la casa de los siete tejados de nathaniel hawthorne

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la antigua familia pyncheon

En una de nuestras ciudades de Nueva Inglaterra, a medio caminode una calle secundaria, se levanta una casa de madera desvaída porel paso del tiempo, con siete tejados de puntiagudos hastiales, orien-tados hacia diversos puntos cardinales, y una imponente chimeneaencerrada en medio de todos ellos. El lugar es la calle Pyncheon, lacasa es la antigua casa Pyncheon, y un olmo de amplia circunferen-cia, plantado justo delante de la puerta, es conocido por todo hijode vecino con el pomposo nombre de Olmo Pyncheon. En misvisitas ocasionales a la mencionada ciudad, pocas son las veces enque no paso por la calle Pyncheon para darme el gusto de atrave-sar las sombras de esas dos antigüedades: el imponente olmo y eledificio deteriorado por los rigores climatológicos.

El aspecto de la venerable mansión siempre me ha conmovidocual semblante humano, pues no solo tiene impresas las huellas ex-ternas de las tormentas y la luz solar, sino que también se refleja ensu fachada la expresión del largo lapso de la vida mortal y de lasconsecuentes vicisitudes que allí han acontecido. De tener que re-latarse estas con fidelidad, obtendríamos una narración de no pocointerés e ilustración, poseedora, además, de una unidad ciertamentenotable, que podría antojarse el resultado de una composición ar-tística. No obstante, la historia incluiría una sucesión de hechos que

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se desarrollarían durante buena parte de dos siglos, y, escritos conmesura razonable, ocuparían un volumen con hojas de folio o duo-décimos más largo que el apropiado para los anales históricos detoda Nueva Inglaterra sobre un período similar. Por todo ello es unimperativo resumir la mayoría de las anécdotas en las que tradicio-nalmente la antigua casa Pyncheon, también conocida como la casade los siete tejados, ha sido la protagonista. Así pues con un breveresumen de las circunstancias en las que se construyó la casa y unrápido vistazo a su pintoresco exterior a medida que, bajo el azotedel predominante viento del este, va oscureciéndose —y aún conmayor intensidad en los rincones más verdosos de muros y tejados,por efecto del musgo—, daremos inicio a la verdadera acción denuestro relato en una época no muy alejada de la presente. Contodo, habrá cierta conexión con el pasado remoto —una referenciaa hechos y personajes olvidados, y a actitudes, sentimientos y opi-niones, práctica o totalmente obsoletos—, que, si se transmite deforma adecuada al lector, servirá para dar muestra de la cantidadde antiguos ingredientes necesarios para crear el más fresco enfo-que de la vida humana. Teniendo esto en cuenta deberían extraerseimportantes conclusiones de una verdad no considerada en su justamedida: que la actuación de la generación pasada es el germen quepuede y debe dar un fruto bueno o malo en un tiempo muy dis-tante; que, junto con la semilla de la cosecha meramente temporal—conveniencia, según los mortales—, se siembran de forma inevi-table las simientes de una cosecha más perdurable, que puede en-sombrecer su posteridad.

La casa de los siete tejados, pese a lo antigua que parece ahora,no fue la primera residencia erigida por el hombre civilizado en esepunto exacto del territorio. La calle Pyncheon antes tenía el nom-bre más humilde de Maule’s Lane, por el apellido del ocupante pri-migenio del terreno, cuya granja estaba al final de un camino de va-cas. Una fuente natural de agua fresca y deliciosa —extraño tesoroen una península rodeada por el mar, donde se había construido el

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asentamiento puritano— había inspirado a Matthew Maule paraconstruir una cabaña, enclenque y con techo de paja, en ese precisolugar, aunque en esa época quedaba bastante alejada del centro dela aldea. Con el crecimiento de la población, no obstante, transcu-rridos unos treinta o cuarenta años, el paraje ocupado por esa rudi-mentaria casucha se convirtió en un solar en extremo codiciado porun importante y poderoso personaje. Con objeto de adueñarse delsolar, argumentó convincentes razones al propietario del mismo yde un trecho adyacente de terreno, aduciendo ser poseedor de unpermiso legal. El coronel Pyncheon, el solicitante, como hemosdeducido gracias a las descripciones que de él se conservan, eraconocido por una enérgica y férrea determinación. Matthew Mau-le, por otra parte, pese a ser un hombre poco claro, se mostró tercoen la defensa de lo que consideraba un derecho propio. Así pues,durante varios años consiguió preservar el par de hectáreas de terre-no que había labrado en el bosque hasta convertirlo en huerta yhogar propios con el sudor de su frente.

Se desconoce la existencia de relato escrito alguno sobre estadisputa. Nuestro conocimiento de todo el asunto se deriva de lasabiduría popular. Por lo que sería un atrevimiento y, sin lugar adudas, una injusticia, aventurar una opinión contundente sobre losparticulares del caso. Sin embargo parece que, cuando menos, secuestionó si la solicitud del coronel Pyncheon no se habría excedi-do de forma indebida en sus límites con objeto de apoderarse de lasreducidas tierras de Matthew Maule a lo largo y ancho. Lo que ra-tifica aún más esta sospecha es el hecho de que la mentada contro-versia entre dos contendientes tan desiguales —en una época, pesea lo que la alabemos, en la que las influencias personales teníanmucho más peso que en la actualidad— estuvo años sin decidirse,y llegó a término solo con la muerte de la parte que ocupaba elterreno objeto de la disputa. En la actualidad, las circunstancias desu muerte también se consideran de forma distinta a cómo fueronvaloradas hace un siglo y medio. Se trató de una muerte que man-

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cilló con tal ignominia al habitante de la casucha, que el arar el re-ducido terreno que ocupaba su hogar para borrar su paso por allí ysu recuerdo de la memoria de los hombres se convirtió práctica-mente en un acto religioso.

El viejo Matthew Maule, en pocas palabras, murió ejecutadopor el crimen de brujería. Fue uno de los mártires de ese terribleengaño que debería enseñarnos, entre sus otras lecciones, que lasclases influyentes y quienes se creen con derecho a erigirse en di-rigentes del pueblo están totalmente expuestos a la encendida injus-ticia tan característica de la turba más enfebrecida. Clérigos, juecesy estadistas —las personas más sabias y pacíficas de su época— seencontraban en el círculo más próximo a la horca, eran los que conmayor fervor aplaudían el acto sangriento y fueron los últimos enconfesarse lamentablemente equivocados. Si alguna parte de su pro-ceder puede merecer menos condena que otra, esa fue la peculiarfalta de criterio con el que perseguían no solo a pobres y ancianos,como en las antiguas matanzas ordenadas en los tribunales, sino apersonas de toda índole: a sus semejantes, hermanos y esposas. Entrelas ruinas humanas de cascotes tan diversos, no es de extrañar que unhombre de condición tan desdeñable como Maule tuviera que re-correr la senda del martirio hasta la colina de la ejecución pasandoprácticamente desapercibido entre sus compañeros penitentes. Sinembargo, en los años posteriores, cuando el frenesí de esa terribleera se hubo mitigado, se recordó cómo el coronel Pyncheon habíasumado su voz al clamor popular para limpiar la tierra de brujería.Tampoco faltaron los rumores sobre la odiosa acritud con la que elcoronel había perseguido la condena de Matthew Maule.

Todos sabían que la víctima era consciente de la animadversiónpersonal en la conducta de su perseguidor hacia él, y que declaróque lo habían perseguido hasta la muerte por sus terrenos. En elmomento de la ejecución —con la soga al cuello y mientras el co-ronel Pyncheon contemplaba la escena, sentado a lomos de su ca-ballo y ensimismado—, Maule se había dirigido al coronel desde el

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patíbulo y había pronunciado una profecía, el contenido de la cual,al igual que los cuentos que se relatan junto a la hoguera, se hatransmitido palabra por palabra. «Dios… —dijo el hombre mori-bundo, señalando con un dedo y una mirada horrenda al imperté-rrito rostro de su enemigo—: ¡Dios le dará sangre para beber!»

Tras la muerte del conocido hechicero, su humilde morada sehabía convertido en un botín del que el coronel Pyncheon pudoapoderarse. Sin embargo, cuando se supo que este pretendía levantaruna mansión familiar —espaciosa, construida con contundentemadera de roble y diseñada para perdurar durante generaciones enel lugar ocupado otrora por la cabaña de troncos de Matthew Mau-le—, los más chismosos de la aldea empezaron a menear la cabezacon reprobación. Esas mismas personas, que no expresaron dudaalguna sobre si el inquebrantable puritano había actuado como unhombre de conciencia e integridad durante el proceso previamenteplanificado, sí comentaron que el coronel estaba a punto de cons-truir su casa sobre una sepultura de alguien que no descansaba enpaz. Su hogar incluiría la morada de un hechicero muerto y ente-rrado, y, por tanto, proporcionaría a su fantasma cierto privilegio ala hora de errar por sus nuevos aposentos, por las alcobas a las quelos futuros novios llevarían a su novias y donde nacería la sangre dela sangre de la familia Pyncheon. Lo terrorífico y despreciable deldelito de Maule, y lo lamentable de su castigo, oscurecería las pare-des recién encaladas y las impregnaría con la esencia de una casavieja y melancólica. De ser así —y teniendo en cuenta que la ma-yoría del terreno estaba rodeado por el virginal suelo del bosque—,¿por qué preferiría el coronel Pyncheon un lugar que ya había sidomaldito?

Sin embargo, el soldado y magistrado puritano no era un hom-bre que se dejara apartar de sus planes preconcebidos, ni por elmiedo al fantasma de un hechicero ni por ningún endeble senti-mentalismo de cualquier clase, pese a lo razonado que este últimopudiera ser. De haberle comentado alguien que allí se respiraba una

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atmósfera viciada, podría habérselo pensado mejor, aunque estabadispuesto a enfrentarse con un espíritu maligno en su territorio.Aferrándose al sentido común, tan imponente y resistente comobloques de granito unidos con una férrea determinación, como conabrazaderas de acero, siguió con su plan inicial sin tan siquiera ima-ginar objeción posible al mismo. En lo que se refiere a la delicadeza,o a cualquier escrúpulo que una sensibilidad más refinada pudierahaberle enseñado, el coronel, como la mayoría de los de su clase ygeneración, era incorregible. Por ello cavó las bodegas y puso losprofundos cimientos de su mansión en el recuadro de terreno delque Matthew Maule, cuarenta años antes, había retirado las hojascaídas. Resultó un hecho curioso, y, como opinaron algunos, un malaugurio, que el agua de la fuente antes mencionada perdiera todo sudelicioso sabor y su cualidad prístina en cuanto los peones iniciaronsus labores. Ya fuera porque su nacimiento se vio alterado por laprofundidad de la nueva bodega o por cualquier otra causa más sutilque subyaciera en el fondo, es un hecho cierto que el agua de lafuente de Maule, como seguían llamándola, se tornó áspera y salo-bre. Este hecho puede comprobarse incluso en la actualidad, y cual-quier anciana del vecindario asegurará que provoca problemas in-testinales a quienes sacian su sed allí.

El lector puede considerar un hecho singular que el jefe de car-pintería del nuevo edificio fuera, nada más y nada menos, que el hijodel mismo hombre a quien habían arrebatado, de sus manos muer-tas, la propiedad del terreno. Es bastante probable que ese jefe decarpintería fuera el mejor de su época o, quizá, el coronel conside-rase oportuna su contratación, o tal vez lo empujara a actuar así al-gún sentimiento de naturaleza más positiva: evitar abiertamentecualquier animosidad contra la progenie de su enemigo caído. Tam-poco es descartable que, teniendo en cuenta el carácter burdo y rea-lista que por lo general da la edad, el hijo quisiera ganar honrada-mente unos peniques, o, mejor dicho, una cuantiosa suma de librasesterlinas del bolsillo del enemigo mortal de su padre. En cualquier

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caso, Thomas Maule se convirtió en el arquitecto de la casa de lossiete tejados y realizó su trabajo con tanta diligencia que la estruc-tura de madera levantada por sus manos todavía se mantiene en pie.

Así se construyó la gran casa. Teniendo en cuenta lo familiarque resulta para el recuerdo del escritor —puesto que para él hasido objeto de curiosidad desde la infancia, tanto como ejemplo dela mejor y más resistente arquitectura de una época ya pasada, comoel escenario de unos hechos más llenos de interés humano, quizá,que los de un gris castillo feudal—, con su ajada y avanzada edad deadusto edificio, es más difícil imaginar la radiante novedad con laque recibió por vez primera la luz del sol. La impresión que provocael estado actual de la casa, en la distancia que dan los ciento sesen-ta años transcurridos, ensombrece, de modo inevitable, la imagenque habríamos contemplado la mañana en que el magnate puri-tano invitó a toda la ciudad a visitarla. Iba a celebrarse una cere-monia de consagración, tan festiva como religiosa. Una oración yun sermón del reverendo señor Higginson, así como el cántico de unsalmo en la voz de la comunidad se tornaría un acto aceptable paralos gustos menos refinados gracias al espirituoso, la sidra, el vino yel coñac, en copiosa efusión. A esto hay que sumar, como afirmanalgunas autoridades: un buey, asado de cabeza a rabo, o al menos, porel peso y la sustancia de un buey servidos en pedazos más maneja-bles e incluso en forma de carne picada; la carcasa de un ciervo, aba-tido a unos doce kilómetros de allí, que había servido para prepa-rar una empanada de enorme circunferencia; y un bacalao deveintisiete kilos, atrapado en la bahía, que se había cocinado en unsabroso caldo de pescado. En resumidas cuentas: los vahos de lacocina, escupidos por la chimenea de la nueva casa, impregnaronla atmósfera con el efluvio de las carnes bovinas, de caza, de aves ypescados, especiados con perfumadas hierbas aromáticas y cebollasen abundancia. El simple olor de una celebración así, que penetra-ba en las narinas de todo el mundo, era a un tiempo invitación ydelicia.

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Maule’s Lane —o la calle Pyncheon, como prefería llamárselaahora, por cuestión de decoro— estaba abarrotada, a la hora prevista,como si se tratara de una congregación de feligreses de camino a laiglesia. A medida que iban acercándose, todos los invitados levanta-ban la vista hacia el imponente edificio que en lo sucesivo ocupa-ría su posición entre las moradas de la humanidad. Allí se alzaba lacasa, algo retirada del final de la acera, pero como muestra de or-gullo y no de modestia. Todo el exterior estaba adornado con cu-riosas figuras, diseñadas con un aire grotesco de estilo gótico y di-bujadas o grabadas sobre el radiante enlucido, compuesto de cal,guijarros y pedacitos de cristal, extendido sobre los tablones demadera. Visibles desde los cuatro costados, los siete tejados apunta-ban puntiagudos hacia el cielo y tenían el aspecto de formar partede una congregación de edificios que respiraban a través de los es-piráculos de una única y gran chimenea. Las numerosas celosías, consus pequeños cristales con forma de diamante, dejaban entrar la luzdel sol en el vestíbulo y la cámara principal, aunque en la segundaplanta, que sobresalía exageradamente sobre la planta baja y servía asu vez de base retraída para la tercera, la luz proyectaba una penum-bra umbrosa y lúgubre en las habitaciones de las plantas más bajas.Había una globos tallados en madera anexos a las plantas que sobresa-lían. Unas pequeñas varas espirales de acero embellecían cada una delas siete cúspides. En la parte triangular del tejado que daba a la calle,había un reloj de sol, colocado esa misma mañana, y sobre cuya esferalos rayos todavía estaban marcando el paso de la primera y lumino-sa hora de una historia que no estaba destinada en absoluto a ser lu-minosa. Por todas partes había virutas, astillas, guijarros y restos deladrillos partidos desparramados; estos, junto con la tierra recién re-movida, sobre la que la hierba no había empezado a crecer, acrecen-taban la impresión extraña y novedosa de una casa que todavía debíaencontrar un hueco entre los intereses cotidianos de los hombres.

La entrada principal, prácticamente de la misma anchura quela del pórtico de una iglesia, quedaba justo en el ángulo entre los

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dos tejados de la fachada, y tenía enfrente un porche abierto, conbancos bajo su techumbre. Por esa puerta en forma de arco, mien-tras se limpiaban los pies en el novísimo umbral, pasaron clérigos,ancianos, magistrados, diáconos y cuanto miembro de la aristocra-cia hubiera en la ciudad o el condado. Por allí también pasaba laclase plebeya con la misma libertad que sus superiores y en mayornúmero. Sin embargo, en cuanto entraban, había dos miembrosdel servicio que conducían a algunos de los invitados del vecin-dario a la cocina y llevaban a otros a las estancias más majestuosas,mostrándose igualmente hospitalarios con todos, aunque sin dejarde estudiar con detenimiento la alta o baja cuna de cada uno delos visitantes. En esa época, los atuendos de terciopelo, sobriosaunque lujosos, las almidonadas golas y bandas, los guantes borda-dos, las venerables barbas y los semblantes autoritarios facilitabanla distinción entre caballeros de la aristocracia y comerciantes, consus ademanes lentos y pesados, y entre estos y los peones, con susjubones de cuero, paseándose, atónitos, por la casa que tal vez ha-bían ayudado a construir.

Se daba una circunstancia poco propicia que suscitaba una in-comodidad difícil de ocultar en el ánimo de unos cuantos de losvisitantes más puntillosos. El fundador de esa majestuosa mansión—un caballero que destacaba por la franca e imponente cortesía desu conducta— tendría, sin duda, que haber estado presente en elvestíbulo y haber ofrecido la primera salutación de bienvenida atanto personaje eminente, pues estos se habían personado en el lu-gar para honrar su solemne celebración. Sin embargo, no pudo vér-sele por allí; ni siquiera los asistentes más favorecidos lo habían visto.Ese aletargamiento por parte del coronel Pyncheon se hizo inclu-so más incomprensible cuando hizo aparición el segundo dignatariode la provincia y también se encontró con una recepción en abso-luto ceremoniosa. Aunque su visita fuera uno de los acontecimien-tos más anunciados del día, el vicegobernador había descendido desu caballo, había ayudado a descabalgar a su esposa, montada a sen-

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tadillas, había cruzado el umbral del coronel, y no había tenido másrecibimiento que el del mayordomo.

Este personaje —un hombre de pelo cano, de porte tranquiloy muy respetable— consideró necesaria una explicación de por quéel señor seguía en su estudio o aposento privado, donde hacía unahora que había entrado al tiempo que había expresado el deseo deno ser molestado bajo ningún concepto.

—¿Es que no entiendes, buen hombre —dijo el magistrado jefedel condado, llevando al criado a un aparte— que este hombre esnada más y nada menos que el vicegobernador? ¡Llama al coronelPyncheon de inmediato! Sé que esta mañana ha recibido misivas deInglaterra y, entretenido en su lectura y reflexión profundas, pue-de que haya transcurrido una hora sin que se percate de la llegada delinvitado en cuestión. Pero creo que se sentirá disgustado si permi-tes que no brinde la cortesía que merece uno de nuestros principalesgobernantes, al que puede considerarse representante del rey Gui-llermo, en ausencia del gobernador. Llama a tu señor de inmediato.

—No, disculpe, su señoría —respondió el hombre con granperplejidad, aunque con una reticencia tal que era sorprendenteindicativo de la dureza y severidad del mando doméstico del coro-nel Pyncheon—. Las órdenes de mi señor han sido sobremaneraestrictas y, como ya sabe su señoría, no admite la aplicación del cri-terio personal en lo referente al cumplimiento de las órdenes porparte de quienes están a su servicio. Que abra quien se atreva esapuerta, yo no osaré hacerlo, ¡ni aunque fuera el mismísimo gober-nador quien me lo ordenara!

—¡Aparte, aparte, señor magistrado! —exclamó el vicegoberna-dor, que había escuchado por casualidad la conversación anterior yse sentía en una posición lo bastante elevada para mofarse de la dig-nidad del otro—. Me encargaré personalmente de esta cuestión. Hallegado la hora de que el buen coronel salga a saludar a sus amigos.De lo contrario, podríamos sospechar que ha tomado demasiado deese vino dulce de Canarias y que lo ha hecho de forma en extre-

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mo deliberada, ¡cuando ese tonel habría que espitarlo para rendirhonores a este día! Pero, puesto que se está haciendo el remolón, ¡yomismo me encargaré de recordárselo!

Cumpliendo con lo dicho, con tales pisotones de sus poderosasbotas de montar que habrían podido oírse hasta en el más remotorincón de los siete tejados, avanzó hacia la puerta que le señaló elcriado e hizo que en sus nuevos cristales resonara un golpeteo po-deroso y despreocupado. A continuación, mirando con una sonri-sa a los espectadores, se quedó a la espera de una respuesta. Comono recibiera ninguna, no obstante, volvió a tocar, pero con el mis-mo resultado insatisfactorio. Y en ese momento, un tanto colérico,el vicegobernador levantó el pesado puño de su espada, con el quegolpeó y aporreó de tal forma la puerta que, como observaron entresusurros algunos de los presentes, el traqueteo podría haber levan-tado a los muertos. Pese a ello, el estruendo no tuvo ningún efectosoliviantador en el coronel Pyncheon. Cuando el ruido se acalló, elsilencio en la casa fue profundo, temible y sofocante, a pesar de quela lengua de muchos asistentes ya se había soltado por un par defurtivas copas de vino o espirituoso.

—¡Qué extraño, en verdad! ¡Muy extraño! —exclamó el vi-cegobernador, cuya sonrisa se tornó ceñuda mueca—. Pero, vistoque nuestro anfitrión nos da el buen ejemplo de olvidar la ceremo-niosidad, yo también puedo ignorarla y sentirme libre de invadir suprivacidad.

Intentó abrir, pero el pomo se le escapó de un tirón, la puertase abrió de golpe y dejó pasar una violenta corriente de aire proce-dente del portal principal, que recorrió todos los pasadizos y depar-tamentos de la casa nueva como un profundo suspiro. Hizo zozo-brar los vestidos de seda de las señoras, ondeó los largos tirabuzonesde la pelucas de los señores, agitó los visillos y cortinas de las ven-tanas de los dormitorios, y provocó por todas partes un singularestremecimiento, que, con todo, se asemejó más a uno de esos rui-dos que se emiten para exigir silencio. Una estela de perplejidad y

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temerosa anticipación —nadie sabía por qué la sentía, ni qué la pro-vocaba— se había apoderado de los presentes.

Sin embargo, todos acudieron en masa hacia la puerta ya abiertay, por la ansiedad de su curiosidad, empujaron al vicegobernador, alque obligaron a entrar por delante de ellos. A primera vista no obser-varon nada extraordinario: una habitación hermosamente amueblada,de proporciones moderadas y en cierto modo ensombrecida por lascortinas; libros dispuestos en las estanterías; un gran mapa en la paredy, también colgado allí, un retrato del coronel Pyncheon, bajo el cualse encontraba el modelo original con una estilográfica en la mano ysentado en un sillón con brazos de madera de roble. Cartas, pergami-nos y hojas de papel en blanco estaban sobre la mesa que tenía delante.Parecía estar mirando a la multitud curiosa, enfrente de la cual se en-contraba el vicegobernador. El anfitrión lucía una mueca en su rostrooscuro e imponente, como si lo invadiera el resentimiento por la obs-tinación que había empujado a los asistentes a invadir su retiro privado.

Un niño pequeño —el nieto del coronel y el único ser humanoque se había atrevido a tenerle confianza— se abrió paso entre losinvitados y corrió hacia la figura del hombre que permanecía sen-tado; se detuvo a medio camino y empezó a chillar, aterrorizado. Lasdemás personas, temblorosas como las hojas de un árbol, se estreme-cieron al unísono, se acercaron aún más al anfitrión y observaronque había cierta distorsión poco natural en la rigidez de la miradadel coronel Pyncheon. Observaron que tenía sangre en la gola yque su barba cana estaba teñida del mismo rojo. Era demasiado tardepara socorrerlo. El puritano con corazón de acero, el perseguidorimplacable, el hombre de mano de hierro y voluntad inquebrantable¡estaba muerto! ¡Muerto, en su casa nueva! Cuenta la leyenda —a laque solo aludiremos para dar un tinte de sobrecogimiento supers-ticioso a un escenario que tal vez no resultara lo bastante lúgubre sinél— que alguien alzó la voz para hablar entre los invitados, una vozcuya entonación era como la del viejo Matthew Maule, el hechice-ro ejecutado: «¡Dios le ha dado sangre de beber!».

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