, la hija delrío. Y la tercera erá algo que hastami papá ignoraba: de pequeña mimadre me hacía dormir contándomepelículas románticas —suspreferidas—, cosa que no hizo con

ninguno de mis hermanos.«Estas cosas son más de

nosotras las mujeres», decía,haciéndome un guiño de complicidadque yo adoraba.

11

EL primero en ir al cine fue mi

hermano Mariano, el Caterpillar. Sunarración fue un desastre. Ese díadieron una de guerra —alemanescontra norteamericanos—:, y loúnico que se le entendía y le salía decorrido al pobre- cito era el tableteode las metralletas. Y la mímica. Lamímica le salía genial. Yo creo queen tiempos del cine mudo, él lohubiera hecho muy bien.

A mi hermano Mirto, el Pájaro,le tocó ver una de indios, con JackPalance. Su narración fueextraordinaria. El galope de loscaballos, los disparos, los gritos delos indios, las señales de humo. Sihasta nos parecía oír el silbido de lasflechas pasando sobre nuestrascabezas, ¡zuummmm! Lo único maloera que Mirto lo hablaba todo en«huevadas» y «cagadas»:

«Entonces, cuando el huevónsacó la pistola y disparó a la cabezade la huevona, quedó la mansa

cagada porque los demás huevonesni cagando se iban a dejar que loscagaran de esa...».

A Manuel, que no lo hacía mal,le tocó una de vampiros. Sinembargo, lo perdió el amor. A losdoce años estaba enamorado de lahija del dueño de la tienda mássurtida de la Oficina —era el únicode los hermanos que pololeaba—, yse pasó la hora y cuarenta minutosque duró la película abrazando a laniña que chillaba de miedo.

Lo de mi hermano Marcelino

fue el colmo de la mala suerte.Callado por naturaleza —«a esteniñito hay que sacarle las palabrascon tirabuzón», decía mi madrecuando estaba en casa—, le tocó verEl viejo y el mar, una película casisin parlamento.

Su narración no duró más decinco minutos.

Dos semanas después por fin metocó a mí, la hermana menor, MaríaMargarita, M M, como me decía aveces mi padre. Aunque yo no teníaapodo oficial, sabía que por lo bajoalgunos niños me llamaban la

Marimacha. El apodo, por cierto, noera muy refinado, pero si se fijan estácompuesto por dos palabras queempiezan con eme.

Durante esas dos semanasllegaron varias películas buenas, yalgunas muy buenas, pero no huboplata para comprar el boleto. Eramediado de mes y alcanzaba apenaspara comer y para la botellita devino de mi padre.

«Hay que esperar el pago de lapensión», decía él. Y resultó quejusto ese día apareció en la carteleradel cine nada menos que Ben-Hur, la

película que todo el mundo en laOficina esperaba con ansiedad.

Mis hermanos estaban locos.Todos querían ir al cine. O por

lo menos que fuera Mario, decían,que hasta el momento era el quemejor había contado la película. Peromi padre, que era un hombre justo, senegó.

«Ahora le toca el tumo a MaríaMargarita y María Margarita va a ir.He dicho».

12

LA película duró tres horas.

Lloré más que Sara García, laanciana actriz del cine mexicano.

Nunca una película me habíagustado tanto. Después supe que,aparte de ser larga, había sido lapelícula más cara de la historia. Yque había ganado once premiosOscar. Además, Charlton Heston erauno de los actores que más megustaba.

Llegué a casa con los ojosenrojecidos. Todos me esperabanexpectantes. Me bebí la taza de té ensilencio, pasé adelante y, sin que metiritaran las piernas ni nada, comencémi narración.

Entonces fue que algo seapoderó de mí.

Mientras contaba la película —gesticulando, braceando, cambiandola voz—me iba como desdoblando,transformando, cónvirtiéndome encada uno de los personajes. Aquellatarde fui Ben-Hur, el jovencito. FuiMessala, el malo de la película. Fui

las dos mujeres leprosas a las queJesús sanó.

Fui el mismísimo Jesús.Yo no estaba contando la

película, la estaba actuando. Másaún: la estaba viviendo. Mi padre ymis hermanos me oían y miraban conla boca abierta.

«Esta niña es toda una artista»,comentó mi padre cuando, agotadahasta la extenuación, terminé decontarla.

El y mis hermanos estaban comoidos.

Y tenían los ojos enllantados.

13

AQUELLA narración, sin

embargo, no bastó para hacerme conel título. Mi padre declaró empate:mi hermano Mirto y yo habíamossido los mejores. Y como era undemócrata convencido, dijo que esose resolvía mediante las urnas. Y convotación secreta.

Mirto sería el candidato número1.

Yo sería la candidata número 2.

Se cortaron cuatro papelitosiguales y se repartieron entre losvotantes (los candidatos no teníanderecho a voto). Cada uno de ellosescribió el número de su candidato yluego lo depositó en un cambucho depapel.

Después vino el conteo.Dos votos para mi hermano y

dos para mí (yo intuí que mi padre yMarcelino habían votado por mí).Para desempatar, mi padre decidióhacer lo más justo y razonable: lapróxima película la iríamos a ver losdos juntos. El que luego la contara

mejor ganaría.La que nos tocó ver fue una

mexicana con hartas canciones; sellamaba Guitarras de medianoche, ytrabajaban nada menos que MiguelAceves Mejía y Lola Beltrán, dos delas voces que más sonaban en lascantinas de la pampa. Mi hermano lacontó primero y lo hizo con la mismagracia de siempre. Sobre todoimitando el acento amexicanado.

Sin embargo, yo, que tambiéndominaba el tonito del hablamexicana (tantas películas rancherashabía visto en mi corta vida), además

de contar la película condescripciones de paisajes y todo, depronto me largué a cantar lascanciones interpretadas en lapelícula (de tanto oírlas por losparlantes de las cantinas me las sabíatodas). A ellos, que nunca me habíanoído cantar, les extrañó que lohiciera. Y que lo hiciera tan bien.

Incluso para mí fue unasorpresa.

Mi padre quedó deslumbrado.Especialmente cuando canté No soymonedita de oro, una de suscanciones preferidas. Ahí el

demócrata se olvidó de sufragios yplebiscitos y me dio por ganadoraabsoluta.

«¡He dicho!», rugió cuandoMirto quiso insinuar una protesta.

14

Y así me convertí oficialmente

en la contadora de películas de lacasa.

Desde ese día dejé de jugar alhachita y cuarta y no acompañé más amis hermanos a las calicheras amatar lagartijas. En vez de eso, losdías que no iba al cine —por falta dedinero o porque a mi padre no lesonaban los nombres de losprotagonistas—, me quedaba en casa

experimentando cambios de voces yensayando morisquetas frente alespejo.

Quería contar las películas cadavez mejor.

En el cine comencé a fijarme endetalles que la mayoría de losespectadores pasaban por alto;pequeños detalles que a mí meservían para darle más énfasis a misnarraciones: el modo acanallado depintarse los labios de la rubia amantedel mafioso, algún tic casiinadvertido del pistolero en losinstantes previos al saque, la forma

en que los soldados encendían elcigarrillo en las trincheras para queel enemigo no viera el resplandor delfósforo.

Pasado un tiempo, ya no meconformé con la mímica y el cambiode voz, sino que incorporé elementosexternos, como en el teatro. Loprimero que ocupé fueron laspistolas de palo de mis hermanos, unsombrero antiguo de mi padre y unparaguas viejo que se había traído mimadre del sur y que, por supuesto, enla pampa nunca usó.

Después empecé a fabricar mi

propia utilería.Como en la escuela era buena

en labores, me la pasaba cosiendovelos y turbantes para las películasde árabes; fabricando abanicos paralas españolas y esos inmensossombrerotes para las mexicanas.Hacía sables chinos, cascos deguerra, flechas de indios y distintostipos de máscaras. La primera fuepara imitar al Zorro. Lo que másgusto me causó, sin embargo, fueconfeccionar y ensayar con eltonguito, el bastón y el bigote moscade Carlitos Chaplin, mi camarada de

espíritu.Todas esas cosas las guardaba

en un cajón de té, puesto al alcancede la mano, junto a la pared blanca.

15

UNO de los problemas del cine

de la Oficina era que continuamentese cortaba la película. Guando esoocurría quedaba la trifulca en la sala.El público, silbando y zapateando,provocando un mido estrepitoso,culpaba al anciano operador, y eloperador, conocido por lo insolentey cascarrabias, le cargaba las tintas alo antigua que era la maquinaria.

«¡Vayan a reclamarle al Coño,

manga de idiotas!», gritabaenfurecido por las ventanillas de lasala de proyección. El Coño era elconcesionario del cine, un españolque además tenía una tienda de ropay administraba el camal.

Al final los únicos queperdíamos éramos los espectadores,pues siempre, al reponerse lapelícula, le habían escamoteadovarias escenas. Aunque eso para míera lo de menos. En casa no teníaningún problema en imaginar oinventar los actos que le habíanbirlado.

Solía ocurrir asimismo que alCojo Peliculero, como le decían aloperador, se le confundieran losrollos —sobre todo cuando elhombrecito andaba caído a las copas— y viéramos el final por la mitadde la película.

O el principio al final.O el medio por el principio.Entonces todo se volvía una

majamama y nadie entendía uncarajo.

En estos percances, aunque untanto más complicada, tampoco meera muy difícil ordenar la historia en

mi mente y contarla después deprincipio a fin, como correspondía.

Creo que en el fondo yo teníaalma de conventillera, pues ademáscon sólo mirar las dos o tres fotospegadas en el cartel —por la miradalasciva de cura, el mohín inocente dela niña y el gesto cómplice de labeata— yo podía inventar una trama,imaginar toda una historia y pasarmemi propia película.

16

MI talento, sin embargo, no se

sustentaba sólo en la locaimaginación de la que era dueña. Nien mi buena memoria. Ni en lasflorituras aprendidas de mi madre yde los roncos narradores de losradioteatros (en vez de decir:«Entonces la besó en la boca», yo meregodeaba un poquito más:«Entonces apagó el cigarrillo, lamiró a los ojos, la rodeó con sus

brazos fornidos y posó sus labios enlos de ella»). Nada de eso importabatanto como la concentración.

Lo principal era laconcentración.

Yo tenía un poder deconcentración a prueba de todo. Aprueba de la gente que iba al cine aconversar. A prueba de los gritos delos más pequeños. A prueba de loschirlitos en la cabeza que repartíandesde atrás los barrabases másgrandes. Pero, sobre todo, a pruebade esos niños licenciosos y un tantomayores que iban al cine no a ver la

película, sino a atracarle el bote a lasniñas.

Para ellos era como un deporte.Si una no se dejaba nos trataban de«cabras chicas» y se iban donde otra.Se sentaban junto a la que estuvierasola y de a poco le tomaban la mano.Luego, trataban de abrazarla. Debesarla. Alentados por las niñas másresueltas, o más medrosas, algunosllegaban a la osadía de estrujarleslos senos. O de meterles las manosentre las piernas. (Una vez unbarrabás de los más grandes —decían que por una apuesta— le sacó

los calzones rosados a una niña, loshizo girar triunfalmente por sobre lascabezas y los lanzó al aire, y como lapelícula estaba aburridísima, losespectadores, con gran alborozo,comenzaron a lanzárselo unos aotros).

Yo no me dejaba.Aunque dijeran que me hacía la

mosquita muerta. Me importaba uncomino. Verdad era que a mis cortosaños ya había jugado juegos de papáy mamá con los amigos de mishermanos. Pero al cine yo iba a verla película.

Por ningún motivo podíadesconcentrarme.

17

LO que sí me provocaba

inconvenientes —y grandes— eranlas películas con escenas deinfidelidad conyugal. Ahí tenía queechar mano a todo mi poder defabulación y cambiar el argumentopara no causarle dolor a mi padre.

Aunque había pasado un par deaños desde la fuga de mi mamá, aúnla herida goteaba sangre, como decíaél, cuando se emborrachaba. Por lo

mismo, nosotros, además de nonombrarla, teníamos que evitar deciro hacer cualquier cosa que le trajerael recuerdo de ella; si esto ocurría, elpobre terminaba encerrado en eldormitorio, llorando amargamente ensilencio.

Como sucedió un día en que,después de ver una películaespañola, y para representar a unabailarina de flamenco, no se meocurrió nada mejor que ponerme unode los vestidos que mamá habíadejado en casa, uno a lunares rojos ycon vuelitos que a ella le gustaba

mucho, y que no se llevó seguramenteporque mi padre se lo habíaescondido.

Mi padre siempre se lo andabaescondiendo para que no se lopusiera.

El vestido, que era perfectopara representar a la bailaora, consólo un par de alfileres me quedócasi armado de talle. Como pasabacon la mayoría de las niñaspampinas, aunque recién iba acumplir los once años, tenía uncuerpo demasiado desarrollado parami edad.

Algunos hombres decían, con unbrillo lúbrico en la mirada, que loque hacía madurar antes de tiempo alas niñas pampinas era el salitre, noen vano elogiado en todas laslatitudes como el mejor abononatural del mundo.

Esa noche, al verme con elvestido de mamá, mi padre se pusolívido, lanzó el vaso de vino contrala pared (el único vaso que quedabaen casa) y me mandó cuspeando aquitármelo.

La narración de la película sesuspendió y él estuvo tres días

amurrado en el dormitorio, bebiendosu vino en un jarro de porcelana.

No dejó ni que lo acostáramosen la cama.

Cada noche, entre un crujir detuercas oxidadas, le estirábamos loshuesos de las piernas para acostarlo,por la mañana se los doblábamos denuevo para sentarlo en el sillón.

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EN el campamento, en tanto, la

gente comenzó a hablar de mí. «Es laniña que cuenta películas», alcanzabaa oír a veces mientras hacía la coladel pan en la pulpería. O cuandopasaba por la calle del comercio a lasalida del colegio. Pero mipopularidad prendió definitivamentela tarde en que al llegar del cineencontré que había más gente de lonormal esperándome en casa.

Aparte de los amigos de mishermanos —que ya habían pasado demirar por la ventana a entrar ysentarse en el suelo—, mi padrehabía invitado a dos de sus excompañeros de trabajo, quienesllegaron a oírme acompañados de susesposas y sus hijos. Mis hermanostuvieron que ceder la banca ysentarse en el suelo con sus amigos.

Mientras tomaba mi taza de té yme preparaba a contar la película depie contra la pared blanca, mi padreno se cansaba de repetir a susinvitados que aunque la película

fuera en blanco y negro, y a mediapantalla, esta niñita, compadres,parece que la contara en tecnicolor ycinemascope.

«Ya lo van a ver ustedesmismos».

Contar la película con máspúblico me pareció fascinante. Mesentía toda una artista. Creo que esavez hice una de mis mejoresnarraciones. La película era una’comedia musical, con la actuación deMarisol, la niña prodigio de España.Las visitas quedaron encandiladas. Yno sólo por mi forma de contar y de

actuar, sino con la interpretación delas canciones.

Al final los aplausos mesonaron como música en los oídos.

Desde ese día se comenzó ahablar abiertamente sobre miparticular talento de contadora depelículas, y cada noche más amigosde mi padre se hacían los invitadospara venir a la casa a oírme.

A verme y oírme.

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UNA tarde, uno de los

invitados dijo, como al desgaire,algo que a nosotros como familiajamás se nos habría ocurrido: quepodríamos cobrar entrada. Que loque yo hacía era un espectáculoartístico con todas sus letras.

«Y el arte, amigos míos, sepaga».

De modo que esa noche,después de conversarlo un par de

horas con mis hermanos mayores —amí no me preguntaron nada—, mipadre encontró la solución perfecta:no se cobraría entrada, sino que sepediría una donación voluntaria.

«Es lo más sano», dijo. Peroantes tendríamos que reacondicionarla pieza del living.

Al día siguiente se pusieronmanos a la obra. Mis hermanos seconsiguieron una banca y una sillavieja, que repararon a clavo ymartillo. Además, se puso un par detarros de manteca volteados, un cajónde cerveza y todo lo que sirviera

para sentarse. Incluso metimos lagran piedra empotrada a la puerta dela casa, en donde mi padre antes delaccidente se sentaba a tomarse subotellita de vino.

Y la cosa empezó a ir bien.La «sala» se llenaba de niños y

adultos, hombres y mujeres. Habíaquienes iban a ver la película al ciney luego se venían a la casa a oírlacontar. Después salían diciendo quela película que yo había contado eramejor que la que habían visto.

Animada por mi popularidad,descuidando incluso las tareas

escolares, dejé de leer historietas yme concentré nada más que en larevista Ecran (aprendí que ecran erala pantalla del cine). Junto condevorar cada ejemplar nuevo quellegaba a la biblioteca, me leí unaruma de números viejos que labibliotecaria me trajo de la bodega.Especialmente me interesaban dossecciones: «Ultimos estrenos» y«Chismografía hollywoodense».Quería saber absolutamente todosobre las películas y las actrices queadornaban generalmente la portadade la revista.

Y es que yo me sentía como unade ellas.

Tanto así que hasta se meocurrió buscarme un seudónimo. Yoera una artista y merecía un nombrede artista.

Uno que le viniera a lo que yohacía, claro.

20

POR el Ecran había

descubierto que la mayoría de losactores y actrices famosos teníannombres ficticios, pues los suyos, losreales, eran tan feos como el mío. Omás incluso. Como ejemplo de losejemplos estaba Pola Negri, la grandiva del cine mudo. Su nombresiempre me había gustado mucho, loencontraba perfecto para una actriz.Pero un mal día descubrí con horror

que ese era su seudónimo, y que suverdadero nombre era ApoloniaChavulez. No podía ser verdad, medije consternada. Con ese nombre lapobrecilla no hubiese tenido graciani para mover las pestañas.

Mi otro desencanto fue cuandosupe que Anthony Quinn, uno de misactores favoritos, se llamaba enverdad Antonio Quiñones.

¡Qué manera de perder glamour!Alguien después me dijo que los

seudónimos los usaban los artistas detodos los rubros. Que además de lospoetas como Pablo Neruda (de

nombre Neftalí Reyes) y GabrielaMistral (de nombre Lucila Godoy),hasta los cantantes los usaban. Sobretodo esos cantantes de «la nuevaola», como le llamaban, quecomenzaban a oírse a cada rato encada una de las radioemisoras delpaís.

Para muestra me dieron tresbotones:

Un tipo que se llamaba PatricioNúñez se bautizó como Pat Henry;Pat Henry y sus Diablos Azules.Otro, un tal Javier Astudillo Zapata,pasó a llamarse Danny Chilean. Y

una estudiante de liceo, GladisLucavecchi, se convirtió en una granestrella de la canción y de lasfotonovelas bajo el artístico nombrede Sussy Veccky.

De modo que, para no sermenos, comencé a buscar miseudónimo artístico. Tras muchopensar, inventar y componer nombres—algunos sacados de la revistaEcran, otros del santoral delcalendario y hasta de una viejaBiblia que había en casa, únicaherencia de mi abuelo paterno—,ninguno me conformaba. Hasta que

una tarde le oí decir a la vecinailustrada de la corrida, hablando demí con mi padre:

«Su hija es un hada contandopelículas, vecino, su varita mágicaviene siendo la palabra. Con ella nostransporta a todos».

Entonces se me ocurrió. Se mealumbró la azotea, como decía mihermano mayor.

Me llamaría Hada Del cine.Hada Del cine.Lo repetí varias veces y me

pareció que sonaba bien; inclusodejaba un sabor como afrance sado

en la boca.Y lo mejor era que no tenía

ninguna eme.

21

DE modo que de la noche a la

mañana, casi sin damos cuenta, elliving se convirtió en algo así comouna pequeña sala de cine contado.

Distribuimos la pieza en dospartes, igual que en el cine de laOficina. Atrás, junto al sillón de mipadre y la banca de mis hermanos,acomodamos todos los cachureos quesirvieran para sentarse, y esa era laplatea. La galería pasó a ser la parte

de adelante, en donde todos,especialmente los niños, se sentabanen el suelo. La ventana, que era elbalcón, se suspendió.

Se cerró.Se le puso una tranca.Y no sólo para que nadie me

viera y oyera sin dar su donación,sino porque algunos niños de la otracorrida —con los que mis hermanosse andaban agarrando a pedradasdesde siempre—comenzaron adejarse caer en las horas en que yocontaba las películas y se ponían alanzar cosas por la ventana: chicles,

escupos, globos con agua, zurullossecos.

Una vez arrojaron un pericotevivo.

En la puerta pusimos unapizarra en donde diariamenteescribíamos el título de la película acontar, y la hora en que comenzaba lafunción. En la parte de abajo, conletra más chica, agregamos:

«No se admiten perros».Mi padre era el encargado de

recibir las donaciones. Sentado en susillón con ruedas, se instalaba en lapuerta con una caja de zapatos en las

rodillas. Los donativos no pasabanmás allá de cinco pesos, los adultos,y un peso los niños. En el cine laentrada costaba cincuenta.

Mi hermano mayor hacía deportero y los demás deacomodadores.

Para graficar lo bien que nosiba, basta decir que los niños sin unpeso se turnaban en los agujeros delas calaminas para verme. Además,uno de los vendedores de embelecosdel cine, aprovechando el tiempoentre el término de la vespertina y elcomienzo de la nocturna, que era la

hora de mi función, se venía a pararafuera de la casa.

Vespernoche, le puso mihermano Mirto a la hora de mifunción.

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LOS días en que no podía ir al

cine porque daban una «sólo paramayores de 21», no me hacía mayorproblema. Como tenía una memoriaque se podría llamar fílmica, repetíala película de más éxito durante lasemana. Aquellos días, como losadultos se iban todos al cine, la casase llenaba sólo de niños y de algunasviejecitas que llegaban hablandopestes contra «esas películas

cochinas» que traía el empresariopeliculero.

Sin embargo, los mejores díaspara nosotros eran aquellos en queno había función en el cine de laOficina. Esto ocurría de vez encuando y por diferentes motivos:

Porque la película no llegaba.Porque fallaba la proyectora.Porque se enfermaba el Cojo

Peliculero.Esto último significaba que el

hombrecito se hallaba tan borrachoque no lo podían llevar al cine nisiquiera en carretilla, como en una

ocasión lo hicieron, según noscontaba mi padre.

Fue una vez que daban unapelícula de Jorge Negrete. El cineestaba repleto y el operador nollegaba. Alguien dijo haberlo vistodurmiéndo la borrachera en una mesade la fonda. Entonces, unosmocetones, coaligados con elconcesionario del cine, lo fueron abuscar, lo cargaron en un carretón demano y se lo llevaron por el mediode la calle principal. Una vez en elcine, lo subieron entre todos a la salade proyección. Allí lo despertaron a

cachetadas, le mojaron la cara y loobligaron a dar la película.

Cuando el cine no abría suspuertas, yo escogía para contar unapelícula mexicana, de esas con hartascanciones, que eran las que más legustaban a la gente. En talesocasiones, la casa se llenaba hasta nodejarme sino un estrecho espaciopara moverme.

Esas funciones con hartopúblico eran para mí las mejores. Mipadre comentaba que lo mío era unaespecie de pánico escénico al revés.Algo así como «éxtasis escénico»,

decía riendo. Y no dejaba de tenerrazón. Pues, mientras más gente meoía y veía, tanto mejor contaba lapelícula., ¡Cómo gozaba esosaplausos del público al final de misrelatos!

Por entonces ya habíacomenzado a saludar como lo hacenlas actrices en el teatro, que yo, porsupuesto, sólo había visto enpelículas. Al terminar, mientras lagente rompía en aplausos, yo entrabacorriendo a la pieza contigua,esperaba un ratito, respiraba hondo yvolvía a salir y a saludar con esa

reverencia de medio cuerpo que tantome gustaba hacer.

Había ocasiones en que la genteme hacía salir hasta tres veces.

23

DESPUÉS de esas funciones

.los aplausos me quedaban resonandodurante toda la noche, hasta no poderconciliar el sueño. En mis desvelospensaba en mi madre y, debajo de lasfrazadas, lloraba en silencio. Cuandoella nos abandonó, igual que mihermano comenzó a tartamudear, yome llené de piojos blancos. Lasvecinas decían que esa clase depiojos salían con la pena. Y como la

pena era por mi madre, comencé acomerme los piojos de puro amorhacia ella.

Así la quería.Así la echaba de menos.¡Qué orgullosa se sentiría ahora,

me decía, si viera cómo la gente meoye y me aplaude!

¿La aplaudirán a ella igual que amí, después de sus bailes? ¿Habríacambiado su nombre por otro másartístico? ¿Seguiría usando esospañuelos de seda tan bonitos?Sofocándome debajo de las tapas, mela imaginaba bailando semidesnuda,

en un escenario adornado de luces decolores que se prendían y apagaban.Por esos días, a través de unasmujeres que hablaban en la cola delpan, me había enterado de que mimadre se había ido de bailarina enuna revista de variedades.

Decían que «la cabeza hueca dela Magnolia» había sido engatusadapor el director de una compañía depicaresque que pasó por la Oficina, yse la llevó a la capital con lapromesa de convertirla en vedette.Lo que no entendí bien fue algo quedijo una de ellas, haciéndole un

guiño a las demás: que habíanquedado varios viudos llorando suhuida, pero que el más apenado detodos era el señor administrador.

Mi madre tenía veintiséis añoscuando se fue.

Y pese a haber tenido cincohijos, en cinco años seguidos (elprimero lo tuvo a los catorce)conservaba una figura envidiable. Deeso me acuerdo perfectamenteporque varias veces, cuandoestábamos las dos solas en casa, lavi bailar en ropa interior frente alespejo.

Sin embargo, su rostro se meiba desdibujando, se me ibaborrando como el de una actriz queha dejado de hacer cine por muchotiempo. Lo otro que me ocurría eraque, de tanto ver y contar películas,muchas veces las barajaba con larealidad. Me costaba recordar si talcosa la había vivido o la había vistoproyectada en la pantalla. O si lahabía soñado. Porque sucedía quehasta mis propios sueños losconfundía después con escenas depelículas.

Lo mismo ocurría con los

recuerdos más lindos de mi madre.Las imágenes de los pocos ratosfelices vividos junto a ella se ibandesvaneciendo en mi memoria,inapelablemente, como escenas deuna película vieja.

Una película en blanco y negro.Y muda.

24

ALGUNA vez leí una frase —

seguramente de un autor famoso—que decía algo así como que la vidaestá hecha de la misma materia delos sueños. Yo digo que la vidaperfectamente puede estar hecha dela misma materia de las películas.

Contar una película es comocontar un sueño.

Contar una vida es como contarun sueño o una película.

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MIENTRAS tanto, mi fama

crecía cada vez más. Tanto así quede pronto comenzaron a llamarmepara que contara películas adomicilio. Sobre todo los empleadosy los comerciantes, que era la gentemás pudiente de la Oficina. Entonces,como el dinero que se juntaba en misfunciones estaba alcanzando paradamos pequeños lujos, comocomprar bebidas para el almuerzo y

mandarme al cine prácticamentetodos los días —no obstante que loque se llevaba casi todas lasganancias eran las botellas de vinode mi padre, que aumentaronvisiblemente en cantidad y calidad—, no sé a quién se le ocurrió la'idea de mandar a imprimir tarjetasde presentación.

Con ribetes dorados y una letrallena de ringo-rangos:

Ahí fue que comenzó mi

desgracia.

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LA primera persona que me

contrató fue doña Mercedes Morales,la costurera que vivía frente a laplaza, una de las mujeres más buenasque he conocido en mi vida. Laseñora Mercedes me mandó a buscarpara que le contara La violetera,película interpretada por SaritaMontiel y Raf Vallóte, que sólo unasemana antes se había dado en elcine. Ella no había podido verla

porque había bajado al puerto acomprar géneros y botones.

Yo la recordaba perfectamente.Y la canción que daba título a lacinta me la sabía de memoria, puessiempre la tocaban en la radio.Además, la tarde que la canté en lacasa había recibido uno de losaplausos más largos de mi nacientecarrera.

De modo que ese día, despuésde almuerzo, partí al domicilio de lacosturera. Mi hermano Mirto,obligado por mi padre, me ayudó allevar el cajón de té con toda mi

utilería española.La mujer quedó encantada y fue

muy generosa. Además de regalarmeuna blusa de tafetán, de color moradoy con vuelitos, me pagó más de loque juntábamos en dos días dedonaciones en la casa.

De ahí en adelante comenzarona llamarme tupido de otros hogares.

Casi siempre era para contarlespelículas a ancianas o ancianosenfermos, que no podían ir al cine. Elproblema era que algunos me pedíanpelículas muy antiguas, o que yo nohabía visto. Con las antiguas no

había problemas, partiendo de lopoco que me acordaba y con lomucho que ponía de mi cosecha,podía perfectamente salir del paso.Sólo una vez me atreví a contar unaque no había visto. Fue cuando mellamó doña Filiberta, la dueña de laúnica pastillería de la Oficina.

La anciana, un tanto loca segúnla gente, estaba por morir y queríaque le contara un viejo film (dijofilm) de Libertad Lamarque. Lapelícula se llamaba Besos brujos, ydoña Filiberta, poniendo los ojos enblanco, dijo que le traía recuerdos de

un amor inolvidable. Me contó que laescena que más recordaba eracuando Lamarque, bañándose en unbello lago de aguas azules (aunquelas películas en esos tiempos eran enblanco y negro, ella dijo aguasazules), cantaba una canción preciosaque se llamaba Como el pajarito.

—¿La viste, niñita? —mepreguntó.

Yo le mentí, le dije que sí, peroque no me acordaba mucho. Quecuando la vi era muy chica. Pero siella me refrescaba un poco lamemoria... La anciana, además de

hacerme una larga sinopsis, convariados detalles de trajes ypaisajes, me cantó entera la cancióndel pajarito. Con todo eso armérápidamente una historia y estuvecontándole la película hasta que sequedó dormida.

Doña Filiberta, que ya teníanoventa y dos años de edad, y quehabía enviudado tres veces, muriódos días después de haber estado yoen su casa. Sus familiares, luego delfuneral, contaban como anécdota quela abuela Fili, como le decían, habíadicho que la película que la niñita le

contó «no andaba ni por las tapas»de la que ella había visto, pero quede todas maneras le había gustadomucho. Incluso más que la otra.

«La otra apenas duraba una horay cuarto», dijo sonriendo. «Y estaniñita me contó una de casi doshoras».

Decían los deudos que habíamuerto feliz.

27

LOS pedidos de películas a

domicilio los cumplía a la hora de lasiesta, pues en las mañanas asistía ala escuela y por la tarde me tocaba iral cine. Mis hermanos, entrereclamos y pataletas, a instancias demi padre se turnaban para ayudarmeen el traslado del cajón de té. Medejaban en la vivienda de donde mehabían llamado y se iban a jugar.Quedaban de pasar a buscarme en

una hora; una hora era el términomedio que ocupaba en contar mispelículas. Pero siempre se quedabanjugando y yo tenía que arreglármelassola. Algo así ocurrió el día nubladoen que le fui a contar una devaqueros al prestamista de laOficina.

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NUESTRA Oficina era úna de

las más pobres del cantón. La genteno tenía qué ver ni qué hacer en laslargas tardes pampinas. No habíafilarmónica donde ir a bailar, nocontábamos con banda de música quetocara retretas los fines de semana enel quiosco de la plaza. Ni siquierateníamos día de tren, que en las otrasoficinas donde había, estaciónferroviaria era toda una fiesta.

Sólo nos quedaba elcinematógrafo.

Pero el sueldo no siemprealcanzaba para pagar un boleto. Todoel mundo vivía de fiado, y paraconseguir algo de dinero antes de losdías pago, la mayoría acudía aempeñar la tarjeta donde elprestamista.

Don Nolasco se llamaba elprestamista.

Era un hombre largo, todo llenode huesos, huraño como un perro dedesierto. A la larga había llegado aconvertirse en. el hombre más odiado

de la Oficina. No sólo por usurero,sino porque además trabajaba devigilante en el único pasaje desolteros del campamento. Allí debíacuidar que los hombres no entraranlicor ni mujeres a sus camarotes. Yen eso don Nolasco era tan estrictocomo para cobrar sus préstamos.

Nada se le pasaba a sus ojos debúho.

Los jueves, día de suple, eracomún ver a las esposas de obrerosrogándole que, por favor, se pagarade la mitad ahora, don Nolasco, y elresto lo dejamos para la otra semana,

¿qué le parece? Mire que tengo quecomprarle leche a la guagua.

Pero no había caso, el hombreera duro e insensible como uncostrón de caliche.

Yo un par de veces acompañé ami mamá a empeñar la tarjeta de mipadre y vi la cara inexpresiva delhombre.

De verdad, parecía hecho depuro hueso.

Nadie nunca lo había vistosonreír.

29

EL hombre vivía en una casa

oscura y silenciosa, en la últimacalle de la Oficina, por el ladoponiente. Era domingo cuando fui acontarle la película.

Y estaba nublado.Las calles, como siempre a la

hora de la siesta, se veían solitarias.Más aún ese día que en la cancha defútbol, en las afueras delcampamento, se jugaban las finales

del campeonato local. El fútbol eralo otro que salvaba a la gente delárido hastío de la pampa.

Cuando llegamos a su casa conmi hermano Manuel (que mi padrehizo venir de la cancha para que meayudara), el prestamista salió a lapuerta, me miró fijo y preguntó paraqué era el cajón. Cuando le expliqué,dijo lacónico:

«Sin disfraces».Manuel, contentísimo, se

devolvió de inmediato con el cajón ala casa y, de ahí, a toda carrera, a lacancha. Yo al principio pensé que el

caballero quería imaginarse lospersonajes a su antojo. Algo que mepareció bien. Pero luego intuí un dejode malicia en su actitud. Sinembargo, no hice caso de lacorazonada. Pensé que debía ser lainfluencia de ver tantas películas.

El prestamista vivía solo. Lacortina de la ventana estaba cerraday la casa se veía penumbrosa. Mellamó la atención lo atiborrado de lapieza del living, tantos mueblesantiguos y baúles polvorientos. Micasa tal vez no tenía muebles, peroera mucho más luminosa que aquella.

Los anaqueles estaban repletosde artefactos que la gente iba aempeñar: radios, máquinasfotográficas, juegos de loza, cortesde casimir inglés. Imaginé dentro delos baúles cientos de relojes yanillos de oro. En la esquina de unaparador, atado con elásticos debilletes, se veía el fajo de tarjetas desuple empeñadas por la gente. Todoel campamento sabía que elprestamista era tan receloso quellevaba las tarjetas con él a todoslados, incluso a la garita dondetrabajaba, esto por si a algún obrero

le caía plata del cielo y quería retirarla suya. El hombre recibía plata lasveinticuatro horas del día.

Don Nolasco se sentó en unsofá. Yo, de pie frente a él, comencéa contar la película. Me había pedidouna de John Wayne, una que habíanpasado en el cine hacía poco. Porprimera vez sentía que me temblabanlas piernas. Por primera vez nohallaba las palabras para comenzarmi relato. Me repelé por haberdejado ir a mi hermano.

Sentía miedo.El hombre era como el malo del

pueblo.Cuando recién comenzaba la

narración me interrumpió toscamentepara decirme que él no oía bien conun oído, que me acercara más.Después me dijo que mejor lecontara la película sentada en suspiernas.

Lo dijo en un tono cortante queno me atreví a desobedecer.

Sentada en los huesos de susrodillas, comencé de nuevo. Elhombre me veía de manera rara. Medi cuenta entonces de que la películale interesaba un comino. Pero ya era

tarde. En esos momentos elprestamista me comenzó a hacer loque me hizo. El miedo volvió micuerpo de gelatina y no atiné a nada.El hombre hizo lo que quisoconmigo, sobre todo de la cinturapara abajo.

Aunque yo algo había hecho conalgunos amigos de mis hermanos, porlos tiempos en que los acompañaba alas calicheras viejas, eso no habíasido más que juegos de niños. Ahorasentí que me habían desgarrado pordentro.

Salí de allí como alunada.

Mientras caminaba de vuelta acasa, como pisando sobre esponjas,fui dejando caer una a una el puñadode monedas que el hombre me puso ala fuerza en las manos antes dedejarme ir. Una infinita sensación devergüenza embarazaba mi espíritu.Me sentía impura hasta para recibirel aire que respiraba.

Al doblar la esquina de micorrida divisé a mi padre en lapuerta y traté de disimular lo mejorque pude. No quería verlo sufrir másde lo que ya sufría. Mi pobre viejodormitaba con la cabeza abatida

sobre el pecho. Mis hermanos lohabían dejado allí, acompañado desu botella de vino. Me quedémirándolo un rato hundido en susillón de ruedas —inservible de lacintura para abajo—. Entonces, desúbito, y de una oscura manera,comprendí la razón de fondo de porqué mi madre lo había abandonado.

Recordé, además, que cuandoella se fue el cielo estaba nublado.

30

POR la tarde fui al cine como

siempre. Luego, en la casa, conté lapelícula rápidamente y sin ningúnentusiasmo. Dije que me dolía lacabeza. Menos mal que había casipuros niños y los reclamos fueronpocos. Después llevé a mi hermanomayor para el patio y, sentados en undurmiente, le conté lo sucedido.

Para mi propia sorpresa se loconté sin llorar. Estaba embargada

de una rara serenidad que memantenía como en el aire. El me oyótodo el rato en silencio.

No pronunció una sola palabra.Casi ni pestañeó.Al final —presa de un vago

sentimiento de culpa— me quedé conla sensación de que no debíhabérselo contado.

31

DOS semanas después, una

mañana de jueves, día de suple,hallaron muerto al prestamista en sugarita de vigilancia. Estaba tirado enel piso de tablas baldeadas conpetróleo, con todas las tarjetas desuple esparcidas sobre su cadáver.Lo habían matado a golpes con elmango de una pala.

Los cuatro carabineros queconformaban la dotación del retén —

todos gordos y fofos de inactividad—, por fin tuvieron algo en queentretenerse. Aparte de envenenarperros y recorrer las callesdisplicentemente, con las manosenlazadas a la espalda, el únicotrabajo policial que hacían erallevarse detenidos cada fin desemana a un par de borrachitos paraque barrieran el retén y les limpiaranel culo a los caballos.

Los primeros sospechososfueron los dueños de las tarjetasempeñadas. Los carabinerosinterrogaron a cada una de ellos, en

especial a los maridos de un par demujeres que para recuperar lastarjetas —todo el mundo en elcampamento lo sabía— se iban ameter por las noches a la casa delprestamista.

Pero todos salieron libres depolvo y paja.

Como el muerto no teníafamiliares conocidos, pasado unbreve tiempo los habitantes de laOficina se olvidaron del asunto, y anadie le importó que su asesinato sequedara sin esclarecer. Por elcontrario, eran muchos los que no

podían disimular su cara de contento,pues con su muerte la deuda de cadauno de ellos quedaba anulada. Sedecía que hasta los carabinerosandaban con una risa de oreja aoreja. También a ellos don Nolascolos tenía acogotados con préstamos.

Además, por esos mismos díasse anunció en el cine la película Losdiez mandamientos.

Todo el mundo no hablaba sinode eso.

32

EL tiempo transcurrió lento y

despacioso, como debe detranscurrir, creo yo, en todos losdesiertos del mundo. Yo estaba porcumplir trece años, usaba minifalda(recién inventada por Mary Queen) yseguía contando mis películas.

Cada vez tenía más público.Había niños a los que sus

padres les daban dinero para el ciney ellos preferían ir a mi casa, dar una

donación mínima y gastarse el restoen embelecos. Y muchos adultosanalfabetos, cuando la película «eracon letras», optaban por oírlacontada por mí antes que ir al cine yno entender nada. Y descubrí tambiénque había gente que venía a oírme noporque no pudiera pagarse la entradaal cine, sino porque lo que realmentele gustaba era que le contaran laspelículas.

Algunos decían que yo era tanbuena para caracterizar personajes,que, con sólo pestañear, podía pasarde la expresión de candor de

Blancanieves a la fiereza del león dela Metro Goldwyn

Mayer. Y que oírme era comooír esos radioteatros que transmitíandía a día desde la capital, pues,además de imitar voces y ponercaras, sabía mantener en suspenso ala audiencia.

Por ese tiempo descubrí que atoda la gente le gusta que le cuentenhistorias. Quieren salirse por unmomento de la realidad y vivir esosmundos de ficción de las películas,de los radioteatros, de las novelas.Incluso les gusta que les cuenten

mentiras, si esas mentiras están biencontadas. De ahí el éxito de losestafadores hábiles en el habla.

Sin pensarlo siquiera, yo habíallegado a convertirme para ellos enuna hacedora de ilusiones. En unaespecie de hada, como decía lavecina. Mis narraciones de películaslos sacaban de esa nada agria que erael desierto y, aunque fuera por unrato, los transportaba a mundosmaravillosos, llenos de amores,sueños y aventuras. A diferencia deverlos proyectados en una pantallade cine, en mis narraciones cada uno

podía imaginar esos mundos a suantojo.

Alguna vez leí por ahí, o vi enuna película, que cuando los judíoseran trasladados por los alemanes enesos cerrados vagones de ganado —con sólo una ranura en la parte altapara que les entrara un poco de aire—, mientras iban cruzando lascampiñas olorosas a hierba húmeda,elegían al mejor narrador entre ellosy, haciéndolo trepar sobre sushombros, lo subían hasta la ranurapara que les fuera describiendo elpaisaje y contándoles lo que veía al

paso del tren.Yo ahora soy una convencida de

que entre ellos debió haber muchosque preferían imaginar esasmaravillas contadas por sucompañero, a tener el privilegio demirar ellos mismos por la ranura.

33

MESES después murió mi

padre.Expiró una tarde en la casa,

sentado en su sillón de ruedas,mientras yo contaba una películamexicana. Creo que fue justo en losinstantes en que me oía interpretarElla, el tema más hermoso de JoséAlfredo Jiménez.

Yo no podía saber que esacanción le traía el recuerdo de la

traición de mi madre.

Me cansé de rogarle,me cansé de decirle

que yo sin ellade pena muero.

Ya no quiso escucharme,si sus labios se abrieron

fue pa'decirme: «Ya no te quiero»

Se quedó ahí, bien sentadito ensu sillón, con su manta bolivianacubriendo sus piernas inútiles; sequedó con los ojos abiertos, aferradoa su tazón de vino rojo. Sólo nos

dimos cuenta de su muerte al final demi narración, cuando no rompió enaplausos como era su costumbre.

El practicante de la Oficinahabló de un infarto.

Además del dolor de quedarnossolos en el mundo, estaba elproblema de la casa: mis hermanos yyo nos íbamos a quedar sin tenerdonde vivir. Después del accidente,la compañía le había dejado seguirusando la vivienda a mi padre sólopor su impecable hoja de vidalaboral. En todos sus años de trabajojamás se ausentó, ni siquiera por

enfermedad. Trabajaba de lunes adomingo, incluyendo los díasfestivos, sin excluir Navidad ni AñoNuevo, y hasta dos turnos seguidos siera necesario (esa era una de lascosas que le reprochaba mi madre).Pero ahora que él no estaba y nohabía ninguna persona mayor querespondiera por la familia, lo normalera que tuviéramos que entregar lacasa. Por suerte, a Mariano, que lefaltaban sólo algunos meses paracumplir los dieciocho años, le dieronun trabajo de mensajero. De esemodo la compañía nos dejó seguir

habitando en ella.Mucha gente dijo que había sido

por lástima del señor administrador.Pero yo, con mis trece años yacumplidos —con un cuerpo querepresentaba no menos de dieciséis—, me daba cuenta de que no habíasido por lástima.

Lo supe por cómo el gringo nodejó de mirarme en el cementerio eldía del funeral de mi padre.

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DE modo que seguimos

viviendo en la Oficina y ocupando lamisma vivienda, asignada ahora a mihermano mayor. Ese año yo salí de laescuela —con mi sexto año depreparatoria cumplido— y pasé a serla dueña de casa. Además de hacerlas camas y lavar los platos, tuve queaprender a cocinar y a lavar la ropa.

Por las tardes seguía contandopelículas.

Casi al cumplir los catorce, lamisma edad en que mi madre tuvo asu primer hijo, me hice amante delseñor administrador. Pero durante eltiempo transcurrido entre la muertede mi padre y la llegada de miscatorce años, ocurrió una serie desucesos en mi vida, un rosario decircunstancias nefastas que me fueronllevando irremediablemente a losbrazos del gringo. Un gringo viejo ycolorado, de «asinatrados» ojosazules, que hacía rato me andaba«tallando el naipe», como decía mipadre de los hombres que él creía

andaban detrás de mi mamá.Lo de «asinatrados ojos

azules», ya lo saben, es por FrankSinatra, otro de mis actoresfavoritos.

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LO primero que ocurrió

después de la muerte de mi padre fuela tragedia de mi hermanitoMarcelino. Una noche, mientrasjugaba a las escondidas en elcallejón, fue atropellado por lasruedas traseras del camión de labasura. Murió en el acto.

¡Cómo lloré aferrada a sucabecita de libro!

Tiempo después, mi hermano

Mirto, que nunca había pololeado, seengolosinó con una viuda joven queandaba de visita en la Oficina, unaviuda negra que le sorbió el seso detal manera que no dudó en irse conella a la ciudad de Coyhaique. ¡Másde cuatro mil kilómetros al sur delpaís!

Se fue sin avisarle a nadie,Él tenía dieciséis años, la viuda

veintiocho.Después, un club de fútbol

profesional que andaba de gira por elnorte, hizo un partido de exhibicióncon un equipo de la Oficina. Cuando

vieron jugar a mi hermano Manuel seencandilaron de tal manera con susfintas y cachañas, que se lo llevarona la capital para entrenarlo en lasdivisiones inferiores.

Por lo menos él se despidió.Sin embargo, lo verdaderamente

triste —tan triste como la muerte deMarcelino— fue lo que ocurrió conMariano, mi hermano mayor. Comoya trabajaba en la Compañía yganaba un sueldo de hombre grande,se puso bueno para el trago. Deltrabajo se pasaba a beber con susamigos. Una noche, borracho como

tagua, se le ocurrió contar en elmesón de la fonda, y a toda boca, queél había matado al cabrón delprestamista. Dos días después lovinieron a buscar los detectives delpuerto y se lo llevaron detenido.

Nunca dijo que le había dadomuerte para vengar la cochinada queel hombre me había hecho. Sólo selimitó a decir que fue por robarledinero, y que halló puras migas depan en los bolsillos del usurerocabrón.

Para rematar el cuadro, por esosmismos días llegó el primer aparato

de televisión a la Oficina, artefactoque, según auguraban todos, acabaríade una vez y para siempre con elcine. La detención de Mariano y lallegada de la televisión, cuestionesque ocurrieron casi al unísono, fue loque definió mi destino.

Con la ausencia de mi hermanome quedaba sin casa, con el asuntode la televisión corría el peligro dequedarme sin oficio.

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EL día que llegó el primer

aparato de televisión á la Oficina fueun verdadero espectáculo.

Don Primitivo, el dueño de lapastelería, había propagado a loscuatro vientos que viajaba al puerto atraer «un radio con monos». Inclusoya se había mandado a hacer unaantena de cobre de seis metros dealto. Así las cosas, la tarde quedesembarcó de la góndola con una

enorme caja de cartón como únicoequipaje, estaba la mitad delcampamento esperándolo.

El más corpulento de losjóvenes se echó al hombro la cajaque decía Westinghouse y echó aandar rodeado por el gentío.Mientras una manga de niños saltabaa su alrededor tratando de tocarla,los más viejos, éxcitados por laemoción, le decían que se fueradespacito por las piedras elmuchacho, que esos bicharracos erandelicados. Como si de verdad sehubiese tratado de la imagen de la

Virgen de la Tirana, el aparato llegóa la pastelería seguido de unaverdadera procesión de fieles.

Eso a mí me lo contarondespués. A esas horas yo estabaviendo una de cowboys, con GaryCooper. Cuando llegué a casa nohabía nadie esperando. Me hice unataza de té y me la tomé tratando de nopensar en nada más que en lapelícula recién vista.

Esperé un rato sentada en lamesa.

Luego, me ceñí el cinturón conlas pistolas de palo y el sombrero de

ala ancha, y frente al espejo me pusea practicar la «mirada de acero» deGary Cooper. Ejercité un rato el«saque»: desenfundaba las pistolaslo más rápido posible, disparaba, lashacía girar en el índice y las volvía aenfundar.

Hacía poco había aprendido quelos cowboys engrasaban lacartuchera y pulían el punto de mirapara sacar más rápido. Mis pistolasno tenían punto de mira, de modo quesólo me quedaba engrasar lascartucheras. Mañana mismoconseguiría un trozo de grasa en la

pulpería.Después me paré en la puerta.Pero no llegó nadie.Alguien que pasó corriendo me

gritó desde la otra vereda que toda lagente estaba donde don Primitivo,viendo la novedad de la televisión.

Cerré la casa y me fui a ver quétanta bulla.

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EN la pastelería, con el

catálogo en las manos, ayudado porel electricista del campamento,estaba don Primitivo afanado enhacer funcionar el armatoste. Lohabía instalado en una de las repisasdetrás del mostrador, entre losfrascos de caramelos y el soporte delos cigarrillos. El boliche estaballeno como nunca. Hasta la pareja decarabineros, que hacía su primera

ronda nocturna, se había quedado enel local a ver la novedad.

Mientras el electricistaverificaba enchufes y conexiones,don Primitivo, escudriñando elcatálogo como si se tratara del mapade un tesoro pirata, hacía girarperillas y apretaba botones comomalo de la cabeza. En tanto, en eltecho dos hombres dirigían la antenasegún la gente abajo iba gritando acoro:

«¡Más allá!».«¡Un poquito más acá!».«¡Más acá!».

«¡Un poquito más allá!».Todo el mundo permanecía con

la vista clavada en la pantallaesperando ver en cualquier momentoalgo así como una aparicióncelestial. Sin embargo, con uninsufrible chicharreo, lo que se veíaeran puras rayas o puntitos enebullición, algo parecido a la plagade langostas que yo había visto enuna película.

Pasado un rato, en la pantallacomenzaron a verse las primerasimágenes de lo que parecía ser unapelícula de guerra. Las figuras se

veían borrosas, como de personasmoviéndose bajo el agua. Pero no seoía absolutamente nada, sólo lafritanga de sopaipillas —que esoparecía el chicharreo— y, de vez encuando, intermitentemente, algunosretazos de frases que entusiasmabana la concurrencia.

En los fugaces momentos en queimagen y sonido confluían, la gentearmaba una escandalera tremendagritando a los hombres de la antena:

«¡Ahí sí!».Pero luego volvía el chicharreo

y la plaga dé langostas.

Yo miraba a las personasapelotonadas frente al aparato —muchas de ellas asiduas a misnarraciones— y veía cómo lesbrillaban los ojitos en esos segundosTen que coincidían imagen y sonido.Les brillaban igual que cuando en micasa, luciendo la máscara del Zorro,yo hacía una cabriola con la espada yde tres certeros tajos dejaba la Zclaramente dibujada en el aire.

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SALÍ de la pastelería con

sensaciones encontradas. Por unaparte, intuía que era verdad lo que sedecía: que si la televisión lograbapropagarse iba a matarindefectiblemente al cine. Pero sentíatambién una pequeña esperanza parami oficio, pues luego de ver de quése trataba el asunto, me dijeconvencida que nadie iba a preferirmirar esas imágenes fantasmales —y

en esa caja tan fría— en vez de oírcomo yo contaba las películas.

Aunque me daba perfecta cuentade que el aparatito ejercía unafascinación irresistible sobre quienlo miraba, también supe que una vezpasada la novedad, iban a despertar,se iban a sacudir el hechizo igualcomo los perritos se sacuden el agua,e iban a volver de nuevo al cine y alliving de mi casa.

Yo volvería a contar mispelículas.

La tele —como ya le llamabanalgunos tuteándola— era algo así

como un chicle nuevo: una vezmasticada lo suficiente, ya no lesentirían gusto a nada y la escupiríansin remedio.

Ya lo iban a ver.

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CUANDO llegó la televisión,

hacía una semana que se habíanllevado preso a mi hermano. Unamañana de lunes, cuando yacomenzaba a preguntarme por quénadie de la compañía venía acomunicarme que debía entregar lacasa, apareció la roja cara del señoradministrador enmarcada en laventana.

Aunque en la pampa chorrea sol

casi todos los días del año, aquellaera una de esas raras mañanasnubladas. Para entonces yo ya teníaclaro que las cosas malas mesucedían en días nublados. Si eracierto aquello de que «las arañassólo tejen en días nublados», comodecía mi padre que repetía siempresu abuela, mi mala suerte vendría aser una especie de araña de las máslaboriosas.

Cuando el gringo se asomó porla ventana y llamó con su cómicoacento extranjero, yo tenía puesto elvestido de mi madre, el de lunares

rojos con vuelitos que papá tantoodiaba y que a mí ya me quedabaperfecto.

Lo hice pasar.Entró mirándome igual como me

había mirado en el cementerio. Conese mismo brillito que vi en los ojosdel prestamista cuando yo, la muybabieca, le contaba la películasentada en sus rodillas. Pero el señoradministrador era mejor parecidoque el viejo roñoso del prestamista.Y tenía los ojos azules. La gentedecía que era un gringo simpático.

Usaba sombrero panamá.

Fumaba en pipa.Hablaba un español que

causaba risa.También se decía que era

casado cuando llegó por estos pagos,pero que su mujer prefirió volverse asu país cuando vio el insufriblepaisaje del desierto de Atacama.«Aquí las mujeres se convierten enestatuas de sal», dicen que dijo.

El señor administrador mepreguntó si sabía que tenía queentregar la casa.

Le dije que sí.Me preguntó si tenía dónde

irme.Le dije que no.Me preguntó si me quería

quedar.Le dije que sí.Me preguntó si sabía hacer otra

cosa que contar películas.Le dije que no.Entonces me quedó mirando.

Expertamente. Como se miraría a uncaballo de carrera. Luego, le dio unapensativa chupada a su pipa ycomenzó a pasearse recortado contrala pared blanca donde yo contabamis películas. Me puse a observarlo

en silencio. Cuando se detuvo y,mesándose la barbilla, volvió amirarme, recordé —por su gesto demesarse la barbilla— haberlo vistouna vez en casa hablando con mimadre. Eso fue por el tiempo en quemi padre aún trabajaba.

«Veremos qué se puede hacerpor ti, muchacha», dijo al final.

El asunto fue que terminétrabajando de empaquetadora en lapulpería y por las noches durmiendoen los brazos del señoradministrador. Aunque no estábamosen el campo, y aquí no se estilaba, yo

tenía catorce años y el gringocincuenta y uno.

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LA televisión se fue

apoderando del campamento comouna epidemia desconocida yaltamente contagiosa. Y al parecer,sin antídoto conocido.

Después de la pastelería de donPrimitivo, fue en el Club deEmpleados donde instalaron unnuevo aparato. Después en elSindicato de Obreros. Después en lapastillería de la finadita doña

Filiberta. Después la gente empezó aencalillarse y a comprar su propioaparato. Antes de un año todos teníanuno en su casa. Los obreros, de 14pulgadas; los empleados y jefatura,de 23. Los techos de las corridas decasas se convirtieron en bosques deantenas y una jerga de palabrasnuevas comenzó a oírse por todoslados: audio, señal, selector, canal,set.

La televisión había llegado paraquedarse.

Por primera vez en el cine secomenzó a ver filas enteras de

asientos vacíos. De igual forma, lagente dejó de ir a sentarse a la plaza.Hasta las calles comenzaron a versemás desiertas de lo que siempre seveían, sobre todo a la hora que en latele se daba Bamabás Collins, unaempalagosa serial de vampiros.

En cuanto a mí, sólo de vez encuando alguna anciana enferma —ysin televisor— me mandaba a buscarpara que le contara una películaantigua. O me invitaban a cantar en elSindicato de Obreros como númerode relleno en alguna velada artística.

En esas ocasiones, aunque los

aplausos ya no eran los mismos, yovolvía a ser feliz.

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FUE por ese tiempo que

ocurrieron algunas cosas quecambiaron el mundo. Aparecieronlos hippies. El hombre llegó a laLuna (lo mostraron por televisión).Salvador Allende llegó al poder. Unavez pasó el comandante Fidel Castropor la calle principal delcampamento (sólo alcanzamos averle la barba flotando tras losvidrios de una camioneta).

En el sur, en su pueblo natal, sesuicidó mi madre. Se colgó de unahiguera. Dijeron que había sido conuno de sus pañuelos de seda, esosque tanto adoraba.

Yo me enteré dos mesesdespués.

Entretanto se produjo el golpede Estado del general Pinochet. Conel golpe desaparecieron muchascosas. Desapareció gente.Desapareció el tren. Desapareció laconfianza.

Desapareció el señoradministrador.

Pusieron un militar a ocupar supuesto. Yo volví a quedar sola. Él sefue sin despedirse. Decían que sehabía vuelto a su país (otrosmurmuraban que lo habían fusilado).Al final le había tomado cariño algringo. Aunque a veces seemborrachaba y me golpeaba, no eramala persona.

Hasta me regaló un televisor.En el fondo era un solitario y un

sentimental. Sufría mucho por suesterilidad. De alguna forma eracomo mi padre: inútil de la cinturapara abajo.

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DESPUÉS, ya se sabe, vino el

cierre de la Oficina. Se fue toda lagente.

Se iban llorando.Yo me quedé. Me quedé sola.

No tenía adonde irme ni con quiénirme.

De mí hermano Mirto, que seescapó con la viuda, nunca más supe.Lo mismo que de Manuel, elfutbolista; jamás se le oyó nombrar

en algunos de los clubes de lacapital. Alguien me dijo una vez quelo vieron borracho en un burdel deValparaíso.

Y Mariano aún está en la cárcel.Cuando estaba por cumplir lacondena por la muerte delprestamista, tuvo un altercado conotro reo y lo mató. El quedó herido.Lo condenaron a otros tantos años.Sólo un par de veces pude ir avisitarlo.

Me pidió que no fuera más.Que le hacía mal.A mí también me hacía mal. En

sus gestos veía el gesto de los malosde las películas (hablaba escupiendopor el colmillo). Además, después dematar al prestamista había dejado detartamudear. Y eso a mí me causabauna especie de pavor inexplicable.

Mi última visita fue cuando lellevé la noticia de la muerte denuestra madre.

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CREO que soy la única mujer

que vive sola en un pueblo fantasma.Aquí las oficio de guía. Ofrezcofolletos que hablan sobre la historiadel salitre, ofrezco fotos antiguas,revistas Ecran, muñecas de trapo,camioncitos de lata, cosas queencuentro en mis recorridos por lascasas abandonadas.

Alguna gente que viene a ver losrestos de esta salitrera me pregunta,

atónita, que cómo pudimos vivir enestos peladeros.

El paisaje se les antoja pocomenos que una provincia delinfierno.

Yo les respondo orgullosa quepara nosotros era el Paraíso. Lescuento la vida que llevábamos en elcampamento. Aquí nadie se moría dehambre. Nos ayudábamos unos aotros. Por las noches podíamosdormir con la puerta abierta y nopasaba nada. Los visitantes meescuchan incrédulos. Algunos comocon lástima. No faltan los que me

tratan de nostálgica. De romántica.De folletinesca.

Muchos me creen loca.A mí no me importa. Al

contrario, cuando estoy másinspirada los traigo a esta casa —olo que queda de ella—, que es lacasa donde viví toda la vida. Aquíles cuento la historia de la niñacontadora de películas. Me escuchanasombrados. Sobre todo los jóvenes;en el mundo tecnológico de ahora,una contadora de películas se leshace increíble.

Al atardecer, cuando se retiran

en sus vehículos a sus ciudades,vuelvo a ser lo que soy: el fantasmade un pueblo abandonado.

¿O acaso una estatua de sal?Me subo entonces a la torre de

la iglesia a contemplar el horizonte.Cada crepúsculo es como lapanorámica final de una viejapelícula, una película en tecnicolor ycinemascope —el ruido del vientobatiendo las calaminas es la bandasonora—. Una película repetida díatras día. A veces triste, a vecesmenos triste.

Pero su final siempre es el

mismo:Al fondo de ese gran telón

atardecido veo alejarse a mi padreen su sillón de ruedas, veo alejarse amis hermanos, uno a uno, a mi madrecon sus pañuelos de seda al viento.Los veo irse como se fueron loshabitantes de la Oficina, los veodisiparse en el horizonte como unespejismo, mientras la música se vaapagando poco a poco y por sobresus siluetas emerge, rotunda, fatal, lapalabra que nadie en la vida quiereleer:

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AUNQUE ya saben el final de

la historia, hay algo sobre mi madreque no he contado. Que me entristececontar.

Hoy, sin embargo, lo haré.Piensen —como ocurría a veces

en el cine de la Oficina— que elpeliculero confundió los tambores yel medio de la película le quedó parael final.

Un día de invierno, por el

tiempo en que yo era la amanteoficial del señor administrador, llegóun circo al campamento. Un circopobre, con la carpa toda remendada.Entre los números venía unabailarina: Alguien vino a decirmeque era mi madre. Yo no quise ir averla. No por orgullo, ni por rabia,sino por lástima. Sentía lástima porella, por sus sueños truncos (igualque los míos), por la pobre vida quellevaría en ese circo miserable. Ellaentonces tendría unos treinta y seisaños. Yo tenía dieciocho, trabajabade empaquetadora en la pulpería y

era la querida de un hombre que mellevaba casi cuarenta años.

Un hombre que nunca se casaríaconmigo. Un hombre que, másencima, según murmuraba la gente,había sido también amante de mimadre.

En verdad éramos dos sueñostronchados.

Por eso aquella noche decidíencerrarme en casa y no ir a verla.No podía resistirlo. Después supeque hice bien, que además del pocopúblico asistente, el espectáculohabía sido patético.

La gente aplaudía por lástima.Después de la función, mientras

los payasos —que además oficiabande porteros, malabaristas y magos—desarmaban la carpa, sentí un ruidode tacones acercándose por la aceray detenerse ante la puerta. Me puse atemblar. Después golpearon. Ya nome quedó ninguna duda. Era elmismo modo de golpear de mimadre. Me apoyé detrás de la puertaluchando contra los deseos de abrir.Del otro lado se oía su respiración.«Hija, ábreme», decía entre sollozos.Yo también lloraba. Eramos dos

náufragas agarradas a la misma tabla.La casa, la calle, el campamento,dejaron de existir. Sólo estábamosella y yo a cada lado de una puerta.

Sólo ella y yo como a cada ladodel mundo.

Pasado un rato se cansó dellamar y oí el ruido de sus taconesalejándose. Mientras algo de míquería correr tras ella, mi manopermanecía agarrotada al picaporte.Estuve tres días llorando sindescanso.

Después, cuando supe de sumuerte, no derramé una sola lágrima.

Fue como si esa película ya lahubiera visto dos veces.

Este libro se terminó deimprimir

en el mes de enero de 2011,los talleres de Salesianos

Impresores S.A.Santiago de Chile.

SINOPSIS

MARÍA Margarita es una niña

con el extraño don de contarpelículas.

Cuando al poblado llega una deMarilyn Monroe, Gary Cooper oCharlton Heston, o una mexicana conhartas canciones, en su casa se juntanlas monedas exactas para un boleto yla mandan a ella a verla. Al llegardel cine tiene que contarle la películaa su padre, postrado en un «sillón de

ruedas», y a sus cuatro hermanos.Luego, ya famosa, a todo un públicoque la espera impaciente. Junto a lasperipecias de la niña, convertida depronto en la mejor contadora depelículas de la salitrera. HernanRivera Letelier va narrando lahistoria mágica de los cines en lapampa, en sus tiempos de esplendory decadencia.