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La Camarona Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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La Camarona

Emilia Pardo Bazán

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Blandos marinistas de salón, que sobresalís enlos "cuatro toques" figurando una lancha conlas velas desplegadas, o un vuelo de gaviotasde blanco de zinc sobre un firmamento de co-balto; y vosotros, platónicos aficionados al de-porte náutico, los que pretendéis coger truchasa bragas enjutas..., no contempléis el borrónque voy a trazar, porque de antemano os anun-cio que huele a marea viva y a yodo, como lasrecias "cintas" y los gruesos "marmilos" de lacosta cántabra. ¿Dónde nació la Camarona? En el mar, lomismo que Anfítrite..., pero no de sus cándidasespumas, como la diosa griega, sino de su aguaverdosa y su arena rubia. La pareja de pescado-res que trajo al mundo a la Camarona habitabauna casuca fundada sobre peñascos, y en lasnoches de invierno el oleaje subía a salpicar eimpregnar de salitre la madera de su desvenci-jada cancilla. Un día, en la playa, mientras ayu-daba a sacar el cedazo, la esposa sintió dolores;era imprudencia que tan adelantada en meses

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se pusiera a jalar del arte; pero, ¡qué quierenustedes!, esas delicadezas son buenas para lasseñoronas, o para las mujeres de los tenderos,que se pasan todo el día varadas en una silla, yasí echan mantecas y parecen urcas. La pesca-dora, sin tiempo a más, allí mismo, en el arenal,entre sardinas y cangrejos, salió de su apuro, yvino al mundo una niña como una flor, a quiénsu padre lavó acto continuo en la charca gran-de, envolviéndola en un cacho de vela vieja.Pocos díasdespués, al cristianar el señor cura a la reciénnacida, el padre refunfuñó: "Sal no era menes-ter ponérsela, que bastante tiene en el cuerpo." Los juguetes de la niña fueron "navajas", alme-jas y "berberechos", desenterrados en el arenalcuando se retiraba la marea; su biberón para eldestete, la amarga "salsa"; su mayor recreo, quele permitiesen agazaparse en el fondo de lalancha cuando salía a la pesca del "Múgil" o alevantar los "palangres" que sujetan al congrio.A la escuela, ni intentaron llevarla, ni ella iría

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sino entre civiles: a la iglesia si que solía asistir,porque la gente pescadora ve tan a menudocerca la muerte, que se acuerda mucho de Diosy la siente mejor que los labriegos y que losseñores. Si los padres de la Camarona rezabanatropellado y mal, creían bien, y la chiquillaantes se deja quitar un ojo que el escapulariomugriento de Nuestra Señora de la Pastoriza. ¿Que quién le puso el apodo de la Camarona?No se sabe. Tal vez la llamaron así porque a lossiete años vendía "pajes" de camarones, mien-tras su madre despachaba pesca de más valor;tal vez porque era bien hecha, firme y coloradacomo estos diminutos crustáceos (después decocidos; no se figure algún malicioso que con-sidero al camarón, si no el "cardenal", el "mo-naguillo" de los mares). Lo cierto es que Cama-rona fue para todo el mundo, y su verdaderonombre de Andrea, testimonio de la gran devo-ción que a San Andrés profesan los marineros,cayó tan en desuso, que no lo recordaba ellamisma.

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A los quince años la Camarona no quería salirde la lancha, donde ayudaba a su padre y her-manos en la ruda faena. Los hermanos, celosi-llos y burlones, la desviaban, la querían aver-gonzar. "Tú, a remendar las redes, papulita",decían intentando imponerse por la fuerza."Eso vosotros, mariquillas", respondía ella, au-torizando con un soberano remoquete su alardede desprecio. Y agachaban la cabeza, por que laCamarona era, ya que no más forzuda, másarriscada y batalladora. Cuando otras hijas depescadores se metían con ella, mofándose por-que salía a la mar y remaba y cargaba las velasy agarraba la caña del timón, la Camarona sa-bía enseñar a aquellas mocosas cuántas soncinco... y a qué saben cinco dedos de una robus-ta mano, ya encallecida, aplicados con brío a lasfrescas carnazas de una moza insolente... Vinieron las quintas y se llevaron a dos hijosdel pescador; casóse otro, y por intrigas de sumujer riñó con los padres, y ahí tenéis como laCamarona quedó sola para remar, ayudando al

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patrón, ya viejo, en la lancha desbaratada porlos golpetazos y las "crujías". Hubo que contra-tar a un marinero dándole parte en lances yganancias..., y el mozo, que se llamaba Tomás,empezó a suspirar profundo cada vez que mi-raba a la Camarona inclinada hacia el remo yenarcando el brazo para pujar firme. Hay que advertir que la Camarona era enton-ces un soberbio pedazo de chica. Imaginadla,¡Oh, pintores!, con su cesta de sardinas en equi-librio sobre la cabeza; su saya corta de bayetaverde, que en la cadera forma un rollo; sus ági-les y rectas piernas desnudas: su gran bocabermeja, como una herida en un coral, sus dien-tes blancos y lisos a manera de guija que lasolas rodaron; sus negros ojos pestañudos, fran-cos, luminosos; su tez de ágata bruñida por elsol y la brisa de los mares. La salud y la fuerzarebrillaban en sus facciones y se delataban acada movimiento de su duro cuerpo virginal.Así es que no era únicamente Tomás el marine-ro quien por ella suspiraba. También la perse-

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guía Camilito, hijo mayor de la fomentadora,dueña de la fábrica de conservas. Cada vez quela Camarona iba a llevar a la fábrica un cesto decalamares, salía el mozalbete a recibirla, y,arrinconándola en una esquina del cobertizodonde se deposita la pesca, le decía vehementespalabras, le echabaflores, le ofrecía regalos y dinero, sin obtenermás que risas y rabotadas, cuando no algúnsoplamocos que le dejaba perdido de escamade sardina. Un día la madre de la Camarona llamó a suhija y le dijo con misterio: -Se nos ha entrado la fortuna por las puertas,rapaza. -¿Pues qué hay? -contestó ella desdeñosamen-te. -Que te quiere don Camiliño. -Para hacer burla de mí. -No panfilona... Para se casar. -Pues dígale que no tengo ganas. ¡Ahora, eso!Camarona nací y Camarona he de morir. Otras

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que la echen de señoras. A mí, si me hacen fon-dear en una sala, a los dos meses me entierran. -Dice que te pondrá coche, animala, bruta -gritó enfurecida la madre. -Mientras no me ponga un barco... -replicó,impávida, la Camarona, ignorando que al ex-presar este deseo se confirmaba a los últimosdecretos de moda y lujo. El yacht propio. Tanto persiguieron y apretaron los codiciosospadres a la Camarona para que aceptase lasuerte y las riquezas de don Camilito, que lamoza, incapaz de resignarse, adoptó un recursoheroico. Ella misma se explicó con el encogidode Tomás, que no le gustaba ni pizca, pero queal fin era cosa de mar, un pescador como ella,empapado en agua salobre y curtido por el airemarino, que trae en sus ondas vida y vigor. Y secasaron, y la pareja de gaviotas se pasa el día enla lancha, contenta, porque al ave le gusta supobre nido. El hijo que lleva en sus entrañas laCamarona no nacerá en el arenal, como naciósu madre, sino a bordo.

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"Blanco y Negro", núm. 253, 1896.

Viernes Santo

Fue el cura de Naya, hombre comunicativo,afable y de entrañas excelentes, quien me refi-rió el atroz sucedido, o por mejor decir, la seriede sucedidos atroces, que apenas creería yo, ano aclararse y explicarse perfectamente por elrelato del párroco, las veladas indicaciones dela prensa y los rumores difundidos en el país.Respetaré la forma de la narración, sintiendo nopoder reproducir la expresión peculiar de lafisonomía del que narraba. -Ya sabe usted-dijo-que, así como en Andalu-cía crece la flor de la canela, en este rincón deGalicia podemos alabarnos de cultivar la flor delos caciques. No sé cómo serán los de otras par-tes; pero, vamos, que los de por aca son de pa-tente. Bien se acordará usted de aquel Trampe-ta y aquel Barbacana que traían a Cebre conver-

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tido en un infierno. Trampeta ahora dice que sequiere meter en pocos belenes, porque ya no leahorcan por treinta mil duros, y Barbacana, queestá que no puede con los calzones, como se latenían jurada unos cuantos y salvó milagrosa-mente de dos o tres asechanzas, al fin ha de-terminado irse a pasar la vejez a Pontevedra,porque desea morir en su cama, según convie-ne a los hombres honrados y a los cristianosviejos como él. ¡Ja, ja...! Retirados o poco menos esos dos pejes, quedóel país en manos de otro, que usted tambiénhabrá oído de él: Lobeiro, que en confianza lellamábamos Lobo, y ¡a fe que le caía! Yo, si us-ted me pregunta en qué forma consiguió Lobei-ro apoderarse de esta región y tenerla así, en unpuño, que ni la hierba crecía sin su permiso, lecontestaré que no lo entiendo; porque me pare-ce increíble que en nuestro siglo, y cuando tan-to cantan libertad, se pueda vivir más sujeto aun señor que en tiempos del conde Pedro Ma-druga. No, no hay que echar baladronadas; yo

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era el primerito que agachaba las orejas y calla-ba como un raposo. Uno estima la piel, y aúnmás que la piel, si a mano viene, la tranquili-dad. A veces me ponía a discurrir, y decía para misotana: "Este rayo de hombre, ¿en qué consisteque se nos ha montado a todos encima, y porfuerza hemos de vivir súbditos de él, haciendocuanto se el antoja, pidiéndole permiso hastapara respirar? ¿Quién le instituyó dueño denuestras vidas y haciendas? ¿No hay leyes?¿No hay Tribunales de justicia?" Pero mire us-ted: todo eso de leyes es nada más que conver-sación. Los magistrados, suponiendo que seanjustificadísimos, están lejos, y el cacique cerca.El Gobierno necesita tener asegurada la mecá-nica de las elecciones, y al que les amasa losvotos le entregan desde Madrid la comarca enfeudo. A los señores que se pasean allá por elPrado y por la Castellana, sin cuidado les tieneque aquí nos am... ¡Ay! Tente, lengua, que yaiba a soltar un disparate.

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Pues volviendo al caso, Lobeiro, así para eltrato de la conversación, era un hombre antipá-tico, de pocas palabras, que cuando se veíacomprometido, se reía regañando los dientes,muy callado, mirando de través. No se fíe ustednunca del que no ríe franco ni mira derecho:muy mala señal. La cara suya parecía el PicoMedelo, que siempre anda embozado en "bré-temas". Lo único a que el diaño del hombreponía un gesto como ponen las demás perso-nas, era a su chiquilla, su hija única, que porcierto no se ha visto cosa más linda en todo estepaís. La madre fue en tiempos una buena moza;pero la rapaza..., ¡qué comparación! Un pelocomo el oro, un cutis que parecía raso, un parde ojos azules con dos estrellas... ¡Micaeliña!¡Lo que corrí tras ella en la robleda el día delpatrón de Boán! Porque a la criatura le rebosa-ba la alegría, y Lobeiro, al oírla reír, cambiabade aspecto, se volvía otro. Sólo que, por desgracia, esta influencia nopasaba de los momentos en que tenía cerca a la

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criatura. El resto del año, Lobeiro se dedicaba aperseguir a Fulano, empapelar a Ciciano, sacar-le el redaño a éste y echar a presidio a aquél.¿Usted no ha leído el Catecismo del labriego,compuesto por el tío Marcos de Portela, doctoren teología campestre? Pues el tipo de secreta-rio que allí pinta, el de Lobeiro clavadito: criadopara infernar la vida del labriego infeliz, hartar-le de vejaciones y disputar la triste corteza depan amasada con su sudor, único alimento deque dispone para llevar a la boca. Y repare us-ted lo que sucedía con Lobeiro: hoy hace unapicardía, y le obedecen como uno; mañana hacediez, y ya le rinden acatamiento como diez; alotro día un millón, y como un millón se impo-ne. Empezó por chanchullos pequeñitos, deesos que se hacen en el Ayuntamiento a man-salva: trabucos de cuentas, recargos de contri-bución, reparto ab libitum y lo demás de rúbri-ca. Poco a poco,la gente aguantando y él apretando más, llegael caso de que me encuentro yo a un infeliz

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aldeano en un camino hondo, llevando de lacuerda su mejor ternero. "Andrés, ¿a dónde vascon el cuxo? Feria hoy no la hay." "¿Qué feria niferia, señor abad?" "¿Pues entonces...?" "Señorabad, por el alma de quien le parió, no diganada. El cuxiño es para ese condenado de Lo-beiro, que me lo mandó a pedir, y si no se loentrego, me arruina, acaba conmigo, y hastamuero avergonzado en la cárcel." Y el pobrehombre, cuando me lo decía, tenía los ojos co-mo dos tomates, encarnizados de llorar. ¡Yacomprende usted lo que es para el labriego suganado! Dar aquel ternero era, en plata, dar lastelas del corazón. Sólo una cosa estaba segura con Lobeiro: lahonra de las mujeres; y no por virtud, sino por-que no cojeaba de ese pie. Algunos de sus saté-lites, en cambio, bien se desquitaban. ¿Que sitenía satélites? ¡Madre querida!, una huesteorganizada en toda regla. Usted no dejará derecordar que cuando apareció en un monte elmayordomo del marqués de Ulloa, hace ya al-

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gunos años, seco de un tiro, todo el mundo dijoque lo había mandado matar el cacique Barba-cana, y que el instrumento era un bandido lla-mado el Tuerto de Castrodorna, que lo más deltiempo se lo pasaba en Portugal, huyendo de laJusticia. Pues esa joya del Tuerto la heredó Lo-beiro, sólo que mejoró el procedimiento deBarbacana, y en vez de un forajido reclutó unacuadrilla perfectamente montada, con su santoy seña, con consignas, su secreto, sus estrata-gemas y su táctica para verificar las sorpresas yrepresalias de un modo expeditivo y seguro.Nosotros teníamos esperanza de que, al acabar-se las trifulcas revolucionariasy las guerras civiles, mejoraría el estado delpaís y se afianzaría la seguridad personal. ¡Bus-ca seguridad! ¡Busca mejoras! Lo mismo o peoranduvieron las cosas desde la restauración deAlfonso, y si me apuran, digo que la Regenciavino a darnos el cachete. Antes, unos gritaban:"¡Viva esto!"; los otros: "¡Viva aquéllo!"; queRepública, que don Carlos... Eran ideas genera-

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les, y parece que criaban menos saña entre unosy otros. Hoy únicamente estamos a quién ganalas elecciones, a quién se hace árbitro de estatierra..., y todos los medios son buenos, y caigael que cayere. Total, como decimos aquí: salgode un soto y métome en otro..., pero más oscu-ro. Como íbamos contando, la pandilla de Lobei-ro empezó a ser el terror del país. Tan prontoveíamos llamas..., ¿qué ocurre? Pues que lequeman el pajar, y el alpendre, y el hórreo, y lacasa misma, al Antón de Morlás o al Guillermode la Fontela. Tan pronto aparece derrengado,molido a palos, uno que no se quiso someter aLobeiro en esto o en lo de más allá..., y cuandole preguntan quién le puso así, responde unamentira: que rodó de un vallado o se cayó deuna higuera cogiendo higos..., señal de que sirevela la verdad, sentenciado está a pena másgrave. Por último, un día se nota la desapari-ción de cierto sujeto, un tal Castañeda, alguacil;ni visto ni oído, como si se evaporase. La voz

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pública (muy bajito) susurra que ese hombre leestorbaba a Lobeiro o se le había opuesto en unamaño muy gordo. Se espera una semana, dos,tres, que parezca el cadáver, o el vivo, si vivoestá aún; nada. La viuda hace registrar el Aviei-ro, incluso el pozo grande; mira debajo de lospuentes,recorre los montes... Ni rastro. Igual que si se lohubiese tragado la tierra. Y probablemente asísería. ¡Un hoyo es tan fácil de abrir! Este Castañeda tenía un sobrino, muchachotemplado, como que allá en sus mocedadesproyectaba dedicarse a la carrera militar, y lue-go, por no separarse de su madre, que iba vieja,y de una hermana jovencita, prefirió quedarseen el país y vivir cuidando de unos bienecillosque le correspondían por su hijuela, y de los dela hermana y la madre. Él era así... un anfibio,medio señor y medio labrador, y en el país,como todo el mundo tiene su apodo, le conocí-an por el de Cristo. ¿Dice usted que un novelis-ta de Francia llama Cristo a uno de sus perso-

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najes? Pues mire: ese, de fijo, lo inventará; yo,no; tan cierto es como que usted está ahí senta-da oyendo este caso. En el susodicho apodo -atienda usted bien- está mucha parte del intrín-gulis de la historia. ¿Que por qué le pusieronese alias? No lo sé a derechas; creo que por pa-recerse en la cara y la barba larguirucha a unCristo muy grande y muy devoto que se veneraen el santuario de Boán. De modo que el bueno de Cristo, no bien supola desaparición de su tío Castañeda, no se calló,como los demás, como la misma infeliz viuda,que temblaba que, después de suprimirle almarido, le pegasen fuego a la casita y la echa-sen en sus últimos años a pedir limosna. En lasferias y en las romerías, en el atrio de la iglesiay en la botica de Cebre, el muchacho alzó la vozcuanto pudo, clamando contra la tiranía deLobeiro y diciendo que el país tenía que hacerun ejemplo con él: "¡Cazarle lo mismo que a unlobo, para que escarmentasen los demás lobosque se estaban criando en la madriguera, dis-

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puestos a devorarnos!" Decía que estas cosas,no suceden sino en el país que las sufre; quedonde los hombres tienen bragas no se consien-ten ciertos abusos; que en Aragón o en Castillaya le habrían ajustado a Lobeiro la cuenta conel trabuco o la navaja; que si el cacique se leponía delante, él, aunque se perdiese y dejasedesamparadas madre y hermanita, era capaz dearrancarlelos dientes a la fiera. Al pronto le oíamos asus-tados; pero como todo se pega, y el valor y elmiedo, en particular, son contagiosos lo mismoque el cólera, iba formándose alrededor deCristo un núcleo de gente que le daba la razón,diciendo que por todos los medios había quedescartarse de Lobeiro y conjurar aquella plaga.Los gallegos no somos cobardes, ¡quia! Lo quenos falta, a veces, es la iniciativa del valor. Ne-cesitamos uno que empiece, y, ¡zas!, allá se-guimos de reata. Cristo iba sumando volunta-des, y conforme pasaba el tiempo y veían quede hablar así no se le originaba perjuicio algu-

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no, la algarada crecía, y el cacique intimidado,en nuestro concepto, por haber encontrado alfin quien le presentase la cara, andaba mansitoy derecho: como que pasaron más de tres mesessin sabérsela ninguna fechoría mayor. ¡Respirá-bamos! El día de la feria grande de Arnedo, que es enabril, antes de la Semana Santa, volvía yo a miparroquia, después de pasar el rato bebiendoun poco de tostado y comiendo unas rosquillas,cuando a poca distancia del pueblo emparejacon mi mula la yegüecilla de Ramón Limioso(usted le conoce: el señorito del pazo, un caba-llero cumplidísimo), y me pregunta, con no séqué retintín: "Y Cristo, ¿le ha visto usted en laferia?" "¿Cristo? No, no le encontré... por nin-guna parte." "¿Tampoco en el mesón?" "Tampo-co." "¿A qué horas vino usted?" "Tempranito: alas siete ya andaba yo por Arnedo." "¿Sabe queme choca?" "¿Y por qué ha de chocarle?" "Por-que estábamos citados: él quería deshacerse desu jaco, y yo le vendía mi toro, o se lo cambala-

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chaba; según." "¡Bah! Cristo es un rapaz toda-vía; aún no ha cumplido los treinta... ¡Sabe Diospor dónde anda a estas horas!" "No, Eugenio;pues yo le digo que me choca, que me escama.""Aún vendrá, hombre. Son las tres, y hasta lasseis o siete dela tarde no se deshace la feria." Ramón Limioso meneó la cabeza, y sin hacerotra objeción, volvió grupas hacia Arnedo. Nime fijé ni me acordé más del asunto, hasta quea las veinticuatro horas me llegó el primer run-rún de la desaparición de Cristo. El mismo mis-terio que en lo de su tío Castañeda: ni rastro delmuchacho por ninguna parte. La madre nadabacomo loca, pregunta que te preguntarás, decasa en casa; la hermana salía de un ataquenervioso para caer en un síncope; la Justicialocal, como de costumbre, se lavaba las manos -imposible parece que así y todo las tenga tanpuercas-, y del chico, ni esto. Por fin, al cabo deuna semana, lo que es aparecer, apareció... Pero¿dónde? Metido en un hórreo, en descomposi-

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ción, hecho una lástima... Son pormenoreshorribles; bueno, se trata de que se impongausted de cómo había ocurrido la cosa. Yo vi elcadáver y me convencí de que no había exage-ración ninguna en lo que se refirió después.Debían de haberle atormentado mucho tiempo,porque estaba el cuerpo hechouna pura llaga: a mí se me figura que lo azota-ron con cuerdas, o que lo tundieron a varazos:las señales eran a modo de rayas o verdugonesen el pellejo. Para acabarlo, le dieron un corteasí, en la garganta. El rostro desfiguradísimo;sólo una madre -¡pobre señora!- reconoce y sedetermina a besar un rostro semejante. Sí, estoy conforme: es una infamia, un crimenque clama al Cielo, lo que usted guste... Perousted también va a convenir conmigo. Tambiénva a decir que todo ello es moco de pavo encomparación del último refinamiento salvaje,de que no tiene noticia aún. Porque matar,atormentar, se llama así, atormentar y matar, yse acabó; pero cómo se llama el escarnio, la befa

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más inconcebible, el reto a Dios, que consiste enlo siguiente: elegir para dar tal género de muer-te a ese hombre que la gente apodaba Cristo...,elegir..., ¿qué día del año piensa usted? ¡ElViernes Santo!

Pecador soy como el que más -prosiguió elpárroco de Naya con la voz y el gesto transfor-mados por una seriedad profunda-; pecadorsoy, indigno de que Dios baje a estas manos; notengo vocación de santo, como el cura de Ulloa;ni me gusta echar sermones con requilorios,como el de Xabreñes; pero en semejante oca-sión, al enterarme de la monstruosidad, no séqué hormigueo me entró por el cuerpo, no séqué vuelta me dio la sangre, ni qué luminariasme danzaron delante de los ojos..., que, vamos,al pino más alto del pinar de Morlán me subiríapara gritar: "¡Maldición y anatema sobre Lobei-ro!" ¡La plática que les encajé a mis feligreses eldomingo! Ni Isaías..., "fuera el alma". Con unarrebato y un fuego que aún hoy me asombra,

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les dije que Dios, al parecer, se hace el ciego y elsordo; pero es como quien calla para enterarsemejor; que ningún crimen se le oculta, que lasangre de Abel siempre grita venganza, y queme creyesen a mí, que, a fe de Eugenio, nadiese quedaría sin sumerecido, y por medios inescrutables, peroseguros, cuando estuviese más descuidado."Quien fosa cava, en ella caerá", me acuerdoque grité como un energúmeno. Por supuesto,que era hablar por no callar: tanto sabía yo delcastigo dichoso como de la primera camisa quevestí; sólo que en aquel entonces, de veras meparecía que así iba a suceder, que Lobeiro esta-ba emplazado, y que la inspiración hablaba pormi boca, Spiritus ejus in ore meo. Poco a poco se fue acallando el rebumbio delasesinato de Cristo. La madre y la hermana,convertidas en dos sombras, flaquitas y de ri-guroso luto, eran el único recuerdo que queda-ba de la tragedia. En la gente siempre fermen-taba el odio contra el cacique, pero lo compri-

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mía el temor. Es de advertir que por entonces"los" de Lobeiro cayeron, y necesariamente elmaldito, no teniendo la sartén por el mango, sereportó en sus exacciones y sus iniquidades. Elpaís revivió unas miajas. El bando de Trampetaaleteó. Lobeiro, en el interregno, se dedicó auna ocupación pacífica: construir su casa, queera muy vieja y ya mezquina para las exigen-cias de su nueva posición; porque la fortuna delcacique había crecido mucho y su mujer, amigade lujos, de comilonas y de tirar de largo, lemetió en la cabeza hacer vivienda nueva, laverdad, con todos sus perendengues: dos pisosde piedra sillar, magnífica, ventanas con unasrejas imponentes, puerta como la de un castillo,su gran escalera,su sala de recibir, su cocina hermosísima... ¡Unacasa digna de Orense! En el país se hablabamucho de tal edificio, y de la seguridad queofrecía, y de las precauciones que revelabaaquel modo de edificar, precauciones tomadaspara defensa contra lo que temía el cacique, que

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había hecho muchas, y no podía menos de an-dar prevenido. Enemigos, a miles se le podí-an contar; y, sin embargo, como el hombre semantenía agachado, nadie se metía con él, te-meroso de despertar a la fiera. El gran alborotofue el que se armó cuando de repente -sin quelo barruntásemos- se volcó la tortilla y subiónuevamente al poder el partido de Lobeiro. ¡Madre mía, Virgen del Corpiño, el espantoque cayó sobre nosotros! ¡Lobeiro otra vezmandando, rey otra vez de la comarca; otra veza su disposición la hacienda, la tranquilidad, lavida de todos; otra vez los cadáveres en loshórreos, o en el fondo del Avieiro, o en un hoyoprofundo, allá por las asperezas de algún pinar!¿Quién sosegaba?¿Quién dormía tranqui-lo?¿Quién estaba seguro de no perecer martiri-zado? Usted se va a reír si le digo una cosa. No, no sereirá; al contrario, se hará cargo mejor que na-die, porque tiene costumbre de reflexionar so-bre estas singularidades propias de la naturale-

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za humana. El miedo, a veces, es el mejor agen-te del valor. Sí; por miedo se cumplen actos deheroísmo; por canguelo se realizan determina-ciones que en estado normal nos ponen los pe-los de punta. Una persona que se ve rodeada dellamas, o teme que el incendio se propague y lepille encerrada en una habitación y el humo laasfixie, no se encomienda a Dios ni al diablopara arrojarse de un quinto piso a la calle, aun-que se estrelle. Con esto quiero decirle cómo alas gentes de Cebre y sus cercanías, el propioterror de caer en las uñas de Lobeiro les infun-dió una resolución tremenda adoptada concautela tal, que todo lo hicieron en el mismosecreto y unión que cuenta usted que profesanlos nihilistas rusos. Verá, verá cómo ocurrió lacosa. Llegado el día de la fiesta de la Virgen en elsantuario de Boán, fui yo allá convidado por elcura, que es amigo. Se reunió un gentío, que eraaquello un hormiguero: hubo sus cohetes, susgaitas, sus bailas, sus calderadas de pulpo y su

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tonel de mosto; lo que sabe usted que nuncafalta en tales romerías. También andaban algu-nas señoritas muy emperifolladas dando vuel-tas y luciendo los trapitos flamantes; y la másbonita de todas, Micaeliña, que paseaba con lamadre por debajo de los robles, hecha un sol deguapa. Acababa de cumplir los trece años; seconoce que estrenaba vestido, y no cabía en síde contenta; el vestido era blanco, con lazos decolor de rosa, precioso, de seda riquísima, locu-ra para una chiquilla así. La madre: "Micaeliña, no te arrugues", poraquí, y "Micaeliña, no te manches", por allá; y lacriatura, al principio, respetando mucho la gala;pero, ya se ve, luego se cansó de guardarle mi-ramiento al vestido majo y vino, disparada, atirarme del balandrán. "Eugenio, ¿corremos?"Al principio fui a remolque; pero, al fin -estepícaro genio gaitero que tengo yo...-, me hizo larapaza pegar mil carreras por aquellas cuestasabajo, riendo los dos como locos. Y cuidado queme daba no sé qué por el cuerpo el divisar a

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Lobeiro allí, a dos pasos, con sus manos dondeyo sabía que había manchas de sangre fresca. El diantre del cacique, cuando me vio tan di-vertido con la hija, me llamó aparte, y, sin mi-rarme una vez siquiera, con los ojos torcidospara el suelo, me dijo: -Hombre, Eugenio, hágame un favor: conven-za a mi mujer y a la chiquilla de que va a estarmuy bien Micaela en el colegio de Orense. -¿Y usted se separa de ella? -pregunté conasombro. -Sí, hombre... Cosas que uno discurre porqueno tiene remedio -contestó él muy encapotadoy a media habla. Así que la familia de Lobeiro y los ad láteresque siempre le escoltaban se retiraron de laromería, pregunté al cura de Boán, extrañán-dome de la idea de enviar a Orense a la chiqui-lla, cuando precisamente era el encanto de supadre. Boán me dio una explicación plausible: -Eso lo hace por no exponer a la rapaza a unlance cualquiera. Le tienen amenazado de

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muerte, y veinte veces ya le avisaron de que sucasa ha de arder. Y aunque él dice que, según laconstruyó, no es tan fácil pegarle fuego, noquiere tener aquí a Micaeliña, porque recelaalguna barbaridad. Ya verá usted, señora, cómo, efectivamente,no ardió la casa de Lobeiro.

Yo dormí en la rectoral de Boán aquella noche.Con el choyo de la fiesta se había empinado yengullido muy regularmente; de modo que elprimer sueño fue de piedra. Estaba como unamarmota, que si me sueltan un redoble de tam-bor en los mismos oídos, no doy a pie ni a ma-no. Conque figúrese lo que sería la explosiónpara que me incorporase en la cama de un brin-co. ¡Puummm! ¡Boom! Nunca acababa de sonar.Yo, a oscuras, a tientas, buscando las cerillas ygritando por el criado:

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-¡Eh! ¡Ave María Purísima! ¡Rosendo! Conde-nado, ¿duermes o qué haces? ¿Se cae la casa?¡Jesús, Dios y Señor, misericordia! Por fin encendí el fósforo, y cuando entró Ro-sendo, aturdido, tropezando, en ropas menores,no pude aguantar la risa. El muchacho casi seechó a llorar. -Sí, ríase, que es para reír. Señor, no ría, que especado. Estoy que se me arrepian las carnes. -Pero ¿qué hay? ¿Qué demonios pasa? -¿Y quién lo sabe, a no ser un brujo? Pareceque se ha hundido mismamente el mundo todode la tierra. Escuché. Nada, silencio. Salí a la ventana. Niseñal de cosa alguna. Me palpé: estaba sano ybueno. El cura de Boán andaba por allí azora-do, dando vueltas. Nos pusimos a hacer comen-tarios. Nadie se quiso volver a la cama. Cadauno defendía su conjetura, cuando, ¡tras, tras!,¡a la puerta!... ¡Al señor cura de Boán, que vayaa dar los santos óleos y a confesar a Lobeiro,que se muere! Boán dista un cuarto de legua de

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la casa de Lobeiro. El que traía el recado nosenteró de todo. Mientras Lobeiro, su hija y sus satélites esta-ban de parranda, con mucho tiento, al pie delbalcón mayor, "habían" depositado veintiséiscartuchos de dinamita -lo bastante para volaruna fortaleza- y su mecha correspondiente.Hecho esto, retiráronse con tranquilidad, pieante pie. A la noche, recogida ya la familia, si-lencioso todo, "alguien" cogió el cabo de mecha,le prendió fuego y desvió con mucha calma. Delos veintiséis cartuchos, sólo diez o doce se in-flamaron. Pero fue más de lo preciso. No se salvó alma viviente. Entre los escom-bros de la casa yacían el cadáver de la mujer deLobeiro, el tronco mutilado del criado y elcuerpo de Micaeliña, muerta como una palomaque le dan un tiro, con su sangre en las sienes,tendida al lado de su padre. El lobo aún vivía;fue el único que no pereció en el acto. Antes deexpirar tuvo disponible una hora larga paracontemplar a su oveja difunta... Digan lo que

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quieran los sabios esos del materialismo..., ¡re-taco!, yo juro que hay Dios, y un Dios que cas-tiga sin palo ni piedra... Con dinamita, corrien-te, ¡Con lo que sale! ¿Quién fue el autor o autores de la hazaña?¡Retaco! Dios... Digo, no; soy un bruto. Puestodos y nadie; la comarca. Llamen a declarar aCebre entero, y respondo de que el juez no sacaen limpio ni tanto así. Resultará que aquellanoche nadie faltó de su casa, y que desde haceveinte años nadie compró dinamita ni pólvoramás que para las bombas y las madamas defuego de las romerías. ¿Quiere usted más? ¿Aque no se atreve el Gobierno a llevar adelante lapersecución? Ya ve usted, hoy mandan los deLobeiro. ¿A que ni ocho días va nadie a la cár-cel por lo que llamamos aquí "el cuento de ladinamita"? "Nuevo Teatro Crítico", núm. 1, 1891, ArcoIris.

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El tetrarca en la aldea

Hay conversaciones que desde que el mundoes mundo se suscitaron y se suscitarán, y quetiene un desarrollo ya previsto, pudiéndosevaticinar de antemano las vulgaridades quehan de decirse sobre la materia, porque detiempo inmemorial vienen repitiéndose y reba-tiéndose los mismos argumentos. Posee este género de conversaciones la pro-piedad de inspirar frases enfáticas, de falsear lanaturaleza, imponiendo la ostentación de sen-timientos convencionales; y de aquí su eternamonotonía, porque si el hombre verdaderosiente con infinita variedad y riqueza de mati-ces, el hombre artificial, modelado por las pre-ocupaciones, marcha en línea recta, con movi-miento automático. Una de estas pláticas a que aludo es la línea deconducta del marido con la mujer infiel... ¡Quéde resoluciones trágicas, qué de energías, quéde majestuosa altivez muestran entonces los

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hombres! Cada quisque puede dar lecciones dedignidad a Otelo: el médico aquel de la sangríasuelta se queda tamañito. Sin embargo -así co-mo la observación positiva del desafío demues-tra la gran superioridad numérica de los pru-dentes, la observación, también positiva, delconflicto conyugal revela que esas vengativasterriblezas son un derroche de voluntad al al-cance de muy contadas fortunas. La resignaciónes la nota más común, sobre todo la resignaciónteñida de color de indiferencia o ignorancia. -Lo que escasea -me decía un amigo aficiona-do a indagar historias- es la resignación envuel-ta en ingeniosa ironía, y voy a contarle a ustedun caso característico, por haber ocurrido entregente aldeana, pero gente aldeana de aquellaterra nuestra, donde cada labriego es un sutildiplomático en ciernes. El tío Marcos Loureiro emigró porque no po-día sobrellevar el peso de las contribuciones nisostener con su labor agrícola a la mujer y a lostres rapacinos. En Montevideo, con harta fatiga,

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fue atesorando un modestísimo peculio sufi-ciente para vivir con cierto desahogo, a lo villa-no, en su querido rincón: lo bastante para queno le faltase -como ellos dicen- pan y puercotodo el año. Con patriarcal sencillez, Marcos se daba yapor contento; mas principió a recibir de su al-dea cartas de cierto compadre Antón, muy ra-zonadas, disuadiéndole de volver tan pronto yanimándole a traer algo más que "una pobre-za". Aseguraba también el compadre Antón que lafamilia de Marcos ya no pasaba necesidad al-guna, porque el amo, el señor conde de Castro,les había rebajado en más de la mitad el arrien-do del lugar que llevaban, y la comadre Sabel,con su trabajo, ganaba lo suficiente para que niella ni los chiquillos careciesen de abrigo y cal-do "de pote". Es de advertir que el compadre Antón hablabaoficialmente, porque a la comadre Sabel le es-torbaba lo negro, y por medio de Antón se co-

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municaba con el ausente esposo. Pareció el con-sejo muy discreto, y Marcos siguió reuniendopatacones; pero transcurridos cinco años, ydueño ya de un capitalejo tan humilde en Amé-rica como considerable en la aldea de Castro,comenzó a escamarle el empeño de tenerle adistancia que mostraba el tío Antón. No eraMarcos ningún bolonio, y la suspicacia naturaldel labriego se despertó y dio en atar cabos ydevanar cavilaciones. Resolvió, pues, volver secretamente a suhogar, y así como lo resolvió lo hizo, desembar-cando en Marineda de Cantabria y tomando alpunto el coche de línea que le llevó, no sin peli-gro de sus huesos, a Compostela. Allí se echó ala calle con propósito de ajustar un jamelgopara andar las cuatro leguas que faltaban hastaCastro. Iba Marcos regodeándose con su planque consideraba excelente. Si en su casa todomarchaba en orden, ¡magnífica sorpresa la deverle llegar tan bien portado y hasta con su

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cadena de oro de tres vueltas! Y si había allá"choyo"..., ¡magnífica sorpresa también! Saboreando sus propósitos, al revolver de unaesquina tropezó con un aldeano, que, al verle,pegó involuntario respingo y trató de escabu-llirse, ocultándose en un portal; mas no le valióla treta, porque Marcos echó a correr detrás delfugitivo, le agarró por la faja de lana de coloresy obligó al compadre Antón -pues él era- a vol-verse y reconocerle. Cogido ya el labriego, hizoa mal tiempo buena cara y saludó a Marcosmostrando cordialidad. Al enterarse de queMarcos proyectaba salir para Castro inmedia-tamente, tuvo Antón nuevos conatos de fuga,igualmente frustrados, porque el marido deSabel, con suma firmeza, declaró a su compa-dre que no se descosería de su lado por un im-perio. "Te veo, viejo encubridor -pensaba Marcos-.Quieres adelantarte para avisar y que yo en-cuentre todo aquello amañadito. No me chupoel dedo. Así duermas hoy aquí, contigo duermo

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yo. No te valen las triquiñuelas. A Castrohemos de llegar más juntos que la oblea y elpapel." Apenas se convenció el tío Antón de que elcompadre no le soltaba, como era menos tercoque ladino, resignóse, ajustó el caballo paraMarcos, arreó su propia cabalgadura, y treshoras antes de ponerse el sol salieron carreteraadelante. Ya se comprende que Marcos ni soñaba en queel compadre, con aquel pescuezo que parecíacorteza de tocino rancio y aquella cara de poli-chinela entrado en edad, pudiese ser el ladrónde su honra; además, Marcos sabía que el tíoAntón estaba más pobre que las arañas, másviejo que el pecado, y que como no se aficiona-se de una ternera o de un saco de maíz, lo quees de otra cosa... Seguro, pues, del papel que en el reparto deaquel drama podía corresponderle al tío Antón,Marcos se propuso sacarle la verdad del cuerpodurante el camino, y, en efecto, a cosa de legua

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y media, ya el esposo de Sabel no ignoraba elnombre y condición del ofensor, que no eraotro que el mayordomo del conde de Castro.Exigirían un libro entero, si se hubiesen de es-cribir, los circunloquios, amonestaciones, con-sejos, palabras calmantes y reflexiones filosófi-cas, a lo Sancho, que el viejo compadre le en-dilgó al ultrajado marido. Oyó este con sorna,mirando de reojo al consejero y calculando losperdones de renta y otras ventajas que a cuentadel señor conde de Castro habían premiado elservicio de tenerle a él, Marcos Loureiro, tantotiempo allá por tierras de ultramar. Cuando eltío Antón hubo terminado su insinuante aren-ga, Marcos se encogió de hombros, y, sin moverun músculo de la cara, dijo por toda respuesta: -Demasiado sabemos lo que son las mujeres. -En eso estamos -confirmó el vejezuelo-; pero,a las veces, el hombre, cuando ve delante cier-tas cosas, vásele el seso de la cabeza, compadre. -El seso mío no se va tan fácil, y ver no he dever cosa mala.

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-Veráslas, hombre, así que entres por la puer-ta. -Pues me da la gana de verlas, y no se me ade-lante, que hemos de llegar con las cabezas delas bestias juntas así. Diciendo y haciendo, Marcos puso su jamelgotan cerca del cazurro vejete, que la espuma deun freno manchó al otro; y, callando los dos,prosiguieron el viaje hasta avistar la aldea, a lahora del anochecer. A favor de las sombras que empezaban a ten-der su crespón, dejaron los caballos atados aunos árboles y entraron a pie y recatadamente,pegados a las choza, en la aldeílla. Marcos re-conoció su casa y se fue a ella derecho, arras-trando al tío Antón, que ya temblaba como unazogado. Por la rendija de la ventana salía luz. -No mire, compadre; no mire -decía el viejo almarido; pero éste, aplicando un ojo a la abertu-ra, se estremeció ligeramente, a pesar de suestoicismo de salvaje, porque había visto a su

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mujer (a quién dejó enfermiza y amarillenta)fresca, redonda, sanota, con una criatura depocos meses colgada del blanco pecho... Aque-llas eran, sin duda (ahora lo comprendía), las"cosas malas" que sin remedio tenían que me-térselas por los ojos, pues el suprimirlas no pa-recía grano de anís... Marcos se apartó de la ventana y pegó en lapuerta tres golpes secos y sonoros. El tío Antóncomenzó a rezar el credo. Sabel dejó el niño enla cuna y salió a abrir. Cuando reconoció a sumarido no gritó; al contrario; se quedó hechauna estatua, extendiendo los brazos como paraimpedirle entrar. Abarcó el esposo de una sola ojeada el aspectode la vivienda, y lo encontró excelente. Antesde que él se marchase eran allí desconocidos loslujos de colchones, colchas, cunas, mesas, sillas,armarios y buen quinqué de petróleo; nuncaSabel había vestido de lana rasa como entonces,ni calzado rico borceguí de becerro, ni usado

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tan finas ropas como las que se entreparecían altravés del justillo aún desabrochado. ¿Recordó Marcos que al partir él quedabadesnuda y hambrienta su familia? ¿Hizo memoria de ciertos deslices propiosallende los mares? ¿Fue distinta sugestión, nada altruista, aunquesobrado humana, la que se le impuso? Ello es que, penetrando en la casa, pasó adonde antaño estaban las camas de los treshijos y, al contar cinco cabezas de mayor a me-nor y ver la del mamoncillo en su cuna aparte,llegóse a su mujer, le tomó la barba y la acaricióun momento; después movió la mano derechade alto abajo, amenazando en broma, con me-dia sonrisa, y murmuró: -¡No sé qué te había de hacer? ¿Y si yo fueseotro? "La Voz de Guipúzcoa", 17 septiembre, 1892.

Pena de muerte

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-Casualmente la víspera -empezó a contar elsargento de guardias civiles, apurado el vasode fresco vino y limpios los bigotes con la do-blada servilleta- había ya caído en la tentación,¡cosas de chiquillos!, de apropiarme unas man-zanas muy gordas, muy olorosas, que no eranmías, sino del señorito; como que habían ma-durado en su huerto. Les metí el diente; estabantan en sazón, que me supieron a gloria, y quedéanimado a seguir cogiendo con disimulo todafruta que me gustase, aunque procediese decercado ajeno. Cuando el señorito me llamó al otro día, sentíun escozor: "Van a salir a relucir las manzanas",pensé para mí; pero pronto me convencí de queno se trataba de eso. El señorito me entregó suescopeta de dos cañones, y me dijo bondado-samente: -Llévala con cuidado. Mira que está cargada.Si te pesa mucho, alternaremos.

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Le aseguré que podía muy bien con el arma, yechamos a andar camino de las heredades. Enla más grande, que tenía recentitos los surcosdel arado (porque eso sucedía en noviembre,tiempo de siembra del trigo), se paró el señoritoy yo también. Él levantó la cabeza y se puso aregistrar el cielo. -¿No ves allí a esa bribona? -me preguntó -¿A quién? -A la "garduña"... -Señorito, no. Son cuervos; hay un bando deellos. En efecto, a poca altura pasaban graznandocientos de negros pajarracos, muy alegres yprovocativos, porque veían el trigo esparcidoen los surcos y sabían que para ellos iba a sermás de la mitad. (¿Pobres labradores!) El seño-rito me pegó un pescozón en broma, y me dijo: Más arriba, tonto; más arriba Allá, en la misma cresta de las nubes, se cerníaun puntito oscuro, y reconocí al ave de rapiña,quieta, con las alas estiradas, Poco a poco, sin

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torcer ni miaja el vuelo, a plomo, la garduñafue bajando, bajando, y empezó a girar no muylejos de donde nos encontrábamos nosotros. -Dame la escopeta -ordenó el señorito. Obedecí, y él se preparó a disparar; sólo que latunanta, de golpe, como si adivinara, se desvióde la heredad aquella, y cortando el aire lomismo que un cuchillo, cátala perdida de vistaen menos que se dice. -No has oído la maldita -exclamó el señorito,incomodado-. El jueves, que no traía yo escope-ta, estuvo más de una hora burlándose de mí.Sólo le faltó venir a comer a mi mano. Fija adiez pasos, muy baja, haciendo la plancha yclavando el ojo en un sapito que arrastraba labarriga por el surco, hasta que se dejó caer co-mo un rayo, trincó al sapo entre las uñas y se lollevó a lo alto de aquel pino que se ve allí.¡Buena cuenta habrá dado del sapo! Y hoy, encambio, ¡busca! Nos va a embromar la conde-nada... ¡Calla, que vuelve!

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Volvía, y tanto volvía, que se plantó lo mismoque la primera vez, recta sobre nosotros. Sinduda, le tenía querencia al sitio, y en la heredadaquella encontraba la mesa puesta siempre. Elseñorito tuvo tiempo de apuntar con toda cal-ma, mientras la rapiña abanicaba con las alas,despacito, avizorando lo que intentaba atrapar.Por fin, cuando le pareció la ocasión buena, elseñorito largó el tiro... ¡Pruum! A mi me brin-caba el corazón, y al ver que el pájaro "hacia latorre", dando sus tres vueltas en redondo yabatiéndose al suelo lo mismo que una piedra,pegué un chillido y por nada me caigo también. -¿Qué haces, pasmón, que no portas? -me gritóel señorito. Eché a correr, porque ya usted ve que no po-día desobedecerle; pero me temblaban las pier-nas y se me desvanecía la vista. ¿Sabe usted porqué? Por la conciencia negra; porque se me ve-nían a la memoria las manzanas, y me escara-bajeaba allá dentro el miedo al castigo. Recogíel ave, y al levantarla me acuerdo que me es-

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panté de reparar que estaba ya fría por las pa-tas y el pico. Era un animal soberbio: medía trescuartas de punta a punta de las alas; la pluma,canela claro con unos toques castaños primoro-sos; el pico, amarillito, y las uñas, retorcidas yfuertes, que parecía que aún arañaban al tiem-po de agarrarlas yo. Le miré a los ojos, porquesabía que estos bichos tienen una vista atrozfinísima, como la luz. Los ojos estaban consu-midos, deshechos y alrededor se notaba unahumedad..., a modo como si el animalito solta-se lágrimas. -Venga aquí esa descarada ladrona -ordenó elseñorito-. La vamos a clavar por las alas paraejemplo. ¿Qué es eso, rapaz? Se me figura quete da lástima la pícara. Me eché a llorar como un tonto. Usted diráque no es creíble. Pues nada, me eché a llorar;pero no por la muerte del pájaro, sino porqueme miraba en aquel espejo, y creía que tambiéniban a pegarme un tiro con perdigones, y queme despatarraría en el sembrado, con el hocico

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frío y los ojos vidriados y derretidos casi. Veía ami madre llegar dando alaridos a recogerme, ya mis hermanas que al descubrir mi cuerpo searrancaban el pelo a tirones, pidiendo por Diosque al menos no me clavasen en un palo paraescarmiento de los que roban manzanas. ¡Ay,clavarme, no! ¡Sería una vergüenza tan grandepara mi familia y hasta para la parroquia! Admirado el señorito de mi aflicción, y cre-yendo que la causaba el triste fin del avechu-cho, me pasó la mano por el carrillo y me dijoriéndose: -¡Vaya un inocente! ¡Tanto sentimiento por laraída de la garduña! ¿Tú no sabes que es unbicho ruin, que se merienda a las palomas? ¿Noviste las plumas de la que se zampó el domin-go? De los ladrones no hay que tener compa-sión. En vez de quitarme el susto, estas palabras melo redoblaron, y sin saber lo que hacía ni lo quedecía, me eché de rodillas y confesé todo midelito; creo que si no lo hago así, en seguida,

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reviento de angustia. El señorito me oyó, sepuso serio, me levantó, me colocó en las manosla escopeta otra vez, y dejando el ave muertasobre el vallado, me dijo esto (juraría que loestoy escuchando aún): -Para que no te olvides de que por el robo seva al asesinato y por el asesinato al garrote...,anda, aprieta ese gatillo... y pégale la segundaperdigonada a la tunantona. ¡Sin miedo! Cerrélos ojos, moví el dedo, vacié el segundo cañónde la escopeta... y caí redondo, pataleando, conun ataque a los nervios, que dicen que dabapena mirarme. Estuve malo algún tiempo; el señorito me pa-gó médico y medicinas; sané, y cuando fui mo-zo y acabé de servir al rey, entré en la GuardiaCivil. "Blanco y Negro", núm. 261, 1896.

Barbastro

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Aquella discreta viuda que en Madrid acos-tumbraba referirnos cada jueves una historiame ofreció hospitalidad veraniega en la bonitaquinta que poseía a pocos kilómetros de M***, ycomo todas las tardes saliésemos de paseo porlas inmediaciones, sucedió que un día nos de-tuvimos ante la verja de cierta posesión magní-fica, cuyo tupido arbolado rebasaba de las ta-pias y cuyas canastillas de céspedes y flores seextendían, salpicadas y refrescadas por lo hili-llos claros y retozones de innumerables surti-dores y fuentes que manaban ocultas y se des-parramaban en fino rocío, resplandeciendo alos postreros rayos del sol. Gentiles estatuas demármol blanqueaban allá entre las frondas, y elpalacio erguía su bella escalinata y su terrazamonumental en el último término que alcanza-ba la vista. A mis exclamaciones de admiración y a mideseo de entrar para ver de cerca tan deleitosositio, la viuda respondió sonriente:

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-Entraremos, ya lo creo... Llame usted; ahí estála campana... La finca es de un millonario, elseñor Barbastro, que se ha gastado en ella muybuenos pesos duros, y tiene, como es natural,gusto en ostentarla y lucirla, y en que se la ala-ben y ponderen. En efecto, a mi llamada acudió solícito uncriado, que, abierta la verja y con mil reveren-cias, se dio prisa a guiarnos hasta un miradorcalado, tupido de enredaderas olorosas, dondeencontramos a los dueños de la regia finca, ma-rido y mujer. Él se levantó, obsequioso, con esacortesía algo almidonada de los que han residi-do en América largo tiempo; ella medio se in-corporó, y, toscamente, y a gritos, nos dijo,alargándonos la manaza, aunque a mí no mehabía visto hasta aquel crítico instante: -Miren, miren por ahí cuanto "haiga"... Dicenque está muy precioso. No se encuentra otracosa así en toda la provincia. ¡Vaya!... Tampoconadie se gastó el dinero como nosotros. ¿Eh,Barbastro?

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Observé que al interpelado dueño le salían a lacara los colores, y mi asombro subió de puntoal detallar bien la catadura y pelaje de la dueña.Era bizca, morena, curtida, de deprimida faz,de frente angosta, de cabello escaso y recio; ensuma: feísima, y, además, ordinaria y zafia.Vestía de seda, con lujo y faralaes, en sus ne-gruzcos dedos brillaban anillos caros. Tenía asu lado una mesita cargada con licorera y co-pas, y no por adorno, pues cuando me acerquéme echó vaho de anisete. No continué exami-nando a tan extraña señora, porque su esposo,acongojado y confuso, se apresuró a sacarnosde allí a pretexto de enseñarnos "la chocilla".Dejamos a la castellana platicando con la licore-ra, y recorrimos el palacio, jardines y bosques,que, en realidad, bien merecían la detenidavisita que les consagrábamos. A medida quenos alejábamos del mirador y que íbamos ad-mirando y elogiando calurosamente los am-plios estanques, la linda pajarera, las sombríasgrutas, las majestuosas

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alamedas, y las estufas, en que tibios chorros devapor sostenían la vegetación de raras orquí-deas, el semblante del poseedor y creador detantas maravillas se despejaba, llegando a irra-diar ventura y satisfacción de artista aclamado.Cuando nos despedimos hízonos mil ofreci-mientos cordiales; nosotros, por nuestra parte,le encargamos que presentase nuestros respetosa la señora, pues se acercaba la noche y no te-níamos tiempo de volver al mirador y rompersu íntimo diálogo con el anís. Naturalmente, al hallarnos otra vez en el ca-mino real, al vivo trote de las jaquitas indígenasque arrastaban la cesta, mi primera pregunta ala viuda tuvo por objeto enterarme de la esposade Barbastro. -¿Cómo es que un señor tan correcto, tan cor-tado, tan digno, se ha casado con esa farota,que parece una labriega? -No lo parece, lo es -respondió la viuda, sabo-reando mi curiosidad-.

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Se llama Dominga de Alfónsiga, y antes decasarse andaba "sachando" el "millo" y reco-giendo y apilando el estiércol; ¡buenas manostenía para eso, y menudo rejo el de la bellaca! -¿Y cómo ascendió al tálamo del ricachón?¿Era bonita? -¡Bonita, sí! ¡Bonita! Siempre tuvo cara de car-bón a medio apagar; la conocían por el apodode Morros Negros. -Vamos, barrunto que en la boda de este señoropulento, atildado y de unos gustos tan a lamoderna, existe alguno de esos enigmas indes-cifrables de "elección conyugal" que usted co-lecciona para un muestrario de las extravagan-cias humanas, y que le interesan a título de ra-reza, de caso patológico... -No es indescifrable, pero sí muy peregrino, elcaso... Verá usted. Este señor Barbastro, que noes todavía ningún viejo, salió muy joven paraAmérica; sus padres habían muerto, y la suertele deparó en Montevideo un pariente que yahabía juntado rico pellón, esa primera millona-

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da, doblemente difícil de reunir que las segun-das. El pariente se aficionó al muchacho, leadoptó, le adoctrinó, y tuvo la oportunidad demorirse a los dos o tres años, legándole cuantoposeía. Sobre la base firme de la herencia, Bar-bastro especuló y supo lanzarse a grandes em-presas con feliz acierto. En corto tiempo se en-contró riquísimo, y asustado por las revueltas ydisturbios de aquel país, no quiso establecersedefinitivamente en él -como si aquí viviésemosen alguna balsa de aceite-. Liquidó su caudal, loimpuso en fondos europeos, y se vino a su tie-rra, deseoso de realizar dos ensueños: construiruna casa de campo nunca vista y desposarsecon una muchacha sin bienes, pero linda y vir-tuosa,como tantas de M***, que es un vergel en estepunto. Empezó por la quinta: primero el nido; des-pués vendría el ave de amor, el ave tierna yarrulladora. Para la quinta sólo le convenía estesitio, porque en él radicaba la vieja y ruinosa

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casita que habitaron siempre sus padres, y elorgullo de Barbastro era erigir un palacio enreemplazo de la casucha. Rescató el terreno,que estaba en las garras de un usurero, comprópredios alrededor, y encargó sus planos, loscuales, como suele suceder, fueron al principiorelativamente modestos, y después adquirien-do vuelo y grandiosidad. La verja que debíarodear la posesión tenía elegante forma oval;pero Barbastro saltó al notar que por la iz-quierda, en vez de la línea armoniosamentedesarrollada del otro lado, presentaba una in-flexión, una entrada que parecía un mordisco.¡Y aquello caía precisamente hacia el frente delcamino, a la parte en que todos tenían que verla falta! El arquitecto, interrogado, respondiósin inmutarse: -¿Qué haremos? Eso es un pedazo de tierra,un prado, que no nos quieren vender. -¿Ha ofrecido usted por él una regular canti-dad? -¡Ya lo creo!

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-Ofrezca más. Extraordinaria desazón sufrió Barbastro alsaber que la aldeana poseedora del prado quemordía la finca se mantenía en sus trece. Lasobras empezaron: el palacio surgió del erial;nacieron los encantadores jardines; pero Bar-bastro sólo pensaba en el quiñón maldito quedesfiguraba su verja. Fue en persona a hacerproposiciones a Dominga -ella era la propieta-ria, ya lo habrá usted adivinado- y encontróuna obstinación estúpida y maligna, un "no" deargamasa, una indiferencia despreciativa haciael oro de que ya ofrecía el indiano cubrir lite-ralmente el malhadado pedazo de tierra. Elansia de adquirir llegó a convertirse en fiebre.Barbastro, en su opulencia, era desgraciado,porque cada vez que recorría las obras e ins-peccionaba la colocación de la verja, de ricaslabores y dorada, envidia y pasmo de M***, lesaltaba a los ojos el defecto, y hubiese dado, noya dinero, sangre de las venas, por el trozo de

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prado que estropeaba su creación. Esta obse-sión no la comprenderá sinoel que haya construido en el campo. Hay motasde terruño colindantes que pueden ser pedazosdel alma, médula del deseo... Así es que, enloquecido, después de luchasestériles, de ofrecimientos insensatos, de ame-nazas, de ruegos, de hacer jugar influencias yde servirse del párroco, que pretendió desper-tar la obtusa conciencia de Dominga, una ma-ñana Barbastro entró en la casuca de la aldeana,como quien se lanza al mar, resuelto a todo..., yencontró una rural Lucrecia, que sólo ante elara sagrada rendiría su zahareña y nunca asal-tada virtud. Terrible era la condición; pero Bar-bastro se hallaba tan ofuscado, tan emperrado,tan fuera de sí, que cerró los ojos, a manera delque se precipita a un abismo, y... ¡ya lo sabeusted!, entregó su mano y sus millones a Do-minga de Alfónsiga, alias Morros Negros. -¡Desdichado! -exclamé, entre chazas y veras.

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-¡Y tan desdichado! -repuso la viuda-. Al prin-cipio quiso pulirla; pero, ¡quiá! Más fácil seríahacer de una guija de la carretera un diaman-te... Ella, la Domingona, ha vencido en la lucha;hace lo que quiere, le tiene bajo el zapato; sepasa la vida echando traguetes de licor, y me-rendando, y jugando a la brisca con las donce-llas y el cocinero; y él para consolarse de suatroz mujer, enseña a todo el mundo las belle-zas de su amada, de su verdadera novia..., quees la quinta. "El Liberal", 13 de febrero 1898.

Ocho nueces

Todas las noches, después de cenar, veníanfielmente a hacerle la partida de tresillo al señorde las Baceleiras los tres pies fijos de su desven-cijada mesa: el médico, don Juan de Mata; elcura, don Serafín, y el maestro de escuela, donDionisio. Llegaban los tres a la misma hora y

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saludaban con idénticas palabras, trasegaban elmedio vaso de vino que don Ramón de las Ba-celeiras les ofrecía, y se limpiaban la boca, afalta de servilletas, con el dorso de la mano.Después don Serafín, que era servicial y mañe-ro, encendía las bujías, no sin arreglar antes elpabilo con maciza despabiladera de plata, yhasta las diez y media se disputaban los cuatrounos centimillos. A esa hora recogían los tresi-llistas en la antesala los zuecos de madera, si esque era lluviosa la noche o había fango en loscaminos hondos, y se dirigía cada mochuelo asu olivo pacíficamente. Cinco años de fecha contaba esta asociaciónpara el más inofensivo de los pasatiempos, yera ya el único goce del viejo y enmohecidoseñor de aldea, que se pasaba la mitad de lavida clavado en su poltrona por la gota y elreumatismo. Aquellas horitas de juego y decharla prestaban algún interés al día, que sedeslizaba lento, interminable, prolongado porla soledad, la quietud forzosa y el tedio de la

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vejez sin familia, sin deberes y sin quehaceres.Las tres personas que venían a jugar con donRamón no eran ni sabias ni oportunas, niafluentes en la charla, ni apenas estaban ente-radas de lo que acontecía en el mundo; pero, asíy todo, traían noticias, rumores, opiniones, em-bustes, manías y humorismos de cada cual; donJuan de la Mata, por su profesión, recogía aquíy allí la crónica del lugar, la chismografía de los"mantelos" y de las chaquetas de rizo -que latienen, y muy picante-; don Serafín se encarga-ba de la alta política, porque leía El Correo Es-pañol y estaba altanto de los pensamientos del zar de Rusia y elemperador de Austria; y en cuanto a don Dio-nisio, hablaba enfáticamente de todo lo divinoy lo humano, y por las condenadas eleccionesllevaba al dedillo la política local. El señor delas Baceleiras tomaba parte en la conversación,tanto más a gusto cuanto que su parecer eraoído con respeto por los tres compañeros, habi-

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tuados a ver en él al señor -un ser superior,puesto que no hacía nada y vivía de sus rentas. El señor de las Baceleiras poseía muchas tie-rras en aquella aldea misma y en otras partes.Si es cierto que todo el mundo nace propietario,y que el instinto de apropiación y defensa de loadquirido es fuerte como la muerte desde losprimeros albores del mundo, en nadie se revelómás vigoroso este instinto ni arraigó con máshondas raíces que en don Ramón. Amaba convehemencia y defendía con rabia su propiedad,ni más ni menos que si tuviese una dilatadaprole a quien transmitirla, y que si no estuviesepróximo, por inexorable decreto de los años, adejárselo todo aquí, para regocijo de unos so-brinos que vivían en Mondoñedo y no habíanvisto a su tío ni una sola vez. Ello es que, a pe-sar de acercarse el término en que se abandonala hacienda con la vida, don Ramón, siempreque se lo permitían los achaques y la malditapierna, salía a recorrer y examinar sus fincasmás próximas, a ver qué tal espigaba el maíz,

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cómo habían agradecido el riego los prados, simedraban los pinosy si el nogal grande cargaba de fruta más que elaño anterior. En este nogal tenía puestos los ojos y el cora-zón su dueño. La verdad es que árbol como élno se hallaba en diez leguas a la redonda. Cre-cía el hermoso ejemplar de la especie vegetal alborde del camino, frente a la tapia de la casa delos Baceleiras, y a orillas de una heredad sem-brada de patatas, pertenecientes a don Juan deMata, el médico. ¿Por qué siendo del médico laheredad eran el lindero y el árbol de don Ra-món? Averígüelo el que pueda desenredar lainextricable maraña de la subdividida fincabili-dad gallega. Ahora bien; el caso fue que una mañana, unaradiante mañanita de octubre, en que todo erasosiego y paz en el campo, el señor de las Bace-leiras, arrastrando un poco la pierna, pero ani-moso, se detuvo ante el nogal y se alborozó alverlo tan agobiado de fruto. Por parte, en cier-

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tas ramas expuestas al sol del Mediodía, veían-se más nueces que hojas, y sobre la hierba queafelpaba la linde de don Ramón, algunas yacaídas, muy gordas y lucias. Tentado estuvo arecogerlas, y si no es por la pierna, las recoge:"Alberte me las traerá luego", pensó; y al llegara su casa dio la orden al criado. -Hoy, a la cena, postre de nueces nuevas -dijosatisfecho. Mas como a la cena las nueces no pareciesen,interpeló a Alberte, el cual respondió que, yen-do a coger las nueces caídas, no había encon-trado en el suelo ni una. -Si las he visto yo mismo, y eran lo menos unadocena -prorrumpió el señor de las Baceleiras,amostazado. -Pues las habrán apañado los rapaces -contestó Alberte, con esa satisfacción socarronadel aldeano y del fámulo cuando suceden cosasque al amo le contrarían.

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A la hora del tresillo, llegó el primero donJuan de Mata, y al entrar sacó del bolsillo de lavieja americana de dril un envoltorio. -Nueces nuevas -murmuró, con triunfal sonri-sa, ofreciendo la dádiva al señor, que se quedóhelado. -¿Nueces nuevas? -murmuró-. ¿De qué nogallas ha cogido? -Del nuestro -contestó, con la mayor flema, elmédico, echándolas en un plato, porque ya ve-nían mondadas y cascadas. -¿Del nuestro? ¿De cuál nuestro, vamos a ver? -¡Sí, que no lo sabe don Ramón! Del grande,del del camino...,del que me hace sombra a laspatatas..., y bien que me las jeringa. -Pero don Juan, ese nogal... es tanto de ustedcomo del nuncio. ¿Cómo le iba yo a entender,santo de Dios? Ese nogal... no es de nadie sinodel presente maragato. Echóse atrás don Juan de Mata al oír las frasesy el tono en que se las decía. Era un viejecilloseco cual yesca, ágil y divinamente conservado,

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a pesar de sus muchos años, gran andarín, cari-ñoso y sensible, si bien polvorilla y puntilloso asu manera; y el exabrupto de don Ramón lesugirió esta respuesta picona: -Entonces, ¿quiérese decir que yo robé lasnueces que no me pertenecían? Entonces, ¿noes mío lo que cae en mi heredad, sobre mis pa-tatas? Entonces, ¿yo soy un ladrón? Hay una sentencia árabe, muy sabia, el evan-gelio del laconismo, que reza: "Antes de hablar,da cuatro vueltas a la lengua en la boca." DonRamón, por su mal, olvidó en aquel momentola sentencia, si es que la conocía, que no puedoafirmarlo; y dando rienda a la impaciencia y ala desazón, contestó con el aire más agresivodel mundo: -¡Usted dirá cómo se llama quien toma lo aje-no sin permiso de su dueño! Esas nueces noeran de usted; luego..., saque la consecuencia. Respingó don Juan de Mata, y levantándosecon ímpetu, y tirando las nueces, no a la cara,

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pero sí a la panza y a las piernas de don Ra-món, chilló fuera de sí: -Ahí las tiene, ahí las tiene, sus cochinas ochonueces... ¡Mal rayo me parta si vuelvo yo nuncaa poner los pies donde me tratan de ladrón,resangre! ¡Quede usted con Judas, y que ven-gan aquí sus esclavos, que yo soy una personatan decente como usted! Al salir de estampía el médico, encontróse enla escalera de piedra a don Dionisio, el maestrode escuela, a quien refirió lo ocurrido, tartamu-deando de rabia. El maestro entró en el comedor muy carilargo,y al pronto guardó diplomático silencio. Mascomo don Ramón desahogase el berrinche con-tándoselo, grande fue su sorpresa al ver quedon Dionisio, con pedantescas y desatinadasrazones, y con argucias y circunloquios, venía adarle toda la razón al médico. -Desde luego, a mi humilde y eclipsado puntode vista -decía don Dionisio apretando los la-bios- no puedo "zozobrar" en reconocer que si

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la tierra o predio donde fueron apresadas odígase cosechadas, las nueces, pertenecía a títu-lo lícito a don Juan de Mata, él era respectiva ycolegalmente dueño de la fruta. Oyendo don Ramón que también le contrade-cía el dómine, embravecióse más, y soltó nue-vas palabras imprudentes. -¿Sí? ¿Con que estaba en su derecho don Juan?Pues ya veremos cómo lo sostiene delante delos tribunales, ¡caray!, ya lo veremos. Para mílos que defienden a un ladrón, de su casta son. Don Dionisio se puso morado. Toda su digni-dad profesional se le arrebató a la cara, y conlengua tartajosa de pura indignación, balbució: -Poco... a poco..., poco... a poco. Soliviántese yrefrigérese usted... ¡Yo me retrotraigo a mi cu-bículo! El cura cruzaba la puerta cuando el maestrode escuela salía, encontró al hidalgo chispean-do y rugiendo como cráter de volcán en plenaerupción. ¡Mañana mismo interponía la de-manda, y que se tentase la ropa el médico, que

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iría a presidio! Ante el arrebato del señor, donSerafín que era hombre excelente, un santo va-rón, en toda la extensión de la palabra, pero deestos que, como suele decirse, andan elevados yse chupan el dedo, tuvo el desacierto de endil-garle al furibundo don Ramón unos textos ascé-ticos y morales, que así tenían que ver con lasnueces como con las estrellas del firmamento; ylos ya tirantes nervios del señor -que era ira-cundo, defecto de casi todos los gotosos, por serde sangre muy ácida- no sufrieron la homilíadel párroco. Don Ramón, ciego y dasatinado,cogió su cayado semimuleta, y lo alzó contra elpredicador, que despavorido salió como uncohete escalera abajo, ofreciendo aquel trance aDios en rescate de sus culpas... Así finiquitó y se disolvió, cual la sal en elagua, la tradicional partida de tresillo de donRamón de las Baceleiras. Pero no acaba aquí lahistoria de las ocho nueces, pues no eran máslas que, despojadas de la cáscara verde y parti-

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das para mayor comodidad, presentó en malhora el médico. Irritado por aburrimiento de haberse pasadosolo toda la noche, deseoso de ejemplar ven-ganza, don Ramón, al siguiente día, interpusola demanda contra don Juan de Mata por robode frutas. Aguantó con brío el médico la arre-metida; hubo consultas a abogados y procura-dores; faltó avenencia en el juicio, apoderósedel asunto la curia de Brigancio, y le hizo gastaral hidalgo, en los años que duró la cuestión,que al fin perdió, una buena porrada de dinero:los miles de pesetas suficientes para cargar denueces un par de navíos. Y como el despecho yel reconcomio del fastidio y de la soledad leprodujesen a don Ramón un ataque más fuertede los que solía padecer, y hubiese que llamar adon Juan de la Mata para asistirle, éste se negó,alegando que podrían achacarle la muerte desu contrincante y enemigo. Por falta del opor-tuno socorro empeoróse el hidalgo, y al fin en-tregó de malísimo talante el alma. El año de su

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muerte fue de gran regocijo para los rapaces dela aldea, que secomieron toda la cosecha del venerable nogal. "Blanco y Negro", núm. 320, 1897.

Nuestro Señor de las Barbas

La riqueza de don Gelasio Garroso era unenigma sin clave para los moradores de Cebre.No podían explicarse cómo el pobrete hijo delsacristán de Bentroya había ido a la calladafincando, apandando todas las buenas tierrasque salían y redondeando una propiedad tanpingüe, que ya era difícil tender la vista por losalrededores del pueblo sin tropezar con la "lei-ra" trigal, el prado de regadío, el pinar o el"brabádigo" de don Gelasio Garroso. Molinos ytejares; casas de labor y hórreos; heredadesdonde la avena asomaba sus tiernos tallos ver-des o el maíz engreía su panocha rubia, todoiba perteneciendo al ex monago..., y en la plaza

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de Cebre, en el sitio más aparente y principal,podían los vecinos admirar y envidiar los blan-cos sillares que una legión de picapedreros la-braba con destino a la fachada suntuosa de lafutura vivienda del ricacho. Lo que más hacía cavilar al vulgo era la certe-za de que Garroso no había prestado a réditoscon usura, ni comerciado, ni heredado a tío deIndias, ni apelado a ninguno de los medios líci-tos o ilícitos de cazar con liga a la volanderafortuna. Descartada la misteriosa procedenciade sus caudales, era la vida de Garroso clara ytransparente como el cristal, y sus costumbrestan honestas, tan intachable su conducta, que nise atrevía a rozarle la calumnia con sus alas demurciélago. No sólo no practicaba la usura,sino que solía ayudar desinteresadamente avecinos a quienes veía con el agua al cuello; decuando en cuando realizaba verdaderos actoscaritativos; no intrigaba, no se metía con nadie,ni era pleiteante ni tirano para sus arrendata-rios, ni hacía, en suma, cosa por la cual no me-

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reciese el dictado del hombre más pacífico yjusto del orbe. Notaban también su puntuali-dad en cumplir los deberes religiosos, en noperder misa y en rezar diariamente el rosario; yaunque nose le viese confesar ni comulgar, la gente deCebre vivía persuadida de que lo hacía donGelasio durante las temporadas que pasaba enCompostela. Siempre se distinguió por la pie-dad el hijo del sacristán de Bentroya, lo cual eratradición de familia, pues su padre y su abuelohabían muerto casi en olor de santidad, usandocilicios y edificando a sus contemporáneos.Estos antecedentes explican el asombro de losvecinos de Cebre cuando el que no tenía sobrequé caerse muerto, apareció nivelándose encaudal y rentas con los más altos señores delpaís. Ya supondréis que la gente de imaginación nose resignó a no inventar. Quién afirmó intrépi-damente que la fortuna de Garroso provenía deun contrabando de armas durante la guerra

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civil; quién juró y perjuró que en un viejo pazohabía encontrado un tesoro fantástico, incalcu-lable. Y no valía argüirles a estos novelistas defecunda vena con que la guerra civil se habíareducido en Galicia a que saliesen unos cuantoslatrofacciosos mal armados de escopetas comi-das de orín, y que, en cuanto al tesoro del pazo,no parecía verosímil que lo hubiese desenterra-do Garroso, pues el único pazo que poseía -comprado a la arruinada y noble familia deLacunde- no pudo adquirirlo hasta después detener dinero. A pesar de esta objeción, la leyen-da del tesoro fue la que prevaleció, la que obtu-vo los sufragios de la multitud, la que lenta-mente se impuso hasta a los sensatos. Personasautorizadas aseguraban saber de buena tintaque don Gelasio vendía secretamente a los pla-teros, en Compostela,pedrería y oro labrado, monedas antiquísimas,sartas de perlas y deslumbradores joyeles derubíes, esmeraldas y diamantes.

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¡Y la versión era exacta! Más de una vez, ymás de dos, y más de veinte -a cada desembol-so, motivado por nuevas adquisiciones-, habíarealizado don Gelasio el viaje a Compostela,llevando consigo una reverenda bota de lo añe-jo, la clásica morena del país; pero morena pre-parada con los cubiletes para hacer juegos demanos, pues bajo el vino ocultaba un doblefondo en que yacían las monedas y las joyas.Los mayorales y zagales de la diligencia obser-vaban que don Gelasio no prestaba su morenaa nadie; si asfixiados por el calor le pedían untrago, sacaba dinero y los convidaba en las ta-bernas. Al llegar a la ciudad, don Gelasio va-ciaba la bota, extraía el contenido del doblefondo, y siempre a deshora, y con la reservamás profunda, entraba en una ruin plateríaagazapada al pie de la catedral, y enajenaba lapedrería rica, los fragmentos de oro machaca-do, las onzas peluconas de abultado cuño;hecho lo cual regresaba a Cebre sin desampararla bota. El platero guardaba reserva

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porque el negocio tenía enjundia. Lo raro es que, después de excursiones tanfructíferas, solía don Gelasio pasarse dos o tresdías en la cama, presa de un mal indefinido,una especie de morriña invencible. No llamabamédico; absorbía una dosis de quina o una decocción de ruibarbo, y, al fin, se levantaba ama-rillo y desemblantado, como si saliese de unafiebre. Mal pudiera explicarse el médico la ver-dadera causa de su desazón, ni decirle queprovenía directamente el espanto sentido cadavez que bajaba a la telarañosa cueva dondeguardaba los restos del tesoro depositado ensus manos por los monjes de Bentroya cuando,al exclaustrarlos, hubieron de emprender elcamino al destierro. Y no era, ciertamente, quele asustase ver las monedas, la plata repujada,ni las joyas que habían adornado sus altares;era que allí en la cueva estaba también -testimonio evidente e irrecusable de su delito-el Cristo viejo, la devotísima imagen conocidaen el país por "Nuestro Señor de la Barbas".

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Había sido antaño la venerada efigie, de gran-dor natural, la mejor prenda, el orgullo del fa-moso monasterio. Acudían en peregrinación loscampesinos a adorarla, creyendo que las barbasde aquel rostro pálido crecían con regularidad,siendo preciso despuntarlas cada mes; queaquella angosta frente sudaba gotas de sangre,y que de aquellos ojos vidriosos, revulsos por laagonía, al cometerse en la comarca un escánda-lo o un crimen, se desprendían gotas de saladollanto. Al saberse que abandonaban el conventolos monjes, creyóse que habían llevado consigoal Cristo milagroso. No era cierto. La memoriade la virtud ejemplar del sacristán, la excelenteconducta de su hijo, les sugirieron la idea deconfiar a este la custodia, no sólo de la imagen,sino de todo el tesoro monacal, desde los cálicesvisigóticos hasta las onzas de Carlos IV. Creíanlos buenos monjes que aquello de la exclaustra-ción era una racha pasajera; que la ira de Dioscaería sobre quien así profanaba los

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monasterios; que dentro de un año, dos a losumo, aplacaríase la tormenta, sería castigadala iniquidad, y entrarían de nuevo en su amadoretiro, con el Santísimo bajo palio y pisandoflores. Y hay que reconocerlo: lo mismo creíadon Gelasio. Aguardó, pues, bastante tiempo, más de doslustros, conservando fielmente el depósito, yevitando que cualquier indicio revelase, enaquel país infestado de gavillas de salteadores,que la cueva de su humilde casucha oculta porla riqueza. Por precaución la distribuyó, desli-zando porciones por debajo de las vigas, enhuecos que él mismo abría en la pared y tapa-das luego con cal y mezcla; en rincones delhuerto, que nadie sino él labraba, y donde ente-rraba muy profundas las ollas rotas atestadasde oro y preseas. Pero corrieron los años; losacontecimientos políticos siguieron su curso; elmagno, el erguido monasterio de Bentroya,especie de Escorial perdido en la montaña, em-pezó a cubrirse de hiedra, a tener goteras, a dar

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indicios de decrepitud; los moradores de Cebreutilizaron como leña de arder los confesiona-rios, los estantes de la biblioteca, el piso de lasceldas, hasta los tallados sitiales del coro..., y laidea criminal que sordamente bullía en el cere-bro y en lavoluntad de Garroso se presentó clara y defini-da, apretó el cerco, se envolvió en sofismas... ylogró dar al traste con la acrisolada honradez.En un viaje a Compostela enajenó el contenidode la primera olla, y de vuelta adquirió la pri-mera finca. Lo difícil es empezar. Roto el freno,nada contuvo al infiel fideicomisario. Ningún aviso, ningún incidente casual vino arecordarle que delinquía. Sin duda todos losmonjes habían perecido en la exclaustración;quizá, y es lo verosímil, sólo uno de ellos, elabad, el que hizo entrega a Gelasio del tesoro,sabía el secreto; y el abad, cuando marchó, teníasetenta años y era propenso a la apoplejía. Locierto es que nadie se presentó a reclamar nada,y don Gelasio hubiere gozado tranquilidad

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absoluta en el crimen... a no ser por el Cristoviejo. "Nuestro Señor de las Barbas", la sacraefigie que tanto le habían encomendado losmonjes, y que dormía en la cueva, descolgadade la cruz, envuelta en un polvoriento sudario.A cada nueva sangría al tesoro de los monjes,aplicada a satisfacer la codicia; a cada heredadcon que redondeaba sus bienes; a cada viaje aCompostela para desprenderse de monedas ojoyas, don Gelasio, enfermo de pavor, soñabanoches enteras con el Cristo, y le veía sacudir laenvoltura y surgir pálido, barbudo, ensangren-tado yhorrible. Todos podían ignorarlo; podía no al-zarse en la comarca una voz para condenar aGarroso; nadie le señalaría con el dedo, porquenadie sabía el infame origen de sus rentas...;pero bien lo sabía "Aquel", el del costado heridoy los pies taladrados y la barba luenga, el de lacara lívida y los desmayados ojos. Quedábale a don Gelasio el recurso de hacerhastillas y quemar la imagen... ¡Ah! No se atre-

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vía; había mamado con la leche y llevaba en lasvenas el respeto y la devoción a "Nuestro Señorde las Barbas", la imagen soberana, milagrosa,en cuyo camarín ardía siempre una lámpara deoro, y cuyo altar habían desgastado los besosde la fe..., y sólo de recordar que allí, en su cue-va, reposaba el largo cuerpo desprendido de lacruz y rebujado en la sábana, parecido a unverdadero cadáver humano se estremecía deangustia, de espanto y momentánea contrición.No se sentía capaz ni de desenvolver el pañopor miedo de ver crecidas las barbas de Cristo,y de encontrar sus ojos bañados en lágrimas. Yal mismo tiempo, tener al Cristo allí era conser-var la evidencia del delito, la innegable pruebade la fechoría, y don Gelasio, en noches de in-somnio, sentía pesar sobre su corazón el cuerpoinerte de Cristo, y en medio de las tinieblascreía palpar a su lado unos brazos angulosos yrecios, ysentir el roce sedoso de unas barbas finas, espe-sas, como cabellera de mujer. Por eso, última-

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mente, se había propuesto no bajar a la cueva,donde quedaban todavía rastros del botín, al-gunas joyas de las más conocidas, que podíandelatarle. "Nuestro Señor de las Barbas me hade castigar", pensaba, inundado en frío sudor.En efecto, llegó la hora del castigo. Nada tan peligroso como la fama de rico en laaldea. Al tomar cuerpo la leyenda de que donGelasio poseía un tesoro, los ladrones de la co-marca abrieron tanto ojo y meditaron un golpe.Organizóse una gavilla para asaltar al ricachónsolitario. En la noche más cruda del inviernopenetraron, enmascarados, en su vivienda; leataron y con amenazas y, por último, refinadostormentos, hechándole aceite hirviendo en laplanta de los pies y sobre el vientre desnudo, leobligaron a que revelase el escondrijo. Como ya no quedaba sino lo encerrado en lacueva, al hincarle lancetas de cañas entre lasuñas, resolvióse don Gelasio, moribundo dedolor, a guiar allí a los ladrones. Distinguíaseen un rincón la forma de Cristo encubierto por

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el sudario, y Garroso, trémulo de espanto ydesesperación, presenció como los bandidosrasgaban el paño polvoriento y descubrían lasagrada efigie -cuyas barbas le parecieron des-mesuradas, formidables-. Los chasqueados fas-cinerosos dieron una patada al Cristo, y, blas-femando, exigieron el oro y las joyas. EntoncesGarroso, en vez de señalar al rincón dondehabía soterrado lo que aún poseía del tesoro,arrojóse sobre la ultrajada imagen, besándolacon delirante arrepentimiento. Y los ladrones,que temían ser sorprendidos porque los perrosladraban, apoyaron en la sien de Garroso elcañón de una carabina, dispararon..., y el cadá-ver del criminal, perdonado sin duda ya por lajusticia celeste, rodó al lado de la efigie, bañán-dola en sangre.

La santa de Karnar

- I -

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-De niña -me dijo la anciana señora- era yomuy poquita cosa, muy delicada, delgada, tanpaliducha y tan consumida, que daba pena mi-rarme. Como esas plantas que vegetan ahiladasy raquíticas, faltas de sol o de aire, o de las doscosas a la vez, me consumía en la húmeda at-mósfera de Compostela, sin que sirviese paramejorar mi estado las recetas y potingues de losdos o tres facultativos que visitaban nuestracasa por amistad y costumbre, más que porejercicio de la profesión. Era uno de ellos, ya veusted si soy vieja, nada menos que el famosísi-mo Lazcano, de reputación europea, en opiniónde sus conciudadanos los santiagueses; cirujanoilustre, de quien se contaba, entre otras rarezas,que sabía resolver los alumbramientos difícilescon un puntapié en los riñones, que se hizo máscélebre todavía que por estas cosas por haberpersistido en el uso de la coleta, cuando ya nola gastaba alma viviente.

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Aquel buen señor me había tomado ciertocariño, como de abuelo; decía que yo era muylista, y que hasta sería bonita cuando me robus-teciese y echase -son sus palabras- "la morriñafuera"; me pronosticaba larga vida y, magníficasalud; a los afanosos interrogatorios de mamárespecto a mis males, respondía con un tem-blorcillo de cabeza y un capitotazo a los polvosde rapé detenidos en la chorrera rizada: -No hay que apurarse. La naturaleza que tra-baja, señora. ¡Ay si trabajaba! Trabajaba furiosamente lamaldita. Lloreras, pasión de ánimo, ataques denervios (entonces aún no se llamaban así), ja-quecas atarazadoras, y, por último, un desganotan completo, que no podía atravesar bocado, yme quedaba como un hilo, postrada de purodébil, primero resistiéndome a jugar con lasniñas de mi edad; luego a salir; luego, a mo-verme hasta dentro de casa, y, por último, alevantarme de la cama, donde ya me sujetaba latenaz calentura. Frisaría yo en los doce años.

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Mi madre, al cabo, se alarmó seriamente. Lacosa iba de veras; tan de veras, que dos médi-cos -ninguno de ellos era el de la coleta-, des-pués de examinarme con atención, arrugaban lafrente, fruncían la boca y celebraban misteriosaconferencia, de la cual, lo supe mucho después,salía yo en toda regla desahuciada. Oíanse, enla salita contigua a mi alcoba, el hipo y los so-llozos de mamá, la aflicción de mi hermanamayor, y los cuchicheos del servicio, las entra-das y salidas de amigos aficiosos, todo lo queentreoye desde la cama un enfermo grave; y apoco me resonaban en el cerebro las conocidaspisadas de Lazcano, que medía el paso igualque un recluta, y entraba mandando, en tonogruñón, que se abriesen las ventanas y no estu-viese la chiquilla "a oscuras como en un duelo".Habiéndome tomado el pulso, mandaba sacarla lengua, apoyado la palma en la frente paragraduar el calor y preguntando a mi enfermeraciertos detalles y síntomas, el viejo sonrió, seencogió de hombros, y

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dijo, amenazándome con la mano derecha: -Lo que necesita la rapaza es una docena deazotes..., y aldea, y leche de vaca..., y se acabó. -¡Aldea en el mes de enero! -clamó, espantada,mi hermana-. ¡Jesús, en tiempo de lobos! -Pregúntele usted a los árboles si en inviernose encierran en las casa para volver al campo enprimavera. Pues madamiselita, fuera el alma,árboles somos. Aldea, aldea, y no me repliquen. A pesar de la resistencia de mi hermanita (quetenía en Santiago sus galancetes y por eso sehorrorizaba tanto de los lobos), mamá se agarróa la esperanza que le daba Lazcano, y resolvióla jornada inmediatamente. Por casualidad,nuestras rentitas de la montaña andaban a tresmenos cuartillo; el mayordomo, prevalido deque éramos mujeres, y seguro de que no apor-taríamos nunca por lugar tan salvaje, hacía denuestro modesto patrimonio mangas y capiro-tes, enviándonos cada año más mermado suproducto. El viaje, al mismo tiempo que salud,podía rendir utilidad.

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El día señalado me bajaron hasta el portal enuna silla; vi enganchado ya el coche de collerasque nos llevaría donde alcanzase el caminoreal; allí nos aguardarían mayordomo y caseroscon cabalgaduras, para internarnos en la mon-taña. Yo iba medio muerta. Dormité las prime-ras horas, y apenas entreabrí los ojos al oír lasexclamaciones de terror que arrancó a mi her-mana y a mi madre la cabeza de un faccioso,clavada en alto poste a orillas de la carretera.Cuando encontramos a nuestros montañeses,faltaban dos horas para el anochecer, que enaquella estación del año es a las cinco de la tar-de; y los aldeanos, no sé si por inocentada o pormalicia, porfiaron en que nos diésemos toda laprisa posible a descargar el equipaje y montar,porque se echaba encima la noche, la casa esta-ba lejos y andaban a bandada por el monte loslobos y a docenas los salteadores. Mi hermanay, mi madre, casi llorando de miedo, se enca-ramaron como Dios les dio a entender sobre elaparejo de los

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jacos. A mí me envolvieron en una manta, yrobusto mocetón que montaba una mula be-rruña mansa y oronda, me colocó delante, co-mo un fardo. En tal disposición emprendimosla caminata. Por supuesto que no divisamos ni la sombrade un ladrón, ni el hocico de un lobo. En cam-bio, las pobres señoras pensaron cien vecesapearse por el rabo o las orejas, según caían lascuestas arriba o abajo de la endiablada trocha.Y al verse, por último, en la cocina del viejocaserón, frente al humeante fuego de queiroas yrama de roble casi verde, oyendo hervir en lapanza del pote el caldo de berzas con harina,les pareció que estaban en la gloria, en el cielomismo. Yo no les quiero decir a ustedes las privacio-nes que allí pasamos. La casa solariega de losAldeiros, mis antepasados, encontrábase en talestado de vetustez, que por las rendijas del te-cho entraban los pájaros y veíamos amanecerperfectamente. Vidrios, ni uno para señal. El

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piso cimbreaba, y los tablones bailaban la polca.El frío era tan crudo, que sólo podíamos vivirarrimadas a la piedra del lar, acurrucadas enlos bancos de ennegrecido roble, y extendiendolas amoratadas manos hacia la llama viva. Aho-ra, que tengo años y que he visto tantas cosasen el mundo, comprendo que a aquel cuadro dela cocina montañesa no le faltaba su gracia, yque un pintor o poeta sabría sacar partido de él. Las paredes estaban como barnizadas por elhumo, y sobre su fondo se destacaban bien lascacerolas y calderos, y el vidriado del groserobarro en que comíamos. La artesa, bruñida afuerza de haberse amasado encima el pan debrona, llevaba siempre carga de espigas de ma-íz mezcladas con habas, cuencos de leche, ce-dazos y harneros. Más allá la herrada del agua,y, colgada de la pared, la escopeta del mayor-domo, gran cazador de perdices. Bajo la pro-funda campana de la chimenea se apiñaban losbancos, y allí, unidos, pero no confundidos, nosagrupábamos, amos y servidores.

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Por respeto nos habían cedido el banco menospaticojo, estrecho y vetusto, colocado en elpuesto de honor, o sea contra el fondo de lachimenea, al abrigo del viento y donde mejorcalentaba el rescoldo; por lo cual, el mastín y elgato, amigos a pesar del refrán, se enroscaban yapelotonaban a nuestros pies. Formando ángulo con el nuestro, había otrolargo banco, destinado a la mayordoma, sumadre, su hijo mayor (el que me había traído amí al arzón de su montura), el gañán, la criada,y algún vecino que acudiese a parrafear de no-che. Por el suelo rodaban varios chiquillos, ex-cepto el de pecho, que la mayordoma teníasiempre en brazos. Y hundido en viejísimo si-llón frailero, de vaqueta, el mayordomo, el ca-beza de familia, permanecía silencioso, entrete-nido en picar con la uña un cigarro o limpiar ybruñir por centésima vez el cañón de la escope-ta, su inseparable amiga. Yo seguía estropeada, sin comer apenas, sinpoder andar, temblando de frío y de fiebre;

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pero antes me matarían que renunciar a la ter-tulia. Mi imaginación de niña se recreaba conaquél espectáculo más que se recrearía en baileso saraos de la corte. Allí era yo alguien, un per-sonaje, y el centro de todas las atenciones Y elasunto de todos los diálogos. Un granuja campesino me traía el pajarillomuerto por la mañana en el soto; otro asaba enla brasa castañas para obsequiarme; la mayor-doma sacaba del seno el huevo de gallina, re-cién puesto, y me lo ofrecía; los más pequeñosme brindaban tortas de maíz acabadas de salirdel horno, o me enseñaban una lagartija ateri-da, que, al calorcillo de la llama, recobraba todasu viveza. ¡Ay! ¡Cuánto sentía yo no tener vi-gor, fuerzas ni ánimo para corretear con aque-llos salvajitos por las heredades sobre la tierraendurecida por la escarcha! ¡Quién pudieraechar del cuerpo el mal y volverse niño aldea-no, fuerte, recio y juguetón! Después de los chiquillos, lo que más fijó miatención fue la madre de la mayordoma. Era

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una vieja que podía servir de modelo a un es-cultor por la energía de sus facciones, al parecercortadas en granito. El diseño de su fisonomíale prestaba parecido con un águila, y la fijezapavorosa de sus muertos ojos (hacía muchosaños que se había quedado ciega) contribuía ala solemnidad y majestad de su figura, y a quecuanto salía de sus labios adquiriese en mi fan-tasía exaltada por la enfermedad doble realce. Tenía la ciega ese instinto maravilloso queparece desarrollarse en los demás sentidoscuando falta el de la vista: sin lazarillo, derecha,y casi sin palpar con las manos, iba y venía portoda la casa, huerta y tierras; distinguía a losterneros y bueyes por el mugido, y a las perso-nas cree que por el olor. De noche, en la tertuliade la cocina, hablaba poco, y siempre con gra-vedad y tono semiprofético. Si guardaba silen-cio, no estaban nunca ociosas sus manos: hilabalentamente, y en torno de ella el huso de boj,como un péndulo oscilaba en el aire.

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Mire usted si ha pasado tiempo..., y me acuer-do todavía de bastantes frases sentenciosas deaquella vieja. El eco de su voz cuando guiaba elRosario no se me olvidará mientras viva. Nun-ca he oído rezar así, con aquel tono -el de quienruega que le perdonen la vida o le den algo queha de menester para no morirse. Justamente elRosario, como usted sabe, acostumbra rezarsemedio durmiendo, de carrerilla; pero la ciega,al pronunciar las oraciones, revelaba un alma yun fuego, que hacían llenarse de lágrimas losojos. Al concluir el Rosario y empezar la retahí-la de padrenuestros, me cogía de la mano, des-plegando sobrehumana fuerza, me obligaba,venciendo mi extenuación y debilidad, a arro-dillarme a su lado, y con acento de súplica ar-dentísima, casi colérica, exclamaba: -A Jesucristo nuestro Señor y a la santa deKarnar, para que se dine de sanar luego a laseñoritiña. Padre nuestro... Hoy no sé si me río... Afirmo a usted que en-tonces, lejos de reír, sentía un respecto hondo,

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una pueril exaltación y creía a pies juntillas queiba a mejorar por la virtud de aquella plegaria. Una noche se le ocurrió a mi hermana, pordistraer el aburrimiento, ponerse a charlar largoy tendido con la ciega o, mejor dicho, sacarlecon cuchara la conversación, pues de su laco-nismo no podía esperarse más. Hablaron decosas sobrenaturales y de milagros. Y entrevarias preguntas relativas a trasnos, brujas,almas del otro mundo y huestes o compaña,salió también la que sigue: -Señora María, ¿qué Santa es esa de Karnar aquien usted reza al concluir el Rosario? ¿Esalguna imagen? Porque Karnar creo que distapoco de aquí, y tendrá su iglesia, con sus efi-gies. -Imagen... la parece -respondió la ciega entono enfático. -Pero ¿qué es, en realidad? Sepamos. -Es imagen, sólo que de carne, dispensandosus mercedes, y si la señoritiña quiere sanar,

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vaya allí. La salud la da Dios del cielo. Sin Diosdel cielo, los médicos son... Y para recalcar la frase no concluida, la ciegase volvió y escupió en el suelo despreciativa-mente. Mal satisfecha la curiosidad de mí hermanacon tan incompleta explicación y viendo que ala vieja no se le arrancaba otra palabra acercadel asunto, nos dirigimos a la mayordoma, ob-teniendo cuantos pormenores deseábamos. Averiguamos que Karnar es una feligresía enel corazón de la montaña, cuatro leguas distan-te de nuestra casa de Aldeiro. Después me handicho algunos amigos ilustrados que es notableel nombre de esa aldeíta, y, como todos los queprincipian en "Karn", de puro origen céltico.Allí, pero no en la iglesia, sino en su choza, noen el cielo y en los altares, sino viva y respiran-do es donde estaba la "Santa", única que, segúnla ciega, podía realizar mi curación. -¿Y por qué llaman ustedes santa a esa mujer?-preguntó mi madre con el secreto afán del que

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entrevé una esperanza por remota y absurdaque sea. -¡Ay señora mi ama!-protestó la mayordomaescandalizada, como quien oye una herejía demarca mayor-. ¿Y no ha de ser santa? Más santano la tiene Dios en la gloria. Mire si será santa,que su cuerpo es ya como el de los ángeles delcielo. Verá qué pasmo. Ni prueba comida nibebida. En quince años no ha entrado en ellamás que la divina Hostia de Nuestro Señor,todas las semanas. Y poner ella las manos enuna persona, y aunque se esté muriendo levan-tarse y echar a correr..., eso lo veremos cadadía, así Dios me salve. -¿Ustedes vieron curar a alguien? -insistiómamá. -Sí, señora mi ama, vimos..., ¡alabado el Sa-cramento!... Por San Juan, ha de saber que lavaca roja senos puso a morir..., hinchada, hin-chada como un pellejo, de una cosa mala quecomió en el pasto, que sería una "salamántiga",o no sé qué bicho venenoso... Y como teníamos

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el cabo del cirio que de encendiéramos a la san-ta, catá que lo encendimos otra vez... y encen-derlo y empezar la Roja a desinflar y a soltar lamalicia, y a beber y a pastar como denantes... Mi hermana se desternilló de risa con la cura-ción de la Roja. Pero de allí a dos días yo tuveun síncope tan prolongado, que mi madre,viéndome yerta y sin respiración, me contódifunta. Y cuando volví del accidente, cubriéndome decaricias y de lágrimas, me susurró al oído: -No digas nada a tu hermana. Silencio. Maña-na te llevo a la santa de Karnar.

- II -

Fue preciso hacer uso de iguales medios delocomoción que al venir de Compostela. Empe-ricotada sobre el albardón del jamelgo mi ma-dre; yo, llevada al arzón por el hijo del mayor-domo, y dándonos escolta, armada de hoces,bisarmas, palos y escopetas, nuestra mesnada

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de caseros. Cuando íbamos saliendo ya de lostérminos de la aldea, internándonos en unatrocha que faldeaba el riachuelo y se dirigía aldesfiladero o garganta por donde empezaba lasubida a los castros de Karnar, vimos alzarseante nosotros enhiesta y majestuosa figura: laciega. Fue inmenso nuestro asombro al oír que que-ría acompañarnos, recorriendo a pie las cuatroleguas de distancia. De nada sirvió advertirleque iba a cansarse, que el camino era un despe-ñadero, que habría nieve y que ella en Karnarno nos valdría para maldita la cosa. No huborazón que la disuadiera. Su respuesta fue inva-riable: -Quiero "ver" el milagro, señoritiña. ¡Quiero"ver" el milagro! Acostumbrado sin duda el mayordomo a latenacidad de la suegra, me miró y se encogió dehombros, como diciendo: "Si se empeña, no haymás que dejarla hacer lo que se le antoje." Ycolocándola entre dos mozos, a fin de que la

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guiasen con la voz o las manos, se puso enmarcha la comitiva. Iba yo tan mala, que, a la verdad, no puedorecordar con exactitud los altibajos del camino.Muy áspero y escabroso recuerdo que me pare-ció. Sé que recorrimos tristes y desiertas gánda-ras, que subimos por montes escuetos y casiverticales, que nos emboscamos en una selva derobles, que pisamos nieve fangosa, que hastavadeamos un río, y que, por último, encontra-mos un valle relativamente ameno, donde do-cena y media de casuchas se apiñaban al pie dehumilde iglesia. Cuando llegamos iba anoche-ciendo. Mi madre había tenido la precaución dellevar provisiones, pues allí no había que pen-sar en mesón ni en posada. Por favor rogamosal párroco que nos permitiese recogernos a larectoral, y el cura, acostumbrado sin duda a lasvisitas que le atraía la santa, nos recibió cortés-mente, sin el menor encogimiento, ofreciéndo-nos dos camas buenas y limpias, y paja frescapara sustento de caballería y lecho de hombres.

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A la santa la veríamos al día siguiente por lamañana. Tal fue elconsejo del párroco, que añadió sonriendo: -Yo les daré cirios, señoras. La santa es unabuena mujer. Y no come; vive de la Hostia. Esome consta. No es pequeño asombro. Ya iremosallá. Antes oirán la misita... ¿No? Bien, bien; poroír misa y dar cebada no se pierde jornada.Ahora reposen, que vendrán molidas. Al recogernos a nuestro dormitorio, al abri-garme mi madre y someterme las sábanas bajoel colchón, recuerdo que me dijo secreteando: -¿Ves? Esta media onza..., para dársela maña-na al cura por una misa. No hay otro medio depagar el hospedaje... Y tú comulgarás en ella, yte confesarás..., a ver si la Virgen quiere quesanes, paloma. No sé lo que sintió mi espíritu a la idea decontarle mis pecados a aquel curilla joven, mo-fletudo, obsequioso y jovial. Lo cierto es queme sublevé, y dije con impensada energía:

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-Yo no me confieso aquí, mamá. Yo no meconfieso aquí. En Santiago, con el señor peni-tenciario..., ¡cómo siempre!... ¡Por Dios! Quierover a la santa, pero no confesarme. Notando mimadre que casi lloraba, y temiendo que mehiciese daño, me calmó diciendo en tono conci-liador: -Calla, niña; no te apures... Pues no, no te con-fesarás. Me confesaré yo en lugar tuyo... Peromejor sería que te confesases. Porque si Dios hade hacer algo por ti... -No, no; confesarme no quiero. Y al pronunciar con enojo infantil estas pala-bras, la ciega, que acurrucada en un rincón des-cansaba de la caminata fatigosa, se levantó derepente y, como iluminada por inspiración sú-bita, vino recta hacia mi madre, le puso en loshombros sus descarnadas y duras manos, y dijocon acento terrible: -¡El cura no! ¡Señora mi ama...; deje solos a lasanta y a Dios del cielo! ¡La santa..., y nadamás!

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Indudablemente, este pequeño episodio de-terminó a aquella mujer entusiasta a la extrañaacción que realizó, apenas nos dormimos ren-didas de cansancio. Debió de figurarse que laintervención del cura quitaba a la santa todo sumérito y su virtud. Esto lo discurro yo ahora, ycreo que la ciega, allá en su religiosidad rara yde persona ignorante, se sublevaba contra laidea de que hubiese intermediarios entre elalma y Dios. Si no, ¿cómo se explica su atrevi-miento? Al calor de las mantas dormía yo sueño com-pleto y profundo, y no desperté de él hasta quesentí una impresión glacial, cual si me azotasela cara el aire libre, el cierzo montañés. Hastame pareció que me salpicaba la lluvia, y almismo tiempo noté que una fuerza desconoci-da me empujaba, llevándome muy aprisa porun camino negro como boca de lobo. Fue tanaguda la sensación y me entró tal miedo, queme agité y grité. Y entonces oí una voz caver-nosa, la voz de la ciega, que decía suplicante:

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-Señoritiña, calle, que vamos junto a la santa.Calle, que es para sanar. Enmudecí, sobrecogida, no sé si de terror, side gozo. La persona que me llevaba en brazosandaba aprisa, tropezando algunas veces, otrasdeteniéndose, sin duda a fin de orientarse. Depronto oí que su mano golpeaba una puerta demadera, y su voz se elevaba diciendo con furia:"Abride." Abrieron, relativamente pronto, ydivisé una habitación, o, mejor dicho, una espe-cie de camaranchón pobre, iluminado por unavela de cera puesta en alto candelero. Yo, enaquel instante, nada comprendía: estaba comoquien ve una aparición portentosa, y no se dacuenta ni de lo que siente ni de lo que aguarda.Tenía ante mis ojos a la santa de Karnar. En una cama humilde, pero muy superior alos toscos "leitos" de los aldeanos, sobre el fon-do de dos almohadas de blanco lienzo, vi unacabeza, un rostro humano, que no puedo des-cribir sino repitiendo una frase de la ciega, ydiciendo que era "una imagen de carne". El

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semblante, amarillento como el marfil, adheri-do a los huesos, inmóvil, expresaba una especiede éxtasis. Los ojos miraban hacia adentro, co-mo miran los de las esculturas de San Bruno;los labios se estremecían débilmente, cual si lasanta rezase; las manos, cruzadas y enclavija-das, confirmaban la hipótesis de perpetua ora-ción. No se adivinaba la edad de la santa: por latransparente diafanidad de la piel, ni parecíaniña ni vieja, sino una visión, en toda la fuerzade la palabra: una visión del mundo sobrenatu-ral. Considérese lo que yo sentiría y el religiosoespanto con que mis ojos se clavaron en aquellacriatura asombrosa, transportada ya a la gloriade los bienaventurados. Un aldeano y una aldeana de edad maduraque velaban junto al lecho, me alargaron enton-ces silenciosamente un cirio que acababan deencender. Los tomé con igual silencio, y la al-deana, acercándose al lecho y persignandose,alzó la ropa, entreabrió unos paños, y mishorrorizadas pupilas contemplaron el cuerpo

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de la mujer que sólo se alimentaba con la Hos-tia... ¡He dicho cuerpo! ¡Esqueleto debí decir! LaMuerte que pintan en los cuadros místicos tieneesos mismos brazos, de huesos sólo; ese ester-nón en que se cuenta perfectamente el costillaje,esos muslos donde se pronuncia la caña delfémur... Sobre el armazón de las costillas de lasanta no se elevaban las dos suaves colinas queblasonan a la mujer delatando la más dulcefunción del sexo, y, en lugar de la redondez delvientre, vi una depresión honda, aterradora,cubierta por una especie de película, que, a miparecer, dejaba transparentar la luz del cirio... Pues con todo eso, la santa de Karnar no measustaba. Al contrario: me infundía el deseoque despiertan en las almas infiltradas de fe lascarcomidas reliquias de los mártires. Alrededorde la osamenta descarnada y negruzca, me pa-recía a mí que divisaba un nimbo, una luz, algocomo esa atmósfera en que pintan a las Con-cepciones de Murillo...

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No lo atribuya usted ni a romanticismo ni acosa que se le parezca. Es una verdad, porquehoy veo lo mismo que vi entonces, y compren-do que la santa de Karnar..., "estaba hermosa".Lo repito, muy hermosa... hasta infundir undeseo loco, ardentísimo, de "besarla", de dejar-los labios adheridos a su pobre cuerpo deseca-do, donde solo entraba la Eucaristía... Yo me encontraba tan débil como he dicho austed. Yo me sentía desfallecer momentos an-tes. Yo no servía para nada. Pues de repente (nocrea usted que fue ilusión, que fue desvarío...),de repente siento en mí un vigor, una fuerza,un impulso, un resorte que me alzaba del suelo.Y llena de viveza y de júbilo me incorporo, cru-zo las manos, alzo los ojos al cielo, y voy dere-cha a la santa, sobre cuya frente, de reseco mar-fil, clavo con avidez la boca... La de la santa seentreabre, murmurando unas sílabas articula-das, que, según averigüé después, debían designificar: "Dios te salve, María." Pero, ¡bah!, yojuraré siempre que aquello era: "Dios te sane,

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hija mía." Y me entra un arrebuto de felicidad,y siento que allá dentro se arregla no sé quédescomposición de mi organismo, que la vidavuelve a mí con ímpetu, como torrente al cualquitan el dique, y empiezo a bailar y a brincargritando: -¡Mamá, mamá! ¡Gracias a Dios! ¡Ya estoybuena, buena!

Quien se puso furioso fue Lazcano, el de lacoleta, cuando rebosando alegría le enteramosdel suceso. -Pudo matarte esa vieja loca y fanática, hijamía. Fue una imprudencia bestial. Conforme tesentó bien, si te da por reventar, revientas. Cla-ro, una sacudida así... ¡Mire usted que la santa!De esa santa ya le han hablado al arzobispo yteme que sea alguna embaucadora, y va amandar a Kanar dos médicos y dos teólogos,personas doctas y prudentes, que la observen ynoten si es cierto lo del comer... ¡Sin verla sé yoel intríngulis del portento! Esa mujer trabajaba,

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cocía pan en el horno; salió un día sudando,quedó baldada, y se ha ido consumiendo así...En caso raro, pero no sobrenatural. Si le pudie-se hacer la autopsia, ya le encontraría en el es-tómago algo más que la Hostia... ¡Vaya! Su po-co de brona ha de haber... Pero libreme Dios demeterme en camisa de once varas, que al padreFeijoo costóle grandes desazones el desenmas-carar dos o tres supuestos milagros... -Señor de Lazcano -interrumpió mi madre-:pero la niña, ¿está mejor o no lo está? -Lo está, ya se ve que lo está. ¡Linda pregunta!¡Qué madamita esta! La niña ha pasado de sustrece..., y yo me quedo en los míos. "Nuevo Teatro Crítico", núm. 4, 1891.

De polizón

Queriendo ver de cerca una escena triste, fui abordo del vapor francés, donde se hacinabanlos emigrantes, dispuestos a abandonar la re-

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gión gallega. La tarde era apacible; apenas co-rría un soplo de viento, y el cielo y el mar pre-sentaban el mismo color de estaño derretido; elagua se rizaba en olitas pesadas y cortas, queparecían esculpidas en metal. Desde el costadodel vapor nos volvimos y admiramos la concha,el primoroso semicírculo de la bahía marinedi-na, el caserío blanco y las mil galerías de crista-les, que le prestan original aspecto. Trepamos por la escalerilla colgante a babor, yal sentar el pie en el puente, no obstante la pu-reza del aire salitroso, nos sentimos sofocadospor el vaho de la gente, ya aglomerada allí. Po-co avezados a moverse en espacio tan reducido,hechos a la libertad campestre, los labriegos seempujaban, y había codazos, resoplidos y pata-das impacientes. Las familias de los emigrantesno acababan de resolverse a marchar, y el ma-rino francés encargado de recoger el inevitablepapelito amarillo se impacientaba y gruñía:Cette idée de venir ici faire ses adieux! Ons'embrasse sur le quai, et puis c'est fini. El na-

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vegante, curtido por innumerables travesías, nocomprendía a los que lloriqueaban. ¡Un viaje aAmérica! ¡Valiente cosa! Nos entretuvimos un rato en observar las va-riadas fisonomías de los emigrantes. Había ros-tros cerrados y bestiales de mozos campesinos,y caras expresivas, como de santos en éxtasis,alumbradas por grandes pupilas meditabun-das. Las muchachas, con los ojos bajos y el con-tinente modesto peculiar de las gallegas, pare-cían el botín de la guerra de un corsario. Entrelos recién embarcados podían distinguirse lospasajeros ya recogidos en San Sebastián, y seveían mujeres guipuzcoanas desgreñadas, hos-cas, pálidas de mareo con la marca de su raza:el duro diseño de las facciones. En medio de aquella abatida grey, de aquellasfiguras que sólo perdían el carácter bajo y ple-beyo para adoptar expresión resignada y místi-ca, me llamó la atención un aldeano viejo, ex-clusivamente consagrado a cuidar del transpor-te de su equipaje, reducido a un lío metido en

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un trapo de algodón y un arcón roído de poli-lla. Contaría el viejo lo menos setenta años, y desu sombrero de fieltro, atado con un pañuelopara que no volase, se escapaba una rueda deargentados mechones que hacían resaltar eltono cobrizo de la tez. Vestía el traje del país,los blancos calzones de lienzo llamados "ciro-las", la faja oscura y el "chaleque" con triánguloen la espalda. La cara denotaba gran astucia, ylas pestañas blanquecinas daban singularesreflejos a los ojos azules, penetrantes y cautelo-sos. Iba solo; nadie le auxiliaba en su faena, yaunque nada deba sorprender, me sorprendíaque tan próxima a la hora de la muerte em-prendiese aquel hombre largo viaje y se arroja-se a un cambio total de vida y costumbres.¿Qué haría en el Nuevo Mundo?¿Qué confu-sión no serían para él los usos, los trajes, elhabla, el ambiente, tan diverso del respiradohasta entonces? ¿A qué usos iba a aplicar su

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vetusta máquina, y qué buscaba en el país ame-ricano, si no era el cementerio? Mientras yo devanaba estas reflexiones, elviejo seguía preocupado de desenredar suequipaje, entre el bullicio y el hervidero de lagente. No interrumpían su faena el cabestrantey la grúa, y esta parecía inmenso brazo quedesde el vapor arramblase con cuanto había entierra; la mano de gigantesco pirata barriendoel puerto de Marineda y trayendo arcas, sacos,baúles, muebles -sirviendo de tendones al bra-zo los fuertes cables-, para llevárselo todo a otratierra más clemente con el hombre. Inclinado elviejo sobre la borda, seguía, palpitante de in-quietud, los movimientos de la grúa, portadoradel equipaje. Al fin se dilató su rostro y chis-pearon sus pupilas: balanceábase en el aire ydescendía pausadamente el arca. ¡Cuánto cono-cía yo ese mueble familiar de nuestros aldea-nos, donde guardan lo que más estiman! Allí seencierran, entre espliego, "lesta" y olorosasmanzanas, el "dengue" majo, la randada camisa

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de lino, el "paño" de seda y los brincos de fili-grana de plata,galas que sólo salen a relucir el día de fiesta delpatrón; allí, en el pico, se esconden, dentro deuna media de lana, los ahorros que tantas pri-vaciones presentan, desde el amarillo centénhasta el roñoso ochavo "de la fortuna". El arca del viejo era de las mayores, pero tam-bién de las mas mugrientas y desvencijadas:traía remiendos de madera nueva y zunchos dehierro torpemente aplicados. Cuando vino acaer bruscamente sobre la cubierta, el viejo ten-dió las manos nudosas y se precipitó a parar elgolpe; pero le empujó el tropel y dio de brucescontra un baúl de cuero, jurando enérgicamen-te. Al erguirse, su primer pensamiento fue parael arca. La estaban arrinconando, sepultándolabajo mundos de hojalata y líos de jergones -pues, como es sabido que en Montevideo no seda cama a los sirvientes, los emigrantes se lle-van la suya-. Al ver que desaparecía el arca, elviejo blasfemó otra vez, y, apartando jergones,

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se lanzó a sacarla de entre tanta balumba. Losdueños corrieron a defender su propiedad; hizoresistencia el viejo, y se trabó una disputa queiba a convertirse quizá en batalla. Intervino elsobrecargo, que hablaba español, y, tratando deidiota al viejo, le preguntó qué carabina le im-portabaque el arca estuviese encima o debajo, puessiendo pesada y voluminosa, tenía que acomo-darse de manera que no estropease los baúles.El viejo balbucía: un temblor extraño agitaba sucabeza, y la mirada escrutadora del francés seclavaba en él como la hoja de un cuchillo. "Asacar fuera ese condenado arcón", ordenó a losmarineros; y aunque el viejo intentaba cubrircon su cuerpo el mueble, el sobrecargo, repa-rando en dos agujeros circulares que a los cos-tados tenía, corrió a avisar al capitán. "Ouvrez",mandó éste imperiosamente; y como el viejo,barbotando protestas no quisiese entregar lallave, hicieron ademán de echar a la bahía elarca.

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Palideció el aldeano bajo la pátina que el solhabía depositado en su rugoso cutis; dos lágri-mas corrieron por sus mejillas, y, volviendo lacara, alargó la llave. Abierta el arca misteriosas,un grito se alzó del corro formado alrededor:dentro venía un muchacho como de quinceanos, medio asfixiado ya... Era lo que se llamaen la jerga del puerto un "polizón", un pasajeroque se cuela a bordo sin pagar billete... Enton-ces comprendí no sólo la desesperación mímicadel viejo y sus afanes porque el arca no quedasedebajo de los baúles, sino cómo se atrevía acruzar los mares, estando al borde del sepulcro.No iba solo; se llevaba la esperanza simboliza-da en la juventud, ¡y qué esperanza! ¡Así queanocheciese y el barco se hiciese a la mar, elabuelo abriría la puerta de la jaula y el nietosaldría gozoso, seguro ya!... Entre tanto, el viejo de rodillas, arrastrándose,arrancándose las canas greñas, sollozaba amar-gamente. Algunos se reían y se burlaban; losmás se sentían conmovidos. El capitán, accio-

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nando, encolerizado, hablaba de hacer perderal viejo el pasaje y despacharle en seguida atierra. Mediamos para aplacarle, representán-dole la miseria de aquella gente, recordándoleque hombre pobre todo es trazas, y que la nece-sidad dicta esos ardides. El viejo, sintiéndoseprotegido, redobló los extremos y nos contóuna historia de dolor: su yerno, emigrado hacíaaños; su hija, muerta; el nietecillo, sobre suscansadas espaldas; la cosecha, perdida; la vaca,vendida por no haber hierba que darle; la con-tribución, doblada; el fisco, sin entrañas; el Cie-lo, sordo a las oraciones... ¿Qué haríais si escucháseis estas lástimas?Hubo cuestación, y el capitán se conformó conbastante menos del precio del billete, porquetampoco el capitán era ningún tigre. Y abandonamos el barco, próximo ya a em-prender su rumbo hacia otro hemisferio. Habíaanochecido, y la concha de la bahía ostentabaun esplendente collar de luces, en el centro delcual destellaba como enorme rubí el rojo farol

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del Espolón. Del vapor salían las notas frescasdel zortzico donostiarra; los gallegos, viendodesaparecer entre las sombras las amadas cos-tas de su tierra, no tenían valor ni para entonaruno de sus cantos prolongados y melancólicos. "Blanco y Negro", núm. 289, 1896.

Las setas

La jardinera, al pasar arremolinando una nubede polvo, justificaba su nombre: hacía el efectode enorme ramillete. Los trajes borrosos de loshombres desaparecían bajo los de percal rosa,azul y granate de las mujeres, y las pamelas depaja y las amplias sombrillas eran otros tantoscálices de gigantesca flor, abiertos sobre el ver-de gayo y frescachón del campo galaico. Bajáronse los expedicionarios al pie del casta-ñar, que les ofrecía para su merienda regaladasombra. Destaparon el cesto y, acomodándosesobre la hierba mullida, despacharon, entre

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alborozo, agudezas y carcajadas, el jamónfiambre y las rosquillas que regaron con cham-paña. Después corretearon por el bosque, ju-gando a esconderse. Eran siete, tres matrimo-nios y un muchacho soltero, gente distinguidade la corte, que veraneaban en el puertecillo dela costa cantábrica, y se sentía embriagada porel aire puro, los sanos alimentos y la, para ellos,desconocida belleza del país. Mientras el solte-ro Manolo Chaveta se ocultaba detrás del ma-torral, y las señoras, Clara, Lucía y Estrella, sededicaban a buscarle entre el ramaje de los cas-taños nuevos, los tres maridos, Juan, Antonio yPerico, se entretenían en coger setas que Anto-nio declaraba comestibles. -Las freiremos con tocino -exclamó-, y veréisqué bocado delicioso. Al ponerse el sol tenían dos pañuelos henchi-dos de setas morenas, leves como el corcho,olientes a almendra amarga. Cuando, habiendo regresado al pueblecillo,ordenaron a la dueña de la fonda que friese sin

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tardanza las setas cosechadas en el bosque, labuena mujer se negó. ¡Madre mía del Corpiño!¡Freír ella porquería semejante, una cosa deveneno, habiendo en el mar tanto rico pescado,y en la tierra tan sabrosos huevos y tan gordasgallinas! Precisamente aquella noche les teníaella a los señoritos una cena de rechupete: len-guados en salsa, Pollos con "chicharos" y costi-llas de cerdo en adobo. ¡Que tirasen al polveroesa indecencia, si no querían morir de malamuerte! Pero Manolo Chaveta, echándola, dedocto, trató de ignorante a la fondista; habló deFrancia, donde a la seta se la llama "champi-ñón", y no falta en ningún guiso, aseguro queaquella eran setas excelentes, que en el tufillo sela conocía; requirió la sartén, y juró que si nonos las freía nadie, ¡hala!, las freiría él mismo. -Bueno -gruñó la fondista-, ya que quierenreventar..., a su gusto. Váyase, señorito, y des-cuide, que yo amañaré las "setiñas" con su toci-no, y, se las mandaré a la mesa hecha un sol.

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Pero confiésense antes, por si acaso..., y avisenal escribano para hacer testamento. A la hora de la cena, después de los tiernospollitos, que se deshacían como merengue ensu lecho de guisante, apareció, en efecto, unplato donde crujían aún las setas recién salidasde la sartén. Los expedicionarios, que ya casi nise acordaban de ellas, las miraron con sorpresay de reojo. -¡En qué poco se han quedado! -exclamó An-tonio, que había cosechado la mayor parte-. ¡Siapenas hay! A pesar de esta observación y de la afición quetodos habían jurado profesar a las setas, ningu-na mano se tendía hacia el plato; pensaban enlas palabras de la fondista, y les paralizaba in-voluntario temor, porque las setas, así fritas yencogidas, les parecían más siniestras que en elcampo, esponjadas y leves. Pero como Lucíadirigiese a Manolo Chaveta una ojeada burlona,él se decidió, y exclamando: "¡Qué buena caratienen!", se puso en el plato dos o tres. Antonio

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imitó su ejemplo, y las señoras picaron tambiénalguna seta con el tenedor. Al principio comíancon cierta repugnancia, mascando lentamenteaquel manjar sospechoso; por fin, el saborcillodel tocino los animó y despabilaron -entre cu-chufletas y alardes de humorismo, mofándosede las aprensiones de los indígenas, que desco-nocen las excelencias de los champignons- todoel contenido del plato. La velada solían entretenerla leyendo periódi-cos y jugando al bezigue, y aquella noche noalteraron la costumbre; mas es fuerza declararque las noticias no les interesaron, y el juegomenos. Perico, que era de esos guasones pesa-dos capaces de dar ictericia, amenizaba decuando en cuando la reunión con frases de estejaez: "¿Han hecho ustedes examen de concien-cia?" "¿Conocen ustedes aquí algún cura deconfianza y aseadito, para eso de la extremaun-ción?...", hasta que su mujer, Estrella, una mo-rena imperiosa, le soltó un furibundo rapapol-vo, mandándole a la cama. A las once se retira-

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ron todos, no sin que Clara dijese a Lucía entono agridulce: "Te noto muy mal color", y Lu-cía respondiese, mordiéndose los labios: "Yo telo notaba a ti; pero no quería decírtelo, por noasustarte." Las doce menos cuarto serían cuando Estrellasalió al pasillo despavorida y en enaguas pi-diendo socorro. La primera persona con quientropezó fue Juan, desencajado y en mangas decamisa, que amparaba con la mano la luz de unbujía ardiendo en una palmatoria. Del cuartosalían desgarradores ayes exhalados por Clara.En cinco minutos se alborotó la fonda y empezóel bureo, el trastear en la cocina, el ir y venir delservicio, las preguntas de los demás huéspedesque se despertaban: -¿Qué pasa? -¿Arde la casa? -No; esos de Madrid, que se han ajumado hoymás que otras veces -decían los bañistas locales. -¡Quiá! Si es que se han envenenado con setas;se empeñaron en comerlas, y por fuerza hubo

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que freírselas -explicaba el criado, descolgandodel perchero la boina para correr a avisar almédico, mientras la fámula volaba a turbar elsueño del boticario. Parecía cosa de magia: los siete expediciona-rios advertían iguales síntomas, el mismohorrible cólico, el mismo frío sudor. Los matri-monios procuraban auxiliarse, mientras que elsoltero, Chaveta, se retorcía solo en su angostolecho. Cuando los dolores dejaban alguna tre-gua, los enfermos se increpaban. -Yo bien dije que era una locura comer esainmundicia. -¡Maldito sea quien las trajo a casa! -gemíaAntonio, olvidándose de que las había recogidoél en persona. Y como cuando se sufre las horas parecen in-terminables, y el médico tardaba y también losremedios, las tres parejas creyeron definitiva-mente llegado su trance postrero, y pensaron,como se piensa en el vencimiento de una letra,en que era forzoso presentarse ante el Sumo

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Juez. Clara, temblorosa y con los ojos extravia-dos, echó los brazos al cuello del moribundoJuan, y le dijo al oído no sé qué cosas, a las cua-les respondió él con voz desmayada y turbia: -Si, hija, te perdono, y ojalá nos perdone Dios. Por su parte, Lucía, con supremo esfuerzo, searrodilló delante de Antonio, y murmuró algo;pero su marido no la dejó terminar; antes laalzó, exclamando afligido: -Basta, querida; todos tenemos nuestros peca-dos. En cuanto a Estrella, acostumbrada a tratar aPerico militarmente, se contentó con decirleentre dos bascas: -Tus bromas sobre Chaveta te..., tenían... fun...,fundamento. Absuélveme en seguida, que...estoy agonizando. Y Perico, crispando la manos sobre el estóma-go, que se le abrasaba en viva lumbre, repon-dió: -Corriente; para lo que hemos de vivir..., ab-suelta quedas de eso y de todo.

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Al cuarto de hora llegó el médico, viejo practi-cón que ya había asistido en algunos caso deintoxicación por setas. Venía pertrechado deemético y de éter, de esencia de tomillo y dehipecacuana. Apenas hubo visto a los enfer-mos, se le despejó el rostro y hasta sonrió. -Envenenados están -dijo-; pero no hay queasustarse, que poco veneno no mata. -Como que tiré al cesto de la basura casi todaslas malditas setas, menos unas pocas, que freípor les cumplir el antojo -respondió la fondista,respirando libremente y rebosando el legítimoorgullo de quien ha salvado, mediante un rasgode discreción, siete vidas humanas. Restablecidos ya, al pronto los tres matrimo-nios se hablaban con cierto encogimiento, fría-mente, lo mismo que si tuviesen algo atravesa-do en la garganta. Pero Chaveta, que habíaquedado desmejoradísimo desde la crujía,anunció que regresaba a Madrid; y con su mar-cha y la satisfacción de no haberse muerto, re-

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nació la alegría entre las parejas, que de allí apoco volvieron a merendar al bosque. "Blanco y Negro", núm. 274, 1896.

Saletita

Cuando doña Maura Bujía, viuda de Pez, vioincrustarse en el marco de la puerta a aquelvejete de piernas trémulas y desdentada boca,apoyado en un imponente bastón de caña deIndias con borlas y puño de oro, no pudo creerque tenía en su presencia al novio de sus juven-tudes, al que, por ser pobre, no se había casadocon ella. Cierto que el novio, Pánfilo Trigueros,ya no era niño entonces; y ahora, mientras doñaMaura llevaba divinamente sus cincuenta ynueve, activa y ágil y todavía frescachona, conel pescuezo satinado aún y los ojos vivos, donPánfilo se rendía al peso de los setenta y cuatro,tan atropelladito, que doña Maura se precipitóa ofrecerle el sillón de gutarpercha.

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-Y luego dicen que no se hacen viejos loshombres -pensó, risueña, mientras le daba milbienvenidas-. ¡Ya sabía ella su llegada, ya! ¡Yque traía un capitalazo, montes y morenas! -Eso sí, laus Deo -silbó y salivó don Pánfilo altravés de sus despobladas encías-. No nos haido mal del todo... De aquí me echasteis pordesnudo..., y vuelvo vestido y calzado y congabán de pieles... Doña Maura, abriendo el ojo a pesar suyo,cogió una silla y se acomodó cerquita del an-ciano. Tan rara vez entraban compradores enaquella tienda de pasamanería y cordonería,que no se perjudicaba la dueña recibiendo ter-tulia. -¿Conque mucha suerte? ¿Era verdad quehabía depositado en la sucursal del Banco unmillón de pesetas? Como la vanidad es el más tenaz y constantede los sentimientos humanos, en las pupilas delviejo lució una vivísima chispa de satisfacción,y su rostro demacrado se coloreó. No, no había

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que exagerar: el millón de pesetas precisamen-te, no; pero, vamos, se le acercaba, se le acerca-ba... ¡Se le acercaba! El corazón de doña Maurapalpitó como no había palpitado antaño en laspláticas amorosas ni en los idilios conyugales...¡Cerca de un millón de pesetas, Virgen Santísi-ma de la Guía! ¿Cómo se puede reunir tantodinero? ¡Qué de cosas se hacen con él! ¡Quéexistencia ancha, fácil, deliciosa, representabanesos cuatro millones de reales! Toda su vidahabía lidiado doña Maura con la escasez...Siempre prisionera en el tenducho, echandocuentas y más cuentas; siempre trabajando,para no salir de una estrechez sórdida. Apurosy más apuros: el cesto de la plaza medio vacío olleno de porquerías, cabezas de merluza y pes-cado de gatos; la cuenta del panadero, encima;la del zapateroamenazando... Entornando los ojos, veía unadespensa atestada de cosas buenas -doña Mau-ra pecaba de golosa-, conservas y dulces a po-rrillo, aparadores repletos de loza, armarios

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abarrotados de sábanas y ropa blanca en hojatodavía... ¡No más zurcir medias, no más re-mendar trapos! Hasta fantaseó la blandura fofade los almohadones de un coche... ¡Coche! ¡Ellaarrastrada por patas ajenas! Una oleada de feli-cidad se esparció por todo su cuerpo... ¡Y donPánfilo que volvía soltero, solo; que no tenía enMarineda parientes, ni acaso amigos, despuésde veinticinco años que faltaba de allí!... Pero,cómo atraer, cómo seducir al vejestorio? ¿Cómoasegurar tan soberana presa? ¿Ardería aún ensu corazón, bajo la ceniza, una chispita del an-tiguo entusiasmo?... ¡Ah, si una brisa de prima-vera refrescase y halagase aquel yerto cora-zón!... Y doña Maura se atusó el pelo de lassienes, se enderezó en la silla, escondió el piemal calzado con babuchones de orillo... Mientras preparaba sus baterías, entró en latienda, rápidamente, una muchacha con vesti-do de percal y manto de clara granadina. Altravés del ligero nubarrón del moteado velo detul, los cabellos rubios y crespos lucían como

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toques de oro, y el rostro redondo y sonrosado,de angelote de retablo, parecía más juvenil, másluciente, con un brillo de primavera y de moce-dad... -Ven, Saletita: aquí tienes un señor que ya leconocerás, porque te hablé de él cien veces... Esdon Pánfilo Trigueros... Y la muchacha, con risa repentina, trinada ygorjeada, exclamó, encarándose con el viejo: -¿Es usted ese tan rico, tan riquísimo? ¡Ay!¡Quién me diera ser usted! La ingenuidad de la muchacha, la alegría quees contagiosa, trajeron unos asomos de buenhumor, una sonrisa pálida, a la triste carátuladel indiano. Doña Maura, iluminada por unaidea, adelantando ya sin recelo los babuchonesde orillo, empujó a Saletita, que, sin cesar dereír, tropezó con don Pánfilo. -Déle un beso que es una chiquilla... El viejo llegó sus labios fríos a la cara de rosa,donde depositó un beso sepulcral...

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Desde aquel día vino don Pánfilo todas lastardes, a la misma hora, a sentarse en el sillónde gutapercha, en la trastienda de su antiguoamor. Y se esparció por el pueblo la voz de queiban a realizarse los planes malogrados, y nofaltó quien se mofase de aquella trasnochada yridícula boda... Doña Maura recibía bien labroma, la contestaba con chanzas de comadreque hace su santo gusto, y ofrecía dulces, yconvidaba para dentro de un mes... Juzgabaoportuno despistar a los murmuradores y cu-riosos, que envidiaban la caza magnífica. Elindiano se había tragado el anzuelo. Aquelaturdimiento, aquella franqueza graciosa deSaletita, le conquistaron de golpe. Como elhombre de gastado estómago que siente capri-cho por un manjar nuevo o una fruta temprana,el viejo se encandilaba y se deshacía en babasmirando a la chiquilla. Una dificultad presentía la madre, pero difi-cultad tremenda. Al manifestar don Pánfilo sushonestas intenciones, ¿cómo trastear a Saletita?

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¿Cómo persuadirla al sacrificio? ¿Cómo decir aaquellos diecinueve años imprevisores, cándi-dos, floridos, que se uniesen indisolublementea aquellos setenta y cinco achacosos, hedion-dos, envueltos ya en la atmósfera de la tumba?Doña Maura no se atrevía, no. ¡Vaya una ocu-rrencia del vejete, ir a chalarse por la mocita!¡Qué hombres, qué incorregibles! Cuanto másviejo, más pellejo... Esta sentencia no es aplica-ble sólo a los borrachos... ¿Para qué necesitabaahora esposa el bueno de don Pánfilo? Paracuidarle, para servirle las medicinas, para diri-gir su casa, para..., para heredarle, en suma...,sí, para recoger aquel fortunón, que no cayeseen manos indiferentes, extrañas... ¿No seríaprudente que, supuestos tales fines, eligieseuna mujer formal, una persona ya práctica, se-ria, que sabe lo que es la vida y tiene experien-cia ymundo?... ¡Ah! ¡Si don Pánfilo atendiese a suconveniencia!...

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A todo esto, el tiempo corría, y era urgentesondear a Saletita, luchar con su repugnancia,convencerla... ¡Faena terrible! ¡Brega que doñaMaura presentía estéril! Saletita, de fijo, nadasospechaba aún; pero cuando lo supiese pon-dría el grito en el cielo... Ciertamente, ella su-pondría que aquellos halagos bajo la barba,aquellas chocheces mimosas de don Pánfilo,eran como de padre... ¿Qué diría al enterarse deque el temblón la pretendía en casamiento?Todo el mundo embromaba a su madre con elindiano... ¡Cuando viese que el gato pelado ydecrépito buscaba la rata tierna! Por fin, una noche, después de cerrada la tien-da, doña Maura, encomendándose a Dios, co-gió a su hija, le hizo mil fiestas, y empezó a sol-tar las peligrosas insinuaciones... Callaba lamuchacha, bajando la cabeza, escondiendo lamirada de sus azules pupilas, como se escondetravieso pilluelo que acaba de cometer un hur-to. Y de súbito, a una exhortación más apre-miante de su madre, jurando que prefería sufrir

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que ver sufrir a su hija, levantó la faz, soltó unacarcajada de retintín plateado y claro, como elrepique de argentina campanilla, y exclamó,esgrimiendo las manitas pequeñas y gordas: -Bien, ¡ya sé que usted quería el novio parasí!... Pero ¡en eso estaba yo pensando! Desde elprimer día conté con él... Si usted me lo quita,¿Ve estas uñas? ¡Pues no le digo más!... "El gato negro", núm. 19, 1898. Lecciones deLiteratura.

La redada

Mi boda se desbarató por una circunstanciainsignificante, sin valor alguno sino para quien,como yo, se pasa de celoso y raya en maniático.¿Fueron celos lo que tuve? ¡Apenas me atrevo adecir que sí! Y es porque me da vergüenza pen-sar que probablemente "serían celos"... en elfondo, allá en el fondo inescrutable y sombríodel alma... Para que se descifre mejor el enigma,

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explicaré mi manera de ser, antes de referir elmínimo incidente que dio en tierra con mi feli-cidad y me condenó, tal vez, a perpetua solte-ría. Apasionadamente enamorado de mi novia,criatura fina e ideal como una flor blanca, y quereunía cuanto puede halagar la vanidad de unnovio -alcurnia, elegancia, caudal-, aspiraba yoa ser para ella lo que ella era para mí: un sueñorealizado. Si en su presencia alababa alguien losméritos de otro hombre, se me revolvía la bilisy se me ponía la boca pastosa y amarga. Nohabiéndome creído envidioso hasta entonces, lapasión me despertaba la envidia, que sin dudaexistía latente en mí, a manera de aletargadaculebra. Hacíame yo este razonamiento absur-do: "Puesto que ese otro vale más que tú, tienesmayores derechos al sumo bien del cariño deMaría Azucena Guzmán, vizcondesa de Fraga.Para merecer tal ventura debes ser -o parecer-el más guapo, el más inteligente, el más fuerte,el primero en todo." Y desatinado por mis rece-

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los, aplicaba un escalpelo afiladísimo a las per-fecciones de mi imaginario rival; le rebuscabalos defectos, le ridiculizaba, le trataba como aenemigo...¡Hasta llegué a la vileza de la calumnia! Pasadala crisis, celosa, caía en abatimiento inexplica-ble, despreciándome a mí mismo. Con el tacto propio de la mujer que quiere deveras, María Azucena, así que comprendió mimal, evitaba toda ocasión de agravarlo. Se deja-ba aislar, rehuyendo cualquier obsequio y tratoque pudiese ser motivo de disgusto para mí.Apenas notaba que un hombre me hacía som-bra, ni aun le dirigía la palabra. De este modosalvábamos los escollos de mi carácter. Mi futu-ra solía repetir: "Así que nos casemos, mudarásde condición: lo espero y lo deseo, en interés detu dicha y tu tranquilidad." Poco tiempo antes del día solemne, señaladopara primeros de septiembre, un tío de mi no-via, el rico propietario don Mateo Guzmán, nosconvidó a una fiesta en su quinta. Se trataba de

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una "redada" o pesca de truchas en el río. Lafinca del señor Guzmán, que dista unas tresleguas del pueblo donde pasábamos el verano,goza merecida fama de ser la mejor de toda laprovincia, por la amenidad de sus jardines, lafrondosidad de sus arboledas centenarias y lasmuchas fuentes rumorosas que sombreabangrupos de odoríferas, magnolias y graves ce-dros del Líbano. Fundada desde el siglo XVIII,ostenta una vegetación antigua y noble, de aireartistocrático; pero el realce de la belleza natu-ral se lo presta el ancho río Amega, que bañalos lindes de la finca y besa los pies a sus tupi-das espesuras. Se baja al río por sotos de casta-ños y pintorescas sendas abiertas entre robledasy pinares; y ya a orillas de la corriente se des-cansa, en praditos salpicados de flores y orla-dos de cañaveraly espadaña. Con infinita tristeza evoco ahora este cuadro,que entonces me pareció tan encantador. Ma-drugamos y salimos de la ciudad en el mismo

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coche, bajo la égida de una hermana de María,casada ya. El camino se me hizo cortísimo.¡Cruzar en carretera descubierta una comarcarisueña y llena de poesía, a aquella hora mati-nal diáfana y suave, y teniendo enfrente a Ma-ría Azucena, que me sonreía con ternura! Suvelo de gasa dejaba entrever sus facciones altravés de una nube, y la sombra del ancho pa-jazón oscurecía el misterio de los ojos y hacíaresaltar la flor de los labios, encendida como undeseo... Por instantes, furtivamente, yo apreta-ba su manita calzada con guante de Suecia, yella respondía a la presión lo mismo que si dije-se: "Conforme..." Fuimos agasajados al llegar, y antes de que elcalor apretase, descendimos al río, a cuyasmárgenes, a la sombra, debíamos saborear elcampestre almuerzo. En un prado donde crecí-an mimbres y olmos, nos situamos para presen-ciar la redada. La trucha, que abunda en el ríoAmega, suele refugiarse sibaríticamente, du-rante la canícula, en ciertas hondonadas o po-

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zos profundos llamados en el país frieiras,donde encuentra el agua helada casi. Tendidala red al través del río, entran en él unos cuan-tos gañanes alborotando el agua, desalojan a latrucha de su retiro y la obligan a correr espan-tada hacia la red; cuando ésta se encuentra biencargada de pesca, sácanla a brazo sobre la hier-ba y la vacían; allí coletean como pedazos deplata viva los peces, que pasan sin demora a lacaldera o la sartén. Tal espectáculo fue el quedisfrutamos y despertó en María Azucena inte-rés vivísimo. Entre los gañanes que acababan de entrar en elrío arremangados de brazo y pierna, uno, sobretodo, mereció que mi novia no apartase de éllos ojos. Era un fornido mocetón que frisaría enlos veinte años, y desplegaba vigor admirablepara arrastrar la pesada red y sacarla de la co-rriente. Semidesnudo, como un pescador delgolfo de Nápoles; bajo el sol de agosto, queprestaba tonos de terracota a sus carnes firmesy musculosas de trabajador, tenía actitudes

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académicas y bellas, al atirantar la cuerda yjalar briosamente de la red. Yo acaso no lohubiese reparado, si la voz de María Azucena,animada por el entusiasmo, no exclamase a mioído: -Mira, mira ese mozo... Qué fuerzas! Él solotrae la red... Parece una estatua de museo. ¡Dagusto verle! Me estremecí y sentí frío en el corazón. Evo-qué mi propia imagen, lo que sería yo con lavestimenta y en la postura de aquel gañán. Misbrazos darían lástima; mis piernas se prestaríana una caricatura. Ni una pulgada acercaría lared a la margen el esfuerzo raquítico de mispobres músculos de burgués. ¿Cómo no había notado antes esta inferioridadde mi cuerpo? ¡Valiente novio, que ni aun po-dría llevar acuestas a su novia por los senderosdesde el río hasta el palacio! ¡Oh miseria, ohdesesperación! ¡Cuánto me humillaba el Apolocampesino, que, tachonano de gotas de aguadonde el sol encendía los colores del iris, son-

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riendo en su gallardía juvenil, tendiendo susbrazos dorados y robustos ofrecía a la miradade María Azucena la encarnación de un idealantiguo, la perfección física demostrada por laacción y la energía muscular! Pálido y descompuesto, me llevé de allí a mifutura, y emboscándome con ella detrás deunos sauces, la apostrofé, profiriendo recon-venciones exaltadas, quejas brutales, ayes queme arrancaba el dolor... Roja de vergüenza, memiraba atónita, seria, apretando con las manosel pecho, a fin de contenerse... vi brillar en susojos la chispa de la dignidad mortalmenteofendida, y conocí que estaba perdido. -No podemos casarnos -articuló María, porúltimo, lentamente-. ¡Seríamos tan infelices! Y, como el que se suicida, repetí en voz sorda: -¡Seríamos tan infelices! No hubo más explicación, María Azucena y yono volvimos a cruzar palabra. ¿Para qué? Enbreves momentos, ella me había sondeado el

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alma..., y yo había conocido también la intensi-dad de mi mal incurable.

La oreja de Juan Soldado. (Cuento futuro)

Cuando llamamos a ganar jornal a Juan, el dela tía Manuela, yo ni sabía de qué color tenía losojos, pues sólo le había visto de lejos, los do-mingos, a la salida de misa. Al inspeccionar eltrabajo de zanjeo que le confiamos, no tardé enobservar que el jornalero arrastraba un poco lapierna derecha, y a la luz del sol, que abrillan-taba el sudor en su atezado cutis de labriego,noté también una cicatriz que hendía la mejilla,y la caída habitual de la boina hacia aquel ladode la cabeza, que parecía más chico que el otro.Fijándome en esta particularidad, pronto des-cubrí que a Juan le faltaba la oreja casi entera:sólo quedaba un colgajo del lóbulo, bajo unaruda maraña de pelo.

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Al hombre que se pasa todo el día hincando elazadón en el terruño, no hay cosa que le gustecomo eso de que le dirijan una pregunta. Es unsocorrido pretexto para interrumpir la labor ydescansar apoyándose en el mango de laherramienta. Es, además, una distracción. Juanme contestó solícito; sí, había estado en la gue-rra de Cuba la friolera de tres años... Y mientrasencendía el cigarro, con la lentitud de movi-mientos característica del labrador, empezó areferir sobriamente sus campañas. Era precisoinsistir para que entrase en detalles; no despun-taba por la elocuencia, y sus respuestas lacóni-cas no tenían animación ni colorido. Diríaseque hablaba de aventuras y lances acaecidos aotros. No obstante, tirando del hilo de los recuerdos,logré sacar la madeja de aquellos tres años te-rribles. El cuadro completo de la fatal guerrasurgió iluminado por mi fantasía. En lugar dever los arbustos cargados de fruta, las enreda-deras cuajadas de flor, el perro tendido a mis

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pies, el celaje brumoso y, allá en el horizonte, elpedazo de mar detrás de la cortina de verdiazu-les pinares, yo veía pantanos y ciénagas, loda-zales y charcos, en que acampaba una columna;los hombres tiritaban de fiebre palúdica, reci-biendo en la mollera el calor de un cielo deplomo y de un sol que no velaba ninguna nube;y de entre la intrincada espesura, a corta dis-tancia, salía un disparo, luego otro; un "núme-ro" caía, crispando los dedos sobre el pecho;pero la columna proseguía su marcha, dejandoal muerto tendido sobre el sangriento lodo, conlas vidriadas pupilas abiertas. Después veía erguirse el fortín solitario en lainmensa llanura, aislado centinela, que sólo deDios puede esperar socorro en caso de ataque;y entre el rumoroso silencio de la estrelladanoche tropical, se me aparecía el fortín envueltoen llamas, sus defensores degollados allí mis-mo, a la claridad del incendio... Juan no sabíamerced a qué milagro, cegado por la sangrefluyente del machetazo en la faz, había conse-

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guido escapar vivo, emboscarse en la selva,caminar descalzo, hambriento, por espacio decinco días y encontrar a la tropa que para salvarel fortín llegaba tarde... Y cambiaba la decoración, y la escena pasabaen la costa; agazapados entre los escollos, pro-tegidos por grupos de ceibas y manglares, Juany sus compañeros hacían fuego sobre las lan-chas del constelado banderín, que contestabancon dobles descargas acercándose a la orilla yatracando, a pesar de la fusilería, con la sereni-dad de la resolución. ¡Oh! Aquel enemigo nue-vo, bien armado, bien equipado, sano, fuerte,no se volvía atrás ni se dispersaba como la trai-dora mambisería; pero tampoco pensaban re-troceder los que rechazaban el desembarco;Juan no era capaz de decir las veces que habíacargado y disparado su mauser; cierto quetampoco podía referir cuándo se le escapó delas manos, al sentir en la pierna derecha ungolpe sordo y en la cabeza un desvanecimiento,del cual sólo le hizo volver el dolor atroz de la

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extracción y la cura... Mes y medio de hospitaly una convalecencia que era como largo deliriode pesadilla... ¡Y gracias que no le amputaron! -¿Y la oreja? -exclamé-. No me has dicho quéfue lo de la oreja. Otro machetazo como el de lacara, de fijo. Juan enmudeció algún tiempo, como si re-flexionase. El labrador gallego es cauto, y datres vueltas a la lengua antes de soltar lo quepor cualquier motivo juzga comprometido opeligroso. Al fin, calmoso, a medias palabras, sedecidió a referir la historia de la oreja menos. -No fue machetazo, no, señora... Fue... una deesas cosas que pasan en el mundo... ¡Porquenunca conocemos dónde la mala suerte nosaguarda! Verá... Ya sabe cómo después de "aca-barse" la guerra y quedar los "anqués" dueñosde todo aquello, embarcaron para España a latropa. El barco venía que no se cabía en él, y losenfermos éramos tantos, que ni asistirnos podí-an. Yo venía entre los más malitos, como queme trasladaron del hospital para el buque. ¡Y

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agradecer que no tuvieron que tirarme al mar!Cincuenta y siete echaron en la travesía, peroyo quedé. Al llegar al puerto iba dando "cuasimente" lasboqueadas. Me sacaron en camilla y me avispéuna miaja con el fresquito de la tierra. Al acor-dar, empece a pedir agua por amor de Dios. Enesto dicen que se llegó a mí una mujer (yo noveía; ¡si estaba espichando!) con un jarro lleno.Me lo contaron después los que la vieron; veníacorriendo y gritando: "Hijo, hijo mío, "pobriño";aquí te traigo de beber... toma, toma... "Lo maloera que la autoridad no quería, vamos, que nosdiesen nada, ni un "chisco" de agua, ni vino, nicaldo, ni leche; y había puesta fuerza, muchísi-ma fuerza, "de arredor", para que no se acerca-sen las mujeres a nosotros. Aún no bien vierona aquella, que se quería meter con el jarro entrelos caballos y el "arremolino" de la gente..., es-comenzaron a decir: "A ver si os calláis... A versi no pedís nada, ¡recaramba!, que aquí ni hayorden ni uno se entiende."

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Yo, ¡ya se ve!, no oí lo que mandaban, porqueno daba cuenta de mí; estaba en los últimos...Seguí pidiendo agua, por caridad... Y la mujeraquella, y otras muchísimas que andaban porallí con socorros, en vez de largarse, se arrima-ban más, y torna con darnos la bebida. Se armóun alboroto que metía miedo, y la Policía a sa-cudir sablazos de plano y luego de corte... Yosentí como si me "rabuñasen" con un alfilernada más. Luego, en el hospital, al volver en misentido, me ardía la cara, y me dijo asimismo elmédico: "Muchacho, si no te "mancaron" enCuba, ya te "mancaron" aquí... Te han llevadode un sablazo una oreja..." Silencio. Se había consumido el cigarrillo, yJuan, escupiendo en las manos callosas y an-chas, volvió a agarrar el azadón. En su caraimpasible no se revelaba ni enojo ni pena. A mísí que me temblaba algo la voz al preguntarle: -¿Volverás a la guerra, Juan? Ahora dicen quevamos a tenerla con los ingleses...

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-Ya somos viejos para comer el rancho -contestó, apaciblemente, sacudiendo una pale-tada de tierra-. Allí mi hermano, que es másmozo...