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LA MIRADA FRANCESA SOBRE CATALUÑA N TÍTULO, EN LA MEDI- DA QUE PRETENDE EX- PRESAR CON POCAS PALA- BRAS EL CONTENIDO DE UNA DISERTACIÓN, es- crita o hablada, supo- ne a veces una generalización, que obli- ga a precisar los límites de los términos que figuran en el. Y, en este caso, es ne- cesario hacerlo, porque mirar, que no es lo mismo que ver, ya que supone un acto consciente y deliberado, en el que, al intervenir la voluntad, se convierte en privativo de cada sujeto. Por ello, es difícil hablar de franceses, entendiendo por ello, al conjunto de súbditos de Luis XIV, sino que más bien hay que referirse a la pequeña muestra de los que legaron un testimo- nio sobre Cataluña y España que ha llegado a nosotros. Territorios convul- sos, en su conjunto y en cada uno de sus territorios, sobre los cuales entre 1701 y 1714, confluyeron muchas mi- radas, reales o imaginadas, y siempre matizadas por la persona, el lugar y el momento en que lo hacían, por sus in- tereses, intenciones y limitaciones in- formativas y, desde luego, al tratarse de textos escritos, por su destino. Para abordar esa pluralidad del mirar he elegido cuatro tipos de observado- res colectivos que ni agotan el tema, ni siquiera siempre abordan el objeto ele- gido de forma directa, pero que pueden ayudarnos a entender cuales fueron los rasgos conformadores con que cier- tos franceses, que residieron en Es- paña, vieron Cataluña durante la Gue- rra de Sucesión. Publicistas, diplo- máticos, cortesanos, militares y agen- tes de distinto tipo, todos bajo el de- nominador común de ser memorialis- tas o corresponsales aplicados, y te- ner capacidad de influir. LA MIRADA LITERARIA. Desde el pun- to de vista cultural, el planteamiento de las relaciones hispano francesas en los años previos a la Guerra de Suce- sión, no puede ser otro que el de se- ñalar la importancia de la presencia de lo español en la producción lite- raria francesa del periodo, en la vida cortesana y en las noticias que sobre Europa y la política internacional reco- gen las dos publicaciones periódicas tan significativas como la Gazette y el Mercure Galant. Noticias acompa- ñadas de relaciones de batallas y ase- dios, relatos y cartas sobre distintos as- pecto de su sociedad y, en ocasiones, grabados y mapas que familiarizaban al lector con realidades poco conocidas. Madrid y los sitios reales eran lugares de referencia obligaba, pero también Barcelona y la geografía del principado, en su calidad de frontera. En gene- ral, el interés y la precisión era com- patible con un cierto distanciamiento que tenía a subrayar las diferencias, bien siguiendo la tradición e las “an- tipatías naturales”, o como recurso re- tórico para captar la atención del lector. En este contexto, los relatos de via- jes, en cualquiera de sus distintas mo- dalidades, jugaron un papel fundamen- tal ya que sus opiniones se considera- ban fiables, dando por hecho que se fundaban en la apreciación directa y objetiva de la realidad observada, algo que la crítica de nuestros días ha cues- tionado al destacar lo frecuente de los viajes ficticios y el peso de la informa- ción previa que acompañaba a cada via- jero. En el caso de Cataluña tres he- chos me perecen de especial importan- cia para entender cómo se elabora y transforma su representación hasta co- mienzos del siglo XVIII: su tempra- na caracterización como consecuen- cia de sus estrechos contactos con Ita- lia; el carácter ambivalente de los ras- gos que definen su modelo antropo- lógico, algunos de los cuales, como la laboriosidad o la sobriedad excesiva, no se plasman hasta el siglo XVIII; y, por último, el papel que determinados he- chos históricos jugaron en ese pro- ceso, Construida, como cualquier otra, sobre verdades y suposiciones, prejui- cios y reconocimientos, su imagen di- U M. VICTORIA LÓPEZ-CORDÓN CORTEZO. UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID. HIST ORIA LA AVENTURA DE LA © LA AVENTURA DE LA HISTORIA / © UNIDAD EDITORIAL, REVISTAS S.L.U. / © M. VICTORIA LÓPEZ-CORDÓN CORTEZO. TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS. 1 LA AVENTURA DE LA HISTORIA

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Page 1: LA AVENTURA DE LA HISTORIAtes de distinto tipo, todos bajo el de-nominador común de ser memorialis-tas o corresponsales aplicados, y te-ner capacidad de influir. LA MIRADA LITERARIA

LA MIRADA FRANCESA

SOBRE CATALUÑA

N TÍTULO, EN LA MEDI-

DA QUE PRETENDE EX-

PRESAR CON POCAS PALA-

BRAS EL CONTENIDO DE

UNA DISERTACIÓN, es-crita o hablada, supo-

ne a veces una generalización, que obli-ga a precisar los límites de los términos que figuran en el. Y, en este caso, es ne-cesario hacerlo, porque mirar, que no es lo mismo que ver, ya que supone un acto consciente y deliberado, en el que, al intervenir la voluntad, se convierte en privativo de cada sujeto. Por ello, es difícil hablar de franceses, entendiendo por ello, al conjunto de súbditos de Luis XIV, sino que más bien hay que referirse a la pequeña muestra de los que legaron un testimo-nio sobre Cataluña y España que ha llegado a nosotros. Territorios convul-sos, en su conjunto y en cada uno de sus territorios, sobre los cuales entre 1701 y 1714, confluyeron muchas mi-radas, reales o imaginadas, y siempre matizadas por la persona, el lugar y el momento en que lo hacían, por sus in-tereses, intenciones y limitaciones in-formativas y, desde luego, al tratarse de textos escritos, por su destino.

Para abordar esa pluralidad del mirar he elegido cuatro tipos de observado-res colectivos que ni agotan el tema, ni siquiera siempre abordan el objeto ele-

gido de forma directa, pero que pueden ayudarnos a entender cuales fueron los rasgos conformadores con que cier-tos franceses, que residieron en Es-paña, vieron Cataluña durante la Gue-rra de Sucesión. Publicistas, diplo-máticos, cortesanos, militares y agen-tes de distinto tipo, todos bajo el de-nominador común de ser memorialis-tas o corresponsales aplicados, y te-ner capacidad de influir.

LA MIRADA LITERARIA. Desde el pun-to de vista cultural, el planteamiento de las relaciones hispano francesas en los años previos a la Guerra de Suce-sión, no puede ser otro que el de se-ñalar la importancia de la presencia de lo español en la producción lite-raria francesa del periodo, en la vida cortesana y en las noticias que sobre Europa y la política internacional reco-gen las dos publicaciones periódicas tan significativas como la Gazette y el Mercure Galant. Noticias acompa-ñadas de relaciones de batallas y ase-dios, relatos y cartas sobre distintos as-pecto de su sociedad y, en ocasiones, grabados y mapas que familiarizaban al lector con realidades poco conocidas. Madrid y los sitios reales eran lugares de referencia obligaba, pero también Barcelona y la geografía del principado, en su calidad de frontera. En gene-

ral, el interés y la precisión era com-patible con un cierto distanciamiento que tenía a subrayar las diferencias, bien siguiendo la tradición e las “an-tipatías naturales”, o como recurso re-tórico para captar la atención del lector.

En este contexto, los relatos de via-jes, en cualquiera de sus distintas mo-dalidades, jugaron un papel fundamen-tal ya que sus opiniones se considera-ban fiables, dando por hecho que se fundaban en la apreciación directa y objetiva de la realidad observada, algo que la crítica de nuestros días ha cues-tionado al destacar lo frecuente de los viajes ficticios y el peso de la informa-ción previa que acompañaba a cada via-jero. En el caso de Cataluña tres he-chos me perecen de especial importan-cia para entender cómo se elabora y transforma su representación hasta co-mienzos del siglo XVIII: su tempra-na caracterización como consecuen-cia de sus estrechos contactos con Ita-lia; el carácter ambivalente de los ras-gos que definen su modelo antropo-lógico, algunos de los cuales, como la laboriosidad o la sobriedad excesiva, no se plasman hasta el siglo XVIII; y, por último, el papel que determinados he-chos históricos jugaron en ese pro-ceso, Construida, como cualquier otra, sobre verdades y suposiciones, prejui-cios y reconocimientos, su imagen di-

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M. VICTORIA LÓPEZ-CORDÓN CORTEZO. UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID.

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ferenciada adquirió un nuevo interés como consecuencia de la Guerra de Su-cesión.

En los años del conflicto sucesorio tres obras tienen una especial difusión: El viajero de Europa, de A. Jouvin, la pionera del género o las Mémoirs de la Cour d’Espagne y Relation du vo-yage d’Espagne, de Madame de Aul-noy, lectura obligada, sin duda algu-na, para todos aquellos que buscasen información sobre temas españoles y, ya durante la guerra, las Délices de l’Espagne et de Portugal, debidas a un tal Juan Alvarez de Colmenar, pro-bablemente un nombre ficticio. El re-lato de Jouvin, publicado en París en 1672, como Viaje de España y Por-tugal es el segundo tomo de la obra titulada El viajero de Europa, y es una guía para quienes piensen viajar por Es-paña, acompañada un pequeño ma-nual de conversación hispano-francés. Nunca estuvo en España, pero eso no le impide ofrecer una sucinta visión de su historia, de la geografía y de las cos-tumbres de sus habitantes, por rei-nos, advirtiendo que Cataluña no es tal, , sino “”un principado que sobrepasa en extensión a varios reinos de España. Tampoco deja de señalar que, en su pa-sado inmediato, “ha largo tiempo obe-decido (a Francia), bajo el reinado de Luis XIII, que había ganado allí la ciudad de Barcelona y otras plazas considerables de ese principado, que ha sufrido grandes mise-rias por tantas guerras como ha habido allí durante más de veinte años y, sin embargo, no deja al presente de reponerse en el estado en que la hemos visto”.

Sus juicios son, en general, positivos, tanto en lo que a condiciones natu-rales como a la a calidad de sus ciuda-des y plazas fuertes. Escrita en un mo-mento de fuerte antagonismo hispano-francés, pero con pretensión de impar-cialidad, que nos proporciona una vi-sión muy distinta a la de las escuetas relaciones de los verdaderos visitan-tes del Principado.

El testimonio de Madame de Aulnoy es distinto, mas breve y también indi-recto. Su mtiene un valor muy distinto, debido a su brevedad y a su carácter in-directo. La Relation du voyage d’Espag-ne, aparecida en Paris en 1691 como obra anónima, obtuvo tal éxito que se multiplicaron las ediciones tanto en francés como en otras lenguas en los

años siguientes. Las alusiones a Cata-luña, aparecen casi todas en la Carta III, donde la a autora relata su conversación con el Duque de Cardona que le pro-porciona su particular versión de la his-toria inmediata: “Los pueblos de Catalu-ña, abrumados por la opresión y la violen-cia inaudita de los castellanos, buscaron en 1640 los medios de librarse de ellos. Se pusie-ron bajo la protección del rey cristianísimo y, durante el espacio de doce años, se encontra-ron allí muy dichosos. Las guerras civiles que turbaron la tranquilidad de que Fran-cia gozaba entonces, le quitaron los medios de socorrernos contra el rey de España. Supo aprovechar bien la coyuntura y volvió a po-ner a Barcelona, con la mayor parte de ese principado bajo su obediencia”.

Algunos de sus comentarios repiten al pie de la letra el relato de Brunel, es-critó en 1654, señalando también que “se muestran más sensibles en Madrid sobre la menor pérdida que se pade-ce en Cataluña que la harían sobre la más grande que se tuviera en Flan-des, en Milán o en otra parte”..

Pero la obra que verdaderamente marca este periodo, publicada en Lei-den en 1707, fue las Délices de l’Es-pagne et de Portugal de Alvarez de Colmenar. De ella se hicieron dos edi-ciones en poco tiempo y una tercera en 1741, bajo el título de Annales de l’Es-pagne et le Portuga. Se trata de una re-copilación histórica-descriptiva, en for-ma de relato de viajes, inspirada por la coyuntura de la Guerra de Suce-sión de España.. Más que un viaje fic-ticio se trata de una presentación or-denada y entretenida de noticias, útil no solo a eruditos, militares y comer-ciantes, sino también a un nuevo tipo de lectores. Utiliza profusamente los relatos antes citados y la obra, a su vez, conformará los posteriores.

Dedica a la descripción de Catalu-ña casi cincuenta páginas del tercer tomo. Describe sus ciudades más im-portantes y traza una semblanza de sus habitantes, a los que presenta como la-boriosos y acogedores con los extran-jeros. Solo les pone un pero: “Los ca-talanes son intrépidos, corajosos, activos, vi-gorosos y buenos soldados, pero un poco le-vantiscos”.

Colmenar narra la historia del Prin-cipado, deteniéndose en 1640, cuando sacudieron el yugo de su Rey y llama-ron a los franceses. Como escribe en

plena guerra, también cuenta la toma de la ciudad de Barcelona por los alia-dos en 1705. Varias son las peculia-ridades que destaca, desde la belleza de sus mujeres o el valor de los migue-letes, al hecho de que el pueblo no uti-lice vaso para beber, sino una botella, es decir, un porrón, cuya funciona-lidad y ventajas alaba. Pero sobre todo destaca su antipatía por los castellanos, que se extiende a sus reyes, cuyo yugo a penas respetan.

Recién terminada la contienda, no faltaron otros relatos, como el abate Vayrac, que escribió uno de los libros más difundido de aquellos años, L’Etat present de l’Espagne, cuya primera edición es de 1718. Un relato de viajes, dirigido a proporcionar información ac-tualizada y corregir muchos de los tó-picos acuñados hasta entonces. Criti-caba las fantasías de las obras de Mme d’Aulnoy, pero su deuda con ella, con las Delices, es indudable. También de-dica muchas paginas Cataluña, en el primer tomo. País “abundante en vi-nos y trigo” y el más poblado de toda la Monarquía, como ferviente partida-rio de Felipe V, desconfía de sus ha-bitantes: “Los catalanes tienen mucho inge-nio, pero por desgracia, no hacen buen uso de él. Su natural inquieto y caprichosos, les lle-va al exceso de ser tan celosos de su libertad que, para conservarla violan insolentemente todas las leyes divinas y humanas ( …), como se ha podido ver en la conducta que tuvieron en la última guerra en la que España se vio inmersa (..:)., abandonaron su rey legítimo y abrieron sus brazos al archiduque y le re-conocieron como rey, en perjuicio del jura-mento de fidelidad que juraron a Felipe V, de manera que después de haber mantenido durante nueve meses el fuego de su revo-lución con una extrema obstinación, se vieron reducidos a la cruel necesidad de entregarse a la clemencia de este generosos monarca que se ha contentado con privarles de los me-dios con que sublevarse de nuevo, despoján-doles de unos privilegios que no les servían más que para sustraerse a la autoridad real”

Irreconciliables enemigos de los cas-tellanos, “no soportan más que a duras penas, el yugo de su dominación y no dudan en hacerles sentir el efecto de su odio, cuan-do encuentran la ocasión propicia”

Los textos y autores citados no son únicos, y a ellos abría que añadir otros inmediatamente posteriores, igual-mente ricos, como el de Silhuette, pero

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tienen la virtud de que, convertidos en fuente de información fueron, recrea-dos no solo leídos, sino reutilizados en relatos de viajes posteriores, como los de Delaporte o Peyron.

EL TRAMPANTOJO DIPLOMÁTICO. En-tre la firma de la paz de Riswick en 1697 y la de los tratados de Utrecht, el asunto de mayor trascendencia de la di-plomacia de Luis XIV fue la sucesión y la guerra de España. Entre esas dos fechas hubo 1679 y 1700, hubo 12 re-presentantes, entre embajadores, ordi-narios y extraordinarios y enviados, al-gunos de los cuales se distinguieron por la calidad de sus informes y su inte-gración en la vida cortesana. Este fue el caso de Harcourt, Marcin y Amelot hasta 1709 y de los dos últimos, Bon-nac y Brancas entre 1711 y 1714. En esta relación también hay que incluir a Blécourt que, en su calidad de secreta-rio, estuvo a cargo de la embajada en tres veces. Todos estos diplomáticos habían desempeñado oficios previos, en la propia diplomacia o en el ejérci-to y, a excepción de Harcourt y el du-que de Gramont, provenían de la pe-queña nobleza, de toga o de servicio. No faltaron entre ellos los eclesiás-ticos, como el cardenal d’Estrés y su so-brino y sucesor el abate de Estrés, en-tre 1702 y 1704. Aunque hubo quien llegó, como Harcourt, ignorando todo del país, ytambien hubo quienes Bue-nos contactos en Versalles, vínculos fa-miliares con la diplomacia y, en algún caso, como Amelot y Brancas había te-nido un cierto contacto con España.

Los embajadores franceses, como era habitual en la diplomacia de la época, se dirigían diréctamente al rey, gra-duando los asuntos en orden de impor-tancia. De forma paralela y más bre-ve, también escribían al secretario de estado, Torcy y, con periodicidad casi similar, a sus amigos y deudos. Sus in-formaciones eran variadas, vertiendo en ellas tanto opiniones bien fundadas como los rumores que circulaban en su entorno, obtenidos unas veces a través de confidencias y otras de precio. No pocas damas participaban en esta red diplomática informal que iba más allá del propio destinatario.

Por razones de oficio, representantes oficiales y agentes de diverso tipo so-lían subrayar las dificultades de su mi-

sión y adaptarse a la visión que de la cuestión española tenían sus inter-locutores, mezclando con frecuencia información y opinión. Algunos alega-ban la lentitud y desconfianza de los españoles, para pedir paciencia a sus superiores por sus pocos logros. Otros animaban a Luis is XIV a gobernar en España como lo hacía en Francia, sino quería que la irresolución acabara im-poniéndose. Y todos de quejaban de “la indolencia española y el mal estado de sus negocios”, temiendo incluso las consecuencias “atar un cuerpo enfer-mo a un cuerpo lleno de salud”.

En este contexto, las alusiones a Ca-taluña, desde el testamento de Car-los II y hasta la crisis de 1709, fueron esporádicas en los momentos de bo-nanza y mucho mas frecuentes en las coyunturas difíciles, siendo conscien-tes de que el largo enfrentamiento franco- español había marcado espe-cialmente ese territorio. Y es que, he-chos tan recientes como la ocupación del Rosellón o el asedió de Barcelona, en el verano de 1697, eran fáciles de ol-vidar.

Una prueba de esta desconfianza fueron las reticencias de los agentes de Luis XIV ante la posible visita de Feli-pe V a Cataluña y la apertura de las Cortes. Pero la voluntad de Luis XIV se impuso y el nuevo rey estuvo allí entre el 24 de septiembre de 1701 y el 8 de abril de 1702. Juró las constituciones catalanas, salió al encuentro de su es-posa a Figueras y celebraron la boda en Barcelona, en un ambiente festivo y lle-no de entusiasmo. Respecto a las Cor-tes, conocemos la opinión del emba-jador Marcin sobre el Memorial pre-sentado por el Consell de Cent al mo-narca en el que pedía el fin de la in-tervención real en los procesos insa-culatorios de la Generalitat y el Conse-jo de Ciento, introducida por Felipe IV después de la guerra dels Segadors. Con prudencia, expresó lo inconve-niente de intervenir en una cuestión que no le concernía, pero no dejó de re-cordar la necesidad de que todos los súbditos del reyy, con independencia del lugar donde vivieran, tuvieran el mismo trato. Menos cauteloso fue en sus informes a Luis XIV, en los que atri-buía al carácter “republicano de los ca-talanes”, sus exigencias en las Cor-tes. Aunque como consideraba muy

importante para el prestigio del rey que se terminaran las Cortes, se mostró partidario de acceder a otras peticio-nes, tal y como sucedió..Propuso tam-bién medidas económicas para favo-recer la recuperación catalana, entre otras, la autorización para enviar dos barcos cada año desde Barcelona a América. Las negociaciones fueron du-ras, pero positivas para ambas partes,, favorecieron el pactismo, según la opi-nión de J. Albareda. Así lo reconoció el embajador Marcin, que alabó la sagaci-dad del rey francés al imponer que se cumpliera la práctica establecida. Y añadía: “Los catalanes, como todos los Pays des États, piden siempre el máximo de ven-tajas que pueden, entre las que se hallan mu-chas cosas razonables y que no procuran otra cosa que el bien del gobierno y de la policía del país. Hay otras que parecen afectar la au-toridad del rey, pero que, en el fondo, no tien-den más que a corregir los abusos que la au-toridad de los virreyes y los ministros caste-llanos han establecido en esta provincia des-de que no se han concluido Cortes, hace dos-cientos años. Los castellanos, por su parte, tienen una aversión insuperable hacia los ca-talanes. Creen ser los únicos buenos súbdi-tos del rey de España y se imaginan que cuan-do su Majestad tiene motivo para estar con-tenta con los otros es en perjuicio suyo, por-que quieren ser los únicos poseedores de todos los empleos y dignidades de los países de-pendientes de la monarquía española”.

La salida del rey hacia Italia y la pos-terior de la reina hacia Zaragoza se hizo en los mejores términos y la concor-dia se mantuvo durante los siguien-tes dos años.

Sin embargo en la primavera de 1705 las circunstancias cambiaron, sin que los agentes de Luis XIV ni las auto-ridades borbónicas fueran conscien-tes de ello. La firma del llamado Pac-to de Génova entre los representan-tes de la reina Ana de Inglaterra y los vigatans, por parte del Principado, en junio de 1705, supuso el inicio de la rebelión en favor del Archiduque. Dos meses más tarde la flota aliada, con el archiduque Carlos a su frente, inició el sitio de Barcelona. La ciudad capituló el 9 de octubre y el 7 de noviembre D. Carlos juraba las constituciones ca-talanas y convocó Cortes. Como la pro-paganda se encargó de recordar, los ca-talanes guardaban un mal recuerdo de la tutela francesa y las guerras de los

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últimos años había agudizado la hos-tilidad. Nada de esto era nuevo, pero la defección resultó una sorpresa, hasta el punto que el embajador Amelot, re-cién llegado, en su Memoria sobre los asuntos de España en 1705, no enfa-tizó la situación en Cataluña, ni en la corona de Aragón, porque el malestar era tan grave como general, y se pronos-ticaba que “habría una revolución”, si el archiduque llegaba a entrar en Es-paña. No hablaba de agravios concre-tos, sino de que, “se había perdido el res-peto debido a la majestad real y ese mal se ha-llaba extendido en las principales provincias en las que los discursos insolentes, los libelos injuriosos y la distribución de pasquines mos-traban claramente la mala disposición de los espíritus”.

Desde esta perspectiva, sus prime-ras medidas fueron nombrar un secre-tario del Despacho de Guerra y Finan-zas, restablecer las tropas y armarlas. Escrita poco antes de la perdida defi-nitiva de Barcelona, la Memoria con-trasta vivamente con las cartas que dirige a Luis XIV a primeros de octu-bre en las que le expresa su temor de que la rebelión se extendiese a Valen-cia e incluso a Castilla.

No eran estas las noticias que espe-ra Luis XIV, por más que no fuesen dis-tintas que las que le llegaban por otros conductos, y le disgustó especialmen-te el retraso en darle a conocer la pér-dida Barcelona, noticia que llegó antes a Versalles que a Madrid. Del aban-dono de la capital por parte de los re-yes, la corte y la administración en junio de 1706 ante la inminente entra-da del archiduque Carlos, si se en-teró puntualmente Luis XIV a través de los despachos. En ellos el embaja-dor se esforzó por contrarrestar la di-fícil situación con constantes alusiones a la fidelidad de los pueblos de Cas-tilla y Andalucía. Poco después tuvo que afrontar otra desagradable misión: preparar a Felipe V para na posible paz que incluiría, sin lugar a dudas, pérdi-das territoriales.

¿Y Cataluña? Desaparece temporal-mente de la correspondencia porque, como señala el el rey francés, su emba-jador estaba más volcado en la políti-ca interna que en las campañas mili-tares, y más atento al estado de opinión en Castilla que en los territorios arago-neses. Pero la victoria de Almansa cam-

bió radicalmente la situación. No solo se apresura a comunicarla, el propio 25 de abril, sino anticipa la inmediata con-quista del reino valenciano y el arago-nés y de sus capitales. El 13 de junio Amelot comunicó al rey francés el pro-yecto de supresión de los fueros, que califica de “barrera perpetua frente a la autoridad del rey” y “pretexto que los pueblos tenían en todo momento para eximirse de contribuir a las cargas del estado”. Que la victoria ha permitido llevar a cabo lo que de otra manera re-sultaba imposible, le resulta eviden-te. Listos los “nuevos reglamentos”, el perdón a los particulares, sin más pena que “verse unidos más particularmen-te a los castellanos” le parece, inclu-so, generoso. A partir de ese momento, no es Cataluña, sino el reino de Ná-poles y Milán lo que le preocupa, sobre todo, porque Luis XIV no quiere que informe a su nieto del abandono de este último, lo que le crea un dilema entre dos fidelidades. También le co-rresponde, en enero del año siguien-te, lograr que el rey de España, “con-sienta”, en el inevitable desmembra-miento territorial.

A partir del mes de agosto de 1708 la guerra en España y en Cataluña vuelve a ser objeto de especial atención por el nuevo desembarco allí de la flota alia-da. Pese a los graves contratiempos del periodo, desde la perdida de los ga-leones a la de Cerdeña o la agitación en Sicilia, el papel de Amelot resulta cada vez más pasivo, centrado en su papel de intermediario entre Luis XIV y Fe-lipe V, sobre quien se cierne la posibi-lidad de perder el trono de España y las Indias. La reapertura del frente portu-gués y la perdida de Menorca, añaden desgracias concretas a las posibles.

En una de las últimas cartas a Luis XIV, Amelot, da cuenta de que ha co-municado a los monarcas españoles las exigencias que se barajan para la ne-gociación de la paz. Y se hace porta-voz de la respuesta del rey: que no abandonará su corona mientras tenga “una gota desangre en sus venas”. Se queja de que, en momentos difíciles, haya habido de nuevo “demostraciones de mala voluntad”, tanto de gentes “vulgares”, como de “personas relevan-tes, descontentas con el gobierno”, pero no le inquieta su alcance. Mas le importa que no se tomara la plaza de

Tortosa, por no llegar ni artillería, ni los suministros que debían venir de Fran-cia. Al hacee balance de su gestión, destaca que, “si se desea contemplar sin prevención lo que se ha obtenido de la este-rilidad de España y de este inveterado letar-go de aquellos que la habitan, debe asombrar mas lo que se ha hecho que lo que se ha deja-do de hacer”.

En carta posterior, fechada el 7 de diciembre de 1798 y dirigida mada-me de Maintenon, Amelot, a modo de testamento político sobre su experien-cia española, hace una serie de refle-xiones sobre su misión y las dificulta-des de su doble servicio, al soberano francés y a los reyes de España. Lar-gas y muy pensadas, indirectamente las dirige a Luis XIV, de quien reconoce los esfuerzos hechos mantener a su nie-to en el trono y la obligación, natural e indispensable que tiene de conservar ante todo a Francia. Pero eso no debe impedir plantear que, a su entender, haciendo la paz a gusto de los enemi-gos, y colocando al archiduque en el trono de España e Indias, Francia nun-ca encontraría la seguridad que preten-de. Porque los holandeses y los ingle-ses dominarían indirectamente las In-dias y el equilibrio y la salvaguarda de la libertad de cada estado, depende-ría solo de la garantía que quisieran conceder sus enemigos. También ha-bla de España y, aunque reconoce los esfuerzos de generales y ministros para sacarla de su letargo, no han tenido todo el efecto que se pretendía, no puede dejar de admitirse que se ha pro-ducido un importante cambio Espa-ña. Más allá de estas cuestiones, hay una que debe sin duda tenerse en cuenta que es que, Luis XIV, con todo su poder, no pude suscribir la paz en solitario, porque los enemigos no lo aceptarán y está seguro de que el rey español se negara a hacerlo. No duda que los ministros franceses hayan tra-tado de estos s y otros problemas, pero recuerda que él tiene la ventaja de estar “sobre el terreno y mas instrui-do de lo que sucede todos los días” en Madrid.

Con su retirada del embajador y de las tropas francesas en septiembre de 1709 se cerraba un periodo de las rela-ciones hispano francesas agitado y lle-no de contradicciones, en la que sus re-presentantes fueron mucho más que

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eso por su intervención directa en la gobernación de la Monarquía. Su en-trada en el despacho supuso un conflic-to permanente con la alta nobleza es-pañola, que se sintió relegada ndel go-bierno, Marcin, los Estrées, Gramont, cada uno a su modo, llegaron conven-cidos de la necesidad de trasplantar a España el modelo francés, claramen-te opuesto al de la monarquía de los reinos. Amelot tampoco lo quería, por-que los identificaba con el gobierno de los consejos que consideraba ineficaz. Por eso planteamientos en 1707 es-tán tan claros. Quiso hacer reformas y comprendió que solo estrechando su relación con los ministros españoles, Grimaldo, Mejorada o Canales, podría emprenderlas..

Respecto a sus sucesores, su papel fue muy distinto. Blécourt, que no tuvo más título que el de enviado, que fue nombrado gentilhombre del rey, pero tuvo escaso peso en la corte y se limi-tó a presentar una serie de memorias sobre el comercio que no se llevaron a la práctica. Desempeñó su puesto hasta septiembre de1711 en que lle-gó el marques de Bonnac, un hombre relativamente joven, con experiencia militar, que había representado ya Francia en Suecia y Polonia. Su misión en Madrid se limitaba a conseguir de Felipe V la aprobación de lo que se es-taba negociando en Utrecht. A pesar de que mas de una vez se solicitó su inter-vención en asuntos españoles, se man-tuvo escrupulosamente al margen, pero por el contrario en 1712, jugó un pa-pel muy importante en la renuncia de Felipe V al trono francés, constatando con bastante lucidez que “la separación de las dos coronas” no dejaría de te-ner ventajas

Su sustituto el marqués de Brancas, que había combatido en España, había sido gobernador de Girona en 1712 y participado en las campañas milita-res junto al duque de Berwich. Dada esta experiencia, había solicitado el puesto el mismo, pero su situación en la corte fue difícil , ya que no tardó en indisponerse con la Princesa de los Ur-sinos y con Orry y debido a su relación con el duque de Orleáns, con el `pro-pio por Felipe V , que pidió su cese en marzo de 1714. Hasta entonces, le tocó seguir de cerca el sitio de Bar-celona y actuar de intermediario de los

desacuerdos entre Luis XIV y Felipe V sobre el mismo.

OBSERVAR PARA ACTUAR: LA MIRA-

DA COMPROMETIDA. Los diplomáticos en sus distintas categorías no eran los únicos agentes que actuaban al servi-cio del rey de Francia, ya que a su lado había otros agentes que, en distintos cometidos, complementaban la retícu-la informativa, contribuyendo eficaz-mente al asentamiento de la nueva dinastía en España. Es decir, además de los representantes oficiales y oficio-sos dependientes del ministro de asun-tos extranjeros, en el entorno cortesa-no inmediato de Felipe V llegó a ha-ber hasta 150 personas que constituían la familia francesa que servía a los re-yes. Además técnicos de distinto tipo los dos confesores reales, verdaderos ministros de culto, que desarrollaron una importante actividad cultural.

Dentro del primer grupo, el que ser-vía en las Casas Reales, destacan dos importantes figurases: el marqués de Louville y la princesa de los Ursinos. El primero, que tenía una personalidad destacada, según San Simón, se ganó la voluntad del rey y dejo escritas unas interesantes Mémoires secrets sr l’éta-blissement de la Maison de Bourbon en Espagne,(.Paris, Maradan Librai-re, 1818). Amigo de Fenelon y Beau-villiers, con ellos mantuvo una intere-sante correspondencia que, junto a sus Memorias, proporcionan una idea muy precisa sobre la corte española y las re-laciones entre los dos países, Formó parte del despacho en el que parti-cipan el embajador Horhourt, Portoca-rreo, Arias y Ubilla. Su autoridad se ejerció, sobre todo, en el interior del Palacio y, por ello, no le pasó desaper-cibida ni la fragilidad del rey, ni las fla-quezas de sus compatriotas, incluidos los más altos cargos. Louville llegó a Es-paña venía bien aleccionado por las Instrucciones, que le había dado el du-que de Beauvillier, en el plano políti-co y por las recomendaciones de Fe-nelon, dirigidas a completar la educa-ción del joven rey. Hombre de cierta cultura, no ignoraba la visión negati-va que prevalecía en Francia sobre la España de Carlos II y no pueda evitar que los juicios de valor afloraren en sus escritos. En una carta dirigida a Tor-cy, afirmaba que, los españoles, “ca-

recen de vigor, son incapaces de poner-se en movimiento para servir al rey”. Lo cual, siendo grave, no lo es tanto como el que no le amaran y recelaran de los franceses. También desconfia-ba de la alta nobleza y recomendó des-de el primer momento sustituirlos en el gobierno.

Fue con motivo de la boda real cuan-do Louville entró en relación con Ca-taluña, ya que le correspondía ocupar-se de ciertos aspectos del ceremonial de la boda. Se trasladó a Barcelona con el rey, formando parte del despacho y esto e permite presenciar en Bla aper-tura de las cortes, cuya reunión había desaconsejado. Pensaba que hacerlo después de tanto tiempo era teme-rario y que, además, ni siquiera desde el punto de vista financiero serían d útiles, ya que “es raro que estas asam-bleas que empiezan con vivas, termi-nen en subsidios”. En una situación como la española, en la que había habi-do tantos abusos, esa vía de reclama-ción al rey, podían arrancar concesio-nes, lo que supondría “unir al emba-razo de un nuevo reino, el de una revo-lución”. Sin embargo, dado el carác-ter “celoso de sus privilegios” que ca-racterizaba a Cataluña, pese todo, qui-zás fuera más conveniente acceder a la petición.

No es fácil saber que pensó sobre la ciudad que lo acogía, pero las fies-tas que acompañaron las bodas reales, los adornos y la activa participación de la nobleza, debieron tranquilizar-le. Desde luego que su visón de Ca-taluña tenía mucho que ver con la difí-cil relación que había mantenido con Francia y con el desagrado que le pro-ducía cualquier atisbo de “revolución”, ya fuera entendida como desacato al rey o como desorden social. Su sen-tido del servicio y la autoridad, que tan bien se manifestó en relación con la no-bleza española, y su prevención con-tra los obstáculos que pondrían los es-pañoles, le hacían ser poco propicio al mantenimiento de un sistema, el de los consejos, en el que la presencia fran-cesa no tenía cabida, por la abierta opo-sición de sus miembros a la interven-ción francesa en asuntos de gobierno. Al final de su estancia en España, en 1703, Louville no había cambiado su opinión sobre los españoles y lamenta-ba que se perdiera el tiempo intentan-

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do reformar la monarquía con su acuer-do. Comsederaba que su apoyo al rey Borbón no era sincero, sino estratégi-co, dirigido a impedir un reparto te-rritorial prácticamente inevitable.

Desde otros planteamientos y con mayor trascendencia por la larga du-ración de su estancia, la Princesa de los Ursinos también en había vivido el am-biente festivo d ela Barcelona de las bo-das reales y tampoco se le escapó la im-portancia de la convocatoria de las Cor-tes, ni que estas llagaran a feliz tér-mino. Conocía bien España, donde ha-bía llegado al poco de la muerte de Felipe IV, acompañando a su marido. Había aprendido español, hecho amis-tades y merecido la protección de la re-gente y del P. Nithard, lo que hizo que se marcharse a Venecia, al poco de la llegada de D. Juan José de Austria. Du-rante su residencia en Romna, ya viu-da, siguió tratando al P. Nithard, y allí contrajo un nuevo matrimonio, con el duque de Bracciano, jefe de la casa de los Orsini, en 1675. Su buen cono-cimiento, además del francés, del es-pañol y el italiano, pronto hicieron de ella una buena mediadora entre las tres cortes. Cuando cuestiones con-yugales le obligaron a volver a Paris, allí se quedó por in tiempo, consolidando amistades despertando el interés de Luis XIV por su “esprit” y “politesse”, y su buen conocimiento de los nego-cios extranjeros. Otra vez viuda y en Roma, al conocer la sucesión francesa y el proyecto de matrimonio entre Feli-pe V y Maria Luisa Gabriela de Sa-boya, se postuló para acompañarla..Ale-gó sus méritos y sus amistades, en-tre otras la de Portocarrero. Consi-guió el apoyo de Madame de Main-tenon, la aceptación de Torcy y final-mente, a sus casi sesenta años, Luis XIV pusiera en sus manos guiar los pri-meros pasos de una niña reina en un reino extraño.

Su estancia en Barcelona fue tranqui-la, sin ninguna alusión a otros hechos que los propios de su misión: paseos, di-versiones, ceremonias, en los que inten-taba iniciar a los cortesanos en las cos-tumbres francesas. Ganarse la confian-za de su regia pupila y sacar a Felipe V de su mutismo era su mayor preocu-pación. Entonces inició su correspon-dencia, con el rey, los ministros, sus amigas, Mme Maintenon y Mme de

Noailles, además de cortesanos, pre-lados, militares o artistas, en la que va desgranando un cuadro vivo, no exento de ironía, de la corte española y sus principales personajes. Pero sus car-tas, van pasando de ser una crónica mundana a convertirse en un testimo-nio de problemas de marcado matiz po-lítico. Su primera misión fue acompa-ñar a la reina durante la celebración de las Cortes de Aragón y, tras la proble-mática clausura, organizar su vida en el Alcázar, donde Portocarrero y el mayor-domo mayor, la recibieron solo con cor-tesía. Del círculo francés madrileño hay una persona, Orry, a quien Torcy ha pe-dido que apoye, con la que se entien-de sin problemas desde el primer mo-mento. Sus objetivos son los mismos: la instauración de un gobierno personal del rey, sin interferencias de los con-sejos, ni de la nobleza, pero hacerlo con prudencia, aprovechando en lo po-sible instituciones y con el apoyo de algunos españoles.

De anti francesa la tachó el carde-nal d’Estrés, secundando las opiniones de Louville. Con su sobrino no le fue mejor y, desde luego, la nobleza y el consejo de Castilla. hicieron lo posi-ble para recortar su influencia. Ni si-quiera la llegada del duque de Berwick le sirvió de apoyo para mantener la confianza de Luis XIV, de manera que en la primavera de 1704 su salida de España estaba decidida, pese a la opo-sición de la reina española.. Antes de partir, por mano de su secretario, D’Augbigny, redacta una Memoria so-bre los asuntos de España, para evitar futuros malentendidos. En ella habla de la necesidad de dar forma definiti-va al gobierno, de evitar las intrigas y, sobre todo, tranquilizar a la nación española sobre las intenciones de Fran-cia. Dado los inconvenientes del carác-ter del rey y la confianza que siente por su esposa, considera urgente definir el papel institucional de la reina.

De cómo recuperó el favor de Luis XIV, utilizando sus amistades y muy es-pecialmente, el apoyo de Madame de Maintenon, no ha lugar de hablar aquí. En cualquier caso en enero de 1705 su vuelta a España está decidida, así como las condiciones que impone, el cambio de embajador, que será Amelot, y el re-torno de Orry.. El recibimiento de los reyes le hizo comprender que su fa-

vor seguía intacto y así se apresuró a co-municarlo no a Torcy, sino a Madame de Maintenon que será a partir de en-tonces su cauce para llegar al monarca. En octubre, antes de conocer la en-trada del archiduque en Barcelona es-cribe: “Nos encontramos ante una crisis tan violenta como peligrosa, es decir, en víspe-ras de una batalla en Extremadura contra enemigos, una vez más, más fuertes que noso-tros, y sin saber nada seguro sobre que es lo que ocurre en Barcelona, mientras que la revuelta se hace casi general en Cataluña y co-mienza a infestar el reino de Valencia ty el de Aragón”.

Mientras Amelot solicita refuer-zos militares urgentes, ella intenta con-vencer a Madame de Maintenon de la importancia de poner fin al sitio de Barcelona. Después de la capitulación, sigue confiando en que la llegada de socorros puede cambiar la situación y que “la desgracia que nos ha sucedi-do de perder Cataluña” reportará, in-cluso, ventajas. Al tiempo, expone a Torcy con toda franqueza la evolución desfavorable de los sentimientos espa-ñoles respecto a Francia. ¿Cómo juzga la insurrección? ¿Defensa de privilegios o rechazo dinástico? Ambas visiones se combinan en sus cartas, pero su des-cripción de Cataluña como tierra de “matorrales llenos de una canalla faná-tica”, deja ver que percibe bien el ca-lado social de las cuestiones políticas que están en juego.

Por el contrario, la salida precipi-tada de la corte con la reina y el gobier-no ante la llegada del Archiduque, le permiten apreciar las demostracio-nes de fidelidad de los castellanos, de manera que al volver a Madrid, escribe: “En fin, madame, hay que con-venir en que no hay mejor pueblo que este de Castilla, y que si hubiera la misma probi-dad en aquellos que deberían dar ejemplo a otros, los enemigos perderían pronto cual-quier esperanza de conquistar España por los mismos españoles”.

Su decepción inicial sobre los espa-ñoles se fue polarizando en la actitud de cierta la nobleza, abriendo paso a la percepción más real de un pueblo digno de”tener por rey a un hijo de Francia”. De ahí su miedo a una paz prematura.

Su alegría al comunicar personal-mente la victoria de Almansa a los re-yes, con prudencia para no emocionar

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a la reina embarazada, le hace escribir con entusiasmo a Mme de Maintenon que, a partir de ese momento, Felipe V es “verdaderamente, rey de España”.

Sin embargo, los años posteriores, muestran la fragilidad de la situación y la amenaza en forma de paz que se cier-ne sobre sus reyes. Porque si Mme de Maintenon le produce “tanto horror como la guerra”, a ella le parece una de-rrota antes de tiempo. Su decepción, cuando en abril, Luis XIV comunicó a su nieto su resolución de firmarla, es tan grande, como su tranquilidad ante el fracaso de las negociaciones. Como buena francesa, sufre lo que no duda en llamar “la duplicidad política de su rey” y no tiene respuesta ante los que claman contra un rey que ha aban-donado a su nieto. Que Madame de Maintenon le acuse de no ser ya fran-cesa y le reprocha meterse demasia-do en asuntos políticos, siendo mujer, es también una decepción.

En la vida de la princesa, Cataluña se cruzó muchas veces, unas veces por que los retrocesos en la ofensiva contra ese territorio, resucitaban en Versa-lles el fantasma de la abdicación de Fe-lipe V. Otras veces porque como acom-pañante obligada de los reyes, podía seguir de cerca como la guerra cambia-ba lo que en la paz parecía inamovi-ble. En Zaragoza estaba ,acompañando a la reina y al príncipe de Asturias, cuando por segunda el rey abolió los fueros aragoneses e impuso las leyes castellanas, ante la inquietud de Luis XIV que temía una nueva insurrección en ese territorio. Medidas que la prin-cesa, muy compenetrada con el equipo de gobierno que las tomó, ni cuestionó ni temió.

Cuando convertido en heredero de los territorios patrimoniales de los Habsburgo y del Imperio, el archidu-que no solo no abandona Cataluña, sino que recibió refuerzos que obligaron a Vendome y Noailles a demorar el si-tio de Barcelona, la Princesa se asom-bró no de que se resistiera a marchar-se, sino de una Cataluña que sacaba fuerzas de flaquezas, de manera que “no se ve de su parte mas que mala fe, cuando cree haber recuperado cier-ta superioridad”. Mas que una abso-lutista convencida, es una mujer con verdadera vocación política y que, como escribe el marqués de Bonnac

a Luis XIV, tranquilizándole sobre su comportamiento, sus propósitos son buenos, porque “su corazón está en-teramente con los reyes de España” ..

Hasta las negociaciones de Utrech, la Princesa nunca pensó en su retito, pero entonces, la promesa de cederle una soberanía en los Países Bajos españo-les que le había hecho Felipe V, apare-ce en su horizonte. Cuestión que se irá haciendo cada vez más difícil porque se enreda en todas las negociaciones y que acabará convirtiéndose en una mo-neda de cambio. Con Lexington, el en-viado de la reina Ana, que le promete el apoyo de la soberana a su pretensión a cambio de apoyo para las ventajas co-merciales y políticas que solicita. Mas tarde, ante la negativa de Felipe V a que los catalanes conservaran sus privile-gios, en forma de influencia para cam-biar su parecer, ignorando que no po-día aconsejar algo que estimaba iba contra su concepción del poder real y el prestigio de la realeza. El mismo Tor-cy, en enero de 1713, pretendió valer-se de su mediación para lograr una ma-yor flexibilidad del rey español en este tema. Su negativa fue tajante: no solo considera inoportuna la sugerencia, porque los reyes reaccionaban violenta-mente ante cualquier alusión a esos “traidores que habían rehusado por dos veces la amnistía que se les había ofre-cido”, sino porque a esas alturas no pen-saba que el apoyo de Francia fuese más desinteresado que el de Inglaterra.

A mediados de abril de 1713, Fran-cia firmó en Utrecht los tratados se-parados con las potencias aliadas me-nos el Imperio y, con ello, Felipe V fue reconocido como monarca legítimo de España y las Indias. Aparentemente, la cesión de la soberanía para la prince-sa de los Ursinos quedaba incluida en el de las Provincias Unidas, pero nun-ca se hizo efectivo, por las reticen-cias de Holanda y la oposición de Aus-tria.: La carta que Villars escribe el 31 de diciembre de e1714 a Luis XIV es muy clara: “El príncipe Eugenio quiere ha-cer depender la soberanía de la princesa de los Ursinos de la restitución de los privi-legios de los catalanes”.

El rey francés sabía bien que Felipe V no podía aceptarlo y ella también. Por mucho que Madame de Manteinon pretenda consolarla haciéndole ver que el tomar Barcelona sin compromisos,

permitirá al rey establecer mejor la tranquilidad de todo el reino , se sien-te abandonada por Francia y empieza a actuar con absoluta independencia. ¿Es el nombramiento de Orry como vee-dor general., a pesar de que Luis XIV le había negado su autorización para aceptar este cargo, fue una muestra de ello? Así parece sugerirlo Madame de Maintenon, desconcertada por lo que pasa en España: “Estoy demasiado impli-cada para no deciros que es difícil justifica-ros sobre lo que, en el presente, esta pasan-do en España. M. de Bergueik alejado; M. de Brancas en desgracia; M. de Berwick, re-chazado; Orry a la cabeza de todos los asun-tos; pocos españoles en el consejo; mucho de los cargos principales sin cubrir; la forma de gobierno absolutamente cambiad; el rey ence-rrado. En todo o esto, señora es en lo que se ocupa actualmente nuestra corte, con senti-mientos muy diferentes”.

A las quejas de Felipe V para que se cumpla su promesa, Luis XIV respon-de con un argumento bien conocido, que en el proyecto del tratado de Ras-tadt está incluida, pero que el empera-dor quiere a cambio la paz en Catalu-ña. . Madame de Maintenon, va más alla y vincula directamente la firma de la paz con el fin del asedio a Bar-celona: “Sabeís bien que es lo que en este mo-mento retrasa el sitio de Barcelona. El rey no desea nada tanto como ver a Cataluña some-tida; pero se ha comprometido a que el rey su nieto firme la paz con Holanda”.

Finalmente España firma el tratado con Holanda el 26 de junio de 1714. El 12 de septiembre, Barcelona capitu-la. El 30 de septiembre, escribe des-de El Pardo: “El rey de España les impon-drá las leyes que le plazcan, puesto que el será dueño de los reinos de los que sus predeceso-res y el mismo no tenían casi mas que el nom-bre de un monarca absoluto”.

La perdida de todos los privilegios ca-talanes, era la consecuencia inevitable de toda rebelión. Que su soberanía hu-biera servido de pretexto, era un juego más del destino. Así Terminó la relación discontinua de la Princesa de los Ursi-nos con Cataluña. Tres meses más tar-de también lo hará su relación con Es-paña. Para mayor paradoja, la causa fue la voluntad de una reina a la que se le ha-bía reprochado apoyar durante las nego-ciaciones matrimoniales.

Si hay hubo un personaje cuya im-pronta en la política española fue deci-

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siva en los años de la guerra este fue Jean Orry, un francés nacido en 1652, cuyos ascendientes directos eran hom-bres de negocios, con ciertos vínculos con la administración. Su padre fue el último en dedicarse al comercio y el primero en detentar un oficio propia-mente hacendístico que fue concilian-do con la adquisición de títulos y ofi-cios cada vez más honrosos, ascenso so-cial que prosiguió su hijo. El mismo, que tenía la licenciatura en leyes, nun-ca pensó, en ser letrado, pero supo sacar partido de su formación jurídica a la hora de redactar sus memorias y en sus pleitos. Saint Simon trazó de él una imagen poco benévola, “rat de cave” y “fripon” le llamó, pero para el du-que este burgués enriquecido que co-ronaba su carrera sirviendo al rey, era el prototipo que mas detestaba. Sus dos matrimonios consolidaron esta trayec-toria, y con su cuñado, que era ca-pitán general de artillería, llegó a Es-paña durante la guerra de la liga de Augburgo como aprovisionador de sus tropas. Ya antes había trabajado como empresario en la construcción del acueducto de Maintenon, y en el apro-visionamiento del ejército de Italia. Fue entonces cuando entró en contac-to con Pontchartrain, entre cuya clien-tela figurara. Entre 1701 y 1713 se con-virtió en uno de sus administradores, antes de asumir las funciones de vee-dor general de España. Su estancia es-pañola fue discontinua y no estuvo exenta de dificultades. Hizo una pri-mera visita en el verano de 1701; una estancia más larga, pero interrumpida en varios ocasiones, que terminó en agosto de 1704 con su caída en des-gracia. Volvió en abril de 1705 y se mar-cho en junio de 1706. A petición de Felipe V, estuvo a su servicio entre mar-zo de 1713 y su salida definitiva en fe-brero de 1715.

En 1701 Luis XIV le escogió para ha-cer un diagnóstico de las finanzas espa-ñolas y proponer posibles remedios. Se necesitaba “un individuo inteligente en materia de hacienda”, y cumplía ambas condiciones. Que las malas prác-ticas corroían las finanzas españolas, ya fuera en forma de corrupción o de ve-nalidad, lo sabía el monarca francés por los informes de sus embajadores: “Hay tantos consejeros de Hacienda como recauda-dores en Francia, escribia Harcourt en febre-

ro de 1700, y no hay nadie que sepa cuantas rentas tiene el rey y menos cuando gasta”.

De ahí que en sus Instrucción Mar-cin o, más tarde, a Gramont, abordara el problema, achacando la responsabi-lidad a los cargos de la administración,. Ya fuera la misión de Orry “restablecer la hacienda”, o reanimar “una monar-quía arruinada”, en los términos em-pleados por los ministros franceses, y por el propio Orry, la idea de “reme-dio” prevalece sobre el de decadencia.

Fue en Barcelona, en diciembre de 1702, donde terminó su memoria sobre los Medios de remediar el estado pre-sente de los negocios del rey de Espa-ña, en ella, aunque en realidad se cen-tra exclusivamente en Castilla y las Indias, demuestra que conoce bien la estructura de los reinos y la fuerza de sus instituciones. Escribe: “Es un mal que el rey haya estado en Cataluña y vaya a Aragón a reunir las Cortes, lo que no le cubri-rá ni los gastos de su viaje y se compromete-rá más de los que debe conceder. Sería ne-cesario examinar los privilegios y los cargos antes de S.M. prestara el juramento, para hacerlo con conocimiento de causa”.

No era fácil para un súbdito de Luis XIV entender que los impuestos es-tuviera condicionado al consentimien-to de lo que equivalía a los estados ge-nerales en Francia y, menos, que ni si-quiera pagasen lo que debían: “El rey no saca ninguna renta de Aragón, Cata-luña, Valencia y Navarra, por los privi-legios considerables concedidos y confirma-dos a sus Estados Generales (Cortes), so-bre los cuales el cree se han producido amplia-ciones considerables y muy perjudiciales al rey, que el dice que no ha examinado por-que la coyuntura presente no le ha permiti-do dar su parecer sobre ello”.

Que la estructura de la propia monar-quía era la clave, y su propósito, aca-bar con el desequilibrio. Sabía que cambiar el sistema recaudatorio no era una cuestión económica sino política, es decir, que “el arreglo de la admi-nistración de hacienda depende ab-solutamente de la reforma imprescin-dible del gobierno”.

Con apoyos fluctuantes en Francia y una clara oposición dentro de la cor-te española, hasta su encuentro con la princesa de los Ursinos en su se-gundo viaje, actuó en solitario. Desde entonces, la relación entre ambos fue firme y continua a lo largo de todo el

periodo. Aunque Orry no formaba par-te de la junta, despachaba con él rey, que le apreciaba mucho y con los secre-tarios y, por entonces, se forjó su amis-tad con Grimaldo, Se ha hablado mu-cho del ideario colbertista de Orry o, simplemente, mercantilista. Pero más allá de los principios económicos, lo que le asemejaba al ministro francés, era una visión racional del poder al ser-vicio del soberano. Se quejaba de los consejos; consideraba “un mal” los pri-vilegios aragoneses y quería introdu-cir un tesorero independiente del con-sejo de Hacienda y un secretario de Guerra que solo rindiera cuentas a la rey.. Su salida en 1704 no impidió que se pusieran en marcha algunas de sus propuestas, introduciendo nuevas imposiciones, no solo para los caste-llanos, sino en Cataluña y Valencia.

Su vuelta fue una exigencia de la princesa y supuso la posibilidad real de poner en marcha muchos de sus pro-yectos.. Debía actuar en concierto con el embajador francés y limitarse a los asuntos que señalaba la Instrucción que le acompañaba. Lo primero fue sencillo, ya que su relación con el em-bajador Amelot funcionó bien. Para conciliar lo segundo tuvo que redactar, antes de dejar Francia, un largo memo-rial sobre el estado de España en 1705, exponiendo sus propósitos. Reformar el despacho, transformar el l sistema de consejos para evitar dilaciones, susti-tuyendo a los nobles por letrados, e in-troducir intendentes, que debían ser “gente hábil y llena de probidad” eran las claves para restablecer “la autori-dad de Felipe V”.

En el verano de 1706 fue llamado a Francia para resolver un problema y ya no volvió hasta 1713, durante las ne-gociaciones de Utrecht y al servicio del rey de España. Entonces continuó sus esfuerzos para sanear la administración de la Hacienda y emprendió una refor-ma institucional de gran calado diri-gida a concentrar el poder en manos del rey y cuatro secretarios del despacho.s. Como supervisor de todos, estable-ció una Veeduría general para la hacien-da y el comercia y un consejo o gabi-nete integrado por todos los secreta-rios..La reforma ministerial, sin embar-go, debía esperar al fin de la guerra de Cataluña, demorándose hasta fi-nales de 1714.

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Desde luego que Orry siguió muy de cerca la última de las campañas cata-lanas. Una de sus disposiciones fue im-poner nuevas contribuciones, las quin-cenazas, qu provocaron protestas. Si no inspiro los decretos de Nueva Planta se ajustaban a su criterio, aunque cuando se publicaron el 28 de noviembre de 1715 para Mallorca y el 16 de enero de 1716 para e Cataluña, estaba ya fuera de España.. Su compromiso con el rey, las reformas y la impronta de alguna de ellas no impidieron que Orry emitie-ra con frecuencia los mismos tópicos que sobre España y sus habitantes cir-culaban por buena parte de Francia, re-lativos tanto a su historia como a su idiosincrasia.

LA GUERRA QUE CIEGA. Pero esta unión sería incompleta sin abordar, aunque sea brevemente, la visión de aquellos fran-ceses, curtidos en los muchos conflictos bélicos, que se fueron sucediendo al mando de las tropas francesas al ser-vicio de Felipe V y de las tropas fran-cesas que combaten en su apoyo. Maris-cales experimentados, hombres que alternan las armas y la diplomacia, des-de luego, cortesanos capaces de intrigar y mediaren favor de sus amigos. Ese fue el caso del conde de Tessé, René de Froulay. Un militar al servicio de Luis XIV que participó en la invasión de los Países Bajos en 1672 y fue ascendien-do en el transcurso de las posteriores campañas. También actuó de diplomá-tico, negociando la paz con Víctor Ama-deo II de Saboya, lo que le valió en 1696 el cargo de caballerizo mayor de la du-quesa de Borgoña. Después de defen-der Mantua en 1702, fue enviado al año siguiente a España, sustituyendo a Berwick como jefe del ejército borbóni-co dos años más tarde. Fracasó en el si-tio de Gibraltar y en el frente portugués, participó en el asedio de Barcelona de 1706, igualmente sin éxito, junto con el duque de Noailles. Fue testigo de pri-mera línea del desmoronamiento de la lealtad borbónica en la Corona de Ara-gón y del entusiasmo que suscitaba el recién proclamado Carlos III: “Tengo ante mí, escribe a la duquesa de Borgoña, a Ca-taluña en adoración del pequeño soberano que se ha dado; a mi derecha el reino de Valencia completamente alterado y en medio, el de Ara-gón que pretende estarlo, rechaza todo y que nos inquieta”.

Gozó de la confianza de la reina es-pañola y de la princesa de los Ursinos, a la que ayudó en su primer destierro y con la que intercambió cartas, en oca-siones, muy ingeniosas. Sus fracasos en la Península se compensaron al lograr que el príncipe Eugenio levantara el sitio de Toulon, en 1707. Fue nom-brado embajador en Roma al año si-guiente y 1723 volvió a España como embajador, interviniendo para que Fe-lipe V volviera a ocupar el trono a la muerte de Luis I.

Las trayectorias del duque de Vendô-me y del de Noailles, fueron más es-trictamente militar. Formado el prime-ro desde muy joven en el ejército y mariscal de Francia, .. durante la Gue-rra de Sucesión participó en varios frentes y finalmente en España de 1710 a 1712. Destacó en la batalla de Brihuega en diciembre de 1710, en la que derrotó completamente a los bri-tánicos del general James Syanhope.. Consiguió por la princesa de los Ursi-nos que Felipe le concediera el trata-miento de Su Alteza, como miembro de la familia real. Murió en Vinaroz, tras haber sido nombrado virrey de Ca-taluña y comandante en jefe del ejérci-to español. Sus restos reposan en el El Escorial. Adrien Maurice de Noai-lles, por su parte, participo en la guerra entre 1710-1713, comandando la inva-sión francesa del norte de Cataluña que, en 1711, finalizó con el asedio de Gerona. Igualmente estuvo el du-que de Orleáns, que era sobrino de Luis XIV, y que conquistó Valencia con ayuda de Berwick. También parti-cipó en la toma de Játiva y en el sitio de Lérida. Su pretensión de remplazar a Felipe V, que non tuvo consecuen-cias, le acarreó la animadversión de Luís XIV que le mantuvo a retirado de la corte hasta la muerte. Se pro-clamó regente del reino en 1715

Más constante fue la presencia de James Fitz-James, duque de Berwick en Inglaterra,, de Fitz-James en Fran-cia y de Liria y Jérica, en España. Era hijo ilegítimo del Duque de Cork, des-pués Jacobo II, y de Arabella Churchill, hermana del duque de Malborough. Recibió una educación católica en Francia y cursar estudios en el cole-gio jesuita de la Flèche. Cuando su-bió su padre al trono se encontraba en París y se decidió por las armas, entran-

do al servicio de Carlos, duque de Lo-rena. Hasta 1688 en que se exilio en Francia, alternó honores y cargos en In-glaterra, con su participación en la gue-rra contra los turcos, tomando parte en a reconquista de Budapest y en la ba-talla de Mohács, en Hungría. Después sirvió en el ejército francés en la Gue-rra de los Nueve Años contra las fuer-zas aliadas al mando de Guillermo de Orange, rey ya de Inglaterra

Al fallecer sl rey Jacobo en 1701, como no podía aspirar al trono britá-nico por ser hijo ilegítimo, decidió nacionalizarse francés e integrarse en la corte de Luis XIV. A su servicio estu-vo desde el comienzo de la guerra de Sucesión, combatiendo en Flandes, a las óordenes del duque de Borgoña. A comienzos de 1704 fue enviado a Espa-ña al mando de un gran ejército con el encargo de rechazar la ofensiva del ejército anglo-holandés que, con el archiduque al frente, avanzó hacia Ex-tremadura . Sus Memorias reflejan bien esta primera experiencia espa-ñola, así como su desconfianza respec-to a los mandos militares autóctonos, con excepción de Villadarias. También el ambiente de intrigas y rivalidad que existía entre los franceses en la pro-pia corte. Su nombramiento había con-tado con el apoyo de la Princesa de los Ursinos, a la que había conocido en Roma en 1698, pero procuró no im-plicarse su enfrentamiento con el aba-te d’Estrés. Tampoco le gustaba Orry, ni tuvo el favor del nuevo embajador, duque de Gramont. Los propios reyes, por distintos motivos, le distinguie-ron sin apreciarle y hasta el secreta-rio Ubilla le miraba con desconfianza. Bien fuera debido a su carácter frió y silencioso, o al cansancio por tener que luchar en dos frentes, el del campo de batalla y el de la retaguardia, su cese no pareció afectarle. Su nuevo destino fue el sur de Francia, donde debía reprimir la revuelta de los comisards, los calvi-nistas franceses sublevados en el Lan-guedoc. Contra ellos aplicó una dura política represiva que descabezó el mo-vimiento y allí conoció el triunfo aus-tracista en Cataluña, durante el oto-ño de 1705. En la primavera de 1707 Berwick volvió a España al frente del ejército franco-español en una ofensi-va dirigida a recuperar Valencia, siendo el artífice de la victoria de Almansa.

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También entró en la capital, Valencia, pero entonces ya no estaba al mando de las tropas, sino Orleáns, bajo cuya au-toridad participó en la toma de Játiva y en el sitio de Lérida. Su campaña espa-ñola le valió de Felipe V el título de du-que de Liria y Jérica, el 13 de diciem-bre de 1707, el nombramiento de Grande de España y la condecoración de la Orden del Toisón de Oro.

Ya con anterioridad, con motivo de la pérdida de Barcelona, Berwick había criticado la la mala política de las cor-tes borbónicas, no solo en el plano mi-litar sino político, como probaba la in-tensa propaganda que había prece-dido la perdida de la ciudad. En su trayectoria militar nunca se había mos-trado como un hombre complaciente con los vencidos, si bien, como Estuar-do que era, diferenciaba el trato que merecían sus compañeros de profesión, muchos de los cuales habían comba-tido a su lado en otras contiendas o eran parientes, como su tío el duque de Marlborough, y las tropas regulares que mandaban de la consideración que merecían los insurgentes religiosos, los “fanáticos” , como era el caso de los ca-misards, o quienes se rebelaban con-tra la autoridad legítima del rey. Y esta dualidad se manifestó bien durante la contienda española en la que hubo buenas palabras, pero también ciuda-des saqueadas, como Orihuela, por mas que dijera que fue a su pesar. De ahí que, al entrar en Valencia, no solo im-puso el desarme general y un cobro ex-traordinario de impuestos, sino que dejó muy claro a los representantes del reino que tras la rebelión y conquista no había mas fueros que los que el rey quisiera conceder, porque “Este reino, , ha sido rebelde a S.M. y ha sido conquis-tado, habiendo cometido contra S.M. una grande alevosía”.

Pero lo que le distinguió de otros je-fes militares, pese a su victoria en Al-mansa, fue su resistencia a entablar ba-tallas o a sitiar plazas que no viera fá-cil rendir, no la práctica habitual del sa-queo.

Entre 1708 y 1712 su ir y venir por distintos escenarios, Rhin, Países Ba-jos o la frontera italiana, fue constan-te. Pero nunca olvidó la causa jaco-bita, tanto con motivo de la fracasada expedición del pretendiente a Escocia en 1708, como sugiriendo a Torcy, en

1710, un desembarco de tropas france-sas allí. Hombre de guerra, siempre mantuvo su interés por la de España, enviando, cuando estuvo en el frente alpino, algunos refuerzo, pero sin inter-venir directamente.. Supo de los triun-fos de su rival Vendôme en Brihuega y Villaviciosa, y asistió como par de Francia a la renuncia de los Borbones franceses a la sucesión española en 1712. Finalmente a finales de ese año fue enviado de nuevo a la frontera ca-talana para impedir la reconquista de la plaza de Gerona por las tropas austria-cas. Cumplió con éxito su cometido e hizo publicar un edicto de perdón ge-neral a los pueblos y fusileros de mon-taña que abandonaran las armas. Poste-riormente partió a Francia para las ne-gociaciones del Tratado de Ultrecht, aunque Cataluña distaba de quedar pa-cificada. Con el propósito de termi-nar con esta última resistencia, Ber-wick cruzó la frontera de nuevo en ju-nio de 1714, dirigiéndose hacia Bar-celona. Su nombramiento, que fue una decisión personal de Luis XIV, no gus-tó ni a la princesa de los Ursinos ni a Orry, que hubieran preferido a Tessé, pero debieron conformarse. El por su parte, tuvo que esperar a que se ma-terializara la paz con Holanda y confor-marse con las Instrucciones que le en-vió Felipe V, cuyo rigor le disgustó. La idea del rey de aplicar a los rebeldes el “máximo rigor según las leyes de guerra” y hacer con ellos un escarmien-to de cara a futuras rebeliones, le pare-ció equivocada, así como las compen-saciones y gravámenes que debían pa-gar. Sabía que la inquina había aumen-tado por “la mala voluntad de las nego-ciaciones secretas que esos rebeldes mantienen con mis enemigos”, tratan-do de lograr apoyos o de resucitar, la guerra general, lo que constituía “un agravio más a añadir a los muchos re-cibidos”. Pero a Berwick esa actitud le pareció “tan poco cristiana e inclu-so tan contraria a los intereses de S.M. Católica” que, de inmediato, escribió a Luis XIV para que le hiciera llegar las suyas, como efectivamente hizo, deján-dole en libertad de obrar como le pare-ciera más conveniente. Al mismo tiem-po encareció a su nieto que modera-ra sus impulsos y concediera a los habi-tantes de Barcelona una capitulación razonable.

El desarrollo del sitio y el compor-tamiento del duque durante el mis-mo son bien conocidos, entre otras fuentes, a través del relato de uno de los sitiados, Francisco de Castellvi. Su sangre fría y su irritación ante lo que re-conoció como “vigorosa resistencia”, lo mismo que sus esfuerzos para que la ciudad se rindiera, más en considera-ción de sus propias tropas que de los asaltantes, estuvo en la línea de sus an-teriores comportamientos. En sus Me-morias, Berwick lamentó que no se hubiera empleado un lenguaje más me-surado, tras la salida de los imperiales de Barcelona , lo que hubiera facili-tado su capitulación, pero “como Madrid y el duque de Populi no hablaban en público sino de horca y saqueo, las gentes montaron en cólera y desecharon toda esperanza”.

En la madrugada del 11 de septiem-bre de 1714, las tropas de Berwick en-traron en la ciudad, tras 61 días de si-tio. Trató de impedir el saqueo y esa fue la versión que Torocy dio a Bo-lingbroke. Respecto a las capitula-ciones, consideró que, cuando quisie-ron hacerlas, era ya demasiado tarde, porque la ciudad estaba ya a su merced. ¿Hubo, sin embargo, una capitulación escrita, pero no firmada? Las Memo-rias hablan solo de promesas verbales e insisten en que no hubo pillaje. El mar-qués de San Felipe describe saqueos e incendios y del exaltado estado de ánimos de los sitiadores, en absoluto dispuestos a aceptar ningún tipo de condición. En cualquier caso, el razo-namiento que, según Castellví, dio, de que “de rey a vasallo no había capi-tulación, que todo lo debían fiar a su benignidad y que les concedería una capitulación proporcionada al estado en que se encontraban”, resulta cohe-rente con su ideario. El futuro marqués de Alós trasmitió a sus descendientes la misma idea: que había concedido a los vecinos derechos de honor, vida y hacienda, remitiéndose en las demás cosas a la voluntad del rey.

La hubiera o no, lo tolerase o, simple-mente, no pudiese evitar el pillaje, lo que si hubo fue represión. No porque el duque estuviera mal dispuesto con-tra los catalanes, sino porque eran me-didas ya experimentadas en Valencia y en otros frentes. Encarceló a los ge-nerales vencidos, como primera me-dida intimidatorio y como se había de-

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cretado la disolución del Consejo de Ciento y de la Diputación del General, recibió el encargó de establecer en el Principado un gobierno provisional, hasta la maduración de los posterio-res decretos de Nueva Planta en 1716 y 1718. Nombró a 16 administradores para el gobierno interino de la ciudad y una junta de justicia y gobierno para todo el Principado, presidida por Pa-tiño y formada por caballeros y letrados catalanes, partidarios de Felipe V. Re-guló, sin embargo, la continuidad rede-terminados tribunales de justicia en Barcelona y otras ciudades, así como el del Juez del Breve, para juzgar delitos eclesiásticos especialmente graves.. En realidad demasiadas medidas para las pocas semanas que permaneció en Bar-celona después de su conquista. Des-pués de pasar por Valencia para reorga-nizar la administración de sus domi-nios, viajó a Madrid, donde recibió re-compensas materiales y honoríficas y rechazó la propuesta de seguir al servi-cio de Felipe v y pasar a Mallorca. El duque dio por terminada así carrera mi-litar en España y regresó a Francia. A la muerte de Luis XIV, en 1715, fue de-signado gobernador militar de la pro-vincia francesa de Guyena, en cuyo Par-lamento entabló una cordial amistad con Montesquieu. La deriva poste-rior de las relaciones hispano-france-sas le llevó en 1719 a mandar un ejérci-to para invadir España. Una acción que le enfrentó a su primogénito, al que había cedido los ducados de Liria y Jérica, casado con la, heredera del du-que de Veragua. Entró con sus tropas por Guipúzcoa y se dirigió a Catalu-ña, donde puso sitio a la Seo de Urgell. Intentó tomar la ciudadela de Rosas, pero no llegó a hacerlo. Terminada la campaña, formó parte del Consejo de Regencia, pese a las reticencias que despertaba su origen extranjero y se in-tentó alejarlo nombrándole embajador en España Pero, como cuenta Saint- Simón, no aceptó, porque había perdi-do la confianza de Felipe V y de la rei-na, y ni siquiera su amigo Grimaldo logró cambiar su opinión. Solo una nue-va guerra entre Austrias y Borbones logró sacarle de su retiro, con motivo de la sucesión polaca. Mandó de nue-vo un ejército en el Rin y llegó a to-mar el mando de la dirección operacio-nes del sitio de Philippsburg, pero mu-

rió el 12 de junio de 1734, alcanzado por un proyectil mientras inspecciona-ba las trincheras.

UNA VISIÓN CONCLUSIVA: LA MIRA-

DA DEL REY SOL. Luis XIV, al contrario que su nieto, nunca participó en la guerra de España, ni conoció los es-cenarios por los que trascurría, pero en Versalles o en Marly, nadie tuvo mas información que él, ni tanto poder de decisión sobre un conflicto, cuyo final, de acuerdo con sus planteamientos, no fue una victoria. Una propaganda, temprana y bien calculada, dirigida a responsabilizar a la dinastía austriaca de la decadencia española; una diplo-macia especialmente despierta para excitar la avidez de las potencias ante un posible reparto y unas primeras medidas dirigidas a poner las bases de lo que sería la expansión del comer-cio francés en las Indias durante los años de la guerra, desplazando al tiem-po, o mejor sustituyendo, el contra-bando de os barcos ingleses y holande-ses, fueron las bases de lo que retóri-camente se denominaba “la unión de las dos coronas” o “los intereses comu-nes de ambas monarquías”. Por lo tan-to, no es solo, la cuestión del mayor o menor peso de la sucesión española en su pensamiento lo que proyecta su sombra sobre la guerra, sino otras más concretas que, de manera inevitable, remiten a la propia figura del rey Sol, a su concepción del poder y a su mi-rada ambivalente sobre la monarquía española, en la cual, la agresividad, gestada nada menos que en cuatro guerras hasta 1700, y la connivencia, religiosa, cultural y simbólica se entre-mezclan. Y en este contexto, su mi-rada sobre el reino convulso que reci-bió su nieto, o sobre los súbditos que se niegan a aceptarlo, no es una más, porque sus percepciones mueven los hilos tanto de la política española, como de la coyuntura internacional.

Que España sería siempre gobernada por su propio rey y que nunca seria una provincia de Francia, era el argumento en el que el embajador francés debía in-sistir ante la junta de regencia o ante las Cortes, si llegaba el caso. Expre-siones que quedaban más matizadas en las Instrucciones que dio a su nieto an-tes de salir de Francia, en las que lo pri-mero era vivir en unión con Francia, por-

que “nada será mejor para nuestras dos potencias que esta unión a la cual nadie se podrá resistir”. Pero una verdadera “unión de las dos coronas” que, en ese momento, era una probabilidad leja-na, no suponía merma de soberanía, sino la previsible tutela que un abuelo debía ejercer sobre su nieto, la cual se hizo efectiva, con distinta intensidad, entre 1701-1709, a través de la pre-sencia francesa en el gobierno y en el frente militar y de un peculiar siste-ma de correspondencia directa, de rey a reyes, de ministros a embajadores o de dama a dama. Este propósito topó con dos importantes inconvenientes que el monarca francés conocía bien: la oposi-ción de buena parte de la aristocracia cortesana y la propia configuración de la monarquía española, tanto desde el punto de vista territorial, los reinos, como institucional, el sistema poli-sinodial. Que los primeros eran de una fidelidad sospechosa estuvo claro antes de que se lo confirmaran sus agentes en España; que los segundos eran un obs-táculo para las reformas que se debían emprender y la propia autoridad del jo-ven rey, también. Porque Luis XIV no quería para su nieto un reino decaden-te, sino una monarquía firme en el que la autoridad real fuera firme, con una hacienda saneada y una defensa mi-litar efectiva, cuyos recursos, materia-les y humanos, no dependieran de Fran-cia, sino de España.

Pese a la claridad de sus propósitos, el monarca francés se negó, en un pri-mer momento, a cualquier intromisión de los franceses que acompañaban a Felipe V en los negocios del gobierno. Pero pronto tuvo que aceptar que su embajador Hourcourt se incorporara al despacho y admitir que, si no había “sujetos hábiles como para emplear-los en poner en orden las finanzas”, ha-bía que enviarlos de Francia.. Opinio-nes que se reflejaron con claridad en las Instrucciones que dio a su nuevo em-bajador, Marcin, en julio de 1701, diri-gidas tanto a paliar la incapacidad de los españoles para gobernarse a si mis-mo y a institucionalizar la presencia de su representante en el gabinete como a palia,r los costes que la instau-ración del heredero Borbón podía su-poner a Francia. Además nunca se en-gañó respecto al carácter del joven Fe-lipe. Junto a sus buenas cualidades, ha-

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bía otras que debían ser corregidas, De ahí que se acelerara su matrimonio para proporcionarle compañía y que nom-brara a su lado como camarera mayor a la Princesa de los Ursinos, para que encauzara la previsible influencia que la reina iba a ejercer sobre su marido.

El gobierno, las finanzas y la refor-ma de la corte eran los asuntos prio-ritarios, con la sombra de la guerra cada vez más cercana. Luego estaba el com-plejo asunto de los reinos, de la estruc-tura interna de la monarquía españo-la. Que en los reinos aragoneses y, muy especialmente, en Cataluña las heridas provocadas por los conflictos recientes estaban presentes era algo que no ig-noraba el rey francés. Era previsible, por tanto, que la sucesión francesa encon-trase allí mayores obstáculos que en otras partes, dados los episodios de vio-lencia que habían sufrido sus súbditos allí afincados y la intensidad de la pu-blicística antifrancesa. Pero, una vez Fe-lipe V en España, ni se opuso al viaje del rey ni a la convocatoria de las Cortes ca-talanas. Es más, recomendó a su nie-to que tuviera paciencia ante sus exi-gencias y que era conveniente hacer ver a “los pueblos de condición inquieta y celosos de sus privilegios, que no te-nía intención de suprimirlos”. Los in-formes de su embajador confirmaron que, efectivamente todo había ido bien, por lo que las recomendaciones a su nieto no variaron: que nunca perdiera “el recuerdo de su nacimiento”, y que procurase “que vivan en una unión más estrecha franceses y españoles”. Le mo-lestaban, desde luego, los problemas que ocasionaban los consejos, Tanto el de Flandes, que entorpecía su po-lítica allí, como el de Indias, que re-clamaba medidas para que los navíos franceses no llevasen mercancías a los puertos de aquellos territorios y el de-recho de inspeccionarlos. A todo lo cual puso fin la supresión del primero en marzo de 1702 y un decreto del siguien-te que sancionaba la libertad de comer-cio para los franceses.

Tampoco debió preocuparle demasia-do que los españoles fuesen altane-ros e insolentes, pero si que su fide-lidad se tachara más de “pereza y cobar-día” quede verdadero amor. También que de los informes que recibía pa-recía desprenderse, unas a veces de for-ma velada y otras directa, que la misión

de sus agentes se viera entorpecida por las malas relaciones que había entre ellos. Lo cual le obligo a intervenir con frecuencia, cesando a unos y haciendo volver a Francia a otros, en una dis-continuidad que en poco favorecía el buen l gobierno ni la guerra. De ma-nera que, si resultaba era difícil que los españoles cooerasen en la defensa de sus propios territorios, la necesidad de hacer la paz, para no “arruinar a Francia sin salvar a España”, fue ga-nado terreno, así como el convenci-miento de que nunca se lograría sin la cesión de algunos territorios. En la Memoria para servir de instrucción al embajador Amelot, redactada en la pri-mavera de 1705, no aparece ninguna referencia a disidencias internas, por más que estas se habían hecho sentir no solo en Cataluña, sino en la propia Cas-tilla. Fue mucho más sensible como muestra en sus cartas a las consecuen-cias de la pérdida de Gibraltar, por sus posibles repercusiones en la navegación a Indias y a la oposición de los grandes a una de las medidas introducidas en las que tenía más confianza: la creación de un cuerpo de elite en el ejército consti-tuido por las guardias reales y la guar-dia de Corps. Pero paulatinamente las menciones a Cataluña se hacen más fre-cuentes, ya que a las informaciones que recibe de España se suman las que pro-ceden de Inglaterra y Holanda, dan-do por hecho que el archiduque lo-grará allí su propósito. Confía en que el virrey empiece a tomar en serio el asunto y que “si continúa conduciéndo-se igual de bien que lo ha hecho hasta el presente, no dejara de hacer todo lo necesario para conservar Barcelona”, dejando el resultado en manos de la providencia. Dado los antecedentes del virrey, que había perdido ya Barcelona en 1697 y había provocado un tumul-to con su negativa a perdonar a los com-prometidos en la conspiración de Darmstadt de 1704, no es fácil saber si aprobaba su conducta o, simplemen-te, no previó sus efectos.

A partir del mes de agosto las cartas de Luis XIV a su embajador, Amelot, o a su nieto, se refieren continuamen-te a la marcha del frente catalán. Las noticias son optimistas, y s las muestras de fidelidad recibidas en Valencia le lle-van a pensar que lo mismo sucederá en Barcelona. Esta convencido de que, si

los enemigos no triunfan allí, “podre-mos dar por terminada la guerra en Es-paña”. Pero, ya a mediados de sep-tiembre escribe: “las novedades que he re-cibido de Barcelona permiten creer que los enemigos se han desengañado de las espe-ranzas que habían fundado en una suble-vación general de Cataluña; pero no veo que los pueblos de esta provincia perma-nezcan tan fieles como sería de desear”.

Si entonces no “veía”, dos sema-nas más tarde, “ve” que el número de los sublevados aumenta y le parece di-fícil detenerlos con tan pocas tropas. Reprocha que no se le hayan pedido antes refuerzos, ya que ahora le resul-ta imposible hacerlo. No tardará en re-cibir la noticia de la toma de Barce-lona, pero dulcificada por la de la “re-ducción de todos los lugares del rei-no de Aragón que se habían sustraído a la obediencia del rey católico”. La no-ticia, en cualquier caso era un serio re-vés, agravado por el hecho de que su nieto ha permanecido ignorante de la noticia durante más de 15 días: “si el celo de sus súbditos fuese tal y como sería de desear, escribe a Amelot; los avisos de un hecho que tanto importa a toda la monar-quía los sepan habrían sido avisados con prontitud a Madrid”.

La impotencia de las tropas de tro-pas de Felipe V, con el propio rey a la ca-beza, para reconquistarla y el levanta-miento del sitio en mayo del año si-guiente, fueron los prolegómenos de la entrada del archiduque en Madrid y de la precipitada salida de los reyes y de la corte de la capital de su reino. Te-niendo en cuenta las reticencias de sus enviados sobre la fidelidad de los es-pañoles, incluidos los castellanos, no deja de sorprenderle la fidelidad que le dicen muestran las ciudades de Casti-lla y Andalucía a su causa.. Reprocha a su embajador que no le haya dado cuen-ta “de lo que a el se refiere en lo per-sonal” y le recuerda, que en el estado en que el monarca español se encuen-tra “le obliga a componerse con un buen número de gentes que no le resultarían de ninguna utilidad de hallarse en la pa-cífica posesión de su reino”.

Perteneciesen a cualquiera de las dos coronas, la gran preocupación de Luis XIV, era conocer el grado de fidelidad de los súbditos de Felipe V, que en cual-quier caso considera dudosa. Sin ella, “el pequeño número de franceses” que

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tenía en su entorno, no sería suficien-te para garantizar su seguridad .y el tro-no peligraría. Lograrla, obligaba no solo a contentar a los mas seguros, sino tam-bién, en no pocas ocasiones, a mitigar el castigo que me merecerían los revol-tosos, por razones tácticas. Por ello, aun-que le desagrade la generosidad mos-trada con la ciudad de Zaragoza, tras por mal comportamiento al paso de las tro-pas borbónicas, aprueba la medida por que ““el deseo de castigar la capital su-pondría la rebelión de todo Aragón”.

La correspondencia directa de Luís XIV y Felipe V fue muy frecuente has-ta 1709 y en ella el monarca francés res-ponde a casi todas las cuestiones que le plantea su nieto, pasando en ocasiones por alto aquellas que considera fruto de su inexperiencia. En aquellas en que impone su autoridad, insiste siempre en que es “para el bien de vuestros asuntos”. También le pide que consul-te cualquier cosa sobre la guerra con el mariscal Tessé, o con el duque de Berwick, para evitar problema. En sus cartas a Amelot, como corresponde a un subordinado, se muestra más exigen-te y también más explícito. Así, tras de-mostrar su alegría por la victoria de Al-mansa, le reprocha la tardanza en comu-nicarlo y a que la primera ventaja será , el “redecir a su deber a los reinos de valencia y Aragón”. Desde este plantea-miento cualquier tipo de clemencia le parece debilidad e instruye a su emba-jador para en el consejo De Gabinete se tomen las medidas políticas adecuadas, que no son otras que el Decreto de 29 de junio de 1707. Está convenci-do de que la supresión de los privilegios que disfrutaban valencianos y aragone-ses es lo mejor que podía hacer el rey, porque su mantenimiento, “era una ba-rrera perpetua frente a la autoridad del rey, un pretexto que los pueblos tenían en todo mo-mento para eximirse de contribuir a las car-gas del estado”.

El monarca reconoce que, sin la rebe-lión, resultaba imposible, pero desde el momento en que se ha manifestado su espíritu sedicioso, lo prudente es “aprovechar una coyuntura tan favorable como la presente para despojar a los mal intencionados de los medios de seguir abusan-do de las gracias concedidas en otros tiempos”.

La derogación de los ordenamientos privativos de valencia y Aragón, con-taron con la plena aprobación de Luis

XIV que abandonó la prudencia que hasta entonces había mantenido en las implicaciones civiles de la contienda para apoyar una nueva concepción no solo de la soberanía, sino de la estruc-tura de la monarquía española. ¿Abso-lutismo en estado puro o absolutismo táctico? No es arbitrario pensar que, en su postura, también pensara la con-sideración de que la unión institucio-nal entre dos coronas, reforzaba el ca-rácter peninsular de la monarquía en un momento en que consideraba ya inevitable la pérdida de los territo-rios extra peninsulares, tal y como la desmembración del estado de Milán y el repliegue en Nápoles anunciaban.

El año 1709 marca no solo un giro en la guerra, sino en las relaciones entre Luis XIV y el rey de España. Decidi-do a concertar la paz a cualquier precio, incluso al reparto de los territorios his-panos, ordenó la salida de los contin-gentes militares franceses, excepto 25 batallones, por petición expresa de la reina. Tras la derrota de Almenara y la ocupación de Madrid en 1710, los peores pronósticos iban a cumplirse. El rey español quedó libre para iniciar las conversaciones de paz, excusado en la imposibilidad material de proseguir la guerra, recuperado al mismo tiempo el proyectado reglamento de comercio de1706 que iba a servirle para iniciar las conversaciones que debían poner fin a la guerra. Que el intento fracasó, es bien sabido, de modo que hasta que la muerte de José I dio un giró a la si-tuación, no se inició la preparación de las conversaciones en Utrecht. Las condiciones quedaron establecidas, pero de nuevo la cuestión catalana se interpuso, no solo como un obstáculo a la firma definitiva, con Inglaterra, Ho-landa o el Imperio, sino como campo de disentimiento entre abuelo y nieto.

A comienzos de 1712 la mayor par-te de Cataluña se había recuperado y en los meses posteriores, la cuestión de la rendición de Barcelona se convir-tió en la clave para ajustar todas las negociaciones. El precedente de lo ocurrido en Valencia y Zaragoza es-taba reciente, pero la cuestión en cuan-to tal, no se había planteado en el ám-bito internacional. Pero a partir de en-tonces, los diplomáticos del empe-rador empezaron a hacerlo, en buena medida utilizada como moneda de

cambio. La habilidad del embajador británico, que abordó la cuestión de manera directa y de Monteleón fue ir acercando posiciones, dejando las cuestiones difíciles pendientes de una fórmula capaz de satisfacer a todos y fa-cilitar el acuerdo. Con respecto a la cuestión catalana Luis XIV medió, al condicionar su ayuda a la ratificación de lo acuerdos. No solo atendió a la pe-tición de Berwick, sin que, por inicia-tiva propia, en agosto de 1714 le pedía que la capitulación trascurriera en unos términos razonables y que conservara algunas instituciones.

“Creo que es de vuestro interés, decía, mo-derar la severidad que queréis usar con sus habitantes, pues aun cuando sean vuestros súbditos, debéis tratarlos como padre y co-rregirlos sin perderlos”.

En consonancia con estas palabras, Madame de Maintenon, avanzaba la misma idea a la Princesa de los Ur-sinos: “Me parece que aquí se juzga que las órdenes de Madrid son demasiado severas y que podrían conducir a esas gentes a la ma-yor desesperanza”.

En realidad, no se trataba de una rec-tificación de Luis XIV, ni una cesión de autoridad, sino de un movimiento tác-tico ya iniciado en fechas previas que res-pondía tanto al deseo como a la necesi-dad de firmar de una vez la paz de Ras-tadt. Hasta entonces había rechazo el trueque de fueros catalanes por sobera-nía para la Princesa de Ursinos propues-to por el príncipe Eugenio, porque es-taba convencido que su nieto no podía dejar impune la rebelión. Pero también pensaba que ciertos signos de entendi-miento resultaban imprescindibles para que ambos contendientes pudieran lle-gar a la firma de un acuerdo cuya dura-ción no entraba en el compromiso.

En enero de 1715, Felipe V se dio por enterado de esta petición y aseguró a su abuelo que mantendría el régimen municipal y las leyes civiles, pero que no haría ninguna otra concesión. No solo la preparación de la Nueva Planta para el gobierno de Mallorca y Catalu-ña, sino el mismo sentido de las refor-mas que Orry y Macanaz estaban lle-vando a cabo en España, confirmaban, más allá del despecho personal por la defección catalana, el carácter del nue-vo modelo de monarquía que intenta-ba poner en marcha no solo en Cata-luña, sino en el resto del territorio.

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