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53 LA CIUDAD DE LOS CÉSARES EN LA FRONTERA DE LA HISTORIA. ANÁLISIS DE LA RELACIÓN DE BENITO DELGADO DE 1777 Tamara Alvarado * Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile Este artículo propone un análisis de la obra de Benito Delgado del siglo XVIII dedicado al intento de alcanzar la mítica Ciudad de los Césares, mito originado en los comienzos de la conquista española del territorio austral. Se propone una aproximación a la voz española pero también indígena posible de ser escuchada a lo largo del relato, como dos formas de aproximación al mito y, en particular, como una forma de resistir el avance español en el territorio fronterizo, por parte de las comunidades nativas. Así también, como un mito que perpetúa las lógicas de conquista ya bien entrado el sistema colonial en el resto del territorio. Palabras Claves: Ciudad de los Césares, Resistencia indígena, Mito e Historia CAESARES’ CITY ON THE BORDER OF HISTORY. ANALYSIS OF THE RELATIONSHIP OF BENITO DELGADO 1777 I propose an analysis for XVIII century Benito Delgado’s work, where it is reported the intent to conquest the mythical Cesares’ City, a myth originated at the beginnings of Spanish conquest. I assess an appro- ximation to the voices of both, Spanish conquerors and native communities, as two ways to construct this myth and, particularly, as a way of resistance to Spanish advancing at frontier territory. It is a myth that it was capable to perpetuate the conquest logics when colonial system was already well established in the rest of country. Key Words: Cesares’ City, Native resistance, Myth and History Artículo Recibido: 19 de Mayo de 2016 Artículo Aceptado: 23 de Junio 2016 * Magíster en Historia, P. Universidad Católica de Valparaíso. E-mail:[email protected] Intus-Legere Historia / issn 0718-5456 / Año 2016, Vol. 10, Nº 1 doi: 10.15691/07176864.2016.003

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    LA CIUDAD DE LOS CÉSARES EN LA FRONTERA DE LA HISTORIA.

    ANÁLISIS DE LA RELACIÓN DE BENITO DELGADO DE 1777

    Tamara Alvarado *Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile

    Este artículo propone un análisis de la obra de Benito Delgado del siglo XVIII dedicado al intento de alcanzar la mítica Ciudad de los Césares, mito originado en los comienzos de la conquista española del territorio austral. Se propone una aproximación a la voz española pero también indígena posible de ser escuchada a lo largo del relato, como dos formas de aproximación al mito y, en particular, como una forma de resistir el avance español en el territorio fronterizo, por parte de las comunidades nativas. Así también, como un mito que perpetúa las lógicas de conquista ya bien entrado el sistema colonial en el resto del territorio.

    Palabras Claves: Ciudad de los Césares, Resistencia indígena, Mito e Historia

    CAESARES’ CITY ON THE BORDER OF HISTORY. ANALYSIS OF THE RELATIONSHIP OF BENITO DELGADO 1777

    I propose an analysis for XVIII century Benito Delgado’s work, where it is reported the intent to conquest the mythical Cesares’ City, a myth originated at the beginnings of Spanish conquest. I assess an appro-ximation to the voices of both, Spanish conquerors and native communities, as two ways to construct this myth and, particularly, as a way of resistance to Spanish advancing at frontier territory. It is a myth that it was capable to perpetuate the conquest logics when colonial system was already well established in the rest of country.

    Key Words: Cesares’ City, Native resistance, Myth and History

    Artículo Recibido: 19 de Mayo de 2016Artículo Aceptado: 23 de Junio 2016

    * Magíster en Historia, P. Universidad Católica de Valparaíso. E-mail:[email protected]

    Intus-Legere Historia / issn 0718-5456 / Año 2016, Vol. 10, Nº 1doi: 10.15691/07176864.2016.003

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    El mito de la Ciudad de los Césares recorrió a lo largo de los siglos el territorio descubierto y conquistado por el español en América del Sur. Pero por sobre todo, se anidó en lo inhóspito y pendiente de nuestro suelo austral, convidando a más de un hombre a seguir sus huellas, y a perderse en esta fantástica ciudad. Sus orígenes, su ubicación, su contenido, todo ello rondó el imaginario colonial chileno y argentino hasta nuestros días1; al tiempo que la historiografía también le dedicaba líneas ya muy tempranamente. La crónica de ayer y la historia de hoy han puesto sus ojos en la mítica ciudad: si era cierta o falsa, si existió y dónde, si su población era española, indígena, holandesa, inglesa u oriunda de la antigua Osorno. Todo ello se planteó y replanteó a lo largo de estos cinco siglos1 por la pluma historiográfica y literaria, pues en su núcleo más recóndito estuvieron los anhelos, miedos, fantasías y realidades del hombre de la frontera, de aquel conquistador permanente que debió habitar el territorio chileno hasta bien entrado el siglo XIX. No hubo separación posible entre ficción y realidad, allí donde lo desconocido compartía vecindad, en donde avanzar un poco más podía abrir las míticas puertas de un nuevo Paraíso.

    Tal era la situación de Chile entre 1598 (con la batalla de Curalaba) y el período que va entre 1861 y 1883 con el proceso de ocupación de la Araucanía. Con la derrota española de finales del siglo XVI, el repliegue de la población hispana al norte del río Biobío implicó el abandono de un amplio territorio que, aún para 1598 no había sido explorado del todo. El misterio y todas sus potencialidades tomaron carta de ciudadanía desde entonces.

    Ese es nuestro objetivo, el territorio austral, espacio real y posible de contener la famosa Ciudad de los Césares, buscada por hombres del Rey y de Dios, arriesgando vidas y fortunas. Sin embargo se debe destacar que este mito no fue el primero que se proyectaba en tierras americanas al momento de la Conquista española, ya que tributa una larga tradición de utopías y paraísos terrenales que llegaron junto al con-quistador. No obstante, en la primera parte de este artículo ponemos en discusión la idea de una mera yuxtaposición del imaginario pre-moderno, haciendo dialogar este mito con dicha tradición, con el fin de identificar el contexto cultural en el que se origina y crece.

    1 En Urbina, M. Ximena. La frontera de arriba en Chile colonial. Valparaíso: Universitaria, 2009 se encuentra un completo recuento de las resonancias literarias que hasta el siglo XX ha generado el mito de los Césares.

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    Una vez asentados, nos detenemos en el siglo XVIII, a partir del relato de Benito Delgado2 en la relación de su viaje en 1777, realizado bajo el patrocinio de la goberna-ción de Chile. El objetivo de esta expedición era precisamente encontrar las poblaciones perdidas más allá de las regiones fronterizas, aquellos Césares que a estas alturas podían corresponder a los náufragos del siglo XVI tanto como a los antiguos pobladores de Osorno. El problema primordial será su ubicación geográfica de frontera, aislada entre un mar de poblaciones indómitas. De la riqueza documental de este texto, nos deten-dremos únicamente en el valor que se otorga ahí a la palabra del habitante indígena de la frontera, en tanto interlocutor no sólo válido sino necesario para la concreción del sistema colonial en esta frontera austral. Lo haremos precisamente para argumentar a favor de la modernidad fundante que proponemos para el origen de este mito, contrario en situación a lo pudo ocurrir con otras imágenes proyectadas directamente desde la literatura grecolatina o medieval.

    Para apoyar el análisis de la obra de Benito Delgado, nos detendremos al final de este artículo en algunos aspectos señalados por otra obra del mismo siglo, pero oriunda del otro lado del Atlántico: la creación utópica del angloparlante James Burgh,3 una obra indiscutidamente moderna que tributa a las teorías del idilio social elaboradas en el mismo período por Tomás Moro. Así, con James Burgh avanzaremos en la utopía que reconoce la potencialidad que aún para el siglo XVIII poseía la geografía fronteriza, para todos aquellos que tenían la oportunidad de pisar el Nuevo Mundo. Y si bien la utilización que hacemos de esta fuente se restringe solamente a posibilitar su comparación con la obra de Benito Delgado para así referir de mejor modo los argumentos a exponer, no deja de constituir por sí mismo, un texto de importante aporte a la reconstrucción del ideario utópico moderno, eclipsado seguramente por la figura de su contemporáneo Tomás Moro.

    Dicho lo anterior, proponemos que la leyenda de la Ciudad de los Césares en el siglo XVIII generó la perpetuación de la lógica de conquista propia del siglo XVI cuando ya en buena parte del continente se había asentado firmemente el sistema colonial. Su condición de aislamiento más allá de la frontera, sin conocerse jamás la exactitud de su

    2 «El P. Benito Delgado había nacido en 1736 y profesado en la Orden en 1753. procedente de la Provincia de Santiago de Galicia, España, llegó al colegio de Chillán en 1764. estaba asignado a la Misión de Arique cuando se le encomendó el trabajo de acompañar la expedición (1777). Después aparece como misionero en Tucapel (1786) y presidente de la Misión de Valdivia (1790). Fue Guardián del Colegio de Chillán entre 1792 y 1795, y falleció el 12 de julio de 1797 en el mismo Colegio.» en Delgado, Benito. Diario del R.P. Benito Delgado capellán de la espedición que se hizo para el descubrimiento de la ciudad de los Césares 1778. Santiago, Publicaciones del Archivo Franciscano, 1995, p. 5

    3 Para conocer parte de la biografía de este autor, remitimos a la nota introductoria realizada por el traductor de la obra, Eugenio Pereira Salas, en Burgh, James. Un relato de la colonización, de las leyes, formas de gobierno y costumbres de los Césares: un pueblo de Sudamérica, contenido en nueve cartas, enviadas por Mr. Vander neck, uno de los senadores de dicha nación a un amigo en Holanda. Santiago: Centro de Investigaciones de Historia Americana, 1963

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    ubicación, permitió la permanencia del imaginario mítico, al tiempo que la oportunidad de un efectivo avance del sistema colonial hispano. Por otra parte, se trataría de una leyenda que se nutrió de una doble vertiente: los anhelos del español y las necesidades del indígena. Así, proponemos, esta leyenda consistió en su resistencia.

    La otra América

    «Un territorio desconocido, extranjero, sin ocupar (lo que quiere decir con frecuencia: sin ocupar por los ‘nuestros’),

    continúa participando de la modalidad fluida y larvaria del ‘caos’. Al ocuparlo y, sobre todo, al instalarse en él,

    el hombre lo transforma simbólicamente en Cosmos por una repetición ritual de la cosmogonía.»

    (Eliade, Mircea. Los sagrado y lo profano)

    Como señala Rojas Donat, siguiendo a O’Gormann, América en 1492 no fue des-cubierta sino inventada y, fue así desde mucho tiempo antes del arribo colombino.4 El seguimiento de los mitos clásicos y medievales que de una u otra forma llegaron en las embarcaciones españolas posee su propia historia.5 Lo que aquí nos interesa es la trasposición necesaria y efectiva que hizo el conquistador al momento de intentar asi-milar su descubrimiento. Y esto lo realizó a través del lenguaje: lenguaje hecho texto antiguo, recordado y proyectado en el territorio americano; lenguaje hecho texto nuevo, mediante crónicas, cartas y relaciones que contaron la novedad al Viejo Mundo6; len-guaje también mítico, creador de utopías descansadas en lo más profundo del hombre cristiano; lenguaje como palabra divina, como mensaje civilizador; por último, mediante

    4 Rojas Donat, Luis. Para una meditación de la Edad Media. Hualpén: Universidad del Bío-Bío, 2009, pp. 386-387. Para Jáuregui en cambio, se trataría más bien de una constatación o reconocimiento: «El lenguaje e imaginario con el que se narra lo desconocido o la experiencia del encuentro con el Otro ignoto proviene siempre del archivo del ego. La concepción del Nuevo Mundo está fundada en presuposiciones sobre las cuales se establecen relaciones de similitud y diferencia entre lo propio y lo Otro; en otras palabras, el conocimiento de lo ignoto funciona en parte como reconocimiento, o lo que Heidegger llama entendimiento previo o pre-concepción. Producir el Nuevo Mundo como lugar epistemológico implicó la aplicación del imaginario de la mismidad a la significación de lo desconocido.» Jáuregui, Carlos. Canibalia. Canibalismo, calibanismo, antropofagia cultural y consumo en América Latina. Madrid: Iberoamericana, 2008, p. 51

    5 vid.: De Gandía, Enrique. Historia crítica de los mitos y leyendas de la conquista americana. Buenos Aires: Centro Difusor del Libro, 1946; y Magasich, J. y De Beer, L. América mágica. Mitos y creencias en tiempos del descubrimiento del nuevo mundo. Santiago: LOM, 2001

    6 Al respecto es fundamental comprender el rol que juegan estos documentos en la imaginación del europeo que no llega a conocer el continente americano, por ejemplo, como en el caso de nuestra segunda fuente, James Burgh. En Rojas Donat, Luis, op. cit., p. 384

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    un lenguaje transformado en arma, en omisión, en confusión, un lenguaje nominador que se puso al servicio del conquistador, quien se dispuso desde el primer momento a «ordenar» el nuevo espacio.

    En este sentido, el descubrimiento y conquista de América constituyó no solo un evento de alcances políticos y económicos, sino que además de profunda raigambre espi-ritual. El español se ve enfrentado y asimilado a una situación para él del todo conocida: la fundación del mundo por medio de la palabra.7 Y es que es el nombre lo que rescata a las cosas de las sombras. Claramente, para el conquistador, el Nuevo Mundo constituía la zona más oscura, el occidente medieval, la sombra que requería urgentemente de la luz civilizadora de la cristiandad.8

    Ese Occidente, margen del mundo en que el sol descansa y la oscuridad gobierna, formó parte de la geografía mítica del europeo, constituyendo un límite siempre visto desde lejos, siempre intangible. El descubrimiento del Nuevo Mundo por tanto, conllevó la ubicación de una contradicción: el infierno y el edén; el monstruo y el oro. Cada uno de los mitos traspuestos u originados en tierra americana posee esa doble combina-ción. La Ciudad de los Césares no sería la excepción. Para comprenderlo, es necesario vislumbrar que todo ello no es sino la definición del otro desde la mismidad europea. Como señala Jáuregui:

    Los conquistadores traían consigo un conjunto de paradigmas grecolatinos y medievales que definían la otredad (y la identidad) conforme a varios factores como a) la distancia geográfica; b) las disimilitudes lingüísticas vistas como balbuceo o barbarie; c) una serie de carencias culturales […]; y d) la presencia de lo teratológico (monstruoso, anómalo, maravilloso), las singularidades físicas, o los comportamientos sociales, sexuales, o alimenticios.9

    En un verdadero crisol de identificaciones generalizantes, el europeo comenzó a avanzar sobre el nuevo espacio asimilando lo que podía re-conocer –y en el sentido en que Jáuregui lo ve, a partir de Heidegger, es decir, como preconcepción–, re-nombrando lo innombrable, desplazando lo inasimilable y ubicando lo anhelado y no encontrado pero posible de existir, es decir, la concreción del mito. Ahí nacen El Dorado, el Paitití, la Fuente de la Juventud y la misma Ciudad de los Césares, entre otros.10

    Ahora bien, para el autor de Canibalia, las proyecciones míticas no consisten en meras trasposiciones de un discurso antiguo, pues la realidad histórica sería la primera

    7 Hay que pensar que la situación que enfrenta el conquistador en América y el cronista que le acompaña especialmente, se asemeja al menos a nivel simbólico, a aquella bíblica de Adán y Eva, nombrando, ordenando y apropiando la creación divina.

    8 Rojas Donat, Luis, op. cit., pp. 392-3939 Jáuregui, Carlos, op. cit., p. 5210 vid.: GandíaA, E.; Magasich, J; y Rojas Donat, L.

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    en contradecir las mayores utopías y anhelos del conquistador.11 Evidentemente, él lo señala a raíz de su preocupación primordial: el fenómeno discursivo del caníbal, que en tanto tropos y en tanto palabra, constituyen una realidad absolutamente moderna. No obstante, nos parece del todo acertada su afirmación en la medida en que, para el caso particular de la leyenda de los Césares, se hace posible también reconocer por sobre todo un discurso propiamente colonial y moderno, y no así uno medieval o grecolatino, aún más cuando, como veremos, se trata de una leyenda que atraviesa y persiste con fuerza hasta finales del siglo XVIII.

    Por ende, tenemos un escenario que para el siglo XVI se compone y organiza en función de un pasado cultural propiamente europeo (que durante siglos definió la otredad de forma particular) y el (des)encuentro con la realidad americana, a la que solo podemos aproximarnos mediante una textura12 casi del todo hispana: así como con el caníbal (otro gran mito), las leyendas de carácter utópico como fueron el Dorado, la Fuente de la Juventud o la Ciudad de los Césares consisten menos en una realidad o verdad histórica que en representaciones ideológicas y culturales expresadas en textos cargados de significación. En este sentido la Ciudad de los Césares consiste en unas tantas palabras, historias, testimonios que, en tanto grupo textual, fue cargado de ciertos valores a lo largo de los siglos. Algunos de ellos son los que revisaremos en la segunda parte del presente artículo.

    Esta producción discursiva se nutrió en buena medida de lo que señalábamos más arriba: un lenguaje hecho texto nuevo, es decir, con la generación de cartas, crónicas y relaciones que se producen al momento del encuentro y bajo circunstancias y necesidades bien particulares. Serán estos tres géneros los fundamentales al momento de representar el Nuevo Mundo, y la fuente más directa que conoció el europeo arraigado en el viejo continente. Importante señalar al respecto que ninguno poseyó ni posee propiedades historiográficas ni literarias per se, pues ello solo llegó a suceder en el proceso histórico de recepción de tales textos. Desde una perspectiva crítica al tanto de los horizontes de expectativas13 alojados tanto en los dos documentos a revisar aquí, como en aquellos

    11 «[…] no se trata de la mera reactivación de tropos culturales y mitos grecolatinos y medievales –que de todas formas entraron muy pronto en crisis– sino de rastros, de espectros, detrás de los cuales encontramos la consolidación del Estado español y la del capitalismo mercantilista. La máquina discursiva de la invención/dominación de América es moderna. Los mitos y modelos están insertos y modificados en la retórica de un discurso inseparable de la experiencia histórica de la expansión europea. Por ello [los mitos proyectados en el territorio] fueron proposición, desplazamiento y activación moderna de esas narrativas y significantes. Los mitos grecolatinos informan –pero apenas como resonancias– la alteridad; funcionan como ‘materia prima’ de un tropo que trae al pasado pero que no lo instala –mal podría– en el presente.» Jàuregui, Carlos, op. cit., p. 60

    12 «El análisis de las transformaciones y diferentes valores ideológicos y simbólicos del canibalismo tiene que ver no con la ‘verdad’ sino con representaciones e imaginarios culturales; con aquello que Jorge Luis Borges llama –citando a Roberts Luis Stevenson– textura o ‘sarta de textos’ […].» Ibídem, p. 22

    13 Referimos aquí al concepto elaborado por la Estética de la Recepción en Jauss, Hans. La historia de la literatura como provocación. Trad. Godo, Juan. Barcelona: Península, 2000. Se trata de un concepto que permite valorar

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    La Ciudad de los Césares en la frontera de la historia. Análisis de la relación de Benito Delgado de 1777

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    planteados históricamente desde el siglo XVIII hasta hoy, se hace necesario no dejarse sorprender ni por las cuotas de fantasía, ni por las de verismo que habitan en ellos; más bien, se propone una lectura empática y reflexiva que nos ayude a vislumbrar lo omitido, lo soñado, lo anhelado, y lo efectivo que se entretejió en cada línea.

    Si nos concentramos en la producción escrita que constituye la textura de la Ciudad de los Césares, el monopolio discursivo lo concentraron las crónicas y relaciones, en general de mano de jesuitas y franciscanos que, o acompañaron en expediciones de carácter militar, o iniciaron ellos mismos viajes a modo de misiones evangelizadoras. En ambos casos, se trata de transcripciones subjetivas respecto a las situaciones vividas por ellos a lo largo de sus viajes exploratorios. Otra cosa fue la oralidad, conocida por nosotros de todas formas mediante testimonios judiciales y transcripciones dejadas en las mismas crónicas, que venían a reforzar la existencia de la mítica ciudad. En este caso particular, la voz primera fue la del indígena, tema que se tratará a su debido tiempo.

    Como se ha señalado, el género discursivo de crónicas y relaciones no tuvieron per se una vocación literaria o historiográfica. Para cada autor lo importante fue constatar hechos, testimoniar realidades, narrar un mundo desconocido. Y en tal juego, la fa-bulación fue muchas veces la forma más verosímil de apropiar ciertas realidades del todo extrañas para el europeo. Es de destacar que la mayor parte de tales documentos se hicieron pensando en un receptor que no podía sino creer en el relato a partir de comparaciones que muchas veces conllevaron el uso de la imaginación en desmedro de la veracidad de los hechos. Al mismo tiempo, se debe recordar la importancia política y económica de todo el descubrimiento y conquista en los que el lenguaje organizador del europeo jugó un rol esencial.14

    Se conquistaba con la palabra, y no solo con las armas; también con la evangelización que, al final de cuentas, también fue en su núcleo, lenguaje e imagen. Sin embargo, frente a este uso del lenguaje, y en el caso particular de este artículo, de la escritura, que muy generalizadamente se vincula directamente a la hegemonía del europeo por sobre

    las obras desde la perspectiva de su recepción y por ende, facilitar la movilidad histórica que algunas obras han tenido entre una u otra tipología textual, precisamente porque se les ha leído desde uno u otro códigos de lectura. En este sentido, el horizonte de expectativas para las crónicas y relaciones coloniales genera la posibilidad de confusión entre realidad y ficción en tanto se espera de ellas esa singular ambigüedad.

    14 Al respecto, no puede dejarse de lado la necesaria distinción entre producción y recepción de un texto. Para el caso de la leyenda de los Césares, su permanencia a lo largo de tres siglos y su quiebre precisamente en el siglo XIX tiene estrecha relación con la incomunicación que comienza a verificarse entre el racionalismo moderno y urbano del XIX y la tradición oral y periférica que le sigue dando vida en las regiones del sur, especialmente en Chiloé. Ese es el momento también en que la leyenda pasa a constituirse netamente en una fabulación literaria, pues sufre una reconstrucción discursiva que la aleja de la veracidad histórica. Como señala Todorov: «La recepción de los enunciados es más reveladora, para la historia de las ideologías, que su producción, y cuando un autor se equivoca o miente, su texto no es menos significativo que cuando dice la verdad; lo importante es que la recepción del texto sea posible para los contemporáneos, o que así lo haya creído su productor.» Todorov, Tzvetan, La conquista de América. Trad. Botton, Flora. Buenos Aires: Siglo XXI, 2008, p. 150.

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    la de las poblaciones indígenas del continente americano, la obra de Benito Delgado, y en cierto sentido la de James Burgh, darán cuenta de que en el uso de la palabra, el indígena austral dio una larga y significativa batalla. La co-construcción de la Ciudad de los Césares constituye para las poblaciones nativas una importante defensa del territorio y, en ese sentido, transformaron el mito en su propio espacio de frontera: otorgaron al conquistador una palabra a medias, que intrigaba y lo desesperaba, negándole a un mismo tiempo la constatación verás y las puertas de la mítica ciudad.

    De tal forma se construye esta textura peculiar, un mito que es al tiempo fundacional, utópico y político. En su entramado poco hoy podría importarnos si era todo fantasía o realidad, pues entre el siglo XVI y XVIII motivó fortunas, dictámenes reales, expedi-ciones particulares y ‘estatales’; misiones evangelizadoras, martirios; miedos políticos y personales; y un verdadero avance más allá de la frontera, una ocupación que se hace efectiva en el siglo XIX, pero que se preparó una y otra vez en nombre de la búsqueda de esta ciudad. Al tiempo que se realizaban expediciones y se recogían testimonios, se construía un texto posible de leerse hoy ideológicamente, atravesando imaginarios e identificando voces que sin lugar a dudas asumieron una posición respecto a la leyenda: creerla o no creerla, desentrañarla, historiarla, explicarla, vivirla. Los recursos fueron diversos. Uno de ellos es la relación de viaje que realiza el franciscano fray Benito Del-gado en 1778; otro, la fantasía utópica de un inglés, James Burgh en 1764. Historia y literatura podríamos decir, más aquí proponemos una bien lograda ambigüedad, un descuido consciente para transitar más libremente entre fantasía e historia.

    Antecedentes de la Ciudad de los Césares. La fundación.

    La leyenda nace tan pronto las expediciones comienzan a reconocer el territorio sur del continente, reposando en un fondo de verdad.15 Para Estellé y Couyoudmdjian los aconte-cimientos fundacionales se corresponden a los náufragos de las expediciones de Sebastián Caboto y la del Obispo de Plasencia; a lo que se suman Césares de origen indígena, con el avance de Diego de Almagro.16 «Son así tres leyendas las que configuran la existencia de los Césares. Estas, primero totalmente delimitadas, terminaron por fundirse en una y designar como su tierra a las regiones situadas al sur de los ríos Negro y Valdivia.»17

    Agrega Ximena Urbina el rol de los indígenas en la conformación y desarrollo de la leyenda, pues a la información ya conocida, se le agrega que los hombres «de Solís

    15 En ello coinciden Estellé, P. y Couyoudmdjean, R.; Urbina, Ximena, y otros.16 Estellé, Patricio y Coudyoudmjian, Ricardo. «La ciudad de los Césares: origen y evolución de una leyenda.

    1526 - 1880» en Historia, vol. 7, 1968, p. 28517 Idem; Sin embargo, para Urbina hay ciertas variaciones o agregados que se hacen necesarios considerar,

    probablemente debido al tiempo transcurrido entre las investigaciones de los tres primeros autores –década de 1980- y la de Ximena Urbina, realizada hace pocos años.

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    La Ciudad de los Césares en la frontera de la historia. Análisis de la relación de Benito Delgado de 1777

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    [primeros exploradores del Río de la Plata] avanzaron tierra adentro y en contacto con indígenas supieron de la existencia de un reino en el que se vivía en abundancia de riquezas, en tanta cantidad que no se tenía en mucho cargar las naves de oro y plata, aunque fuesen navíos mayores.» Con estos sobrevivientes se encuentran los expedicionarios de Caboto, generando entre ellos la expectativa de dar con esta tierra soñada. Así es como Francisco César consigue licencia para ir en su búsqueda, regre-sando meses después «trayendo noticias de haber estado en otra tierra, distinta a la de los hombres de Solís, pero también donde había tanta riqueza que era maravilla, de oro, plata, piedras preciosas y otras cosas, siendo atendidos generosamente por el propio cacique.»18

    Así, desde un primer momento son las noticias de los indígenas las que motivan la vorágine de expediciones que se realizarán en los tres siglos siguientes. Ahora bien, para la autora, hay un traspaso en la identidad de los Césares, desde el indígena al es-pañol, al momento en que, en primera instancia, afirma: «Los primeros Césares fueron indígenas en cuya búsqueda salió el español Francisco César internándose por el Río de la Plata. Probablemente se trataba de la imagen que los habitantes de aquellos parajes tenían de los incas del Perú.»19 Solo con los acontecimientos de avance territorial que se realizan desde el Perú con Almagro y luego con Pedro de Valdivia,

    […] los Césares indios pasaron a confundirse con españoles, pues el imaginario situaba en las mismas regiones patagónicas a ciertos náufragos. Los primeros de que se tiene relación fueron los que se amotinaron en la expedición de Simón de Alcazaba, en 1534; pero los más célebres fueron los náufragos de la habilitada por Gutierre de Vargas y Carvajal, obispo de Plasencia.20

    Con ello, la imaginación correría por su propia cuenta, pues frente a la geografía indómita, la posibilidad de náufragos y tierras portentosas adquirían fácilmente una existencia posible:

    Náufragos de 1540 y colonos de 1548 establecidos en la Patagonia eran posi-bilidades ciertas. Se esperaba, en caso de descubrirse, hallar una población de mestizos, porque ya habían pasado los años […] Pero se hablaba también de españoles inmortales. Estas hipótesis se veían confirmadas por las informaciones que entregaban los mismos indios y que se iban conociendo desde el siglo XVI en Chiloé, la posesión más austral de la Corona y la más próxima al estrecho.21

    18 Urbina, Ximena, op. cit., p. 155 19 Idem20 Ibídem, p. 15721 Idem

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    Con todo ello, el vínculo que se generó a través de la leyenda, entre españoles y los habitantes naturales de la zona se perpetuó significativamente.

    Creemos que en tanto discurso colonizador, resultaba tanto mejor situar a los Césares como europeos, pues de tal forma se justificaba un vínculo con el territorio fronterizo que no podía existir de otro modo. Entre la población que busca, y la buscada, se en-contraba una gran extensión de geografía y población divergente, «otra», a la que se hacía necesario dominar. En este sentido las reflexiones de Jáuregui son profundamente esclarecedoras respecto de la América mítica que se instala al momento de la conquista:

    La retórica de la otredad está aquí regida por la lógica binaria del consumo colonial: los cuerpos consumibles que se prestan a ser ‘convertidos’ económica, religiosa y culturalmente son representados idílicamente; corresponden al otro (con minúsculas) que recibe al conquistador, ofreciéndole, generoso, su dócil cornucopia. Por otra parte, el salvaje que, aunque deseado, resiste la consumición debe ser sometido, destruido o pacificado (para usar el eufemismo acostumbrado entonces); es el Otro (con mayúsculas) indócil y liminal… Ambos, son cultural y económicamente objetos del deseo colonial y parte de una economía simbólica maniquea… El ‘buen salvaje’ y la Edad dorada son fantasías del consumo colo-nial: significantes de la construcción del Nuevo Mundo como locus de la abun-dancia de lo deseado (el oro, especias, metales, trabajo humano, cuerpos) y, al mismo tiempo, como locus de las carencias que definen el salvajismo. América es el lugar del deseo del imaginario europeo: una suerte de espacio de abundancia de la naturaleza y de recurrentes –convenientes– vacíos culturales.22

    De ahí la fuerza del mito, su acción fundante. Pues ya en sus antecedentes prime-ros no solo encontramos los elementos que lo definen y originan, sino que al mismo tiempo la Ciudad de los Césares funda el reino colonial, dota de sentido europeizante a la geografía, al espacio nuevo y caótico que, solo con él, se ordena. Y es que antes que todo, estamos frente a la fundación de la primera ciudad. Nos señala Morales que «la razón de ser de la ciudad está en una exigencia del estado y en la necesidad política y militar de evidenciar la toma de posesión, el dominio, el señoreamiento. La ciudad es una institución, un testimonio físico de una situación legal y política,»23 en este caso, la colonial que, se realiza con las armas, pero también con las letras.24 Así, la ciudad también en América vino a significar civilización.25

    22 Jáuregui, Carlos, op. cit., p. 6923 Morales, Francisco. Atlas histórico cultural de América. Madrid: TEYPE, 1988, p. 28424 Recordemos que los cronistas, como Ocaña o Mascardi, en una suerte de acto fundante, recorren con su

    pluma la geografía americana, pero sus hitos y sus núcleos de descripción fueron las ciudades: Copiapó, Coquimbo, Santiago, Chillán, Angol, Concepción, Imperial, Valdivia, Osorno, Chiloé.

    25 «Las ciudades hispanoamericanas fueron los centros claves para afincar al conquistador-colonizador e irradiar civilización […]. De ahí el especial empeño que el Estado mostró en todos los asientos o

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    El caso de Chile no iba a ser la excepción. Por ello, la fecha de 1598 marca profun-damente el imaginario urbano de su población, en el que se introduce la Ciudad de los Césares como uno de tantos eslabones perdidos. Pues recordemos que en tal año, la rebelión indígena y la muerte del gobernador Oñez de Loyola «ocasionó un grave trastorno en el proceso fundacional, pues siete ciudades (Valdivia, Imperial, Villarrica, Osorno, Los Confines, etc.) fueron destruidas, alterándose por completo el desarrollo del país.»26 La historia colonial chilena en buena parte, no será sino la recuperación de ese primer avance y esa primera pérdida; tras sus huellas se levantan expediciones que intentan recuperar el espacio y el tiempo perdidos.

    Bajo esta óptica, la posibilidad de un lugar lleno de riquezas y bonanzas se completa con su condición urbana. La Ciudad de los Césares transforma el edén mítico multipli-cado en distintas partes del nuevo continente, en una particular fundación del estado colonial. Frente al Dorado o a la Fuente de la Juventud que eran necesarios arrebatar al nuevo espacio, la Ciudad de los Césares debe ser recuperada de manos de esta salvaje geografía. Es un edén propiamente español fundado en la América hispana.

    Podemos así señalar que la leyenda de la Ciudad de los Césares genera la perpetuación de la lógica de conquista hasta bien entrado el siglo XVIII en nuestro territorio, pues hasta ese momento se constituye como ciudad puente, sin otra función que existir al otro lado de la frontera, esperando en algún momento re-unirse con el sistema colonial del norte. Y es que tan solo en el primer momento de conquista, «la ciudad surge deter-minada por las necesidades de penetración y asentamiento» constituyéndose en meras cabezas de puente. Ya pasada esa primera etapa, se cambiaban de sitio en función de la vida política o económica propiamente colonial.27

    La Ciudad de los Césares en cambio, hasta el siglo XVIII perpetuó esta primigenia función a propósito de su situación aislada y fronteriza. Señala Morales que a partir del siglo XVII ya «las fundaciones que se llevan a cabo se hacen porque lo exige la ex-plotación minera, porque lo demanda los servicios de una región o para ahuyentar las pretensiones extranjeras sobre una zona.»28 Esta última razón será la que motive por sobre todo la búsqueda de la señalada ciudad, pero en el siglo XVIII. Es ahí cuando decanta el mito, su búsqueda se transforma en una urgencia política y su existencia se reduce a los perdidos antiguos osorneses.

    capitulaciones al exigirle al capitulante la fundación de un determinado número de poblaciones.» Morales, Francisco, op. cit., p. 285

    26 Ibídem, p. 28727 Ibídem, p. 28528 Ibídem, p. 288

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    La Ciudad de los Césares en el siglo XVIII. Su doble construcción. Benito Delgado y la expedición de 1777

    Para el siglo XVIII, la leyenda de los Césares ya había nutrido el imaginario al sur del continente, con la fuerza para encantar y desencantar a la Corona, al reino y a sus habitantes. En comparación con la centuria anterior29, los 1700 están marcados por un interés político y estratégico que determina el último período de desarrollo y posterior desplazamiento del mito hacia la literatura. En este siglo, de acuerdo con Urbina, el paraíso de oro y plata se transforma en fertilidad agrícola; la relación con las poblacio-nes indígenas que le circundan es de carácter bélico y, en función de ello, se potencia la necesidad de contacto con los habitantes hispanos del reino, pesando fuertemente el hecho de que son los mismos indígenas los que impiden el establecimiento de esa esperada comunicación.30

    Para Estellé y Couyoudmdjian el desarrollo de la leyenda en este siglo posee dos cauces: «por un lado la continuación de la labor apostólica del padre Mascardi, por el otro con motivos estratégicos y de lucro y aventura.»31 Fundamental serán los res-paldos políticos a estas expediciones que van definiendo el carácter adquirido por las autoridades respecto al mito.32 La imaginación comienza a decantar en realidad. Es en este contexto en el que se desarrolla la expedición relatada por Benito Delgado.33 Una expedición de fundamental importancia política pues es precisamente en este siglo en el que las preocupaciones de la Corona española adquieren mayor relevancia respecto a que en realidad se trate de europeos no hispanos, particularmente herejes holandeses o ingleses.34

    29 vid.: Estellé, P. y Couyoudmjian, R.30 «[…] eran europeos (blancos y con barba); no se habló de oro o plata, sino de la riqueza de la agricultura y

    ganadería; vivían rodeados de indios con quienes estaban en constante guerra; aunque intentaban ponerse en contacto con los españoles de Chile, no podían porque los indios ocultaban su existencia. Si en algo se diferencia con Pinuer es que estos Césares estaban al oriente de los Andes. Por entonces, el ambiente era propicio a la credulidad después de la expedición y batalla de 1759 en el río Bueno y por el relato de Ancamilla, todo lo cual fue difundido en el reino.» Urbina, Ximena, op. cit., p. 179

    31 Estellé, P. y Couyoudmjian, R., op. cit., p. 288 32 Ibídem, pp. 292, 294, 29533 «Mientras los expedientes de los Césares seguían creciendo, el 18 de septiembre de 1777 salió de Valdivia

    una expedición a cargo de Ignacio Pinuer, del teniente de infantería don Ventura Carvallo y del capellán fray Benito Delgado. Pinuer pronto renunció al mando, enviándose en su reemplazo al capitán don Lucas de Molina. Los expedicionarios, al llegar a orillas del río Bueno, construyeron un fuerte […].» Avanzaron hasta el lago Rupanco, el que «bordearon hasta topar con el volcán Purarauque, que descubrieron. Al ascenderlo parcialmente, oyeron algunos tiros de artillería y pudieron divisar la laguna de Purailla (lago Llanquihue), en cuya isla llamada Toltén, se les dijo, estaban los españoles que buscaban.» Ibídem, p. 295

    34 Ibídem, p. 288; Al respecto se debe considerar que ya en el siglo XVI «y por cerca de dos siglos, los europeos se (des)encuentran en el Nuevo Mundo compitiendo por el control de las rutas de comercio, en lo que ha sido llamado de manera bastante descriptiva ‘La batalla por el Atlántico’.» Las condiciones de esta costa determinarían las formas alternativas de ocupación por parte de ingleses y holandeses en el período que nos ocupa que, de todas formas, amenazaba el control ejercido por la Corona española en la zona austral:

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    Así, en la crónica de Benito Delgado se hace posible identificar el interés claramente político de la expedición de la que se ocupa. Ahora bien, de este macro interés, podemos señalar un doble cauce: una preocupación por parte de la alta política (autoridades virrei-nales, reales) y una pequeña política, anunciada por el interés personal y particular de los conquistadores. Para el primer caso, basta con mirar la introducción a su relación, en el que se acusa a la Gobernación no solo de ser la directriz del evento, sino también de su escritura. Al tiempo que se avance en la frontera, se hace necesario constatar los hechos por escrito a modo de informar, pero también de controlar lo que sucede en el territorio más austral del reino:

    Sr. Gobernador D. Joaquín de Espinoza y Dávalos: –Recibí la de V. S. de 18 de enero próximo pasado, en la que me ordena y manda que respecto de haber sido destinado por su superior orden en calidad de capellán para la espedición hecha a Ríobueno con el fin de descubrir los españoles que se cree habitar entre los indios llamados comúnmente los Césares, y con el encargo de que al mismo tiempo, conforme a mi instituto de misionero apostólico, solicitase la reducción de los indios gentiles de mi tránsito a nuestra santa fe, y facilitase el paso para dicho deseado descubrimiento, y que en consecuencia de haber presenciado las operaciones y sucesos de dicha espedición le informe con una relación fiel, verídica y exacta de todo lo practicado hasta aquí.35

    Las formas en que se ejecute la expedición, el recorrido, quiénes van en ella, los tiempos a destinar para su acometido, todo ello, formaba parte de las instrucciones dadas por la gobernación de Chile.36

    No obstante, será la pequeña política como le denominamos, la que ocupe mayor espacio en este documento. Y es que a lo largo del período colonial, las ordenanzas reales y sus efectivas ejecuciones iban por caminos a veces, muy diferentes. El ego del conquistador, junto a su afán de fortuna y aventuras siempre lograba adquirir mayor protagonismo al momento de hacer cumplir las instrucciones del Rey y de Dios. Es lo que podemos verificar cuando problemas de información, desencuentros y retrasos provocan un primer momento de tensión entre el capitán de la expedición y nuestro cronista:

    […] tenía dado parte á V.S. de las novedades que ocurrían. Díjele que no im-portaba, porque V.S. no llevaría a mal el que caminásemos, antes bien sabía yo que no le gustaba tanta detención. Volvió a decirme que no podía por ningún

    «En esta parte del Nuevo Mundo [el Atlántico] los viajes instalaban antes que una soberanía política, rutas y puntos comerciales cuyo sentido era procurar mercancías apreciadas en los mercados en Europa […]. Los puntos de comercio de la costa impulsaban una cadena comercial que enganchaba el interior sin necesidad de una conquista militar.» Jáuregui, Carlos, op. cit., pp. 120 - 121

    35 Delgado, Benito, op. cit., p. 736 vid.: ibídem, pp. 8 y 22

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    acontecimiento moverse. Quise esforzar más mi instancia, y le dije que podía temerse un alboroto de la tropa, porque estaban todos sumamente disgustados con la demora; y luego me respondió que a los que se alborotasen les quitaría la tapa de los sesos. A esta respuesta tan arrojada, le repliqué que por qué no había cumplido con lo que V.S. le había encargado de palabra y por escrito, de que cuando hubiese que tomar una resolución acordase con su segundo y conmigo; a lo que me respondió que no tenía que tomar parecer de mí en cosas de milicia, y que él era el que mandaba en la tropa y no yo.37

    El problema aquí planteado era precisamente cómo lograr a un mismo tiempo, la efectiva ejecución de las órdenes institucionales, y la efectiva ejecución de los anhelos personales. Y es que de acuerdo a las formas en que se generaba ocupación del territorio a partir de la Conquista, el descubridor y conquistador principal era quien muy posible-mente adquiriría los mayores privilegios políticos, sociales y económicos. Es lo que se aprecia cuando Benito Delgado relata el adelantamiento que realizaba paralelamente Baltasar Ramírez, entrando en conversaciones con el cacique Vurín para llegar él mismo hacia la Ciudad de los Césares.38 Y es como el mismo fray Benito señala, la gloria de ser descubridores abrumaba incluso el juicio de estos españoles que acumulaban noticias, muchas de ellas falsas, con tal de aproximarse a la mítica ciudad.39 La clave de todo ello a nuestro parecer, es la perpetuación del ideario de conquista que caracterizó el perfil de aquellos que arribaron al Nuevo Mundo. Con la Ciudad de los Césares en el horizon-te, todavía en el siglo XVIII se podía soñar ser un nuevo Cortés o Pizarro, replicar las bondades económicas y sociales que otorgaron a los grandes conquistadores del 1500 aquellos imperios incas o aztecas. Todavía quedaba una tierra por descubrir, una épica batalla que ganar y un mito en el que creer, y ello definiría las energías y fortunas que se gastaron en la búsqueda de esta ciudad.40

    37 Ibídem, p. 1538 « […] tuvimos noticia que Baltasar Ramírez entraba con el cacique Caniuvelú a hablar en el asunto con el cacique

    Vurín, llevándole también algunas pagas para que franquease el camino y enseñase donde están los españoles que buscamos. Con esta noticia, aconsejé al capitan Aburto que antes que el comandante supiese por otra parte la noticia […] se lo dijese él. Díjoselo, y se enojó mucho, debiendo antes alegrarse del arrojo del soldado que nos adelantaba la empresa». Delgado, Benito, op. cit., p. 24

    39 « […] quedando convencidos de autores de la discordancia solamente, algunos españoles que pretendiendo la gloria de descubridores acumularon indistintamente como noticias ciertas cuanto oyeron, sin hacer crítica ni reflexión sobre los sucesos y sobre los testimonios producidos por ellos». Ibídem, p. 46

    40 Para Benito Delgado esa es precisamente la razón o argumento a favor de la existencia de la Ciudad de los Césares: «Lo que yo he visto es que todos ellos se pusieron varias veces en manifiesto peligro de sus vidas, y que cada uno procuraba con el mayor ardimiento y empeño ser el primero en el descubrimiento y no en rendirse a los trabajos. Así mismo me consta que algunos de ellos, y especialmente el capitán Aburto, han hecho varios gastos, con notable detrimento y disminución de su hacienda, para abrir el paso entre los indios a costa de gratificaciones; pues aunque V.S. liberalmente le ha franqueado cuanto ha pedido, es él un hombre tan desinteresado y generoso que ha gastado mucho más; ¿pues quién se persuadirá a que estos hombres son tan locos y tan pródigos de sus haciendas y de sus vidas, que quieran esponerlas y malograrlo todo por fingir una mentira? » Ibídem, p. 48

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    Y como aquellos pizarros y corteses, nuestros conquistadores de la ciudad mítica también debieron enfrentarse constantemente con el habitante natural de estos terri-torios. Ahora bien, el caso particular de los indígenas correspondientes al territorio chileno, generó una dialéctica de oposición-cooperación particular, en función de la leyenda. Por un lado, estaban los intereses políticos de la Corona y del conquistador; pero por otro advertimos a medias, la voz que expresó los intereses de algunas comu-nidades que lograron asimilar y convivir con el problema español. El desarrollo de la leyenda, a nuestro modo de ver, fue una forma, posiblemente entre otras, de resistencia, de diálogo frontal y más o menos simétrico entre conquistador y conquistados. Aún cuando el español no reconociera en el cacique a un igual, dependió absolutamente de la hospitalidad y de la información que este podía entregarle.41 Es en esa dependencia en dónde podemos fijar también la resistencia de los habitantes al sur de la frontera, toda vez que descubren los anhelos profundos del conquistador –el oro, los Césares– y encubren su posible paradero.

    De lo relatado por Benito Delgado, es posible rescatar dos actitudes que habrían to-mado los indígenas frente al avance español al interior de su territorio. Ambas descansan en la comprensión de su propia situación y de la del conquistador.42 Una de aquellas actitudes fue la franca resistencia mediante la conspiración y con ella, la generación de retrasos en la expedición. Aquí es el cacique Guril el que adquiere relevancia, como dirigente de la resistencia solapada:

    […] recibió el comandante de la espedición un pliego de V.S. con la copia de una carta escrita por el lengua general D. Juan de Castro desde lo del cacique Guril, en la que participaba estar algo receloso de los llanos; por cuanto dicho cacique Guril, a quien se pedía camino para que los correos pudiesen llegar con más

    41 Todo ello se hace notar cuando finaliza la expedición sin los resultados que el comandante Molina esperaba y, de acuerdo a lo relatado por Benito Delgado, exige al menos traer prisionero al cacique Vurín. Como el mismo cronista señala, una acción de esa índole no tenía ninguna posibilidad de ejecutarse, precisamente por las relaciones más bien simétricas o no señaladamente verticales que había en ese momento entre el reino chileno y las comunidades mapuches del sur: «Había dado orden […] para que si no se hallaban las poblaciones de los españoles, trajesen preso al fuerte al cacique Vurín o a su hijo Ancahuala». Razones para no obedecerle: «la primera, que la dicha orden era espresamente contraria a la palabra V.S. había dado a los caciques de Ríobueno cuando vinieron a ofrecer sus tierras y a solicitar que los españoles se estableciesen en ellas, de que no se les haría estorsión alguna y de les dejaría gozar enteramente de su libertad; la segunda, porque dicho Vurín no tenía obligación alguna de enseñar las poblaciones ni el camino para ellas […]; la tercera, porque aun en caso que dicho Vurín estuviera obligado a enseñar a los españoles, y el no ejecutarlo fuera delito, el traerlo preso en las circunstancias en que nos hallábamos, ni era tan fácil como lo concibió D. Lucas Molina, pues ya lo indios estaban noticiosos […] y prevenidos para impedirlo; y en caso que lo fuera y se hubiera ejecutado, no hubiera producido esta prisión ningún buen efecto, antes sí muchas y muy perniciosas consecuencias […].» Ibídem, p. 43

    42 Interesante es el caso de la india Rosa, «criada en Valdivia, y ahora ca[s]ada con el dicho Mannaghpagí, el cual me agradó mucho. La dicha india Rosa me regaló una gallina, y despues de gratificar a los indios que me habían traído camarico, le di a D. Antonio Baraguren piedra lápiz y agujas para que repartiese a las indias que estaban algo retiradas de nosotros cuidando sus cántaros de chicha y las canastas de la carne; y viendo ésta que también daba agujas a las demás, les dijo: por mí os da el P. a vosotras, pues si yo no estuviera aquí no os diera, porque no tenéis nombre de cristiano». Ibídem, p. 13

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    brevedad desde Valdivia a Ríobueno, y desde Ríobuenno a Valdivia, respondió que no podia deliberar en la materia sin consulta de los demás caciques, para lo cual haría junta, y según lo que de ella saliese resolviera.43

    En noticias posteriores, la expedición en que va Benito Delgado se entera que en realidad, esta junta no es sino una conspiración de algunos caciques liderados por Guril para hacer retroceder a los españoles.44 Fray Benito era muy consciente en su escritura de que todo ello correspondía a las maquinaciones políticas de Guril45 al tiempo que de sus habilidades diplomáticas:

    Poco después llegó D. Antonio Baraguren con Miguel Espino de casa del ca-cique Guril y dijo que no había novedad alguna, y que dicho Guril le había respondido que estimaba mucho mi mensaje, que haría cuanto pudiese para que sus mocetones no se levantasen, y que me pasease por sus tierras que nada me sucedería… solamente eran miedos del lenguaje general D. Juan de Castro, fundándose en lo que aparentaba dicho Guril.46

    Esa apariencia nos parece ser precisamente parte de la comprensión que posee el cacique respecto del actuar y el pensar del español.

    Por otro lado, nos encontramos con una actitud de cooperación que ejerce princi-palmente el cacique Vurín y su comunidad. Sin embargo, esta cooperación no es tanto a favor de los españoles como en función de la propia fragmentación que existía en la propia realidad política indígena. En general, de acuerdo al relato de Benito Delgado, las alianzas que se fueron estableciendo con la expedición hispana nacían de la necesidad de una protección que debían ejercer los españoles a aquellas comunidades que les permitieron el paso.47 Y es que había serias diferencias entre alzados y comunidades amigas.48 Una de ellas era precisamente la oposición frente a la cooperación con las expediciones hispanas en territorio fronterizo.

    43 Ibídem, p. 944 «[…] vino un soldado de los que estaban en Ríobueno con carta de D. Andrés Dominguez, en que avisaba cómo Cathileo

    estaba maquinando alzamiento, y que Guril le había dicho que para esto era la junta que hacía el dicho cacique de allí a cuatro días, a la que precisamente había de asistir pues le iba la vida y hacienda, y que él no podia detener sus mocetones, pero que haría cuanto pudiese para que no se le siguiese perjuicio á los españoles». Ibídem, p. 14

    45 Ibídem, p. 1546 Ibídem, p. 1647 «[…] al despedirse de nosotros dijo al comandante que si como él no pedía pagas por franquear el camino, que tampoco

    le diesen a ninguno de los caciques que estaban más adelante, y luego que marchásemos le hiciésemos señal con un tiro para saber que ya habíamos salido, porque estaba en ánimo de enviar mensaje a V.S. participándole como ya habíamos pasado o salido de su tierra para adelante, y juntamente pidiéndole unos diez hombres para su resguardo, porque temía que los alzados le viniesen a quitar la vida luego que supiesen que había pasado los españoles, porque les había franqueado el camino». Ibídem, p. 10

    48 «Cathilao le habia enviado [al cacique Queupul] a decir que lo querian coger por engaño y mandarlo preso a Valdivia. Vino en fin el día 31, y salió muy contento y amigo de los españoles y de los demás caciques nuestros amigos, diciendo que de ninguna suerte volvería a unirse con Cathilao». Ibídem, p. 23

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    Ahora bien, dentro de esta última actitud podríamos fijar el rol que tuvo el indígena en la perpetuación de la leyenda de los Césares. Mas nos parece que esta formó parte de una forma de resistir la avanzada, jugar con el enemigo y, por ende, neutralizar la hipótesis de una cooperación total y voluntaria. Y es que es precisamente el mismo ca-cique Vurín, aquel que da el paso en sus tierras y recibe con hospitalidad y humildad a los españoles, el que de alguna u otra forma, se desliga de mostrar el camino a la Ciudad de los Césares; y al mismo tiempo, es quien fecunda la imaginación de Benito Delgado y sus compañeros, contando en variadas ocasiones cómo es que supo de la existencia de esta escondida población. Las noticias que da son variadas: en primera instancia él sabe de aquellos españoles escondidos gracias a disparos de cañón que oyó desde el otro lado de la laguna Llanquihue, y por lo que cobró tanto miedo que ya en cinco años no ha querido pasar cerca de allí;49 el mismo temor manifiesta Vurín cuando decide ir a ver a un ‘adivino’ para saber si acaso aquellos españoles de adentro, como los denomina, saldrán en algún momento a maloquearlo.50 Otras pruebas va ofreciendo el hijo de este cacique al señalar que él mismo conoce de la existencia de tales poblaciones pues sabe que las hachas son un elemento muy cotizado por ellas:

    […] no quiero omitir una reflexión que se me acordó ahora y es también una de las pruebas de la seguridad y certeza de la existencia de los españoles que buscamos. Esta se funda en un lance que pasó cuando los carpinteros y algunos soldados estaban haciendo la canoa, pues lamentándose éstos de que acaso esta-rían trabajando de valde si no lograban descubrir dichos españoles, y añadiendo que en tal caso a la vuelta harían pedazos la canoa, el hijo de Vurín, que a la sazón estaba allí, les dijo que no perderían su trabajo, porque los españoles ciertamente estaban dentro. El mismo en otra ocasión, tomando una hacha de las con que estaban trabajando, les dijo: estas sí que valen entre los Aucahuincas o españoles de a dentro, porque de esto no tienen.51

    No dejemos de apuntar que tales noticias se dan cuando los españoles de la expedi-ción ven decaer sus esperanzas y requieren de pruebas más concretas para continuar en su búsqueda. Finalmente, el indígena refuerza las expectativas de la expedición a punta de mostrarse con igual interés por encontrarlos. Es el caso del cacique Caniu-velú, quien le señala a Vurín que franqueará el camino a los españoles, alegrándose

    49 «[…] de donde se infiere ser verdad lo que después nos dijo Vurín, que desde que después que había oído los tiros de los españoles de a dentro, estando él pescando en la laguna de Llnaquihue, había cobrado tanto miedo que no había vuelto a andar aquel camino, y que desde entonces habrían pasado como cinco años». Ibídem, p. 23

    50 Esta noticia la da un pariente del cacique, quien cuenta que desde pequeño oye estas historias. No sería acaso que la leyenda de los Césares a su modo, se instala también en el imaginario indígena. Sea así o no, se trata de una noticia que Compulli, al servicio de la expedición va relatando en el transcurso de la misma, fomentando las ansiedades de los españoles. Ibídem, p. 26

    51 Ibíd., p. 32

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    de ello si daban con los Césares «porque así le sacarían sus parientes que estaban allá cautivos.»52

    No obstante, frente a tan buenas condiciones entre los españoles de la expedición y los indios amigos que conocen el camino a la ciudad, chocan las actitudes extrañas y desafortunadas que tienen los mismos caciques al momento de efectivamente mos-trarles el camino. Así, en un comienzo, Vurín se fuga apenas conoce que los españoles han llegado hasta sus tierras. Su excusa es que había oído que los españoles en realidad querían robarle sus mujeres y llevarlo prisionero53; pasado un tiempo, Vurín vuelve a desaparecer, acusando luego una enfermedad, lo que lleva a los españoles a tener que tomar a su hijo para que los acompañe y guíe54; por último, ya pasadas las tierras de este escurridizo cacique, será Antulicán quien señale las pistas hacia los Césares pero a última hora desapareciendo, al parecer por tener que ir a vigilar sus cosechas, lo que lleva al capitán Aburto a llegar a un acuerdo con Vurín y su hijo para asegurar que en una próxima oportunidad vayan ellos y Antulicán a la cabeza de la expedición que daría al fin, con la anhelada ciudad.55

    No dejemos de mencionar las consecuencias políticas que trajo la avanzada hasta río Bueno. La Ciudad de los Césares una vez más no pudo ser encontrada. Estaba la disposición de los indígenas pero la geografía dificultó y agotó las fuerzas de la tropa. Se lograron pactar amistades con nuevas comunidades que facilitarían en algún momento el acercamiento con Osorno y Chiloé56; se logra establecer un fuerte en río Bueno con consentimiento de las comunidades indígenas aledañas a él57, el que a ojos de Benito Delgado gozaba de importantes beneficiosos estratégicos para una futura conquista del territorio58, o más bien, de una deseada recuperación. Y es que pese a estar presente

    52 Ibíd., p. 4053 Ibíd., p. 11 54 Ibíd., p. 3555 «[…] luego pasaron a hablar en el negocio del descubrimiento, prometiendo Vurín y su hijo mayor volver a enseñar

    los españoles que buscábamos; pero con la condición de que aunque llegasen los demás indios, ninguno había de ir con ellos, sino el cacique Antulicán. Diole el capitán Aburto a Vurín y a su hijo un cordelito de lana con veinte y cinco nudos, en señal de que otras tantas pagas les daría V.S. siempre que nos pusiesen en parte donde pudiésemos ver las poblaciones de los españoles que buscábamos, y a Antulican le dio otro cordelito con doce nudos, prometiéndole de parte de V.S. otras tantas pagas por lo que se esmeraba en trabajar con Vurín para que nos las enseñase». Ibídem, p. 36

    56 Ibíd., p. 2157 Ibíd., p. 4358 «[…] siempre considero ser sumamente importante la conservación de dicho fuerte, porque a su cubierto podrá hacerse

    en aquel paraje dentro de poco tiempo una población respetable, pues como no ignora V.S. son muchos los hijos del país que se ausentan por no tener medio con que mantenerse ni tierras que cultivar, y hallándolas allí tan fértiles y estando defendidos, es muy regular que vayan á establecerse en ellas con todo gusto… Bien conozco que de aquí puede seguirse algun gasto a la Real Hacienda; pero tambien considero que dentro de pocos años se podrá reembolsar con ventajas, así por el giro que adquirirá el comercio, y sobre que podrán establecerse las alcábalas, como porque de allí podrá surtirse abundantemente de víveres esta plaza, sin los gastos que anualmente cuesta este ramo al real Herario». Ibídem, p. 50

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    La Ciudad de los Césares en la frontera de la historia. Análisis de la relación de Benito Delgado de 1777

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    solo en dos ocasiones, la nostalgia por lo que hubo y se ha perdido sí forma parte del relato del franciscano. Como señalábamos más arriba, la Ciudad de los Césares marcó junto con otras ciudades, la fundación del reino, y su pérdida en manos indígenas no dejaría de ser el motor de la conquista al sur del territorio.59

    James Burgh y su relato utópico de 1764

    Algunos años antes de la expedición de Benito Delgado, un escocés, James Burgh, hacía suya la tierra austral de nuestro territorio mediante la utopía. Imaginaba, proba-blemente, que aquel Nuevo Mundo de dos siglos antes, y al que él jamás llegó, escondía en el corazón de su geografía una sociedad ideal. No se trataba de aquellas creadas por Colón mediante el tópico del Buen Salvaje, pues esta otra Ciudad de los Césares estaba compuesta de europeos. Tampoco se trataba de una sociedad que viviera en la bonanza e inocencia adánica como resultaron ser las proyecciones paradisiacas del siglo XVI. En realidad, la Ciudad de los Césares imaginada por James Burgh no corresponde en absoluto a la tradición medieval que proyectó el Paraíso o Edén cristiano en cada rincón del continente americano, cada vez que la abundancia y la ‘inocencia’ de sus habitantes permitía soñarlo. Por el contrario, se trató de una utopía socio-política inapelablemen-te moderna y que, pese a sus diferencias profundas con el relato de Benito Delgado, queremos rescatar precisamente por su ocupación en este común objeto: la Ciudad de los Césares. Sin entrar en sus detalles, pasamos revista a algunos importantes puntos en común, precisamente, en relación al rol del indígena en la leyenda, y en el potencial modernizante de la misma, contrariamente a lo que ocurrió con otros mitos foráneos.

    Uno de ellos es la relación especial con el indígena habitante del territorio. La po-blación que habita la ciudad, hemos señalado, es europea mas no española. Existe en el relato de Burgh un franco desprecio por la población española que habita el reino por lo que la ubicación exacta de la ciudad es de conocimiento absolutamente vetado a cualquiera, excepto para los indígenas.60 Es con ellos con quienes mantienen cierto vínculo que les permite estar informados de lo que acontece en el resto del reino: «Ya le he informado que no es permitido en los Césares mantener comercio o corresponden-cia con los españoles de Chile, por quienes hemos sido informados últimamente, por intermedio de los indios vecinos, que una tregua fue formada en 1609 entre España y las provincias unidas.»61

    59 Ibíd., p. 2460 De hecho es la población nativa americana la clave de la constitución de esta ciudad: «Dadme permiso

    para concluir esta carta con la narración de algunos notables y excelentísimas leyes, estudiadas por los primeros Incas o Reyes del Perú, de cuya autenticidad algunos de los indios vecinos, que pudieran arrancar la destrucción que los españoles hicieron de su país, nos han informado frecuentemente.» Burgh, James, op. cit., p. 46

    61 Ibíd., p. 106

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    Todo ello se complementa con aquella situación particular que ya conocíamos por relatos anteriores sobre la ubicación de la Ciudad de los Césares. En primera instancia, se encuentra en el sector austral, muy al sur respecto a la línea de frontera en el reino de Chile. Agrega Burgh: «Era un lugar retirado y solitario en la parte occidental de la Patagonia, lugar fértil, saludable y pródigo. Aquí podíamos aprovechar los dones natu-rales compatibles racionalmente con la vida humana. »62 Además,

    Como el país a nuestro alrededor no está habitado, tenemos grandes extensiones que consideramos nuestras. Está rodeado en sus tres lados por altas rocas volcáni-cas y montañas, y en su otro límite, por un río caudaloso, que en la mayor parte del año se desliza como torrente, de manera que es difícil y peligroso atravesarlo.63

    Todo ello para resguardarse del posible contacto que se pudiese establecer con los españoles del territorio.64 Por ende, la Ciudad de los Césares sigue siendo un sueño inalcanzable para el español, y un secreto muy bien guardado por el indígena del sur de la frontera. Esta peculiaridad es fundamental: la tierra de frontera y sus habitantes indomados, externos al sistema colonial imperante parecieran gozar de la combinación perfecta para ubicar en su espacio, la utopía, el sueño, la frustración. Y es que la Ciu-dad de los Césares no solo hizo soñar a decenas de conquistadores a lo largo de estos tres siglos, sino que, por sobre todo, los hizo encontrarse con la cruda realidad. Una geografía difícil, una población demasiado salvaje o demasiado adánica –si recordamos las dos formas de identificar al otro por Jáuregui. Hasta fines del siglo XVIII no hubo posibilidad de dominar tan potente alteridad.

    Este es el escenario que nos explica en parte la persistencia del sueño de los Césares, así como sus cambios y su inevitable entrada al mundo de la fantasía, sin vuelta atrás. De acuerdo con Rojas Donat, la utopía es «una realidad en cuanto imagen mental pero irreal en cuanto no tiene lugar físico» para su realización.65 Lugar conocido y reconocido evidentemente. La frontera y esa gran extensión espacial que le seguía hasta el Estrecho era precisamente un no-lugar, un espacio sin identificación posible del que tan solo se sabía de náufragos, habitantes imposibles, algunos un tanto maravillosos y terribles. Y mientras que para el siglo XVI todo el continente americano compartió tales caracterís-ticas, con el avance colonial, cada rincón pudo reordenarse, ocuparse y hacerlo propio,

    62 Ibíd., p. 3763 Ibíd., p. 9564 «Nuestras leyes impiden revelar el lugar geográfico escogido y, al mismo tiempo, señalar los caminos que

    a él conducen, pues si alguna nación fuera tentada por la sed de dominio y de poder, podría conquistarnos, destruir nuestra Constitución, y arrebatarnos los inestimables privilegios de la libertad civil y religiosa. Vivíamos así, retirados del resto del mundo, sin mezclarnos con nación alguna a nuestro alrededor.» Ibídem, p. 37

    65 Rojas Donat, Luis, op. cit., p. 410

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    mas no nuestra frontera. Ahí aún cabían sueños. Pero estos sueños cambiaron con el tiempo. Pasamos del Paraíso y el oro que todo lo coronaba, a una sociedad protestante y puritana que se dedica al trabajo y a la igualdad social, a la justicia de sus reyes y a cuidarse de los excesos.66 Y es que el Nuevo Mundo no dejó de encantar a los europeos hundidos en su propia realidad histórica y, entre Américo Vespucio y Tomás Moro, la utopía dejó de ser un no lugar, para transformarse en uno que puede ser posible de existir.67 Dónde, en la Patagonia desconocida, en la Ciudad de los Césares.

    Conclusiones

    En la primera parte, hemos podidos aproximarnos al contexto cultural que determi-nó el surgimiento y la proyección de una América otra, una América mítica que acaso rozó la realidad histórica del continente y sus habitantes al momento del arribo hispa-no. Nos quedamos con el análisis de Jáuregui quien, frente a la mera trasposición de idiosincrasias clásicas y medievales, postula una reactivación propia de la modernidad. Para el autor, ciertos tópicos míticos como el caníbal o, por ejemplo la Ciudad de los Césares –en nuestra perspectiva–, gozan de total modernidad toda vez que concentraron el anhelo y discurso colonizador.

    En este sentido, hay elementos que, por un lado entroncan la leyenda de los Césares en el contexto americano más general, al tiempo que por otro lado la particularizan. En el primer caso, el lenguaje y la escritura son característica fundamental de la conquista en todo el continente. De acuerdo a lo señalado por Elíade en el epígrafe que abrió aque-lla sección, el ego conquiro se dispuso a ordenar: es decir, nombrar, clasificar, describir, conquistar. La Ciudad de los Césares sería una textura más de la colonización. Y sin em-bargo, a partir del relato de Benito Delgado, la indirecta pero persistente voz del poblador nativo insiste en constituirse también ella, en portadora de esa palabra, en creadora del mito, y en la clave de su desvelamiento. Proponemos así que frente aquellas visiones más tradicionales respecto al dominio europeo en el continente americano, abocados a otorgar una hegemonía casi total a la palabra del conquistador, encontramos en esta breve relación, la posibilidad histórica de que ese lenguaje se convirtiese a su vez, en el arma del vencido. Sintomático es el relato de James Burgh que, desde una considerable distancia, propone igualmente ese rol dominante, no al español, sino al indígena del territorio. Son ellos, al menos en el discurso y la poesía del mito, los conocedores del secreto, los que dominan la situación.

    En el segundo caso, la condición urbana de nuestra leyenda sobresale especialmen-te, pues se activa en función de la propia historia local: es la primera ciudad del reino

    66 Burgh, James, op. cit., p. 4267 Rojas Donat, Luis, op. cit., p. 411

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    (aunque se la desconozca), es parte de la secuencia de fundaciones urbanas a lo largo del territorio, y como muchas al sur del Biobío, es perdida y siempre anhelada. Formó parte de aquel miembro fracturado del cuerpo colonial, a causa del salvajismo indígena –como lo entiende Jáuregui– y de una geografía aún por dominar.

    Con todo ello, ya podemos entrever el rol de los habitantes al sur de la frontera. Ellos no solo son causa de la fragmentación del reino, sino que además son los únicos que conocen el camino de regreso. Establecer el puente entre el reino de Chile y la Ciudad de los Césares –y con ello restituir la dominación al sur– dependía de las buenas con-diciones que se lograsen con el otro, la frontera.

    De la pluma de Benito Delgado, obtuvimos información relevante respecto a la im-portancia política que la leyenda de los Césares había adquirido en el siglo XVIII. Una importancia que en ningún caso se plegó sobre sí misma sino que, muy por el contrario, su condición de frontera trajo consigo la necesaria inclusión del indígena al imaginario político de la Corona. Mediante el análisis del relato de un hispano, la voz del indígena emerge a ratos, siendo personaje preponderante en la activación y actualización de la leyenda. Sin este otro, la Ciudad de los Césares muy probablemente habría tomado otros derroteros o simplemente desaparecido junto al naufragio que supuestamente la origina. Importante señalar el perfil conquistador en estos hombres del siglo XVIII y en el carácter de la expedición, que para 1777 continúa siendo una hueste de avanzada: solo hombres la componen, generalmente asociados a ocupaciones militares, además de un misionero y escribano. La colonización del territorio aún no puede comenzar.

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    La Ciudad de los Césares en la frontera de la historia. Análisis de la relación de Benito Delgado de 1777

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