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ENSAYO LA CIENCIA ARISTOTÉLICA DEL MEJOR RÉGIMEN Robert C. Bartlett La ciencia aristotélica del “mejor régimen posible” pone sobre el tapete una disputa entre la razón y la fe —disputa casi olvidada, pero en ningún caso resuelta— en lo que respecta a la mejor forma de vida y su encarnación política. Aristóteles niega la pretendida superioridad de la ley divina, argumentando que la razón constituye una mejor guía para los asuntos políticos. Con todo, Aristóteles sabe —algo que tal vez ignora la ciencia política contemporánea— que sólo al confron- tarse con la ley divina puede la ciencia evitar caer en el dogmatismo. A la luz del análisis que hace Aristóteles de la justicia, este artículo intenta esbozar dicha confrontación, con el fin de estimular el tipo de reflexión que se requiere para infundir nuevo vigor al racionalismo, o a aquello que, según Aristóteles, está más próximo a lo divino en el hombre. Estudios Públicos, 59 (invierno 1995). ROBERT C. BARTLETT. Profesor visitante de Ciencia Política en la Universidad de Toronto (Ontario, Canadá). * “Aristotle’s Science of the Best Regime”, American Political Science Review, Vol. 88, Nº 1 (marzo 1994). Traducido del inglés por el Centro de Estudios Públicos y reproducido con la debida autorización.

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Page 1: LA CIENCIA ARISTOTÉLICA DEL MEJOR RÉGIMEN · 36 ESTUDIOS PÚBLICOS ste breve ensayo postula que la descripción científica que hace Aristóteles de la mejor forma de gobierno o

ENSAYO

LA CIENCIA ARISTOTÉLICADEL MEJOR RÉGIMEN

Robert C. Bartlett

La ciencia aristotélica del “mejor régimen posible” pone sobre eltapete una disputa entre la razón y la fe —disputa casi olvidada, peroen ningún caso resuelta— en lo que respecta a la mejor forma de viday su encarnación política. Aristóteles niega la pretendida superioridadde la ley divina, argumentando que la razón constituye una mejor guíapara los asuntos políticos. Con todo, Aristóteles sabe —algo que talvez ignora la ciencia política contemporánea— que sólo al confron-tarse con la ley divina puede la ciencia evitar caer en el dogmatismo.A la luz del análisis que hace Aristóteles de la justicia, este artículointenta esbozar dicha confrontación, con el fin de estimular el tipo dereflexión que se requiere para infundir nuevo vigor al racionalismo, oa aquello que, según Aristóteles, está más próximo a lo divino en elhombre.

Estudios Públicos, 59 (invierno 1995).

ROBERT C. BARTLETT. Profesor visitante de Ciencia Política en la Universidad deToronto (Ontario, Canadá).

* “Aristotle’s Science of the Best Regime”, American Political Science Review,Vol. 88, Nº 1 (marzo 1994). Traducido del inglés por el Centro de Estudios Públicos yreproducido con la debida autorización.

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ste breve ensayo postula que la descripción científica que haceAristóteles de la mejor forma de gobierno o del “régimen mejor”, contenidaen su Política,1 es digna de ser reconsiderada seriamente en nuestros días,pues aun dejando de lado sus conclusiones y prescripciones específicas,pone de relieve una polémica casi olvidada, pero en absoluto resuelta, entrela razón y la fe en lo que concierne a la mejor forma de vida posible y sumanifestación política. En pocas palabras: ¿pueden los seres humanos consus propios atributos llegar a descubrir la buena vida, o para ello dependennecesariamente de la revelación divina?

Puede que, en la actualidad, la urgencia de que la ciencia políticaretome esta pregunta como pregunta y reflexione nuevamente en torno a ellano sea tan evidente, pero esto probablemente habrá de cambiar en el futuro.En efecto, la respuesta que le dio el liberalismo moderno —en síntesis, laseparación entre la Iglesia y el Estado— descansa hoy en fundamentosteóricos que han ido cediendo terreno ante la sostenida embestida crítica deNietzsche y sus sucesores, y es muy posible que esta medida práctica termi-ne por colapsar algún día. Ciertamente, existen ya indicios de que la subor-dinación de las creencias religiosas a la esfera privada o subpolítica estásiendo hoy seriamente cuestionada, como ocurre por ejemplo con la emer-gencia del “fundamentalismo” cristiano, entendido como una fuerza políticaperfectamente legítima dentro de la derecha (Corbett 1990, 209-30; Jorstad1987; Wald 1992, 222-78). Es más, pese al aparente auge del liberalismo ysu victoria impresionante sobre el comunismo, sigue habiendo regímenesque se oponen de manera virulenta a la democracia liberal, los cuales, lejosde constituir reliquias de una era oscurantista prontas a desaparecer, soncuando menos capaces de sostenerse por sí solos y, podría argumentarse,están en ascenso (véase Fukuyama 1992, especialmente 39-51; Hiro 1989;Naipul 1981). En los casos más impresionantes, dichos regímenes de corteantiliberal fundan su oposición al liberalismo en una invocación a la verdadreligiosa, especialmente de la ley islámica; caso en el cual, el ordenamientode la vida política debe su origen, o se dice que lo debe, al único Diosverdadero, cuya ley es tan política como cualquier ley puramente humana,pero está necesariamente despojada de sus imperfecciones. En consecuen-cia, dichos regímenes niegan no sólo que la libertad o la igualdad sean elcorrecto principio organizador de la vida política sino, a la vez, que la razón

E

1 Los números indican el libro y el capítulo; y allí donde es necesaria una referenciamás precisa, he recurrido a la numeración estándar de Bekker, tal como aparece en la ediciónde Dreizhenter. La traducción del griego al inglés es mía.

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sea el medio apropiado para descubrir ese principio.2 La dificultad a la quese enfrenta la ciencia aristotélica sobre el régimen mejor sigue en pie entrenosotros, mutatis mutandis. Y para ser fieles a la racionalidad y la aperturaque caracteriza al liberalismo en su expresión más pura, hemos de reconsi-derar genuinamente esta disputa política entre la fe y el racionalismo y noceder jamás a la indignación o la burla para resolverla. Tanto la duda ennuestro interior como los desafíos externos han de acicatearnos, así pues, aretomar la polémica entre la razón y la revelación, tal como ella fue plantea-da alguna vez en el plano de la política y la filosofía política.

Con este propósito, sugiero volver la mirada a la forma en que seplantea dicha interrogante en el clásico de la ciencia política premoderna, laPolítica de Aristóteles. Pues este filósofo, especialmente en su indagaciónrectora acerca del “régimen mejor”, es muy consciente de los desafíos querepresentan —para toda concepción racional de la política— las reivindica-ciones suprarracionales que dicen saber cuál es la mejor forma de vida, y semuestra muy preocupado de dar respuesta a éstas.3 Es, por ende, singular-mente útil rescatar esa concepción teológico-política del mundo contra lacual hubieron de luchar los filósofos liberales tempranos y, según la cual, lareligión y la política deben ir unidas: una idea que no sólo sigue prevalecien-do en buena parte del mundo no occidental de hoy sino que parece estar apunto de resurgir aquí en cualquier momento, de una u otra forma. Obvia-mente, existen diferencias considerables entre la ciencia política clásica y lamoderna, por una parte, y entre la devoción antigua y las religiones de hoy,por la otra. Sólo la reflexión subsiguiente puede determinar cuán adaptablesa nuestras propias circunstancias de hoy resultan las respuestas específicasque dio Aristóteles. Cabe esperar, sin embargo, que esta vuelta a la cienciapolítica más antigua ayude al cientista político de hoy a preparar el caminopara un debate auténticamente fundamental entre nosotros, en cuanto libera-les, y nuestros antagonistas contemporáneos del interior y el exterior, en la

2 Esto no equivale a negar que haya habido intentos de injertar los principiosliberales en el Islam, pero la fría recepción de tales proyectos ha venido a subrayar el hecho deque la separación de la Iglesia y el Estado es esencialmente ajena al Islam. Véase Binder 1988,especialmente los capítulos 4 y 9.

3 Mientras que para el filósofo islámico Avicena, en su División de las cienciasracionales, “el tratamiento de la profecía y la Ley está en los dos libros acerca de las leyes [elde Platón y el de Aristóteles]”, los académicos modernos han olvidado todos esta faceta de laciencia política clásica (Lerner y Mahdi 1972, 97). Dos ensayos recientes han abordado eltema de las implicancias religiosas de la filosofía política de Aristóteles, aun cuando susprocedimientos y conclusiones difieren sustancialmente del presente artículo (Lindsay 1991;Ponton 1991). Otras importantes interpretaciones generales son las de Barker 1959, Bluhm1962, Huxley 1971, Mulgan 1977, Morrall 1977 y la clásica de Newman (1973) referida a losgriegos.

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medida que ese debate concierne en último término a la contienda entre lostítulos de la religión y la razón para guiar nuestra vida política.

La ciencia racional de la política y la ciudad divina

El proyecto científico para determinar “el mejor régimen” que em-prende Aristóteles en el libro 2 de su Política incluye tanto la negación dela pretendida superioridad de la ley divina como la afirmación de que losseres humanos son capaces de descubrir por sí mismos la mejor forma devida posible y los medios políticos requeridos para alcanzarla. La cienciaaristotélica de la política bien puede ser merecedora del derecho a criticar laciudad divina, pues ella contiene un exhaustivo análisis de un tema esencialtanto para Aristóteles el cientista como para los habitantes de la ciudaddivina, a saber: la preocupación por la justicia.

La disputa concerniente al régimen mejor

Aristóteles aborda por primera vez la pregunta concerniente al mejorrégimen en el libro 2 de la Política,4 y es allí que plantea, de muy diversasmaneras, la cuestión fundamental del origen y la naturaleza del mejor régi-men. Por ejemplo, se refiere al pasar a un cierto Onomácrito, considerado elprimer individuo que habría llegado a ser competente para legislar (1274a2231). Originario de Lócrida y afincado en Creta, Onomácrito practicaba elarte de la profecía (véase también Heródoto, Historia, 7.6). De él se decía, ala vez, que fue compañero del filósofo Tales, futuro maestro del legisladorLicurgo y de Zaleuco. La historia de Onomácrito aparece como una digre-sión fuera de contexto y, además, Aristóteles la considera falsa. ¿Por qué,entonces, nos la refiere? Dicha historia, o mito, es significativa porqueplantea la pregunta acerca de la fuente misma de la habilidad legisladora:¿es que Onomácrito adquirió su destreza a partir de su arte profético (practi-cado en la isla de Creta, el hogar de las leyes divinas de Minos) o esacualidad experta resultó de su asociación con Tales, el tutor de Licurgo yZaleuco y quizás el más afamado filósofo de todas las épocas?5 En otras

4 El giro se prepara ya desde el final del libro 1 (1260b8-24).5 La identidad precisa de este Tales se desconoce. Pero, en última instancia, su

nombre evoca (casi diríamos que “representa”) a la filosofía en un sentido amplio. Véase laPolítica 1259a6, 18,31; Newman 1973, 2:379. Jaffa (1972, 91) y Nichols (1987, 172 75)asumen que se alude al filósofo.

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palabras, ¿es que esa cualidad experta en los asuntos políticos, y, sobre todo,la ciencia de fundar la ciudad mejor, descansa en un conocimiento al quepuede acceder sin ayuda la mente humana o descansa en alguna inspiraciónde carácter superhumana? ¿Debe ella su origen a “Tales” o bien a “Onomá-crito” (la filosofía o la profecía, la razón humana o los dioses)?6

A menos que los árboles no nos dejen ver el bosque, el esquemadel libro 2 como un todo apunta en buena medida a la misma dificultad,pues allí Aristóteles critica no sólo otros intentos racionales o científicosde delinear el mejor régimen —los de Platón, Faleas e Hipódamo— sinotambién los tres regímenes existentes, aspirantes los tres al título del mejorrégimen en virtud de sus leyes superlativas: el de Esparta, el de Creta y elde Cartago. Para apreciar cabalmente la audacia de Aristóteles, hemos deentender el carácter divino de cada ciudad clásica: “No debemos perder devista el hecho de que, entre los antiguos, el vínculo al interior de cadasociedad era un credo en particular. Al igual que el altar doméstico cohe-sionaba a los integrantes de una familia en torno suyo, la ciudad era unaagrupación colectiva de quienes tenían las mismas deidades protectoras ydesarrollaban la ceremonia religiosa en el mismo altar” (Fustel de Coulan-ges 1956, 146). Y de nuevo: “No había un solo acto de la vida pública enel que los dioses no tomaran parte” (ibídem, 163). Consecuentemente, “elfundador era el hombre que daba cumplimiento al acto religioso sin el cualuna ciudad no podía existir. Él establecía el fogón en el cual habría dearder eternamente el fuego sagrado. Era él quien, mediante sus prédicas yceremoniales, invocaba a los dioses y los asentaba para siempre en lanueva ciudad” (ibídem, 142; véase también, por ejemplo, Rousseau,El contrato social 4.8). Por ende, el hecho de criticar una ciudad de origenclaramente divino y sustituirla por otra de propia hechura es una audacia(véase Política 1260b33-36); Aristóteles sugiere que él puede hacer, consus propias facultades, lo que ningún ser humano o dios ha hecho adecua-damente antes que él, a saber, fundar, aunque más no sea verbalmente, elmejor régimen o la mejor ciudad “conforme a aquello que uno anhela”.7

Los dioses y lo divino constituyen el trasfondo contra el cual Aristótelesesboza su ciencia racional de la política en general y el mejor de losregímenes en particular, un trasfondo que de manera ocasional, pero muy

6 Así, la Política (2.12), lejos de constituir un muestrario espurio o fortuito de lasproezas de varios legisladores, reitera la pregunta crucial que recorre todo el libro 2 (véase, porejemplo, Newman 1973, 2:373 y las ilustrativas notas en Keaney 1981).

7 Esta es la formulación habitual de Aristóteles. Véase la Política 1260b29, 1265a17-18, 1288b23, 1295a29, 1325b36 y 39, 1327a4, 1331b21.

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clara, salta al primer plano.8 Volvamos ahora a los elementos más relevan-tes de esa ciencia, en tanto ellos se relacionan con mi tema: la crítica deAristóteles a la ley como tal y luego a las dificultades que él percibe en laley divina de Creta.

El imperio de la ley

Aristóteles menciona por primera vez el problema de la ley9 en latercera y última de sus críticas a Hipódamo, el primero que intentó ofreceruna descripción teórica del régimen mejor, sin estar él mismo envuelto en la

8 Es efectivo que a menudo Aristóteles parece mirar en menos o desestimar el statuspeculiar de las leyes de origen claramente divino y considerar la devoción y lo divino entérminos de su utilidad política (Política 1252b26-27, 1269a28 31, 1335b12-16: Ética 1132a2-4). Así, por ejemplo, los sacerdotes deberían estar separados del poder político en un sentidoestricto, y subordinados a él (Política 1299a17 19; 1322b18 22; 1328b11 13; véase también1314b38; 1315a4). Sin embargo, según el pensador griego, “el ‘filosofar’ implica a la vezconsiderar en detalle si uno debería o no filosofar, al igual que buscar la contemplaciónfilosófica” (Protréptico, fr. B6; el énfasis es mío). La filosofía requiere, en otras palabras, queune reflexione sobre la bondad de la vida filosófica y contraste esa reflexión con la de susprincipales contendores, como la vida dedicada a una devoción piadosa. Es más, la historia decómo fue transmitida la Política en sí nos sugiere que al filósofo griego le preocupabaenormemente la pregunta aludida, pues no hubo ninguna traducción disponible de esta obra(y, por cierto, ninguna versión completa) para los filósofos islámicos y judíos de la EdadMedia, y debemos considerar al menos la posibilidad de que ello fuera “el fruto de una opcióndeliberada, hecha al inicio de este desarrollo medieval” (Strauss 1937, 97; véase tambiénPines 1986; Strauss 1990, 5 y 24 n. 2). Esto es, en oposición a Platón y su propia indagaciónteórica, hablando en un sentido estricto, Aristóteles puede, en su filosofía política, abordar enforma más directa el fundamento de la superioridad de la vida filosófica y, en consecuencia,mostrarse particularmente odioso con los alegatos rivales que invocan la revelación divina,entendida como la ley perfecta entregada por Dios a un profeta. El testimonio de Hobbesapoya la idea de que los escritos de índole más “filosófica” de Aristóteles eran exotéricos enciertos aspectos cruciales y, sobre todo, en lo que se refiere a las creencias religiosas. Trasenumerar los errores de la metafísica de Aristóteles, Hobbes señala: “Y ello ha de bastar comoejemplo de los errores incorporados a la Iglesia a partir de las entidades y las esencias deAristóteles; que bien puede ser que él entendiera como falsa filosofía, aun cuando escribióacerca de ello como algo consonante con, y que venía a corroborar, su religión, y temeroso deldestino que había sufrido Sócrates” (1968, 692). Lo que sugiero es que deberíamos consideraren primer lugar y ante todo los escritos morales y políticos de Aristóteles para descubrir allí elfundamento racional de lo que sería, de otro modo, su arrogante concepto de los dioses. Dichofundamento, en caso de existir, hubiera dificultado o hecho imposible la recepción de laPolítica en la Edad Media judía e islámica y puede explicar la ausencia del libro en esecontexto. En cuanto a la entusiasta recepción del texto en la Edad Media cristiana, la crítica ala ciudad divina y al derecho divino contenida en la Política tiene escasa relación con elcatolicismo, que carece, en rigor, de un derecho político o de una enseñanza política. A mayorabundamiento, en la medida que el catolicismo quiso adquirir un matiz político, tuvo necesi-dad, y por ende fue muy receptivo, de la ciencia de la política que contiene el tratado deAristóteles (véase Fortin 1987, 248-51).

9 Véase Leyden 1967 y Schroeder 1981 para un interesante debate del conceptoaristotélico de la ley.

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política (Política 1268a6-8, 1268b22-1269a28). Hipódamo llama a honrar aaquellos que proponen alguna innovación benéfica para la ciudad, incluso siello implica modificar las leyes tradicionales. Según él, la innovación o elalejamiento de las prácticas tradicionales ha beneficiado a otras artes, cien-cias y capacidades. El arte o la ciencia de la política está correctamenteincluido entre ellos y el alejamiento de las formas tradicionales habrá debeneficiar, por ende, también a la ciencia política. Dos elementos de pruebapueden aducirse en favor de este enfoque. El primero, que las viejas leyesson demasiado simplonas y bárbaras porque así lo eran quienes las hicieron.Se sabe, por ejemplo, que los griegos solían ir armados y comprarse lasesposas unos a otros. ¿Por qué, entonces, habríamos de conservar sus creen-cias? Hemos de estar abiertos a la idea de introducir cambios en la ley. Elsegundo elemento de prueba es que existe una dificultad con las leyesescritas, pues ellas suelen ser muy generales mientras que los casos sonsingulares. Las leyes deberían intentar paliar esta limitación inherente sien-do tan flexibles como les sea posible: hemos de estar abiertos a los cambiosen la ley (1268b31-69a13).

Aristóteles no manifiesta en ningún lugar su desacuerdo con la evi-dencia aducida por Hipódamo o los “innovadores”, en el sentido de que hahabido un avance respecto a las primeras épocas (por ejemplo, en Política1269a3-4; 1271b23-24) o, lo que es más importante, que la ley, dada sugeneralidad, simplemente no es capaz de adecuarse a cada circunstancia ocrisis en particular: “toda ley es universal, y hay cosas que no se puedentratar rectamente y de un modo universal. En aquellos casos, pues, en que espreciso hablar de un modo universal, pero no es posible hacerlo rectamente,la ley toma en consideración lo que es válido en la mayoría de los casos”(Ética a Nicómaco 1137b12-19; Política 1282b4-6). Sin embargo, Aristóte-les rechaza la propuesta de Hipódamo por “incierta” (Política 1268b23-24).Lo hace en parte porque “el paralelismo de las artes envueltas es falso”: laley es indispensable para el arte de la política y “no tiene otra fuerza parahacerse obedecer que el hábito; y éste no se produce sino mediante eltranscurso de mucho tiempo” (1269a19-22). Aristóteles sostiene, por consi-guiente, que la ley no es simplemente racional y que tanto los seres humanosque crean la ley como los que la acatan se basan, al hacerlo, en una razónentreverada de opiniones y pasiones irracionales: “el cambiar fácilmente delas leyes existentes a otras nuevas debilita la fuerza de la ley” (ibídem, 22-24).

Puede que el enfoque aristotélico acerca de la ley y de los riesgos queentraña la innovación legal nos parezca extremadamente conservador. Contodo, es preciso reconocer que el propio Aristóteles considera deseables

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tales cambios en ciertas leyes particularmente absurdas o bárbaras (véase laPolítica 1269a15-17). Pero, más importante aún, el fundamento de su con-servantismo es radicalmente distinto de aquél de los sectores conservadoresque buscan preservar las leyes tradicionales sobre la base de que ellas sonbuenas sólo porque son tradicionales (véase 1287b5-8 y el contexto). Elconservadurismo de Aristóteles, lejos de constituir una suerte de alabanza ala tradición, brota de su intuición de que toda ley es imperfecta. Aun cuandoconcuerda, poco más o menos, con la práctica de los conservadores, Aristó-teles es un espíritu incluso más “radical” que los innovadores, en la medidaque niega a la ley la posibilidad de la plena racionalidad. Desde la perspecti-va del filósofo griego, a los conservadores y a los innovadores les une unoptimismo infundado respecto a la posible bondad de la ley (véase 1281a34-39, 1282b1-10, 1283b35-42). Examinado a fondo, el conservantismo queinforma la Política de Aristóteles es una puerta de entrada a la filosofía, noun llamado a venerar la polis clásica.

Contra todo lo precedente, tal vez podemos aducir las elevadas eincluso hermosas palabras del filósofo respecto a la ley, contenidas en ellibro 3. Allí se dice que el imperio de la ley es análogo al imperio “de undios y del nous”. Desprovista como está del deseo y la pasión, se sostieneque la ley es la razón en sí, que es la “inteligencia sin el deseo” (1287a10-32). Sin embargo, al considerar el contexto en que se dan estas observacio-nes, queda claro que ello corresponde al enfoque de un partidario “republi-cano” (ibídem 10-12; cfr. Leyden 1967, 9). Y en esta sección del libro 3,Aristóteles repite casi literalmente una frase del párrafo sobre Hipódamo, asaber, que “el ejemplo de las artes parece ser falso” (cfr. 1269a19 y 1287a32-33). En el contexto actual, esto significa que, así como esperamos que losmédicos ejerzan su arte caso a caso, sin atenerse de manera irrestricta a unconjunto de reglas formales, en el caso de quienes practican el arte de lapolítica es mejor que se ciñan a determinadas reglas (leyes), porque lospolíticos son mucho más proclives que los médicos a hacer daño a quienesse supone deben ayudar. La obediencia a ese conjunto de leyes habrá, portanto, de atenuar al menos esa tendencia. El médico y su paciente tienen unbien común evidente en la buena salud de este último; pero el bien comúndel gobernante y el gobernado es bastante menos evidente. Para exagerar elcaso, Aristóteles recomienda a la vez el imperio de la ley, no porque la leysea tan buena sino porque la política es tan defectuosa. La ley es, por cierto,el punto medio entre el gobierno sin leyes característico del médico, queparece no tener ninguna contrapartida en la política, y el gobierno sin leyescaracterístico de la tiranía o la anarquía (véase 1287b4 -5). El imperio de laley es, pues, un compromiso sensato, pero no es el imperio de un dios ni del

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nous (ibídem, a32-b4). Pareciera, adicionalmente, que el imperio de unadeidad no puede ejercerse mediante la ley a secas. Independientemente desu origen, cualquier ley que desee gobernar a los seres humanos aquí yahora, sin el beneficio de un cambio milagroso en la naturaleza humana y,por ende, en la naturaleza de la política, debe asumir las limitaciones inhe-rentes a la ley como tal. La ley debe, así, quedar complementada por juecese intérpretes sabios: por seres humanos que, dotados de sabiduría práctica(phronêsis), son capaces de discernir y adaptar el espíritu de la ley a unacircunstancia determinada. Aun cuando la ley fuera tan perfecta en principiocomo uno querría, ha de ser de todas formas administrada por las generacio-nes subsiguientes de seres humanos que conforman un régimen, que, comotal, es superior (porque puede interpretarla y cambiarla) a la ley (véase1281a36-39, 1282b8-13). De estas consideraciones generales, pasemos aho-ra a las dificultades específicas que Aristóteles cree discernir en la ley divinade Creta.

La crítica a la ley divina: Creta

Minos fue el legendario hijo de Zeus, renombrado en el mundoclásico por su sentido de la justicia,10 y quien, tras vivir en compañía deZeus, dio a la isla de Creta sus leyes (véase, por ejemplo, la Ilíada 13.450 y,de Platón, la Apología 41a, Minos y el comienzo de las Leyes; véase tam-bién Huxley 1971). El régimen cretense es, por consiguiente, muy antiguo yde augusto linaje. Es también de carácter generatriz. Cartago se parecemucho a Esparta, pero la propia Esparta le debe mucho a Creta, y Licurgopasó largo tiempo allí (Política 1271b25-27; 1272b25-26). Minos es, deeste modo, el ejemplo par excellence del legislador divino en la Política, yCreta de la ciudad (ciudades) divina (divinas).

La primera parte del examen que Aristóteles hace de Creta se refierea cuestiones domésticas o económicas, la segunda al ordenamiento delrégimen o a cuestiones políticas en un sentido estricto. Inicia esta últimacriticando el estilo cretense de elegir a los mandantes (kosmoi), pues aunqueel régimen no obliga a escoger de entre el demos, selecciona de todasformas al azar a quienes no poseen mayor mérito que el demos. Y aunque

10 Las alusiones clásicas a Minos son en algún sentido ambiguas. Los informes de sueducación a manos de Zeus y su sentido de la justicia en general han de ser contrastados consu exigencia de sacrificios humanos, por ejemplo, a raíz de lo cual era odiado por Atenas.Véase Platón, Leyes 624b4-25a1, 706a4-c1; ídem, Minos 318d4-10.

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los senadores (gerontes) son elegidos sólo de entre quienes han servidopreviamente como mandantes, están fuera de todo cuestionamiento y gobier-nan en ese poderoso cargo de por vida. Finalmente, el demos se reúne enuna asamblea, pero ésta no hace más que aprobar ciegamente los actos delos mandantes y senadores. Aunque el carácter pacífico del demos es loable,ello conduce a equívocos: como Aristóteles hace notar ahora, dicha tranqui-lidad es atribuible, sobre todo, a la ubicación de Creta, alejada de quienespodrían incitar o corromper a su pueblo. En sus acotaciones finales alanálisis de Creta (Política 1272b7 23), el filósofo nos lleva a preguntarnossi el demos no irá a terminar “infectado” por la inestabilidad de los mandan-tes, por una parte, y una guerra reciente, por la otra.11 Salvo las disposicio-nes minoicas relativas a los desórdenes (1271a26-29; 1272a12-27), cadavirtud del régimen cretense (la cualidad gobernable de sus esclavos, laplacidez del demos y la preservación del régimen mismo) pueden atribuirsea su ubicación, esto es, al azar (1269a39, 1272a39-b1, b16-19). El ataquereciente a Creta sugería que la barrera natural ya no era efectiva. Pareciera,así pues, que los augurios para Creta y la legislación minoica, largo tiemposumidas en la decadencia política, eran más bien oscuros.

La crítica aristotélica de Creta arroja, ciertamente, una auténticasombra sobre la legislación minoica. Cuesta imaginar que Minos fuera indi-ferente a la estabilidad del régimen en general o a la sobrevivencia misma desu pueblo (y, por eso mismo, de las leyes). En otras palabras, pareciera quela legislación minoica, en cuanto tal, sostiene que puede hacer de un modoalgo más perfecto lo que la mera legislación humana intenta conseguir, asaber: garantizar el bienestar aquí y ahora de la comunidad política queobedece al auténtico dios, cuya bondad ha de resultar evidente para quien-quiera que tenga ojos. Esta cualidad esencialmente política de la ley divinaen la ciudad clásica tiene su contrapartida, a la vez, en nuestra propiatradición: “Mirad: Yo os he enseñado leyes y mandamientos, como Yavhé,mi Dios, me los ha enseñado a mí, para que los pongáis por obra en la tierraen que vais a entrar para poseerla. Guardadlos y ponedlos por obra, pues enellos está vuestra sabiduría y vuestro entendimiento a los ojos de los pue-blos, que, al conocer tales leyes, se dirán: Sabia e inteligente es esta grannación” (Deuteronomio 4:5-6). Y es precisamente en tanto entidades políti-cas —que aspiran en esta vida a realizar cambios benéficos, y teniendo encuenta a los seres humanos tal como ellos son—, que la ley divina y la

11 Puede que el filósofo se refiriera al ataque de Falaeco y su ejército de mercenariosen el 345 a.C., al sometimiento de la isla a manos del espartano Agesilao (hermano de Agis III)en el 333 a.C., o a ambos fenómenos. Véase Newman 1973, 2:360.

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ciudad divina admiten el mismo tipo de análisis aplicable a las institucionesdeclaradamente humanas de Platón, Hipódamo y los demás. En virtud deesta afirmación, que comparten tanto las leyes de Moisés como las deMinos, puesto que es común a la ley en cuanto tal, parece haber un funda-mento común entre la ciencia política aristotélica como ciencia del mejorrégimen, por una parte, y la comprensión, necesaria para su debido acata-miento, de la ley divina o de la ciudad virtuosa, por la otra. Al hacer unaafirmación cuyo propósito es influir en los seres humanos de una manerahumanamente comprensible, la legislación divina está abierta, por tanto, a laciencia humana: a saber, a la ciencia política.

Esta afirmación de la importancia de la ciencia política ignora, sinembargo, una posibilidad crucial. ¿No podría ser que la legislación divinatuviera acceso a un conocimiento privilegiado, no disponible para el cientistay a la luz del cual los defectos aparentes en el plano de la política ordinaria senos presentarían como el sello de “Zeus”, esto es, como el sello de la auténticaperfección? ¿No son acaso los caminos de Zeus parcial e incluso globalmentemisteriosos? ¿Cómo ha de proceder el científico, incluido el cientista político,enfrentado a esta afirmación? Aun cuando en cierto sentido Aristóteles elogiaa Minos por haber “filosofado”, ¿existe algún indicio de que el propio Minosquisiera ser juzgado por el criterio de la filosofía o que dicho criterio fuera enalgún sentido pertinente (Política 1272a22-23)? Si no se plantea ningunasolución a este problema, una solución aceptable en principio tanto para loscientíficos como para los ciudadanos que habitan la ciudad divina, el cientistapolítico resultará ser un fanfarrón cuyas conclusiones supuestamente raciona-les descansan en una confianza no racional en el poder de la razón. La cienciapolítica seguiría siendo al menos tan pretenciosa —y por ende risible— comoel propio Aristóteles sugiere que ella lo era en sus orígenes “hipodámicos”(126722-30).

De seguro, el mantener esta posición extrema conlleva un precio: laciudad divina y sus leyes dejan de ser indicios, para todos, de la sabiduría yel discernimiento de quienes se ciñen a ellas. Pues, quien adhiere a la leydivina, ¿a la luz de qué otro discernimiento habrá de oponerse a la crítica tanpoderosa que le plantea Aristóteles a esa ley divina? Ha de haber otrasconsideraciones, unas consideraciones X operando en el corazón y la mentede los fieles, que los guían en ese cometido. En la medida que el propioAristóteles deriva, inmediatamente después de formulada su crítica de otrosposibles regímenes buenos, a una consideración de la justicia (libro 3),sugiere cuando menos la posibilidad de que esa X en juego sea la preocupa-ción por la justicia. Pues la ley busca, ante todo, el ser justa o recta einculcar en quienes la obedecen comprensión y devoción por la justicia o la

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rectitud. La preocupación por la ley apunta, en última instancia, a la preocu-pación por la justicia, y la ley divina se diferencia principalmente por sujusticia de índole superior. Es más, dicha preocupación por la justicia sehalla en el centro de la filosofía política en general y de la filosofía políticaaristotélica en particular. Yo sugiero que esta preocupación compartida porla justicia entrega tanto a los ciudadanos de la ciudad divina como alcientista político un fundamento verdaderamente común.

El análisis de la justicia

El análisis de la justicia, si nace de y permanece fiel a las principalespreocupaciones de quienes adhieren a la ley divina, brinda el punto departida adecuado para entender esa ley y la devoción que es su esencia. Elanálisis de la justicia puede, por consiguiente, arrojar una luz sobre lasdificultades que nos plantea el libro 2 como un todo, el problema de lalegislación divina y el status de la ciencia política como una ciencia de laciudad divina.

El problema de la justicia en la comunidad política

Aristóteles inicia la sección más importante de su análisis de lajusticia (Política 3.9-13) estableciendo un punto de acuerdo entre todas lasfacciones políticas respecto a la justicia y la injusticia, a saber: que lajusticia es igualdad para los que son iguales y desigualdad para los desigua-les (1280a9-22). Ahora bien, este acuerdo, aun siendo relevante, no llegademasiado lejos, pues los ricos, los libres, los de noble cuna, y así sucesiva-mente, postulan todos ellos que su excelencia particular o su preeminenciaes más importante para el bienestar de la ciudad y, como tal, es el título justopara gobernar: “Algunos que son desiguales en algo, por ejemplo en rique-za, suponen que lo son en la generalidad de otras cosas, y otros que soniguales en algo, por ejemplo en libertad, suponen a la vez que lo son entérminos generales” (ibídem, 22-25).

Aun cuando las distintas facciones puedan discrepar abiertamente enlo que respecta al rango de las diversas preeminencias, no lo hacen —o no loharían, de ser presionadas— en lo que se refiere al propósito declarado delos honores o los cargos asignados en virtud de ellas, a saber: en lo referentea la felicidad de los ciudadanos que habitan en una comunidad política sana.Aristóteles dedica buena parte de la Política (3.9) a desarrollar lo que está

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implícito en este supuesto común, porque éste resulta finalmente o, en todocaso, conduce al criterio inmanente con el cual el filósofo juzga la justiciade todos los regímenes. Aristóteles argumenta que en los títulos esgrimidospara gobernar por las diversas facciones se considera tan sólo una versiónincompleta de lo que es el propósito de la ciudad, conforme a la percepciónque las propias facciones tienen de sí mismas. Así como el compartir unlugar, la práctica del matrimonio mixto y el intercambio comercial no cons-tituyen por sí mismos una ciudad, tampoco la riqueza, la libertad y laexcelencia militar configuran todavía una comunidad política en un sentidopleno. Todas estas cosas “se darán necesariamente, sin duda, si existe laciudad, pero el que se den todas ellas no basta para que haya ciudad”; puesla ciudad “es una comunidad de casas y de familias con el fin de vivir bien,de conseguir una vida plena y autosuficiente” (1280b31-35). Esto significa,a su vez, la vida “feliz y buena”, de modo que “hay que concluir que el finde la comunidad son las buenas acciones” (1281a2-3). De la turbulencia quecaracteriza, pues, a las disputas fundamentales acerca del gobierno, Aristó-teles discierne este acuerdo provisorio sobre la finalidad de la política encuanto tal: todos concuerdan en que la comunidad existe con miras a unavida plena y autosuficiente (esto es, una vida feliz y buena), y todos creen enprincipio que el aporte desigual a este fin más relevante ha de hacerseacreedor a recompensas a la vez desiguales. La Política (3.9) concluye conun sucinto enunciado del criterio —al que se ha arribado por esta vía— queha de emplearse para juzgar: “Por eso, a los que contribuyen más a esacomunidad les corresponde en la ciudad una parte mayor que a los que soniguales o superiores a ellos en libertad o linaje familiar, pero inferiores envirtud política, o a los que los superan en riqueza pero son superados poraquéllos en virtud” (1281a4-8). Con todo, puede que dicho principio deadjudicación sea más problemático de lo que parece, ya que Aristótelesañade en seguida: “Lo que hemos dicho pone de manifiesto que todos losque disputan respecto a los regímenes hablan sólo de una parte de la justi-cia” (1281a8-10, el énfasis es mío). ¿No podría ser que ninguna facción estéhablando de la totalidad de la justicia?

Aristóteles inicia su Política (3.10) preguntándose “quién debe ejer-cer la soberanía en la ciudad”: ¿la multitud, los ricos, los razonables oecuánimes (epieikeis), el individuo mejor de todos o un tirano? Y al igualque el principio de adjudicación enarbolado en el capítulo 9 parece proble-mático, “todas estas [soluciones] presentan alguna dificultad” (1281a13-14; el énfasis es mío). Para dilucidar este punto, Aristóteles se detiene noen la realización de los fines más elevados de la comunidad —la “virtudpolítica” y la ejecución de “acciones nobles”— sino en el problema de

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garantizar, una vez que cualquiera de tales grupos ha llegado al poder, eserequisito de estabilidad cívica para los fines más elevados que se han seña-lado (ibídem, 14-). Es injusto que el pobre, por constituir una mayoría,robe al rico sus posesiones, incluso si ese robo ha sido sancionado por elpoder soberano de la asamblea. Esto habrá de destruir a la ciudad, y lavirtud no destruye al que la posee. Dicha acción no se basa más que en lafuerza superior y, como tal, es indiferenciable de los actos del tirano. Nomucho mejor es el gobierno de unos pocos sobre otros muchos si tambiénellos saquean y confiscan los bienes de los gobernados (ibídem, 24-28).Pero también se podría suponer que algunos de esos pocos o los muchosno serán rapaces y que gobernarán con moderación. El siguiente argumen-to para gobernar, mencionado en el capítulo 10, es precisamente el de losindividuos razonables y ecuánimes. Y, sin embargo, puesto que ellos sonnecesariamente escasos, su gobierno excluiría de tales funciones, y porende de los honores a ellas asociados, a la vasta mayoría de la comunidad(1281a28-32). La misma dificultad se plantea, incluso con mayor agudeza,en el caso en que el gobierno queda en manos del individuo mejor detodos. De ese modo, el rico y el pobre vivirán acechándose mutuamente, yel hombre razonable, al igual que el mejor de ellos, quedará a merced delos numerosos individuos indignos, ya sean ricos o pobres. Puesto queAristóteles no se rebaja a considerar las razones que pueda enarbolar eltirano para gobernar, sustituye todo ello con una reflexión en torno alimperio de la ley (cfr. 1281a13 y 34-39). Es erróneo suponer, con todo,que las leyes puedan en algún sentido estar por encima de los intereses ylos yerros de los seres humanos que las formulan. La ley en sí debe serdemocrática u oligárquica, por ejemplo, y compartir así los defectos inhe-rentes a tales regímenes (ibídem, 34-39). Pareciera no haber una soluciónfácil al problema del gobierno.

Tras intentar, con sólo magros resultados, bosquejar un compromisode índole “republicana” en torno al problema del gobierno (Política 3.11),Aristóteles hace algo parecido a un borrón y cuenta nueva en el capítulo 12(cfr. los inicios de Política 1 y 4 y el comienzo de la Ética a Nicómaco).Ahora se nos dice que todas las facciones políticas concuerdan no sólo entresí sino con “los argumentos acordes con la filosofía” de que la justicia esuna cierta forma de igualdad (cfr. 1282b18-20 y 1280a9-22). La justiciahabrá de ser considerada ahora desde la perspectiva más elevada, la de la“filosofía política” (1282b23). Aristóteles argumenta con cierto detalle quela superioridad o la preeminencia en la que se basa la distribución demagistraturas ha de ser relevante y que los de noble linaje, los libres y losricos tienen todos, por consiguiente, una condición genuina a su favor,

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puesto que no cabe una ciudad de esclavos o de indigentes. A mayor abun-damiento, “la justicia y las virtudes militares” son necesarias para que unaciudad sea administrada bien, y quienes se destacan en ellas cuentan a la vezcon condiciones a su favor. En este punto, los argumentos del filósofoevocan el criterio menos elevado de adjudicación ya visto en la Política(3.10-11), a saber, aquel que tiene en consideración los requisitos para laexistencia de la ciudad. El giro crucial se da al inicio del capítulo 13:“Desde el punto de vista de la existencia de la ciudad podría parecer quehay que tener en cuenta todas estas condiciones o algunas de ellas, perodesde el punto de vista de la buena vida sería justo atender principalmente ala educación y la virtud” (1283a23-26; el énfasis es mío). Esto es, la buenacuna, la riqueza, la libertad, las virtudes militares e incluso la justicia sonpre-condiciones necesarias de la “buena vida”, pero no conforman por símismas ese tipo de vida. En tanto el capítulo 13 evoca, así, esa otra hebra—superior— de la justicia examinada en el capítulo 13, la cual considera elbien de cada cual, no es claro, ahora que se ha introducido la “filosofíapolítica”, si incluso estos dos criterios “más elevados” son simplementeidénticos. Mientras que en el capítulo 9 el fin superior en función del cualdebían ser juzgadas la igualdad y la desigualdad era la vida feliz y nobleconsistente en la ejecución de “actos nobles” derivados de la “virtud políti-ca” (1280b5, 1281a2-3, 7), el fin en cuestión es aquí, sencillamente, “labuena vida”, que se alcanza por medio de la “educación” y la “virtud” . Noestá claro, en otras palabras, si la ejecución de “actos nobles” es lo mismoque “la buena vida”, ni si la “virtud política” es equivalente a la “virtud” sincalificativos. ¿Puede ser que la “filosofía política” nos conduzca más allá delas condiciones esgrimidas por cualquiera de las facciones políticas, o másallá de la política como tal, en la búsqueda del bien auténtico?

Esta posibilidad se plantea en el tratado de Aristóteles acerca de lamonarquía o, más precisamente, de un cierto tipo de “reinado absoluto”(Política 3.13-18).12 Si hubiera en la ciudad ciertos individuos que supera-ran a todos los demás en virtud y capacidad política, pero que fuesen

12 Las interpretaciones en torno al tema de la monarquía, como aparecen en laPolítica, pueden agruparse grosso modo en dos grupos. Según los primeros, Aristóteles teníaun genuino interés y cierta preferencia (limitada) por la monarquía absoluta, que se basaba, obien en razones políticas (Kelsen 1937), o bien filosóficas (Newell 1987; Vander Waerdt1985). Según los segundos, Aristóteles negaba las posibles bondades de la monarquía yprefería claramente una modalidad de gobierno más “republicana”. Un ejemplo reciente yextremo de esta línea de interpretación es el de Nichols (1992), quien escribe como si elmonarca absoluto fuera, según Aristóteles, un tirano en potencia. Véanse los ilustrativoscomentarios de Vander Waerdt (1985, 251, n. 4) y Mulgan (1974a y b). Mi propia interpreta-ción es quizás más próxima a Vander Waerdt y Newell.

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insuficientes en número para fundar ellos mismos una ciudad, no debería-mos, con todo, considerarlos parte de la ciudad: “Pues sería una injusticiaconsiderarlos merecedores de cosas iguales cuando son a tal punto desigua-les en cuanto a virtudes y capacidad política”; un miembro de ese grupo es“como un dios entre los seres humanos” (1284a3-11). Puesto que la comuni-dad política es una asociación de individuos libres y semejantes, y puestoque las leyes son parte integral de cualquier comunidad política, ocurrenecesariamente que “la legislación atañe a los iguales tanto en linaje comoen capacidad, pero para esos hombres como los que hemos dicho [superio-res] no hay ley, pues ellos mismos son la ley” (ibídem, 12-14).

¿No debería el mejor régimen, sin embargo, guiarse por la justicia, enel sentido de dar a cada cual lo que es auténticamente bueno para él?“Tratándose del régimen mejor, plantea un grave problema, no la superioridaden otros bienes, como la fuerza, la riqueza o las muchas relaciones, pero sí elque alguien descuelle en virtud. ¿Qué debe hacerse en este caso? No puededecirse, ciertamente, que un hombre así debe ser expulsado y deportado, perotampoco que se debe mandar sobre él, pues sería como si los hombrespretendieran imperar sobre Zeus y compartir con él sus poderes” (Política1284b25-31). Según el principio superior que Aristóteles ha esbozado conmiras a adjudicar los argumentos para gobernar y sobre los que ahora vuelve,el ser humano de virtudes sobresalientes ha de gobernar en el régimen mejor:“No queda más solución que la que parece natural: que todos obedezcan debuen grado a un hombre tal, y que él y sus semejantes sean reyes perpetuos ensus ciudades” (ibídem, 32-34). Ello pareciera, entonces, poner término a ladiscusión de Aristóteles sobre la justicia y el gobierno. Todos los regímenesdesean promover el bien común tal como ellos lo conciben, y todos suponenequivocadamente que esa parte de la excelencia que se autoatribuyen es latotalidad de la excelencia. En presencia del mejor de los individuos, todos losregímenes, incluso y particularmente las aristocracias, deberían subordinarsea él. Aún así, dado el vívido retrato que Aristóteles presenta en la Política delas disputas entre las varias facciones políticas, ¿habrá creído seriamente que,aun cuando esa subordinación pueda ser en algún sentido “natural”, ello habráde ocurrir “de buen grado” (por ejemplo, 1281a16, b18-20)? El mérito paragobernar ha de acompañarse de la capacidad de ser obedecido (1284b32) yhemos visto ya la dificultad implícita en las razones para gobernar que aducenincluso los individuos razonables o ecuánimes: para ser obedecidos, con todaprobabilidad tendrían que recurrir a los servicios de los indignos —a una“fuerza de seguridad del pueblo”—, y ello altera de manera fundamental elcarácter del gobierno. ¿Puede acaso la monarquía solucionar esta faceta delproblema que supone el gobierno (véase Vander Waerdt 1985, 261-64)?

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Para que el monarca absoluto gobierne justamente, en el sentidotanto de considerar los merecimientos del individuo como el bien común,debe no sólo poseer la máxima virtud (sea ello lo que sea) sino que lamultitud ha de reconocer esa virtud por lo que es y así acatar gustosamentesu gobierno. Si esos dos criterios se cumplen, el gobierno de un rey absolutoes plenamente justo; y lo es, nos dice Aristóteles, en conformidad con lalógica de los argumentos de quienes fundan las aristocracias, las oligarquíasy las democracias (Política 1288a19-25). ¿Cuál es, entonces, la virtud desta-cada que confiere el título para gobernar? Por todo lo impreciso que Aristó-teles pueda resultar aquí, en la Ética a Nicómaco 10.7-8 se muestra tandirecto como es de desear: la virtud teórica (contemplativa) es superior a lavirtud moral y quien posea la virtud superior en mayor grado es superior aquien posea la inferior (1098a16-18). Incluso en el contexto actual, Aristó-teles determina la “virtud” a la luz de “la buena vida” (Política 3.13) y, en elanálisis final, la buena vida es la filosófica, como queda confirmado, en nomenor medida, por el esbozo que el propio Aristóteles hace de la mejor vidapolítica en los capítulos 7-8: el mejor régimen apunta ante todo al “ocio”, laimitación más cercana de la vida filosófica que es posible alcanzar en losconfines de la comunidad política. Esto significa que Aristóteles juzga enúltima instancia la vida política a la luz de un criterio filosófico y apolítico.La sabiduría es, en cierto sentido, la condición suprema para gobernar y elser humano que la posee en mayor medida merece gobernar por sobre losdemás.13 El extremo reinado en discusión es, en breve, el gobierno de un“rey filósofo”. El silencio de Aristóteles respecto a esta institución peculiaren la República (2.2-5) de Platón se ve hasta cierto punto compensado por elanálisis que hace aquí del “rey absoluto” (Vander Waerdt 1985, 268 73). De

13 Concuerdo, por ende, con Vander Waerdt en que la virtud característica de esteenigmático monarca absoluto es “más exaltada que ninguna otra excelencia moral alcanzablepor los seres humanos” (1985, 267), pero no me convence la idea de que la virtud en cuestiónes “un tipo de virtud heroica o incluso divina que difiere en su eidos tanto de la virtud moralcomo filosófica” (p. 264). Vander Waerdt manifiesta cierto desconcierto en cuanto a la razónpor la que esta encumbrada virtud no es equivalente a la virtud filosófica o teórica (1985, 268,n. 25). Cierto es que el descubrimiento o la invención aristotélica de la sabiduría práctica(phronêsis), en tanto esfera del conocimiento esencialmente distinta a la de la ciencia teórica,pareciera imposibilitar la identificación por la que se argüye en el texto. Incluso el sobrioAristóteles se ve, sin embargo, obligado a abordar ciertas cuestiones metafísicas o teológicasal hablar del mejor régimen: el tema más elevado de la filosofía práctica o la filosofía política(véase, por ejemplo, Política 1323b21-27, 1325b28-2). En otras palabras, la distinción entreteoría y práctica se resquebraja cuando uno intenta responder adecuadamente a la preguntaacerca de la mejor forma de vida posible para un ser humano. La invención de la phronêsistiene de hecho el efecto políticamente saludable de brindarnos una ciencia de los actosmoralmente virtuosos y apoya así la idea de que tales actos son simplemente racionales.

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seguro, ésta es la representación política —y por ende limitada o distorsio-nada— del filósofo, la única representación posible en la Política.

Cuando vemos el carácter extremo del reinado en cuestión,14 quedande manifiesto las grandes dificultades a que se enfrenta su puesta en práctica.Sólo en épocas primitivas o bárbaras podría existir una comunidad deseosa deaceptar un dominio tan absoluto, pero es sólo en épocas ulteriores que tieneuno probabilidades de encontrar un ser humano de tan destacadas virtudes,puesto que la filosofía no pertenece a las épocas tempranas (Política 1252b19-26; 1285a16-18, 30 y b4-5; 1286b20-22; véase también Strauss 1964, 37). Noes muy razonable, por tanto, esperar que puedan cumplirse las dos condicio-nes precedentes, y la monarquía absoluta que Aristóteles describe aquí resulta,para todos los fines prácticos, imposible. La descripción de este reinado es,pues, algo parecido a un experimento por parte de Aristóteles, un intento deconceder a la virtud su hora en la comunidad política. Como rápidamente setorna evidente, la comunidad política propiamente tal (esto es, la asociaciónde individuos libres e iguales, cuyo propósito es garantizar una existenciaplena y autosuficiente) no es capaz de tolerar la máxima excelencia humana,así de grande es la disparidad posible, en cuanto a virtud, entre los sereshumanos. La comunidad política habrá de convertirse, o bien en algo parecidoa una gran familia encabezada por un ser humano de destacada virtud, comouna suerte de padre benévolo, o bien habrá de condenar a dicho hombre alostracismo. La discusión en torno a este reinado extremo está ligada así aldebate precedente acerca de la justicia, porque aun cuando ignora, poco máso menos, esa hebra de la justicia que tiene en cuenta la estabilidad civil (y, portanto, el consentimiento de los gobernados), considera más seriamente esaotra hebra de la justicia que promete brindar auténtica virtud y felicidad atodos, incluidos los capaces de alcanzar la virtud máxima.

Justicia y ley divina

Permítaseme resumir lo anterior y derivar sus implicancias para eltema que nos ocupa. En toda comunidad política, los seres humanos adhie-

14 Aristóteles comienza por esbozar los cuatro tipos principales de reinados, a loscuales añade, curiosamente, tras un resumen y conclusión (Política 1285b20-29), un quintotipo, a saber: el gobierno de uno solo por sobre “todos”, en la forma que adopta el gobiernoeconómico, (doméstico) y que “lo hace todo según sus propios deseos” (1287, 9-10). Estequinto tipo, el único del que no se nos brinda ejemplo alguno en ninguna época y lugar, sesitúa en el extremo opuesto del reinado espartano estrictamente limitado, y Aristóteles restrin-ge rápidamente su foco de atención: primero a estos dos, luego al quinto tipo a solas. Dejaclaro, así, que lo que sigue habrá de referirse a cierto caso extremo.

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ren con rapidez a opiniones decididamente antagónicas acerca del auténticobien político o el bien común. Tales conflictos respecto a lo que constituyela esencia de una vida apropiada ponen límites al grado en que cada facciónparticipante puede llegar a imponer su propia idea del bien al cuerpo ciuda-dano en su conjunto, pues el grupo en cuestión se verá obligado, o bien aceder frente a los reclamos en conflicto que siempre amenazan con conver-tirse en una guerra civil (esto es, a atenuar su título para gobernar basadoen X), o bien a recurrir a la violencia para imponerlo (esto es, a corrompersu título para gobernar sobre la base de X). Es más, en caso de que hubieraun ser humano que encarne lo que es, según Aristóteles, la máxima excelen-cia humana —la filosofía o la contemplación—, el legislador habrá deactuar, así y todo, “mirando a la conveniencia de la ciudad entera y a la[conveniencia] de la comunidad de ciudadanos” (Política 1283b40-42). Asípues, incluso “las leyes más justas” apuntan no tanto a las más altas cimasque un ser humano puede alcanzar sino a la conveniencia del todo o deaquello que es común a todos los ciudadanos (ibídem, 38). Es demasiadoesperar que las leyes miren —y mucho menos que consigan garantizar— elbien humano más elevado. Lo cual significa que incluso la mejor ley posibleo el mejor de los regímenes es justo de manera imperfecta: cada comunidadse ve forzada a garantizar lo que he denominado la estabilidad cívica. Ellogro de la justicia en este sentido impide que la comunidad sea justa en elsentido más alto del término, que es dar a cada cual lo que le es debido, esdecir, lo que es bueno para él.

En la medida que aspire a ser política, toda invocación de lo divinoqueda, pues, confrontada de modo similar con el crudo hecho de que persis-ten opiniones en conflicto respecto al bien, así como con el hecho de que loshombres son a menudo reacios a alterar o adaptar sus convicciones másprofundas. En ausencia de una señal carente de ambigüedad y al alcance detodos por igual, dicha invocación no gozaría de la unanimidad que procedeúnicamente del conocimiento (véase Isaías 11:9). La heterodoxia de losincrédulos o de los “herejes” vendría a plantear un problema político cuyasolución requerirá de la atenuación, o bien de la corrupción del argumentopara gobernar, y, por ende, arrojaría una sombra de duda sobre la justiciadel argumento en cuestión.

Y, más importante aún, si la tendencia general del análisis anteriordel “reinado absoluto” es correcta, lo que Aristóteles intenta sugerirnos esque ninguna comunidad política puede ser plenamente justa porque ningunapuede conceder a la máxima excelencia humana lo que le es debido en losconfines de la propia comunidad. El bien humano más elevado es, entonces,de naturaleza suprapolítica. En oposición a ello, la ley divina, como ley,

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sostiene que la felicidad humana es alcanzable en el plano de la política(debidamente conducida y suplementada) o que el problema de la justiciaadmite una solución política. La razón más poderosa para este mayor opti-mismo concerniente a la política es la aseveración de que los dioses son nosólo políticos sino providenciales; esto es, que velan por la ciudad y sushabitantes y les procuran su bienestar en conformidad con la justicia oinjusticia de sus actos:

Ha quedado de manifiesto que tanto los griegos como los bárbaroscreen que los dioses lo saben todo, del presente y el futuro. Todas lasciudades cuando menos, y todas las tribus, preguntan a los dioses,por medio de la adivinación, lo que deben hacer y no hacer; y todaspiden a los dioses al menos que impidan las desgracias y garanticenel bien. Así que ya veis, esos dioses, que lo saben todo y son capacesde hacerlo todo, son mis amigos de un modo tal que, en la protec-ción que me dan, nunca he conseguido hasta aquí pasar inadvertidoante ellos, de noche o de día, donde sea que me encuentre o lo quesea que me disponga a hacer. Y de su conocimiento anticipado de loque habrá de resultar de cada gesto, me indican lo que sea que debohacer y lo que no debo, enviándome voces, sueños y pájaros augura-dores como mensajeros. Y nunca me he arrepentido de haberlesobedecido; más bien me ha ocurrido de vez en cuando, tras negarmea confiar en ellos, que fui castigado (Jenofón, Symposium 4.47-48).

En la esencia de la ley está, pues, la creencia en ciertas deidadesprovidenciales, las cuales saben perfectamente que “la situación de ciertosindividuos de excelencia es penosa y aflictiva, en tanto las circunstanciasque rodean a otros perversos son muy propicias y placenteras” (Maimóni-des, Guía para perplejos 3.16). Conocen “el destino privado y público dehombres inicuos e injustos [...] y [saben] que otros muchos han tomado parteen numerosas y muy terribles impiedades, en virtud de lo cual han consegui-do alzarse desde posiciones inferiores a la tiranía y a los cargos más eleva-dos” (Platón, Leyes 899e 900a). Con todo, al estar manifiestamente preocu-pados por los asuntos humanos, los dioses habrán de rectificar, en esta vidaterrena o bien después de la muerte, cualquier discrepancia entre el mérito yla recompensa. En suma, las deidades providenciales aseguran la prosperi-dad final del justo y las penalidades del injusto. Así pues, no es sólo elcompromiso con la justicia política lo que pueda haber tras el rechazo de laciencia racional aristotélica a la ciudad divina, sino más bien, o más precisa-mente, la noción de que los dioses apoyan dicho compromiso al hacer que lajusticia sea en todos los casos buena sin ambigüedades. Se sigue de ello que,por más desconcertantes que nos parezcan los medios de la providencia aquíy ahora (por ejemplo, la sola destrucción del orden político basándose en la

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ley), nadie que sea verdaderamente obediente de la ley negaría que lavoluntad divina dispone, a su manera, el bien para los justos. Incluso ladestrucción señalada ha de ocurrir en última instancia para mejor. Y defen-der la ley apelando a la cualidad enigmática de Zeus supone el riesgo deincurrir en la blasfemia, si con ello uno pone en duda la bondad de la ley y,por consiguiente, de la divina providencia.

La necesidad de este recurso a la providencia implica que la justiciao la virtud moral no es en sí un fin suficiente de la vida política porque nogenera siempre, por sí misma, la felicidad del justo o del virtuoso. Esimportante advertir que, lejos de negar esta idea implícita en la ley, Aristóte-les concuerda con ella: “Ahora bien, alguien podría suponer que ésta [valedecir, la virtud moral] sea el fin de la vida política [más que el honor]. Aúnasí, [la virtud] resulta insuficiente, pues al parecer es posible que el queposee la virtud [... también puede] padecer grandes males y los mayoresinfortunios. Nadie dirá que un individuo que vive así es feliz” (Ética aNicómaco 1095b30 1096a2). Ahora podemos formular la pregunta que nosinteresa de manera más precisa: puesto que también Aristóteles concede queesa dificultad relativa a la virtud moral vendría a ser resuelta por la creenciaen deidades providenciales, ¿por qué considera no la devoción, sino lacontemplación, como su complemento necesario?

De partida, la solución del problema de la bondad de la justicia por lavía de recurrir a deidades providenciales da fe del dictum aristotélico en elsentido de que “los hombres siempre están mirando a lo que les parecebueno” (Política 1252a2-3; véase también, por ejemplo, Política 1324a33-35; Ética 1129b5-6 y contexto, 1155b23-26, 1159a10-12, 1166a14-18).Pues la devoción hacia el bien común y el deseo de sacrificarse uno mismoen su nombre, siendo muy nobles y atractivos en sí, no pasan inadvertidospara los dioses vigilantes. Dicho sacrificio se torna, como fruto de ello, aúnmás atractivo en la medida que conlleva la promesa de nuestra felicidad:“Quien, en concordancia con sus capacidades, no escatime esfuerzos enhonrar a los dioses, ha de esperar confiado y lleno de esperanza los mayoresbienes. Pues alguien sensato no se haría mayores esperanzas respecto dealguien que no fuese capaz de brindar lo mejor, ni sería él mismo mássensato de otro modo que no fuera el de complacerlos [a los dioses]”(Jenofón, Memorabilia 4.3.17). Los seres humanos no pueden sino desearaquello que les parece bueno, y la sola creencia en deidades providencialescoincide con —de hecho, lo reafirma y lo subraya— este enfoque filosóficosegún el cual lo que consideramos bueno es nuestro fin o nuestro propósitoprimario. También en este punto coinciden, así pues, Aristóteles y la leydivina.

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Es en este punto que uno llega a una suerte de encrucijada, puesbuena parte del asunto (por no decir que su totalidad) depende de cómo unoentienda la forma en que el bien se nos presenta. El enfoque del propioAristóteles es difícil de entender, y puede que sea provechoso reseñar pre-viamente una postura filosófica que él nos presenta, pero que rechaza demanera explícita en la Ética a Nicómaco. Según ella, no es sólo que el biensea primario, sino que los seres humanos no son, en última instancia, respon-sables de la forma en que el bien se les presenta. Por ende, es irracionalalabar o maldecir a otro basándose en cuestiones morales. Aristóteles des-cribe esta aseveración en los siguientes términos:

Si se dice que todos aspiran a lo que les parece bueno, pero no estáen sus manos ese parecer, sino que según la índole de cada uno así leparece el fin, si cada uno es en cierto modo causante de su propiocarácter [hexis], también será en cierto modo causante de su parecer[del bien]; de no ser así, nadie es causante del mal que él mismohace, sino que lo hace por ignorancia del fin, pensando que por esosmedios conseguirá lo mejor, pero la aspiración al fin no es de propiaelección, sino que es menester, por decirlo así, nacer con vista parajuzgar rectamente y elegir el bien verdadero, y está bien dotadoaquél a quien la naturaleza ha provisto generosamente de ello, por-que es lo más grande y hermoso y algo que no se puede adquirir niaprender de otro, sino que tal como se recibió al nacer, así seconservará. Y el estar bien y espléndidamente dotado en este sentidoconstituiría la índole perfecta y verdaderamente buena. (Ética1114a31b12).

Según este enfoque, la responsabilidad moral depende de que noshagamos de algún modo responsables de nuestra hexis (el “carácter”, la“condición fija [del alma]”). A más detalles, las hexeis “se engendran por lasoperaciones semejantes. Por ende, es preciso realizar cierta clase de accio-nes, puesto que a sus diferencias corresponden los hábitos [hexeis]. Notiene, entonces, poca importancia el adquirir desde jóvenes tales o cualeshábitos, sino muchísima, o mejor dicho, total” (Ética 1103b21-25). Sinembargo, “es difícil encontrar desde joven la dirección recta para la virtud sino se ha educado uno para tales leyes” (véase 1179b31-32). Por lo tanto, esdifícil saber cómo es que, de acuerdo a esta argumentación, somos responsa-bles de nuestra hexis y, por ende, de la forma en la que el bien se presentaante nosotros. Pero, ¿acaso no depende de nosotros el buscar la razón deello y la instrucción para resolver lo que nuestras circunstancias puedanhabernos negado? Por desgracia, “el razonamiento no tiene fuerza en todoslos casos, sino que requiere que el alma del discípulo haya sido trabajada deantemano por los hábitos, como tierra destinada a alimentar la semilla”

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(ibídem, 23-26). Pareciera que hemos arribado a la paradoja de que tan sólouna crianza apropiada posibilita la apertura a la instrucción capaz de reme-diar una crianza deficiente. Si alguien busca efectivamente instrucción ymodifica su conducta en conformidad —si consigue superarse a sí mismo,por así decirlo—, ¿qué es lo que lo conduciría a hacerlo o lo capacitaría parabeneficiarse con ello, aparte de su condición innata particularmente benévo-la? Con todo, “en cuanto a la naturaleza, es evidente que no está en nuestrasmanos, sino que por alguna causa divina sólo la poseen los verdaderamenteafortunados y en virtud de ciertas causas divinas” (ibídem 21-22). Así pues,según dicha argumentación, cierta combinación de naturaleza y cultura de-termina siempre nuestra hexis y, de aquí, la forma en que el bien se presentaante nosotros.

Esta concepción del bien y de su carácter condicionado tendría con-secuencias relevantes en lo que concierne a la creencia en dioses providen-ciales y, por lo mismo, en la adhesión a la ley divina. Pues los mismosdioses preocupados por los asuntos humanos dan a conocer dicha preocupa-ción castigando a quienes eligen errónea o vilmente y premiando a quieneslo hacen bien o con nobleza. El propio bien, entonces, nos es dado con lamayor certeza que quepa imaginar, incluso cuando uno se esfuerza porgarantizar, a través del autosacrificio, el bien de los demás. A mayor abun-damiento, puesto que, según esta argumentación, es posible rastrear losdeterminantes de la aparición del bien hasta alguna causa “externa” al agen-te (la naturaleza, la crianza o ambas), no somos responsables en un sentidoestricto de las opciones en cuestión. Lo cual significa que sería erróneocastigar, precisamente sobre bases morales, a quienes no pueden sino buscarel bien porque no conciben otra opción. Suponer que los dioses castigan aquienes actúan por compulsión sería atribuirles una cuota enorme de injusti-cia: equivalente a negar el carácter fundamental de los dioses y, por ende, dela ley (véase Tucídides, La guerra del Peloponeso 5.105.1-3). En otraspalabras, nada pueden hacer los dioses. La expectativa de una intervencióndivina sería irracional en términos que pudieran ser finalmente aceptablespara el suplicante o incluso anhelados por él. En suma, la ley divina presu-pone la racionalidad de la responsabilidad, en tanto, simultáneamente, co-rrobora inopinadamente la postura filosófica que la niega, en la medida queesa ley promete asegurar el bien del individuo obediente. Por ende, la ley secontradice a sí misma y se podría demostrar, en principio, que lo hace antecualquiera que esté deseoso de prestarle oídos.

Reiteramos: Aristóteles rechaza de manera explícita la premisa fun-damental de esta argumentación, tal como aparece al finalizar su análisis dela responsabilidad (Ética 3.5): “Tanto, pues, si el fin no aparece por natura-

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leza a cada uno de tal o cual manera, sino que en parte depende de él, comosi el fin es natural, pero la virtud voluntaria porque el hombre moralmenteserio [spoudaios] hace el resto voluntariamente [...]. Por tanto, si, como seha dicho, las virtudes son voluntarias (en efecto, somos en cierto modoconcausa de nuestros hábitos y por ser como somos nos proponemos un findeterminado), también los vicios serán voluntarios, pues lo mismo ocurrecon ellos” (1114b16-24 y contexto).

Podemos señalar, provisoriamente, que el enfoque algo más modera-do del propio Aristóteles es un punto medio entre el enfoque recién delinea-do y la comprensión que la ley presupone, pues, en tanto se rehúsa a traer acolación la responsabilidad del individuo, da un paso en tal sentido alconsiderar el régimen. Hemos visto que, según Aristóteles, cada régimen seconcibe a sí mismo como inspirado en el argumento auténticamente relevan-te para gobernar y, por tanto, capaz de contener y promover la auténticavirtud. En otras palabras, a cada régimen le preocupa el justificar su gobier-no y cree que puede hacerlo. La gran variedad de regímenes existentes es,por tanto, rastreable en la variedad de enfoques respecto a lo que seríaauténticamente bueno (véase el inicio de la Política 4.3, 1289b27-1290a13y 1328a40-b2). A todos ellos les preocupan las cosas (que presumen son)más elevadas y buscan (lo que presumen es) el bien. Como sostiene elpropio Aristóteles al inicio de la Política: “Toda comunidad ha sido consti-tuida en vista de algún bien, porque los hombres siempre actúan mirando alo que les parece bueno” (1252a1-4, el énfasis es mío; véase también elprincipio de la Ética 1094a1-3).

Lo cual significa, en primer lugar, que ya que a todos los regímenesles preocupa aquello que piensan es el bien, no se puede decir que, asabiendas o de manera voluntaria, establezcan un régimen viciado o quevoluntariamente promuevan el vicio en ellos mismos o en los demás. A raízde ello, la distinción que Aristóteles traza en la Política 3.7-8, según la cuallos regímenes velan por el interés de los gobernantes más que por el interéscomún, o ignoran la justicia para buscar su propio bien, es demasiadosimplista pues obvía la preocupación detectable en todos los regímenes dejustificar su gobierno en términos del bien común. En el capítulo 13, Aristó-teles sostiene, antes bien, que las “desviaciones” son simplemente equivoca-ciones respecto de lo que se concibe como una base justa para la distribu-ción de las prerrogativas. Pero que están, con todo, muy preocupados todosde la justicia. En conformidad, Aristóteles concluye aquí que “todos tienenderecho al poder, y en cierto sentido, con justicia, pero ninguno lo tiene enabsoluto” (1283a30-31, el énfasis es mío): esto es, la democracia y larepública, la oligarquía y la aristocracia, la tiranía y la monarquía son todas

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opciones justas hasta cierto punto pero ninguna lo es en forma absoluta(véase 1279b11 15). En la Ética, Aristóteles entrega una descripción másadecuada de las diferencias entre los regímenes de acuerdo a la primacía delbien en dichos regímenes: “los legisladores hacen buenos a los ciudadanoshaciéndoles adquirir hábitos [buenos], y éste es el anhelo de todo legisla-dor; todos los que no lo hacen bien yerran, y en esto se distingue un régimende otro, el bueno del malo” (1103b2-6; el énfasis es mío). Es, por ende, másrazonable pensar que los regímenes defectuosos lo son por torpeza, porceguera o porque están equivocados antes que por ser injustos o perversos.Exigir una retribución o venganza —invocar a los dioses para que loscastiguen— puede ser políticamente saludable, pero es, en rigor, irracional(cfr. Platón, Leyes 860d y 873e-874a).

Existe, pues, un alejamiento gradual de la ciencia política aristotélicadesde consideraciones relativas a la justicia hacia otras respecto a lo que esel bien para los seres humanos. Esa derivación, que parte por “prestaratención” al argumento político y por tomar en serio la idea que tiene cadarégimen de sí mismo, culmina en la negación de la posibilidad de que existala justicia perfecta a nivel de régimen. No son, pues, la justicia y susexigencias, como la naturaleza humana y su salud, lo que ocupa un lugarprioritario. Y a medida que el bien crece en importancia, también lo hace lavirtud teórica, pues al final la tarea se convierte en la búsqueda de aquellasvirtudes cuya sola posesión constituye la felicidad de su poseedor y que, portanto, no requieren de ningún apoyo o ninguna recompensa externos. Heaquí la descripción de la virtud teórica contenida en la Ética, en oposición ala virtud práctica (véase 1178a23-1178b5). Por más insólito que pueda serla manifestación plena de esa virtud mayor, por más fugaces u ocasionalesque sean sus gozos para el resto de nosotros (véase Aristóteles, Metafísica1072b25), la cima de la felicidad humana consiste (según Aristóteles), pesea todo, en la actividad de filosofar. Pareciera, entonces, que la cienciapolítica aristotélica niega, como condición para ser felices, esa necesidaddel apoyo que brindan las deidades providenciales. No queda, por así decir-lo, nada que esas deidades puedan hacer por nosotros.

Al reflexionar de ese modo acerca de nuestro más profundo anhelo defelicidad, que halla naturalmente su expresión primera en la esperanza de un“régimen mejor” guiado por una ley perfecta (esto es, en términos políticos),llegamos a apreciar la actividad transpolítica que es, según Aristóteles, suplena realización. Podemos, quizás, llegar a abrirnos auténticamente a laposibilidad de que el intelecto humano está en su elemento en este mundo; quepara alcanzar la felicidad nos basta en principio el hecho de mirarlo ycontemplarlo y que, como fruto de ello, no necesitemos formular exigencias

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adicionales a este mundo dado. Podríamos ponerlo de otro modo diciendoque, según Aristóteles, los seres humanos están por naturaleza equipados paraadorar al dios que él mismo describe en ocasiones: el dios, esto es, quien“gobierna” por ser el objeto de nuestro amor y quien, al final, parece serindiferenciable de la actividad contemplativa (Ética a Eudemio 1249b13-25;Ética 1178b21-22 y contexto; Política 1323b23-26; 1325b28-30).

Conclusión

Al esbozar la crítica que hace Aristóteles a la ley divina y su corres-pondiente defensa de la posibilidad de una ciencia política, he intentado enprimer lugar, y ante todo, sencillamente rescatar como problema esa dificul-tad que hubo de afrontar el propio Aristóteles. No he pretendido nada másque brindar un bosquejo tentativo, y de carácter heurístico, de la concepciónpre-moderna de las cuestiones políticas, la cual afirma la cualidad suficientede la razón humana para guiar la vida política, en contraposición a quienes,apelando a edictos suprarracionales o un conocimiento especial, querríannegarla. Vale decir, las notas precedentes aspiran únicamente a establecer lanaturaleza de las dudas que el análisis de Aristóteles pareciera plantearnosen lo concerniente a la ley divina. Para quienes queden disconformes, apeloaquí a la autoridad del gran estudioso medieval de Aristóteles, MoisésMaimónides (Guía para perplejos 2.22):

Podéis decir: ¿es que acaso las dudas permiten descartar una opinióno establecer lo contrario a ella como verdadero? Obviamente queello no es así. Sin embargo, vamos a darle a este filósofo [Aristóte-les] el mismo trato que sus seguidores nos han ordenado que ledemos. Pues Alejandro [de Afrodisias] nos ha explicado ya que encada caso en el que no es posible ninguna demostración, las dosopiniones enfrentadas en relación con esa materia debieran postular-se como hipótesis y debieran establecerse las dudas que suscita cadauna de ellas, ratificándose al final la que suscita las menores dudas.Alejandro nos dice que así opera todo en relación con las opinionesconcernientes a lo divino que Aristóteles postula y respecto de lascuales no es posible ninguna demostración. Pues todos quienes hanvenido luego de Aristóteles señalan que lo que él mismo dijo acercade ellas suscita menos dudas que todo lo dicho adicionalmente acer-ca de ellas.

En lo que atañe a la aplicación de este análisis a los desafíos compa-rables que comienza hoy a enfrentar —una vez más— el liberalismo, seríaprematuro intentar cubrir la tremenda distancia que media entre Aristóteles

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y nosotros antes de haber captado adecuadamente su propio juicio al respec-to. Y en lo que sigue, me mantendré en el nivel de las dificultades quetenemos aquí, más que en el de su resolución. Sugiero que la reflexión entorno al problema del régimen mejor, que está en la médula de la cienciaaristotélica, puede servirnos a la hora de ejercer plenamente, sobre una baseindividual o privada, la libertad extraordinaria de que hoy disfrutamos, ypara darnos cuenta del precio considerable al que se consiguió dicha liber-tad; pues, con miras a evitar la agitación política que invadió como unaplaga a las “repúblicas menores” de la antigüedad (Federalist 9), el Estadoliberal moderno consideró importante garantizar esas condiciones de la vidacomunal que se requieren para evitar el summum malum indiscutible —lamuerte violenta—, relegando al mismo tiempo a la esfera privada las pre-guntas necesariamente controvertidas sobre el summum bonum. Entre lasúltimas destacaban las opiniones acerca de Dios, acerca de la creación deluniverso y acerca del lugar del hombre dentro de él. En último término, fuesólo por la vía de “desvincular a la religión del alma” que el liberalismoconsiguió asegurar la estabilidad y la libertad que buscaba, y es más seguro“socavar a una religión” mediante “las comodidades de la vida y de laesperanza en la fortuna; y no valerse de lo que pone en guardia, sino de loque predispone al olvido; no de lo que indigna, sino de lo que produceindiferencia”. Incluso la pregunta acerca de la inmortalidad del alma perte-necía, en un análisis último, al tipo de “cuestiones indiferentes”, puesto quelos hombres están llamados “a conservarse, alimentarse y vestirse y tomarparte en las acciones de la sociedad” (Montesquieu, De l’esprit des lois25.12; véase también 24.11, 19-22).

Esta indiferencia pública, y por ende respetable, hacia los asuntosreligiosos hizo eventualmente posible —y quizás incluso necesario— que elciudadano de la república liberal creyera, junto con Jefferson, que “no meocasiona daño alguno el que mi vecino diga que existen veinte dioses oninguno. Ello no atenta contra mis bolsillos ni me lesiona una pierna” (1984,285).15 Por consiguiente, la reflexión en torno a la ciencia aristotélica delrégimen mejor ayuda a contrarrestar esa indiferencia, engendrada por elliberalismo, hacia una reflexión seria acerca de Dios o de la fuerza divina“como aquella que mantiene unido al universo” (Política 1326a32 33),

15 Considérense además las observaciones del propio Jefferson sobre la ausencia deuna religión oficial en Pennsylvania y Nueva York: “La religión está bien afianzada; es devarios tipos, ciertamente, pero todos ellos suficientemente buenos; todos suficientes parapreservar la paz y el orden [...] Ellos [estos Estados] han felizmente concluido que el mediopara silenciar las disputas religiosas consiste en no darse por enterado de su existencia” (1984,287).

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reflexión que en toda época y lugar no liberales se ha percibido como deprimera importancia para los seres humanos. A mayor abundamiento, una vezalertados respecto a esta deficiencia, no existe ninguna razón manifiesta por laque uno no pueda, subsecuentemente, revivir el debate mencionado entre lasdos visiones rivales del mundo, esto es, procurar asegurar, sobre una baseindividual, la liberación que la esencia de la ciencia política aristotélica pareceprometer y que sólo pueden alcanzar, según Aristóteles, los individuos encuanto tales.

Es verdad que este rescate del racionalismo aristotélico o clásico noacarreará probablemente ningún beneficio directo para el republicanismomoderno (pero véase Pangle 1992, 105-59). Por cierto, el propio Aristóteleshubiera considerado irracional cualquier intento de fundar una sociedadsobre principios exclusivamente racionales en ausencia de toda creenciapública en los dioses, siendo sus propias expectativas al respecto en extremomodestas (Política 1328b11-13; 1329a27-34; 1330a11-13; 1331a24 30 y b46, 17-18; 1336b16-17).16 Con todo, no es irrelevante para la buena salud dela democracia liberal el que algunos de sus miembros lleguen a entender yutilicen los poderosos argumentos de Aristóteles en pro de las buenas cos-tumbres, el autogobierno responsable y la moderación política, donde seaque ellos puedan surgir: argumentos que no se fundan ni en intereses parti-distas ni en “ideologías”, sino en la filosofía. Y pese a lo muy distinta que esdel liberalismo moderno dicha filosofía, precisamente en tanto ella es unintento de perfeccionar la razón humana, está más próxima en su espíritu yes más afín al racionalismo liberal que representan los principios originalesde la fundación de los Estados Unidos, de lo que lo están muchas variantesdel irracionalismo que querrían suplantar dichos principios y que hastacierto punto lo han conseguido.

La comprensión de sí misma que tiene la ciencia o el racionalismo,antiguo o moderno, habrá de convertirse en una postura vacía o un gesto sinfundamentos de la voluntad individual a menos que se aborde seriamente la

16 Aristóteles aporta “luces” a la comunidad política sólo en la medida que intenta (1)subordinar (pero en ningún caso eliminar) la consideración de lo divino al mandato político,en un sentido estricto (Política 1299a17-19, 1322b18-22, 1328b11-13); (2) volver plausiblela aseveración de que la ciudad es una entidad natural antes que divina (el grueso del libro 1);y (3) elevar el propósito explícito de la vida política desde la acción (especialmente la guerra)al descanso o el ocio entendidos correctamente. La naturaleza estrictamente limitada deliluminismo político de Aristóteles y la correspondiente (y calificada) ratificación que él hacede lo divino como un objeto de necesario interés político, se deriva de sus dudas acerca de sies posible liberarse, en forma universal o incluso generalizada, de la necesidad de formulardemandas al mundo y, en consecuencia, liberarse de creer en los medios extraordinarios quese requieren para satisfacer tales demandas.

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pregunta relativa a la posibilidad de la ciencia o el racionalismo, y ellosignifica ante todo una confrontación con los argumentos de lo divino. Elpresente estudio ha procurado traer a la luz y revivir esos argumentos—aunque fuera en un contexto muy distinto al nuestro—, junto con esbozarun intento de darles respuesta, con el fin simplemente de promover el tipo dereflexión que se necesita para revitalizar aquí y ahora la razón o aquello que,según Aristóteles, es lo más cercano a lo divino en el hombre (Ética 1177b26-78a8, 1178b20-28).

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