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LA CIENCIA PENAL EN LA UNIVERSIDAD DE CHILE LIBRO HOMENAJE A LOS PROFESORES DEL DEPARTAMENTO DE CIENCIAS PENALES DE LA FACULTAD DE DERECHO DE LA UNIVERSIDAD DE CHILE

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LA CIENCIA PENALEN LA UNIVERSIDAD

DE CHILELIBRO HOMENAJE A LOS PROFESORES

DEL DEPARTAMENTO DE CIENCIAS PENALESDE LA FACULTAD DE DERECHODE LA UNIVERSIDAD DE CHILE

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Juan Pablo Mañalich R.

En general, retribuir consiste en compensar, o corresponder, y, en su sentido peyorativo, en desaprobar o desvalorar algo malo, per-judicial. Trayendo esta acepción al campo del derecho y, más ceñidamente, al de lo punitivo, retribución es la desaprobación o desvaloración pública, que se expresa o, quizá mejor, concreta en la pena, de los actos de más grave trascendencia social, es decir, los actos de significación más grave para la comunidad por atentar de manera insoportable contra su existencia u organización o contra los bienes que con arreglo al desarrollo cultural y el sistema de valores dominantes en el cuerpo social estima más importantes y dignos, por ello, de la protección jurídica más eficaz. La retribución viene a ser, pues, como el alma de la pena, o, manifestado menos figurativamente, le proporciona su naturaleza.(Manuel de Rivacoba y Rivacoba, La retribución penal.)

Es la voluntad individual de una minoría de propietarios la que decidirá, libremente y sin trabas, sobre el empleo y destino de bienes que la naturaleza ha puesto a dispo-sición de todos los hombres. A base de estos lineamientos fueron redactados los códigos civiles de todos los países occidentales, códigos que entendían contener toda la legislación común permanente, necesaria para las relaciones jurídicas de los hombres entre sí. En verdad regían tan sólo relaciones entre “individuos poseedores”.(Eduardo Novoa Monreal, “Una evolución inadvertida: el derecho de propiedad”.)

1. EL PUNTO DE PARTIDA

Una concepción estrictamente retribucionista del derecho penal –ésta es la convicción sobre la cual descansa este artículo– se corresponde con su mejor versión posible. Aquí se intentará ofrecer una defensa de esa misma concepción desde un determinado punto de vista. Para ello, puede ser pro-vechoso partir haciendo referencia a una célebre toma de posición, por parte

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de un autor cuya identidad quedará en reserva por el momento, acerca del problema de la justificación de la pena:

La pena en general ha sido defendida como medio de mejoramiento o bien de intimidación. Ahora, ¿qué derecho tiene usted a castigarme para el mejoramiento o la intimidación de otros? Y por otro lado, está la historia –hay tal cosa como la estadística– que muestra con la evidencia más completa que desde Caín el mundo no ha sido intimidado ni mejorado a través de la pena. Más bien por el contrario. Desde el punto de vista del derecho abstracto, hay sólo una teoría de la pena que reconoce la dignidad humana en abstracto, y es la teoría de Kant, especialmente en la fórmula más rígida que le diera Hegel.

Inmediatamente a continuación, nuestro autor describe la concepción hegeliana de la justificación de la pena en los siguientes términos:

La violación del derecho ha sido proclamada por el criminal como su propio derecho. Su crimen es la negación del derecho. La pena es la negación de esta negación, y consecuentemente una afirmación del derecho, requerida e impuesta coercitiva-mente sobre el criminal por sí mismo.

Pero entonces nuestro autor propone una reinterpretación de esta comprensión hegeliana de la función de la pena, que cabría calificar como una propuesta de desmitificación. La caracterización que Hegel hace de la operación de la pena no sería más que una reformulación metafísica de la manera en que la sociedad se protege a sí misma “frente a la trasgresión de sus condiciones vitales de existencia, cualquiera sea el carácter de éstas”.

Karl Marx, nuestro autor, ofreció esta reinterpretación de la concepción idealista de la pena en el marco de un célebre artículo de prensa relativo a la brutalidad de la praxis judicial de imposición de la pena de muerte en la Inglaterra de su época.1 En lo que sigue se desarrollará una determinada interpretación de la concepción de la pena orientada hacia al concepto de retribución, que dé cuenta del rendimiento de la estrategia kantiana y hegeliana como una estrategia que pudiera hacer operativa, justamente, la descripción marxiana de la “lógica” de la praxis punitiva del Estado.

2. LA RETRIBUCIÓN COMO REVALIDACIÓN JURÍDICA

W.V.O. Quine llamó la atención sobre lo que él mismo denominara “la indeterminación (radical) de la traducción”.2 Básicamente, la cuestión consiste en que no disponemos –ni es posible que lleguemos a disponer– de criterios estrictos para responder la pregunta de si dos o más expresiones de distintos lenguajes naturales (o “idiomas”) significan “lo mismo”. En el contexto de la teoría de la pena, ahora bien, existen algunos arreglos de traducción que se encuentran plenamente asentados en la discusión

1 Marx, Karl: “Capital punishment”, en, del mismo, Dispatches for the New York Tribune: Selected Journalism of Karl Marx, Penguin, Londres, 2007, pp. 119 ss.

2 Quine, W.V.O.: Word and Object, MIT Press, Cambridge, Mass., 1960, pp. 26 ss.

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comparada. Uno de estos arreglos consiste, precisamente, en la postula-ción de una correspondencia entre el término castellano “retribución” –y el término retribution, en inglés–, por una parte, y el término alemán Wiedervergeltung, por otra. La coincidencia semántica de los respectivos prefijos es evidente sin más. El prefijo alemán wieder sugiere algo así como reiteración (o devolución), tal como el prefijo castellano “re”. Pero las raíces de los respectivos sustantivos son diversas. El término alemán Vergeltung se construye sobre el sustantivo aún más primario Geltung, que se traduce como “validez”. Vergeltung quiere decir, a su vez, algo así como una acción de “hacer valer”, de modo tal que al anteponer el prefijo wieder lo que se obtiene es la noción de una revalidación.

En la medida en que Quine tenga razón acerca de la irreductible inde-terminación de toda traducción, la pregunta por la congruencia entre los términos Vergeltung y “retribución” no nos debería preocupar demasiado. Más importante puede ser reparar, brevemente, en algunas de las posibles implica-ciones de una redefinición de la noción de retribución como “revalidación”.

Aquí es importante detenerse en la connotación más o menos distintiva de uno y otro término. Lo característico de una concepción retribucionista de la pena consiste en que ella produce un criterio “absoluto” de justificación (de la imposición y ejecución) de la pena, a saber, el principio del mereci-miento. Bajo semejante comprensión de la función de la pena, por ende, ella sólo ha de imponerse y ejecutarse en tanto merecida por el autor del delito. En la tradición retribucionista, hay dos legados fundamentales que dan cuenta de la significación del principio de merecimiento.

El primero, cuya fuerza es negativa, en tanto constituye una base de impugnación de cualquier otra concepción de la pena, que no justifique su imposición y ejecución en atención a su exclusivo merecimiento por parte del autor del hecho delictivo –como lo son las distintas variantes de teorías de la prevención–, lo debemos a Kant. De hecho, se lo conoce como la “objeción kantiana” (a las teorías de la prevención): toda justificación de la pena que no descansa en un vínculo de estricto merecimiento en atención al hecho que se imputa al autor degrada a éste al estatus de una cosa, en la medida en que, de ese modo, el condenado es tratado como un medio para fines ajenos.3 Y esto, con independencia de si la punición se entiende como un medio para la intimidación de la generalidad de los individuos, en el sentido de una teoría de la prevención general, o bien como un medio para la neutralización o la “corrección” del propio condenado, en el sentido de una teoría de la prevención especial.

El segundo legado que da cuenta de la significación del principio de me-recimiento exhibe una fuerza positiva, y lo debemos a Hegel. La imposición de la pena sobre la base exclusiva de un juicio de merecimiento constituye un reconocimiento que honra al condenado como agente racional.4 Esto constituye

3 Kant, Immanuel: Die Metaphysik der Sitten, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1977, A 196, B 227, p. 453.

4 Hegel, G.W.F.: Grundlinien der Philosophie des Rechts, Felix Meiner, Leipzig, 1911, § 100.

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lo que Hegel entiende como el principio subjetivo de la justificación de la pena. En el desarrollo de una teoría comprensiva del derecho penal, éste también cuenta como un postulado de alto rendimiento. El principio de merecimiento, entendido como único criterio de justificación de la pena, provee la base para una concepción general del derecho penal retributivo, en tanto lo remite a un horizonte de reconocimiento compartido por parte de personas que se atribu-yen, recíprocamente, autonomía y responsabilidad. El reproche de culpabilidad jurídico-penal se estructura así como un reproche cuyo objeto de referencia es la defraudación de una expectativa de reciprocidad referida al seguimiento de normas públicamente vinculantes.5 Y en estos términos, el fundamento del reproche de culpabilidad resulta ser irreductiblemente político.

Pero si la noción de retribución se redefine, por vía de “traducción”, en términos del concepto de revalidación, las implicaciones relevantes pasan a ser otras. Pues entonces el énfasis pasa a estar puesto en aquello que en efecto puede ser revalidado a través de la pena. Lo que la pena revalida es el derecho; o más precisamente: el derecho se revalida (a sí mismo) a través de la pena. En esto consiste, de acuerdo con la terminología hegeliana, el principio objetivo de la justificación de la pena.

El derecho, en tanto contexto de lo que Hegel llama “espíritu objeti-vo”, se constituye como un espacio normativo de razones públicas para la acción. El derecho, como forma de vida, se actualiza en la medida en que sus exigencias normativas se realizan a través de la agencia de sus destina-tarios. Así, la validez del derecho es dependiente de, aunque no reducible a, la eficacia de las normas jurídicas. Y una norma jurídica es eficaz en la medida en que sus destinatarios la reconocen como razón vinculante para la acción.

Sobre la base de esta comprensión del concepto de eficacia práctica de las normas como presupuesto de la validez del derecho, es posible determinar el significado preciso de la pena como operación de revalidación jurídica. El delito es contradicción del derecho; más precisamente, contradicción de una norma del derecho. Hablar aquí de “contradicción” está lejos de ser metafórico: “contradecir” equivale a “afirmar (algo) en contra (de algo)”. En estos términos, el delito cuenta como un hecho que es portador de un determinado valor declarativo. El delito es un hecho a través del cual se declara algo. Y el contenido de esta declaración es la proposición de que una determinada norma no es reconocida como razón eficaz para la acción.

Este valor declarativo del hecho delictivo, ahora bien, es independiente de cuál sea su específica configuración fenoménica: un asesinato, un hurto, una evasión tributaria, etc., son todos hechos que portan, en el correspondiente nivel de abstracción, un mismo significado,6 consistente en una falta de re-conocimiento de la respectiva norma de comportamiento como razón eficaz para la acción. Y de ahí también que la pena, en tanto respuesta al delito por

5 Al respecto Mañalich, Juan Pablo: Terror, pena y amnistía, Flandes indiano, Santiago, 2010, pp. 76 ss., 91 ss.

6 Hegel, G.W.F.: Grundlinien der Philosophie des Rechts, Felix Meiner, Leipzig, 1911, § 101.

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la cual se produce una cancelación de la cancelación del derecho, deba ser entendida como igualmente portadora de significado. A través de la punición se declara que la norma quebrantada es una norma que conserva su vigencia a pesar de su quebrantamiento. Así, la prestación jurídica de la pena consiste en el restablecimiento de la vigencia de la norma quebrantada por el autor del delito, a través de la cancelación coercitiva de este quebrantamiento, en el contexto de lo cual “restablecimiento” significa, dialécticamente, auténtica realización del derecho. A través de la pena retributiva, como afirma Hegel, “el derecho se reconcilia consigo mismo”.7

Pero el restablecimiento de la validez del derecho que resulta de su autoafir-mación frente a la pretensión de su invalidación que representa el delito, no constituye una mera restitución de la validez jurídica (aún) no desafiada por el hecho delictivo. Con anterioridad a su autoafirmación frente a semejante pretensión de confrontación, la validez jurídica es, en los términos de la ló-gica de Hegel, puramente inmediata. Y la realidad de lo inmediato –esto es, de aquello que carece de mediación– es siempre precaria. Sin la pretensión de confrontación de la validez jurídica en que se traduce el delito, la validez del derecho sería precaria,8 precisamente porque entonces se trataría de una validez no mediada por su propia negación.9 El delito, como actualización de la posibilidad de la inexistencia del derecho, hace posible la autoafirma-ción del derecho. Lo cual quiere decir que el delito representa un momento imprescindible de la genuina validez jurídica.

Esto es ciertamente desconocido por el hegemónico discurso liberal favorable a un modelo punitivo orientado a la prevención. Ello se ve muy precisamente reflejado en la importantísima observación de Rawls en cuanto a que “[e]n una sociedad bien ordenada, no habría necesidad del derecho penal, salvo en el medida en que el problema de la seguridad lo hiciese necesario”.10 Mas si Hegel tiene razón, esta utopía prevencionista de una sociedad sin delitos resulta ser, antes bien, la utopía de una sociedad sin derecho, y esto significa: de una sociedad sin libertad.

3. LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL PRINCIPIO DE RETRIBUCIÓN

El reconocimiento de la función declarativa (o “comunicativa”) de la pena, empero, exige advertir, desde ya, que la pena no constituye una “mera” declaración. Y esto se sigue del hecho, estrictamente simétrico, de que tam-poco el delito constituye una “mera” declaración. Pues en tanto expresión de una falta de reconocimiento de la respectiva norma como razón eficaz para la acción, el delito sólo puede consistir en la realización imputable de

7 Ibid., § 220. 8 Ibid., § 82. 9 Ibid., § 81.10 Rawls, John: Teoría de la Justicia, 2ª ed., Fondo de Cultura Económica, México, 1995,

p. 291.

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una forma de comportamiento cuya realización, sin embargo, habría de ser intencionalmente evitada por parte de quien pretende seguir la norma en cuestión. Una persona que en una plaza pública grita “la prohibición de matar a otro no vale para mí” no expresa una falta de reconocimiento de la prohibición de matar a otro como razón eficaz para la acción. Pues la prohibición de matar a otro es una razón para abstenerse de ejecutar una acción consistente en matar a otro. Sólo la ejecución de una acción que es incompatible con la realización de la intención de evitar dar muerte a otro representa una puesta en cuestión de la eficacia de esa norma.11

Lo anterior quiere decir, en términos de la teoría de los actos de habla, que el hecho delictivo no cuenta como una declaración explícitamente performativa. Y en tanto la pena haya de ser entendida como la respuesta al hecho punible “en sus propios términos”, entonces ella tampoco puede ser adecuadamente entendida como una declaración explícitamente prefor-mativa (o realizativa).12 La pena no es la mera declaración, en la modalidad de un reproche personalísimo, de que la norma quebrantada vale a pesar de su quebrantamiento. Esto, porque la mera declaración de un reproche usualmente no equivale, fuera del contexto de relaciones interpersonales íntimas, a la efectiva realización de un reproche. La respuesta al hecho delictivo necesita objetivarse. Y es la evitación de un déficit de objetivación en la respuesta al hecho delictivo lo que explica que la pena opere como la irrogación de un mal que el condenado ha de soportar coercitivamente.13

De este modo, la pena se constituye como la demostración de que la declaración de que la norma no vale, expresada a través del delito, es una declaración que no tiene validez. Pero nada de esto significa, ciertamente, que el catálogo de penas que los ordenamientos jurídicos contemporáneos tienden a exhibir, como si fuera autoevidente, deba entenderse como acep-table en estos términos. La ligazón entre la específica configuración de la irrogación de un mal y el correspondiente valor declarativo de la pena es una ligazón cuya naturaleza es, en una medida considerable, puramente convencional.

Que la pena pueda ser entendida como la respuesta jurídicamente me-recida por el responsable del hecho delictivo explica que la misma, como materialización de un reproche de culpabilidad, no pueda ser entendida como la mera irrogación de un mal que compense el mal eventualmente producido por el hecho delictivo, en el sentido de un ius talionis: “ojo por ojo, diente por diente”.14 La prestación retributiva, materializada en la

11 Esto explica que el sentido delictivo de un hecho constitutivo de tentativa siempre sea imperfecto, esto es, deficitario. Lo que el autor de una tentativa de delito declara –esto es, no reconocer la norma como razón eficaz para la acción– no es congruente con la descripción objetiva de su comportamiento. Véase Mañalich, Juan Pablo: “Norma e imputación como categorías del hecho punible”, Revista de Estudios de la Justicia Nº 12, 2010, pp. 165 ss., 180 s.

12 Mañalich, Juan Pablo: Terror, pena y amnistía, Flandes indiano, Santiago, 2010, pp. 81 ss.13 Hegel, G.W.F.: Grundlinien der Philosophie des Rechts, Felix Meiner, Leipzig, 1911, § 101.14 “Eventualmente”, porque no todo hecho delictivo supone la producción de un daño,

esto es, de menoscabo de un bien jurídico. ¿Tendría el verdugo que errar el blanco para

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irrogación coercitiva de un mal sensible, es ante todo un acto comunicativo que responde al delito en el único nivel de referencia en que éste se deja conceptuar como “negación del derecho en cuanto derecho”, que es el nivel de referencia en que el delito adquiere significado como manifestación de una falta de reconocimiento de la norma quebrantada como razón eficaz para la acción.

La irrogación del mal en la cual consiste, “empíricamente”, la ejecución de la pena sólo puede ser entendida, entonces, como un dispositivo conven-cional que es funcional al desempeño comunicativo de la respuesta punitiva.15 La pena es una respuesta institucional, simbólicamente estructurada, al de-lito como hecho portador de significado, esto es, al delito entendido como hecho igualmente institucional. Y recién en este nivel puede sostenerse que delito y pena se corresponden recíprocamente. La equivalencia entre delito y pena se encuentra, por ende, en su correspondiente valor declarativo como contradicción del derecho y como restablecimiento del derecho a través de la contradicción de la contradicción del derecho, respectivamente.16

4. LA JUSTICIA DISTRIBUTIVA COMO PRESUPUESTO

Las teorías de la retribución a veces son redefinidas, por oposición a las teo-rías de la prevención, como “teorías de la justicia”.17 Usualmente, la cuestión tiende a ser reducida al hecho de que las teorías de la retribución se orientan a la identificación de un fundamento categórico para la punición, mientras que las teorías de la prevención pretenden justificarla por referencia a sus consecuencias socialmente favorables, esto es, a su utilidad preventiva. Sin embargo, es posible identificar una base más profunda para la especial vo-cación por la justicia que caracteriza a las teorías de la retribución.

Esto último concierne a la posición de la retribución como forma de justicia secundaria. La justicia retributiva presupone, como su contexto de pertinencia, una injusticia. De esto depende que la pena pueda ser enten-dida, a su vez, como la justa respuesta a esa injusticia. Y la injusticia consiste en el quebrantamiento de una norma que exhibe la pretensión de ser un estándar de justicia. Esto explica, por lo demás, la terminología algo esotérica usualmente empleada para tematizar el carácter jurídicamente incorrecto de un hecho distintivamente delictivo: el delito es un hecho constitutivo de un “injusto” (culpable).

La norma quebrantada por el autor del delito puede ser entendida como un estándar de justicia distributiva. Pues se trata de un estándar de

así imponer la pena adecuada, de conformidad con el principio del talión, a una tentativa (acabada) de asesinato?

15 Véase Mañalich, Juan Pablo: Terror, pena y amnistía, Flandes indiano, Santiago, 2010, pp. 82 s., 94 s.

16 Hegel, G.W.F.: Grundlinien der Philosophie des Rechts, Felix Meiner, Leipzig, 1911, § 101.17 Véase Pawlik, Michael: Person, Subjekt, Bürger. Zur Legitimation von Strafe, Duncker &

Humblot, Berlín, 2004, pp. 19 s.

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comportamiento que –en términos de un liberalismo de inspiración kan-tiana– expresa la solución de un conflicto práctico entre ámbitos de auto-nomía (potencialmente) enfrentados. La norma enuncia las condiciones bajo las cuales la libertad general de acción de su potencial destinatario se ve recortada a favor de una condición específica de autonomía ajena, cuyo menoscabo el primero debe evitar. A modo de ejemplo: la prohibición general del homicidio expresa, trivialmente, que el espacio de juego para la acción de toda persona queda de tal modo recortado, que la alternativa de comportamiento consistente en dar muerte a otra persona deja de ser jurídicamente admisible.

Ésta es, a pesar de su trivialidad, una constatación relevante, porque pone de manifiesto que hay una objeción usualmente esgrimida en contra de la plausibilidad de las teorías de la retribución que carece de mérito. La objeción apunta a que una teoría de la retribución sólo podría ofrecer una respuesta a la pregunta acerca de si, en un caso determinado, ha de imponer-se pena o no, pero sería incapaz de responder la pregunta acerca de cuáles son las formas de comportamiento que pueden llegar a ser merecedoras de sanción penal. Esto desconoce, sin embargo, que una teoría de la retribu-ción no puede ser neutral frente a cuáles son las formas de comportamiento sometidas a sanción penal, dado que la punición sólo es retributivamente justa en la medida en que afecte a una persona a quien pueda imputarse el quebrantamiento de una norma distributivamente justa.18

La cuestión que se plantea, inmediatamente a continuación, se refiere a los criterios para el reconocimiento de la justicia distributiva de la norma cuyo quebrantamiento pudiera justificar retributivamente la reacción puni-tiva. En la tradición kantiana, la respuesta viene dada por un principio de universalización estricta. Éste se traduce en la exigencia de que la norma, para satisfacer su pretensión de justificación distributiva, ha de ser interpre-table como el resultado de la universalización de una determinada máxima de acción, en términos tales que el seguimiento de esa máxima de acción pueda ser tenido por ventajoso o favorable para todos y cada uno de sus potenciales destinatarios.19

Ello es imprescindible, porque así puede determinarse en qué consiste la injusticia (distributiva) de la falta de seguimiento de la norma bajo las cir-cunstancias en que ella reclama reconocimiento como razón para la acción de parte de sus destinatarios. Quien no sigue una norma cuyo seguimiento es favorable para todos se convierte en un free rider, en tanto obtiene un doble beneficio a expensas de los demás: (i) el beneficio que le reporta no seguir la norma en las circunstancias dadas; y (ii) el que le reporta el seguimiento generalizado de esa misma norma por parte de los otros.20 Su falta de segui-

18 Kindhäuser, Urs: “Personalidad, culpabilidad y retribución”, en Kindhäuser y Mañalich: Pena y culpabilidad en el Estado democrático de derecho, Ara, Lima, 2009, pp. 15 ss., 18 ss.

19 Ibid., p. 19.20 Ibid., pp. 21 ss. Esto excluye, por ende, cualquier posibilidad de interpretar empírica o

psicológicamente la afirmación según la cual el quebrantamiento de la norma se traduce en un beneficio para su autor. Fundamental al respecto Sadurski, Wojciech: “Theory of Punish-

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miento de la norma, entonces, constituye la manifestación de una falta de sentido de la justicia –es decir, de una falta de reciprocidad–, cuya objetiva-ción en el hecho delictivo constituye el objeto del reproche jurídico-penal.

Lo anterior podría parecer inocuamente trivial, pero no lo es. Pues a pesar de que se trata de un argumento de evidente inspiración liberal, su desarrollo consistente basta para dar cuenta, irónicamente, de la razón fundamental por la cual el discurso liberal favorable a la reforma ilustrada del derecho penal debió asumir, como una de sus principales banderas de lucha, la impugnación de cualquier justificación no utilitarista de la pena.21

Entre los ya clásicos lugares comunes de la crítica “ilustrada” al principio de retribución figura, por ejemplo, la idea de que una justificación retribu-cionista de la pena, por entender la punición como un fin en sí mismo, sería incompatible con un paradigma secular de legitimación del ejercicio del po-der estatal; así como también la idea de que una justificación de la punición dependiente de la noción de un reproche de culpabilidad presupondría un compromiso metafísico con la existencia del libre albedrío, que sucumbiría ante la imposibilidad científica de una refutación del determinismo.

Ambas líneas de objeción son más bien espurias. Por una parte, la su-posición de que sólo una justificación utilitarista de la pena, como la que ofrecen las teorías de la prevención, sería compatible con un paradigma de legitimación secular, es la consecuencia de una reducción de toda forma de racionalidad a la racionalidad instrumental o estratégica, lo cual constituye nada más que un prejuicio economicista. En contra de esta línea de obje-ción cabe recurrir a lo que, siguiendo a Habermas, podemos caracterizar como una forma de racionalidad comunicativa, que se predica de la acción exclusivamente orientada al entendimiento (con otros).22 Esto hace posible redefinir el horizonte de referencia de la justificación retribucionista de la pena, en el sentido preciso de que la pena retributiva constituye una ins-tancia de acción comunicativa, cuyo reclamo de legitimidad se circunscribe a la pretensión de validez entablada a través de su imposición y ejecución. Por otra parte, la suposición de una ligazón interna entra una teoría de la retribución y un compromiso metafísico con la existencia del libre albedrío desconoce manifiestamente la posibilidad de defender un concepto de autonomía personal, suficientemente robusto como para soportar el peso de la noción de un reproche de culpabilidad personal, que sea compatible con la (eventual) verdad del determinismo. Es precisamente esto lo que

ment, Social Justice, and Liberal Neutrality”, Law and Philosophy 7, Nº 3 (1988/89), pp. 351 ss., 357 ss., 360 ss.

21 Es fundamental advertir que ello no implica excluir la posibilidad de una articulación consecuencialista del principio de retribución, en la medida en que “utilitarismo” y “consecuen-cialismo” no son términos sinónimos. En detalle al respecto Mañalich, Juan Pablo: Terror, pena y amnistía, Flandes indiano, Santiago, 2010, pp. 101 ss., con nota 57.

22 Mañalich, Juan Pablo: Terror, pena y amnistía, Flandes indiano, Santiago, 2010, pp. 84 ss.; latamente acerca de sus bases pragmático-lingüísticas, Mañalich, Juan Pablo: “¿Reglas del entendimiento? Acerca de la juridificación de la comunicación en la pragmática universal de Jürgen Habermas”, Estudios Públicos Nº 119, 2010, pp. 121 ss.

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persiguen las concepciones de la libertad de la voluntad adscritas a la tesis del compatibilismo.23

Pero la cuestión que aquí importa no es si acaso estas líneas de objeción tradicionales pueden llegar a tener rendimiento en la crítica del principio de retribución como estándar de justificación de la pena. La hipótesis que se pretende someter a verificación es que tales líneas de objeción constituyen nada más que la fachada superficial bajo la cual se esconde la base funda-mental para la resistencia liberal al principio de retribución. Y ello concierne, directamente, el significado de la criminalización del hurto.

5. LA INJUSTICIA DISTRIBUTIVA DE LA PROHIBICIÓN DEL HURTO

Aquí puede ser pertinente considerar la manera en que el problema aparece en la pluma de quien es tenido, con razón, por el autor de lo que cabría llamar el “manifiesto” liberal del programa ilustrado de reforma al derecho penal del antiguo régimen. En su célebre De los delitos y las penas, Beccaria se refiere brevemente a la cuestión de la adecuada sanción penal del (autor de un) hurto.24 Como punto de partida, Beccaria declara que, en principio al menos, la pena asignada al hurto tendría que ser una de privación de propiedad, es decir, una pena pecuniaria. Esto es al menos llamativo, por-que sugiere algo así como una exigencia de equivalencia sustancial entre el menoscabo que representa el hecho delictivo y el menoscabo que repre-senta la pena correspondiente, lo cual evoca, más bien, la noción del ius talionis. Pero Beccaria deja inmediatamente de lado esa declaración inicial, advirtiendo al lector sobre la inviabilidad de semejante respuesta punitiva al autor de un hurto, por estimarla, en todo caso, preventivamente contraindi-cada, dado que “tal vez las penas pecuniarias aumentarían el número de los reos conforme creciese el de los necesitados, quitando el pan a una familia inocente para darlo a los malvados”.25 Una pena pecuniaria impuesta sobre quienes cometen hurtos en razón de necesidad material sólo contribuiría a incrementar, criminógenamente, esa situación de necesidad por carencia de bienes de sustentación.

Lo que viene a continuación es un pasaje que generalmente incomoda a los partidarios de Beccaria. Pues éste afirma que, dado ese trasfondo,

la pena más oportuna será aquella única suerte de esclavitud que se puede llamar justa, esto es, la esclavitud por cierto tiempo, que hace a la sociedad señora absoluta de la persona y trabajo del reo para resarcirla con la propia y perfecta dependencia del injusto despotismo usurpado contra el pacto social.26

23 Mañalich, Juan Pablo: “Determinismo, autonomía y responsabilidad penal”, en Kindhäuser y Mañalich, Pena y culpabilidad en el Estado democrático de derecho, Ara, Lima, 2009, pp. 181 ss.

24 Beccaria, Cesare: De los delitos y las penas, Alianza, Madrid, 1968, pp. 64 s.25 Ibid., p. 65.26 Ibid., p. 65.

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Si bien Beccaria enfatiza, más adelante, la necesidad de diferenciar la penalidad del hurto y la del robo, entendiendo que éste constituiría una forma de comportamiento criminal de manifiesta mayor gravedad, el punto acerca de la sanción penal del (autor de un) hurto es claro y categórico: en atención a la inadecuación preventiva de una pena pecuniaria, tratándose de hurtos cometidos por individuos patrimonialmente desposeídos, la pena adecuada tendría que ser una de privación temporal de libertad asociada a un régimen de trabajos forzados.

Aquí es importante, por de pronto, volver a considerar la declaración inicial de Beccaria, según la cual, en principio al menos, el autor de un hurto sólo debería ser sancionado con una pena pecuniaria. Si después el mismo Beccaria sostiene, empero, que puede haber razones para sancionar al ladrón con una pena privativa de libertad, la implicación es clara: “a la propiedad y a la libertad personal se les asigna exactamente el mismo valor”, en la medida en que “[l]a privación de la libertad es considerada como una consecuencia natural de la violación del derecho de propiedad”.27

Si esta lectura es plausible, entonces ella refuerza la sospecha en cuanto a que el compromiso liberal fundamental no está constituido por la protec-ción de la libertad personal, sino por la protección de la propiedad privada; o como lo pone Cohen, en la protección de “la libertad de los que poseen bienes”.28 Pero lo que aquí interesa es constatar algo menos controversial, a saber, el reconocimiento explícito, por parte de Beccaria, de la injusticia distributiva de la prohibición del hurto.

En efecto, al inicio del pasaje que hemos estado considerando, Beccaria observa que el hurto ordinariamente “proviene de la miseria y la desespera-ción, [y es] cometido por aquella parte infeliz de hombres, a quien el dere-cho de propiedad (terrible, y acaso no necesario) ha dejado sólo la desnuda existencia”.29 Es difícil exagerar lo que esto último en efecto significa. Beccaria asume que sería la institución de la propiedad privada lo que “ha dejado sólo la desnuda existencia” a quienes integran eso que hasta hace algunas décadas todavía nos atrevíamos a llamar “proletariado”, en circunstancias que es una violación de ese mismo derecho de propiedad lo que se imputa al autor de un hurto, quien en tal medida ha de ser condenado a sufrir una pena de “esclavitud temporal”.

Así se hace evidente dónde radica la injusticia distributiva de la prohibi-ción del hurto. La prohibición del hurto no es una norma cuyo seguimiento generalizado sea favorable para todos. Pues el seguimiento generalizado de la prohibición del hurto contribuye a la existencia de la institución de la propiedad privada, y es la institución de la propiedad privada –nos dice Beccaria– la que deja sólo “la desnuda existencia” a aquellos que entonces, irónicamente, experimentan la miseria y la desesperación que constituyen el contexto ordinario –nos dice Beccaria– de la perpetración de un hurto.

27 Rusche, George y Kirchheimer, Otto: Pena y estructura social, Temis, Bogotá, 2004, p. 91.28 Cohen, G.A.: “Libertad y dinero”, en Estudios Públicos Nº 80, 2000, pp. 52 ss., 73.29 Beccaria, Cesare: De los delitos y las penas, Alianza, Madrid, 1968, pp. 64 s.

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Para quien no tiene posibilidad de acceso a la propiedad privada, la prohi-bición del hurto no representa una norma cuyo seguimiento generalizado le sea favorable. Pues ceteris paribus –esto es, a menos que otra persona renuncie a su propiedad sobre una cosa, convirtiéndola en res derelictae, cuyo dominio pase a ser susceptible de ser adquirido lícitamente mediante ocupación– es la observancia o seguimiento de la prohibición del hurto lo que determina que esa persona no llegue a beneficiarse de la institución de la propiedad. En lo que sigue, esto será denominado “la paradoja distributiva de la prohibición del hurto”. Ésta descansa en el hecho de que es recién a consecuencia del eventual éxito de su acción de apropiación que el ladrón que no ha tenido acceso a la propiedad privada puede empezar a beneficiarse del seguimiento generalizado de la prohibición del hurto. Pues si bien el ladrón por definición no se convierte en propietario de la cosa hurtada, a través de la apropiación sí se hace del poder fáctico de disposición sobre la cosa, que es, en efecto, lo (único) que la prohibición del hurto protege.30

Esto último no se ve refutado por la circunstancia de que el ladrón no pueda invocar una permisión a título de legítima defensa para impedir que (la posesión material de) la cosa sea recuperada por –o a favor de– su propietario.31 Pues ello se explica exclusivamente por el hecho de que el propietario que recupera la posesión de la cosa sustrayéndola del ladrón no menoscaba bien jurídico alguno que sea reconocido a éste en tanto po-seedor ilegítimo, lo cual se ve expresado, a su vez, en que la sustracción de la cosa por parte del propietario no contravenga en tal caso la prohibición del furtum possessionis, en los términos del art. 471 Nº 1 del Código Penal.32 En tal medida, frente a cualquiera que no sea el propietario, o bien que no actúe por cuenta de éste, el ladrón ve resguardada su posesión viciosa sobre la cosa a modo de efecto reflejo de la vigencia de la prohibición del hurto como razón vinculante para la acción de los demás.

Ahora bien, hay que advertir que el punto no consiste en que la prohi-bición del hurto sea distributivamente injusta porque la distribución ex ante o “inicial” de la propiedad sea injusta. Porque también la distribución de otros bienes jurídicos individuales, cuyo menoscabo tiene relevancia delictiva bajo cualquier sistema de derecho penal, puede ser injusta. Si éste fuese el argumento, entonces uno podría sostener que también la prohibición de

30 Véase Kindhäuser, Urs: Estudios de Derecho Penal Patrimonial, Grijley, Lima, 2002, pp. 45 s. Al respecto también Mañalich, Juan Pablo: Autotutela del acreedor y protección penal del deudor, Ediciones Jurídicas de Santiago, Santiago, 1999, pp. 35 ss.

31 Al respecto Kindhäuser, Urs en Kindhäuser, Neumann y Paeffgen (coord.): Nomos Kommentar zum Strafgesetzbuch, Nomos, Baden-Baden, 2005, § 242, n.m. 33.

32 Ello no implica, ciertamente, que el propietario o el tercero que actúa a su favor cuenten con una correspondiente autorización por legítima defensa. Pues ello se ve excluido apenas la sustracción del ladrón pierda su carácter de agresión actual. En tal medida, que el propietario no sea destinatario de una prohibición de sustraer la cosa de quien la detenta ilegítimamente no quiere decir que el mismo sea destinatario de una permisión (“en sentido fuerte”) de efec-tuar tal sustracción. Al respecto Mañalich, Juan Pablo: “El ‘hurto-robo’ frente a la autotutela de la posesión y la legítima defensa”, Revista de Estudios de la Justicia Nº 7, 2006, pp. 65 ss., 79 ss.

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lesionar la salud corporal de otro sería distributivamente injusta, en tanto la medida en que un organismo puede ser caracterizado como saludable sea variable de individuo a individuo. ¿Podría uno afirmar, en consecuencia, que sería distributivamente injusta la prohibición de lesionar corporal-mente a otro cuando ella se dirige a un enfermo terminal, imponiéndole un deber de abstenerse de afectar siquiera mínimamente la salud corporal de una persona perfectamente sana? La respuesta es: no. Y esto se explica porque, para el carácter delictivo de la causación de una lesión corporal a otro, resulta per se irrelevante si a consecuencia de ello pudiera producirse, correlativamente, un mejoramiento de la salud del autor (o de un tercero): si bien es perfectamente imaginable un caso en que A lesione corporalmente a B extrayendo un órgano de éste para hacérselo trasplantar, o para hacerlo trasplantar a un tercero, este eventual trasplante del órgano carece de rele-vancia de injusto bajo la descripción típica del delito de lesión corporal.33 En este sentido, la estructura de la prohibición de la causación de lesiones corporales es idéntica a la estructura de la prohibición de la producción de daños en cosa(s) ajena(s).34

La razón por la cual la prohibición del hurto resulta distributivamente injusta, siempre que entre sus destinatarios figuran personas sin posibilidad de acceso relevante a la propiedad privada, concierne precisamente la estructura delictiva del hurto, que es la estructura de un delito de desplazamiento.35 La manera más fácil de explicar esto consiste en comparar la estructura del hurto con la estructura del delito de daños, según ya se anticipara. Ambos parecen ser, en un sentido suficientemente amplio, delitos de expropiación. Si soy dueño de una bicicleta, mi poder de disposición sobre ella resulta igual-mente menoscabado si otro se la lleva para quedársela (entonces: hurto) o si en cambio la destruye en mi inmediata presencia (entonces: daños). La diferencia específica entre el delito de hurto y el delito de daños se encuentra en que el hurto no sólo conlleva una privación de ese poder de disposición fáctica sobre la cosa para el propietario –independientemente de que éste sea o no quien tenga la cosa en su poder al momento de la sustracción–, sino también la obtención correlativa de ese mismo poder de disposición por parte del autor, si bien sólo expresada subjetivamente, a través de la exigencia del ánimo de apropiación como constituyente específico del injusto del hecho.36

33 Nótese, por lo demás que, bajo el derecho chileno, la facilitación económicamente motivada, así como el ofrecimiento de alguna prestación económica a cambio de la obtención de órganos para su trasplante, se hallan tipificados como delitos de peligro abstracto, en el art. 13 de la Ley Nº 19451.

34 Sobre la estructura típica del delito de daños como delito de resultado puro, véase Mañalich, Juan Pablo: “¿Responsabilidad jurídico-penal por causaciones de menoscabo pa-trimonial a propósito de fallas en la construcción de inmuebles?”, Política Criminal Nº 5, Vol. 10, 2010, pp. 341 ss., 346 ss.

35 Véase Kindhäuser, Urs: Estudios de Derecho Penal Patrimonial, Grijley, Lima, 2002, pp. 53 ss., 67 ss.

36 Que el ánimo de apropiación deba ser entendido como una tendencia interna tras-cendente o como una tendencia interna intensificada no tiene mayor relevancia aquí. Hay que advertir, sin embargo, que el favorecimiento de la primera posibilidad, si bien se traduce,

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Pero aquí uno podría esperar la objeción según la cual, en el marco de las sociedades post-industriales contemporáneas, no hay tal cosa como personas sistémicamente privadas del acceso a la propiedad privada –lo cual equivaldría a la objeción de que el término “proletariado” carecería ya de toda extensión. Independientemente de que uno valide o no esta última pro-posición, cabe decir que ella no altera el núcleo normativo del argumento. Pues si hay algo de plausibilidad en esa proposición, en el caso chileno ello se debe –y sobre esto hay evidencia suficiente– a la masificación del crédito, que hace posible a sectores sociales de escasísimo poder adquisitivo la parti-cipación en el consumo de bienes lejanos a aquellos de “primera necesidad” por vía de un sustancial endeudamiento crediticio.37 Y si ésta es observación es acertada, entonces sigue siendo posible reconocer la injusticia distributiva de la prohibición del hurto. La propiedad sobre cosas de quienes, en tanto “ciudadanos credit-card”,38 sólo pueden adquirir bienes de consumo a través de un severo endeudamiento progresivo, es una propiedad que no resulta garantizada –esto es, jurídicamente inmunizada– de igual modo que la pro-piedad de quienes no ven comprometido de ese modo su patrimonio futuro. Y esto, precisamente porque cuando llegue la hora en que esas personas no puedan cumplir sus obligaciones crediticias, los bienes de su propiedad quedarán, sin más, expuestos al ejercicio del derecho de prenda general de sus acreedores.39

prima facie, en la concepción del hurto como un delito de resultado cortado, no tiene por qué tener como consecuencia una disociación de la acción de sustracción y la acción de apropiación, en el sentido de que la sustracción tendría que efectuarse para posibilitar la posterior apropiación, cuya verificación no sería objetivamente exigida para la consumación del hecho. Así la crítica de Kindhäuser, Urs, en Kindhäuser, Neumann y Paeffgen (coord.): Nomos Kommentar zum Strafgesetzbuch, Nomos, Baden-Baden, 2005, § 242, n.m. 5 ss. Pues ello supondría asumir una concepción del hurto no como delito de resultado cortado, sino más bien como delito mutilado de dos actos. Antes bien, el ánimo de apropiación ha de entender-se como cumpliendo la función de que una misma acción no sólo pueda ser descrita como “sustracción” sino también y al mismo como “apropiación”, para lo cual es imprescindible, sin embargo, reconocer una proyección subjetiva de la pretensión de privar al propietario del poder de disposición sobre la cosa sustraída de modo más o menos duradero. Así ibid., § 242, n.m. 69. Por ello, el carácter de “resultado cortado” del éxito de la apropiación no concierne el aspecto (positivo) del aprovechamiento (o “lucro”), sino el aspecto (negativo) de la expropiación como componente específico del ánimo de apropiación. Y esta dimensión del ánimo de apropiación, como constituyente subjetivo específico del injusto del hurto, hace posible diferenciar éste no del injusto del delito de daños, sino del así llamado “hurto de uso”, que no es punible de conformidad con el derecho chileno vigente.

37 Acerca de este principio esencial del modelo neoliberal chileno, mantiene plena vigencia la descripción de Moulián, Tomás: Chile actual: Anatomía de un mito, 3ª ed., LOM, Santiago, 2002, pp. 100 ss.

38 Ibid., pp. 103 ss.39 Aquí uno podría esperar, a su vez, la objeción de que el argumento desconocería la

diferencia entre la estructura de los derechos reales y la de los derechos personales. Pues las obligaciones crediticias de una persona no son más que el correlato de derechos personales de otros en su contra, sin que ello se confunda con la eventual posición de propietaria –esto es, de titular de un derecho real de exclusión– de la primera respecto de una o más cosas

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Sin embargo, y más allá de cuán convencido pueda estar el lector de la verosimilitud y contundencia de la consideración precedente, lo crucial aquí es que, al menos en el momento en que las teorías de la prevención aparecieron como la bandera de lucha ilustrada por la reforma liberal del derecho penal, la categoría de personas privadas de todo acceso sustancial a la propiedad pri-vada no se correspondía con un conjunto vacío. De ello es indicio suficiente el pasaje ya citado de Beccaria. Por lo tanto, para dar cuenta de por qué las teorías prevencionistas pudieron llegar a imponerse hegemónicamente a consecuencia de la reforma penal ilustrada, basta con advertir que, bajo las circunstancias socioeconómicas asumidas como dadas por Beccaria, la pro-hibición del hurto resultaba distributivamente injusta, con lo cual la sanción penal del ladrón resultaba, a su vez, retributivamente injusta. Por ende, si bajo tales condiciones el autor del hurto habría de ser de todas formas sometido a una sanción penal, la única justificación posible de ésta –como claramente lo advirtiera Beccaria– tendría que encontrarse en un juicio de conveniencia estratégica; es decir, en un juicio de utilidad preventiva.

6. INJUSTO DEL HURTO ENTRE LA LESIÓN Y EL PELIGRO ABSTRACTO

Lo anterior ha servido para insinuar, de paso, en qué consiste la diferencia ideológica que cabe reconocer entre el injusto del delito de daños y el injus-to del delito de hurto. La prohibición de destruir una cosa ajena jamás da lugar a una paradoja distributiva, independientemente de cuán injusta sea la distribución ex ante de la propiedad privada, porque el quebrantamiento de esa prohibición no pone al autor en posición de verse beneficiado (si-quiera a modo de efecto reflejo) por el seguimiento generalizado de esa prohibición: el que destruye una cosa ajena no pasa a tener un poder de disposición sobre esa cosa que pudiera resultar menoscabado por la acción dañina de un tercero. En cambio, la prohibición de apropiarse de una cosa ajena sí da lugar a tal paradoja, en la medida en que el autor de un hurto, a consecuencia de su quebrantamiento de la respectiva prohibición, pasa a ser eo ipso beneficiario, aunque sea por efecto reflejo, del seguimiento gene-ralizado de esa misma prohibición.40

corporales. Para revertir dicha objeción, bastaría con recurrir al análisis del concepto de ius in rem propuesto por Hohfeld, Wesley: Fundamental Legal Conceptions, Yale University Press, New Haven y Londres, 1919, pp. 67 ss., quien demostrara que lo que llamamos un “derecho real” no es más que un abreviatura de la conjunción de múltiples relaciones jurídicas entre personas, que tienen en común que la titularidad del respectivo derecho (a excluir a otro del uso, aprovechamiento y disposición de una cosa corporal) corresponde a una misma persona.

40 Se trata, en tal medida, de un beneficio por “efecto reflejo”, porque la prohibición del hurto protege la propiedad, y el ladrón no se convierte en propietario, a menos que se le reconozca, transcurrido un plazo de posesión (irregular) de la cosa, la respectiva usucapio. En el marco del derecho chileno, ello depende de si la posesión clandestina que el ladrón constituye sobre la cosa sustraída, en tanto posesión viciosa, queda sometida al régimen general

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Esto es lo que se expresa en la caracterización del hurto como un delito de desplazamiento, lo cual tendría que volver algo menos incomprensible el hecho de que, tradicionalmente, su penalidad tienda a ser siempre mayor que la del delito de daños. Y no, ciertamente, porque aquí deba validarse la representación, expresada en términos de psicología moral del sentido común, de que la codicia pudiera resultar más censurable que la (mera) envidia. Se trata, más bien, de que la arrogación de la posición fáctica de la posición del propietario, que caracteriza a la acción de apropiación como constituyente del injusto del hurto por oposición al injusto del daño, sería expresiva de un despliegue de racionalidad que resulta eo ipso más peligro-sa.41 Y esto quiere decir: más peligrosa para la posición de cualquier persona jurídicamente favorecida por la institución de la propiedad privada.

Lo anterior se explica por la estructura típica del hurto, que no exige identidad entre el titular de la propiedad sobre la cosa de la cual el ladrón se apropia mediante sustracción, por un lado, y la persona de quien la cosa es en efecto sustraída, por otro. Y ello es determinante para entender la es-pecífica manera en que la prohibición del hurto contribuye a la protección de la propiedad privada. Pues semejante estructura típica muestra, de ese modo, que lo esencial para que un comportamiento resulte alcanzado por la prohibición del hurto se reduce a que la apropiación mediante sustracción recaiga sobre una cosa ajena, con total independencia de si quien pierde el poder de disposición sobre la cosa a consecuencia de la sustracción es, efectivamente, la persona a quien jurídicamente se reconoce la titularidad excluyente sobre la misma.

Esto es crucial para entender por qué la tipicidad –y en tal medida la ilicitud– del hurto se mantiene, paradigmáticamente, en el caso del mal llamado “hurto al ladrón”.42 Pues en este caso, la arrogación del poder de disposición sobre la cosa por parte del autor de la apropiación (efectuada mediante sustracción) sigue siendo calificada como constitutiva de hurto, no obstante el propietario no ve afectado, correlativamente, su poder de disposición sobre la cosa, precisamente porque el propietario carece ya –a consecuencia del hurto imputable al “primer” ladrón– del poder de disposición sobre la cosa.43 De este modo, lo esencial para el injusto del hurto aparece

de la posesión irregular en tanto posesión útil, conducente a la prescripción extraordinaria. Véase al respecto Peñailillo, Daniel: Los bienes. La propiedad y otros derechos reales, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2006, pp. 360 s.

41 Véase Kindhäuser, Urs: Strafrecht Besonderer Teil II. Straftaten gegen Vermögensrechte, Nomos, Baden-Baden, 2008, § 20/4.

42 La impropiedad de la denominación es relativa al nivel del discurso dogmático, pues el ladrón no es, en tal caso, víctima del hurto. Sólo tomada fenoménicamente resulta inocua, por lo mismo, la denominación en cuestión.

43 Al respecto Kindhäuser, Urs, en Kindhäuser, Neumann y Paeffgen (coord.): Nomos Kommentar zum Strafgesetzbuch, Nomos, Baden-Baden, 2005, § 242, n.m. 33, con la observación de que en tal caso el autor del hurto no realiza injusto alguno más allá del de la sola apro-piación, punible bajo el derecho penal alemán a título de Unterschlagung (§ 246 StGB), por lo cual de todas formas habría que reducir, por vía de aplicación analógica, el marco penal correspondiente al hurto a aquel correspondiente al solo delito de apropiación. Pero el punto

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radicado en la circunstancia de que la cosa sea ajena, con total independencia de si su apropiación efectivamente menoscaba o no la posición del dueño, esto es, de quien cuenta como el titular de la respectiva posición formal de propietario. Y el correlato evidente de esto es que la eventual posesión (en sentido jurídico-civil) de quien se ve privado del poder de disposición sobre la cosa a consecuencia de la sustracción de la misma no cuenta, ex definitione, como objeto de protección de la prohibición del hurto.44

El estatus de ajena de la cosa de la cual el ladrón se apropia mediante su sustracción funciona así como una marca que convierte a la cosa en objeto de un tabú. La razón por la cual la cosa no ha de ser objeto de una apropia-ción mediante sustracción no se encuentra en que ello habrá de traducirse, necesariamente, en un menoscabo del poder de disposición sobre la misma que jurídicamente corresponde al propietario; pues de ser así, tendría que decaer la tipicidad del hecho a título de hurto si la cosa sustraída se halla en poder de un tercero que la ha sustraído, previamente, con ánimo de apro-piación. Que en este caso subsista, por el contrario, el carácter prohibido de la apropiación mediante sustracción, muestra que lo único relevante para ello es la circunstancia de que la cosa sea de otro, independientemente de que éste eventualmente no sufra pérdida alguna en sus posibilidades de disponer fácticamente sobre la cosa.45

Y esto significa entonces: desde el punto de vista de su lesividad para el (único) bien jurídico protegido por la respectiva prohibición, identificado con el contenido fáctico de poder correlativo a la posición formal de propietario,

es, precisamente, que en tal caso el solo injusto de la apropiación tampoco supone modifica-ción alguna en cuanto a la circunstancia de que, con anterioridad a la realización del hecho, el propietario ya ha sido privado del poder de disposición que le corresponde sobre la cosa. Pues si lo esencial del injusto de la expropiación correlativa a la simple apropiación es que el derecho de propiedad del dueño se vuelve “ilusorio” –así Binding, Karl: Lehrbuch des Gemeinen Deutschen Strafrechts I, Wilhelm Engelmann, Leipzig, 1902, p. 26–, habrá que reconocer que en tal caso –el del hurto al ladrón– el derecho de dominio del propietario, aunque todavía subsistente en términos formales, ya contará como “ilusorio” con independencia del hurto imputable al “segundo ladrón”.

44 Kindhäuser, Urs, en Kindhäuser, Neumann y Paeffgen (coord.): Nomos Kommentar zum Strafgesetzbuch, Nomos, Baden-Baden, 2005, ante § 242, n.m. 3.

45 En contra de esto no cabría esgrimir que también en el caso del “hurto al ladrón” el propietario sufriría un menoscabo (de significación patrimonial), consistente en el descono-cimiento de la pretensión de restitución de la cosa por parte del (nuevo) autor. Así ibid., ante § 242, n.m. 1. Pues si bien esta constatación resulta jurídicamente incontestable, la misma no alcanza a revertir la circunstancia de que ese menoscabo no es definitorio del injusto del hurto. Esto resulta fácilmente detectable en el derecho chileno, que (sólo) reconoce relevan-cia positiva a la infracción del deber de restitución o entrega de la cosa “al parecer perdida”, de conformidad con las normas de los arts. 629 y ss. del Código Civil, bajo la tipificación del hurto de hallazgo (art. 448 del Código Penal). Lo crucial, en todo caso, se encuentra en la consideración de que no hay razón alguna para pensar que, siendo la cosa sustraída de quien ya la ha hurtado previamente, se produzca entonces un menoscabo ulterior de la posición del propietario que sea conceptualmente distinto del mero desconocimiento de la pretensión jurídica del propietario. Y como ya se ha sostenido, esta pretensión jurídica no cuenta como objeto de protección (al menos directamente) bajo la prohibición del hurto.

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el hurto es un delito de peligro abstracto. Pues el contenido de injusto común a todas las instancias de hurto típico se reduce a la apropiación mediante sus-tracción de una cosa ajena, sin que ello necesite traducirse –como lo muestra el caso del “hurto al ladrón”– en el correspondiente resultado de lesión del bien jurídico protegido, esto es, en la pérdida de la posibilidad de disposición fáctica sobre la cosa para el propietario. De ahí que sea posible concluir que ese común denominador del injusto del hurto sólo puede consistir en la vulneración de una condición general de “seguridad heterónoma” de la cual depende que cualquier propietario pueda disfrutar más o menos despreocu-padamente de su propia posición de dueño, lo cual se corresponde bastante precisamente con una definición posible del concepto de peligro abstracto.46

Esta característica del hurto, sólo reconocible una vez que se clarifica la gramática profunda de su prohibición, permanece superficialmente oculta, de manera irónica, por su estructura de delito de desplazamiento: puesto que el ladrón efectivamente procura aprovecharse de la cosa que sustrae, arrogándose el poder de disposición que compete exclusivamente al pro-pietario, parecería que su aprovechamiento tiene que ser correlativo a un menoscabo congruente que sea experimentado por el propietario. Pero esta correlación es puramente contingente, como lo muestra la tipicidad del hurto al ladrón. La mayor peligrosidad del delito de hurto frente al delito de daños, a pesar de la evidente posibilidad de que éste conlleve un menoscabo mucho más intenso de la posibilidad de disposición fáctica sobre la cosa,47 radica en que el autor del hurto, paradójicamente, vuelve más insegura la posición de todo propietario, por la vía de comportarse, precisamente, con la pretensión de posicionarse como dueño de la cosa, esto es, con una pre-tensión rem sibi habendi.

46 Kindhäuser, Urs: Gefährdung als Straftat, Vittorio Klostermann, Frankfurt, 1989, pp. 279 ss. Que se trata aquí de un delito consistente en el quebrantamiento de una prohibición que protege (especialmente) la propiedad de cada titular del respectivo bien jurídico individual, se muestra en que el injusto del hecho pueda resultar excluido en razón de la existencia de una voluntad conforme por parte del propietario de la cosa. Para la distinción entre la pro-tección especial y la protección general de bienes jurídicos –individuales o colectivos– frente al peligro abstracto, véase ibid., pp. 294 s.

47 Véase Rönnau, Thomas: “Die Dritt-Zueignung als Merkmal der Zueignungsdelikte”, GA 2000, pp. 410 ss., 424 s.: al propietario de una valiosa pieza de Kandinsky le conviene mucho más que ella “sólo” le sea hurtada, y no destruida.

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7. LA PENA RETRIBUTIVA COMO ULTIMA RATIO

Ahora cabe recapitular el argumento acerca de la injusticia distributiva de la prohibición del hurto. Si esta prohibición no cuenta como una norma distributivamente justa, su quebrantamiento no puede ameritar un repro-che de culpabilidad. Esto es algo que Beccaria claramente advirtió. Por eso, no puede extrañar que él haya favorecido, retóricamente, una concepción puramente prevencionista de la pena. Pues sólo así podía Beccaria postular la “legitimidad” de la criminalización del hurto.

El compromiso irrestricto con la protección de la propiedad privada explica el visceral rechazo, asociado al liberalismo (no kantiano), del prin-cipio de retribución.48 El desiderátum de la protección de la propiedad, allí donde el disfrute de la propiedad se encuentra injustamente distribuido, vuelve necesario “justificar” el ejercicio de la potestad punitiva estatal con independencia de si la norma quebrantada puede justificar un reproche personalísimo dirigido a quien la ha quebrantado. Para quien no se benefi-cia de la existencia de la propiedad (privada), la prohibición del hurto no representa más que una imposición heterónoma. Y esto parece congruente, por lo demás, con el hecho de que Beccaria se haya declarado abiertamente escéptico en cuanto a la posibilidad de una diferenciación categórica entre derecho y violencia: “la palabra derecho –sostiene Beccaria– no es contradic-toria de la palabra fuerza, antes bien aquélla es una modificación de ésta, cuya regla es la utilidad del mayor número”.49 Pero entonces la justificación prevencionista de la pena parece haberse hecho inmune a la objeción kan-tiana: no hay problema en reducir la persona del condenado a la condición de cosa –es decir, en tratarla como un medio para fines que le son ajenos–, si eso contribuye a un mayor bienestar de otros. Y si aceptamos esto, entonces ya hemos abandonado cualquier compromiso con la idea de que lo que nos define como personas es el reconocimiento recíproco de igual dignidad.

Lo anterior tendría que contar como suficiente demostración de que la atribución de un alto potencial crítico a las teorías de la retribución no es un ejercicio de simple retórica académica. Una teoría de la justicia retributiva de la pena está en posición de demostrar la injusticia de la criminalización del hurto en contextos de desigualdad en la distribución de la propiedad privada. Pero entonces uno podría sostener que esto debería contar, más bien, como una refutación de semejante teoría de la retribución, en la me-dida en que el argumento lleva a una conclusión que desafía abiertamente la legitimidad de un sector (nada insignificante) de lo que tradicionalmente identificamos como el “derecho penal nuclear”. Si una teoría cuya preten-sión es legitimar una práctica no es capaz de legitimarla, entonces se trata de una teoría deficiente. Esta objeción sólo tiene sentido, empero, bajo el constreñimiento metodológico de lo que cabe denominar una “compulsión

48 Véase Mañalich, Juan Pablo: “La pena como retribución”, Estudios Públicos Nº 108, 2007, pp. 117 ss., 197 ss.

49 Beccaria, Cesare: De los delitos y las penas, Alianza, Madrid, 1968, p. 29.

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justificatoria”. Puesto en términos hegelianos, el problema de someterse a ese constreñimiento consiste en que así dejamos de ser capaces de dar cuenta de la distancia que separa el concepto de su propia idea, es decir, de su propia realización como práctica efectiva. Una teoría de la retribución ofrece una imagen idealizada del derecho penal que debe exhibir, al mismo tiempo, plausibilidad descriptiva y rendimiento normativo.

La plausibilidad descriptiva de esa imagen depende de que las definicio-nes fundamentales sobre las cuales descansa la práctica que denominamos “derecho penal” se dejen explicar adecuada o incluso óptimamente bajo esa imagen. Si el principio de legalidad, el principio de proporcionalidad y humanidad de las penas, el principio de culpabilidad por el hecho, etc., se dejan entender como especificaciones de las implicaciones de una concep-ción retribucionista del derecho penal,50 entonces ésta cuenta como una concepción adecuada del derecho penal.

El rendimiento normativo de esta concepción, por contrapartida, se hace reconocible en la medida en que la misma imagen idealizada, por su vocación (mesuradamente) contrafáctica, hace posible identificar nuestra práctica como deficitaria, en tanto contrastada con esa imagen. El concepto de un derecho penal retributivo nos muestra cuál es la idea del derecho pe-nal, esto es, la configuración definitiva de un derecho penal que se ajuste a nuestra posición de mediadores del espíritu objetivo, esto es, de agentes en un espacio de genuina racionalidad públicamente compartida. Y nos muestra esa idea del derecho penal como una que –al mismo tiempo– podemos y no podemos reconocer en nuestra práctica concreta. Porque nuestra práctica es deficitaria, pero en atención a estándares inmanentes sobre los cuales ella misma descansa.

Esto hace posible terminar retornando a la desmitificación del principio de retribución que Marx ofrecía al comentar a Kant y Hegel. La pena es el dispositivo, dice Marx, por el cual la sociedad se defiende “frente a la tras-gresión de sus condiciones vitales de existencia, cualquiera sea el carácter de éstas”.51 Esto tiene una doble significación. En primer lugar, la justicia o injusticia de la pena es un reflejo de las características de la sociedad en el marco de la cual ella se impone y ejecuta. Y si la pena presupone la culpabi-lidad del condenado, entonces en cada atribución de culpabilidad han de verse reflejadas esas características. El concepto de culpabilidad jurídico-penal es, en último término, un concepto cuyo sustrato es inexorablemente político.52 Pero en las palabras de Marx aparece otro punto de igual o mayor relevancia a este respecto. La pena es la respuesta a una trasgresión de las condiciones vitales de la existencia de un grupo social. Las normas cuyo

50 Véase Mañalich, Juan Pablo: “La pena como retribución”, Estudios Públicos Nº 108, 2007, pp. 192 ss.

51 Marx, Karl: “Capital punishment”, en, del mismo, Dispatches for the New York Tribune: Selected Journalism of Karl Marx, Penguin, Londres, 2007, p. 122.

52 Véase Günther, Klaus: “Strafrechtliche Verantwortlichkeit in der Zivilgesellschaft”, en Prittwitz y Manoledakis (coord.), Strafrechtsprobleme an der Jahrtausendwende, Nomos, Baden-Baden, 2000, pp. 27 ss., 42.

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JUSTICIA, PROPIEDAD Y PREVENCIÓN

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quebrantamiento es punible al interior de ese grupo, por ende, son normas que fijan condiciones vitales de la existencia del mismo. Esto hace posible redefinir, por vía de una inversión, el sentido en que tradicionalmente se entiende el axioma según el cual la pena sería la ultima ratio.

Tradicionalmente –esto es, en manos liberales– el principio de la ultima ratio se entiende como un alegato a favor de un modelo de derecho penal mínimo. El derecho penal legítimo tendría que ser identificado con ese “viejo y buen derecho penal liberal”, que es, prototípicamente, el modelo de derecho penal esbozado por Beccaria. Cabe suponer que ya está suficiente-mente claro cuál es el compromiso fuerte de este modelo de derecho penal mínimo: la criminalización del hurto no es problemática, pero sí lo serían, para mencionar un par de lugares comunes, la criminalización de la evasión tributaria y de la contaminación ambiental.

Ante esta caricatura, la descripción de Marx se vuelve promisoria. Pues es constatando qué normas de comportamiento se encuentran punitiva-mente reforzadas al interior de un determinado grupo social que podemos reconocer cuáles son, al menos desde el “punto de vista interno”, sus respec-tivas condiciones vitales de existencia. La pena es la ultima ratio, porque su imposición y ejecución (nos) muestra cuáles son aquellas normas ante cuyo quebrantamiento la única posible reacción (que juzgamos como) disponible consiste en una respuesta que reafirma una identidad puesta en entredicho. Dime a quién y por qué castigas, y te diré quién eres.