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El gato del Brasil Arthur Conan Doyle Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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El gato del Brasil

Arthur Conan Doyle

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tanto que losderechos de autor, según la legislación españolahan caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio a susclientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que no nosresponsabilizamos de la fidelidad del conte-nido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra para quepueda ser fácilmente visible en los habitua-les readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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EL GATO DEL BRASIL

Es una desgracia para un joven tener afi-ciones caras, grandes expectativas de riqueza, pa-rientes aristocráticos, pero sin dinero contante ysonante, y ninguna profesión con que poder ganar-lo. El hecho es que mi padre, hombre bondadoso,optimista y jactancioso, tenía una confianza tal en lariqueza y en la benevolencia de su hermano mayor,solterón, lord Southerton, que dio por hecho el queyo, su único hijo, no me vería nunca en la necesidadde ganarme la vida. Se imaginó que, aun en el casode no existir para mí una vacante en las grandesposesiones de Southerton, encontraría, por lo me-nos, algún cargo en el servicio diplomático, quesigue siendo espacio cerrado de nuestras clasesprivilegiadas. Falleció demasiado pronto para com-probar todo lo equivocado de sus cálculos. Ni mi tíoni el estado se dieron por enterados de mi existen-cia, ni mostraron el menor interés por mi porvenir.Todo lo que me llegaba como recordatorio de ser elheredero de la casa de Otswell y de una de las ma-yores fortunas del país, eran un par de faisanes decuando en cuando, o una canastilla de liebres.Mientras tanto, yo me encontré soltero y paseante,

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viviendo en un departamento de Grosvenor—Mansions, sin más ocupaciones que el tiro depichón y jugar al polo en Hurlingham. Un mes trasotro fui comprobando que cada vez resultaba másdifícil conseguir que los prestamistas me renovasenlos pagarés, y obtener más dinero a cuenta de laspropiedades que habría de heredar. Vislumbraba laruina que se me presentaba cada día más clara,más inminente y más completa.

Lo que más vivamente me daba la sensa-ción de mi pobreza era el que, aparte de la granriqueza de lord Southerton, todos mis restantesparientes tenían una posición desahogada. El máspróximo era Everard King, sobrino de mi padre yprimo carnal mío, que había llevado en el Brasil unavida aventurera, regresando después a Inglaterrapara disfrutar tranquilamente de su fortuna. Nuncasupimos de qué manera la había hecho; pero eraevidente que poseía mucho dinero, porque compróla finca de Greylands, cerca de Clipton—on—the—Marsh, en Suffolk. Durante su primer año de estan-cia en Inglaterra no me prestó mayor atención quemi avaricioso tío; pero una buena mañana de pri-mavera, recibí con gran satisfacción y júbilo, unacarta en que me invitaba a ir aquel mismo día a sufinca para una breve estancia en Greylands Court.

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Yo esperaba por aquel entonces hacer una visitabastante larga al tribunal de quiebras, o BankruptcyCourt, y esa interrupción me pareció casi providen-cial. Quizá pudiera salir adelante si me ganaba lassimpatías de aquel pariente mío desconocido. Nopodía dejarme por completo en la estacada, si valo-raba en algo el honor de la familia. Di orden a miayuda de cámara de que dispusiese mi maleta, yaquella misma tarde salí para Clipton—on—the—Marsh.

Después de cambiar de tren a uno corto, enese empalme de Ipswich, llegué a una estaciónpequeña y solitaria que se alzaba en una llanura depraderas atravesadas por un río de corriente pere-zosa, que serpenteaba por entre orillas altas y fan-gosas, haciéndome comprender que la subida de lamarea llegaba hasta allí. No me esperaba ningúncoche (más tarde me enteré de que mi telegramahabía sufrido retraso) y por eso alquilé uno en elmesón del pueblo. Al cochero, hombre excelente, sele llenaba la boca elogiando a mi primo, y por él meenteré de que el nombre de míster Everard King erade los que merecían ser traídos a cuento en aquellaparte del país. Daba fiestas a los niños de la escue-la, permitía el libre acceso de los visitantes a suparque, estaba suscrito a muchas obras benéficas

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y, en una palabra, su filantropía era tan universalque mi cochero sólo se la explicaba con la hipótesisde que mi pariente abrigaba la ambición de ir alparlamento.

La aparición de un ave preciosa que seposó en un poste de telégrafo, al lado de la carrete-ra, apartó mi atención del panegírico que estabahaciendo el cochero. A primera vista me parecióque se trataba de un arrendajo, pero era mayor queese pájaro y de un plumaje más alegre. El cocherome explicó inmediatamente la presencia del avediciendo que pertenecía al mismo hombre a cuyafinca estábamos a punto de llegar. Por lo visto, unade las aficiones de mi pariente consistía en aclima-tar animales exóticos, y se había traído del Brasiluna cantidad de aves y de otros animales que esta-ba tratando de criar en Inglaterra.

Una vez que cruzamos la puerta exterior delparque de Greylands, se nos ofrecieron numerosaspruebas de esa afición suya. Algunos ciervos pe-queños y con manchas, un extraño jabalí que,según creo, es conocido con el nombre de pecarí,una oropéndola de plumaje espléndido, algunosejemplares de armadillos y un extraño animal quecaminaba pesadamente y que parecía un tejón su-

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mamente grueso, figuraron entre los animales quedistinguí mientras el coche avanzaba por la avenidacurva.

Míster Everand King, mi primo desconocido,estaba en persona esperándome en la escalinata desu casa, porque nos vio a lo lejos y supuso que erayo el que llegaba. Era hombre de aspecto muy sen-cillo y bondadoso, pequeño de estatura y corpulen-to, de cuarenta y cinco años, quizá, y de cara llena ysimpática, atezada por el sol del trópico y plagadade mil arrugas. Vestía traje blanco, al estilo auténti-co del cultivador tropical; tenía entre sus labios uncigarro, y en su cabeza un gran sombrero paname-ño echado hacia atrás. La suya era una figura queasociamos con la visión de una terraza de bunga-low, y parecía curiosamente desplazada delante deaquel palacio inglés, grande de tamaño y construidode piedra de sillería, con dos alas macizas y colum-nas estilo Palladio delante de la puerta principal.

¡Mujer, mujer, aquí tenemos a nuestrohuésped! —gritó, mirando por encima de su hom-bro—. ¡Bien venido, bien venido a Greylands! Estoyencantado de conocerte, primo Marshall, y conside-ro como una gran atención el que hayas venido a

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honrar con tu presencia esta pequeña y adormiladamansión campestre.

Sus maneras no podían ser más cordiales.En seguida me sentí a mis anchas. Pero toda sucordialidad apenas podía compensar la frialdad eincluso grosería de su mujer, es decir, de la mujeralta y ceñuda que acudió a su llamada. Según tengoentendido, era de origen brasileño, aunque hablabaa la perfección el inglés, y yo disculpé sus maneras,atribuyéndolas a su ignorancia de nuestras costum-bres. Sin embargo, ni entonces ni después trató deocultar lo poco que le agradaba mi visita a Grey-lands Court. Por regla general, sus palabras erancorteses, pero poseía unos ojos negros extraordina-riamente expresivos, y en ellos leí con claridad,desde el primer momento, que anhelaba vivamenteque yo regresara a Londres.

Sin embargo, mis deudas eran demasiadoapremiantes, y los proyectos que yo basaba en mirico pariente, demasiado vitales para dejar que fra-casasen por culpa del mal genio de su mujer. Medespreocupé, por tanto, de su frialdad y le devolví ami primo la extraordinaria cordialidad con que mehabía acogido. Él no había ahorrado molestias paraprocurarme toda clase de comodidades. Mi habita-

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ción era encantadora. Me suplicó que le indicasecualquier cosa que pudiera apetecer para estar allícompletamente a mi gusto. Tuve en la punta de lalengua contestarle que un cheque en blanco resul-taría una ayuda eficaz para que yo me considerarafeliz, pero me pareció prematuro en el estado enque se encontraban nuestras relaciones. La cenafue excelente. Cuando de sobremesa, nos senta-mos a fumar unos habanos y a tomar el café, que,según me informó, se lo enviaban, seleccionadopara él, de su propia plantación, me pareció quetodas las alabanzas del cochero estaban justifica-das, y que jamás había yo tratado con un hombremás cordial y hospitalario.

Pero, no obstante la simpatía de su tempe-ramento era hombre de firme voluntad y dotado deun genio arrebatado muy característico. Lo pudecomprobar a la mañana siguiente. La curiosa ani-madversión que la señora de mi primo había conce-bido hacia mí era tan fuerte, que su comportamientodurante el desayuno me resultó casi ofensivo. Pero,una vez que su esposo se retiró de la habitación, yano hubo lugar a dudas acerca de lo que pretendía,porque me dijo:

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—El tren más conveniente del día es el quepasa a las doce y cincuenta minutos.

—Es que yo no pensaba marcharme hoy—le contesté con franqueza, quizá con arrogancia,porque estaba resuelto a no dejarme echar de allípor esa mujer.

¡Oh, si es usted quien ha de decidirlo...! —dijo ella y dejó cortada la frase, mirándome con unaexpresión insolente.

—Estoy seguro de que míster Everard Kingme lo advertiría si yo traspasara su hospitalidad.

— ¿Qué significa esto? ¿Qué significa es-to?—preguntó una voz, y mi primo entró en la habi-tación.

Había escuchado mis últimas palabras, y lebastó dirigir una sola mirada a mi cara y a la de suesposa.

Su rostro, regordete y simpático, se revistióen el acto con una expresión de absoluta ferocidad,y dijo:

— ¿Me quieres hacer el favor de salir,Marshall?

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Diré de paso que mi nombre y apellido sonMarshall King.

Mi primo cerró la puerta en cuanto hubo sa-lido, e inmediatamente oí que hablaba a su mujer envoz baja, pero con furor concentrado. Aquella grose-ra ofensa a la hospitalidad lo había lastimado evi-dentemente en lo más vivo. A mí no me gusta escu-char de manera subrepticia, y me alejé paseandohasta el prado. De pronto oí a mis espaldas pasosprecipitados y vi que se acercaba— la señora con elrostro pálido de emoción y los ojos enrojecidos detanto llorar.

—Mi marido me ha rogado que le presentemis disculpas, míster Marshall King —dijo, perma-neciendo delante de mí con los ojos bajos.

—Por favor, señora, no diga ni una palabramás.

Sus ojos negros me miraron de pronto conpasión:

¡Estúpido! —me dijo con voz sibilante yfrenética vehemencia. Luego giró sobre sus taconesy marchó rápida hacia la casa.

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La ofensa era tan grave, tan insoportable,que me quedé de una pieza, mirándola con asom-bro. Seguía en el mismo lugar cuando vino a reunir-se conmigo mi anfitrión. Había vuelto a ser el mismohombre simpático y regordete.

—Creo que mi señora se ha disculpado desus estúpidas observaciones—me dijo.

¡Sí, sí; lo ha hecho, claro que sí!

Me pasó la mano por el brazo y caminamosde aquí para allá por el prado.

—No debes tomarlo en serio—me explicó—. Me dolería de una manera indecible que acortasestu visita aunque sólo fuera por una hora. La verdades que no hay razón para que entre parientes guar-demos ningún secreto: mi buena y querida mujer esincreíblemente celosa. Le molesta que alguien, seahombre o mujer, se interponga un instante entrenosotros. Su ideal es una isla desierta y un eternodiálogo entre los dos. Eso te dará la clave de suconducta, que en este punto, lo reconozco, no andalejos de una manía. Dime que ya no volverás a pen-sar en lo sucedido.

—No, no; desde luego que no.

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—Pues entonces, prende este cigarro yacompáñame para que veas mi pequeña colecciónde animales.

Esta inspección nos ocupó toda la tarde,porque allí estaban todas las aves, animales y hastareptiles que él había importado. Algunos vivían enlibertad, otros en jaulas y pocos, encerrados en eledificio. Me habló con entusiasmo de sus éxitos yde sus fracasos, de los nacimientos y de las muer-tes registradas; gritaba como un escolar entusias-mado cuando, durante nuestro paseo, alzaba lasalas del suelo algún espléndido pájaro de colores ocuando algún animal extraño se deslizaba hacia elrefugio. Por último, me condujo por un pasillo quearrancaba de una de las alas de la casa. Al finalhabía una pesada puerta que tenía un cierre corre-dizo, a modo de mirilla; junto a la puerta salía de lapared un manillar de hierro, unido a una rueda y aun tambor. Una reja de fuertes barrotes se extendíade punta a punta del pasillo.

¡Te voy a enseñar la perla de mi colección!—dijo—. Sólo existe en Europa otro ejemplar, desdela muerte del cachorro que había en Rotterdam. Setrata de un gato del Brasil.

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— ¿Pero en qué se diferencian de los de-más gatos?

—Pronto lo vas a ver—me contestó rien-do—. ¿Quieres tener la amabilidad de correr la miri-lla y mirar hacia el interior?

Así lo hice, y vi una habitación amplia ydesocupada, con el suelo enlosado y ventanas debarrotes en la pared del fondo. En el centro de lahabitación, tumbado en medio de una luz dorada desol, estaba acostado un gran animal, del tamaño deun tigre, pero tan negro y lustroso como el ébano.Era, pura y simplemente, un gato negro enorme ymuy bien cuidado; estaba recogido sobre sí mismo,calentándose en aquel estanque amarillo de luz talcomo lo haría cualquier gato. Era tan flexible, mus-culoso, agradable y diabólicamente suave, que yono podía apartar mis ojos de la ventanita.

— ¿Verdad que es magnífico?—me dijo mianfitrión, poseído de entusiasmo.

¡Una maravilla! Jamás he visto animal másespléndido.

—Hay quienes le dan el nombre de pumanegro, pero en realidad no tiene nada de puma.Este animal mío anda por los once pies, desde el

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hocico hasta la cola. Hace cuatro años era una boli-ta de pelo negro y fino, con dos ojos amarillos quemiraban fijamente. Me lo vendieron como cachorrorecién nacido en la región salvaje de la cabecera delrío Negro. Mataron a la madre a lanzazos cuandoya había matado a una docena de sus atacantes.

—Según eso, son animales feroces.

—No los hay más traicioneros y sanguina-rios en toda la superficie de la tierra. Habla a losindios de las tierras altas de un gato del Brasil yverás como salen corriendo. La caza preferida deestos animales es el hombre. Este ejemplar mío nole ha tomado todavía el sabor a la sangre caliente,pero si llega a hacerlo se convertirá en un animalespantoso. En la actualidad no tolera dentro de sucubil a nadie sino a mí. Ni siquiera su cuidador,Baldwin, se atreve a acercársele. Pero yo soy paraél la madre y el padre en una pieza.

Mientras hablaba abrió de pronto la puerta,y con gran asombro mío se deslizó dentro cerrándo-la inmediatamente a sus espaldas. Al oír su voz, elvoluminoso y flexible animal se levantó, bostezó yse frotó cariñosamente la cabeza redonda y negracontra su costado, mientras mi primo le daba golpe-citos y le acariciaba.

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¡Vamos, Tommy, métete en tu jaula! —le di-jo mi primo.

El fenomenal gato se dirigió a un lado de lahabitación y se enroscó debajo de unas rejas. Eve-rard King salió, y, agarrando el manillar de hierro alque antes me he referido, empezó a hacerlo girar. Amedida que lo accionaba, la reja de barrotes delpasillo empezó a meterse por una rendija que habíaen el muro y fue a cerrar la parte delantera del es-pacio enrejado, convirtiéndolo en una verdaderajaula. Cuando estuvo en su sitio, mi primo abrió lapuerta otra vez y me invitó a pasar a la habitación,en la que se percibía el olor penetrante y ranciocaracterístico de los grandes animales carnívoros.

—Así es como lo tratamos —me dijo Evé-rard King—. Le dejamos espacio abundante paraque vaya y venga por la habitación, pero cuandollega la noche lo encerramos en su jaula. Para darlelibertad basta hacer girar el manillar desde el pasi-llo, y para encerrarlo actuamos como tú acabas dever. ¡No, no; no se te ocurra hacer eso!

Yo había metido la mano entre los barrotespara palmear el lomo brillante que se alzaba y baja-ba con la respiración. Mi primo tiró de mi mano

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hacia atrás con una expresión de seriedad en elrostro.

—Te aseguro que eso que acabas de haceres peligroso. No vayas a suponer que cualquier otrapersona puede tomarse las libertades que yo metomo con este animal. Es muy exigente en susamistades. ¿Verdad que sí, Tommy? ¡Ha oído yaque llega el que le trae la comida! ¿No es así, mu-chacho?

Se oyeron pasos en el corredor enlosado, yel animal saltó sobre sus patas y se puso a caminarde un lado para otro de su estrecha jaula, con losojos llameantes y la lengua escarlata temblando yagitándose por encima de la blanca línea de susdientes puntiagudos. Entró un cuidador que traía enuna artesilla un trozo de carne cruda y se lo tiró porentre los barrotes. El animal se lanzó con ligereza ylo atrapó, retirándose luego a un rincón; allí, su-jetándolo entre sus garras, empezó a destrozarlo amordiscos, alzando su hocico ensangrentado paramirarnos de cuando en cuando a nosotros. El es-pectáculo era fascinante, aunque de malignas suge-rencias.

— ¿Verdad que no puede extrañarte que yole tenga afición a ese animal? —dijo mi primo,

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cuando salíamos de la habitación—. Especialmente,si se piensa en que fui yo quien lo crió. No ha sidocosa de broma transportarlo desde el centro deSudamérica; pero aquí está ya, sano y salvo, y,como te he dicho, es el ejemplar más perfecto quehay en Europa. La dirección del Zoo daría cualquiercosa por tenerlo; pero, la verdad, es que yo no pue-do separarme de él. Bueno; creo que ya te he morti-ficado bastante con mi chifladura, de modo que lomejor que podemos hacer es seguir el ejemplo deTommy y marchar a que nos sirvan el almuerzo.

Tan absorto estaba mi pariente de Sudamé-rica con su parque y sus curiosos ocupantes, queno creí al principio que se interesara por ningunaotra cosa. Sin embargo, pronto comprendí que teníaotros intereses, bastante apremiantes, al ver el grannúmero de telegramas que recibía. Le llegaban atodas horas y los abría siempre con una expresiónde máxima ansiedad y anhelo en su cara. Supuse aveces que se trataba de negocios relacionados conlas carreras de caballos, y también de operacionesde Bolsa; pero con toda seguridad que se traía en-tre manos negocios muy urgentes y muy ajenos alas actividades de las llanuras de Suffolk. En ningu-no de los seis días que duró mi visita recibió menos

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de cuatro telegramas, llegando en ocasiones hastasiete y ocho.

Yo había aprovechado tan perfectamenteaquellos seis días que, al transcurrir ese plazo, es-taba ya en términos de máxima cordialidad con miprimo. Todas las noches habíamos prolongado lavelada hasta muy tarde en el salón de billares. Élme contaba los más extraordinarios relatos de susaventuras en América; unos relatos tan arriesgadosy temerarios, que me costaba trabajo relacionarloscon aquel hombrecito, curtido y regordete que teníadelante... Yo, a mi vez, me aventuré a contarle al-gunos de mis propios recuerdos de la vida londi-nense, que le interesaron hasta el punto de prome-ter venir a Grosvenor Mansions y vivir conmigo.Sentía verdadero anhelo por conocer el aspectomás disoluto de la vida de la gran ciudad y, mal estáque yo lo diga, no podía desde luego haber elegidoun guía más competente. Hasta el último día de miestancia, no me arriesgué a abordar lo que me pre-ocupaba. Le hablé francamente de mis dificultadespecuniarias y de mi ruina inminente, y le pedí con-sejo, aunque lo que de él esperaba era algo mássólido. Me escuchó atentamente, dando grandeschupadas a su cigarro, y me dijo por fin:

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—Pero tengo entendido que tú eres el here-dero de nuestro pariente lord Southerton.

—Tengo toda clase de razones para creer-lo, pero jamás ha querido darme nada.

—Sí, ya he oído hablar de su tacañería. Mipobre Marshall, tu situación ha sido sumamentedifícil. A propósito, ¿no has tenido noticias última-mente de la salud de lord Southerton?

—Se está muriendo desde que yo era niño.

—Así es. No ha habido jamás un gozne chi-rriante como ese hombre. Quizá tu herencia tardetodavía mucho en llegar a tus manos. ¡VálgameDios!, ¿en qué situación más lamentable te encuen-tras!

—He llegado a tener alguna esperanza deque tú, conociendo como conoces la realidad, quizáaccedieras a adelantarme...

—Ni una palabra más, muchacho —exclamó con la máxima cordialidad—. Esta nochehablaremos del asunto y te prometo hacer todocuanto esté en mi mano.

No lamenté el que mi visita estuviese lle-gando a su término, porque es una cosa desagra-

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dable el vivir con el convencimiento de que hay enla casa una persona que anhela vivamente que unose marche. La cara cetrina y los ojos antipáticos dela esposa de mi primo me mostraban cada vez másun odio mayor. Ya no se conducía con groseríaactiva, porque el miedo a su marido no se lo con-sentía; pero llevó su insana envidia hasta el extremode no darse por enterada de mi presencia, de nohablarme nunca y de hacer mi estancia en Grey-lands todo lo desagradable que pudo. Tan insultan-tes fueron sus maneras en el transcurso del últimodía, que, sin duda alguna, me habría marchadoinmediatamente, de no mediar la entrevista quehabía de celebrar con mi primo aquella noche y queyo esperaba me sacara de mi ruinosa situación.

La entrevista se celebró muy tarde, porquemi pariente, que en el transcurso del día recibió mástelegramas que de ordinario, se encerró después dela cena en su despacho, y únicamente salió cuandoya todos se habían retirado a dormir. Le oí realizarsu ronda como todas las noches, cerrando las puer-tas y, por último, vino a juntarse conmigo en la salade billares. Su voluminosa figura estaba envuelta enun batín, y tenía los pies metidos en unas zapatillasrojas turcas sin talones. Tomó asiento en un sillón,

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se preparó un grog en el que el whiskey superaba alagua, y me dijo:

¡Vaya noche la que hace!

En efecto, el viento aullaba y gemía en tor-no de la casa, y las ventanas de persianas retem-blaban y golpeaban como si fueran a ceder haciaadentro. El resplandor amarillo de las lámparas y elaroma de los cigarros parecían, por contraste, másbrillante uno y más intenso el otro. Mi anfitrión medijo:

—Bien, muchacho; disponemos de la casa yde la noche para nosotros solos. Explícame cómoestán tus asuntos y yo veré lo que puede hacersepara ponerlos en orden. Me agradaría conocer to-dos los detalles.

Animado por estas palabras, me lancé auna larga exposición en la que fueron desfilandotodos mis proveedores y mis banqueros, desde eldueño de la casa hasta mi ayuda de cámara. Lleva-ba en el bolsillo algunas notas, ordené los hechos, ycreo que hice una exposición muy comercial de misistema de vida anticomercial y de mi lamentablesituación. Sin embargo, me sentí deprimido al dar-me cuenta de que la mirada de mi compañero pa-

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recía perdida en el vacío, como si su atención estu-viese en otra parte. De cuando en cuando lanzabauna observación, pero era tan de compromiso yfuera de lugar, que tuve la seguridad de que nohabía seguido el conjunto de mi exposición. Decuando en cuando parecía despertar de su ensi-mismamiento y esforzarse por exhibir algún interés,pidiéndome que repitiese algo o que me explicasemás a fondo, pero siempre volvía a recaer en suensimismamiento. Por último, se puso de pie y tiró ala rejilla de la chimenea la colilla de su cigarro, di-ciéndome:

—Te voy a decir una cosa, muchacho; yono tuve jamás buena cabeza para los números, demodo que ya sabrás disculparme. Lo que tienes quehacer es exponerlo todo por escrito y entregarmeuna nota de la totalidad. Cuando lo vea en negro yblanco lo comprenderé.

La proposición era animadora y le prometíhacerlo.

—Bien, ya es hora de que nos acostemos.Por Júpiter, el reloj del vestíbulo está dando la una.

Por entre el profundo bramido de la tormen-ta se dejó oír el tintineo del reloj que daba la hora.

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El viento pasaba rozando la casa con el ímpetu dela corriente de agua de un gran río. Mi anfitrión dijo:

—Antes de acostarme tendré que echar unvistazo a mi gato. Estos ventarrones lo excitan.¿Quieres venir?

—Desde luego que sí —le contesté.

—Pues entonces, camina pisando suave yno hables, porque todo el mundo está acostado.

Cruzamos en silencio el vestíbulo iluminadopor lámparas y cubierto con alfombras persas, y nosmetimos por la puerta que había al final. Reinabauna absoluta oscuridad en el pasillo de piedra, peromi anfitrión echó mano de una linterna de caballeri-za que colgaba de un gancho y la encendió. Comono se veía en el pasillo la reja de barrotes, com-prendí que la fiera estaba dentro de su jaula.

¡Entra! —dijo mi pariente, y abrió la puerta.

El profundo gruñido que lanzó el animalcuando entramos, nos demostró que, en efecto, latormenta lo había irritado. A la vacilante luz de lalinterna distinguimos la gran masa negra recogidasobre sí misma en el rincón de su cubil, proyectan-do una sombra achaparrada y grotesca sobre la

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pared enjalbegada. Su cola se movía irritada entrela paja.

—El bueno de Tommy no está del mejorhumor —dijo Everard King, manteniendo en alto lalinterna y mirando hacia donde estaba su gato. ¿Noes verdad que da la impresión de un demonio ne-gro? Es preciso que le dé una ligera cena para quese amanse un poco. ¿Querrías sostener un momen-to la linterna?

La tomé de su mano y él avanzó hacia lapuerta y dijo:

—Aquí afuera tiene la despensa. Perdóna-me un momento.

Salió y la puerta se cerró a sus espaldascon un golpe metálico.

Aquel sonido duro y chasqueante hizo quemi corazón dejase de latir. Se apoderó de mí unasúbita oleada de terror. Un confuso barrunto dealguna monstruosa traición me dejó helado. Saltéhacia la puerta, pero no había manillar del lado in-terior.

¡Oye! —grité—. ¡Déjame salir!

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¡No pasa nada! ¡No armes escándalo! —megritó mi primo desde el pasillo—. Tienes la luz en-cendida.

—Sí; pero no me agrada de modo alguno elestar encerrado y solo de esta manera.

— ¿Que no te agrada?—Oí que se reía conrisa cordial—.

—No vas a estar mucho tiempo solo.

¡Déjame salir! —repetí, muy irritado—. Tedigo que no admito bromas de esta clase.

—Ésa es precisamente la palabra: broma —me contestó, lanzando otra risa odiosa.

Y de pronto, entre el bramar de la tormenta,oí el chirrido y el gemir del manillar que daba vuel-tas y el traqueteo de la reja al pasar por la rendijadel muro. ¡Santo cielo, estaba poniendo en libertadal gato del Brasil!

A la luz de la linterna vi cómo la reja de ba-rrotes iba retirándose lentamente delante de mí.Había ya una abertura de un pie en su extremidad.Lancé un alarido y agarré el último barrote, tirandode él con toda la energía de un loco. En efecto, yoestaba loco de furor y de espanto. Sostuve por unos

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momentos el mecanismo, inmovilizándolo. Me dicuenta de que él, por su parte, empujaba con todassus fuerzas el manillar, y que el sistema de palancaacabaría por sobreponerse a mis fuerzas. Fui ce-diendo pulgada a pulgada; mis pies resbalabansobre las losas y en todo ese tiempo yo pedía ysuplicaba a aquel monstruo inhumano que me libra-se de tan terrible muerte. Se lo supliqué por nuestroparentesco. Le recordé que yo era huésped suyo; lepregunté qué daño le había hecho. Él no daba otrasrespuestas que los empujones y tirones del manillar;con cada uno de ellos, y a pesar de todos mis force-jeos, se iba llevando otro barrote por la rendija de lapared. Aferrándome y tirando con todas mis fuerzas,me vi arrastrado a todo lo largo de la parte delanterade la jaula; por último, con las muñecas doloridas ylos dedos desgarrados, renuncié a la lucha inútil. Alsoltar el enrejado, éste se retiró totalmente con ungolpe seco, y un momento después oí cómo sealejaba por el pasillo el ruido de las pisadas de laszapatillas turcas, que terminó con el chasquido deuna puerta lejana cerrada de golpe. Luego reinó elsilencio.

El animal no se había movido de su sitio entodo ese tiempo. Permanecía tumbado en el rincón,y su cola había dejado de moverse. Por lo visto lo

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había llenado de asombro la aparición de un hom-bre agarrado a los barrotes de su jaula y arrastradopor delante de él dando alaridos. Vi cómo sus ojosenormes me miraban con fijeza. Al aferrarme a losbarrotes, había dejado caer la linterna, pero seguíaencendida en el suelo y yo hice un movimiento paraapoderarme de ella, movido por la idea de quequizá su luz me protegiese. Pero en el instantemismo en que me moví, la fiera dejó escapar ungruñido profundo y amenazador. Me detuve y per-manecí en mi sitio temblando de miedo. El gato (sies que puede darse este nombre tan casero a unanimal horrible como aquél) estaba a menos de diezpies de mí. Le brillaban los ojos como dos discos defósforo en la oscuridad. Me aterraban, y, sin embar-go, me fascinaban. No podía apartar de esos ojoslos míos. En momentos de intensidad tan grandecomo eran aquéllos para mí, la naturaleza nos hacelas más extrañas jugarretas; esos ojos brillantes seencendían y se desvanecían como dos luces quesuben y bajan en un ritmo constante. Había momen-tos en que yo los veía como dos puntos minúsculosde un brillo extraordinario, como dos chispas eléctri-cas en la negra oscuridad; pero luego se ensancha-ban y ensanchaban hasta ocupar con su luz sinies-

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tra y movediza todo el ángulo de la habitación. Pero,de pronto, se apagaron por completo.

La fiera había cerrado los ojos. No sé si hayalgo de verdad en la vieja idea del dominio queejerce la mirada del hombre, o si fue porque elenorme gato estaba simplemente amodorrado, locierto es que, lejos de mostrar síntomas de quereratacarme, se limitó a apoyar su cabeza negra ysedosa sobre sus terribles garras delanteras y pare-ció dormirse. Seguí de pie, temiendo moverme ydespertarlo otra vez a la vida y a la malignidad. Pe-ro, por último, pude pensar claramente libre ya de laimpresión de aquellos ojos ominosos. Estaba ence-rrado para toda la noche con la fiera feroz. Mi propioinstinto, para no referirme a las palabras de aquelmiserable calculador que me había hecho caer enesta trampa, me advertía que ese animal era tansalvaje como su amo. ¿Cómo me las arreglaría paramantenerlo en esa situación en que estaba ahorahasta que amaneciera? Era inútil intentar salvarmepor la puerta, lo mismo que por las ventanas estre-chas y enrejadas. Dentro de la habitación, desnuday embaldosada, no existía para mí ninguna clase derefugio. Era absurdo que gritara pidiendo socorro.Este cubil era una construcción accesoria, y el pasi-llo que lo unía a la casa tenía, por lo menos, una

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largura de cien pies. Además, mientras en el exte-rior bramase la tormenta, no era probable que nadieoyera mis gritos. Sólo podíaconfiar en mi propio valor y en mi propio ingenio. Depronto, con una nueva oleada de espanto, mis ojosse posaron en la linterna. Su vela ardía ya a muypoca altura y empezaban a formarse estrías latera-les. No tardaría diez minutos en apagarse. Sólodisponía, por tanto, de diez minutos para tomaralguna iniciativa, porque una vez que quedara en laoscuridad y próximo a la fiera espantable, seríaincapaz de acción. Ese mismo pensamiento metenía paralizado. Miré por todas partes con ojos dedesesperación dentro de esa cámara mortuoria, yde pronto me fijé en un lugar que parecía prometer,si no salvación, por lo menos un peligro no tan in-mediato e inminente como el suelo desnudo.

He dicho que la jaula, además de tener unaparte delantera, tenía también una parte superior,que permanecía fija cuando se recogía la delanteraa través de la rendija del muro. La parte superiorestaba formada por barras separadas entre sí porpocas pulgadas, estando esa separación cubiertacon tela de alambre fuerte a su vez, y el todo des-cansando en las dos extremidades sobre dos fuer-tes montantes. En ese momento producía la impre-

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sión de un gran solio hecho de barras, bajo el cualestaba agazapada en un rincón la fiera. Entre esaparte superior de la jaula y el techo quedaba unaespecie de estante de unos dos a tres pies de altu-ra. Si yo conseguía subir hasta allí y meterme entrelos barrotes y el cielo raso, sólo tenía un lado vulne-rable. Estaría a salvo por debajo, por detrás y acada lado. Únicamente podía ser atacado de frente.Es cierto que por ese lado no tenía protección algu-na; pero al menos, me encontraría fuera del caminode la fiera cuando ésta comenzara a pasearse de-ntro de su cubil. Para llegar hasta mí tendría quesalirse de su camino. Tenía que hacerlo ahora onunca, porque en cuanto la luz se apagase me re-sultaría imposible. Hice una profunda inspiración ysalté, aferrándome al borde de hierro de la partesuperior de la jaula, y me metí, jadeante, en aquelhueco. Al retorcerme quedé con la cara hacia abajo,y me encontré mirando en línea recta a los ojosterribles y las mandíbulas abiertas del gato. Sualiento fétido me daba en la cara lo mismo que unavaharada de vapor de una olla infecta hirviendo.

Me pareció que el animal se mostraba másbien curioso que irritado. Con una ondulación de sulomo largo y negro se levantó, se estiró, y luego,apoyándose en sus patas traseras, con una de las

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garras delanteras en la pared, levantó la otra y pasósus uñas por la tela de alambre que yo tenía debajo.Una uña afilada y blanca rasgó mis pantalones —porque no he dicho que estaba con mi traje de smo-king— y me abrió un surco en mi rodilla. La fiera nohizo aquello agresivamente, sino más bien comotanteo, porque al lanzar yo un agudo grito de dolor,se dejó caer de nuevo al suelo, saltó luego ágilmen-te a la habitación, empezó a pasearse con pasorápido alrededor, y de cuando en cuando lanzabauna mirada hacia mí. Yo, por mi parte, me apretujémuy adentro hasta tocar con la espalda la pared,comprimiéndome de manera de ocupar el más pe-queño espacio posible. Cuanto más adentro memetía, más difícil iba a serle atacarme.

Parecía irse excitando con sus paseos, y sepuso a correr ágilmente y sin ruido por el cubil, cru-zando continuamente por debajo de la cama dehierro en que yo estaba tendido. Era un espectáculomaravilloso el de ese cuerpo enorme dando vueltasy vueltas como una sombra, sin que apenas se oye-se un ligerísimo tamborileo de las patas aterciope-ladas. La vela brillaba con muy poca luz, hasta elpunto exacto en que yo podía distinguir al animal.De pronto, después de una última llamarada y chis-

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porroteo se apagó por completo. ¡Me encontraba asolas y en la oscuridad con el gato!

Parece que el saber que uno ha hecho todolo posible, ayuda a enfrentarse con el peligro. Noqueda entonces otro recurso que el de esperar concalma el resultado. En mi caso la única posibilidadde salvación estaba en el sitio en que me habíarefugiado. Me estiré, pues, y permanecí en silencio,sin respirar casi, con la esperanza de que la fiera seolvidara de mi presencia si yo no hacía nada porrecordárselo. Calculo que serían las dos de la ma-drugada. A las cuatro amanecería. Sólo tenía, pues,que esperar dos horas a la luz del día.

En el exterior, la tormenta seguía furiosa yla lluvia azotaba constantemente las pequeñas ven-tanas. En el interior, la atmósfera fétida y ponzoño-sa era insoportable. Yo no veía ni oía al gato. Tratéde pensar en otras cosas; pero sólo había una confuerza suficiente para apartar mi pensamiento de laterrible situación en que me encontraba; la villaníade mi primo, su hipocresía no igualada por nadie, elodio maligno que me profesaba. Un alma de asesi-no medieval acechaba detrás de aquella carasimpática. Cuanto más pensaba en ello, más clara-mente veía toda la astucia con que había preparado

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el golpe. Por lo visto se había acostado como losdemás. Sin duda alguna había preparado sus testi-gos, para demostrarlo. Después, sin que esos testi-gos lo advirtiesen, había bajado sigilosamente, mehabía metido con engaños en el cubil y me habíadejado encerrado. La historia que él contaría era pordemás sencilla. Yo me había quedado en el salónde billares terminando de fumar mi cigarro. Habíabajado por propia iniciativa para echar una últimaojeada al gato del Brasil, me había metido en lahabitación sin darme cuenta de que la jaula estabaabierta y la fiera había hecho presa de mí. ¿Cómose le podría demostrar el crimen que había cometi-do? Quizá hubiese sospechas; pero jamás se ob-tendrían pruebas.

¡Con qué lentitud transcurrieron aquellasdos horas espantosas! En una ocasión llegó a misoídos un ruido apagado, raspante, que yo atribuí allamido del pelo del animal. En varias ocasiones losojos verdosos me enfocaron brillantes a través de laoscuridad, pero nunca me miraron fijamente, y cadavez fue mayor mi esperanza de que me olvidara ode que no se diese por enterado de mi presencia.Pero llegó un momento en que penetró por las ven-tanas un asomo de luz; empecé a verlas como dosrecuadros grises en la pared negra. Luego los re-

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cuadros se volvieron blancos y pude ver de nuevo ami terrible compañero. ¡Y él también pudo verme amí, por desgracia!

Comprendí en el acto que la fiera se encon-traba de un humor más peligroso y agresivo quecuando dejé de verlo. El frío de la mañana lo habíairritado y, además, estaba hambriento. Iba y veníacon un gruñido constante y con paso rápido, por ellado de la habitación que estaba más alejado de mirefugio, con los bigotes rizados de furor, y enhies-tando y descargando latigazos con la cola. Cuandodaba media vuelta al llegar a los ángulos de la pa-red, alzaba siempre hacia mí los ojos, preñados deespantosas amenazas. Comprendí que se estabapreparando para matarme. Y, sin embargo, hasta enuna situación tan crítica yo no podía menos queadmirar la elegancia sinuosa de la endiablada ali-maña, sus movimientos sin violencia, ondulantes,de suaves curvas, el brillo de su lomo magnífico, elcolor escarlata palpitante de su lengua lustrosa quecolgaba fuera del morro azabache.

El gruñido profundo y amenazador subía ysubía de tono, en un crescendo ininterrumpido.Comprendí que había llegado el momento decisivo.

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Resultaba lastimoso el esperar una muertecomo aquélla en un estado como el que me encon-traba: transido, en posición violenta, temblando defrío sobre aquella parrilla de tortura en que estabatendido con mis ropas ligeras. Me esforcé por re-animarme, por levantar mi alma a una altura supe-rior a esa situación y, al mismo tiempo, con la luci-dez cerebral propia de un hombre que se ve perdi-do, miré por todas partes buscando algún medioposible de salvación. Una cosa era evidente paramí: si fuese posible hacer retroceder a su posiciónanterior la reja delantera de la jaula, podía encontrardetrás de ella un refugio seguro. ¿Sería yo capaz devolverla a su sitio? Apenas me atrevía a moverme,por temor a que la fiera saltara sobre mí. Lenta,lentísimamente, alargué la mano hasta aferrar conella el barrote último de la reja, que sobresalía de larendija del muro exterior. Con gran sorpresa mía,cedió fácilmente al tirón que le di. Como es natural,la dificultad de tirar hacia dentro era producida porel hecho de que yo estaba como pegado a ella, sinpoder hacer juego con el cuerpo. Di otro tirón y lareja avanzó tres pulgadas más. Por lo visto, funcio-naba sobre ruedas. Volví a tirar... ¡y en ese instantesaltó el gato!

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La cosa fue tan rápida, tan súbita, que nome di cuenta de cómo había ocurrido. Oí el salvajerechinar de dientes, y un instante después, la llama-rada de los ojos amarillos, la negra cabeza achata-da con su lengua roja y centelleantes colmillos, es-tuvo al alcance de mi mano. El proyectil vivientehizo vibrar con su choque los barrotes en que yoestaba tendido, hasta el punto de que pensé que sevenían abajo (si es que en aquel instante podía yopensar en algo). El gato se balanceó allí un instante,tratando de afianzarse en el borde del enrejado conlas patas traseras, quedando su cabeza y sus ga-rras delanteras muy cerca de mí. Oí el chirrido ras-pante de las uñas en la tela metálica, y sentí en micara el nauseabundo aliento de la fiera, que habíacalculado mal el salto. No pudo sostenerse en aque-lla postura. Despacio, enseñando furiosa los dientesy arañando con desesperación los barrotes, perdióel equilibrio y cayó pesadamente al suelo. Pero sevolvió al instante con un gruñido hacia mí y se aga-zapó para dar otra vez el salto.

Comprendí que se iba a decidir en unosmomentos mi destino. El animal había aprendido lalección y ya no calcularía mal. Era preciso que yoactuara con rapidez y sin temor alguno si queríatener alguna posibilidad de conservar la vida. Me

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tracé un plan. Me despojé del smoking y se lo tiré ala fiera encima de la cabeza. Simultáneamente medejé caer al suelo y agarré la primera barra de lareja delantera y tiré con frenesí hacia adentro.

Respondió a mi esfuerzo con una facilidadmucho mayor de la que yo esperaba. Crucé la habi-tación arrastrándola conmigo; pero la posición enque me encontraba al realizar ese avance, meobligó a quedar del lado exterior de la reja. Sihubiese quedado del lado interior, tal vez hubiesesalido sin un rasguño. Pero tuve que detenerme uninstante para tratar de meterme por la abertura queyo había dejado. Bastó ese instante para dar tiempoa la fiera de desembarazarse del smoking con quela había cegado y para lanzarse sobre mí. Me pre-cipité en el interior de la jaula por la abertura y em-pujé la reja hasta el final; pero el gato cogió mi pier-na antes que yo pudiera meterla dentro por comple-to. Un golpe de su enorme garra me arrancó la pan-torrilla lo mismo que un cepillo arranca una viruta demadera. Un instante después, desangrándome y apunto de desmayarme, estaba tendido entre la ma-loliente cama de paja, y separado de la fiera poraquellas rejas amigas contra las que se lanzaba conloco frenesí.

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Demasiado gravemente herido para mo-verme, y demasiado desmayado para experimentarla sensación del miedo, no pude hacer otra cosaque permanecer tumbado, más muerto que vivo,viendo el espectáculo. El gato apretaba contra losbarrotes el pecho negro y ancho, y buscaba ata-carme con las uñas ganchudas de sus garras, talcomo he visto hacer a un gato delante de una tram-pa de alambre para ratoncitos. Me arrancaba trozosde la ropa; pero por más que se estiraba, no conse-guía asirme. He oído hablar de que las heridas pro-ducidas por los grandes animales carnívoros oca-sionan una curiosa sensación de embotamiento. Enefecto, estaba escrito que yo también lo experimen-taría, porque perdí toda conciencia de mi personali-dad, y la perspectiva del posible fracaso o éxito deaquel animal me producía el mismo efecto de indife-rencia que sí yo estuviera contemplando un juegoinofensivo. Después, mi cerebro fue alejándose deuna manera insensible hasta la región de los sue-ños confusos en los que penetraban una y otra vezla negra cara y la roja lengua. Por ese camino meperdí en el nirvana del delirio, en el que encuentranalivio bendito todos aquellos que han llegado a unpunto excesivo de sufrimiento.

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Tratando posteriormente de rehacer el cur-so de los acontecimientos, llego a la conclusión deque debí permanecer insensible por espacio de doshoras, más o menos. Lo que me volvió una vez másen mí fue ese vivo chasquido metálico con el que sehabía iniciado mi terrible experiencia. Era que al-guien había hecho retroceder la cerradura automáti-ca. A continuación, antes aun de que mis sentidosestuviesen lo suficientemente despiertos para com-prender lo que veían, me di cuenta de que en lapuerta abierta y mirando hacia el interior estaba lacara regordeta y de simpática expresión de mi pri-mo. Sin duda alguna que el espectáculo que se leofreció lo dejó atónito. El gato se hallaba agazapadoen el suelo. Yo estaba tumbado de espaldas dentrode la jaula, en mangas de camisa, con las pernerasde los pantalones desgarradas y rodeado de ungran charco de sangre. En este momento me pare-ce estar viendo su cara de asombro iluminada porlos rayos del sol matinal. Miró hacia mí una y otravez. Luego cerró la puerta a sus espaldas y se ade-lantó hacia la jaula para ver si yo estaba realmentemuerto.

No puedo intentar describir lo que ocurrió,porque no me hallaba en un estado como para testi-ficar o escribir el relato de la escena. Lo único que

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puedo decir es que tuve conciencia súbita de queretiraba su rostro del mío y de que volvía a mirar ala bestia.

¡Vamos, querido Tommy! ¡Formalidad, que-rido Tommy! —gritó.

Luego se aproximó a los barrotes de la jau-la, vuelto de espaldas hacia mí todavía, y bramó:

¡Quieto, estúpido animal! ¡Quieto, te digo!¿Es que no conoces a tu amo?

Aunque mi cerebro estaba como atontado,me vinieron súbitamente al recuerdo las palabrasque me había dicho ese hombre, de que el regustode sangre enfurecía al gato, convirtiéndolo en undemonio. Era mi sangre la que había paladeado;pero el amo iba ahora a pagar el precio de ella.

¡Apártate! —chilló—. ¡Apártate, demonio!¡Baldwin! ¡Baldwin! ¡Oh, santo Dios!

Le oí luego caer, levantarse y volver a caer,con ruido de saco que se desgarra. Sus alaridosfueron debilitándose hasta quedar ahogados por elgruñido lacerante. Luego, cuando yo pensaba quehabía muerto, vi como en una pesadilla una figuraciega, hecha jirones, empapada en sangre, que

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corría alocada por la habitación... y ésa fue la últimavisión que tuve de ese hombre antes de volver aperder el conocimiento.

Tardé muchos meses en sanar; a decir ver-dad, no puedo decir que haya sanado todavía nique sanaré, porque tendré que usar hasta el fin demis días un bastón, como recuerdo de la noche quepasé con el gato del Brasil. Cuando Baldwin, el cui-dador, y los demás criados acudieron a los gritos deagonía que lanzaba su amo, no pudieron contar loque había ocurrido porque a mí me encontrarondentro de la jaula, y los restos mortales de su amo,o lo que más tarde pudieron comprobar que eransus despojos los tenía entre sus garras la fiera queél había criado. La ahuyentaron con hierros al rojoy, por último la mataron a tiros por la ventanita de lapuerta. Sólo entonces pudieron extraerme de allí.Me condujeron a mi dormitorio donde permanecíentre la vida y la muerte durante varias semanas,bajo el techo del que quiso asesinarme. Enviaron enbusca de un cirujano a Clipton, e hicieron venir deLondres una enfermera. Al cabo de un mes estuveen condiciones de que me llevasen hasta la esta-ción, y luego a mis habitaciones de Grosvenor Man-sions.

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Conservo de mi enfermedad un recuerdoque bien pudiera pertenecer al panorama constan-temente variable creado por mi cerebro febril, si nose hubiera grabado en mi memoria de una maneratan permanente. Cierta noche, estando ausente laenfermera, se abrió la puerta de mi habitación, yuna mujer alta y completamente enlutada se deslizódentro. Se acercó hasta mi cama. e inclinó su caracetrina hacia mí; al débil resplandor de la lamparillavi que era la brasileña con la que mi primo estabacasado. Me miró fijamente a la cara, con una expre-sión mucho más amable de la que yo había conoci-do, y me preguntó:

— ¿Está usted en sí?

Contesté con una leve inclinación de cabe-za, porque me sentía aún muy débil.

—Bien, pues, quería decirle que únicamentedebe usted culparse a usted mismo de lo ocurrido.¿No hice yo cuanto pude en su favor? Traté desdeel primer momento de alejarlo de esta casa. Meesforcé por librarlo de él, recurriendo a todos losmedios, menos al de traicionar al que era mi espo-so. Yo sabía que él tenía motivo para atraerlo a estacasa, y que no lo dejaría salir de aquí con vida. Na-die conoció a ese hombre como yo, que tanto he

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sufrido con él. No me atreví a decirle todo esto. Mehabría matado. Pero hice cuanto pude por usted. Afin de cuentas, ha sido para mí el mejor amigo quehe tenido. Me ha devuelto mi libertad, cuando yocreía que sólo la muerte era capaz de traérmela.Lamento sus heridas, pero ningún reproche puedehacerme. Le dije que era usted un estúpido y, enefecto, lo ha sido.

Aquella mujer extraña y amargada se des-lizó fuera de la habitación, estando escrito que no lavolvería a ver jamás. Regresó a su país de origencon lo que le quedó de las riquezas de su esposo, ysegún noticias recibidas posteriormente, tomó elvelo en Pernambuco.

Hasta pasado algún tiempo de mi regreso aLondres los médicos no dictaminaron que me en-contraba en condiciones de atender mis asuntos.Esa clase de autorización no me hizo al comienzomuy feliz porque temía que sirviera de señal a unasalto en masa de mis acreedores; sin embargo,quien primero la aprovechó fue mi abogado Sum-mers.

—Me alegra muchísimo que su señoría seencuentre tan mejorado —me dijo—. Llevo espe-

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rando mucho tiempo para presentarle mis felicita-ciones.

— ¿Qué quiere usted decir con eso, Sum-mers? La cosa no está para bromas.

—Quise decir y digo —me contestó— quedesde hace seis semanas es usted lord Southerton,pero no se lo hemos dicho por temor a que la noticiaretrasase el curso de su recuperación.

¡Lord Southerton, es decir, uno de los paresmás ricos de Inglaterra! No podía creer lo que oía. Yde pronto pensé en el plazo que había transcurridoy en que coincidía con el que yo llevaba herido.

—Según eso, lord Southerton debió fallecer,más o menos, por el tiempo en que yo resulté heri-do.

—Una y otra cosa ocurrieron el mismo día.

Summers me miraba fijamente al hablar, yyo estoy convencido de que había adivinado la ver-dadera situación, porque era hombre muy perspi-caz. Calló un momento, como si esperara de mí unaconfidencia; pero yo no creí que se adelantase nadadando aires a semejante escándalo familiar. Enton-

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ces él prosiguió, con la misma expresión de quien loadivina toda:

—Sí, es una coincidencia por demás curio-sa. Supongo que sabrá usted que el heredero in-mediato de la fortuna era su primo Everard King. Siese tigre lo hubiese destrozado a usted, y no a él,vuestro primo sería en este momento lord Souther-ton.

—Desde luego—le contesté.

¡Con cuánta pasión lo anhelaba! —dijoSummers—. He sabido casualmente que el ayudade cámara del difunto lord Southerton estaba asueldo de Everard King, y que le enviaba telegra-mas con intervalos de pocas horas para informarledel estado de salud de su amo. Esto ocurría, más omenos, por el tiempo en que usted estuvo de visitaen su finca. ¿No le resulta extraño que tuviese tantointerés en estar bien informado, no siendo, como noera, el heredero inmediato?

—Sí que es muy extraño —le contesté—. Yahora, Summers, tráigame las facturas de mis de-udas y un nuevo talonario de cheques, para queempecemos a poner las cosas en orden.