la ambición del cesar (jose luis gutierrez y amando de miguel)

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LA AMBICION DEL CESAR. De José Luis Gutiérrez y Amando de Miguel. ( Catorce Ediciones y varias ediciones más en la versión de bolsillo). Editorial TEMAS DE HOY, Madrid, 1989. “No es la utopía para tiempos de tanta malicia” Baltasar Gracián TEXTOS, A MODO DE RESUMEN DEL LIBRO, RECOGIDOS EN ESTA PAGINA WEB : PROLOGO Capìtulo I. Fsiognómica de Felipe González Capítulo II. La mala “salud de hierro” del Presidente Capítulo III. El lenguaje de González: la semiótica de la confusión Capítulo IX. Del viejo PSOE al felipismo postmoderno: la reescritura de la Historia

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Page 1: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

LA AMBICION DEL CESAR. De José Luis Gutiérrez

y Amando de Miguel. (Catorce Ediciones y varias

ediciones más en la versión de bolsillo). Editorial

TEMAS DE HOY, Madrid, 1989.

“No es la utopía para tiempos de tanta malicia”

Baltasar Gracián

TEXTOS, A MODO DE RESUMEN DEL LIBRO, RECOGIDOS EN

ESTA PAGINA WEB :

PROLOGO

Capìtulo I. Fsiognómica de Felipe González

Capítulo II. La mala “salud de hierro” del Presidente

Capítulo III. El lenguaje de González: la semiótica de la confusión

Capítulo IX. Del viejo PSOE al felipismo postmoderno: la reescritura de la

Historia

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Capítulo XII. Omar Torrijos: el gran mentor

Bibliografía.

PROLOGO

(De los autores de la obra, José Luis Gutiérrez y Amando de Miguel )

En octubre de 1982, España se debatía entre el desasosiego, la

incertidumbre y la ilusionada esperanza. El intento de golpe de Estado del

23 de febrero de 1981, el accidentado juicio, un año después, de los

militares que protagonizaron la asonada, habían predispuesto a los espa-

ñoles a adoptar una actitud de temor a un nuevo golpe militar. En algunos

medios políticos del momento, incluso, se vaticinaba como exitoso el

temido cuartelazo.

ETA proseguía su intensa campaña de atentados terroristas. Las calles

de Madrid o las de las capitales vascas eran escenario frecuente de

perturbadores y gigantescos atascos, provocados por los controles policiales

en infructuosa búsqueda de los comandos etarras. Todo ello contribuía a

espesar aún más el clima de desasosiego y miedo generalizados.

El partido entonces en el poder, la UCD, se desmembraba, fragmentado

en mil pedazos, poco antes de protagonizar un hecho políticamente

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insólito, apenas conocido en las democracias occidentales: el de un partido

político en el poder, con mayoría relativa en las cámaras legislativas., que

se desangra por sus infinitas y feroces crisis internas para acabar

autodisolviéndose y desaparecer. La crisis económica se hacía sentir con

fuerza tras la reciente subida, en 1979, de los precios del petróleo. El

turismo sufría un estancamiento como consecuencia de la crisis padecida

por los países europeos. El paro iniciaba su trayectoria ascendente y la

inflación, aunque en proceso de remisión, superaba los fatídicos «dos

dígitos», para situarse en torno al 15%.

España acababa de ingresar en la OTAN, pero algunos países de la

Comunidad Europea, Francia de forma especial, mantenían muchas de

sus reticencias ante la solicitud de adhesión de España a tan privilegiado

club. Lo enunciado hasta ahora describe, con breves y esquemáticos

trazos, el clima social y político de 1982. Casi siete años después, cuando

este texto sale a la luz, el panorama es sobremanera distinto y en su

conjunto mucho más alentador. España está ya integrada en la Europa co-

munitaria y en sus esquemas defensivos. La nueva situación ya no

plantea polémicas de envergadura y los costes de este salto han sido

menos cuantiosos de lo que algunos vaticinaban. El peligro de una

involución militar parece conjurado y el mundo de las salas de banderas

ha entrado ya en un período de sosegada y definitiva normalidad. Las

conversaciones del Gobierno con ETA han abierto asimismo una

perspectiva esperanzadora. A la hora de escribir estas líneas, se disfruta

de una larga tregua y, por primera vez en muchos años, se presiente

que la paz es posible. Con todo, el histórico «problema vasco» sigue sin

resolverse. Como hace un siglo, gran parte de los vascos siguen

incómodos en el seno de la Constitución española y persisten los

interrogantes que se adivinan para «el día después del armisticio».

Page 4: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

La situación económica es la que ha evolucionado más favorablemente.

De ahí lo paradójico que resulta el aumento de la protesta social que

cristalizó en la huelga general del 14 de diciembre de 1988. La inflación se

mantiene en torno al 6% anual, inferior a la del anterior decenio, aunque

superior a las expectativas del Gobierno.

El país atraviesa por un momento de inusitada euforia y crecimiento

económico, en realidad el más relevante de los países comunitarios. Con

los precios del petróleo en sus niveles mínimos y los ingresos derivados

del turismo (la principal «industria» española) en las más altas cotas de la

historia, puede decirse que la economía española remonta la crisis con

desenvoltura.

Las cifras de paro , sin embargo, siguen siendo preocupantes, más

elevadas que nunca —las más altas de la Europa Comunitaria— como

consecuencia de la política de «ajuste» seguida por el Gobierno socialista,

si bien se detecta una leve tendencia a la baja y su significación presenta

visibles lagunas para una cabal interpretación estadística.

Los anteriores datos, si esquemáticos, permiten convenir en el contraste

entre los dos momentos, 1982 y 1989: En medio de ambas fechas, el

«septenato» de Felipe González. En principio su paso por la gobernación

del país resulta a todas luces positivo.

Pero, a pesar de tan esperanzador panorama, el 14 de diciembre de

1988, el Gobierno de Felipe González sufrió un fortísimo revés,

inesperado y desconocido hasta entonces. Se trataba de una huelga

general, pacífica y de dimensiones oceánicas, que vació las calles y los

lugares de trabajo de toda España. Era una protesta silenciosa contra una

política que no sabía «repartir» los beneficios que resultaban de la

inusitada recuperación económica y que entraba en colisión con las

expectativas que había despertado la llegada al poder de un partido de tan

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honrada y dilatada tradición política y democrática como es el PSOE.

Organización política que, al igual que las demás, pertenece

exclusivamente al patrimonio histórico y político de los españoles, quienes,

por otra parte, financian con sus sufridos bolsillos todas sus actividades.

Por encima de todo, y más allá de otras concausas, el 14-D fue la

expresión popular de un hondo y generalizado disgusto contra el injusto

reparto de la riqueza generada y el estilo de gobernar de Felipe

González. Junto a los aciertos del Gobierno se hacían ostensibles ahora sus

muchos y gruesos errores.

La política económica del felipismo, junto al importante crecimiento

comentado, ha provocado fuertes críticas. Los reproches sindicales y de la

izquierda política insisten en el desigual reparto de la riqueza generada,

en la desatención gubernamental hacia las capas más débiles y

desfavorecidas de la sociedad. El extendido dicho según el cual «los ricos

son más ricos y los pobres son más pobres», se ha plasmado en versiones

tan gráficas como aquella del humorista Gila, que retrataba la nube de

mendigos urbanos que invade nuestras ciudades, manifestando su sorpresa

al regresar a España de su largo exilio en Argentina y descubrir un

fenómeno único en el mundo: «los semáforos de peaje».

Acaso hubiera sido posible realizar la misma política económica, con

ligeros retoques, sin el iluminado inmovilismo del que ha hecho gala

González en sus controversias con los sindicatos. Una actitud dialogante,

flexible y negociadora por parte del Gobierno hubiera evitado casi todos

los problemas con la UGT.

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El famoso «cambio», eslogan del PSOE en 1982, ha llegado a suscitar

un sentimiento colectivo muy parecido al generado en su momento por la

UCD: el «desencanto». Podría aquí añadirse aquella reflexión de Marx —

que tuvo un aproximado antecedente cervantino, en forma de consejo de

don Quijote a un Sancho a punto de asumir el gobierno de la ínsula

Barataría— sobre los hombres que piensan como viven en lugar de vivir

como piensan. El «cambio», pues, quedó sintetizado en el hallazgo

popular de las tres «Ces». Según el dicho, los socialistas, al llegar al

poder, cambiaron de «casa, coche y compañera».

Al socaire de los famosos diez millones de votos que auparon al PSOE

hasta el vértice del poder, se produjo una arrolladora «invasión» de la

sociedad por parte de las instancias del Partido que desdibujaban los

perfiles de lo que pretendía ser una democracia occidental. No fue su-

ficiente para González la mayoría absoluta en las dos cámaras legislativas,

en la mayor parte de las Comunidades Autónomas y en miles de

ayuntamientos. El PSOE quiso dominar todos los ámbitos de la vida

colectiva, desde los medios de comunicación hasta los círculos culturales o

las asociaciones voluntarias o recreativas. Este afán «totalizador» pretendía

ampliar la democracia meramente formal y conseguir para el Partido —

haciendo inviable de facto la alternancia en el poder, el acceso al mismo de

los partidos de la oposición— la oportunidad histórica de permanecer, al

menos, una generación en el poder. De paso, el proceso seguido por el

Partido Socialista se emparentaba, en algunos aspectos esenciales, con

experiencias políticas de tan clara inspiración antidemocrática como la del

archicitado PRI mejicano.

Este afán monopolizador del poder ha desnaturalizado el papel de las

diversas instancias del Estado y el de las organizaciones sociales, desde el

Parlamento al Tribunal de Cuentas, desde la Prensa a la Radiotelevisión

pública.

Page 7: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

Las palabras de Alfonso Guerra enterrando a Montequieu y la

tradicional separación de poderes, aproximan el modelo de Estado del

«número dos» del PSOE a aquella definición del régimen anterior que, en

cierta ocasión, enunció el presidente de las Cortes franquistas Alejandro

Rodríguez de Valcárcel: «En el régimen de Franco no hay tres poderes

(ejecutivo, legislativo y judicial) como en las democracias liberales, sino tres

funciones y un solo poder»

Junto a tal interpretación cabe añadir la instrumentalización del

Estado por una exigua minoría de dirigentes de confianza de González y

Guerra —la «cohorte», que decía Max Weber— y su interpretación

marcadamente restrictiva de los derechos humanos y de las libertades in-

dividuales y colectivas de los españoles.

El respeto a la Ley, a la norma igual para todos, al principio de

igualdad de oportunidades de todas las fuerzas políticas, bajo el felipismo

se ha convertido en ocasiones en meras fórmulas, huecas y vacías de

contenido, y acaso el uso partidista de la poderosa RTVE por parte del

PSOE de González sea el ejemplo más ruidoso. Uno de los grandes

capítulos pendientes de la democracia española es, por tanto, el

conseguir limpiar sus instrumentos de esa capa de impurezas introducidas

por el felipismo, que nuestro sistema político funcione como una demo-

cracia real en la que se respeten de forma efectiva los derechos

individuales y colectivos y las normas de funcionamiento de las

instituciones democráticas. El principio de seguridad jurídica de los

ciudadanos ha de ser rescatado de esa maraña de ardides que lo

inmoviliza, en la que las reglas del juego democrático aparecen

subrepticiamente trucadas.

Se ha creado una situación en la que un partido disciplinado y

personalista perdía uno de sus rasgos históricos más definitorios, el del

funcionamiento interno escrupulosamente democrático, en aras de la

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eficacia centralista. Tal partido, asimismo, ponía en práctica unos

procedimientos que no casaban con los modos políticos de la tolerancia,

el respeto a las minorías, el espíritu de diálogo y transacción, el respeto a

las libertades individuales y colectivas y el principio de la transparencia y

la honestidad públicas. Estos rasgos no pertenecen al evanescente uni-

verso de los ideales utópicos sino que, por el contrario, forman parte de

la tradición y el funcionamiento cotidiano de las democracias occidentales

en las que España se ha integrado con lazos militares, económicos y

políticos,

además de las exigencias planteadas por la común vivencia histórica y

cultural de los españoles. Como se verá por lo anteriormente descrito, la

reciente experiencia política de los españoles es ambivalente. Ha

propiciado y aceptado con inusitado entusiasmo histórico un régimen —la

democracia— y ha dado un respaldo mayoritario a un partido —el PSOE—

a fin de ser consecuentes con la marcha de los tiempos.

Sin embargo, han aparecido demasiadas sombras en los modos y

conductas del Gobierno socialista de Felipe González, panorama en el que

la excesiva personalización y monopolización del poder no es el rasgo

menos desdeñable. Si los diez millones de votos del 28 de octubre de 1982

fueron, en lo fundamental, «para Felipe», es consecuente que a esa figura

carismática se le reprochen ahora los numerosos errores que se perciben en

la dirección política del país. En este libro se traza el retrato humano y

político de Felipe González y el del movimiento político surgido en torno a

su figura, conocido como felipismo. Destaca en González su meteórica

carrera, desde el anonimato provinciano de un despacho laboralista hasta la

cima de la popularidad internacional como cabeza y anfitrión del Consejo

Europeo, como «Presidente de Europa» en la imaginería popular.

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Este libro se ha elaborado a partir de planteamientos críticos, aunque

sólo sea por servir de ínfimo y modesto contrapeso al diluvio de

ditirambos que, hasta ahora, ha empapado la figura personal y política de

González. La obra se plantea desde un nuevo enfoque a la hora de en-

juiciar la personalidad y el itinerario público de González: el de su

ambición por el poder, desvelada y patente tras casi siete años de

gobierno. Pasado ya el acaramelado enamoramiento nacional con

«Felipe», surge a la luz una silueta más áspera, oscura y controvertida, la de

«González», más cercana a la realidad personal y política del personaje

que la edulcorada silueta que unánimemente se le atribuyó desde la

Prensa y otros sectores sociales. Numerosos testimonios, su propia

ejecutoria política y su imparable locuacidad —que le ha llevado a

sembrar los medios de comunicación de infinitas, despreocupadas y con-

tradictorias declaraciones— permiten constatar esta característica de

González como persona que tiene como principal desvelo la obtención y

mantenimiento del poder. La obra no es una hagiografía, como algunas

que se han escrito en torno al dirigente socialista, pero tampoco es un

panfleto. Es un texto sencillamente crítico, no sólo por nuestra dedicación

como profesionales y el talante personal e intelectual de los que lo

firmamos, sino porque expresa algo muy beneficioso en la vida pública

española de estos últimos lustros. Los españoles se han acostumbrado a

ejercer con naturalidad y saludable contundencia la crítica, la protesta,

allí donde el ejercicio de la autoridad no se corresponde con los

procedimientos e ideales democráticos y de justicia. Aceptamos,

incluso, que el afianzamiento de este bien colectivo pueda ser uno de los

activos a apuntar en el apartado de aciertos del Gobierno socialista.

En las páginas que siguen hemos prescindido deliberadamente, a la

hora de retratar al personaje, de los episodios referidos a su vida privada

y sentimental. No lo hacemos por estar en contra de esa norma no escrita

Page 10: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

que rige en los sistemas democráticos —que desde ahora hacemos

nuestra— según la cual, «los hombres públicos no tienen vida privada».

Hemos orillado los numerosos datos y testimonios disponibles en este

aspecto de su vida particular y afectiva con la intención de no desdibujar

la silueta política de González. Nos mueve a ello, no sólo el respeto por

una figura política que, después de todo, ha recibido el mayor apoyo

electoral de toda nuestra accidentada historia parlamentaria. También una

cierta elegancia intelectual nos aconseja posponer esta consideración de

los perfiles menos públicos de la figura de González.

Siempre que se acomete la escritura de un libro, autores, críticos y

lectores se preguntan: «¿Por qué este libro, en este momento?» La

respuesta podría ser la misma que la aportada por Sir Edmund Hillary

cuando le interrogaban por las razones por las que había escalado el

Everest. «Porque está ahí», era la lacónica, deportiva y magnífica

contestación. A los autores nos ocurre algo parecido, siempre desde la

modestia que la comparación exige. El fantástico recorrido del PSOE

desde la honrada clandestinidad y la pugnaz oposición hasta la arrogancia

en el ejercicio del poder, no ha merecido todavía un análisis sufi-

cientemente detallado y detenido. Esta es otra de las razones que han

impulsado a los autores a escribir la obra. Los peculiares procedimientos

de González han convertido el panorama político español en una

espesísima jungla de confusión, oscuridad, obstáculos y dificultades en la

que, en ocasiones, el mero tránsito político se hace muy dificultoso cuando

no imposible. Si este libro contribuye, siquiera mínimamente, a clarificar

tan confuso escenario, a despejar el océano de sargazos en que se ha

convertido la acción política del felipismo, los autores se darían por

satisfechos.

Nuestro interés no es sólo erudito. Tratamos de situar la figura de

González en la aventura personal y política del pequeño grupo

Page 11: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

generacional que se hace con el poder en la renovada democracia

española. Entendemos que nuestra interpretación es subjetiva. No puede

ser de otra forma porque, de acuerdo con Unamuno, somos sujetos y no

objetos.

Deseamos dejar claro que este libro no es un alegato contra el

socialismo. Entre otras razones, porque los autores participamos en su día

del beneplácito, del alborozo general con que los españoles apoyaron las

propuestas de aquel PSOE juvenil e ilusionado de los primeros años de la

transición. Y también contribuimos, con el granito de arena de nuestros

escritos, a que tal situación de entusiasmo colectivo llegara a

materializarse en octubre de 1982.

También es cierto que, por seguir entonando con lo que hoy se

respira en la opinión pública, los autores participamos igualmente de la

queja general respecto al comportamiento de muchos gobernantes y

dirigentes socialistas que en la estimación general distan mucho de ser

democráticos. El socialismo en el poder se ha personalizado en exceso

—incluso para una sociedad como la española, tan familiarizada con los

«fulanismos»—, ha acabado por degenerar en un régimen marcadamente

personalista y sin recambio: el felipismo. Nuestro retrato

humano se convierte, así, en un juicio a este fenómeno colectivo

emanado de la personalidad oscura, compleja y escurridiza de su

inspirador principal, obsesionado por el poder, la Historia y la gloria.

Estas páginas tratan de explicar las dos secuencias de un mismo

proceso: el ascenso espectacular desde la «buena estrella» del de Sevilla y

el inicio de su aparente declinar que sugiere un acontecimiento histórico

de las dimensiones del 14-D.

Tras la huelga general, los primeros análisis sobre el declive del

felipismo han hecho su aparición. Por primera vez se escribe con ese

distanciamiento necesario para percibir, no ya que el socialismo ha

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degenerado en felipismo, sino que este movimiento ha llegado a su cénit

y parece iniciar sus horas crepusculares. Los comentaristas se tornan en

portavoces de un estado de opinión muy extendido. Mientras tanto, la

«era González» constituye uno de los capítulos más espectaculares,

intrigantes y enigmáticos de la historia política de los españoles de este

siglo. Como en tantos otros, destaca en este fenómeno una figuura

epónima, que es la que vamos a analizar aquí. Hasta hoy, el personaje ha

mantenido el privilegio de ser conocido por su nombre de pila, pero aquí

se va a presentar más bien con su primer apellido, visigótico y común:

González.

Si el lector considerara que algunas de nuestras apreciaciones son

discutibles, exageradas, injustas incluso, prescinda de ellas. Oiga, en

cambio, a los actores de esta fabulosa representación, de modo singular a

su protagonista. Son tantos los testimonios aquí recogidos que hablan por

sí solos y cuentan, además, una bonita historia de triunfos, fracasos,

traiciones y guillotinas. Una historia, en suma, trenzada en torno a la

utilización de esa droga, que alimenta y aun obsesiona a los ambiciosos y

a los audaces, llamada poder.

La crítica más fuerte no es la que nosotros podamos aportar, sino las

mismas declaraciones del encausado en este benévolo proceso, tan

contradictorias casi siempre. En 1979, en una entrevista periodística, ante

la insinuación de su «derechización», González jura y perjura:

«No, no, yo he sostenido en público siempre lo mismo y estoy dispuesto a

someterme a la prueba de la publicación de todas mis entrevistas, mis

intervenciones en los Congresos, mis declaraciones desde el 74, en el que

quedó marcada la nueva estrategia del PSOE.»

Bien, en este libro está la prueba que pide el señor Presidente. El lector

sabrá hacer de buen juez. Por lo mismo comprobará hasta qué punto se

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puede dar crédito a declaraciones tan contradictorias de nuestro personaje,

a veces dos posiciones antitéticas separadas por brevísimos plazos

temporales. Oigámosle su defensa en declaraciones de 1980:

«A mí me repugna tanto la mentira consciente que yo, cuando no puedo

decir la verdad, me callo... Con plena conciencia no he dicho nunca una

mentira. Es más, cuando me he visto en la imposibilidad de decir una

verdad que me estaba estallando dentro, me he retirado en silencio.»

El orden de los capítulos de este libro no es estrictamente

cronológico, aunque el tiempo sea una dimensión a tener en cuenta,

pues de una peregrinación político-ideológica se trata. La secuencia

temporal cede ante la exigencia de presentar al personaje central, desde

la descripción de su personalidad hasta su trayectoria biográfica para

analizar después su estilo de mandar, antes que de gobernar. Habría que

decir, quizá, su estilo de «parar, templar y mandar», para hacernos con la

famosa descripción del arte de la tauromaquia que tan bien le cuadra a

la «cátedra» de Sevilla y su legendaria Maestranza. Es corriente, en este

tipo de empeños, dar cuenta de la nota de agradecimientos. También en

esto vamos a abandonar los senderos habituales. El carácter reservado de

algunos de los documentos que hemos podido manejar, la situación

política de algunas personas que nos han servido como fuentes de

información —muchas de ellas vinculadas al PSOE—, aconseja que

mantengamos sus nombres en el anonimato. Su insistencia en el

encubrimiento de sus identidades desvela, por otra parte, uno de los flancos

más controvertidos, menos deseados y reprobables de todos los que el

felipismo ha incorporado al acervo político de los españoles: el temor, el

miedo como dispositivo disciplinario para silenciar críticas o simples

discrepancias. Tales personas y otras más de nuestro círculo personal

saben del agradecimiento y estima que les profesamos. Sólo cabe

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añadir en este punto que sin tales estímulos y ayudas, este libro no se

hubiera podido perpetrar, en su originario sentido latino de ejecutar

cumplidamente una acción con resonancia pública.

La escasez bibliográfica parece escatimar grandeza al arquetipo de toda

esta saga, Felipe González. Nuestro estudio se centra por necesidad en su

figura. No pretende ser una fiel y aséptica narración a base de fechas,

nombres, sucesos y documentos, aunque tales elementos sean abundantes

—muchos de ellos desconocidos hasta hoy— en la obra. Ni siquiera

hemos seguido el orden cronológico que precisan las biografías al uso.

Nuestro propósito es, más bien, el de interpretar al personaje en cuestión, in-

merso en el complejo y embarullado cosmos del felipismo. Desvelamos

algunos episodios poco conocidos, exhumamos algunos que no han

circulado antes junto a otros que lo han hecho de forma muy restringida y

hemos hecho acopio de infinidad de documentos periodísticos. A lo largo de

seis meses, los autores hemos realizado un intenso trabajo documental, con

la lectura o consulta de cientos de volúmenes y la indagación en

numerosas publicaciones periódicas de todo tipo para el preciso contraste

de datos y testimonios. Todo este trabajo ha venido a unirse al profundo

conocimiento personal y político de los sujetos de esta representación

política que tienen los autores, tras largos años de contacto personal,

relaciones profesionales y seguimiento atento de tan espectacular peripecia

política. Decimos «representación» con pleno conocimiento de causa.

Alfonso Guerra lo dijo en febrero de 1989: «La política es una

simulación.»

Hablemos, por fin, y muy brevemente, de los autores, cuyo encuentro

profesional y amistad se fragua al coincidir en la desaparecida revista política

Gentleman, en los primeros años setenta, en las páginas de Diario 16 más

tarde y, en menor medida, en ocasionales tertulias radiofónicas pilotadas por

ese «animal hertziano y berciano» que es Luis del Olmo.

Page 15: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

José Luis Gutiérrez insiste en su respeto reverencial y cuasi religioso

hacia el libro como objeto de hoja perenne, una especie de «conifera de la

cultura», frente a la foliación caduca y perecedera de los periódicos, cuya

vida es tan efímera como la de las crisálidas. En este ambiente se ha

desenvuelto durante los últimos veinte años y en este libro se condensan

muchas de sus experiencias. Aporta su conocimiento personal, vivido, de

los sujetos de la representación política que aquí se narra. Gutiérrez

conoció a Felipe González en Portugal en 1974, en un mitin del Partido

Socialista del país vecino. Desde entonces y hasta 1982, mantuvo una

estrecha e intensa relación personal y profesional con el líder socialista.

Amando de Miguel, como contraste, es autor de libros de una

fecundidad leporina y a buen seguro que la que pasa por ser primera

biblioteca del mundo, la del Congreso de los Estados Unidos, cuenta en sus

anaqueles con una buena muestra del medio centenar hasta ahora pro-

ducido por él. Su principal aportación, entre otras muchas, es la

interpretación sociológica de los fenómenos que aquí se presentan. Ambos

hemos discutido, a lo largo de los meses de gestación de este libro,

nuestras diferencias de concepción, que en ningún caso han sido ni

insalvables ni dramáticas, de enfoque y hasta de estilo, siendo el de

ambos tan dispar. La distribución inicial de temas y capítulos entre

ambos autores derivó posteriormente en un singular e inesperado

procedimiento, en el que cada uno intervino enriqueciendo y

potenciando con sus propios enfoques y aportaciones el trabajo del otro, en

un proceso sinérgico cuyo resultado nos parece razonablemente armonioso

y de cierto interés. El lector lo tiene en sus manos.

Madrid, marzo 1989.

Page 16: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

CAPÍTULO I

FISIOGNOMICA DE FELIPE GONZÁLEZ

La fisiognómica es ciencia inexacta y un tanto esotérica, cuya

fantástica historia ha desvelado entre nosotros el talento erudito de Julio

Caro Baroja. Según el eminente etnólogo, se trata más bien de un

«criterio» en el que se aproximan, por una vez, el conocimiento de los

científicos o los hombres de letras y el saber popular. El criterio

fisiognómico es tan antiguo como el pensamiento y la literatura que

llamamos de Occidente. La curiosidad empieza por lo menos en

Aristóteles, en cuya obra hay un retrato, una descripción de un rostro

humano y una interpretación del mismo. ¿O es que la personalidad de

don Quijote podría haber cabido en el físico de Sancho Panza? Otra

cosa es que se crea en una correspondencia ineluctable entre los rasgos

físicos y los morales («la cara es el espejo del alma» de la sabiduría

popular). A tanto no vamos a llegar, pero sí hasta el punto de describir,

en la era de la imagen, la imagen ubicua, indeleble, que nos llega a través

de la televisión o de los otros medios. La política actual se apoya cada

vez más en ese «soporte icónico». Un líder es ante todo un rostro, y así

se señala en los carteles de la propaganda electoral. Es más, como señala

Caro Baroja, los políticos emplean de continuo las intuiciones de la fi-

siognómica, precisamente para «vender imagen» ( Caro Baroja 88:284)*

Page 17: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

(* Esta y las siguientes referencias, que remiten a la bibliografía que

se encontrará en las páginas finales de la obra, explicitan el nombre del

autor de la obra, el año de

publicación y la página correspondiente del libro citado).

¿Son meras intuiciones o cabe un punto de generalización sistemática?

Podemos, al menos, confiar en que, si no una ciencia, al menos la

físiognómica se encuentra en el estado de los conocimientos botánicos

anteriores a Linneo. Lo más probable es que siga en ese lugar durante

mucho tiempo. Lo que no es suficiente razón para rechazarla.

Cualquier pieza de conocimiento es aceptable. No vamos tampoco a

entrar aquí en las complejidades de las taxonomías fisiognómicas,

pero, puesto que nos referimos a una persona concreta, vamos a ensayar

con su retrato un cierto arte de conjetura. Antes de escrutar en los

pliegues de la personalidad de Felipe González, vamos a contemplar su

rostro. Todo saber tiene sus autoridades. Recogemos aquí el informe

físiognómico que hizo en 1980 el estudioso Juan Quiñonero —cenetista

condenado a muerte por Franco tras la Guerra Civil—, a quien damos

rendidas gracias por sus originales anotaciones. El lector hará bien en

comprobar por sí mismo las intuiciones de ese informe —basado en las

imágenes de Felipe González durante los primeros años de la

transición— a la vista de las representaciones posteriores. No se olvide

que en la fecha en que se escribe ese informe, González aparecía

incontaminado por las críticas, que sólo iban a menudear años más tarde.

Page 18: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

Observa nuestro comunicante que las fotos de Felipe González,

asequibles para su informe, pecan de oscuras. Es algo que nosotros

hemos comprobado también. En la iconografía de González predominan

los retratos tenebrosos, lo que acentúa su barba cerrada y su mirada

profunda y esquinada. Acaso se buscaba con ello, en los primeros

momentos de vida pública, exagerar el carácter maduro del personaje,

quitarle el aire de muchacho con que irrumpe en la política. Recuérdese

su primera indumentaria (chaqueta de pana, camisa de cuadros sin

corbata) y su tocado de descuidada melenita.

Señala Quiñonero Gálvez que en el rostro de Felipe González destaca

lo que los expertos llaman el «módulo maxilar», que da al sujeto una

apariencia atlética y, según añade nuestro informante, es indicio del famoso

«pragmatismo» del líder socialista. Quizá sea mucho suponer a través de

esas determinaciones faciales, pero es evidente la figura atlética del

personaje y no sólo el pragmatismo, sino cierto empecinamiento en las

decisiones.

La frente tersa, rectangular, sin arrugas, de Felipe González nos

proporciona el rasgo más apreciado de su carácter: «inteligencia sólida,

reflexión calculadora... muy seguro de sí mismo, desdeñoso de todo

consejo sensible por temor a dejarse extraviar por quimeras», sigue nues-

tro curioso observador. En efecto, así ha sido la psicología dominante de

González.

Las cejas de nuestro biografiado, pobladísimas e hirsutas, excitan la

imaginación interpretativa de Quiñonero: «Demuestran la concentración de

la energía mental, la preocupación, la atención concentrada y una gran

ambición latente, inclinaciones irritables, de trato contradictorio, exaltado

y difícil. Por lo tanto, un sujeto con el que hay que andarse con tiento y

buscando siempre la parte más complaciente.» El consejo lo han seguido

y sufrido sus cercanos colaboradores.

Page 19: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

Nuestro intérprete físiognómico concede mucha importancia a los ojos

de Felipe González, «hundidos en las cuencas y sombreados». Son ojos, que

no siempre se abren del todo, permanecen un tanto velados, lo que es

síntoma de «esa preciosa gracia de adular y mentir con más frecuencia de

lo habitual». El arte del disimulo, la astucia que requiere el duro ejercicio

político, va acentuando con el tiempo el abultamiento del párpado inferior,

sobre todo en el ojo izquierdo. Esas crecientes «bolsas» debajo de los ojos

subrayan el rasgo del cansancio, del agotamiento que produce la fatigosa

tarea de gobernar en un hombre que duerme muy pocas horas.

La nariz de Felipe González es su rasgo más distintivo. Resulta

increíblemente chata y cóncava, lo que ha dado pie a diversos

caricaturistas a dibujar a González con la apariencia de Pinocho (jugando

con la asociación del famoso muñeco a la figura del mentiroso). Dice

nuestro corresponsal: «No conozco ninguna imagen de hombre célebre en

la Historia con una nariz semejante.» Y lo interpreta así: «Este es un

síntoma dé egoísmo (a veces sin malicia) y astucia, de poca firmeza de

carácter y de versatilidad de juicio.» La punta de la nariz, redonda, le

hace especular con un carácter «agresivo e irritable, de tendencias

absolutistas y a veces brutal».

La boca de Felipe González —pronunciada, grande y carnosa— no

merece mayores complacencias: «Es una boca que no tendrá piedad con

sus enemigos.» Y añade una generalización no exenta de gracia: «Las

bocas de esa naturaleza, carnosas, musculares y salientes, producen

grandes oradores, sujetos de gran facilidad de palabra, lo mismo que

tendencias a la mentira, al malhumor... con una propensión a

sobrevalorarse a sí mismos.»

El lector escéptico se habrá maravillado, seguramente, tanto de los

aciertos intuitivos del intérprete como de su peculiar fantasía para

extraer indicios sobre el carácter y la conducta de nuestro personaje a

Page 20: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

partir de ciertos elementos que en parte son heredados. Nada como la

extrapolación que merece el órgano inmóvil del rostro: la oreja. Habría que

advertir que en el Felipe González de los años setenta las orejas no se

veían, al quedar casi por completo tapadas por la generosa cabellera. Aun

así, valga el comentario por lo expresivo. Nuestro comunicante dice que

esas orejas, algo altas y separadas, «manifiestan la tozudez, la

incomprensión, la intolerancia, la tendencia a discutir, a veces, problemas

nimios, puntillosos». Hay que sospechar que Nicolás Redondo o Antonio

Gutiérrez darían la razón a estas intuiciones del informe.

Nuestro observador no descubre notables arrugas en el rostro

estudiado, excepto las de los ojos (que revelan «astucia, recelo,

desconfianza»), y el hoyuelo del mentón (que traduce como «sensibilidad a

los halagos»). Con lupa detecta la sombra de una arruga perpendicular

sobre la frente, en el inicio de la nariz, que es «síntoma de carácter quis-

quilloso, es decir, fácil de agraviarse, que se enfada cuando le contradicen, al

mismo tiempo que de respuesta mordaz y hasta violenta».

Hasta aquí el argumento fisiognómico de Quiñonero, completado con

nuestros escolios, entre maravillados y escépticos. Debe subrayarse que ese

informe se emite en 1980 y por lo tanto no recoge la significativa evolución

del rostro —sus elementos móviles— en la época en que Felipe González

se aposenta en La Moncloa. Es ahí cuando se produce la transmutación

del «retrato de Dorian Gray», si se nos permite la forzada imagen, siempre

con el ánimo festivo de esta interpretación. Los ojos se van achinando, las

«bolsas» de debajo de los ojos se abultan, la cara toda se abotarga, acaso

por la influencia de los corticoides. Aparece y se hace cada vez más

frecuente el rictus de desprecio de la boca con el característico gesto de

cerrar la boca y elevarla de posición. La «sombra de arruga» en la frente,

que detectaba la lupa de Quiñonero, se hace cada vez más perceptible y se

dispara durante las ocasionales ruedas de prensa, al tiempo que mantiene

Page 21: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

una forzada sonrisa. Con los años y la significación del cargo, se ha ido

acicalando el peinado. Las patillas no se destacan tanto y blanquean más,

el rapado de la barba trata de ocultar la tendencia pilosa del rostro, y las

camisas cerradas y encorbatadas ya no dejan que aparezca por el cuello el

vello pectoral.

Como es lógico, la «presentación del yo» de Felipe González es cada vez

más la presentación del «Presidente» (de España, por unos meses de

Europa, acaso pronto de la Internacional Socialista). Es perceptible la

natural evolución del guardarropa, con marcado acento italiano. Hay que

imaginar que el Presidente cuida su aroma personal, tan alejado del «olor a

establo» con que lo describe Alfonso Guerra en sus años mozos. Aunque

elegante y conjuntada, la indumentaria de Felipe González es más bien

juvenil. Por ejemplo, no acostumbra á usar chaleco, aunque algún

periodista lo describe diciendo que lleva «un terno impecable» por más

que en la fotografía no aparezca la tercera pieza.

Felipe González es una persona aseada que se adorna con un cierto

alarde en el atuendo y una pulcritud muy andaluza. Ahora viste

elegantes trajes italianos, camisas de seda y visibles gemelos de oro. Eso

no le impedía, en el reciente pasado, jugar a la imagen del estudiado

descuido y el desaliño indumentarios, tan acorde con su poeta idolatrado,

Antonio Machado. «¿Cómo te haces la ropa, a medida o...?», interroga

el periodista. Responde González:

«¡Qué va, qué va! De confección. Pero, además, durante una época,

cuando Carmen (su esposa) tenía trabajo, hace tres años o así, ni siquiera

iba a verla (a ver la ropa a la tienda). Llamaba a una tienda, donde ya

había ido alguna vez y me había probado la ropa, y pedía un traje azul

marino y me lo mandaban, de lana para el invierno o de estos finos para

el verano. O un traje gris. Y me mandaban el traje; pero me lo

Page 22: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

mandaban al despacho directamente. No se me ha ocurrido nunca

hacerme un traje a medida. Quizá miento: hace catorce años me hice uno

a medida, que todavía tengo, en Sevilla. Me compro ahora mucha más

ropa, en términos relativos siempre, claro... En fin, la verdad es que no

lo sé muy bien. Me ocupo muy poco de ese tema» (Márquez Reviriego,

82:201).

La faz de Felipe González se hace cada vez más redonda y mollar, con

diversas protuberancias en los mofletes, las ojeras, la frente y los

párpados. Al tiempo la frente avanza inexorable, sobre todo por el lado

derecho. La melena se recorta y deja ver cada vez más porción de orejas,

grandes, con el lóbulo poco despegado. En la nariz apunta una diminuta

peca rebelde, que se deja notar más con los años. El conjunto es de una

creciente respetabilidad cardenalicia o por lo menos burguesa. Cuenta

con elementos de indudable atractivo varonil: es velludo, cejijunto, de

labios carnosos (sobre todo el inferior), de nuez sobresaliente. Las cejas

tienden a dibujar un acento circunflejo que le da a veces un aire divertido.

Los dientes son visibles, un tanto irregulares. Destacan los dos incisivos

superiores, con tendencia a separarse, que se montan sobre los inferiores y

hacen torcer un poco la boca (no tanto, desde luego, como Adolfo Suárez).

Da la impresión de que sus dientes andan necesitados del láser que utiliza

el odontólogo para las sesiones de limpieza bucal. Es curioso que alguien

tan pulcro como González descuide ese aspecto de su imagen. El doctor

Manuel Trujillo, un psiquiatra sevillano que triunfa profesionalmente en

Nueva ^Vbrk y conoce desde la infancia a González, comenta: «Con sus

dientes, Felipe en América no hubiera llegado muy lejos políticamente.»

Con todo, son elementos de algo difuso que le da gracia al rostro y es su

falta de simetría. Hasta en ocasiones apunta un cierto estrabismo (no tan

Page 23: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

notorio como el de Alfonso Guerra), que suele ser un estímulo para los

buenos fotógrafos.

El indudable atractivo personal de una figura como la de Felipe

González reposa en muchos de los elementos descritos y en una cierta

disposición tímida, muy estudiada, en contraste con el estereotipo de

«prepotencia» con el que por otra parte suele comportarse a veces. La

timidez, una cierta inseguridad, se refleja en los gestos de las manos (una

en el bolsillo del pantalón, sujetándose los supuestos gemelos de la camisa,

jugando con las gafas), en la distancia exagerada que suele mantener a

veces respecto a los interlocutores.

Desde finales de 1987 Felipe González deja a veces de llevar el anillo de

casado, gesto en el que imita a Alfonso Guerra, éste todavía más

despegado de su vida matrimonial. El detalle no tendría mayor

significación si se tratara de una persona particular. En realidad el

símbolo de la alianza matrimonial es cada vez menos obligatorio en las

costumbres españolas, pero llama la atención si el que prescinde de él es

un hombre público de la talla del Presidente del Gobierno. La ausencia se

nota más porque Felipe González exhibe mucho las manos, sobre todo la

izquierda, la del reloj (de distintas marcas), la del puro. Sólo en los últimos

años nuestro hombre ha empezado a cuidar la negativa imagen del

fumador de largos vegueros Cohiba. Puede que este aprendizaje haya

resultado de los numerosos viajes al extranjero, donde la escena de un es-

tadista fumando en público es ya rarísima. Culmina con la legislación

antitabaco del Gobierno socialista. Son los nuevos tiempos.

Page 24: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

CAPÍTULO II

LA MALA «SALUD DE HIERRO» DEL PRESIDENTE

Dos de marzo de 1985. El vetusto DC-8 de la Fuerza Aérea Española

había partido de la pista militar del aeropuerto madrileño de Barajas pocas

horas antes, para iniciar un largo viaje a Uruguay, de más de catorce

horas de duración. En el país hermano, el presidente del Gobierno

español, Felipe González, iba a asistir a los actos de toma de posesión del

presidente uruguayo, Julio María Sanguinetti. En la cabina delantera de

la nave, junto a Felipe González, además de algunos miembros de su staff

como Julio Feo, o ministros, como Carlos Solchaga, iban tres invitados

especiales: Antonio Garrigues, a la sazón presidente del Partido

Reformista Democrático (PRD); su adversario electoral entonces en la

lucha por el dominio del centro político, Adolfo Suárez, ex presidente del

Gobierno y el actor Sancho Gracia, invitado personal de Sanguinetti dados

sus orígenes uruguayos y sus vínculos familiares con uno de los linajes

políticos más destacados de Montevideo. El resto del pasaje, funcionarios,

policías; del servicio de escolta y representantes de los medios informativos.

Trascurridas algunas horas de vuelo, el Presidente ofrecía un aspecto

físico de visible decaimiento, de ostensible cansancio, con el rostro

abotargado y mortecino. Algunos de los pasajeros que le acompañaban se

sorprendieron de la frecuente ingestión de pastillas de González, que el

doctor Moneo, su médico personal, que le acompaña en todos sus

desplazamientos, le entregaba de tanto en tanto. Adolfo Suárez le

preguntó la razón de tantas pastillas y González le respondió: «Son para el

estómago.» Poco después, González y Moneo se dirigieron a uno de los

dos minúsculos compartimentos —uno a cada lado del pasillo— que se

utilizan como dormitorios, donde reposan los Reyes o el Presidente en los

viajes de Estado de larga duración.

Page 25: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

Escasos minutos después, ambos abandonaron la cabina y regresaron a

sus asientos. El doctor Moneo le había suministrado una medicación a

Felipe González quien a partir de aquel momento, fue recuperando su

viveza habitual, hasta tal punto que poco después mantenía una ardorosa

e improvisada discusión con los periodistas, de varias horas de duración.

¿Cuál es el estado real de salud de Felipe González? ¿Qué hay detrás

del espeso muro de misterio y silencio con el que el Presidente y sus

compañeros de Partido y Gobierno ocultan una cuestión que atañe a

todos los españoles? Estas y otras preguntas similares se plantean hoy las

personas preocupadas en torno a la salud de González, una «mala salud

de hierro» que le permite realizar largos y agotadores viajes y atender los

importantes asuntos de Estado de su agenda en extenuantes jornadas de

trabajo.

El episodio más ilustrativo sobre la salud de un dirigente político en

cuanto a transparencia informativa se refiere fue, sin duda, el de las dos

operaciones sufridas por el presidente de los Estados Unidos,-Ronald

Reagan, los días 12 y 13 de julio de 1985, en las que le extirparon dos

pólipos intestinales, uno de ellos con células cancerosas. El suceso,

además de ser el primer caso en la Historia en el que un presidente de

Estados Unidos en activo se sometía voluntariamente a una operación de

tanta transcendencia, entregando transitoriamente, y también volun-

tariamente, los poderes a su segundo, el entonces vicepresidente Bush, tuvo

otros perfiles que suscitaron amplia admiración internacional.

Como en una recreación en clave político-quirúrgica de Viaje alucinante

-aquella película de Richard Fleischer, en la que un grupo de científicos son

reducidos a un tamaño microscópico y posteriormente inyectados en un

cuerpo humano, las operaciones de Reagan fueron precedidas por

minuciosas exploraciones ópticas del aparato digestivo presidencial y

transmitidas a todo el mundo á través de una minúscula cámara de

Page 26: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

televisión. Se husmeaba así en las más recónditas visceras de Reagan, para

ofrecérselas a los telespectadores de todo el mundo en cualquiera de sus

sobremesas.

El suceso fue destacado muy positivamente en los medios informativos

occidentales, que sometieron a contraste tal alarde de transparencia

informativa, comparándolo con la habitual opacidad europea en lo que se

refiere a la salud de sus dirigentes, por no hablar de los países del Este, las

naciones del llamado «socialismo real», donde las enfermedades de los

dirigentes políticos no se revelan nunca antes de redactar los certificados de

defunción y, a veces, incluso el fallecimiento se oculta a la opinión pública

durante períodos de tiempo más o menos largos.

La democracia de la era de la televisión por satélite ha avanzado hacia

una creciente publicidad de todos los aspectos de la vida de los dirigentes

políticos, incluidas sus enfermedades. No es un capricho. La prueba es

que afectan a los movimientos de la Bolsa y no digamos a las relaciones

internacionales. Las famosas «cumbres» dependen de la fragilidad de la

salud de sus protagonistas.

El presidente Johnson tuvo que enseñar a las cámaras la cicatriz

resultante de una operación intestinal. No siempre ha sido así,

particularmente en lo que respecta a las enfermedades y los secretos de

alcoba. En Estados Unidos, funcionaba una especie de «pacto de

caballeros» no escrito con la Prensa. Los periodistas sabían que el ma-

trimonio Franklin y Eleanor Roosevelt no se llevaba bien, pero el hecho no

trascendió a los medios. Se sabía también que la parálisis progresiva de

Roosevelt avanzaba sin remedio. Se llegó a la famosa ficción de retratar

sentados a los máximos dirigentes aliados en la Conferencia de Yalta,

precisamente para disimular la parálisis de Roosevelt. El caso se empezaba

a repetir en los últimos días de gobierno del presidente Kennedy. También

Page 27: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

aquí se evitó mencionar la grave dolencia de columna vertebral del Pre-

sidente.

En Europa aún se conserva en el acervo popular el viejo adagio

romano según el cual «los Papas mueren, pero no enferman». Los políticos

europeos son sumamente discretos en lo que se refiere a sus dolencias. Si

el hipo que sufría Pío XII, al desvelarse su existencia, fue un auténtico

sobresalto en la escandalizada feligresía, en cambio el cáncer de Juan

XXIII no se conoció hasta que el Papa estaba a punto de fallecer. Algo

parecido sucedió con otros dirigentes europeos, como el francés Georges

Pompidou, que ocultó la existencia del cáncer que le produjo la muerte,

hasta los últimos días, a pesar de que la medicación recibida deformaba

su rostro. El general De Gaulle silenció su operación de próstata, igual a

la que tuvo que someterse en secreto Pablo VI en un improvisado quiró-

fano vaticano.

Aunque en el pasado, también los Estados Unidos tuvieron casos de

gran resonancia, uno de ellos, el del presidente Woodrow Wilson, a quien

la arterioesclerosis alteró su equilibrio emocional y perturbó sus facultades

mentales, a pesar de lo cual siguió en el poder varios años después de

detectada su dolencia (Vallejo-Nágera, 87:386).

En junio de 1919, un joven psiquiatra español residente en una clínica

parisina, en una noche de guardia recibió a un hombre que había sido

detenido por pasear desnudo por las calles de París. Poco después

comprobaron con asombro que se trataba de Wilson, presidente de los Es-

tados Unidos, presente en Francia para la firma del Tratado de Versalles

que puso fin a la Primera Gran Guerra. El curioso suceso se mantuvo

oculto, hasta que Sigmund Freud lo reveló. A pesar de ello, Wilson siguió

en el cargo dos años más, en los que sufrió una embolia que le dejó

inválido e incapacitado, mientras su esposa, una mujer con escasa

Page 28: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

formación escolar, se convirtió en la persona que tomaba las decisiones

sobre todos los asuntos de Estado que llegaban a la mesa de su marido.

Los tiempos han cambiado y hoy la conducta que se espera de los

gobernantes democráticos está más cerca del ejemplo de las operaciones de

Reagan que del hermetismo y oscurantismo que revelan los casos citados.

Sin embargo, se sigue produciendo la ocultación de los achaques de los

políticos por temor a los efectos electorales o a la alarma social que puedan

suscitar. También encierran aspectos positivos que los políticos

desdeñan, los componentes de abnegación y sentido de la responsabilidad

que sugiere la dedicación a los asuntos públicos a pesar de las dolencias

físicas.

La tradición española se halla en este punto más cerca de las posturas

vaticanas que de la transparencia de las democracias occidentales de hoy.

Las dolencias de los hombres de Estado pasan por la extrema reserva que se

concede a todo lo que sucede en sus alcobas. El carisma palaciego se

apoya en la veneranda tradición de la enfermedad como mácula, como

revelación de la condición mortal de los humanos. Los cuerpos de los

príncipes de la política son inconsútiles: no tienen ni costuras ni cicatrices.

Los tiempos han cambiado y hoy se espera que la conducta de

los.gobernantes democráticos esté más cerca de los casos de las

operaciones de Johnson o Reagan que de los otros ejemplos. La

democracia no es un sistema inerte y fosilizado. Se perfecciona con la

creciente publicidad de todo lo público.

En contraste con tal exigencia de los tiempos, el estado de salud del

presidente González se sigue manteniendo en el más hermético y

pudibundo de los secretos. El Presidente, en las ocasiones en las que se

le interroga al respecto, siempre ofrece respuestas tranquilizadoras, incluso

exultantes, de contenido similar a éste: «Siento darle un disgusto a la

oposición, pero tengo una salud casi ofensiva. No recuerdo haber tenido

Page 29: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

nunca lo que en términos psiquiátricos se llama una depresión» (Diario 16,

22 de octubre 1985). En otras ocasiones, es una persona «extraor-

dinariamente» sana o de «una salud escandalosa» (Márquez Reviriego,

82:50). Las declaraciones presidenciales citadas pretendían salir al paso

de insistentes rumores, alguno de ellos recogido en distintos medios

informativos, que hacían alusión a una supuesta depresión del Jefe del

Gobierno. Incluso un periodista, el fallecido Pedro Rodríguez llegó a

hablar, con evidente licencia informativa, de intentos de «suicidio»

(Tiempo, 7 de mayo 1984).

En contraste subconsciente con esas aseveraciones, tanto él como

Guerra suelen presumir de necesitar dormir muy pocas horas, como si

ello fuera síntoma de buena salud. Asegura González que «nunca toma

pastillas para dormir» (entrevista con Julián Lago, Tiempo, 23 de mayo

1983). La falta de sueño estimula el trabajo. Confiesa que trabaja «unas

ochenta horas semanales» (entrevista con Jesús Quintero, Diario 16, 11

de mayo 1984). Estas fantasías, propias, por otra parte, del personaje, se

inscriben en la tradición española de hacer creer que las personas que

nos gobiernan son lúcidos y abnegados superhombres. González es

hipersensible a los rumores que hablan de su hipotética mala salud. Es

una suerte de hipocondría al revés: aparentar más salud de la que se

tiene. En una entrevista que e hace Fernando Claudín en 1979 deja caer

que «desde una óptica democrática no se perdona nunca al político que

sea imprevisible. Lo cual afecta, por ejemplo, al liderazgo político de un

hombre enfermo».

Lo cierto, sin embargo, es que la salud de Felipe González no es,

precisamente, «ofensiva» ni «escandalosa» como él asegura. Tales

afirmaciones suyas no son otra cosa que un episodio más en la larga y

paciente tarea de remodelado de su imagen pública, prescindiendo de los

Page 30: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

hechos cuando éstos resultan incómodos o adversos. La realidad es, por el

contrario, distinta.

El máximo dirigente socialista sufrió durante años una enfermedad

crónica, alergia asmática o asma^de origen alérgico. Las perfumadas

primaveras sevillanas —también los otoños—, reventando de flores de

azahar, eran un auténtico suplicio para el Felipe González adolescente, que,

en ocasiones, y desde que a los trece años brotó su dolencia, le mantenían

en un auténtico espasmo de tos durante largos períodos de hasta cinco días

de duración. El mismo lo relata:

«Para mí el síntoma de la época era el olor a azahar y a cera, que era y es

muy típico de Sevilla. Siempre relacionaba el olor a cera y azahar en las

calles con el asma. Eran ataques bastante intensos, que me tenían tres o

cuatro días sufriendo, coincidían casi con el final de curso, lo cual era bastante

desastroso para la preparación de los exámenes» (Márquez Reviriego, 82:47).

Sus compañeros de Sevilla conocen muy bien la dolencia de Felipe

González que él describe. González reconoce también que su dolencia

requiere un tratamiento con corticoesteroides, medicamentos a base de

hormonas que se producen en la corteza de las glándulas suprarrenales.

Los corticoesteroides tienen un efecto curativo fundamental, que es el de su

acción antiinflamatoria, por lo que se utilizan en los casos de asma, que es

un síndrome clínico caracterizado por una disfuncionalidad bronquial

nacida de un proceso inflamatorio.

En septiembre de 1987, Felipe González visitaba la mítica Universidad

de Harvard, el centro universitario más antiguo de Estados Unidos,

fundado en 1636, situado en Cambridge, muy cerca de Boston, en el

Estado de Mas-sachusetts. El dirigente socialista atendía una invitación

de la universidad para pronunciar una conferencia en uno de sus

auditorios, ante personalidades como el intelectual del partido demócrata

Page 31: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

y celebérrimo economista John Kenneth Galbraith o el novelista

mejicano y premio Cervantes, Carlos Fuentes. Por cierto, el presidente

González departió durante algunos minutos con el gobernador del

Estado, Mike Dukakis, entonces candidato demócrata a la presidencia de

los Estados Unidos, con el consiguiente disgusto del Partido Republicano,

uno de cuyos portavoces calificó la visita de González a Dukakis —

recogida puntualmente por la prensa con los correspondientes tes-

timonios fotográficos— de «perturbadora».

Uno de los informadores que acompañó al Presidente en su viaje

americano, el director adjunto de Diario 16 y coautor de este libro,

recibió de Madrid una llamada telefónica con una información procedente

de una conocida personalidad médica del país. Según el autorizado testi-

monio, la visita de Felipe González a Harvard, además de las razones

oficiales, se debía a una vieja dolencia gástrica de tipo ulceroso y

sangrante. Felipe González tenía deseos de ser reconocido por un

especialista americano de cualquiera de los muy prestigiosos hospitales

bostonia-nos. La información coincidía con el hecho conocido de la

existencia de una úlcera en el duodeno de González. En la campaña

electoral para las generales de 1977, Patxi, el médico que acompañaba a

González en la avioneta de diez plazas María III, que utilizó en aquella

campaña, hubo de ocuparse «de que a Felipe González no le fallara la gar-

ganta, no le molestara demasiado una incipiente úlcera duodenal»

(Chamorro, 80:155-156). Los esfuerzos indagadores de José Luis

Gutiérrez en Boston no sirvieron de mucho, en un país donde las cuestiones

de la salud de los ciudadanos son mantenidas —si ésa es su voluntad— en

el más impenetrable de los secretos. Tal hermetismo se ve incluso

incrementado si el supuesto paciente es, como en este caso, una alta

personalidad política. Ni siquiera los reporteros especializados en

información hospitalaria del Boston Globe pudieron confirmar la noticia.

Page 32: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

Posteriormente, el entonces ministro portavoz del Gobierno, Javier Solana,

interrogado sobre ello, lo negó categórica y terminantemente.

Sin embargo, las sospechas eran razonables porque el uso durante años

de corticoides, como en el caso de Felipe González, produce una larga

serie de efectos llamados iatrogénicos —consecuencias negativas y no

deseadas generadas por una cierta medicación— y uno de ellos son los

desarreglos y úlceras gástricas. Felipe González —todos los que le conocen

bien lo saben— padece trastornos digestivos que le obligan a seguir una

especial dieta alimenticia. El mismo lo admite al responder a una pregunta

sobre su «gastritis»:

«Eso fue una secuela que tuve durante años (y afortunadamente ya se me

pasó, aunque a veces vuelva algo). Fue una secuela del tratamiento de la

alergia asmática, que no sé si sabes que se trata con corticoides, y eso

produce un cierto daño en el estómago. Lo que pasa es que uno ya se

acostumbra a autorregu-larse y, entonces, yo como poco y suelo comer

comidas sanas. Lo que debería ser una dieta anormal para cualquiera, para

mí es dieta normal y, además, la dieta me va bien» (Márquez Reviriego,

82:52).

No es ésta la única secuela del uso de corticoides. Desde la primera

legislatura de la transición democrática, Felipe González se distinguió

como orador parlamentario, y no solamente por su eficacia y reflejos

retóricos. Su peculiar sentido del gesto parlamentario, incluso el poderoso

liderazgo que ya entonces comenzaba a ejercer sobre el Partido y su

grupo parlamentario, hicieron que muchos imitaran sus poses oratorias,

sus ademanes y gestos, incluso sus atuendos —los famosos trajes de pana,

las cazadoras o las chaquetas de sport inglesas con coderas—. Su postura

era de ademán pausado, con la mano izquierda casi siempre en el

bolsillo y la derecha, accionando con el pedagógico, paternal o

Page 33: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

admonitorio dedo índice, en ademán de «pantocrátor bizantino». Todo

ello, unido a una muy peculiar postura del cuello y la espalda. De los

numerosos e inconscientes imitadores que le salieron a Felipe González,

uno de ellos se destacaba especialmente por la fidelidad con que reproducía

el gesto de su líder. Se trataba del diputado Ciriaco de Vicente, quien, a

pesar de su condición de experto en cuestiones sanitarias, no advirtió

que en su imitación estaba adoptando de forma artificial uno de los

síntomas que caracterizan el llamado «síndrome de Cushing» que

afecta, a quienes tienen un exceso de corticoesteroides en la sangre.

Efectivamente, este síntoma, conocido como «jiba de búfalo» o «morri-

llo», generado por la obesidad de nuca, es perceptible en la silueta de

Felipe González, como también lo es el llamado efecto de «cara de luna»

generado por la hinchazón facial, visible a veces en el rostro de González

ante las cámaras televisivas o las fotografías periodísticas.

Otros efectos secundarios del uso de corticoides son el insomnio, el

aumento del vello, la obesidad de tronco, los dolores de cabeza, la

inestabilidad y alteraciones de carácter.

Los desmentidos de Felipe González sobre sus supuestas «depresiones»

se producen, pues, para contrarrestar rumores y testimonios que circulan

en los medios políticos desde hace años. El entonces presidente del

Gobierno, Adolfo Suárez y el vicepresidente, Fernando Abril Mar-torell,

durante los años de la transición y el «consenso» preciso para la

elaboración de la Constitución, ya estaban acostumbrados a las famosas

«desapariciones» de un Felipe González en paradero desconocido durante

varios días o incluso semanas. Algunas veces —ambos lo han relatado en

diversas ocasiones— el Jefe de Gobierno precisaba ponerse en contacto

con el entonces líder de la oposición, Felipe González, sin que hubiera

manera de averiguar dónde se encontraba hasta que, pasadas una o dos

semanas, reaparecía.

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El puntilloso observador que es Manuel Fraga lo certifica: «Lunes, 29:

Parece que Felipe González sufre de estrés» (Fraga, 87:146).

El dato negativo es que el público no sabe de la enfermedad del Presidente

más que a través de confusos y atropellados desmentidos. Se perpetúa así la

tradicional concepción sacra del poder. Si los príncipes son «enviados de

Dios», los «príncipes de la política» han de presentarse con las cualidades

arcangélicas que les liberan de las ataduras al cuerpo mortal: frugalidad

en el comer y el libar, sin apenas dormir, sin dolencias vulgares. A través

de su salud y de sus hábitos asistimos a una sutil sacralización de la figura

de González.

CAPITULO III

EL LENGUAJE DE GONZÁLEZ:

LA SEMIÓTICA DE LA CONFUSIÓN

Si se habla de felipismo es porque Felipe González es algo más que un

líder de un partido, un gobernante. Es, en sí mismo, todo un estilo de

mandar. En ese estilo entra también su magistral retórica, un uso peculiar del

lenguaje, que no es sólo ni fundamentalmente una entonación, unos gestos,

un acento regional. Este es otro de los aspectos positivos del personaje.

González entona un andaluz culto de gran belleza, reconocido incluso por

uno de los periodistas más críticos del felipismo, el también andaluz An-

tonio Burgos. No es sólo una cuestión de entonación, sino de retórica. La

retórica felipista, lo que podríamos llamar el lenguaje «gonzalesco»,

compuesta de mil ardides y muletillas, acaba permeando el modo de hablar

de una clase entera. Si no de una clase, al menos de gran parte de la

«familia socialista», como a sí mismos se designan los dirigentes del

PSOE.

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La gran variedad de recursos retóricos se despliega para un fin

inconfesable: decir lo menos posible con el máximo número de palabras, y de

palabras esotéricas si puede ser, para que el compromiso sea mínimo. Para

confundir, nada como utilizar palabras polisémicas. Por ejemplo,

González confiere a «horizonte» muy distintos significados (lapso, plazo

objetivo).

Decía José Ortega y Gasset: «Una política es clara cuando su definición

no lo es. Hay que decidirse por una de estas dos tareas incompatibles: o se

viene al mundo para hacer política, o se viene para hacer definiciones»

(Ortega III, 87:618). González, a esa falta de claridad, le añade su personal

«semiótica del barullo». Nada se ajusta tan bien a la personalidad de

González como la realista descripción orteguiana. Coincide con el juicio

de uno de los biógrafos del líder socialista:

«Cuanto más diáfana sea la composición de un político y más nítido el

sentido de sus intenciones, más expuesto estará al desplazamiento hacia el

exterior del mercado político, en beneficio y ventaja de aquellos de sus cole-

gas cuyo carácter y personalidad no adolezcan de tales vicios políticos de

composición» (Chamorro, 81:202).

Felipe González se halla lejos de la diafanidad y la nitidez; por eso su

capacidad para subordinarlo todo al fin de mantenerse en el poder. Puede

que ese mismo fin y esos mismos medios se los planteen otros muchos

políticos, pero hay que reconocer que, en la labor de oscurecimiento del

léxico, González es un maestro. Hay momentos en que sus trabalenguas y

circunloquios recuerdan los hilarantes soliloquios de Mario Moreno

«Cantinflas». Veamos, por ejemplo, esta respuesta de González a la pre-

gunta «¿Qué es para usted ser hoy de izquierdas?»:

Page 36: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

«Gobernar en un momento en el que uno tiene que optar entre inventar el

futuro para que la derecha gobierne el presente o gobernar el presente

para construir el futuro. Yo creo que hay que tener el coraje político de

gobernar y tomar decisiones y no refugiarse en cómo sería el futuro

mientras la derecha gobierna el presente. Esto me parece ser de izquierdas»

(El Paíss, 4 de diciembre 1988).

El galimatías es todo un arquetipo de esa inclinación de González a

oscurecer la realidad. Para el líder socialista, el complejo debate

ideológico que ocupa hoy a la izquierda en todo el mundo no parece existir.

Viene a concluir, con bastantes más palabras, que ser hoy de izquierdas

significa evitar que gobierne la derecha, aunque para ello haya que adoptar

sus mismas recetas económicas, sus viejos resabios autoritarios.

No se busque tampoco ningún sistema en los retorcimientos léxicos de

González. Juegan aquí muchos factores: los reflejos, la capacidad de

improvisación, la intuición, el mimetismo, la inercia de las modas en los

usos del lenguaje. La maestría está en saber sacar partido, nunca mejor

dicho, de esa suma de hallazgos, siempre con el propósito último —no se

olvide, aunque no se exprese— de prolongar las situaciones que mantienen a

nuestro hombre en el poder. Por sus éxitos lo conoceréis.

Un dato primordial es que Felipe González, a pesar de sus deseos de

liderazgo mundial, no sabe una palabra de inglés. En alguna entrevista su

mujer bromeaba con el hecho de que Felipe ya había aprendido a decir

«ap, ap» a una perrilla inglesa que les habían regalado (el monosílabo

onomatopéyico up se utiliza en inglés para indicar a los perros que se

levanten sobre sus patas traseras). Era la única palabra que podía

pronunciar. Este desconocimiento no desplaza, sino que refuerza, el uso

de anglicismos, moda usual en España, a la que el Presidente se somete

con gusto y hasta con gracia. Así, ese circunloquio tan corriente en la

parla anglicana que se traduce literalmente por «déjeme decirle algo» es

Page 37: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

latiguillo que fascina al verbo presidencial. El ministro Solchaga —entre

otros varios— lo repite constantemente. Hay un momento en que se le oye

decir a González: «Déjeme que le diga algo que me parece bastante

contundente.» A propósito, Felipe González es hijo de su época y se ha

contagiado del nuevo sentido que el lenguaje coloquial de los jóvenes dan

al adjetivo «bastante». No es menos que «mucho», sino más que «mucho»:

en la práctica ha venido a sustituir al «muy», que a su vez se rebaja con el

«como muy» de los adolescentes de hoy.

La introducción de palabras inglesas en la conversación da prestigio

al que habla. Felipe González lo sabe y utiliza a veces este recurso,

aunque el barbarismo no quiera decir nada, está ahí, casi al azar. Véase,

por ejemplo, esta frase: «Creo que todavía estamos en ese gap histórico

que supone que cada poder independiente del Estado tiene que asumir la

cuota de responsabilidad que le incumbe» {La Vanguardia, 5 de abril

1984). Naturalmente, González no quiere decir que sea un gap (un hiato, un

foso, como cuando se emplea en la expresión acuñada de «gap

generacional»), sino una especie de reto, pero el monosílabo suena bien.

Como la frase no pasa de ser un lugar común, el barbarismo le da

categoría y misterio. Es lo que hacían los predicadores de antaño con los

latinajos. Por cierto, la palabra «responsabilidad» es una de las favoritas

de González, por ser larga, abstracta y moralizante.

El gusto por el inglés lleva a nuestro hombre a aceptar cultismos

injustificados como credible (González, 78:87), en lugar de la forma

«creíble» en que ha derivado en castellano la voz latina credibilis. Lo de

credible se explica, quizá, por otro vocablo de importación, éste más

general, que es «credibilidad». En la jerga política actual, este vocablo no

es tanto la «cualidad de ser creíble» (que es lo que ha sido siempre en

español), como la capacidad de ser creído por parte del cuerpo electoral.

Mejor podríamos hablar en castellano de «crédito político», pero los

Page 38: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

profesionales de la política, y González el primero, se extasían con lo de

la «credibilidad».

Felipe González se ha aficionado a algunas muletillas traducidas

literalmente del inglés, que en español no tienen mucho sentido, pero que

suenan bien. Por ejemplo, ésta: «Es su problema, no el mío.» O el

pedagógico «miren ustedes». Por cierto, del inglés (o puede que en este

caso sea un reflejo del habla andaluza, que es la que ha cundido en

Iberoamérica) se toma el uso del «usted/ustedes», en lugar del

«tú/vosotros» que es hoy más corriente en España. Y más todavía en los

círculos socialistas, donde es el tuteo lo que priva, aunque sólo sea por

razones generacionales. De ahí que resulte chocante el tratamiento de

«ustedes» a un auditorio de correligionarios. En enero de 1989, en las

conversaciones de La Moncloa entre el Gobierno y los líderes sindicales,

González se dirigió a estos últimos unas veces de tú y otras de usted. Pocos

días antes González había escrito sendas cartas a Nicolás Redondo y

Antonio Gutiérrez encabezadas por el frío y aséptico tratamiento de

«muy señor mío», cuando lo habitual es que los tutee. El resultado de esta

ambivalencia es un cierto distanciamiento que no deja de tener su función.

Felipe González hubiera dicho su «funcionalidad», dado su amor por las

palabras sesquipedálicas. En algún caso llega a hablar de

«institucionalidad». Por lo mismo acude a «reforzamiento» (por

«refuerzo»), «potencialidad» e incluso «rei-vindicacionismo». Es también el

gusto por los abstractos, que dan empaque científico. En una entrevista

publicada en El Socialista con ocasión del 27° Congreso (1976), González

habla de «la autonomía de cada nacionalidad o re-gionalidad». Esta

palabra de «regionalidades» pasa a las actas del Congreso. Hay un rasgo

en esa entrevista que aflora otras veces. Es el gusto por las expresiones

arcaicas, tales como «por ende» o «a fuer de» («socialista a fuer de liberal»,

fue la famosa cláusula de Indalecio Prieto). Los documentos del Partido

Page 39: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

gustan de la expresión «en el seno de», tan antigua, como equivalente del

adverbio «dentro».

Las anteriores muletillas no son traídas por casualidad. Se importan

porque a Felipe le preocupa mucho (él diría «bastante») el efecto

pedagógico de que se le entienda, de que lo que diga esté claro.

Acostumbra a introducir entre comas frases como «y lo digo con toda

claridad». A Antxón Sarasqueta le confiesa: «Yo siempre digo lo que quiero

decir» (Sarasqueta, 84:178), que es también una inconsciente traducción

literal del inglés.

Hay una obsesión, ya citada, en el pedagógico Felipe: no lograr

comunicar bien lo que quiere decir. González proyecta, a veces, esta

desazón sobre un «nosotros», que es el Partido, sus dirigentes, que no

saben explicar «a los ciudadanos» lo que se proponen. Estas urgencias

explicativas generan, a su vez, más logomaquias. «A veces hablamos un

lenguaje ininteligible», confiesa González en un arranque de sinceridad

ante el disciplinado auditorio de la Escuela de Verano del PSOE {Diario

16, 25 de septiembre 1987). La ininteligibilidad es la consecuencia de la

mística del poder. «Un no sé qué que queda balbuciendo», según la

soberbia expresión de San Juan de la Cruz.

Ante la pregunta que le hace Pedro J. Ramírez sobre el balance del

primer año de integración en la Comunidad Económica Europea, Felipe

González contesta: «Tenemos que esforzarnos (se entiende, el Partido) en

explicar el balance, que, a mi juicio, es positivo, y lo será aún más en eJ

futuro» (Diario 16. 19 de octubre 1986). Obsérvese el extraño

circunloquio. No se dice que eJ balance sea positivo (siempre lo es en la

parla política, aunque sea tan dudoso como en este caso), sino que

«tenemos que esforzarnos en explicarlo». El sonsonete de «a mi juicio» (con

jota aspirada) es uno de los preferidos de González. Es posible que lo

adoptara de Tierno Galván, un maestro en aparentar mansedumbres y

Page 40: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

relativismos. Todos esos recursos contribuyen a dar una apariencia de

humildad, de moverse en el plano de lo cotidiano. Como en el famoso

grupo escultórico de Rodin, González querría ser uno más de «los

ciudadanos de Calais», en pie de igualdad con los otros, todos a ras del

suelo.

Otra influencia del habla inglesa —ésta más general en el castellano

actual— es el abuso del pronombre «yo», que en romance sólo debe

sacarse a relucir cuando se quiere hacer una declaración enfática. Acaso no

tenga más función que la de alargar un poco la frase. Por ejemplo, en lugar

del escueto «puedo», que diría un español fino, esta nueva jerigonza lo

traduciría por «yo estoy en condiciones de». González es muy aficionado a

esta fórmula. A lo largo de estas páginas se encuentran algunos ejemplos

de ese obsesivo énfasis en el «yo». Pero donde el Presidente despliega todas

sus artes retóricas es en el uso del eufemismo. No hay nada original en esa

creación. Simplemente se suma a las corrientes del momento. Los parados

de antaño pasan a ser «desempleados» y la lucha contra el paro se convierte

en «política de creación de empleo», que en la práctica consiste en

subvencionar a los empresarios, ahora tenidos por «empleadores». Qué

gran acierto, las sucesivas mutaciones de NATO (siglas en inglés, North

Atlantic Treaty Organization) en OTAN (siglas en francés y en español) y

sobre todo en la Alianza Atlántica o simplemente, para mayor vaguedad,

la Alianza. Cada paso que se da en esa progresiva transmutación, en la

misma proporción pierde virulencia. Ya estaba en el 1984 de Orwell con

la forma de denominar los ministerios. No es una fantasía. El antiguo

Ministerio de la Guerra pasa a llamarse del Ejército y, ahora, de Defensa.

¿Tardará mucho en denominarse «Ministerio de la Paz y la Seguridad»?

Felipe González y otros colegas suyos no hablan ya de «política militar», y

no digamos de «política bélica», sino de «política de paz y seguridad». Los

orwellianos ministerios de la Verdad o de la Abundancia son sólo una

Page 41: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

imitación de la realidad. En esto como en todo, González se adapta al

modo que tienen los foros internacionales de entenderse.

En vísperas del famoso referéndum sobre la OTAN, preguntado en

televisión sobre las diferentes posturas que, con respecto al asunto, había

mantenido a lo largo de los años, contesta González:

«La diferencia, a mi juicio, enormemente importante, es que nosotros

queremos conocer, no sólo compartir, el destino de los europeos; queremos

conocer decisiones que nos afectan, estemos o no dentro de la Alianza, y en

este momento estamos dentro de la Alianza, así de claro» (Diario 16, 27

de diciembre 1985).

La frase es todo un compendio de la retórica felipista. Cuando algo

empieza por «enormemente importante» y termina por «así de claro» es

que entre medias no hay más que una confusa trivialidad. El texto

ejemplifica algunos de los trucos retóricos que ya hemos señalado.

Añadamos uno de los adjetivos favoritos de González, realmente de moda

en el lenguaje político actual: «importante». Todavía hay un grado en su

uso por encima «enormemente importante». La muletilla es la marca de

la casa. Se encuentra, por ejemplo, en los textos de Elias Díaz y se oye por

doquier a todos los políticos. Alguno insiste en lo de «tremendamente

importante» (Múgica, 80a).

La invención de eufemismos no sólo se explica por el mimetismo de

los ambientes diplomáticos. Hay una tradición nacional que pesa tanto o

más. Cuarenta años de franquismo han hecho estragos en los usos del

idioma político. La misma palabra «política» adquirió en tiempos de

Franco una vaga connotación despectiva y hasta perversa. He aquí otra

supervivencia. Así tenemos, por ejemplo, la utilización del difuso adjetivo

«institucional» como sinónimo aguado y grandilocuente de «político». A

finales de 1988, los sindicatos plantean una «huelga general política»:

Page 42: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

huelga porque se deja de trabajar, general porque vacan todos los gremios,

política porque no protestan contra las respectivas empresas, sino contra

el Gobierno. Pues bien, el Gobierno —en su deseo de deslegitimar la

huelga— utiliza esa expresión, pero justamente por la connotación que

quiere dar a las palabras «huelga» y «política». Hay una explicación de

fondo. El felipismo niega la capacidad plena de hacer política a las

instancias ajenas al juego de los partidos, siempre que el PSOE mantenga la

mayoría absoluta en el Parlamento, claro está. En este caso el truco

semántico era un dardo envenenado contra la inesperada popularidad de

Nicolás Redondo y Antonio Gutiérrez. Según las nuevas ideas (viejísimas)

del felipismo, toda crítica al Gobierno o al Partido se descalifica como

«política». Afirma Guerra que la Prensa, «con alguna excepción», tiene

organizada una «campaña de acoso» contra el Ejecutivo socialista, lo que

supone «haber trastocado su papel de informar y criticar por otro de clara

actividad política contra el Gobierno» (El País, 22 de febrero 1987).

Otro tic franquista es el temor al conflicto, a la crisis. Hoy como ayer,

en lugar de «crisis de Gobierno», que es lo que es, se emplean expresiones

tales como «remodelación ministerial» o «reajuste del Gabinete».

González es muy amigo de ellas, como enemigo de admitir que hay

disensiones, fisuras u opiniones encontradas dentro del Gobierno y aun

del Partido.

El PSOE acarrea dos indelebles señales de identificación: el federalismo

y el republicanismo. De este último, ni se habla ya. El adjetivo «federal»

González lo sustituye a veces por «federativo». Por lo mismo, en la

conversación política actual se suele hablar de «progresivo» o «de

progreso» para no utilizar «progresista», adjetivo que, por otro lado, se

puede emplear desde otras varias formaciones políticas. Esta confusión de

significados era muy propia también del franquismo.

Page 43: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

Con ocasión de la huelga de diciembre de 1988, se resucitó otra

acepción franquista: «rojo», con toda su carga despectiva. Al convocar la

huelga la UGT, el comentario de González fue que los obreros de ese

sindicato (por cierto, llamados «sindicalistas», otra expresión adulterada por

el franquismo) habían experimentado un «corrimiento hacia el rojo». Es

muy posible que González estuviese al tanto del último éxito de librerías, la

Historia del tiempo, de Ste-phen Hawking.

Desde luego, no hay mejor eufemismo franquista que llamar al

franquismo «régimen anterior». Ya hemos dicho que a Franco le

molestaba la palabra «franquismo» por lo mismo que a Felipe le encocora

la de «felipismo». Sin embargo, en diciembre de 1988, con su

acostumbrada habilidad, supo hacer de la necesidad virtud, al señalar que

el término «felipismo» era el contrapunto de la izquierda al

«thatcherismo». Felipe no tiene empacho, en cambio, en referirse al

«suarismo», entidad ideológica de dudosa definición.

Lo de la imaginería astronómica del «corrimiento hacia el rojo», nos lleva

a otro de los rasgos de la retórica felipista: el cientifismo. Aquí sí que está

más claro el propósito de oscurecer el lenguaje, de hacerlo más arcano.

De oscurecerlo y de enaltecerlo con el prestigio que dan los términos

científicos. Felipe González emplea a troche y moche lo de «hipótesis de

trabajo», aunque no quiera significar más que un humilde propósito o se

trate de una explicación personal de algún suceso trivial. Por lo mismo,

abusa del término «parámetros» con los más vulgares y variados

significados. Le entusiasman voces como «coordenadas» o «fraccional»

(en general, los adjetivos en -al, otra manía anglicana). Durante un

tiempo, gustaba de mencionar el «referente» (como sustantivo), cultismo

que ahora emplea José María Benegas a discreción. El «modelo» de esto o

de aquello es otro de los términos predilectos de González. No se le puede

calificar de innovador cuando abusa del «en función de» en lugar de

Page 44: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

proposiciones más simples, porque éste es ya vicio común. Por lo mismo,

el vulgar «punto de vista» se transforma para González en la «óptica»; por

ejemplo, «la óptica socialista».

Hay veces en que el neologismo restalla, no se sabe si como audaz

adaptación de algún vocablo foráneo o como parte de la jerga científica.

Este es el caso del adjetivo espúreo, inexistente en español, pero que a

González le gusta repetir y no sólo con el sentido de espurio o ilegítimo

(por ejemplo, en la entrevista con Julián Lago en Tiempo, 10 de marzo

1986). Lo curioso es que no sólo pronuncia así la palabra, sino que los

correctores de pruebas se la transcriben tal cual en los medios escritos.

¿Acabaremos todos diciendo espúreo? En realidad la moda está en la calle.

En esto como en todo, González ventea un rastro popular y lo sigue.

La técnica del circunloquio lleva a nuestro hombre al gusto por los

pleonasmos. No le basta hablar sólo de «proyectos», sino que tiene que

decir «proyectos de futuro» (como si hubiera algunos que fueran de

pasado). Una de las expresiones más caras al lenguaje «gonzalesco» es la

de «ciudadanos españoles». No se sabe muy bien lo que significa, sobre

todo cuando lo deja sólo en «ciudadanos». Se supone que equivale a

«nacional» (sustantivo). Según eso, y refiriéndonos a España, ¿habría

ciudadanos que no son españoles? ¿y españoles que no fueran

ciudadanos? ¿Son ciudadanos los niños?

El circunloquio es compatible con el modo apodíctico de hablar, el

hacerlo de forma terminante, que no quepa duda sobre lo que el orador

quiere decir. Es lógico que un político haga gala de esta figura retórica.

Pero es que a González le entusiasma. Son diversas las técnicas para

conseguir ese efecto apodíctico. Está, por ejemplo, la conjugación en

distintos tiempos o con varios auxiliares. Hay que recordar aquí el

famoso precedente de Adolfo Suá-rez con su «puedo prometer y

prometo». González aprendió pronto el truco. «Puedo afirmar», dice a

Page 45: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

veces. O en otra ocasión: «Pueden ser, deben ser y serán las urnas las que

diriman el destino de España» (entrevista con Juan Luis Cebrián, El

País, 13 de diciembre 1982). Por cierto, que no está claro cómo se puede

dirimir un destino (aún sabiendo lo que pueda ser eso del destino de

España), cuando ese verbo implica la resolución de un conflicto. En

otra ocasión afirma para pasmo de sus seguidores: «Nunca he sido

socialdemócrata ni lo voy a ser» (Interviú, 12 de octubre 1979). ¿Cómo

podía asegurar que no lo iba a ser? Sobre todo porque era lo que estaba

empezando a ser al renunciar al marxismo radical. La técnica redu-

plicadora la emplea en numerosas ocasiones. En el debate sobre «el estado

de la Nación», de febrero de 1989, González apostilló: «Este Gobierno

ha gobernado, gobierna y gobernará.» Está clara la voluntad de transmitir

autoridad.

Un ardid dialéctico al que recurre mucho González, cuando se

presenta un conflicto o un error, es el de decir que «lo asume». No se

sabe muy bien qué quiere decir este verbo en ese uso. En la práctica tiene

un significado mágico. Al «asumir» la equivocación, ésta queda conju-

rada: ya no hay más que hablar. A veces se refuerza la táctica dilatoria con

la apelación a que eso mismo se hace en los otros países democráticos,

que sirven vagamente de contraste. Una muestra. Se presenta el llamado

«caso Nani», un delincuente «desaparecido» (en el peculiar sentido

latinoamericano del término) mientras estaba custodiado por la policía y

al que se le aplicaron las especiales medidas represoras de la «ley

antiterrorista». El comentario de González fue éste: «Yo, desde luego,

asumo la responsabilidad de todo lo que ocurre en mi Gobierno, como todos

los responsables de los países democráticos» (El País, 7 de mayo 1988).

A lo largo de este libro se recogen numerosos ejemplos del gusto de

Felipe González por los juegos de palabras, por los razonamientos un tanto

Page 46: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

«cantinflescos», muy del gusto, por otra parte, del público español. Ya

hemos aludido a ello. Si se combina con la autoridad del que habla,

permite que se le atribuya una gran sabiduría. Un modelo de esta forma

de razonar:

«Si dentro de un año la situación [respecto al terrorismo] es mejor, será

porque ha comenzado a arreglarse hoy; si no, la situación será mucho más

difícil. Ese es el planteamiento que me hago en términos de racionalidad»

(ABC, 4 de octubre 1980).

Otro ejemplo del lenguaje que podemos llamar «cantinflesco», lleno de

tautologías y de aparentes razonamientos filosóficos, puede ser éste:

«Tenemos que comprender cuál es la situación de España y quizá lo más

hondo de esta reflexión sea decirles a todos que España depende de lo que

nosotros hagamos de España, nosotros, todos los ciudadanos españoles»

(entrevista con Jaime Peñafiel, \Hola\, 20 de diciembre 1982).

Pongamos otro símil. El estilo de González recuerda al de los

arabescos, esos dibujos geométricos de la decoración árabe en los que no se

sabe dónde empieza y dónde termina el trenzado, en los que no hay hueco*

posible sin dibujo, con la obsesión de llenarlo todo.

El lector ingenuo se preguntará si, después de tantas volutas retóricas,

el Presidente se llega a creer todo lo que dice. También para esto hay

respuesta. Asegura con donaire Felipe González: «Tengo la puñetera

desgracia de creerme lo que digo y decir lo que creo» (ABC, 7 de no-

viembre 1981).

Los juegos de palabras se aplican en ocasiones a abs-trusas cuestiones

teóricas, como esta peculiar definición de democracia:

Page 47: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

«La gente cree que la democracia es un régimen idílico y no es verdad.

Muchas veces la democracia es el fruto de compromisos y acuerdos

multilaterales frente a otros acuerdos multilaterales» (Aguilar y Chamorro,

77:51).

El juego del exceso retórico lo practica González en los momentos más

solemnes. Esta es la vivida descripción que hace Antxón Sarasqueta de

uno de esos momentos:

«A las diez de la noche del domingo 13 de marzo de 1984, nada más

concluir en el primer canal de Televisión Española el programa concurso A la

caza del tesoro, apareció sin mediar anuncio alguno, la imagen del presidente

González, sentado en una silla de madera junto a la chimenea encendida en

una bodega de reciente construcción en los bajos del Palacio de La

Moncloa, con una pared de ladrillos azules y blancos —estilo morisco— al

fondo. Felipe González utilizó un mensaje de diez minutos para pedir

solidaridad y sacrificio a la nación en el marco del proyecto de la recon-

versión industrial, y pfreció diálogo... pero luego añadió:

"Si alguien pretende que cambiemos nuestra política para no alcanzar esa

modernización... el Gobierno no podrá aceptar ese tipo de diálogo" »

(Sarasqueta, 84:109).

Lo de «reconversión industrial», y no digamos «modernizar», son aquí

piadosas convenciones eufemísticas para indicar despidos de trabajadores

en masa. Se comprende que, ante esa dura política, el Presidente solici-

tase un diálogo tan extraño. Esta plástica televisiva es un remedo de las

legendarias «charlas junto a la chimenea» de F. D. Roosevelt, en las que

solicitaba al pueblo americano los sacrificios necesarios para superar la

Gran Depresión de los años treinta. Las charlas radiofónicas de Roosevelt

comenzaron en 1933 y no fueron tan frecuentes como se suele pensar,

Page 48: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

pero sí se hicieron popularísi-mas. Marcaron un estilo de explicar las

decisiones políticas a las gentes del común. El presidente Cárter intentó

resucitar las «charlas junto a la chimenea», pero en televisión. Se recuerda

la indumentaria que eligió para la ocasión: una amplia chaqueta de punto

(cardigari), que acentuaba la sensación de comodidad en familia. Entre

nosotros, Marcelino C amacho ha utilizado con gracia una prenda

parecida, el famoso jersey que le tejió su mujer cuando el líder sindical

estaba en la cárcel. Felipe González y Nicolás Redondo se han puesto

cazadoras de cuero, una indumentaria menos cálida, pero igualmente

desprovista de etiqueta. Hay también un lenguaje simbólico de las

prendas de vestir.

Son escasas las piezas firmadas por Felipe González, fuera de los

discursos. En contra de una larga tradición española —rota por Adolfo

Suárez— a Felipe González no le gusta escribir, ni leer, si bien él se

encarga de recordar que dedica a la lectura placentera dos horas diarias.

Como todo el que lee poco asegura que su libro de cabecera es el Quijote.

Eduardo Sotillos ha llegado a asegurar que González se sabe de memoria

párrafos enteros de la inmortal obra de Cervantes.

La retórica verbomotora de González se vierte en charlas con periodistas,

su género favorito. Entre los escritos, figura algún prólogo, como el que

dedica al pretencioso libro de M. Castells y otros sobre Nuevas tecnologías,

economía y sociedad en España (Alianza Editorial, 1986). Si breve, tal prefacio

ilustra bien el conjunto de artes retóricas del Presidente. Algún crítico

podrá pensar que este tipo de literatura se encomienda a negros, escritores

anónimos en régimen de maquila. Es posible, pero en este caso se habría

conseguido un milagro de identificación al lograr que el «negro» se

expresara como el amo.

Esta prosa, en un libro sobre las nuevas tecnologías, se halla muy lejos

de los primitivos textos políticos, tan combativos. Se acomoda más bien al

Page 49: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

estilo tecnocrático, científico, que tanto encandila al último González. Se

habla de revolución, claro, pero de «revolución tecnológica» o de «tercera

revolución industrial».

El brevísimo prólogo contiene innovaciones léxicas tan atrevidas como

«informacional» o «reubicación». Tiene abundantes circunloquios, como

la sustitución del verbo «poder» por la cláusula «estar en condiciones de» o

el uso de «reforzamiento» en lugar del más vulgar «refuerzo». Goza, de los

adverbios terminados en —mente (incluso del reduplicado

«independientemente»): hasta tres en una frase. La metáfora más

repetida es la vial (¿herencia de Antonio Machado?): camino,

encrucijada, tramo, cambio andado, en vías de, hitos.

El lenguaje de Felipe González ha ido haciendo virtud de una necesidad:

la de mantener un radicalismo verbal, con el que apaciguar a las masas de

militantes, para ocultar una táctica sensata, pragmática, que le permitiera

conquistar a un electorado mucho más amplio. El fin deseado y oculto es

el de acceder al poder y permanecer en él. Esta ambivalencia no es un

descubrimiento de González. Se puede rastrear en la historia entera del

PSOE, de modo eminente en los años heroicos de la primera dirección de

Pablo Iglesias. La disonancia entre el radicalismo verbal y la conducta

apaciguadora encuentra su punto de inflexión en el 27? Congreso (1976).

En este cónclave, González prepara sus armas para convertir al PSOE en un

partido con vocación de poder no compartido. Al tiempo, emite el lenguaje

más incendiario que podían haber escuchado los militantes desde los

preparativos de la Guerra Civil. Un buen conocedor de la historia del PSOE

juzga así esta ocasión:

«El 27? Congreso presentó al público español no tanto los planes

políticos del PSOE como la personalidad de su máximo dirigente... Fuera

del Partido, pocos fueron los que leyeron las resoluciones del Congreso para

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averiguar la posición del PSOE. Lo que pretendían los más era escuchar a

Felipe González» (Gillespie, 89:325).

En ésta y en otras ocasiones solemnes, ni siquiera importa lo que dice,

sino cómo lo dice, en la mejor tradición del teatro español. El burlador de

Sevilla sería la imagen apropiada si se nos permitiera jugar con el doble

sentido de la expresión.

No es casualidad que las maravillosas dotes histrióni-cas de González

hayan tenido como empresario teatral a Alfonso Guerra, que esa fue su

primitiva y frustrada vocación. Después del radicalísimo 27? Congreso, el

PSOE se asegura de golpe cinco millones de votos en las primeras

elecciones generales. Eran los que habían «escuchado» a Felipe y no habían

«leído» las incendiarias resoluciones del Congreso. Es la misma actitud

de los que disfrutan de una bebida refrescante sin querer averiguar lo que

contiene. Estamos en la era mercantil de la política. La gente compra

marcas, palabras, gestos. ¿Qué mejor marca que el PSOE, qué palabras

más envolventes que las de Felipe González y qué rostro más simpático

que el suyo .

CAPITULO IX

DEL VIEJO PSOE AL FELIPISMO POSMODERNO: LA

REESCRITURA DE LA HISTORIA

El éxito de González y de sus fieles ha consistido en hacerse con unas

siglas —PSOE— que constituían casi un bien mostrenco en los años

setenta, pero que encerraban un inmenso caudal político. Por cierto, en su

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disparatada voracidad, pretendieron incluso apoderarse del diccionario.

Llegaron a poner un pleito al PASOC de Alonso Puerta por el uso de la

palabra «socialista» —que reclamaban en exclusividad— en la cabecera

de una publicación.

Por desgracia, la historia del viejo PSOE quedó truncada por esa cruel

cizalla que fue el franquismo. Ese vacío no se llenó con los restos de lo que

había sido el socialismo histórico. En su lugar se alzó un elenco de nuevos

políticos, personificados por Felipe González y como él jóvenes de

extracción más bien «católica», de clase media, de ideología confusa o

sincrética, bastante alejados de los centros fabriles. Positivamente pasaban

por progresistas, pragmáticos, y manifestaban una incontenible ansia de

«liberarse» de sus respectivas profesiones, en donde sólo podían pretender

un mediano, si no mediocre, pasar. Para designar al fenómeno secular del

PSOE podemos seguir hablando de socialismo. Para entender este último

episodio de la toma del poder del Partido por el grupo personificado por

González, hablaremos mejor de felipismo.

Franco odiaba la etiqueta de «franquismo». Algo parecido, salvando

todas las distancias, ocurre con la palabra «felipismo». González y los

felipistas la rechazan de plano, precisamente porque el juego retórico

encubierto somete a la inteligencia del observador el parentesco entre una

y otra voz. Hasta un socialista crítico tan conspicuo como Antonio G.

Santesmases se resiste a la asociación: «Las conexiones que se pretenden

establecer entre el felipismo y el franquismo son injustas y están fuera de

lugar» (1989). Es posible que sean injustas, pero no están fuera de lugar,

como concluirá quien siga leyendo.

En una conferencia que pronunció Luis Gómez Llórente en la

Federación Socialista Madrileña en 1979, se anticipa el peligro de que el

PSOE se pudiera trocar en un «populismo» y que en consecuencia

renegara de ser un «partido de masas», ambicioso del poder total, no sólo

Page 52: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

del poder de las instituciones gobernantes. Para ello tiene que llegar a

controlar la miríada de los «movimientos populares». El conferenciante

propone esta prueba para esa necesaria transformación: «Fijaos bien.

Alguna vez habrá que hacer una huelga general» que no sea «de simple

manifestación», sino «de combate». No ha pasado un decenio desde esa

propuesta y la «máquina del tiempo» nos dibuja las siguientes realidades:

un PSOE que es, en verdad, un populismo, más cerca de sus congéneres

latinoamericanos que de los socialismos europeos. Gómez Llórente, en su

retiro académico, al final es condecorado por su antiguo amigo Javier

Solana con la Cruz de Alfonso X el Sabio. Por encima de todo, en 1988

(un día después del aniversario de la muerte de Pablo Iglesias) tiene lugar

una huelga general, la primera realmente general y pacífica de la historia

española. La lidera, además, la UGT, el sindicato socialista, para que la

paradoja sea mayor. Lo significativo es que esa huelga se organiza contra

el Gobierno del PSOE, no desde luego contra «el gran capital»ni nada

parecido. Era el comienzo del fin. La pregunta remeda otra que se hacía en

los años del franquismo: ¿Podrá subsistir un felipismo sin Felipe?

El felipismo es un hecho comprobable, una transformación de la

esencia del PSOE por la influencia de la indudable personalidad de Felipe

González y las otras circunstancias que acompañan a su reinado. El

término fue lanzado por Gómez Llorente en la conferencia citada en junio

de 1979, aunque circulara antes en pequeños cenáculos del Partido,

inventada seguramente por Pablo Castellano. Por entonces la expresión

adquiere resonancia a través de una serie de artículos que publica José

Aumente. Era el momento crucial en el que González abandona el

marxismo, pero se hace hábilmente con la dirección in-contestada del

Partido. Gómez Llorente salva a Felipe González de toda culpa o

responsabilidad en la constitución de ese nuevo «fenómeno», dice él.

Consiste en «la exaltación sistemática de un hombre, el montaje de actos

Page 53: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

públicos orientados a la exaltación de su personalidad, los retratos, los

gritos, las entradas calculadas». En consecuencia se confunde «la lealtad

personal (a Felipe) con la lealtad al partido». Una de las consecuencias de

ese endiosamiento es la creciente distancia con los otros dirigentes.

Gómez Llórente explica: «La exaltación sistemática del superlíder que

aparece como hombre-símbolo, destacado en solitario, produce la falsa

imagen de que el Partido dispone de pocos hombres capacitados para

desempeñar tareas importantes en la sociedad.» Insiste Gómez Llórente en

«exonerar al compañero Felipe González de responsabilidad personal en el

fenómeno». Puede que ésta sea una táctica para evitar la responsabilidad del

propio autor, pero no deja de ser un contrasentido si se quiere criticar y co-

rregir el felipismo. ¿Cabe mayor ingenuidad que creer que Felipe González

es la pasiva e inocente víctima de ese culto a su personalidad? Esa insistencia

de los críticos en eliminar la posible culpa de González es la mejor

confirma-ción de su carácter caudillista, en el sentido formal del término.

Se puede hacer este ejercicio intelectual: ¿Realmente es socialista

Felipe González? ¿Cabe el ejercicio especulativo de imaginar que puede ser

expulsado del PSOE? Habría que examinar con cuidado cuáles han sido

los principios mantenedores del PSOE y cuáles son los que dirigen la

práctica política de su líder máximo. Un curioso artículo de los primitivos

estatutos de la Agrupación Socialista Madrileña (a la que es de suponer

que pertenece Felipe González) reza así: «Serán expulsados (de la Agru-

pación) los que sostengan públicamente ideas contrarias a los principios

que constituyen la aspiración del Partido, siempre que no sea por error.»

Esto se estampaba en 1903. Ha llovido desde entonces, pero bueno será

conservar algunas tradiciones. En el hipotético juicio especulativo, a la

defensa de Felipe González sólo le cabe un posible argumento: que sus

ideas contrarias a los principios del PSOE lo son «por error». Hermosa

ingenuidad la de Pablo Iglesias, seguro inspirador de aquella norma.

Page 54: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

Felipe González, con su habitual tono pedagógico, sostiene que «la

memoria suele ser flaca entre los ciudadanos españoles, entre todos los

miembros y los militantes del Partido Socialista» (discurso inaugural del

29? Congreso, 1981). La construcción de la frase es horrible, pero se colige

lo que quiere decir. Que los españoles, socialistas o no, nos olvidamos del

pasado colectivo. En otra ocasión González llegó a afirmar que «las

hemerotecas no existen». Vaya si existen. Bueno será refrescar un poco ese

pasado que se pretende olvidar para comprobar cómo se ha ido formando

una aureola de ignorancia en torno a algunos dirigentes y episodios del

longevo PSOE. Precisamente el felipismo se aprovecha de esa ignorancia.

Está por escribir una crónica del PSOE en español y desde fuera del

Partido (dos textos excepcionales de hispanistas: Heywood, 86 y Gillespie,

89). Si así se hiciera, se desharían algunos mitos promovidos por la

literatura hagiográfica y apologética, que es la que priva en España. Por

ejemplo, gran paradoja, en el lento discurrir del PSOE hay menos

marxismo del que se supone. En el fundador, Pablo Iglesias, destacaban

más las cuestiones organizativas que las teóricas. Al tiempo fue un ejemplo

de honradez y de austeridad, que contrastaba con la atmósfera general

de corrupción de sus contemporáneos. El lentísimo desarrollo del

socialismo español se debe, en consecuencia, a la radical desconfianza de

Iglesias y sus sucesores respecto de otras fuerzas políticas que no fueran

las de la gran familia socialista. Este sectarismo ha continuado hasta hoy.

Es posible que el PSOE actual tenga poco que ver con la tradición

doctrinal del PSOE centenario, pero sin duda recoge y sintetiza esas otras

características formales. Es más, Felipe González reproduce en sus

actitudes, para mal y para bien, algunos de los rasgos del «abuelo» Pablo

Iglesias. También el «nieto» goza de un parecido aura de santidad laica

Page 55: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

—el famoso carisma— e igualmente aflora en él un similar aprecio por el

pragmatismo y la dedicación organizativa.

A diferencia de otros grandes fundadores del socialismo europeo, Pablo

Iglesias no tuvo nada de teórico. Esa circunstancia va a marcar también a

sus sucesores, de modo eminente a Felipe González. Es más, el Partido

Socialista que impulsó Pablo Iglesias mostró siempre ciertas carac-

terísticas que lo aproximaban más a una cofradía, a una hermandad

iniciática de austeros varones tan preocupados por la moralidad de las

costumbres como por la suerte del proletariado internacional. De ahí su

resistencia, hasta hoy día, a coordinarse con otras fuerzas políticas en pac-

tos y coaliciones. Durante medio siglo se resistieron a colaborar con los

anarquistas, y durante el otro medio fueron reacios a hacer lo mismo con

los comunistas.

Nótese que la fundación del Partido Socialista (1879) precede a la

constitución en España de una suficiente trama industrial. De hecho, el

PSOE es anterior a la fundación de la Sociedad Fabiana en Inglaterra

(1883) y al Partido Socialista Italiano (1892). Otra paradoja: el so-

cialismo histórico nunca arraigó del todo en Barcelona, la sede del

primer capitalismo español. Esta prematura concepción fue la causa de

que tardara tanto tiempo en desarrollarse un partido socialista sólido, con

suficiente carga intelectual.

Hasta cierto punto la debilidad congénita del socialismo contribuyó a

la enorme fuerza del anarquismo, al cual le faltó igualmente el peso de

los intelectuales. Es cierto que algunos intelectuales de renombre, como

Azorín, Unamuno, Ortega y tantos otros, mostraron iniciales simpatías

por el anarquismo o el socialismo, pero se alejaron pronto de esos

movimientos. Los escritores y profesores que quedaron adscritos a las filas

socialistas o anarquistas no pasaron en muchos casos de ser simples me-

dianías. Lo son incluso Luis Araquistain o Fernando de los Ríos, por

Page 56: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

citar a los dos intelectuales más influyentes del socialismo de la

preguerra, admirables como son por tantos conceptos.

Esa mediocridad de origen explica asimismo el tono adocenado, el

estilo anodino de la hodierna corte intelectual del felipismo. Su expresión

más cabal es el pretencioso, vacuo, aburrido y tecnocrático Programa 2000

sobre el que volveremos en alguna ocasión. Este contexto debe ser

entendido para comprender la radical ausencia de pensamiento, no ya

teórico, sino de pensamiento sin más, en los textos de Felipe González, tan

locuaces por otra parte, El famoso pragmatismo de Felipe González

muchas veces no es más que eso, el pudoroso salto de cama que esconde

la inicial desnudez teórica. Hay aquí una causación circular. La indigencia

intelectual de Felipe González le hace rodearse de un círculo de

mediocridades. La academia, la pléyade, es ahora la bodeguiya.

El notario Diez del Moral, profundo conocedor del movimiento obrero

andaluz, retrata con gran penetración la serie de razones que explican la

lenta cochura del socialismo de Pablo Iglesias:

«Su centralismo, su disciplina severa, su evolucionismo templado, enemigo

de estridencias y algarabías, su fe en la acción política electoral, su tipo de

iglesia cerrada con director vitalicio y rígidas doctrinas, casi esotéricas,

cuya pureza mantenía celosamente su inflexible pontífice, su tácita

enemistad con los intelectuales... todo contribuía al débil crecimiento de

esta fuerza obrera» (Diez del Moral, 29:121).

Es extraordinario cómo, sesenta años después, esta descripción sirve para

caracterizar punto por punto el partido de González. He aquí el nuevo

«director vitalicio» de la vieja secta, siempre amenazando con retirarse a

su casa si el Partido no se pliega a su verdad revelada.

Algunos hispanistas, con mayor distanciamiento, han visto bien la

singularidad de la fundación socialista. Pablo Iglesias aparece como un

Page 57: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

«calvinista proletario», un «eminente Victoriano» más que como un

marxista revolucionario. Fernando de los Ríos inaugura la línea del «so-

cialismo humanista», al que le preocupa más la redención que la revolución

(Carr, 80:54). La idea del primer socialismo como calvinismo a la

española procede de Gerald Brenan: «Una cerrada y estrecha

congregación, dispuesta a mantener la pureza de la doctrina, con una

disciplina estricta, un entusiasmo austero y la inconmovible fe en un

destino superior» (Brenan, 50:218). Esa línea del socialismo humanista y

vagamente cristiano se origina en la corriente regeneracionista, como

veremos más adelante. Acaba, ya en nuestros días, en Cuadernos para el

Diálogo, grupo que ha provisto de abundantes «cuadros» al feli-pismo.

Como ya hemos señalado, la formación ideológica de González se asienta

en ese vago humanismo cristiano más que en el marxismo. De ahí que no

le costara mucho a González poner o quitar el marbete de marxismo de las

esencias de su Partido, según las conveniencias del momento.

Uno de los episodios más oscuros y vergonzantes de la —por otra

parte egregia— historia del socialismo español fue el de la etapa de la

Dictadura de Primo de Rivera. El hecho desaparece de las crónicas

oficiales del Partido. Por ejemplo, un largo artículo rememorativo de Elias

Díaz, «Diez años de socialismo democrático» (1982), se refiere a la

Dictadura de Primo de Rivera como uno de los obstáculos a «la vía

pacífica y parlamentaria», lo que no pasa de ser una tautología. Sirve para

desplazar lo fundamental, que se calla: el asentimiento e incluso la cola-

boración de algunas señeras figuras del socialismo —Largo Caballero de

forma eminente— con la Dictadura. En su lugar, se dibuja esta extraña

finta: «La idea principal del PSOE en esos momentos es la de afirmar y

profundizar su socialismo democrático frente al comunismo soviético.

Francisco Largo Caballero, el gran dirigente obrero, está por supuesto en

todos estos años [de la Dictadura] en esa misma actitud.» Lo cierto es

Page 58: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

que entonces el comunismo soviético poco o nada preocupaba a los

españoles.

La fuerza revolucionaria más temida era el anarquismo. Contra él se

dirigen las maniobras represivas de Primo de Rivera, y por eso el

dictador corteja a la otra fuerza sindical, la de los socialistas. Estos caen

en la celada, les puede la vanidad y colaboran con el régimen, hasta el

punto de que Largo Caballero recibe la alta distinción de sentarse en el

Consejo de Estado. El hispanista Paul Preston sugiere que el retórico

radicalismo de Largo Caballero durante la II República fue un mecanismo

de defensa para lavar la culpa del colaboracionismo con el dictador

(Preston, 78:4). La prueba es que Indalecio Prieto, que fuera más moderado

en la II República, fue también más reticente a la hora de dar su tácita

aprobación a la Dictadura de don Miguel. Digamos, para no escandali-

zarnos, que con excepción de algunos castellanistas (Una-muno, Santiago

Alba), el grueso de la intelectualidad y de la clase política de los años

veinte apenas opuso resistencia al golpe de Primo de Rivera. Quizá por

ello no llamó tanto la atención entonces la colaboración de Largo

Caballero.

No sólo se oculta este episodio del silencio de los socialistas en los

inicios del golpe de Primo de Rivera, sino que la historia se reescribe al

revés. Así, J. F. Tezanos (uno de los mentores del Programa 2000) considera

uno de los «hitos históricos» de la crónica del PSOE su «oposición a la

Dictadura de Primo de Rivera» (Tezanos, 85:21).

A pesar de la abismal distancia ideológica que separa al PSOE felipista

del de Pablo Iglesias, Largo Caballero o Prieto, lo cierto es que se pueden

rastrear ciertas constantes, que se suelen ocultar a veces cuando se

redactan las crónicas del Partido. Así, desde los tiempos fundacionales de

Pablo Iglesias, se observa que, frente a lo que exige la retórica, la enemiga de

los socialistas está en los otros carriles de la izquierda. Ya el incisivo John

Page 59: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

Chamberlain, a principios de siglo, observaba que «los socialistas tienen

una singular complacencia en poner de relieve los yerros y las

equivocaciones de los republicanos» (Chamberlain, 12:44). Más tarde, la

obsesión sería la de los comunistas, que empezaron como hermanos

separados. En el felipismo, la preocupación es la crítica proveniente de la

izquierda, incluida la misma UGT. El que la UGT se alie con el otro gran

sindicato (de inspiración comunista), Comisiones Obreras, es algo que

provoca las iras bíblicas de González y de sus fieles. En la reunión del

Comité Federal del PSOE del 15 de enero de 1989, José María Benegas

tildó despectivamente de «compañeros de viaje» a los líderes de

Comisiones Obreras que se habían aliado con la UGT en la huelga

general del mes anterior. Desde los tiempos del franquismo no se había

vuelto a oír esa invectiva. La misma acusación retórica se repite incluso

por parte de Alfonso Guerra en el New York Times. No persigue otra cosa

que exacerbar el viejo demonio anticomunista del PSOE, que ahora

tanto puede halagar a la necesaria colaboración de los Estados

Unidos.

El genio observador de ese gran hispanista que fue Gerald Brenan

supo ver hace mucho tiempo algunas de las más profundas raíces del

alma española, precisamente aquellas de las que se nutre el socialismo. El

lector sabrá apreciar una cita tan larga, por enjundiosa, con objeto de

entender el enigma de González, sus confusos orígenes y su exuberante

éxito:

«Lo que el socialismo ofrece, lo que todo español desea, es seguridad.

También está el costado ético del socialismo, la creencia de que a cada

uno se le debe dar, no de acuerdo con sus méritos, sino en proporción a

sus necesidades. Esa creencia se enraiza profundamente en el alma

hispana. No ha pre- * valecido nunca en las democracias y es más bien

parte y legado de la tradición católica española... No hay estirpe en

Page 60: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

Europa tan igualitaria como la española, tan irrespetuosa con las

nociones de éxito o de propiedad. Si a lo largo de los dos próximos

siglos le espera a España un futuro feliz y pacífico, se puede anticipar

que lo será en la forma de un régimen socialista benévolo y paternalista,

que conceda una amplia autonomía local y regional» (Brenan, 50:226).

Esto se escribía en los tenebrosos años cuarenta. Gran intuición la de

ligar la tradición igualitarista de la «democracia frailuna» a la española

con el inicio del futuro «régimen socialista benévolo y paternalista»,

incluido en lo que, andando el tiempo, se llamaría Estado de las Auto-

nomías.

El experimento socialista de González tiene menos que ver con la

sustancia de la lenta historia del PSOE, por más que el actual líder

persista en apoyarse en esa honrosa tradición. Para empezar, el PSOE

histórico vivió casi siempre en los márgenes de la política, y ahora es el

centro de ella. El historiador Ramos Oliveira recuerda que en la II

República los socialistas llegaron a tener ministros, y bien destacados,

pero no dispusieron de gobiernos civiles (52, 111:17). El verdadero

«cambio» de estos últimos años ha sido éste, que en la actual democracia

los socialistas sí tienen gobernadores civiles y toda la «pedrea» de los cargos

menores que permiten la ansiada transformación de la sociedad. Es decir,

antes se podía hablar de personalidades socialistas y ahora es posible una

verdadera organización socialista. La paradoja está en que ahora es cuando

destacan más las personalidades, la camarilla de amigos del Presidente,

con un fortísimo culto a esa figura singular del generalísimo civil de La

Moncloa.

Page 61: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

Esa es la esencia y el contraste del felipismo. Se ha llegado a hablar,

incluso, de un «neofranquismo felipista» y de «un PRI [mejicano] a la

española» con este severo juicio: «El hecho de que el poder proceda de las

urnas no garantiza que su ejercicio sea democrático» (Aumente, 86).

Las descalificaciones, cuando se habla del actual PSOE, no son sólo

una impresión que viene de los críticos de fuera. Un intelectual del

Partido tan prominente como Ignacio Sotelo sentencia que el PSOE no es

ni siquiera un partido socialdemócrata, sino «un partido liberal progresista

con una voluntad social» (Diario 16, 4 de diciembre 1988). La etiqueta

bien podría aplicarse a los partidos de la derecha o del centro. ¿Quién no

pretende tener «voluntad social»? En el fondo, el éxito electoral del PSOE

—o si se quiere, de Felipe González— ha estado precisamente en su

capacidad para entonar con vagas preocupaciones «sociales», que son las

que tenían en su día muchas de las personas que apoyaban, por lo menos

pasivamente, a Franco. Se hablaba antaño de franquismo sociológico, y es

posible que sus bases en parte vengan a coincidir con las del felipismo

sociológico.

El «Objetivo Básico» del Socialismo español (así, con ese despliegue de

mayúsculas) se ha formulado de esta autorizada manera: «La permanente

profundización de la democracia (política, económica, social) para una

mayor libertad humana (tanto en su vertiente existencial como en lo que se

refiere al dominio de la naturaleza) con un mayor bienestar general»

(Dorado, 87:137). Aunque el autor consigne que tal formulación «es

evaluable permanentemente y no una desiderata (sic) imponderable», no

nos dejemos arrastrar por el torbellino retórico, tan divertido por otra

parte. Si aquel es el objetivo básico del socialismo, estamos ante una meta

Page 62: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

que puede ser muy bien compartida por cualquier partido del centro y aun

de la derecha.

En una prolija entrevista concedida al director de El País, Joaquín

Estefanía, Felipe González se niega a contestar a dos preguntas «en aras

de centrar el debate». Resulta significativa esa resistencia. Las dos

preguntas se referían al término «felipismo» (que el Presidente no quiere ni

oír) y a la conducta de los llamados «socialistas de mercado», los militantes

encumbrados que se colocan en las grandes empresas con sueldos

mensuales millonarios (El País, 4 de diciembre 1988). Uno y otro

concepto se encuentran relacionados. El felipismo es precisamente la versión

real del socialismo en el poder, dispensador de influencias. Viene a ser la

imagen especular, pero con espejos distorsionantes, del «estilo ético», del

«proyecto socialista» que un día encandiló a millones de españoles. Véase

cómo, en las puertas mismas de su acceso al recinto del poder, Felipe

González reafirma su estilo ético: «Habría que introducir la selección de

cargos públicos de responsabilidad por razones fundamentalmente de

eficacia, de conocimiento, de capacidad, como factor número uno. El

factor de las fidelidades, desde el punto de vista político, es un factor

secundario» (Márquez Reviriego, 82:138). Es evidente que la realidad ha

sido después lo contrario de ese hermoso principio. Es la fidelidad

personal al caudillo lo que potencia la probabilidad de llegar a compartir

el poder con él.

El mismo Felipe González, ante los disciplinados alumnos de la Escuela

de Verano del PSOE (a quienes trata de usted), realiza una autocrítica y se

queja de la «oligarquización» del Partido. «Me da mucho miedo la reivindi-

cación del oficialismo dentro del Partido, y no digamos nada cuando se

habla del felipismo» (Diario 16, 4 de octubre 1986). Tiene razón, es para

temer ese crecimiento de una idea que puede devorar a su mismo creador.

El espectro de Pablo Iglesias se revuelve contra sus nietos.

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CAPITULO XII

OMAR TORRIJOS: EL GRAN MENTOR

«Había llegado el General a Coclecito, aquella mañana sudorosa, en la

que hasta los lagartos transpiraban. Desde el porche de la casa donde

recibió a los visitantes, la alfombra de palmeras y floresta se extendía al

horizonte, pegada a las lomas y repechos. Tumbado en la hamaca, el

General miró a los extranjeros entre tímido y amistoso. "Caminemos hacia

el río", dijo. Encendió un habano, se caló el sombrero adornado con el

laurel del generalato, ajustó la pistola al cinto y salió hacia el sendero.

Casi una hora después llegarían al lugar donde el tímido caminito se

ensanchaba en una herida ancha y rojiza, merced a las cadenas

despiadadas de tractores y caterpillars.

A un lado, el disco de la pequeña serrería levantaba aullidos a troncos

nervudos, cortados en rebanadas alargadas y, abajo, el río, turbio y

perezoso, se deslizaba al lado de la trocha por donde venía el General,

mientras un indio lo surcaba lentamente a bordo de un cayuco cargado de

banano. Pasó el General junto a la escuela, de donde salió un riachuelo de

chiquillos, gritones y morenos, de negros ojos de insecto, que miraban con

asombro al General y sus invitados. Cruzaron todos el maizal, se

detuvieron un instante en una chocita de palo y cañabrava, y el General,

tras desnudarse, se metió en el río, seguido de sus acompañantes y del

enjambre de niños. Después del baño comieron en la escuela: tibias y

humeantes visceras vegetales de color blanco, que llamaban yuca, y cerdo

frito. Poco después, ya de regreso, los visitantes se enterarían de que en

aquel río, de vez en cuando, aparecían caimanes...»

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El texto anterior no es un improbable fragmento de un relato del

realismo mágico latinoamericano. Es la narración puntual que escribe

José Luis Gutiérrez {Cambio 16, 27 de agosto 1978) de una excursión

suya, en agosto de 1978, por la selva panameña en la provincia de Coclé,

al norte del país, acompañando al General, que no era otro que el

general Ornar Torrijos, amigo personal de Felipe González, quien ejerció,

como veremos, una poderosísima influencia sobre el líder socialista

español.

A la hora de hablar de las influencias recibidas son diversas las fuentes

de las que bebe González. Muchos han lamentado que su estancia en

Lovaina (Bélgica), de 1965 a 1966, disfrutando de la citada beca del

episcopado alemán, no produjera efectos más perdurables en el entonces

joven Felipe. El ejemplo del ya histórico Paul Henry Spaak y otros

pausados y sesudos socialistas belgas, sus futuros compañeros con el

correr de los años, tampoco tuvo una mayor repercusión sobre él.

Sí la tuvo Olof Palme, de quien González aprende muchos de sus

recursos retóricos de «comunicador», el hablar sencillo de los primeros

momentos, el estilo tan distante a los parlamentos tecnocráticos de los

políticos al uso.

Para comprender la reservada personalidad de González se podría

pensar que bastaría situarlo en su tiempo y espacio reales. No es así en

una tierra tan propicia al surrealismo. Por lo mismo que Valle-Inclán no se

puede entender sin su aventura mejicana, al igual que tantos españoles de

todos los tiempos que «hicieron las Américas», también nuestro biografiado

ha sentido la necesidad de «atravesar el charco», como se conoce

familiarmente en España al Atlántico. No estamos ante un gobernante al

estilo europeo. González se asienta en una tradición cau-dillista y las

raíces de ésta se hunden en la fraga hispanoamericana. González se siente

—o se sentía— especialmente cómodo disfrutando de su ascendiente sobre

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los dirigentes latinoamericanos. Alan García, el mandatario peruano, podría

ser su discípulo, pero Ornar Torrijos fue su mentor y maestro. Esta

influencia no es conocida y aquí la vamos a revelar.

El joven González le escribía a su novia de entonces, Concha Romero,

las entristecidas cartas ya reproducidas en parte, llenas de morriña y de

una preocupación social vagamente cristiana: «Nena, qué decepción de

Europa, qué inmensa soledad la de los inmigrantes. Están desamparados,

oprimidos, explotados y, para colmo, odiados como seres inferiores, como

raza maldita...» (Chamorro, 80:61). Trece años más tarde, Felipe González

no parecía preocuparse tanto por los hambrientos niños indígenas de

Coclecito que mendigaban las sobras de yuca y cerdo frito a los invitados

del General, como de los «metecos» de la lluviosa Bruselas.

Aparentemente, tampoco le desasosegaban las abismales diferencias que

separaban a la Bélgica del bienestar, europea y civilizada, de un país sub-

desarrollado y tercermundista. Acaso su lejana y soleada Andalucía estaba

mucho más cerca de las playas tropicales de Panamá, de la sensualidad

radiante y las ganas de vivir de sus gentes, que de las tristes siluetas de los

puntiagudos campanarios góticos de Brabante, empapados por la incesante

lluvia que caía de sus grises y plomizos cielos.

Esta influencia fue muy intensa, aunque se mantuvo durante pocos

años, hasta el fallecimiento de Torrijos, el 31 de julio de 1981, al caer su

avioneta con seis personas a bordo, en una zona selvática del centro del

país. Según numerosos testimonios, entre ellos el de uno de los vice-

presidentes de la Internacional Socialista, el dominicano Francisco Peña

Gómez, el accidente que acabó con su vida fue, en realidad, un atentado

{Diario 16, 5 de agosto 1981).

El texto recogido al principio del capítulo era una descripción exacta —

caimanes incluidos— del episodio, montado ex profeso por Torrijos para

los cuatro boquiabiertos periodistas españoles que observaban sus

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brazadas en un claro del río, mientras un soldado en uniforme, con el

agua hasta la cintura, vigilaba atentamente con la metralleta montada la

posible aparición de los saurios.

El general Torrijos repetiría en otras ocasiones el mismo lance de los

improbables y —según algún miembro de la oposición panameña de

entonces— inexistentes e inofensivos caimanes. Siempre, en cualquier

caso, ante sorprendidas audiencias de informadores. No hacía el General

otra cosa que distribuir una imagen selvática, aventurera y cinematográfica

de sí mismo, utilizando un estereotipo ciertamente exitoso, adelantándose

muchos años a la intuición de los responsables publicitarios de la mul-

tinacional R. J. Reynolds, que lo usarían para promocio-nar uno de sus

productos, los cigarrillos Camel. Y aderezándola, además, con el

componente político que encerraba aquella fotografía mítica, que dio la

vuelta al mundo, de Mao Ze Dong nadando en las aguas del Yang-Tse. Un

año antes, Tbrrijos había recorrido los mismos escenarios con otro

periodista de Cambio 16, Antonio Caballero. En aquella ocasión el General

también se lanzó al agua, pero esta vez completamente vestido.

Este tipo de operativos propagandístico-teatrales serían muy bien

imitados por los socialistas del Gobierno de Felipe González. Recuérdese,

por ejemplo, el referéndum de la OTAN. Una manifestación del «No»,

congregó en Madrid a cerca de un millón de personas. Televisión

Española, a la sazón dirigida por el controvertido José María Calviño,

apenas le prestó atención informativa. Se dedicó, en cambio, a dar

cumplida y detalladísima crónica de un simulacro escenificado por el

Gobierno, con figurantes (un grupo de jubilados, recogidos en autocar y

trasladados a un cine), mientras los protagonistas, los ministros Maravall,

Ordóñez y Solana, representaban el conocido guión «en interés de

España».

Page 67: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

Fue Ornar Torrijos, uno de los hombres que más influencia ejerció

sobre Felipe González, en unos años en los que el joven dirigente español

—se conocieron en 1977, cuando Felipe tenía 35 años y permanecerían en

contacto frecuente hasta la muerte de Torrijos en 1981— absorbía como

un secante conocimientos, experiencias o simples consejos, dada su

escasa trayectoria política. Y Ornar proporcionaba muchos. Sintonizaron

perfectamente desde el primer momento, entablándose una estrecha

relación de amistad personal entre ambos. Apenas después de haber

hablado unas pocas ocasiones con Torrijos, Felipe González comentaría

con José Luis Gutiérrez la vieja amistad que unía al General con un pe-

riodista español, Zoilo Martínez de la Vega, con el que llegó a mantener

una relación muy estrecha iniciada durante los años en que el periodista

fue delegado de la agencia ACAN-EFE para Gentroamérica, con residen-

cia en Panamá: «Ornar es más amigo mío que de Zoilo...» Más allá del

contenido «naíf» del comentario, del espíritu infantilmente competitivo

de sus palabras, estaba el perfecto entendimiento logrado entre dos

personalidades muy similares como eran las de Felipe González y el

general panameño.

Las largas horas de conversaciones confidenciales, distendidas y

cómplices, que Gutiérrez mantuvo con el General en la media docena de

veces en las que se encontraron, le dieron ocasión para conocer al literario

personaje a fondo.

El hombre fuerte de Panamá era, en realidad, un genial embaucador

político, sin apenas formación cultural, sin conocimientos de ciencia

política («ni falta que me hacen», solía decir), pero de rara inteligencia,

gran pragmatismo —aquí está el voquible—, desbordante imaginación,

increíble energía vital y física y una excepcional intuición para conocer las

flaquezas del adversario y percibir la importancia de la Prensa y el cultivo

de la propia imagen en la acción política. Hasta el extremo de realizar

Page 68: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

montajes como el ya descrito de los caimanes de Coclé. Sus chistes, sus

comentarios más o menos afortunados, sus hallazgos más ingeniosos,

Torrijos los repetía constantemente sin el menor complejo y aparecían

periódicamente en los textos de los escritores o periodistas que le

visitaban, en la misma medida que ahora se reflejan los de González y

Guerra. Felipe González, su fama de «comunicador», su subordinación a

la imagen como cuasi-supremo valor político, su pragmatismo, son en gran

parte una consecuencia del aprendizaje del oficio en el que Ornar profesaba

de inimitable maestro. También Guerra participaba de la misma

veneración. «Fascinaba hiciera lo que hiciera» (entrevista con Nativel

Preciado, Tiempo, 17 de marzo 1986).

Ornar Torrijos era alto, fuerte y robusto —aunque con ligera tendencia a

la obesidad— mestizo, con las córneas de los ojos incendiadas,

permanentemente inyectadas en sangre. El general panameño era un

dictador militar, pero sin mucho parecido con los tradicionales espadones

centro y sudamericanos. «Yo soy un dictador con corazón», solía definirse

a sí mismo, con sonriente socarronería. El 11 de octubre de 1968 dio un

golpe de Estado para derrocar al presidente Arnulfo Arias, legendario

dirigente panameño, que había sufrido ya otros dos derrocamientos

previos, también a manos de la Guardia Nacional, en 1948 y 1951. Ornar

acostumbraba a bromear con ello: «El golpe lo dimos el 11, como todos los

golpes, porque el 10 es el día de paga de la Guardia, y si fracasa, por lo

menos la nevera queda llena.»

En 1978 Arnulfo Arias regresó del exilio y le dedicó a Torrijos, ya en

Panamá, esta descripción: «Es un droga-dicto, un ladrón y un mujeriego.»

Lo de ladrón no consta, a no ser que se acepte la definición del

Movimiento de Abogados Independientes que le consideraba como «un

refinado desvalijador de las arcas públicas» {Cambio 16, 27 de agosto 1978).

En alguna ocasión, y en presencia de periodistas, Torrijos había abierto un

Page 69: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

arcón que tenía en su casa lleno de fajos de billetes de dólares para

entregarle determinada cantidad a algún visitante que reclamaba fondos

gubernamentales para cualquier incidencia. Torrijos era, probablemente,

el uriico jefe de gobierno del mundo que usaba sus casas particulares para

desarrollar su labor política, pues carecía de oficina o despacho oficial.

Su supuesta condición de «drogadicto», era comidilla frecuente en amplios

círculos panameños, que se hacían lenguas de su rumoreada afición a la

cocaína. Uno de los «vídeos» de la ceremonia de la firma de los tratados

del Canal con el entonces presidente de EE.UU. Jimmy Cárter, recoge una

fugaz secuencia en la que, según portavoces de la oposición panameña, el

General, al pasar un vertiginoso pañuelo por la nariz, en realidad

«esnifaba» una dosis de cocaína. En cambio, de su perfil de mujeriego —

algo que en Panamá está despojado de connotaciones peyorativas— hay

testimonios de diversos testigos que, en muchas ocasiones, comprobaron

con sus propios ojos las caricias del General a alguna de las numerosas

jóvenes que siempre le rodeaban. La Constitución que elaboró Tbrrijos

tras el golpe le reconocía en uno de sus artículos como «líder máximo de

la revolución panameña», al tiempo que le otorgaba poderes omnímodos,

desde el nombramiento de magistrados del Tribunal Supremo, nombrar y

cesar al Gobierno, a la Comisión Legislativa —que elaboraba las leyes— y

la dirección de la administración pública. En 1978 dejó todos los cargos y

tan sólo permaneció como Jefe de la Guardia Nacional —cuyo jefe del G-

2, el servicio de inteligencia, no era otro que el entonces coronel Noriega,

después su controvertido sucesor y «hombre fuerte» del país, ya con el

rango de general— aunque siguió detentando el poder, tras nombrar un

presidente meramente ornamental, el joven Arístides Royo, antiguo

comunista, educado universitariamente en España y casado con una

asturiana. Royo, tras cesar como presidente, fue nombrado por Torrijos

embajador en Madrid. Resulta sorprendente comprobar las numerosas

Page 70: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

coincidencias entre aquel personaje extraordinario y genial que era el

general panameño y Felipe González, muchas de ellas de una semejanza

que en algunos casos se acercan al plagio. Fue la suya una influencia

política —no rastreada, hasta ahora, por los biógrafos de González— no

sólo en cuanto a las ideas se refiere. También a los procedimientos y

estrategias para llevarlas a la práctica o en las tácticas de ataque y

defensa ante el adversario, La forma de hacer política de González ha sido

calificada en numerosas ocasiones como «bananera» —entre otros, por el

presidente de la CEOE, José María Cuevas— por su comportamiento

cercano a los estereotipos literarios del Señor Presidente del premio Nobel

Miguel Ángel Asturias o del personaje central de El otoño del patriarca de

Gabriel García Márquez, también galardonado por la institución sueca con

el Nobel de Literatura. González gusta de explicar obviedades con su

conocida entonación pedagógica que, en ocasiones, provoca el disgusto de

sus auditorios educados. En enero de 1989, en una de las famosas reu-

niones en La Moncloa con los dirigentes sindicales Redondo y Gutiérrez,

el líder de Comisiones Obreras, en cierto momento de las negociaciones,

señaló refiriéndose a una intervención de González: «Yo agradezco todo

tipo de explicaciones, pero algunas son tan elementales que dices: bueno,

pues es casi un insulto, ¿no?» El dirigente de CC.OO reaccionaba ante esa

manía de González de descubrir mediterráneos, algo similar al episodio

que protagoniza uno de los Buendía de Cien años de soledad de García

Márquez, quien, tras largas cavilaciones y estudios, exclama entusiasmado:

«¡La tierra es redonda como una naranja!» La influencia de Torrijos tuvo

mucho que ver con todo ello. El famoso pragmatismo de Felipe González no

es más acentuado de lo que era el del dirigente panameño. «La política

hay que medirla por sus resultados», es una vieja frase de Torrijos muy

utilizada por Felipe González {Diario 16, 3 de marzo 1985).

Page 71: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

Felipe usa, en ocasiones, anécdotas del General para reafirmarse en la

subordinación de sus acciones políticas a la cuenta de resultados de la

empresa de gobierno y hasta sus mismas definiciones. Como aquella, eje de

la política económica del gobierno socialista: para repartir riqueza,

primero hay que crearla, pronunciada por Torrijos en diversos momentos,

uno de ellos, en agosto de 1978 {Cambio 16, 27 de agosto 1978) y repetida

por González en infinidad de ocasiones, por ejemplo en su viaje a

Uruguay, en marzo de 1985, en una rueda de Prensa. O esta otra, relatada

por el propio González: «¿Usted sueña con entrar en la Historia?», le

preguntaron en una ocasión al General. «No, yo sueño con entrar en el

Canal.» La gran obsesión de Torrijos y su gran éxito internacional fue,

como se sabe, lograr la firma de los tratados del Canal con Jimmy

Cárter, en octubre de 1977, por los que EE.UU. se comprometía, a

cambio de seguridades estratégicas y de libre tránsito, a devolver, a finales

de siglo, el histórico paso marítimo de Panamá. Torrijos siempre relataba

su conversación con uno de sus colaboradores, un joven economista,

marxista, que le reconocía el deficiente funcionamiento de una de las co-

munidades campesinas del interior, la de Coclecito precisamente.

«¿Cambiamos el pueblo, entonces, muchacho?» diría el General. «No mi

General, cambiemos la teoría.» «Veo que vas aprendiendo...» El escritor

Vargas Llosa rompe una lanza por esta característica común a Torrijos y

González, la del sentido práctico y el pragmatismo. «Esto, para mí, es una

buena carta de presentación de un político: los prácticos suelen causar

menos estropicios en los países que los teóricos. Y si de algo daba Torrijos

la impresión era de estar libre de cualquier esquematismo doctrinario, de

tener una visión de la realidad social condicionada por orejeras

ideológicas de cualquier índole.» (El País Semanal, 13 de septiembre 1981.)

No hace falta recordar el itinerario de revisionismos ideológicos o de

simple «desideologización» al que el PSOE se ha visto sometido a

Page 72: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

instancias de Felipe González, para advertir las coincidencias con esta

descripción política que Vargas Llosa hace de Torrijos. En ambos se daba

una nueva semejanza. La superficial formación política e ideológica de

González tenía un equivalente en Torrijos, personaje prácticamente

iletrado. Si la formación de ambos hubiera sido más densa, si el itinerario

militante de González hubiera sido más intenso y dilatado de lo que fue,

acaso ninguno de ellos hubiera podido desembarazarse con tanto

desparpajo y soltura intelectuales de todas las «orejeras ideológicas», los

«esquematismos doctrinarios» de los que habla Vargas Llosa. Hasta con

sus hábitos personales, incluso con el atrezzo —por seguir con las

metáforas teatrales— influyó Torrijos en el novicio Felipe. Este y sus

primitivos trajes de pana tienen mucho que ver con los consejos de Torri-

jos, cuando utilizaba aquella demagogia descamisada de los atuendos «del

pueblo». El entonces presidente de Colombia, López Michelsen, que

acostumbraba a encargar sus trajes a un sastre londinense, definió a

Torrijos como «folklórico» por su afición a ir con guayabera, sin corbata ni

chaqueta. «Es que yo no soy inglés, qué cono, soy un gobernante

panameño.» Si Torrijos hacía un uso «nacionalista» —otras de las ideas de

los centuriones como Torrijos: recuérdese aquella definición de los

socialistas españoles en el New York Times, «young nationalists», (jóvenes

nacionalistas)— de su forma de vestir, deportivo-militar y desenfadada,

Felipe utilizó la pana para trasladar a la opinión pública española un

mensaje subliminal parecido.

Torrijos le aportó a González el dicho tropical que se ha convertido en

toda una norma de vida para el dirigente socialista español, tan amigo de

los aforismos: «Al que se aflige, lo aflojan, y al que se afloja, lo afligen.»

La pugna de González con los sindicatos, en la que ni siquiera una huelga

general histórica como la del 14-D le hizo ceder ante las demandas de las

centrales, puede tener una cabal interpretación a la luz de este principio.

Page 73: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

El general Torrijos, cuando se retiró de todos sus cargos en 1978, a

excepción del mando supremo de la Guardia Nacional que conservó para sí

y que le otorgaba todo el poder para seguir siendo el auténtico «hombre

fuerte» de Panamá, confesaba a José Luis Gutiérrez en 1978: «Yo lo único

que quiero es tener mi avión, mi helicóptero y mi casa.» Su avión, un

aparato canadiense con el que acabaría estrellándose, era uno de los tres

que Torrijos utilizaba para desplazarse en el interior del país. Los otros,

dos helicópteros regalo de Nelson Rockefeller. Con ellos volaba de una a

otra de sus tres casas: un chalet en la Avenida 50 de la ciudad de Panamá;

una gran casa al borde del mar Pacífico, en Farallón, a apenas media hora

de helicóptero desde la capital, y la ya mencionada de Coclecito, en un

asentamiento indígena en medio de la selva. A este remoto refugio

trasladó Torrijos a numerosos invitados que tenían que ver con los medios

de comunicación: diversos periodistas o escritores como Vargas Llosa o el

anciano Graham Greene, que escribiría una enamorada semblanza sobre

Torrijos, Getting to know the general (Para conocer al General).

Felipe González se hospedaba en cualquiera de las casas de Torrijos

cuando iba a Panamá. En el porche de la residencia de Farallón, al borde

del mar, vigilada por las sombras amenazadoras de los «machos cabríos»,

una unidad de élite de la Guardia Nacional, contemplando a la luz de las

estrellas las aletas de los tiburones que surcaban las aguas, el General,

acompañado de alguno de sus colaboradores políticos o ministros,

reclinado en una hermosa hamaca nicaragüense con su nombre bordado

sobre los colores azul, blanco y rojo de la bandera panameña, departía

durante horas con Felipe y el resto de los invitados, mientras bebía

ininterrumpidamente copas de un vino excepcional: un Cháteau Laffite,

de las bodegas del barón de Rothschild. En ocasiones, el General y sus

invitados consumían durante una larga madrugada una caja de botellas

del preciado bordeaux. La calidad del caldo garantizaba la ausencia de

Page 74: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

resacas a la mañana siguiente, en las que el General acostumbraba a

madrugar. También compartía con Felipe los célebres cigarros habanos

Cohiba —marca que coincide con el nombre de una isla panameña— que

recibía de Fidel Castro, con unas bellas vitolas doradas, con la bandera

panameña y la inscripción «general Ornar Torrijos». La famosa

«Bodeguilla» instalada en el palacio de La Moncloa funciona —salvando

las distancias—, a la hora de convocar y seleccionar a los invitados, con un

espíritu similar al que reinaba en las tertulias del porche de la casa de

Torrijos en Farallón.

También al igual que el General, el uso de helicópteros y aviones —los

famosos Mystére— por parte de Felipe González es constante y no sólo

para los actos oficiales.

Entre otros destinos, los Puma de La Moncloa trasladan a Felipe

González a su «Coclecito andaluz», el parque de Doñana. Tras uno de sus

viajes a Doñana, González hizo uno de sus famosos comentarios,

asegurando que «comprendía» las dificultades de transporte de «los

ciudadanos» en los días de ida y regreso de las vacaciones.

Javier Pradera, que fuera editorialista del diario El País (hasta que dejó

de serlo al firmar junto a un grupo de intelectuales un documento de apoyo

a la OTAN en el referéndum y presentó su dimisión al director del diario

madrileño) acostumbra a defender a Felipe González, al que le une una

amistad personal, esgrimiendo una tesis emanada del propio líder

socialista, que la utiliza frecuentemente: La permanencia en el poder te

convierte en una persona de información y experiencia privilegiadas. Aparte

de lo peligroso que resulte utilizar un argumento que podría también servir

para legitimar cualquier régimen unipersonal o absolutista —¿quién mejor

entonces que Stroessner o el propio Franco, con décadas de permanencia

en el poder?— el planteamiento también pertenece al acervo político que

Page 75: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

el General inculcó a nuestro hombre. «En el poder se aprende. Yo en ocho

años he vivido doscientos...», aseguraba Torrijos en 1977 tras firmar el

Tratado del Canal. {Cambio 16, 9 de octubre 1977). O esa maldad que tan

frecuentemente se escucha de labios del dirigente socialista español: «Me

preocupa no contar con una oposición seria. La oposición española es un

desastre.» González mata dos pájaros de un tiro: ofrece una imagen de

«responsabilidad como hombre de Estado» y denosta y descalifica a sus

adversarios políticos. Y, de paso, da por supuesta la voluntad soberana de

los españoles, que son los que, con su voto, han de decidir quiénes asumen

las responsabilidades de Gobierno. Oigamos lo que decía Torrijos en 1978

de su rival histórico Arnulfo Arias: «Creo que está fuera de contexto y a mí

me preocupa un poco porque desearía que existiera una fuerza de

oposición más seria, más responsable.» Coinciden, como vemos, hasta en

la utilización de las mismas palabras y marrullerías. Las grandes

concepciones del Estado torrijista son, asimismo, detectables en Felipe

González. Vargas Llosa-, cuando visitó al General en 1981, poco antes de

su muerte, descubrió los perfiles excepcionales del personaje, pero también

su interpretación autoritaria y caudillista del poder, su condición de

hombre providencialista que se sabe destinado a cumplir una misión

histórica.

«A los pocos segundos de estar con él(—escribe el autor de La ciudad y los

perros— comprendí que, pese a su inmensa vitalidad y a su desbordante

simpatía, no era el tipo de personalidad que aprecio más entre los po-

líticos. No era, en todo caso, el género de líder que me gustaría para mi

país. No había duda: pertenecía al tipo de conductor carismático, hombre

providencial, caudillo epónimo, fuerza de la naturaleza, héroe ciclónico

que está por encima de todo y de todos —hombres, leyes,

Page 76: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

instituciones— y que, dado el caso, se lleva lo que se le pone por delante

para cumplir lo que considera su misión histórica.»

Del sentido mesiánico de Felipe González, de su perfil providencialista

se habla en otros capítulos de este libro, pero las palabras de Vargas

Llosa referidas al General no dejan de resultarnos cercanas y familiares si

hacemos el ejercicio de sustituir el nombre de Torrijos por el de

González. El líder socialista recuerda las palabras de Torrijos para

desacreditar a «los políticos de cortos vuelos», pendientes de «las

próximas elecciones», frente a los estadistas, que trabajan «para las

próximas generaciones». (Márquez Reviriego, 82:109). Es ésa una de las

características de los políticos democráticos, su condición de gobernantes

perecederos y hasta efímeros, que intentan resolver los problemas cercanos

y cotidianos de la gente. De ahí al «Necesito veinte años para hacer el

cambio» de González no hay más que un paso. Hasta el hallazgo del nom-

bre de «Felipe», a secas —asunto del que se habla en otro lugar de este

libro—, es un trasunto hispano de «Ornar», nombre con el que se conocía

en Panamá a Tbrrijos, junto con el de «el General».

Las relaciones de Torrijos con los comunistas panameños se parecen

como gotas de agua al diseño estratégico de González respecto al Partido

Comunista de España. El socialista español desearía un Partido Comunista

satelizado y domesticado, que le sirviera de recipiente en el que se

recogiera el voto de los más desfavorecidos y también como vivero de altos

cargos, dada la tradicional buena preparación técnica y política y la

disciplina de los dirigentes del PCE. Al tiempo, las demandas de ese

Partido Comunista domesticado se canalizarían mediante acuerdos ocultos

con un PSOE hegemónico. En los períodos electorales se escenificaría un

supuesto enfrentamiento que en la realidad no sería tal.

Page 77: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

Tbrrijos había adoptado muchos años antes con respecto a los

comunistas una estrategia similar. Varios de sus ministros habían sido

miembros del Partido, como Arístides Royo, que llegó a ser Presidente de

la República, y el Partido del Pueblo —comunista, prosoviético y

bresneviano— disponía de generosa financiación otorgada por el Gobierno

panameño de Torrijos. Oigamos lo que decía entonces su Secretario

General, Rubén Darío Sousa:

«No vamos ahora a caer en la situación anterior a 1968. Durante setenta y

tres años en el poder, en la Asamblea panameña no hubo nunca un obrero

ni un campesino. Todos los escaños políticos eran para la oligarquía, para

los dueños de las tierras y de las fábricas, cuando perseguían y

encarcelaban a nuestros dirigentes. Panamá es un país rodeado de

gobiernos reaccionarios, algunos de ellos con libertades formales, con

máscara democrática que es lo que piden ahora los arnulfistas. Sin

embargo, ahora, con Torrijos, es cuando por primera vez en la historia de

Panamá el pueblo ha tenido oportunidad de expresarse políticamente»

(Cambio 16, 27 de agosto 1978).

Eran unas elecciones para la Asamblea, con representantes procedentes

de los corregimientos o ayuntamientos, muy similares a las elecciones

para el tercio familiar de las Cortes franquistas, aunque en Panamá hubiera

otros partidos en liza. La Asamblea, que se reunía una vez al año, tenía

como única misión importante la de elegir al Presidente y Vicepresidente

de la República, cargos irrelevantes y meramente ornamentales para un

régimen en el que el poder absoluto lo detentaba el Jefe de la Guardia

Nacional, el general Ornar Torrijos.

Torrijos era también un maestro en el uso de la llamada «diplomacia

secreta», que tenía antecedentes recientes tan sonados como el que

protagonizó el presidente de los EE.UU. Richard Nixon con su histórica

Page 78: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

visita a la China de Mao Ze Dong, en febrero de 1972. Esta visita

significó el comienzo de una era de excelentes relaciones políticas,

diplomáticas y comerciales entre ambos países.

Torrijos tenía varios asesores, sin cargo alguno en el Gobierno, a los

que enviaba en misiones secretas a conspirar en favor de los sandinistas,

entonces enzarzados en la lucha guerrillera contra Somoza. En una

ocasión, uno de estos enviados de Torrijos viajó en la avioneta del General

a Costa Rica, en un vuelo nocturno y secreto, para traer a Panamá a dos

personajes muy especiales, con una exclusiva finalidad: que se

entrevistaran con dos periodistas españoles, Francisco Basterra del diario

El País y José Luis Gutiérrez de Cambio 16. La entrevista se celebró en una

habitación del hotel Panamá, tras apagar las luces de la estancia y correr

las cortinas y con una enorme pistola sobre la mesa. Los viajeros no eran

otros que los entonces dirigentes de la guerrilla sandinista Edén Pastora y

Humberto Ortega. Pastora, el legendario «Comandante Cero» había sido el

jefe de una audaz operación guerrillera: la toma por las armas del

Parlamento nicaragüense con los parlamentarios en su interior

convertidos en rehenes, operativo que sirvió de inspiración al teniente co-

ronel Tejero para ocupar el Parlamento español el 23 de febrero de 1981.

Humberto Ortega, hermano del presidente de Nicaragua, Daniel Ortega,

es hoy el responsable de las Fuerzas Armadas de su país.

También Felipe González ha utilizado en diversas ocasiones la

«diplomacia secreta» de Torrijos. El que fuera su «secretario para todo»

Julio Feo hizo viajes internacionales de este tipo con misiones muy

específicas relacionadas con la lucha antiterrorista. Lo de «secretario para

todo» no es un capricho de los autores. Feo, al ser nombrado, le preguntó

al Presidente: ¿cuál va a ser mi trabajo? La respuesta de González fue

igual de escueta y clara: «Hacerme la vida fácil.» Desde los viajes secretos

citados, a filtrar las llamadas de ministros o compañeros del Partido, hasta

Page 79: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

espantar informadores o forcejear con los fotógrafos de Prensa en los

viajes presidenciales, Julio Feo hizo de todo, tras haber adquirido una

valiosa experiencia en un cargo similar, pero más humilde, en la Presi-

dencia del Gobierno autónomo murciano, al frente del cual estaba un

peculiar personaje, Andrés Hernández Ros, que hubo de dimitir por el

intento de soborno a dos periodistas murcianos.

El caso más espectacular de «diplomacia secreta» fue el envío del

empresario Enrique Sarasola, amigo personal de González, a entrevistarse

en secreto con el Papa, del que se da cuenta más detallada en otro lugar

de este libro.

La utilización de los medios de comunicación por Torrijos, sus

campañas de imagen y propaganda, era uno de los aspectos de la

personalidad política de Torrijos que más admiración suscitaban en Felipe

González. Y, sobre todo, su abrumadora y arrolladora personalidad, que,

unida a las destrezas antes señaladas, había logrado que un país

minúsculo como Panamá, con apenas dos millones de habitantes y una

extensión territorial siete veces menor que la de España, estuviera

presente con gran frecuencia en los medios de comunicación de todo el

mundo. Y no porque en la ciudad de Panamá, en un reducido grupo de

calles, más de cien bancos de todo el mundo se apiñen en lo que se

consideraba un paraíso del capitalismo internacional, en contraste con la

imagen «socialista» e «izquierdista» de Torrijos.

En cierta ocasión, José Luis Gutiérrez interrogó al General acerca de

una curiosa noticia aparecida por aquellos días de 1979 en la prensa: ¿A

qué se debía esa extraña invitación a Patty Hearst para que pasara su luna

de miel en las playas panameñas tras contraer matrimonio con su

guardaespaldas? «Chico, porque está en los periódicos de todo el mundo

(...) entre ellos, los ciento y pico que tiene su padre», fue la reveladora

respuesta del General.

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Patty Hearst, hija de multimillonario, era nieta de Wi-lliam Randolph

Hearst, el magnate de la prensa amarilla que sirvió de modelo a Orson

Welles para perfilar el retrato cinematográfico de Charles Foster Kane,

principal personaje de su obra maestra Ciudadano Kane. La Hearst, tras ser

secuestrada por un autodenominado Ejército Simbiótico de Liberación y

ser adoctrinada y convertida en un miembro más de la banda, fue detenida,

juzgada y condenada a siete años de prisión. Tras conseguir la libertad

mediante el indulto del presidente Cárter, contrajo matrimonio con el

policía que la había escoltado y protegido. No fue la única ocasión en la

que Torrijos utilizó la paradisíaca isla de Contadora —donde se reunió el

famoso grupo para estudiar una propuesta de paz para Centroa-mérica, y

que paseó el nombre de la isla por todo el mundo— para sus extrañas

invitaciones. La isla era el lugar de recreo frecuente del entonces

embajador español Rafael Jordana, hijo del teniente general Gómez

Jordana, que fuera ministro de Exteriores del primer Gobierno de Franco

durante la guerra. A las bellezas paisajísticas de Contadora dedicó

encendidos versos el embajador Jordana, acaso para consolarse de los

desprecios a los que era sometido por Torrijos, que estuvo años sin

recibirle.

Una de las operaciones más sonadas, por lo insólita, fue el asilo

político concedido al Sha de Persia por Torrijos ante el escandalizado

asombro de toda la progresía internacional. En aquel escenario soleado, el

destronado Reza Palhevi llegó a sentir disimulados celos por las elo-

cuentes miradas que el general panameño le dedicaba a su atractiva

esposa.

También entra en escena Adolfo Suárez, con quien Torrijos mantenía

una estrecha amistad personal. El 24 de febrero, poco después de ser

liberado por los hombres de Tejero que habían secuestrado al Gobierno y al

Parlamento en el interior del Congreso de los Diputados, Suárez recibió una

Page 81: La Ambición del Cesar (Jose Luis Gutierrez y Amando de Miguel)

llamada de Torrijos interesándose por su estado... e invitándole a la

paradisíaca Contadora a descansar y reponerse. «Espera que te paso a

Arístides, que está aquí a mi lado, para que te invite oficialmente», le dijo

un Torrijos burlón preocupado por guardar las formas. Poco después,

Suárez volaba hacia Panamá, acompañado del desaparecido centrista

vasco Jesús Viana, el diplomático Alberto Aza y sus respectivas esposas.

El aroma «movimientista» que se le atribuye al PSOE de González, a

imagen del PRI mejicano, tiene muchos de sus antecedentes en el

torrijismo, encarnado en el Partido Revolucionario Democrático, PRD,

definido por Royó como «policlasista».

«Eso de centro derecha o centro izquierda son refinamientos que se dan en

Europa, pero aquí no funcionan. Será un partido nacionalista que concilie

la empresa privada con la participación estatal. Tendrá una línea

ideológica pragmática muy abierta, que permita dentro de sus filas a un

marxista y a otro que no lo es» {Cambio 16, 27 de agosto 1978).

Esta descripción coincide con algunas de Felipe González y ya había

sido llevada a la práctica por Torrijos muchos años antes. Tras financiar al

Partido Comunista panameño, de conocida inclinación estalinista, integró

en su gobierno a antiguos comunistas o personas próximas a esta ideología,

como el propio Arístides Royo, Ahumada o Ró-mulo Escobar. Junto a ellos,

ministros definidos como «tec-nócratas washingtonianos», como Nicolás

Barletta, ministro de Planificación y posteriormente vicepresidente del

Banco Mundial; el canciller González Revilla; Adámez (Hacienda) o

Duque (Vivienda).

El propio Ahumada señalaría: «No oculto que la idea del PRI

mejicano no rne desagrada nada.» Esto era algunos años antes de que

Cuathémoc Cárdenas —el hijo del legendario general revolucionario

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Lázaro Cárdenas que acogió a los intelectuales españoles huidos de la

represión de Franco tras la Guerra Civil española— dejara aún más

patente, si cabe, toda la corrupción institucional de la dictadura con

ropajes democráticos que encarna el PRI. Quizás hoy, Guillermo

Galeote, uno de los miembros del grupo de Sevilla que constituyeron el

brote germinal del nuevo PSOE, tampoco suscribiría, al menos

públicamente, como lo hizo en 1982, pocos días después de la histórica

victoria electoral del 28-O, aquella frase, lanzada sobre una suculenta

paella en la casa de Valencia en Madrid: «Vamos a instaurar el PRI en

España. Vamos a estar veinte años en el poder.» Digamos, pues, que las

coincidencias e identidades entre los dos personajes y los respectivos

movimientos políticos por ellos representados son numerosas, generadas

por el efecto e instinto emulador del joven y admirado Felipe González

ante la personalidad mercurial y exhuberante de Torrijos, por su

sagacidad, su astucia y sus eficacísimas artimañas* Hay, sin embargo, un

aspecto en el que ambos eran diametralmente diferentes: el «terror» de To-

rrijos a hablar en público —se le trababa la lengua y olvidaba las

palabras—, en contraste con la maestría y la delectación con que lo hace

Felipe González, orador habilísimo y mitinero fino.

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