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Que los muertos te hablen es complicado,pero, si te fijas bien, sus cadáveres puedenconfesar cosas interesantes.

Giulia Valenti era una chica elegante, guapay adicta a las drogas, un típico caso de sobredosispara cualquier especialista. Estaba tan claro queincluso la joven e inexperta Alice, alumna enprácticas de medicina forense, debería haberlosabido desde el principio. Sin embargo, lacoincidencia de haber conocido a la víctima justoel día anterior a su muerte hace que Alice setome el asunto como algo personal.

Después de investigar con detenimiento, loque parecía un puzle perfecto comienza a perdercredibilidad en la mente de la alumna, que llegaráa desobedecer a sus superiores y a arriesgar sucarrera, convencida de su deber de desvelar laverdad acerca del trágico final de Giulia.

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ALESSIA GAZZOLA

La alumna

Traducción de Patricia Orts García

Suma de Letras

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Título Original: L'allievaTraductor: Orts García, Patricia©2011, Gazzola, Alessia©2012, Suma de LetrasISBN: 9788483654330Generado con: QualityEbook v0.59

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A mi madre y a mis abuelos,a quienes debo todo lo que soy

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La inspección ocular

La fiesta anual de beneficencia que organizan loshiperactivos miembros de la sección de Pediatríame recuerda puntualmente que, dada mi calidadde residente de medicina forense, me encuentroen el último eslabón de la cadena alimentaria delmundo de la Medicina, y sin posibilidad alguna deprogresión vertical. Los demás, esto es, el restode los médicos, están convencidos deencontrarse en la cima.

Embriagados por sesiones maratonianas deUrgencias, tienen una percepción distorsionadade la realidad profesional y nadie se toma lamolestia de explicar, por ejemplo, a cualquierdesgraciado de Pediatría que George Clooney yél no tienen nada que ver. Y no es que yo tengaalgo en común con los personajes de CSI, porqueen el espantoso Instituto en el que trabajo, el gransantuario en el que la humillación se practica

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como deporte, la condición de residente, enparticular la mía, está al nivel del papel higiénico.Diría que peor aún, porque, por lo menos, elpapel higiénico sirve para algo. En cambio, esimposible que a una médica residente de mi nivelse le confíe un caso importante, uno de los quetienen resonancia en los periódicos.

Por tanto, dado que los colegas que juegan aser el doctor House se mofan de mí y que los quese sienten protagonistas de una novela deCornwell me excluyen sin más, es lógico que meconsidere a mí misma un mísero apéndicevermiforme de la medicina forense.

Quizá sea por eso que, desde siempre, lafiesta para la recogida de fondos destinados a lalucha contra las enfermedades neurológicassupone, sin duda, el momento más espantoso demi año solar.

La tentación de decir que estoy enferma escasi irresistible. Una migraña repentina, unataque de asma, una salmonelosis resistente alFortasec. El problema es que en esas fiestas se

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habla siempre mal de los ausentes y, la verdad, notengo ninguna gana de padecer ese destino. Poreso considero inútil atormentarme: es menesteruna gran dosis de buena voluntad —y de alcohol—para soportar la velada.

Vamos, Alice. Como mucho serán treshoras. ¿Qué son tres horas? En cualquier casoserá mejor que una lección de Wally sobre laasfixia.

Al llegar a la entrada la tentación de ponerpies en polvorosa sigue siendo poco menos queirresistible, pero consigo dominarla.

En la amplia sala, la persuasiva voz de DustySpringfield canta The look of love. En medio dela confusión —estamos como sardinas en lata —diviso a mis colegas, que están montando un buenalboroto, inmersos como nunca en la fase demadurez psicoemocional propia de laadolescencia.

Al igual que las colmenas, cualquiermicrocosmos laboral tiene una abeja reina.Nosotros nos sentimos orgullosos de tener

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como tal a Ambra Negri della Valle, y en estepreciso momento mis colegas giran alrededor deella como lo hacen los planetas del sistema solar.Todos salvo Lara Nardelli, que, tal vez, sea laúnica que participa en esta fiesta con unentusiasmo inferior al mío. Lara y yo aprobamosjuntas la oposición y somos colegas del mismoaño; en lugar de entablar una relacióncompetitiva, que, si he de ser franca, habría sidodesfavorable para mí, la nuestra se ha basadodesde el principio en la solidaridad, y ella es,probablemente, la única persona de la que me fíoen el Instituto. Lara me sonríe dulcemente y seacerca a mí tendiéndome un platito rebosante decanapés. Se ha recogido el pelo, horrorosamenteteñido de pelirrojo, en un moño espantoso, y elaire de aburrimiento que transmite mereconforta. Juntas nos dedicamos a observar aAmbra, que en ese momento se exhibe en uno desus mejores monólogos haciendo gala de suincapacidad para captar la diferencia entre tenerchispa y ser desagradable.

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Pese a ello, el eccehomo de nuestroInstituto parece apreciarla.

Claudio Conforti; curso 1975; signozodiacal, leo; estado civil, soltero. Tan guapocomo James Franco en el anuncio del perfume deGucci by Gucci. Un capullo, sin lugar a dudas, elhombre más capullo que conozco y, con todaprobabilidad, el más capullo del universo.Brillante; en el Instituto lo consideran un genio,el mejor alumno del Jefe. Su currículum eslegendario, y es el paradigma del jovenuniversitario emergente que, después de haberuntado aquí y allá, acaba de pasar de la ciénagainforme de los médicos investigadores al rangode auténtico investigador.

Sus ojos, de un intenso color verde musgocon algunas briznas doradas, manifiestan unestado de permanente inquietud. Cuando estácansado o fatigado, el izquierdo bizquea un poco,pero sin llegar a menoscabar el aspecto generalde su notable belleza. Su rostro aparece yamarcado por los excesos, si bien, justo por ese

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motivo, emana un indefinido aire de libertinajemuy personal, que, en mi opinión, es la clave desu encanto. En caso de necesidad, puede ser unhombre de acción, pero su carácter es más biende tipo especulativo-contemplativo. En elInstituto lo adoran porque es eficiente y tieneiniciativa; en mi caso lo adoro de maneraespecial porque, desde que tuve la fortuna deiniciar esta larga y atormentada trayectoriaprofesional, ha sido un punto de referenciaabsoluto en el mar de indiferencia y anarquía queconstituye el tejido socio-didáctico del Instituto.

El Instituto de Medicina Legal —el centroen el que trabajo —es un organismo que sededica principalmente a la actividad necroscópicay, de manera marginal, a la investigaciónuniversitaria. A dicha estructura, que no soloresulta gélida por lo que sucede en el interior,sino por el personal que la puebla, el reciénlicenciado en Medicina y Cirugía accede tras unameticulosa selección de títulos académicosseguida de un doble examen escrito. Tras

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aprobarlo, ingresa por fin en este territorio hostily nefasto cuya jerarquía es fácil resumir.

En la cima se encuentra el que todos,incluida yo, llamamos sencillamente el Jefe. Sibien a veces yo lo bautizo con otro nombre, elúnico que me parece a la altura de su nivelprofesional: el Supremo.

El Jefe es una criatura que se ha hecho yalegendaria en el ámbito de la medicina forense.Es más, él es la medicina forense, y cuando seproduce un caso intrincado, tiene,invariablemente, la última palabra.

Inmediatamente por debajo de él seencuentra una serie de elementos variopintos y,en su mayoría, mal dispuestos, uno peor que otropor su capacidad de vejación; por encima delresto se erige Wally, un personaje al que, segúncreo, cabe resumir en un único teorema: «Quequede bien claro que tu pensamiento es libre amenos que decida yo».

Entre los demás, a su manera y en virtud deciertas cualidades especiales, destaca el doctor

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Giorgio Anceschi, un hombre dotado de milvirtudes, pero demasiado débil de carácter paraabrirse camino con la navaja entre los dientes enesta jungla de guerrilleros andinos. De maneraque, pese a ser una persona dulce y sencilla,como a menudo les sucede a los mejores, tienela desgracia de que las altas esferas lo vean conmalos ojos. Penalizado por una obesidad deorigen infantil, el buen doctor recuerda a PapáNoel: tolerante y benigno, es un hombre de unarara generosidad intelectual. Tal vez por falta demotivación, el doctor Anceschi considera sutrabajo en el Instituto una suerte de aficiónmarginal, algo a lo que uno se dedica cuandopuede, en el tiempo libre; no obstante, cuandohace acto de presencia, es el mejor docente conel que uno puede relacionarse: hace caso omisode los errores, los descuidos y los problemas.Es, en esencia, un epicúreo de la medicinaforense y, por ese motivo, nunca da excesivaimportancia a las posibles equivocaciones.

Hace poco, en esta institución, de forma

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muy oportuna, entró Claudio, listo para conseguirque nuestros días resultasen mucho máschispeantes, porque en el fondo de su alma es ungran vanidoso y le encanta llamar la atención, locual logra sin el menor esfuerzo. En realidad, apesar de las frecuentes alusiones y ambigüedadescon las que condimenta sus aproximaciones alrestringido número de residentes femeninas quedependen de él y que lo idolatranincondicionalmente, Claudio siempre harespetado el mandamiento «se mira, pero no setoca», probablemente porque considerainoportuno mezclarse con la plebe. Él, elinvestigador que pasó un año en la JohnsHopkins, el soltero de oro del Instituto deMedicina Legal y, a buen seguro, de toda laFacultad de Medicina, jamás seduciría a unaresidente —entre otras cosas porque no legustaría que el Jefe o Wally se enteraran, ¡solofaltaría!—, de manera que se dedica a jugar, aveces cargando incluso la mano, sin llegar aconcretar en ningún momento. Pese a ello, es

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magnánimo en sus atenciones: se las concede atodas.

En este preciso momento soy objeto de suinterés. Sostiene en la mano un martini deBombay Sapphire y se acerca a mí con el aplomode un depredador de la sabana centroafricana.

—Hola, Allevi —dice a modo de saludo,estampándome un beso en la mejilla yembriagándome con su perfume, que no hacambiado desde que lo conozco: una mezclapenetrante de Declaration, menta, piel limpia ygomina—. ¿Te apetece? —me preguntaofreciéndome su bebida.

—Es demasiado fuerte para mí —lecontesto sacudiendo la cabeza.

Salta a la vista que para él no lo es, porquese la bebe sin la menor dificultad, como si fueseagua.

—¿Te diviertes? —pregunta mirandovacuamente alrededor.

—Sí, ¿y tú?Antes de contestarme me mira con aire

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exhausto.—Para nada. Cada año es peor. Habría que

boicotear estas fiestas, pero sería políticamenteincorrecto —comenta dejándose caer en un sofá—. Ven aquí, hay sitio para dos.

Me aproximo alisando el vestido ymoviéndome con suma cautela, porque todavía nome he familiarizado del todo con las plataformasde buscona que, si bien me regalan diezcentímetros, me confieren también unos andarespeligrosamente inestables. De hecho, por un pelono me abalanzo sobre él, que me sujeta demanera instintiva aferrándome una muñeca.

—Cuidado, Allevi. No sería decoroso caerrendida a mis pies delante de todos.

—¡Ni aunque fueses el único hombre sobrela tierra! —le replico con una sonrisa acre, que,en realidad, es falsa a más no poder, porque, loconfieso, no tardaría tanto en caer en sus redes.

—Por supuesto, e imagino que pretenderásque te crea —contesta con evidente sarcasmo yuna mueca burlona en su rostro inquietante—. La

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verdad, Alice, es que uno de estos díasdeberíamos concedernos un capricho —mesusurra al oído rozando apenas mi hombrodesnudo.

Un contacto leve y sencillo que, sinembargo, me estremece.

Me vuelvo y lo miro fijamente a los ojos. Latáctica de Claudio es invariablemente la misma:lanza propuestas al aire como si fuesen granadasde mano, aunque ligeras, cuyo mensaje es: «¡Nopensarás que estoy hablando en serio!». Sueltaese tipo de ocurrencias casi a diario y si dieracrédito a sus continuas proclamaciones deatracción físico-sexual, en lo que a mí concierne,a estas horas habría reventado ya de ilusión.

No tengo tiempo de replicarle porque elhimno del Milan interrumpe nuestraconversación.

—¡Qué hortera!—La fe es la fe.Votante fiel a más no poder del Popolo

della Libertà, poseedor de todas las colecciones

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de temporada de Ralph Lauren, que renuevaanualmente, de un Mercedes SLK y de una plumaMontblanc de edición limitada que exhibesiempre como quien no quiere la cosa, Claudioes, sin exagerar, un personaje de otros tiempos,uno de esos cuya extinción está más próxima quela de los osos panda, ya que su coherencia con lafigura por excelencia del médico forense trepaes ejemplar y constante. Es un personaje que seha construido a sí mismo con esmero; en unmundo en el que el centro de gravedadpermanente es, cada vez más, una utopía, Claudiotransmite la reconfortante sensación de que unopuede permanecer en todo momento fiel a símismo.

—¿Dígame? Sí, soy yo. Entiendo. ¿Dóndeexactamente? Calle Alfieri, 6. Sí, es unaperpendicular a la Merulana —dice en voz altaindicándome con una señal que anote los datos enalguna parte—. Perfecto, no se preocupe. Voyenseguida.

Se mete de nuevo el iPhone en el bolsillo,

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se levanta atusándose su abundante cabelleracastaña con ademán descuidado, y me miraexcitado.

—A pesar de que pareces más ácida quenunca, circunstancia que a buen seguro dependede la abstinencia que mantienes desde hace variosaños, te llevaré conmigo a hacer una inspecciónocular. Me debes un favor.

Pasando por alto la mezquina alusión alhecho de que no tengo novio desde hace casi tresaños, no puedo por menos que entusiasmarme.¡Genial! ¡Una inspección ocular!

—¿Adónde vais? —pregunta Ambraescrutándonos con hastío cuando nos dirigimoshacia la salida. La saca de quicio perder elcontrol en cualquier situación.

—A una inspección ocular —contestaClaudio apresuradamente.

—¡Os acompaño! —exclama la Abejadejando su copa en una mesita.

—Como quieras, pero date prisa y, por elamor de Dios —subraya Claudio con tono

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marcadamente esnob—, no hagas idioteces.En una fracción de segundo concentra la

mirada encantadora que dirige al resto denuestros colegas y el grito «¡Esperadme!», y echaa correr detrás de nosotros, pisándonos lostalones, entrometida y aguafiestas como solo ellasabe serlo en cualquier circunstanciaextraordinaria de su vida.

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Casualidad y causalidad

El edificio al que llegamos es un ejemplo de laclásica arquitectura romana de finales del sigloXVIII a la que las calles de esta ciudad deben suencanto. Alto, cargado de historia y con lasparedes rosadas, está habitado, como no podíaser menos, por miembros de la clase alta. Laentrada conduce a un patio que en estosmomentos es un hervidero de periodistas,cámaras y policías; ese tipo de agitación febrilque, por la noche, me transmite una sensación deinquietante desorden. Ambra se arrebuja, aterida,en su abrigo rojo y por un instante tengo laimpresión de que ella también se siente fuera delugar.

El que, desde luego, no está en absolutocohibido es Claudio, que tiene la capacidad dehacer sus apariciones como si fuese el artistainvitado. La suya es una seguridad natural que le

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resulta útil en cualquier circunstancia, y enparticular ahora, mientras sube la escaleraindiferente a las miradas de los habitantes deledificio que se agrupan en los rellanos con lasorejas tiesas como antenas para intentarcomprender lo que ha ocurrido. Ambra y yo loseguimos como dos caniches sujetos por unacorrea y, en la medida de lo posible, intentamospasar desapercibidas, lo cual no resulta nada fácilcuando llevas tacones de diez centímetros. Puedeque los de Ambra lleguen incluso a doce.

—¿Se ha traído a las bailarinas, dottò? —bromea en voz baja el teniente Visone,convencido de que Claudio es el único que lepuede oír.

El teniente, un taimado indomable queforma parte del escenario habitual de cualquierescena del crimen, ronda los cincuenta y esoriginario de Salerno. En el fondo es simpático,si bien tengo la vaga impresión de que es tambiénun tanto sexista.

«Dottò, pero ¿estas tías buenas son

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forenses? ¡Eso solo ocurre en la televisión!», ledijo en una ocasión a Claudio, quien después locontó en el Instituto, imitándolo perfectamente.

—Buenas noches, teniente —lo saludo conuna sonrisa.

—Buenas noches, doctora —responde confingida circunspección.

—¿De qué se trata? —le pregunto en vozbaja.

—Una cría, doctora. ¡Qué triste!Claudio me indica con un ademán que me

calle y Ambra me escruta indignada.Me callo y me pego a Claudio, que empieza

a fotografiar mecánicamente todas lashabitaciones de la casa. Se trata de unapartamento de diseño minimalista y de gustomuy refinado. La cocina es de roble de colormoca, las paredes están tapizadas con fotografíasde autor en blanco y negro y, al lado de un sofáde piel negra, hay un bonsái moribundo. Pareceun piso de Manhattan, de esos que se ven en laspelículas; sin embargo, descubro maravillada que

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en él viven dos universitarias. Las inquilinas sonGiulia Valenti y Sofia Morandini de Clés, unasestudiantes de Derecho de familias muyacomodadas. La víctima es Giulia y la autora delcrimen es Sofia, a quien solo he entrevisto enmedio del marasmo general, una chica refinadade pelo rubio y rizado.

Al llegar a la habitación de Giulia Valenti,siento una punzada en el corazón.

La reconozco de inmediato.

Dado que tenía que acudir a la Terrible Fiesta,había decidido dar un sentido a la velada yaprovechar la ocasión para adquirir un bonitovestido en una nueva tienda superchic de la calledel Corso. Dudaba entre un vestido de seda rojo,cuyo precio estaba muy por encima de misposibilidades, un vestido de color violeta, quizápoco apropiado para la temporada, y uno negrocon un escote estilo imperio y unos encajes

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deliciosos muy frou frou . Me los probé unodetrás de otro sin acabar de decidirme. Cuando,por fin, descarté el negro, una voz débil, peromelodiosa, me distrajo.

—¿Quieres un consejo?Me volví y vi a una chica

extraordinariamente guapa. Si bien he dereconocer que lo que me impresionó no fue solosu belleza, sino algo que, de alguna forma, lasuperaba. Parecía una criatura procedente de otroplaneta, con una piel más perfecta que la de lasmodelos que aparecían en los anuncios deTopexan: tenía el pelo voluminoso, liso y negro,largo hasta rozar la cintura, y una gestualidadarmoniosa que me llamó de inmediato laatención. Delgada, rayando en la desnutrición,llevaba las uñas pintadas de rojo, en contraste consu evidente juventud. Pero, exceptuando elllamativo esmalte, daba la impresión de nohaberse puesto una sola gota de maquillaje, pesea lo cual su rostro perfecto, casi irreal,resplandecía. No era una dependienta, porque no

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iba uniformada. Al contrario, se estaba probandoa la vez que yo un sinfín de vestidos, que yacíanamontonados en los taburetes de su probador.

—Por favor —le respondí con inmediatasimpatía.

—Debes comprarte el vestido negro. Estremendamente chic y te sienta de maravilla; deverdad. Con un simple collar de perlas estarásperfecta. Créeme.

Me volví a mirar al espejo como si no mehubiese visto antes.

—¿Lo dices en serio?—Fíate de mí, tengo cierto talento para

elegir los vestidos. Para los demás, por lo menos—respondió con una sonrisa encantadora—. Tesienta como un guante.

La idea de gustarle fue la que me acabó deconvencer. Verme a través de sus ojos logró queme sintiese perfecta.

Mientras me ponía de nuevo mi ropa en elvestidor, oí que discutía animadamente conalguien.

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—No sé de qué estás hablando. ¿Estás loca?¿No? Bueno, en ese caso creo que se te va unpoco la mano con la fantasía. Me niego a seguirhablando de eso y, si lo que quieres es que teconteste, no estoy muy segura de poder hacerlo.

Salimos casi al mismo tiempo, de hechoestuvimos en un tris de chocarnos. Nossonreímos, aunque me pareció que su semblantese había ensombrecido.

—Espero que el vestido te traiga suerte —me dijo. La viveza de la que había hecho galahacía tan solo unos momentos se había evaporadopor completo.

Esta noche llevo puesto el vestido que esa chica,Giulia Valenti, eligió para mí.

Luciendo la prenda que, en teoría, debíahaberme traído suerte, observo su cadáver,paralizada por el horror.

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Giulia yace descompuesta en el suelo, entre suhabitación y el pasillo, con los ojos cerrados.

Parece una hoja otoñal, apagada y seca.Bajo su cuerpo, el suelo está manchado de

sangre, intensa y abundante. Las uñas largas ycuidadas siguen siendo perfectas, pintadas derojo. Claudio se agacha junto a ella, le abre losojos y la toca para comprobar la temperatura.

—Aún está caliente; examina el livormortis.

Pateando de manera un tanto ridícula, Ambrase apresura a obedecer sin que se lo repitan dosveces. Es así, le hace falta bien poco paraexaltarse, porque buscar las manchas de sangreque se forman en ciertas partes del cuerpo y queson señales irrefutables de la muerte no es unatarea que requiera una especial capacitación. Sinponerse los guantes —vieja enseñanza del Jefe,que es un forense a la antigua: «Por mucho ascoque os dé, hay que tocar al cadáver con las

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manos, porque no hay nada comparable al tactode la piel—, Ambra roza el cuello de Giuliamoviendo apenas la cabeza; además, para alardearde que sabe hacerlo, le pellizca la barbilla paraverificar la rigidez de la mandíbula, otra señalinequívoca de la muerte.

—Poquísimo livor mortis. Una leve sombraviolácea, eso es todo. Todavía no hay rigidez.

Son señales de una muerte más bienreciente.

—Te adelantas siempre, Mirti, y eso es undon magnífico. Allevi, tú, que, en cambio, tedistingues por ir siempre retrasada, deberíastomar ejemplo de tu colega.

—Por un pelo —murmuro sin contrariarmerealmente, resignada más bien, por la evidenciade que la calidad y el éxito raramente van juntos.

Para evitar que esos dos esclavistas, quetienen el valor de lanzar miradas lascivas inclusodurante una inspección ocular, me torturen, meconcentro en los detalles de la habitación.

Las paredes son de un tono lavanda un poco

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apagado y frío; la cama está hecha con descuido,un suéter negro que, a todas luces, Giulia llevabaencima de la camisa blanca cuelga del borde y dala impresión de que puede caerse de un momentoa otro. En el tocador un neceser lleno deproductos de maquillaje de Chanel; un par desofisticados guantes de piel de color ébanoabandonados con elegante desorden; una carteragris Gucci GG Plus abierta y rebosante detarjetas de crédito; un antiguo cepillo de platacon las iniciales «GV» grabadas en el dorso;horquillas y pesadores negros para el pelo;polvos compactos; y una caja de anticonceptivos.Colgadas de la pared, varias fotografías: algunassacadas en la playa, otras en localidades exóticasque no reconozco, unas cuantas que parecenrobadas a las horas de aburrimiento durante lasclases universitarias. Las observo con curiosidad:en varias de ellas aparece Giulia con una chicaque se parece mucho a ella. En otras está con unchico que calza a menudo mocasines. Algunasson de distintos grupos de amigos, en todas ellas

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Giulia tiene una expresión entusiasta.Me siento profundamente angustiada. No

obstante, vuelvo a mirar el cadáver.Si no fuese por la sangre, parecería que

Giulia duerme; los ojos orientales, las pestañasoscuras y pobladas, y el cutis de color marfil.Recuerda a Blancanieves.

Por desgracia, normalmente lo que más meimpresiona y me conmueve son los detalles. Enel caso de Giulia, sus pequeños pies descalzos,un poco planos y desproporcionados respecto asu estatura, que es notable, me enternecen hastael punto de que se me saltan las lágrimas. Lapulsera fina, de colores y desgastada, que debióde comprar en algún puesto ambulante, y quecontrasta con la otra, de brillantes, me recuerdaque ese cadáver contenía una vida en plenitud, yque los momentos de despreocupación, como enel que, con toda probabilidad, eligió la pulseramás sencilla, han tocado a su fin.

Ese tipo de pensamientos son los quemueven a Claudio a decir que no estoy hecha para

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este trabajo.Me acerco a mi mentor, que está tomando

notas.—¿Qué piensas que ha ocurrido?—Tiene una herida lacero-contusa en la

nuca, pero hay que estudiarla mejor, con unailuminación adecuada. Mira el marco de lapuerta: está manchado de sangre. Tiene tambiénvarios cardenales en los brazos; recientes.

—¿Crees que la mataron?Claudio frunce el ceño en tanto que regula

el programa manual de la réflex con la que estásacando fotografías a toda velocidad.

—De momento es difícil asegurarlo. Puede.Aunque la herida podría haberla provocado unacaída, por ejemplo.

—De acuerdo, pero ¿qué te parece lo másprobable? —insisto.

—¿Crees, de verdad, que puedo saberlo ya?Lo único que puedo asegurar antes de la autopsiaes que está muerta —responde bruscamentesacudiendo la cabeza con arrogancia—. No

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obstante, no hay heridas superficiales de defensa,y eso podría hacer pensar en un hecho accidental—añade. Luego, como si mis preguntas lehubiesen dado la idea, con el aire altivo queadopta cuando se encuentra en un contexto en elque debe afirmar su neta supremacía profesional,y con tono firme para que Ambra y el tenienteVisone lo oigan, el Gran Didacta concluye—:Veamos, Allevi, el momento no puede ser másadecuado para hacer un rápido repaso de lametodología de cualquier reconocimiento.

Dios mío, cuánto lo odio cuando secomporta así. Por desgracia, sucede muy amenudo, porque desde que dio el salto cualitativoy ascendió a la categoría de portadores de labolsa del Jefe, está convencido de que debeadornar sus representaciones médico-forensescomportándose como un maestro y undispensador de sabiduría. Lástima, sin embargo,que se guarde muy mucho de compartir su sabercuando está solo con los residentes.

Por muy extraño que le pueda parecer, soy

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yo la que, sin embargo, puede responder. Porque,pese a las apariencias que me condenan a parecerdistraída y casi sin interés por mi profesión, yoadoro la medicina forense.

—¿Reglas fundamentales? En pocaspalabras, por favor —puntualiza sin prestardemasiada atención mientras sigue sacandofotografías.

Cuando hablo en público, tiendo atartamudear. Por eso da la impresión de que mecuesta ofrecerle lo que me pide. Hecho que,claro está, no contribuye a dar una imagenbrillante de mí misma. Con los brazos cruzados,Ambra espera a que patine en cualquiermomento.

—Examinar el ambiente analizando con elmayor escrúpulo todos los detalles; describirtodo, incluso los pormenores que puedan parecersuperfluos. No olvidar la postura del cadáver, laropa y las eventuales lesiones, además de losposibles indicios con significado criminológico.

—¿De qué tipo?

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—Señales de lucha.—¿Qué más?—Evaluar el posible momento de la muerte

en función de las condiciones ambientales.—Perfecto. ¿Eso es todo?—No alterar la escena del crimen antes de

haber sacado las correspondientes fotografías ode haber tomado notas.

—Con eso basta. Anota algo sobre losfenómenos cadavéricos, Ambra. Y tú, Alice,puedes ir al servicio en caso de que te lo estéshaciendo encima.

Ambra se tapa con una mano sus labioscarnosos, como si pretendiese ocultar la risa, a lavez que Claudio me guiña un ojo con la simpatíaque lo caracteriza, gracias a la cual se le puedeperdonar hasta la más pérfida de susexhibiciones.

Por último sale de la habitación parainspeccionar el resto de la casa mientras se ponelos guantes que ha sacado de la bolsa. Me acercoa Giulia y la observo. Las córneas todavía no

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están opacas y aún se puede distinguir su cálidocolor avellana. Tiene unas pestañas larguísimas.Miro alrededor circunspecta.

Si Claudio me pillara manos a la obra, melas cortaría.

Las condiciones son claras: te llevaréconmigo a todas partes, pero tú debeseclipsarte.

—Doctora Allevi... —oigo que me llaman alcabo de un rato.

Me vuelvo de golpe. Es Ambra, que, enpresencia de desconocidos, finge ser una famosaprofesional y no una simple residente ambiciosay aduladora.

—Dime, Ambra.—Nosotros casi hemos acabado.Me produce risa el «nosotros», porque

Claudio es una vedette sin la menor intención decompartir los honores que le corresponden, y nodigamos con dos amebas como nosotras. Noobstante, Ambra tiene, cuando menos, unacerteza: se considera el eje de rotación de la

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Tierra. Mira el reloj, me observa impaciente y acontinuación sigue a Claudio, que en esemomento sale por la puerta de la casa sinpreocuparse lo más mínimo de sus dos caniches.

Una vez en el coche, Claudio me observa por elespejo retrovisor. Exhausta, me he tumbado en elasiento trasero. Ambra, en cambio, charla por loscodos.

—¿Qué te pasa? —me pregunta Claudiointerrumpiéndola.

—Nada.—Pareces destrozada. No sé cuántas veces

he dicho que no estás hecha para este oficio.Irritada, me llevo las manos a la frente. Son

casi las dos de la madrugada y me muero decansancio.

—No es cierto, y lo sabes. Estos años hevisto de todo, y he soportado cualquier imagen uolor.

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—Si es así, ¿qué pasa esta vez? —insiste él.Ambra bosteza.

—Conocía a Giulia Valenti de vista. Encualquier caso, ¿no te sucede nunca que un casote impresiona más de lo usual?

—Solo desde un punto de vista científico.Allevi, tienes que aprender que es el únicoaspecto que debe interesarte, o ejercerás tuprofesión sin objetividad.

—¿Cuándo piensas hacer la autopsia? —pregunto eludiendo la pulla.

—Ya, el lunes o el martes.Así pues, a Giulia la encerrarán en una celda

frigorífica, en la que permanecerá, comomínimo, cuarenta y ocho horas.

Me siento como si una gran tristezacósmica me estuviese devorando.

Una vez en casa, me cuesta un esfuerzosobrehumano subir la escalera del edificio sin

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ascensor. Vivo en un piso minúsculo por el quepago demasiado que se encuentra delante de laestación de metro Cavour. Es tan pequeño que aveces me falta el aire, y está poco menos que enruinas, pero el tacaño del señor Ferreri —elpropietario —no tiene la menor intención degastarse ni un euro para que resulte máshabitable. «Está muy bien situado», respondesiempre a nuestras recriminaciones. Nuestras,esto es, las mías y las de mi compañera de piso:Nakahama Yukino, o a la occidental, que es mássencillo: Yukino. Yukino es japonesa, de Kioto.Estudia Lengua y Literatura italianas y estápasando dos años en Roma para mejorar suformación. Tiene veintitrés años, es decomplexión menuda, se viste de maneraextravagante y luce una media melena tupida cuyoflequillo es tan perfecto e inamovible que hastaparece falso.

Adoro a Yukino. Es la guardiana de mi casa,una suerte de lar familiar con los ojosalmendrados.

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Al abrir la puerta de casa, la veo sentada enel sillón en una postura de yoga, con su bonitacara menuda aturdida delante del televisor y unmanga entre sus diminutas manos.

—¿Todavía estás despierta? ¿Problemas? —le pregunto dejando el abrigo en la percha.

Ella me mira con la expresión que hace queparezca siempre confusa sin motivo aparente.

—Tres —responde representando elnúmero con los pequeños dedos de su manoinfantil—. En primer lugar, he perdido el carnéde comedor. Me he tirado toda la tardeintentando obtener otro igual. En segundo lugar,hay boteras y el señor Ferreri no quiere pagar lareparación. Por último, llevo una hora mirando E!en la televisión y siento náuseas, pero noconsigo... ¿Cómo se dice? Esperarme de ella.

—Despegarme, Yuki. Y se dice goteras, noboteras.

—Es igual.—Yo diría que no. Sea como sea, hay que

volver a llamar a Ferreri, lo amenazaré con llamar

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a un abogado.—No podemos llamar a un abogado. Es

inútil. Le pagamos en negro.Es la única forma de que nos cueste menos.—Pero ¡tampoco podemos permitir que

llueva dentro de casa! ¡Todo tiene un límite!Yukino apaga el televisor y se pone en pie.—Tienes razón. En cualquier caso, es mejor

que llames tú. Él no me entiende cuando le hablo.—Lo llamaré mañana —suspiro mientras

me hago una coleta a toda prisa.Yukino esboza una sonrisa deliciosa.—¿Te apetece que hagamos un pijama

party? He comprado un paquete de PringlesBarbecue.

—Estoy agotada, en serio.—Estabas en una fiesta. No veo qué motivo

puedes tener para estar tan cansada —replica ellafrunciendo el ceño.

—He ido a una inspección ocular. De fiesta,nada.

Yukino abre desmesuradamente los ojos, de

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esa forma tan vistosa y frecuente que la haceparecer, en serio, el personaje de un manga. Aveces creo que de un momento a otro le saldrá elbocadillo de la cabeza.

—Oh..., lo siento —dice con tristeza—. ¡Enese caso necesitas relajarte! —exclama después,contenta de poder dar un vuelco a la situación enventaja propia.

—No puedo, de verdad, lo único que quieroes irme a dormir.

—Puedes elegir entre Karekano, Inuyashay Full metal panic —propone cogiendo las cajascon los DVD—. Sin olvidar a Itazura na kiss,solo que ya lo hemos visto muchas veces.

—¡Yukino, es tarde!—Precisamente, esperamos a que sean las

tres y luego nos vamos a dormir, te lo prometo.Cuando vuelva a Japón, me... ¿Cómo se dice? Meanorarás.

—Me añorarás, Yuki.No la corrijo por pedantería, sino porque en

su día me lo pidió explícitamente.

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—¿Versailles No Bara? —insiste.—Mañana, Yuki.—¡Tengo una idea! El capítulo de Karekano

en que Tsubasa conoce al hermanastro y él creeque tiene doce años. ¡Te lo puedo!

—Se dice te lo ruego.—Luego yo vuelvo a Kioto...De manera que, apelando como una canalla

al afecto que siento por ella y a la desesperaciónque me produce pensar que, tarde o temprano,regresará a Japón, elige un capítulo maravillosode Karekano y de esa forma se apodera de misúltimas fuerzas, con las que me abandono a laatmósfera de infinitas posibilidades típica de lanoche.

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Poco importa si eres un leóno una gacela: ¡echa a corrertodas las mañanas!

Al día siguiente, después de una jornada deordinaria sordidez transcurrida por completo enel depósito de cadáveres, como guinda me veoobligada a coger el tren interregional para volvera casa de mis padres, algo que no he hecho en dosmeses. Y no porque no quiera o porque no loseche de menos, como a menudo me reprochan.Es por simple y deplorable pereza.

Al otro lado de la ventanilla, el insólitopaisaje de estos días mueve a la nostalgia. Hacíano sé cuántos años que no nevaba en Roma y lanevisca ha blanqueado el terreno por doquier; unescenario que recuerda la ternura de la Navidad, yno un día cualquiera de mediados de febrero enque me siento devorada por el aburrimiento y la

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tristeza. Por si fuera poco, el tren atraviesa laperiferia, que, con el abandono que la caracteriza,me transmite la sordidez a la que puede llegar elser humano.

He olvidado las llaves, así que toco eltimbre y me abre mi hermano, Marco. Hace unmes, Marco volvió al redil porque tuvo que dejarel piso en que vivía a su legítimo propietario, quepretendía instalarse en él, y todavía no haencontrado nada mejor.

Marco podría ser homosexual —circunstancia que considero probable y fundada—, aunque también podría ser el jefe de AlQaeda, dado que nada se sabe sobre su vidaprivada.

¿Quién es realmente mi hermano?Ni idea, solo puedo hablar de él en pasado.

Hasta los diecisiete, dieciocho años mi hermanoera un tipo corriente y moliente. Quizá un pocosolitario e introvertido, muy metido en el mundode las artes visuales y figurativas, ycompletamente ajeno a la realidad. En eso nos

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parecemos bastante, porque, a mi manera, yotambién me siento un poco al margen de ella o, almenos, eso es lo que me reprochan confrecuencia en el Instituto. Cuando acabó elbachillerato, y debido al devastador periodo depoco menos de seis meses que transcurrió enLondres y del que regresó con un aire muyparecido al de Freddie Mercury en sus primerostiempos (melena incluida), mi hermano seconvirtió en una suerte de elfo gótico. A partir deese momento su vida quedó envuelta en el másabsoluto misterio.

Este hecho no parece preocupar lo másmínimo a mis padres, quienes viven la diferenciade mi hermano como un valor añadido. Los dosconsideran a Marco un alma elevada y se sientenmuy orgullosos de él.

Pues bien, el alma elevada me recibe a lasocho menos cuarto de la noche de un sábado defebrero con su hermosa y perfecta sonrisa —jamás he visto unos dientes más bonitos—, unacrema vigorizante de pepino en la cara, una

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camisa ajustada negra (hace ya varios años que seviste de negro de pies a cabeza) y sujetando uncigarrillo entre sus dedos ahusados —siempre hatenido unas manos preciosas, de pianista—,cuyas uñas lleva meticulosamente pintadas,también de negro, aunque podría ser un tonociruela oscuro.

—Hola, Marco —gruño—. He olvidado lasllaves.

—Hola, Piojo —contesta él.Me llama Piojo desde que éramos niños y

me llevaba todo el día pegada a él, de forma queni siquiera podía ir solo al cuarto de baño. Poraquel entonces lo adoraba y deseabaintensamente su compañía; con nadie me divertíatanto jugando como con él.

Es un fotógrafo conceptual —jamás hecomprendido lo que significa—, pero hace detodo para poder trabajar y ser autónomo. Inclusoreportajes de bodas.

—Enjuágate bien la cara, tienes toda lacrema incrustada —le digo con un tono más

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ácido del que, en realidad, desearía.Él apoya instintivamente las yemas de los

dedos en la mascarilla.—Será mejor que vaya a lavarme —dice un

tanto perplejo a la vez que cede el paso a mimadre, que me sale al encuentro con un cuencoen las manos en el que está mezclando unaextraña salsa.

—Bienvenida, pequeñaja. Te esperábamosmañana. —Me recibe con un beso en la mejilla.Es cierto, pero he preferido viajar hoy pararelajarme del todo, lejos del bullicio de laciudad, en la glamurosa Sacrofano—. Marco,espera. Coge la bolsa de tu hermana y llévala a sudormitorio.

Resignado, mi hermano coge mi equipajevaliéndose de sus brazos de elfo y se dirige alpiso de arriba.

—¿Te parece normal que Marco use cremasde pepino, mamá?

—¿Qué quieres decir, cariño? —respondeingenuamente ella.

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—Olvídalo. Nada.—Alice, te lo ruego, intenta no fumar en tu

habitación. Cada vez que vienes, después tengoque abrir la ventana un día entero para airearla.

—Te lo prometo —digo haciendo el gestode los boy scouts, a pesar de que luego apenasresisto diez minutos antes de encenderme unMerit.

Marco se asoma a mi cuarto para avisarmede que la cena está lista.

Apago el cigarrillo, que está a medias.—Tranquila, no te delataré —me dice con

una sonrisa.—Es una injusticia. Tú puedes y yo no. Es

anticonstitucional.—Conmigo han tirado la toalla.—¿Por qué sigues aquí? ¿No te deprime

Sacrofano?Marco se para a pensar unos segundos con

la mano apoyada en la puerta entornada.—En un primer momento, cuando tuve que

dejar mi piso, me sentí perdido, sí. No obstante,

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he comprendido que no hay mal que por bien novenga. Si he de ser franco, me gusta la pureza queemana de este pueblo. La familiaridad querespiro, el hecho de no sentirme siempre de caraa la galería. No añoro el caos de la ciudad. Eneste momento de mi vida, al menos, no. Sinecesito algo, cojo el coche y en un abrir ycerrar de ojos estoy en Roma, pero despuéspuedo volver aquí a depurarme. Es estupendo —concluye con sencillez, aunque con la vaguedadque siempre lo ha caracterizado—. Vamos, notardes. Te espero abajo.

Abro la ventana para airear el cuarto. Elcielo está tan oscuro y cubierto de nubes que nologro divisar la luna.

Es sábado por la noche. Qué tristeza.

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Si la vida es un campo degolf, los lunes son losagujeros en la arena

Después de un fin de semana de absoluto relax,volver al trabajo el lunes me produce un efectoque definiría como devastador.

—Reunión plenaria en el despacho deldirector. Hay que avisar a los demás —meanuncia la Abeja Reina, que hoy parece AmandaLear vestida de fulana.

—Pero ¿no teníamos que hacer la autopsiade Giulia? —le pregunto.

La verdad es que me he pasado el fin desemana pensando en ella, me he tragado todos losprogramas que hablaban del caso, e incluso lo hecomentado con mis padres.

—Claudio no tiene tiempo, la ha pospuestopara mañana. Me acaba de llamar para decírmelo

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—me explica con un tono que pretende seramable, pero que, en realidad, es de revancha,como si se sintiese compitiendo conmigo por elcorazón de Claudio.

Probablemente ignora que no se puedecompetir por algo que no existe; se dice que laúltima que intentó llegar a algo serio con éltodavía sigue tomando paroxetina para superar ladepresión.

Poco después nos encontramos todos en eldespacho de la encarnación del poder: el Jefe.

Se trata de un profesional famoso yaclamado en todo el país que, si bien ha superadoel umbral de los sesenta, no por ello ha perdidosus recursos; en cualquier caso, los que obtienede su increíble condición de cabrón soninagotables. Es inglés, no recuerdo si de Londreso de Birmingham, o tal vez de Brighton, aunqueen el fondo da igual, y no sé bien con qué tipo deintrigas profesionales logró llegar hasta aquí conel objetivo de maltratarnos. Al igual que muchosde los que se encuentran en la cima de un sector

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—especie de rango social y académico muyelevado—, es un reputado infame, circunstanciaque no le impide ser un auténtico genio de lamedicina forense. Como no podía ser menos, seha divorciado en varias ocasiones y se dice quetiene un número indeterminado de hijosesparcidos por todo el globo terráqueo. No sédónde ha encontrado el tiempo de concebirlos ycriarlos, ya que, para haber llegado a esaposición, debe de haber trabajado siempre demanera inhumana.

El Jefe está de espaldas, detrás delescritorio. Unas nubes del humo de un puro seelevan siniestramente de su persona; a pesar deque está prohibido fumar, nadie se atreve arecordárselo. Wally, apelativo cariñoso de laprofesora Valeria Boschi, que es su ayudante yuna emanación directa de su genio, ha ocupado yasu puesto en la pole position, con un bolígrafo yunos folios en la mano, unas gafas dehipermétrope que agrandan desmesuradamentesus ojos y confieren a su mirada un aire

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endemoniado, un dedo de raya gris en el pelo yun vestidito de muselina tirando a verde de esosque estaban de moda cuando mi madre era joven.

El Jefe empieza a hablarnos de un casoaparentemente muy serio; se trata de laatribución de responsabilidades en un accidentede carretera mortal. Nos da a cada uno una tareaespecífica que desempeñar. Ambra se hace notarcon unas observaciones muy oportunas; siemprese comporta así, a pesar de que no es, desdeluego, un lince, sería capaz de vender hielo a losesquimales. Capto parte de lo que dice, porquemi mente vaga por otros derroteros: estoypensando en la llamada que Giulia recibió aqueldía, la que pude presenciar, y la exasperación quese percibía en su voz me inquieta. Me pregunto sino debería habérselo comentado a alguien, quizásea un detalle relevante.

—¿Usted qué opina, doctora Allevi? —mepregunta de repente el Supremo. Maldita sea, loha hecho a traición. La verdad es que no sé aciencia cierta lo que pienso, además ¿sobre qué?

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Estaba distraída.—Tal vez habría que recoger las células

epiteliales del airbag —sugiero cohibida.—Exacto, aunque no me parece una idea

muy original. Lo acaba de decir su colega. ¿Estáaquí de verdad o solo en apariencia? —dice contono severo; en la cara de Ambra, digna de unaestrella del porno, se dibuja una sonrisitamaligna.

Estoy harta de hacer el ridículo todos losdías, si bien es cierto que no le pongo remedio.

Al final de la reunión, la pérfida de Wallyme indica con un ademán que me acerque.

—La espero en mi despacho —dicerecalcando las sílabas, aunque sin elevardemasiado la voz.

No sé por qué, pero cada vez que alguien medice «tengo que hablar contigo» sientopalpitaciones.

Estoy tan absorta en mis pensamientosintentando imaginar el motivo por el que el GranSapo me ha convocado —circunstancia nada

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habitual, dado que, normalmente, se comportacomo si yo no existiese —que al final me quedosola en la sala; todos han salido ya y no tengo lamenor idea del tiempo que ha pasado desdeentonces.

Corre, Alice.Me dirijo apresuradamente al despacho de

Wally.Llamo a su puerta. La encuentro sentada al

escritorio con los brazos cruzados y el rostroinusualmente liberado de las gafas.

—Siéntese, doctora Allevi.—He venido lo antes posible —digo para

defenderme.—Siéntese.En el aire flota olor a tragedia.—¿Hay algún problema? —pregunto,

resignada y lista ya para una de sus chácharas.—Doctora Allevi, antes que nada quiero que

sepa que hablo en nombre de todos susprofesores. No estamos satisfechos con sutrabajo.

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El inicio altera ya mi sistema nervioso hastael punto de que mis ojos empiezan a brillardescontroladamente.

—Hemos puesto en marcha varias unidadesde investigación, pero usted no ha logradointegrarse en ninguna de ellas ni ha producidoningún resultado útil. —Agacho la cabeza sinsaber qué decir—. En lo que concierne a latécnica autóptica, he constatado que sigueestando muy retrasada. La semana pasada estuvo apunto de cortarse un dedo y de aplastar unencéfalo. Las dos cosas a la vez. Esperamosmucho más de una residente del segundo curso.

Mi orgullo, moribundo, encuentra, sinembargo, la fuerza suficiente para reaccionar:

—Con toda probabilidad, mejor dicho, sinlugar a dudas, puedo mejorar en mi trabajo. Ahorabien, lo que me resulta imposible es cargar conmás cosas. Es evidente que tengo unos límitesinsuperables. No obstante, seguiré su consejo.

Wally pone una expresión atroz.—No necesito mentiras obsequiosas. Si no

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está de acuerdo es porque no posee una solapizca de humildad y de sentido de autocrítica.

Pero ¡si soy la primera a la que tortura mimediocridad! Puede que tenga razón, quizá nohago lo que debería para superarme. Solo que haymaneras y maneras de decir las cosas. Se puedeusar un tono firme sin olvidar por ello lacomprensión humana. O se puede ser demoledory sádico. Como ella.

—Cuando hay que remangarse, no me echoatrás.

—Le pondré un ejemplo: el trabajo sobre lavirtopsia. Es la única de sus colegas que noparticipa en el proyecto.

La virtopsia es una autopsia virtual que serealiza a través de unos exámenes instrumentalesradiodiagnósticos. Una chulada, en opinión demuchos. El problema no es que no me guste, sinoque me asusta, igual que cualquier otra novedad.

—La verdad es que no me interesa mucho eltema —suelto sin querer. Mis palabras ladesbaratan.

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—No solo es ignorante, además espresuntuosa. —Dicho esto, me mira de maneracrítica y severa—. Doctora Allevi, yo..., mejordicho, hablo en nombre de todos..., queremosadvertírselo: si continúa así, no le quedará másremedio que repetir el curso. Tenemos ciertasresponsabilidades en lo que a usted concierne yno podemos permitir que las cosas sigan de estamanera.

Siento caer sobre mí una cascada de aguagélida. ¿Repetir el curso?

No hay nada más temible y trágico para unresidente.

No llores. Te lo ruego, no llores.Levántate.

—¡No estará hablando en serio! —le espeto,a todas luces fuera de control.

—¡Por supuesto que sí! —replica ella conuna sonrisa desafiante—. Le pondré un plazo: siantes del próximo trimestre no notamos algunamejora, sustanciosa, se lo advierto, perderá elcurso. Quiero que al final de cada semana deje

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aquí, en mi escritorio, un informe del trabajo queha realizado. En la próxima autopsia le meterépresión: al mínimo error seré implacable.¿Queda claro?

Como el agua.—Todo esto me parece... excesivo —digo

haciendo acopio de todas mis fuerzas.—Estas son las reglas. Su futuro está en sus

manos, no en las mías. Puede marcharse.Me siento como si me encontrara fuera de

mi cuerpo. Tengo la impresión de haber asistidoa una masacre y de no haber movido ni un dedopara impedirla. Regreso tambaleándome a midespacho, resuelta a ocultar todo a mis colegas,sobre todo a Ambra.

—¿Qué quería Wally? —me pregunta,chismosa como una portera.

—Nada de particular. Comentar un trabajoque le presenté.

Ambra arquea disimuladamente las cejascon expresión de incredulidad. Acto seguido sepone a trabajar de nuevo en el ordenador sin

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añadir palabra. Me siento en mi sitio aturdida yconfusa.

Por Dios y todos los santos. Cáspita.¡Coñooooooooo!

La situación es, y me quedo corta,dramática. Siempre he sabido que en esteInstituto, en este palacio de la tortura en el quepara sufrir todo tipo de abusos no solo hay queaprobar un concurso, sino que además hay quepagar las tasas anuales de matrícula, meconsideran una suerte de objeto ornamental.Siempre he sospechado que nadie sentía unaparticular consideración por mí, pero jamás,subrayo, jamás habría imaginado que mi finalestaba tan próximo.

Que a uno lo suspendan en el examen parapasar de un año a otro es algo inusual y,precisamente por ello, también espantosamentegrave. No recuerdo a nadie que haya sufrido unasuerte similar, y la idea de que me pueda ocurrira mí me deja sin aliento. Me va a dar un infarto.Me siento como el hombrecito del Grito de

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Munch, solo que, entre estas cuatro paredes, nisiquiera puedo dar un alarido.

Cuando uno está metido en la mierda hastalas orejas, debe tener la inteligencia suficientepara salir de ella.

Usa la cabeza. Tienes tres meses pararemediar la situación. Ya verás como no es tandifícil.

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I will survive

Frente a ciertos golpes, uno tiene dosalternativas: sobrevivir o sucumbir.

Yo sobrevivo.No repetiré curso, tan cierto como que me

llamo Alice Allevi, soy una distraída y me gustaJohnny Depp. No me convertiré en la leyenda delInstituto aunque para ello tenga que vender elalma al diablo.

Quizá me haya equivocado en todo hastaahora, pero tengo la posibilidad de remediarlo.

Puedes lograrlo, Alice. Puedes lograrlo,Alice. Puedes lograrlo, Alice. Puedes lograrlo,Alice.

Lo que me aplico esta mañana es unaespecie de entrenamiento autógeno que medesconcentra más de lo habitual, hasta el puntode que mientras bajo del metro corro el riesgo detropezar y de acabar mis días como Ana

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Karenina.Tras llegar al Instituto antes que los demás,

recorro el pavimento encerado de sus largospasillos, saboreo el silencio etéreo y observo elmobiliario austero y rico de historia.

Adoro este sitio y me gustaría permanecersiempre en él.

Es una sensación desgarradora, semejante ala que produce cualquier amor no correspondidodigno de ese nombre, y quizá jamás haya existidoun amor menos correspondido que el que sientopor el Instituto.

Asomada a una de las ventanas del pasillo,estoy tan ensimismada que no me doy cuenta deque hay alguien a mis espaldas.

—¿Alice? ¿Qué haces aquí a esta hora?Es Claudio.—Estaba despierta, ¿por qué esperar en

casa? Más bien, ¿qué haces tú?—¿Te has olvidado de que hoy hacemos la

autopsia de Giulia Valenti?¿Cómo podría olvidarlo? Lo estoy

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esperando desde el viernes por la noche.—¿Cuándo empiezas?—A las nueve, esté quien esté. Ah, Allevi, te

lo advierto: como te oiga soltar una de tushipótesis de ciencia ficción, te sacaré de la sala apatadas en el culo.

A las 8.50 estoy en el depósito.Extendida sobre el frío acero, la pobre

Giulia parece aún más delgada e indefensa.—El cadáver yace boca arriba sobre la mesa

anatómica. Viste una camisa blanca de algodón yuna falda de lana de cuadros escoceses. En laspiernas lleva unas medias de nailon de colornegro. Altura, ciento setenta y siete centímetros.Leve descomposición orgánica. —Como unauténtico profesional, Claudio dicta sus apuntes asu grabadora Olympus—. Livor mortis de colorrosa morado de segundo estado, difundido por lasuperficie posterior del tronco y de las

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extremidades superiores e inferiores. Rigidezválida y generalizada. No hay señales externas deputrefacción.

A continuación, los técnicos empiezan adesvestirla. Le cortan la falda y la camisa dejandoa la vista la ropa interior de color gris perla quellevaba la muerta. Claudio prosigue:

—En la región occipital, una ampliasolución de continuo, lineal, con márgenesquebrados intercalados de franjas de tejidos.

Claudio efectúa el examen externo ayudadopor Ambra, que actúa en calidad de colaboradorapersonal. Le tiende la regla para medir el tamañode las lesiones; saca varias fotografías; le pasa lasjeringuillas para extraer los líquidos biológicos.Encuentra material epidérmico bajo las uñas deGiulia, si bien en escasa cantidad; toma muestrasy, obviamente, anuncia que realizará su examengenético lo antes posible.

Observo a Claudio mientras efectúa elreconocimiento ginecológico a fin de averiguarsi hubo violencia sexual. Oigo que dicta a la

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grabadora que no hay huellas de agresión, peroque, antes de morir, Giulia mantuvo relacionessexuales consentidas.

—Dame una probeta para guardar el materialresidual, nunca se sabe —dice a Ambra, que hoyes, a todas luces, su ayudante del alma.

Apenas finaliza el examen externo, seprocede a efectuar la autopsia. Claudio realiza elcorte en forma de Y con el bisturí.

Está tan delgada que los tejidos se separancon facilidad. No logro mirarla como debería, esdecir, con los ojos de una residente que debeconsiderar cualquier cadáver como una simplefuente de aprendizaje. Me gustaría decirle aClaudio que vaya poco a poco, o que mantenga lamesa anatómica limpia, de manera que lacabellera resplandeciente de Giulia no se manchede sangre más de lo que ya lo está. Preferiría notener que asistir a esta autopsia, pero no soycapaz de dar ni un solo paso. Miro atontada lamano de Giulia, que cuelga a un lado de la mesa.Existe un extraño fenómeno que, al final, puede

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que solo sea simple inercia, en virtud del cual elhecho de mover un cadáver imprime a este unaespecie de fuerza que parece pertenecerle.Debido a ella, da la impresión de que el cuerpose mueve, se abandona, pero se trata de unailusión de una tristeza imborrable a la que,todavía hoy, no me he acostumbrado.

—Esto sí que es una sorpresa —oigo quedice Claudio.

Me acerco a la mesa anatómica y observo lalaringe que tiene entre las manos. Incluso yocomprendo a qué se refiere. Alzo la miradabuscando confirmación en la suya.

—¿Choque anafiláctico?—El edema de la glotis es relevante. La

herida en la cabeza, sin embargo, carece deimportancia: mira, es un simple surco en la piel,sin más. Más llamativo que esencial. Creo que sehirió al chocar contra el marco de la puertacuando perdió el conocimiento. Los pulmonespueden darnos la respuesta. Negri, ponte losguantes y eviscera los pulmones. Enseguida.

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Ambra obedece con celo, desempeña sutarea con sumo decoro.

—Edema pulmonar agudo —constataClaudio mirándolos atentamente—. ¿A qué sedebe, Nardelli?

—A la emanación descontrolada demediadores como la histamina, que conlleva unaumento de la permeabilidad capilar,vasodilatación con edema de las mucosas ehipotensión, broncoespasmo —se apresura adecir Lara.

—¿Y eso qué supone? —insiste Claudioseccionando él mismo los pulmones.

—Una combinación de shock y asfixia.—Muy bien, Nardelli. Te mereces seccionar

el corazón.—¿Eso quiere decir que no la mataron? —

pregunto.—Un caso puede ser interesante sin

necesidad de constituir un homicidio, Allevi —replica irónico en tanto que la Abeja Reina sonríepérfidamente.

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—Por supuesto, solo que el hecho de saberque nadie quiso hacerle daño me reconcilia conel mundo.

—En lo que a mí concierne, me irritamucho más pensar que murió de una manera tanbanal. A causa de una porquería que le estimulóel sistema inmunitario. Reflexiona, ¿no te parecemucho más insensato? —me pregunta Claudio.

—¿De verdad estás seguro de que no lamataron?

Claudio pone los ojos en blanco.—Por el momento carezco de los

elementos necesarios para pensar que haya sidoasí.

—¿Y las equimosis en los brazos? ¿Y elmaterial epidérmico que tiene bajo las uñas?

—Bueno, Alice, las equimosis pueden habersido causadas también por un golpe sinimportancia contra un mueble...

—Pero ¿no te sugieren nada? Esto es,alguien podría haberle hecho esos cardenales.¿Cuándo? ¿Quién?

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—Lo señalaré, claro está. Cuándo es asuntomío. Durante la inspección ocular pensé que sehabían producido ese mismo día, porque eranrosáceas. ¿Ahora pretendes que te diga tambiénquién se las hizo?

—¿Qué le produjo el shock? —le preguntocambiando de tema.

Claudio se encoge de hombros.—¿Quién sabe? Intentaremos averiguarlo

mediante la anamnesis y la investigacióntoxicológica.

—¿Y el contenido gástrico?Ambra me mira impaciente. Él me escruta

perplejo y casi ofendido, como si estuvieseintentando enseñarle su oficio. Claudio es unabuena persona, pero no tolera que nadie pongaobjeciones a su trabajo, exceptuando el Supremo.

—Estaba vacío, Allevi.—En ese caso no se trata de algo que

ingirió; de ser así, habríamos encontrado algúnrastro en el estómago.

—Exactamente, si bien no es evidente:

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depende de la sustancia en cuestión y de larapidez del vaciamiento gástrico.

—¿Tal vez la picadura de un insecto?—¿En casa? Además, ¿has visto alguna señal

de picadura? ¿Urticaria?—No —contesto desolada sacudiendo la

cabeza—. ¿La ingestión de algún fármaco? —sugiero incansable.

—Alice, me estás repitiendo ciegamentetodas las causas de la anafilaxis y no entiendocon qué objetivo.

—Pues para comprender lo que pudoocurrir.

Claudio exhala un suspiro mientras se quitalos guantes manchados de sangre.

—De acuerdo. Si fue un fármaco, losabremos gracias al análisis toxicológico.

Me acerco al cadáver para observarlo denuevo con todo detalle. En apariencia no hay nadanuevo. Sin embargo, algo se ha escapado a laatención de Claudio. Y a la mía.

Examino el cuello blanco de Giulia, sus

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brazos claros y rígidos.—¡Claudio!Se vuelve de golpe. Estaba diciendo alguna

porquería a la Abeja, que me mira iracunda porhaberle roto el hechizo.

—¿Qué ocurre?—¡Lo sabía! Mira esto.Casi invisible, imperceptible. Minúsculo

hasta el punto de parecer un pequeño lunar. Nome sorprende que nadie se haya percatado antes.

—La marca de un pinchazo de aguja —afirma él después de haber estudiado atentamentecon una lente de aumento el minúsculo agujero—. Aun así, me parece extraño. Abajo no hayequimosis. Coge un bisturí, Negri, tengo quecortar para ver si hay una infiltraciónhemorrágica. ¿Por qué debo hacerlo, Allevi?

—Para saber si se trata de una lesión que seprodujo en vida o con posterioridad a la muerte—me apresuro a responder.

—Muy bien. —Ambra le tiende el bisturí yél, tras titubear unos instantes, me lo tiende—.

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Considéralo un premio a tu tenacidad, Allevi.Corta.

Ambra palidece disgustada. Por una vez lecedería la gloria de buena gana.

No quiero tocarla.—Vamos, Alice, se está haciendo tarde —

insiste Claudio tras echar una rápida ojeada alreloj. Al constatar mi indecisión, me presiona—:Corta, Alice. Ahora.

Me demoro con el bisturí en la mano. Elcuerpo, martirizado por la autopsia, se encuentradelante de mí, a la espera, pero yo me he quedadoparalizada.

—Entiendo. No quieres —dice al final conuna punta de ternura en su tono severo—. Nosirves para este trabajo, Allevi —concluyebruscamente, al tiempo que coge el bisturí demis manos y efectúa una incisión en el brazo deGiulia, en la parte interior del codo—. Aquí está,el infiltrado hemorrágico.

—Se inyectó algo —murmura Ambrasumisa.

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—O le inyectaron algo. No encontramosnada durante la inspección —observo.

—Puede que le sacaran sangre sin más —añade Ambra.

—De ser así, debemos verificar ese dato. Encualquier caso, el análisis toxicológico seráconclusivo —asevera Claudio.

Lo único que puedo hacer por el momentoes marcharme. Debo olvidar a Giulia, dejar depensar en ella. Como si fuera tan fácil... Claudiome detiene.

—Allevi, lleva a los familiares de Valentilos efectos personales que le quitamos.Seguramente estarán fuera. Hay una pulsera quedebe de valer por lo menos cinco mil euros y noquiero tener problemas. Acuérdate de que firmenel formulario de entrega.

Claudio me da la bolsa de plástico quecontiene las pulseras de Giulia y los pendientesque llevaba puestos ese día. Es un procedimientorutinario, nada excepcional, pero su encargo meirrita porque siempre es desagradable tratar con

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los parientes de los difuntos. El impacto con eldolor no me va y esta es, precisamente, una de lasrazones por las que elegí la medicina forense.Cuando el cadáver yace sobre la mesa anatómica,el dolor ya ha pasado.

Meto la bolsa en el bolsillo de la bata y meencamino hacia la sala de espera, que seencuentra fuera del depósito. Allí hay una jovensentada en un banco, sola. Su pelo es de unindefinible color castaño con reflejos rojizos, ylo lleva recogido en una coleta. Lleva un traje dechaqueta marrón oscuro de tweed, y unospendientes de perlas en los lóbulos. Hay algo enella que me recuerda a los cuadrosprerrafaelistas. Ondea el tronco como suelenhacer los distónicos.

—Todo va bien. Todo va bien. No haocurrido nada. Todo va bien. Todo va bien.

Habla sola con la mirada perdida en el vacío.—¿Oiga? —la llamo acercándome a ella con

cautela—. ¿Necesita ayuda?—Giulia. Giulia. Pobre Giulia.

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La joven sacude la cabeza como si fueseincapaz de tranquilizarse. Tiene las manosentrelazadas sobre las rodillas. Al observarla medoy cuenta de que tiene un cardenal en una mano.

La joven se percata de que la estoyobservando con curiosidad e, instintivamente,retira la mano. Me mira con aire aterrorizado.

—¡Doriana! —grita una voz imponente y, atodas luces, crispada.

La joven se vuelve de golpe. A pesar de quela llamada no tiene nada que ver conmigo, mesiento más pequeña.

Alrededor de nosotras hay tres personas.Sus caras me resultan familiares y de inmediatocaigo en la cuenta de que las he visto en lasfotografías que están colgadas en las paredes dela habitación de Giulia.

La primera es una señora de cierta edad conel pelo color ratón recogido en un moño, el aireirreprensible de una aristócrata apergaminada, ylos dedos cubiertos de anillos y deformados porla artritis.

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El segundo es un joven de expresiónintransigente. Resulta bastante atractivo, pese aque cierta aspereza en los rasgos le restaencanto. Luce una trenca azul oscuro de estilopuramente británico.

La tercera es una joven que se parece muchoa Giulia, a todas luces mayor que ella y menosguapa, pero con una mirada que definiría comomagnética sin caer en la exageración.

—¿Qué haces, Doriana? —pregunta laseñora artrítica.

Doriana ni siquiera logra hablar como esdebido:

—Na-da.—¿Quién es esta señora? —pregunta

después la mujer dirigiéndose a mí.—Soy la doctora Alice Allevi, una de las

residentes del Instituto de Medicina Legal —contesto con desenvoltura—. Me he acercado aella porque..., bueno, da la impresión de que hasufrido un shock —le explico como si tuviese eldeber de hacerlo a la vez que miro a Doriana.

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—Muchas gracias —respondecordialmente, aunque con firmeza, el hombre,que debe de tener unos treinta años.

Me sonríe levemente, si bien de maneraseductora. Tiene unas ojeras muy marcadas queensombrecen su mirada, de por sí glacial.

—Levántate, Doriana —dice, por fin,rozando el hombro de la joven con una mezcla deprontitud e irritación—. Ponte los guantes —leordena como si fuese algo evidente.

Doriana se pone en pie. Camina con lamirada clavada en el suelo, evita la mía.

—Lo siento, me refiero a Giulia —digo.Acto seguido, asombrándome incluso a mímisma, añado—: La conocía.

La chica que se parece de manera increíble aGiulia alza los ojos, están empañados.

—¿De verdad? —pregunta con voz trémula.Asiento con la cabeza sintiendo que ocho

ojos me escrutan.—No muy bien, a decir verdad. En realidad

de forma muy superficial y casual.

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—Bueno, Giulia no era una persona fácil deolvidar —añade ella con tono quejumbroso.Tiene una voz baja, de contralto, muy sensual.

—Es cierto —asiento.Es todo tan doloroso...Será porque los ojos de la anciana están

próximos al llanto. O porque ese hombre, enapariencia gélido, tiene pintado en el rostro unsufrimiento tácito y extremo que domina con unadmirable autocontrol. O, sencillamente, porqueGiulia, tan joven, tan hermosa todavía, no tardaráen verse resquebrajada por el horror queconsume a todos los cadáveres sin que nadiepueda remediarlo. Tarde o temprano, de ella soloquedarán los huesos; tarde o temprano caerá en elolvido.

Un silencio cargado de exasperación llena lasala. Me siento incómoda y comprendo que hallegado el momento de marcharme.

Poco antes de dejarlos de nuevo solos mepercato de que Doriana se masajea la mano ymira al hombre buscando un consuelo en sus ojos

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que, sin embargo, no llega.Me despido, pero ellos casi no se dan

cuenta.Cuando llego al depósito recuerdo el

encargo de Claudio: las joyas de Giulia siguen enmi bolsillo. ¡Mierda! ¿Cómo he podidoolvidarme?

Regreso a toda prisa a la sala con laesperanza de encontrarlos todavía allí.

Como no podía ser menos, y en línea con lamala suerte que se ceba sobre mí a todas horas,se han marchado ya.

—¿Has hecho lo que te dije? —preguntaClaudio alzando los ojos del formulario dedenuncia de las causas de la muerte que estácumplimentando con su nítida caligrafía.

Oh, no. Y ahora ¿qué hago?—Claudio, yo... fui a verlos con la intención

de entregarles la bolsita, pero luego, no sé cómo,nos pusimos a hablar y charlé por los codos conellos, de manera que, al final, me olvidé dedársela.

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Claudio da una palmada en la mesa.—Coño, Allevi, no puedes ser tan distraída.—Lo siento, Claudio, de verdad.—Luego me explicarás qué puedo hacer con

tus disculpas, que, francamente, no sirven paranada. Te agradecería que, en lugar de eso,buscaras una solución.

—¿Cómo?—Encuentra un número de teléfono, lo que

sea. Ocúpate tú y no me hagas perder tiempo. Laresponsabilidad es tuya.

Sentada en el silloncito de la secretaría, conel estrépito de la lluvia como ruido de fondo,deslizo el dedo por el listín telefónico buscandoel apellido Valenti sin saber muy bien el fin quepersigo con ello. Hay un montón y cada uno deellos podría ser pariente de Giulia.

Creo que hoy no lograré nada. Ya pensarémañana en ello.

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Algo más tarde me hundo en el sofá de mi casacon el mando del televisor en una mano y unpaquete de Oreo en la otra.

Escucho la televisión con vago interés.«Prosigue la investigación sobre la muerte

de la estudiante Giulia Valenti. Todavía sedesconocen las causas de su fallecimiento; por elmomento parece imposible excluir que se tratasede un homicidio, si bien parece probable lahipótesis de un accidente. Se esperan losresultados de la autopsia. Esta mañana losencargados de la investigación han interrogado alos familiares y a algunos amigos. Tras quedarsehuérfanas a temprana edad, las hermanas Giulia,de veintitrés años, y Bianca Valenti, deveintiocho, se criaron con sus tíos maternos.Corrado de Andreis, tío de la víctima, era unfamoso miembro de Democracia Cristiana quefue elegido en varias ocasiones diputado en losaños setenta. Fallecido en 2001, sus ambicionespolíticas reviven ahora en su hijo Jacopo, unjoven y prometedor abogado especialista en

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Derecho Penal. Jacopo de Andreis, portavoz de lafamilia, se ha negado a hacer declaraciones».

Perfecto, ya sé a quién debo buscar.

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Bianca

—Buenos días, soy la doctora Alice Allevi.Quisiera hablar con el abogado De Andreis.

—No se retire —responde una secretariacon tono áspero. Acompañados de las notas de laPrimavera de Vivaldi, los segundos transcurrenlentamente, se transforman en minutos. Esperotanto que al final cuelgo y llamo de nuevo.

—Disculpe, soy otra vez Alice Allevi...—Un instante —me interrumpe la misma

secretaria de antes.Vuelve a sonar la misma música, solo que

esta vez, por suerte, la espera es más breve.—¿Sí? —pregunta una voz con tono irritado.—Disculpe si le molesto, abogado.—¿Con quién hablo?—Soy la doctora Allevi, del Instituto de

Medicina Legal.—Ah —contesta secamente—. ¿Hay algún

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problema?—Esto, la verdad es que no es exactamente

un problema..., sino más bien una molestia.Alguien debería venir al Instituto para recoger losefectos personales de Giulia que hemosrecuperado durante la autopsia.

—Bueno, eso no será difícil. ¿La personaque vaya debe preguntar por usted?

—Sí, los tengo yo.—Repítame su nombre, por favor.—Alice.El embarazoso silencio que se produce a

continuación me da entender que espera algomás.

—Oh, perdone. Allevi. Alice Allevi —meapresuro a añadir.

—De acuerdo, mañana por la mañana pasaráalguien de la familia a por ellos.

Estoy en mi despacho redactando con Lara el

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informe de una autopsia cuando un tímido golpeen la puerta nos distrae del dilema en que noshemos sumido: ¿la tonalidad de una equimosis esviolácea o más bien azulada?

—¡Adelante!Un rostro parecido al de Giulia, pero más

vivo y expresivo, se asoma por la puerta.—Estoy buscando a la doctora Allevi... ¿Es

usted? —me pregunta. Asiento con la cabeza, altiempo que le sonrío con simpatía—. Soy BiancaValenti. Nos vimos ayer —añade, como sitemiese que no la hubiese reconocido.

—Entre, se lo ruego —la invitolevantándome de la silla.

Bianca avanza con un paso elegante yfemenino, no parece turbada por la angustia que,a buen seguro, siente. Tiene los ojos de unapersona insomne. Luce un abrigo de cachemiraazul oscuro que oscurece levemente su figura, ylleva su melena larga recogida en una coletaapretada. Es muy alta o, en cualquier caso, es másalta que Lara y yo.

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Abro el cajón cerrado con llave en el queguardé las joyas de Giulia y me acerco a ella paradárselas.

Tímidamente, Bianca las coge de mis manosy parece estremecerse.

—Dios mío —susurra retrocediendo. Laslágrimas le saltan a los ojos—. Estas pulseras...—murmura con la voz quebrada por un sollozo.

—¿Quiere sentarse? —le pregunto al verque palidece.

—¿Quiere un vaso de agua? —intervieneLara frunciendo el ceño.

—Sí, gracias —responde Bianca tras unossegundos de vacilación.

Le acerco una silla —el silloncito de Ambraha desaparecido hoy por arte de magia —en tantoque Lara baja a toda prisa para buscar el agua.

—Disculpe. El problema es que tengo laimpresión de que los recuerdos de ella viva, delas dos, caen continuamente sobre mí y yo... notengo fuerzas para soportarlo, ¿me entiende? Nopuedo.

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—La comprendo, no se preocupe.Bianca saca las pulseras de la bolsa de

plástico y las aprieta con los dedos.—Nuestros tíos se las regalaron cuando

cumplió dieciocho años. Giulia no se las quitabanunca. No dejaba de decirle que eran unas joyasdemasiado valiosas para llevarlas a diario; pero,al igual que hacía con la mayor parte de misconsejos, ignoraba lo que le decía. Esta lacompró en un puesto en Sicilia, durante unasvacaciones, hace dos años. Está como nueva, esincreíble. Es una pulsera de los deseos. ¡A sabercuál pediría cuando la eligió!

Es evidente que Bianca tiene necesidad dehablar y, a pesar de que me siento incómoda, nooso interrumpirla.

—Doctora... Perdone, no querría... Esto...Yo... Me gustaría preguntarle de qué murió mihermana. ¿Cree que pueden haberla asesinado?He visto las fotografías: el charco de sangre en elque la encontraron... Y el inspector encargado dela investigación se va siempre por las ramas.

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—Yo... debo respetar el secretoprofesional, lo siento. No obstante, ¿puedopreguntarle si su hermana era alérgica a algo?

Bianca abre desmesuradamente los ojos,grandes y espléndidos, incluso cuando estántransidos de dolor.

—Disculpe. Sé que debería tener pacienciay solo ahora me doy cuenta de que me hecomportado como una auténtica maleducada. Esobvio que usted no puede contestar a mipregunta. Sin embargo, responderé a la suya...Giulia era alérgica a un montón de cosas. Eraasmática y en más de una ocasión estuvo a puntode morir por anafilaxia. ¿Puedo preguntarle sicree que esa puede haber sido la causa de sufallecimiento?

—Es posible —admito, a la vez que intentodar por zanjado el asunto.

Bianca suspira ruidosamente. El regreso deLara pone fin al interrogatorio.

—Muchas gracias. Han sido ustedes muyamables. —Tiende el vaso vacío a Lara y le

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vuelve a dar las gracias. A continuación se dirigea mí—: De manera que usted conoció a Giuliapoco antes de su... muerte.

—Fue una coincidencia terrible.Lara me mira atónita.—¿De verdad, Alice?Les cuento a grandes rasgos el breve

encuentro con Giulia. Lara parece impresionadapor la casualidad; Bianca siente curiosidad porsaber todos los detalles.

—¿Le pareció alterada, preocupada? Pero,sobre todo, ¿se lo ha comentado a la policía?

—Sí, a decir verdad parecía un pocoinquieta. No, todavía no se lo he dicho, pero leprometo que lo haré.

Bianca exhala de nuevo un suspiro, como sino lograse contenerse. En apariencia no tieneningún deseo de concluir la visita. Su miradasombría se posa sobre mí.

—Hágalo, se lo ruego. Quizá se trate dealgo importante.

—Se lo prometo.

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—Esa sangre... No consigo olvidarla —diceen voz baja—. Lo primero que pensé fue que lahabían matado.

—¿Por qué le enseñaron las fotografías?Fue contraproducente para usted.

—Me empeñé en verlas. No pudieronimpedírmelo.

—Bianca, creo que puedo decirle esto sinviolar el secreto de la investigación —digo—. Lasangre procede de una pequeña herida que suhermana tenía en la cabeza que, sin embargo,carece de relevancia; no fue, desde luego, lacausa de la muerte. No guarda ninguna relacióncon ella. Con toda probabilidad, Giulia seprodujo esa herida cuando se desplomó al suelo,después de haber perdido el conocimiento.

Lara me mira espantada.—Tengo que hablar contigo, Alice —

interviene con un tono que intenta ser indiferentesin lograrlo.

—Perdonen, ustedes tienen que trabajar yyo... me he entretenido y las estoy molestando.

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Les ruego que me disculpen.—No nos ha causado ninguna molestia, de

verdad —le explico solícita.—En cualquier caso, será mejor que me

vaya. Acuérdese de hablar con el inspectorCalligaris, doctora; es el encargado de lainvestigación.

Bianca se pone en pie con una sonrisaindecisa en su bonita cara pálida. Primero metiende la mano a mí, y luego a Lara.

—Alice... —dice después, con su mano depiel tersa apoyada ya en el picaporte de la puerta—. En caso de que tuviese... En fin, si necesitoalguna aclaración, ¿puedo ponerme en contactocon usted?

Respondo de manera instintiva y conexcesiva cortesía:

—Faltaría más.Apenas se cierra la puerta y el taconeo que

retumba en el suelo se oye cada vez menos, Larame mira iracunda a la vez que enarca una ceja.

—Eres de una superficialidad única. ¿Cómo

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has podido decirle algo sobre la autopsia? SiClaudio se entera...

—No se enterará —replico despreocupada.—No seré yo quien se lo cuente, puedes

estar segura; ahora bien, nunca se sabe. Esa chicano deja de ser una desconocida y se encuentra, atodas luces, bajo los efectos de una fuerteimpresión. No me sorprendería que volviese abuscarte con cualquier pretexto para sonsacarteinformación.

—Está muy alterada por la sangre que vio enlas fotografías. Es comprensible.

—De acuerdo, pero aun así no me parececonveniente intimar con los parientes de losdifuntos. Hasta el Jefe lo repite una y otra vez.

—¿Desde cuándo el Supremo tiene corazóno algo que remotamente se le parezca? —lepregunto.

Lara sacude la cabeza con energía.—En ese aspecto falla, lo reconozco, pero

en lo otro tiene razón —replica secamente—.¿Tienes algo que hacer esta noche? —pregunta a

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continuación, cambiando de tema.—Nada de particular. Yukino va a hacer

onigiri.—¿Esas cosas que se ven en los dibujos

animados?—Sí.—¿Crees que le molestará si me uno a

vosotras?

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Those who are dead are notdead, they’re just living inmy head

El día anterior a la muerte de Giulia la oí hablarpor teléfono.

Claudio alza la mirada estupefacto. Estamosen su despacho trabajando en un caso que llevaretraso. Hace casi una semana que Giuliafalleció.

—Ciertas cosas ni siquiera suceden en latelevisión —comenta Claudio escupiendo unchicle en la papelera.

—Pero esta me ocurrió a mí.—Porque eres un imán para las desgracias.

Debes decírselo a la policía, estás obligada.—Sí, lo sé. He esperado demasiado. —

Mientras lo digo, casi me siento culpable haciaBianca Valenti—. A propósito, Claudio... Tengo

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que decirte una cosa, pero antes quiero que meprometas que no me tomarás el pelo.

—¿Otra?—Sí. También tiene que ver con Giulia

Valenti. Cuando salía del depósito ayer por lanoche, vi a una chica, una pariente o, quizá, unaamiga de la muerta. Estaba fuera de sí y... No sé,por alguna razón parecía sospechosa.

—Cosas de tu fantasía galopante.—¿No me crees? ¿Me consideras tan poco

fiable?Claudio se enfurruña.—No, no —replica—, pero no es creíble.—Hazme caso, Claudio. ¿Y si se hubieran

inyectado algo juntas? Tenía un cardenal en lamano que podría ser debido a un pinchazo o acualquier otra cosa, a saber.

—Aun en el caso de que fuese así, noentiendo tu interés.

—¿Y si no hubiese sido un accidente?—Nunca me cansaré de decir que CSI ha

echado a perder a varias generaciones.

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—Deja ya de bromear, estoy hablando enserio.

—Por desgracia, lo he entendido. Escucha,Alice. Las heridas que viste pueden ser casuales.Fue un accidente y no un homicidio.

Pocas sensaciones son tan frustrantes ydeprimentes como la de notar que uno apenascuenta profesionalmente para una persona queestima tanto como yo estimo a Claudio.

—No te fías de mí, ¿verdad, Claudio?Él me dirige una mirada poco menos que

afligida.—Todavía te falta experiencia. Puedes

cometer errores. Es normal.—De acuerdo, pero ¿crees que tengo

talento? ¿Potencialidades? —le pregunto con unafranqueza que jamás he tenido el valor demostrarle—. Necesito saberlo. Necesito creerque, a pesar de todos mis errores y, pese a todaslas ocasiones en que me siento inadecuada parauna profesión que adoro y que me supera, puedosalir adelante. Me refiero a convertirme en una

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buena forense.A todas luces desarmado, me acaricia

ligeramente una mejilla y me mira conincertidumbre. Noto que le gustaría decir algopositivo, pero no sabe si es conveniente.

—¿Claudio?Esboza una ligera sonrisa y, por unos

instantes, da la impresión de perder algo delcinismo que lo caracteriza. Sus ojos se colmande empatía, hecho equiparable a un tormento.

—Los médicos forenses no necesitan tenerun talento especial. Todo se puede aprender ytú... puedes hacerlo. Ven —dice, por fin,cogiéndome una mano—. Hablaremos conAnceschi. Conoce al inspector Calligaris, elresponsable de la investigación del caso Valenti.

Acto seguido llama a la puerta de Anceschiy le explica sucintamente la situación. Anceschi,haciendo gala de su legendaria flema, no parecenada turbado.

—Puede hablar tranquilamente con RobertoCalligaris. Es un querido amigo. Lo llamaré y lo

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pondré en antecedentes. Cuando se presente, digaque va de mi parte, ¿de acuerdo?

Anceschi parece tener cierta prisa pordeshacerse de mí, de manera que no tardo enencontrarme fuera de su despacho. Excitada porla humanidad que irradia en ese momento, se meescapa un ruego.

—¿Me acompañas, Claudio?—No —contesta secamente.—Qué imbécil eres, ¿por qué no?—Porque no, tengo cosas mejores que

hacer.—¡Anda!Claudio suspira ruidosamente y pone los

ojos en blanco.—Debes quitarte ese vicio que tienes de

enternecerme, Allevi.—De vez en cuando no te viene mal un poco

de ternura. Te humaniza un poco.Claudio asiente con la cabeza sin demasiada

convicción; recupera las llaves del coche de labandeja de Hermes que hay en su despacho —por

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lo visto, se trata de un regalo de una amantesuperior a él, una famosa magistrada —y me llevacon su SLK, con los asientos de piel. En la radioreconozco So lonely, de Police.

—Te espero en el coche, ¿OK? —me diceal llegar, mientras desabrocha el cinturón deseguridad con evidente desinterés.

—No..., no pretendía que hicieses dechófer. Habría podido coger un taxi. Necesito tuapoyo moral.

—Allevi, eres peor que las plagas de Egipto.Haz lo que tengas que hacer e intenta ser rápida,te lo suplico, porque no dispongo de toda latarde.

—Eres todo un caballero, Claudio —murmuro con tristeza dando un golpe a laventanilla.

—Comprendo —masculla por fin, y apaga elmotor y se apea del coche con aire irritado.

Sé que, con frecuencia, resulta insoportable,porque su brusquedad puede rayar en la malaeducación. Pero se trata de Claudio y no hay

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nadie en el Instituto por el que sienta un afectosimilar.

Uno de los colaboradores de Calligaris nosconduce a su despacho. Nos invita a entrar en él;el ambiente es caótico y apesta a humo rancio.

Roberto Calligaris es un tipo anónimo, conentradas en las sienes y delgado. Luce una camisablanca con una corbatita negra, triste a más nopoder, y tiene la típica cara del hombre al que lehuele el aliento.

—La envía Giorgio Anceschi, ¿meequivoco? ¿La doctora Alice Allevi?

—En persona —respondo un tanto agitada.—Doctor Conforti, veo que también ha

venido —dice acto seguido dirigiéndose aClaudio, que es el vivo retrato de la irritación. Dehecho, se limita a responderle con un ademán.

—Giorgio me ha dicho que desea hablarmedel caso Valenti —explica Calligaris a

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continuación mirándome a los ojos.—Eso es.—Tomen asiento, por favor —nos invita, en

tanto que Claudio mira el reloj dejando entreverque tiene mucha prisa. Si lo que pretende es pasarpor arrogante, no puede hacerlo mejor.

Calligaris tose y me dirige una sonrisaamistosa.

—Veamos, doctora, ¿en qué puedoayudarla? —pregunta.

Le cuento con pelos y señales laconversación telefónica de Giulia. Calligaris meescucha con suma atención.

—De manera que, por lo que veo, fue unaconversación bastante breve —comenta.

—Bueno, no estoy del todo segura. Elfragmento que oí sí que lo fue.

—¿Diría que, por el tono en que hablaba, laseñora Valenti estaba irritada?

—Más bien estaba exasperada.—¿Agresiva también?—¿Agresiva? Sí, un poco. Le repito que,

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sobre todo, transmitía sufrimiento.—¿Y no oyó ningún nombre, ninguna

referencia especial?—Exceptuando el sexo del interlocutor,

nada más. Se lo habría dicho ya, ¿no le parece?—He de reconocer que es una coincidencia

inquietante —comenta cabeceando perplejo.—¿En qué sentido? —pregunta Claudio con

la voz ligeramente alterada.—¿Le parece algo creíble, doctor Conforti?

Me refiero a conocer casualmente a una chica yal día siguiente encontrársela en la sala dedisección, y además, por si fuera poco, despuésde haber oído una conversación telefónicacuando menos preocupante. El caso Valenti estámovilizando a los mitómanos, por lo quedebemos analizar los testimonios que recibimoscon gran prudencia.

—¿Está sugiriendo que soy una mitómana?—le pregunto asombrada.

—Solo hago mi trabajo, no tengo nadapersonal contra usted.

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—Vámonos —dice bruscamente Claudio.—No es necesario alterarse, doctor

Conforti. Además debo redactar el acta de ladeclaración.

—No hay ningún problema, Claudio —contesto sencillamente ignorando a Calligaris.

—No pretendía ofenderla, doctora Allevi;hablo en serio. Dudar forma parte de mi oficio.Aun así, iré hasta el fondo, se lo garantizo.

Redactar el acta no le lleva demasiadotiempo. Cuando termina firmo la hojamecanografiada.

—Muchas gracias, doctora —concluyeCalligaris con suma cortesía.

—De nada.El inspector mete el acta en una carpeta y

hace ademán de despedirse, pero yo lointerrumpo de improviso.

—Doctor Calligaris —digo. Claudio meobserva intrigado—, creo que no debería pasarpor alto esa llamada telefónica, es muyimportante.

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—Por supuesto, doctora.Bajo la mirada con la vaga sensación de que

me falta algo. Claudio se despide de Calligariscon la profesionalidad que ni siquiera loabandona cuando va al cuarto de baño, y meacompaña fuera del despacho.

—Cretino —comenta desdeñoso mientrasdescendemos la escalera del edificio—. Menosmal que no le has dicho nada de las lesiones queaseguras haber visto en el cuerpo de la otra chica.

—Quizá tenga razón. Debe ser prudente. Asaber cuántos avisos falsos recibe. Me gustaríatrabajar en la policía.

—Ya me he dado cuenta.—¿Y a ti?—No, gracias —contesta reluctante.—Me olvidaba de que eres el gran heredero

del Supremo.—Ja, ja.—Claudio —digo apretando la mano que

tiene apoyada en el cambio de marchas—, graciaspor haberme acompañado. Era importante.

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Me guiña un ojo con una sonrisa cordial,inusual en su rostro intenso y consciente de subelleza.

—De nada. No permitas que te hundan,Allevi. Eres una pequeña bruja entrometida, perotienes pasión, y si hay algo que todo buen forensenecesita es precisamente eso.

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La belleza inconsciente

Estoy leyendo un libro, tirada en el sofá, cuandosuena el móvil y veo alarmada que se trata deMarco. No sabía que tenía mi número deteléfono.

—¿Marco? ¿Ha ocurrido algo?—No, no. Tranquila —responde con dulzura

—. No quería molestarte.—No me molestas, solo que me sorprende,

porque nunca me llamas.—Hoy tengo un buen motivo para hacerlo.

Me gustaría invitarte a una exposición. Está muybien, ¿sabes? Yo también expongo algunasobras... ¿Te apetece? —me comunica con lagracia infantil de los duendes.

—Una invitación last minute, Marco...—Tienes razón... Disculpa, te habría

llamado antes, pero se me olvidó. No te hagas derogar, venga. ¿Vienes o no?

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—¡Por supuesto que voy! —exclamorecuperándome de mi inmenso cansancio.

Quizá Marco no esperaba que aceptase lainvitación, pero lo cierto es que no me perderíapor nada en el mundo la exhibición fotográfica demi misterioso hermanito.

—¿Puedo ir con Silvia? —pregunto.Silvia Barni, abogada. Mi compañera de

pupitre desde el primer día de escuela primaria.Tiene un coeficiente intelectual que me hacesentirme una inepta. Pese a ello, asegura que suaguda inteligencia es la causa de su soledad.

—Por supuesto. La verdad es que megustaría invitar también a Alessandra.

Alessandra Moranti es una magníficapediatra, además de mi colega de estudios detoda la vida; inexplicablemente, le gusta mihermano. En una ocasión colaboraron en unproyecto de payasos en hospitales-Marco realizóel cartel —y sé —por ella, claro está— quesimpatizaron, si bien nunca se llegó a producir undesenlace digno de ese nombre.

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—No me lo explico —me dijo en su díaAlessandra.

—Esto, Ale..., tengo la sospecha de que aMarco no le interesan las mujeres —le confesé.

—No, te equivocas —replicó—. Tengo unsexto sentido para estas cosas. No eshomosexual. Lo único que ocurre es que no legusto.

No quise ahondar en el tema.—Por desgracia ya no tengo su número —

prosigue mi hermano.—Se lo diré yo, no te preocupes.—No, prefiero hacerlo yo personalmente.—Lo siento, Marco, en su día perdiste la

ocasión que tenías con Alessandra.Ni que decir tiene que jamás he creído que

Alessandra pudiese interesarle.—En realidad nunca se produjo tal ocasión.

Pero da igual, no la invito para ligar con ella.—Marco, ¿puedo preguntarte si tienes

novia? ¡Es tan raro que no sepamos nada de ti!Marco enmudece. No parece haber recibido

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con entusiasmo mi tono jovial.—No, no tengo novia —responde al cabo de

unos segundos. Y añade—: Lo que tengo es prisa,Alice. ¿Me das su número? ¿Sí o no?

A las ocho en punto me encuentro en compañíade Yukino y de un taxista de Foggia en la puertade la casa de Silvia, que, con toda probabilidad,todavía no ha acabado de arreglarse. De hecho,baja veinte minutos después. Yo estoy furibunday Alessandra, convencida de que la invitaciónoculta un posible interés, me ha llamado yamedia docena de veces.

Glamurosa a más no poder, con su cabelleracobriza cayendo como un manto de seda sobre laestola de cebra de Dior, se sienta a mi ladoemanando ráfagas de Samsarade Guerlain.

—Podías haberte molestado en ponerte algomás elegante, Alice. ¿No sabes que los eventosartísticos son los más chic? No se parecen en

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nada a esas fiestas tan tristes que organizáis losmédicos —dice desdeñosa—. En estas veladasparticipa gente para la que ostentar su estatusequivale a ir al estadio para los hooligans. Setrata de personas acaudaladas y deseosas demalgastar su dinero con la excusa de queentienden de arte. Si quieres saber mi opinión, elarte no existe. Murió con el Renacimiento.

—Ignorante.—Tengo razón, y tú lo sabes. En cualquier

caso, no se lo diré a Marco, no te preocupes.Pasamos a recoger a una encolerizada

Alessandra, que ignora abiertamente a Silvia. Alfinal, llegamos a nuestro destino.

Por la galería —inspirada a todas luces en laarquitectura neoclásica —pulula un públicointelectual y esnob que se siente por encima de lamezquindad terrenal, pero que, pese a ello, noresiste la tentación de comprar vestidos deArmani. Disertan sobre el arte con el mismotono sabihondo con el que Negri della Vallehabla de virtopsia, y ya solo por eso me resultan

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insoportables. En cambio, Yukino se siente a susanchas: su nacionalidad atrae a muchas personasy a ella le encanta entablar nuevas amistades.Silvia y Alessandra, por el contrario, charlancomo dos viejas amigas —ellas, que no seaguantan— con tal de no parecer solas ydesafortunadas.

Como música de fondo me parecereconocer las melodías de Thelonious Monk.

La galería está dividida en varios pisos ysectores; dado que no me interesanparticularmente los artistas que exponen, medirijo hacia la zona reservada a las obras deMarco.

Ahí están, colgadas de las paredes a modode laberinto, las famosas fotografíasconceptuales de mi hermano, que veo porprimera vez. Una hoja de color rojo otoño sobreel asfalto; un mendigo dormido en un banco conun sombrero de vaquero sobre su cabeza gris; losreflejos iridiscentes de una gota captada con elzoom. El surtido es de lo más variado, sin lugar a

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dudas no se puede decir que Marco seamonotemático.

Y, entre las imágenes, una en especial: lamenos bonita, objetivamente; se trata de miretrato, para el que no estaba preparada.

La sorpresa es tal que lo miro con cautela.El letrero que hay debajo recita: La bellezainconsciente.

Es una fotografía de hace varios años; mehabía quedado dormida en el jardín con un libroentre las manos, que había apoyado en el pecho.Las sombras hábilmente matizadas con las luces,mis rasgos nítidos; el cielo turquesa es la únicanota de color en un cuadro blanco y negro.

Puede que mi vida sea un desastre, perotengo un hermano que es un fuera de serie.

Mientras observo atontada la fotografía,Marco se acerca a mí y me rodea los hombroscon un brazo. Viste de negro de pies a cabeza.Dios mío, qué delgado está. Y qué atractivo es.La verdad es que es una persona increíblementeespecial.

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—Marco..., estoy tan... ¡conmovida! ¡Québueno eres! Y esta fotografía es..., no encuentrolas palabras... —Mi voz se quiebra con laemoción. Marco me acaricia una mejilla condulzura.

—Temía que te enfadases; quizá habríadebido pedirte permiso...

—¡No! Ha sido una sorpresa magnífica, hasllenado de significado un momento banal. Es undon maravilloso. Estoy orgullosa de ti.

Sus mejillas diáfanas se tiñen levemente derosa.

—Me alegro de que hayas venido y de que tegusten mis fotografías.

—Quiero esta.—Te haré una copia, y otra para nuestra

madre; le ha encantado.Contoneándose como una gatita, Alessandra

se acerca a nosotros.—Marco —murmura con un tono que

intenta ser seductor—, te superas cada vez. Tusfotos han madurado mucho en los últimos años.

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—Gracias, Ale, eres muy amable.—Me gustaría comprar la que se llama

Bellayl; quedará preciosa en mi dormitorio.—Si quieres te la regalo.Los dejo solos, quizá sea el inicio de algo,

nunca se sabe, y paso el resto de la veladadeambulando por mi cuenta. Alessandra hacetodo lo que puede para llamar la atención deMarco; Silvia ostenta sus profundas reflexionessobre el conceptualismo del arte contemporáneo;Yukino está rodeada de una nube de intelectualescon los que conversa sobre literatura japonesa.

Tras examinar todas las fotografías llego ala conclusión de que la que más me gusta es Labelleza inconsciente.

La imagen representa mi transformaciónpersonal. Incluso una perdedora como yo sepuede convertir en un objeto artístico. Y ello apesar de que, para comprender que soy yo, hayque mirarla con suma atención; pero la cuestiónno es esa. El valor artístico radica en la gracia dela escena.

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Un desconocido en vena de abordajeinterrumpe el hilo de mis pensamientos.

—¿Es usted la chica de la foto? —preguntauna voz a mis espaldas. Me vuelvo de golpe.

La voz, más bien grave, un tanto ronca,extremadamente turbadora y con un leve acentoanglosajón, pertenece a un ejemplar alto yenérgico del sexo masculino de alrededor detreinta años que se asemeja a mi personaliconografía del hombre que acaba de pasar unlargo día navegando a bordo de un velero por unaregión soleada y ventosa. De hecho, su pelo,claro y ondulado, aparece desgreñado, a pesar delo cual su apariencia no es en absoluto la de unapersona descuidada. La piel es de color ámbar yde aspecto sano, y la camisa blanca que luceremangada por encima del codo exalta su levetono dorado. Sus manos son bonitas, pese a quelleva las uñas demasiado cortas. Los ojos, decolor azul intenso y coronados por dos cejasclaras y espesas, una de las cuales está atravesadapor una pequeña cicatriz, irradian cierta

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autocomplacencia. En una de las muñecas luceuna llamativa pulsera de ébano que evocahistorias remotas. Y lo cierto es que, en general,parece encontrarse muy lejos de mí.

—Sí —contesto desenvuelta.—Estaba muy relajada —observa.—Es probable. La verdad es que no me

acuerdo. Es una foto robada.—De hecho, las imágenes robadas son las

más interesantes —comenta el desconocido—.¿Le gusta leer? —pregunta señalando el libro.Veo que se acerca a la fotografía y fuerza la vistaintentando leer el título del libro.

Mierda, no se me había ocurrido. Dio mío,te ruego que no sea una de las noveluchasrománticas que leía de cuando en cuando. Labelleza inconsciente no puede habermeinmortalizado mientras leía Prisionera de amor.Todavía hay alguien que me considera unaintelectual.

—¿Por qué a los hombres les gustan lascapullas? —recita el desconocido con una punta

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de ironía en la voz.Suelto una carcajada.—Fue una lectura muy instructiva —explico

recuperando la compostura.—¿Y entendió por qué a los hombres les

gustan las capullas?Él también sonríe, de forma abierta, que

inspira confianza.—La verdad es que solo sirvió para

confirmar lo que ya pensaba. ¿Qué opina usted,como representante de esa categoría? —preguntoinclinando la cabeza pensativa.

—Pues que vale lo mismo para las mujeres.Touché. El desconocido da un sorbo a su

mojito y me sonríe de nuevo.—¿Quién le sacó la fotografía? —pregunta

mirándome intensamente a los ojos.—Mi hermano. Parte de las obras que se

exponen hoy son suyas. Marco Allevi —explicoorgullosa—. A propósito, me llamo Alice —añado tendiéndole la mano.

—Arthur Malcomess —contesta

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alargándome la suya.—¿Malcomess? —pregunto frunciendo el

ceño—. ¡Caramba! Como el gilipollas de mi jefe.Sé de sobra que el comentario no ha sido, lo

que se dice, de buen gusto, pero me he pasadocon los mojitos y me siento ligeramentedesinhibida.

Él arquea las cejas.—¿Paul Malcomess?—Sí —contesto.El corazón me late a toda velocidad. ¿Cómo

he podido ser tan estúpida? No creo que en Romahaya muchos Malcomess... Ahora resultará queson parientes.

—¿Se refiere a Paul Malcomess, elforense?

—Sí —asiento con un hilo de voz.En el rostro de Arthur Malcomess se dibuja

una sonrisa maliciosa.—Es mi padre —responde afablemente. Por

el tono, no parece haberse ofendido.Mierda. Mierda. Mierda.

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Siento las mejillas encendidas. Me llevoinstintivamente las manos a la frente y apelo a losrestos de mi dignidad para no romper a llorar.

—No te preocupes —susurra élacariciándome levemente la cabeza con unasmaneras que parecen manifestar su capacidad, encaso de que así lo desee, de ser amable de formadelicada y viril a la vez—. Si he de ser franco, amí también me parece un capullo.

No logro mirarlo a los ojos. El mundo esinjusto. Es inadmisible. Conozco a un tíoestupendo y lo único que se me ocurre es tildarde capullo a su padre. Que, por si fuera poco, esel Supremo.

Sigo mirando al suelo.No debo desanimarme, por nada del mundo.

A fin de cuentas, no tiene tanta importancia.Todos odian a su jefe. Seguro que ArthurMalcomess odia al suyo. Además, acaba deasegurar que está de acuerdo conmigo.

Dios mío, la verdad es que Arthur está paracomérselo. El Jefe tiene su atractivo, para qué

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negarlo, pero está a años luz de este esplendor.—De manera que eres forense —dice con

toda naturalidad.—Era —corrijo desconsolada.Hace unos diez días pusieron precio a mi

cabeza y no solo no he resuelto el problema, sinoque he logrado agravarlo.

—Te prometo que guardaré el secreto,aunque he de decirte que él lo consideraría uncumplido.

Se me escapa un gemido de desesperación.—Son cosas que se dicen así, sin pensar; la

verdad es que lo considero un gran profesional yen realidad no es tan capullo. Bueno, un pocosí... Lo justo, todos los jefes lo son, en ciertamedida. Es el precio que hay que pagar porcualquier cargo dirigente.

Mi discurso desarticulado no pareceinteresarle en lo más mínimo.

—Por supuesto —contesta con airedistraído.

—¿A qué te dedicas? —pregunto para

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cambiar de tema e intentar recuperar un poco deterreno.

—Soy periodista.—¿En qué diario trabajas?Cuando, como quien no quiere la cosa, me

suelta el nombre del rotativo, apenas puedocontener una exclamación de sorpresa. Quizá nosea consciente —o tal vez sea justo lo contrario—de que trabaja para uno de los mejoresperiódicos de Italia.

—¿Y de qué te ocupas?—De viajes.—En una ocasión leí en tu revista un

artículo sobre Buenos Aires que me pareciófascinante, hasta el punto de que me entraronunas ganas inmensas de viajar allí, y hoy en díasigue siendo una de mis metas preferidas.

—¿Buenos Aires? ¿Hace poco más o menosun año?

—Sí, eso creo.—Lo escribí yo —admite con una mezcla

de candor e incomodidad.

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—Bueno, en ese caso, te felicitoretroactivamente. Menudo chollo —digo sinpoder evitarlo—. El trabajo que a todos nosgustaría hacer: en realidad te pagan por irte devacaciones.

—No es tan maravilloso, créeme —responde. Al ver mi expresión de perplejidad,añade—: Bueno, he de reconocer que tienemuchas ventajas. Me divierto en lugar de losdemás y les enseño lo que pueden ver, pero laverdad es que me gustaría viajar por otrosmotivos.

Su tono es ahora más vago.—No te entiendo —confieso.Arthur esboza una sonrisa.—Nos hemos conocido hace cinco minutos

y no quiero aburrirte.—Me interesa, de verdad —insisto.—Tal vez podemos usar ese pretexto para

volver a vernos —replica guiñándome un ojo conuna expresión alegre y desenfadada.

Lo acabo de conocer y ya me muero por él.

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Y es el hijo del Jefe. Carezco por completo depudor.

—¿Te apetece beber algo? —prosigue él.Asiento con la cabeza y nos dirigimos hacia

el bufé. Mientras conversamos, me doy cuenta deque Arthur es aún más interesante que guapo, queya es decir.

Resumiendo, un reportero de viajes. Hechoque explica: primero, el bronceado carente deltono albaricoque que se obtiene con las lámparasde rayos uva; segundo, la exótica pulsera que meha impresionado tanto y que evoca a Bali o acualquier otro sitio por el estilo; tercero, laindefinible elegancia fascinante que suelenposeer los que desempeñan unas profesiones taninteresantes.

Mientras charlamos sobre su último viaje aRío de Janeiro, nos interrumpe un amigo suyo,que resulta ser un fotógrafo colega de Marco. ElTercero en Discordia manifiesta cierta prisa pormarcharse y, sin que yo pueda hacer nada paraimpedirlo, se lleva al hermoso Arthur.

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—Me alegro de haberte conocido —le digoabandonando de mala gana la atmósfera deabsoluto encanto que se ha creado entrenosotros.

A partir de hoy cada vez que vea al Supremopensaré inevitablemente en lo que estaráhaciendo en ese momento Arthur Malcomess.

—Yo también, mucho, Alice in Wonderland—contesta un tanto distraído a la vez que memanda un beso con la punta de los dedos.

A continuación, se pierde con el Tercero enDiscordia entre la gente, acompañado de lasnotas de una canción desgarradora cuyo título noconsigo recordar.

Al final de la velada, cuando me encaminohacia la salida, me parece fluctuar en mipe r s o nal í s i ma Wonderland, porque hecoqueteado con un tío bueno del calibre de A.M., porque me siento tan agraciada y chic comoKeira Knightley en el anuncio de CocoMademoiselle y, por último, last but not least,porque, y me quedo corta, he exagerado con los

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mojitos y tengo la sensación de haber perdido elcontacto con mi cuerpo, como la vez en queprobé un colchón memory foam en un centrocomercial.

En el taxi les cuento a mis amigas mi últimahazaña. Silvia no logra contener la risa.Alessandra está desconcertada. A Yukino letengo que repetir dos veces el episodio para quepueda captar sus matices semánticos.

—Vamos, Yukino. No hace falta unaespecialidad en Filología para entender que llamócapullo al padre del tío bueno que se puso ahablar con ella, y que, además, es su jefe —sueltaSilvia.

Las tres siguen hablando, haciendo casoomiso de mi presencia. Aunque, a decir verdad,yo ya no las escucho.

Nada más volver a casa busco en Google «ArthurMalcomess».

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Internet me manda a la página web del diariopara el que trabaja, en la que encuentro una brevebiografía.

Arthur Malcomess. Nace el 30 1977 3 enJohannesburgo, ciudad en la que vive hasta losdieciocho años. Licenciado en Ciencias Políticaspor la Universidad de Bolonia con la máximanota. En 2004 finaliza un doctorado deinvestigación en Ciencias Internacionales yDiplomáticas en La Sorbona (París). Se ocupa dela sección de viajes desde 2005.

Encuentro también varios artículos suyos endiferentes blogs, citados en su totalidad o solo enparte. En los fragmentos transcritos se refleja ala perfección la persona exquisita y magnéticaque he conocido esta noche y, a pesar de que elcansancio empieza a vencerme, sigo leyendo ysoñando que él me habla todavía.

Buenas noches, Arthur.Eres la prueba evidente de que la tan

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discutida importancia de los genes es, por lomenos, variable. Debería proponer a Anceschiuna investigación al respecto.

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Haría falta un amigo

Es un día sorprendentemente caluroso de finalesde febrero, el azul del cielo es hermoso y vivaz, yel aire huele a hojas de pino y a café.

De cuando en cuando, aunque no demasiadoa menudo, por desgracia, olvido la espada deDamocles que pende sobre mi cabeza y mesiento casi feliz. Este es uno de los momentos enque, aunque la recuerde, me siento pletórica apesar de todo. O, al menos, hasta que entro en midespacho.

Lara está sentada al escritorio examinandovarias fotografías y comparándolas con otras quefiguran en un libro de entomología. A su lado hayun recipiente para recoger la orina con la taparoja en el que flotan varias porqueríasdifícilmente identificables.

—¿Qué asquerosidad tienes ahí dentro,Lara?

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Lara alza sus ojos de miope.—¿Dónde?—Ahí, en ese tarro... —especifico

arrugando la nariz.—¡Ah! —exclama excitada a más no poder

—. ¡Son mis larvas! Estoy haciendo un estudiopara Anceschi. Ayer por la noche llevaron a cabouna inspección ocular. A propósito, intentéllamarte para preguntarte si querías venir, pero note dignaste a contestarme. ¡Qué lástima! Setrataba de un desgraciado en estado deputrefacción, lleno de larvas de dípteros,precisamente...

—Basta, Lara, te lo ruego —la interrumpo—. ¡Es horroroso! Tira ese recipiente ovomitaré.

—No puedo tirarlo, las necesito. Si no loresistes, puedes ir a la biblioteca. Aunque, si hede ser franca, creo que es hora de que empieces asuperar ciertos caprichos. ¿Dónde estabasanoche? —me pregunta, por último.

—En una exposición de fotografías de mi

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hermano. ¿Sabes a quién conocí?Lara se encoge de hombros.—Al hijo de Malcomess.—¿A cuál de los diez? Vamos, quiero que

me lo cuentes con pelos y señales. Sabes quesiento debilidad por Malcomess y que si éltuviese treinta años menos yo estaríaperdidamente enamorada.

—Antes aparta de mi vista esas larvas.—¡Mimada! —susurra Lara a la vez que

coloca el recipiente sobre el escritorio deAmbra, que se ha ido con su madre a París a pasarel fin de semana—. ¿Satisfecha?

En lo mejor de la historia, que edulcoroomitiendo ciertos detalles (para empezar elhecho de haber llamado capullo al Jefe), Claudioentra sin llamar a la puerta —es su marca defábrica —y nos interrumpe.

—¿Te apetece un capuchino? —me preguntasin demostrar la menor consideración por Lara, ala que ni siquiera se digna a mirar.

Su tono de voz está a caballo entre la

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melancolía, la incomodidad y la jovialidad.—Por supuesto —contesto un tanto

extrañada.—Ve, no te preocupes —me dice Lara sin

darme tiempo a pedirle perdón por dejarla allíplantada.

Lo cojo del brazo y nos encaminamos haciael bar que hay cerca del instituto.

—¿Alguna novedad sobre Giulia Valenti? —inquiero como quien no quiere la cosa.

—Tengo los resultados del análisistoxicológico —contesta con indolencia.

—¿Ya? —pregunto perpleja; por lo generalel toxicólogo con el que colabora tarda mástiempo.

—Allevi, ayer trabajé hasta las tres de lamadrugada con el toxicólogo francés. Estoy apunto de derrumbarme. Me mantengo despiertogracias a la cafeína. En cualquier caso, GiuliaValenti estaba completamente colocada.

—Explícate mejor.—Consumía casi todos los tipos de drogas

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presentes en el mercado del narcotráfico. Inclusoheroína, aunque no con mucha frecuencia.

—¿Qué quieres decir?Claudio disuelve azúcar moreno en el

capuchino. Sus ojos reflejan cansancio.—No era, lo que se dice, una yonqui. La

utilizaba con prudencia, sin llegar a depender deella; puede que se encontrase en una fase inicialo, sencillamente, sabía dosificarse. No obstante,lo cierto es que no se limitaba a la heroína.También hemos encontrado rastros de cocaína yde marihuana.

—¿Sufrió una sobredosis?—Alto ahí, Allevi. ¿Sobredosis? ¿Acaso has

olvidado ya el choque anafiláctico?—Bueno, podría ser que hubiera consumido

heroína cortada con una sustancia que se loprodujera.

—Paracetamol, para ser más exactos; es laúnica sustancia farmacológicamente activa ysusceptible de causar alergia que hemos halladoen la sangre, así pues, la posibilidad de que sea la

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sustancia responsable del shock es muy elevada.Es muy probable que la heroína estuviese cortadacon paracetamol: el toxicólogo forense me hadicho que cada vez es más frecuente encontrarloen la droga que se vende en la calle; segúnparece, potencia sus efectos. Además, losfamiliares de Giulia Valenti han confirmado queera alérgica a este medicamento, así que jamás lohabría tomado de manera consciente.

—Siendo así, me pregunto por qué noencontramos la jeringuilla en su casa.

—Buena pregunta. Lo cierto es que hallaronuna la noche de la inspección ocular. Pero no enla casa. Estaba en un contenedor de basura de lacalle que se encontraba a poca distancia de lacasa de Giulia Valenti. Efectuaremos el examende ADN de la sangre que había en el interior de lajeringuilla y de los rastros de las célulasepiteliales del cilindro. Me entregarán losresultados esta tarde.

—Eso significa que no se drogó sola esanoche. Es imposible que tuviese tiempo de salir y

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tirar la jeringuilla.—Ese es, precisamente, el quid de la

cuestión; aunque, en realidad, sí que podría habertenido tiempo de hacerlo. El toxicólogo estáintentando averiguar a qué hora se inyectó ladroga basándose en los metabolitos que haencontrado en la sangre y en otros fluidosbiológicos para establecer cuánto tiempotranscurrió desde ese momento hasta la hora dela muerte. No sé lo que conseguirá hacer, dadoque hay que tener en cuenta los procesosbioquímicos posteriores al fallecimiento, peropodría obtener un dato útil, aunque lo dudo. Seacomo sea, hay que verificarlo, Allevi. Enconclusión, el asunto se está tiñendo de negro,para alegría tuya. Entre otras cosas porque unavecina de la casa ha contado que oyó una pelea enel piso y que la misma se produjo unas horasantes de que hallásemos el cadáver. Es evidenteque Valenti no estaba sola y que debemosaveriguar en qué medida la persona que laacompañaba está involucrada en su muerte.

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—De lo que se deduce que las equimosispueden tener un significado.

—Soy todo oídos.—Tal vez alguien se las causó en el curso de

una pelea.—Ah, en el mundo de lo posible son

plausibles un sinfín de cosas. Ahora bien, nosiempre nos corresponde hacer suposiciones, asípues, intenta aprender, como regla general, que,si bien es correcto hacerse preguntas, también esconveniente planteárselas con cautela.

—OK, profe, entiendo. ¿Puedo ayudarte arealizar los exámenes de la jeringuilla?

—Sí, pero con la habitual condición: queseas invisible. —A continuación, como sititubease entre seguir hablando o callarse, con elrostro ligeramente ruborizado y sin lograrmirarme a los ojos, continúa cambiando de tema—: Escucha, Alice. Debo hablarte de un asuntomuy grave —dice con un tono tan dramático quepor un momento tengo la impresión de que está apunto de anunciarme el Apocalipsis.

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—¿De qué se trata? —pregunto sin perder lacalma.

A fin de cuentas no puede decirme nadapeor de lo que ya sé, a grandes rasgos, sobre misituación profesional; ni tampoco puede ser peorque la vez en que olvidé hacer las fotocopias dela autorización para enterrar un cadáver y élquería despedazarme.

—Alice... Mierda, ¿cómo te lo explico? —se dice a sí mismo, aunque en voz alta.

—Vamos, Claudio, no exageres. Suéltalo ya.—Bueno... Wally piensa que tu situación es

desastrosa y que la única manera de remediarla esque repitas curso.

Enrojezco hasta la raíz del pelo a causa de lavergüenza. A pesar de que conozco al dedillotodos y cada uno de los pormenores de la funestanoticia, me sigue alterando.

—Lo sabía ya —admito sin más, al tiempoque hurgo desesperadamente en el bolsobuscando el paquete de Merit.

Claudio guiña los ojos.

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—¿Puedo saber entonces qué estáshaciendo para salvar el pellejo?

—Pues trabajar mucho.—Lo suponía. ¿Y en qué, si se puede saber?

—pregunta con suficiencia.—En varios proyectos.—¿Puedes ser un poco más precisa? —

remacha.Resoplo sonoramente.—No me puedo inventar las cosas de un día

para otro, Claudio. Necesito tiempo para madurarmis proyectos. En este momento me concentroen las menudencias cotidianas a la espera detener una iluminación.

Claudio apura su capuchino.—Alice... Te advierto que tu situación es

realmente crítica y que solo tú puedes resolverla.No restes importancia al ultimátum de Wally, estu última oportunidad —explica con gravedad—.Creí que debía advertirte —concluye, por fin,secamente, como si estuviese tratando dejustificarse.

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—En ese caso, gracias —contesto conbrusquedad; pese a que es sincero, su interés meirrita. Cuando hace amago de levantarse, loretengo cogiéndole un brazo. Él me miraperplejo—. Claudio... ¿De verdad crees queWallyme suspenderá?

Responde sin pensárselo:—Creo que es perfectamente capaz de

hacerlo, pero espero que tú consigas salvar loque puedas. De todas formas, aun en el caso deque apruebes el examen de final de año, teresultará difícil ganarte la estima de Wally y deMalcomess, porque son unos tipos que acabanaferrándose a sus opiniones.

Cuando le pides a Claudio que te eche unamano, él siempre parece encantado de ayudarte aencontrar una cuerda para que te ahorques.

—OK —murmuro con una extrañasensación de opresión a la altura del epigastrio.

—Nos vemos más tarde, durante el examende la jeringuilla. Es a las tres, sé puntual —concluye.

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A continuación se marcha y me deja sola enla mesita del bar, una pobre bata blancadesamparada en medio de una multitud frenéticaque, quizá, y al contrario que yo, se esfuerzarealmente por alcanzar sus objetivos.

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Mejor ser león por un díaque pasar cien como oveja

Durante los días sucesivos que, fríos ylluviosos, inauguran el mes de marzo, nosdedicamos a analizar la sangre de la jeringuilla,las células epidérmicas halladas en su cilindro ytodos los objetos que se encontraban junto a ellaen la basura para comparar el ADN y excluir quepudiera tratarse de meras contaminacionesambientales. Los resultados son más biencontradictorios. En mi opinión, al menos.

En la sangre que había en el interior de lajeringuilla, en contacto con el émbolo, está elADN de Giulia, hecho que demuestra que lautilizó. En la superficie del cilindro, en cambio,encontramos un ADN extraño que corresponde ados perfiles: un sujeto de sexo masculino y otrode sexo femenino.

—Es evidente que se trata de una

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contaminación —sentencia Claudio—. El ADNfemenino es el mismo que encontramos en unpañuelo que había al lado de la jeringuilla y queestaba impregnado de lágrimas y de mucosidadnasal. Estaban muy juntos y, por ello, ese ADNprocede de él. Así pues, el más valioso es elmasculino, porque no hemos hallado ningúnobjeto contaminante.

—¿Podrías explicarte mejor?Claudio resopla.—Es increíble que todavía no sepas estas

cosas, Alice.—¡Para eso te tengo a ti, para

explicármelas, mi héroe!—Veamos, dado que el ADN no vuela, sino

que se adhiere a un objeto cuando entra encontacto con él, es obvio que los protagonistasdeben de ser dos: el contaminado y elcontaminador. En este caso el cilindro de lajeringuilla presenta unas huellas que pertenecen,sin lugar a dudas, a Giulia Valenti, que se inyectóla heroína. Ahora bien, en la superficie aparecen

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asimismo las huellas de un sujeto XX, esto es, deuna mujer, y otras cuyo propietario es un sujetoXY, un hombre. ¿Cómo llegó este ADN a lajeringuilla?

—¿Hablas en serio o es una preguntaretórica?

Claudio me mira pasmado.—Hablo en serio.—OK. Siendo así, puede haber llegado de

dos formas: una, procedente de alguien que tocóla jeringuilla esa noche. Dos, del pañuelito queestaba en la basura.

—Bien. En el caso del ADN femenino, ¿quéte parece más probable? —pregunta con tonoirónico.

—La segunda hipótesis, por supuesto. Loque quiero decir es que... ¿y si el pañueloperteneciese a la persona que esa noche se drogócon Giulia?

—Disculpa mi franqueza, Allevi, pero creoque tu entusiasmo, unido a tu colosal ignoranciaen materia de genética forense, está pariendo un

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monstruo. ¿Por qué debería haber sido el sujetode sexo femenino y no el de sexo masculino, delque yo, en cambio, excluyo la contaminación?

No puedo confesarle que baso miconvicción en la llamada telefónica que escuchéaquel día y en las palabras inconexas de la talDoriana. No lo entendería.

—Disculpa, Claudio, ¿por qué no reconocesque el ADN femenino que encontramos tambiénen el pañuelo podría pertenecer a una personaque esa noche estaba con ella?

—Es impropio decir que encontramos.Diría más bien que encontré. Hoy estabasincreíblemente distraída. Has corrido el riesgode causar numerosos daños y considero yamucho que, a pesar de tu presencia, haya podidollevar a cabo los análisis.

—Qué brusco eres.—No soy brusco, me limito a decir la

verdad, y tú deberías aprender a escucharla,porque, como sabes, estás corriendo un granriesgo.

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—De acuerdo. Olvidemos mis fallos poruna vez. Escúchame como si la que te estuviesehablando fuese Ambra.

He dado en el blanco, porque el rostro deClaudio se ensombrece.

—¿Qué tiene que ver Ambra con todo esto?—Pues que estás convencido de que es el

diamante en bruto en la canalla de residentes.¿Me equivoco? —le pregunto taimadamenteguiñando los ojos.

—Es buena —reconoce—, pero jamás hehecho ninguna diferencia entre vosotras y, siquieres saberlo, ella no es el diamante en bruto.

Por un instante mi corazón se acelera.¿Seré...? ¿Seré yo?

¿Será posible que Claudio esté intentandodecirme a su manera que me considera la mejorde todos los residentes?

—Si quieres saber la verdad, pienso que lamás dotada, aguda e inteligente es Lara. Lástimaque sea un adefesio. El aspecto le perjudicacomo no te puedes imaginar.

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Dado el resultado, pierdo todo interés porprofundizar en el tema, a pesar de que no puedonegar que estoy totalmente de acuerdo con él.Será mejor que volvamos a centrarnos en lacuestión.

—En ese caso escúchame como si fueseLara.

—De acuerdo, ¿cuál es el problema?—El problema es que te niegas en redondo a

tener en cuenta una posibilidad.—Alice, el rastro femenino no es relevante

para la investigación, ¿no lo entiendes? Es muyposible que se trate de una contaminación, y noes verosímil que corresponda al ADN de alguienque se chutó con Valenti esa noche. Sobre todoporque he identificado el perfil de la persona quetuvo en mano la jeringuilla esa noche y se trata deun sujeto de sexo masculino. ¿He sido claroahora? El ADN femenino es una huella que notendría la menor posibilidad de ser consideradafiable en la sala de un tribunal. Algunos procesoshan acabado de mala manera por mucho menos.

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—Puede ser, pero no por ello es inútil.Hablo en serio, Claudio, escúchame. Se trata deun descubrimiento que tiene un significado bienpreciso. No debes ignorarlo. Lo digo por ti.

Claudio cabecea.—Y, de hecho, no lo ignoro. Comunicaré la

presencia, pero manifestaré lo que pienso. Meniego a dar alas a tus teorías novelescas. Comoesa vez... —se calla sin poder contener unasonrisa—. La vez en que estabas convencida deque las señales de asfixia de una mujer se debíana un homicidio y no al desplome de un edificio.

Se ríe sarcásticamente al mismo tiempo quesaca del armarito los reactivos que necesita.

—No le veo la gracia —replico herida—. Esmi manera de profundizar en las cosas.

—No, es tu manera de ver la realidad.Carente de toda lógica, por otra parte. Pero labuena suerte me ha puesto en tu camino y creoque puedo hacer algo por ti. Enseñarte a razonar,sin ir más lejos.

No hay otra persona más firme que Claudio

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cuando se trata de trabajo. No logro comprenderpor qué no se abre al diálogo; al contrario, loesquiva como la peste. Aunque también esposible que solo se niegue a dialogar conmigo.Sea como sea, yo sigo sin estar convencida. Eltimbre del teléfono interrumpe nuestrointercambio de pareceres. Una de las secretariaslo avisa de la llegada del inspector Calligaris.

—Desaparece, Allevi, estoy ocupado.—¿No puedo quedarme aquí mientras hablas

con él?—¿Por qué tengo que llevarte siempre

pegada como una lapa? No tengo nada más quedecirle de lo que ya sabes.

—Comprendo.Salgo de su despacho, sin saber que pasará

mucho tiempo antes de que pueda volver a entraren él con el ánimo sereno de siempre.

Mientras cruzo el pasillo que conduce a mi

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despacho, me topo con Calligaris.—¿Cómo está, doctora? —me saluda con

tono sumamente amable.—Bien, gracias. ¿Ha venido para hablar con

el doctor Conforti? —le pregunto, pese a que yasé la respuesta.

—Sí, tenemos una cita, porque debecomunicarme unos resultados. Mientrasesperaba, he saludado también a Giorgio. Deberíavisitarles más a menudo, el Instituto es muyagradable.

Esbozo una sonrisa de circunstancias. Megustaría tener la osadía de preguntarle si haverificado lo que le dije, pero me dejo vencer porel pudor y omito la cuestión. Nos despedimoscordialmente.

Sin saberlo, Calligaris me ha inspirado unaidea; solo una persona puede resolver mis dudassin arrogancia y con honestidad intelectual, elorondo Anceschi. Su candor y su placidez hacenque uno se sienta a sus anchas y pueda meter lapata sin sufrir ningún tipo de consecuencia

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relevante. Además, Anceschi no traga a Claudio,todos lo saben. Lo considera un crío mimado ypresuntuoso, en lugar de un enfant prodige.

Llamo a la puerta de su despacho. Meguardaré muy mucho de decirle que se trata delcaso Valenti y de las actuaciones de Claudio.Procuraré ser lo más vaga posible.

Anceschi me recibe y me escucha coninusual interés.

—De manera que considera que el doctorConforti está descuidando los detalles.

Me ruborizo.—No me refiero al doctor Conforti. La mía

es curiosidad general.—Vamos, doctora Allevi, evitemos los

rodeos. Salta a la vista que me está hablando delcaso Valenti. Todas esas preguntas sobre el ADNdel contenedor de basura... Ganaría tiempo si loadmitiese. Por lo visto, no aprueba la conducta deClaudio Conforti.

Planteado así, da la impresión de que tengoalgo personal contra Claudio, que hago de espía,

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pero, obviamente, no es así. No en mi mente, almenos.

—No. Tal vez sea yo la que está equivocada.Quizá estoy atribuyendo demasiada importancia aunos elementos que no la tienen.

—En cualquier caso, es necesarioprofundizar en la cuestión.

Dicho esto, coge con aire irritado elauricular del teléfono.

—Debo hablar contigo, Claudio.Abro desmesuradamente los ojos. Lo ha

convocado para comunicarle mis sospechas, loque solo puede ser el preludio de una perspectivaaterradora: Claudio se pondrá hecho una fiera.

Claudio se incorporó hace poco al instituto,antes era un simple médico investigador quehabía sabido ganarse la adoración de Wally, pesea que esta contaba mucho menos en la política dela medicina forense de lo que él mismo deseabacreer. Pues bien, tras dar un salto hacia delanteen la cadena alimentaria, ha adquirido varios delos rasgos que caracterizan al docente

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universitario sin experiencia: para empezar,cierta aventurada fatuidad. El hecho de que yopueda cuestionar su trabajo e incluso hablar deello con Anceschi es para él una eventualidad deciencia ficción.

O, mejor dicho, era una eventualidad deciencia ficción, porque en este momento la estáviviendo a su pesar.

En tanto que Anceschi lo poneprudentemente al corriente de su perplejidad (demi perplejidad), Claudio se traga el marrón a lavez que me mira descaradamente. Sus ojos, quesiempre han tenido un aire ligeramente torvo(clave de su mefistofélico encanto), en estemomento reflejan su absoluto desconcierto ydesdén.

—¿De acuerdo, Claudio? Pese al cargo queocupas, todavía eres muy joven y lamentaría vercómo te despedazan en la fosa de los leones —concluye Anceschi, al tiempo que yo empiezo aconsiderar la posibilidad de poner pies enpolvorosa.

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Ni siquiera logro comprender lo que estándiciendo, me siento profundamente incómoda.

Al final Anceschi se despide de los dos a lavez. Claudio cierra la puerta. Sus manos, que, porlo general, son extremadamente firmes, tiemblanun poco.

—Claudio...—No digas ni una palabra —me interrumpe

con brusquedad, al tiempo que me lanza unamirada de resentimiento que me hace sentircomo un gusano.

Me planta allí mismo y se dirige a sudespacho a toda prisa. Echo a andar, apretando elpaso, y le doy alcance.

—Con tu permiso —dice fríamente con unasonrisa de hastío antes de cerrarme la puerta enlas narices.

Oso llamar, pero no me contesta. Al final,consciente de que sería mejor dejar que se lepasase la rabia, irrumpo en el despacho con laevidente intención de impedir que me liquide deun plumazo.

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—No pretendía hacerte una putada, te lojuro. Lo único que quería era aclarar unas cosasy, como tú te irritas enseguida, pensé en hablarcon Anceschi. Solo que él comprendió al vueloque me estaba refiriendo al caso Valenti. Ahorabien, te repito que no era mi intenciónmencionarte ni ponerte en un aprieto. Créeme, telo ruego.

Claudio me responde esbozando una sonrisamalvada.

—¡Ah, de manera que ahora me debo tragarque ha sido una ingenuidad por tu parte! Eresestúpida, pero no hasta ese punto. —Me fusilacon la mirada—. Te he dicho mil veces que nodebes abrir la boca. Cuando tengas tus asuntos,siempre y cuando te lleguen a atribuir uno, ycomo sigas así, a saber si eso llega a producirsealguna vez, podrás hablar todo lo que quieras.

—Sea como sea, no me parece haber dichonada grave. Tú te obstinabas en no hacerme caso.El único al que podía comunicar mis dudas eraAnceschi —argumento para defenderme,

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sosegada.—Te has hecho la sabihonda para quedar

bien con Anceschi, y el hecho de que él te hayacreído es un simple golpe de suerte porque, si hede ser franco, eres una inútil.

Me siento aturdida y enormementedecepcionada.

—Sé de sobra que nuestros superiores nome estiman. No obstante, creía que tú..., que... —Ni siquiera puedo hablar—. Creía que éramosamigos.

—Amigos —repite con una sonrisa fugaz—.Te lo he demostrado contándote algo que deberíahaber callado. Pero también somos colegas; esmás, a pesar de que en ocasiones parecesolvidarlo, yo ocupo una posición ligeramentesuperior a la tuya, de manera que deberíasesforzarte por comportarte en consecuencia.

Me dan ganas de llorar. Tengo la emotividady el autocontrol de una adolescente.

—¿Sabes qué te digo, Claudio? Pretendesque te demostremos una excesiva deferencia. Por

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lo demás, la culpa es mía, porque siempre te hehecho creer que te considero un dios. Estoy hartade hacer de figurante. Puede que no sea tanbrillante como tú, que sea incluso una míseraresidente que, en la economía de la medicinaforense, tiene el espesor de una loncha de queso,pero todavía me queda un poco de decoroprofesional y no serás tú el que lo destruya.

Claudio contiene la risa.—Hablar con Anceschi ha sido

profesionalmente incorrecto y éticamentemucho peor —afirma dejándose caer sobre elsillón.

—Lo hice de buena fe —le explico—. Y,aun así, poco importa lo que hice, porque, detodas formas, no justifica el desprecio que mehas demostrado, justo ahora además, y sabes desobra a qué me refiero.

—Aprende a pensártelo dos veces antes deactuar.

Me callo, estoy demasiado turbada paraañadir nada más. Mis sospechas se han visto

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confirmadas. Él también me considera unaincapaz. Él, que me conoce mejor que nadie.

Es inútil. Uno puede soñar cuanto quiera, larealidad se abate sobre nosotros tarde otemprano.

Al ver mi consternación y animado, a todasluces, por una brizna de bondad, Claudio alegra lacara.

—De acuerdo, vamos, después de todo noes tan grave. Sé que no lo volverás a hacer.

Si mi semblante le da a entender cómo mesiento, mi mirada es atormentadora. Cabeceo contristeza.

—Te equivocas, yo lo consideroverdaderamente grave. Has sido el primero queme ha hecho sentirme una nulidad, no me habíasucedido hasta ahora.

Claudio agacha la cabeza sin responder. Sepone en pie y me tiende una mano.

—Olvidémoslo.Rechazo su ramita de olivo, estoy

demasiado herida para responderle con una

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sonrisa y borrar de mi mente lo que ha ocurrido.—No puedo dejar de pensarlo —le digo

distraída y sin mirarlo a la cara—. Será mejor queme vaya —concluyo a la vez que me doy cuenta,sorprendida, de que tengo los ojos empañados.

Lo más doloroso es que no hace nada,absolutamente nada, para detenerme. Y, sobretodo, no dice lo que mis oídos y mi corazóndestrozado necesitan.

La verdad es que no te considero unainútil; lo dije movido por la rabia.

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El genuino lenguaje de laverdad. Y de Silvia

Vuelvo a casa en metro bastante deprimida.Cuando me siento tan abatida mi único remedioes Silvia. Y no porque sepa consolarme, alcontrario: no me toma en serio, pero esa actitudaligera mis problemas. No obstante, lo mejor detodo es que resulta creíble, y por eso siemprelogra convencerme de que la razón está de suparte.

Así pues, la llamo y le explico que necesitohablar con ella lo antes posible. A pesar de que esuna reputada arpía, no deja de ser una persona enla que se puede confiar, de manera que a las ochoen punto está a la puerta de mi casa a bordo delSmart descapotable amarillo, hortera a más nopoder, que se acaba de comprar.

—Vamos, suéltalo ya —dice sin andarse porlas ramas.

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Silvia lleva las gafas graduadas, y la cara sinuna sola gota de maquillaje, lo que demuestra queha salido de mala gana y con la única intención deapoyarme. Por lo general va impecable.

—Pensemos antes dónde vamos a cenar —objeto.

—En el McDonald’s, estoy sin un céntimo.—Anda ya. Una mujer tan glamurosa como

tú no debería frecuentar el Mac. ¿Qué te pareceel chino que está cerca de la casa de tu hermanaLaura?

—Yo no entro en un restaurante chino nimuerta, cariño. No existe un pueblo másincivilizado. En cualquier caso, incluso el chinoes demasiado caro para mí.

—¿Tan mal estás?—Pues sí, me he gastado tres cuartos del

sueldo entre el alquiler y Prada. He estado apunto de dejarles también los riñones. Así que nopuedo comer.

Silvia es una de esas personas que podríanser beneficiarias de un sueldo maravilloso y, con

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todo, seguir sin llegar a final de mes. No hayimporte suficiente para satisfacer sus caprichos.

—Te invito yo.—No me humilles. O lo tomas o lo dejas.—En ese caso vamos al McDonald’s —

contesto resignada—. La verdad es que me traesin cuidado. No aguanto más, necesitodesahogarme, Silvia... Estoy fatal. Mi trabajocorre peligro.

Silvia frunce el ceño.—¿Qué quieres decir?—¿Sabes quién es Boschi, la ayudante de mi

jefe?—Más o menos. ¿Qué pasa?—Quiere..., quiere...Ni siquiera puedo hablar, estallo en

sollozos. Silvia, que siempre se siente incómodacuando debe consolar a alguien, parecevisiblemente turbada.

—¡Alice! Cálmate, por favor —diceperentoria.

—No lo entiendes. Quiere...

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—Quiere, quiere. ¿Me lo cuentas de una vezo no? —suelta impaciente.

—¡Quiere hacerme repetir el curso! —exclamo de sopetón.

Hasta ese momento no se lo he dicho anadie, mis labios han pronunciado por primeravez esas palabras. Ni mis colegas de trabajo, nimis padres, ni Yukino, nadie sabe nada del pesoque llevo sobre los hombros.

Silvia abre desmesuradamente los ojos.—¿Puede hacerlo?—¡Claro que sí!—Quiero decir, ¿es legal?—Por supuesto, Silvia, vaya ideas se te

ocurren.Parece muy confusa.—No logro entender por qué debería hacer

algo así.Cojo los kleenex del bolso y me sueno

ruidosamente la nariz.—Porque no está satisfecha con mi trabajo.

Dice que voy muy retrasada, que carezco de

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espíritu de iniciativa, que...Rompo de nuevo a llorar. La serenidad que,

de alguna forma, he conseguido adquirir durantelas últimas semanas parece irremediablementeperdida ahora que puedo escuchar a mi vozcontando el problema.

—Me ha dado un plazo... ¡Han pasado ya dossemanas y no he hecho nada que baste para salvarla situación!

Silvia, después de Claudio, claro está, es lapersona más ambiciosa que conozco. Se haquedado atónita. Desde su punto de vista, seríamenos grave que le hubiese confesado que mehabían pillado robando coloretes en unos grandesalmacenes.

—Mierda, es realmente grave —murmuramientras pedimos la comida en la caja delMcDonald—. ¿Cuándo vence el plazo?

—Al final del trimestre.—¿Y qué puedes hacer en concreto?—No lo sé..., cualquier cosa. Escribir un

buen artículo de investigación, por ejemplo.

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Ocuparme de manera provechosa de un casocomplejo, probarle que soy perfectamente capazde efectuar una autopsia, ese tipo de cosas,supongo... No fue muy precisa al respecto. Diosmío, Silvia. Si tengo que repetir el curso, ademásde la vergüenza... ¡me quedaré sin un duro! ¡Estoyya endeudada para los próximos cinco años! —Silvia parece ensimismada—. ¿Me oyes? —pregunto.

—¡Estoy pensando! —exclama agitada.En el ínterin nos sirven la comida. Cogemos

las bandejas y nos sentamos a la mesa másapartada.

—¿No puedes pedirle a Claudio que teayude? Podría hacerte participar en algún trabajo,eso sería ya algo —comenta Silvia al cabo de unrato.

¿Claudio?—Silvia, tengo que decirte una cosa.Me mira aterrorizada.—¿No te habrás acostado con él?—Quizá —suelto esbozando una sonrisa

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desvaída y melancólica.Silvia parece tranquilizarse.—Entre todas las cosas estúpidas que

podrías y querrías hacer, esa sería la peor, la másgrave. Te destrozaría.

—Hay una peor: he reñido con él. La verdades que se comportó como un canalla —le explicocon un leve remordimiento.

A pesar de que hace tan solo unas tres horasque peleamos, empiezo a añorar ya al muyinfame.

—Será una nube pasajera —replica ella sindarle mayor importancia mientras pesca unapatata frita con el tenedor.

—No creo, fue muy duro. Me hirió,consciente de que estoy hundida.

—Ya verás como no te niega su ayuda.—El problema es que nunca podré pedirle

ayuda. Considéralo una cuestión de dignidad.—¿La mierda te llega al cuello y me hablas

de dignidad? —me pregunta mirándome conseveridad—. Es un cabrón, no lo niego, pero, a su

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manera, te aprecia. Intenta llegar a un acuerdocon él y pídele que te eche una mano.

—Prefiero repetir curso —contesto confirmeza.

Y lo pienso de verdad, a pesar de que meaterroriza lo que pueda ocurrir.

—En ese caso, debemos buscar otrasolución.

Se abstrae y permanecemos en silenciohasta que, por fin, retoma la conversación conentusiasmo.

—Pídele ayuda a tu jefe, ese que es tansimpático, un poco robusto... Explícale lasituación, dile que tienes ganas de superarte yque estás dispuesta a todo para lograrlo. Podríadarte alguna idea y, quién sabe, incluso intercedera tu favor.

—Boschi asegura que él tampoco estácontento conmigo.

—Pero ¿cómo has podido acabar así? —estalla de repente, como si estuviese más irritadaque pesarosa.

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—No lo sé. No me imaginaba que las cosasme iban tan mal —le explico.

Y lo pienso en serio, quizá por eso lo queestá pasando me parece aún más trágico.

Vuelvo a casa bastante tarde y, como era deesperar, el salón está vacío, Yukino no estásentada en el sofá, pegada a la televisión. Dadoque no tengo sueño, aprovecho la ocasión parausurparle el trono.

En la RAI emiten por segunda vez unprograma vespertino en el que una frívolaentrevista a Bianca Valenti, y yo escucho suspalabras con suma atención.

Frívola con voz chillona y cabello de color rojomenopausia: Bianca, la mayor de las doshermanas que se quedaron huérfanas siendotodavía unas niñas, se vio obligada a hacer lasveces de madre de la pequeña, Giulia. ¿Quierecontarnos algo sobre ella?

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Bianca Valenti : Giulia tenía unapersonalidad muy creativa y veleidosa. Era difícilorientarla hacia actividades que requirieranconcentración y equilibrio. Aparentemente erauna chica muy alegre y vivaz, pero quien laconocía más a fondo sabía que una auténticavorágine la devoraba por dentro. Solo se sentíaviva cuando experimentaba emociones fuertes, enrealidad era mucho más triste y melancólica delo que daba a entender.

F. C. V. C. Y. C. D. C. R. M. : ¿Cree quepodría deberse al hecho de que era huérfana?

B.V.: Cada persona reacciona a lasdesgracias de manera diferente. Ella era másdébil y no excluyo que nuestras circunstanciashayan podido influir en ella. Aunque, en realidad,jamás le faltó afecto. Mejor dicho, jamás nosfaltó. Nuestros tíos nos acogieron en su casacomo a dos hijas, nunca noté que hicieranninguna diferencia entre nosotras y mi primoJacopo.

F. C. V. C. Y. C. D. C. R. M. : Ese es,

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precisamente, otro de los puntos que queríaabordar. Tras el silencio inicial de losperiódicos, el abogado De Andreis ha entabladouna auténtica batalla personal.

B.V.: Ningún hermano ha querido jamás auna hermana como Jacopo quería a Giulia. Esposible que la rabia, que el sentimiento defrustración que nos amarga a todos, lo estéobsesionando.

F. C. V. C. Y. C. D. C. R. M. : ¿Significa esoque no está de acuerdo con el abogado?

B.V.: Claro que lo estoy. Discrepo, sinembargo, de su comportamiento. Hay una seriede elementos que no encajan. Y, sobre todo, séque en los últimos tiempos Giulia frecuentabagente peligrosa.

F. C. V. C. Y. C. D. C. R. M. : ¿En quésentido?

B.V.: Me refiero al peligro que puedenentrañar las relaciones con personas que carecende estímulos, ricas y perversas. Es raro queacaben bien. Sí, lo cierto es que creo que los

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amigos de Giulia tuvieron que ver con su muerte.F. C. V. C. Y. C. D. C. R. M. : ¿Y usted

conoce a esos amigos?B.V.: Por supuesto.F. C. V. C. Y. C. D. C. R. M. : ¿Ha facilitado

sus nombres a los investigadores?B.V.: Obviamente.F. C. V. C. Y. C. P. M. : ¿Qué recuerdo tiene

de Giulia?B.V.: El recuerdo de una niña eterna.

Bianca hace gala de una gran compostura yresponde con una educación señorial. Las ojeras,apenas disimuladas, y la palidez, de aspectomalsano, demuestran que está muy afectada, perosu voz no delata la menor incertidumbre.

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Primera cita

Por la tarde, mientras estoy absorta en la lecturadel Men’s Health , oigo sonar el móvil a la vezque en la pantalla aparece un número que noreconozco.

—¿Alice?El desconocido ha pronunciado mal mi

nombre. Para ser más precisa, a la inglesa: Elis,como Alice in Wonderland.

No me lo puedo creer. La parte másperspicaz y dotada de mi persona acaba de caeren la cuenta de que al otro lado de la línea seencuentra Arthur Malcomess. Han pasado más omenos diez días desde que coincidimos en laexposición de Marco. El hecho de hablar con élahora me parece magnífico y asombroso a la vez.

—¿Arthur?—Buenos días —dice relajado, en modo

alguno sorprendido de que lo haya reconocido

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enseguida sin titubear.—Buenos días —logro contestar por fin.—¿Te molesto?A caballo entre la excitación y el espanto,

niego con excesiva tenacidad.—Tu hermano me dio el número. He

comprado La belleza inconsciente y queríadecírtelo personalmente.

—¿De verdad?—Me gustaría colgarla en la redacción.

¿Tienes algo que objetar?—Pues la verdad es que no. Si lo haces,

gratificarás la parte más egocéntrica de mipersona.

—Mejor aún.—¿Dónde has estado?—En Haití.—¡Qué preciosidad! Polinesia... Me

sorprende que hayas vuelto.—En realidad Haití está en el Caribe —dice,

y me lo imagino conteniendo, por pura cortesía,la tentación de soltar una sonora risotada—. La

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que está en Polinesia es Tahití.—Ah.—Muchos las confunden, no eres la única

—añade a modo de justificación. Antes de quepueda añadir algo y volver a hacer el ridículo,Arthur me deja con la boca abierta—. Megustaría volver a verte. ¿Te parece bien estanoche?

—Esta noche... Sí, de acuerdo.—Si me dices dónde vives, paso a

recogerte.Me siento incluso más feliz que la vez en

que compré en eBay un pañuelo de Hermes de 90× 90 centímetros por setenta euros.

Arthur Malcomess está para comérselo.Solo tiene un defecto: unos ascendientes pe-li-gro-sí-si-mos. Pero uno como él puedepermitirse el lujo de ser hijo de cualquiera.

Mientras estoy delante del armario tratandode elegir la ropa más adecuada para la velada, unallamada de Marco rompe mi concentración.

—Alice, he vendido La belleza

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inconsciente a un tipo que me dijo que teconocía y que antes de hacerlo quería pedirtepermiso. Me pidió tu número de teléfono y se lodi. ¿Hice mal?

—¡Para nada! Me acaba de llamar. Puedeque gracias a tu exposición logre, por fin, dar unvuelco a mi vida sentimental.

Marco se ríe entre dientes.—La exposición ha traído buena suerte.—¿Tú también ligaste?—Qué trivial eres, Alice —contesta con

tono de superioridad—. En cualquier caso, él mepareció un tipo interesante.

Ese él es, como poco, ambiguo, o quizá yosoy excesivamente maliciosa.

—¿Quién?—El tipo ese, el inglés que ha comprado la

fotografía, tonta. Me parece interesante, deverdad.

—Ya veremos, en cualquier caso gracias portodo, Marco.

—De nada.

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A las nueve menos cinco estoy debajo de casa,inmóvil como un camaleón y víctima de la colitispropia de las grandes ocasiones. Un poco tensa,no demasiado segura de mí misma, peroelectrizada. Me siento como si me estuvieseenfrentando a un examen.

—Disculpa el retraso —dice con el timbreun tanto ronco que lo caracteriza interrumpiendomis cavilaciones.

—Diez minutos no son lo que se dice unauténtico retraso —respondo conciliadora.

Jadea, como si hubiese salido de casa con eltiempo más que justo. Cuando me sonríe, deforma distraída y sensual a la vez, una sensaciónde irreversibilidad atraviesa mi cuerpo.

—¿Alguna preferencia para la cena? —pregunta.

Será porque es de lengua materna inglesa,pero he notado que el léxico de Arthur es, cuando

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menos, minimalista.—Me gustaría ir a ese restaurante indio... El

de la plaza Trilussa, subiendo la escalera, tienejardín, aunque imagino que ahora estará cerrado.

—Supongo. Esta noche hay cuatro grados.Así que indio. Mmm.

—¿No te convence?—La comida india se come en la India.—Deduzco que, si por ti fuera, dejarías que

se hundieran todos los restaurantes étnicos.—No, entiendo la curiosidad, pero estamos

en Roma y hoy comeremos romano. Mañana porla noche te llevaré al restaurante indio paracompensarte por mi arrogancia.

La propuesta me seduce, por no hablar de laidea de pasar dos noches consecutivas con él.

Tras indicarme su coche, me abre la puerta.Arthur es dueño de un Jeep muy llamativo, quehuele inconfundiblemente a coche nuevo, y en elque solo escucha música americana de los añossetenta. Por si fuera poco, lo conduce como siestuviese en el circuito de Montecarlo. Apenas

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aparca en las proximidades del Teatro Marcellome apeo de él con la sensación de haber viajadoen una montaña rusa.

Cruzamos la calle ateridos. Frente anosotros se erige, majestuoso, el Vittoriano.

—Jamás he entendido qué son esa especiede casas que hay sobre el teatro —digo señalandocon la mirada las ventanas del edificio que haysobre la parte alta del teatro que, cuando era unaniña, confundía con el Coliseo.

—Durante la Edad Media era la fortaleza delos Pierleoni y después, en el siglo XVI, unarquitecto lo convirtió en la residencia de unafamilia ilustre. No me preguntes cuál, porque nome acuerdo.

Lo miro asombrada, Arthur sigue caminandocon las manos hundidas en los bolsillos, sualiento forma pequeñas nubes a causa del frío.

—¿De dónde eres exactamente, Arthur?—Mi padre es londinense, aunque supongo

que ya lo sabes. Mi madre es sudafricana y yoviví con ella en Johannesburgo hasta que terminé

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el bachiller.—¿Y luego?—Me licencié en Bolonia, viví tres años en

París y a continuación encontré trabajo en Roma.—¿Por qué Roma?—Porque en el mundo no existe una ciudad

más excitante que esta, y porque el trabajo queme propusieron me parecía estimulante.

—Hablas en pasado.—Porque, de hecho, lo es.Entre nosotros se percibe una leve

turbación. Una turbación que es más bien la sutilansiedad que se siente cuando deseas estar a laaltura de las circunstancias, la que te asaltacuando te gustaría parecer una persona brillante einteligente y sabes que tendrás que hacer unesfuerzo, porque no te resulta natural. Noobstante, cuando mis ojos se cruzan con lossuyos, increíblemente luminosos, tengo laimpresión de que entre nosotros está sucediendoalgo mágico.

Llegamos al barrio judío, y una vez allí

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entramos en una típica taberna romana estiloaños cincuenta, con un aire cálido y acogedor.

El camarero nos conduce a una mesitaapartada y tiene la delicadeza de encender unavela. Unas plantas de ajo trepador adornan elmuro y a mí me parece todo, como poco, inusual.La mera elección del local es ya de por síextraña.

El menú llega rápidamente y no me quedamás remedio que fingir que lo estudio, porque noconsigo apartar la mirada de él. De sus rasgosatípicos, de su mentón firme, de sus labios, tanbonitos como los de una mujer, y de sus ojosensimismados, cuyo color evoca el azul de unsoleado día de junio.

—No es el tipo de restaurante quefrecuentas, se ve a la legua. Por eso he queridovenir.

Abro desmesuradamente los ojos.—Toda una audacia por tu parte —comento.—Sí, pero también una nueva experiencia.

Piensa en la paradoja: una romana que no solo no

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ha estado nunca, sino que además no aprecia unlocal como este. Aquí se respira el aire de Roma,para quienes no lo conocen resulta mucho másexótico que un tailandés.

Los platos que hemos pedido no se hacenesperar. Y son exquisitos. Dulces, ricos,aceitosos. Una experiencia gustativa que me haceretroceder al periodo en que mi abuela vivíatodavía y mis padres y yo pasábamos el fin desemana en Sacrofano. La cena me pone de buenhumor, el vino tinto altera levemente mi lucidez,me siento embriagada por su compañía y lo veotodo bajo una luz optimista y entusiasta.

Tras beber un licor de hierbas, abandonamosel local y damos un buen paseo. Cruzamos elpuente Fabricio, la isla Tiberina, y llegamos alTrastevere. Los minutos y las horas pasan sin queyo me dé cuenta. Ni siquiera noto el frío,tampoco él. Nos detenemos para mirar a lossaltimbanquis y a los tragafuegos —mañana esCarnaval—, a las jóvenes enmascaradas yrisueñas, las luces que se reflejan en las aguas del

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Tíber.Le pido que me cuente cosas sobre sus

últimos viajes. Me habla de Haití y, acto seguido,de Tahití —con una punta de ironía—, luego deotras metas. Podría escucharlo durante horas.

—Había estado ya, hace siglos, devacaciones con mis padres —me explica apropósito de Haití—. Se pasaban el día riñendo y,de hecho, al cabo de cierto tiempo sedivorciaron.

—Sé que el Jefe ha tenido una vida privadamuy movidita.

—Era y es un gran putero.—¿Es cierto que ha tenido cinco esposas y

diez hijos?Arthur esboza una sonrisa.—No exageremos. Ha tenido tres mujeres:

una inglesa, como él, una sudafricana, mi madre,y la tercera, que es italiana. Cuatro hijos de laprimera, uno, yo de la segunda, y una de latercera. Ahora está con una mujer de treinta añosque combate para convertirse en la cuarta. A

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pesar de ello, no tiene una auténtica relación connadie.

—¿Te duele?—No —contesta secamente.—Es un hombre con un carácter muy fuerte

—comento.—Como suele suceder en estos casos, su

carácter no solo es fuerte, sino también terrible.—¿Por qué no os veis?—Quién sabe —responde él titubeante—.

Nunca ha tenido mucho tiempo para dedicarsesus hijos; y nosotros somos muchos y estamosmuy desperdigados.

—¿Lo lamentas?—No —contesta con brusquedad—. He

gozado de mucha libertad y de todo cuanto que unjoven puede desear.

Arthur no se parece en nada a mí.Procedemos de dos mundos tan distantes quecasi parecen paralelos, pertenecientes a dosuniversos diferentes. Ni siquiera mirábamos losmismos dibujos animados cuando éramos niños.

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No hablamos la misma lengua madre. Notenemos los mismos intereses y, quizá, nisiquiera los mismos objetivos. Y, sin embargo,entre nosotros se está creando una especie dehechizo.

De la radio de un coche nos llega SevenSeas of Rhye de los Queen. Son casi las doce, elaire de esta noche fría pellizca mis mejillas. Mimano busca la de Arthur. Él la aprieta cuando laaferro; su mano está caliente, levementedescamada, como a menudo les ocurre a loshombres en invierno.

Arthur ejerce sobre mí una atracciónirresistible, y no sé en qué medida se debe a subelleza y encanto cosmopolita o a supersonalidad, un tanto excéntrica. Su presenciagenera un sinfín de pensamientos, lassensaciones que experimento se entremezclan yme confunden. El riesgo de que me enamore deél es muy elevado.

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Casa De Andreis

Al día siguiente estoy pensativa y con la cabezaen las nubes, de manera que no logro centrarmemucho en el trabajo; en parte porque a eso de lasdoce el teléfono del despacho suena, Ambraresponde, arquea las cejas y, mostrando un ligeroasombro que resulta ofensivo, me llama.

—Es para ti.Me apresuro a coger el auricular.—¿Alice? Soy Bianca Valenti.—Buenos días —respondo con tono neutro,

dado que la Abeja me observa.—Necesito hacerle unas preguntas, pero

preferiría que nos viéramos, siempre y cuandosiga estando dispuesta a reunirse conmigo.

—Por supuesto, dígame dónde podemosquedar.

—Por el momento me he mudado a casa demi tía Olga; necesita un poco de consuelo e

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intento que no pase demasiado tiempo sola. Si nole importa, podría tomarse un chocolate calientecon nosotras, en casa.

Acepto, sin pensar en que me voy apresentar en casa de unas personas quedesconozco por completo y en lo cohibida queme voy a sentir por ello; la historia de Giulia meatrae como un imán sin que pueda hacer nada paraevitarlo.

A las cinco en punto, luciendo una chaquetade Chloè —que es, con toda probabilidad, laprenda de vestir más elegante que poseo y quecompré una tarde enloquecida, bajo la égidadesviadora de Silvia—, me encuentro frente alnúmero nueve de la plaza Ungheria, delante de unedificio cuya belleza deja sin aliento. En eltelefonillo no figura ninguna referencia a lafamilia De Andreis, de manera que llamo aBianca al número de móvil que me dio estamañana.

—Perdone, me olvidé de decirle que noaparecemos en el portero automático. Le abro de

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inmediato el portón. Suba al último piso.Cojo el ascensor, que, con cierta lentitud,

me conduce al quinto piso. Cuando salgo de laminúscula cabina, me encuentro con un rellanoabarrotado de plantas exuberantes, dignas de uninvernadero, y con una sola puerta. Un instanteantes de que apoye la yema del dedo en el timbredorado, Bianca me abre y me recibe con la mejorde sus sonrisas.

—¿Me perdona por haber sido tanentrometida? —pregunta.

Me resulta difícil creer que ignore deverdad que es imposible no perdonarle lo quesea. Posee el mismo carisma que Giulia emanabapor cada poro de su cuerpo. Puede que inclusomás.

—Faltaría más. Después de todo, me alegrode poder ayudarla.

—Entre, por favor. Si no le importa,podríamos tutearnos. Si no me equivoco,tenemos la misma edad, me parece mucho másnatural.

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—Por mí, encantada.La puerta se cierra. Estoy en la casa donde

creció Giulia, lo que me produce un extrañoefecto, una especie de desazón.

Le tiendo a Bianca el abrigo, al tiempo queobservo el vestíbulo. Las paredes están cubiertaspor un papel pintado a rayas finas y verticales, decolor marfil y verde bosque, y los mueblesantiguos de caoba son dignos de estar en unmuseo. Hay varias fotografías en blanco y negrode la señora Olga con su marido. Imágenes de laboda, de diferentes vacaciones, y en las queaparecen acompañados de personajes políticosrelevantes del periodo posterior al sesenta yocho. A ellas se añaden varios retratos de Jacopo,Giulia y Bianca Valenti.

—Mi tía está descansando. Creo que en estemomento abusa un poco de los somníferos, peroquizá convenga que duerma todo lo que pueda:cuando está despierta se pasa el tiempo llorando.

—Supongo que es normal.—Mi tía adoraba a Giulia. Vivieron juntas

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hasta el año pasado, hasta que mi hermanadecidió irse a vivir con Sofia. Mi tía era reacia aque se marchase por muchas razones, pero alfinal todos pensamos que podía venirle bienresponsabilizarse un poco. Preferiría quefuésemos a mi antigua habitación. Ven.

La sigo por un piso enorme en el que podríaperderme fácilmente. No obstante, lo que másme impresiona de él no es la dimensión, que, depor sí, es imponente, sino la falta de luz. Estáoscureciendo y, pese a ello, Bianca no enciendeninguna lámpara. Respirar el aire de esta casa,que, a pesar del servicio doméstico que se ocupade ella las veinticuatro horas del día —noshemos cruzado con dos criadas asiáticasuniformadas—, huele un poco a cerrado, me hacesentir fuera de lugar.

Bianca abre la puerta de su dormitorio, queimagino como el de la princesa de un cuento.Una gran cama con dosel, un baúl cerrado y ungran jarrón lleno de flores. Bianca apaga un viejolector de cedés interrumpiendo la canción

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Incontro, de Guccini.—¿Te gusta Guccini? —le pregunto un poco

extrañada. Es una preferencia minoritaria.—Muchísimo —contesta asintiendo con la

cabeza—. ¿A ti también?—Es la música de mi adolescencia. Lo

escuchaba mi hermano, quien, a su vez, lo habíaconocido gracias a mi padre. Por ósmosis, yotambién acabé enamorándome de él.

Bianca sonríe con simpatía.—A Giulia también le gustaba.En ese instante noto que lleva en el brazo la

valiosa pulsera de Giulia.—Dejé aquí muchas cosas, entre ellas estos

viejos cedés. Los saltos al pasado me enternecen,aunque también me llenan de tristeza.

Me siento en un silloncito tapizado con unatela típica del siglo XIX.

—A mí me sucede también a menudo,cuando voy a casa de mis padres, que viven enSacrofano. Los sentimientos que experimentoallí son muy contradictorios.

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Bianca sonríe amablemente y asiente con lacabeza.

—¿Puedo ofrecerte algo? ¿Un té, unchocolate, un café?

—Un vaso de agua, gracias.Bianca llama por un teléfono con forma de

corazón, muy de los años noventa, y pide a una delas criadas que traiga agua para mí y un té conlicor para ella.

Ha anochecido ya y, tras el fragor de untrueno, varios rayos iluminan de improviso lahabitación.

—Intentaré no hacerte perder muchotiempo, Alice. Has sido muy amable conmigo...,pero no quiero aprovecharme.

—No hay problema, en serio. Dime.Bianca exhala un suspiro.—Calligaris nos ha explicado que han

encontrado otras huellas en la jeringuilla con laque Giulia se inyectó la droga, y que las mismaspodrían pertenecer a la persona que estuvo conella esa noche. Por lo visto, se trata de huellas

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masculinas y femeninas. No obstante, añadió quelas femeninas podrían carecer por completo devalor, habló de contaminación... No estoy muysegura de haber comprendido a qué se refería,por eso me gustaría que me dieses tu opinión. —Al ver mi mirada de perplejidad, añade—: Segúnlo que la policía ha podido averiguar, Giulia noestaba sola cuando se inyectó la dosis de heroínaesa noche. Varios vecinos de la casa hanasegurado que oyeron voces, casi gritos,procedentes de su piso, durante las horasinmediatamente anteriores al hallazgo delcadáver. Solo que nadie vio quién era. Así pues,ahora los investigadores suponen que la personaque estaba con ella escapó y que las huellas encuestión podrían ser suyas, ¿me equivoco?

—Te explico. Las huellas masculinaspertenecen, sin ningún género de dudas, alhombre que estaba esa noche con ella. De no serasí, no se explica por qué el ADN deldesconocido en cuestión estaba en la jeringuilla,dado que no había más huellas en el contenedor

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de basura. Ahora bien, este argumento no valepara el rastro de ADN femenino, cuyosignificado es, sin lugar a dudas, más ambiguo eincierto.

—El problema es que los testigos han dichoque las voces eran tanto femeninas comomasculinas. Así pues, los dos tipos de huellasdeberían tener un sentido, ¿no te parece? —insiste Bianca.

—No formo parte del equipo investigador.La única información que puedo darte es deorden médico-legal.

Y ni siquiera debería darte esta, me gustaríaañadir, porque, hasta prueba en contrario, deborespetar el secreto profesional. No obstante,dado que Bianca sabe ya muchas cosas, ¿quésecreto violo, a fin de cuentas?

—En cualquier caso, no es seguro que elADN femenino pertenezca a una mujer queestuviera presente en la casa esa noche. Lo únicocierto es que pertenece a la persona que tiró elpañuelo impregnado de mucosidad y lágrimas. El

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pañuelo en cuestión estaba al lado de lajeringuilla. Eso es todo lo que sé por el momento—le explico.

Bianca se queda absorta por unos segundos.—Otra pregunta, Alice. Giulia murió de un

choque anafiláctico, lo sabemos porqueCalligaris nos lo explicó. ¿Crees que podríahaberle dado tiempo a tirar la jeringuilla alcontenedor?

—Si la reacción anafiláctica no fueinmediata, Giulia podría haber tenido tiempo másque suficiente de tirar todo el material alcontenedor. Por supuesto que sí.

—¿Eso quiere decir que nadie esresponsable de lo sucedido?

—Supongo que hay dos posibilidades: lamuerte de tu hermana fue inmediata y la personaque la acompañaba se desentendió de ella y tiróel material al contenedor; o, en caso de que elmalestar se produjese más tarde, Giulia muriósola después de haberse deshecho de lajeringuilla.

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—Eres médica, ¿no? ¿Qué te parece lo másprobable, desde tu punto de vista?

—¿Calligaris no os comentó nada alrespecto? —pregunto cautelosa.

—Dijo que el juez había planteado variaspreguntas muy específicas al forense encargadode la inspección ocular, quería saber cuántotiempo había permanecido el paracetamol en lasangre. Por lo demás, fue muy vago. En realidadnos expuso varias hipótesis idénticas a las tuyas,pero no se decantó por ninguna. Por eso te llamé.

—No se decantó porque es muy difícilsaber cuál es la más probable. Estadísticamentehablando, las dos hipótesis son plausibles, y lomismo se puede afirmar desde un punto de vistacientífico. Identificar los metabolitos delparacetamol podría ser, en efecto, orientador,aunque no creo que se logre establecer unaescala temporal breve, porque las sustancias quese encuentran en la sangre se modifican inclusodespués de la muerte, de forma que resulta casiimposible reconstruir una cronología. Sea como

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sea, Giulia había sufrido otros choques, ¿verdad?¿Cómo fue en esos casos?

—No me acuerdo, en serio. De todasformas, pedimos al inspector Calligaris queinterrogase a todos los amigos de Giulia, uno auno, y que se concentrase en los posiblesconsumidores de sustancias estupefacientes. Setrata de gente que podría haber estado con ellaesa noche y que luego no le prestó el debidoauxilio. Calligaris dijo que se trata de un caso enapariencia banal, pero más bien insidioso.

Bueno, pues estoy de acuerdo con elmagnífico Calligaris. El límite entre la causaaccidental y la homicida es, cuando menos, sutily en este momento ni siquiera yo sé por quédecantarme.

Seguimos intercambiando opiniones sobreel caso; cuando puede, Bianca se abandona a losrecuerdos de Giulia, hasta el punto de que tengola impresión de conocerla cada vez mejor, peseque, a la vez, su imagen resulta cada vez másparcial. Por lo visto, Bianca necesita hablar de su

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hermana y me parece normal: ella misma meexplica que tras la pérdida de Giulia se sientecompletamente sola.

—Era mi último vínculo de sangre. Sí,reconozco que quiero mucho a mi tía, a Jacopo ya Doriana, a mis amigos. Son mi familia, pero...,pero Giulia... Ella era diferente —dice exhalandoinvoluntariamente un suspiro.

La verdad es que es la única superviviente dela familia Valenti e imagino que el hecho debe deproducirle cierta impresión. Necesita creer quehablando de su hermana la mantiene con vida. Porotro lado, es una creencia muy común. Sidependiese de ella, seguiríamos conversando,pero de repente me doy cuenta de que son casilas ocho y de que mi visita ha durado mucho.

—Tienes razón —corrobora después demirar el Cartier con la correa negra que lleva enla muñeca—. Se ha hecho muy tarde. No sé cómoagradecértelo, Alice. Tienes tanta pacienciaconmigo...

Si he de ser franca, no suelo comportarme

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así, pero ella me gusta y la escucho encantada.Para llegar al vestíbulo pasamos por un

salón de paredes de color carmesí que parece elescenario de una novela regency. Losprotagonistas son: la señora De Andreis, muytiesa y vestida de negro, que está sentada en unsillón de piel blanca y, como tiene porcostumbre, lleva el pelo recogido en un moño delque no se escapa ni un solo mechón; su hijoJacopo, de pie y acodado a la repisa de lachimenea, que concentra su mirada desdeñosa yaltiva en mí; la chica que me ha parecidosospechosa, que está sentada al lado de la señoraDe Andreis y hoy luce un traje de chaqueta rosamodelo Chanel que, a decir verdad, será todo lochic que quiera, pero le hace parecer diez añosmás vieja.

Los tres me observan más bien intrigados.Busco ayuda en Bianca quien, haciendo gala deuna rapidez de reflejos nada común, explica a sutía y a su primo que me ha invitado a tomar el tépara agradecerme la cortesía que demostré

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cuando restituí las joyas de Giulia.—Ah —comenta sin más Olga de Andreis

—. Creía que no estabas en casa —añade acontinuación frunciendo la frente, surcada dearrugas. Decididamente, lleva muy mal la edad.

—Sí, nos hemos entretenido charlando —replica Bianca sin mentir.

—¿Conoce a Doriana Fortis, la novia de mihijo Jacopo, doctora? —pregunta Olga posandosu fría mirada en mí.

—Mamá —la interrumpe Jacopo con aire desuficiencia—, Doriana estaba allí esa mañana. Esinútil que se la presentes ahora.

Doriana Fortis tiene una expresión deabsoluta apatía. Me tiende la mano como si, encualquier caso, no se acordase de mí.

Se la estrecho con voluntaria energía y ellala retira instintivamente.

—¡Disculpe! —exclamo con descaro—.¿Le he hecho daño? Ahora me doy cuenta de queestá herida.

Doriana cabecea.

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—No se preocupe, no es nada.Jacopo se acerca a ella con una dulzura que

jamás habría imaginado en él.—¿Estás bien, tesoro? —Luego, mirándome

a los ojos con indiferencia, me explica—: Superro, que por lo general es muy pacífico, lamordió el otro día.

—No hay que fiarse nunca de los animales—comenta Olga con desdén—. Les dasdemasiadas confianzas, Doriana. Un perro es unperro, y no un niño.

Doriana baja la mirada y me sonríe.—Fue un estúpido accidente. Intentaba

quitarle de la boca una bufanda que me habíacogido. Todos los perros reaccionan así: sonposesivos.

—Tienes razón, tía. Puede suceder —interviene Bianca mientras se sienta en el sofá allado de Doriana.

—Espero que esté vacunado. Solo nos faltaque cojas la rabia —prosigue Olga, despreciativa,tratándola como a una idiota.

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—La rabia está casi erradicada, mamá —precisa Jacopo.

—Y, en cualquier caso, el perro de Dorianano es peligroso, tranquilízate —añade Bianca—.Es un caniche que parece haberse tragado unhervidor, se pasa el tiempo tumbado en una cestay no hace otra cosa que dormir y comer.

—¿Quiere que eche un vistazo a la herida?—pregunto haciendo acopio de valor—. A pesarde que me ocupo de... otra cosa, no dejo de seruna médica —explico con tono solícito.

—No es necesario, se lo agradezco —responde Doriana con firmeza, sin llegar a serbrusca.

En una mesita baja que hay delante del sillónde la señora De Andreis veo varias fotografías deGiulia particularmente bonitas. No logro apartarla mirada de ellas. Olga de Andreis se da cuenta ymi admiración le provoca un orgullo no exentode tristeza.

—La belleza de mi sobrina era muyespecial, ¿no cree?

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—Oh, sí. Era tan guapa como una princesaoriental.

Jacopo y Doriana se miran perplejos. Biancainclina la cabeza, confusa.

—¿Quiere que le enseñe algunas fotografíasmás? —prosigue con calma la señora DeAndreis.

—A decir verdad me tengo que marchar —murmuro, aunque únicamente por educación,porque lo cierto es que me gustaría verlas.

—Solo la entretendré unos minutos. Si leapetece... —continúa Olga.

—¿Por qué no, Alice? No te demorarásmucho —insiste Bianca.

—En ese caso, encantada —contestoconvencida.

—Bianca, cariño, ¿me traes el álbum?Bianca se aleja sin pronunciar palabra. Olga

de Andreis apoya una mano reseca y artrítica enel brazo de Doriana.

—¿Has llamado por teléfono a los Salanipara comunicarles la nueva fecha de la boda,

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querida?Doriana se muerde los labios.—¡No! Se me olvidó. Lo haré esta misma

noche.Olga se dirige a mí.—Jacopo y Doriana debían casarse el mes

que viene. Giulia era una de los testigos. Pormotivos obvios hemos decidido posponer elenlace.

—Entiendo —digo con aire comprensivo.Doriana esboza una sonrisa.—Hemos perdido el entusiasmo por

completo —explica.—Lo siento mucho.Doriana asiente con la cabeza. Bianca

regresa con un álbum encuadernado en piel decabra, que tiende a su tía.

Olga lo abre como si se tratase de un objetosagrado.

—¡Mira! Casi me había olvidado ya de eseviaje —dice mientras lo hojea—. Es Boston.¡Giulia estaba tan contenta durante el viaje a la

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Costa Este! Aquí, en cambio, estábamos enSingapur, en el Raffles. Y aquí aparece con Sofia,el año en que nos acompañó. Se conocían desdela época de la guardería y eran inseparables, apesar de que, en los últimos tiempos, su relaciónse había enrarecido... Nunca entendí por qué.

Bianca exhala un suspiro.—Asuntos del corazón —explica.—¿Ah, sí? —pregunta Olga animosa, como

si la curiosidad la hubiese hecho revivir.Bianca asiente con la cabeza.—Sofia estaba enamorada de un chico que,

obviamente, había perdido la cabeza por Giulia.—Obviamente —repite Doriana.No obstante, no logro interpretar el tono en

que lo dice. Olga sacude la cabeza con amargura.—Mi sobrina era tan indescifrable... —

Sigue hojeando el álbum con atención—. Mira,Jacopo, esta fotografía es preciosa. Aquí estáisen su fiesta de cumpleaños. No me acuerdo...¿cumplía diecisiete o dieciocho años?

—Diecisiete —precisa él sin titubear.

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Sus ojos rebosan añoranza y lo expresan contal claridad que no puedo por menos que verlobajo una nueva luz. Pasa las páginas del álbumcon lentitud, hasta el punto de que da laimpresión de que ve las fotografías por primeravez; es evidente que no le resultan indiferentes.Su mano tiembla.

—Esta es mi preferida —me explica laseñora De Andreis. En la misma aparecen Giulia,Bianca y Jacopo juntos en una casa con vistas almar. Morenos, despreocupados, tan guapos comolos actores de una serie americana. Bianca está aun lado, Jacopo se ríe de buena gana —su sonrisaes magnífica—, y Giulia está haciendo una muecabastante cómica. La complicidad que emanan esextraordinaria. Parece uno de esos maravillososinstantes en que la armonía de las personas entraen sintonía con la del mundo y la vida nos sonríe.

La infelicidad que demuestra Jacopo cuandomira la imagen y, con toda probabilidad, recuerdaese momento lejano e irrepetible, no puede sermás evidente. Se aparta de nosotros, inquieto y

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angustiado. Se sienta en un sillón y Doriana leestrecha una mano haciendo gala de una infinitacomprensión. Bianca sorbe por la nariz y seenjuga una lágrima con un movimiento rápido ytorpe de los dedos. Tengo la sensación de haberdesencadenado un remolino de sufrimiento y denostalgia.

Llego al final del álbum, aguardo unmomento, y después aprovecho la ocasión paramarcharme.

Todos se muestran muy educados conmigocuando me despido. Bianca, de manera especial,no puedo por menos que reconocer que me haconquistado por completo, al igual que mesucedió con Giulia esa tarde que me parece yatan remota.

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Segunda cita

Esta noche Arthur y yo volveremos a vernos en elrestaurante indio. No ha respetado el plazo deveinticuatro horas por motivos de trabajo, peronada más pasar cuarenta y ocho ha mantenido supromesa.

El local está abarrotado y el aire cargado dehumo, como sucede en los ambientes pequeños ycaóticos. Además, huele a tandoori.

Un camarero nos trae la carta, a la queapenas presto atención, estoy muy distraída.

—Sí, esto va bien —digo indicando en elmenú un plato cuyo nombre no oso pronunciar.

El hecho es que apenas tengo hambre: estoydemasiado concentrada en Arthur como parapensar en la comida.

—¿Estás segura? Es muy fuerte —meadvierte él mirando de reojo lo que he elegido.

—Sí —contesto indiferente.

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Los platos me parecen todos iguales, demanera que da igual dejar la elección en manosdel camarero. La comida se hace esperar, hasta elpunto de que, antes de que llegue, me he bebidoya mi Coca Zero, pero me da igual. ¡Estoy conArthur! Que, en este preciso momento, me estáhablando sobre algo que no estoy muy segura deentender..., algo que tiene que ver con Balako oBamako, un lugar que, en cualquier caso, notengo la menor idea de dónde se encuentra.

El camarero regresa con nuestros platos. Elmío se compone de unas albóndigas de carne conuna salsa roja picante a más no poder y unaguarnición de arroz basmati; parece muyapetitoso. Sin dejar de escuchar a Arthur,embelesada como una heroína de Jane Austen,hundo la cuchara en la comida, lista parasaborearla.

—¿Alice? ¿Estás bien?¡Claro que no! Acabo de tragarme una

especie de residuo radiactivo.Aferro instintivamente la botella de vino —

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en la mesa no hay nada más —y lo escancio en lacopa, que, acto seguido, apuro de un tragoempeorando, en caso de que sea posible, lasituación. Empiezo a toser convulsivamente. Sindejar de mirarme, como si hubiese aparecido unaaraña en el plato, Arthur llama con un ademán alcamarero y le pide con calma un poco de aguafría. Al tiempo que intento contener losespasmos, infructuosamente, comprueboaterrorizada que debo de haberlo salpicado,porque veo que se limpia señorialmente con laservilleta varios granos de arroz que han ido aparar a una de sus manos.

—¿Alice? —dice de nuevo, apartando loscubiertos.

Se levanta y se acerca a mí, pero no consigoresponderle. Entretanto, mis chillidos hanllamado la atención del apuesto camarero.

—¡Pero... se ha puesto azul! —exclama.Poco a poco, la tos empieza a calmarse.

Arthur me enjuga las lágrimas con los dedos.—¿Estás bien?

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Ahora que ha pasado todo, Arthur, que no seha apartado de mí ni un milímetro, me parecemás divertido que preocupado.

—Dis-cúl-pa-me un mo-men-to —digo conla dignidad vejada mientras el camarero meacompaña a los servicios.

Cuando me miro al espejo, daría lo quefuese por desvanecerme en ese mismo instante.El rímel no ha resistido y varios churretonessurcan mis mejillas. Tengo los ojos hinchados yestoy congestionada. Un sinfín de granos dearroz cubren la camiseta azul que, además de serpreciosa, me sentaba de maravilla antes de queme convirtiese en un payaso. Cuando regreso a lamesa veo que Arthur no ha tocado la comida yque continúa estudiando el menú.

—¿Cómo estás? —pregunta, demostrandoserio interés.

—Estupendamente —digo con unaprolongada y, espero, convincente sonrisa, que élme devuelve con dulzura—. Era demasiadopicante —añado.

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Arthur frunce el ceño y, haciendo gala deuna gran clase, omite recordarme que me advirtióa su debido tiempo.

—Precisamente ahora estaba buscando algoque puedas comer como alternativa.

—Gracias, pero no quiero nada más —añadovalerosamente.

Sonríe burlón. A continuación se dirige alcamarero y le señala un plato del menú.

—Nada de pimentón, se lo ruego, ni deguindilla o curri. Nada de nada.

El camarero asiente con la cabeza al tiempoque anota los platos.

Me siento un poco aturdida, el aire cargadodel local me marea.

Al cabo de unos segundos, el camarerovuelve con el plato que Arthur ha elegido para mí.

—¿Te parece bien? —pregunta Arthurdespués de haberme observado mientras loprobaba.

—Está muy bueno. ¿Has estado alguna vezen la India?

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Los ojos de Arthur se tiñen de nostalgia.—Fue mi primer reportaje. Quizá el mejor

que haya escrito en toda mi vida, pese a quetodavía carecía de experiencia. Se trataba de unaoperación ambiciosa: dos meses a bordo de untren con el que debía recorrer toda la India, unreportaje especial. El cuaderno, la cámarafotográfica y yo viajábamos completamentesolos. Fue mágico. Lo repetiría mañana mismo, apesar de todas las dificultades que tuve quepadecer.

—Me gustaría leerlo.—Puedo procurártelo. Entonces sí que sabía

escribir. Quizá porque todavía sentía un granentusiasmo. Ahora me aburro.

—Tal vez visitas lugares que no te dan lacarga que necesitas.

Arthur me mira impresionado.—Es cierto. Si tuviese que escribir sobre un

sitio estimulante, quizá volvería a hacerlo comoantes.

—¿Qué lugares te gustaría visitar?

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—Por ejemplo... Uganda, Irak, Bolivia... —contesta tras reflexionar por unos segundos.

—Pero esos no son países en los que hayamucho que ver —objeto vacilante.

—Son lugares a los que nadie va devacaciones. Justo por eso empiezan ainteresarme.

—No sé por qué tengo la impresión de quetu trabajo no te entusiasma lo más mínimo.

Arthur se aclara la voz, dueña de unintrigante acento anglosajón.

—No es eso. Al principio me sentíarealmente feliz de lo que hacía. Acababa devolver de París, tenía solo veintiocho años y pocaexperiencia en este campo, no era fácil. Noobstante, la verdad es que es un trabajosuperficial. Al menos para mí. Visitarrestaurantes, parques y museos no me basta, megustaría cruzar la frontera. No quiero ser unturista, quiero viajar. La diferencia es enorme.

Arthur se atusa el pelo risueño. Cuandosonríe, su rostro se ensancha y resulta aún más

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atractivo.—Sí, he comprendido lo que quieres decir.

Si eso es lo que te gusta, deberías intentarlo.Acto seguido da unos sorbos al vino,

vagamente distraído por las taraceas de unaestatua de Krishna que parece haber llamado suatención.

—¿Qué te gusta hacer en el tiempo libre,Alice in Wonderland ? —me pregunta con todanaturalidad.

¿Tiempo libre? Gracias a tu padre heolvidado lo que es.

—Me gusta leer, solo que no lo hago tantocomo quisiera. El Instituto me ocupa muchísimashoras.

—¿Puedo ser totalmente sincero contigo?—pregunta frunciendo el ceño y mirándomeintensamente a los ojos—. No te veomanipulando cadáveres. ¿Te han dicho ya que tepareces a Sophie Marceau?

—Alguna vez, sí —respondo notando queme ruborizo—. Lo cierto es que es una profesión

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muy interesante.En cuyo ámbito no logro obtener ningún

resultado, y esa es también una realidadineluctable.

—¿Es lo que siempre has deseado hacer?—Yo no trabajo como médica forense. Soy

una médica forense. La diferencia es similar a laque antes señalabas entre el turista y el viajero,igual de grande.

Arthur me contesta sonriendo y arqueandosus pobladas cejas.

—En cualquier caso, no era ese el sueñoque tenía cuando era niña. Elegí este caminoporque me fascinaba, ya incluso desde losprimeros años de universidad.

—¿Y estás satisfecha?—Tu padre no tanto —suelto a mi pesar con

una sonrisa de amargura en los labios.—Su opinión no es fidedigna, nada le basta.

Sea como sea, te he preguntado si tú estássatisfecha —precisa.

—¿De la elección? Es mi vida —respondo

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con sencillez.—¿Nunca sueñas con dedicarte a otra cosa?—No podría dedicarme a otra cosa.Arthur alza con delicadeza la copa de vino.—En ese caso propongo un brindis por el

futuro de la medicina forense.—Y yo por el futuro del periodismo

socialmente comprometido.Arthur sonríe y brindamos. Nuestros dedos

se rozan levemente. Me siento feliz.

Tras acabar de cenar nos encaminamos hacia elcoche.

—¿Vives solo? —pregunto.Asiente con la cabeza.—En la calle Sistina. ¿Quieres ver mi piso?

—propone sin demostrar gran interés.¡Calma!—¿No te parece que vas un poco deprisa?—Sí, lo sé —responde sin más—. ¿Alguna

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propuesta alternativa?—Tal vez podríamos dar un paseo, como

ayer.Arthur asiente con la cabeza.—¿A qué te dedicas cuando no viajas?—Preparo los artículos para mi sección, y

además escribo otros, de todo tipo, que presentoa mi jefe y que este rechaza invariablemente.Además tengo un segundo trabajo.

Lo miro intrigada.—¿De qué se trata?—Es casi un pasatiempo. Traduzco libros de

todo tipo de editoriales menores. Del francés alinglés.

—¿Tan bueno es tu francés?—Viví tres años en París —me explica y, en

efecto, recuerdo haberlo leído en alguna parte.—Veo que estás lleno de recursos —

comento fascinada—. ¿Cuál es tu próximo viaje?—Creta. Parto dentro de dos días.—¿Nunca te sientes desestabilizado?

Quiero decir, ¿no te sientes un poco aturdido por

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el hecho de viajar constantemente?Bajo sus tupidas cejas claras, los ojos de

Arthur muestran una expresión divertida, como sile hubiese hecho una pregunta que se respondesola.

—No, al contrario, me muero sipermanezco en el mismo sitio durante más dedos meses. Siempre regreso a casa con ganas devolver a marcharme. Siento una curiosidadinfinita por el mundo, aunque no niego que puedeser también una forma de inestabilidad. En elfondo, soy una persona muy inquieta.

—¿Y eso no penaliza tus relaciones con losdemás?

—Ve al grano. ¿Quieres saber si me cuestatener una historia sentimental?

—Bueno, en parte...—OK. La respuesta es sí, tengo alguna

dificultad. Pero creo que es únicamente unacuestión de buena voluntad y de esfuerzo: esposible que hasta ahora no haya puesto en misrelaciones ni una cosa ni otra.

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—¿Por qué?Se queda callado durante unos minutos

como si estuviese sopesando la respuesta.Mientras tanto, empiezo a reconocer losedificios que nos rodean y me doy cuenta de quehemos llegado a mi casa.

Arthur saca del bolsillo del pantalón azuloscuro que lleva un paquete de Marlboro Light.Coge un cigarrillo y me ofrece otro.

—Por varios motivos.Se enciende el cigarrillo y mira distraído

alrededor; me doy cuenta de que no le gustamucho el rumbo que ha tomado la conversación.

—¿Por ejemplo?—El hecho de que esté ausente con gran

frecuencia no ayuda y, por lo general, no meconvierte en un partido deseable; por lo demás,soy bastante inconstante y eso no sueleconsiderarse una cualidad. Pero no te preocupes,pese a ello no soy un monstruo. —Sonríe conuna imperceptible asimetría—. Solo prometo loque puedo cumplir. No miento sobre mi manera

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de ser y dejo que los demás decidan si quierenaceptarme o no como soy.

Arthur acerca sus largos dedos a mi cara yacaricia levemente mis mejillas encendidas. Hayalgo turbador en la forma en que nos estamosmirando.

—Tienes la piel más suave que he tocado enmi vida —susurra.

Me humedezco los labios.—Gracias —contesto, cohibida como una

debutante.Acaricio su mejilla, perfectamente afeitada.—Tú también.Él sonríe enternecido; me echo a temblar.En cambio, Arthur parece imperturbable. Ni

un solo velo de emoción ofusca su rostro. Tienela capacidad de dejar que lo observen sininhibiciones, de manera que lo miro a los ojoscon una calma absoluta, y él no desvía en ningúnmomento los ojos.

—Así que te marchas pasado mañana —murmuro como si estuviese haciendo una

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consideración personal.—No tardaré en volver —responde casi

susurrando.—¿Me traerás un regalo?Arthur arquea las cejas, cenicientas y muy

pobladas. Son desmesuradas. Cuánto me gustaríatenerlas así.

—¿Un regalo? Por qué no. ¿Qué te apetece?Adopto un aire pensativo.—No sé, algo personal.—De acuerdo.Tras echar una última mirada al reloj, me

despido de él sin el menor deseo de apearme delcoche. Apenas abro la puerta, Arthur me agarrauna muñeca y me mira a los ojos.

—¿Puedo darte un beso de buenas noches?Asiento con la cabeza e, instintivamente, me

inclino hacia él, que emana un aroma esencial ynatural.

Me coge el rostro entre las manos y, porfin, roza mis labios con los suyos. Lo hace conuna delicadeza muy personal; pese a ello, el

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contacto genera una corriente eléctrica que notarda en transformar la delicadeza en algo muchomás fuerte.

Y arrebatador.E increíble.Jamás he paladeado un sabor tan exquisito.Todo parece desvanecerse alrededor.Le acaricio el pelo, suave; deseaba hacerlo

desde el primer momento en que lo vi.—Espero que no tardes mucho en volver, de

verdad.Me sonríe y me besa en la frente.—Eres tierna —murmura como si el hecho

lo sorprendiese.

Encuentro a Yukino despierta. Escucha aRajmáninov mientras estudia inclinada sobre elescritorio.

—¡Yukino! ¿Todavía estás estudiando? ¿Aestas horas? —le pregunto.

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Parece exhausta. Está pálida y tiene elaspecto de alguien que no ha tomado aire frescodesde hace tiempo.

Yukino asiente cansinamente con la cabezaal tiempo que se sirve un vaso de zumo de fruta yapaga el estéreo.

—Estoy agotada —admite con candor—.¿Cómo ha ido la noche? —pregunta acontinuación mientras desentumece los brazos ylas piernas sobre su silloncito giratorio de colorrojo.

—Bien, creo.—¿Te gusta?—Podría incluso enamorarme de él. Te

encantaría, ¿sabes? A primera vista parece unapersona límpida y radiante, pero cuando loobservas con más atención transmite unainquietud... Hay algo abismal en él. Una especiede hambre insaciable de conocimientos. Y,además, tiene una forma de mirar la realidad quela embellece.

Yukino esboza una sonrisa.

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—Parece el personaje de un libro.—De hecho me recuerda a Shinobu de

Haikara-san ga toru, para que lo entiendas. Opuede que sea yo la que lo veo así. Quizá sea untipo corriente y moliente.

—Shinobu es guapísimo —murmura Yukinoen tono ensoñador antes de bostezar decansancio.

—¿Nos vamos a la cama? —le propongo—.Estás demasiado cansada para seguir estudiando.No te servirá de nada.

—Tienes razón. Me estoy cayendo desueño. Buenas noches, Alice.

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Pensamientos y palabras

Varios días más tarde, nada más llegar alinstituto, noto que algo chispeante flota en elaire. La extraña agitación que se suele percibircuando hay algo importante en juego.

—¿Me he perdido algo, Lara? —lepregunto.

Lara se hace una trenza con su cabellerapelirroja y desgreñada a la vez que me contestacon todo lujo de detalles.

—Pensaba que Claudio te había hablado yade ello. Hoy deben presentarse varios amigos deGiulia Valenti que han sido convocados y queestán involucrados en el caso. Claudio les sacarásangre para poder proceder a lascorrespondientes investigaciones genéticas ytoxicológicas.

—Pues no me ha dicho nada.En realidad, me parece bastante lógico que

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el Gran Investigador no me haya avisado. Quédesdicha haber sido borrada del círculo íntimo desus aduladoras. Ahora bien, eso no significa queesté dispuesta a perderme el momento crucialque se va a vivir hoy. Sobre todo porque hedivisado a Calligaris bebiendo un café en la salade reuniones, en compañía de Anceschi —parecían el Gordo y el Flaco—, de manera que esmás que probable que se produzca una evoluciónparticularmente interesante.

Llamo a la puerta de Claudio y, tras recibirel permiso para entrar, le sonrío afablemente.

—Quería preguntarte si puedo presenciarlos exámenes de los amigos de Giulia que se vana efectuar hoy —digo con naturalidad, comohabría hecho hasta hace poco.

—Será mejor que no —contesta fríamentesin apartar la mirada de la pantalla del Mac y sindevolverme la sonrisa.

—¿Por qué? —pregunto atónita e irritada.—Porque te has involucrado demasiado en

esta historia y prefiero que, en lo que a mí

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respecta, te quedes al margen —responde sindejar de escribir frenéticamente en el teclado.

—Es injusto.—En caso de que no lo hayas comprendido,

considéralo una manera de tutelarte —explicacon suficiencia, privándome una vez más de sumirada.

—Me estás castigando.Claudio alza por fin los ojos, y la mirada que

me dirige irradia frialdad y sarcasmo.—Te das demasiada importancia, Allevi.

Tengo cosas mejor que hacer que castigarte, pesea que reconozco que en el pasado lo habría hechoen otra circunstancia delicada. Ahora bien,considero mi deber tutelarte. Nunca olvides quesoy tu superior.

—Exageras, en cualquier caso, porque noveo qué mal puede hacerme ayudarte en eseexamen.

—He elegido ya a una ayudante.—Apuesto lo que quieras a que es Ambra —

suelto con socarronería.

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Él me mira con altivez.—Exacto —confirma al cabo de unos

segundos de silencio cargados de tensión.—¿De verdad crees que Ambra es mejor que

yo? —pregunto por fin con profunda amargura.—Sí —responde resuelta y sencillamente,

como si el hecho de admitirlo no le causase lamenor duda o embarazo.

—Te obstinas en herir mi punto débil —observo al cabo de un rato bajando la mirada, listapara salir de su despacho con el deseo de que seala última vez que lo hago.

—No es mi intención. Te conviene saberque siempre hay alguien mejor que nosotros. Aveces la necesidad de competir con los que nossuperan contribuye a mejorarnos. Pero tú, comode costumbre, te niegas a enfrentarte a la realidady este es el resultado.

Cabeceo, decidida a no dejarme amedrentar.—Hoy participaré en la investigación —

afirmo inamovible.—En lo que de mí depende no, Allevi. Te

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diré algo más: no esperes que te elogie en casode que me pregunten qué opino sobre tusituación.

Es posible que ni siquiera piense lo quedice; conozco a Claudio y sé que cuando seenfurece lo mejor que uno puede hacer esapartarse de su camino. Pero eso no impide queme duela. Lo miro y sacudo la cabeza conmelancolía.

Trabajar en ese tipo de condiciones es letal.Además del enésimo compromiso moral en unarelación que me parece ya irrecuperable, lo quemás lamento es no haberle preguntado por qué vaa examinar también a sujetos de sexo femenino,dado que él no atribuía a ese indicio ningún valory que pensaba transmitir al juez ese parecer.

Menos mal que, si algo no me falta, sonrecursos. Hay un modo para asistir a lasoperaciones, a pesar de que sé de antemano que

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le sentará a cuerno quemado. Funcionó una vez,puede funcionar dos.

—¿Le molesto, doctor Anceschi? —pregunto llamando a la puerta de su habitación.

Anceschi, que tiene siempre el aire de quientrabaja en el Instituto con la única intención dehacerle un favor al mundo, me recibe con ladistancia que reserva a los asuntos terrenales.

—Entre, por favor.—Sé que hoy se van a efectuar los análisis

genéticos y toxicológicos de varios investigadosdel caso Valenti. ¿Asistirá usted?

—Mi presencia no es necesaria,obviamente; pero un viejo conocido suyo estarápresente, el inspector Calligaris; su obstinaciónlo sorprendió, ¿sabe?

—Ah, bueno. —Comprendo que la situaciónes compleja, de manera que voy directa al grano—. Doctor Anceschi, me gustaría poder asistir alos exámenes —afirmo intentando superar latimidez.

—¿Qué problema hay? Pídaselo a Conforti

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—contesta entrelazando las manos y apoyándolassobre la barriga.

—En este momento mis relaciones con eldoctor Conforti no son, lo que se dice, serenas.Hemos tenido varios conflictos de naturalezaprofesional y él no es objetivo en lo que a míconcierne.

Anceschi parece turbado.—Eso no importa. No puede negarle la

participación.—Sí que puede —replico. ¡Lo ha hecho ya!El doctor Anceschi adopta una expresión

resuelta y, al mismo tiempo, vagamente divertida.Coge el auricular del teléfono y teclea unnúmero.

—Hola, Claudio, soy Anceschi. Unaadvertencia: deja que todos los residentes asistanhoy a los análisis. Si mal no recuerdo, se trata decuatro investigados ¿no? Pues bien, deja que losmás pequeños lleven a cabo la toma de muestrasy la correlativa investigación, así empezarán aadquirir experiencia. Sabes de sobra que eso es

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lo que establece el contrato de formaciónespecial.

Le agradezco la intercesión, lo miro condulzura.

—No lo he hecho por usted. Es justo queaprendan a hacer de todo —prosigue, aludiendo,en general, a los residentes—. A vuestra edad eracapaz de hacer autopsias y exámenes deidentificación personal sin la ayuda de nadie. Elúnico modo de aprender es la observacióndirecta, seguida de la práctica orientada.

—¿Puedo hacerle una pregunta?Anceschi asiente afablemente con la cabeza,

tan imperturbable y sereno como un Buda.—Faltaría más.—¿Por qué han pedido la realización de

tomas de sujetos de sexo femenino? El doctorConforti estaba convencido de que ese rastro erafruto de una contaminación.

—Veo que no está al tanto de los últimosacontecimientos. Antes que nada, ha de saber queel doctor Conforti ha efectuado un examen

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comparativo entre el ADN masculino que seencontró en el cilindro de la jeringuilla y el quese extrajo del líquido seminal. Y nocorresponden, hecho que no se puede decir quesea irrelevante, porque significa que, con todaprobabilidad, poco después de haber mantenidorelaciones sexuales Giulia Valenti se drogó conotro hombre. ¿Quiénes son estos dos hombres?Además, el doctor Conforti ha comunicado aljuez una conclusión, digamos, más probabilista.Le ha explicado que el ADN masculino es objetode mayores sospechas, si bien ello no excluyeque el femenino pueda pertenecer a alguien queestuviera presente esa noche, pese a que es muyposible que derive de una contaminación.

Eso es justo lo que decía yo. Esto sí quetiene el sabor de una pequeña victoria. Noobstante, el precio que tendré que pagar por ellaes que Claudio sentirá una antipatía aún mayorpor mí.

Con este ánimo triunfal me dirijo allaboratorio.

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Acabo de matar dos pájaros de un tiro: helogrado lo que quería y he privado a Ambra de supapel estelar. No obstante, dado lo triste que, engeneral, es mi situación, no tengo valor parasaltar de alegría.

Llegará un día en que todo esto habrápasado. En que no deberé postrarme ante missuperiores para obtener algo que me correspondepor derecho. Llegará un momento en que elnombre que figure al pie del informe pericial seael mío. Poco importa el precio que deberé pagarpor ello, las dificultades que tendré que superarpara alcanzarlo, cuántos sinsabores me esperan.Jamás volveré a depender de un tipo comoClaudio Conforti.

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¡Al abordaje!

De esta forma me encuentro en la afortunadacircunstancia de poder atribuir un rostro a losnombres que, hasta la fecha, me he limitado aleer en los periódicos.

Sofia Morandini de Clés. A decir verdad, lavi la noche de la inspección ocular, poco antes deque la llevaran a la sede de la fiscalía. Pertenecea una familia ítalo-francesa de rancia nobleza.Sus antepasados eran rectores universitarios,presidentes de tribunales y notarios. Es la clásicaexponente de la clase alta romana, pese a que nome parece una persona altiva. Es rubia, aunqueteñida, la melena le roza los hombros y sus ojosson dorados, más bien insólitos; la combinaciónde ambas cosas confiere algo especial alconjunto. Tiene la barbilla hundida y la narizpuntiaguda. Sus formas son redondeadas, y tienelas uñas mordidas y cortísimas. Su porte es el de

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una persona que se sale siempre con la suya, pesea que salta a la vista que en estos momentos esvíctima de la confusión y del dolor. A decirverdad, parece aterrorizada. No sé si es el climaaustero el que la consume o la idea de ser, encualquier caso, una acusada. Camina con pasoincierto y toda su fisonomía me resulta opaca.Una mujer débil, en pocas palabras.

Claudio ordena a Ambra que le realice lasdebidas tomas. La Abeja Reina intenta calmarla,en vano.

Damiano Salvati. Asquerosamente esnob yaltanero, de estatura mediana y pelo oscuro ycorto. Los labios finos, los dientesimperceptiblemente manchados de tabaco y decafé, la tez olivácea. No parece alterado, diríamás bien que no ve la hora de que finalice latortura. Claudio ha decidido que seráMassimiliano el que lleve a cabo los análisis,cosa que parece resultarle extremadamentedifícil, hasta el punto de que al final lo aparta conbrusquedad y prosigue solo.

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Abigail Button. Tiene el pelo de color mielcon reflejos pelirrojos, voluminoso y rizado, ylos ojos celestes, es altísima y descoordinada enlos movimientos; por lo demás, sonríe a todoscomo si estuviese asistiendo a una fiesta. Pidedescaradamente un vaso de agua, se remanga elsuéter verde que viste con gracia y ofrece elbrazo a Lara, a quien Claudio ha encargado queefectúe las tomas y, a continuación, el análisis.

Y, por fin, mi conejillo de indias: GabrieleCrescenti. Sus ojos están cargados de una tristezainsoportable. No diría que está atemorizado,porque no es esa exactamente la impresión queme da. Más bien me parece resignado. Es unmuchachote guapetón y moreno, un pocorubicundo en conjunto, pero atractivo, encualquier caso. Huele a desodorante de talco.

—Buenos días —digo con el tono másprofesional del que soy capaz.

—Hola —responde él; su voz es límpida ysin dejes, el tono grave.

Se aparta el pelo, largo y oscuro, y deja a la

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vista una frente amplia. Su punto fuerte es lamirada: tiene unos ojos magníficos, los másoscuros que he visto en mi vida, además deintensos y profundos como los de un oso.

—Descúbrase el brazo, por favor —le pidocon una sonrisa cordial en los labios.

Gabriele obedece sin vacilar. Su antebrazoes fuerte y está cubierto de vello oscuro. Todossus gestos emanan virilidad. Preparo la aguja y elalgodón empapado de alcohol. Aprieto alrededordel brazo la cinta hemostática al tiempo que lepido que cierre el puño.

—Espero no hacerle daño —añado con algode apuro antes de iniciar mi tarea.

—Le garantizo que me da igual. Desde el 12de febrero ya no siento nada.

Debería ser fría. Neutral. Indiferente.Dejar caer la alusión como una gotita en el

mar. Aun así, me hace naufragar.—Usted... ¿quería a Giulia?Gabriele alza la mirada, con el corazón

encogido, asombrado.

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—¿Que si la quería? —repite casi atontado—. Lo que sentía por ella era mucho más queamor, y ahora estoy como vacío. Y, por si fuerapoco, he tenido que presentarme aquí, asometerme a unas pruebas, porque hay gente queestá convencida de que yo era capaz de drogarmecon ella. Yo, que odiaba esa porquería. No sécuántas veces le dije que la dejara. Una infinidad.

—¿Eran novios? —murmuro.—No —contesta secamente. En un

principio no da la impresión de querer añadirnada más, pero de repente no se contiene yprecisa—: Yo quería, era ella la que merechazaba.

En realidad me parece que se iban el uno alotro, pero no se lo digo.

—Acabemos de una vez con esta agonía.Dese prisa, doctora, se lo ruego.

Claudio se acerca y nota el retraso.—Muévete, Allevi —susurra, golpeando con

el dedo índice la esfera del reloj.Asiento apresuradamente con la cabeza y

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realizo la toma.—¿Cómo podía Giulia pincharse sola? —

murmura Gabriele, casi para sus adentros—. Erauna miedica y, además, me parece muy difícil,¿no?

—Digamos que yo no sería capaz dehacerlo, pero por lo visto ella había aprendido.

—En los últimos tiempos aseguraba que lohabía dejado; las mentiras de siempre.

—Tal vez no fuese una mentira. Quizáintentaba desengancharse de verdad. No es fácil.

Gabriele exhala un suspiro.—No lo sé; lo único cierto es que Giulia no

podía privarse de esa mierda.Le desinfecto el brazo. El algodón blanco

absorbe su sangre oscura. Finalizo el trabajo quedebía hacer con él.

A la mañana siguiente Claudio está listo parainiciar los análisis. Parece armado de las peores

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intenciones, ya que pretende acabar en un día.No obstante, reconozco que la idea de

trabajar a destajo no me pesa: me muero decuriosidad.

—Y ahora, mis pequeñas y atontadasresidentes, pongámonos manos a la obra —afirma Claudio.

—¿Por qué te diriges solo a nuestrascolegas? Te recuerdo que nosotros tambiénexistimos —le hace notar Massimiliano Benni,que habla también en nombre de la nuevaadquisición del primer curso, un residente tanbrillante como una bacteria intestinal.

—¿Y me preguntas por qué, Benni? Puesporque tus colegas femeninas son mucho másinteresantes.

—La centrifugadora no se pone en marcha,Claudio —le comunica Ambra.

—Mierda. Es por tu culpa, Nardelli.—¿Y yo qué tengo que ver?—Cuando algo va mal, tú siempre tienes

algo que ver.

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Sus palabras van seguidas de unas risotadasen un contexto de serena jovialidad del que yome siento completamente al margen.

—Los guantes, Allevi, o en el ADN deGabriele Crescenti encontraremos también eltuyo —me regaña, tan pronto como mi habitualdistracción le da un pretexto.

Exceptuando la reducida pausa que nosconcede para comer, trabajamos hasta últimahora de la tarde. A través de la ventana veo que elcielo se va ensombreciendo con los colores delcrepúsculo. Sin embargo, Claudio no tiene lamenor intención de parar hasta que tengamos losresultados. Por una cuestión de principio, con elobjetivo de parecer el genio incansable que enrealidad no es, Ambra no da muestras dedecaimiento. Hiperactiva como una hormiga aprimera hora de la mañana, se prodiga enconsejos e incitaciones. Es ya tarde cuando, porfin, obtenemos mi resultado, el de Gabriele. Unresultado que, por otra parte, no sorprende anadie.

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Ninguno de los dos perfiles masculinos lepertenece. Ni cogió la jeringuilla ni, a pesar delas alusiones, fue el último hombre que estuvocon Giulia.

—El resultado del análisis no me sorprende lomás mínimo —le explico a Lara mientras nosencaminamos juntas a la parada del metro—. Apesar de que Gabriele me dio a entender queentre ellos había algo más que una sencillaamistad, él no era su tipo.

Lara me escruta con el desconcierto que lacaracteriza y que no parece del todo sincero.

—Me pregunto a quién pertenecerá el ADNde las muestras ginecológicas. Dado que no es deGabriele Crescenti, ¿quién era su novio?

—Tal vez no tenía novio —objeta Lara.—Novio, amante, amigo..., qué más da, lo

que interesa es saber con quién se acostó pocoantes de morir. ¿Cómo es posible que todavía no

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se haya identificado a esa persona a través, porejemplo, de los listados telefónicos?

—Eso no tiene tanta trascendencia, Alice —replica tímidamente—. Por lo demás, el ADN dela jeringuilla no coincide con el vaginal. Asípues, uno es el compañero de merienda y el otro,el amante. Y, en este caso, no creo que conocer afondo la vida privada de Giulia Valenti searelevante.

—Puede que tengas razón.—Incluso en el caso de que lo

identificásemos, saber con quién estuvo en lacama antes de morir no cambiaría mucho lascosas. Este caso nunca se resolverá. Ya lo verás.Puede incluso que no haya nada que resolver:estamos dando vueltas alrededor de un presuntodelito y quizá al final descubramos que se trata dealgo bien distinto.

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Una cena especial en unbistrot de Villa Pamphili

Nada más entrar en casa recibo una llamadatelefónica de Bianca Valenti.

Se muestra cortés y formal, como suele serhabitual en ella, pero un poco más natural.

—Me estoy convirtiendo en una pesadillapara ti —comenta en tono de broma.

Lo niego cordialmente, y a continuación lepregunto en qué la puedo ayudar.

—¿Podemos vernos más tarde? A cenar, site apetece.

A buen seguro quiere hablar conmigo parasaber algo sobre los análisis. Estoy agotada,porque en los últimos días hemos trabajado duropara obtener cuanto antes los resultados y, sinembargo, acepto la invitación al vuelo.

Quedamos en un bistrot que se encuentra enel interior de Villa Pamphili y que recrea

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maravillosamente un ambiente provenzal.Bianca no puede ser más puntual. De hecho,

me la encuentro ya sentada a una mesita, absortaen la lectura de un libro de Maupassant. Selevanta y me alarga una mano. Viste una camisade seda de color berenjena con un lazo anudadoal cuello bajo un suéter de cachemira gris, estiloaños cincuenta. Lleva el pelo oscuro recogido enuna coleta baja, y el maquillaje es tan sofisticadoque prácticamente no se nota.

—Pareces cansada, Alice. Lo siento mucho,te estoy involucrando en esta historia y quizá seme está yendo la mano...

Está dotada de una extraordinaria voz decontralto, sin duda lo más fascinante en ella,además de la mirada, imposible de olvidardespués de habérsela cruzado.

—No te preocupes. En realidad me sientoya bastante involucrada por mi cuenta. Supongoque se debe a que conocía a Giulia —le explico,a la vez que dejo el bolso en un taburete y ledevuelvo la sonrisa con la esperanza de hacerlo,

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cuando menos, con la mitad de su gracia.—¿Sabes? Me cuesta un poco hablar con el

inspector Calligaris. Parece una persona amable,pero tengo la sospecha de que filtra mucho lainformación, porque jamás responde conprecisión a mis preguntas.

—No esperes gran cosa de mí —contestodistraída mientras admiro los detalles que leconfieren una elegancia tal que parece salida deun catálogo de Vuitton.

—Estás viviendo la investigación. Supongoque nadie está más informado que tú.

Leemos el menú sin prestarle demasiadaatención. Después de todo, es un simplepretexto.

—Adoro este local —comenta—. Habíavenido ya porque la editorial en la que trabajoestá a dos pasos. La ensalada niçoise es divina.

—En ese caso pediré una. De manera quetrabajas en una editorial —digo dejando la carta aun lado.

—Sí, soy editora desde hace un año. Estudié

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en Nueva York y, cuando decidí volver a Italia,empecé a enviar mi currículum. No fue fácilencontrar la oportunidad adecuada, pero al finalhe de decir que estoy contenta. Me gusta muchomi trabajo.

—¿Por qué regresaste a Roma? —lepregunto mientras tomo un sorbo de agua.

Bianca baja la mirada.—Sobre todo por Giulia; la tía Olga ya no

podía con ella, cada vez creaba más problemas.Durante mucho tiempo dudé sobre lo que debíahacer: por aquel entonces había organizado ya mivida en Nueva York. Había encontrado un trabajo,además de buenos amigos. No obstante, al finalprevaleció el sentido de responsabilidad por mihermana. No fue fácil, no creas.

—Si, como dices, Giulia tenía un carácterdifícil, no creo que el hecho de ser drogadictamejorara las cosas.

—No, en efecto. Nuestra tía habíaempezado a sospechar algo, porque Giulia lepedía cada vez más dinero y estaba muy

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descentrada. En una ocasión, cuando todavía ibaal instituto, se tomó una pastilla de éxtasisdurante un viaje con el centro y acabó en elhospital. Mi tía casi se muere de vergüenza,porque la llamaron y tuvo que ir a Praga arecogerla. Cuando volvieron de allí me suplicóque la ayudara. No podía recurrir a Jacopo,porque él está muy ocupado con su trabajo, notiene horarios. Se dedicaba a Giulia todo lo quepodía, y eso suponía mucho tiempo, no creas,solo que no era suficiente. De manera que, comobuena hermana mayor, hice las maletas y volví aItalia.

Cuenta esa elección vital, a la que, a todasluces, se vio constreñida, con un tono impasible.No se pierde en recriminaciones, porque, en elfondo, en ella prevalece siempre lacircunspección. Pese a todo, intuyo que no esuna persona serena.

—Así que en casa conocíais sus problemascon la droga.

—Por supuesto. Mi tía le pagaba un riñón a

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un psiquiatra, sin grandes resultados. Giulia pasótambién una temporada en una clínica privada deMontreux, pero, teniendo en cuenta lo que hapasado, el tratamiento tampoco sirvió para nada.Giulia siempre fue problemática, carecía deequilibrio y de sentido de la medida. Tal vezbuscaba en la droga todo lo que no encontraba enla vida. A saber. Por si fuera poco, las personasque frecuentaba no le servían de gran ayuda. Unapandilla de vagos sin la menor sustancia. Sobretodo Sofia Morandini de Clés.

—Bianca... —Me callo, sin saber si hablar ono. Pero, a fin de cuentas, tarde o temprano seenterará—. Las huellas que se encontraron en lajeringuilla no pertenecen a ninguna de laspersonas investigadas. Ni a Sofia ni a Damiano nia Gabriele.

Bianca recibe la noticia arrugando suspobladas cejas oscuras.

—Yo también he pensado en todo momentoque Gabriele era inocente. Es una personamagnífica. No tiene nada que ver con esta

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historia, pondría la mano en el fuego. Pero...Enmudece, rechaza la llamada que recibe en

ese instante en el móvil, que vuelve a meter en elbolso, y me mira de nuevo a los ojos con unaintensidad excepcional. Qué guapa es. Su belleza,sin embargo, no se percibe a primera vista.

—Perdona. Decía que... si hubiese tenidoque señalar a alguien con el dedo, habría apuntadoa Sofia. Todos estamos convencidos de queGiulia entró en el mundo de la droga con ella. Esuna amoral a la que desprecio con toda mi alma.Habría sido capaz de abandonar a Giulia, y dehacer cosas aún peores. En parte porque, en losúltimos tiempos, no se llevaban nada bien. Giuliame dijo que se había vuelto insoportable, queestaba celosa de Gabriele, de quien siempre haestado enamorada. Extraño, realmente extraño.

—¿A qué te refieres?Bianca junta las manos y las apoya en el

regazo, pensativa.—Pues que no se drogase con ella y con

alguno de sus amigos. Han aparecido las huellas

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de un hombre, ¿verdad? No alcanzo a imaginarcon quién podía estar. ¿Puedo hacerte unapregunta?

—Claro que sí.—Los resultados... ¿son fiables? ¿Son

ciertos?—Bueno, sí. Algunos piensan que la huella

femenina que apareció en el cilindro es unacontaminación y que, por tanto, no guardaninguna relación con la muerte de Giulia. Ahorabien, eso no excluye que esa noche ella estuvieseacompañada. Te diré más, es posible que la huellapertenezca a alguien que estaba esa noche conella, pero no tengo la menor idea de quién puedeser.

La expresión de los inmensos ojos deBianca delata cierto malhumor.

—Pero ¿cómo es posible tantaincertidumbre? Empiezo a sospechar que estahistoria se está tratando con excesivasuperficialidad.

—No, no, nada de superficialidad. El doctor

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Conforti ha repetido los análisis en variasocasiones para ser lo más precisos posible. Pordesgracia, la incertidumbre forma parte deljuego. En medicina no hay nada seguro, y lomismo vale para la especialidad forense.Solamente se puede hablar de probabilidadelevada, casi nunca de certeza.

Bianca parece aún más interesada.—En ese caso, hablemos en términos de

probabilidad. ¿Qué es más probable? ¿Que lahuella femenina sea fruto de una contaminación oun auténtico indicio?

—Solo puedo decirte que el doctorConforti considera más probable la hipótesis dela contaminación.

Bianca se calla, perpleja, como si estuviesereflexionando.

—Así pues, el resultado deja fuera de todasospecha a Sofia.

—Bueno, aún falta saber los resultados delexamen toxicológico. Quién sabe, quizá nosllevemos una sorpresa.

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—Ah.—Y, a fin de cuentas, se podría llegar

también a la conclusión de que en esta historia noexisten indicios de delito. ¿No lo preferirías?

—¿Qué quieres decir? —pregunta Biancasobresaltada.

—Pues que, aunque sea igualmente trágico,tal vez sea preferible pensar que su muerte fue unaccidente inevitable, y no lo contrario.

—No creo que haya nada preferible en estascircunstancias —replica Bianca fríamente.

De acuerdo, debería haberme callado, loúnico que pretendía era ofrecerle unaeventualidad más aceptable. No niego que tienerazón: en este caso no existen eventualidadespreferibles.

Agacho la cabeza, entristecida. No obstante,me parece que es la ocasión adecuada parahacerle una pregunta que olvidé la última vez quela vi.

—Bianca... ¿puedo preguntarte qué relaciónexistía entre Giulia y Doriana? —le suelto a

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bocajarro.Parece sorprendida.—¿Por qué quieres saberlo?—Simple curiosidad. Dados los problemas

que Giulia causaba a la familia y el hecho de queJacopo era para ella como un hermano mayor, mepreguntaba por qué tu tía no confiaba más en sufutura nuera.

—Doriana es una joven extremadamentedébil e introvertida. Jamás se ha integrado deltodo en nuestra familia, pese a que Jacopo y ellason novios desde hace mucho tiempo. A sumanera quería mucho a Giulia, aunque también lairritaban sus continuas intromisiones en la vidade mi primo.

—¿La irritaban?—Sí..., en varias ocasiones tuve la

impresión de percibir... una especie deintolerancia... Aunque nada grave. Pequeñosdesacuerdos, como en todas las familias. Entreotras cosas, ahora que lo pienso es probable queno sepas... Fue con ella con quien Giulia tuvo la

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discusión telefónica que escuchaste esa tarde.Calligaris lo ha verificado. Ahora bien, he deañadir que no se puede considerar un hechoaislado. Yo misma reñía continuamente con mihermana. Tenía un carácter peleón y había quetenerla bajo control, porque causaba un sinfín deproblemas.

El plato de Bianca sigue casi lleno; pese aello, deja que la camarera se lo lleve. Es obvioque ha perdido el apetito: cada día me parece másdelgada. Rechaza los dulces que nos proponen yyo la imito, aunque me habría gustado probar elbrownie de chocolate con nata.

Pide la cuenta e insiste en pagarla.—Me ha aliviado hablar contigo. Me

tranquilizas —afirma mientras guarda la carteraen el bolso—. Deberíamos vernos más a menudo,y no solo para hablar de Giulia. Creo quetenemos muchas cosas en común —afirma conuna expresión de simpatía—. Tengo pocosamigos en Roma; los fui perdiendo mientras vivíaen Nueva York y estoy intentando entablar nuevas

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relaciones.—Me encantaría —respondo con

sinceridad.

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Cordelia

Mientras contemplo el mundo que hay al otrolado de la ventana de mi Guantánamo, un rabiosodía de marzo después del encuentro con Bianca,sigo sin poder quitármela de la cabeza. En laamabilidad que demostró aclarándome los puntososcuros: al hacerlo puso en evidencia la mismaapertura confiada hacia el mundo que tanto meimpresionó en Giulia la primera vez que la vi.

El timbre del móvil interrumpe mispensamientos.

—¡Hola, bienvenido!Me alegro mucho de oír su voz.—¡Gracias! Escucha, no puedo

entretenerme hablando por teléfono, así que serébreve. ¿Tienes algo que hacer esta noche?

—Creo que no.—¿Te apetece acompañarme a una cena

informal? Se trata de una pequeña reunión entre

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colegas de la redacción.Oigo un auténtico bullicio al fondo, también

una voz femenina que lo llama con irritanteinsistencia.

—Me gusta la idea, mucho —contesto conun tono que manifiesta a las claras lo honrada queme siento por la propuesta.

No se trata de una simple cena cuyoobjetivo subliminal es copular, sino de unainvitación formal a un encuentro en el que se meconsiderará su acompañante oficial. Y todo estodespués de dos citas. Las cosas están yendo,como poco, por buen camino.

Esa misma noche, en el interior de su Jeep,percibo el delicioso aroma que emana de Arthur,una mezcla de champú reciente y de coladafresca. Parece abatido.

—Desde que volví de Creta he tenido quetrabajar día y noche. Me queda poco tiempo parapresentar una traducción que, debido al viaje,llevo muy retrasada —me explica—. En realidad,por ética laboral habría debido quedarme en casa

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para acabar un capítulo, pero es la fiesta dedespedida de Riccardo, un colega de la redacciónque está a punto de marcharse a Jartum; tieneprevisto regresar dentro de un mes, pero, dadoque suelen enviarlo a zonas críticas, ironiza sobreel hecho de que nunca volverá, y por eso quieredespedirse de todos como se debe.

—Me parece una idea bastante lúgubre —comento, impresionada.

—Pues yo pienso exactamente lo contrario.—Tengo la sensación de que te gustaría

estar en su lugar.Arthur sonríe con amargura.—Tendré que conformarme con Estambul.—¡Conformarte! Siempre he deseado ir a

esa ciudad, pero jamás he encontrado lacompañía adecuada.

Antes de que me dé cuenta de que le acabode pedir indirectamente que me lleve con él,Arthur vence en rapidez a la sinapsis de misneuronas y me lo propone.

—Ven conmigo. Me marcho dentro de unas

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dos semanas, ¿te bastan para organizarte?—Tengo la impresión de que te he forzado a

pedírmelo. Disculpa, no era mi intención. No tesientas obligado —replico, ruborizada.

—Todavía no me conoces. Si te lo hepedido es porque me apetece la idea.

—¿Estás seguro?—Sí y, además, no es una propuesta

indecente. Si el objetivo fuera llevarte a la cama,podría pedírtelo ahora mismo, puedes estarsegura.

—Arthur —murmuro atónita.Él no parece mínimamente turbado.—Creo que es una propuesta interesante y

útil para los dos. Solo estaremos fuera cincodías. Así tú visitarás Estambul y yo disfrutaré deuna buena compañía —concluye sin más, como sime hubiese hecho una oferta de negocios.

—Eres muy amable. Gracias —respondo,intentando recalcar su descuido—. Me lopensaré.

Arthur no insiste ni cambia de tema; se

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limita a buscar en la radio algo que le guste. Elsilencio solo se ve interrumpido por el ruido deprotesta que hace el motor cuando cambia, demanera un tanto deportiva, una marcha.

—De nada —dice, por fin. Las notas deCayman Islands de los Kings of Conveniencecolman nuestro mutismo.

Aparca delante de un edificio moderno de laTiburtina.

Subida a lo alto de mis vertiginosos tacones,me acerco a él por detrás y tropiezo. Llevo unvestido de noche de un bonito color verdeoscuro, un poco llamativo, y con un escote untanto descarado, que compré porque se parece alque llevaba Keira Knightley en Expiación.

Me tiende la mano y me sonríe. Es tanapuesto como un príncipe, y yo me siento comoCenicienta en el baile.

Apenas entramos en el piso —nos abre unachica a la que Arthur saluda calurosamente—, unamaldita alfombra tiende una trampa a mis taconesde aguja, resbalo y acabo de bruces en el suelo.

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—¡Dios mío! —exclama la joven que nos haabierto.

De Cenicienta en el baile, nada.Arthur contiene la risa por pura gentileza,

pero la expresión divertida de su cara resultaigualmente humillante.

—¿Estás bien? —me pregunta solícita lachica que resulta ser una redactora de la secciónde espectáculos.

Me muero de vergüenza y daría lo que fuesepor poder regresar de inmediato a casa.

—Sí..., no ha sido nada —respondo con laautoestima dañada.

El dueño de la casa se acerca a nosotros condos copas en las manos. Por suerte, al menos élno parece haber presenciado mi número detrapecista.

—¡Nuestro trotamundos! —exclama,aproximándose a Arthur.

Riccardo Gherardi es un tipo chispeante deunos treinta y cinco años, más bien robusto yatractivo, pese a que la suya no es una belleza

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convencional. Tiene una sonrisa preciosa y unaconversación muy amena.

No parece nada inquieto por la idea de estara punto de viajar a un lugar tan peligroso y salvajecomo, pienso, debe de ser Jartum. Por puroegoísmo me alegro de no tener que celebrar queuna cosa así le haya sucedido a Arthur, a pesar deque para él sea en este momento su mayorambición profesional.

No es leal pensarlo. Sobre todo porque él essumamente delicado. Pero no puedo evitarlo.

Mientras tanto, varios colegas más deArthur nos reciben agitados.

Luego la veo.Es la joven más atractiva de la sala.No es guapa. Al contrario, mirándola bien,

resulta más bien feúcha. Solo que es intensa ydescaradamente elegante. Altísima y flaca, luceuna túnica de color celeste de Chanel y lleva sumelena clara recogida en un peinado que haríaparecer descuidada a cualquier otra mujer, peroque en su caso le confiere una gran clase. Se

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acerca a nosotros con la gracia impalpable de laspersonas de sensualidad innata, y saluda a Arthurabrazándolo como si no lo hubiera visto en variossiglos. Tiene los ojos brillantes.

¿Será una ex? Sea quien sea, parece nohaberme visto, a pesar de que su actitud no esconscientemente maleducada. Al contrario, damás bien la sensación de estar absorta en suspensamientos, y de desear compartirlosexclusivamente con él.

Me siento fuera de lugar, de manera que mealejo de ellos y pego la hebra con Simona, laredactora que nos ha recibido, quien se apresura apreguntarme de nuevo si me encuentro bien.

Cuando, al cabo de un rato, recupero aArthur, no parece que haya sucedido nada. No meatrevo a preguntarle quién es la tipa en cuestión yél, a su vez, no la menciona: está ya concentradoen otra cosa. Charla con todos, me presenta avarios colegas, me trae copas y pinchos con unasflores y unas frutas tan monas que da penacomérselas.

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—Disculpa un momento —dice a mediavelada, y a continuación lo pierdo de vista.

Me quedo sentada en un sofá de piel negradando sorbos a mi bebida y mirando alrededor unpoco menos perdida que al principio.

El tiempo que no pasa conmigo Arthur lodedica a la joven misteriosa, con la que lo uneuna complicidad más que evidente. Se nota en lassonrisas que se intercambian, en el hecho de que,cuando él le acaricia una mejilla, ella le respondecon una mueca infantil; en la alegría que leo enlos ojos de ella cuando él le habla con todaconfianza, excluyendo al resto del mundo de susjuegos.

Me resulta extremadamente desagradableasistir a esta escena y juro que jamás me habríaimaginado que Arthur podía ser capaz demostrarse tan poco delicado conmigo.

Aprovechando un momento en que él sepone charlar con Riccardo, la desconocida sesienta a mi lado y me invade la angustia de quedarbien. La observo mejor y saco la conclusión de

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que hay algo inquietante en ella. Pertenece a esacategoría de chicas de las que te gustaría hacerteamiga en cuanto las conoces.

—¿Dónde está Arthur? —me pregunta conun aire distraído que me toca las narices.

—Se ha alejado un momento —contestofríamente.

Ella exhala un suspiro como si estuviese enel momento culminante de un melodrama. Aprimera vista parece más joven que yo. Mientrashago ademán de levantarme, veo que Arthur sedirige, por fin, hacia nosotras.

—Arthur, esta chica... te estaba buscandodesesperadamente —le comunico con aire altivo.

La miro con desdén para señalarla. Ellaresponde a mi mirada frunciendo el ceño, comosi mi descortesía la hubiese herido. Arthur laescruta en primer lugar, luego su mirada se posaen mí. Arquea una ceja y, con ella, la cicatriz. Ensu atractivo rostro se dibuja una sonrisa divertida.

—Qué desconsiderado soy. Alice, tepresento a Cordelia, mi hermana. Cordelia, Alice.

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Cordelia me alarga una mano menuda y notoen su muñeca una pulsera de perlas fantástica.También la expresión de su semblante es ahoradivertida, por lo visto ha comprendido por fin lasituación.

—Encantada —digo con voz chillona.¡Menudo alivio!—Me alegro de conocerte, Alice —

contesta ella educadamente.Me pregunto qué le habría costado

presentarse antes.Pero da igual, porque a continuación dedica

varios minutos a hacerme un rapidísimo yvagamente histérico resumen de su vida.

Cordelia Malcomess es la segunda hija delJefe y de su tercera esposa. Esta es la herederade una familia de antigua tradición aristocrática yostenta el título de condesa. La condesitaCordelia, actriz de profesión —o, al menos, esoes lo que intenta—, es la maldición de suspadres, con los que se lleva fatal desde queemprendió la que ambos consideran una carrera

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indecorosa. Vive sola en un minúsculoapartamento que le concedió su madre y solocongenia con Arthur. Según ella, es el único quejamás la ha juzgado. Se encuentra en la fiesta deRiccardo Gherardi porque el dueño de la casa,que, según me dice la propia interesada, haperdido la cabeza por ella sin esperanza alguna deser correspondido, la ha invitado. Por su parte, lacondesita parece destrozada a raíz de una trágicadesilusión amorosa. Acaba de ser abandonada porel tipo con el que vivía, un actor de origen polacomás pobre que las ratas y sin excesivas ganas detrabajar. Estos últimos detalles me los susurra enrealidad Arthur, aprovechando el momento enque ella está en el baño.

Antes de despedirnos, Cordelia me pide elnúmero de móvil y me promete que me llamarálo antes posible para que salgamos juntas. Tieneun aire irresistiblemente vacuo.

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—Reconoce que sentiste celos de Cordelia.—¿Celos? ¿Por qué? —respondo altanera.—Mentirosa. —Sigo negando con la cabeza,

pero me echo a reír—. Me halaga, puedesreconocerlo —insiste él conduciendo a talvelocidad que me entran ganas de vomitar.

—Está bien, lo admito, pero frena un poco,te lo ruego.

Arthur parece pesaroso.—Lo siento —dice aminorando

inmediatamente la velocidad—. Todos se quejande mi manera de conducir. —A saber por qué—.¿Mejor así?

—En cualquier caso, no podía ser peor —contesto con los ojos fuera de las órbitas.

Impertérrito, Arthur retoma el tema que leinteresa.

—No sé por qué, pero sospecho que era unaexcusa para hablar de otra cosa. Estabas celosa—repite ufano.

—¿Te parecí maleducada? —le pregunto unpoco preocupada.

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Él niega firmemente con la cabeza.—No, maleducada no. De todas formas ella

es tan distraída que ni siquiera se habría dadocuenta. Además, debería haberos presentadoenseguida para evitar malentendidos.

¡Desde luego!—¿Tienes algún plan para la segunda parte

de la velada? —me pregunta a continuación conun tono natural, sin aparentes segundasintenciones.

—Es muy tarde, en serio. Y mañana meespera un día muy pesado —explico con pesar.

Circunstancia que, además, es cierta, no lodigo solo para fanfarronear. Quiero trabajar unpoco en el caso de Giulia para profundizar envarios elementos de fisiopatología, es más, laverdad es que me gustaría comentárselos..., quizála próxima vez. No quiero que me tome por unafanática, pese a que si lo hiciese no andaría muydesencaminado.

Arthur asiente con la cabeza con aire desaber muy bien a qué me refiero.

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—Te acompaño a casa.En la atmósfera tenebrosa de este cielo

plúmbeo, las luces de la ciudad brillan coninsistencia. Me fumo un cigarrillo en silencio,sentada en el cómodo asiento de su coche. Notoque he perdido el control de mí misma, o almenos, en parte.

De vez en cuando, Arthur y yo nos miramosy nos sonreímos.

Ah, la levedad del enamoramiento. Esterrible que casi la hubiera olvidado.

Cuando llegamos a la puerta de mi casa, Arthur seacerca de improviso a mi asiento. Sorprendida,abro desmesuradamente los ojos: ¡quéimpetuoso! Pero, en realidad, ni siquiera meroza: abre la puertecita del salpicadero y saca unpaquete.

—Tu regalo —explica con sencillez.Vaya, el regalo que le pedí. Lo aprieto

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encantada con las manos.—Pensaba que no te acordarías.—Te agradezco la confianza —comenta

sarcástico.Esbozo una sonrisa.—Gracias a ti, Arthur —murmuro.—Vamos, ábrelo.Es un pequeño broche de madera, una

minúscula mariposa que parece tallada a mano.—Es precioso..., Arthur.Él se limita a cogerlo de mis manos sin

pronunciar palabra.—¿Lo probamos? —pregunta.Asiento con la cabeza y la acerco a él. Me

roza lentamente las sienes —con una delicadezainaudita —y luego pasa los dedos por mi pelo. Esun gesto sencillo, inocuo, pero a la vez cargadode sensualidad.

—Siempre he pensado que lo más bonitoque se puede traer de un viaje es una pulsera.Siento que el lugar me retiene aferrándome lamuñeca. Una idea absurda, lo sé. —Se calla por

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un instante—. Pero no encontré nada losuficientemente bonito para ti.

—Ahora entiendo por qué llevas a menudoesa maravillosa pulsera de ébano —digo,retomando torpemente el hilo de laconversación.

Puede que no se haya dado cuenta, peroacaba de decir algo que me ha sonado muyromántico. Y puede que sea así, no ha dicho nadaimpresionante. Es él el impresionante. Es sumanera de hablar, tan seductora, la que meimpresiona.

—Me gusta mucho. Tiene el encanto de losobjetos cargados de historia.

—Procede de Tanzania. El indígena que lovendía me lo dio a cambio de un cedé. Hace yamuchos años.

—¿Un cedé?—Sí, le fascinaban los colores que

aparecían en la superficie cuando la luz sereflejaba en ella. Pensaba que era un objetomágico.

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Nos callamos. Apoyo la cabeza en suhombro, digno de un jugador de rugbi.

Él se queda paralizado, como si el gesto lohubiese sorprendido.

Le sonrío y lo abrazo.Y el abrazo, prolongado y envuelto en un

silencio que no tiene la menor nota de inquietud,sino que, por el contrario, es de una granintensidad, me parece insólito y encantador.

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Los insospechados límitesde la patología forense

A la vez que en el trabajo todo parece ir de malen peor sin que yo haga nada para impedir que lamarea me arrastre; mientras la investigaciónsobre la muerte de Giulia se hunde cada vez másen una fangosa ciénaga de confusión; mientras mimente fluctúa entre el éxtasis y el miedo, alguienestá viviendo su momento de gloria imparable enel Instituto.

Tras haberme eliminado, Ambra disfruta delas atenciones de Claudio, que, guapo y terriblecomo solo él sabe ser, juega con ella como conun saltamontes antes de la cópula. Cosa que, porotra parte, tarde o temprano acabarán haciendo, sino ha sucedido ya. A pesar de que lo ha intentadoalegremente con todas, Claudio jamás se haatrevido a mezclar el trabajo con lossentimientos (de los que, sospecho, carece por

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completo). Circunstancia que, en el pasado, enlos momentos en que sentía algo por él quesuperaba ligeramente la mera veneraciónprofesional, debilitaba mis esperanzas y lasllamaba al orden. Al mismo tiempo, cuando loveía coquetear con Ambra, la idea me consolabay daba a la situación, y a su figura en particular, lacerteza de un absoluto y resistente equilibrio.Ahora, el hecho de ver que está olvidando suaparente sentido común, con el que siempre hadesempeñado el papel de garduña en el gallinero,por una criatura tan miserable hiere en lo másprofundo mi inconsciente y me recuerda queexistió un tiempo, lejano ya, en el que, pormucho que me lo negase a mí misma, identifiquéa Claudio con el arquetipo de mis deseos. Loúnico que queda de todo eso es el espanto decomprobar que el arquetipo de los suyos era unatipa como Ambra.

Sin embargo, no solo es el descaro deClaudio el que hipertrofia el ego ya desmesuradode la Abeja Reina. Wally, de quien se ha

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convertido en objeto de deseo, añade su granitode arena. Ambra ha captado a la perfección laclave para ascender en el mundo laboral: hacerseindispensable para las actividades que requierenun elevado nivel intelectual como ir a comprar elpienso para el chihuahua de Wally o recoger aAnceschi en el aeropuerto. Arrastrada por unaindestructible capacidad de convertirse en elpunto de referencia por antonomasia, en virtud delo cual se ha proclamado a sí misma experta enesto y aquello, parece el ombligo del mundo delInstituto de Medicina Legal. Su exaltación es tanmolesta como un grano en el culo, sobre todo sise piensa que en el momento de su apoteosis yo,de manera absolutamente refleja, me arriesgo aretroceder. Todo ello debería inducir, cuandomenos, a la reflexión. A preguntarse por qué ellagana y yo pierdo. No hay que cometer el error deceder a la recriminación y decir que todo esprofundamente injusto. Creo que el hombre es elartífice de su destino. Ambra es una gran artífice;la cuestión es por qué no lo soy yo. Ambra posee

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varios rasgos estereotipados de la colega capulla,pese a que no lo es del todo, y por eso cuestacreer que logre todo lo que hace gracias a la leyde Murphy. Porque hay que reconocer que aveces resulta incluso simpática. Y,paradójicamente, eso me irrita aún más.

Como sucede, precisamente, en estemomento, en que la observo con un granresentimiento mientras está inclinada sobre elescritorio. Hay algo profundamente inicuo en elhecho de que Claudio le haya propuesto queredacte el acta de la autopsia de Giulia. La veoocupada con las notas y las fotografías y sientoque debo dar un vuelco a esta vida laboral demierda. El tibio sol que se filtra por la ventana,que ensució la lluvia de hace unos días, acariciasu melena, larga y clara. Sus llamativospendientes parecen dos lámparas de las quecuelgan piedras multicolores. Está sumamenteabsorta y concentrada; da la impresión de que elmundo laboral gira a su alrededor.

—Lara —dice un instante después,

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interrumpiendo mis divagaciones—. Escucha,dime si funciona —le pregunta únicamente a ellaporque es obvio que piensa que la opinión de laresidente-ameba, servidora, carece por completode valor.

—De acuerdo con los datos que figuran enla documentación, de la fase de los fenómenoscadavéricos hallados durante el examennecroscópico, de la constitución del sujeto, de lamodalidad de su muerte y de las condicionesambientales y estacionales, cabe afirmar que lamuerte se produjo a las 22.00 horas del 12 defebrero de 2010 —recita con su voz educada,lentamente, con las vocales cerradas.

—Perfecto —comenta Lara un tantodistraída.

Levanto las antenas, asombrada.—Disculpa, Ambra, pero recuerdo

perfectamente que estábamos allí a eso de lamedianoche y que Giulia presentaba ya algo delivor mortis, pese a que todavía estaba caliente.En mi opinión, llevaba muerta al menos tres

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horas.Ambra me mira, desdeñosa.—Querida, no creo que la hora de la muerte

sea objeto de discusión. Claudio ha establecidoque tuvo lugar alrededor de las 22.00, se lo hacomunicado ya a los investigadores; además, estábastante seguro. Ahora bien, si pretendes poneren tela de juicio...

—No, en absoluto. Solo que me parece undato relevante —respondo con cierta convicción.

Lara me observa, intrigada.—Te recuerdo que esa noche yo también

estaba presente. En cuanto a los datos delreconocimiento, estoy de acuerdo con Claudio—insiste Ambra, altiva y presuntuosa comonunca.

Asiento con naturalidad, si bien no logroocultar que estoy algo alterada.

—Salta a la vista que consideráis unahipótesis surrealista que yo pueda tener razón.

—Bueno, no te lo tomes como algopersonal —replica la Abeja indiferente, como si

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pretendiese darme a entender que la opinión quetiene de mí no le basta para entrar en ese ámbito.

Resuelta, me levanto de mi sitio y voy a vera Claudio a su despacho. Me presento con airecombativo, porque, pensándolo bien, no tengonada que perder, y mostrando absolutadeferencia, como he hecho hasta ahora, no heobtenido, lo que se dice, buenos resultados. Vasiendo hora de sacar a relucir mis cualidades,siempre que él me lo permita.

—¿Te molesto, Claudio? —Alza los ojosdel Mac cromado—. Seré breve —precisosentándome delante de su escritorio.

—Dichosos los ojos. Por lo visto hasdecidido dirigirme de nuevo la palaba, vaya unhonor.

—Que yo sepa nunca he dejado de hacerlo.—Por supuesto que sí. Te declaraste

enemiga acérrima después de que, para empezar,te echara una buena bronca, y luego hiciera valermi autoridad.

—Yo no definiría una buena bronca al asalto

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que cometiste contra mi autoestima. En cuanto ahacer valer tu autoridad, el intento demantenerme apartada de un trabajo que meinteresaba me pareció, sobre todo, un abuso.

—No sé por qué sospecho que esos díastenías la regla. Esa hipersensibilidad es nueva,Allevi. En el pasado te he dicho cosas muchopeores y el resultado era, invariablemente, queluego me apreciabas más que antes.

—No tenía respeto por mí misma —respondo con acritud.

Tal vez exagero un poco, pero convienehacer un poco de autocrítica de vez en cuando, yestoy convencida de que he cometido graveserrores.

—Vaya, de manera que romper conmigo porunas presuntas ofensas sanciona el nacimientodel respeto por ti misma. Me alegro por ti —comenta con un sarcasmo que me parece odioso.

—Nunca es demasiado tarde para liberarsede la dependencia psicológica.

—Dependencia. Psicológica. De manera

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que era eso. —Me escruta con una mirada llenade segundas intenciones. Como, por otra parte,suele tener por costumbre. Con cualquiera—.¿Nada más? —añade.

—No.Parece tenerlo en cuenta.—Si es así, ¿por qué has venido a verme?—Porque tengo ciertas dudas sobre la hora

de la muerte de Giulia Valenti.—¿Aún? —pregunta con tono de fastidio,

aunque confidencial—. La verdad es que noentiendo adónde quieres ir a parar.

—Bueno, escúchame. Según me han dichoaseguras que la muerte se produjo a las 22.00horas, ¿de acuerdo? Eso sin tener en cuenta quenosotros estábamos ya en el escenario delcrimen a eso de la medianoche. Giulia no pudomorir a las 22.00, tenía ya livor mortis, aunquetenue. La mandíbula empezaba a endurecerse, sibien no puedo por menos que reconocer queseguía estando caliente. Giulia llevaba muertamás de dos horas.

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Con estas simples reflexiones de caráctermeramente técnico he transformado a ClaudioConforti, el investigador con manías de grandeza,en una furia humana.

—Estoy hasta la coronilla. Por lo visto no tebasta haberte presentado a Anceschi como unacapulla cualquiera para hacerle notar mi presuntasuperficialidad. Hecho que, entre otras cosas, tehe perdonado. Ahora pretendes enseñarme cómose determina la hora de la muerte. Cuando túhacías saltos mortales para aprobar Fisiologíahumana —continúa, cada vez más despreciativo—yo era ya residente de medicina forense.Desde hacía varios años. Las únicas personas quetodavía pueden enseñarme algo tienen bastantesmás canas que tú.

—No hace falta que te pongas tan agresivo,deberías matricularte a uno de esos cursos dondeenseñan a controlar la ira.

Sus ojos verdes y oscuros parecen a puntode saltar fuera de las órbitas.

—Veamos, Alice. Hablemos de los

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fenómenos cadavéricos y de los grados paraestablecer la hora exacta de la muerte —replicacon suficiencia.

—No soy yo la que se somete a examen —respondo con una sonrisa descarada en los labios.Reconozco que inquietarlo me divierte de lolindo. Hace tiempo temía equivocarme en supresencia porque sabía que luego me tomaría elpelo durante semanas enteras. Ahora me da igual.Ahora que estoy dejando a mis espaldas el temorpsicológico que me infundía, me sientofinalmente libre. Es extraño que lo estésuperando en el mismo momento en que corro elriesgo de perderlo todo. De hecho, lamento todaslas lágrimas que he derramado y me digo que talvez lo único que he perdido durante estos años hasido el tiempo.

—Yo tampoco —replica fríamente.—Sí que lo estás, porque, en caso de que te

hayas equivocado, no seré la única que apuntaráel dedo contra ti, también media Italia lo hará.

Me mira asombrado.

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—No me he equivocado en nada —proclama.

—¿Estás seguro? ¿Por qué las 22.00 horas?—Porque hay dos datos circunstanciales. A

las 20.00 horas Giulia Valenti llamó a suhermana, y a las 21.17 llamó por el móvil a suprimo, Jacopo de Andreis. Ambas llamadasfiguran en los listados telefónicos. Luego a esahora seguía viva y coleando. Ahora bien, si erescapaz de decir que murió a las 21.30 y no a las21.45 o a las 22.00 basándote exclusivamente enlos fenómenos cadavéricos y en ausencia deotros datos circunstanciales, me inclinaré antesemejante ciencia.

Me ausento por un instante. Mientras queClaudio está deseando librarse de mí, reflexionoy siento que mi cerebro se encuentra en unestado de auténtica exaltación científica.

—En mi opinión, murió antes de las 21.00.—Entonces ¿quién llamó a su primo? ¿Su

fantasma? —me pregunta, contrayendo suatractivo rostro en una mueca burlona.

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—El cadáver que vi esa noche llevabamuerto más de dos horas.

—Te olvidas de que estaba esquelética. Enun sujeto con escasas condiciones de nutriciónlos fenómenos cadavéricos aparecen antes.

—En este caso me parece que sucediódemasiado deprisa.

—Ni siquiera te detiene la evidencia.Empiezo a pensar que Wally tiene razón y, si hede ser franco, no debería limitarse a obligarte arepetir el curso, debería impedirte que teespecializases, porque organizarás un sinfín delíos.

Lo miro fijamente con rencor. Me parece,cuando menos incorrecto que, diga lo que diga,me replique hiriendo mi punto débil, que, porotra parte, conoce a la perfección.

—Piensa en los problemas que estásc a u s a n d o tú, Claudio —le contestosolemnemente antes de abandonar su despachosin que haya logrado hacer mella en misconvicciones.

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Este viento me agitatambién

Arthur y yo estamos en la playa de Ostia. Es undomingo de finales de marzo; un domingo en queel sol y las nubes se alternan, uno de esos quepodría resultar aburridísimo o memorabledependiendo por completo de la meteoropatía odel acompañante.

La tenue luz del sol acaricia sus rizosrubios; sus labios tienen el color de una frutaestival. La humedad no tardará en encresparme elpelo, pero me da igual. Nada me molesta deverdad, dado que estoy con él, sentada en la playa,como en un desierto.

Me siento tan bien que casi me olvido demis problemas y me parece que todo carece deimportancia, salvo ser feliz ahora. Me ajusto labufanda de lana de color berenjena al cuello ygarabateo tonterías en la arena con una rama seca.

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—Estás ausente —dice Arthur mirando laespuma blanca de las pequeñas olas que rizan elmar.

—Siempre estoy un poco ausente.—Sí, pero hoy más de lo habitual.—Porque estoy relajada. Debería halagarte.

Es domingo, estoy tranquila, siento que nadapuede angustiarme, al menos hoy. En los últimostiempos he experimentado pocas veces este tipode bienestar. No estoy viviendo lo que se dice unbuen momento.

Y es cierto. No me había vuelto a sentir tanbien desde que, hace unos meses, soñé quenadaba sola en la piscina del Park Hyatt de Tokioen plena noche. Durante varias semanas cada vezque recordaba las sensaciones que me habíaproducido ese sueño me sentía bien.

—¿Problemas?No creo que sea el momento más adecuado

para contarle que me encuentro en la base de lacadena alimentaria del Instituto.

—No, ninguno. Es que... —me interrumpo

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indecisa, no sé si contárselo o no.—¿Qué? —insiste él animándome.—Que..., bueno, pues que estoy muy metida

en un caso. Jamás me había ocurrido, o al menosno de esta forma. Cuanto más pienso en él, másme doy cuenta de que las cosas no encajan, y nologro relajarme.

Arthur frunce el ceño intrigado.—Hablemos de él —propone sin más.Bajo la mirada.—No, no quiero aburrirte —respondo

tímidamente.—No eres una persona que aburra, Elis. —

Su tono me da a entender que se trata de uncumplido.

Vuelvo a bajar la mirada. Quizá..., si lehablara de Giulia, sus ojos me permitan ver larealidad con mayor lucidez.

—Se trata de una chica, se llamaba Giulia.—Arthur ha extendido sus largas piernas casihasta la orilla y me escucha con atención—. Elcaso, obviamente, no es mío. Es de un colega.

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Giulia murió de un choque anafiláctico causadopor el paracetamol con el que había cortado laheroína que se había inyectado. Tenía veintiúnaños y era tan guapa como la princesa de uncuento.

—¿Giulia Valenti?—Exacto.—He oído hablar de ella en la redacción.—De hecho, la prensa está comentando

mucho el asunto.—¿Qué diferencia este caso de los demás?

—me pregunta interesado.—Sobre todo, que me sentí involucrada en

él desde el principio. Supongo que se debe alhecho de que conocí a Giulia el día antes de sumuerte. Estaba en una tienda eligiendo un vestido—empiezo a contárselo con la voz un tantoquebrada por la emoción, porque dudo que algunavez pueda recordar ese momento y todo lo queocurrió después con indiferencia—. Ella meaconsejó cuál debía comprar. A decir verdad, fueuna magnífica adquisición. Cuando, al día

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siguiente, la vi muerta, me impresioné mucho.Nunca lo olvidaré, fue una sensación de extravío,de miedo, de impotencia. Puede que te parezcaestúpido, pero, de manera irracional, deseé poderretroceder en el tiempo para advertirle que debíatener cuidado.

—Quizá sea esa coincidencia lo que haceque todo te resulte más difícil.

—Sí, pero eso no es todo. Hay variosdetalles que no me cuadran.

—¿Qué tipo de detalles?No debería hablar del tema con él, porque

mucha de la información que obra en mi poder esconfidencial y no se puede revelar. Pero, a la vez,siento el deseo incontenible de hacerlo. Creoque es por instinto, tengo la impresión de que élme puede comprender de verdad. Considerandolo poco que sé de Arthur, es, cuando menos,insensato. Y, sin embargo, hay algo entrenosotros que va más allá de todo lo que nosdecimos y, sobre todo, de lo que no nosdecimos. Parecemos unidos por una afinidad

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intelectual y de carácter que prescinde de cuántonos conozcamos mutuamente. Puede que seacierto que resulta más fácil abrirse con losdesconocidos; ahora bien, también es verdad queyo no percibo a Arthur como un desconocido.Tengo la sensación de que, en el Hiperuranio enque residen mis sueños, lo conozco de toda lavida; de que, instintivamente, él viaja, al igual queyo, por los mismos raíles de un universoparalelo.

—Júrame que no se lo dirás a nadie.—Te doy mi palabra.—Mmm. La palabra de un periodista...—Es la palabra de un caballero. ¿O crees

que venderé esta primicia al mejor postor?—No, no lo harás. No eres tan terrible

como te gusta hacer creer a los demás.—Lo soy, y prefiero que quede bien claro,

pero no vendería jamás un secreto, es unacuestión de ética.

—Me parece honesto —comento con calma—. En cualquier caso, no te creo capaz de vender

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mis confidencias.—Te lo agradezco —contesta con una nota

de sarcasmo apenas perceptible—. ¿Crees quepodrías tenerme al margen de tus confidencias?—pregunta con el mismo registro.

—Quizá hayas oído decir que el asunto noestá nada claro.

—Debo reconocer que no soy aficionado ala crónica negra.

—Trataré de ser breve. Encontraron lajeringuilla que había usado Giulia en uncontenedor de basura que había cerca de su casa.En ella no solo había rastros de su ADN, sinotambién de los de otra persona. De una mujer yde un hombre, para ser más exactos.

—Eso significa que no estaba sola.—Pues sí, y es posible que la persona que

estaba con ella tirase la jeringuilla y la dejasemorir de choque anafiláctico.

—¿No murió de sobredosis?—No.—Tal vez porque su acompañante ni siquiera

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se dio cuenta de que estaba agonizando. Supongoque estaría bajo los efectos de la heroína. Cuandose repuso del viaje, vio que su amiga estabamuerta y no supo qué hacer.

—Es cierto, esa es otra hipótesis verosímil.De hecho, no es seguro que alguien searesponsable de su muerte. El problema es que nolo podemos excluir y, en este sentido, tengo unaserie de ideas que contrastan con las del forenseencargado de las diligencias: para empezar, noestoy de acuerdo con la hora de la muerte que haestablecido. Circunstancia nada desdeñable,porque cambiaría el valor de las coartadas de lossospechosos que han sido interrogados, sinabandonar la hipótesis de omisión de auxilio.

—¿Cómo es posible que no consigáisdeterminar con exactitud la hora de la muerte?Creía que era una cuestión científica —mepregunta intrigado.

—Pues porque fijar la hora de la muerte deuna persona no es tan fácil y aritmético comoparece —le explico enfervorizada.

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—¿No? —pregunta asombrado.—No. Hay que tener en cuenta toda una

serie de variables que pueden influir mucho en ladeterminación del momento. Datos ambientales,pero también circunstanciales. La temperatura,sin ir más lejos, o la complexión del sujeto, siera una persona robusta o delgada. No creas queestar en desacuerdo sobre esta cuestión es taninusual.

—¿Entonces? —insiste; se ve a la legua quequiere ahondar en el tema.

—Tengo la sensación de que se ha cometidoun error, pero a la vez me siento con las manosatadas, ¿comprendes? Yo no soy quién paramanifestar una opinión.

—Te equivocas. Ese concepto escompletamente erróneo.

—Tú vives en el mundo de los ideales. Yo,en otro en que mi parecer no vale nada.

—¿Incluso para mi padre?—La verdad es que tu padre no se ocupa

demasiado de los residentes. Tiene cosas

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mejores que hacer.—Mi padre no logra mantener unas

relaciones decentes con sus hijos, imagínate consus alumnos. Ahora bien, es contrario a cualquierforma de abuso, de eso estoy seguro. Teaconsejo que comentes tus ideas y sospechas aalguien que pueda hacer realmente algo. Te lodigo en serio. Podrías tener razón. No te puedenexcluir por el mero hecho de que todavía eresinexperta.

Arthur se pone en pie y me tiende una manopara ayudarme a levantarme.

—¿Quieres marcharte ya? —preguntodecepcionada en tanto que él se abrocha suBelstaff azul.

Ahora yo también estoy de pie y metambaleo a causa de mis zapatos, que no son muyadecuados para la ocasión. Lo miro de abajoarriba, dado que soy más baja que él, sobre todoen la arena, en la que tengo la sensación dehundirme.

—Mira las nubes que se aproximan. En

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menos de veinte minutos empezará a llover. Teacompañaré a casa.

Mientras caminamos por la playa endirección a su coche, envueltos en una humedadpegajosa que es casi tangible y que crea una capablancuzca alrededor, respirando el aireimpregnado de sal y de todos los olores del mary de la arena, un pensamiento martilleante medice que en mi nebulosa vida tengo pocas cosasclaras, pero una lo afecta directamente.

Poco a poco, dulce y profundamente, meestoy enamorando como no me había sucedidohace mucho, muchísimo tiempo.

El aire, en el coche, es eléctrico. Empieza allover, tal y como Arthur había previsto. Unaspequeñas gotas que caen incesantes, sin llegar atransformarse en un chaparrón. Ni un solo rayode sol logra ya filtrarse por las nubes, que hanadquirido una fabulosa tonalidad glicina. De vez

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en cuando Arthur se vuelve, me guiña un ojo y mesonríe.

Qué más da progresar. Al infierno con lasreglas. Llega un momento en que la vida tearrastra y hay que dejarse llevar por losacontecimientos.

Un momento en que razonar no sirve denada.

—¿Por qué no vamos a tu casa? —pregunto.Él arquea las cejas. El instante que me

separa de su respuesta se prolonga.—Estupendo —me contesta, y gira

bruscamente.Aparca en un garaje y nos dirigimos al

edificio donde vive a pie, sin paraguas,mojándonos un poco, y la dimensión turbadora ytierna en que me muevo en este momento mehace evocar ciertos momentos de miadolescencia. Hurga en el bolsillo, busca lasllaves con las que abre el portón, una puertecita,la puerta del ascensor y, por último, la de casa.Me siento tan atemorizada como una novata.

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Cuando entramos en el piso no enciende lasluces, nos quedamos a oscuras, el uno frente alotro.

No dice nada y se lo agradezco.Las palabras lo arruinan todo.Deja que sean los gestos los que hablen. La

gracia con la que me quita la bufanda y, acontinuación, la trenca gris. La delicadeza con laque me acaricia el pelo.

—I like you so much —murmura en inglés,y el hecho me sorprende y me intriga a la vez.

Me pregunto en qué idioma pensará. Asaber. Aunque, en el fondo, ¿qué más da?

—Maybe, I’m falling in love with you.Maybe.

Me mira con ternura, quizá sea eso lo quemás me impresiona de él. La afabilidad quemanifiesta.

—Maybe, I’m too.Al final, no son las palabras las que dan al

traste con todo.Es el timbre fuerte, tenaz e insistente, el que

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nos sobresalta.En un principio, Arthur lo ignora y yo imito

su ejemplo. No obstante, la insistencia de lallamada rompe el hechizo y, una vez roto, de nadasirve fingir.

—Lo siento —murmura antes deencaminarse hacia el vestíbulo para abrir lapuerta.

—¡Arthur! —maúlla una voz llorosa quereconozco de inmediato.

Cordelia, equipada con una bolsa de viaje deLouis Vuitton que deja caer al suelo apenas seencuentra en presencia de su hermano, le echalos brazos al cuello llorando desesperadamente.Al ver la bolsa y sus ojos grises hinchados por elllanto, me doy cuenta de que mis expectativaspara la velada se han esfumado.

—Hola, Cordelia —la saludo con un leveademán de la mano sintiéndome de más.

Cordelia mira a su hermano con aire dedisculpa y luego me abraza también.

—¡Alice! ¡Me alegro de volver a verte! —

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exclama sin dejar de llorar.Con su bonito pelo rubio ensortijado en

largas ondas, una falda de estilo gitano con unablusa de color turquesa y, en los pies, unasbailarinas doradas, Cordelia resulta realmentedeliciosa. Miro a Arthur con ternura. Él estrechalos hombros de su hermana.

—¿Qué hacíais a oscuras? —pregunta ellasollozando.

Arthur y yo nos miramos un largo instante alos ojos y sonreímos con una mezcla de apuro ypesar.

—Acabábamos de entrar.—Sí, hacía apenas unos segundos.—Ah, comprendo. ¿Puedo quedarme?—Por supuesto —contesta él, en apariencia

sincero.La lleva al salón, cuyas paredes están

pintadas de color ocre rojo, aunque en realidadapenas se ve, dado que los cuadros, los pósteres ylas fotografías ocupan todo el espacio.

—¿Qué ocurre? —pregunta a su hermana

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como si se estuviera dirigiendo a una niña.Las lágrimas de Cordelia parecen

imparables. La condesita acepta sin vacilar loskleenex que le ofrezco y los impregna de mocosy de lágrimas.

—¡Sebastian! —exclama como si el nombrebastase para aclarar la razón de su sufrimiento.

—¿Otra vez? —pregunta Arthur frunciendosus pobladas cejas grises—. Hace semanas que tedejó plantada.

Cordelia se sobresalta y rompe de nuevo allorar dando rienda suelta a su desesperación. Sesuena ruidosamente la naricilla y a continuaciónmira a su hermano con un aire atroz.

—Precisamente, la novedad es que no medejó plantada —se lamenta un tanto irritada.

—¿Entonces? —pregunto.Cordelia, en manera alguna molesta por mi

intromisión, empieza a contarme, esta vez contodo lujo de detalles, la historia entre ella ySebastian, el actor de origen polaco del queArthur me ha hablado ya. Una tarea que le lleva

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horas y horas, y que solo interrumpe paracomerse la pizza que Arthur ha pedido, pero queretoma inmediatamente sin dar señales de ir aconcluir en breve. El momento peor es cuando sedemora contando la novedad que la ha reducido aese estado: el tal Sebastian se ha enamorado.

Cuando la condesita, exhausta, empieza a darlas primeras muestras de decaimiento, yo estoyya a punto de sucumbir.

Por fin admite que tiene sueño.—¿Puedo quedarme aquí, Arthur? No quiero

volver a casa. No quiero estar sola —dice con untono que no admite objeción.

Arthur y yo nos miramos, y noscomprendemos al vuelo.

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Códigos de geometríaexistencial

Al día siguiente, un lunes cargado con el peso dela vuelta a la vida cotidiana después de undomingo particularmente exaltante, me entero deque Claudio tiene pensado ir a la Fiscalía a últimahora de la mañana para presentar el informepericial sobre los análisis genéticos ytoxicológicos que ha realizado con lacolaboración de otro joven toxicólogo forense.No sé nada sobre estos últimos análisis, y elhecho me corroe. No soy toxicóloga, pero creoque los mismos no revelarán nada sobre losdetalles de la muerte de Giulia. En cualquiercaso, solo Claudio sabe la respuesta definitivadel toxicólogo. Perder la libertad de preguntarletodo lo que quiero es un precio muy alto por lasatisfacción de haberle dicho bien claro lo quepienso.

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Dos personas caminan en direccióncontraria por el pasillo de suelo de linóleodesgastado que alberga los dos despachos. Una,la más menuda, que debería erguir más la espalda,soy yo. Voy mirando al suelo, tan concentrada enél que podría llegar al infierno. La otra, que adiferencia de mí mira hacia delante como hacenlos triunfadores natos, es Claudio. Hace tiempome habría gastado una broma o, cuando menos,me habría sonreído. Por aquel entonces nuestrarelación era distendida y amigable. Ahora todoparece haber cambiado. No hay vuelta atrás ypuede que yo tenga parte de culpa. De algo, sinembargo, estoy segura: lo echo mucho de menos.

Nuestros hombros chocan uno contra otro.El golpe no es del todo casual. Nuestras batasblancas se rozan apenas; alzo la mirada y hagoamago de disculparme, por instinto, pero él ya hapasado de largo. Lo miro por la comisura de losojos, volviendo levemente la cabeza. Camina muytieso, apretando el culo, y con las manos en losbolsillos de la bata. Cuando estoy a punto de

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girarme, inspirando la estela de Declaration deCartier que ha dejado a sus espaldas, noto que,por fin, ha vuelto la mirada. Nuestros ojos secruzan rápidamente, casi indiferentes. Y esaindiferencia es la que me causa un profundodolor.

Yo creía en Claudio. Me ayudaba a sentirmemenos sola en este lúgubre y tétrico Instituto.Me guiaba y me corregía. Buena parte de lo pocoque sé lo he aprendido de él. De buena parte delas decepciones que he sufrido me ha consoladoél con una estúpida broma.

Todo cambia y es necesario adaptarse parano morir. En esto también se concreta, pordefinición, la inteligencia: en el espíritu deadaptación, además de en la capacidad paraencontrar soluciones. Quizá la mía sea tirar latoalla.

Hay que aprender el arte de decir adiós a lascosas y a las personas.

Aprender el arte.Mañana, quizá.

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—Claudio. —Se vuelve, un pocosorprendido—. Claudio —repito con un tono queincluso a mí me suena atormentado.

Tras mirar alrededor se acerca a mí.—¿Sí?—¿Por qué?—¿Qué quieres decir? —pregunta con

indiferencia—. Te advierto que si pretendes darde nuevo el coñazo con la historia de Valenti, noquiero saber nada.

Me callo. ¿Vale de verdad la pena?—Bueno, era simple curiosidad. Da igual —

farfullo.Claudio exhala un suspiro.—He comprendido lo que quieres, los

resultados de los análisis toxicológicos.No. Por una vez Giulia no está en primer

plano. Pese a ello, cómo puedo decirle queúnicamente quería... Ni siquiera yo sé lo quequería. ¿Aclarar las cosas? No hay nada queaclarar.

—Sí, eso es.

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Él recibe mi petición con cierta irritación.—Te advierto que no dispongo de mucho

tiempo.—No importa, necesito poco.—Ven conmigo —concluye

apresuradamente pasando por delante de mí yesperando que lo siga.

Vamos al laboratorio y, nada más entrar,cierra la puerta.

—Las noticias todavía no son oficiales, demanera que procura no decir nada.

Me tiende la copia del análisis. Necesito unmínimo de concentración, la toxicología forenseno es mi punto fuerte.

—Entiendo, deja que te explique —me diceal tiempo que coge un taburete y me indica conun ademán que me siente en él.

Por un instante, mientras él, como elmagnífico docente que es, me explica todo loque no entiendo y me envuelve en su perfume, tanpersonal, y mis ojos se cruzan con los suyos,imperfectos, tengo la impresión de haber

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retrocedido en el tiempo.Como era de prever, el toxicólogo no es

capaz de establecer la hora del consumo de ladroga basándose en los metabolitos que seencontraron en la sangre, y ello porque, según meexplica Giulio, la farmacocinética individual esmuy variable y no existen parámetros fiables alrespecto. Así pues, hay que excluir por completola posibilidad de averiguar a través de la dosis dedroga que se inyectó Giulia el tiempo quetranscurrió entre ese momento y su muerte. Noobstante, los análisis toxicológicos sonespecialmente interesantes en lo que respecta asus amigos.

La única que ha resultado positiva ha sidoSofia Morandini de Clés, lo que confirma lassuposiciones de Bianca Valenti. Los metabolitosque se encontraron en su sangre son idénticos alos de Giulia. Con una única excepción: elparacetamol.

—No pueden haber utilizado la misma droga—comento, buscando la confirmación de

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Claudio.—Piénsalo bien. Hay dos posibilidades: o

que la droga no fuese la misma o que Valenti noingiriese el paracetamol con la heroína.

—Pero Giulia jamás lo habría tomadovoluntariamente. Sabía que era alérgica y que searriesgaba a sufrir un shock. Sus parientes lo hanconfirmado. No te dejes convencer por laobviedad, Claudio. Hazme caso, es una historiaterrible. Sobre todo si la droga que consumieronlas dos chicas era la misma. La heroína, lajeringuilla en el contenedor, el paracetamol...Nada encaja.

—El material genético que encontramos enla jeringuilla no pertenece a Sofia. Dicho esto, suposición es, en todo caso, incómoda. Sea comosea, y como he intentado explicarte ya variasveces, el rastro femenino que había en lajeringuilla es controvertido y poco fiable.

—¿Quieres decir que, pese a todo, Sofia sedrogó con ella esa noche?

—Es posible. Quizá con otra jeringuilla, con

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la de Giulia no, desde luego. Será difícildemostrarlo, pero, después de todo, eso anosotros no nos importa. ¿Entiendes, Alice? Anosotros no nos debe importar. Nuestra tareafinaliza aquí. Acabará hoy, en el momento en queexpliquemos al magistrado que: primero, nosomos capaces de especificar el momento en queValenti se drogó; segundo, consideramosprobable que la droga consumida por Morandinisea la misma; tercero, el paracetamol puede sertanto una sustancia para alargar la droga comouna sustancia que Valenti ingirió en otromomento.

—Y si Sofia declarase que la droga era lamisma... ¿qué pasa con el paracetamol?

—En ese supuesto la historia asumiría unperfil realmente equívoco —contesta Claudio—.Entonces sí que podría justificar el interés quehas tenido desde el principio por una historia dedrogas como tantas otras.

—¿Hay alguna manera de saber la versión delos hechos de Sofia?

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—No lo sé, siguiendo el telediario, porejemplo.

—Vamos, Claudio, estoy hablando en serio.—Ya lo sé. ¿Qué quieres que te diga? Ve a

pedir información a Calligaris, si te atreves —dice crispado.

¿Por qué acabo siempre por irritarlo? Nome considero una persona petulante ni pesada. Y,pese a ello, es un hecho incontrovertible: mesoporta, como mucho, diez minutos, luego no meaguanta más.

—¿Y por qué no debería tener el valor dehacerlo? ¿Qué hay de malo? —replico desafiante.

Claudio cabecea, como si estuviesehablando con una colegiala.

—Es evidente que bromeaba.—Yo no —contesto con descaro.—Sal del laboratorio, Alice. Vete a trabajar.

Te recuerdo que tienes un plazo, que han pedidotu cabeza, y que si no cumples como Dios mandatus deberes, acabarás mal. ¡Deberías pensar enesto y no en el caso Valenti!

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—¿Ah, sí? A ti que te gusta tanto ejercer demaestro de vida... Podrías haberme ayudado —ledigo sin ocultar la decepción que siento.

—¿Nunca te han dicho que la vida no esfácil y que no siempre encontramos a alguiendispuesto a sacarnos las castañas del fuego?Tienes que salir del paso sola y sé que, a pesar detodo, puedes lograrlo.

Después de soltar una perla tan obvia, y trasdarme un ligero empujón que no es ni rudo nidescortés, pero que, en esencia, equivale a unadelicada patada en las posaderas, aferra mishombros y me guía a la puerta del laboratorio,cabreada por el bochorno.

Justo en ese momento, Arthur me llama paraproponerme que vayamos el miércoles a ver aCordelia al teatro. Acepto, claro está.

La compañía de Cordelia pone en escena unespectáculo vanguardista en el Teatro

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dell’Orologio, en una perpendicular de la calleVittorio Emanuele; el director le asignó el papelen el último momento para sustituir a otra chicaque había renunciado de repente. A pesar de queno entiendo nada del espectáculo —creo que sedebe al problema de la conceptualidad acualquier precio —constato que se las arreglabastante bien en el escenario: es dueña de unabuena presencia escénica y sabe impostar la vozde manera bastante profesional. Arthur y yointercambiamos varias sonrisas y miradas decomplicidad; él se siente a todas luces orgullosode su pequeño trasto.

Fin del segundo acto.Si se tratase de una película sonaría la

melodía de Tiburón como música de fondo.Es el Supremo.Ha sido una idiotez por mi parte no

prepararme a la idea de que podía encontrarloallí, a pesar de que sé que las relaciones entre elpadre y la hija son más bien precarias.

La expresión de su mirada cuando

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comprende que su hijo Arthur y yo salimosjuntos es ininteligible. No es exactamente dedecepción, sino más bien de absolutaincredulidad. Como si no solo no entrase en lacategoría de mujeres que había imaginado para suhijo, sino que ni siquiera entrase en la de lasmujeres en general. En cualquier caso, y dadoque sabe fingir como nadie, me saluda comoDios manda. Me siento fuera de lugar, tengo laimpresión de haber sido arrastrada a una reuniónfamiliar en la que nadie deseaba mi presencia. Notengo nada de que avergonzarme y, sin embargo,me siento cohibida.

Le tiendo una mano sudada y estrechodébilmente la suya, atormentada.

—Creo que ya conoces a Alice, papá —diceArthur con un tono de absoluta normalidad, pesea que no se me escapa su expresión irónica.

Se ve a la legua que la situación lo divierte.—Tengo ya esa suerte —responde el Jefe,

glacial.Luego, Arthur y él se ponen a charlar como

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dos extraños sobre la representación de Cordelia.El Supremo ha acudido acompañado de la

famosa candidata al papel de cuarta esposa, unatipa insípida y altiva. Me saca del apuro la llegadade la condesa de Saglimbeni, que, con suamenazadora presencia, hace escapar al Jefe y asu consorte; según parece, las relaciones entreellos están al rojo vivo.

La condesa de Saglimbeni tiene el pelo decolor platino y en esta ocasión lo lleva recogidoen un sofisticado moño. Cordelia se parece demanera sorprendente a ella, hasta el punto de queuno podría pensar que fue concebida sin lacontribución del Supremo. Demuestra el sinceroafecto que siente por Arthur sin ningunaafectación.

—¿Soy la única que piensa que esteespectáculo es hogogoso? —pregunta actoseguido con su acento aristocrático.

—Horrible es lo mínimo que se puededecir, pero ella es feliz —contesta Arthur conimperceptible ternura.

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— M e gustagía que alguien loggasedisuadigla. Está pegdiendo el tiempo. Agthug,eges el único al que escucha. Inténtalo, te logüego.

—Te prometo que lo intentaré —contesta élrisueño.

Apenas la condesa se aleja de nosotros, medirijo a Arthur.

—¿Qué habrá pensado de nosotros?—¿Quién, Anna? ¿Por qué te interesa?Sospecho que está fanfarroneando.—¡No, ella no! ¡Tu padre!—¡Ah, mi padre! —repite él con voz de

falsete.—¡Vamos! Tú lo conoces bien... Estoy

hablando en serio.—No es precisamente exacto decir que lo

conozco bien. En cualquier caso, estoy seguro deque no le ha gustado nada vernos juntos. Nadapersonal contra ti, trata de entenderlo. Quizá seala idea de que tú puedas considerarlo como algodistinto a tu jefe.

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—Nunca podré verlo de otra manera —comento secamente.

—Yo mismo tengo alguna que otradificultad en considerarlo mi padre. Sea comosea, no veo qué importancia puede tener.

—A mí..., a mí me importa —balbuceo.—Canalla —dice sacudiendo la cabeza, a

todas luces divertido.

En el coche, mientras nos dirigimos a unrestaurante para cenar, escucho con interés unprograma radiofónico. Es un especial sobre elasunto Giulia Valenti.

Sofia Morandini de Clés está siendosometida a un largo interrogatorio y Calligarispretende exprimirla como a un limón.Evidentemente, tampoco a él le cuadra elresultado del análisis toxicológico. Creo quemañana iré a verlo. Tengo algo que decirle.

—Sigues metida hasta el cuello, reconócelo

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—comenta Arthur al ver, probablemente, misemblante inexpresivo.

Me ruborizo.—Bueno, la verdad es que sí, pero ahora no

tengo ganas de hablar de eso.—¿Te apetece cenar?—Sí, pero en tu casa —respondo con

audacia.Él desvía la mirada de la calle y me escruta

asombrado.—Be my guest.

Una vez en su piso, delante de los raviolis alvapor que acabamos de comprar en el restaurantechino de la esquina, nuestras miradas se cruzande repente.

—No sé si quiero cenar —afirma.El silencio nos envuelve y la habitación

parece convertirse de repente en una isla. Meacerco tímidamente a él y acaricio sus mejillas

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con los dedos.Dejamos de hablar.Dejamos de cenar.Es una noche muy especial.

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El final de un célebre latinlover

Esta noche no he vuelto a casa.Me he despertado al lado de un hombre que,

cuando se ha dado cuenta de lo tarde que era, seha limitado a sonreír graciosamente.

—¿Qué más te da? Ahora te acuestas con elhijo del jefe.

—Eres un monstruo. ¿Puedo ducharme?—Sure —dice mientras se levanta,

descalzo, y se pone la camisa que estaba en elsuelo.

Se atusa el pelo, mueve el cuello como paradesentumecerlo y desaparece de mi vista. Mepongo las bragas y la camiseta a la espera depoder entrar en el cuarto de baño. Miro el reloj.Mi barriga, vacía, emite unos lúgubres ruidos.

—Arthur..., es muy tarde, en serio. ¡Dateprisa, por favor!

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Wally colecciona meticulosamente misretrasos e incumplimientos, y no quiero regalarlenuevos elementos.

Arthur sale del cuarto de baño con unacalma olímpica y hace una breve reverenciadelante de la puerta.

—Todo tuyo. Te he dejado unas toallaslimpias en la cesta de mimbre. ¿Quieresdesayunar? La casa ofrece... Veamos —prosiguemientras se dirige a la cocina—. Ofrece... Nada,será mejor que vayamos a un bar.

—¡Un segundo! —grito desde la ducha.Mientras estoy bajo el chorro de agua

caliente oigo Lovers in Japan de los Coldplayprocedente de la radio que ha encendido a todovolumen en la cocina. Me visto a toda prisa y memaquillo con las cuatro cosas que llevo en elbolso, estoy preparada para salir.

—¿Te puedo acompañar? —pregunta a la vezque coge las llaves del coche.

—No quiero molestarte —contestoponiéndome el abrigo.

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Con una expresión de impaciencia en lacara, abre la puerta.

—Vamos, pero antes pasaremos por un bar,no puedes ir al trabajo sin haber comido algoantes.

Desayunamos en un pequeño bar que haycerca de la universidad. Arthur pide un café y uncruasán con Nutella. Se quita del cuello labufanda de cachemira azul y disuelve el azúcar enla tacita. Tiene ojeras.

—Ahora sí que llego tardísimo —digomirando sin esperanza su reloj y llevándome lasmanos a la frente.

—Deberías tomarte la vida con más calma.Take it easy.

—Mira quién habla. Como si no conociesesa tu padre. Y a Wally, es aún peor.

Muevo febrilmente un pie bajo la mesa.Apenas las manillas de su reloj marcan las ocho ymedia me pongo en pie de un salto y le doy unbeso fugaz en su hirsuta mejilla.

—¿Me dejas así? —pregunta; todavía no se

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ha comido el cruasán.—No puedo quedarme más, lo siento.Impasible, se seca los labios con la

servilleta y se levanta.—Espera, pago la cuenta y luego te llevo al

Instituto.—No, llegaré antes a pie, basta correr un

poco.Él parece ceder por inercia.—Te llamo más tarde.Le guiño un ojo y me largo.Todo el buen humor que ha generado la

espléndida noche que acabo de pasar con éldesaparece apenas me entero de una noticia fatal.Cuán cierto es que el hombre es una criatura quejamás se contenta.

No sé qué habría dado por una noche debeatitud con Arthur y, sin embargo, hoy, esabeatitud, que está a la altura de mis expectativas,se evapora en un abrir y cerrar de ojos.

En el despacho somos tres personas.Ambra está estudiando la ingente

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documentación relativa a un caso deresponsabilidad profesional médica; yo estoyabsorta en ciertos detalles no muy castos de lasúltimas horas; Lara busca mi mirada coninsistencia señalando torpemente la salida. Noentiendo muy bien lo que quiere decir hasta queproclama la más clásica de las excusas.

—¡Voy al baño! —afirma acompañando suspalabras de una clara invitación para que la siga.

Ambra nos ignora, como suele hacer.—¿Qué te ocurre? —le pregunto apenas nos

encontramos a una distancia segura del enemigo.—Tenía que hablar contigo cuanto antes.

Tengo un chismorreo fabuloso —contesta ufana.Dado que la última vez que aseguró lo mismo alfinal resultó ser una noticia insignificante, noespero nada prometedor.

Nos encerramos en el baño paradiscapacitados, menos frecuentado, para poderhablar sin interrupciones.

—Adivina quién está con quién —dice.—Lara, no lo sé. Ahórrate el suspense, te lo

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ruego.—Claudio...Al oír pronunciar ese nombre me

estremezco; un mal presentimiento, una horrendasensación me sacude violentamente.

—¿Claudio? ¿Con quién está? —pregunto ami pesar.

—Con Ambra, es oficial.Un instante.—¿En qué sentido oficial? ¿Qué dices,

Lara? Claudio nunca haría algo así.—Escucha, lo único que sé es que hoy han

llegado juntos al Instituto y se han dado un besoque ni en la película La fiesta.

—Eso no significa nada. A lo mejor se tratade una mera cuestión de sexo.

—No creo. Me han dicho que llevan juntosuna temporada.

De alguna forma me esperaba que tarde otemprano sucediese algo entre los dos, porqueestaban predestinados. La tensión sexual entreellos siempre ha sido tan fuerte que, a menudo,

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incluso se podía palpar.A pesar de ello, jamás habría imaginado que

la noticia me pudiera doler tanto.

A primera hora de la tarde, Silvia me llama paraproponerme una velada sushi en un restaurantejaponés que se encuentra en la zona de losMuseos Vaticanos, a un centenar de metros de sucasa. Acepto entusiasmada, en parte porque memuero por contarle los últimos acontecimientosde mi relación con Arthur.

Quedamos delante del local, adonde ellallega con el consabido retraso y tan llamativacomo siempre. Cada vez que la veo me pregunto:«¿Será auténtica? ¿Es una estatua de cera delMadame Tussauds o simplemente se ha puestosilicona en varios puntos de su cuerpo?».

—Disculpa el retraso, ma chère.—Estoy más que acostumbrada. Entremos,

te has ahorrado veinte minutos de cola.

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Silvia emana un perfume delicioso eintenso. Coge sitio, se quita la chaqueta conestudiada indiferencia y muestra un suéter demanga corta gris con unos diminutos pliegues enel cuello. Lleva en las muñecas un sinfín depulseras que, cuando mueve las manos, tintineanalegremente. Su voluminosa melena pelirroja,larga y salvaje, le roza los hombros. En conjuntosu aspecto es, a decir poco, provocador.

Después de pedir la comida afrontamos unaserie de temas. En concreto: el estado de mistragedias profesionales; mi relaciónambigua/patológica con Claudio Conforti; losavances con Malcomess Jr. En el precisomomento en que empezamos a adentrarnos en elterritorio de sus historias sentimentales, una vozfamiliar llama nuestra atención.

—Silvia.Alzamos los ojos casi al mismo tiempo.Me quedo boquiabierta al ver a Jacopo de

Andreis. Va ataviado con una trenca, comosiempre, pero esta noche noto algo diferente en

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su habitual aspecto impecable. O quizá esté, sinmás, metabolizando el luto a su pesar. De hecho,su rostro es más luminoso y, si bien no meatrevería a definirlo como un hombreconvencionalmente guapo, no puedo por menosque reconocer que su espléndida sonrisa leconfiere un discreto encanto.

Silvia contesta con encanto a la llamada y selevanta afectuosa para saludarlo.

Esta sí que es buena.Distraídamente, y con una cortesía

sorprendente, Jacopo parece acordarse de mí.—Allevi, si no me equivoco —dice

guiñando los ojos como si se estuvieseesforzando para ser preciso.

—Sí, Alice.—¿Os conocéis? —pregunta Silvia calurosa.—Por desgracia, sí —contesta Jacopo. Se

da cuenta de inmediato de su metedura de pata eintenta remediarla—. Me refiero a que lascircunstancias en que nos hemos conocido...

Interrumpe la frase a la mitad como si no

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lograse terminarla. Su semblante se ensombrecey Silvia, sorprendida y perspicaz, relaciona losacontecimientos.

—Me he enterado de lo de tu prima. Losiento mucho. Quería llamarte, pero... creo que,en ese tipo de circunstancias, el exceso deatenciones puede hartar más que consolar.

—Y, de hecho, es así —contesta élsecamente, aunque sin perder las maneras nirenunciar a la sonrisa con la que, a todas luces,suele aderezar sus interludios—. ¿Cómo está,doctora? —añade dirigiéndose, por fin, a mí.

—Bien, gracias —respondo, con lasensación de ser minúscula. Jacopo de Andreistiene la capacidad de superarmepsicoemocionalmente.

Jacopo y Silvia entablan acto seguido unabreve conversación sobre asuntos estrictamentelegales que comprendo a medias. Aguardo;supongo que tarde o temprano se despedirán.

Hecho que causa la repentina aparición deBianca.

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Sale del servicio, ha perdido mucho peso yla delgadez enfatiza algunos rasgos de su figuraaumentando el parecido con su hermana. Se hacortado un poco el pelo y las ojeras, pese a losesfuerzos evidentes por disimularlas, marcan susmaravillosos ojos, que esta noche me parecenmás oscuros que nunca. Se acerca a nuestra mesa,un poco desorientada. Me dirige una leve sonrisaa la vez que parpadea agitando sus largas pestañas,y sus ojos felinos se iluminan por unos segundos.

Parece no sentirse a gusto consigo misma.Mantiene la mirada baja y la espalda un pocoencorvada. Da la impresión de estar deseandodesaparecer o de estar en un lugar muy distinto.

—¿Te encuentras bien, Bianca? —lepregunto.

Me mira confusa.—Sí, sí —repite, por fin—. Solo que me

duele mucho la cabeza. ¿Podemos marcharnos,Jacopo?

Su primo asiente y se despide de Silvia consumo interés, y de mí con amabilidad. Por su

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parte, el que parece el fantasma de Bianca Valentinos saluda con apatía.

—¿De qué lo conoces? —pregunto deinmediato a Silvia, encantada con el nuevo temade conversación.

—Chitón, idiota. Todavía nos están mirando—contesta entre dientes mi amiga con unasonrisa melindrosa.

Espero hasta que decide que puedesatisfacer mi curiosidad. Sumerge un maki en unade las salsas, que ha mezclado con el wasabi, ypor fin me cuenta lo que quiero saber.

—Por si no lo sabes, Jacopo de Andreis esabogado. Esa es la razón de que nos conozcamos.

—¿Y qué tipo de relación tenéis? —inquiero con tono de interrogatorio.

—No demasiado profunda, aunque nosacostamos una vez.

Me atraganto con el sushi, y no por culpadel wasabi.

—¡Silvia!—¿Qué pasa?

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—Jamás me lo habría imaginado.—¿Por qué? —Silvia parece irritada por mi

convencionalismo—. Estábamos en un convenio,en Asti, hace unos dos años. Ya sabes cómo sonesas cosas. Sales a beber algo después de cenar,una indirecta, una mirada, vuelves al mismo hotel,y acabas en la misma habitación.

—No me lo habías contado.—Si tuviese que hablarte de todos los

hombres con los que me acuesto... —respondeevasiva.

Efectivamente, Silvia es un poco anárquicaen el terreno sentimental. Sus aventuras nacencon fecha de caducidad. Tiene instinto dedepredadora, es su forma de ser.

—Háblame de él —le pregunto con sumacuriosidad, que no puedo por menos quereconocer que no se debe a su relación ocasionalcon mi amiga—. ¿No tiene novia?

—Sí, ya la tenía hace dos años. Lleva almenos diez con esa idiota de Doriana Fortis,pero la engaña continuamente, todos lo saben.

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Incluso con la tipa con la que estaba esta noche...,será su nueva amiguita.

—Te equivocas de pe a pa, es su prima. Lahermana de la que murió.

—Ah, ¿y tú cómo lo sabes?—Claudio hizo la autopsia y yo he seguido

muy de cerca el asunto.Omito los detalles de la historia. Después

de todo, no son importantes, y quiero saber máscosas sobre ese tipo, al que nunca he acabado deentender. ¿Es un cabrón disfrazado de personaeducada o al revés?

—Es guapísima, aunque su aspecto es algodesaliñado.

—Esta noche estaba muy extraña. Cuando laconocí me pareció tan guapa como una actriz delos años cuarenta, y no es desastrada, te loaseguro. Nos hemos visto varias veces. Queríaque le aclarase algunos pormenores médicossobre la muerte de su hermana. Nos estamoshaciendo amigas, me gusta mucho.

—¡Qué tierno! ¡Hacer nuevas amigas, como

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las niñas de primaria! Tú entablas amistad hastacon las piedras —sentencia Silvia.

—Y tú eres una celosa, siempre lo has sido.Y posesiva. Tienes celos hasta de Yukino.

—Sobre todo de ella.—¿Y si volvemos a centrarnos en Jacopo y

Doriana?—Es una relación de pura conveniencia.

Jacopo tiene buen paladar. Le pone cuernos, perocon criterio, y créeme, el hecho de haberlegustado fue gratificante.

—¿De qué le puede servir una relación deconveniencia? Pertenece a una familia famosa ymuy estimada.

—Sí, pero no tan rica como le gusta hacercreer. No olvides que Doriana es la únicaheredera de Giovanni Fortis, el propietario deForTek. Tiene tanto dinero que si un día le toca elgordo en la lotería su vida no cambiará lo másmínimo.

—¿Piensas que se aprovecha de ella?—Puede que me equivoque, pero creo que

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sí.Dada la elevada capacidad intuitiva de Silvia,

la hipótesis me parece más que probable.—¿Conoces a Doriana?—Alice, empiezo a tener la sensación de

estar en un interrogatorio. ¡Basta! Aunque, siquieres, puedo contarte cómo es Jacopo en lacama. Excelente. En serio.

—Mejor para él, solo que a mí me interesanotros aspectos.

Silvia esboza una sonrisa al tiempo quecabecea resignada.

—Apenas conozco a Doriana, pero puedodecirte que no es una mujer particularmentebrillante.

—Volvamos a la famosa noche. ¿Cómo secomportó Jacopo contigo?

—Es un hombre con clase. Parecía un pocoagitado, pero por lo visto había esnifado una rayade coca.

Mis antenas se ponen en alerta.—¿Cómo lo sabes?

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—Me ofreció un poco y yo la rechacé.—¿Sabes si consume habitualmente?La conversación se pone cada vez más

interesante.—No lo sé. No sé si lo comenta por ahí y,

en todo caso, esa noche no me especificó nadamás. Se limitó a ofrecerme la droga. Es unhombre educado. A la mañana siguientedesayunamos juntos y luego cada uno siguió porsu camino. Yo regresé a Roma y él a Londres,donde lo esperaba Doriana.

—¿Y luego? ¿Nunca tuviste ocasión devolver a hablar con él?

Silvia reflexiona por un momento.—Sí —responde al final—. Para

felicitarnos por Nochevieja, pero solo el añopasado. Este no. ¿Podemos cambiar ya de tema?

—No..., venga. Al menos este esinteresante. ¿Sabes algo de sus primas?

—La pequeña, la que murió, posaba amenudo como modelo. Era guapa, mucho. Lanoche que pasé con Jacopo ella lo llamó; se

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llamaba Giulia, ¿verdad? Se mostró muyafectuoso con ella. Diría incluso que fraternal.He de reconocer que, por un momento, sentíenvidia de ella. Piensa en tu hermano y en el mío,y luego imagínate lo que debe de ser tener unocomo Jacopo de Andreis.

Roma es peor que Sacrofano; parece grande,pero al final uno acaba sabiéndolo todo de todos,en ciertos ambientes, cuando menos. ¡Cuántassorpresas puede reservar una velada sushi conSilvia!

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Una visita audaz aldespacho del inspectorCalligaris

—¿A quién debo anunciar? —me pregunta unajoven uniformada, con el pelo moreno y rizado yuna expresión simpática en la cara.

—A la doctora Allevi.Espero leyendo After Dark, de Haruki

Murakami. Son las tres de la tarde, acabo de salirdel Instituto y el deseo de comunicarle a alguienmis ideas sobre el caso Valenti ha desviado mispasos del camino que habitualmente recorro parallegar a casa y me ha guiado por el que conduce ala comisaría de policía.

El inspector Calligaris me recibe conamabilidad y abre los postigos de la única ventanade su despacho para cambiar el aire, que, al igualque la otra vez, está impregnado de humo.

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—Mi querida Alice, qué placer verla denuevo. ¿En qué puedo ayudarla?

—En realidad no me hace falta su ayuda,inspector. Necesito hablar con usted del casoValenti, eso es todo.

Calligaris abre los ojos como platos y sufreun acceso de tos.

—Verifiqué sus indicaciones, doctora.Puede estar tranquila —me explica por lo bajocon aire de suficiencia.

—No he venido para hablarle de eso.—¿Ah, no? —pregunta asombrado.—Me gustaría comentarle los resultados de

los análisis toxicológicos.Calligaris esboza una sonrisa.—Los conozco, querida, y puedo

garantizarle que, como siempre, el doctorConforti ha sido muy exhaustivo.

Es una manera cortés de decirme que nosiente la exigencia de hablar conmigo de nada, ypuedo entenderlo. Yo, sin embargo, debo insistir.

—Me refiero a la ausencia de paracetamol

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en la sangre de Sofia Morandini de Clés.—¿Qué es lo que no le encaja, querida? —

pregunta apoyando una mano en el mentón y conun tono que expresa, cuando menos, curiosidad.

—Pues bien..., me gustaría comentarle que,en caso de que Morandini confirme queconsumió la misma droga que Giulia, lapresencia del paracetamol en la que se inyectóesta solo puede tener una explicación: quealguien se lo suministró para matarla.

El inspector Calligaris, enjuto y tan sudadocomo de costumbre, asume una actitud reflexiva.Me mira con sincero interés y con un ademánindica al asistente que se ha asomado a la puertaque vuelva más tarde.

—Doctora, quiero que sepa quehipotéticamente la droga que consumieron lasdos jóvenes procede de la misma partida, peroeso no excluye la posibilidad de que las dosisfuesen distintas, lo que explicaría la ausencia, enuna de las dos, del paracetamol.

Lo miro exasperada.

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—¡Pues vaya una coincidencia! ¡Elparacetamol se encontraba justo en la dosis deGiulia, que era alérgica! Qué trágica fatalidad.Además, inspector, los metabolitos que seencontraron en la sangre de las dos sonidénticos... exceptuando el paracetamol. Nopuedo creer que un dato similar no levante sussospechas.

Calligaris sonríe y me mira con perspicacia.—Optima objeción. ¡Está preparada!

Continúe, sus opiniones me fascinan.—Es cierto, ¿verdad? Sofía ha declarado que

la droga que utilizaron era la misma.—¡Doctora, está agotando mi paciencia! —

contesta con una sonrisa bondadosa—. Háblemede sus teorías y deje que yo las elabore como meparezca.

—De acuerdo. Intentaré ser lo más claraposible. Si la droga es la misma, es evidente queGiulia ingirió el paracetamol en otro momento, yque este no se había utilizado para cortar laheroína. ¿Por qué? Las posibilidades son tres.

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¿Se equivocó? ¿Quería suicidarse? ¿O alguien selo suministró? En caso de que fuera así, ¿con quéobjetivo sino para matarla?

—Examinemos las hipótesis una a una —propone Calligaris encendiéndose un Pall MallManhattan.

—Por error... ¿Cómo? ¿Confundió unapastilla por otra? Es extraño, porque, por logeneral, los que saben que son alérgicos prestanmucha atención a lo que toman. Suicidio... Sí,cabe la posibilidad, pero, en este caso, además delas objeciones que ya le he planteado, ¿por quéno han encontrado ningún indicio? Ningúnpaquete, ninguna nota. Piense, en cambio, en elhomicidio. ¿Qué manera mejor de matarla se leocurre? Rápida, con el resultado prácticamenteasegurado, sin derramamiento de sangre. El armaideal: el sistema inmunitario de Giulia.

Calligaris asiente con la cabeza.—Sus consideraciones son justas, Alice. Es

obvio que hemos pensado ya en todo, pero suentusiasmo me impresiona, de verdad.

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En ese momento suena su teléfono y se veobligado a responder. Miro distraídamente suescritorio y siento un ramalazo de ternura al veruna fotografía de dos niños, con todaprobabilidad gemelos, que se parecen alinspector de una manera increíble. El parecido nojuega a su favor, pero su belleza radicaprecisamente en la irregularidad de sus rasgos yen el tipo de alegría desencantada queúnicamente los niños son capaces de expresar.

—Lo siento, Alice, pero ahora debo salir,cuanto antes —me explica después de colgar,mientras empieza a coger del escritorio lacajetilla de tabaco, el encendedor, una carteradesgastada y un llavero de peluche con forma deballena.

Capto el mensaje y me dirijo hacia la puerta.Calligaris se despide amablemente de mí con uncaluroso apretón de manos.

—Ya hablaremos, querida.

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Paradojas

Y mientras tanto —ocupada, por este orden, conArthur, el asunto Valenti y los roces con Claudio—no he prestado la menor atención al hecho deque mi plazo personal está a punto de vencer sinque yo haya hecho nada para impedir mi ruina.Han pasado casi dos meses desde que Wally melanzó el terrible ultimátum. Estoy tentada de ir aver a Anceschi para mendigar su intervención:bastaría que le explicase a Wally lo mucho queme he esforzado por resolver el caso Valenti, porejemplo. Aunque, si he de ser franca, mi trabajose ha circunscrito a ese asunto.

No, no, no. Soy indecente. Tengo lo que memerezco.

Cansada de consumirme, decido poner miscartas boca arriba con la propia interesada y tratarde intuir qué ha decidido sobre mi destino.

La suerte está echada.

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Toc, toc.—¡Adelante! —contesta Boschi con su voz

de sapo, que inevitablemente me recuerda el dañoque causa el tabaco a las cuerdas vocales—. Ah,es usted —dice después de lanzarme una fugazojeada.

—¿La molesto?—Tome asiento —añade con tono

perentorio.No parece muy propensa al diálogo.—Profesora Boschi... Quizá no sea el

momento más adecuado para hablar...Se quita sus horribles gafas de hipermétrope

y se lleva las manos violáceas a la frente.—Querida doctora Allevi, entre sus

numerosas faltas he incluido siempre unainaudita carencia de sentido de la oportunidad.Así pues, no me sorprende. Quiere hablarme desu situación, ¿me equivoco? Quiere saber quédecisión he tomado al respecto, ¿verdad?

—Sí —afirmo asintiendo frenéticamentecon la cabeza.

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El Gran Sapo asume un aire meditabundo ysolemne mientras me comunica sus impresiones.

—En los últimos tiempos la he observadoen silencio. No sería sincera con usted si noadmitiese que he notado una ligera y vaga mejora.El doctor Anceschi me ha contado las intuicionesque ha tenido sobre el caso Valenti... Pero yasabe lo que se dice, una golondrina no haceverano. Sigo considerándola demasiado apática,aunque haya marcado algún punto a su favor.Todavía estoy esperando algo que indique unserio cambio. ¿Se considera capaz de podérmelodemostrar? —pregunta poniéndose de nuevo lasgafas.

—Me gustaría saber en concreto en quédebo concentrarme. Me habría empeñado más,pero lo cierto es que... no se me ha ocurridonada.

Por una vez, el Gran Sapo aprecia misinceridad y me responde con un tono casiamable.

—Podría trabajar con el doctor Conforti en

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el proyecto virtopsia. Ah, me olvidaba, usted nocree en ella.

Yo no creo en nada, puede que ni siquiera enDios, no digamos en la virtopsia. Pero si con esopuedo salvar el pellejo, me esforzaré por creeren ella a pies juntillas. Pero trabajar conClaudio... No. Cualquier cosa menos eso. Volvera las consabidas estrategias llenas de astucia y,por si fuera poco, presenciar las parodias entre ély la Abeja... No puedo.

—Creía que la unidad de investigación sobreese tema estaba al completo.

—Siempre hay espacio para los que tienenganas de trabajar duro.

OK, entiendo.—Le propongo una cosa: le ofrezco la

solución a sus problemas en bandeja de plata. Eldoctor Conforti es muy objetivo: sabe reconocerperfectamente a las personas válidas.

Era evidente que al final la moraleja solopodía consistir en adular a nuestro Jude Law.

—Ultime el proyecto sola y entrégueselo al

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doctor Conforti.—¿Y si no le gusta?—No le hará ningún mal repetir el curso.Es inadmisible. ¿Mi futuro en manos de

Claudio? ¿De una persona que, por el mero hechode complacer a Ambra, sería capaz de dejar queme pudriese en condición de residenterepetidora?

Wally teclea febrilmente un número deteléfono con sus bastos dedos, destrozados por laonicofagia.

—¿Claudio? Ven a mi despacho, por favor.Oh, no. Por el amor de Dios, no.En un abrir y cerrar de ojos, el lameculos de

Claudio se pone a su disposición. Me dirige unamirada perpleja y enfurruñada, y a continuaciónpregunta al Gran Sapo, servil a más no poder, enqué puede serle útil.

—Sé que el proyecto virtopsia está parado.¿Me equivoco?

Claudio frunce el ceño.—Profesora, yo no diría eso. En líneas

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generales sigue adelante. Es cierto que no estoyparticularmente satisfecho de él. Hemosencontrado varios problemas en la recopilaciónde casos y en la gestión de la colaboración con elpersonal de radiodiagnóstico.

—De acuerdo. Acabo de encontrar lasolución a los problemas de tu proyecto —afirma Wally con una sonrisa maligna en loslabios, a la vez que me mira fijamente.

Como en una escena a cámara lenta, Claudiose vuelve y me escruta con genuino estupor.

—¿Ella? —pregunta con un tono que misensibilidad, un tanto susceptible, consideraofensivo.

—Ni más ni menos. La doctora está muymotivada y me ha pedido que la incorpore avuestro programa de trabajo.

¡Mentirosa! Ahora el Gran Capullo pensaráque lo he hecho con la exclusiva intención depegarme a él como una lapa.

—De acuerdo —acepta Claudioinescrutable.

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—Necesito que me hagas un resumen de sutrabajo cuando te lo entregue, Claudio.Considéralo un examen. ¿Te parece bien?

—Por supuesto —contesta él con unamueca que delata sus intenciones de abusar de supoder en su atractivo rostro. Acto seguido, posasu mirada levemente bizca en mí—. Doctora,acompáñeme a mi despacho, le explicaré lo quedebe hacer.

Wally me sonríe, convencida de habersecomportado con gran magnanimidad. Respondode mala gana a su sonrisa y sigo a Claudio. Unavez en el pasillo, ni me mira ni me dirige lapalabra. Tras entrar en su despacho cierracuidadosamente la puerta y me escruta irritado.

—De manera que le has pedido que te dejeentrar en mi grupo. Me pregunto por qué motivo,dadas las objeciones que últimamente hasplanteado a mi trabajo. Jamás me habríaimaginado que te interesara tanto colaborarconmigo.

Su sarcasmo no es del todo injustificado,

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dado lo que ha sucedido últimamente, pero no sécómo explicarle la verdad.

—De hecho, no ocurrió como piensas. Solopedí a Wally que me introdujera en unproyecto..., en el que fuese. —Agacho la cabeza,pues me doy cuenta de que detesto tener quedarle explicaciones sobre algo que ni siquieraquería obtener—. Claudio, sabes mejor quecualquiera que Wally duda de mis capacidades.Ella pensó en la investigación que estás llevandoa cabo sobre la virtopsia. Si me hubiesepermitido elegir, jamás le habría pedido que meincorporara a tu grupo. Puedes estar seguro.

—¿Me desprecias hasta ese punto? —pregunta, y parece seriamente disgustado, si biencon él conviene desconfiar de las apariencias.

—No te desprecio, en absoluto. —A pesarde todo, es cierto—. Pero, dado como están lascosas entre nosotros, y debido a los problemasque han influido en nuestra relación en losúltimos tiempos..., digamos que no me pareceoportuno que trabajemos juntos. Y todavía menos

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oportuno, por no decir paradójico, que tú debastransmitir a Wally un juicio sobre misconocimientos como médica forense, dado queme consideras una inútil.

Claudio permanece unos segundos ensilencio, a la vez que ordena su escritorio parasimular su incomodidad.

—En cualquier caso, de nada sirve quehablemos del tema. Las órdenes de la cúpula nose discuten. Hay que trabajar, y trabajaremos. Tegarantizo que trataré de ser objetivo en el juicioque emita sobre ti, y te prometo que te ayudaréen todo lo que pueda —concluye, por fin,esbozando una de sus sonrisas más seductoras.

Cuánto lo he echado de menos. Quédoloroso ha sido ver que se dirigía a todosexcepto a mí.

—Coge esa silla y siéntate a mi lado. Teexplicaré lo que debes hacer.

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Todos tenemos un precio.Tu peor enemigo es el quepuede pagarlo

—Entonces, resumiendo, ¿has entendido lo quedebes hacer?

Miro a Claudio con desdén. Le ha costadobien poco encontrarme una tarea a la altura de superfidia y eso que prometió que se comportaríacorrectamente.

—Es un trabajo de camillero —tengo elvalor de objetar.

—Yo en tu lugar no le haría tantos ascos —replica malicioso arqueando una ceja. Ambraintenta disimular una risita despreciable—. Y,además, no es para tanto. No veo en qué modopuede menoscabar tu matrícula de honor enMedicina y Cirugía el hecho de que vayas arecoger un cadáver al depósito para llevarlo a

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radiología, donde realizaremos la virtopsia.Además, te acompañará un guardia jurado, elseñor Capoccello. Normalmente lo hace todo él,porque es una persona muy dispuesta. Lo únicoque debes hacer es cruzar con el cadáver el túnelque une los dos edificios. En pocas palabras,Allevi, no pongas tantas pegas, ¿eh?

—Pero ¿por qué yo? —insisto, dado que nome entusiasma demasiado la idea de tener quepasear con un cuerpo en una camilla—. ¡Es unatarea propia de hombres! —suelto mirandofijamente al gusano de Massimiliano Benni, quese hace el sueco.

Y eso que, por antigüedad, está por debajode mí en el escalafón.

—Si quieres saber mi opinión, la medicinaforense es una especialidad propia de hombres—responde Claudio con una punta de ironía—.Pero vosotras, las mujeres, habéis queridoentrometeros y ahora no podéis echaros atráscuando os conviene —concluye con unaexpresión tan inflexible que me gustaría darle una

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bofetada.Y eso que quería ayudarme. Me pregunto

qué habría hecho si hubiese pretendido acabarconmigo.

—No seas sexista, cariño —le intimaAmbra con resentimiento.

A pesar de que me sonríe con complicidad,tiene en cualquier caso el aire de ser la reina deuna fiesta a la que ni siquiera me han invitado.

—Si no hay más remedio... —murmuro sinocultar mi rencor.

Mi salvación está en sus manos, de maneraque, si quiere humillarme hasta el final, que lohaga. Si pienso en el sentimiento de culpa que heexperimentado cada vez que he puesto en tela dejuicio sus decisiones... Cuánta nobleza deespíritu malgastada.

—Perfecto —responde en tono melindrosoapoyando las manos en los costados—. Teesperamos en radiología a las catorce treinta,Alice, es importante. No te retrases, por el amorde Dios —subraya recalcando las palabras, como

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si se estuviera dirigiendo a una idiota, la que, atodas luces, cree que soy—. Tenemos yademasiados problemas logísticos y no podemosañadir otros inútiles: el aparato sirve para realizarexámenes a personas vivas y los de radiología nopueden permitirse ninguna pérdida de tiempo.

—Supongo que no pretenderás que vuele.Son ya las 14.06, ¿por qué no me lo has dichoantes?

—Noto una inflexión polémica en tu voz,Allevi —replica con los brazos cruzados—. Y,sobre todo, tu actitud no me parece en maneraalguna colaboradora.

El resto de mis colegas me mira fijamentemientras el tiempo sigue pasando. De nada sirveperder más.

Me pongo manos a la obra; oigo el taconeoque producen mis botas en el suelo del túnelsubterráneo que une el instituto con el depósito,un trayecto que, como media, requiere entrecinco y diez minutos. Al llegar al depósitoencuentro al guardia jurado abatido en una silla,

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con un color alarmante, apretándose las entradascon un pañuelo a cuadros de algodón.

—¿Se encuentra bien?El buen hombre, que pasa en un instante de

la palidez cadavérica al verde bilis, sacudetristemente la cabeza y me cuenta con un fuerteacento de Apulia lo mucho que le ha costadodigerir los dos platos de sopa de mejillones a latarantina que se comió anoche. Se levanta de lasilla reprimiendo una arcada.

—Vamos, doctora. Acabemos cuanto antes—me exhorta con evidente malestar.

Por mucho que me preocupe la idea de tenerque trasladar sola el cadáver y de saltarme elprocedimiento, la parte más altruista de mipersona prevalece.

—Oiga —le digo—, salta a la vista queapenas puede mantenerse en pie. ¿Por qué no seva a casa?

Guiñando los ojos al sentir la llegada de uncólico, el señor Capoccello se acurruca de nuevoen la silla y me mira con el aire de una persona

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que está a punto de aceptar una propuestaindecente.

—¿Y quién la acompañará a usted?—Puedo ir sola. El recorrido no es muy

largo.—¡Nos meteremos en un lío! —masculla,

aunque sin demasiada convicción.—¡Qué lío ni qué ocho cuartos! Nadie se

enterará. Le ruego que se cuide, eso sí.Así pues, tras recibir su gratitud y sus

bendiciones, a las 14.19 salgo del depósito endirección a radiología arrastrando el cadáver ysujetando con fuerza los mangos de la camillacon las manos enguantadas. A las 14.27, cuandocasi he llegado a mi destino, suena el móvil,circunstancia que es, ya de por sí, un milagro,dado que aquí, en el reino de Hades, por logeneral nunca hay cobertura. No conozco elnúmero.

—¿Dígame?—schschschsch... Alice... schschschsch...Habría sido pedir demasiado que se oyese

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bien. Abandono el cuerpo por un momento y mealejo con la esperanza de entender algo.

—¿Alice?Es Arthur, desde Estambul.—¡Hola! ¡Perdona, pero ahora no puedo

hablar por teléfono! —le digo a la vez quecompruebo la hora: son las 14.29.

—Disculpa, no quería molestarte. Soloquería decirte que todo va bien.

No quiero cometer la descortesía deliquidarlo en un pispás. A fin de cuentas, ¿qué mepuede llevar? ¿Dos o tres minutos de retraso?Además, estoy a dos pasos de mi destino.

—No molestas... El momento es un pococrítico, eso es todo. Luego te lo explico. ¿A quéhora tienes el vuelo?

—Esta noche, a las 21.10.—¿Quieres que vaya a recogerte?—No te preocupes, cogeré un taxi. Pero

mañana nos vemos. Ha sido una estupidez que nohayas venido conmigo; Estambul es una ciudad...

Tiene razón, es una oportunidad que he

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rechazado, movida por un impulso de concienciaprofesional. ¿Cómo podía marcharme en unperiodo tan crucial, aunque fuese por pocotiempo y con Arthur?

Arthur empieza a contarme sus impresiones,pero cuando verifico la hora y veo que son ya las14.35 pienso que ha llegado la hora de terminarla conversación.

—Tengo que colgar, en serio... ¿Hablamosmás tarde? —le digo, encantada ya por el hechode que mañana lo volveré a ver.

Estoy extasiada. Siento que nuestra relaciónavanza.

Meto de nuevo el móvil en el bolsillo de labata y me voy a recuperar el cadáver.

Pero ¿dónde está?En caso de que sea una broma, es de pésimo

gusto.Apenas me he alejado un centenar de

metros.¡No pueden haberme robado el cuerpo en las

narices!

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Dios mío.El móvil vuelve a sonar y, esta vez, la

llamada no tiene nada de afectuosa.«Alice, ¿dónde coño te has metido?».

Obviamente, es Claudio.«Enseguida estoy ahí». Lo liquido

apresurándome a colgar.Miro alrededor, extraviada e incrédula. Del

cadáver no hay ni rastro, ni siquiera de un servivo.

Mierda. Mierda. Mierda.Vuelvo hacia atrás en el túnel con la

esperanza de toparme con el que ha tenido ladesgraciada idea de mover la camilla, en vano.

Estoy en un tris de sufrir un ataque depánico. Ha sido una pésima idea decirle aCapoccello que no hacía falta que me escoltase,incluso arriesgándome a que sufriese un cólicorenal en medio del túnel subterráneo. De nadasirve hacer trampas, no me queda más remedioque ir a radiología y enfrentarme a Claudio. Y aAmbra. Y a Wally.

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¿Por qué soy tan desgraciada? ¿Por qué?¿Qué mal he hecho a nadie? En el fondo soy unabuena persona. He adoptado un niño a distancia.Doy dinero a Emergency. De acuerdo, reconozcoque, de cuando en cuando, despilfarro un pococuando voy de compras, pero no deja de ser unpecado venial.

Cuando se abren las puertas correderasazules de radiología tengo la sensación de que novoy a poder soportarlo. Claudio y Ambra mesalen al encuentro agitados. Son las 14.48.

—¿Dónde está el cadáver? —mascullaClaudio mirándome como si fuese una uñaencarnada.

—Claudio, yo... no lo sé —confieso degolpe.

Por poco sufre una apoplejía.—¿Qué significa que no lo sabes?—Que no sé dónde está.Dadas las circunstancias, Claudio adopta la

siguiente actitud: «Soy un genio, pero enocasiones no me queda más remedio que

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enfrentarme a los idiotas».—Alice, a ver si lo entiendo. ¿No has

encontrado el cadáver en el depósito?—Sí, estaba allí. Lo cogí. Mientras cruzaba

el túnel..., bueno, me distraje un momento. Unossegundos, ¿eh? Pero luego...

—¡El cadáver había desaparecido! —exclama Claudio con un sarcasmo que es laantesala de la explosión—. ¿Y Capoccello?¿Dónde estaba? Porque supongo que no habrássalido sola del depósito...

Bajo la mirada.—No se encontraba bien y le dije que...

podía ocuparme de todo sola. En el fondo, no estan grave.

Mientras el ojo que bizquea vuelve a su sitiopara poder clavarme una mirada rebosante dedesprecio, y la yugular parece a punto de estallardebido a la congestión, Claudio se lanza entromba a hacerme recriminaciones.

—¡Muy bien! No solo no respetas elprocedimiento, ¡Capoccello me va a oír, desde

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luego!, sino que, además, pierdes al muerto. Solote pedí una cosa. Sabía que era una pésima ideapermitir que entrases en el proyecto. De todoslos inútiles...

—Cálmate —le dice Ambra, no sé si porpiedad, por solidaridad o por ambas cosas.

Puede que le haya turbado ver que de misojos están empezando a brotar las lágrimas, queno puedo contener.

—¿Puedes explicarnos mejor lo que haocurrido? —me pregunta la Abeja Reina con untono sosegado que apenas puedo reconocer.

Le resumo el desarrollo de los hechos.Claudio y ella se miran inquisitivamente a losojos.

—En tu opinión, ¿qué debo decirle a Wally?—me pregunta el Gran Capullo golpeandoconvulsivamente el suelo con el calzado de lamarca Tod’s.

¿Sabes qué te digo? Pues que le digas lo quete parezca. Incluso mi dignidad tiene un precio.No imploraré ni conspiraré.

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—Antes que nada, intentemos encontrar elcadáver —tercia Ambra con calma guiñándomeun ojo.

No sé cuándo la odio más, cuando secomporta como la canalla que en realidad es, ocuando se esfuerza por parecer magnánima.

—Sabía ya que es usted distraída. Un pocoalelada, a decir verdad. Ha cometido unos erroresirrepetibles. Se ha equivocado al cumplimentarciertos documentos, ha despedazado literalmentelos cuerpos del delito, se ha echado atrás envarias exhumaciones. Pero jamás habría pensadoque sería capaz de perder un cadáver. Usted halogrado algo único, Allevi: nadie que yo conozca,mejor dicho, nadie en este mundo ha alcanzadoun nivel similar de ineptitud. Perder un cadáver...

Boschi parece terriblemente decepcionada.Desearía que la tierra se abriese bajo mis

pies y me engullese.

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—¿Se da cuenta de los problemas que hacausado?

Debería ser más idiota de lo que soy para noentenderlo.

—Por suerte los enfermeros degastroenterología han recuperado el cuerpo.

De nada sirve repetirle que si se hubiesenocupado de sus asuntos, sin más, nos podríamoshaber ahorrado este lío.

—Me alejé un momento para responder auna llamada telefónica... —murmuro exánime.

—¿Y a eso lo llama seriedad? Le habíanencargado una tarea de-li-ca-dí-si-ma, dejó sinvigilancia un cadáver en medio de un pasillohospitalario común para responder a una llamadatelefónica. ¿Qué se esperaba, que los operadoressanitarios, al darse cuenta, no intervinieran deinmediato?

—Me ausenté durante cinco minutos —insisto mirando al suelo.

—¡Que bastaron para que se organizara todoeste lío!

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Agacho una vez más la cabeza, que, por unmomento, he tenido el valor de levantar.

—¿Me han expulsado de la unidad deinvestigación? —pregunto con voz trémula.

—No sé qué decirle. Hable de ello conConforti.

Por el amor de Dios.Vuelvo a casa en un taxi; la llovizna moja la

ventanilla por la que miro ensimismada. Pocasveces me he sentido más idiota.

Soy una fracasada. Una inútil incapaz deconcluir nada. He destrozado miserablemente laúnica oportunidad de salvarme que tenía.

Pago al conductor y camino hasta el portónsin ni siquiera abrir el paraguas; Yukino no estáen casa y, en parte, me alegro: explicarle lo queme ha ocurrido me remataría.

Me meto de inmediato bajo la ducha tirandodesordenadamente la ropa al suelo. Mis lágrimasse confunden con el agua caliente que caecopiosa, diluye el rímel y, con él, el resto delmaquillaje, pero no logra borrar la angustia que

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me atenaza.Menos mal que Arthur vuelve esta noche.No logro leer ni seguir un programa en la

televisión.No consigo hablar y, por ello, concluyo a

toda prisa la conversación telefónica con mimadre.

Son las diez. Solo hay una manera decalmarme.

Me visto con lo primero que encuentro ycojo el metro hasta la estación de Termini, dondesubo al autobús que se dirige a Fiumicino. En unmomento como este pienso que deberíacomprarme un coche viejo: podría ser útil.

A la hora prevista para el aterrizajedeambulo por el aeropuerto sin sueño, sinpaciencia ni esperanza.

Me dejo caer en un silloncito echado aperder por una mancha amorfa y engaño la esperaescuchando Why, de Annie Lennox, en el iPod yleyendo cansinamente varias páginas de unmaravilloso libro de Nadine Gordimer.

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Cuando la pantalla anuncia la llegada delvuelo Estambul-Roma de las 21.10, siento que,por fin, la jornada ha tocado a su fin.

Veinte minutos después, sujetando en unamano una bolsa North Face de color azul y en laotra el inconfundible Marlboro que se dispone aencender, Arthur me mira con cierto malestar.

—What a surprise —murmura dándome unbeso en la frente.

Lo abrazo y rompo a llorar soltando laslágrimas que todavía no he liberado. Arthur dejaen el suelo la bolsa y se pone el cigarrillo detrásde la oreja.

—¿Qué pasa? —pregunta un tanto alarmado.Sacudo la cabeza con tenacidad. Él responde

a mi abrazo acariciándome la nuca.—¿Alice? ¿Qué ha pasado? —insiste.—Nada que valga la pena contar —respondo

alzando la cabeza de su cazadora, en la que ahorase distingue una mancha de lágrimas y rímel—.Basta que hayas regresado. ¿Me albergas estanoche? —pregunto sorbiendo ruidosamente por

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la nariz.Me mira un tanto afligido y me rodea los

hombros con un brazo, en tanto que con el otrorecupera la bolsa y me guía hasta la salida.

—¿Estás segura de que no quieres contarme loque ha pasado? —pregunta mientras nosmetemos, muertos de frío, en su cama.

—Mañana. Ahora es tarde... No quieropensar en eso.

—¿Vas a trabajar mañana?—No. No sé si volveré.Y con estas catastróficas palabras cierro los

ojos y pongo fin a este día nefasto.

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Historia de una residentemediocre

La reacción de Arthur a mi desgracia le confiere,en cierto sentido, la justa medida. Se echa a reírsin poder contenerse.

—Jura que es verdad —me pide.Está tumbado en la cama y juguetea con un

mechón de pelo.—Por supuesto que es verdad, idiota.—¿Y toda esta tragedia por semejante

tontería?—¿Tontería? Quizá no te acabas de dar

cuenta de lo que hice —replico cabeceando altiempo que me levanto de la cama para ir a buscarun vaso de agua.

Son las diez de la mañana y no he ido atrabajar: experimento un extraño sentimiento deculpa por haberme tomado este día de vacacionesen un momento tan delicado. A esta hora, en el

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Instituto debe de circular ya un chiste sobre mí.Pero, al mismo tiempo, me siento libre: sé

que habría sido incapaz de presentarme estamañana y mirar a todos a la cara. De todos losridículos que he hecho —y, desde que empecé,han sido bastantes; por poner solo un ejemplo, enuna ocasión destrocé un viejo cráneo que elSupremo quería mostrar a los estudiantes deMedicina dejándolo caer sin querer al suelo—,este es, sin lugar a dudas, el peor. Se recordaráaño tras año como una auténtica leyenda.

—¡En el fondo no me parece tan dramático!Encontraron el cadáver veinte minutos después.La verdad es que, si te soy sincero, no entiendotodos esos obstáculos. La culpa la tiene Conforti,que lo ha convertido en un asunto de Estado.Podía no habérselo dicho a Boschi.

—No me atrevo a imaginar lo que pensará tupadre.

—Mi padre dará al problema el peso que semerece. Es severo, pero al menos también esobjetivo. No te preocupes. —Daría lo que fuese

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porque tenga razón—. Y, en cualquier caso,mañana volverás al Instituto.

—No, te lo ruego. Necesitodesintoxicarme. No quiero volver a salir de estahabitación. Mejor dicho, de esta cama.

—Ausentándote no resolverás nada: cuantomás tiempo dejes pasar, mayor se volverá elproblema —replica con aire sabihondo.

—Arthur..., hay algo que no sabes —le digotapándome los ojos con las manos.

Ha llegado el momento de poner mis cartassobre la mesa: solo que, a diferencia de laescalera real que se espera, ni siquiera tengo enlas manos una doble pareja.

—¿Otro lío? —pregunta sin saber, claroestá, lo que estoy a punto de decirle.

Así pues, se lo cuento todo. Realmentetodo, sin censura.

Arthur se queda asombrado.—¿Cómo es posible que te guardases todo

eso y que nunca me lo hayas mencionado?—No me lo reproches, te lo ruego. No me

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resulta fácil afrontar el tema.Ahora que le he hecho partícipe de todos

mis problemas, me siento como si me hubiesequedado desnuda e inerme frente a él. Aunque, sihe de ser sincera, la sensación es mucho peor,porque tengo la impresión de haber estropeado laimagen que tiene de mí. Casi me arrepiento dehabérselo contado todo.

—Lo siento mucho, Alice.Oh, no, te lo ruego, no quiero tu

compasión. No la soporto.—¿Quieres que hable con mi padre?Abro desmesuradamente los ojos. Debe de

haberse vuelto loco de remate. Me siento en elcentro de la cama y me recojo el pelo detrás delas orejas.

—Fingiré que no te he oído.—No tiene nada de insultante —se justifica

él; su rostro moreno se ha ensombrecido—. Nopretendo decirle nada que no sea cierto. Te hasmetido en un buen lío y, al margen de lo quepodamos pensar de él, es alguien que cree en el

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mérito de las personas.—¿Cuál es la verdad? ¿Tú qué sabes? Si

todos me consideran una mediocre, será poralguna razón.

—Alguna hay, en efecto —contesta élasintiendo con la cabeza enérgicamente—.¿Quieres saber cuál es? Pues que no sabesvenderte. Si no crees en ti misma, ¿cómopretendes que lo hagan los demás?

—Sea como sea, no quiero que hables contu padre.

Arthur agacha su cabeza dorada y se llevauna mano a la boca para morderse las uñas.

—Lo único que quiero es ayudarte...—Si hablas con él no me ayudarás, al

contrario. Me harás sentir como una perfectaidiota que no sabe arreglárselas sola. Y, además,tu padre pensará que te pedí que lo hicieras, y esosí que no podría soportarlo.

Arthur cabecea sin mirarme.—Con todos los respetos, la tuya es una

demostración de la mentalidad típicamente

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italiana. En este caso no se trata de nepotismo.No quiero recomendarte. Odio lasrecomendaciones.

—Me cuesta verlo de otra manera.—Vamos, no te enfades. Tienes la

posibilidad de resolver un problema y no laaprovechas.

—¿Tú lo harías? Piénsalo bien. Si yo fuesela hija de tu jefe y pretendiese convencerlo deque estás desperdiciando tu talento comoreportero de viajes, que debería asignarte unpuesto de mayor relevancia y prestigio, ymandarte como corresponsal a una zona de crisisinternacional... ¿no sentirías que no lo haslogrado por ti mismo? ¿No pensarías que hasperdido la dignidad?

—No, porque es cierto.—No te creo. Hablas así porque no estás en

esta situación.—Eres muy libre de pensar lo que quieras.

No hablaré con mi padre a menos que me lopidas, ¿OK? Y ahora voy a darme una ducha —

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concluye, y desaparece sin darme tiempo areplicar.

Las paredes del Instituto jamás me han parecidotan hostiles como hoy, un maravilloso yprometedor día de sol primaveral que meencuentra hierática en mi puesto, indiferente alas manifestaciones de burla pública que midesgracia ha desencadenado incluso en el másserio de mis colegas y en las secretarias. Peroquizá sea mejor que se rían en lugar deconsiderar el hecho extremadamente grave.

A diferencia de lo que me esperaba, Ambrano hace ninguna alusión al asunto y Lara sigue suejemplo; las dos solo se dirigen a mí para hablarde trabajo, y lo hacen en tono amistoso.

En cuanto a Claudio, aún no ha hecho actode presencia. Ha estado encerrado toda la mañanaen el despacho de Wally y todavía no he tenido elhonor de verlo. La verdad es que no siento el

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menor deseo; de todas las reacciones, la suya nosolo me irritó y me decepcionó, también meindignó.

Siento que cada momento que transcurroaquí forma parte de una cuenta atrás que mellevará directamente a convertirme en unespantapájaros; me pregunto si de verdad puedohacer algo para arreglar in extremis la situación.Recuerdo a Giulia y me viene a la mente una ideade escasa relevancia, pero que, cuando menos,me mantiene viva y ocupada; escribo un artículocientífico sobre el choque anafiláctico comocomplicación del abuso de sustanciasestupefacientes. El trabajo me lleva todo el día,pero su resultado no me satisface, de manera queni se me pasa por la cabeza presentárselo al GranSapo, lo único que conseguiría sería que metomase el pelo. Con un cedé del Buddha Barcomo música de fondo, mordisqueo patatasmientras me concentro en un caso que Anceschiha tenido la amabilidad de pasarme. En esemomento mi móvil suena con insistencia.

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—¿Tienes algo que hacer esta noche?Es Arthur. Menos mal que existe.—No, y además me siento un poco sola.

¿Por qué no vienes a mi casa? —le propongomirando el reloj y descubriendo, maravillada, queya son las ocho.

—Estupendo, nos vemos más tarde.

Cuando le abro la puerta de casa son más de lasdiez; al igual que con muchos otros aspectos dela disciplina, Arthur tiene una relación conflictivacon la puntualidad.

—Te he traído tu plato preferido: take awaydel Burger King.

—Mano de santo para el hígado. Gracias porel detalle.

Arthur tira distraídamente al sofá la maquetade su revista.

—¿Por qué la has traído? —pregunto.—Hay un artículo sobre el caso Valenti, es

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para ti.—Eres un encanto. Gracias.Empiezo a hojearlo mientras mordisqueo

una patata.—Mmm... El mar de Mikonos, de Arthur

Paul Malcomess. ¿Puedo leerlo?—Es uno de los peores artículos que he

escrito en mi vida. Por si fuera poco, además esviejo.

—Exageras, como de costumbre.—No, la verdad es que debería dejar de

hacer un trabajo que ya no me aporta nada —replica con dureza.

—Arthur... —murmuro entristecida.—Olvídalo. El artículo que te interesa está

en la página diecinueve.—Puede esperar, Arthur. Hablemos del

tema.—Si lo hacemos, te diré cosas que no te

gustarán como, por ejemplo, que quiero dejar laredacción.

—No digas idioteces. No puedes dejarla.

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Una extraña luz ilumina los ojos turquesa deArthur mientras me responde.

—¿Y por qué no? Por supuesto que puedohacerlo, pero no tengo la menor intención dehablar de eso ahora. No es el problema másacuciante —concluye, perfectamente coherentecon la que, según me parece ya evidente, es sufilosofía vital.

—El hecho de que ciertos problemas nosean acuciantes, Arthur, no significa que no valgala pena afrontarlos.

—Diferencia de puntos de vista —se limitaa responder, mordisqueando una patata.

Pongo dócilmente la mirada sobre elborrador y lo abro en la página diecinueve.

Veo una fotografía preciosa de Giulia, unprimer plano intenso en el que su mirada es deuna pureza tal que da la impresión de que estáconcentrada en algo que no es de este mundo.Devoro literalmente el artículo, que, en efecto,es bastante agudo.

Se trata de un resumen razonado de la

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historia de Giulia: arranca con la muerte de suspadres y describe su vida con los De Andreis,además de la estrecha relación que la unía aJacopo y Doriana. Incluye varios fragmentos deentrevistas a Jacopo, quien da la impresión de serla clásica persona que puedes tratar durante añossin llegar a conocer a fondo jamás. Bianca yAbigail Button intervienen también y describen aGiulia como una joven especial. La segunda partedel artículo está totalmente dedicada a SofiaMorandini de Clés. El autor la denomina «laprincesita», no en tono de alabanza,precisamente, y la usa para asestar un golpe a supadre, que es subsecretario en el Ministerio delInterior. Leo a toda prisa la parte que no meinteresa para concentrarme después en lospormenores del caso.

Sofia ha confesado que el doce de febrero,día en que falleció Giulia, consumió droga pocoantes de comer. La difunta en persona le habíasuministrado la heroína, que esnifó en lugar deinyectarse. Es imposible determinar si se trataba

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de la misma partida de droga, porque, segúnasegura, las dosis estaban separadas. Además lajoven lamenta lo extraño del caso, dado que nosabía que Giulia se inyectaba la heroína, sino quela esnifaba, al igual que ella. Sofia ignora elorigen del estupefaciente, pero sabe quién pudosuministrársela a su amiga. Se trata de unestudiante de Arquitectura, un pariente lejanosuyo, florentino de nacimiento, pero romano deadopción, llamado Saverio Galanti. Si bien escierto que Giulia y Sofia compartían el vicio y sesolían drogar juntas, ese día no lo hicieron.

«Le pregunté si quería hacerlo conmigo,pero Giulia me respondió que no, que tenía queestudiar para el examen que tenía al día siguiente.Salí nada más comer y ella todavía estaba en casa.Me dijo que le dolía la cabeza y que pensaba irsepronto a la cama», declaró, según el periodista.El resto es historia: Sofia regresó a casaalrededor de las diez y media de la noche yencontró a Giulia en medio de un charco desangre.

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En cuanto a Savero Galanti, Sofia explicaque, en los últimos tiempos, él y Giulia se habíanhecho muy amigos; en realidad Sofia sospechaque los unía algo más que una simple amistad.

Siendo así, a buen seguro no tardaré en verpasar a Saverio Galanti por los pasillos delinstituto para someterse a los análisis genéticosy toxicológicos de rigor.

—El autor del artículo es muy bueno.Debería dedicarse a la narrativa, escribiría unasnovelas negras estupendas —comentorestituyéndole el texto.

—Se lo diré. Él también acabará dejando esamierda de periódico.

—Yo no llamaría «esa mierda de periódico»a una de las mejores cabeceras del país.

—Todo es relativo —replica, a todas lucesirritado.

Resoplo a la vez que me levanto para cogerun Merit del bolso.

—Tengo miedo de que hagas algo irracional,Arthur; y de que te marches.

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—Te recuerdo que viajo para vivir, aunquetambién es cierto que vivo para viajar, así que,razonablemente, se me puede definir como unvagabundo. Debes acostumbrarte a la posibilidadde que me vaya en cualquier momento.

—Bueno, pero siempre lo haces durante unperiodo determinado —me aventuro a replicar.

—¿Quién sabe? —dice encogiéndose dehombros—. Ten cuidado con la idea que te hacesde mí, Alice. Soy un inconstante. No soy unhombre con el que se puede proyectar un futuroestable. No es una cuestión de esfuerzo, sino deprioridades.

Lo observo de reojo. La naturalidad con laque sonríe, el leve descuido que solo laspersonas de elegancia innata se pueden permitirsin parecer desaliñadas. Su perfil estatuario, laexpresión insondable que tienen sus ojos cuandome mira, tan huidiza, tan ajena al pragmatismo demi cotidianidad.

Me siento fulminada.Si bien es muy reciente, no puedo volver

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atrás.

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Bianca tiene un póquer enla mano

Al día siguiente, Claudio, escoltado por Ambra,que va pegada a él como una prótesis, entra en elInstituto con el encargo oficial de reconstruir elperfil genético de Saverio Galenti y de realizarun análisis toxicológico del mismo.

—Esta vez trabajaremos a puerta cerrada —subraya en la biblioteca durante la pausa para elcafé dirigiéndose a mí—. Intentad comprenderlo,muchachos, la situación es delicada y no puedoperder tiempo.

—De acuerdo, Claudio, ¿pero después nopuedes compartir los resultados? —se aventura apreguntar Lara.

Claudio arquea una ceja.—Sí, por supuesto —responde fríamente,

consciente de que no se puede echar atrás.A eso del mediodía, un individuo que

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encarna a la perfección la idea que me he hechode Saverio Galanti llega al instituto.

Es alto, discreto y esbelto. Lleva el pelocortado casi al cero, un par de gafas de solRayban Gota que ni siquiera se quita en estemomento, cuando está a oscuras, un anillo en eldedo índice de la mano izquierda, una cazadora depiel de magnífica manufactura, unos vaquerososcuros y un par de zapatos deportivos y,mirándolos bien, muy caros.

Saverio Galanti no saluda ni habla con nadie,sigue a Claudio hasta el laboratorio y la puerta secierra tras ellos.

Se me llevan los demonios, porque, comono podía ser menos, todo se produce enpresencia de su residente del alma, y todo resultaprofundamente inicuo. Pero ¿de qué me extraño?

Carente por completo de dignidad, orbitocomo quien no quiere la cosa alrededor dellaboratorio, a la espera de captar una señal, unaimpresión.

Y, al final, recibo mi recompensa.

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—Allevi —me dice Claudio sin ni siquieramirarme a la cara—. Indícale dónde están losservicios.

Imperturbable, Galanti, que, por fin, se haquitado las gafas, me lanza una ojeada.

Parece impaciente. Lo guío en silenciohasta los aseos.

Es un contacto que apenas dura unosminutos y que no basta para brindarme el detalleque codicio en mi fuero interno.

—Adiós —le digo poco antes de que abra lapuerta para salir del Instituto, cosa que, a todasluces, está deseando hacer.

Él no se molesta en contestarme.Me cruzo con Claudio en las proximidades

de su despacho y, a pesar de que me cuesta lomío dirigirle la palabra, no logro contenerme.

—¿Cuándo tendrás los resultados? —inquiero.

—No es asunto tuyo. Cuando estén listos...,te lo comunicaré.

Maldito sea, qué pérfido es.

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Mientras me como unas galletas en el despachoal tiempo que intento trabajar provechosamente,el timbre penetrante de mi móvil me sacude deltorpor.

—¿Dígame?—¿Alice? Perdona que te moleste. Soy

Bianca.Casi me atraganto con las galletas.—¡No molestas para nada! —respondo con

un tono excesivamente entusiasta.¿A qué viene tanta exaltación?—Quizá te sorprenda mi llamada, pero me

gustaría verte.Además de su voz, muy grave, percibo el

caos que reina en su oficina, el bullicio de losteléfonos, la excitación, las peleas.

—Por mí encantada. ¿Puedes adelantarmealgo? —le pregunto muerta de curiosidad.

—Solo que tiene que ver con mi hermana,

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aunque puede que eso te lo imaginases ya.

Efervescente, me aproximo al lugar estipulado,un bar discretamente sofisticado que queda cercade la casa de Arthur.

Espero a Bianca media hora. No sé sillamarla, no quiero parecerle apremiante, demanera que me contengo, no sin sentir una leveimpaciencia. Al final la veo llegar, jadeante yconsternada.

—No sabes cuánto lo siento —dice, y elsuyo es, realmente, el vivo retrato de lamortificación—. Me han entretenido en eldespacho, no he podido llamarte porque tenía elmóvil descargado y, con el lío, no lograbaencontrar tu número, en fin, que no sabía quéhacer —trata de explicarme, agobiada.

Creo que, en el caso de personas como ella,cualquier retraso injustificado equivale a unagravísima muestra de mala educación. Pero, dado

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que el retraso crónico se está convirtiendo encierta medida en una de mis normas vitales, elsuyo hace que la sienta más cercana.

—No te disculpes, da igual.Bianca deja su Sac Plat de Louis Vuitton en

una silla y toma asiento.Pide un whisky solo —caramba —y se quita

las gafas con un sencillo ademán mientras semasajea las sienes con las yemas de los dedos.

—No sé por dónde empezar —dice; a decirverdad, parece vacilar entre la timidez y la osadía.

Me siento bastante extraña, como mesucede cada vez que hablo con ella. Bianca tieneuna personalidad explosiva y, a pesar de queprácticamente me ha conquistado, a veces suapremio me incomoda.

—Sé que he sido una entrometida y que amenudo te he puesto en dificultades con unaspreguntas que no estabas obligada a contestar,pero... la verdad es que me produce un gran aliviohablar contigo, sobre todo porque, a diferenciade Calligaris, logras aclararme las ideas.

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Consigues que la verdad me parezca sencilla, entanto que él..., por lo visto ni siquiera es capaz decontestar a las cuestiones más elementales. Meparece terrible que la investigación sobre lamuerte de Giulia esté en manos de una personatan mediocre como él.

¡Pobre Calligaris! Puede que no sea un lincey, desde luego, no es la lumbrera de la policíaitaliana, pero es una buena persona y no meparece tan superficial e ineficaz como asegurasiempre Bianca.

—No es tan terrible —replico, sintiéndomeíntimamente solidaria con él.

Bianca ataja mi tímido intento de mostrarmebenevolente.

—Porque no te relacionas con él, es obvio.Permanezco en silencio esperando a ver

cómo se comporta. Hoy lleva una rebeca decolor champán que le favorece mucho y que, encaso de que eso sea posible, aumenta el carácteretéreo de sus rasgos.

—Quizá sea mejor que vaya directamente al

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grano —añade con la voz cálida y sensual que esla clave de su encanto—. Debo hablarte de unsospechoso. Uno que no se fía de nadie, y aúnmenos de Calligaris.

Frunzo el ceño, al tiempo que sientoaumentar los latidos de mi corazón. Me doycuenta de que la estoy siguiendo en un mundoparalelo en el que Giulia sigue con vida. Unmundo que me atemoriza.

—¿Te parece de verdad conveniente? —lainterrumpo antes de que sus palabras seanirreversibles—. Si se trata de algo grave y, sobretodo, fundado, quizá yo no sea la persona másadecuada a quien contárselo.

—Te equivocas, eres la persona idónea —replica ella con firmeza—. Te estoy hablando deun sospechoso cuya relación con mi familia esexcesivamente estrecha. Por eso no puedorevelarle mi idea a Calligaris: en caso de queresultase ser infundada, corro el riesgo degenerar unas fricciones irremediables entre losmíos.

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—Siendo así, no veo en qué forma puedoayudarte. No formo parte del equipoinvestigador. Ya sabes cuánto me interesa estahistoria, pero, por desgracia, no desempeñoninguna función oficial y...

—Escúchame y lo entenderás —meinterrumpe.

No sé muy bien cómo comportarme: locierto es que Bianca Valenti me inspira un grantemor. Me comporto como si pretendiese suaprobación y, a la vez, me sintiese torpe en supresencia.

—Creía que conocía a Giulia, que lo sabíatodo sobre ella —dice con la mirada un tantoperdida, con una aureola de dolor que la envuelvey que podría tocar si su consistencia fuese sólida—. No obstante, su muerte me ha hechocomprender que solo la conocíasuperficialmente.

—¿Por qué?Envueltas en una música lounge de fondo, la

conversación cada vez me parece más surrealista.

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Bianca lleva un perfume con un ligeroaroma a talco, un perfume caro, sin lugar a dudas,pero que, aun así, resulta anticuado.

—Giulia era una persona difícil. No legustaba que la juzgasen, y aún menos que fueseyo la que lo hiciera. Detestaba las opiniones, losconsejos, cualquier intromisión en su vida.Muchas, quizá demasiadas, de nuestrasdiscusiones acababan en peleas; ella eraconsciente de que desaprobaba muchas de susdecisiones y procuraba no hablarme de ellas.

—Supongo que eso te dolía.Al observarla noto algo distinto en ella

respecto a la primera vez que la vi. Cierto estadode turbación que nada tiene que ver con el luto.Bianca apura su whisky.

—Me dolía muchísimo —respondesencillamente sin mirarme a los ojos—. Y mecorroe el remordimiento. Debería haberlavigilado, haberme ocupado más de ella. Era comouna niña, terriblemente frágil. Pero me resultabacómodo pensar que Jacopo se encargaba de ella.

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—En cualquier caso, tenía veinte años. Eraimposible que estuvieseis encima de ella día ynoche, y que la conocieseis íntimamente. Ni tú niJacopo.

—Puede que lo que hacíamos no fuesesuficiente. ¡Cuántas veces me propuse hablarleclaramente! Si lo hubiese hecho tal vez seguiríaestando entre nosotros. En cuanto a Jacopo...

—¿Jacopo? —pregunto, a mi pesar.—Jacopo se ocupaba de mi hermana a su

manera. Una manera... más que discutible.—¿Qué quieres decir? —inquiero.Bianca titubea por unos instantes.—Es terrible. Ni siquiera soy capaz de

decirlo.¡Suéltalo ya, Bianca!A pesar de que en un principio pretendía

mantener cierta distancia, la escucho con loscinco sentidos.

—Tú misma acabas de decir que soy la únicapersona con la que puedes hablar, Bianca.

Al final ha logrado llevarme exactamente a

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donde quería. En un primer momento me sentíacasi intimidada y reacia a saber más pormenoresde una historia que me atrae como un imán y que,con la misma fuerza, me inquieta. Ahora resultaque soy yo la que le ruega que continúe hablando.¡Ah, la incauta curiosidad! Mi peor defecto.

—Siempre pasa lo mismo, se acabahablando mejor de cualquier cosa con losdesconocidos. Por lo demás, ¿a quién le puedocontar algo semejante? —comenta con taldelicadeza que no puedo por menos que darle larazón—. Pues bien, esto es lo que pienso. ¿Conquién se acostó Giulia antes de morir? Por lo queme han dicho no fue con Gabriele Crescenti, ¿noes cierto?

—Así es —confirmo circunspecta, tratandode comprender adónde quiere ir a parar.

—Pues bien, mi hermana jamás, repito,jamás tuvo un novio. ¿No te parece extraño, dadolo guapa e interesante que era? Ni siquiera unaaventura. O no le interesaban los hombres, cosaque no creo, o le interesaba únicamente uno que,

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sin embargo, no podía tener. ¿Quién puede ser elamante fantasma del que nadie habla? Quizáalguien que no llamaba la atención, alguien con elque podía mantener una relación frecuente deforma absolutamente normal. Un amanteinsospechado, en pocas palabras.

Capto al vuelo la cuestión.—¿Vuestro primo Jacopo? —balbuceo.—Ni más ni menos —confirma muy seria

—. Ha sido como componer un puzle. Despuésde colocar todas las piezas en su sitio, lo he vistocon toda claridad.

—Bianca, seguro que has oído hablar deSaverio Galanti...

—No me lo creo —afirma con firmeza—.Es absolutamente inverosímil que estuvieranjuntos; creo que él estaba con ella cuando murió,que se drogaban juntos, ¿qué otra cosa cabeesperar de un amigo de Sofia? Pero me pareceimposible que tuvieran una relación.

—Sofia lo ha asegurado.—Me da igual. A Saverio Galanti no le

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gustan las mujeres, Giulia me lo dijo.Me quedo pasmada.—En cualquier caso, Bianca, no tiene mucha

importancia. Quiero decir, el ADN del últimohombre con el que estuvo tu hermana y el queencontramos en la jeringuilla no coinciden. Asípues, carece de relevancia saber quién era sunovio —le explico dándome cuenta de que conello repito las palabras que Lara me dijo en sudía.

—Espera un momento. No te apresures ydeja que te explique cuál es mi conclusión. —Bianca asume el aire confidencial que solomuestra de vez en cuando, y siempre en pequeñasdosis—. Jacopo y Giulia siempre estuvieron muyunidos. Pensaba que su relación era fraternal. Élera el punto de referencia de mi hermana y ellano daba un solo paso sin consultárselo antes.Giulia quería estudiar Lenguas Orientales enVenecia, pero luego, cuando acabó el bachiller,proclamó que deseaba estudiar Derecho, igualque Jacopo, aquí, en Roma. Jugaban al tenis

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juntos y noté que a menudo tardaban en volver acasa. Siempre pensé que él demostraba unapaciencia increíble dedicando a Giulia tardes ynoches enteras para preparar unos exámenesuniversitarios a los que ella casi nunca sepresentaba y, en caso de que lo hiciese, obteníaunos resultados invariablemente mediocres.Pasaba mucho más tiempo con ella que conDoriana, tal vez demasiado. Y, por su parte,Giulia lo adoraba.

—Y Jacopo... ¿cómo se comportaba con tuhermana?

Bianca contesta levemente enfurruñada.—Giulia estaba, sin duda, a la cabeza de sus

prioridades. Desde que eran niños su relación fuesiempre intensa y compleja, con un sinfín dematices. De hecho, yo me sentía a menudoexcluida de ella. Jacopo trataba a mi hermana consuma consideración, como si fuese una pequeñaprincesa: jamás lo vi comportarse bruscamentecon ella. La protegía mucho.

Carraspeo.

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—Bianca, en cualquier caso hemosanalizado el ADN del líquido seminal de lamuestra. Giulia y Jacopo eran primos por partematerna, de manera que, para que lo entiendas, laconsanguinidad habría salido a relucir.

Bianca niega con el dedo índice.—No somos consanguíneos. Jacopo es hijo

de Corrado de Andreis, pero no de mi tía Olga,que es la hermana de mi madre. Así pues, es frutode un matrimonio precedente. Su madre muriócuando tenía un año y por eso él siempre haconsiderado a mi tía Olga como a su madre.

Palidezco.—No lo sabía.—Ya lo he visto.—¿Le has mencionado tus sospechas?Bianca se pone tensa y se muestra reacia a

contestar.—Jacopo nunca lo reconocerá. Creo que se

avergonzaría y, además, él y yo jamás hemostenido una relación tan confidencial. Por si fuerapoco, Jacopo es muy reservado —se apresura a

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añadir—. De todas formas, tal y como hasapuntado oportunamente, la cuestión no es esa.

De no ser así, no se explicaría unaconfidencia tan grave. Bianca tiene un objetivo ylo está persiguiendo de manera bien precisa.

—La cuestión es que esta relación tanambigua, tan estrecha e intensa, podría habergenerado ciertos celos.

—De Doriana —digo de inmediato,planteando la conclusión más obvia.

—Exacto —corrobora Bianca.En el silencio que sigue a continuación, el

sonido del hielo que hay en el vaso que Biancahace ondear me resulta ensordecedor.

—Tengo miedo de que Doriana estéinvolucrada —continúa—. Cuanto más lo pienso,más me cuadra. El amante misterioso de Giulia,que no se identifica y que, ya verás, no es SaverioGalanti..., solo puede ser Jacopo. Y si la drogaque consumieron Giulia y Sofia resulta ser lamisma, el paracetamol... podría habérselo dadoella. Doriana estaba al tanto de los problemas de

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alergia de mi hermana. Y, pensándolo bien, losarañazos en el brazo de Giulia..., la llamadatelefónica que escuchaste... y el ADN queapareció bajo las uñas y que pertenece a unamujer que, sin embargo, no es Sofia... ¿Entiendeslo que pretendo decir, Alice?

No puedo por menos que estar de acuerdocon ella. Sus sospechas son, como mínimo,fundadas, incluso verosímiles.

—Sigo pensando que deberías hablar conCalligaris, Bianca. No es tan incompetente comopiensas, de verdad.

Bianca alza su mirada opalada y me escruta.Me siento empequeñecer.

—Intenta imaginarte la reacción de Jacopoo de Doriana. Y el daño que una cosa así podríacausar a mi tía Olga. En el supuesto de que meequivocase, piensa en las consecuencias que mierror podría causar. Si, en cambio, mis sospechasse confirman, asumiré mi responsabilidad yseguiré adelante, pero, para ello, necesito tuayuda. —Enmudece y me escudriña—. Pareces

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distraída —añade a continuación.Los nervios le han alterado los rasgos de la

cara.—Estoy pensando —contesto con cautela.—¿En qué, si me permites preguntártelo?—En el hecho de que todavía tengo acceso

al resultado de la investigación sobre el ADN quese encontró bajo las uñas de Giulia y creo que situviese el de Doriana podría efectuar yo mismael análisis genético y verificar si el material essuyo.

Lo he soltado de un tirón. Después deexpresarlas, mis intenciones me asustan.

Bianca me observa con evidente admiración.—Eso es lo que pretendo, pero no me

atrevía a pedírtelo directamente. —La miropasmada—. Sé que puede parecerte una peticiónabsurda, además de audaz. Pero...

Tengo miedo. La interrumpo.—Bianca, estamos hablando de algo

completamente ilegal.—Recibirás una buena recompensa.

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—De eso nada. No quiero dinero.—Estoy acostumbrada a pagar el trabajo de

los demás —replica ella con cierta altivez.—Es un acto ilícito y el mero hecho de

recibir dinero a cambio de realizarlo me haríasentir como una delincuente. Si acepto, seráexclusivamente por Giulia —admito en unimpulso de inconsciencia.

Bianca insiste.—¿Lo harás, entonces?Ahora que la suerte me brinda la

complicidad de Bianca, ¿cómo puedo echarmeatrás?

—Sí —contesto, y nada más decirlo me doycuenta de que es la afirmación más grave que hehecho en la vida.

Bianca tiene un aire triunfal.—Sabía que podía contar contigo. Aprecias

tanto a Giulia como a su historia; estaba segurade que no te amilanarías.

—Lo único es que necesito una muestra delADN de Doriana para compararla con el que ya

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ha sido muestreado —le explico sintiendo unestremecimiento de ansiedad.

—No sé cómo conseguirla.—¿Por qué no le robas un cepillo? —

sugiero.En esta situación, tan fuera de lo común, me

siento poco menos que inmune a la racionalidad.—Tendremos que ir a su casa.—¿Tendremos?—Por supuesto. Tú me esperarás fuera, en

el coche, mientras yo busco algo que puedaservirnos. ¿Crees que debo cogerle un cepillo?

Si no fuera porque raya los límites de loreal, la situación sería cómica.

—Pensándolo bien, el cepillo de dientessería más cómodo.

Bianca se pone en pie y escarba en el bolsobuscando las llaves del coche.

—Vamos, venga.—¿Ahora?—¿Por qué perder más tiempo?En sus ojos brilla una luz de excitación del

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todo inaudita, al menos para mí.

Es la hora del crepúsculo. El cielo se ha teñidode un tono oscuro que observo desde la ventanilladel Lancia Y rojo de Bianca Valenti, que hemosaparcado frente a la casa de Doriana Fortis. Notola sensación incontrolable de impaciencia queexperimento cuando me paso con el café. Noconsigo tener quietas las piernas, me atormentolos dedos y, mientras espero que Bianca regresecon algo que me pueda servir, comprendo elalcance de la inmensa gilipollez que estoyhaciendo. Mi percepción del tiempo se haalterado y tengo la impresión de que sesentasegundos duran el triple.

Al cabo de una media hora, Bianca sale deledificio del siglo XIX arrebujada en su trenca decolor beis.

Se sienta en el lado del conductor con tantaadrenalina en circulación que logra contagiarme.

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—¿Hecho? —le pregunto.Me sonríe, poniendo al descubierto unos

dientes que, si bien no están perfectamentealineados, en su caso no la desfiguran. Mete lamano en el bolso y me enseña una colillaenvuelta con esmero en un pañuelo de papel.Bianca me inquieta un poco: a pesar de que deseacon todas sus fuerzas averiguar la verdad, tambiénpuede ser hipócrita hasta el punto de presentarseen casa de una persona con el único propósito desustraerle algo que podría meterla en un apuro.

—No he encontrado nada mejor —contestacomo si pretendiese justificarse tras ver mimirada de perplejidad.

—Que Dios nos ayude. Rápido, hay quemeterla en la nevera —concluyo, nada tranquila.

Alzo los ojos hacia el edificio, movida porel instinto de responder a una mirada insistente.

Me quedo petrificada de miedo cuandocompruebo que la persona que me escruta demanera atroz es Jacopo de Andreis; su figura,detrás de los cristales de una ventana del tercer

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piso, no deja lugar a dudas.

Después de pasar una noche casi en blancodurante la cual no he hecho otra cosa que darvueltas en la cama, en tanto que la colilla delcigarrillo de Doriana Fortis yacía en elcongelador de mi cocina, al alba estoy yapreparada para ir al trabajo. Una vez en elInstituto, me muevo con circunspección para nollamar demasiado la atención, a pesar de que nopuedo estar más agitada. Me encierro en ellaboratorio, que, por suerte, esta mañana estálibre, e inicio el procedimiento.

Mientras me encuentro manos a la obra,Anceschi entra de improviso.

—¿Doctora Allevi? —pronuncia con unainflexión interrogativa.

—Buenos días, doctor Anceschi —lo saludohaciendo un esfuerzo para disimular el apuro quesiento.

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—¿Puedo preguntarle qué está haciendo? —dice por mera curiosidad, sin pretender serinquisitorio.

—Un ejercicio —respondo al vuelo—.Perfeccionamiento de la técnica de extracción deADN de los rastros de saliva.

—¿Y la fuente es esa? —pregunta señalandola colilla, que todavía no he tirado.

—Sí, la saliva es mía. Me ejercito paraaprender a extraer en situaciones difíciles enlugar de hacerlo con muestras recogidasadecuadamente.

Anceschi frunce el ceño.—Muy bien —contesta a continuación,

manifestando una sorpresa y una admiraciónauténticas, a la vez que coge un reactivo de unestante—. Siempre he pensado que, a pesar de lasapariencias, usted era la Pasionaria del Instituto.Le deseo un buen trabajo —añade al salir; es elvivo retrato de la bondad.

Si no estuviese tan aterrorizada, habríadisfrutado con el cumplido: al menos uno, de

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cuando en cuando.Acabo la extracción a pocos minutos de las

ocho. Si bien aún me queda mucho para terminar,no puedo acampar aquí. De manera que limpio yguardo las probetas en una caja pequeñasusceptible de pasar inadvertida, y, cuando elcielo está oscuro y el Instituto vacío, vuelvo a lavida.

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Lost

A la mañana siguiente, a las ocho menos cuarto,estoy de nuevo en el instituto, atrincherada en ellaboratorio.

Trabajo sin descanso, presa de una mezclade excitación e inquietud. En un instante delucidez —¿o debería decir de locura?—piensoque me gustaría que Wally me pillase manos a laobra, porque, si soy capaz de hacer un trabajocomo este, mi situación no es tan grave.

Por suerte, y gracias a la financiacióneuropea, el Instituto adquirió hace poco tiempopara el laboratorio los aparatos más vanguardistasdel mercado de genética forense. Se trata de unasmáquinas complejas que, por lo general, nopuedo usar, pero, dado que no me falta espíritu deobservación, repito mecánicamente lasoperaciones que suele llevar a cabo Claudio ytodo va sobre ruedas. Para empezar, simplifico el

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ADN que extraje ayer para poder disponer de unnúmero de copias muy superior al original y, porúltimo, secuencio el ADN con la máquina por laque el Supremo tuvo que realizar en su día unasmaniobras político-académicas de dimensionesfaraónicas.

De esta forma obtengo el perfil genético deDoriana Fortis, reconstruido como se debe. Loúnico que me queda por hacer es compararlo conel ADN que se encontró bajo las uñas de Giulia y,por escrúpulo, en la jeringuilla.

Armada de A rush of blood to the head delos Coldplay y de una considerable dosis debuena voluntad, me sumerjo en el trabajo.

He acabado hace unos instantes; antes de que medé tiempo a metabolizar mi hazaña, recibo unallamada de Alessandra, quien, a todas luces, tieneunas enormes ganas de charlar que, por desgracia,no logro contener. Así pues, me dejo arrastrar

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por el río en crecida de sus agitadas confidenciasy me limito a gruñir en señal de asentimientoapenas tengo la impresión de que la conversaciónasí lo exige, a pesar de que jamás he sido muydiestra en ese terreno. De hecho, en un momentodado, Alessandra se calla de repente.

—¿Te estoy molestando? Pareces ausente.La verdad es que ni siquiera sé de qué está

hablando. Solo he logrado captar variosfragmentos de un monólogo imparable que, enotras circunstancias, me habría resultadosimpático. Ahora, sin embargo, no; estoy ocupadacon algo bien diferente.

—Te lo ruego, Alice, concéntrate. Necesitohablar contigo y lamento que no sea el momento,pero... tengo que hacerlo. Él quería decírtelo enpersona, pero yo no puedo resistirlo.

—Ale, ¿de qué estás hablando? No entiendouna palabra.

—¡Claro, no me has escuchado! —replicaella exasperada—. Te lo repetiré. Todo empezóel día de la exposición... Empezamos a llamarnos

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y a partir de ese momento nos hicimosinseparables hasta que ayer... ¡sucedió, por fin!¡Fue maravilloso! ¡Tienes un hermano fantástico,Alice!

Solo ahora mi mente desestabilizada logracentrar el problema.

—Me estás diciendo que tú y Marco...—¡Sí! —exclama ella y, a pesar de que no la

veo, estoy segura de que rebosa felicidad portodos los poros—. Te garantizo que dehomosexual, nada.

—Mejor para él —comento sorprendida—.No sé qué decirte, me alegro mucho, a pesar deque jamás me lo habría imaginado.

—Porque eres una pesimista. ¡Oh, Alice, nosabes lo contenta que estoy! Él también dice quejamás había experimentado un sentimiento tanprofundo. Es un hombre maravilloso.

—Ya me lo has dicho —apunto, ahora quehe recibido el cotilleo, vuelvo a agitarme.

—No tienes compasión. La compañía deSilvia te ha restado ilusión por las cosas. Pensaba

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que eras más romántica.—No, Ale, la noticia me ha entusiasmado.

Si no te lo demuestro como debería es porqueestoy ocupada con un... trabajo.

—¿Todavía estás en el Instituto? —preguntaun tanto inquieta.

—La verdad es que sí.—¿Por qué? No es propio de ti. ¿Sufres un

repentino ataque de amor por tu trabajo?—Algo parecido —contesto sonriendo al

comprobar su estupor—. Ahora debesdisculparme, pero tengo que...

—Sí, lo he comprendido. Tienes que colgar.¿Puedes llamarme mañana, o más tarde, cuandoestés más receptiva?

Lamento haberme comportado de maneratan desabrida con ella. Sobre todo porque no veíala hora de comunicarme una noticia que, de porsí, es magnífica y que en cualquier otro momentohabría recibido con inmensa alegría.

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Cuando no sepas qué hacer,pide consejo

—¿Silvia? Necesito verte. Se trata de un asuntomuy urgente e importante. Además de delicado.

—¿Estás embarazada? —me pregunta.—No —respondo secamente—. ¿Estás en

casa? ¿Puedo pasar a verte?—La verdad es que estaba viendo Desayuno

con diamantes en la televisión, pero si quieres,puedes venir y hacemos una fiesta de pijamas.

—Podría llevar una caja de Häagen Dasz...—propongo.

—Yo lo quiero de nueces de macadamia.Dado que no ando muy bien de dinero —y

en previsión de la cada vez más probablereducción como consecuencia de la pérdida demi salario—, renuncio al taxi y cojo el metro queme lleva a los Museos Vaticanos, la zona en quevive Silvia desde hace casi cinco años. Quiero

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hablar con ella antes de comunicar el resultadodel análisis a Bianca Valenti.

Me recibe con las manos manchadas demayonesa.

—Estoy preparando unos sándwiches conensalada de pollo para cenar —me explica consencillez.

—¿Los estás haciendo tú? —preguntomientras me desprendo del impermeable y mirofugazmente a Audrey Hepburn cantando MoonRiver.

—Te sorprenderás.—Tenemos que hablar de muchas cosas —

digo al tiempo que me instalo en una silla deplexiglás transparente que hay en la cocina.

—En ese caso empecemos —contestasirviéndome un sándwich.

Le explico todo, de cabo a rabo. Silvia medeja hablar sin interrumpirme, pero las múltiplesexpresiones que se van alternando en su cara merevelan lo que piensa. Al final, está tandesconcertada que apenas puede pronunciar

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palabra.—Llamo enseguida a tu padre —dice, por

fin, al tiempo que coge el móvil.—¿Estás loca?—No, la que has perdido la brújula eres tú,

Alice. Creo que no acabas de comprender elalcance de lo que has hecho. ¿No te das cuenta deque has cometido un delito?

—Claro que me doy cuenta, y tengo miedohasta de mí misma, pero no entiendo qué puederesolver mi padre.

—Necesitas a alguien que te ponga en tusitio. A mí no me haces caso, a tus jefestampoco. Has roto con Claudio por el merohecho de que no avala tus insubordinaciones.Espero que tu padre lo consiga.

—Déjalo al margen de esta historia, a estasalturas ya no tiene remedio.

—Puedes decirle a Bianca Valenti que te lohas pensado mejor y no comunicarle el resultado.Abandona este asunto.

—No quiero.

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—¿Ves como no razonas?—¿Acaso no te das cuenta de que el

resultado hace encajar todas las piezas? Laslesiones sospechosas que noté en Doriana justodespués de la autopsia de Giulia; la llamada queescuché por casualidad; la ausencia deparacetamol en la sangre de Sofia Morandini; elamante de Giulia, que jamás ha sido identificado.Doriana debía detener unos motivos más queválidos para desembarazarse de ella.

—Todo cuadra, no lo niego, pero la maneraen que has obtenido el resultado... es más quecensurable. Y, por si fuera poco, perseguiblepenalmente.

Silvia suspira cansada. Acaricia mis manos yme observa con ojos suplicantes, de una formainusual en ella.

—Por el amor de Dios, Alice, renuncia aesta historia. Incluso en el supuesto de quetengas razón, te destrozará.

—Pienso comunicarle el resultado a Bianca,y dejar que luego tome la decisión que le

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parezca. El trato es claro, no debe involucrarme.—Dile a Bianca Valenti que no has podido

hacer el análisis y sal de esta situación cuantoantes; una vez incumplida la ley, te expones a seruna reincidente.

—Comunicaré el resultado a Bianca, nopuedo ocultárselo, es demasiado importante;tengo que asumir la responsabilidad de mis actos.

Silvia sacude la cabeza pensativa.—Alice, no me obligues a tener que decirte

que te lo advertí.Un consejo inútil. Lo haré, lo sé ya, de

manera que me arrojo a la incertidumbre delpeligro casi con resignación.

No obstante, por el momento ahogo lainquietud que siento en poco menos que mediokilo de Häagen Dasz.

Nada más salir de casa de Silvia, agotada pero sinhaber perdido un ápice de energía, llamo a

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Arthur.Una de las cosas que más me gustan de él es

que puedes llamarlo en cualquier momento parasalir sin que él ponga impedimentos por la hora.

—Gracias por venir —digo mientras le abrola puerta de casa a la medianoche en punto.

—He venido para quedarme —afirmadejando caer la bolsa en el suelo y dándomedistraídamente un beso en la mejilla—. Tienesojeras —comenta al mismo tiempo que se dirigea la cocina para coger un bollo de la despensa.

—Estoy exhausta... y asustada.Arthur frunce el ceño.—¿Más problemas en el Instituto?—No exactamente. Me he metido en un

buen lío, pero esta vez la culpa es solo mía.—¿Has perdido algo más?Arthur aventura una sonrisa.—Te garantizo que no es cosa de broma.—Exageras —replica bostezando.Por unos instantes siento la tentación de

contárselo todo, pero ahora que estoy con él

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tengo la ligera impresión de que todo va bien; lafase del enamoramiento comporta, entre otras,estas sensaciones similares a la ansiedad, estecalor que, como un escudo, me hace sentir que,en el fondo, no todo se ha perdido.

—¿Hay alguna novedad sobre GiuliaValenti? —me pregunta de improviso.

Me sobresalto.—¿Novedad? —balbuceo confusa, igual que

cuando exagero con el Cointreau.—Sí, novedad. ¿La hay?—No exactamente. Se trata de algo que he

hecho.Arthur me escruta con aire inquisitivo.

Tratando de ser lo más breve posible yprocurando que todo parezca menos grave de loque es —cosa, como mínimo, difícil—, leexplico lo último que me ha ocurrido con BiancaValenti y el edificante trabajo que he realizado,indiferente a la serie de delitos penales que, conél, estaba cometiendo.

Mi relato le preocupa sobremanera, al igual

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que a Silvia, solo que, a diferencia de ella, no lomanifiesta.

—Quizá te has arriesgado un poco —selimita a comentar con una circunspección muybritish.

—¿Tú crees? —pregunto sarcástica.Arthur asume una expresión que muestra la

inquietud que siente.—No exagerabas —concluye, por fin,

exhalando un suspiro.—¿Qué debo hacer, Arthur? Todavía estoy a

tiempo, puedo detenerme. Puedo decir que no helogrado realizar los análisis. Me sientoangustiada, me gustaría librarme de todo esto,pero, a la vez, sé que puedo ayudar a BiancaValenti con esta información y me niego aocultársela.

—Quiero estar convencido de mi consejo y,por el momento, no lo estoy.

—Comprendo, pero no puedo esperar, nosirve de nada.

—Tampoco sirve de nada meterse en líos,

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¿no te parece? Como si no tuvieras bastantes.—Siempre me has animado a seguir

adelante en esta historia.—Y, de hecho, no estoy seguro de haber

hecho bien. ¿Qué es esto? —pregunta de unaforma que me parece un recurso para cambiar detema.

Echo una ojeada a los folios que tiene en lasmanos.

—Nada —contesto decepcionada—. Unartículo que escribí hace unos días sobre el casoValenti. Pensaba presentárselo a Boschi, comomuestra de buena voluntad. Pero es horrendo, yno procede —digo arrebatándoselo yrompiéndolo en dos, después de lo cual lo tiro ala papelera. Él observa mis gestos con aireausente—. ¿Qué harías en mi lugar?

Me besa con dulzura en la cabeza.—Ya sabes la respuesta.—Le entregarías el resultado a Bianca,

¿verdad?Asiente con la cabeza.

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—Puede que no sea lo más adecuado, Alice,no pondría la mano en el fuego. Quizá deberíashablar con alguien que pueda darte un consejomás sensato.

Miro el reloj; es tardísimo.—Dejemos el tema para mañana.

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¿Decir o no decir?

Estoy con Bianca. Nos rodean las paredeslechosas de su salón minimalista y los ventanalescon vistas a la ciudad, inmóvil en el añil del cielo.Esquivo su mirada como si eso pudiese ayudarmea encontrar una solución.

Pero no existe. Lo único que cabe hacer eselegir.

Y yo elijo la verdad.Bianca espera la respuesta a su pregunta.

Una respuesta que recibe impasible.—Estaba segura —murmura—. ¿Sabes,

Alice? Tengo dos hipótesis principales sobre lamuerte de mi hermana. Una que considero la másfundada y creíble. La otra es tan solo una opciónque, sin embargo, no puedo excluir.

—¿Cuál? —pregunto intrigada.Es la primera vez que alude a una posible

alternativa.

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—Supongo que imaginarás que la másfundada es que Doriana mató a Giulia, y creo queel resultado de tus análisis lo demuestra. La otraes que mi hermana se suicidase —concluyearrugando la nariz—. No estoy muy segura, quequede claro. Pero... ¿quién sabe? A fin decuentas, era una persona autodestructiva.

—No lo sé, Bianca. Me parece improbable.¿Dónde estaba el blíster de la pastilla? Además,los suicidas suelen dejar un mensaje, cosa que nohizo tu hermana. Puede que sea tan solo unasensación, pero... no creo que se haya suicidado.

Bianca reflexiona.—Yo tampoco, pero, repito, no lo excluiría

de buenas a primeras, en el sentido de que, a finde cuentas, habría sido un final coherente con lapersonalidad de Giulia.

—¿Qué piensas hacer ahora? —le preguntocon sincera curiosidad.

Bianca sacude la cabeza; a continuación sepone en pie y mira por la ventana.

—Creo que, para empezar, me enfrentaré a

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Jacopo.—¿Estás segura de que tenían una relación?

—le pregunto.—Por supuesto —contesta sin volverse,

absorta en la vista de la ciudad—. He llegado a laconclusión de que era imposible que se quisieranen la forma en que lo hacían sin que hubiese algomás, algo que marcaba una diferencia.

Se sienta de nuevo, entristecida. En el aireflota la angustia.

—No sé cómo agradecértelo, Alice —añadecon gracia, si bien con tono apesadumbrado—.Puedes estar segura de que lo que has hecho porGiulia será un secreto entre nosotras. Te loagradezco, también de su parte —concluye conuna sonrisa destinada a aligerar el aire tenso querespiramos, en vano.

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Si una mañana veo que haspartido al amanecer...

Después de pasar en el Instituto un día que podríadefinir como tan venenoso como cualquier otro,Arthur y yo nos encontramos en el coche. Es unanoche especialmente fría y seca, considerandoque estamos a finales de abril, circunstancia queempeora la sensación de mezcolanzainjustificada que siento de vez en cuando. Esevidente que no me ayuda el hecho de que Arthurno haya pronunciado una sola palabra desde quehemos subido al coche, salvo alguna que otrarespuesta seca a mis preguntas.

Una vez en su casa, intento averiguar si le haocurrido algo.

—Luego —contesta. Acto seguido seencierra en el cuarto de baño sin añadir nada más.

Tamborileo con los dedos en la superficiede madera de la mesa hasta que, por fin, decido

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ponerla y pedir dos pizzas. Arthur sale del cuartode baño con el pelo mojado, la camisa empapaday el semblante furibundo.

—Se ha roto el sifón del grifo —anuncia.Al verlo en ese estado, suelto una carcajada.—¿De qué te ríes? —pregunta, agresivo.Jamás se ha mostrado tan brusco conmigo.—Cálmate.Arthur ruge algo indefinido, se seca el pelo

con una toalla y se sienta a la mesa con laevidente voluntad de hacer lo que le venga engana.

No sé muy bien cómo comportarme.Tal vez debería marcharme.Arthur rompe el silencio. El anuncio es

minimalista, típico de él.—He dejado el periódico. Tengo intención

de viajar a Jartum para reunirme con Riccardo.Me quedo petrificada. Tampoco él parece

contento: no obstante, en más de una ocasión meha dicho que esta elección era la única manera deremediar su insatisfacción, que ya es crónica.

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—¿Te han despedido?Por toda respuesta me mira como si hubiese

pronunciado una herejía.—¿Te has despedido tú? Al final lo has

hecho —añado en voz baja sacudiendo la cabeza.—Ya era hora —responde cogiendo una

Tuborg de la nevera.—¿Estás loco?Está en el paro. Como si no supiese que

vivimos una crisis económica mundial.—Al contrario, diría más bien que he

recuperado la razón —me corrige, al tiempo quebebe la cerveza directamente de la botella.

—¿En tu opinión recuperar la razón consisteen despedirse de la redacción de uno de losperiódicos más importantes del país y dejar untrabajo que cualquiera desearía realizar?

—No entiendes nada. Tengo treinta y seisaños, no sesenta. Me niego a conformarme. Haceaños que estudio y trabajo como reportero. Heperdido demasiado tiempo con esos artículos demierda.

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—Puede ser, pero sigo pensando que no eranecesario despedirse. Podías haber buscadocualquier otra cosa en lugar de marcharte comoun loco desesperado, sin dinero, a una ciudad demierda como Jartum.

—No estoy obligado a explicar a nadie misdecisiones —afirma con tal rotundidad yfranqueza que me deja aturdida por un instante.

Ignoro la indirecta, no me doy por vencida.—Sí que lo estás, a mí.—I beg you, no me pongas entre la espada y

la pared. Evita los chantajes morales, please.Me acerco a él apuntándolo con el dedo

índice, temblando de rabia.—Apelar a la libertad de elección es

demasiado cómodo, Arthur.—No me negarás que a menudo, incluso

corriendo el riesgo de resultar repetitivo, te hepuesto en guardia sobre mi manera de ser. Ahoraveo que no ha servido para nada.

—Razona, Arthur. Eres brillante, tienestesón. No hay ningún motivo que te impida

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realizarte. Solo te pido que no lo hagas así.—En mi trabajo se premia la inconsciencia.

El espíritu de sacrificio, las renuncias, sonbeneficiosos, y no ir de la ceca a la mecaescribiendo banalidades sobre los lugares quevisito.

—He leído tus artículos, y te aseguro queno escribes banalidades. Te lo digo en serio.

—Estoy convencido, pero no eres objetiva—replica con una amarga sonrisa—. Y, encualquier caso, no es mi camino —concluye confirmeza.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —pregunto, por fin, agotada, solo me cabe esperarel golpe de gracia.

—Elis... —pronuncia mi nombre con untono a caballo entre la rabia y la compasión—. Nisiquiera sé si volveré a Italia.

Siento que me va a dar algo. Experimento elmismo extravío paralizador, no exento deincredulidad, que se siente cuando se pierden lascosas importantes, como las llaves de casa.

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—¿Por qué? —murmuro.—He contactado con Michel Beauregarde,

el director de crónica internacional de AFP. Meha encargado el artículo que escribiré conRiccardo.

—¿AFP? —repito con aire de desaliento.—Agence France Presse. La agencia de

prensa francesa. He decidido instalarme de nuevoen París.

Durante el tiempo en que nos hemosquerido con el abandono de dos adolescentes haocultado una decisión que no puede por menosque cambiar el curso de los acontecimientos.Mientras yo me quedo aquí, aprisionada en micaricaturesco papel de residente, Arthur pretendealzar el vuelo, alejarse de Italia, de mí.

Aunque, después de todo, ¿qué otra cosapodía esperar?: no es la historia de una vida. Nonos unen los años, ni siquiera largos meses. Aúnmenos las experiencias, la cotidianidad y todo loque contribuye a hacer importante una relación.Tal vez, el hecho de que esté enamorada de él no

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guarda proporción con los acontecimientosreales y cuando te lanzas sin paracaídas debes,cuando menos, tener presente la posibilidad deque puedes romperte algún hueso.

Jamás me ha ocultado su verdaderanaturaleza, es cierto. Soy yo la que he soñado,como me ha sucedido en demasiadas ocasiones,con una relación ideal. Soy yo la que ha asignadoa Arthur el papel de príncipe azul, un papel quepoco o nada tiene que ver con él.

—Escúchame, Arthur. Hay algo en tuinterior que te devora —le digo tratando de saltarel abismo que ahora siento entre nosotros—. Megustaría tener también esa fuerza que te impulsahacia lo alto, que te empuja a buscar tu camino.Por desgracia, soy diferente. Y si te vas..., no séqué giro podrá tomar nuestra relación.

Él desvía la mirada.—No tengo la menor intención de

renunciar. Ni siquiera por ti —replicamirándome de reojo, pero con un tono muynatural.

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No hay palabras para decir lo herida que mesiento.

—Nunca te lo he pedido —susurro pasmada.Me asoman las lágrimas a los ojos.—¿Lo entiendes? Tengo que marcharme —

añade con un tono de voz turbador.—¿Te das cuenta de la gravedad de lo que

me acabas de decir? O, mejor dicho, ¿de cómo lohas planteado?

—Quería ser claro y no he logradomostrarme amable. Lo siento.

—Si tuvieses que elegir entre irte y realizarese trabajo sin mí o quedarte conmigo y buscarotra cosa, optarías por la primera cosa, es obvio.—Su silencio resulta más espantoso que unarespuesta afirmativa—. Está claro que noestamos hechos el uno para el otro —prosigo,ofendida.

Continúa callado. Me acaricia levemente lamano, como si tuviese miedo de romperme.

Cojo mis cosas con intención demarcharme, prefiero lamerme las heridas en

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privado.Cuando casi he llegado a la puerta, una

tímida e inconsciente súplica me atraviesa elcorazón.

—No te vayas.—Me asustas —murmuro, apoyando la

mano en el picaporte.—Me gustaría decirte que te equivocas, y

que cambiaré. Pero sería una sarta de mentiras —dice, por fin—. Unas mentiras que, tal vez,lograrían que nos reconciliásemos esta noche.Pero solo sería una noche, mañana todo volveríaa empezar. Si no compartimos una visión de lavida tan fundamental como la voluntad derealizarse... ¿qué futuro podemos tener?

—Eres un cabrón, tengo tanta ambicióncomo tú.

—Eso debes decírselo a mi padre.El corazón me da un vuelco. Aunque, a decir

verdad, no es un auténtico vuelco, sino más bienuna fractura descompuesta. Me siento inundadapor mi sangre, que en este momento empobrece

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mis tejidos y me deja sin fuerzas.Parpadeo ligeramente y agacho la cabeza.A pesar de todo, me bastaría un gesto para

caer de nuevo a sus pies, aun siendo conscientede que, quizá, nada volverá a ser como antes. Eltren que transportaba nuestra historia hacambiado de vía, o quizá ha llegado al final de surecorrido.

Pero él no habla, no se mueve.—Te acompañaré a casa. —Es lo único que

consigue decir.No tengo palabras para expresar mi

decepción. Del paraíso al infierno en apenas doshoras. Me siento tan dolida y desamparada que nopuedo soportar por más tiempo su presencia.Temo que nuestras miradas se crucen y acabarimplorándole que volvamos a intentarlo.

—Prefiero que no —contesto.—Por favor.—No estoy de humor para concederte

favores. Volveré a casa en taxi, no te preocupes.No me ocurrirá nada malo.

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Es imposible, ya estoy muerta.—Yo...—Te lo ruego. No-a-ña-das-na-da-más.Arthur baja la mirada. Casi parece tentado de

hacer algo, ¿retenerme? A saber.La puerta se cierra a mis espaldas y, la

verdad, no sé de dónde saco la fuerza necesariapara marcharme.

No cojo un taxi: prefiero aplacar laturbación que experimento caminando.

Y caminando.Caminando sin parar.Hasta que llego a casa, exhausta.Por el rabillo del ojo, mientras introduzco

la llave en la cerradura, veo su coche aparcado enuna esquina de la calle. Afligida, desvío la miraday abro la puerta.

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Usque ad finem

No es fácil decir adiós a la que consideramos lahistoria más bonita de nuestra vida.

Un adiós puede ser letal.Esa noche duermo agitada, alternando el

sueño con la vigilia. No sueño nada.Me abandono al torpor, como a cualquier

otra cosa que no requiera el menor esfuerzo.Me siento hecha una mierda, y es una

sensación profunda e insoportable.Daría lo que fuese por poder dejar de ir a

trabajar durante, al menos, unos cuantos días,pero la inactividad me aterroriza aún más que laatmósfera cargada que se respira en el Instituto,de manera que sigo yendo por inercia, con dosojeras que parecen dos abismos, viva gracias a laidea de que a la hora de comer saldré e iré denuevo a casa. Una vez allí, pasaré las horas quedebería emplear construyéndome un futuro

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esperando una señal de conexión —un correoelectrónico, una llamada, lo que sea —que, abuen seguro, nunca llegará.

Sin embargo, al menos por la mañana, estoyvinculada a algo que me distrae de mispensamientos principales, de manera que, unbuen día, al hacer un rápido resumen delprograma semanal, caigo en la cuenta de quetengo un montón de trabajo retrasado. ¿Debopermitir que me sofoque aun a pesar de que, muypronto, todo empeorará, o debo acabarlohaciendo un último esfuerzo? Apoyo el mentónen una mano al tiempo que observo el mundo,envuelto en una capa de humedad, por la ventana.

A continuación mis ojos se posan en lascarpetas apiladas y en el trabajo que me aguarda.Lara que, con toda probabilidad, ha seguido laescena, ya que, como suele suceder con laspersonas penalizadas por la suerte con un aspectoingrato, es una observadora extraordinaria,interviene para tranquilizarme.

—No te preocupes por el trabajo que queda

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por hacer. No hay prisa. El Jefe y Wally están enGlasgow, en un congreso, y no regresarán hasta lasemana que viene —me explica con dulzura.

—Menos mal, así podremos respirar unpoco —comento, algo aliviada por la noticia. Unasemana más de limbo.

—¿Te ocurre algo? —pregunta luego contimidez.

La estudio con atención y pienso que,cambiando la montura de sus gafas osustituyéndolas por unas lentillas, su miradasosegadora e intensa se vería resaltada.

—Estoy pasando una mala racha —respondoevasiva.

—¿Puedo echarte una mano?Ni siquiera logro responderle: gimoteo.

Lara desiste.Solo hay una verdad: nadie puede ayudarme,

no existe la manera de hacerlo.Tengo que salir sola de este atolladero.Cuando vuelvo a casa, prepararme un simple

bocadillo para comer a las cuatro de la tarde me

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cuesta un esfuerzo sobrehumano. Acabotirándome en el sofá y me dedico a engullirgrasas saturadas. Al cabo de un númeroindefinible de horas me despierta el timbre delmóvil, que cesa antes de que logre alcanzarlo, enun estado de ataraxia similar a una borrachera.

Era Arthur. Me siento perdida y, antes depoder decidir si llamarlo o no, el móvil vuelve asonar. Es él, de nuevo.

—¡Arthur! —exclamo con excesivaexaltación.

—Hola, Elis —dice con voz vacilante.—¿Cómo estás?Una pregunta banal, pero no me sobran las

ideas y, además, espero no tener la voz ronca ypastosa de quien se acaba de despertar.

—Voy tirando. ¿Y tú?—Si he de ser sincera, estoy hecha una

mierda, pero da igual. En cualquier caso, mealegro de oírte.

Silvia me azotaría en público hasta hacermesangrar por los errores que acabo de cometer en

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apenas unos segundos.Arthur permanece un instante en silencio,

hasta el punto de que empiezo a temer que sehaya cortado la línea.

—¿Sigues ahí? —pregunto.—Sí. Me gustaría que todo hubiese

terminado de otra forma. En realidad, me gustaríaque no se hubiese terminado —se corrige, alfinal.

—A mí también, pero no creo que haya otrasolución. Nos tiramos de cabeza en una historiaque, desde el principio, carecía de futuro. Porsuerte duró poco.

Alice, por el amor de Dios, cállate. Estásresbalando en una piel de plátano detrás deotra.

—¿Por suerte? —repite él como si no mehubiese entendido bien, un tanto perplejo.

—En el sentido de que... Déjalo. Es mejor.Él no hace ningún comentario.—Sí, es mejor. Quería despedirme de ti, me

marcho hoy —dice acto seguido, tras haber

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recuperado cierta compostura.—Y no sabes si volverás —repito

recordando sus palabras de la fatídica noche.—En caso de que lo haga, no será para

quedarme. Anyway, I’m sorry —añade porúltimo de manera insensata.

—Yo también lo lamento.A continuación se produce un silencio

infinito e insoportable, que rompo al final,incapaz de soportarlo por más tiempo.

—Quizá podríamos mantenernos encontacto —propongo.

—Si no pierdo tus datos, tengo miedo de noser capaz de llegar hasta el final y regresar. Si meobligas a elegir... He decidido ya. No ha sidofácil optar por marcharme, y no quiero echarmeatrás.

—No te estoy pidiendo que lo hagas. Encuanto a romper todo contacto..., me lo esperabade ti —añado con tono venenoso.

—Let’s grow up, Elis. Stop it . No eres laúnica que está pasando por un momento difícil —

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replica, a todas luces irritado.Menuda conversación de mierda.—La diferencia es que yo no he elegido

nada.—No siempre se puede hacer y, además, se

requiere inteligencia para adaptarse a loscambios. Si no hay un compromiso... No mepareces interesada en tener uno, ¿me equivoco?No quiero perderte, pero si para seguir contigodebo renunciar a mis ambiciones, en ese caso...,es mejor así. Disculpa, ahora tengo quemarcharme —concluye cambiandorepentinamente de tono.

Oigo unas voces al fondo, es evidente queno puede continuar la conversación.

No es amor el amorque al percibir un cambio cambia,o que propende con el distanciado

a distanciarse.¡Oh, no! Es un faro inmóvil

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que contempla las tempestadesy no se estremece nunca.

Eso es lo que me gustaría decirte, cuandome hablas de compromisos.

—No te preocupes. Te deseo un buen viaje.Enjugo la lágrima que se desliza por mi

mejilla mientras lo oigo despedirse.—Gracias. Adiós, Elis.En el preciso momento en que finaliza la

conversación, de la habitación de Yukino llegan,con un extraordinario sentido de la oportunidad,las notas de una canción japonesa, Kataomifighter, que significa —según me explica miamiga—«guerrera del amor no correspondido».Yukino canta desentonando sin la menor piedad.Entra en mi dormitorio interpretándola con unagran tensión emotiva, fingiendo que sujeta unmicrófono en la mano.

—¿Karaoke esta noche? Te ruego —pregunta esperanzada al final de la exhibición.

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—No es el momento, Yuki.—Justo porque estás triste, es el momento.

Y beberemos también —afirma resueltacogiéndome la mano.

—Nooo.—Hace varios días que te observo. Me

recuerdas a Miki, de Mamaredo boi1. Solo queella tiene dieciséis años, diez menos que tú.Cuando se sufre por amor, se llora uno o dos díasenteros. No se hace nada más, no se come ni seestudia. Se llora y basta. Pero luego se empiezaenseguida de nuevo y nunca se vuelve a pensar enel pasado.

—Menuda joya, Yuki.—¡Gracias, lo sé! —contesta segura,

convencida de que lo he dicho en serio—. Túahora sales de esta habitación y dejas de comerNutella, porque te han salido ya un montón degranos.

—Me niego en redondo, la Nutella es loúnico que me queda.

—No, no es lo único. Me tienes a mí, y

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muchas cosas más, pero ahora no lo ves porquesolo quieres a Arthur kun.

¡Cuánta razón tiene!

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Todo a su debido tiempo

En una condición psicofísica muy precariadeambulo por el Instituto con aire de ser unainútil hasta que Lara me comunica que hay unareunión en la biblioteca. La llegada de Claudiome hace pensar que se trata de un ejercicio degenética forense.

Se acerca dando zancadas a la mesa, cuyasuperficie es de cristal, se sienta como un rey ensu trono, nos observa desdeñoso, y tamborilealos dedos con impaciencia mientras, con todaprobabilidad, repasa mentalmente loscompromisos que tiene ese día.

—A ver si hoy nos damos un poco deprisa,subespecie de pitufos. No dispongo de muchotiempo. Reparte las hojas, Ambra.

La Abeja me tiende una copia, que miro conrenovado interés. En tanto, Claudio imparte lasdebidas instrucciones.

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—Comparad los perfiles, tenéis quinceminutos como máximo, y si he de ser sincero, sinecesitáis todo ese tiempo es porque sois unosasquerosos mediocres.

Es, a todas luces, una provocación. La únicaque termina al finalizar el cuarto de hora es Lara;yo he intentado copiar, pero me he visto obligadaa desistir al ver que Claudio me fulminaba con lamirada.

—Tal y como me esperaba, sois unosmediocres terribles. Comenta los resultados,Nardelli.

Lara inicia su exposición, que sigo distraída.No tengo fuerzas, estoy demasiado deprimidapara concentrarme en cuestiones de genéticaforense. Tengo ya demasiados problemas. Ypensar que, si hubiese dispuesto de un poco másde tiempo, habría sabido hacer el examen. Entreun bostezo y otro aguardo a que finalice latortura. Claudio nos despide, por fin, con unalentador adjetivo rayano en la grosería, y pocoantes de cruzar el umbral me llama con voz

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estentórea.—Allevi.Me vuelvo cansinamente.—¿Sí?—Deberías haber seguido la explicación de

Lara.—Lo he hecho —miento descaradamente.—Mentirosa. Allevi, el perfil que os di para

analizar es el de Saverio Galanti.Abro los ojos como platos.—¿Coincide con el perfil que apareció en la

jeringuilla? —pregunto instintivamente.—Te mereces no saberlo.No me hagas decir lo que te merecerías tú.—No seas fanfarrón. Por extraño que te

parezca, soy capaz de elaborar el resultado sola.No hace mucho tuve la confirmación.—¿Qué te pasa, Allevi, estás mal? —

pregunta de buenas a primeras ignorando miproclamación.

—No, ¿por qué?—Te veo pálida, y delgada.

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—No, todo va bien.Claudio exhala un suspiro, no parece muy

convencido.—En cuanto a los resultados, pídeselos a

Lara. Que te diviertas —concluye.Si antes me sentía asquerosa, ahora me

siento mucho peor.

Puede que porque, por fin, presto la debidaatención, no tardo nada en obtener el resultado.

Las huellas de la jeringuilla pertenecen aSaverio Galanti, circunstancia que prueba queGiulia y él se drogaron juntos, tal y como dijoSofia Morandini de Clés. Por lo demás, dado quelas huellas de la jeringuilla no coinciden con lashalladas durante el examen ginecológico, laidentidad del último hombre que estuvo conGiulia sigue siendo una incógnita, al menosoficialmente.

En este punto me pregunto cuál será el

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resultado del análisis toxicológico, pero, parasaberlo, debería pedírselo directamente aClaudio y bajo ningún concepto quiero darle lasatisfacción de que me diga, por enésima vez:«Qué pesada eres con la historia de Valenti».

No vuelvo a casa, me siento insoportable ypedante. Nada me calma. Estoy sola en elinstituto. Así pues, me encuentro en la situaciónideal para poder moverme en la ilegalidad sinningún tipo de intromisión.

Por el momento, mi objetivo ilícito esrecuperar el resultado del análisis toxicológicode Saverio Galanti. No le concedo demasiadovalor: hace ya casi tres meses de la muerte deGiulia y es obvio que Saverio habrá eliminado enbuena parte la sustancia que consumió esa noche.A estas alturas es imposible encontrarla en lasangre o en la orina, únicamente quedarán rastrosen el pelo, el problema es que Saverio lo lleva

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demasiado corto y no se puede examinar: demanera que es imposible probar el consumoprevio. Así pues, el análisis toxicológico solopuede poner en evidencia una toxicodependenciareciente —que, eventualmente, se podríaconsiderar indicativa de una toxicodependenciacrónica—, hecho que, en la niebla que envuelveeste caso, no deja de ser, de nuevo, unaconfirmación aislada.

Sea como sea, la única forma de obtenerloes acceder al ordenador de Claudio con laesperanza de que haya conservado una copia.

Obviamente, la puerta de su despacho estácerrada con llave, si bien esto no supone unproblema, dado que en secretaría guardan unacopia de todas.

Así que en este momento me encuentro ensu reino, sola y sin que nadie me moleste.

Las fotografías que cuelgan de la pared enlas que Claudio aparece moreno a más no poderdurante un viaje a Sharm —una de sus metas porexcelencia—, el bote rebosante de rotuladores,

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el aroma un tanto acre a lavanda que emana deldifusor eléctrico que está enchufado junto alinterruptor de la luz, el libro Noches de unanatomopatólogo sobre el escritorio(aprovecho la ocasión para hojearlo y encuentrola empalagosa dedicatoria de una tal Chiara, quienla escribió intentando enmendar una caligrafía depor sí desastrada), y el par de gafas de miope, conleve graduación, posadas distraídamente al ladodel teclado. La invasión de su intimidad me hacesentirme incómoda, pero por nada de este mundose lo pediría directamente. Pulso la tecla queenciende su ordenador y con suma desilusión veoque para acceder a él es necesario conocer unacontraseña, que, claro está, no sé cuál es. Cuandoestoy a punto de apagarlo oigo unos pasos a lolejos.

¡Mierda!La extrema agudeza de mi oído los

reconoce o, mejor dicho, reconoce los tacones.Y, de inmediato, la voz.

—Sí, querido, acabo de llegar. No, no te

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preocupes, no es molestia, me venía de paso.¿Cariño? ¿Has dejado abierta la puerta de tudespacho? ¿Cómo que no? Te digo que estáabierta. Qué extraño. ¿Dónde dices que están?¿En el escritorio? Hay dos carpetas, una verde yotra amarilla. OK. Nos vemos más tarde. Estanoche cenamos con Marta y Pierre. Sí, tranquilo,cerraré la puerta.

El corazón me late a tal velocidad que llegoincluso a creer que Ambra podría oírlo. ¡Quévergüenza! Escondida bajo el escritorio como unpersonaje de comedia.

Estoy encerrada con llave en el despacho deClaudio y ni siquiera puedo moverme. Lasmanillas de mi reloj marcan los segundosincesantemente. Me siento en el suelo y me digoque Silvia tiene razón.

Por una información banal que, de todasformas, descubriré a su debido tiempo, me acabode arriesgar a que Ambra me pillase in fraganti,hecho que habría tenido unas consecuenciasinimaginables.

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He de reconocer que he perdido el juicio.

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Renaissance

—¿Alice? ¿Has acabado el trabajo? Wally y elJefe regresan hoy y no podemos verlos sin ladebida preparación, dado que han pasado unasemana fuera.

Lara está alarmada, cosa que no mesorprende, porque es aprensiva. Lo que medesconcierta es la noticia.

—¿Hoy? ¿Dices que vuelven hoy? —pregunto sorprendida.

—Por desgracia sí.Se estaba tan bien sin el Supremo y sin

Wally. Me sentía en estado de hibernación. Misproblemas personales casi me habían hechoolvidar las enormes y aniquilantes cuentas quetengo en suspenso con el Instituto.

Cuando el teléfono suena y la secretariaanuncia que el Supremo quiere verme, no puedoevitar soltar una palabra malsonante.

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—Mierda.Lara me mira inquisitivamente; salgo del

despacho, camino de la dirección, con una fuertesensación de inexorabilidad.

Ha llegado el momento.Por lo demás, debía esperármelo. En los

diez días que han pasado juntos —Supremo yWally, Wally y Supremo —habrán tenido ocasiónde consultarse y, al final, de tomar una decisiónque es, en esencia, obvia.

El Supremo está sentado al escritorio. Nisiquiera me mira a la cara.

—Tengo que hablar con usted —anuncia.Su voz es distinta a la de Arthur, está

alterada por el tabaco, pero, a pesar de los añosque los separan, el timbre es idéntico. Es unhombre duro y más bien desdeñoso. Ahora que,además, lo considero también como el padre deArthur, me parece aún peor.

—¿De qué se trata? —pregunto con airesosegado y lúcido.

Alza la cabeza y por un instante —pura

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sugestión —me parece idéntico a su hijo. Enrealidad no pueden ser más distintos: la verdad esotra.

La verdad es que veo a Arthur por todaspartes.

—Siéntese —dice el Supremo con un tonopoco alentador y expeditivo—. ¿Ha entregado ala doctora Boschi el trabajo sobre las lesionesuretrales de accidente de tráfico?

No lo he hecho. Su hijo me ha dejadoplantada y me siento fatal. Las lesiones uretralesme importan un carajo.

—Me queda poco para acabarlo, profesor.Lo estoy reexaminando.

—¿Qué significa reexaminar?—Pues que he redactado un primer borrador

y ahora lo estoy modificando para afinar lascuestiones técnicas.

Navego en aguas tempestuosas y el Supremotiene todo el aire de estar deseando asestarme unbuen golpe y hundirme.

—Debe aprender a hablar como escribe y

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viceversa —dice fríamente.—De acuerdo —respondo con un hilo de

voz.—No obstante, no es eso lo que quería

decirle. Creo que ha llegado el momento deabordar un tema un poco delicado.

Ya está. Inicia el proceso. Qué extraño queWally no esté aquí para desempeñar el papel defiscal.

—Estoy preparada para aceptar lo que metiene que decir, profesor —anuncio mostrandouna dolorosa dignidad.

Frunce el ceño y, a continuación, esboza unaleve, casi imperceptible sonrisa antes de sacar dedebajo de un montón de papeles un cuaderno finoque me parece reconocer.

—Alguien me ha entregado este trabajo,que, por lo visto, es suyo —empieza a decir;coge un par de gafitas de présbite del bolsillo, selas pone y lee el título.

Es el artículo que escribí hace tiempo y querompí, esa noche, en presencia de Arthur.

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Alguien.Quién sino él.—Sé que no estaba muy convencida del

mismo...; sin embargo, sus dudas eran infundadas.Es un buen trabajo, doctora. Muy bueno.

El corazón empieza a latirme enloquecido.El Supremo vuelve a colocar los folios sobre elescritorio y me mira.

—Me he enterado de los problemas que hatenido con la doctora Boschi.

Bajo los ojos, mortificada.—Lo siento muchísimo, profesor. No crea

que no lo intento..., daría lo que fuese por estar ala altura de mis colegas y del estándar de suequipo, pero no puedo hacer más de lo que hago.

—Valeria no cree en usted y considera queestá por debajo de la media; se queja, sobre todo,de su falta de determinación. ¿Está de acuerdo?

Alzo los ojos y miro atentamente los suyos,fríos como el hielo.

—En parte.Si bien no pondría la mano en el fuego —es

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un hombre impenetrable—, tengo la sensación deque mi respuesta le complace.

—Siempre he pensado que hay queconservar cierta seguridad en los propiosmedios, incluso cuando el resto del mundo tratade imponernos lo contrario.

Lo miro sorprendida: jamás he consideradoal Supremo un auténtico ser humano, sino unacriatura que flota en el Instituto como unadivinidad incorpórea; no pensaba que fuese capazde sentir empatía.

El Supremo se pone en pie y coge unafotografía enmarcada que hay sobre el escritorio.Me la tiende y la recibo de sus manos con ciertasolemnidad. En ella aparecen todos sus hijos.Reconozco a Arthur en el muchachito huesudo depelo rubio y aire enfurruñado, y a Cordelia en laniña insignificante con dos coletas adornadas conunos lazos rosas.

—Profesor...—Déjeme acabar. A pesar de las

apariencias, es usted una joven muy dotada. El

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problema es que necesita estabilidad y estímulosincesantes para producir. No es una crítica, no sela tome como tal. La mía es una simpleconstatación. Arthur es... muy diferente de usted.Su rendimiento disminuye con la presión. Da laimpresión de que nunca se siente satisfecho y deque se niega obstinadamente a perder. No es unapersona resuelta. Al principio lo atribuí a lajuventud, pero ahora es un hombre hecho yderecho. Es intolerable que un periodista de másde treinta años abandone un puesto como el quetenía para trabajar como free lance . Estácompletamente desorientado. —Intento replicar,pero él frena mis propósitos—. Estoy divagandoy alejándome de lo que pretendía decirle. Lacuestión es que la doctora Boschi no se equivocócuando empezó a someterla a esa especie deterrorismo psicológico. Con una persona comoArthur no habría funcionado, pero con usted sí.La doctora Boschi le ha dado el impulso que, deotra forma, le habría faltado.

Si es por eso, también ha matado una

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pequeña parte de mí.El Supremo carraspea antes de continuar.—Estuve con mi hijo antes de que se

marchase a Jartum. Me entregó este trabajo, queusted minusvaloró erróneamente, y me contó sushazañas... —Me pongo roja como un tomate,siento que los pabellones auriculares me arden—. Hazañas que el doctor Conforti me confirmó.

—La verdad es que siempre me he sentidoemocionalmente involucrada en el caso Valenti.No sabría decir qué aspecto lo diferencia de losdemás, pero he de reconocer que me ha afectadomucho.

—Una reacción reprobable, recuérdelo paralas próximas ocasiones.

—Solo me ha sucedido esta vez.—En cualquier caso, ha hecho un buen

trabajo. —El Supremo me acompaña a la puerta,en lo que constituye un gesto de consideraciónsin precedentes—. Valeria la está esperando paracomentarle un proyecto de investigación en elque participaba usted. Vaya a verla.

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—Sí, profesor.Cuando estoy a punto de cruzar el umbral él

se dirige de nuevo a mí.—Alice. Deseo tranquilizarla. Puede que no

sea el elemento más brillante o fiable de esteInstituto, pero, personalmente, no puedo decirque esté tan insatisfecho con su rendimiento queme vea en la obligación de comprometer sufuturo suspendiéndola ahora. Se ha salvado y elmérito es suyo.

Si hubiese estado en mi lugar, una personacomo Ambra habría reaccionado con clase yfirmeza.

Lara, con circunspección y agradecimiento.Yo reacciono a mi manera y me deshago en

un mar de lágrimas y de sollozos como si losgrifos de un calentador rebosante se hubiesenabierto de improviso. El Supremo enmudece sinsaber cómo comportarse.

—Por favor, doctora. Domínese —dice conevidente crispación.

Me tiende un pañuelo de algodón marcado

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con sus iniciales. Me sueno la narizruidosamente, me siento tan confusa —al menosesta vez se debe a una buena noticia —que nologro hablar como corresponde.

—He acumulado... tanta... tensión duranteestos meses que... saber ahora que todo se haterminado..., que estoy a salvo... No logrocontener la emoción —le explico con unasonrisa estrujando el pañuelo con las manos.

El Jefe no ve la hora de que desaparezca.—Siendo así, me alegro de haber sido yo el

que le ha dado la buena noticia. Ahora, sinembargo, vuelva al trabajo antes de que mearrepienta —concluye con aire huraño.

El problema es que las lágrimas meretienen. Me siento tan aliviada que, de manerainvoluntaria, le suelto sin querer:

—Gracias, Supremo.Silencio.—¿Cómo me ha llamado?—Yo...—¿Supremo? Supremo... La verdad es que el

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apodo me describe bien. No obstante, ahora levuelvo a rogar que se vaya. Vamos.

Al salir de su despacho, con varioschorretones de rímel y una expresión alelada enla cara, paso por delante del despacho de Wally yvenzo la tentación de asomarme y hacerle unafatal y liberadora pedorreta. En lugar de esollamo a la puerta y me enfrento a ella con altivez,tras haber recuperado la serenidad.

—El profesor Malcomess me ha dicho quequiere hablar conmigo.

Wally me mira fijamente arqueando una cejadescuidada.

—Siéntese. —Obedezco y la miro con unatranquilidad que jamás he sentido en su presencia—. Le aconsejo que se lave la cara nada más salirde aquí. Parece una máscara.

—He perdido el control —admito.—No es la primera vez —comenta con

acritud—. No le puedo dedicar mucho tiempo,doctora, pero, dado que hoy el profesorMalcomess ha decidido evaluar su situación, no

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me queda más remedio que adaptarme a susdeseos.

—Se lo agradezco, profesora —respondosumisa, a mi pesar.

—Las dos sabemos el sinfín de problemasque ha causado en el proyecto virtopsia. —Laconsabida exagerada. El sinfín. Como mucho,uno—. No obstante, en el momento de presentarel informe de su trabajo, el doctor Conforti se haexpresado en términos positivos, incluso dealabanza, sobre él. Imagino que debo creerlo,hasta que se demuestre lo contrario.

—Supongo que sí —respondo, tratando dedisimular mi asombro.

Doble sorpresa: hoy los dos hombres que,de una forma u otra, más me han herido en mivida, que han sido capaces de hacerme sentir unanulidad, me han salvado del abismo en que meestaba precipitando.

Es obvio que Wally no los cree. PeroClaudio tiene su importancia y no es fáciloponerse a él, ni siquiera Wally, que, entre otras

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cosas —y al igual que todas las criaturas de sexofemenino—, ha caído en las redes de susencantos. Que le haya mentido supone un gestode gentileza que jamás me habría esperado.

—Tengo por costumbre mantener mipalabra. Le prometí que se salvaría en caso deque hubiese una respuesta positiva en el proyectovirtopsia. Ya que ha sido así, considere superadoel problema.

La muy pérfida omite deliberadamentecomunicarme la opinión de Malcomess.

Qué más da.He salido del paso.

Lo mínimo que puedo hacer a continuación esdarle las gracias a Claudio. Así que llamo a lapuerta de su despacho.

—Adelante.Abro con cautela. Qué lejos quedan los días

en que su presencia me paralizaba.

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Está sentado al escritorio y parece muyconcentrado. El sol que se filtra por la ventanapone en evidencia las canas que se entrelazan conlos relucientes rizos que le cubren las sienes.Alza sus ojos verdes, oscuros y taimados.

—Ah, eres tú.—Claudio —murmuro tímidamente. No

entiendo por qué me azora tanto darle las gracias—. Todo se ha arreglado. Gracias por haberhablado bien de mí a Wally.

Claudio me mira a los ojos. Nadie me haobservado jamás con tanta intensidad.Experimento una sensación de calor en lasmejillas.

—¿Por qué me miras así? —le pregunto conun hilo de voz.

Él parpadea y una sonrisa fugaz ilumina porunos instantes su rostro. Sacude la cabeza, comodistraído.

—Nada, nada —repite.Acto seguido se levanta de la silla y se

acerca a mí con naturalidad.

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—Los chorretones de rímel te dan ciertoaire gótico, aunque, a decir verdad, tú eres gótica—comenta sin dirigirse a mí. Más bien pareceque habla solo—. Sea como sea, mi pequeñaAlice, ha sido un placer ayudarte.

Está a un paso de mí. Siento que el corazónme late febrilmente.

—¿Te parecería un canalla si te pidiese algoa cambio? —pregunta con una voz que nunca meha parecido tan turbadora.

—Depende de lo que quieras —replico conuna rapidez que me sorprende.

—Esto —responde inclinando la cabezapara besarme.

Me estremezco, sin valor para rechazarlo.Es un beso breve, pero tan sensual que me turba.Acto seguido Claudio se aparta enseguida de míal tiempo que lanza una rápida mirada a la puerta,que, por suerte para él, se encuentra cerrada a caly canto.

Lo escruto, incrédula. No acabo de creermeque haya ocurrido de verdad.

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—De hecho, te has comportado como uncanalla —balbuceo acariciándome los labios conlos dedos.

Claudio parece encantado de habermedesconcertado.

—Lo sé —admite con candor—, pero tú note has echado atrás.

Es cierto, de manera que responderle seríacomo admitir que una parte de mí sentíacuriosidad por ese beso.

—Me voy —digo retrocediendo hacia lapuerta. Las piernas me flaquean.

—No te preocupes. No volveré a hacerlo —concluye exhalando un suspiro.

—Eso espero —reconozco haciendo ungran esfuerzo para hablar, porque el embarazoque siento me paraliza.

Claudio vuelve a mirarme fijamente. Sonríetolerante.

—¿De verdad es eso lo que prefieres,Alice? ¿Estás segura?

Segura... Menuda palabra. Reconozco que

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hubo un tiempo en que soñaba con que seprodujese una escena de este tipo. Pero esetiempo queda ya muy lejos.

Totalmente desestabilizada y víctima de unaabsoluta incredulidad, lo celebro con Silvia y alas seis de la tarde estoy casi borracha.

Me lleva a casa en un taxi, apenas me puedotener en pie.

Nada más entrar en mi habitación, enciendoel ordenador y hago un esfuerzo paraconcentrarme valiéndome de la escasa lucidezque me queda para escribir algo decente.

«Gracias. Sabes ya por qué. A.».A las nueve casi en punto me quedo

dormida. Tengo una deuda crónica con el sueño,por eso me derrumbo de esa forma. Arrastro unenorme cansancio. Y, por si fuera poco, ahora mesiento como si me hubiesen suministrado elremedio absoluto para todos los males.

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A la mañana siguiente encuentro larespuesta de Arthur.

No te lo mencioné antes porque me parecíamás justo que fuese mi padre el que hablasecontigo. Por lo demás, el parecer es suyo; asípues, no tienes nada que agradecerme. Alcontrario, te pido disculpas por haber traicionadotu confianza.

Arthur

Arthur.Esta alegría no es alegría si tú estás lejos.No estoy enojada contigo, en absoluto, ni

siquiera por tus errores pasados.Lo único es que me gustaría que volvieses.

Enseguida.

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El hecho de haberle escrito una vez, aunque hayasido con un motivo válido, ha creado un eslabón.

Es cierto que el objetivo era no volver atener noticias el uno del otro y perderse, demanera que, mandándole el mensaje, me heopuesto a su voluntad.

Pero lo echo demasiado de menos parapoder mantener la promesa que me hice a mímisma, así que, fiel a la mejor tradición, laincumplo sin el menor remordimiento.

Me encantaría saber qué haces, dónde vives.¿Por qué tenemos que desvanecernos como sihubiéramos muerto el uno para el otro? Yo no tesiento muerto, en manera alguna. Y me pesamuchísimo no saber nada de ti. Tengo lasensación de que solo hemos sido unos simplesmeteoros en nuestras recíprocas vidas. Pocoimporta cómo hayan ido las cosas entre nosotros.No quiero desaparecer. ¿Me dejarás leer tuartículo?

Tuya,

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A.P. D.: No fue una suerte que durase poco.

Envío el mensaje y me vuelvo a prometerque no verificaré Outlook continuamente nipondré demasiadas esperanzas en su respuesta. Elproblema es que también esta promesa meresulta particularmente difícil de mantener.

Qué maravilla encontrar, dos horas después,su respuesta en la bandeja del correo recibido.

Has atinado con la palabra, meteoro. Es muytriste, si bien comparto tu impresión. En cuanto ala posibilidad de perdernos, creo que fuiexcesivamente drástico. No debería haberlohecho, te ruego que me perdones.

En Jartum me alojo en el hotel Acropole.Jamás he sentido tanto calor, este bochorno

tiene algo de infernal. Y el clima no es el únicoproblema, aunque puede que sea el mayor.

Paso los días recopilando material,preguntando, escuchando y caminando. Por la

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noche lo elaboro todo y, a menudo, trabajo hastala madrugada.

A fin de cuentas, era lo que soñaba hacer, demanera que estoy bien.

Tengo muchas cosas que contarte. Esperopoder hacerlo pronto, ahora tengo que dejarte:dentro de unas horas partimos rumbo a Darfur.

No sabes qué alegría sentí al encontrar tumail.

Hasta pronto,Arthur

¿Cómo va el trabajo sobre los fondoshumanitarios? ¿Habéis encontrado algointeresante Riccardo y tú?

Ten cuidado, Arthur. No quiero parecertepatética, pero siento cierto temor.

A

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Me responde en un abrir y cerrar de ojos, lo queindica que está conectado. Lamento no tenerMessenger.

Estoy bastante satisfecho. Intentaréexplicártelo mejor en cuanto pueda.

Arthur

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Progresos

Los resultados del examen toxicológico deSaverio Galanti se publican varios días despuésde mi intento de robo en el despacho de Claudio.

Mientras estoy cómodamente tumbada en elsofá de mi casa, absorta en la lectura de unartículo científico sobre la anafilaxis al tiempoque escucho una recopilación de éxitos de JanisJoplin, Yukino se acerca con un periódico del díaen las manos, cuyas uñas ha pintado de color rosafucsia.

—Hay un particolo que te interesará —meexplica.

—¿Un partícolo? Será un artículo, Yuki.¿Desde cuándo lees los periódicos?

—Es un ejercicio para la universidad. Lee,lee —insiste sentándose a mi lado en el sofá ysacando un manga listo para ser usado de debajode un cojín.

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Tal y como preveía, el examen hademostrado tan solo un consumo reciente dedrogas, en este caso cannabinoides. En esencia,el dato no sería interesante si no fueseacompañado de las declaraciones de Saveriorelativas al día en que murió Giulia, que, sin lugara dudas, ha efectuado para protegerse el análisisgenético, que lo compromete.

Según parece, compró la heroína el díaanterior, unas dosis en apariencia idénticas que,según su pusher, procedían de la misma partida.Saverio fue a casa de Giulia y Sofia y, paralibrarse de la droga, se la dejó en custodia. Al díasiguiente, a eso de las tres, Giulia lo llamó y lepidió que fuese a su casa. Se encontraba mal, ledolía la cabeza. Por lo general esnifaban laheroína, rara vez se la inyectaban; no obstante,ese día Giulia insistió en consumirla por víaendovenosa, porque estaba convencida de que elefecto era más intenso y más duradero. Dado queera incapaz de hacerlo sola, Saverio le echó unamano. Él, por su parte, prefirió inhalarla.

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De acuerdo con su versión, Giulia nomanifestó ninguna reacción alérgica después dela inyección. Se quedó dormida, como solíahacer. Y él también. Se despertaron a las 17.00horas, más o menos. Giulia se encontraba bien,estaba eufórica e incluso se le había pasado eldolor de cabeza. Saverio salió de la casa de losValenti a eso de las 18.00 horas y, a partir de esemomento, tiene una coartada irrefutable hasta las23.00. Así pues, cubre todo el periodo de tiempoen que Giulia pudo morir, entre otras cosasporque el fallecimiento no se pudo producirantes de las ocho, hora en que Giulia llamó a suhermana, circunstancia que Bianca verificó en sumomento y que ha sido confirmada por loslistados telefónicos. Incluso en el caso de queClaudio se hubiese equivocado al establecer elmomento de la muerte en las 22.00 horas,Saverio se encontraba entonces en otro lugar.

—¿Y si él le hubiese suministrado elparacetamol y hubiese esperado a que tuvieselugar la reacción alérgica, que se produjo con

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cierto retraso? —le pregunto a Claudio, al que hellamado de inmediato por teléfono.

Me ha costado hacerlo, todavía siento ciertavergüenza. Y eso que lo conozco y que sé que elbeso carece de relevancia, que no deberíaatribuirle ningún significado.

Claudio permanece unos minutos ensilencio, sumido en sus reflexiones.

—Claro que es posible. Saverio podríahaber adulterado la dosis con el objetivo dematarla confiando en que se produjese unareacción alérgica inmediata que, sin embargo, seretrasó. Cabe la posibilidad de que Giulia sesintiese mal enseguida. Ahora bien, la reacciónalérgica es mucho más peligrosa si es inmediata.Si fue tardía y, por tanto, más leve y progresiva,Giulia habría tenido tiempo de tomarse algúnmedicamento, de pedir auxilio o de ir alhospital... ¿No crees, Alice? Además, cuando lareacción se retrasa, a menudo va acompañada deun edema difuso en la cara, y Giulia nopresentaba señales de ese tipo. En fin, que me

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parece poco probable.—Reconozco que lo es. Tengo la sensación

de que se trató más bien de una reaccióninmediata, poco menos que fulminante. Ahorabien, no podemos descartar del todo la otraposibilidad.

Claudio parece tener prisa, titubea.—He quedado con Calligaris, Allevi. Quiere

hablarme de este asunto. ¿Te apetece venirconmigo?

Me deja anonadada. Hasta la fecha, Claudioha hecho de todo para mantenerme apartada deeste caso. ¿Estará empezando a creer que misintenciones son genuinas? Quizá empieza apensar que el celo que he demostrado en estahistoria no es tan excesivo. En cualquier caso, laocasión es demasiado apetecible como paradejarla escapar por el mero hecho de que lasrazones de un hombre elíptico sean enigmáticas.

—¡Claro que sí! —respondo, por fin,excediéndome, quizá, en mi manifestación deentusiasmo.

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Él exhala un suspiro.—De acuerdo, pasaré a recogerte dentro de

veinte minutos.

Claudio y su Mercedes SLK son perfectamentepuntuales. Nos dirigimos con el coche hacia eldespacho de Calligaris envueltos en un clima dedificultad recíproca que origina un silencioembarazoso, hasta que él rompe el hielo.

—Creo que el inspector quiere hacerme lasmismas preguntas que tú —observa.

—Es legítimo —comento.—Por supuesto. Hasta el momento la

investigación no ha aclarado mucho, creo queGalanti es el único sospechoso.

Eso significa que Bianca todavía no hautilizado la información que le facilité.

No sin cierta timidez, suelto una objeciónpersonal.

—El ADN femenino, el que encontraron

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bajo las uñas, se opone en cualquier caso a lahipótesis de una participación activa de Galantien la muerte de Giulia.

—¿Quién sabe? Esa tarde podían ser tres.La verdad es que yo podría aclarar ese

punto. No veo cómo Doriana y Saverio puedenser corresponsables, pero no me queda másremedio que ocultar mis suposiciones hasta queBianca desbloquee la situación.

Absorta en mis pensamientos, no me doycuenta de que hemos llegado al edificio, que, aestas alturas, me resulta ya tan familiar.

Calligaris nos recibe con la consabidaafabilidad. Mientras suelta un torrente depalabras afectuosas, mete la pata sin querer.

—Doctor Conforti, me alegro de que hayavenido con mi querida Alice. Me han llegado losrumores sobre la historia de amor que ha nacidoentre las paredes del instituto... ¡Espléndido!¡Pareja en el trabajo y en la vida! Mi esposa y yocolaboramos durante mucho tiempo.

Claudio y yo nos miramos a los ojos, que

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revelan cierta turbación.—Acomódense, por favor —concluye

señalando unos silloncitos.Claudio, con el aire melindroso que lo

caracteriza, lo invita a hacerle todas las preguntasque desee. El bueno de Calligaris expresa lasmismas dudas lícitas que atravesaron mi menteapenas leí el artículo sobre Saverio, y Claudiocontesta con la indestructible seguridad que lo haconvertido en el forense más ambicioso delmundo de la medicina forense.

En sí, el encuentro debería haber finalizadoen veinte minutos, pero al final se prolongaporque el inspector se muestra dadivoso. Laúltima revelación que nos hace antes dedespedirse me impresiona particularmente.Calligaris nos da a entender que a la investigaciónse ha añadido recientemente una nueva pista que,en pocas palabras, ha dado un vuelco imprevisiblea la misma. A continuación mira a Claudio a losojos con aire desafiante.

—Dentro de nada le pasaremos otro trabajo,

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doctor Conforti —le dice.Es su manera de despedirse.Claudio lo saluda con una sonrisa forzada y

me coge un brazo obligándome a levantarme y asalir con él. Apenas me deja tiempo dedespedirme de Calligaris.

Una vez fuera del edificio, antes de subir alcoche, piso una apestosa caca de perro.

—Puedes volver en metro —comenta élhaciendo gala de su habitual solidaridad.

—No hablarás en serio —replico a la vezque intento limpiarme la suela en la acera.

—Acabo de llevar el coche a lavar. Teprohíbo que entres en esas condiciones.

—Eres un arrogante —le digo, esbozandouna sonrisa incrédula.

—El metro está a un paso de aquí —meresponde mientras sube al Mercedes.

Me asomo a la ventanilla y lo miro a travésde las gafas de sol que se ha puesto mientrastanto.

—Tú te lo pierdes, podría haberte explicado

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mi teoría.—Vaya una pérdida —replica él arrancando

el coche.—El tiempo me dará la razón. Calligaris

aludía a Doriana Fortis. Tarde o temprano tendrásque hacerle el análisis genético y ese día, doctorConforti, recibiré tus disculpas.

Claudio cabecea conteniendo una sonrisa.Se pone en marcha, en tanto que yo, con micagada todavía en las suelas, me encamino haciala parada del metro disfrutando del tibio sol deestos crueles días de mayo.

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Nunca hay que fiarse

Víctima de un humor abstracto y vacilante, ysola en casa, la nostalgia y la desazón me jueganuna mala pasada y todos los buenos propósitos dedejar pasar algo de tiempo antes de volver acontactar con Arthur sucumben cuando la parteirracional de mi persona vence de maneradefinitiva a la racional, sobre cuya existenciadudo en más de una ocasión.

Hola, Arthur. ¿Cómo estás? ¿Has llegado aDarfur? ¿Sabes que hace unos días vi a Cordeliaen la televisión? Es muy buena. Parece unaprincesa. Tengo muchas cosas que contarte..., unpoco sobre todo. No te digo las ganas deescucharte. Tal vez cuando tengas un poco detiempo podríamos charlar un poco. A.

No me responde, al menos durante los dos

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días siguientes al envío.—Tal vez le haya ocurrido algo —se anima a

decir tímidamente Alessandra, al tiempo queestrecha la mano de mi hermano Marco.

Estamos cenando en una taberna delTrastevere.

—Eso es lo que más me asusta, pero meniego a creerlo. Prefiero pensar que es uncapullo.

—Llámalo —propone mi hermano,pragmático.

Me resulta extraño verlo así, como un jovencualquiera, como el novio de una de mis mejoresamigas, sin esmalte negro en las uñas.

Jugueteo con la orilla del mantel.—No quiero forzarlo —contesto mohína.—Marco tiene razón, debes llamarlo.

Teniendo en cuenta dónde está, podría haberlesucedido algo. Pobre Arthur, no soporto la ideade que esté en ese lugar perdido de la mano deDios.

Alessandra adora a Arthur.

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—Es el mejor tipo con el que has salido —me dijo después de conocerlo. Lo peor es queestoy de acuerdo, y por eso lo he pasado tan mal—. Te habría contestado, puedes estar segura —insiste soltando la mano de Marco—. Coge elteléfono y llámalo. Ahora mismo —suelta, alfinal.

Marco la mira con admiración, asintiendovalientemente con la cabeza.

—No puedo —respondo.—¿A qué viene eso? ¿Acaso no te morías de

ganas de hablar con él? —dice asombrada.—Claro que sí.—Vamos, llama. El orgullo no te llevará a

ninguna parte. Si me hubiese dejado llevar por elorgullo con tu hermano... —insinúa dejando lafrase a mitad y mirando dulcemente a Marco,quien le devuelve una sonrisa cuya ternura merecuerda a mi padre, lo que me produce unextraño efecto.

—Tal vez su móvil no funciona.Trato de ganar tiempo volviendo a sacar a

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colación mis desgracias.—Vamos, Alice, no te reconozco. No está

en la Luna.—Tengo la batería del teléfono descargada.—Pues usa el mío —propone mi hermano

tendiéndome el aparato.Cuatro ojos me miran fijamente como si

esperasen el desenlace de una película de amor.¿Qué hago? No quiero ponerlo en un

aprieto. No quiero saber que algo anda mal. Noquiero saber que no me ha contestado porque noha tenido ni tiempo ni manera de hacerlo. Enrealidad, es el mismo principio por el que nocontrolo la cuenta corriente desde hace variosmeses: me asusta la evidencia.

Aun así, acepto el móvil de mi hermano, unmodelo que debe de estar fuera del mercadodesde hace, al menos, diez años, y lo llamo. Sé yaque me arrepentiré al instante y que esta llamadame pudrirá la sangre, pero, una vez obtenida lalínea, no puedo echarme atrás.

Suena durante un buen rato. Estoy a punto de

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dejarlo, me he relajado. Por fin, Arthur responde.—¿Dígame? —dice irritado.—¿Arthur?—¡Elis! —exclama cambiando

completamente de tono.Mi nombre, pronunciado por su voz, es una

sacudida de nostalgia tan intensa que deinmediato me arrepiento de haberme puesto en latesitura de tener que experimentarla.

—Arthur... —¿Qué le digo ahora?—. ¿Cómoestás? Te he escrito..., estaba un poco preocupadapor ti —le explico con un tono que revela lafragilidad que caracteriza mi vida en estemomento histórico.

—Disculpa. Tienes razón, tenía intención deresponderte cuanto antes. No sabes qué lío hayaquí.

—Ten cuidado, por favor.—Sí, sí.Me siento un poco cohibida. No ha

encontrado un momento para escribirme unaslíneas. Aunque, por otra parte, ¿qué me esperaba?

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Si no era atento cuando estábamos juntos, nodigamos ahora.

—Bueno, si todo va bien..., entonces adiós—balbuceo.

—¡Espera! ¿Cómo estás tú, Elis? —Su vozmanifiesta un sincero interés.

—Estupendamente, gracias.—¿Y el Instituto?Quizá mi único problema sea haber

encontrado la solución a mis dificultades en elcentro.

—Sí, de verdad.—Mi padre te aprecia más de lo que parece.—Bien, eso es alentador.Sigue un silencio terrible, uno de esos que

no se producen debido a la carencia de temas,sino a la absoluta incapacidad de afrontarlos.

—Te escribiré pronto, te lo prometo —concluye, por fin.

—En ese caso, te espero —respondo, pese aque no creo en sus palabras.

Regreso a la mesa donde me esperan mis

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amigos, que me escuchan con los cinco sentidos.—¿Has hablado con él? —pregunta

Alessandra. Asiento con la cabeza mientraspruebo el pastel de patatas que he pedido—. ¿Yqué te ha dicho?

—Nada. Ha sido una llamadacompletamente inútil. Ah, no. Me ha dicho que supadre me aprecia mucho.

Alessandra y Marco se miran a los ojos,levemente mortificados.

—Ha sido muy amable por su parte. Claroque habría sido mejor si hubiese dicho que él teaprecia más que su padre —comenta Alessandra.

Cabeceo tristemente y no respondo porque,por banal que sea, prefiero no hablar del tema.

—Tal vez no deberíamos haberte forzado —se anima a decir mi hermano, compungido.

Alessandra no es de la misma opinión.—Debe enfrentarse a la realidad cara a cara,

sin importar cuál sea su apariencia.Exhalo un suspiro y ahogo todos mis

disgustos en los carbohidratos.

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A la mañana siguiente, tras volver a casa deltrabajo, decido echar una ojeada a las cartas quehay amontonadas sobre el escritorio. Se trata delos extractos de cuenta de mis tarjetas de créditoy verificarlos no es, lo que se dice, divertido,motivo por el cual lo estoy posponiendo desdehace varias semanas.

Entre los sobres encuentro uno del Colegiode Médicos.

Veamos. Este año he pagado ya la cuota deinscripción y he votado al nuevo presidente, asíque no comprendo de qué puede tratarse.

Estimada colega Alice Allevi:Lamentamos tener que comunicarle que

hemos iniciado una investigación a fin dedeterminar la veracidad de una denuncia relativa aun comportamiento poco conforme a la éticaprofesional.

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En tal sentido, le rogamos que se presenteel 19 de mayo a las 18.00 horas en la sede delColegio para aclararla cuestión. No es necesariala presencia de un abogado.

Atentamente.

—¿Silvia?—Vaya, Alice, por lo que veo no te has

muerto ahogada en tu saliva.—No estoy para bromas, Silvia. Tengo un

problema gravísimo.—¡Caramba! Menuda sorpresa. ¿Qué

sucede?Le leo la carta.—No hagas ni caso respecto a lo del

abogado. Mañana te acompañaré. Y tranquila, nopueden hacerte nada.

—Silvia, tanto tú como yo sabemos que...—No hables por teléfono. Pasaré a

recogerte a las cinco.Soy una pobre desgraciada. Me expulsarán

del Colegio, lo sé ya. Volveré a la casa de

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Sacrofano y me encerraré en mi habitación, de laque jamás volveré a salir, como Emily Dickinson.

Estoy segura de que ese nazi de Jacopo deAndreis tiene algo que ver con la cortés misiva.

Tan puntuales como la lluvia durante el periododel monzón, Silvia y yo llegamos a la sede delColegio de Médicos. Estamos tan tensas comolas cuerdas de un violín.

A pesar de que ella se esfuerza por mantenercierto aplomo para que no me inquiete, salta a lavista que está tan preocupada como yo de que lascosas puedan salir mal, diría que incluso más.

—Doctora Allevi —me llama un secretarioseñalándome la puerta donde varios miembrosdel consejo del colegio me esperan ya.

Tengo la sensación de entrar en la arena delos leones.

—Tranquilízate. Ni siquiera han expulsado ala que se presentó al Gran Hermano —me dice

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Silvia, tratando de que recupere la calma.—Yo he hecho algo mucho más grave,

Silvia.—Eso es opinable. Vamos, que no te vean

preocupada. Recuerda que has venido para callaro, como mucho, para negarlo todo. ¿Está claro?

La cabeza me da vueltas. No logro dominarla angustia.

Siento que está a punto de sucederme algoterrible.

Siento que no saldré bien parada.

Los miembros del consejo se muestran corteses.Los tonos son moderados, nadie lanza unaacusación. Me explican, con sobriedad ymoderación, que la denuncia procede delabogado De Andreis, quien ha planteado loshechos con el único deseo de comprenderlosmejor, y no como revancha.

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¿Por qué participó en la autopsia deGiulia Valenti, doctora?

¿Por qué visitó a De Andreis en su casa,doctora?

¿Qué tipo de relación mantiene conBianca Valenti, doctora?

Por último, ¿es cierto que efectuó unexamen comparativo del ADN que se encontróen el cadáver de Giulia Valenti con el deDoriana Fortis, doctora?

Logro responder con toda calma, comoalguien que no tiene nada que ocultar, a lasprimeras preguntas, pero, al llegar a la última, nopuedo dominar por más tiempo la turbación.

—¿En qué se basa el abogado De Andreispara acusarme de una cosa similar?

Silvia me da un pisotón y formula de nuevola pregunta con mayor sosiego.

El representante del colegio contesta conabsoluta naturalidad.

—El abogado De Andreis se ha enterado por

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la señora Bianca Valenti. ¿Es cierto, doctora? —insiste.

Pero yo estoy ya muy lejos.Me ha traicionado con Jacopo de Andreis, a

sabiendas de que con ello ponía en riesgo micarrera.

Dios mío, menuda cabrona.—Obviamente, es falso —responde Silvia

en mi lugar—. Bianca Valenti pidió a la doctoraAllevi que realizase ese servicio, ofreciéndole ladebida retribución. ¡Habría que denunciarla aella! En cualquier caso, la doctora Allevi rechazóla oferta, porque era consciente de que, con ello,podía cometer un delito. Por lo demás, la doctoraaún no es capaz de realizar sola un análisisgenético. Todavía no ha finalizado su formación,no es una especialista. Basta hablar con sustutores. Se lo confirmarán. Considero que elabogado De Andreis dio crédito a las palabras dealguien que pretendía instrumentalizar esteasunto. Es muy probable que la señora Valentitenga intereses personales en él y, por ello, quiso

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involucrar a mi clienta. Además, no tienenustedes ninguna prueba.

—No, ninguna prueba. De hecho, el abogadose ha limitado a pedir una aclaración. No cuentacon nada más; de ser así habría denunciado yapenalmente a la doctora.

Por suerte que no dejé el menor rastro demi gamberrada.

—Todo quedará en un buen susto, ya loverás —me dice Silvia cuando salimos de la sededel colegio y mientras nos dirigimos a suespantoso Smart—. Espero que, al menos, tesirva de lección.

El consejo se ha reservado la formalizaciónulterior de los resultados de la investigación, demanera que ahora me encuentro al borde de unnuevo abismo. Sin embargo, no puedo decir queme esté acostumbrando a la situación, alcontrario, estoy extenuada.

—Supongo que habrás entendido que ha sidouna advertencia —me dice Silvia mirándome alos ojos.

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—¿En qué sentido?—¿En qué sentido, Alice? En el sentido de

que Jacopo ha querido darte un susto de muertepara que entiendas que debes permanecer almargen de esta historia. Es más, me sorprendeque no te haya mandado un documento deintimación.

—De acuerdo, pero si reflexionas un poco,el hecho de que se haya comportado asídemuestra que tiene algo que esconder.

—No, demuestra que estás como una cabra.Te advertí que tu buena fe acabaría metiéndote enun buen lío. Te supliqué que no le dijeses nada aBianca Valenti. No hay que fiarse de la gente,nunca, aún menos de una extraña.

—No pensaba, de verdad... No comprendocómo me puedo haber equivocado tanto con ella.

—Es evidente. No la conoces. No sabesnada de ella. Te pidió que violases la ley y tú lohiciste sin pensártelo dos veces.

—No banalices. No lo hice por Blanca, sinopor Giulia.

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—Lo tuyo se está convirtiendo en unaobsesión, Alice, ¿te das cuenta?

Molesta por la palabra en sí, que no meparece congruente, la miro irritada.

—Obsesión. ¿A qué vienen esosestereotipos? Yo lo llamaría más bieninvestigación y tenacidad. ¿Puedo hacer algobueno en mi vida sin que se considerepatológico?

—Ahí es donde te equivocas. No estáshaciendo nada bueno. No has repetido el cursogracias a Claudio y a Malcomess Jr. El colegioprofesional al que perteneces te ha convocadopor motivos disciplinarios. Estás agotando lasposibilidades que te ofrecieron tus profesores.¿Te parece un buen resultado?

¡Qué dolor! Qué cruel y brutal puede ser larealidad.

—No y, de hecho, me sientotremendamente desorientada y confusa. ¡Peropasará!

—Recupera la razón, Alice. No puedes salir

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bien parada eternamente. Esta vez es el casoValenti. La próxima te dará por cualquier otracosa y, si no decides cambiar radicalmente tumanera de comportarte, acabarás atrapada en unamaraña de líos.

—Sé que me lo dices por mi bien. Lo sé —reconozco.

Silvia suspira y dobla el volante para enfilarla calle que lleva a mi casa.

—¿Puedes dejarme en la calle Manzoni, porfavor?

—¿Así me lo agradeces? ¿Me dejas aquí sinmás? Como mínimo me esperaba que meinvitases a un Tía María.

—Tienes razón. Esta noche, te lo prometo.Ahora tengo que irme. Es importante.

Silvia, inusualmente tolerante, accede y medeja delante del número 15 de la calle Manzoni.

Toco el telefonillo.—¿Sí?Reconozco de inmediato su voz de

contralto. El corazón me late a toda velocidad y

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tengo la impresión de no ser muy coherente alhablar.

—¿Bianca? Soy Alice. Te diré una únicacosa: cabrona. Es posible que me expulsen delColegio de Médicos. No sabes cuánto te loagradezco.

—No me quedó más remedio que hacerlo. Yte protegí como pude —se apresura a replicar,hasta el punto de que ni siquiera tengo tiempo dealejarme de inmediato como tenía intención dehacer—. Sube y hablaremos de ello.

Podría subir. Podría escuchar susjustificaciones, que, en cualquier caso, novaldrían para hacer que su comportamientoresulte moralmente aceptable. Podría subir a sucasa y, estoy segura, me volvería a conquistar consu gracia. Podría subir y quizá me metería en unnuevo aprieto, porque es evidente que no puedofiarme de ella. Pero si no hablamos, jamás sabrépor qué me vendió, y si siente algúnremordimiento por haberlo hecho.

Podría ir a su casa, pero no lo haré.

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Después de todo, qué más da. Ya hay tantascosas ambiguas en mi vida que Bianca Valentipuede seguir siendo una de ellas.

—No, gracias. Te he dicho lo que quería, yme siento mejor. Adiós, Bianca.

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Doriana es el centro de laatención

Me siento una entidad que flota entre laporquería y lo peor de la porquería. Yukinointenta distraerme sacándome de casa para ir decompras; está convencida de que la raíz de todosmis males es la ruptura con Arthur. No puedesaber que, en realidad, mi malestar es mucho másamplio, es una confusión que me anula, es lapérdida de un centro de gravedad.

Estoy enfermando de debilidad. Laslágrimas surcan mis mejillas. Llorandoencuentro, por fin, alivio.

Arthur.Solo él podría escucharme, entender,

aconsejarme.Estoy en el Instituto, son las diez de la

mañana. En Jartum debe de ser mediodía. Y estono es algo que se pueda explicar por correo

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electrónico. Necesito hablar con él, oír su voz,que sea él el que me diga que no me preocupe.Lo llamo repetidas veces, pero a la una de latarde, hora italiana, todavía no he obtenidorespuesta, el móvil parece muerto.

Así que me veo forzada a escribirle.

Arthur,Hace mucho tiempo que no sé nada de ti.

Estoy un poco preocupada y me encantaríarecibir noticias tuyas.

En cuanto a mí, ni siquiera sé por dóndeempezar.

Tal vez me convenga admitir la realidad:necesito ayuda. ¿Puedo contar con la tuya?

No sé qué hacer. Aconséjame, te lo ruego.Se trata de Giulia Valenti...

Prosigo tratando de resumir los hechos yme doy cuenta de que es muy difícil exponerlotodo con orden y método, sin que el conjuntoparezca el delirio de una obsesa. Escribo, borro,

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reescribo, salvo diez borradores y, al final, envíouna historia que parece la sinopsis de una novelanegra.

Responde. Respóndeme, Arthur, te lo ruego.

La respuesta llega. Y es esta.

Disculpa por no haber dado señales de vidadurante estos días. Aquí todo bien, sí. No puedodemorarme en el ordenador, perdona. Hastapronto.

Arthur

Una respuesta que, claro está, me abstendré decomentar.

En parte porque es tan necia que, realmente,no sabría cómo justificarla.

Me esfuerzo en olvidarla.

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Y con este humor me siento a la mesa a eso delas tres de la tarde, nada más llegar a casa deltrabajo; como comensal, una Yukino que haperdido ya cualquier sentido de la medida.

—¡Te estaba esperando! He preparadosorpresa, pasta italiana para ti.

—Gracias, Yuki —digo con aire distraído.—Tú hoy eres pasiva más de lo habitual.—Sucede —replico probando los

espaguetis al pesto que ha preparado y sin lograrentender cuál es su verdadero sabor.

—¿Vamos al cine esta noche?—Si te parece hablamos más tarde, ¿OK?—No te ríes desde hace varias semanas. No

es normal.—No tengo ningún motivo ni para reírme ni

para sonreír, Yuki.Yukino niega tenazmente sacudiendo la

cabeza.—En Japón se dice: no sonreímos porque

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nos ha ocurrido algo bueno, sino que algo buenosucederá si sonreímos.

—Lo recordaré —digo sin prestarledemasiada atención.

—¿Es tu móvil el que hace ruido?En efecto, una vibración sorda, procedente

del bolso que he dejado en el sofá, me avisa deque estoy recibiendo una llamada.

Es Lara, que susurra como si estuviesellamando a escondidas.

—Ven lo antes que puedas al Instituto,Alice.

—Acabo de entrar en casa, estoy comiendoy he pasado unos momentos terribles. No tengola menor intención de moverme de aquí —replico molesta.

—Te acabo de decir que te des prisa.—¿Problemas con el Jefe? ¿Con Wally? —

pregunto mientras siento que la sangre se mehiela en las venas.

—No. Se trata del caso Valenti. Ahora tengoque colgarte, pero, te repito, ven enseguida.

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Yukino me ve abandonar la mesa en menosque canta un gallo, me pongo al vuelo la chaquetay ni siquiera la escucho cuando me grita.

—¡Tienes algo entre los dientes, lávatelos!

Nada más llegar al Instituto intento averiguar quéha sucedido; veo únicamente hombresuniformados, y a ninguno de los nuestros. Tecleoel número de Lara al vuelo, pero ella rechaza lallamada.

Mi despacho está desierto, la secretaríatambién.

Veo llegar a Claudio a lo lejos, me ignorapor completo.

—¡Claudio! —lo llamo mientras acabo deabrocharme la bata.

Él se vuelve con el aire sofisticado que locaracteriza y me observa intrigado.

—¿Allevi? Menudo sentido de laoportunidad. Siempre a punto cuando se trata del

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caso Valenti.—Pura casualidad —replico, encogiéndome

de hombros.A todas luces incrédulo, me ajusta distraído

el cuello de la bata. Al ver que alarga una manohacia mí, me sobresalto.

—El fiscal ha ordenado que efectuemos elanálisis genético y toxicológico de DorianaFortis.

La noticia produce el efecto de unadetonación, pero su mirada deja bien claro que notiene el menor deseo de profundizar en el tema.

—¿Has visto? —le pregunto con sobriedad—. Estoy esperando tus disculpas.

—No empieces a dar el coñazo, Allevi. Noes el momento.

Mejor me callo.—¿Sabes dónde está Lara? —le pregunto en

un último acto de osadía.Claudio se vuelve y me escruta con una

ferocidad que me deja fulminada.Mientras tanto, se acerca Ambra: explosiva,

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profesional, luce unos tacones altos y el pelo conmechas recientes.

—Cariño, te estás retrasando, la señoraFortis está ya en la sala de tomas de muestras.

Él responde rugiendo algo similar a unamaldición y los dos se alejan de mí como si noexistiese. ¿Qué otra cosa puedo hacer que no seacorrer tras ellos?

Fuera de la sala de tomas, orbitan Jacopo deAndreis y el inspector Calligaris, deseosos,respectivamente, de que todo se acabe y deencontrar una solución. Jacopo me saluda confrialdad y yo sigo su ejemplo; sabedora de ladenuncia que ha presentado al colegio, mesobresalto al volver a verlo. Siento que laspiernas me tiemblan cada vez que, por casualidad,mi mirada se cruza con la suya. Parece turbado ypesaroso, casi me da pena. El inspectorCalligaris, en cambio, se muestra tan bonachón yamistoso como siempre.

En el interior de la sala, Doriana, que miraalrededor entre extraviada y ausente, parece

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frágil e inerme, justo como la primera vez que lavi.

Claudio da la impresión de estarparticularmente tenso; en realidad, el suyo es untemblor que la masa no percibe pero que yo sédetectar a la perfección. Y, sobre todo,reconozco por experiencia el olor del miedo.Detrás de la apariencia profesional de celebridadimperturbable y despiadada que se ha construidoa saber con cuánto esfuerzo, Claudio teme algo.

Teme haberse equivocado por completo eneste caso.

Teme que se pueda decir que ha tratado elasunto con superficialidad.

—Le ruego que se descubra el brazo, señoraFortis.

Doriana lanza un gemido y, acto seguido, unsollozo.

—Le ruego que me permita extraerle unpoco de sangre, señora Fortis.

Dorina parece catatónica. Al final mira aClaudio con los ojos empañados.

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—No quería. Juro que no quería. Dios mío—solloza llevándose las manos a la cara comouna niña que no encuentra la paz.

¿Qué es lo que no querías, Doriana?Su abogado se apresura a intervenir.—Contrólese, señora Fortis. Le ruego que

suspenda por unos minutos la operación, doctorConforti. Usted mismo puede ver que mirepresentada no está en condiciones decolaborar.

Claudio resopla impaciente.—Si quiere saber mi opinión, abogado, las

condiciones de su clienta no cambiarán en diezminutos.

—Un poco de paciencia, demonios, doctorConforti.

Los rasgos de Claudio se endurecen.—Le doy veinte minutos, ni más ni menos,

luego efectuaré la toma sea cual sea la condiciónen que se encuentre la señora Fortis, abogado.

A continuación nos pide que abandonemosla sala, momento que aprovecho para arponear a

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Lara.—¿Puedes hablar ahora?—Gracias por haberme avisado, Lara. A esta

hora estaría en mi casa vegetando y me habríaperdido un acontecimiento importante —replicaella, sarcástica.

—No sabes cuánto te lo agradezco, Lara, deverdad.

—Mmm —murmura—. En cualquier caso,el hecho es el siguiente: según parece, Dorianaconfesó algo sobre la noche de autos a un testigoclave, que, como era de esperar, habló con lapolicía, de ahí la investigación.

—¿Podrías ser más precisa?—No, porque no sé más, y he de decirte que

me lo contó Ambra, así que imagina el esfuerzoque tuve que hacer para obtener esta información.

Lara saca del bolsillo de la bata un paquetede Polo —¿todavía existen?—y me ofrece uncigarrillo.

—Tengo la impresión de que Doriana estácompletamente fuera de la realidad —afirma; sus

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palabras no son todo lo claras que cabría esperardebido al ruido que produce el caramelo que estámordisqueando.

—Es cierto. Aunque también es posible quesepa realmente algo que la oprime. Desafío aquien sea a vivir con el remordimiento de habertomado parte en un asesinato.

Lara asiente comprensiva.—Empieza a dolerme la cabeza. Si no

detengo el dolor a tiempo, me dejará hechapolvo. ¿Tienes una aspirina?

—Voy a coger una al despacho —respondoencaminándome hacia él.

Recupero el bolso y, cuando me dispongo avolver al ala del Instituto donde están loslaboratorios, una voz masculina llama miatención.

Una voz que, a estas alturas, me resultafamiliar.

Pertenece a Jacopo de Andreis, que habuscado refugio y discreción en un pequeñocuarto vacío, adyacente a mi despacho. Habla por

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teléfono lo más bajo que puede.—No me vuelvas a llamar. ¡Estoy harto!Sé que no es correcto, que no se debe

escuchar a escondidas. Aun así, no me separo delazulejo, es más, busco la posición más adecuadapara mejorar en lo posible la percepción de mioído.

—Me gustaría que la vieras, de verdad. Esuna larva humana. ¿No te remuerde laconciencia?

Pausa.—No puedes saberlo. Ella... es especial. Es

mi mejor amiga.Otra pausa.—Es ese el objetivo —prosigue al cabo de

unos segundos de silencio—. Qué error —murmura con un tono que manifiesta un terribledisgusto—. ¡Un error espantoso! Sal de mi vida,no quiero saber nada más de todo esto. Yo no tehe prometido nada. Y, si he de ser sincero, meimporta un comino.

Apenas me aparto, Jacopo sale a toda prisa

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de la sala con un humor de perros. La mirada queme dirige manifiesta a las claras que si tuvieseocasión de matarme lo haría de buena gana.

—¡Otra vez usted! —exclama furibundo.—Es mi despacho —explico para

justificarme señalando la puerta con los nombresde Ambra y de Lara, que figuran al lado del mío.

—Claro, claro —dice con idéntica furia.Me deja plantada en el centro del pasillo y

se dirige a la sala de tomas. Parece realmentefuera de sí. Cuando lo veo de nuevo, unosminutos después, parece haber recuperado lacalma, aunque su semblante sigue reflejando unagran inquietud.

Antes, sin embargo, intercepto a Claudio,que se dirige hacia la sala en la que ha dejado aDoriana, y lo sigo.

Al entrar la veo aún más pálida, pero,exceptuando este hecho, sus condiciones noparecen haber cambiado mínimamente.

—Es el final —murmura hundiendo elrostro en las manos.

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Claudio pone los ojos en blanco einterrumpe el tormento valiéndose de su savoirfaire.

—Vamos, señorita Fortis. El brazo.Le coge la mano y estira el miembro. Ella

no opone resistencia, lo deja actuar mostrando lamás absoluta indiferencia.

—Le juro que no la maté.—¡Señorita Fortis! —exclama su abogado

—. Siga, doctor Conforti, se lo ruego.—Eso es, precisamente, lo que me gustaría

hacer —replica Claudio con acritud.Acompañada del brusco sonido de estas

últimas palabras, la aguja se adentra en la pielblanca y fina de Doriana.

Tengo la impresión de que, por fin, todo haconcluido, porque ahora se sabrá la verdad, seacual sea, y la revelación dejará de depender de loque yo haga.

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Un nuevo pequeño granproblema

En un estado entre catatónico y abatido miro lapantalla sin concentrarme en ningún programa enparticular.

A las diez de la noche recibo una llamada deCordelia. Hace tiempo que no hemos hablado. Enlo que a mí concierne, para evitar posiblessituaciones embarazosas. En cuanto a ella, noestoy muy segura. Y el caso es que lo lamento,porque siento debilidad por ella. Es una personaespecial.

—Alice, soy Cordelia.—¡Hola! No sabes cuánto me alegro de

oírte —le digo con sinceridad.—Esto..., yo también. Mejor dicho, yo no.

En el sentido de que me gustaría tener noticiastuyas como cuando salías con Arthur; creo queeres la mejor chica que me ha presentado, y no

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porque haya salido con muchas, pero algunas eranterribles. En cualquier caso, lo que no me gustaes hablar contigo en una situación como esta.

—¿Qué situación?—Intenta mantener la calma, ¿OK?—¿Arthur? —pregunto instintivamente.—Está en el hospital de Jartum. Me acaba

de llamar Riccardo.—Sabía que le sucedería algo. Lo sabía.

¿Está herido? ¿Lo capturaron y lo torturaron?¡No me ocultes nada, Cordelia!

—Bueno, la verdad es que se trata de algomucho menos pintoresco. Menos a lo John LeCarré y más al estilo Rosemunde Pilcher. Hacontraído la malaria; pero no te preocupes, no esgrave.

—¿Sabes de qué tipo de malaria se trata? —pregunto.

Si antes me sentía ya confusa, esta noticiame ha dado el golpe de gracia.

—¿En qué sentido, qué tipo de malaria?—En el sentido de que existen tipos más

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graves, en su mayoría fatales, y otros que, encambio, se pueden curar —respondo irritada.

—No sé mucho más, Alice, pero, si estámejor eso, significa que no era fatal. ¿O no? Encualquier caso, Riccardo no me ha dado másdetalles. Se ha limitado a decirme que lo peor hapasado, que ahora está en el hospital y que no nospreocupemos.

—¿Tu padre lo sabe?Cordelia permanece unos instantes en

silencio.—Sí, lo he llamado. Me ha atiborrado la

cabeza de cosas sobre las que no he entendidouna sola palabra: profilaxis, quinina, y no sé quémás. Ha llamado al jefe del hospital de Jartum...Por lo visto, Arthur está fuera de peligro, pero suestado era grave.

—¿Has podido hablar con élpersonalmente?

—No. Todo es muy reciente, Alice —subraya—. Cosa de hace una hora.

—Quiero hablar con él —digo, más a mí

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misma que a ella.—Te dejo el número de Riccardo y del

hospital —me ofrece con gran amabilidad.—Gracias por haberme avisado, Cordelia.

No tenías ninguna obligación de hacerlo, dadocomo están las cosas entre tu hermano y yo.

—¿Cómo no iba a llamarte? Al margen detodo, sabía que agradecerías que teinformásemos, así que lo he hecho. Sobre todoporque vuestra relación no me parece resuelta —añade meditabunda—. Ahora te tengo que dejar.Llama a Riccardo, nos mantendremos encontacto para comentar las novedades.

Sin pensármelo dos veces llamo a Riccardo,que contesta al móvil después de tres intentoscon un tono acompasado y relajante.

—No tienes nada que temer, Alice. Todoestá bajo control. Eres médica, de manera que losabrás. El doctor me ha dicho que existen cuatroformas distintas de malaria, y que Arthur no hacontraído la mortal —intenta explicarme, soloque su voz me llega con interferencias.

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—¿Estás seguro? —digo alzandoinstintivamente el tono de la voz.

—¡Por supuesto!—¿Puedes pasármelo?Silencio.—Lo siento, Alice, pero está descansando y

el médico nos ha pedido que lo dejemos dormir.Ha estado tan mal... Acabábamos de volver deDarfur y al principio pensaba que no era nadagrave. Decía que se sentía un poco cansado, esoera todo. Pero luego empezó a temblar y avomitar..., no sabes cómo ardía. Entonces lo llevéal hospital.

—¿Y por qué has tardado tanto en llamar aCordelia? ¡Eres un irresponsable!

En este momento solo se me ocurreagredirlo.

La voz trémula con la que me respondemanifiesta con toda claridad su malestar.

—Quizá no debería haberle hecho caso,pero, créeme, insistió hasta el último momento.Me pidió que no se lo dijese a nadie. No podía

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oponerme a su voluntad —me explica con tonoenigmático—. Lo obsesionaba la idea de que sisus padres se enteraban le harían la vidaimposible. Por eso me pidió que controlara elcorreo electrónico, y que respondiese a todos desu parte. Te contesté también a ti, ¿sabes?

Necesito varios instantes para metabolizarlos acontecimientos.

—¿Y tú le hiciste caso? Él deliraba, pero¿tú? Apenas puedo creerte, Riccardo, de verdad.Era una carta importante y la respuesta me dejóhecha polvo.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —sedefiende.

—Tal vez no responder, sin más. Así habríapensado que no se había enterado de misproblemas en lugar de creer que le traían sincuidado.

—Lo siento mucho, Alice, de verdad. Nodebería haberle hecho caso. Pero él insistía enque debía tranquilizarte... y yo lo hice. Por lodemás, no quiero verme involucrado en vuestras

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cosas.—¿Puedo llamarte más tarde para hablar con

él? —pregunto fríamente.—Por supuesto —responde, si bien me

parece un tanto molesto por mis invectivas.Cuando colgamos estallo en sollozos, es un

llanto absoluto, que engloba todas mis tensiones.Lloro por Arthur, lloro por mí, lloro por Bianca ypor Giulia. Pero las lágrimas no me producenningún alivio.

Tengo que hacer un gran esfuerzo paraesperar una hora, antes de volver a llamar aRiccardo, y es en vano, porque Arthur siguedurmiendo cuando me contesta.

—¿Es normal? —pregunto.—Dicen que sí, Alice, si la situación fuese

grave, te lo diría. A Cordelia quizá no, pero a ti sí—precisa—. Fíate de mí.

No me queda más remedio que creerle. Yesperar, esperar más tiempo.

No puedo leer, dormir, no logro hacer nada.Víctima del insomnio, miro la televisión durante

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toda la noche, presa de un gran desasosiego. Meduermo a eso de las cinco, pero a las siete meveo obligada a levantarme para ir a trabajar. Noobstante, lo hago sin sentir en exceso elcansancio: he decidido superar el pudor y hablarcon el Supremo.

También él —lo noto enseguida —parececansado. Se está fumando un cigarro de pie,delante del escritorio, imponente debido a sumetro y ochenta y cinco de estatura.

—Profesor... —digo titubeante después dehaber llamado tímidamente a la puerta.

—Imagino lo que quiere saber. Es una formabenigna. Se salvará, por esta vez.

—¿Ha hablado con él?—Sí, y asegura que está bien.Conociéndolo, Arthur juraría que se

encuentra bien incluso agonizando con tal deevitar cualquier recriminación.

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—¿Sabe si volverá?—Pregúnteselo a él. Pero ahora vuelva al

trabajo, doctora Allevi. Tiene un montón de cosaspendientes —concluye, por fin, tratándomecomo si fuese una insignificancia.

Cuando estoy a punto de salir, con la cabezagacha, me detiene.

—¿Cómo me llamó el otro día, Allevi?Dudo unos segundos, si bien soy consciente

de que no tengo escapatoria.—Supremo.Si su semblante no me engaña, el apodo

dibuja en sus labios una leve sonrisa.

A media mañana vuelvo a llamar a Riccardo: medice que no puede pasarme a Arthur porque enese momento está hablando con un tipo de unaempresa farmacéutica sobre la investigación queél y Arthur habían iniciado sobre lasvacunaciones a la población de Darfur. Decido

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llamarlo al hospital, al número que me hafacilitado Cordelia.

Me responde una enfermera que no hablainglés y que, después de una espera interminable,me pasa a un médico de la sección, un italiano,por suerte.

Se llama Fragassi. Al principio se muestraun poco reacio a darme información alegandoproblemas de confidencialidad, pero al final,gracias al tono implorante con que le hablo, queaflige incluso a mis orejas, logro que secompadezca de mí y venzo sus reticencias. Deesta manera me entero de que Arthur ha pasadobien la noche, que el diagnóstico essustancialmente bueno y que solamente tieneunos problemas renales que, en cualquier caso,se encuentran bajo control.

No, no puede pasármelo porque estáhaciendo diálisis.

¿Diálisis? ¡Entonces está muy grave!—No, no se preocupe, colega. Le

retiraremos la máquina cuanto antes. Los riñones

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no han resultado dañados irreversiblemente. Tuvouna insuficiencia renal debida a la intensahemolisis.

El breve informe que me acaba de hacer nocorresponde mínimamente a una situación que,como aseguran todos, está bajo control.

—¿Cuándo puedo volver a llamar para hablarcon él? —pregunto con un hilo de voz.

—Dentro de unas horas, ¿de acuerdo? —contesta el doctor Fragassi.

Tras colgar me preparo para una nuevaespera, pero no resisto mucho. Presa de unaburrimiento al que se añade una angustiaoprimente, llamo a Cordelia.

—Por fin he podido hablar con Arthur —meanuncia. ¿Por qué soy la única que no consiguehacerlo?—. Poco tiempo, porque la línea secortó enseguida. Parecía tranquilo. Es duro comouna piedra; en una ocasión casi se muere deapendicitis porque su madre, que jamás le haprestado demasiada atención, no dio la debidaimportancia a los síntomas. Se salvó casi de

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milagro y, a partir de ese momento, lo haresistido todo. Jamás he oído hablar de Arthurenfermo, jamás. Ya verás como, al final, atribuiráa esta enfermedad la importancia de una gripe.

La malaria, una gripe: Cordelia tiene unamanera de pensar, cuando menos, particular. Alcabo de un rato intento llamar de nuevo aRiccardo. Tiene el móvil apagado. Llamo alhospital y pregunto directamente por Fragassi,pero la línea se corta y tampoco en esta ocasiónlogro hablar con él.

La situación está empezando a sacarme dequicio. Estoy a punto de estallar de rabia; nosoporto esta sensación de impotencia.

Por la tarde, cuando estoy al borde delcolapso nervioso, una llamada me devuelve a larazón; aunque, pensándolo bien, quizá me la hagaperder del todo.

—Elis.Es él. Su voz inconfundible parece vacilar.—¡Arthur! —exclamo sin poder contenerme

—. Si supieses cómo te he buscado...

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—Me lo han dicho. Debes estar tranquila,¿de acuerdo? —dice, exhausto.

—Arthur... ¿cómo estás?Tengo un nudo en la garganta y hasta mi voz

me suena extraña.—He vivido tiempos mejores —responde él

con calma.—Te creo. Pero ¿no habías hecho la

profilaxis?Vaya una pregunta idiota. ¿Qué más me da la

profilaxis?—Sí, la empecé, pero luego me olvidé de

tomar la píldora... varias veces.Es evidente lo mucho que le cuesta hablar.

Me gustaría preguntarle un sinfín de cosas, pero,al mismo tiempo, no quiero cansarlo.

—Lo siento mucho, Arthur. —Es lo únicoque logro decir.

—Pasará.—Pareces muy cansado. ¿Te llamo más

tarde?—No estoy cansado. Y puedes llamarme

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cuando quieras —responde.Se oyen unas voces al fondo, no está solo.Lo que me gustaría decirle no logra emerger

de la confusión en que están sumidos mispensamientos. El caos vence incluso a los quepredominan sobre los demás, y se manifiestadescontrolado.

—Arthur... Dios mío, Arthur, no sabescuánto te echo de menos.

Arthur parece vacilar entre lo que leconvendría decir y lo que le convendría callar. Alfinal me contesta bajando la voz.

—De todo lo que echo de menos aquí y,créeme, me falta hasta el aire, tú eres, sin lugar adudas, la ausencia más difícil de soportar.

Resbalo por el suelo apoyando la cabeza enla pared.

—Vuelve a casa, te lo ruego —oigo quemurmuro con una vocecita débil y quebrada porla inminencia del llanto.

—No quiero —responde como si la razónfuese evidente. Suspiro y permanezco en silencio

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—. En cualquier caso, ahora no podría hacerloaunque quisiera. Todavía debo permanecer enesta porquería de hospital.

—En Italia te curarían mejor.Ya no sé a qué aferrarme.—Lo dudo mucho —responde con firmeza

—. Tengo que dejarte —concluye, y así, sindejarme posibilidad alguna de apelación, da porzanjada una conversación que, si por mí fuese,podría haberse prolongado durante varias horas.

Me siento más frustrada que antes. Melevanto y me dirijo al cuarto de baño para lavarmela cara. Escudriño mi imagen en el espejo.Parece el vivo retrato del furor impotente.

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Una colaboración que,hasta hace poco, habríaparecido imposible

Varios días más tarde, transcurridos sobre todo ala espera de un contacto, incluso mínimo, conArthur, cuya situación parece estable, en elInstituto se acerca a mí el doctor Conforti enpersona, acicalado y perfumado como suele serhabitual en él.

Parece más dulce y tratable de lo normal.—Necesito hablar contigo. ¿Tienes un

minuto?—Por supuesto —contesto; la respuesta me

parece obvia.Nos acercamos a su despacho.—Siéntate —prosigue señalándome un

silloncito que hay delante de su escritorio,dominado por una foto en que aparece con

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Ambra.Al verla contraigo los labios disgustada.—Qué tristeza —suelto sin querer.—¿Quieres saber la verdad? Estoy de

acuerdo contigo. Tendría que haberle dicho queno debía ponerla ahí, pero me parecía descortés.

—Ejem.Toso con leve embarazo, porque el

despacho me acaba de recordar el beso mássobrecogedor de mi vida. Percibo cierta tensiónentre nosotros.

—¿Tienes miedo de mí, Alice?—¿Miedo?—Guardas las distancias como si fuese a

abalanzarme sobre ti de un momento a otro. Nolo haré, no te inquietes.

—Bien.—Si en este momento pudieses hacerme

una pregunta, ¿qué me dirías?—¿Estás borracho, Claudio?—Por supuesto que no. Jamás bebo en el

Instituto. Perdería mi reputación. Contesta. ¿Qué

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me pedirías? Es evidente que no quieres otrobeso. Así pues, ¿qué?

Medito por un instante y le respondo consinceridad.

—¿Tienes los resultados?—¿Ves? Te conozco como si te hubiese

parido. Por otro lado, ¿qué otra cosa podríasquerer de mí? En cualquier caso, aún no; pero noes por esto por lo que te he llamado. Al finaltenías razón al sospechar de Doriana Fortis. Nosé en base a qué, pero es innegable que el tiempote está dando la razón, tal y como habías dicho.Mi más sincera felicitación.

No entiendo si está de guasa o no. No meinteresa.

—La verdad es que no estoy segura de quesea Doriana Fortis la que mató a Giulia.Pensándolo bien, lo mismo se podría afirmar deSaverio Galanti. O de Sofia Morandini de Clés. Oincluso de Jacopo de Andreis. Cualquiera pudosuministrarle el paracetamol. Lo cierto es queDoriana me pareció ambigua desde la primera vez

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que la vi, y si tuviese que apuntar el dedo contraalguien... Lo apuntaría contra ella, lo reconozco.

—Has tenido intuición, no hay nada más queañadir.

—¿Calligaris te ha explicado cómo hallegado a sospechar de Doriana?

Claudio tamborilea con los dedos en elescritorio.

—Me habló de un nuevo testigo que, segúnparece, recibió ciertas confidencias de la señoraFortis.

—¿Sabes quién es? —preguntoinstintivamente, antes de caer en la cuenta de loestúpida que ha sido mi pregunta.

Es obvio que Claudio no puede saberlo yque, desde luego, dispongo de más elementosque él para poder identificarlo.

El tal testigo es una testigo.Es Bianca.—¿Por quién me tomas, Allevi? ¿Cómo

puedo saberlo? Estás divagando —afirmacrispado. Claudio siempre tiene el aire del que

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debe contentarse con unos días demasiado brevesteniendo en cuenta todo lo que debe hacer—.Pero volvamos a nosotros: solo tengo losresultados del análisis toxicológico, eltoxicólogo los ha terminado ya con una rapidezdel todo inusual. Es negativo. Pero el hechocarece de importancia, han pasado ya tres mesesy, sobre todo, nadie ha creído en ningúnmomento que Doriana Fortis estuviese implicadaen la historia como toxicómana.

—Yo he llegado a la conclusión de que losdos hechos son absolutamente independientes.Giulia se drogó con Saverio a primera hora de latarde. El encuentro con Doriana fue posterior.

—La verdad es que ya no sé qué pensar y, sihe de ser franco, ni siquiera me interesa. Te hellamado para concederte un premio: me ayudarása reconstruir el perfil genético de Doriana Fortis.

—¿Y si te dijese que lo tengo ya? —meaventuro a preguntar.

—¿Cómo dices, perdón? —preguntaClaudio frunciendo el ceño.

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—Claudio, yo... —No sé cómo decírselo. Yello porque con excesiva frecuencia hablo sinhaber accionado antes el cerebro—. Lodesarrollé sola.

—En ese caso será fidedigno —comentadespiadado.

—Qué cabrón eres.—¿Y se puede saber cómo lo hiciste?—Es una larga historia, que, por otra parte,

no quiero contarte, porque no quiero dar pasto atus agudezas. Lo tengo y basta.

—¿Eres consciente de que es ilegal efectuaranálisis genéticos sin autorización, Allevi? —mepregunta titubeante.

—Por supuesto. ¿Por quién me has tomado?—Entiendo. En ese caso, ¿me explicas

cómo obtuviste el ADN?—Ya te he dicho que no quiero hablar de

ese tema.—Me niego a efectuar la comparación si no

me explicas cómo te hiciste con la muestra.Respeto la ética profesional.

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—Te garantizo que pertenece a Doriana.Vamos, Claudio. No seas pedante, nunca lo hassido.

Claudio desvía con un leve retraso su miradade mi persona para posarla en la pantalla de suordenador.

—Bien, este es el perfil del materialepidérmico que encontramos bajo las uñas deGiulia —dice girando la pantalla hacia mí paramostrarme el documento que ha obtenido elsoftware.

La imagen, que conozco de sobra, estáconstituida por una banda con numerosos picosde colores alineados. Cada pico debe sercomparado con los del perfil de Doriana, que eslo que Claudio me está pidiendo.

En unos minutos estoy de nuevo en sudespacho con el documento en cuestión.

En absoluto silencio, Claudio realiza lacomparación. Lo observo, y el resultado meresulta claro de inmediato.

—Coinciden —sentencia mirándome

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estupefacto.—¿Te sorprende?—Sí, porque eso significa que hiciste un

buen trabajo. Claro que hay simulaciones. Ves,este es un fenómeno de droppin, unacontaminación externa, por ejemplo —explicaseñalando un pico con la punta de su bolígrafo—.De todas formas, y dado que lo hiciste sola, elperfil es bueno. Lo que confirma que no meequivoqué al hablarle bien de ti a Wally. Encualquier caso, Allevi, será mejor que no meexpliques de dónde sacaste la huella inicial.

—De acuerdo. Abordemos un temainteresante —propongo a la vez que me instaloen el silloncito que hay a su lado—. Y no finjasque te aburres. En el pasado dedicabas muchotiempo a analizar los casos. En esa época, sinembargo, aún no eras investigador. A veces mepregunto dónde ha acabado ese Claudio, y quiénes el individuo desencantado que ha ocupado sulugar.

Impresionado, Claudio me mira con

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asombro. El aroma a menta que emana de él estan fuerte que resulta incluso excesivamentepenetrante.

—Yo no he notado ningún cambio —afirmacon sencillez, sin la menor punta de presunción.

—Es un cambio sutil —explico—. Siemprehas sido un poco bribón a la hora de enfocar laprofesión. Lo que, sin embargo, noto ahora esuna distancia..., un desinterés que antes no tenías.

Su cara se contrae en una mueca deamargura.

—Veamos, Allevi. Estamos tratando untema interesante.

Supongo que el hecho de haber retomado laspalabras que pronuncié hace unos segundosrepresenta una manera, más o menos cordial, decambiar de tema.

—Mensaje recibido. De acuerdo. En tuopinión, ¿cómo se produjeron los hechos? Esevidente que Giulia arañó a Doriana. ¿Por qué loharía? ¿Para defenderse?

Claudio suspira agotado.

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—Es posible. Creo que Calligaris se las veráy se las deseará para averiguar la verdad, en parteporque, dado que no ha sido posible determinar aqué hora tomó Giulia el paracetamol, lascoartadas de todas las personas investigadas semezclan, generando una gran confusión.

Se me ocurre hacerle una pregunta que, talvez, no sea capaz de responder.

—¿Calligaris te ha contado algún detallesobre la llamada telefónica que tuvo lugar entreGiulia y Jacopo de Andreis a las 21.17?

Claudio guiña los ojos, como si se estuvieseesforzando para hacer memoria.

—Sí, hace tiempo me contó que De Andreisno había contestado y que, por ello, leatormentaba la idea de que quizá Giulia lo llamópara pedirle ayuda y de que, al no responder, lahabía condenado a muerte.

—¿Por qué no contestó?—Ahora sí que me pides demasiado —

replica apagando el ordenador y poniéndose enpie.

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—Claudio, sabes de sobra que esteresultado es también una confirmación indirecta.

—¿De qué? —pregunta él preparándose paralo peor.

—Del hecho de que Giulia y Jacopo deAndreis tenían una relación.

—¿Qué? Veo que tu imaginación se hapuesto de nuevo en marcha.

—Piénsalo bien y verás que no meequivoco: ¿qué motivo podía tener Doriana paradesear causarle daño a Giulia? Me parece elúnico móvil posible teniendo en cuenta que,además, todavía no se ha identificado al últimoamante de Giulia. ¿Quién puede ser sino Jacopode Andreis?

Claudio asiente con la cabeza a su pesar.—Tiene sentido. Creo que, de ser así, no

tardaremos nada en efectuar ese análisis. Manosa la obra, Allevi. Vamos al laboratorio.

—¿Por qué? —pregunto perpleja.—Para analizar la toma que he llevado a

cabo —contesta con toda naturalidad, a la vez que

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se masajea la nuca.A su manera, muy especial, resulta

fascinante.—¿Por qué? Es una pérdida de tiempo.

Disponemos ya del perfil, lo acabamos decomparar.

Claudio me mira fijamente, resignado.—¿De verdad crees que me puedo fiar de la

huella que te procuraste a saber cómo? Coincide,lo reconozco, pero aun así quiero repetir elanálisis. Es más, lo haremos juntos.

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Etiopatogénesis de un viaje

Después de un domingo de aburrimientodescorazonador, a la mañana siguiente, mientrasestoy en el Instituto, recibo una llamadachispeante de Cordelia, que me propone quecomamos juntas en la pizzería que acaban de abrircerca de su casa.

Cordelia me espera fuera del local con aireimpaciente. Viste una blusa de color berenjena,unos vaqueros ceñidos a más no poder y unasbailarinas de color morado que son estupendas.

—Llegas tarde —observa.—¡Creo que, por una vez, yo también tengo

derecho a retrasarme! —respondo molesta.Cordelia tuerce sus finos labios; coge uncaramelo de menta de la enorme tote bag deHermés, que le debe de haber costado alSupremo los honorarios de, cuando menos, diezautopsias, y me escruta, esquelética y trémula.

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—Tengo un hambre de lobo —me informa.—¿Tú?—Vamos, no podemos perder tiempo.Con el fondo radiofónico de Tainted Love

de los Soft Celle, pide una pizza mientras yo laacribillo a preguntas que, como no podía sermenos, están relacionadas con Arthur.

—¿Has hablado con él últimamente? ¿Hamejorado? ¿Sigue haciendo diálisis?

—Prohibidas, totalmente prohibidas, lasaceitunas —dice a la camarera—. Sí, Alice, ahorate explico.

Apenas acabamos de pedir la comida sedirige a mí en tono puntilloso.

—No tienes nada de paciencia.Es cierto. De todos, es mi peor defecto.—Es que no logro resistirlo. No consigo

controlarme. Quiero que regrese a casa, deinmediato —digo, como si fuese una niñacaprichosa.

—La verdad es que yo tampoco lo resistomás —repite como si hubiese dicho una cosa

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evidente—. De eso es, justamente, de lo quequería hablarte —anuncia con aire deconspiración.

—¿Qué quieres decir?—Quiero viajar a Jartum y me gustaría que

me acompañases —me explica sencillamente altiempo que se sirve un poco de agua Ferrarelle ensu vaso.

Caramba, menuda mujer de acción.Reconozco que la idea también se me pasó por lamente, pero no tuve el valor suficiente paradesarrollarla. Me deja boquiabierta por unosinstantes.

—¿Entonces? —insiste.Se impone un análisis meticuloso del

asunto.¿Quiero ir a Jartum con Cordelia?Me muero de ganas.¿Es oportuno?Por supuesto que no.Ante todo, imagino que la visita no

corresponde en absoluto al concepto de cierre de

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Arthur. No sé si le gustará saber que meencuentro allí, a escasa distancia de él. Pero setrata de un caso de emergencia. Y, después detodo, me añora. Cuando recuerdo las palabras quepronunció con naturalidad y pesar, meestremezco.

Debo ir para recuperarlo.—¿Arthur lo sabe?Es una pregunta retórica, pero inevitable.—Por supuesto que no; no me permitiría

hacerlo. ¡Vamos, Alice! Piensa qué maravilla, túy yo en Jartum...

De poco sirve explicarle que Jartum no esuna localidad residencial, y que he leído enInternet que el gobierno local se ha vistoobligado a restablecer el toque de queda porquehan surgido nuevos movimientos guerrilleros.Por no mencionar el hecho de que el Tribunal deLa Haya ha acusado al jefe del gobierno decrímenes contra la humanidad. Cordelia escuchamis objeciones con clemente superioridad.

—No sucederá nada, exageras, como

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siempre. Será una aventura increíble —dice contono soñador. Qué tierna es, para ella todo sereduce a un juego—. ¿Entonces? ¿Sí o no? Yo iréde todas formas y, si no quieres hacerlo porArthur, deberías hacerlo por mí. Si de verdadcrees que es muy arriesgado, ¿por qué me dejasir sola?

Me mira fijamente con sus grandes ojosgrises, tan grandes que no guardan proporcióncon el resto de la cara.

—¿Y tus padres? —pregunto.—Que se vayan a hacer puñetas. Yo me

marcho. Punto. ¿Quieres venir o no?—Vamos a la agencia —digo exhalando un

suspiro, aunque, en realidad, no puedo estar másexcitada.

—¿Viajáis a Jartum por trabajo? —pregunta elempleado de la agencia de viajes, que lleva unaplaca azul claro en que figura el nombre de IGOR

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prendida en su camisa blanca.—¿Cómo te lo has imaginado? —pregunta

Cordelia.—Por exclusión, querida. Es evidente que

nadie va de vacaciones a Sudán. Especialmenteahora —explico con aires de persona seria, comosi yo fuese la madre y ella la hija.

Igor nos mira desconcertado.—No vamos por trabajo, ¿de acuerdo? —

puntualiza ella.—Tendréis que pedir el visado a la embajada

—prosigue Igor distraído.Cordelia y yo nos miramos a los ojos,

asombradas.—¿El visado? —inquirimos al unísono.Igor nos escruta con aire compasivo.—Por supuesto, el visado. Casi todos los

países africanos lo piden para entrar.—¿Y cuánto tiempo se necesita para

obtenerlo? —pregunto de un tirón.—Como mínimo dos semanas —contesta él

sin dejar de mirarnos, como si le pasmase la idea

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de que no hayamos tenido en cuenta un hecho tanrelevante.

—¡Menudo coñazo! —exclama Cordelia.—Se trata de una emergencia, ¿no se puede

obtener en un plazo más corto? —preguntoesforzándome por ser razonable.

—No creo, no.—¿Cómo que no? —exclama Cordelia

nerviosísima.—Esperad un momento. Haré un par de

llamadas.Igor coge su agenda y comienza a teclear

febrilmente varios números de teléfono.—Hay una posibilidad, pero tendréis que

asumir el riesgo y el peligro que comporta.—Dispara —dice Cordelia, como si

estuviese actuando en una película de IndianaJones.

—Se puede pedir el visado en la embajadaegipcia, en El Cairo.

—¿Qué quieres decir? —pregunto confusa.—Pues que antes tendréis que viajar a El

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Cairo y, una vez allí, pedir el visado para Sudán.Cuesta caro, pero te lo entregan en unas horas.

—¿Seguro? —pregunto con suspicacia.—Bueno, seguro... Es probable, pero es la

única posibilidad que tenéis. Mucha gente utilizaesta estratagema. Si no os parece bien, deberéistener un poco de paciencia y seguir elprocedimiento ordinario.

—No podemos esperar —afirma Cordeliacon tono resuelto—. Haremos lo que dices.

—Os costará bastante —puntualiza Igor.—Da igual —prosigue ella impasible, con la

arrogancia propia del rango social al quepertenece.

Será un mazazo para mi cartera, cuyo estadoes, en estos momentos, lamentable, pero Arthurse merece eso y más.

—¿Y si no sale bien? —pregunto cada vezmás aturdida.

—En ese caso pasaréis unas estupendasvacaciones en Egipto —responde Igor sonriendoplácidamente.

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—Calma, Alice, ya verás como todo sale apedir de boca, lo sé —dice Cordelia al vermetitubear—. Supongo que no querrás renunciar.

No, soy incapaz de hacerlo.—No lo digas ni en broma, Cordelia. Está

bien, intentémoslo.—En ese caso, procedamos. Hay un vuelo

Roma-El Cairo con dos asientos libres que saleel jueves a las 11.55. Es directo, de manera quellegaréis a El Cairo a las 15.15 —dice Igor.

—¿No podemos volar el martes o elmiércoles? —pregunta Cordelia.

—Mañana es martes, Cordelia —puntualizo.—Es cierto. En cualquier caso, me puedo

organizar en veinticuatro horas, ¿tú no?—El problema ni siquiera se plantea. No hay

sitio —tercia Igor, agotado.—Ah. ¿Hay un Hilton en Jartum? —pregunta

acto seguido Cordelia.—Sí, pero pensemos primero en la vuelta y

en El Cairo —responde él—. Es evidente quepasaréis la primera noche en esa ciudad; al día

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siguiente, el viernes, iréis a la embajada asolicitar el visado para Sudán y, por último, sitodo sale bien, partiréis rumbo a Jartum el sábadoa las 15.00. La llegada está prevista a las 18.35.¿Cuánto pensáis quedaros en Jartum? Esnecesario que tengáis el billete de vuelta deantemano.

—¿Y si no nos conceden el visado?—Intentaré cambiar el vuelo para otra fecha

a fin de que no perdáis todo el billete. Podríaposponerlo dos semanas, para entonces tendríaisya el visado. Os lo he advertido, el riesgo esvuestro. Y, sobre todo, el viaje saleespantosamente caro. ¿Entonces, la fecha deregreso?

—Al menos una semana después. Démonosprisa, venga —insiste Cordelia.

Igor nos escruta con una expresiónenigmática.

—¿Qué te parece? ¿Vamos al Hilton? —propone Cordelia.

—No, mejor al Acropole Hotel —respondo.

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—¿Por qué? —pregunta ella, desconcertada.—Pues porque Arthur se aloja allí.Me parece obvio.—Para ser más precisos, Arthur se aloja en

el hospital.—Igor nos escucha cada vez másabatido—. Yo ni siquiera tomo en consideraciónotro hotel que no sea el Hilton.

Cuando se comporta así la estrangularía.—O el Acropole o me voy de inmediato a

casa.Parecemos dos crías caprichosas.Cordelia patea con el piececito calzado por

Gucci el parqué, pero, al final, acepta de malagana.

Con los billetes electrónicos en el bolso mesiento desestabilizada. Una parte de mí daría loque fuese por estar ya en Sudán. La otra piensa entodo lo que está dejando pendiente.

Por si fuera poco, Silvia se entromete y

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empeora la situación.—¿Debo recordarte que el colegio todavía

no ha tomado una decisión oficial y que sigues alborde del precipicio? ¿Debo recordarte queArthur no tiene la menor intención de construiralgo contigo que sea remotamente estable? No tequiere bastante, Alice. O puede que no te quieraen absoluto.

—No voy a Sudán para volver con él, sinoporque me necesita.

—Yo diría más bien que prefieresconsiderarlo de esa forma.

—No, él mismo me lo ha dicho.—También ha dejado bien claro que no tiene

la menor intención de regresar. ¿Qué futuropuede tener una relación así?

—¿Quién sabe?—Yo te lo diré: ninguno.—Deja que me vaya.—No puedo impedírtelo, pese a que me

encantaría hacerlo. Lo único que puedo hacer esdesearte buena suerte.

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Wake up, it’s a beautifulmorning

Faltan exactamente dos días para que emprendaun viaje a África que podría costarme la salud y lareputación.

No obstante, no siento la menor ansiedad; alcontrario, tengo la impresión de estar caminandopor las nubes, tan ligera como solo se puede sercuando se alcanza la máxima determinación.

Con este ánimo, lleno de serenidad, mepresento a Claudio, quien ha enviado a unasecretaria para llamarme, y que ahora me recibeen su despacho con una sonrisa casi tierna en loslabios.

—Te he convocado para ponerte al día sobreel desarrollo del caso Valenti. ¿Te interesa?

—Por supuesto.—Los datos proceden de Calligaris en

persona, y todavía no son oficiales; así pues, te

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ruego que no se los comentes a nadie. DorianaFortis ha confesado su versión de los hechos.Sostiene que Giulia y ella riñeron el doce defebrero, a eso de las seis de la tarde. En losúltimos tiempos su relación no era lo que se diceidílica, hecho que confirma la llamada quepresenciaste.

—¿Calligaris te explicó la razón de la pelea?—No entró en detalles ni yo se los pedí,

claro está. Me dijo que la versión oficial es quese trataba de una antipatía atávica y recíproca queninguna de las dos lograba superar.

—Pero... la conversación que escuché esatarde... indicaba un aborrecimiento más concreto.No se trataba de una vaga antipatía, sino querespondía a un motivo específico. Doriana estabacelosa de Giulia y de Jacopo. ¡Es evidente!

—No te alteres. Tarde o temprano se sabrá,es cuestión de tiempo. Para empezar habría queaclarar la eventual liaison entre los dos. Dorianano la ha mencionado.

—Supongo que para proteger a Jacopo.

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Claudio frunce el ceño.—El quid de la cuestión es que, sea como

sea, Doriana tiene una coartada entre las 21.00 ylas 23.00.

—¿Y el alboroto? ¿A qué hora lo oyeron lostestigos?

—No lo sé, la verdad es que no me heinteresado sobre ese punto.

—Fijaste la hora de su muerte a las 22.00.Sabes de sobra que no estoy de acuerdo.

Claudio asume un aire conciliador.Extrañamente, no parece irritado, y contesta consu habitual amplitud de miras.

—Lo que no logro explicarme es la llamadatelefónica de las 21.17.

—Esa llamada podría ser un intento dedespistar de Doriana o de Jacopo. Piensa unpoco: la presencia simultánea del materialgenético bajo las uñas y de líquido seminal que,en un noventa y nueve por ciento, corresponde aDe Andreis indica una sola cosa.

—Que, con toda probabilidad, mejor dicho,

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casi seguro, los dos estaban juntos —concluyeClaudio—. Tienes razón y, por ese motivo,examinaremos cuanto antes el material queobtuvimos en el cuerpo de Giulia. Estoy segurode que Calligaris está siguiendo esa pista.

—Si admitieses que la hora de la muertepodría haber sido antes de las 21.00, Doriana sequedaría sin coartada —le hago notar con un tonoprudente que, pese a todo, no influye en elcontenido de la propuesta, que Claudio recibecomo si un petardo le hubiese explotado en lacara.

—¿Admitir qué? —pregunta con señales dealteración en el rostro—. Si he de ser sincero,estoy convencido de que la muerte se produjodespués de las 21.00. Su cuerpo todavía estabacaliente y lo que tú llamas livor mortis era, enrealidad, una leve sombra. Por no hablar delhecho de que no presentaba la menor señal derigidez. ¡Por el amor de Dios, parecía viva! —exclama con la intención de convencerse a símismo, más que a mí.

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—Me temo que Doriana y Jacopo estánperdidos —murmuro mientras pienso que todavíahay algo que no me encaja—. Es la únicaexplicación, Doriana le suministró elparacetamol y considero que lo hizo de manerasolapada, con la intención de causarle el shock.Lo que no alcanzo a imaginarme es cómo, conqué pretexto.

—De hecho, no te corresponde a ti hacerese tipo de suposiciones. Deja que Calligaris seexprima el cerebro. Mirándolo desde esa óptica,yo no descartaría del todo el suicidio.

—¿Quieres decir que quizá Giulia sesuicidó después de reñir con Doriana?

—¿Por qué no? —aventura.Pues sí, ¿por qué no? A pesar de haber

hablado largo y tendido sobre ella, a pesar de quenuestras vidas se cruzaron por unos instantes, nopuedo decir que conociera a Giulia. Y, si bien unaparte de mí se niega a creer que fue un suicidio,no puedo por menos que reconocer que, tal ycomo están las cosas, no cabe excluir por

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completo esa hipótesis. La misma Bianca, queconocía a Giulia quizá mejor que nadie, la creeverosímil.

No dejo de preguntarme por qué noencontramos el blíster de la pastilla deparacetamol que se tomó. Si fue ella la que loingirió, ¿dónde puso el envase? No recuerdo quehallasen nada en casa. Lo que podría suponer queuna tercera persona le suministró el paracetamol.No obstante, me temo que ha llegado elmomento de poner punto final a laselucubraciones. Claudio parece impaciente yquiere ponerse manos a la obra enseguida. No mequeda más remedio que seguir su ejemplo.

Estoy comiendo una pizza con Yukino. Acaba devolver de Florencia, donde visitó los Uffizi, y porello se ha perdido los últimos capítulos de sutelenovela favorita.

—¿Arthur kun enfermo? ¡Injusto! ¡Injusto!

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—exclama después de que le haya explicado losúltimos acontecimientos adaptándolos a susentendederas—. ¿Por qué no se ha puestoenfermo el canalla que te hace tantas cosas malasen el Instituto? ¿Por qué Arthur kun, que es tanbueno?

—La vida es así, Yuki. En cualquier caso, seestá recuperando. No hay motivo depreocupación.

—Tú hoy eres seguidora de esa filosofía...¿Epi, epi?

—Epicureísmo.—¡Es demasiado difícil para mí! He asistido

a lección ayer en universidad. ¡Estupenda! Escomo el zen.

—Sí, Yuki, pero, sobre todo, tengo unabomba para ti. ¡Me marcho! Voy a verlo a Sudán—anuncio con tono triunfal.

Me siento verdaderamente orgullosa de estademostración de valor. Entusiasmada, Yuki abrelos ojos como platos. Dado que no lograformular sus pensamientos en italiano, suelta

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todo un monólogo en japonés.—¿Puedo enviar contigo pequeño regalo

para Arthur kun? Me gustaría regalarle un libro,para compañía en hospital.

—Por supuesto, Yuki, le encantará. Despuésde haber digerido la sorpresa de verme, claroestá.

—¿No sabe que vas?Sacudo la cabeza. Es, en efecto, la cuestión

más espinosa.Por primera vez en esta comida, Yukino se

calla durante unos segundos a la vez que abredesmesuradamente sus ojos oblongos.

—Tú mi mito —afirma a continuaciónsolemnemente.

Le hablo de las esperanzas que tengopuestas en este viaje. Ella, inconsciente yromántica, alienta calurosamente mis desvaríos ysostiene que la estancia en Sudán serádeterminante, porque contribuirá a que nosreconciliemos. Me gusta pensar que tiene razón.

No obstante, antes de marcharme necesito

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ver a Calligaris, porque hay algo que me inquietaun poco y la única forma de ahuyentar mistemores es hablando con él.

La chica de pelo rizado y moreno, que meconoce ya, me recibe con cortesía y me aparcaen una sala de espera medio desierta. Las paredesamarillas con la pintura desconchada son, cuandomenos, inhóspitas y en el aire flota un leve olor amoho, a pesar de que la ventana está abierta.Mientras espero, recibo un número cuandomenos excesivo de mensajes de Cordelia, entrelos cuales hay uno sobre la conveniencia o no decomprar un nuevo bolso de Prada para el viaje,otro sobre la urgencia de adquirir barritasKellog’s, y varios de tenor más o menosparecido. Pese a todo, logra contagiarme suexcitación y me pongo a hacer una lista de lascompras que tengo que hacer antes demarcharnos, hasta que la consabida joven

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uniformada me indica con un ademán que puedoentrar en el rancio despacho de Calligaris.

—¡Alice! Siempre es un placer volver averla.

—Lo mismo digo, inspector.—Estupendo. ¡Siéntese, por favor!Obedezco y, por primera vez desde que

empecé a acribillarlo con afirmaciones ypeticiones más o menos audaces, me sientoincómoda, porque esta vez no puedo aportar nadaal desarrollo de la investigación. Lo único quepuedo hacer es ser sincera y pedirle que meaclare todas las dudas a las que ni los periódicosni Claudio saben dar una respuesta.

—¿En qué puedo ayudarla? —pregunta conlos dedos de las manos entrelazados y unaexpresión de curiosidad en su rostro incoloro.

—Inspector, me gustaría hablarle... Bueno,para ser más precisa, me gustaría saber lasnovedades que hay sobre el caso Valenti —digotitubeante.

—Alice, está realmente obsesionada... —

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afirma rascándose un pómulo.—Entiende mi situación, ¿verdad? Me

siento unida por un vínculo especial a estahistoria. Es la primera vez que me ocurre y,probablemente, también la última. Es más, así loespero.

—¿Qué quiere saber en particular? —atajaél.

—¿En qué dirección están trabajando?¿Homicidio? ¿Suicidio?

—Pero ¿qué está diciendo, Alice? Ustedexcluía el suicidio.

—Yo sí, pero no estoy muy segura de lo quepiensa usted al respecto.

—Es cierto. No soy muy propenso aconsiderarlo un suicidio. Por diferentes razones.Para empezar, la ausencia de datoscircunstanciales. No se encontró ningún rastrodel paracetamol que consumió Giulia ni dentro nifuera de casa. Además, no hemos hallado nadaque indique que estuviese deprimida. Valenti eratoxicómana, pero todas las personas que hemos

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interrogado excluyen que pudiese tenertendencias suicidas. Todas excepto su hermana,aunque una de sus amigas, Abigail Button, noscontó una conversación casual que mantuvo conGiulia en relación con el suicidio de un mutuoconocido. En esa ocasión, la señora Valentimanifestó una serie de razones por las que,aseguró, ella jamás haría una cosa así. Puede quele parezca poca cosa, pero no creo que sea unelemento que se pueda pasar por alto. Lo únicoque le digo es que considero más verosímil elaccidente que el suicidio. Pero, en todo caso, nofue una muerte accidental.

—Comprendo, se trata de un homicidio.—Estoy seguro.—Inspector, si me permite... ¿Cómo recibió

la indicación sobre Doriana Fortis?—¡Vamos! ¡Supongo que no pensará en

serio que se lo voy a decir! —me reprende—.¿Por qué le interesa? Lo único que puedo decirlees que se trata de un testigo al que Fortis confesóque había reñido violentamente con Valenti la

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tarde del día en que esta murió.—¿Y qué más le reveló?—Nada. La señora Fortis ha negado

rotundamente haber hablado con mi testigo. Pero,dado que siempre lo niegan, no me fío mucho desus declaraciones. Si Doriana no conversó conél, como asegura, ¿cómo conocía el testigo losdetalles de la pelea?

Es obvio que Doriana nunca habló conBianca. Esta se escudó en la excusa de laconfidencia para contar algo que sabía deantemano. La pobre Doriana no ha mentido.

No obstante, una extraña idea me azuza elcerebro. Bianca estaba excesivamente segura desus suposiciones; la tarde en que hablamos no meexpuso sus opiniones con un tono hipotético,sino como si se refiriese a hechos consumados.

—¿Qué detalles? —pregunto.—Estaba al tanto de los pormenores de la

pelea, que luego confirmó la señora Fortis.—¿En qué sentido?—Durante la riña, Fortis lanzó a Valenti

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unas acusaciones muy concretas que mi testigofue capaz de repetir y que Fortis no ha negado.

Es imposible que Bianca conozca losdetalles: la conversación entre ella y Doriananunca tuvo lugar, estoy convencida.

De manera que las posibilidades son dos: oel testigo no es Bianca o alguien, que no esDoriana, refirió a Bianca la pelea.

La única persona que podría haberle contadoa Bianca lo que sucedió esa tarde es Jacopo deAndreis.

No obstante, me pregunto: si Bianca sabíaya lo de la riña, ¿por qué motivo me pidió queefectuase el examen del ADN de Doriana?

La única respuesta que se me viene a lacabeza es que alguien le contó posteriormentelos pormenores de la pelea en cuestión, Jacopo,para ser más exactos. Además, ella le reveló a suprimo nuestro secreto.

Todo esto hace suponer que entre Bianca yJacopo existe una relación mucho más íntima delo que ella asegura.

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—Ahora, sin embargo, Alice..., si no lemolesta, tengo una cita —me explica conamabilidad a la vez que mira el reloj.

Me habría quedado más tiempo y, de habertenido el valor suficiente, le habría preguntado aqué está esperando el fiscal para solicitar elanálisis genético de Jacopo de Andreis ydemostrar que estuvo con Giulia esa tarde. ¡Esevidente que ese fue el motivo de la dura peleaque tuvo lugar entre Doriana y Giulia!

—Faltaría más —contesto poniéndome enpie—. Ha sido muy amable, inspector. Se loagradezco.

Calligaris esboza una sonrisa.—Siento una gran simpatía por usted,

doctora. La considero una persona apasionada,curiosa y atenta. Dotes que rara vez encuentro yque, precisamente por ello, estimo que sonadmirables.

Lo que prueba, una vez más, que la suertesiempre premia a los que menos se lo merecen.

He perdido por completo la dignidad y, sin

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embargo, regreso a casa después de haber sidodestinataria de varios cumplidos.

Calligaris no me acompaña a la salida, perome saluda con un ademán de la mano sinlevantarse de su sillón; apenas cruzo el umbraldevolviéndole el saludo, me tropiezo con unamujer cuyo perfume reconozco de inmediato.

—Bianca...Parece irritada. Por culpa de mi torpeza, su

maravilloso bolso ha ido a parar al suelo y sucontenido se ha desparramado por él. Me agachoinstintivamente para ayudarla a poner todo enorden.

—Déjalo —murmura, al tiempo que recogefebrilmente la cartera de piel roja, el llavero ajuego, el móvil de última generación, el espejitode mano, un paquete de pañuelos de papel, unlibro de Marguerite Duras, un pintalabios deHelena Rubinstein, un blíster de pastillas, unpaquete de chicles y una pinza para el pelo.

Bianca parece una persona tan común... Y,sin embargo, es justo lo contrario, puedo

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asegurarlo.Esquiva mi mirada y pasa por mi lado como

si fuese una insignificancia con la que se topópor casualidad y que al final ha resultado ser unaverdadera molestia.

Por mi parte, mientras vuelvo a casa enmetro, no puedo evitar pensar en ella connostalgia, con la sutil melancolía con la que semira a los que nos han seducido y, después, noshan abandonado.

Un tanto aturdida, subo cansinamente laescalera de casa, que encuentro desierta. Memeto bajo la ducha y gozo de su podervigorizante. Justo cuando me estoy enjuagandocon fuerza el pelo para eliminar el champú,siento una sacudida eléctrica.

Me arrebujo en el albornoz y enciendo milentísimo ordenador portátil. Tiemblo mientrasespero a que se ponga en marcha InternetExplorer.

Tecleo «Panadol Extra» en el motor debúsqueda.

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Hago clic en el primer enlace que me brindauna descripción de la composición.

Se trata de un analgésico que se vende enEstados Unidos y que, recientemente, haempezado a importarse en Italia.

Es una preparación farmacéutica delparacetamol.

Es el nombre de las pastillas que teníaBianca en el bolso.

El Panadol Extra se caracteriza por contenertambién cafeína.

Llamo enseguida a Claudio.—¿Podrías enviarme el resultado del

análisis toxicológico de Giulia Valenti? —lepregunto sin más preámbulos.

—Estoy en una cena, Alice.—¿Tan tarde es? Disculpa.En efecto, son más de las ocho.—No te preocupes.—Bueno, en ese caso... Si no puedes

enviarme el documento, es obvio que nopuedes..., por casualidad, ¿recuerdas si en la

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sangre de Giulia había cafeína?Claudio tose.—Alice, me han dicho que estás a punto de

salir de viaje. ¿Por qué no te dedicas más bien ahacer las maletas?

Como en cualquier otro centro de trabajodel mundo, es poco menos que imposible tenerun secreto.

—Ya las he hecho, no te preocupes. Vamos,haz un esfuerzo, a ver si te acuerdas.

—Creo que sí. Una dosis mínima.—¿Podría haber consumido la cafeína con

el paracetamol?—Por el amor de Dios, Allevi. ¿Puedo

cenar sin pensar en el caso Valenti? Sé buena.Hablaremos mañana.

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Últimos sobresaltos

Mañana parto rumbo a Sudán y estoyhiperexcitada.

Sospecho que el paracetamol que acabó conla vida de Giulia procedía del bolso de Bianca yme siento, como mínimo, confusa.

Jacopo de Andreis está en el Instituto. Meha mirado con un hastío sorprendente, y mesiento desconcertada.

Lo observo de reojo, mientras da vueltas porel Instituto. Su habitual aspecto impoluto, laamabilidad incolora que reserva a todos los quese cruzan con él. Claudio se dirige a él bajo lamirada malévola de Ambra.

—Si no le importa, abogado, me gustaríaque una de mis colaboradoras, la doctora Allevi,sea la que le realice el examen.

Jacopo se vuelve de golpe y me escrutacomo si estuviese meditando la manera de

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eliminarme físicamente.Por unos instantes la intriga de saber si

aceptará o no me deja sin aliento. El abogado DeAndreis responde a Claudio con magnificencia.

—¡Perfecto! Así será más agradable.—Muy bien. Alice, acompaña al abogado a

la sala de tomas.Así pues, recorro el largo pasillo en

compañía de Jacopo. Los dos solos, envueltos enun silencio irreal, que él se apresura a rompertras quitarse la chaqueta de finísima tela degabardina, y de haber tomado asiento en una silla.

Está delante de mí, vestido con una camisaceleste y una corbata azul oscuro, aparentementecansado, pero sosegado; emana un estupendoperfume masculino. Lleva el pelo un poco máslargo que cuando lo conocí y ello dulcifica susrasgos estatuarios. Va perfectamente afeitado, suaspecto es impecable y salta a la vista que arde endeseos de incomodarme.

—Vaya situación paradójica, ¿no cree,Alice?

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Siento que mis manos tiemblan mientrascoloco sobre la mesa el material necesario paraefectuar la toma.

—¿Por qué, abogado? —pregunto comoquien no quiere la cosa.

—La paradoja es que sea precisamenteusted la que realice el examen.

—Acaba de decir que no le suponía unproblema.

—Por supuesto. Si para usted no lo es, ¿porqué debería serlo para mí? —replica con tonoambiguo.

—En ese caso, estamos todos de acuerdo —afirmo acercándome con la torunda para barrer lamucosa oral y empaparlo de saliva de la quepoder extraer, a continuación, el ADN.

En este caso, Claudio ha preferido este tipode toma al hemático, dado que no consideranecesario el segundo. Antes ha analizado lasangre aprovechando las muestras incluso paraefectuar los correspondientes análisistoxicológicos.

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—Abra la boca, abogado —le pido.Jacopo obedece mostrando una dentadura

bonita y sana, sus labios se arquean en unasonrisa que no logra contener. ¿Cuántas veces sehabrá perdido Giulia en ella?

—¿Abogado? —pregunto.Jacopo mantiene la cabeza gacha y se tapa

los ojos con una mano.Me esperaba de todo de este encuentro. Del

pathos, al límite. Sin embargo, jamás me habríaimaginado que a Jacopo de Andreis le pudieseentrar un ataque de risa.

—No puedo pensar en eso. No puedo pensaren eso —repite.

He oído decir que a cierta gente le da porreírse cuando está nerviosa. ¿Será su caso?

—¿Señor De Andreis?Jacopo alza la mirada que, en neto contraste

con la sonrisa que se dibuja en su cara y queahora es más bien una mueca, revela una angustiaque jamás había visto hasta ahora. La angustia deun condenado a muerte.

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—¿Se encuentra bien?—¿Me pregunta si me encuentro bien? —

contesta atónito—. ¿Cómo se le ocurre pensarque puedo estar bien?

Me clava la mirada con un hastío que, atodas luces, no es personal. Su rabia es absoluta.

—Disculpe —respondo tímidamente.—¿Disculpe? Antes que nada debería

disculparse por todo lo que ha hecho. Puede quesalga bien parada de esta, pero deberíaavergonzarse.

Me siento desencajada. Lo miro como unaestúpida, temblando, con la torunda en la mano.

—Abogado, yo...—Usted se prestó a las peticiones de una...

—Se calla dejando a medias la frase.—Abogado, haciendo a un lado mis culpas y

mis errores, lo que está ocurriendo... habríasucedido de todas formas y usted sabe de sobrapor qué.

Me observa interesado.—¿Qué quiere decir?

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Trago saliva y me lanzo.—Usted cometió la imprudencia de contarle

una pelea a una persona que, después, se la refirióa la policía.

Jacopo está aterrorizado. La expresión de surostro, que no va seguida de ninguna respuesta,confirma lo que suponía: Jacopo habló conBianca. Le contó lo que sucedió esa tarde, ladiscusión que se produjo entre Giulia y Doriana.

Y lo hizo porque él y Bianca son mucho másíntimos de lo que se piensa.

La llegada de Claudio pone punto y final amis intentos de averiguar más cosas.

—¿Algún problema? —pregunta,probablemente, al ver nuestras caras deturbación.

—No, todo va sobre ruedas —me apresuro acontestar.

—¿Todavía no has efectuado la toma? —observa.

—Casi hemos acabado —respondoenseguida.

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—Eso espero —dice secamente antes decerrar de nuevo la puerta.

—¿Podemos empezar? —pregunto aJacopo, que no sale de su asombro.

—Cómo... —dice él volviéndose ainterrumpir.

—¿Que cómo lo sé? Pura intuición, eso estodo.

Jacopo enmudece y deja que le realice latoma. Antes de salir de la sala, después de haberterminado, parece vacilar. Tengo la impresión deque siente la necesidad de decir algo. Aunquetambién es posible que sea tan solo unasensación.

Claudio, que me ha mandado llamar paraasegurarse de que no he organizado ningún lío,me trata también con brusquedad.

—¿Qué le has hecho a De Andreis? Cuandose ha marchado, parecía furibundo.

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—¿Yo? Nada. ¿Cómo recibió el encargo dehacerle el análisis?

—Calligaris obtuvo nuevos detalles de sutestigo clave, aunque era cuestión de tiempo: lohabríamos hecho igualmente tarde o temprano.

—¿Qué detalles?—Sobre el hecho de que Fortis no estaba

sola esta tarde, cuando se produjo la pelea. Y yaque hablamos del tema, ¿puedes explicarmemejor la llamada que me hiciste anoche?

—No era nada. Divagaba.Claudio parece satisfecho con mi respuesta.—¿Manos a la obra? —propone

abotonándose la bata y mirando su reflejo en elcristal del cuadro que hay colgado de la pared—.Como diría el jefe, a rolling stone gathers nomoss.

Poco antes de salir del despacho me da lamano en un ademán que evidencia a las claras suafecto.

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La verdad (o una de tantas)

A la luz plomiza de esta noche húmeda casipuedo reflejarme en los charcos que ha dejado enel suelo el chaparrón que ha interrumpido la largasucesión de días cálidos y de cielo terso.

Estoy delante del portón de casa de Bianca.He llamado al telefonillo sin obtener respuesta.He dado una vuelta por los alrededores y, cuandome dispongo a intentarlo de nuevo, la veo llegarpor la calle bajo un paraguas Burberry.

La razón de que esta misma humedad que hadifuminado mi contorno como una acuarela nohaya hecho mella en su imagen impecable es unverdadero misterio de la física y de la química.Va ataviada con una gabardina ligera de color azuly de corte exquisito, lleva el pelo recogido en unmoño grande y suelto, y se ha pintado sus finoslabios de color rojo intenso. Sus ojos aparecentan sombríos como siempre, las largas pestañas,

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negras y voluminosas, se enredan cada vez queparpadea. Parece la protagonista del anuncio deTresor de Lancôme.

Me mira con curiosidad y con ciertaansiedad.

—Hola —me saluda con su cálida voz, queconozco tan bien.

—Hola, Bianca. Me gustaría hablar contigo.¿Puedes dedicarme un poco de tiempo?

Si bien parezco tranquila, en realidad estoyhecha un flan.

Bianca saca las llaves del bolso de casa,dudando sobre lo que debe hacer.

—De acuerdo. A decir verdad, yo también tedebo una explicación.

El abismo que se asoma sin reparos a susojos oscuros atrae como un imán.

Subimos juntas la escalera en silencio y alentrar en la sala de su piso me ofrece una copa,que yo rechazo.

—¿Entonces? —me anima, casi risueña—.¿Qué querías decirme?

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No contesto de inmediato; al contrario, misilencio deja desconcertada a Bianca.

No sé muy bien cómo plantear el tema.Dejo que sea mi capacidad de improvisación laque resuelva el problema y me concedo uncomienzo fulminante.

—Panadol —murmuro.—¿Qué? —dice ella.No acabo de entender si la pregunta se debe

a que no me ha oído bien o al contrario.—El Panadol, Bianca. El que le

suministraste a Giulia.Bianca palidece y, por un instante, temo que

se desmaye.—No entiendo una palabra de lo que dices,

de verdad, Alice. ¿No estarás insinuando queasesiné a mi hermana? —replica visiblementealterada, entre incrédula y nerviosamentedivertida.

—No es una insinuación, estoy convencida.Bianca coge su móvil.—Voy a llamar a la policía.

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—¿Por qué? Será mejor que no lo hagas.Aunque has urdido todo tan bien... La verdadjamás saldrá a flote. El clamor no va contigo.

Bianca es el vivo retrato de la rabia.—Estás loca, Alice.—Los locos dicen a menudo la verdad. Y mi

verdad, Bianca, es, en esencia, muy sencilla deexplicar. Basta reconstruir lo que le sucedió aGiulia el 12 de febrero.

Bianca se muestra visiblemente irritada,duda entre hacerme callar o dejarme hablar. Porel momento, sin embargo, no me interrumpe.

De manera que prosigo.—Justo después de comer, Giulia se reúne

con Saverio y juntos consumen una dosis deheroína. Saverio se marcha a continuación. A lasseis de la tarde, más o menos, Giulia recibe en sucasa a Jacopo, con el que hace años que mantieneuna relación. Pero lo que Giulia no sabe es que ati también te gusta Jacopo. Probablemente desdesiempre, desde que erais niños. Los trescrecisteis juntos; Jacopo era guapo y fraternal, de

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forma que las dos os enamorasteis de él. PeroJacopo eligió a Giulia y tú jamás lo digeriste. Aligual que no digerías el peso que suponía tenerque ocuparse de ella, de haberte visto obligada adejar Nueva York para volver aquí a cuidar deella. No soportabas que esa cría, de personalidadcuando menos difícil, te hiciese sombra.

Bianca me escruta en silencio, alterada. Supalidez es alarmante.

—Volviendo a Giulia y a Jacopo... Se vencuando pueden, apenas tienen un momento libre.Él está realmente enamorado de Giulia, pero nose decide entre ella y Doriana. Después de todo,Jacopo siente también un sincero afecto por sunovia. Además, Doriana es asquerosamente rica yJacopo no le hace ascos a la dote. No alcanzo aimaginar cómo y por qué Doriana los pilló pocomenos que in fraganti esa tarde, pese a que noexcluyo que hayas sido tú la que la puso sobre lapista. Porque, Bianca, hablemos claro..., túestabas al corriente de todo. Lo sabías porqueGiulia te había contado la historia, y tú te morías

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de celos.Es extraño, pero Bianca sigue

escuchándome sin interrumpirme; de manera quecontinúo y, a medida que voy expresando mispensamientos, me voy convenciendo de que loque digo es la única verdad posible.

—Decía que es probable que Dorianasospechase de Giulia; y, desde luego, no sentía lamenor simpatía por esa prima que estabademasiado presente en la vida de su novio.Oportunamente azuzada, Doriana se presenta porsorpresa en casa de Giulia, y la escena que ve nole deja lugar a dudas. Ofende a Giulia, le lanzatodos los insultos que ha contenido durante años.Giulia no es de las que sufre un ataque sinreaccionar, de manera que la agrede y la araña.Doriana abandona el piso, pero lo peor, lo queconfunde a Giulia en lo más profundo, es queJacopo sale en pos de ella. La deja allí, sola, laabandona para dedicarse a su novia oficial. Soncasi las ocho de la tarde. Giulia está desesperaday, como cada vez que algo le sale mal y no sabe a

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quién recurrir, Giulia hace lo que siempre hahecho.

Me callo porque me gustaría que fuese ellala que completase la frase. Pero Bianca sigueescrutándome en silencio.

—Giulia llama a la única persona que puedeayudarla: su hermana. Giulia te llamó.

Bianca tiene un acceso de tos, surespiración se ha alterado. Las pupilas se le hanestrechado al máximo; a causa de la adrenalinaestá casi incandescente.

—Continúa —me dice con un hilo de voz,sorprendiéndome.

—Te pide que vayas a verla de inmediato y,tal y como has hecho siempre desde que nació,no le niegas tu ayuda. De manera que te presentasen su piso. Un piso en que todavía se percibe elaroma de Jacopo. Giulia está triste y desencajada,más de lo habitual. Y visiblemente inquieta. Tecuenta la pelea que acaba de tener con Doriana.Parece confundida, aunque, a la vez, contenta:ahora que los ha descubierto, Jacopo se verá

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obligado a tomar una decisión. Te pide algo paracalmarse. Giulia ya no es capaz de dominar lasemociones sin la ayuda de las drogas, ya seanlícitas o no. Le pides que se sosiegue, lamantienes a raya y en lugar de darle un calmante,como ella se esperaba, le pasas una pastilla dePanadol, un fármaco que usas desde los tiemposen que vivías en Nueva York. Giulia lo acepta sinrechistar. Jamás habría pensado que pretendíashacerle daño. Supongo que te habrás dicho queuna ocasión así solo se presenta una vez en lavida, de manera que aprovechaste el momento.¿Cuánto tiempo tardó en morir, Bianca? ¿Diez,quince minutos? ¿O lo hizo en un abrir y cerrarde ojos? Tú presenciaste su muerte.

Bianca se estremece de maneraimperceptible. Da la impresión de que, por fin,quiere interrumpirme, pero yo me comporto conuna decisión de la que jamás me habría creídocapaz.

—Déjame terminar. Son las 21.17. Giulia hamuerto ya y tú te preguntas qué conviene hacer.

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Piensas en obstaculizar la investigación de formabastante banal, y he de reconocer que hasta ahoralo has conseguido. Utilizas el teléfono de Giuliapara llamar a Jacopo, a sabiendas de que no teresponderá, y a continuación sales del piso conun sentimiento de liberación.

»En los días sucesivos inicias la estrategiade acercamiento a Jacopo. Aprovechas su dolorpara estar cada vez más presente en su vida. Erescomprensiva y amistosa y, por encima de todo, lerecuerdas a Giulia. Él cede al final, y eso suponepara ti la coronación de un sueño. Jacopo sesiente herido, confuso, y tú eres la única quepuede consolarlo. Te cuenta incluso lo que pasóesa tarde, te habla de su sentimiento de culpa. Note das cuenta de que eres una mera sustituta.Empiezas a pensar que, una vez eliminada Giulia,solo te queda un obstáculo: Doriana. Pero, porsuerte, se trata de un impedimento fácil deeliminar. Basta hacer todo lo posible para que lassospechas recaigan sobre ella. El problema esque no estás segura de que el material que se

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encontró bajo las uñas de Giulia pertenezca aDoriana; así que para resolver la duda te vales deuna estúpida y crédula residente a la queengatusas con bonitas palabras.

Cuando recuerdo lo que yo misma sentí porBianca, enrojezco, consciente de mi estupidez.

—Logras tu objetivo y enredas a la novia deJacopo, convencida de que la historia termina ahí.En realidad cometes un gravísimo error.Subestimas la intensidad del afecto que Jacoposiente por Doriana. Él está horrorizado por loque has hecho. Y, obviamente, yo he pagado porello con una denuncia al Colegio de Médicos,que, si he de ser honesta, considero del todomerecida. Por otra parte, es probable que Jacopoesté molesto por la presión a la que lo estássometiendo. La prima afectuosa con la quecompartía el dolor por la pérdida de Giulia seconvierte en una amante oprimente y, sobre todo,desagradecida por una razón fundamental: tú noeres ella, Bianca. No eres Giulia.

Bianca se sobresalta, pero no abre la boca.

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—Jacopo no se lo piensa dos veces y tedeja. Justo cuando Doriana está entre la espada yla pared, y dispuesta a quitarse de en medio sincausar el menor daño posible a Jacopo. Lasmujeres pueden ser realmente estúpidas. Mejordicho, algunas mujeres. Tú no. Tú reaccionas a larabia a tu manera, vengándote, por eso ayer fuistea ver a Calligaris, para denunciar a tu primo.Además, lo haces para salvar a alguien a quienquieres mucho, quizá la única persona a la quequieres de verdad: a ti misma.

El silencio que invade la sala es ahoraensordecedor. No alcanzo a creer que hayapodido hablar de manera tan clara y valiente. Porlo visto, soy dueña de unos recursos cuyaexistencia ni siquiera sospechaba.

Bianca se levanta tambaleándose. Se acercaa la puerta de su casa mirando al suelo. La abre yme dirige una mirada que me deja de piedra.

—Sal ahora mismo de mi casa. Te heescuchado, es lo único que te debía. Espero novolver a verte en toda mi vida.

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Cojo el bolso del suelo y me aproximo a lapuerta.

—Adiós, Bianca.Siento que todos los músculos de mi cuerpo

están tensos y que la cabeza me da vueltas. Creoque, a partir de esta mañana, seré una personadistinta. He saldado cuentas conmigo misma ycon todos los riesgos que corro.

El riesgo forma parte de la vida. Para llegarhasta el fondo de las cosas es necesario tener elvalor de afrontarlo.

De manera que me marcho.Sin saber muy bien si está bien o mal que lo

haga, me marcho.Apartándome de mi camino y, a la vez,

dando un salto en el vacío, dejo a mis espaldas elsentido común y subo a bordo de un avión que mealeja de casa.

A saber lo que encontraré cuando vuelva.

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The sheltering sky

El aeropuerto de El Cairo es una masainextricable de humanidad dispar. Miro alrededory me siento confusa. Me doy cuenta de que noestoy mínimamente hecha para la aventura.

Fuera del aeropuerto, el bochorno me aturdecomo una fiebre repentina. La idea de ir a laembajada para solicitar el visado me parecerepentinamente estúpida y arriesgada. Igor nosaseguró que era legal, e incluso Silvia me dijoque podía estar tranquila. Si las cosas se tuercen,al menos pasaré unas vacaciones en El Cairo.Con Cordelia. Por el bien de mis nervios —que,sorprendentemente, resisten de maravilla —evitopensar en las consecuencias de lo que hecho.¿No será mucho más intrascendente de lo quecreo?

Apenas llegamos a la embajada, advierto aCordelia.

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—Déjame hablar a mí —le digo con tonoférreo.

—¿Por qué? —responde ella con aireofendido.

Porque eres capaz de organizar un buenlío, Cordelia.

—Porque a veces te dejas llevar por lafogosidad y creas situaciones incómodas.

—No te hagas la sabihonda, Alice. Además,a ellos les importa un comino, lo único quequieren es que paguemos. Tenemos el dinero,¿no? —Asiento con la cabeza—. Entonces nohabrá ningún problema.

Efectivamente, por una vez Cordelia no seequivoca. Pagamos y nos dan el visado al díasiguiente, después de pasar dos nochescombatiendo contra los mosquitos y la ansiedad.El sábado por la tarde estamos de nuevo en elaeropuerto, y esta vez ya no hay nada que mesepare de la meta.

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Todas las veces que he viajado en avión he vistoel mar. Enormes extensiones de azul claro yoscuro.

Ahora el desierto ocupa su lugar: a nuestrospies se extiende el intenso color ocre claro de laarena, eso es todo.

—¿Es la primera vez que visitas África? —me pregunta Cordelia sacándome de miensimismamiento.

—Una vez hice un crucero con mis padres ydesembarcamos una tarde en Túnez. ¿Te parecesuficiente?

Cordelia arruga la nariz.—Creo que no.—¿Y tú?—Oh, sí. Hace tiempo rodé una película y

viví un mes en Argelia. Luego eliminaron mipapel, pero fue una experiencia estupenda. Ycuando era más pequeña vine muchas veces conArthur y Kate.

—¿Quién es Kate?

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—La madre de Arthur. La segunda mujer demi padre.

—¿Y por qué ibas a Johannesburgo? —lepregunto intrigada.

—Arthur y yo nos hemos visto mucho desdeque éramos niños. Cosa poco frecuente ennuestra familia. A mis hermanos mayores, loshijos de la primera mujer de mi padre, apenas losconozco. A decir verdad, los otros Malcomessson un tanto capullos. En cierta manera, Arthur yyo somos hijos únicos y, además, somos los máspequeños. No nos llevamos mucho y, dado quesiempre nos hemos entendido de maravilla,nuestros padres fomentaron nuestro afecto paradarnos cierto sentido de unidad familiar pese aque, en realidad, ese es un concepto que no cabeaplicar al núcleo Malcomess. Por lo demás,puede que te parezca extraño, pero mi madre yKate siempre han congeniado. Arthur pasaba lasvacaciones de verano en nuestra casa de Arezzo yyo iba a menudo a verlos a Johannesburgo. Unaño mi madre y yo pasamos la Navidad allí. Fue

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extrañísimo, porque en realidad era verano.—¿Cómo es Kate?—Una mujer muy ocupada con su vida.

Siempre ha sido así. Fue ella la que abandonó ami padre: él estaba loco por ella. Por lo demás,es espléndida. Ahora le sobran unos cuantoskilos, pero sigue siendo muy guapa. Arthur y ellase parecen como dos gotas de agua. Él es laversión masculina de su madre. Kate era azafata ypasaba mucho tiempo fuera de casa. Creo que fueella la que nos transmitió la manía de los viajes.Hace unos años se trasladó a Florida con susegundo marido y, por lo que parece, ha echadoraíces allí. Pero yo no acabo de creérmelo: lollevan en la sangre, son dos gitanos.

—¿Y Arthur sufría con esa situación?—¿Quién sabe? No es un hombre muy dado

a las confidencias. Si sufría no lo manifestaba.Creo que toda esa libertad le resultaba cómoda:no le gustan los vínculos estrechos.

Mientras el avión planea sobre Jartum,siento que el corazón me salta en el pecho.

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—Arthur dice siempre que la primera vezque se pisa África es un momento sagrado quenunca se olvida —me explica Cordelia.

—¿En tu caso fue así? —le pregunto.—No. No me gusta África. Él la adora, pero

no hay que olvidar que es su casa y eso le impideser objetivo.

Cuando salimos del aeropuerto, después desufrir un interminable control en la aduana, casime derrito a causa del calor: es terrible, peor queel egipcio. Ni siquiera soporto la camisa de linoque llevo puesta. El sol es cegador, creo quenunca lo he visto tan nítido en el azul intenso delcielo. Cordelia se siente extraviada, miraalrededor a través de sus grandes gafas de solbuscando a Riccardo, el único que sabe quehemos llegado. Antes de partir nos preguntamosun sinfín de veces sobre la conveniencia de avisara Arthur. Al final, convencidas de que él no iba aestar de acuerdo, optamos por darle una sorpresa,aunque llamarlo sorpresa es, cuando menos,aventurado, dada la situación. La verdad es que no

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quería que él me desmoralizase. Deseaba actuarpor mi cuenta y equivocarme, si era preciso. Hoysabré si ha sido un error y, en caso de que sea así,de qué entidad; aunque la verdad es que no meimporta lo grande o pequeño que sea, porque esun error que deseo cometer con todas misfuerzas.

Tras veinte minutos de interminable espera,Riccardo aparece por fin a bordo de un Jeepviejísimo.

—Espero que tenga aire acondicionado —dice Cordelia antes incluso de saludarlo.

El pobre Riccardo se estira todo lo quepuede para colocar nuestro equipaje mientras lecontesta que no, que el coche no estáacondicionado. Cordelia resopla y se instala en elasiento delantero haciendo gala de su espíritudemocrático.

—¿Habéis tenido un buen viaje? —pregunta

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educado; está negro como el chocolate.—Sí, gracias. Hemos hablado por los codos.—Iremos enseguida al hospital, tengo ganas

de ver la cara que pone Arthur —dice Riccardomientras recorremos unas calles de tierracaóticas, en las que nos vemos obligados adetenernos en varias ocasiones. Por ellascirculan medios de locomoción de todo tipo: delos carros de los culis a los Toyota Corolla.

—Me estoy achicharrando. ¿A cuántosgrados estamos? —pregunta Cordelia al tiempoque hace ondear la mano para generar un mínimomovimiento de aire tórrido.

—¿Cuatrocientos? —sugiero yo boqueando.—¡Olvida el hospital! Antes quiero ir al

Acropole, tengo que darme una ducha.Siento deseos de estrangularla, pero sería

inútil. Riccardo bebe los vientos por ella y lallevará al Acropole por mucho que yo meoponga.

—Alice, ¿quieres que la deje en el hotel yque después te lleve a ti al hospital?

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—¿Está de paso?—No exactamente, pero puedo hacerlo, no

te preocupes.Cordelia lanza un gruñido.—Qué empalagosos sois. Está bien,

Riccardo, llévanos directamente al hospital. Si note importa que te vean en ese estado... —añadedespués dirigiéndose a mí.

Tiene razón, pero no puedo resistirlo más.Además, verifiqué mi aspecto en el servicio delavión antes de llegar y no me pareció tanlamentable. Me lavé también los dientes y meeché colonia en las muñecas.

Así pues, mi aspecto no es, precisamente, elque no está listo para el encuentro.

Atravesamos Jartum y, por fin, llegamos alhospital, un edificio de reciente construcción; sibien las secciones de que se compone son másque numerosas, no dejan de ser distintas a lo que

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me había imaginado, de hecho, están bastantelimpias y bien equipadas. Riccardo nos abrecamino y yo, todo sea dicho, no acabo decomprender cómo me siento. Cuando llegamos ala sección en la que se encuentra Arthur, eldoctor Fragrassi nos sale al encuentroentusiasmado, asegurando que la sorpresacontribuirá a mejorar su estado.

Es evidente que no lo conoce.—Entremos de uno en uno, será más

divertido —susurra Cordelia recogiéndose elpelo en una coleta improvisada. Está un pocomugrienta, y el rímel se le ha descorrido—.Empezaré yo.

Sonrío con indulgencia y, mientras tanto,aprovecho para revisar rápidamente mi aspectocon el espejito que llevo siempre en el bolso —un enorme Longchamp beis, perfecto para laaventura colonial—. El rímel resistente al aguaha soportado las lisonjas del bochorno; seco unpoco los brillos que se han formado en la zona Tcon un pañuelo de papel y me aplico un poco de

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pintalabios. Acto seguido, me acerco a la puerta yoigo de inmediato su voz, que en ese momentoregaña a Cordelia.

—¿Te has vuelto loca? —le pregunta,aunque no parece enfadado—. Venir hasta aquí...

—Es un lugar horrible, lo reconozco, peroya sabes que haría lo que fuese por mi hermanomayor —responde Cordelia con dulzura.

Oigo su risa. Dios mío, cuánto la he echadode menos. Me parece una melodía familiar.

—No es horrible —la corrige tímidamente.—Si esta ciudad miserable y asquerosa no

es horrible, no sé qué otro lugar de este mundolo puede ser. En todo caso, Arthur, las sorpresasno se han acabado —añade alzando la voz yguiñando un ojo a Riccardo.

La tan cacareada sorpresa me parece ahoraridícula. En realidad, todo está en vilo entrenosotros.

Ni siquiera puedo decir que lo conozco afondo. Por ejemplo, no sabía nada de Kate ni desus veraneos en Arezzo. Si he de ser franca, no sé

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casi nada de su pasado. Como tampoco sé cuál essu color o su película preferidos. Reconozco queson banalidades, pero las relaciones secomponen también de esas pequeñas grandesbanalidades.

¿Qué hago aquí? Irrumpo en su mundo sinque me lo haya pedido. Es más que un simpleriesgo.

Pero ahora ya no puedo escapar; lo únicoque puedo hacer es enfrentarme a sus ojos, queme mirarán al principio maravillados. Luego,quizá, con compasión.

La habitación está abarrotada de camas ycamillas. Huele un poco mal: no hay que olvidarque los seres humanos sudan.

Arthur está de pie, lleva una camiseta azulmarino al revés; ha perdido varios kilos y su teztiene un tono terroso bajo el moreno yadescolorido. Sonríe mientras habla con Riccardoy Cordelia, parece sereno, pero, aun así, se meencoge el corazón al verlo. Es la sombra de símismo.

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Cuando alza la mirada siguiendo la deCordelia y la posa sobre mí, veo reflejado en ellael espanto.

Nuestras miradas se cruzan entre estascuatro paredes desteñidas.

La intensidad de la emoción que siento medestroza por dentro.

—¿Tú? —murmura agachando levemente lacabeza.

Bajo la mirada, incapaz de soportar la suya.—Yo no..., no quería...No sé qué decir.Olvidándose aparentemente de todo, Arthur

abandona el centro de la habitación y se acerca amí.

Se detiene unos instantes y me observa concautela. Le tiendo torpemente la mano y, dandounos pasos, me acerco hasta que nos quedamoscara a cara. Roza mis dedos con los suyos, conuna timidez que desconocía en él. Por fin sonríe,me brinda su sonrisa más hermosa, abierta yconfiada, y me abraza como si estuviésemos

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solos, haciendo caso omiso de los espectadores:es el abrazo de dos necesitados.

Huele a jabón de pésima calidad, pero elaroma me resulta, de todas formas, irresistible.Su barba me irrita ligeramente el cuello. A pesarde la inquietud y de la incertidumbre, el merohecho de poder estrecharlo entre mis brazos meproduce una sensación de absoluto bienestar.

Mientras tanto, el resto de los enfermos nosmiran como si fuésemos los protagonistas de unaopereta.

—Tortolitos... No sé vosotros, pero yo meestoy ahogando. ¿Le preguntamos al médico sipuedes salir, Arthur? —tercia Cordelia.

Arthur retrocede de inmediato, como si sehubiese quemado.

—Claro que puedo. No hace falta que pidapermiso.

—Perfecto, en ese caso salgamos cuantoantes de aquí —responde apresuradamente ellacogiéndolo de un brazo.

Pero él —me doy cuenta —no logra apartar

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la mirada de mí. La sensación es maravillosa.—Te has puesto la camiseta al revés —

observa Cordelia.—No esperaba visitas —replica Arthur

sonriendo mientras observa las costuras lateralesde la prenda.

Yo, que mientras tanto he enmudecidosobrepasada por la emoción, le guiño un ojo yapoyo instintivamente una mano en su hombro.Arthur me la acaricia, tiene el brazo vendado enla zona en que, imagino, le han puesto unainfinidad de sueros.

Nos encaminamos hacia una especie de salade espera rodeados de un ambiente, cuandomenos, surrealista.

—La idea fue tuya, ¿verdad? —preguntaArthur a su hermana al mismo tiempo que leacaricia la cabeza.

—Así es, pero enseguida encontré unmagnífico apoyo: Alice no dudó ni un instante enacompañarme. ¿Verdad, Alice?

Arthur se vuelve instintivamente para

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mirarme, y yo me pierdo en sus ojos.—Sí, es cierto —balbuceo.—En mi defensa puedo alegar que intenté

disuadirlas hasta el último momento —intervieneRiccardo.

Cordelia resopla.—Tu opinión no nos interesa mucho —

responde con acritud.Jamás comprenderé por qué lo trata tan mal.Sonrío solidaria a Riccardo, que baja

levemente la mirada un poco atormentado. Arthurregaña a su hermana.

—Bruja —le dice.Ella sonríe felina y se disculpa

decorosamente con su víctima.—Voy a por unas bebidas —propone

Riccardo muy digno y sin responderle.—Quiero una Coca Cola Zero —pretende la

condesita.—Dudo que haya —replica él vacilante.Mientras tanto, Arthur y yo no dejamos de

buscarnos y de encontrarnos con los ojos. La

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añoranza que siento es de una bellezaextraordinaria.

—Te veo muy mal, Arthur. ¿Cuándo tedejarán salir de este asqueroso sitio? —preguntaCordelia infatigable.

—Muy pronto —responde su hermanovagamente—. Y vosotras, ¿cuánto tiempo pensáisquedaros? —pregunta a su vez estirando la frente;la cicatriz que tiene en una ceja se nota más de loque recordaba.

—Toda la semana que viene. Y tú, porsupuesto, volverás a casa con nosotras.

El rostro de Arthur se ensombrece. Puedeque lo conozca poco, pero aun así no se meescapan ciertos detalles.

—Quizá sea demasiado pronto para él,Cordelia —comento.

—Cuando me reponga —afirma él con airegrave—, volveré al trabajo con Riccardo. Noregresaré a Roma hasta que termine —concluyecon firmeza.

Por un instante su actitud me hiere

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inexplicablemente. Después de todo, es normal.¿Qué me esperaba? ¿Que hiciese las maletas yvolviese enseguida a casa conmigo? Quizá hayanotado mi abatimiento, porque me acaricia unamejilla —tiene las manos heladas, y eso medesconcierta, dado que estamos, cuando menos, acuarenta y tres grados de temperatura.

—No he venido hasta aquí para contraer lamalaria.

Riccardo regresa blandiendo una PepsiLight, que Cordelia acepta con desdén, unabotella de agua para Arthur y una especie deGatorade para mí. Estamos sentados, los cuatro,en una sala con las paredes verdes, desconchadasaquí y allí, en la que flota un olor acre a sudorhumano y a desinfectante diluido, en unas sillasmedio rotas, y rodeados de una multitud depersonas. Cordelia, con su aire esnob, pareceencontrarse en este sitio por error; Arthur tieneel aspecto desamparado de un náufrago; Riccardoparece un león enjaulado, y yo me sientocompletamente desorientada.

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Y cuando mis ojos se posan fugazmentesobre los niños raquíticos y las personas con losmiembros amputados —una pierna o incluso lasdos, debido a las minas—, todo aquello a lo queatribuyo una importancia fundamental me parecevacuo y remoto.

La competición en el trabajo y mis viciosmás costosos.

Los aparto de mí con la mente. Me siento endeuda con la vida.

A bordo del Jeep de Riccardo, envuelta enuna capa de bochorno, con la frente perlada degotas de sudor, y los ojos secos, hinchados ycansados en los que se introduce sin descanso laarena, tengo, sin embargo, la certeza de que, pormuy extraña que me sienta aquí, Jartum es en estemomento el único lugar en el mundo en el quedeseo estar.

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Fragmentos de unaconversación vagamenteamorosa

El Acropole es un hotel espartano, de maneraque, después de echarle una primera ojeada,Cordelia me mira con rencor. La habitación quedebería ocupar Arthur está cerca de la nuestra.Riccardo se ocupará de nosotras mientras siga enel hospital.

—Me ducharé primero yo —se imponeCordelia aferrando el neceser y encerrándose enel cuarto de baño.

Enciendo el aire acondicionado y me tumboen la cama tras sacar una revista del bolso.

De repente oigo un alarido procedente delcuarto de baño. Imaginando un escenario delestilo de Psicosis, entro aterrorizada y encuentroa Cordelia pegada a la pared, inerme delante de

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un ciempiés gigantesco —o lo que sea —quedeambula sin mayor impedimento por el plato dela ducha.

—Mátalo, te lo ruego, ¡qué asco! —imploraaterrorizada.

—Sal de ahí, vamos. Llama a la recepción.Cordelia rompe a reír de buenas a primeras

y yo sigo su ejemplo. Nos reímos como siestuviésemos borrachas mientras Cordeliaintenta explicar a la persona que está al otro ladode la línea del teléfono lo que ha sucedido. Ledicen que es posible, que no es una cuestión dehigiene. Por si acaso, Cordelia se ducha calzadacon un par de chanclas.

Más tarde, una vez en la cama, yo me dedicoa leer en tanto que ella ve Al Jazeera.

—¿Entiendes algo? —le pregunto.—No, claro que no, pero ¿qué otra cosa

puedes encontrar aquí? ¿Una película con JamesMcAvoy? —responde exhalando un suspiro.

Al cabo de diez minutos, cuando elladuerme ya a pierna suelta, mi móvil empieza a

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vibrar. Por unos segundos sueño pensando quepodría ser Arthur, pero desafortunadamente setrata de mi madre, que me acribilla a preguntassobre el clima y la guerrilla.

Veinte minutos y diez páginas de VanityFair más tarde, el teléfono vibra de nuevo.

—Elis. —Es la voz de Arthur. A pesar deque no puede verme, sonrío encantada—. ¿Cómovan las cosas en el hotel?

—Exceptuando los ciempiés, de maravilla.—Le explico en dos palabras la desgracia quenos ha ocurrido y él resta importancia a losucedido.

No me sorprende, sucede incluso en el GranVilla. Hasta en los centros turísticos de lasMaldivas hay escarabajos.

—¿Cómo estás? —le pregunto.—Bien.—OK.—OK.—Mañana pasaré a verte otra vez, ¿te parece

bien?

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—Perfecto. Buenas noches.—Buenas noches, Arthur.—Alice —dice de improviso después de una

pausa de incertidumbre—, me alegro de queestés aquí.

No le contesto enseguida, el silencio reinapor unos instantes.

—Y yo me alegro de haber venido.—Gracias... por todo.—No hay de qué.Me sumerjo de nuevo en la lectura, mucho

más contenta. Por desgracia, el buen humor durapoco.

Unos segundos antes de abandonarme alsueño recibo un SMS de Silvia.

«Jacopo de Andreis y Doriana Fortis,arrestados por el homicidio de Giulia Valenti».

¿Y las coartadas? Doriana estaba cubierta delas nueve en adelante. Es evidente que Jacopo no.

Qué terrible injusticia.Paso una noche tremendamente agitada.

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A la mañana siguiente, un soñoliento Riccardo,que ha escrito durante toda la noche, meacompaña al hospital. He intentado despertar aCordelia, quien, debido a sus costumbresaristocráticas, me ha respondido con voz pastosaque no tenía la menor intención de salir delcuarto antes de mediodía.

El trayecto es largo, pero Riccardo es unapersona amena.

—Cuéntame, ¿cómo van vuestrasaveriguaciones?

Él carraspea.—Bastante bien. No obstante, no sé muy

bien cuánto material del que hemos recogido sepodrá publicar. Arthur insiste en ir hasta el final,pero... aún no conoce bien el oficio. Es unidealista, no comprende que hay que filtrar lasnoticias. A él le encantaría describir la realidadcon todos sus matices, sin adornos, olvidandoque no se debe pisotear a ciertas personas que

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luego pueden hacértelo pagar muy cara. Somosunos simples periodistas, vendemos palabras almejor postor, pero él se niega a entenderlo, creeque es posible cambiar realmente las cosas. Nose le puede culpar por ello, el suyo es unproblema de ingenuidad, de inexperiencia.Cordelia y tú habéis sido muy amables viajandohasta aquí —dice acto seguido, cambiandoprudentemente de tema.

—Creo que era lo mínimo que podíamoshacer. Si cayese enferma, lejos de casa..., megustaría tener a mi lado a alguien que meapoyase. Y no lo digo porque tú no hagas lo quepuedes —balbuceo a continuación—, pero tienestus ocupaciones...

—Entiendo a qué te refieres. No lodemuestra, pero también él está contento. Deverdad.

Me acompaña hasta la habitación de Arthur yluego nos deja solos con la excusa de que tieneque ir a sacar unas fotografías en el centro.

Me siento en el borde de la cama de Arthur.

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Si bien parece bastante apesadumbrado, en sumirada cansada hay un brillo nuevo yesperanzador.

—Elis, ¿crees que... puedo fumarme uncigarrillo? —me pregunta en voz baja.

—Creo que no.—¿Por qué? —insiste—. No tengo nada en

los pulmones. La enfermedad solo ha afectado ala sangre. Y a los riñones, de acuerdo. Aun así, noentiendo qué mal puede hacerme un cigarrillo. Alcontrario. Dado mi estado, solo puede sentarmebien.

—¿Qué te ha dicho Fragassi? —inquiero.—No se lo he preguntado. Le daría algo. Es

terriblemente ansioso. Menudo coñazo, Alice.Concédeme al menos un cigarrillo —dice a lavez que se incorpora y, después, se pone en pie.A pesar de que se tambalea, rechaza tozudo elbrazo que le ofrezco.

Caminamos por el pasillo como dosdesconocidos; lo sigo sin pronunciar una solapalabra.

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—¿Cómo va el trabajo? ¿Mejor?—Sí..., estoy mucho más tranquila, pero no

tengo ganas de hablar de eso ahora. Estoy harta.Quiero una semana de vacaciones en todos lossentidos.

Aún me apetece menos hablarle de Bianca,de Jacopo y de Giulia, de los que no sabe nada, yaque nunca llegó a leer el correo electrónico.Estoy hasta la coronilla.

—¿Llamas vacaciones a asistir a unenfermo?

—Sí, dado que el enfermo eres tú.Arthur me escruta con sus ojos azules,

rodeados por unas ojeras espantosas.—No deberías pasar demasiado tiempo aquí,

es un lugar malsano. Le diré a Riccardo que tesaque a pasear. Jartum es más bonita de lo queme imaginaba.

Porque la belleza está en tus ojos, esa esla verdad.

—Arthur, si hubiese tenido ganas de pasarlas vacaciones en el Ecuador habría elegido el

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Caribe. Puedes estar seguro de que no memoveré de aquí.

—¿Estás haciendo la profilaxis de lamalaria? —me pregunta, dando por zanjado elasunto.

—Por supuesto, pese a que resulta muypesada. Tengo los tobillos hinchados.

—Siempre es mejor que acabar en unapocilga como esta. Ten cuidado. En la farmaciavenden unos pulverizadores que ahuyentan a losmosquitos. No sirven de mucho, pero es mejorque nada. Le diré a Riccardo que te comprebastantes para una semana. Para ti y para esabruja, por supuesto. ¿Te has dado cuenta de queCordelia es un absoluto despiste?

—¿Y lo descubres ahora?—No, pero empeora a ojos vistas. No

deberíamos seguir secundándola.—Ya se le pasará —le digo para calmarlo,

pese a que no estoy nada convencida.Apenas salimos del centro, Arthur exige de

nuevo un cigarrillo, que le niego, movida por un

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impulso de conciencia profesional. Apenasprotesta.

—No salgas sola y prohíbeselo también aCordelia. Sudán no es un país seguro. Sal siempreacompañada de Riccardo y dile de mi parte que telleve a Al Mogran; es la confluencia entre el NiloBlanco y el Nilo Azul. Todo un espectáculo.

—De acuerdo.—Ah, y no saques fotografías, está

prohibido. Hay que comprar el derecho a hacerlo.—¿Están locos?—Son las normas. Ah, y que no te inviten a

cenar al Gran Villa. Te llevaré yo apenas puedalevantarme. —Arthur mira por la ventana cerradacon unos cristales llenos de las salpicaduras queha dejado la lluvia de barro—. ¿Te das cuenta delo roja que es la tierra? Es típica de las zonasecuatoriales —explica señalando las rocas—.Cuando era niño coleccionaba tierra de todos loslugares que visitaba. La metía en las botellas decristal de los zumos de fruta. Aunque, a decirverdad, era mi madre la que me traía muchísimas.

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A saber dónde estarán ahora. —Es triste verlo tanflaco y débil—. Me gustaría viajar contigo aSudáfrica. En caso de que tenga raíces, están enese país. —Arthur desvía la mirada y la posa enmis ojos, a continuación esboza una débilsonrisa.

—No entiendo cómo pudimos echar todo arodar —le digo con la mirada perdida.

Arthur se yergue. Se mete las manos en losbolsillos de los pantalones de algodón azul delpijama y deja de mirarme para concentrarse en elenfermero que empuja el carrito con las bandejasde la comida. Un olor a caldo y a carne hervidaflota en el aire. Es asqueroso.

—No lo sé —se limita a murmurar con lavoz ronca de un adulto y la perplejidad vacilantede un niño.

El enfermero dice algo en árabe a Arthur y acontinuación entra en la sección donde estáingresado.

—¿Qué te ha dicho? —le pregunto.Arthur inspira hondo.

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—Que soy un idiota.—¿En serio?Ahora sonríe enternecido.—No, tontina, eso es lo que pienso yo —

concluye cogiéndome de la mano y llevándomede nuevo a su habitación.

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Noticias de Italia

Le he pedido a Riccardo que me deje usar suordenador portátil para conectarme a Internet. Esde noche y aquí no hay mucho más que hacer, demanera que, mientras él y Cordelia beben unascopas en la terraza con dos ingleses que Riccardoha conocido durante su estancia en el hotel, yonavego por los sitios de los diarios buscandodetalles sobre el asunto Valenti. De esta formame entero de que Jacopo de Andreis pasó lanoche en que murió Giulia en casa con su madre,y que en esto consiste su frágil coartada, sobre laque están indagando los investigadores; por otraparte, la coartada de Doriana se ha conformado,pese a lo cual debe responder a una serie deacusaciones. Jacopo y Doriana se defienden eluno al otro, forman un frente común. Temoseriamente que la verdad nunca llegará a sabersey que los dos tengan que pagar por algo de lo que

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no son culpables.Echo también un vistazo al correo

electrónico, que contiene dos mensajesinteresantes.

El primero.

¿De qué se habla en las faldas delKilimanjaro? ¿Cómo está el vagabundo? Hallegado la comunicación oficial del Colegio deMédicos. Tal y como preveíamos, has salido bienparada, pero que sea la última vez. El hecho deque Jacopo de Andreis esté con el agua al cuellote ha salvado. Como era de esperar, haninterrogado también a Bianca Valenti, que haretirado todas las acusaciones asegurando queentre Jacopo y ella se produjo una confusión.¡Bah! Menuda gente.

Escribe.Silvia

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Bien está lo que bien acaba. He caminado por elborde de un precipicio y no he caído en él. Notengo la menor intención de repetir laexperiencia, no te preocupes. Ninguna novedaden relación con Arthur, aparte del hecho de queparece alegrarse de que esté aquí. Y, la verdad, yotambién, mucho.

Au revoirA.

El segundo:

Estoy en Nueva York, lejos de un asuntodemasiado doloroso que ya no puedo soportar.En cuanto a la historia que me contaste...Atribuyes poco valor al azar, Alice. Demasiadopoco. Ciertas cosas suceden por pura casualidad.No obstante, me has acusado de haber tenidosuerte. Quizá yo también lo creí, pero mírame

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ahora: ¿de verdad me consideras tan afortunada?Olvidemos todo, Alice. El tiempo cumplirá consu deber.

Bianca

Opto por no responderle, su mensaje me produceuna náusea que tarda en desaparecer.

A la mañana siguiente le cuento mi verdad aArthur. He echado mucho de menos el contrastecon su manera de percibir la realidad, la necesitourgentemente.

—¿De manera que no dejó ninguna prueba?—pregunta mientras paseamos por el pasillo dela sección.

No veo la hora de que salga de esteespantoso lugar.

Niego con la cabeza.—Las mías son simples intuiciones que, a

su manera, y sin que yo sepa si lo ha hecho demanera consciente o inconsciente, Bianca ha

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confirmado.Arthur no parece turbado por mi relato. A

veces me siento un tanto anómala, y no siemprees una sensación agradable. Esto, sin embargo,jamás me sucede con Arthur, dado que tiene lareseñable virtud de dar un gran valor a ladiversidad.

—Creo que, en cualquier caso, debes hablarcon Calligaris. Te conoce ya, verás como no tecierra la puerta en las narices. Tienes quehacerlo, es inevitable. Aun en el caso de queBianca nunca llegue a pagar por la muerte de suhermana, tú no debes tener nada que reprochartea ti misma.

—Tienes razón. Será también una manera dedar sentido a todo lo que he hecho.

—Que no es poco —añade él rozándome lapunta de la nariz—. A tu manera, eres unapequeña heroína.

Sonrío y, con toda probabilidad, meruborizo también. No sé. Siento la necesidad deabrazarlo y no me la niego.

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Él responde a mi abrazo y este momentovale por sí solo la locura que ha supuesto realizareste viaje insensato.

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He decidido perderme en elmundo. Incluso si mehundo, dejo que las cosasme conduzcan a otro lugar.Sin importar adónde. Sinimportar adónde

La semana transcurre, densa y extraña, entre elhospital y las breves visitas a la ciudad.

Arthur y yo no hemos vuelto a abordartemas candentes relacionados con el pasado y,aún menos, con el futuro. Nos hemos limitado avivir con serenidad este raro presente hecho decruces de miradas y de medias sonrisas, en estelugar en que todo parece inmóvil, en estaatmósfera bochornosa y sofocante que consumemis recursos, pero en la que no logro sentirme

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incómoda y a la que, por qué no, podría inclusovolver.

Falta un día para que nos marchemos.Me reúno con Arthur en la sección, parece

impaciente.—No lo aguanto más.—Todavía no puedes salir. Estás

convaleciente —objeto, pese a que, en mi fuerointerno, me encantaría pasar unas horas con élfuera de las paredes del hospital.

—Me encuentro muy bien —responde confirmeza—. Saldré hoy. Llama a un taxi, please.

—¿Aviso a Riccardo?—A estas horas estará trabajando —

responde mirando su Sea-Dweller.—Prefiero llamarlo en todo caso —replico.Arthur firma el alta, a pesar de que los

médicos, con Fragassi a la cabeza, no están deacuerdo. Mete sus escasas pertenencias en unabolsa, se recoge el pelo, que le ha crecidobastante, en una especie de coleta pequeña, sedespide en árabe de sus compañeros de

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habitación, y cruza el umbral como si estuviesesaliendo de la cárcel.

Riccardo nos espera fuera en compañía deCordelia. Arthur se acomoda en el asientodelantero y baja la ventanilla.

Lo primero que hace es pedir un cigarrillo.—¿Puedo dárselo, doctora? —me pregunta

Riccardo con su habitual afabilidad.—No puede perjudicarle demasiado. Yo

diría que sí.—Solo faltaba que me lo negases ahora.Riccardo le pasa una cajetilla de Camel.

Arthur baja la ventanilla y fuma el que definecomo «el mejor cigarrillo de mi vida». Despuéspide que lo llevemos al hotel para darse la que, asu vez, define como «la mejor ducha de mi vida».

Por la tarde, Cordelia y yo lo esperamos ennuestra habitación, y aprovechamos el momentopara arreglarnos. A eso de las ocho Arthur yRiccardo llaman a la puerta. Por fin vuelvo aencontrarme —al menos físicamente —al Arthurque recordaba. Huele a sándalo y va

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perfectamente afeitado. Se ha lavado el pelo,cuyas ondas harían palidecer de envidia acualquier mujer, y luce una camisa celeste delino, a juego con el color de sus bonitos ojos.

Me saluda apoyando distraídamente unamano en mi hombro. Ni un beso ni una caricia.Además del aspecto físico, Arthur ha recuperadosus viejas maneras.

—Esta noche disfrutaremos del lujo de unhotel —dice Riccardo—, pero debemosapresurarnos y salir antes de que comience eltoque de queda.

Pasamos un cuarto de hora presionando aCordelia para que se dé prisa. Al final sale de lahabitación luciendo un largo caftán naranja y uncollar étnico de plata y cuerno estilo TalithaGetty.

El local, que es a la vez hotel y restaurante,es tan lujoso que Cordelia no puede por menosque mirarme con hosquedad pensando en todo loque se ha perdido hasta ahora por mi culpa.Tomamos asiento y pedimos con cierta prisa por

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temor al toque de queda.Arthur ha recuperado todo su encanto y

resulta irresistible.Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano

para no mirarlo continuamente.Todo es muy intrigante. A fin de cuentas, no

sucede a menudo estar en una ciudad tan pococonvencional, sentada a la mesa con gente comomis comensales. Cada uno de ellos va sacando acolación una serie de temas sumamenteinteresantes de los que, sin embargo, no sé unapalabra. Conocen el mundo. Cuando hablan depolítica exterior y de crisis internacionales, mesiento terriblemente ignorante. Cordelia está másinformada que yo, lo que ya es decir. Pese a todo,la velada resulta excepcional, inolvidable. Unpianista alto, de piel de ébano, elegante comosolo ciertos africanos de físico estatuario sabenser, y vestido de blanco de pies a cabeza seexhibe en el piano tocando varias piezas de jazz;la atmósfera es muy sofisticada.

Es un lugar en el que es fácil perder el

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sentido de la realidad.En el conjunto de una vida, una velada así es

excepcional.

Cuando regresamos al Acropole, nos quedamosen el vestíbulo hasta la una en compañía de otroshuéspedes del hotel, en un clima cosmopolita yacogedor. Hay varios representantes de empresasde todo tipo y turistas, gente con la que me hecruzado durante la semana, pero que solo meinteresa ahora que Arthur vuelve a estar conmigoy puedo compartir con él mis impresiones.

Al cabo de un rato la sala empieza a vaciarsey cuando Riccardo propone que nos vayamos adescansar, Arthur y yo nos dirigimos una miradasingular, tan magnética y privada como unmensaje codificado. Nuestros amigos nospreceden, él y yo caminamos juntos por elpasillo a la vez que nos observamos con cautela.Riccardo se dirige a su habitación y se despide de

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nosotros. Cordelia se tambalea descalza delantede nosotros y canta Like a virgin sujetando lassandalias en la mano.

Busco la mano de Arthur y me estremezcoapenas la estrecho.

—Ven a mi habitación —susurra, y no es,desde luego, una invitación. A buen seguro me hepuesto roja como un tomate—. No hemos tenidoocasión de hablar de ciertos temas.

—OK —respondo con naturalidad.Mientras lo sigo, Cordelia entra en la

habitación guiñándome un ojo.

Arthur abre la puerta y me cede el paso. Dejacaer las llaves y la cajetilla de tabaco en unamesita de mimbre. Su habitación esprácticamente igual a la nuestra, solo que máspequeña. El escritorio está cubierto de foliosdesperdigados: más que un artículo, da laimpresión de que Riccardo y él han escrito una

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monografía.Mientras rozo las hojas de papel se acerca a

mí sin que me dé cuenta. Me vuelvo y lo veodetrás de mí. Nos quedamos parados uno frente aotro, envueltos en un prolongado silencio.

—Ha sido estupendo volver a verte —dice.Su voz ronca delata una punta de emoción.

Asiento emocionada. Él sigue hablando conternura.

—¿Era necesario que contrajese la malariapara comprender que debemos hablar de todo loque dejamos pendiente?

—Deberíamos haberlo hecho antes. Nosabes cómo me gustaría poder volver atrás —murmuro.

No cedas, Alice, que no se te salten laslágrimas justo ahora. Que no crea que eresuna llorona.

—Yo no. —Lo miro a los ojosdesilusionada—. No me malinterpretes. No megustaría volver atrás porque eso supondríaempezar de nuevo desde cero y volveríamos a

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hacernos daño.—Ya me lo he hecho sola. Siempre has sido

muy claro. Jamás has ocultado tu manera de ser.Arthur asiente con la cabeza, pero no parece

muy convencido.Y luego, sin necesidad de añadir nada más

—porque, después de todo, no hay nada más queañadir—, sucede lo que soñaba y esperaba.

El ruido rítmico de las gotas que caen en ellavabo no altera mi sueño. Un mosquito meatormenta con su continuo zumbido, a pesar de lagasa. La luz brillante de la luna llena me obliga acambiar de posición.

No obstante, la noche que paso entre losbrazos de Arthur no puede ser más perfecta.

Estamos a bordo del Jeep alquilado, el desiempre. Arthur va al volante, Cordelia se hasentado delante y Riccardo y yo, en el asientotrasero. Cordelia es la única que habla. Los

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demás permanecemos callados y le contestamoslacónicamente. Me siento profundamenteabatida.

Mientras cumplimos con todas lasformalidades del embarque, me siento cada vezmás triste. Arthur y yo entramos en el pequeñobar del aeropuerto para bebernos un caféapartados de los demás.

—Llama en cuanto llegues —me pide.—OK.—Me quedaré aquí unos diez días más y

luego regresaré a Roma para organizar el trasladoa París. Ya verás como no es tan difícil.

—OK.—Cuida de Cordelia en mi ausencia, te lo

ruego. Me parece cada vez más inestable.—OK.—¿Puedes dejar de responder siempre

«OK»?—OK —respondo soltando una carcajada.—No bromeo, no hay ninguna razón para

estar tan triste.

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—No logro sentirme alegre. Tengo miedo,un miedo terrible e infinito.

—¿De qué? —pregunta él irritado,apartándose el pelo con la mano.

—Por ti, por nosotros —respondo con voztrémula. Su circunspección no me ayuda.

—No hay ningún motivo —dice dulcemente—. Hemos aclarado las cosas y yo me sientobien.

Qué fácil te resulta.Sea como sea, y por principio, se acabaron

las lamentaciones.—Tienes razón. Me he dejado llevar un

poco por el pánico.Si bien no es del todo cierto, es necesario

que él lo crea.—Puedo entenderlo.Haciendo gala de un extraordinario sentido

de la oportunidad, Cordelia se une a nosotros encompañía de Riccardo. Ha llegado la hora dedespedirnos, se acabó el tiempo. Arthur olfateami pelo.

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—Que tengas un buen viaje, Alice inWonderland —susurra para evitar los oídoscuriosos y cotillas de Cordelia, a la vez que meguiña un ojo—. Volveré.

—Pronto —murmuro.—Pronto —asiente con aire paciente.—I love you, Arthur.No me responde. Se limita a acariciarme

dulcemente una mejilla y a mover una mano enademán de despedida.

Presa de una opresiva inquietud, me dirijohacia la sala de embarque. Hago un esfuerzo parano volverme. No quiero que vea que tengo losojos anegados en lágrimas, ahora no, a él no,dado que siempre demuestra un extraordinariocontrol de sí mismo a la hora de expresar susemociones.

Mientras Cordelia me tiende un chicle, notoque alguien me abraza por detrás.

Me doy media vuelta y lo veo.Me habla en voz baja.—I’m sorry, no sé expresar lo que siento.

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—Una sonrisa tuerce sus labios y por un instantela firmeza de su tono se quiebra—. Pero... I loveyou too. A mi manera.

Asiento con la cabeza al mismo tiempo queenjugo con el dorso de la mano la lágrima quesurca mi mejilla.

Me besa en la frente mientras una vozanuncia el embarque inmediato de mi vuelo. Mevuelvo hacia Cordelia.

—No importa, tomaos todo el tiempo quequeráis. Incluso podéis dedicaros a concebir unsobrinito en ese banco.

Arthur le sonríe en primer lugar a ella, luegodirectamente a mi corazón.

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We can be heroes, just forone day

—Tengo una cita con el inspector Calligaris.—Lo aviso de inmediato.Hace apenas unos días que regresé y ya

estoy en la policía. Me he hecho una promesa amí misma y tengo la intención de mantenerla.

Me acomodo en la sala de espera. Uncingalés bigotudo y una belle de jour meobservan con insistencia.

Calligaris se asoma a la estancia: el aspectode perdedor sigue siendo el mismo del primerdía.

—Venga conmigo, doctora. ¿Pido que letraigan un café?

—Sí, gracias —contesto desenvuelta.Calligaris se enciende un cigarrillo y se deja

caer en el silloncito azul eléctrico y giratorio.—Le felicito por el bronceado, le sienta de

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maravilla.—Gracias, inspector. Acabo de regresar de

un viaje a África.—Eso explica por qué no he tenido noticias

de usted en los últimos días. Casi me habíaacostumbrado a recibir sus visitas y sus llamadas.

—Como ve, lo primero que he hecho nadamás volver es venir a verle.

—Muy bien, querida, ¿qué iluminación hatenido camino de Damasco esta vez?

Ríe, ríe.—Inspector, ¿ha pensado alguna vez, aunque

solo haya sido una suposición, que BiancaValenti podía estar relacionada con la muerte desu hermana?

La mirada gentil que lo caracteriza setransforma en una expresión de desconcierto.

—La verdad es que sus maneras medesorientan, doctora. En cualquier caso, larespuesta es afirmativa —contesta secamente—.He experimentado alguna que otra sensación yyo... me dejo guiar mucho, muchísimo por ellas a

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la hora de desempeñar mi oficio.—Pues bien —digo, sorprendida por su

respuesta—, he de decirle que he puesto enorden mis ideas —explico titubeante sin sabertodavía cuál es la mejor manera de contarle laverdad.

Al final las palabras cobran vida propia yfluyen escapando a mi control. Mientras meescucha, el inspector alterna expresiones neutrascon otras en que manifiesta su asombro, pero nome interrumpe en ningún momento.

Cuando me quedo sin nada más que decirtras haber descargado el peso de una historia queme ha quitado el sueño, él parece aturdido porunos instantes.

—Es usted una persona realmenteextraordinaria. Giorgio Anceschi no logradescribirla como debería. Oscila entre lacomicidad y la astucia con una facilidad única.No acabo de comprender si es realmente así o sise trata de un comportamiento forzado.

—Es todo genuino, inspector. Por

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desgracia.—No, por desgracia no. Debería sentirse

orgullosa de su talento... Nadie la creía y, pese aello, siguió por su camino apostando por usted ytrabajando apasionadamente.

—¿Habla en serio? Quizá no me cree —murmuro entristecida.

—Por supuesto que la creo. Absolutamentey sin duda alguna.

Frunzo el ceño.—Me sorprende en usted, que por mucho

menos me tildó de mitómana.Calligaris sonríe, quizá obligado por las

circunstancias.—¿Sabe, doctora? ¿O puedo tutearte, Alice?

A fin de cuentas, podrías ser mi hija. O tal vez no.—Se interrumpe, perdido en una serie decálculos aritméticos demasiado complejos parasu cerebro—. Mejor dicho, mi nieta.

—Faltaría más, inspector.—En ese caso, Alice. Un detective solo

debe tener una cualidad, nada más. El resto se

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puede aprender o modificar. Sin dicha cualidad,sin embargo, todo resulta realmente difícil, porno decir imposible.

—¿Y cuál es?Calligaris abre los brazos mostrando unas

manchas de sudor en la camisa, bajo las axilas.—La capacidad de observación. La

capacidad de observación —repite dos vecescomo si pretendiese enfatizar sus palabras,subrayándolas además con un tono más grave—.Pues bien, te he observado. No eres unamitómana ni estás mintiendo. No deberíadecírtelo, pero estamos a punto de retirar todaslas acusaciones contra Jacopo de Andreis. Él nomató a su prima. Al igual que tampoco lo hizoDoriana Fortis. Hemos verificado suscircunstancias y estas coinciden con su versiónde los hechos. Bianca Valenti nunca me haconvencido, pero, a diferencia del resto de laspersonas involucradas en esta historia que, de unamanera u otra habían dejado alguna huella de supaso por la vida de Giulia ese día, Bianca no.

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Bianca está, aparentemente, a salvo de cualquiersospecha y, por desgracia, seguirá estándolo,porque no sé cómo justificar una investigaciónsobre ella. Por descontado, no puedo valerme dela excusa de que encontré el Panadol en su bolso;después de todo, hay otros medicamentos quecontienen cafeína... Desde el punto de vista de laspruebas es una historia que hace aguas y la verdades que es la única manera de reconstruirla.

Calligaris lamenta tener que describirmeuna realidad tan espantosa. Mi único consuelo esque, por lo menos, ningún inocente está pagandopor las limitaciones irremediables del sistemajudicial.

—¿Sabe que se ha marchado a Nueva York?No creo que regrese jamás —le digo paraponerlo al corriente.

—Es muy posible, aquí ha quemado todassus naves. Asesinó a su hermana, aunque nadie losepa, e intentó arruinar la vida de De Andreis y deDoriana Fortis. Nada la retenía aquí: ahora losdaños los causará en América —concluye, con un

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tono de gran amargura que manifiesta toda sudecepción—. Creo que tienes un gran talentopara la investigación, Alice —afirma acontinuación dejándome boquiabierta.

Recibo el cumplido con una sonrisasocarrona.

—Gracias.—Has corrido un gran riesgo, ¿sabes? ¡Y no

creas que no estoy al corriente de tus problemascon el Colegio de Médicos, porque lo sé todo!

—Fue una suerte salir bien parada.—Digamos que yo también puse mi granito

de arena, querida. Cuando De Andreis me contósus sospechas sobre ti, lo disuadí de presentaruna querella asegurándole que, dado que carecíade pruebas, lo único que iba a lograr era perdertiempo y dinero. Lo orienté hacia la sancióndisciplinaria sabiendo que con ello solo podíadarte un buen susto. Merecido, la verdad —añadeen tono de advertencia.

—Se lo agradezco, me siento en deuda conusted, inspector.

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—Sería una lástima que te quemaras tanpronto —reconoce al mismo tiempo que apagasu cigarrillo en un cenicero souvenir de Valenciay que coge un caramelo de menta después dehaberme ofrecido uno—. Tanto es así que quierohacerte una propuesta.

Enderezo las antenas y lo miro con aireinquisitivo.

—¿Una propuesta?—Sí, un trabajo a tiempo parcial.Se me salen los ojos de las órbitas.—¿Un trabajo? ¿Quiere ofrecerme un

trabajo?Calligaris parece extrañado.—Pues sí, un trabajo.—¿Está seguro?—Por supuesto.—No puedo aceptarlo. Todavía no soy una

especialista.—Se trata de un trabajo ocasional y no de un

contrato como empleada. En cierto sentidocolaborarás con nosotros como una profesional

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liberal —precisa acariciándose la barbilla—. Tellamaré cuando necesite un consejo profesional.Eso te permitirá meter las narices, sé que tegusta, con total libertad, sin arriesgarte a meterteen un buen lío. Creo sinceramente en tucapacidad y me gustaría poder contar con tucontribución en el futuro.

—En realidad me había prometido a mímisma que no volvería a meterme donde no mellaman.

—Precisamente. Te estoy ofreciendo lamanera de seguir haciendo lo que más te gusta. Site sirve de ayuda, le he comentado el tema aGiorgio y está de acuerdo.

—Espero que no le haya contado estahistoria, inspector.

—Detalladamente no, por supuesto. Vamos,Alice. Quiero una respuesta. ¿Aceptas o no?

Miro alrededor, aturdida. Si actuando en lamás absoluta ilegalidad y con la mayorinconsciencia me muevo ya con la astucia y laosadía de la Pantera Rosa, ¿qué organizaré en

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caso de que acepte? ¿De qué más líos seré capaz?

* * *

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Agradecimientos Quiero darle las gracias a Rita Vivian, mi agentey guía, porque sin ella este libro no existiría tal ycomo es; a la editorial Longanesi, por laconfianza con la que me han recibido; a mimadre, por no haber dejado de creer en mí nisiquiera un instante; a mis abuelos, por su apoyoincondicional; a Gaetano, Anna y FrancescoTirrito, por haber soñado conmigo; a ChiaraTirrito, porque con su manera de ser inspiró elpersonaje de Giulia; a todos los miembros de mifamilia «adquirida», por el calor y el granentusiasmo que han demostrado; a mis maestros,por todo lo que me han enseñado y, en especial,al profesor Alessio Asmundo, por el tiempo queme ha dedicado, al profesor Claudio Crinò, elauténtico Supremo, y al profesor VincenzoBonavita, por las aclaraciones; a Laura Barresi,por su tierno voto de confianza; a AmaliaPiscopo, capaz, como pocas, de alegrarse de las

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satisfacciones ajenas; a Alessandra Roccato, porsu generosidad intelectual; a Luisa Biasini, porlas fulgurantes ocurrencias que le he robado; y,en general, a todos mis colegas deespecialización, por no ser como Ambra Negridella Valle; a las pequeñas Camilla y Lulú; alañorado Ryszard Kapuscinski, porque Arthurtiene algo de él; a los Coldplay, una fuente deinspiración insustituible; a Queen, FrancoBattiato, Enrico Ruggeri, David Bowie, PaulBowles, The Drums y Morgan.

Y por último, aunque por encima de todos, aStefano, mi centro de gravedad permanente.

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Sobre la autora Alessia Gazzola nace en Mesina en 1982. Esmédico cirujano y desde 2007 se estáespecializando en medicina forense. Empezó aescribir desde muy joven, pero La alumna es suprimera novela. En cuestión de meses haconseguido vender más de 80.000 ejemplares enItalia.

Título original: L'allieva© Longanesi & Co. S.p.a.

© De la traducción: 2012, Patricia Orts© De esta edición:

2012, Santillana Ediciones Generales, S. L.Avenida de los Artesanos, 6

28760 Tres Cantos —Madrid

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Teléfono 91 744 90 60Telefax 91 744 92 24

www.sumadeletras.comISBN ebook: 978 0 433 8365 84 Diseño de cubierta: The World of DOTIlustración de la cubierta: Iacopo BrunoConversión ebook: Víctor Igual, S. L.

Diciembre 2012

notes

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Notas a pie de página 1Mamaredo boy es un sh

jo manga, un cómic romántico que, por logeneral, está destinado a un público joven yfemenino (N. de la T.).

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Table of ContentsALESSIA GAZZOLALa inspección ocularCasualidad y causalidadPoco importa si eres un león o una gacela: ¡echa

a correr todas las mañanas!Si la vida es un campo de golf, los lunes son los

agujeros en la arenaI will surviveBiancaThose who are dead are not dead, they’re just

living in my headLa belleza inconscienteHaría falta un amigoMejor ser león por un día que pasar cien como

ovejaEl genuino lenguaje de la verdad. Y de SilviaPrimera citaCasa De AndreisSegunda cita

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Pensamientos y palabras¡Al abordaje!Una cena especial en un bistrot de Villa PamphiliCordeliaLos insospechados límites de la patología

forenseEste viento me agita tambiénCódigos de geometría existencialEl final de un célebre latin loverUna visita audaz al despacho del inspector

CalligarisParadojasTodos tenemos un precio. Tu peor enemigo es el

que puede pagarloHistoria de una residente mediocreBianca tiene un póquer en la manoLostCuando no sepas qué hacer, pide consejo¿Decir o no decir?Si una mañana veo que has partido al amanecer...Usque ad finemTodo a su debido tiempo

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RenaissanceProgresosNunca hay que fiarseDoriana es el centro de la atenciónUn nuevo pequeño gran problemaUna colaboración que, hasta hace poco, habría

parecido imposibleEtiopatogénesis de un viajeWake up, it’s a beautiful morningÚltimos sobresaltosLa verdad (o una de tantas)The sheltering skyFragmentos de una conversación vagamente

amorosaNoticias de ItaliaHe decidido perderme en el mundo. Incluso si

me hundo, dejo que las cosas me conduzcan aotro lugar. Sin importar adónde. Sin importaradónde

We can be heroes, just for one dayAgradecimientosSobre la autora

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