josÉ yamid castiblanco castaÑo

126
JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO, S.J. AL ENCUENTRO DE LA ALTERIDAD PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía Bogotá, 18 de septiembre de 2017

Upload: others

Post on 04-Jul-2022

6 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Page 1: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO, S.J.

AL ENCUENTRO DE LA ALTERIDAD

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía

Bogotá, 18 de septiembre de 2017

Page 2: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

AL ENCUENTRO DE LA ALTERIDAD

Trabajo de Grado presentado por José Yamid Castiblanco Castaño, S.J.,

bajo la dirección del Profesor Luis Fernando Cardona,

como requisito parcial para optar al título de Magíster en Filosofía

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía

Bogotá, 18 de septiembre de 2017

Page 3: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

Powered by TCPDF (www.tcpdf.org)

Page 4: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

AGRADECIMIENTOS

Agradezco en primer lugar a la Compañía de Jesús y a la Pontificia Universidad

Javeriana por la maravillosa oportunidad de estudiar filosofía bajo su auspicio, así

como a los profesores que con rigurosidad y calidad humana me acompañaron durante

este ciclo de formación que concluye con la presentación y defensa de este trabajo. En

particular, agradezco a mi tutor, el Profesor Luis Fernando Cardona, porque además de

iluminar el desarrollo de este trabajo me ha edificado como persona y como modelo de

filósofo.

Dedico este trabajo a mi familia, apoyo incondicional en todos los momentos y

decisiones de mi vida, así como a todas las personas y amigos cuyo rostro y

experiencias hicieron aún más patente el misterio de la Alteridad que me inspiró y me

sigue interpelando.

Page 5: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

ABREVIATURAS

Alc Alcibiades

CD Correspondencia con Isabel de Bohemia y otras cartas

CRPr Crítica de la razón práctica

C Confesiones

DT Tratado sobre la Santísima Trinidad

EN Ética nicomaquea

Fen Fenomenología del espíritu

FMC Fundamentación de la metafísica de las costumbres

IPM Investigación acerca de los principios de la moral

M Meditaciones acerca de la filosofía primera

Rep República

SIDC Segunda introducción a la doctrina de la ciencia

ST Suma teológica

PDN Sobre la persona y las dos naturalezas. Contra Eutiques y Nestorio

Tim Timeo

TSM Teoría de los sentimientos morales

Page 6: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

TABLA DE CONTENIDOS

INTRODUCCIÓN 7

CAPÍTULO 1. ¿SER “OTRO” PARA SÍ? 9

1.1 ¿Soy mi cuerpo? 18

1.2 ¿Soy mi psique? 26

1.3 ¿Soy lo que quiero? 31

CAPÍTULO 2. EL INFINITO EN MÍ 40

2.1 Dios como deseo del otro 48

2.2 El otro antes que yo 55

2.3 Responsabilidad ilimitada 59

CAPÍTULO 3. EL OTRO ANTE MÍ 67

3.1 Cuando el otro se hace problema filosófico 68

3.2 De pensar al otro a amarlo 75

3.3 Al encuentro del otro como persona 94

CAPÍTULO 4. RESPONSABILIDAD DEL ENCUENTRO CON LA

ALTERIDAD 98

4.1 Fenomenología aristotélica de la voluntariedad 99

4.2 Acción gestual no-voluntaria 104

4.3 Responsabilidad como cuidado de tout autre 110

CONCLUSIÓN 120

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 123

Page 7: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

INTRODUCCIÓN

Es un lugar común apelar a distinciones que separan y oponen lo propio de lo extraño,

lo mismo de lo otro, la identidad de la diferencia. Sin embargo, ¿qué tan clara resulta

esta separación que pretende establecer una dicotomía conceptual muy propia en la

tradición moderna? La historia de la humanidad ha mostrado un sinfín de

confrontaciones entre identidades y reivindicaciones fuertes respecto de lo propio por

oposición al o a los que son diferentes de mí/nosotros. En particular, esto acontece

cuando aquel que ocupa el lugar del otro se asume como una amenaza, en la medida en

que le atribuimos el querer aniquilar o reducir a su identidad todo aquello que considera

diferente. Sin embargo, la identidad, cualquiera que ella sea, tanto individual como

colectiva, no puede concebirse o desligarse completamente de lo que puede

experimentarse en principio como distinto de ella ni es susceptible de fusionarse

absolutamente con todo aquello que permanece otro para sí.

En este trabajo, nuestro propósito consiste entonces en comprender el fenómeno

general de la alteridad, característica de ser otro de lo otro o de lo que resulta y se

experimenta como tal, así como en destacar la profunda imbricación que se da entre el

sí mismo y lo otro. Ahora bien, aquí el término “otro” no se refiere únicamente al otro

ser humano, sino a la alteridad en un sentido amplio. Esta incluye también, de un lado,

el fenómeno de descubrirse otro en el seno de la propia identidad respecto de todo

aquello que pueda hacerla vulnerable; y, de otro lado, el fenómeno de ser movido por

algo otro, el movimiento del yo que transciende en el amor y la acción responsable

hacia otro ser humano, sin que el yo y el otro dejen de ser sí mismos.

Page 8: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

8

Teniendo en cuenta lo anterior, en el primer capítulo abordaremos

principalmente desde la obra de Paul Ricœur la alteridad en referencia a la ipseidad,

problematizando la idea de la identidad personal y de aquello a lo que nos referimos

cuando decimos “yo mismo”. Los desafíos centrales que presenta la obra Sí mismo

como otro para concebir la subjetividad conducirán así al análisis más específico de

experiencias de alteridad en relación con el cuerpo, con la psique y con la voluntad. A

continuación, en el segundo capítulo, nuestro interés se centrará en la consideración de

la alteridad en un sentido absoluto en los términos en que el filósofo Emmanuel Lévinas

lo desarrolla a lo largo de su obra: como huella del infinito en el rostro del otro concreto

y como responsabilidad constitutiva e inescapable de la subjetividad.

Ahora bien, dada la presunta obviedad que supone afirmar la alteridad del otro

ser humano, en el tercer capítulo veremos cómo el otro en cuanto otro llegó a ser un

auténtico problema filosófico y cuáles fueron las principales aproximaciones teóricas

que desde la Modernidad se dieron para abordarlo. A lo largo de este recorrido,

veremos las críticas que Pedro Laín Entralgo hace a cada una de esas posturas y en qué

medida el personalismo de Scheler se destaca, no sólo por superar los escollos que las

demás posturas plantean, sino también por señalar un modo de relacionarse con la

alteridad de los otros en coherencia con las demás dimensiones de la misma trabajadas

en los capítulos precedentes.

Finalmente, en el cuarto capítulo, acudiremos a la ética aristotélica y al

pensamiento de autores como Giorgio Agamben, Jan Patočka y Jacques Derrida para

comprender mejor cómo las dimensiones de la alteridad se articulan en el terreno de la

acción responsable bajo la forma particular del gesto y el encuentro. Aquí se verá

también cómo la noción de responsabilidad, en vínculo con el cuidado, se encuentra en

el tejido mismo que reconcilia sin confundir la identidad y la diferencia, la mismidad

y la alteridad, superando de esta manera la dicotomía con la cual abordamos el

encuentro con aquello nos resulta extraño o ajeno a nosotros mismos.

Page 9: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

CAPÍTULO 1

¿SER “OTRO” PARA SÍ?

Somos una articulación, una reunión, una

coyuntura, tan precaria como absolutamente

admirable. Reunión de la diferencia […] y, por

tanto, ni homogeneidad ni transparencia.

Precisamente por eso nos preguntamos quiénes

somos.

ESQUIROL

Preguntarse por la alteridad en la propia identidad significa explorar los sentidos o

planos en los que acaso es posible ser, o al menos experimentarse, como “otro” para sí.

Esta pregunta es ampliamente abordada por Ricœur (1996) en su obra Sí mismo como

otro, donde prevalece la mediación reflexiva dejando de lado el pronombre “yo” por el

pronombre reflexivo “sí-mismo”. Este último término permite al autor disociar dos

significaciones importantes relativas a la identidad: ídem e ipse. Por ídem, Ricœur

entiende la identidad en términos de permanencia en el tiempo, contrario a ipse, el cual

“no implica ninguna afirmación sobre un núcleo no cambiante de personalidad” (p.

XIII). De este modo, la identidad queda definida binariamente en términos de mismidad

(identidad-idem) y de ipseidad (identidad-ipse). Estas distinciones funcionan como dos

intenciones filosóficas que conllevan una importante intención en la obra del filósofo:

mostrar la dialéctica complementaria de la ipseidad y la mismidad “esto es, la dialéctica

del sí y del otro distinto de sí” (p. XIV).

Con este propósito, Ricœur realiza un doble movimiento: de un lado, sacar la

alteridad del ámbito corriente de su consideración, es decir, del contraste de cualquier

otro respecto de sí, de modo que aquí “otro” funge simplemente como antónimo de

“mismo”, como lo externo al círculo de la identidad-mismidad; y, de otro lado, traer la

Page 10: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

10

alteridad al centro de la identidad, mostrando cómo la primera puede ser constitutiva

de la ipseidad. De allí la justificación que Ricœur da al título de su obra:

Sí mismo como otro sugiere, en principio, que la ipseidad del sí mismo implica la

alteridad en un grado tan íntimo que no se puede pensar en una sin la otra […] Al

“como”, quisiéramos aplicarle la significación fuerte, no sólo de una comparación –sí

mismo semejante a otro- sino de una implicación: sí mismo en cuanto… otro (p. XIV).

Con estos dos polos identitarios en tensión, ipse e ídem, Ricœur se mantiene a una

distancia prudente de las filosofías del sujeto que parten del yo, ya empírico o

trascendental, en términos absolutos, esto es, sin confrontación o sin la

complementariedad intrínseca de la intersubjetividad. Por este motivo, la hermenéutica

del sí resulta para el autor equidistante a los extremos de apología y de abandono del

Cogito.

Este Cogito, sin embargo, se ha encontrado en crisis desde el origen mismo de

su puesta como fundamento del conocimiento. Así, cuando Descartes plantea la

hipótesis del genio maligno, ese “yo”, que duda y que crea tal ficción, se encuentra de

tal modo desligado de su propio cuerpo, y por ende de toda referencia espacio-

temporal, que para Ricœur (1996) ese “yo” no es nadie en realidad (p. XVI). La

pregunta que anima aquí la voluntad de certeza y verdad en Descartes es ¿qué soy? y

su respuesta es “una cosa que piensa” (AT IX). No obstante, esto significa para Ricœur

(1996) que “el «yo» pierde toda determinación singular y se hace pensamiento, es decir,

entendimiento” (p. XVIII). Semejante postura aborda la identidad en términos

puntuales, ahistóricos y funcionales, lo cual difiere de la identidad narrativa de una

persona concreta inquerida por Ricœur a partir de la pregunta por el quién, es decir:

¿quién soy?

Por otro lado, la certeza del Cogito como primera verdad, inmediatamente

conocida, de la cual proceden todas las demás verdades, resulta siendo una certeza

solamente subjetiva que no da garantía de objetividad a las demás verdades de la

ciencia que de la primera se deriven. Es por esto que, al recurrir a la demostración de

Dios para resolver la anterior dificultad,

Page 11: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

11

Descartes invierte el orden del descubrimiento, u ordo cognoscendi, que debería

conducir por sí solo […] del yo a Dios; después, a las esencias matemáticas; luego, a

las cosas sensibles y a los cuerpos; y lo trastoca en favor de otro orden, el de la “verdad

de la cosa” u ordo essendi: orden sintético según el cual, Dios, simple eslabón en el

primer orden, se convierte en el primer anillo (Ricœur, 1996, p. XX).

Esto, que para Descartes no representa ningún tipo de sofisma o circularidad en la

argumentación, resulta profundamente revelador en tanto que destrona al cogito de su

primacía ontológica y transforma la idea de mí mismo “por el solo hecho del

reconocimiento de ese Otro que causa la presencia en mí de su propia representación”

(Ricœur, 1996, p. XX). Aquí puede entreverse un ámbito de alteridad absoluto que

parece imprescindible, no sólo en la constitución de sí mismo, sino en el conocimiento

y autoconsciencia de sí. Por ello, y teniendo clara su equiparación o maridaje de la idea

de perfección con la idea filosófica de Dios, Descartes acepta que “de alguna forma

tengo en mí antes la noción de infinito que del finito, es decir, de Dios antes que de mí

mismo” (Tercera Meditación, AT IX).

En ese conocimiento de mí mismo descubro mi imperfección y mis carencias,

relacionadas con la duda y la precariedad de la certeza, las cuales sólo se pueden

conocer a la luz y bajo el fondo de la idea de perfección. A pesar de mi naturaleza finita

y limitada, “Dios confiere a la certeza de mí mismo la permanencia que ésta no tiene

por sí misma” (Ricœur, 1996, p. XXI) con lo que puede concluirse una

contemporaneidad o la fusión entre la idea de Dios y la idea de mí mismo que no podría

ser mayor.

Sin embargo, la modernidad retuvo de modo magnificado el cogito a costa,

como lo advierte Ricœur, de “perder su relación con la persona de la que se habla, con

el yo-tú de la interlocución, con la identidad de una persona histórica, con el sí de la

responsabilidad” (p. XXII). Como reacción a la egología moderna, el autor propone

entonces una hermenéutica del sí con los siguientes tres rasgos principales: rodeo de la

reflexión mediante el análisis, dialéctica de la ipseidad y de la mismidad, y por último,

la dialéctica de la ipseidad y la alteridad.

Consideremos a continuación el problema de la identidad personal y la

identidad narrativa desde la dialéctica ipseidad-mismidad que, a diferencia de la

Page 12: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

12

semántica de la acción propia de la filosofía analítica, tiene en cuenta la dimensión

temporal tanto del sí (la historia propia del agente) como de la propia acción. En efecto,

la identidad considerada como un asunto de permanencia en el tiempo está ligada

fundamentalmente a la noción de mismidad, lo cual no deja de lado la ipseidad, como

veremos más adelante.

La mismidad relaciona diferentes conceptos. El primero de ellos es el de

identidad numérica, es decir, la igual designación de una cosa, en más de una ocasión,

por un nombre invariable en el lenguaje ordinario. Esto corresponde a la concepción

de unicidad como opuesta a la pluralidad a partir de una operación de reidentificación

o reconocimiento de lo mismo. El segundo concepto asociado a la mismidad es el de

identidad cualitativa o semejanza extrema que puede darse entre cosas o circunstancias

y que puede ser un fuerte indicio de identidad numérica (Ricœur, 1996, p. 110). Sin

embargo, este último criterio de similitud no resulta tan confiable para determinar

mismidad en casos de una distancia grande en el tiempo y de olvido de detalles o

marcas que confundan el reconocimiento.

Por esto, otro de los conceptos o criterios implícitos en la mismidad es aquel de

la continuidad ininterrumpida entre el primero y el último estadio de las etapas de

desarrollo de lo que puede llegar a considerarse un mismo individuo, es decir en casos

en los que el crecimiento o envejecimiento son un factor de desemejanza. Así, por

ejemplo, puede predicarse mismidad de un hombre en su etapa adulta y en su etapa

adolescente, de una semilla y la planta en la que se convirtió, de una herramienta en su

estado original y luego de cambios sucesivos en sus piezas… En todos los casos, lo

importante desde este criterio sería demostrar la continuidad de las etapas atravesadas

por el individuo o la cosa individual en cuestión (Ricœur, 1996, p. 111).

Este principio de permanencia en el tiempo, que puede soportar la similitud y

el cambio ininterrumpido, encuentra asidero en la idea de estructura (genética en los

dos primeros ejemplos) opuesta a la de acontecimiento. Tal idea confirma el carácter

relacional de la identidad, ausente de la formulación aristotélica de la sustancia, pero

que ya Kant había sugerido al clasificar la sustancia entre las categorías de la relación

y como condición de posibilidad del cambio. De aquí que para Ricœur (1996), “toda la

Page 13: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

13

problemática de la identidad personal va a girar en torno a esta búsqueda de un

invariante relacional, dándole el significado fuerte de permanencia en el tiempo” (p.

111). Llegado a este punto, el autor se pregunta ahora en qué sentido la identidad-

ipseidad se relaciona también con la permanencia en el tiempo sin que aquella esté

referida al esquema de sustrato, incluso en el sentido relacional de la categoría de

sustancia en la teoría kantiana. Se trata de buscar “una forma de permanencia en el

tiempo que sea una respuesta a la pregunta: ¿quién soy?” (p. 112). A esta pregunta

respondemos a partir de dos modelos de esa permanencia en el tiempo que Ricœur

denomina como el carácter y la palabra dada.

En su obra Lo voluntario y lo involuntario, Ricœur (2009) había descrito el

carácter como lo involuntario absoluto, que junto con el inconsciente y el nacimiento,

hacen parte del “alumbramiento de nuestra existencia que no podemos cambiar, pero

que debemos consentir […] naturaleza inmutable en su condición de perspectiva finita,

no elegida, de nuestro acceso a los valores y del uso de nuestros poderes” (1996, p.

113). En Sí mismo como otro, la reflexión lleva, por su parte, a redefinir el carácter en

términos de la permanencia en el tiempo como “el conjunto de disposiciones duraderas

en las que reconocemos a una persona” (p. 115). Considerando la identidad desde el

modelo del carácter, el autor reconoce aquí cómo el ipse y el ídem se confunden y se

vuelven indiscernibles. Por este motivo, se apela a la dimensión temporal de la

disposición para aclarar tal problemática.

La disposición se relaciona tanto con la costumbre adquirida como con la

costumbre que se va adquiriendo y en los sentidos puede verse que el desarrollo de la

costumbre es de algún modo el historial del carácter que, sin embargo, se sedimenta

hasta el punto en que hace desaparecer la innovación que marcó el comienzo de la

costumbre. A esto, Ricœur (1996) lo llama “recubrimiento del ipse por el ídem”, de

suerte que, al identificarme con mi carácter, el yo mismo, es decir el ipse, se enuncia

como ídem. El carácter resulta siendo entonces el conjunto de sus rasgos, de las

costumbres convertidas en disposiciones duraderas por las que una persona se puede

identificar nuevamente como la misma (p. 116).

Page 14: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

14

A la noción de disposición, Ricœur (1996) añade también todo el conjunto de

las identificaciones adquiridas, las cuales no son otra cosa que los valores, normas,

ideales, modelos, héroes, en los que las personas o las comunidades se reconocen y que

configuran igualmente su identidad. En este sentido, a través de aquellas

identificaciones adquiridas “lo otro entra en la composición de lo mismo” (p. 116). Ese

reconocerse en o identificarse con modelos es muestra de las alteridades asumidas en

el seno mismo de la identidad, desde la cual se puede llegar a defender o estimar una

causa como superior a la propia vida. Esta identidad-carácter puede así incorporar un

componente de fidelidad y por tanto de conservación de sí.

Esto último demuestra cómo ipse e ídem son constitutivos de la persona a pesar

de que puedan confundirse. En efecto, aspectos de preferencia evaluativa con relación

a modelos o valores y que definen también rasgos del propio carácter, hacen que este

se encuentre también en al ámbito de lo ético. De esta manera, paralelo a la adquisición

de una costumbre, aquellos aspectos externos se interiorizan y su efecto inicial de

alteridad queda anulado. Las preferencias y valoraciones llegan, pues, a sedimentarse

por efecto de su interiorización hasta que la persona llega a reconocerse en sus

disposiciones “evaluativas”. Finalmente, es en virtud de estas disposiciones en un

individuo particular que pueden señalarse ciertos comportamientos como atípicos a su

carácter y a partir de los cuales puede decirse de alguien que ya no es el mismo, que ha

cambiado o que está fuera de sí (Ricœur, 1996, p. 117).

En el carácter están entonces reunidas todas las características que definen la

mismidad. Aquel constituye, en palabras de Ricœur (1996), “cierta adherencia del qué

al quién […] que hace deslizar la pregunta: ¿quién soy? a la pregunta: ¿qué soy?” (p.

117). Sin embargo, subyacente al proceso de identificación, hay una dialéctica de

innovación-sedimentación en la conformación del carácter, cuya historia puede ser

develada desde una dimensión narrativa en razón de su movimiento.

Así como el carácter constituye un modelo de permanencia en el tiempo que se

refiere a la identidad ídem, la fidelidad a la palabra dada es un modelo que soporta y

permite reconocer la independencia de la identidad ipse. De allí que “la palabra

mantenida expresa un mantenerse a sí que no se deja inscribir, como el carácter, en la

Page 15: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

15

dimensión del algo en general, sino, únicamente, en la del ¿quién?” (Ricœur, 1996, p.

118). Lo fundamental en este modelo no es entonces que yo persevere en mi carácter,

que siga siendo lo que soy, sino que yo siga siendo, en clave relacional, el amigo, el

socio, el esposo… que persevera en el tipo específico de vínculo o de promesa que

tiene siempre como fundamento una palabra dada.

El cumplimiento de la promesa es, en este sentido, no sólo un modelo de

permanencia en el tiempo, sino de desafío al mismo en razón de que se resiste al

cambio: “aunque cambie mi deseo, aunque yo cambie de opinión, de inclinación, «me

mantendré»” (Ricœur, 1996, p. 119). Este cumplimiento no precisa de otra justificación

que la obligación ética de “salvaguardar la institución del lenguaje y de responder a la

confianza que el otro pone en mi fidelidad” (p. 119). Nuestro autor encuentra entonces

que, en medio de aquellos dos modelos del carácter y el cumplimiento de la promesa,

se abre un intervalo de sentido cuya mediación es posible gracias a la noción de

identidad narrativa, la cual permite resolver ciertas paradojas que se han planteado en

el pasado en torno a la identidad personal.

En su Ensayo sobre el entendimiento humano, Locke plantea la identidad de

una cosa consigo misma, idea que se fundamenta sobre la comparación de la cosa en

diferentes campos y tiempos. Esta definición, que parece anular la distinción

mismidad-ipseidad, descompone, sin embargo, las dos “valencias de la identidad”. Así,

pues, en los ejemplos ofrecidos por Locke (el navío al que se le han cambiado todas las

piezas, la transformación de la bellota en encina y el desarrollo de niño a adulto), es la

mismidad la que prevalece como permanencia de la organización y que no supone

ningún sustancialismo. Ahora bien, una vez que Locke considera la identidad personal

y le asigna a la reflexión instantánea la “mismidad consigo misma”, él lleva la reflexión

del puro instante a la duración que implica la memoria. Con esto, sin darse cuenta,

Locke desdobla y confunde su concepción de la identidad en los sentidos riquerianos

de mismidad e ipseidad.

Además de señalar esta inconsistencia en la argumentación de Locke, Ricœur

(1996) muestra cómo la tradición atribuyó al filósofo inglés el supuesto criterio de

identidad psíquica como contrapuesto al criterio de identidad corporal, lo cual resulta

Page 16: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

16

problemático puesto que la memoria no es un fenómeno meramente psíquico o físico,

sino también corporal. En cualquier caso, tanto Locke como sus seguidores se enfrentan

a las aporías1 de “una identidad suspendida sólo del testimonio de la memoria” (p. 122),

las cuales tienen que ver con los límites de la memoria, sus fallos y suspensiones como

en el sueño.

Hume (1982), por su parte, coherente empirista, exige que “debe existir una

impresión que dé origen a cada idea real” (p. 343). De allí que, al no encontrar ninguna

impresión que cause en él directamente la noción de identidad, su conclusión es que la

idea de sí o la identidad es una ilusión causada por la imaginación que transforma la

diversidad de experiencias en identidad y esto con ayuda de la creencia, que sirve de

unión llenando el déficit de la impresión. Aquí, la paradoja consiste en que el autor

parece presuponer el sí mismo que dice no hallar cuando afirma:

En cuanto a mí, cuando penetro lo más íntimamente en lo que llamo yo mismo, tropiezo

siempre con una u otra percepción particular, calor o frío, luz o sombra, amor u odio,

dolor o placer. Jamás llego a mí mismo, en un momento cualquiera, sino a través de

una percepción, y no puedo observar nada más que la percepción (Hume, 1982, p. 343).

Las sospechas de un sí mismo presupuesto son señaladas por Ricœur y Chisholm

cuando preguntan por el quién de la cita de Hume: ¿quién penetra y en quién se adentra?

¿Quién llama, tropieza, percibe…? Ese quién, ese alguien, al confesar que encuentra

un dato privado de ipseidad, revela el sí “en el momento mismo en que se esconde” (p.

124).

Habiendo reconocido hasta aquí la problemática separación de los criterios

psicológico y corporal, cabe preguntarse si acaso la distinción establecida por Ricœur

entre ipseidad y mismidad se superpone y comparte por tanto los límites de aquella

división establecida a partir de la recepción de Locke. Sin embargo, ni la mismidad se

1 Además de estas aporías, el mismo Locke planteó el siguiente puzzling case, típicos de su época: la

memoria de un príncipe se trasplanta al cuerpo de un zapatero; “¿este se convierte en el príncipe que él

recuerda haber sido, o sigue siendo el zapatero que los demás hombres siguen viendo?” (Ricœur, 1996,

p. 122). Locke se resuelve por la primera opción sin ser consciente de la indecibilidad de su paradoja

producto de la “descripción imperfecta de la situación creada por la trasplantación imaginaria” (Ricœur,

1996, p. 123).

Page 17: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

17

reduce a lo corporal, asociada por Ricœur al carácter, ni la ipseidad se reduce a lo

psicológico,

en la medida en que la pertenencia de mi cuerpo a mí mismo constituye el testimonio

más pleno en favor de la irreductibilidad de la ipseidad a la mismidad. Por semejante

a sí mismo que permanezca un cuerpo no es su mismidad la que constituye su ipseidad,

sino su pertenencia a alguien capaz de designarse a sí mismo como el que tiene su

cuerpo (Ricœur, 1996, p. 125).

Esto resulta particularmente interesante ya que Ricœur, al plantear cómo el cuerpo y la

sensación/sentimiento de su pertenencia es constitutiva de la identidad ipse más allá

del carácter y del envejecimiento, permite comprender que la identidad no puede

concebirse sin la propia corporalidad. Sin embargo, paradójicamente, existe una

relación de sí mismo con el cuerpo precisamente porque no nos reconocemos plena y

definitivamente reducidos a su unidad orgánica. El cuerpo hace posible la conciencia a

través, fundamentalmente, del cerebro. Pero el hecho de que la conciencia de sí pueda

plegarse sobre su mismo cuerpo hace que, al identificarlo como suyo, esa conciencia

de sí se experimente (en un sentido difícil o aún por precisar) “diferente”, aunque no

independiente, del cuerpo que la configura. De esta manera, en lo profundo de sí, la

identidad-ipse se compenetra y se distingue a la vez de su cuerpo.

Tal paradójica distinción del ipse con su propio cuerpo, en el cual encuentra

anclaje, parece hacerse más patente en experiencias de extrañeza con el propio cuerpo

como la parálisis, los trasplantes de órganos recibidos de otros cuerpos, las

mutilaciones y las enfermedades en general. El cuerpo o la dimensión corporal es,

entonces, además de fundamento de identidad, lugar de alteridad asociada a fenómenos

de impropiedad, desposesión o falta de control. Ahora bien, junto a estas experiencias

de alteridad física respecto del propio cuerpo, hay otros dos ámbitos en los cuales

experimentamos la alteridad con nosotros mismos y que, por tanto, están a la raíz de la

propia identidad: la psicológica y la volitiva. La dimensión psicológica reviste un

interés particular, no sólo porque ha sido considerada por muchos desde Locke como

sede de la identidad personal, sino también en razón de los problemas o enfermedades

Page 18: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

18

psiquiátricas como la bipolaridad, la esquizofrenia o el Alzheimer2 que pueden

constituir dramáticas experiencias de alteridad y afectar la raíz de la mismidad

(asociada al carácter, según el análisis riqueriano). En cuanto a la dimensión volitiva,

creemos que es allí donde se juega la ipseidad (asociada por Ricœur al cumplimiento

de la promesa) y donde simultáneamente el fenómeno de la falibilidad y escisión de la

voluntad puede conducir a experiencias no menos dramáticas de alteridad respecto de

sí mismo, las cuales se expresan en sentimientos de incoherencia, inautenticidad y

autorechazo. Luego de que profundicemos a continuación en cada uno de esos tres

ámbitos de alteridad consigo mismo, veremos mejor a lo largo de los siguientes

capítulos cómo aquellas experiencias y aspectos íntimos de alteridad se relacionan con

otras dimensiones de la alteridad en general y cómo esta configura la propia identidad.

1.1 ¿Soy mi cuerpo?

En su libro El intruso, Jean-Luc Nancy (2006) hace una disertación acerca de lo que

para él ha significado haber recibido trasplante del corazón de otra persona diez años

atrás. El corazón original de Nancy “estaba fuera de servicio por una razón no aclarada

[y] para vivir era preciso recibir el corazón de otro” (p. 15). Esto, sin embargo, apenas

posible gracias a distintas técnicas inimaginables veinte años atrás y entre las cuales

Nancy encuentra aprisionado su “yo”, un yo que por demás parece desposeído de

aquello que quizás consideraba más propio. Así, con perplejidad, el autor se pregunta

en qué medida el corazón que había dejado de funcionar, que lo abandonaba, era

realmente suyo o si acaso podía considerarse un órgano de su propiedad.

Con el nuevo corazón en su pecho y con las dificultades de su adaptación al

organismo, Nancy (2006) tiene la profunda experiencia de sentirse otro respecto de su

yo en cuanto se descubre de repente como un montaje de funciones y llega, por

consiguiente, a preguntarse “¿dónde desaparece entonces la evidencia poderosa y muda

que mantenía el conjunto unido sin historia?” (p. 18). La unidad del yo, que para Nancy

2 Enfermedad que nos recuerda la aporía enfrentada por Locke al suspender la identidad sólo del

testimonio de la memoria (Ricœur, 1996, p. 122).

Page 19: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

19

descansaba en la unión armónica del cuerpo, le resulta entonces dependiente de la

historia, pero de una historia que desde el punto de vista de Ricœur se cuenta en primera

persona y constituye la identidad narrativa. Volvamos, pues, a Nancy (2006) y a la

experiencia con el intruso de su pecho:

Un suave deslizamiento me separaba de mí mismo […] algo se desprendía de mí, o

surgía en mí donde no había nada: nada más que la “propia” inmersión en mí de un

“yo mismo” que nunca se había identificado como ese cuerpo, todavía menos como

ese corazón, y que se contemplaba de repente. […] Mi corazón se convertía en mi

extranjero: justamente extranjero porque estaba adentro. Si la ajenidad venía de afuera,

era porque antes había aparecido adentro (p. 18).

Vemos aquí cómo la alteridad, además de expresarse respecto del propio cuerpo y de

sus mecanismos con los que el yo se resiste a equipararse, también puede

experimentarse respecto de un agente extraño que, aun integrándose como implante en

el propio organismo, se percibe como extranjero. No obstante, tal condición se debe no

sólo a que el corazón recibido venía de afuera, es decir, de otro donante, sino sobre

todo a que aquella es la secuela de una ajenidad primera sentida por Nancy desde

adentro, es decir, respecto de su corazón original. La media marcha de este hacía que

Nancy (2006) ya no se sintiera su dueño o se identificara plenamente con este órgano,

por lo cual afirma: “«yo» soy porque estoy enfermo […], enmohecido, rígido,

bloqueado. Pero el que está jodido es ese otro, mi corazón. A ese corazón, ahora intruso,

es preciso extrudirlo” (p. 19).

Sin embargo, hay algo más allá del corazón por lo cual Nancy experimenta

ajenidad. Dada la función vital que aquel órgano cumple, Nancy (2006) siente que “el

extranjero múltiple que es intrusión en mi vida […] no es otro que la muerte, o más

bien la vida/muerte: una suspensión3 del continuum de ser, una escansión en la que

«yo» no tiene/no tengo demasiado que hacer” (p. 26). Aunque entre el corazón y la

posibilidad de vida o muerte hay una profunda relación, esta no llega a confundirse. En

efecto, así como el corazón revela su ajenidad en la medida en que es medio de

3 Nancy enfatiza esta suspensión que se da en el trasplante de corazón, el cual demanda la apertura del

tórax e “impone la imagen de un pasaje a través de la nada, una salida hacia un espacio vaciado de toda

propiedad o toda intimidad, o, muy por el contrario, de la intrusión en mí de este espacio: tubos, pinzas,

suturas y sondas” (p. 27).

Page 20: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

20

supervivencia y puede ser reemplazado por medio de la técnica, de la misma manera,

ante la eventualidad de la muerte, queda claro que la vida “propia” que se quiere

“salvar” es una propiedad que “no se sitúa en ninguna parte, ni en ese órgano [el

corazón] cuya reputación simbólica ya no hay que construir” (Nancy, 2006, p. 28). Esta

ajenidad resulta aún más clara, fisiológicamente hablando, en razón del potencial

rechazo inmunológico al órgano trasplantado. Sin embargo, tal ajenidad y extranjería

son más cotidianas de lo que parece bajo la forma de enemigos internos y más vivos

como “los viejos virus agazapados desde siempre a la sombra de la inmunidad, los

intrusos de siempre, puesto que siempre los hubo” (Nancy, 2006, p. 34), así como de

las consecuentes acciones médicas para tratarlos que invaden, cansan y afectan

colateralmente al cuerpo. En medio de todo esto, se pregunta Nancy: “¿Qué «yo» (moi)

sigue qué trayectoria?” (p. 35).

Todas estas impresiones que Nancy nos comunica acerca de la enfermedad de

su corazón y de la experiencia de recibir el trasplante de un corazón ajeno podrían

parecer hasta aquí simples ocasiones para hacer interesantes elucubraciones filosóficas.

No obstante, dejemos una vez más que las palabras de Nancy (2006) nos revelen la

intensidad y la seriedad de su experiencia no reducible a conceptos o meras analogías:

Lo siento con precisión, es mucho más fuerte que una sensación: la ajenidad de mi

propia identidad, que, sin embargo, siempre me fue tan viva, nunca me tocó con esta

acuidad. “Yo” se convirtió claramente en el índice formal de un encadenamiento

inverificable e impalpable. Entre yo y yo, siempre hubo espacio-tiempo: pero hoy

existe la abertura de una incisión y lo irreconciliable de una inmunidad contrariada (p.

37).

Tal sentimiento, más fuerte que una sensación, se ve agravado por un cáncer y el

correspondiente tratamiento que Nancy debe también padecer. Ante la potencia

degenerativa de aquellos efectos, no sólo resulta difícil que una persona pueda

reconocerse plenamente según la imagen que tiene de sí misma en medio de los dolores

y las impotencias. De hecho, “la relación consigo mismo se convierte en un problema,

una dificultad o una opacidad: se da a través del mal o del miedo, ya no hay nada

inmediato, y las mediaciones cansan” (Nancy, 2006, p. 40).

Page 21: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

21

La relación consigo mismo, que puede ser percibida como transparente y directa

gracias a la autonomía de la salud (como la de Descartes junto a la chimenea), se

descubre como un problema serio en situaciones límite, semejantes a la experimentada

por Nancy. La falta de control sobre el cuerpo, su disfunción y su posibilidad de ser

“repuesto” como las partes del navío, a las que se refería Locke en su ejemplo, llevan

a sentir que el yo no puede ser posible sin el cuerpo y que, sin embargo, este puede ser

un alter íntimo para sí. Siguiendo a Nancy (2006):

La identidad vacía de un “yo” ya no puede reposar en su simple adecuación (en su “yo

= yo”) [, pues] cuando se enuncia: “yo sufro”, [se] implica[n] dos yoes extraños uno al

otro (pero que sin embargo se tocan). Lo mismo ocurre con “yo gozo” (podríamos

mostrar que esto se indica en la pragmática de uno y otro enunciado): pero en el “yo

sufro”, un yo rechaza al otro, mientras que en el “yo gozo”, uno excede al otro. Esto se

asemeja, sin duda, como dos gotas de agua, sin más ni menos (p. 40).

Teniendo en cuenta esta suerte de desdoblamiento del yo en las situaciones de

sufrimiento, ¿qué sucede con el “yo” en su sentido más propio? Para Nancy (2006),

este “yo” “se hunde en una intimidad más profunda que toda interioridad, el nicho

inexpugnable desde el cual digo «yo», pero que sé tan hendido como un pecho abierto

sobre un vacío” (p. 43). Además de este sentimiento de su ser más profundo, emerge

por último en Nancy la sorpresa de descubrirse él mismo, y al hombre en general, como

el intruso al que apela el título de su obra en razón del poder de sobrepasarse a sí mismo,

de alterarse con inyecciones, cables y equipos. El hombre es intruso en el mundo y en

sí mismo por su poder de intervenir e intervenirse, de crear y de recrearse técnicamente.

Y como corolario de esta conclusión, el autor afirma finalmente que “la verdad del

sujeto es su exterioridad y su excesividad: su exposición infinita” (Nancy, 2006, p. 43).

La alteridad es, pues, desde la experiencia de Nancy, indisociable a la verdad

misma del sujeto. Su exterioridad, la corporalidad sin la cual no puede concebirse al

sujeto, es al mismo tiempo un alter y esto en dos sentidos: primero, en tanto aquella se

encuentra para el sujeto fuera de alcance o de su total control por causa de la

enfermedad, de la pérdida de autonomía y del consecuente sufrimiento para el yo

profundo; y segundo, en tanto que la corporalidad hace posible, como objeto de

intervenciones, la ajenidad del hombre en sí mismo y en el mundo.

Page 22: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

22

Nos interesa aquí, en particular, la alteridad que Nancy describe en sentido

primero y principal a lo largo de El intruso. Esta nos permite introducir una pregunta

central a nuestro estudio en los términos en que Corine Pelluchon (2013) la formula

respecto del yo roto, cuya voluntad encuentra los límites propios impuestos por la

enfermedad: “¿es la ruptura de la autonomía una apertura a lo otro, el acceso a una

relación diferente con el ser?” (p. 217). Empero, pensar la alteridad al interior mismo

de la subjetividad supone reconsiderar la forma en que las filosofías clásica y moderna

concebían al sujeto desde los ámbitos ontológico y epistemológico, teniendo en cuenta

que desde allí se fundamentan teorías éticas con repercusiones problemáticas en la

autocomprensión del sujeto y en su relación con lo otro.

Desde la ética aristotélica, por ejemplo, en la que el hombre está en el culmen

ontológico de la escala de seres, no sólo han prevalecido las ideas de su superioridad y

de la legítima instrumentalización de las demás especies, sino que ha predominado

también la consideración del sujeto como transparente a sí mismo y como hombre con

pleno ejercicio de sus posibilidades. Esto, sin embargo, no ha cambiado tras el

anunciado fin de la metafísica, que conllevaba la idea de la conciencia como la nueva

autoridad sobre la que debían fundarse la teoría y la práctica (Pelluchon, 2013, p. 222).

En ambos casos, el sujeto es concebido como autónomo y con una unidad interna ya

trascendental u óntica que no pone en cuestión la constitución de su identidad ni da

cuenta de las aporías relativas a esta.

En la búsqueda de una filosofía que pueda dar cuenta de los desafíos actuales

de la bioética y de la problemática de la alteridad respecto de sí mismo, Pelluchon

encuentra que la fenomenología es un área fructífera desde la cual se pueden renovar

la ontología y la política. En particular, la fenomenología de Lévinas permite

enfrentarse a personas y seres vivos, en medio de fenómenos que “muestran la

insuficiencia de nuestro poder constitutivo y, en consecuencia, de la intencionalidad,

poniendo de relieve nuestra pasividad, como el dolor y el envejecimiento” (Pelluchon,

2013, p. 222). A través de esta fenomenología de la pasividad es posible comprender

de manera amplia al ser humano en sus diferentes condiciones, es decir, no sólo como

Page 23: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

23

personas, en el sentido de Kant, ni sólo como egos psíquicos, en el sentido de la

fenomenología de Husserl.

A partir de esta fenomenología de Lévinas, de experiencias como la de Nancy

y de la observación de diferentes pacientes hecha por Pelluchon, podemos entonces

acercarnos a una nueva concepción de la subjetividad como sensibilidad que rompa

con la definición clásica del hombre como animal racional (presente todavía en

Husserl) y que confronte el análisis riqueriano de la alteridad del sí respecto del cuerpo.

Así, pues, en De otro modo que ser, Lévinas (1996) muestra que la conciencia no se

dirige inquieta hacia el otro, en razón, por ejemplo, de algún tipo de culpabilidad que

una persona sana podría sentir en frente de un enfermo. Por el contrario, la conciencia

se ve afectada, a pesar suyo, en lo más profundo de su ser, por cuenta del otro que está

ahí delante y que sufre. Este concernimiento lo llama Lévinas sustitución y es lo que

constituye mi ineludible responsabilidad hacia el otro. Para Pelluchon (2013), esto no

implica una carga excesiva puesta sobre los hombros de cada individuo, sino que más

bien se trata de una consideración profunda de la humanidad, “[la cual] no se define

esencialmente por estar vuelta hacia sí misma ni por el esfuerzo de perseverar en el ser.

El derecho al ser se refiere al para-el-otro de mi no-indiferencia ante la muerte y el

sufrimiento del otro” (p. 226). “Yo” es, en este sentido, solicitud y respuesta, tal como

lo expresa Lévinas (1996A) cuando afirma que la palabra “yo” significa “heme aquí”

(p. 180).

Contrario a lo que piensa Heidegger, Lévinas cree que las estructuras

ontológicas del Dasein no se determinan por el hecho de ser arrojado o por el impulso

que, en medio de las propias posibilidades, mueve hacia aquello que no es todavía. El

Dasein es aquí sustitución, concepto que Pelluchon ilustra en la experiencia de la

enfermedad, o mejor, del estar ante la enfermedad del otro:

no solamente esta experiencia remite al “yo”, al profesional de la salud que se ve

concernido por el otro y no retorna sobre sí mismo, sino que además, la angustia del

enfermo no sólo lo redirige a la indiferencia de las cosas, sino a la resistencia y a la

extrañeza (Unheimlichkeit) de su cuerpo (Pelluchon, 2013, p. 227).

Page 24: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

24

Así mismo, el paciente concebido como Dasein tampoco se revela esencialmente como

cuidado (Sorge) de acuerdo a la analítica existencial de Heidegger (1997). En efecto,

si para este último el Dasein es “el ente al que, en cuanto estar‐en‐el‐mundo, le va su

ser mismo” (p. 156) y que además está llamado “hacia «adelante», hacia sus

posibilidades más propias” (p. 269), para Pelluchon (2013), siguiendo a Lévinas, la

experiencia profunda de estar junto a un enfermo revela que la afectación de mi

subjetividad, en tanto destitución del sí mismo, “implica que el temor por el otro no

remite a la angustia por mi propia muerte, ni a la búsqueda de la autenticidad o de mi

propio poder ser que me es más propio (Eigentlichkeit)” (p. 228). Tal destitución de sí

significa también una renuncia del yo a su soberanía, una inversión del Yo en Sí, cuya

unicidad radica en la responsabilidad, en ese estar-para-el-otro. Por esta vía, la autora

descubre entonces que “mi identidad no reside en mí, sino en una alteridad que hay en

mí” (2013, p. 228) lo cual, además de romper la intencionalidad que opera en el

conocimiento4, rompe la autonomía del sujeto como retorno a sí.

En razón de la renuncia al yo, de la soberanía sobre sí y de esa raíz profunda de

fraternidad en la libertad, la ontología heideggeriana de conquista de la existencia y de

autoafirmación en lo más propio resulta superada a la luz de un nuevo sentido de

humanidad que se revela: la fragilidad. El encuentro cara a cara con el enfermo,

máxime en su desnudez y postración, muestran que “la identidad no es identidad de la

conciencia, es decir, la de un yo dotado de saberes y poderes” (p. 229).

Este sentido íntimo de humanidad sólo surge en la experiencia del exponerse y

aproximarse al otro. Allí se interrumpe la intencionalidad y la voluntad porque el ego

no se abre simplemente al alter, sino que queda preso de este. Esta experiencia del

“otro que hace de mí un rehén” (Lévinas, 1996A, p. 186) es vivida por Pelluchon al

encontrarse delante de los enfermos hospitalizados de Pitié-Salpêtrière. Sin embargo,

nos advierte la autora, semejante proximidad no equivale a una fusión, sino a una

exposición al otro. Por eso, “la subjetividad es aprehendida en su alteridad: la del otro,

no sintetizada ni reducida a lo mismo, pero también la mía, afectada por el otro,

4 Esto es importante, puesto que para Lévinas (1996B) el conocimiento es siempre “relación con lo que

se iguala, con aquello cuya alteridad se suspende” (p. 52).

Page 25: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

25

alteridad en sí que hace posible la escucha, la proximidad y la compasión” (Pelluchon,

2013, p. 230). Ahora bien, aquel proceso de subjetivación es pasivo, pues resulta

imposible ocuparse sólo de sí mismo en el ‘padecimiento’ de la proximidad. Esto

último sólo es posible por cuenta de aquella alteridad que hay en mí y que me lanza

más allá de mí mismo. Tal pasividad sugiere, por un lado, que la humanidad no se

define esencialmente por su conciencia, voluntad o autonomía; y por otro lado, que la

verdad de la propia subjetividad se encuentra en la “afirmación de sí por fuera de la

caída en el anonimato” (p. 231).

En las postrimerías de la muerte, contrario a lo dicho por Heidegger, Pelluchon

afirma que cuanto prima no es la libertad de lo que aliena, ni el deseo de apropiación o

recuperación de lo más propio de sí mismo. Es cierto que, al final de su vida, se hace

patente para el moribundo la insignificancia de los objetos intramundanos y de los roles

en los cuales aquel cifraba su identidad. Sin embargo, la libertad que este puede

experimentar, en lugar de corresponder con una búsqueda desesperada de sí, consiste

en el abandono y la desposesión por el hecho sentido de que “la humanidad le es dada

a uno por otro” (Pelluchon, 2013, p. 233).

En síntesis, la crítica hecha a Heidegger se debe a que su análisis sobre el ser-

para-la-muerte no aplica precisamente para aquel que la enfrenta de manera más

inminente y que de ninguna manera se pro-yecta (sich ent-werfen) hacia un futuro

improbable. Esta ontología reduce además la existencia a su dimensión propiamente

individual dejando de lado la dimensión ética del mundo de lo público, el cual es tenido

por el filósofo como decadente. En palabras de Pelluchon (2013),

este modelo todavía romántico con el que Heidegger piensa la autenticidad pone en

evidencia un conflicto entre el yo y los otros, una separación de las conciencias y, a

pesar de lo que se diga sobre el ser-en-el-mundo, una relación de exterioridad entre el

yo y el mundo (p. 253).

Hasta aquí hemos considerado la alteridad consigo mismo bajo las condiciones de la

enfermedad física. En ellas, particularmente en el caso de la situación límite de

confrontación con la muerte inminente, se ha dilucidado con mayor fuerza la extrañeza

general y permanente respecto del propio cuerpo. Pasemos ahora a reflexionar sobre la

Page 26: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

26

extrañeza que se puede experimentar respecto de la propia psique o lo asociado a ella

como el carácter, la personalidad o la memoria.

Las enfermedades de tipo psiquiátrico son, en sentido estricto, también

corporales por el vínculo de la psique con la estructura físico-neuronal del cerebro y su

correlación con las demás funciones orgánicas. No obstante, consideramos que la

extrañeza vivida bajo las circunstancias de afectación de la psique tiene

particularidades que merecen tratarla en un acápite diferente. Por este motivo, antes

que caer en la división cartesiana de enfermedades del cuerpo y enfermedades del alma,

seguimos aquí “la distinción entre formas de enfermedad que permanecen en la

periferia del sí-mismo corpóreo y aquellas que llegan hasta lo más interior de nuestra

existencia” (Waldenfels, 2015, p. 67).

1.2 ¿Soy mi psique?

Una de las formas más desconcertantes de extrañeza consigo mismo en la dimensión

psicológica tiene que ver con la pérdida de la memoria y el Alzheimer, cuyos síntomas

confrontan al enfermo, sus familiares y cuidadores con la alteridad radical de “los a-

privativos: afasia5, apraxia6, agnosia7, apatía8” (Pelluchon, 2013, p. 237). Esta afección

neurodegenerativa confronta efectivamente las ideas que podamos tener acerca de una

persona, en el ámbito personal, y de la identidad en general, en el ámbito filosófico.

Así, ante la escena de una persona con Alzheimer que no reconoce a sus hijos, la

pregunta que surge es si acaso sin memoria podemos seguir vinculados con nuestro yo

auténtico. Ante la agresividad de una persona que era pacífica, la pregunta es si acaso

puede ser considerada como la misma.

5 “Pérdida o trastorno de la capacidad del habla debida a una disfunción en las áreas del lenguaje de la

corteza cerebral” (DRAE). 6 “Incapacidad total o parcial de realizar movimientos voluntarios sin causa orgánica que lo impida”

(DRAE). 7 “Alteración de la percepción que incapacita a alguien para reconocer personas, objetos o sensaciones

que antes le eran familiares” (DRAE). 8 “Impasibilidad del ánimo. Dejadez, indolencia, falta de vigor o energía” (DRAE).

Page 27: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

27

En este último caso, hay para Pelluchon (2013) algo que resulta más perturbador

que caer en la demencia: “nuestra dificultad para aceptar que el ser humano nos sea

incognoscible” (p. 239). En tales circunstancias, aquello que afirma Lévinas acerca de

la propia responsabilidad por el otro sin expectativa de reciprocidad se hace más

fehaciente. Ante el otro sin memoria y sin voz, el ego no puede reinvindicar sus propias

convicciones. No hay lugar allí para su autoafirmación. Por el contrario, sólo a través

de este otro, del acompañante, se hace verdad la dignidad del enfermo, que doliente o

perdido en sus recuerdos, no puede conquistar aquella dignidad por una suerte de

retirada del mundo público. Aquí, “[el] que dice «buenos días» al anciano postrado en

cama o al demente, y que manipula su cuerpo con precaución, incluso si el paciente es

incontinente, es garante de esta dignidad. Es así como se la otorga” (p. 243). Así, en

las situaciones de extrañeza con el propio cuerpo y con la psique especialmente severas

se da una experiencia inevitable de heteronomía en las cuales el sentido del yo y la

tranquilidad son dados por otros, por ejemplo, los profesionales de la salud y los

parientes (p. 247).

De acuerdo con Pelluchon (2013), en aquel que experimenta su propia

contingencia por la precariedad del estar-en-el-mundo y por la impotencia de su

voluntad prevalece el deseo de ser reconocido por el otro sobre la búsqueda

heideggeriana de autenticidad. Lo que puede afrontar tal precariedad, “no es la

resolución precursora, no es el proyecto, y ni siquiera la obra, sino la confianza” (p.

249). Y tal confianza no se fundamenta en algún desocultamiento o advenimiento, sino

en el regalo del intercambio con el otro que tranquiliza y que suscita gratitud. Ahora

bien, la extrañeza con la propia psique puede afectar las raíces mismas del carácter no

sólo en situaciones de enfermedad natural, sino en circunstancias en las que el sujeto

sufre un accidente que afecta su cerebro. Este es el caso de Phineas Gage, reportado

por Antonio Damasio (1996) en su libro El error de Descartes. En el verano de 1848,

Gage trabajaba para el ferrocarril Rutland & Bulington hasta que un día, en un confuso

accidente causado por una explosión, una barra de hierro le atravesó la cabeza, tal como

lo corroboró el Boston Medical and Surgical Journal. Prodigiosamente, Gage

sobrevivió al accidente y pudo incluso relatar luego con total normalidad las

Page 28: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

28

circunstancias del accidente, respondiendo sin problemas a las preguntas que se le

hacían. Sin embargo, luego de dos meses de plena curación de sus heridas, Phineas

Gage quedó con una extraña secuela: su personalidad, sus gustos, sueños y metas

cambiaron (p. 22).

Mientras que la recuperación física de Gage fue completa (únicamente perdió

la visión del ojo izquierdo) y no tenía dificultades con el lenguaje, los médicos de la

época reportan con abundancia de detalles cómo efectivamente Gage parecía ya no ser

Gage:

Ahora era irregular, irreverente, cayendo a veces en las mayores blasfemias, lo que

anteriormente no era su costumbre, no manifestando la menor deferencia para sus

compañeros, impaciente por las restricciones o los consejos cuando entran en conflicto

con sus deseos, a veces obstinado de manera pertinaz, pero caprichoso y vacilante,

imaginando muchos planes de actuación futura, que son abandonados antes de ser

preparados… Un niño por su capacidad intelectual y sus manifestaciones, tiene las

pasiones animales de un hombre fuerte (Damasio, 1996, p. 22).

Tal fue el cambio que se operó en Gage, que, una vez reintegrado a su trabajo, tuvo que

ser despedido por sus patrones en razón de su nuevo e insoportable carácter. Esto, a

pesar de que físicamente él podía seguir desempeñando las funciones que cumplía antes

del accidente. Esta triste historia de Gage concluyó en un anonimato casi total luego de

una crisis epiléptica que lo mató a los treinta y ocho años, pero sigue siendo

paradigmática para la ciencia y la filosofía. Si bien otros casos de lesión neurológica

habían mostrado que “el cerebro era la base del lenguaje, la percepción y la función

motriz” (Damasio, 1996, p. 25), lo acontecido con Gage mostró algo sorprendente en

su momento: hay sistemas en el cerebro humano dedicados sobre todo al razonamiento

antes que a cualquier otra cosa, y en particular a las dimensiones personales y sociales

del razonamiento (p. 25).

Todo indicaba que la mutación del carácter en Gage se debió a una lesión

cerebral. Sin embargo, dado que las operaciones mentales de Gage, registradas por los

médicos de la época, eran “perfectas en tipo, pero no en grado o cantidad” (Damasio,

1996, p. 31), se podía concluir que la observación de convenciones sociales, el

comportamiento ético y la toma de decisiones provechosas de parte de un individuo

Page 29: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

29

“requería el conocimiento de las normas y estrategias y a la vez la integridad de

sistemas cerebrales específicos” (p. 31). Y efectivamente, tal como lo descubrieron los

científicos veinte años después del accidente, aquel conocimiento de normas y la toma

de decisiones operan a nivel psico-físico en el lóbulo frontal del cerebro, es decir, el

lugar donde Gage resultó herido.

El caso de este sujeto abre paso sin duda a intensos y antiguos cuestionamientos

en el orden filosófico relativos al libre albedrío y a lo que puede sustentar el juicio entre

el bien y el mal. Sin embargo, antes que profundizar en estos asuntos, nos centraremos

en el objeto de nuestra investigación para insistir, por lo pronto, en la irreductibilidad

de la alteridad a lo exterior de sí. En efecto, si la alteridad tiene que ver con el cuerpo,

su fragilidad y la imposibilidad de dominar cada célula de este, y si además la identidad

psicofísica de un sujeto no puede concebirse sin su cuerpo, entonces se confirma que

alteridad e identidad no son hechos separados en los ámbitos opuestos de exterioridad

e interioridad. Alteridad e identidad son, pues, fenómenos intrínsecos al ser humano o

Dasein encarnado, que lo entretejen desde adentro.

Esta idea, sin embargo, se opone a la concepción del sujeto libre y autónomo

que atraviesa el pensamiento moderno desde el dualismo metafísico cartesiano hasta el

idealismo alemán y que prevalece en la filosofía de pensadores contemporáneos como

Heidegger. En el caso de este último, Pelluchon señala que tal concepción permanece

y se fundamenta en una omisión imposible de ignorar: la falta de reconocimiento de la

dimensión corporal en la concepción del ser ahí del hombre.

Gracias a Ricœur, hemos visto la importancia de aquella dimensión olvidada

por la filosofía clásica para efectos de la identidad, pues la sensación de pertenencia

del cuerpo es constitutiva de la ipseidad (o identidad-ipse) independientemente del

carácter, del envejecimiento y de la enfermedad. No obstante, gracias a la experiencia

de Nancy, al acompañamiento a enfermos de Pelluchon y al análisis de caso de

Damasio hemos podido constatar luego cómo precisamente en la pérdida del carácter,

el envejecimiento y la enfermedad, imposibles de considerar fuera de la dimensión

corporal, se da un fenómeno o tipo íntimo de alteridad asociado a la falta de total

dominio del propio cuerpo. Así, pues, esta atención al cuerpo del sujeto, al hecho de

Page 30: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

30

que este cuerpo puede fallar, de que uno de sus órganos puede enfermar al resto, de que

sus partes pueden ser reemplazadas y de que estas pueden ser integradas o rechazadas,

no sólo refuerza la idea de su nuclear alteridad, sino que mina seriamente los supuestos

de libertad y autonomía de aquel sujeto corpóreo.

A medio camino entre la postura de Parfit9 sobre la negación de la identidad

personal y la postura típicamente moderna del sujeto como dueño de sí, idéntico a sí

mismo, libre y autónomo, nos encontramos a favor de la postura de Ricœur y Lévinas

que defienden paralelamente la identidad personal y la alteridad en el sujeto, sin por

ello negar su libertad. Identidad y alteridad son así dos polos del ser encarnado del

hombre que no se pueden desatender, pues esto puede implicar, en cada caso, una

subvaloración u olvido ya de la particularidad del sujeto en su dimensión psicológica

ya de la corporeidad del individuo en su dimensión física.

En los extremos de ignorar alguno de estos polos, nos enfrentamos adicional y

correspondientemente con los siguientes riesgos: primero, la disolución de la

responsabilidad personal frente al rostro del otro en la ausencia de una efectiva

identidad personal del sí mismo y de los otros; y segundo, la relación inadecuada del

sujeto consigo mismo y con los demás por el desconocimiento de la alteridad

constitutiva de cada sujeto y en consecuencia, por la no aceptación de su fragilidad

como Dasein encarnado en las inseparables dimensiones física y psicológica.

Respecto a esto último, si la intensa manifestación de la alteridad en una

dimensión u otra mereció su consideración separada, la asociación de la fragilidad a la

falta de control total o daño posible de cada célula y neurona hizo patente que, desde

cualquier ángulo, el cuerpo puede ser visto como lugar de identidad y alteridad. Ahora

bien, si la alteridad se considera sólo en términos de falta de control o vulnerabilidad

psico-física, la identidad del sí mismo queda también reducida al plano de lo

neurológico y cualquier explicación sobre su ser y sus acciones no podría dar cuenta

9 Parfit (2004) afirma en Razones y personas que “no podemos explicar la unidad de la vida de una

persona estableciendo que las experiencias de esta vida son todas tenidas por esta persona. Podemos

explicar esta unidad únicamente si describimos las diversas relaciones que se dan entre estas diferentes

experiencias, y sus relaciones con un cerebro concreto. Por tanto podríamos describir la vida de una

persona de un modo impersonal, que no afirme que esta persona existe” (p. 753).

Page 31: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

31

de un horizonte diferente del positivismo de reacciones cerebrales y de la mecánica

orgánica. En este sentido, es cierto, por ejemplo, que los conocimientos científicos

acerca del cerebro pueden decir mucho acerca de la fisiología de nuestra conciencia,

pero con ello no cambia esa conciencia intuitiva de autoría y responsabilidad que

acompaña a todas nuestras acciones (Habermas, 2001, p. 5).

Por este motivo, consideraremos a continuación un tipo de alteridad constitutivo

del sujeto que tiene que ver con la voluntad, cuya falibilidad, de ser equiparada a la

fragilidad del cuerpo o a la falta de total control del mismo, condenaría toda posibilidad

de referirnos a la profunda identidad, plena libertad y auténtica responsabilidad del

sujeto. Tal alteridad puede referirse a dos tipos de experiencias respecto de la propia

voluntad: de un lado, sentirse otro respecto de sí mismo por la debilidad de la voluntad

para actuar siempre en conformidad con ideales o con la imagen que se tiene de sí; y

de otro lado, descubrir los límites absolutos de la voluntad impuestos por la facticidad

misma del Dasein encarnado. En ambos casos, la consideración de la impotencia y

fronteras de la voluntad o de lo voluntario implicará necesariamente referirnos a lo que

queda allende: lo involuntario.

1.3 ¿Soy lo que quiero?

La reflexión de San Agustín sobre la escisión de la voluntad nos servirá para

introducirnos en el primer tipo de experiencia ya enunciado, es decir, aquella en que,

sin estar fuertemente afectados por una condición psiquiátrica particular o sujetos de

alguna coerción externa, no nos sentimos plenamente dueños de nosotros mismos en

lo que hacemos o en lo que somos. Sin embargo, aquella es más que una reflexión:

parte de la experiencia misma del Hiponense en la que se evidencia cómo la propia

interioridad puede ser un lugar de tensión entre nuestros deseos y acciones.

En el libro octavo de Confesiones, Agustín escribe cómo, a pesar de que estaba

convencido intelectualmente del cristianismo, la flaqueza de su voluntad le impedía

caminar firmemente por aquel “angosto trazado”. Esto en contradicción con la doctrina

socrática, según la cual conocer el bien era suficiente para poder realizarlo. A pesar de

Page 32: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

32

tener el anhelo de imitar a conversos como Victorino y San Pablo, tal deseo no se

concretaba en la acción. Él se encontraba encadenado por la fuerza del pecado, puesto

que su voluntad estaba pervertida “[y de ella] nace la pasión, de servir a la pasión nace

la costumbre y de la costumbre no combatida surge la necesidad” (C 8.5.10).

Esta necesidad del pecado es descrita por el Hiponense como un antagonismo

de dos voluntades que desgarran el alma: una vieja, inclinada a lo carnal; y una nueva,

dócil al espíritu. Por cuenta de estas dos tendencias, Agustín se refiere a su yo (ipse)

como lo más auténtico de sí mismo o como su voluntad más propia que sufría a causa

de aquella otra voluntad, la cual, a su vez, lo llevaba a actuar en contra de sus

convicciones. La inautenticidad de aquella voluntad queda expresada como “mi yo

[que] no era mi yo” (C 8.5.10) y muestra aquella misteriosa patología que hace que la

voluntad humana se desdoble o se divida perdiendo su unidad original. Así, disminuida

en fuerza, la voluntad se debate entre su reconciliación o escisión (Wetzel, 2012, p.

340) en medio de la posibilidad de incoherencia entre ideales, deseos auténticos y

acciones ejecutadas. Esta divisibilidad de la voluntad es comparada por Agustín con

una enfermedad del espíritu por la que el yo (ipse) no consigue actuar siempre según

la verdad y su postración se debe a la costumbre adquirida de obrar en contradicción

con esta verdad (C 8.9.21-8.10.22).

Reinterpretando esta experiencia, podríamos decir que allí se da una especie de

alteridad que no tiene que ver con la presencia de voluntades distintas a la propia y, sin

embargo, interiores a sí mismo. No se trata, en efecto, de algo así como una posesión.

Se trata, por el contrario, de una alteridad relativa a la fuerza de la costumbre y a lo

fragmentario de la voluntad, lo cual suscita además preguntas clásicas de la filosofía

acerca de la libertad y el origen del mal que Agustín enmarca dentro de la doctrina del

pecado original y del mal como privatio boni.

Sin embargo, dado que aquella vía de explicación puede acrecentar la

complejidad del problema y no ofrecer respuestas satisfactorias, dejaremos a un lado

aquel intento de resolución dogmática y definitiva a estas cuestiones. Antes bien, nos

concentraremos en nuestro verdadero interés: comprender mejor la experiencia del

estar enfrentado consigo mismo en razón de la labilidad de la voluntad a partir de la

Page 33: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

33

categoría de alteridad. Pero esto, recordemos, no sólo con el ánimo de poner bajo la

égida del mismo término fenómenos aparentemente independientes, sino con el interés

de comprender en qué medida estos se encuentran conectados y podrían relacionarse

más adecuadamente. Para lograr lo anterior, nos serviremos, a continuación, del

análisis riqueriano acerca de lo voluntario y lo involuntario, pues nos permitirá

comprender la relación entre la identidad y un tipo de alteridad no reducida al ámbito

naturalista ni explicable sólo desde la vulnerabilidad orgánica.

En su Filosofía de la voluntad, Ricœur se pregunta si acaso la voluntad humana

es todopoderosa como parecen sugerirlo las concepciones tradicionales de la voluntad

en autores como Descartes y Spinoza, que tienden a limitar la voluntad a un acto del

espíritu en el cual querer (vouloir) sería fundamentalmente pensar (penser). En

contraste con esta visión clásica y espiritualizante de la voluntad como intención (visée)

o como inclinación del espíritu hacia un objetivo preciso (but), Ricœur pone en tela de

juicio la comprensión monolítica de la voluntad a través de la noción de poder

(pouvoir). Para hacer esto, Ricœur se remonta a Aristóteles en quien encuentra el

primer desarrollo acerca del poder en la pareja de conceptos acto y potencia. Esta

distinción, aunque enmarcada dentro de la metafísica aristotélica y sin consideración

alguna respecto de la voluntad, le resulta útil a Ricœur para quien estar en potencia

designa un grado ontológico inferior o más débil que el acto y da la idea general de lo

que significa una potencia y una capacidad (Giroux, 2013, párr. 2-3).

Para nuestro autor, los poderes en plural se refieren a diferentes cosas: los

“saber-hacer” (savoir-faire) prefigurados, las emociones e incluso los hábitos. Sin

embargo, ¿a qué se refiere cuando afirma que el común denominador de todos estos

poderes es su carácter involuntario? Para comprender esto, es preciso abordar

rápidamente la descripción fenomenológica que Ricœur hace de la voluntad en cada

uno de los tres momentos correspondientes a las partes en las que se divide su obra Lo

voluntario y lo involuntario, primer tomo de Filosofía de la voluntad: el decidir, el

actuar y el consentir. El decidir se refiere a la determinación de un proyecto con base

en motivos y bajo la forma de la elección en el ámbito de lo posible, es decir, de la

existencia real. El actuar se refiere al instante del movimiento, es decir, al momento en

Page 34: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

34

el que el cuerpo ejecuta el proyecto o realiza la idea que motivó tal acción. En cuanto

al consentir, este se refiere a la manera de aceptar la necesidad, de acoger el

involuntario absoluto (Giroux, 2013, párr. 4-5).

Para Ricœur, el aspecto involuntario de la decisión se encuentra en los motivos

o razones que guían tal decisión y conducen a la acción. Los motivos que dan sentido

a la decisión se encuentran ya allí, es decir, en quien toma la decisión. Muestra de esto

es lo que Ricœur dice respecto de las necesidades fisiológicas como motivos vitales.

¿En qué sentido, por ejemplo, puedo decir que la decisión de beber agua, si tengo sed,

es absolutamente libre? Aunque se podría argumentar que aquella decisión es fruto de

una voluntad pura que obedece sólo al pensar, la existencia de mi propio cuerpo o la

facticidad de mi carne influencian considerablemente esa decisión. Es cierto que no

beber nada es una elección posible. No obstante, la decisión de no beber es dañina en

tanto que desatiende a un motivo vital, el cual compromete a su vez al cuerpo como

condición de posibilidad de toda voluntad. Resulta claro entonces que la preservación

de la voluntad depende de que ésta responda a las exigencias del cuerpo, del cual

aquella depende inexorablemente. Asimismo, se ratifica que la voluntad humana no

puede limitarse sólo al pensamiento ni puede desligarse de su contrapartida

involuntaria por cuenta de los motivos que emergen del propio cuerpo (Giroux, 2013,

párr. 8-9).

Para comprender adecuadamente el fenómeno de lo voluntario, Ricœur insiste

en que es preciso desterrar la distinción clásica entre querer y actuar en razón de que

no es posible comprender la idea de la decisión sin abordar conjuntamente la idea de la

acción. Por ejemplo, situado simplemente delante de un objeto cualquiera, sin hacer

nada con él, no es posible tener la impresión de quererlo realmente. Incluso si

mentalmente uno se dijera a sí mismo: “quiero agarrar ese objeto”, es evidente que

aquel pensamiento no constituye de por sí un querer auténtico. Para Ricœur, un

verdadero querer es aquel que pone en marcha los medios de su realización, en otras

palabras, es en el movimiento del cuerpo hacia el objeto que puedo efectivamente decir

y mostrar que verdaderamente lo quería. Así pues, en tanto que mi voluntad implica mi

cuerpo, fuente de todos mis poderes, aquella no puede entenderse desligada del actuar.

Page 35: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

35

De este modo, Ricœur llega al segundo momento de su reflexión en torno a lo

voluntario y lo involuntario: el movimiento y los poderes. Ya hemos visto que el querer

no se reduce al pensar, pues el querer imprime movimiento al cuerpo con respecto a

aquello que en verdad quiere. Sin embargo, este paso de la idea al movimiento resulta

tan misterioso como problemático, en especial si la expresión “imprimir movimiento

al cuerpo” se interpreta bajo la luz del dualismo metafísico alma-cuerpo. Por este

motivo, es necesario dejar de lado la concepción etérea o trascendental del cogito y

partir del hecho de que este sólo puede ser un cogito encarnado (Giroux, 2013, párr.

11-12).

Querer es entonces darle vida a un proyecto concebido en la interioridad y

confrontarlo con el mundo, lo cual sólo es posible en tanto el cuerpo se mueve de

acuerdo a la realización de tal proyecto. Por este motivo, no se puede querer sino en

razón de que el espíritu o la mente estén ancladas al cuerpo como punto de apoyo para

la voluntad. Sin cuerpo no se puede hablar de voluntad en el sentido humano del

término. Ahora bien, el cuerpo no puede ser punto de apoyo de la voluntad en un

sentido puramente orgánico. Es en función de ciertos poderes del hombre que aquel

puede realizar su voluntad, aunque esta se encuentre constreñida simultáneamente en

los límites que aquellos mismos poderes le imponen. Estos poderes son tres: saber-

hacer preformados (des savoir-faire préformés), la emoción y el hábito.

Los saber-hacer preformados se refieren a las formas de actuar y de moverse

que, a modo de reflejo, es decir, automática e irreflexivamente, ejecuta el hombre en

su manera de enfrentarse al mundo. Estos saber-hacer son descritos por Ricœur como

preformados en cuanto han sido desarrollados por el hombre de una manera

inconsciente y espontánea, sin querer auténtico, y que se expresan en movimientos

“primitivos” como, por ejemplo, el de un recién nacido que busca el pecho de su madre

para mamar o refugiarse.

Ricœur considera la emoción como un poder puesto que esta afecta el cuerpo y

en cierta medida se apodera de él. La emoción, entonces, no es algo que sirva

propiamente a la voluntad, sino que es un momento del alma manifestado en el cuerpo,

Page 36: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

36

que demanda del querer o que, en otras palabras, conlleva el recurso a la voluntad de

reconquistar el cuerpo para que este no quede sometido bajo el peso de la emoción.

Por último, Ricœur afirma que el hábito es un poder en la medida en que este

hace que las acciones voluntarias sean más fáciles de realizar. Sin embargo, como sea

que este se produzca, se contraiga o se adquiera, el despliegue del hábito tiene un

carácter involuntario que tiene como objetivo atenuar o hacer olvidar el esfuerzo que

implica la acción voluntaria. El hábito es, en consecuencia, de una gran utilidad, ya que

en la repetición de la misma acción en variadas ocasiones el cuerpo asimila tal acción

con una espontaneidad que el sujeto mismo ya no comprende o no necesita comprender.

Es en este sentido que el hábito sirve a la voluntad. Ahora bien, así como el hábito

puede ser muy útil, este puede resultar también peligroso para la voluntad, pues puede

conducirla a olvidarse de sí misma. En efecto, si el esfuerzo original que implica una

acción desaparece y con este el carácter voluntario de aquella acción en su repetición,

la voluntad termina por olvidarse a sí misma en aquella facilidad y en aquel vínculo

con el hábito que revela la tensión entre libertad y naturaleza. En palabras de Giroux

(2013), esta tensión se expresa en que

soy un ser de libertad puesto que soy [también] un ser natural. Si el hombre cree poder

liberarse del reino de la naturaleza disponiendo de una voluntad que ya no reclama

esfuerzo, este se equivoca. La voluntad más eficaz tiende hacia la naturaleza pues

aquella se olvida de reflexionar sobre ella misma (párr. 17) 10.

Esta relación paradójica entre libertad y naturaleza es la que se expresa en el querer

convertido en poder a través del hábito. Este último genera nuevas disposiciones que

van más allá del carácter voluntario de la acción hasta el punto de llegar a convertirse

en una especie de segunda naturaleza del sujeto. ¿Qué ocurre, sin embargo, con el

esfuerzo en una acción habitual? Desde la perspectiva de Ricœur, el esfuerzo es

entendido sólo como voluntad encarnada, es decir, como la voluntad apoderada de los

10 Traducción propia del francés : « Je suis un être de liberté que parce que je suis un être naturel. Si

l’homme croit pouvoir s’affranchir du règne de la nature en disposant d’une volonté qui ne réclame plus

d’effort, il se trompe. La volonté la plus efficace dérive vers la nature car elle oublie de se réfléchir sur

elle-même ».

Page 37: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

37

músculos. De este modo, hacer un esfuerzo significa emplear el cuerpo en un cierto

objetivo a través de un movimiento “cargado de idea”.

En contra de la tendencia del hábito a naturalizar acciones con la espontaneidad

irreflexiva que condiciona la libertad, el esfuerzo permite romper la rutina y es

expresión tanto de una suerte de reapropiación del propio cuerpo como de la

reafirmación de la dimensión voluntaria de las acciones. Esto es particularmente

importante en las circunstancias en las que emociones fuertes pueden llevar a una

pérdida de control del cuerpo. Allí, la voluntad se manifiesta nítidamente como el

esfuerzo de reconquistar el dominio de sí mismo, del propio cuerpo (Giroux, 2013,

párr. 19-20).

Una vez explicados los momentos del decidir y del actuar así como los poderes

del saber-hacer, las emociones y los hábitos, llegamos entonces al tercer momento de

la reflexión riqueriana referida al consentir. En primer lugar, se debe aclarar que no se

trata aquí de un consentimiento cualquiera a una acción particular, sino que se refiere

a la conformidad o aquiescencia del sujeto respecto de lo que él es, lo cual constituye

una última etapa de la voluntad humana: aquella de aceptar la propia debilidad (Giroux,

2013, párr. 21). De acuerdo con Ricœur, se trata pues de un consentir a lo involuntario

absoluto, forma radical de lo involuntario, y por tanto, fuera del alcance de la voluntad

en cuanto decisión y movimiento. De manera más precisa, por “involuntario absoluto”

Ricœur entiende tres cosas: el carácter, el inconsciente y la vida.

En Lo voluntario y lo involuntario, Ricœur se refiere al carácter como una

manera de querer que no se escoge, pero que no compromete la libertad. En efecto, el

carácter consiste en una forma no escogida a través de la cual se despliega la libertad

humana sin anularla. Ahora bien, aunque el carácter evoluciona a lo largo de las etapas

de la vida, Ricœur apunta aquí, como lo sugiere la expresión involuntario absoluto, a

aquella parte del carácter o de sí mismo que permanece inalterable, algo así como una

sustancia que no se modifica a pesar de los posibles cambios en la personalidad

(intuición desarrollada posteriormente en Sí mismo como otro bajo la noción de

ipseidad que hemos abordado más arriba). En este sentido, Ricœur cree que los

cambios que pueden darse gracias a la propia voluntad son siempre proporcionales a la

Page 38: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

38

fuerza del carácter, de modo que, por ejemplo, un hombre cuyo carácter ha sido desde

siempre pasivo e introvertido no puede convertirse en un hombre activo y parlanchín.

No obstante, no hay en ello determinismo, pues la libertad de aquel hombre se muestra

en la manera como su pasividad e introversión puede ser transformada, por ejemplo,

en un espíritu reflexivo.

El segundo aspecto que Ricœur asocia a lo involuntario absoluto es el

inconsciente: aquella parte oscura que nos constituye y nos caracteriza de manera

particular sin que esta se muestre a nosotros mismos de manera nítida. El inconsciente

hace parte de nosotros y, sin embargo, la paradoja consiste en que lo ignoramos total o

parcialmente. Por eso, en consonancia con Freud, Ricœur reconoce la imposibilidad de

conocerse a sí mismo en plenitud, pues el inconsciente no es accesible ni está sujeto a

la voluntad. Así pues, de la misma manera que soy y padezco mi propio cuerpo, soy y

padezco también mi propia vida psíquica sin poder deshacerme de ella. Esto significa

que incluso los sueños en los que no me reconozco hacen parte de mí, pues si bien estos

pueden alimentarse de imágenes externas, en cada caso son producidos por mí mismo.

En consecuencia, el sí mismo es tanto la vida clara y distinta de su conciencia como la

opacidad fundamental de su inconsciente.

Por último, el tercer aspecto que Ricœur menciona como constitutivo de lo

involuntario absoluto es la vida misma, es decir, la vida en tanto condición de

posibilidad de todo, incluidos la voluntad, el cuerpo, la conciencia, los poderes, etc. En

este sentido podemos decir que el hecho de existir y de estar con vida no obedece a un

acto de nuestra propia voluntad o de nuestro querer. De allí que, por encima de

cualquier afirmación de esa voluntad, de lo que somos y queremos, se impone el

reconocimiento fundamental de que, ante todo, somos seres vivientes o estamos con

vida. Que la voluntad no pueda tener dominio sobre la vida resulta aún más evidente si

se tiene en cuenta que es la primera la que proviene de la segunda y no al revés. Todo

lo vital y orgánico como la respiración, el latir del corazón, la regeneración de los

tejidos, etc. escapan a la voluntad y a su dominio. Quiéralo o no, estoy con vida y el

fin de esta no es soberanía de mi voluntad ni siquiera a través del suicidio. Y la razón

de esto consiste en que, si bien puedo decidir abiertamente acabar con mi vida a través

Page 39: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

39

de un acto de mi voluntad, este acto coincide con su anulación. Esta no puede entonces

ser verdaderamente soberana en el atentado contra el propio ser, pues cualquier tipo de

muerte implica el final de todo querer (Giroux, 2013, párr. 25).

La muerte es inevitable y por eso resulta imposible querer en contra de ella.

Aparece entonces así, con toda claridad, la idea del consentimiento. En tanto que la

muerte no puede dejar de suceder, la única alternativa que tiene la voluntad frente al

poder de tal necesidad es consentir a su inevitabilidad, lo que significa, en otras

palabras, dejar de debatirse inútilmente en torno a ella sin perder al mismo tiempo todo

aliento y motivación frente al término de la vida. En lugar de quedar suprimida de cara

a lo involuntario absoluto, la voluntad tiene frente a esto un rol que jugar. Ella puede

decirle “sí” a aquello que escapa de su control. De este modo, gracias a aquel

consentimiento, la existencia del sujeto se transforma, pues su voluntad deja de

chocarse locamente con lo inevitable y adquiere la sabiduría de aceptar sus propios

límites (Giroux, 2013, párr. 26).

Llegados al final de este rápido recorrido por Lo voluntario y lo involuntario,

consideramos que el análisis riqueriano nos permite comprender con mayor

profundidad que nuestra experiencia de la alteridad desde la propia identidad no se da

como algo aislado o irreconciliable con el ámbito de nuestra voluntad. De esta manera,

si en las primeras dos secciones de este capítulo hemos considerado cómo las

dimensiones corporal y psicológica (ambas físicas) son lugares de alteridad respecto

de lo que consideramos más propio de nosotros mismos, es decir, la identidad de lo que

somos y queremos, hemos visto aquí que la voluntad misma puede ser lugar de íntima

alteridad. De acuerdo con los autores que hemos abordado en esta sección, aquella

alteridad puede experimentarse en síntesis de las siguientes formas: desde Agustín,

como escisión debilitante de la propia voluntad; y desde Ricœur, como los límites que

encuentra lo voluntario para acceder al inconsciente, para modificar radicalmente el

propio carácter y para actualizarse en la repetición habitual de acciones por medio del

esfuerzo y la plena consciencia al momento de ser ejecutadas.

Page 40: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

CAPÍTULO 2

EL INFINITO EN MÍ

Porque estuve hambriento y me dieron de comer;

sediento y me dieron de beber; era forastero y me

hospedaron; estuve denudo y me vistieron;

enfermo y me visitaron; encarcelado y fueron a

verme. […] Yo les aseguro que, cuando lo

hicieron con el más insignificante de mis

hermanos, conmigo lo hicieron.

Mt 25. 34-36. 40.

En el capítulo anterior abordamos los niveles de alteridad que se entretejen con el sí

mismo del sujeto y desde los cuales la identidad personal se descubre constituida y a la

vez condicionada. Ahora nos detendremos en el pensamiento de Lévinas, el cual señala

el camino de una alteridad que podría describirse como “más allá” del yo, del ser

mismo, y en este sentido, de toda esencia. En primer lugar, resulta fundamental

recordar la concepción que Lévinas (2001) tiene del yo: “el Yo es la identificación por

excelencia, el origen del fenómeno mismo de la identidad” (p. 47). Aquí no se trata

entonces del yo que se reconoce en la permanencia de una cualidad inalterable

(identidad ídem caracterizada por Ricœur), sino del yo desde el cual puedo identificar

cada objeto y cada ser con sus respectivas cualidades y esto gracias a que “soy el mismo

desde el inicio –me ipse-” (Lévinas, 2001, p. 47). En este sentido, la identificación no

consiste tampoco en “redecirse a sí mismo” como una definición o una equivalencia

lógica, sino del reconocimiento del “fuera del yo”, un afuera en necesidad o un afuera

de la necesidad que, al solicitar al yo, se hace un para mí. Aquel redecirse equivaldría,

por su parte, a una tautología de la ipseidad, que Lévinas no duda en describir como

Page 41: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

41

egoísmo, porque el Yo es relación y no puede definirse o determinarse en virtud de sí

mismo.

Dicho esto, si el Yo es relación, ¿qué tipo de relación y qué cosa puede sacar al

Yo de sí mismo? Una de las posibles respuestas sería el conocimiento. Sin embargo,

Lévinas descarta rápidamente esta alternativa aduciendo que el verdadero

conocimiento se da cuando el Yo deja a un ser extraño manifestarse y esto no

interrumpe la identificación originaria del Yo ni lo arranca fuera de sí. De esta manera,

el ser entra en el ámbito del conocimiento verdadero tematizándose, y aunque el ser

bajo esta forma recortada mantenga cierta extrañeza respecto de aquel que conoce, éste

sorprende al Yo y el yo, por su parte, lo naturaliza. De allí que no se pueda afirmar la

alteración de la identidad del Yo por parte del ser en la verdad como también lo

confirma el análisis fenomenológico de la intencionalidad, en donde la autoconciencia

o la identificación de sí es compatible con la conciencia del ser (Lévinas, 2001, p. 47).

La concepción del conocimiento como comprensión del ser muestra, para

Lévinas, la prioridad del porvenir sobre el pasado por fuera del tiempo, aquello en lo

que enfatiza nuestro autor. Tal prioridad da cuenta también de la adecuación del ser al

pensamiento, sobre la cual se ha cimentado la filosofía desde sus orígenes en Grecia.

Incluso en Heidegger prevalece el porvenir en la forma como aborda el ser del ente “en

términos de luz y de oscuridad, de develamiento y de ocultamiento, de verdad y de no-

verdad” (Lévinas, 2001, p. 49). Tras el análisis de diversos autores clásicos como

Descartes o Husserl, Lévinas (2001) llega a la conclusión de que en la filosofía

occidental se piensa al Otro desde su develamiento, es decir, desde el momento en que

“al manifestarse como ser, el Otro pierde su alteridad” (p. 49). Al parecer, el terror de

la filosofía por la alteridad permanente del Otro ha hecho de esta una filosofía regida

por el ser, es decir, centrada en el hombre y, por tanto, una “filosofía de la inmanencia,

la autonomía o ateísmo […] [, cuyo Dios] es un Dios adecuado a la razón, objeto de

comprensión, incapaz de turbar la autonomía” (p. 50).

Detrás de esta imagen conceptual de Dios, Lévinas (2001) dirige su crítica al

pensamiento filosófico clásico que ha supuesto que el movimiento natural de la

Page 42: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

42

conciencia es el que acaba en un retorno hacia sí misma, de suerte que además del

despojo de alteridad del mundo por el asalto comprehensivo de la razón, “cualquier

actitud de la conciencia –valoración, sentimiento, acción, trabajo y, más en general,

compromiso– es en última instancia autoconciencia, es decir, identidad y autonomía”

(p. 50). Sin embargo, tanto en la absoluta categorización de la filosofía moderna como

en el anti intelectualismo de la filosofía contemporánea, que enfatiza la existencia sobre

la esencia, Lévinas (2001) encuentra que la alteridad del ser se atenúa, de modo que el

resultado de cualquier filosofía sería la espera en detrimento de la acción, “para

mantenerse indiferente al Otro y a los Otros, para rechazar todo movimiento sin

regreso” (p. 51). Es decir, aquella estela del pensamiento moderno, fundamentado en

la autonomía, es combatida por nuestro filósofo desde una concepción heteronómica

de la ética que recupera al Otro opacado tradicionalmente por el Mismo.

Aquel Mismo puede ser visto aquí como el Helios de la metáfora platónica que

ilumina las cosas y anula las sombras que proyecta1. Esta metáfora, que ha atravesado

la historia de la filosofía, es imagen de la reducción hecha del Otro al Mismo, lo cual,

para Lévinas (2001), ha derivado en una egología y ha bloqueado el pensamiento a

partir de la alteridad (p. 15). A esta metáfora, Lévinas opone la imagen de Moisés con

la mirada baja delante de la zarza ardiente, escena que presenta sin explicar el misterio

de la alteridad, lo oscuro e inaccesible del Otro, la huella del infinito en el rostro del

otro:

[A Moisés] se le apareció el ángel de Yahvé en una llama de fuego, en medio de una

zarza. Moisés vio que la zarza ardía, pero no se consumía. Pensó, pues, Moisés: «Voy

a acercarme para ver este extraño caso: porque no se consume la zarza.» Cuando Yahvé

vio que Moisés se acercaba para mirar, le llamó de en medio de la zarza: « ¡Moisés,

Moisés! » Él respondió: «Aquí estoy.» Le dijo: «No te acerques aquí; quítate las

1 Platón compara la idea del bien con el sol. De la misma forma como necesitamos la luz para poder ver

los colores de los objetos, el bien es el que ilumina la verdad y la ciencia. En este sentido, nada se puede

conocer si la luz del bien no disipa las sombras de la opinión que confunden la naturaleza de las cosas:

“Las cosas cognoscibles les viene del Bien no sólo el ser conocidas, sino también de él les llega el existir

y la esencia, aunque el Bien no sea esencia, sino algo que se eleva más allá de la esencia en cuanto a

dignidad y a potencia” (Rep 509b).

Page 43: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

43

sandalias que llevas puestas, porque el lugar que pisas es suelo sagrado.» Y añadió:

«Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.»

Moisés se cubrió el rostro, porque temía ver a Dios (Ex 3.1-6).

De aquella zarza, imagen del impenetrable rostro, brota una interdicción como palabra

fundamental: “no matarás”. Así, pues, en su conjunto, aquella imagen bíblica retomada

se convierte en “una visión que remarca lo que permanece en la sombra, esto es, sus

propios límites” (Lévinas, 2001, p. 16). Ahora bien, ¿es la inmanencia de lo Mismo la

inevitable conclusión de la filosofía occidental en sus históricos esfuerzos por abordar

la trascendencia del ser? Inquieto por la salida del ego en un “movimiento sin regreso”,

Lévinas (2001) rastrea en el platonismo la intuición enigmática de un más allá del ser,

de “la trascendencia del Bien en relación con el Ser, epekeina tes usías (más allá de la

esencia)” (p. 51). Se trata entonces de una trascendencia tal que de ningún modo queda

recogida en la interpretación heideggeriana del ser que trasciende al ente2.

Si Platón habla del Uno, primera hipótesis del Parménides, como extraño a la

definición de límite, tiempo, lugar, identidad y diferencia respecto de sí, semejanza y

desemejanza, ser y conocimiento, Plotino acentúa la “posición” de aquel Uno como

“más allá del Ser y también epekeina un (más allá de la mente)” (Lévinas, 2001, p. 51).

Atendiendo a este pensamiento clásico, Lévinas (2001) encuentra que, por encima de

cualquier categoría, aquel Uno es “otro absolutamente. Es lo No-revelado […] porque

es Uno y porque el darse a conocer implica ya una dualidad que desentona con la unidad

del Uno” (p. 52). Aquella dualidad es la posibilidad del ocultamiento y el

desocultamiento, sólo posibles en el Ser.

Si aquel Uno corresponde a lo absolutamente otro y se encuentra más allá de la

esencia, cabe entonces preguntarnos en qué medida esta trascendencia y alteridad

radicales nos conciernen y cómo podemos abordarlas, sin que el Otro se reduzca al

2 De acuerdo con Heidegger (2003), “sosteniéndose dentro de la nada, la existencia está siempre allende

al ente en total. A este estar allende al ente es a lo que nosotros llamamos trascendencia. Si la existencia

no fuese, en la última raíz de su esencia, un trascender; es decir, si, de antemano, no estuviera sostenida

dentro de la nada, jamás podrían entrar en relación con el ente ni, por tanto, consigo misma” (p. 75).

Page 44: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

44

Mismo. Empezando por esta última cuestión, nuestro autor considera que es posible

una experiencia de movimiento hacia lo trascendente, en la cual “lo Mismo no se pierde

extáticamente en el Otro […] ni se disuelve en el murmullo de un acontecimiento

anónimo” (Lévinas, 2001, p. 52). Se trata entonces de un acercamiento a lo

trascendente que se constituye para el Yo en una experiencia de lo absolutamente

exterior, es decir, una extraña experiencia de la total heteronomía, cuyo movimiento

hacia el Otro no se recupera en la identificación ni en el retorno al punto de partida.

La experiencia referida no puede, sin embargo, en cuanto nos es dada,

comprenderse por fuera de la obra o en los límites de la interioridad idéntica a sí misma,

en los que la alteridad termina convertida en una idea. Así pues, “la Obra pensada

radicalmente es en efecto un movimiento de lo Mismo que va hacia lo Otro sin regresar

jamás a lo Mismo” (Lévinas, 2001, p. 54). A través de la Obra, el Mismo se dirige con

radical generosidad hacia lo Otro, cuya ingratitud es apenas la consecuencia del no-

retorno de un movimiento de éxodo que, al igual que Abraham tras el abandono

definitivo de Ur de Caldea y su caminar hacia una tierra desconocida, exige del Mismo

una salida radical de sí. Al respecto, Lévinas (2001) advierte que cualquier búsqueda

de recompensa despojaría a la Obra de su bondad absoluta haciendo de su movimiento

unidireccional un retorno bajo forma de reciprocidad. Y aunque esta reciprocidad no

llegue a ser considerada como indeseable, resulta problemática debido a que la

confrontación del inicio y el final de la Obra “reabsorbería [a esta última] en el cálculo

de pérdidas y ganancias […] estaría subordinada al pensamiento” (Lévinas, 2011, p.

55). Ello, sin embargo, por fuera de la inquietud levinasiana por el movimiento

generado a partir de una alteridad radical, más allá de toda esencia y del pensamiento

en el que sólo el Ser puede mostrarse.

La acción, como es concebida por nuestro autor, debe estar entonces libre de

toda expectativa gracias a una paciencia extrema, por la cual se renuncia a ser

contemporáneo de cualquier resultado de la propia Obra y se está dispuesto, como

Moisés, a actuar sin llegar a entrar en la tierra prometida. Esto implica, por supuesto,

estar abierto a un porvenir en el que se puede ser indiferente respecto de la propia

Page 45: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

45

muerte, de modo que la obra constituye “el ser-para-más-allá-de-mi-muerte”, en

contraste con el “ser-para-la-muerte” indicado antes por Heidegger. Esta proyección

de un más allá de la propia muerte es a su vez el abandono de toda gloria de

inmortalidad personal, en la medida en que es el apuntar a que el triunfo de la Obra se

dé en un tiempo sin mí, en un mundo sin mí. Estamos entonces ante una “escatología

sin esperanza para sí o liberación respecto de mi tiempo” (Lévinas, 2001, p. 55).

La actuación regida por la duración más allá del propio horizonte temporal, en

la que lo Mismo por su obra se dirige sin retorno hacia lo Otro, es descrita por Lévinas

con ayuda del término “liturgia”, el cual indica un oficio gratuito que resulta en pérdida

para su ejecutor. No obstante, despojada aquella palabra de su significación

inicialmente religiosa3, Lévinas (2001) caracteriza aquí la liturgia como “acción

absolutamente paciente”, la cual no puede ser un culto paralelo a las obras y a la ética,

sino que constituye la ética misma (p. 56). En cuanto litúrgica, no se puede considerar

la obra como hija de la necesidad, cuya satisfacción supone un retorno a sí. Una acción

producto de la necesidad personal no podría ser sino “ansiedad del yo por sí mismo” o

simplemente egoísmo, como forma originaria de identificación (Lévinas, 2001, p. 57).

De esta identificación proviene la visión heideggeriana de un sujeto dirigido hacia sí

mismo, definido por la preocupación de sí, cuya existencia le corresponde en cada caso

(Jemeinlichkeit) y cuya felicidad total se realiza completamente para sí mismo. Por el

contrario, en la visión que señala Lévinas prevalece el deseo del Otro que puede

provenir “de un ser ya pleno e independiente y que no desea nada para sí”. Sin

necesidad de nada más para sí, aquel deseo es pues el reconocimiento de la necesidad

“de un otro que es el Otro (Autrui), que no es ni mi enemigo (como lo es en Hobbes y

en Hegel) ni mi complemento, como lo es aún en la República de Platón” (Lévinas,

2001, p. 57).

3 Sin embargo, afirma Lévinas (2001) que “una cierta idea de Dios debería mostrarse como una huella

al final de nuestro análisis” (p. 56).

Page 46: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

46

Hasta aquí podría parecernos imposible la emergencia de ese deseo bajo

semejantes condiciones de autorrealización. No obstante, Lévinas (2001) aclara que

aquel deseo del Otro nace más allá de lo que pueda aún necesitar o faltarle al Mismo y

se trata de nuestra misma socialidad, de las relaciones a través de las cuales resulta

imposible convertir el Otro en sí Mismo. El deseo del Otro es tal que “el Yo se dirige

hacia el Otro (Autrui) de manera que compromete la soberana identificación del Yo

consigo mismo, de la cual la necesidad es solamente la nostalgia y que la conciencia

de la necesidad anticipa” (Lévinas, 2001, p. 58). Esto resulta fundamental para nuestro

estudio, pues, aunque refiriéndose a una forma absoluta de alteridad, Lévinas nos da

indicios de cómo identidad e identificación consigo mismo no constituyen un núcleo

aislado, independiente o contrapuesto respecto de lo Otro. En efecto, el movimiento

hacia el otro (autrui) no consiste en una búsqueda de contento o complementariedad

del sí mismo, sino de algo que le interpela profundamente y que en principio debería

dejarle indiferente. Aquel concernimiento súbito frente a la epifanía del Otro y en la

relación con este, “me pone en cuestión, me vacía de mí mismo y no deja de vaciarme,

descubriéndome en tal modo con recursos siempre nuevos” (Lévinas, 2001, p. 58).

Vaciamiento de sí aparece aquí como concomitante al proceso de descubrimiento de

sí. Pero ésta no es la única paradoja. El deseo de Otro, lejos de saciarse, se intensifica

con lo deseable, de suerte que aquel deseo se revela como bondad, como la “compasión

inagotable”4 imposible de saturar y que se eleva hasta el infinito.

Aunque en un primer momento la manifestación del Otro se da gracias a que, en

la manifestación del conjunto, el Otro se destaca de su contexto y exige por tanto

hermenéutica y exégesis para su comprensión, Lévinas (2001) afirma que el Otro

(Autrui), en su epifanía, significa por sí mismo. Así, el primer tipo de significación

mundana se ve perturbado por una presencia abstracta, que no se encuentra, podríamos

decir, en el mundo, sino que viene hacia nosotros. Se trata entonces de un advenimiento

4 Esto lo podemos encontrar de manera ejemplar en la referencia al sentimiento de Sonia hacia

Raskolnikov en Crimen y Castigo de Dostoievski.

Page 47: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

47

que abre una entrada, fenómeno de aparición del Otro (Autrui) que Lévinas (2001)

llama rostro y cuya epifanía, es descrita también como visitación. La razón de esto es

que, a diferencia de la forma muda del fenómeno, aquella aparición-visitación es viva

y desarregla la inmanencia de los entes (p. 60).

Por su parte, el rostro es también descrito aquí como desnudo en cuanto no se

esconde tras un manto contextual ni es fruto de un producto cultural. Su desnudez se

debe a que “entra en nuestro mundo a partir de una esfera absolutamente extranjera, es

decir, precisamente a partir de un absoluto que, por otra parte, es el nombre mismo de

la extrañeidad fundamental” (Lévinas, 2001, p. 61). Pero, ¿a qué esfera o extrañeidad

se refiere aquí Lévinas? Por lo pronto, aduce escuetamente al ámbito o carácter de lo

extra-ordinario, donde la visitación no puede asimilarse sin más a una representación

verdadera por la cual el Otro perdería su alteridad. Aquella visitación tiene una

dimensión ética en tanto que el rostro me interpela bajo la forma de una súplica, que,

sin embargo, es también exigencia dirigida hacia mí mismo. Así, aunque el mundo

parece incapaz de alterar u oponerse a cualquier pensamiento que se reclama como

libre, que se refugia en sí y que se identifica con “lo Mismo”, el rostro se impone con

un llamado irresistible a cualquier sordera. La conciencia ve entonces cuestionada su

primacía por cuenta de la presencia del rostro y de lo que significa: el mandamiento

fundamental: “no matarás” (Lévinas, 2001, p. 83).

Queda más claro entonces por qué lo absolutamente otro es tal: porque no se

refleja en la conciencia y porque, de hecho, “se le resiste al punto en que incluso su

resistencia no se convierte en contenido de conciencia” (Lévinas, 2001, p. 62). La

conciencia no es, por consiguiente, ni origen del movimiento ético ni corroboración

autocomplaciente de su cumplimiento5. Sin embargo, ¿dónde queda o qué significa el

Yo en todo esto? Si bien el Yo puede tomar conciencia de la necesidad de responder al

5 En Ser y Tiempo, Heidegger (1997) tampoco se refiere a la conciencia como principio ético, pues el

llamado de aquella “no invita al sí‐ mismo a un “debate”, sino que, despertándolo para el más propio‐poder‐ ser‐ sí‐ mismo, llama al Dasein hacia “adelante”, hacia sus posibilidades más propias” (p. 269,

n. 56). Esta llamada es justamente la apelación a la voz de la conciencia (Stimme des Geswissens).

Page 48: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

48

mandamiento del otro y de asumirlo a guisa de obligación externa, el Yo es

responsabilidad por el otro y la imposibilidad de sustraerse a esta. En palabras de

Lévinas (2001): “esa exageración que se llama «ser yo», esa emergencia de la ipseidad

en el ser se realiza como una turgencia de responsabilidad […] El Yo frente al Otro

(Autrui) es infinitamente responsable” (p. 63). He aquí la famosa y lapidaria afirmación

del filósofo de la alteridad por la cual el Yo es puesto en clave de moralidad y en cuya

conciencia el Otro desata un movimiento ético que, al mismo tiempo, socava toda

buena conciencia y cualquier retorno a sí. Aquel movimiento, a diferencia de la

necesidad cubierta, es un deseo inextinguible que busca y piensa más allá de toda

frontera de satisfacción o saciedad. De allí que la relación del Yo con el Otro sea

descrita bajo la noción de Infinito. El Deseo es infinito. El infinito es Deseo. Y éste

“consiste, paradójicamente, en pensar más de lo que es pensado, conservándolo sin

embargo en su desmesura en relación con el pensamiento, en entrar en relación con lo

inasible, garantizando su estatuto de inasible” (Lévinas, 2001, p. 64).

Ahora bien, puesto que se trata de una relación más que de una idea, el infinito

no se aborda como el objeto que realiza alguna intencionalidad. Se trata aquí de la

maravilla del infinito que, por el contrario, dándose en lo finito, perturba la

intencionalidad y hace imposible para el Yo el “detener la propia marcha hacia adelante

[…] no poder sustraerse a la responsabilidad, no tener como escondite una interioridad

en la cual uno retorna a sí, ir hacia adelante sin consideración de sí” (Lévinas, 2001, p.

64).

2.1 Dios como deseo del Otro

Si el deseo no se realiza en una intencionalidad, entonces: ¿qué es lo deseable? Para

Lévinas, aquello a lo que aspira el Deseo es Dios. Sin embargo, dado que la idea de

Dios a lo largo de la historia de la filosofía ha sido fundamentalmente ontoteológica,

optaremos por abordar a continuación el curso Dios y la Ontoteología, impartido por

Lévinas entre 1975 y 1976 en la Sorbona, para comprender mejor la noción de Dios en

Page 49: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

49

el pensamiento levinasiano y la forma en que esta se articula con el pensamiento sobre

la alteridad, transversal a la extensa obra del filósofo lituano. Como apertura del curso,

Lévinas (1994) formula las siguientes preguntas en las que se encuentra el germen de

las ideas que quiere defender:

¿Dios no significa el otro que no es el ser? ¿El pensamiento significante no significa,

a imagen de Dios, el estallido, la subversión del ser: un des-inter-és (una salida del

«es»)? ¿Acaso el otro, irreductible al Mismo, no permite, en una relación concreta (la

ética), imaginar ese otro o ese más allá? (p. 147).

La intuición fundamental es que, en contra del postulado de la ontoteología que hace

de Dios un ente más entre los demás entes, Dios “es” (lo entrecomillamos en referencia

a los límites que el lenguaje nos impone al usar el verbo ser) aquello que está más allá

del ser y que, sin embargo, no se reduce a la nada. Como todo lo que es sensato, Dios

“no tiene necesariamente que ser” (Lévinas, 1994, p. 148)6. Nos embarcamos entonces

con Lévinas en un pensamiento, que si bien puede confirmarse por el ser, también

puede imaginar el sentido. De este modo, cuando se desmarca a Dios de la ontoteología,

podemos concebir una nueva noción de sentido cuya búsqueda parte de la relación en

un ámbito más fundamental y originario que la ontología, a saber, la ética.

Para esto, Lévinas se remonta nuevamente a la tradición platónica, retomada

por Plotino y olvidada luego en favor de la ontoteología, que busca concebir a Dios

más allá del ser. Sin embargo, la trascendencia que significa el “más allá del ser” es

ahora abordada por Lévinas (1994) en la relación del Mismo y el Otro, teniendo en

cuenta que:

El Otro como Otro no tiene nada en común con el Mismo; no se puede reducir a una

síntesis; hay una imposibilidad de comparación, de sincronización. La relación entre

el Mismo y el Otro es una deferencia del Mismo hacia el Otro […] relación ética [que]

no tiene ya que estar subordinada a la ontología o al pensamiento del ser (p. 150).

6 Lévinas sigue a Heidegger en su intento por destruir la identificación entre la presencia y el ser. Sin

embargo, el lituano se distancia en seguida del autor de Ser y Tiempo por la identificación que este último

hace del Mismo con lo racional y lo sensato (Lévinas, 1994, p. 160).

Page 50: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

50

La relación ética se constituye como modelo de inteligibilidad para concebir a Dios

fuera de la ontoteología, ya que la ética tiene una significación “sin referencia al

mundo, al ser, al conocimiento, al Mismo y al conocimiento del mismo” (Lévinas,

1994, p. 162). A diferencia de Husserl, para quien la trascendencia es la intención del

pensamiento que se materializa a través de una visión y que por tanto es apropiación y

sigue siendo inmanencia, para Lévinas la trascendencia “sería una intención que se

quedaría en intención” (p. 163), trasgresora de una intencionalidad siempre a la medida

del pensamiento y de voluntad como intención de…

En la fenomenología husserliana, el modelo de trascendencia está en el plano

del conocimiento desde el cual el Mismo se trasciende hacia lo otro. Sin embargo,

incluso el otro concreto en carne y hueso es reducido en su descripción fenomenológica

a un otro como yo. Esto sucede así en un movimiento que despoja al Otro de su

alteridad y lo asimila al Mismo. En contraposición, Lévinas (1994) reivindica como

relación, mas no como aprehensión, “la trascendencia en el Otro. El Otro que es

invisible, del que no se espera un cumplimiento, lo incontenible, lo que no puede

hacerse tema. Una trascendencia infinita […] des-proporcionada” (p. 163). En otras

palabras, se trata de una trascendencia despojada de intención o de visión concreta que

se vuelve responsabilidad hacia los otros y que se convierte en “un «ver» que no sabe

lo que ve [...] una alerta que es alerta hacia el prójimo” (p. 165).

El prójimo es aquel otro que asedia, que toma al sí mismo como rehén y que lo

hace responsable sin medida en una desnucleación del yo que, sin embargo y

paradójicamente, constituye la subjetividad. Por este motivo, cuando Lévinas (1994)

se refiere al yo alude en realidad a una exposición en primera persona frente a los demás

que no se encuentra amparada bajo el concepto común del Yo –puesto en mayúscula

para referirse al concepto-, sino que precisamente se encuentra fuera del Yo establecido

en la legalidad. Por tal razón, la unicidad del “yo” no reside tanto en su unidad

conceptual cuanto en la imposibilidad de sustraerse al otro hombre (pp. 163-164).

El otro, incluso en forma de infinito, afecta por consiguiente a la identidad, pero

no en el sentido del contacto, sino en el de ruptura. El otro quiebra y pone en duda el

Page 51: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

51

“en sí” y el “para sí” de la subjetividad, la cual no puede delegar en modo alguno su

responsabilidad por el otro. Es tal la deferencia del Mismo hacia el Otro que casi podría

decirse que el Otro está “en” el Mismo, con la salvedad de que el Mismo no puede

contener al otro. En la pasividad pura del Mismo, responsable del prójimo, “se enreda

un pensamiento que es algo más que una idea que se puede pensar, más de lo que un

pensamiento puede pensar [...] la trascendencia hasta el infinito [...] un pensamiento

más pensante que el hecho de conocer” (Lévinas, 1994, p. 169).

Ahora bien, Lévinas (1994) advierte que hacer de aquella trascendencia hasta

el infinito una prueba de la existencia de Dios7, implicaría entonces caer en la

pensamiento positivo de la ontoteología. Por el contrario, y coherente con la vía

emprendida de una ética anterior a toda ontología, nuestro autor insiste en la necesidad

de pensar la “heteronomía del Otro en el Mismo, donde el Otro no domina al Mismo,

sino que le despierta y le desilusiona” (p. 171); lo cual lleva a la inquietud distinta del

control como modo de relación.

Siguiendo una bella alegoría de Lévinas, emerge aquí la pregunta de si acaso

en todo lo dicho no se da la violencia de la alienación en el estallido del Mismo bajo el

golpe del Otro. Frente a esto, nuestro autor aclara que, lejos de una irracional posesión,

el Otro interviene en el Mismo como traumatismo. Así pues, la subjetividad no queda

definida por la esencia de ser, sino que se muestra por “su velar inconcebible en el

traumatismo del despertar” (Lévinas, 1994, p. 173). No obstante, si aquel despertar se

instala en el ser, adormeciéndose y complaciéndose en el reposo del Mismo, la

subjetividad debería entonces considerarse “como despertarse de ese despertar […]

como despertar de uno por parte del Otro” (p. 173). De esta manera, la subjetividad no

es reducible al sujeto intencional, puesto que como despertar del ser se expresa en ella

algo mejor que ser: el verdadero Bien. Aquella forma de pensamiento, al igual que las

7 Si la trascendencia es un movimiento del Mismo hacia el Otro, la idea de infinito es algo que se

encuentra en el pensamiento, tal como ya lo implica el in de in-finito, que además de significar fuera de

lo finito, significa también en lo finito (Lévinas, 1994, p. 172).

Page 52: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

52

ideas kantianas, son solicitadas por lo que las desborda8. Es decir, sobrepasan la

intencionalidad, porque van más allá del saber “y significan una subjetividad alertada

por algo que no podría contener” (p. 178). La subjetividad manifiesta entonces el bien

sin contenerlo o agotarlo a través de la relación ética, entendida esta última como “el

uno para el otro” fuera de toda finalidad y de las razones de cualquier sistema; esto es,

fuera de cualquier esclavitud a pesar de la obligación indelegable del Mismo hacia el

Otro (p. 182). Aunque yo sea el rehén del Otro, esto no quiere decir que sea su esclavo,

sino que más bien todo mi ser está libremente abierto a Él.

Ahora bien, basado en la afirmación de la Crítica de la razón pura sobre la

imposibilidad de demostrar especulativamente el ser de un ideal trascendental como

Dios, Lévinas advierte que en ello Kant sigue atando el sentido último de una noción a

su ser. Por este motivo, el filósofo de la alteridad afirma que no sólo la ética, sino

también el significado “hay que buscarlo en el “uno para otro”; en la proximidad donde

se lleva a cabo, no la comunicación de un Dicho, sino el significado como Decir

(Lévinas, 1994, p. 186).

He aquí otra implicación del pensamiento levinasiano: la inteligibilidad de la

racionalidad no queda reducida al lenguaje entendido como contenidos comunicables

proposicionales o al menos susceptibles de serlo. El origen del significado se encuentra

más bien en el Decir, esto es, en la palabra dirigida al prójimo (Lévinas, 1994, p. 186).

Si tradicionalmente se ha entendido el significado como modo de representación del

ser en su ausencia, de suerte que sólo habría constitución de sentido en la eventual

materialización del significado por la aparición de lo concreto, Lévinas entiende el

8 Las ideas racionales que Kant admite se imponen al pensamiento por necesidad. Hablan del ser y son

obligatorias para la razón, pero no alcanzan al ser. De allí que uno de los grandes descubrimientos de

Kant en la Crítica de la razón pura sea, de acuerdo con Lévinas (1994), mostrar que tales ideas (la

unidad absoluta del sujeto pensante (alma), la unidad de la serie de condiciones del fenómeno (mundo)

y la unidad absoluta de la serie de condiciones de todos los objetos del pensamiento en general (Dios))

sólo puede ser regulador, es decir, de orientación del entendimiento sin que deban desembocar en el ser

(pp. 183-184).

Page 53: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

53

Decir (anterior e independiente de todo contenido y su comunicación) como significado

de “el uno para el otro” (p. 186).

En ese uno para el otro del significado, cuyo para implica una salida de la

ontología y un acercamiento del hombre a su prójimo, se abre la subjetividad. Empero,

la identidad de esta no se define esencialmente por características particulares, sino por

asignación o sujeción. El sujeto es sujeto, porque está sujeto, valga la redundancia, a la

responsabilidad por el prójimo que le ha sido confiado: asignación que no tiene

escapatoria como la imposible huida de la propia muerte. Sin embargo, a diferencia de

esta situación frente a la muerte (finitud del Dasein puesta de relieve por Heidegger),

Lévinas (1994) llama la atención sobre la “indelegabilidad” de la responsabilidad que,

en lugar de propiedad o intencionalidad del yo, es “afán de unicidad del sujeto, no en

su exceso de presencia, sino en la superación pasiva, más pasiva que toda pasividad,

de la trascendencia de uno que existe para el otro” (p. 186).

En consecuencia, podemos ver que la noción de responsabilidad levinasiana no

es equiparable con una subjetividad comprometida, ya que el compromiso “supone

siempre una conciencia teórica […] [y] la posibilidad de asumir todo lo que hay de

pasivo en los límites de lo que se puede asumir” (Lévinas, 1994, p. 189), como sucede

con el mundo que permanece en los límites de la conciencia. De esta manera, ni hay

compromiso ni hay deuda alguna que se pueda saldar. Se trata de una responsabilidad

que abre al otro, imposible siempre de contener y que desplaza al yo de su puesto. Este

desplazamiento está aquí descrito como una “sustitución del otro [...] huella del exilio

y la deportación” (p. 189).

Frente a esto, es preciso aclarar empero que la superación y la sustitución de las

que hablamos no implican reducción del otro o del mismo. Más bien, prevalece allí una

diferencia que es “una no indiferencia y que va más allá de todo deber, que no se

reabsorbe en una deuda de la que se pueda liberar” (Lévinas, 1994, p. 192). Por otro

lado, se da en tal relación un tipo de inteligibilidad que no puede tematizarse, pues no

es un sentido basado en la revelación de un fenómeno que está en un mismo tiempo o

en un solo momento. La relación del uno para el otro, en la que se está al servicio del

Page 54: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

54

otro, es, por el contrario, diacrónica; esto es, atraviesa el tiempo y lo antecede en el

Decir, pues “el sujeto como rehén no tiene inicio; está antes de todo presente” (p. 193).

El yo asignado, responsable del otro, no es el yo nominativo de la acción que se hace

responsable. Se trata más bien de un moi, es decir, del acusativo de la pasividad y de la

comparecencia. Es un “heme aquí” de afectación pre-original causada por los demás

que no concluye como puede cumplirse una pena, pues todo acercamiento al prójimo

acrecienta la distancia con él: relación paradójica de la que, sin embargo, “se eleva

gloriosamente el Infinito” (p. 194).

A partir del análisis de las relaciones interhumanas, que no entran en el marco

de la intencionalidad, Lévinas (1994) quiere esbozar un enfoque no onto-teológico de

la idea de Dios. Mientras, de un lado, la intencionalidad supone siempre un contenido

que se piensa a su medida; de otro lado, el deseo, la búsqueda, la interrogación y la

esperanza son, de alguna manera, ideas que sobrepasan sus límites y que, por tanto, el

pensamiento no puede contener. Algo parecido sucede con la ética de la que hemos

venido hablando pues, en contraste con la intencionalidad y la libertad, dicha ética tiene

como eje una responsabilidad para con los otros anterior a cualquier decisión (p. 206).

En este sentido, el núcleo de esta ética es la pasividad y no la actividad.

¿Cómo entender aquello anterior a la decisión, al presente y al comienzo

mismo? Lévinas (1994) lo interpreta con el término de an-arquía y esto en dos sentidos:

como lo pre-original en tanto que no depende del arjé y como la oposición a la

omnipotencia del Estado. Se trata de un vínculo que religue más allá de cualquier ética

deontológica o política normativa y por supuesto, independientemente de cualquier

adhesión, por ejemplo, a un solo credo o una misma iglesia. La consideración de esa

an-arquía conlleva un cuestionamiento del sujeto como espontaneidad, del yo como

origen de sí mismo. Antes que en el ser, o mejor, en el otro que ser (autrement qu’être)

del sujeto encontramos el-uno-para-el-otro de la responsabilidad. Se trata pues de un

“para el otro a modo de sí mismo, hasta la sustitución de los demás” (p. 207).

Page 55: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

55

2.2 El otro antes que yo

Ahora bien, ¿acaso la sustitución y la responsabilidad no pueden entenderse en el orden

del ser sin necesidad de ponerlos en un orden otro o en otra forma que ser? Una

respuesta positiva a esta pregunta implicaría reducir la sustitución y la responsabilidad

al sentimiento natural de la compasión que puede suscitarse en quienes han padecido

hambre respecto de los otros y de sus hambres, de suerte que el para-el-otro vendría

siendo un correlato de la intencionalidad en el ser. Sin embargo, asociando la

compasión con la solidaridad mecánica, inteligibles en el mundo o en el ser, Lévinas

(1994) afirma que la sustitución implica una ruptura con ambas. En este sentido, como

ya lo hemos dicho en términos de intencionalidad, nuestro autor desmarca la

subjetividad de la simple conciencia trascendental y de su tematización del ser. La

subjetividad se entiende mejor a partir de la proximidad como una relación ética con

los otros, inaprehensibles en imágenes e insostenibles como cualquier tema9. El otro es

inconmensurable y no puede aparecerse ante una conciencia, puesto que no es una mera

manifestación, demostración o visión (p. 207).

El otro es un rostro cuyo acceso es ético antes que perceptivo, pues la fijación

en ojos, boca, nariz… es objetivante. Por eso, para Lévinas (1994), el rostro es

significación en él mismo. No depende de ningún contexto o rol ocupado en la

sociedad, ni siquiera del rostro físico, pues por rostro se entiende aquí todo lo expresivo

en el cuerpo del otro. Este rostro es además fragilidad y mandato. Fragilidad en cuanto

9 En su obra La resistencia íntima: ensayo de una filosofía de la proximidad, Joseph María Esquirol

(2015) afirma que “la base de la tematización y del juicio está en la identificación, lo que permite decir

a Lévinas que se da una especie de prioridad de lo universal (la idealidad) respecto de lo singular. […]

Identifico cosas y las enuncio, y se las digo al otro, al que no identifico, sino a quien me aproximo.

Ocurre, sin embargo, que este aproximarse precede y es más básico que la identificación, y constituye

el primer sentido del lenguaje; la «identificación» y el discurso vienen después” (p. 155). Para Esquirol,

esta proximidad debe además entenderse bajo la forma levinasiana de la relación ética, es decir, como

una relación “donde uno y otro no están unidos ni por una síntesis del entendimiento ni por la relación

de sujeto a objeto y donde, sin embargo, uno pesa, importa o es significante para el otro, donde están

unidos por una intriga que el saber no sería capaz ni de agotar ni de desenredar” (Lévinas, 2005, p. 320).

Page 56: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

56

que es susceptible de violencia y mandato en cuanto exigencia ética que prohíbe matar

y que, sin embargo, no llega a ser necesidad ontológica. Antes que una falta de

intuición, el uno-para-el-otro a partir del rostro es “el excedente de la responsabilidad

que se expresa en el para de la relación […] anterior al acto, que no es ni acto ni

posición […] obsesión que atraviesa la conciencia” (p. 207). Hay que aclarar, sin

embargo, que el término obsesión no se refiere aquí a un contenido concreto que

perturbe la conciencia, sino que alude a la forma como se ve afectado el yo: en la

pasividad, no intencional, del asumir y del padecer (pp. 208-209).

La autonomía del sujeto no es por tanto absoluta, como ha sido postulado por

distintos filósofos que han defendido la libertad sin responsabilidad. El uno-para-el-

otro supone una suerte de heteronomía, de exterioridad no objetiva, de una pasión que

resulta extrema puesto que “por ella, la conciencia se ve alcanzada a su pesar; en ella,

la conciencia se ve sorprendida sin ningún a priori; [y] con ella, la conciencia se ve

abordada por lo no deseable” (Lévinas, 1994, p. 209). La pasividad de tal pasión

consiste en que el otro irrumpe en la conciencia, aunque se intente evitarlo; en que el

otro llega de manera inesperada y no se puede estar plenamente preparado para su

llegada; en que el otro es de alguna manera un intruso, tal como pueden llegar a ser

percibidos y tratados los extranjeros10.

Frente al interés egoísta que reivindican ciertas filosofías del sujeto y

antropologías, Lévinas (1994) afirma que, independientemente de la propia elección,

se instaura en el sujeto una vocación que sobrepasa los límites de la existencia para sí:

“Existo en relación con todo lo que existe, porque existo en consideración hacia todo

10 La intrusión del otro que irrumpe es, de acuerdo con Derrida (1995), la posibilidad misma de la justicia.

En Espectros de Marx, el autor afirma: “Con el otro ¿no es necesaria esa disyunción, ese desajuste del

«todo va mal» para que se anuncie el bien, o al menos lo justo? La disyunción ¿no es acaso la posibilidad

misma del otro? ¿Cómo distinguir entre dos desajustes, entre la disyunción de lo injusto y la que abre la

infinita disimetría de la relación con el otro, es decir, el lugar para la justicia?” (p. 36) Aquella justicia

es además una desmesura, “la desproporción de una boca abierta de par en par en la espera o en la

llamada de lo que denominamos aquí, sin saber, lo mesiánico: la venida del otro, la singularidad absoluta

e inanticipable del y de lo arribante” (p. 37).

Page 57: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

57

lo que existe” (p. 211). En ello se cifra el des-inter-és de la subjetividad, la cual se

desprende, se vacía de su ser y existe para cualquier otro. La subjetividad es pues “algo

más que ser” (p. 210). Antes incluso que ser yo, el ego está indefectiblemente ligado

con los demás en una condición que Lévinas compara con la del rehén. Re-ligiosidad

se entiende aquí, por ende, como el religarse del yo, no tanto en el sentido de una vuelta

al vínculo pre-original con los otros, cuanto en la connotación de refuerzo o insistencia

en aquel vínculo indisoluble e indelegable11. Sólo en virtud de esto, como rehén, el yo

es capaz para el perdón y la compasión.

En la medida en que la exigencia de abandono de todo “para sí” y de sustitución

del otro no es producto de una decisión, la responsabilidad levinasiana se encuentra

entonces al margen de la libertad y se ejerce en la bondad. De allí que la ética sea

comprendida como algo anterior a la libertad, pues, “antes de la bipolaridad del Bien y

el Mal, el yo se halla comprometido con el Bien en la pasividad del soportar” (Lévinas,

1994, p. 211). Ni la humanidad del yo ni el sentido de su existencia parten entonces de

la libertad, ya que la anterioridad de la responsabilidad o la bondad significan que “el

Bien debe elegirme antes de que yo lo pueda escoger […] como si el Bien existiese

antes que el ser, antes que la presencia” (p. 212). Esta anterioridad del Bien respecto

del Yo o su diferencia insuperable es descrita también por Lévinas como diacronía,

distinción de planos que enfatiza la alteridad absoluta del Bien.

Aquella diferencia del Bien con el yo, así como la que hay entre el yo y los

otros, no significa indiferencia en alguno de los dos casos, pues no sólo se habla de una

elección anacrónica del yo por parte del Bien, sino que dicha elección significa que “en

la responsabilidad hacia otros, el yo es ya él mismo, obsesionado por el prójimo”

(Lévinas, 1994, p. 213). Así, además de que la libertad está limitada, debido al para el

otro del sujeto, ella no puede ser considerada como primera, pues la voluntad se ejerce

en aquel fondo de pasividad absoluta y de elección. No obstante, la libertad limitada de

11 Puesto que se apela aquí a algo por fuera del orden del ser y por tanto de lo incomprensible, resulta

entendible la perplejidad de Caín, cuando pregunta: “¿Acaso soy el guardián de mi hermano?” (Gn 7.9).

Page 58: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

58

la responsabilidad es “la ruptura de la esencia indesgarrable del ser […] [que] libera al

sujeto del aburrimiento, de la lúgubre tautología y de la monotonía de la esencia, del

encadenamiento en el que el yo se ahoga bajo sí mismo” (Lévinas, 1994, pp. 214-215).

El otro despierta entonces al mismo en la responsabilidad, lo libera desde dentro del

mismo, sin enajenación o esclavitud, esto es, en la plenitud de la bondad. La exigencia

del otro en mí se convierte en éxodo que trasciende todos los límites y cuya entrega sin

cálculo sólo es posible gracias a la libre libertad, la liberalidad y la gratuidad.

En esta búsqueda levinasiana de una noción de Dios que salga de la ontología

a partir de la relación con el prójimo, nos hemos referido ya a la noción de sustitución.

No obstante, vale la pena aclarar que por ella no se entiende el quererse poner en el

lugar de alguien, en el simple tener lástima de ese alguien, sino que se trata del “sufrir

por los demás a modo de expiación: la única que puede permitir toda compasión”

(Lévinas, 1994, p. 217). Si, por el contrario, el sujeto se sigue concibiendo como yo,

dueño de sí mismo, transparente y presente para sí, prevalece entonces la suposición

de que el sujeto es comienzo, como si existiera antes de todas las cosas e independiente

de los demás. Por el contrario, Lévinas (1994) muestra que el ser yo (y no yo) no puede

ser visto como mera perseverancia en el ser, pues la subjetividad es una sustitución

como rehén del otro, donde no hay cosificación y substanciación del sujeto, y donde

no hay estructura eidética esencial del ego. Esto nos aparta de la visión humanista

moderna que puede llegar a aprisionar conceptualmente al sujeto mediante la noción

de persona, pero nos llama la atención sobre el hecho de que “sólo es humano el

humanismo del otro hombre” (p. 218).

La responsabilidad del mismo por el otro parece hasta ahora no sólo excesiva e

impracticable, sino que además conduciría a un abandono total del yo. Sin embargo,

aquella responsabilidad debe inscribirse en el ámbito de la sociedad concreta, de lo cual

es consciente Lévinas. Por esto, nuestro autor afirma que mi exceso de responsabilidad

hacia todos debe incluir en ese mismo exceso su límite, lo cual lleva a preocuparse

Page 59: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

59

también por sí mismo12. Y la razón de esto es que si el otro es además un tercero en

relación con otro que también es prójimo de él, es necesario que yo compare y sopese

mi relación con el otro en presencia y referencia también al tercero. En esta toma de

conciencia respecto de la justicia aparece el saber y nace la filosofía como sabiduría

del amor (Lévinas, 1994, p. 219).

2.3 Responsabilidad ilimitada

¿Qué sentido tiene entonces hablar de una responsabilidad ilimitada que en la práctica

no lo es tal? ¿Por qué en la relación con el otro no basta concentrarnos en asuntos de

justicia que rigen la vida en sociedad? Para Lévinas (1994), se trata aquí de recordar

que la responsabilidad infinita y pre-originaria es la que justifica la preocupación por

la justicia, cuyo olvido constituye la génesis de una conciencia que se reclama como

posesión de sí mismo. No obstante, el filósofo lituano nos quiere mostrar que aquello

es un egoísmo o egotismo que no es ni primero ni último, pues

en el fondo de ese olvido yace un recuerdo. Una pasividad que no es solamente la

posibilidad de la muerte del “estar allí” (la posibilidad de la imposibilidad), sino una

imposibilidad anterior a esta última posibilidad del yo: la imposibilidad de escaparse,

una susceptibilidad absoluta (pp. 219-220).

La consecuencia de aquella pasividad es que el acusativo del sí se impone

indefectiblemente sobre el Mismo introduciendo el sentido que el ser no tiene en sí o

que el yo no posee de manera aislada. En efecto, la mortalidad e inevitable desaparición

del Mismo, que también hacen parte de su inescapable susceptibilidad, no solo

12 En la conclusión del libro Cuidarse a sí mismo: para ayudar sin quemarse, Sandrin (2007) afirma que

“los otros tienen necesidad de nosotros y de nuestro cuidado, pero también nosotros tenemos necesidad

de nosotros mismos y de nuestras atenciones. Puede ser más fácil aceptar a los demás que aceptarse a

uno mismo. Pero de esto debemos partir: de una aceptación hecha verdad, de reconciliación, de

misericordia y de amor” (p. 136). Por eso, aunque Lévinas enfatiza la responsabilidad del mismo por el

otro, no se puede dejar de lado la necesidad que el mismo tiene de cuidar de sí. En virtud de que puedo

entrar en relación conmigo mismo, de que hay dimensiones de alteridad en mí a ser atendidas, acogidas

y aceptadas, estamos también llamados a hacernos prójimos de nosotros mismos.

Page 60: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

60

muestran lo irrelevante y cómico que resulta la preocupación del yo por su destino

finito, sino que también dejan ver que el sentido se da en el orden de las relaciones

humanas. De hecho, es a partir de estas últimas que Dios (o lo que denominamos como

tal) puede “manifestarse” sin por ello reducirse al campo de la ética (Lévinas, 1994, p.

223). Siguiendo esta idea, Lévinas afirma que las relaciones humanas deben entonces

comprenderse en arreglo a un modo distinto al del ser, es decir, como elemento

extraordinario donde tiene significado un exterior no espacial. Aquí también, el autor

se distancia indirectamente de la concepción ontoteológica de un Dios que en cuanto

causa del mundo hace parte de él. Antes bien, el lituano enfatiza la idea acerca de la

pasividad que cobra sentido en “el uno para el otro”, en la entrega de sí mismo que

hace del sujeto expiación o sustitución, por la cual no aludimos a un resultado o estado

vivido, sino a “un proceso a la inversa de la esencia, que sí se establece; de modo que

la sustitución, en la que no cesa la responsabilidad, sigue siendo algo más que ser” (p.

223). Ahora bien, si la responsabilidad de la sustitución fuese de la vivencia (del orden

ontológico) y de la revelación (de carácter cognoscitivo), ¿cómo o desde dónde

referirse a ella?

Para Lévinas (1994), no es preciso buscar a toda costa un estatuto a lo extra-

ordinario de la responsabilidad, pues basta con abordarlo desde una aproximación

fenomenológica que, más allá del ámbito de lo cognoscitivo, encuentre también en el

sentimiento, el acto o la decisión fuentes de sentido. Sin embargo, aquella

aproximación reviste una particularidad en el caso de nuestro autor: conlleva la

búsqueda de una relación ética que no está fundada en un objetivo teórico, sino en algo

tan concreto como la mera exposición ante los otros, previa a cualquier decisión y en

un movimiento contrario a la intencionalidad. De acuerdo con esto, antes de cualquier

apertura del Mismo al Otro, el primero es animado o inspirado por el segundo y es de

hecho aquello en lo que consiste el psiquismo: una alteración del Mismo sin alienación

por parte del Otro (pp. 224-225).

Siguiendo este enfoque fenomenológico, se aprecia entonces una suerte de

heteronomía en la relación ética, por la cual el sí se ve arrancado del sí mismo, de su

Page 61: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

61

igualdad consigo, pero sin ser nunca relevado de su responsabilidad por el Otro. De

igual forma, en la consideración de aquella proximidad del Mismo y del Otro puede

buscarse una relación con el Infinito cuyo testimonio no reduzca su infinitud al ser. No

obstante, Lévinas (1994) afirma que acerca de un Dios no ontológico sólo puede

hablarse a través de un acercamiento entre la proximidad y Dios, pues “pensar en Dios

sin que esta idea adopte un modelo en una relación de inmanencia es contradictorio.

No existe modelo de la trascendencia fuera de la ética” (p. 231).

En la inmanencia, la inquietud de la pasividad o del Mismo por el Otro es

testimonio del Infinito que se revela sin aparecer13 o sin mostrarse como infinito en

razón de su desproporción con cualquier actualidad. El infinito, a pesar de ser

excepción de la esencia, “me concierne, me aborda y me ordena a través de mi propia

voz” (Lévinas, 1994, p. 235). Y esa voz del “heme aquí” no es diálogo, sino

precisamente el testimonio que escapa, que va más allá del ser y hace de lo

infinitamente exterior algo infinitamente interior. El infinito ocurre, así, sobrepasando

a lo finito, razón por la cual la responsabilidad del Mismo por el Otro no queda reducida

a un acto, una disposición, un estado anímico, un pensamiento o algo así como un

momento de la esencia (p. 236).

Se trata, pues, de una ética que no sólo rompe los elementos que componen la

experiencia, refiriéndose a un más allá de ésta, sino que además demanda una

obediencia del sujeto anterior a su propia comprensión o cualquier entendimiento. Por

esta inspiración de “haber recibido de no sé dónde aquello de lo que soy el autor”

(Lévinas, 1994, p. 238), el primer testimonio de Dios es una frase en la que, sin

embargo, Dios no es mencionado: “heme aquí”. En esta exclamación (postura), que

hace patente el despertar del Mismo o la ruptura de su núcleo por el otro, Dios escapa

a la objetivación de la relación o el diálogo entre el Yo y el Tú, pero permanece

13 Aunque el acontecimiento del infinito no es experiencial, Lévinas (1994) encuentra muestra que desde

el Antiguo y el Nuevo testamento (Jr 22.15-16 y Mt 25.31-40) la relación con Dios es posible o se da en

el trato justo con el prójimo (p. 237).

Page 62: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

62

inseparable de “la responsabilidad hacia el prójimo que sí es un Tú para mí. De modo

que Dios es tercera persona” (p. 241).

Ahora bien, antes que una definición formal de la palabra Dios, Lévinas pone

de relieve su carácter inagotable, cuya apelación al innombrable no le ahoga o

reabsorbe en su decir como sí ocurre en la onto-teología. Allí, Dios es equiparado al

esse del ser como origen de todo sentido, capaz de ser contenido por el discurso

filosófico que reposa sobre la premisa según la cual el pensamiento coincide

necesariamente con el ser14. Por este motivo, y en contra de la tematización de Dios

por parte de la filosofía, Lévinas insiste en buscar al Dios que significa, de forma

inverosímil, un más allá del ser.

Cualquier posibilidad de relación entre el hombre y aquello que lo trasciende

supone entonces superar la inteligibilidad de la inmanencia y de la identidad,

aventurándose a ir más allá de la conciencia del presente y del ser, prestando oído al

significado de “otra racionalidad”: la racionalidad de la trascendencia (Lévinas, 1994,

p. 243). Sin embargo, no es fuera de la temporalidad sino en su transcurso donde puede

darse aquella relación con un tercero excluido (y por ende no onto-teológico) respecto

del ser y de la nada, es decir, con Dios concebido como tercera persona (como Él, ni

ser ni nada) que se aleja de la objetivación y del diálogo (p. 245).

Frente al énfasis de la filosofía occidental en el ser y el afán excesivo por la

presencia que vuelve sobre sí y se colma, la ética en cuanto filosofía primera afirma

como decisiva la ex-posición al otro por encima de la vigilia sobre el ser o de una

atención a este (Lévinas, 1994, p. 249). “El uno para el otro” no se muestra sin más

como si toda significación se resolviera en la manifestación. Por esto, advierte nuestro

autor, “es preciso entender que la aventura del conocimiento no es el único modo ni el

14 Esta es una característica propia de Occidente donde la noción de lo espiritual o lo razonable

corresponde a la conciencia, es decir, el pensamiento a la medida del mundo. Distinta de esta noción de

lo espiritual, Lévinas (1994) acude a la noción del despertar que sobrepasa el ámbito ontológico y

permite concebir la relación con la alteridad como la no quietud, la agitación, la vigilia del Mismo por

el Otro sin intencionalidad (pp. 246-250).

Page 63: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

63

modo principal del sentido. Hay que poner en duda la experiencia como origen de todo

sentido” (p. 250). Así pues, si en la fenomenología desde Husserl permanece la idea de

la representación y en Heidegger permanece la idea de la manifestación, Lévinas nos

invita a recordar “la idea cartesiana del infinito en la que el cogito estalla bajo el

impacto de algo que no puede contener” (p. 250).

De acuerdo con lo anterior, cuando lo vivido es interpretado desde una

sensibilidad religiosa como experiencia de Dios, Él es también asumido a su vez como

ser, lo cual supone un retorno a la inmanencia y la equiparación filosófica de Dios a la

ontología. No obstante, por esta vía se ha evitado “la desmesura de la intriga del infinito

que rompe la unidad del pienso” (Lévinas, 1994, p. 253) y que significa una división

de la verdad en el tiempo de lo inmediato y en el tiempo de lo reflexionado. Tal

dualidad evidencia la estructura misma del sentido como diacronía sin síntesis entre el

coincidir y el no coincidir. Y es precisamente aquella diacronía lo que caracteriza a la

trascendencia (p. 253). Partiendo del análisis de Descartes acerca de Dios como lo que

sobrepasa toda capacidad, Lévinas dilucida un estallido de la realidad objetiva de Dios

y del pensamiento sinóptico que re-presenta o que conduce a la presencia del ser. En

este sentido, introducirnos en la idea de Dios supone una pasividad más allá de

cualquier pasividad asumible, en donde se puede reconocer aquel despertar del mismo

por el otro, referido anteriormente, y por el cual resulta además imposible el sueño

dogmático (p. 254).

El In-finito al que se refiere Lévinas (1994) denotaría entonces a la vez infinito

en lo finito, en cuanto psiquismo de la subjetividad despertada, e infinito en términos

de subjetividad como idea de no-finito, pero obviamente distinta de la mera negación

lógica de lo finito (p. 255). Ahora bien, comprender mejor esta idea de infinito

demanda, por un lado, asumirla “como si fuera para nosotros una exigencia; como si la

significación fuera un orden dado” (p. 256); y por otro lado, entender que la idea de

infinito no se produce en la adecuación teleológica o intencional entre la conciencia y

el ser que lleva a la presencia de la representación (p. 258).

Page 64: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

64

Querer asir el sentido del infinito desemboca en aporías formalmente

irresolubles. Sin embargo, para Lévinas (1994), el in de infinito señala la introducción

sin aprehensión de aquella idea en la subjetividad: experiencia profunda que desborda

toda capacidad y toda protección puesta a la interioridad (p. 259). En aquella pasividad

o pasión de la introducción del infinito emerge el deseo ardiente de otro orden que,

distinto al de la afectividad o la actividad hedonista, no se identifica con la necesidad

y con su satisfacción. Más bien, se trata de “un deseo sin hambre y sin fin: deseo del

infinito como deseo del más allá del ser que se anuncia en la palabra des-inter-és.

Trascendencia y deseo del Bien” (p. 259).

Dicho esto, ¿cómo es posible entonces hablar de trascendencia y de un

absolutamente Otro, si el significado del infinito se comprende al mismo tiempo como

deseo del infinito en el mismo? Lévinas (1994) sortea esta dificultad afirmando que la

trascendencia en el amor no es posible sin la introducción, en cada uno, del infinito,

esto es, de un “más que destruye y despierta al menos, desviando la teleología,

destruyendo la suerte y la felicidad del fin” (p. 260). Podría decirse aquí que, por acción

del infinito, el amor inquieta desde adentro de sí mismo y atrae desde afuera de sí en

un movimiento que no acaba en una identificación definitiva, en la fijación de una

presencia o en el logro de un fin consumible.

Una vez más, cabe preguntarnos: ¿cómo es posible que, afectado por el infinito,

el yo se lance a un fin que no puede alcanzar con su deseo? ¿Cómo sería posible

entonces el des-inter-és de aquel deseo ante lo deseable? De acuerdo con Lévinas

(1994), esto se debe a la trascendencia, expresada en la palabra Bien, por la cual

lo deseable [Dios] permanece separado en el deseo: cercano, pero diferente, lo cual,

por otra parte, es el verdadero sentido de la palabra santo. Ello es posible solo si lo

deseable me ordena lo que no es deseable, si me ordena hacia lo impensable por

excelencia: hacia los demás (p. 261).

Ordenándome hacia los demás, Dios se aleja en razón de lo indeseable que resulta la

incondicional acogida del otro y en virtud de la desnudez o carnal miseria del otro

concreto; no de la eventual gracia de su rostro (Lévinas, 1982, p. 20). De allí que

Page 65: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

65

Lévinas (1994) hable de un amor sin eros, de una trascendencia plenamente ética y de

una subjetividad que, lejos de ser el pienso de la unidad trascendental, se descubre

como responsabilidad: como sujeción a los demás. En cuanto a la forma en que “el

infinito remite, dentro de su carácter deseable, a la proximidad no deseable” (p. 262),

aquella es denominada por nuestro autor como “illeidad”, es decir, el carácter de tercera

persona de Dios que ya hemos mencionado anteriormente.

Para explicar la “illeidad”, Lévinas (1991) se refiere a lo que sucede con ciertas

oraciones antiguas de la mística judía, donde se empieza tratando a Dios de tú para

terminar tratándolo de Él, “como si, en el curso de este acercamiento al «ti»,

sobreviniera su trascendencia en «él»” (p. 99). De este modo, aunque el Infinito no se

muestre, el “¡Aquí estoy!” del sujeto frente al otro da testimonio del infinito. Por la

“illeidad”, lo deseable escapa al deseo y el bien que atrae al sujeto lo orienta como

bondad hacia los otros. Se trata, por consiguiente, de un “Él al fondo del Tú” (p. 99).

Desde esta perspectiva, Lévinas (1994) concluye que Dios es, pues, aquel que

se sustrae a la objetividad, a la interlocución del diálogo, a la presencia y, en definitiva,

al ser en general. En palabras del propio autor,

Dios no es simplemente el primer otro, sino que es distinto a los otros, otro de otra

manera, otro con una alteridad previa a la alteridad de los otros, a la constricción ética

al prójimo. Diferente, por tanto, de cualquier prójimo. Y trascendente hasta la ausencia,

hasta su posible confusión con el barullo del hay (p. 263).

Aquella “trascendencia hasta la ausencia”, lejos de significar una negación o una

ilusión puramente subjetiva, es trascendencia del infinito que se eleva a la gloria,

verdad altísima y sin síntesis posible. Sin embargo, el significado de dicha formulación

sobre la trascendencia no habría podido entreverse en el pensamiento levinasiano sin

referencia a la interpelación ética desarrollada en torno a la responsabilidad irrecusable

del mismo por el otro, “sin la cual la palabra Dios no habría podido surgir” (Lévinas,

1994, p. 264). De la misma manera, la formulación acerca del rostro del otro y su mera

visitación no puede concebirse adecuadamente si su origen no se trazara desde aquel

más allá, esto es, si su significancia no se diera en cuanto huella.

Page 66: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

66

Por este motivo, afirma Lévinas (2001) que “el rostro está en la huella del

Ausente absolutamente pasado […] y que ninguna introspección sabría descubrir en

Sí” (p. 67). Gracias a este análisis, la trascendencia del infinito puede simultáneamente

afirmarse y salvaguardarse en el rostro por medio de la noción de huella. En ella, la

relación entre significado y significación no es de correlación, como lo sería en el caso

mediato e indirecto del signo (cuyo develamiento neutralizaría la trascendencia), sino

de no-rectitud misma, de pasado irreversible. En otras palabras, la significancia de la

huella consiste en significar sin hacer aparecer (pp. 67-68).

Llegados al término de esta incursión en el pensamiento de Lévinas,

descubrimos una noción radicalmente nueva tanto de la subjetividad, que viene por el

otro, como de la trascendencia, expresada en términos de responsabilidad infinita por

el otro, cuyo rostro es huella de alteridad infinita. En el capítulo cuarto, volveremos a

ahondar en la noción de responsabilidad debido a su importancia capital para

comprender el anudamiento de la alteridad en el sentido aún más amplio que le confiere

su caracterización bajo tres dimensiones.

Page 67: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

CAPÍTULO 3

EL OTRO ANTE MÍ

El yo que acepta su pasividad como ser vivo y

que admite que su voluntad sea puesta en jaque,

que el otro se escape a su poder y a su

conocimiento, es capaz de acompañar a un ser

que encarne esta vulnerabilidad de manera

extrema y de dar testimonio de que, a pesar del

conjunto de sus deficiencias, es otro hombre, y

que su dignidad está dada y su trascendencia está

intacta.

PELLUCHON

En el primer capítulo hemos abordado la dimensión de alteridad del sí mismo del sujeto

en los ámbitos en los que esta puede experimentarse (el cuerpo, la psique y la voluntad)

y desde los cuales la identidad personal se compromete y se constituye a la vez. Luego,

en el segundo capítulo, guiados por el pensamiento de Lévinas, hemos abordado una

dimensión de la alteridad que hemos denominado absoluta, pues se revela como un

“más allá” del yo, del ser mismo, y en este sentido, de toda esencia. En el presente

capítulo abordaremos la dimensión de la alteridad relativa a un otro concreto y exterior,

es decir, al prójimo o a los demás hombres. Para ello, veremos rápidamente desde Pedro

Laín Entralgo (1968) el surgimiento de la pregunta por el otro así como las principales

consideraciones relativas al ser otro del otro. A la luz de estas consideraciones, veremos

cómo es posible llegar a comprender aquella alteridad del otro como dimensión de un

fenómeno general de alteridad, cuyas otras dos dimensiones hemos expuesto ya en los

capítulos anteriores.

Page 68: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

68

3.1 Cuando el otro se hace problema filosófico

Referirnos actualmente a la alteridad como la característica de ser otro de parte de algún

individuo parece algo evidente por la aparente tautología que resulta de afirmar que el

otro es otro. Sin embargo, el otro hombre no siempre se concibió en sentido estricto

como otro distinto de mí, pues, teniendo en cuenta la común pertenencia del otro y del

yo (de un yo en cada caso mío) al mismo género humano, el “otro” era comprendido

simplemente como un hombre más o, si se quiere, un exponente más de la raza humana.

Aquel problema acerca del otro, es decir, la necesidad intelectual de dar razón

suficiente de nuestra convivencia con otras personas, no comenzó propiamente en la

antigüedad griega como sucede con la mayoría de los interrogantes de la historia de la

filosofía. La razón de esto radica en que en el mundo griego, “la unitaria condición

física y orgánica de todo el cosmos, comprendidos los individuos humanos, impedía a

radice ver, como un abismo metafísicamente insondable, la singular realidad de los

otros hombres” (Laín, 1968, p. 19). Así pues, preguntas como qué es el hombre

suponían el reconocimiento implícito de que entre todos los hombres de la polis griega

había una comunión de naturaleza caracterizada por un género próximo y una

diferencia específica respecto de las demás especies del conjunto de los animales.

La conciencia de pertenecer a un orden cósmico y la necesidad de distinguir al

“hombre” dentro de ese conjunto hacía quizás irrelevante la pregunta por la

particularidad de cada hombre, es decir, por la específica realidad de los demás

individuos que consideramos miembros de nuestra misma especie. Para los antiguos,

tanto la sociabilidad como la individualidad del yo eran entonces naturales. El cosmos

o el ordo essendi suponían no sólo una comunidad social sino una comunidad de tipo

cósmica en la cual el hombre como especie ocupaba un lugar en la jerarquía del

universo, tejido por una red de relaciones preexistentes a todo acontecimiento. El

resultado de esto era la idea de hermandad del hombre con la naturaleza y de

subordinación de aquel a los fines inscritos en ella (Ruiz-De la Presa, 2007, p. 20).

En el Timeo (32d), Platón nos presenta el cosmos como un animal perfecto,

cuyas partes orgánicas son todos los seres vivientes y donde lo problemático de la

Page 69: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

69

composición de aquel cosmos es “lo otro” por oposición a “lo mismo”; pero en

concreto, la pregunta que aquí surge es cómo el cuerpo material y divisible puede ser

gobernado por el alma del mundo (Laín, 1968, p. 22). En el Alcibíades aquella pregunta

adopta la siguiente formulación: ¿qué es el hombre en realidad? Ante lo cual se platean

las siguientes opciones: el cuerpo, el alma o el conjunto formado por la unión de uno y

otra1. El hombre no puede ser el cuerpo, pues este último recibe órdenes y no las da, ni

tampoco puede ser el compuesto en razón de que, si el cuerpo es una de las partes, este

no manda sino que obedece y es además, según la cosmología del Timeo, “lo otro” del

propio ser del hombre2. Esto lleva a Sócrates a concluir que el hombre es el alma3 y

que esta es la que habla y se comunica en relación con otras almas. De allí que, el

cuerpo sea comprendido como “lo otro” en la realidad factual y compuesta de cada

hombre (Laín, 1968, p. 23).

En esto último encontramos una peculiar interpretación o criterio teórico para

la consideración de la alteridad, al que ya hemos aludido en el capítulo sobre la

alteridad respecto de sí y que ampliaremos más adelante: el control. Para Sócrates, el

cuerpo puede considerarse como una dimensión de lo otro en cada uno por cuanto aquel

no es propiamente el “centro de operaciones”, sino aquello “accionado” por un

principio individual de actividad: el alma. En esto último encontramos un atisbo de lo

que significaría una dimensión de la alteridad in-corporada en cada individuo. En

cambio, respecto de la alteridad del otro concreto, Platón afirma que, en el diálogo del

alma consigo misma, el filósofo no puede saber si su prójimo o su vecino “son hombres

1 “¿Acaso es el conjunto de cuerpo y alma el que manda en el cuerpo, y esto es el hombre? […] De

ninguna manera, porque si una de las dos partes no participa en el mando, es totalmente imposible que

el conjunto lo ejerza. Entonces, puesto que ni el cuerpo ni el conjunto son el hombre, sólo queda decir,

en mi opinión que, o no son nada o, si efectivamente son algo, ocurre que el hombre no es otra cosa que

el alma” (Alc 130c). 2 “Una vez que, en opinión de su hacedor, toda la composición del alma hubo adquirido una forma

racional, este entramó todo lo corpóreo dentro de ella, para lo cual los ajustó reuniendo el centro del

cuerpo con el del alma” (Tim 36d-e). 3 De acuerdo con Laín (1968), “es cierto que el alma humana «manda», que es principio individual de

actividad; pero la constitución real de ese principio de actividad y gobierno viene a ser tan «natural» o

«física» —en definitiva, tan exteriorizable, tan ostensible— como el alma de otro animal cualquiera” (p.

24).

Page 70: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

70

u otros engendros cualesquiera” (Tim 174b)4 . De acuerdo con esto, de lo único que

puede estar seguro el filósofo es que aquel prójimo o vecino es al menos un ser viviente.

Aristóteles, por su parte, considera al hombre como un zoon politikon, cuya

individualización, es decir, el hecho de ser y parecer un individuo, se debe a su logos

y a su comunidad (koinótes) propia de la naturaleza humana e internamente constituida

por la peculiar actividad (poiesis) del intelecto del hombre o nous poiétikós. No

obstante, dado que para el Estagirita el nous llega al embrión “desde fuera”, la

individualidad resulta siendo propiamente una característica cuantitativa, es decir,

definida por el “mensurable contorno material de nuestros cuerpos” (Laín, 1968, p. 25),

lo cual significaría que el otro es simplemente otro por cuanto es un cuerpo distinto al

mío. En este sentido, la única aproximación a la alteridad del otro concreto en el

pensamiento aristotélico se da en términos de las diferencias “naturales” entre los

hombres que distinguirían radicalmente al varón de la mujer, al griego del bárbaro y al

señor del esclavo. De allí que solo el varón griego podía ser considerado como

individuo, mientras que las mujeres, los bárbaros y los esclavos serían “otra cosa”

(Laín, 1968, p. 26).

Una concepción semejante de la alteridad basada en las diferencias sociales y

psicofisiológicas, y justificada incluso en el ámbito metafísico de las diferencias

sustanciales, no sólo resulta bastante controvertida en nuestros días, sino que además

es incompatible con la idea de alteridad en relación a un otro concreto, es decir, a

cualquier ser humano5. ¿Cuándo se comienza entonces a hablar propiamente del otro

como un semejante? ¿Dónde está la raíz del problema filosófico del otro? De acuerdo

con Laín (1968), aquella raíz se encuentra en el advenimiento del Cristianismo, pues el

Nuevo Testamento introduce la doctrina del ser humano como un ser con intimidad

moral, esto es, con un “íntimo centro de imputación del pecado y del merecimiento,

4 La cita completa en la que Descartes describe a los otros como autómatas se encuentra en la página 76

de este capítulo. Ver M AT IX, 25. 5 Aunque algunos podrían referirse a otros seres de la naturaleza en los términos levinasianos de rostro

y de la huella del infinito, nuestro análisis en esta dimensión de la alteridad se mantendrá en el nivel de

lo que comúnmente denominamos como humano y que nos interpela como tal.

Page 71: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

71

[de modo que] no sólo con su conducta puede pecar –y por tanto merecer-, [sino que]

también puede pecar y merecer en su corazón6” (p. 26).

Aunque Platón se refirió en La República a un “hombre interior” (entès

ánthrópos), esta expresión se refería a la parte superior del alma, mente o nous, es decir,

a la parte racional y más específicamente “humana” que debía gobernar a las partes

“leonina” o irascible y “policefálica” o concupiscible7. San Pablo, por su parte, cuando

habla en las Sagradas Escrituras del “hombre interior” (esô ánthrôpos) se refiere al

“espíritu de la mente” (pneuma tou nóos), aquella dimensión fundamental y más

profunda de la realidad individual del hombre desde la cual este entra en relación con

Dios y es fortalecido por Él8. En consecuencia, “la intimidad del hombre no es para el

cristiano sólo psicológica y moral; es también soteriológica y metafísica” (Laín, 1968,

p. 27).

La consideración del otro como otro tendría entonces que ver, desde esta

perspectiva, con el reconocimiento de que ese otro, como cada hombre, tiene un centro

moral, nuclear a su realidad individual, al cual se le pueden imputar sus pecados

personales, pero también, y más importante aún, desde el cual puede ser salvado por

Dios. En esta cosmovisión cristiana del hombre como creatura hecha a imagen y

semejanza de Dios, la consistencia de aquel “hombre interior” radica en que puede

optar por el bien o por el mal, sea que su actuar se conforme o no a su condición de

6 Ver Mt 5.21-28. 7 “Hay una parte, decíamos, con la que el hombre conoce; otra, con la que se encoleriza, y una tercera a

la que, por su variedad, no fue posible encontrar un nombre adecuado; esta última, en atención a lo más

importante y a lo más fuerte que había en ella, la denominamos la parte concupiscible. Este nombre

respondía a la violencia de sus deseos, tanto al entregarse a la comida y a la bebida como a los placeres

eróticos y a todos los demás que de estos se siguen; y la considerábamos amante de las riquezas, por

satisfacerse con ella esos deseos, de manera más especial” (Rep 580e). 8 En su obra inconclusa La vida del espíritu, Hannah Arendt (1978) realiza un análisis sobre la Epístola

a los Romanos de Pablo de Tarso. El apóstol de los gentiles habría descubierto el “hombre interior”

atendiendo al fenómeno de la voluntad, el cual sólo se hace presente al advertir el inevitable combate

interior que atraviesa todo querer y actuar. De este modo, la voluntad o facultad de querer se revela

constituida por una insuperable y estructural escisión que correspondería con el centro íntimo de todo

hombre, aquel del que manan (rotos) sus actos y deseos y que impregna (de mal) sus obras (Serrano de

Haro, 2016, p. 98). Desde aquel centro íntimo, el hombre puede entrar en relación con Dios y ser

fortalecido por Él mediante la gracia divina que libera la voluntad de cometer acciones aborrecidas en

lo profundo (Rm 7.14-25).

Page 72: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

72

imagen y semejanza divina. Como podemos ver, tal consistencia del hombre interior

no está aquí cuestionada, sino confirmada por la posibilidad de que el individuo no

actúe en coherencia con el bien que quiere y termine obrando el mal que no quiere,

como lo expresa San Pablo cuando afirma: “yo hago el mal que odio" (Rm 7.15), y que

en definitiva lo lleva a concluir: “no soy yo quien obró aquello (el mal obrado); quien

obró es el pecado que habita en mí” (Rm 7.20). Por consiguiente, desde la fe cristiana,

el origen ex nihilo de aquella intimidad en la realidad de cada hombre como imagen y

semejanza de Dios se caracteriza por ser “transmundana, libre y responsable, tan capaz

de deificarse comunicándose con su Creador, como de envilecerse y caer en pecado”

(Laín, 1968, p. 28).

En el marco de esta teología, en la cual la realidad profunda del hombre se

considera trascendente, creada o dada por Dios desde la nada y más allá de su

formación psicofísica, el sentimiento respecto del otro como otro y no como uno más

se acrecentó y abrió paso a su discusión en el ámbito filosófico9. Ahora bien, si al igual

que San Pablo cada uno puede decir en medio de la experiencia de confusión y

extrañeza de sí: “no conozco lo que hago, pues no hago el bien que quiero, sino el mal

que odio” (Rm 7, 15-16), con mayor razón los demás individuos se nos presentan como

otros “poseedores” de una particularidad u hombre interior que no podemos llegar a

conocer plenamente. Es este un desconocimiento radical que nos impide asimilar

totalmente a los demás respecto de nosotros mismos. De este modo, su individualidad

trasciende su mera delimitación corporal separada de la nuestra y la hace alteridad que

escapa a nuestro control absoluto, a nuestro pleno entendimiento y a la infalibilidad de

nuestras predicciones.

El acontecimiento cristiano resulta entonces fundamental para la consolidación

de la noción del hombre (cada hombre) como otro y para su comprensión bajo una

concepción nueva del término “persona”. La historia de esta transformación semántica,

9 Esto no ocurrió en la Antigua Grecia, para cuyos filósofos “el otro hombre era un retoño viviente e

individual de la común y originaria madre Naturaleza; un ser vivo, por tanto, muy poco, solo

accidentalmente «otro» respecto de él [el filósofo griego], salvo en el caso del bárbaro y el esclavo”

(Laín, 1968, p. 28).

Page 73: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

73

que presentaremos a continuación, es clave para recuperar el sentido original de la

alteridad del otro, soslayada, sin embargo, por los constructos teóricos de la

Modernidad.

El término “persona” proviene del latín persōna y este a su vez del griego

πρόσωπον (prosopón), vocablos referidos a los significados de “máscara”, “actor”,

“personaje teatral” y demás. Aunque el uso jurídico de πρόσωπον como sujeto legal o

ciudadano en la polis habría sido el que posteriormente fue llevado al ámbito teológico

y filosófico, la acepción latina de personalidad humana predominó en las lenguas

romances y contribuyó, en el pensamiento cristiano de la sociedad romana, a la idea de

un ser trinitario y a la vez uno solo, es decir, una persona que es trinitaria. De hecho, la

necesidad de unificación del concepto para la divinidad terminó delimitando el

concepto de persona y en este sentido,

[mientras que] en el pensamiento griego no se requirió dotar con el significado de

personalidad que ya posee el ciudadano y cuya importancia en la polis griega es

fundamental, en […] el pensamiento cristiano la posibilidad de semejanza entre Dios

y el hombre procede de esa comunión en donde ambos son personas (Zabala, 2010, p.

294).

Por este motivo, en analogía con la conceptualización antropológica, la noción

teológica de persona “posee el sentido de unificación y esencia que puede explicar el

sentido de la divinidad” (Zabala, 2010, p. 295), de modo que con aquel término se

puede “religar en Cristo lo humano y lo divino, a la vez que distinguir entre ellos”

(Ferrater, 1979, p. 402). Por esta vía, San Agustín fue quizás el primero en desarrollar

plenamente la noción de persona en el pensamiento cristiano empleándola para

referirse tanto a la Trinidad (las “tres personas”) como al ser humano sin confundirlos.

Dios trino deja entonces de considerarse desde el punto de vista impersonal de

sustancia, pues la noción agustiniana de persona se vincula a la idea aristotélica de

relación (πρός τι) entre seres humanos que emana de la Ética nicomaquea10. Sin

10 En el libro VIII, Aristóteles se refiere claramente a la relación entre seres humanos teniendo en cuenta

la singularidad de los mismos: “No es posible ser amigo de muchos con la amistad perfecta, lo mismo

que no se puede estar enamorado de muchos (pues ello es, como si dijéramos, un exceso, y algo así se

da naturalmente con uno solo). Tampoco es fácil que le complazcan muchos a la vez, e incluso puede

Page 74: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

74

embargo, la connotación de exterioridad en la relación dio paso en San Agustín a un

énfasis en la intimidad. En el caso de las personas divinas, esto sirvió para señalar que

cada Persona divina es relativa a sí misma y por consiguiente la divinidad está

compuesta efectivamente de tres personas y no de una sola11. En el caso de los hombres,

esto permitió hablar de una relación consigo mismo y las propias características. Esta

última, lejos de ser abstracta, se manifestaría en la experiencia concreta o la intuición

real de la intimidad. Por eso, a aquello que actualmente llamamos conciencia de sí

mismo se le añadió desde entonces un elemento relacional por medio del concepto de

persona.

Más adelante, Boecio se refirió a la persona como “una substancia individual

de naturaleza racional” (PDN p. 557), definición en la que prevaleció la idea de

substancia que existe por derecho propio y es incomunicable. Por lo tanto, la nota

característica que se atribuyó al ser persona fue la propiedad del ser suyo del individuo.

Así, el sentirse como un ser propio y director racional de sí mismo fue una connotación

adicional que se añadió al concepto, ya en uso, de persona (Zabala, 2010, p. 296).

Autores como San Anselmo, Santo Tomás y Occam continuaron por la vía de

San Agustín al insistir en el ser relación de la persona, cuya ex-sistencia empezó a ser

comprendida como modo propio de sistere, como un “venir de” u “originarse de” que

no riñe con su independencia o subsistencia. La relación fue concebida desde entonces

como subsistente respecto de Dios, de quien la persona recibe su naturaleza, y respecto

de los demás hombres en cuanto personas. Esta concepción tradicional de la persona

se fundamenta entonces en conceptos metafísicos y teológicos de los cuales los autores

de la modernidad no lograron deshacerse completamente, como lo veremos más

adelante.

que ni siquiera sean buenos para él. Es preciso, además, adquirir un buen conocimiento del otro y

mantener intimidad, lo cual es muy difícil” (EN 1158a). 11 “En Dios, cuando el Hijo igual se adhiere al Padre igual, o el Espíritu Santo se une al Padre y al Hijo,

Dios no se hace mayor que cada una de las personas divinas, pues su perfección no se acrecienta. Perfecto

es el padre, perfecto el Hijo y perfecto el Espíritu Santo; perfecto Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. En

conclusión, Dios es Trinidad, no triple” (DT VI.8.9).

Page 75: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

75

Aunque Patočka (1988), por ejemplo, afirma que “en lo referente a saber lo que

es la persona, se trata de una cuestión que no ha recibido una tematización adecuada en

la óptica cristiana” (p. 129), es preciso decir que esta tarea no sería, por definición,

susceptible de lograrse en virtud precisamente de lo que implica la irreductibilidad de

la alteridad a lo mismo (asociado a la absoluta claridad y comprensión). Teniendo en

cuenta esto, la comprensión de la persona derivada del cristianismo que hemos

expuesto brevemente, aunque no sea acabada ni pueda ser completa, nos ofrece a partir

de la concepción del hombre interior unos rasgos básicos de lo que significa ser

persona: intimidad psicológica (diálogo del alma consigo misma), imputabilidad moral,

individuación o individualidad metafísica, y por último, relación interior y

soteriológica con Dios. A la luz de estos rasgos, repasemos ahora brevemente las

teorizaciones más importantes que desde la modernidad se hicieron acerca del otro para

descubrir los haces que de forma más nítida definen su alteridad como dimensión

intrínsecamente ligada al sí mismo y a lo absoluto otro.

3.2 De pensar al otro a amarlo

De acuerdo con Ruiz de la Presa (2005), la evolución del concepto del otro ha estado

marcado por un ensanchamiento de las condiciones originarias del yo que desde muy

pronto se fue revelando como “vertido física, psicológica y constitutivamente a la

realidad del otro” (p. 19). Sin embargo, aquel proceso ha transcurrido por la influencia

de diferentes modelos interpretativos de lo que es o significa el otro, los cuales son

sintetizados por Laín del siguiente modo: el otro en el seno de la razón solitaria; el otro

como objeto de un yo instintivo; el otro como término de la actividad moral del yo; el

otro en la dialéctica del espíritu y de la naturaleza; el otro como invención del yo; y

finalmente, el otro como otro yo fenomenológico. Veamos esta caracterización de

manera somera.

El otro en el seno de la razón solitaria nace a partir de la meditación cartesiana

atravesada por la duda metódica. Recordemos este procedimiento. Una vez Descartes

duda de todas las verdades que hasta ahora ha tenido por ciertas, se encuentra con la

Page 76: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

76

posibilidad de que los individuos que ve a su alrededor sean en realidad bultos

materiales con apariencia de hombre. Se pone aquí en duda la condición humana de

eso que él ve:

Si por acaso no mirase desde una ventana los hombres que pasan por la calle, a cuya

vista no dejo de decir que veo hombres, igual que digo que veo la cera; y sin embargo,

¿qué veo desde esa ventana, sino sombreros y abrigos que pueden cubrir espectros u

hombres imaginados que sólo se mueven mediante resortes? Juzgo sin embargo que

son verdaderos hombres, y comprendo así, por el solo poder de juzgar que reside en

mi espíritu, lo que creía ver con mis ojos (M AT IX, 25).

Por un lado, esta puesta en duda de la humanidad de los cuerpos no se debe sólo a la

falta de un contacto visual con la piel de los cuerpos más allá de la ropa, pues aun en

caso de que lo hubiese, la duda prevalecería. Por otro lado, la posibilidad de la duda

supone siempre algo anterior al dudar mismo, un punto de apoyo que no es otra cosa

sino “la previa instalación de la existencia en el yo pensante como única realidad

verdaderamente cierta e indubitable” (Laín, 1968, p.40). Sin embargo, esta postura

cartesiana ignora que el “pensar es siempre «pensar de» y existir es «existir con» [por

lo que] […] semejante hipótesis de un pensamiento metafísicamente solo consigo

mismo constituye [en sí mismo] un imposible metafísico” (Laín, 1968, p. 41). Pero el

problema no se reduce a una imposibilidad metafísica o a una contradicción lógica,

pues la consideración del otro casi en términos de “semoviente” supone que tanto al

cuerpo ajeno como al propio se les tenga y trate como cosa (res) o máquina de carne y

hueso, cuya existencia tiene que ser inferida desde el yo pensante y es en principio

ajena a la actividad más propia de ese yo (Laín, 1968, p. 42). En efecto, para el yo

cartesiano que de este modo aísla y sustantiva o cosifica su propio pensamiento, el

cuerpo propio queda en principio reducido a la condición de cadáver flexible, sometido

a la res cogitans.

En esta medida, aun cuando tal cosificación o maquinización del propio cuerpo

estuviese en el orden metodológico, aquel modo desnaturalizante de pensamiento se

presenta como una vía intelectualmente inadecuada para enfrentarse con la efectiva y

singular realidad del otro. En un sentido inverso al hilo de la meditación cartesiana, el

pensamiento también podría pasar de hacer una abstracción del otro en cuanto cuerpo

Page 77: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

77

a dudar definitivamente de su humanidad. En Descartes, esa duda acerca de la

condición humana de los demás individuos emerge de la reflexión volcada sobre sí, a

la manera de un puro espíritu pensante concentrado en su mismidad y ocupándose solo

de los otros mediante un razonamiento que desatiende la real alteridad del otro.

Este razonamiento se da en dos formas: analógica e inferencial. El

razonamiento analógico de concebir al otro como “otro yo” lo expresa Descartes

nítidamente en su correspondencia con Isabel de Bohemia a quien escribió en una

ocasión que “se juzga ordinariamente de lo que otros harán por lo que uno haría si

estuviese en su lugar”12. Sin embargo, este tipo de razonamiento tiene la dificultad de

que en aquel mero convivir con “otros yo” el cogito no sale de la metafísica soledad en

que se hallaba. En lugar de esto, la convivencia y la compañía entre los hombres

parecen radicar más bien en algo anterior a cualquier razonamiento discursivo. No

obstante, y esta vez por la vía inductiva, Descartes llega a reconocer que los autómatas

y los animales, a diferencia de los hombres de verdad, no son capaces de hacer otra

cosa distinta de aquello para lo que sus órganos están anatómica y mecánicamente

dispuestos. El hombre, en cambio, es virtualmente capaz, atendiendo a la generalidad

de su conducta, de desenvolverse en toda suerte de coyunturas. Empero, en el caso de

un otro específico, aquello supone que este sea “sede individual y corpórea de una

«razón universal»”, en virtud de la cual se puede tener con él una “comunidad en la

razón” (Laín, 1968, p. 50).

Con base en estos razonamientos, Descartes llega a la conclusión de que el otro

es un hombre real y verdadero, un “otro yo”; un yo pensante situado fuera de mí y

12 Esta es la cita completa de la carta de Descartes a Isabel, fechada el 3 de noviembre de 1465: “Si la

prudencia mandase en los acontecimientos no dudo de que Vuestra Alteza concluyese con bien cuantas

empresas quisiera emprender. Pero sería preciso que todos los hombres fueran completamente sabios y

prudentes, de forma tal que, sabiendo lo que tienen que hacer, pudiera haber seguridad de que lo harían.

O sería menester estar al tanto, de forma específica del carácter de todos aquellos con quienes tenemos

asuntos; y, aun así, no bastaría con eso, pues cuentan además con su libre albedrío, cuyos impulsos sólo

Dios conoce. Y como solemos formarnos el criterio de qué van a hacer los demás por lo que haríamos

nosotros en su lugar, sucede con frecuencia que las mentes vulgares y mediocres, al parecerse a aquellas

con las que tienen que tratar, se compenetran mejor con ellas y triunfan con más facilidad en sus

empresas que las mentes más preclaras […]” (CD pp. 127-128).

Page 78: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

78

comunicable conmigo en cuanto el yo del otro y mi yo se valen del instrumento

universal de la razón para expresarse y comportarse (Laín, 1968, p. 51). Sin embargo,

a aquellos que por diversas circunstancias de incapacidad o invalidez no pueden

“valerse de ese instrumento universal de la razón”, no se les podría reconocer en

consecuencia como “otros yo”. En otras palabras, no les sería atribuida la condición

básica de igual humanidad que supone cualquier consideración mínima de alteridad (al

menos numérica)13, lo cual resulta a todas luces problemático en las sociedades

democráticas contemporáneas. En el caso de aquellos a los que puedo, según el

razonamiento cartesiano, reconocer como otros yo, también puedo llegar a saber lo que

son y cómo son por el ejercicio mental de abstraer sus movimientos, de compararlos

con los míos y, en general, de ponerme en su lugar (p. 51).

No obstante, cualquier “certidumbre” acerca del otro se inscribe para Descartes

en el orden de la creencia que supone un asentimiento de la voluntad a lo percibido y

que en últimas descansa ontológicamente en la bondad de Dios. En palabras de Laín

(1968), la certidumbre cartesiana acerca del otro puede sintetizarse en la siguiente

proposición: “yo creo que tú existes realmente, y que eres realmente hombre y otro yo;

y lo creo porque así me lo garantizan de consuno lo que yo veo en ti y la infinita e

indudable veracidad de Dios” (p. 52). Por esta vía, y como Descartes lo indica en su

correspondencia con la Princesa Isabel, la otredad del otro es, sin embargo, radical. De

este modo, la irreductible inseguridad en el trato con los hombres se debe a su libre

albedrío, cuyos movimientos solo son conocidos por Dios.

Ahora bien, sin entrar en detalle a las críticas hechas al pensamiento analógico

de la otredad, Laín (1968) observa que a partir de aquel conocimiento no se puede

13 Laín (1968) opta por emplear el término “alteridad” para referirse a la distinción numérica que existe,

por ejemplo, entre las unidades de un número entero o entre dos electrones. Por su parte, el término

“otredad”, palabra acuñada por Antonio Machado, es usada por el autor para referirse a la distinción

cualitativa que se da entre dos individuos de una especie biológica o entre dos personas. Sin embargo,

como lo aclara Laín, la distinción entre persona y persona comporta la otredad y la alteridad por cuanto

la primera supone la segunda (p. 59). En nuestra investigación emplearemos indistintamente ambos

términos aclarando en cada caso la connotación estrictamente numérica del “ser otro del otro” cuando

sea necesario.

Page 79: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

79

llegar a la realidad efectiva del otro en cuanto otro, pues al ver exteriormente

movimientos expresivos iguales a los míos, lo máximo que yo podría concluir sería que

en el interior del cuerpo que veo hay “un yo igual al mío, un alter ego u «otro yo» y no

un yo que para mí sea «otro»” (p. 58). En efecto, la forma analógica de concebir al otro

no logra dar cuenta de las formas superiores de la convivencia interpersonal entre el yo

propio y el yo ajeno ni, menos aún, explicar la delicada mezcla de otredad y comunidad

que en ellas se da (p. 59). Bajo esta perspectiva, el sujeto permanecería atrapado en el

solipsismo y la soledad, ya que la existencia del otro sería una conjetura, es decir, una

alteridad numérica en lugar de una otredad cualitativa.

La siguiente teorización acerca del otro proviene de la psicología inglesa y toma

al otro como objeto de un yo instintivo o sentimental. A pesar de que en Descartes la

cogitatio del ego alude a cualquier actividad consciente del alma14, en la estela del

cartesianismo la actividad primaria siempre se entendió como pensar. En contra de esta

visión, los filósofos británicos modernos se centraron en el sentir o en los sentimientos

como expresión fundamental de la humanidad. Sin embargo, esto lo hicieron de

diferentes maneras. Empecemos por Hobbes, para quien el individuo tiene, como

condición primariamente instintiva, el egoísmo. Sólo a partir de este se podría

comprender la relación entre los hombres y el verdadero fundamento del deseo, la

esperanza y el temor. Empero, a la par del egoísmo contractual de Hobbes o del

egoísmo utilitario de Bentham15, los sentimentalistas también apelaron a la simpatía

como determinación radical de un yo que sería ante todo instintivo y sentimental.

Esta vertiente del sentimentalismo fue inaugurada por Shaftesbury, quien

afirma que el hombre, sintiendo la armonía del mundo y movido por un moral sense

interior e innato, se relaciona con los demás mediante los lazos de la simpatía y la

14 En la segunda de sus Meditaciones metafísicas, Descartes discurre así: “¿qué soy entonces? Cosa

pensante. ¿Qué es eso? A saber, que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere,

que imagina también y que siente” (M AT VII 28). 15 Es preciso aclarar que la «moral del egoísmo» del utilitarismo de Bentham pretende ser además el

fundamento para una «moral de la solidaridad» en la cual la simpatía y los sentimientos sociales tienen

un lugar decisivo, aunque secundario, ya que el goce de la simpatía y afecto de los demás se reducen al

placer del egoísta razonable (Laín, 1968, p. 74).

Page 80: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

80

amistad, de modo que el otro sería “el objeto exterior que sirve de estímulo y término

específicos al primario instinto simpático del yo (Self) […] [con lo cual] vivir en

sociedad es, según esto, la condición y el motivo del gozo de sí mismo (self-enjoyment)

más específicamente propio del ente humano” (Laín, 1968, p. 67). Hutcheson, por su

parte, entendía el moral sense estrictamente como capacidad de contemplación y juicio

de las acciones, las cuales estarían verdaderamente motivadas por la benevolencia

enraizada en últimas en el amor. Sólo se justificaría moralmente el amor propio, si nos

consideramos como parte de un todo social y del mundo entero. Llegamos así a Hume,

heredero intelectual de Shaftesbry y Hutcheson, que se desmarca totalmente de la moral

y la sociología de Hobbes, basada en el egoísmo y en la idea de un contrato social, al

considerar impensable un estado de naturaleza en el que no operen (prevalezcan

incluso) los instintos sociales o al menos los familiares o parentales en razón de que el

fundamento de la relación entre los seres humanos es la simpatía16.

Por su parte, Adam Smith añade que la justicia también encuentra fundamento

en un “instinto de retribución” o de igualdad social. Esta sería posible gracias a una

suerte de “espectador imparcial” interior que, al reproducir en sí mismo la intención y

los motivos de la acción de otro, determina la moralidad de esta última en función de

la aprobación o desaprobación que experimente al respecto17. El mandamiento

16 En su Investigación acerca de los principios de la moral, Hume se refiere así al principio de la

simpatía: “En general es cierto que, a cualquier parte que vayamos, sobre cualquier cosa que

reflexionemos o conversemos, todo se nos presenta también bajo el aspecto de felicidad o de miseria

humana y excita en nuestro corazón un movimiento simpático de placer o desasosiego. En nuestras

ocupaciones serias, en nuestras descuidadas diversiones este principio ejerce su activa energía” (IPM V.

II. pp. 84-85). 17 Hay dos citas que pueden ilustrar este argumento de Smith en su Teoría de los sentimientos morales:

“No puede haber un motivo correcto para dañar a nuestro prójimo, no puede haber una incitación a hacer

mal a otro que los seres humanos puedan asumir, excepto la justa indignación por el daño que otro nos

haya hecho. El perturbar su felicidad sólo porque obstruye el camino hacia la nuestra, el quitarle lo que

es realmente útil para él meramente porque puede ser tanto o más útil para nosotros, o dejarse dominar

así a expensas de los demás por la preferencia natural que cada persona tiene por su propia felicidad

antes que por la de otros, es algo que ningún espectador imparcial podrá admitir” (TSM p. 180). Y más

adelante señala: “Aunque el hombre ha sido […] convertido en juez inmediato de la humanidad, lo es

sólo en la primera instancia, y sus sentencias pueden ser apeladas a un tribunal mucho más alto, el

tribunal de sus propias conciencias, el del supuesto espectador imparcial y bien informado, el del hombre

dentro del pecho, el alto juez y árbitro de su conducta” (TSM p. 251).

Page 81: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

81

subyacente a esta moral podría resumirse entonces así: “obra de tal modo, que un

espectador imparcial pueda simpatizar contigo” (Laín, 1968, p. 69). En consecuencia,

puesto que el origen de la conciencia es inseparable de aquel sentido de “espectador

imparcial” interior, podría decirse que el otro es el alter ego que constituye a cada

individuo como ente moral y social. En suma, frente a la problemática respecto del otro

abierta por Descartes, vemos que en Shaftesbury, Hutcheson, Hume y Smith se

reivindica, de manera previa al conocimiento del otro, una simpatía instintiva y

primaria como motivo de vínculo entre los hombres, pero en donde el yo sigue entrando

en relación con un otro concebido aún como “otro yo”. De aquí los reparos de Scheler

a la ética de la simpatía, propia del sentimentalismo inglés.

El primero de estos reparos radica en que esta ética no fundamenta el valor

moral de la persona en su ser mismo, sino que pretende derivarlo a partir de la conducta

de espectador, de forma que el otro, considerado en principio como otro yo, no es visto

en rigor como persona, esto es, como unidad radical y singular de actos personales. El

segundo reparo es acerca de los límites de la simpatía: de un lado, porque los

remordimientos, el arrepentimiento y, en general, todos los juicios sobre sí mismo, no

pueden explicarse a partir de aquella; y de otro lado, porque en el caso de un hombre

sin conciencia moral, este podría llegar a contagiar a los demás de su propio y cínico

sentimiento de inocencia, logrando que, tomándole los otros por inocente, moralmente

lo sea. Por último, Scheler afirma que la ética de la simpatía confunde a esta última, de

carácter reactivo, con el amor, de carácter positivo por la forma de sus actos18.

De las corrientes del sentimentalismo inglés vistas hasta aquí, Laín (1968)

concluye que el otro es reducido siempre a la realidad del ego como alter ego: que

otorga una satisfacción inmediata al primario instinto simpático del yo (Shaftesbury);

que hace de mi yo un ente moral y social (Smith); o en cuanto objeto para la posible

ampliación y maximización de mi placer egoísta (Bentham). En el caso de John Stuart

18 “La ética de la simpatía yerra también el camino porque choca de antemano contra la evidente ley de

preferencia que dice: los actos de valor positivo “espontáneos” son todos de preferir a los meramente

“reactivos”. Ahora bien, toda simpatía es esencialmente “reactiva” –lo que no es por ejemplo el amor”

(Scheler, 1957, pp. 23-24).

Page 82: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

82

Mill, el otro es visto desde un punto de vista moral, por un lado, como el alter ego que

en la convivencia hace posible la constitución definitiva de mi propia naturaleza; y, por

otro lado, como el “prójimo” (en el sentido etimológico del que está junto a mí), hacia

quien deben concentrarse mi deseo de una humanidad feliz y mi esfuerzo por lograrlo

(Laín, 1968, p. 81). Llegada al siglo XX, la filosofía anglosajona parece, sin embargo,

dividirse en dos tendencias en lo relativo al otro y al conocimiento en general19: una

que parte del conocimiento analógico de Mill de la forma: “creo que este cuerpo

exterior a mí es, como yo mismo, un ser consciente”; y otra que parte del conocimiento

intuitivo y directo de la forma: “sé que tú eres un hombre como lo soy yo” (Laín, 1968,

p. 90). Aclarada esta diferencia, pasemos ahora al conjunto de posturas filosóficas que

toman al otro como término de la actividad moral del yo.

Empecemos con el pensamiento de Kant y su aplicación de la distinción

fenómeno-noúmeno a la realidad humana. En cuanto fenómeno, el hombre puede

estudiarse de acuerdo a sus determinaciones que lo hacen sujeto; empírico respecto de

sus sensaciones y emociones y teórico respecto de sus pensamientos. En cambio, en

cuanto noúmeno, el hombre es considerado más allá de aquellas determinaciones, es

decir, gozando de verdadera libertad, así como fuera de toda percepción sensorial y

acceso especulativo20. Para Kant, el yo teórico no es fruto de una intuición del espíritu

19 Estas tendencias son descritas por Laín (1968) con base en la distinción de William James entre el

“conocimiento acerca de” (knowledge about) y el “conocimiento familiar o por frecuentación”

(knowledge by acquaintance). Mientras el primero se refiere a un saber externo para el sujeto

cognoscente, el segundo indica un saber que se incorpora entrañablemente al ser del sujeto. Si el conocer

acerca de es sólo probable como acto de creencia presuntiva (creo que… por ejemplo, el motor está

dañado), el conocer por frecuentación es subjetivamente firme (sé que… por ejemplo, alguien es mi

amigo) (p. 90). 20 En su colofón de la Crítica de la razón práctica, Kant se refiere con asombro a dos órdenes o reinos

en los que se encontraría el hombre, uno de tipo material sujeto a las leyes físicas y otro de tipo interior

gobernado por la ley moral: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y

crecientes cuanto más reiterada y persistentemente se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado que

está sobre mí y la ley moral que hay en mí. Son cosas ambas que no debo buscar fuera de mi círculo

visual y limitarme a conjeturarlas como si estuvieran envueltas en tinieblas o se hallaran en lo

trascendente; las veo ante mí y las enlazo directamente con la conciencia de mi existencia. La primera

arranca del sitio que yo ocupo en el mundo sensible externo y ensancha el enlace en que estoy hacia lo

inmensamente grande con mundos y más mundos y sistemas de sistemas, y además su principio y

duración hacia los tiempos ilimitados de su movimiento periódico. La segunda arranca de mi yo

invisible, de mi personalidad y me expone en un mundo que tiene verdadera infinidad, pero solo es

Page 83: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

83

acerca de sí mismo como unidad sustancial, sino de la conciencia de sí como unidad de

pensamiento o unidad del objeto pensado. No obstante, en cuanto noúmeno, soy más

que un fenómeno o que sujeto: soy persona (Person, Persönlichkeit), es decir,

lo verdaderamente radical, [lo] inaccesible a mi propio conocimiento especulativo, mi

yo moral, el yo de mi “deber ser”, aquello por lo cual yo soy fin en mí mismo y no

medio, [que] me eleva a la dignidad de ente realmente libre y me hace autor

responsable de mi individual vida física (Laín, 1968, p. 99).

En consecuencia, frente a la concepción cartesiana del yo como cosa pensante

(res cogitans), Kant postula un yo como conciencia moral, cuyo ser más propio se

encuentra inserto en el deber ser. Ahora bien, aunque el yo es sujeto sensible-mental y

a la vez persona moral, el conocimiento de la realidad del otro queda constreñido al

plano fenoménico configurado por las formas a priori de la sensibilidad y del

entendimiento del sujeto trascendental. En esta medida, la constitución propia del otro

como persona en función de lo cual es (para mí y en sí mismo) fin y no medio, queda

oculto a la mirada. Kant no resuelve aquí el problema acerca de cómo experimentar, de

algún modo, al otro como un “verdadero homo noumenon”. Empero, él nos presenta

dos formas en las que los hombres pueden relacionarse entre sí según como sean vistos:

si es sólo desde la razón especulativa, el hombre aparece como mero mecanismo o

marioneta desprovisto de vida; por el contrario, si es considerado además desde su

condición moral, entonces el hombre se presenta portador de verdadera vida. Por otra

parte, desde el punto de vista ético comunitario, según lo que prevalezca en la

convivencia (el incumplimiento o el cumplimiento del deber moral), Kant advierte que

una sociedad será más parecida a una “pandilla” (Rotte) o a un “pueblo de Dios” (Volk

Gottes), Iglesia (Kirche) moral o invisible de todos los hombres de buena voluntad

(Laín, 1968, p. 101).

Más radical que Kant, Fichte llega a considerar la moralidad como condición

fundamental para la constitución de toda conciencia, de suerte que la vinculación del

captable por el entendimiento, y con el cual (y, en consecuencia, al mismo tiempo también con todos los

demás mundos visibles) me reconozco enlazado no de modo puramente contingente como aquel, sino

[de modo] universal y necesario” (CRPr A289).

Page 84: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

84

hombre con el deber es lo verdaderamente “en sí” y las operaciones teóricas o

cognoscitivas del yo terminan siendo secundarias. Por eso, atendiendo al desarrollo de

su propio sistema filosófico y a las acusaciones de solipsismo, Fichte (1984) es el

primer filósofo que examina explícitamente el problema del tú y trata de resolverlo21.

La cuestión, bajo los términos del prusiano, consiste en saber “qué sentido y qué

estructura tiene la posición del no-yo, cuando ese no-yo es instancia espiritual, [es

decir] «otro yo»” (Laín, 1968, p. 106).

La respuesta comienza en la afirmación de la vida propiamente humana que

supone la “puesta del propio yo”, es decir, el paso de la yoidad radical y originaria a la

conciencia del yo personal. Esto requiere tanto la posición de un no-yo meramente

objetivo (un mundo exterior cuya resistencia evidencia la esencial finitud de mi yo) así

como la posición de un no-yo espiritual o personal (mundo de “tús” cuya existencia

hace real y consciente mi propia libertad) (Laín, 1968, p. 109). Esta necesidad esencial

que tiene el yo del tú ocurre únicamente en el suceso moral que Fichte denomina

“requerimiento” (Aufforderung) y ante el cual, mediante su determinación, el yo

madura y le da sentido a su destino. En palabras más simples, sólo llego a ser un yo

libre si me encuentro bajo la influencia y los requerimientos de los que me rodean, lo

cual supone, además, que no simplemente los conozco, sino que los reconozco como

“tús” al encontrarme con su libertad y “chocarme” con los límites de la mía. Se trata

entonces de un encuentro directo, no de una analogía desencarnada, pues “a través de

mi cuerpo, mi libertad se realiza; a través del cuerpo del otro, su libertad me requiere”

(Laín, 1968, p. 111).

Ahora bien, Fichte no se conforma con señalar el sentido constitutivo del tú

para el yo, pues, según el filósofo, basta con conocer a alguien para que aquel quede

encomendado a nuestro cuidado como prójimo, llegando a pertenecer a nuestro mundo

racional, tal como los objetos de nuestra experiencia pertenecen a nuestro mundo

21 La pregunta general es formulada por Fichte en la Segunda introducción a la doctrina de la ciencia

así: “¿De dónde procede el sistema de las representaciones acompañadas por el sentimiento de la

necesidad? O ¿cómo llegamos a atribuir una validez objetiva a lo que sólo es subjetivo? O, puesto que

la validez objetiva se designa mediante el ser, ¿cómo llegamos a admitir un ser?” (SIDC p. 72).

Page 85: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

85

sensorial. Desentenderse del otro significa aquí cerrar los ojos a la propia conciencia

moral. Por el contrario, trocarse en persona moral significa servir a toda costa al fin

supremo de la humanidad. Esto sólo sucede en un doble movimiento de afirmación y

anulación de la propia individualidad mediante la abnegación o el sacrificio (Laín,

1968, pp. 111-113).

Llegamos así a la cumbre del idealismo alemán en la dialéctica del espíritu de

Hegel y a su giro significativo en la comprensión del otro. Habíamos visto que para

Fichte la instancia de relación con el otro no es unilateral, sino recíproca, pues, siendo

tú y yo libre y mutua actividad moral, hay una necesidad a priori del uno respecto del

otro. A continuación, veremos con Hegel que esta reciprocidad se hace radical y

ontológica. “Yo soy yo” pasando únicamente por el otro; momento necesario para la

plena constitución metafísica, histórica y social de la conciencia de sí. Esto es explicado

a través de la dialéctica del amo y del esclavo, pieza clave de la Fenomenología del

espíritu donde se desarrolla el devenir de una conciencia como autoconciencia

(conciencia de sí).

Esta teoría hegeliana está animada por un relato en forma de combate entre dos

seres conscientes de sí mismos. Ellos se encuentran por primera vez con un mismo

deseo de reconocimiento, el cual sólo puede llegar a realizarse mediante una lucha entre

las conciencias. Cada uno arriesga su vida para cumplir su deseo de reconocimiento.

Empero, puesto que esto demanda que haya uno que reconozca y otro que sea

reconocido, la lucha no puede terminar con la muerte de uno de los adversarios. Si se

matara al adversario, esto equivaldría a destruir al “testigo” de mi reconocimiento o a

aquel que lo hace posible. Por este motivo, la conciencia que vence no aniquila la

conciencia vencida, sino que la mantiene con vida para hacerla trabajar en su condición

de vencida. La conciencia vencida, por su parte, pierde la batalla en la medida en que

prefiere la servidumbre a la muerte. El resultado de todo esto es que el vencedor

deviene señor; y el vencido, siervo22.

22 “El señor se refiere al siervo mediatamente, a través del ser autónomo, pues es justo aquí donde está

retenido el siervo; es su cadena, de la que no fue capaz de abstraerse en el combate, y se mostró por ello

Page 86: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

86

El siervo es, por consiguiente, esencial para el señor y su condición de ser

reconocido. Esto es a lo que Hegel llama certeza objetiva. Sin embargo, se trata de un

reconocimiento que no es recíproco sino unilateral, por lo cual resulta insuficiente. Esto

es problemático, puesto que si el esclavo no es reconocido por el señor como otro ser

consciente de sí, el primero será reducido a una cosa y el deseo del señor estará

orientado hacia una voluntad objetivada o hacia un objeto23. Así pues, si su certeza

objetiva no está confirmada por otro ser consciente de sí, el señor jamás podrá obtener

satisfacción de ser reconocido por un esclavo reducido a cosa. Un ser consciente de sí

mismo se convierte en señor gracias a la posesión de esclavos, pero en una relación en

la que el primero depende materialmente de que estos últimos transformen la naturaleza

en objetos deseados por el señor.

Si los seres humanos se vuelven conscientes de sí mismos a través del deseo,

en los esclavos esto sucede a causa del miedo a la muerte. Ahora bien, puesto que la

aprehensión de la muerte y de la nada es condición necesaria para que se revele la

propia existencia, es el esclavo, y no el señor, quien puede de manera auténtica

comprender el sentido de su propia individualidad y devenir en consecuencia una

revolución histórica. Sin embargo, Hegel concluye que la historicidad de la existencia

humana sólo es posible por la violencia y, en esta medida, que la idea de un mundo

enteramente pacífico entra en contradicción con la naturaleza violenta de la

historicidad. En definitiva, la existencia humana podría comprenderse mejor en

términos de una lucha a muerte por el reconocimiento que en términos de una búsqueda

por la armonía24.

no autónomo, mostró tener su autonomía en la cosidad. El señor, en cambio, es el poder sobre este ser,

pues él demostró en la lucha que este ser sólo lo consideraba como algo negativo; al ser él el poder sobre

este ser, y este ser el poder sobre el otro, el señor tiene en este silogismo a este otro bajo sí” (Fen 113). 23 De acuerdo con Kojève (2006), “para ser humano, el hombre debe actuar no con el fin de someter una

cosa, sino de someter otro Deseo (de la cosa). El hombre que desea humanamente una cosa actúa no

tanto para apoderarse de la cosa sino para hacer reconocer por otro su derecho -como se dirá más tarde-

sobre esa cosa, para hacerse reconocer como propietario de la cosa. Y esto –a la postre- para hacer

reconocer por el otro su superioridad sobre el otro. Sólo el Deseo de tal Reconocimiento, sólo la Acción

que se deriva de tal Deseo, crea, realiza y revela un Yo humano, no biológico” (p. 190). 24 La interpretación de esta dialéctica del amo y el esclavo en Hegel de parte de autores como Kojève,

gracias al influjo de Marx, omite el carácter lógico original de tal dialéctica y lleva la reflexión a un

Page 87: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

87

En una línea totalmente distinta a la dialéctica hegeliana del espíritu,

presentaremos a continuación una comprensión de la otredad o del otro concreto como

invención del yo desde quien, a nuestro juicio, desarrolla mejor esta concepción:

Miguel de Unamuno. Antes que partir de una abstracción del hombre, Unamuno

considera al hombre concreto y viviente, “que nace, sufre y muere, el que come y bebe

y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano,

el verdadero hermano” (Laín, 1968, p. 176) y cuya realidad tiene como fundamento

una fuerza creadora. En este sentido, lo más profundo y “real” del hombre no es aquello

que es, sino aquello que imagina y que crea lo que él va siendo o quiere ser desde una

esencial “hambre de Dios”, es decir, de inmortalidad y divinidad. En este sentido,

percibir la verdadera realidad del otro (sustancial y personal) consiste en compadecer

y amar aquella hambre radical de ser, común a todos los hombres, de modo que el

vínculo entre los hombres, su mismo ser persona, resulta en el fondo un intercambio

fraterno de compasión. En caso contrario, si la persona no amase, ni siquiera sería

persona (Laín, 1968, p. 181).

La distancia que Unamuno toma frente a la comprensión del otro como otro yo

se hace evidente en su pieza teatral El otro que escenifica el drama de dos hermanos

gemelos, Cosme y Damián, los cuales, cada uno, ve en el otro a un puro y real “otro

yo”, una especie de sí mismo fuera de sí. En esta situación, cada uno siente que el otro

realiza y le roba su propio ser, lo cual termina convirtiéndose en odio mutuo25. Si la

concepción del otro como “otro yo” conlleva una potencial violencia, la postura del

autor frente a la percepción del otro y la convivencia humana supone un alto grado de

plano antropológico e histórico-político. Desde allí, se considera que “la historia comienza con la

primera lucha que desembocó en la aparición de un amo y de un esclavo, [de modo que] toda la historia

es una historia de la interacción entre amos que luchan y esclavos que trabajan, y solo se detiene en el

momento en que desaparece esa oposición, es decir, en el momento en que no hay más amos porque no

hay esclavos, ni esclavos, porque no hay amos” (De la Maza, 2012, p. 86). 25 “Otro: Desde pequeñitos sufrí al verme fuera de mí mismo..., no podía soportar aquel espejo..., no

podía verme fuera de mí... El camino para odiarse es verse fuera de sí, verse otro... ¡Aquella terrible

rivalidad a quién aprendía mejor la lección! Y si yo la sabía y él no, que se la atribuyeran a él...

¡Distinguirnos por el nombre, por una cinta, una prenda!... ¡Ser un nombre! Él me enseñó a odiarme...”

(Unamuno, 1975, p. 28).

Page 88: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

88

imaginación y creación pues, aunque descubro en el otro su verdadera condición de ser

persona, “mi imaginación creadora inventa lo que él como persona es, le crea como

«alguien» concreto, singular e infungible [y] hace del otro yo un yo que para mí y para

todos sea de veras «otro»” (Laín, 1968, p. 183).

Vemos aquí cómo, sin atenerse a lo que la realidad “pone” ante nosotros,

Unamuno afirma que el otro es en cierto sentido “convertido” en un auténtico otro

imaginando su vida íntima, debido a la imposibilidad de acceder exteriormente a ella.

Esto, por supuesto, no prescinde ni del cuerpo del otro (punto de partida, límite objetivo

de la imaginación) ni del cuerpo de aquel que imagina, ya que “sin verdadera otredad,

reducida a ser mera duplicación, la alteridad resultaría insoportable para el hombre”

(Laín, 1968, p. 185). Sin embargo, Unamuno enfatizó quizás en demasía, no sólo la

realidad de los entes de ficción, sino también la actividad imaginativa y creadora del

yo en su relación con el otro, comportando con ello el riesgo de que el yo sueñe tanto

al otro que termine por desconocerlo. A pesar de esto, antes que Scheler y Jaspers,

Unamuno supo advertir el decisivo papel del amor en la relación interpersonal con el

otro así como la importancia de las situaciones-límite para conocerlo.

Pasemos ahora a la comprensión del otro desde la reflexión fenomenológica,

inaugurada por Husserl, que aborda el mundo y todo lo que se pueda saber de él

únicamente en cuanto fenómeno. Esta vía filosófica demanda ponerse inicial y

metódicamente en una actitud solipsista, pues el único recurso válido para referirse a

la verdad de sí mismo y del mundo sería a partir de las experiencias descritas en primera

persona. Por este motivo, resulta inevitable preguntarse cómo el yo puro, en un

horizonte en el que se encuentran “otros yo”, puede tener a estos alter ego como objetos

de la experiencia. Esta certeza, aquella que el yo puro pueda tener acerca de los otros,

resulta clave para el método husserliano puesto que abre la posibilidad trascendental

del mundo objetivo permitiendo el tránsito de la fenomenología como puro método a

la ontología fenomenológica (Laín, 1968, pp. 191-192). La razón de ello es que el yo

ajeno de los otros, al percibir igual que el yo propio el mismo mundo de la experiencia,

de cierto modo valida la existencia de aquel mundo acerca del cual se ha suspendido el

juicio y del que no se puede decir nada que vaya más allá de la conciencia pura. En este

Page 89: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

89

sentido, si solo a partir de un “nosotros” trascendental se puede hablar de un mundo

realmente “objetivo”, la fenomenología husserliana se ve abocada a dar cuenta de cómo

a partir de mi “yo” se puede constituir aquel “nosotros”. Para esta teoría acerca del otro,

resulta indispensable referirnos a la noción de apresentación por analogía (Laín, 1968,

pp. 194-195).

Aquella noción se refiere a la forma en que las partes de algún fenómeno, a

pesar de que no se encuentren en rigor dentro de mi campo perceptivo y no sea por

tanto experimentada, se me dan indirectamente a la conciencia. El ejemplo clásico es

el de una caja cuyos lados traseros, aunque escapen al ángulo de mi mirada, se me dan

a la conciencia apresentándose en el fenómeno conjunto y unitario de la caja. En el

caso de un hombre que entra a mi campo perceptivo, tal como lo decía Descartes, aquel

se me presenta, en sentido estricto, únicamente como un cuerpo físico (Körper). Sin

embargo, la postura fenomenológica reconoce, contrario a la postura cartesiana, que en

aquel cuerpo se presenta también, aunque mediatamente, un alter ego con vida personal

y propia (Leib) que no se le atribuye al otro por efecto de un razonamiento analógico.

Ahora bien, mientras que en el caso de la caja o de cualquier otro objeto es posible

experimentar todos los ángulos posibles, en el caso de un hombre nunca es posible

llegar a percibir su yo. ¿Por qué, sin embargo, es preciso tratar aquel cuerpo percibido

como un otro yo? La respuesta se encuentra en la trasposición aperceptiva, por la cual

el cuerpo del otro se presenta a la conciencia, al igual que el cuerpo propio, como

organismo vivo. De acuerdo con Husserl, esto mismo ocurre con objetos de la

experiencia. Una vez captado su uso o intencionalidad originaria, este es en adelante

traspuesto y captado en aquellos mismos objetos o en objetos similares de manera

inmediata, es decir, sin que medie siquiera un razonamiento analógico26 (Laín, 1968,

pp. 197-198)

26 Esto se puede comprender más detalladamente a partir del fenómeno universal de configuración en

parejas (Paarung), por el cual, cada vez que encuentro una semejanza de forma o de sentido entre dos

objetos, surge en mi conciencia una asociación aparente entre ellos y ambos quedan constituidos en

“pareja” (Laín, 1968, p. 197).

Page 90: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

90

Sin entrar en los múltiples matices y análisis que realiza Husserl respecto del

ser otro, Laín considera que no es suficiente con afirmar que el otro yo sea una suerte

de apresentación necesaria de un cuerpo, cuyo lugar podría ser ocupado por mi propio

cuerpo. Por otro lado, afirmar que la realidad empírica del cuerpo del otro depende de

la coincidencia de sus presentaciones que dan la base para su presunción, tampoco

resulta satisfactorio para nuestro autor ya que a partir de semejante concepción no se

podría tener una certeza sólida acerca de la condición del otro como un auténtico alter

ego. En efecto, el abismo entre el sentimiento inmediato del propio organismo y la

concepción del “cuerpo natural” del otro también como organismo parece muy difícil

de salvar únicamente por su equiparación analógica. No obstante, de acuerdo con

Sartre, Husserl es capaz de superar el mero razonamiento por analogía y de reconocer

al otro como condición necesaria para la constitución del mundo, y por tanto del yo, en

términos fenomenológicos27. Esto último, debido a que las experiencias concretas no

dependen únicamente de la relación con cada sujeto sino de la referencia que guardan

todos los objetos con una “pluralidad indefinida de conciencias”28.

Ahora bien, a pesar del vigor teórico y sutileza analítica de la fenomenología

husserliana, Laín quiere mostrar la inadecuación de aquel enfoque para dar cuenta

efectiva del otro en cuanto otro real y subsistente. Esto, debido a que el otro, en

términos fenomenológicos, termina siendo apenas “un concepto unificador de mis

diversas experiencias intramundanas, una garantía de la objetividad del mundo […] [de

modo que] la única conexión que Husserl ha podido establecer entre mi propio ser y el

ser del otro es la que el puro conocimiento permite” (Laín, 1968, p. 204). De hecho, a

pesar de sus aportes, ninguna de las teorizaciones provenientes de la modernidad,

27 “Para Husserl, el mundo tal como se revela a la conciencia es intermonádico. El Prójimo no está

presente en él sólo como una aparición concreta y empírica, sino como una condición permanente de la

unidad y la riqueza del mundo. Cuando considero, tanto en soledad como en compañía, esta mesa o ese

árbol o aquel lienzo de pared, el prójimo está siempre ahí como un estrato de significaciones constitutivas

que pertenecen al objeto mismo que estoy considerando, en suma, como el verdadero garante de su

objetividad” (Sartre, 1954, III,I,III). 28 Atendiendo a esto, resulta claro también que cualquier duda acerca de la existencia del otro o los otros

en general, supondría necesariamente dudar de la propia existencia (Laín, 1968, p. 203).

Page 91: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

91

repasadas hasta aquí, logra adentrarse satisfactoriamente en la realidad y el misterio del

otro como persona con atención tanto a su inconmensurable alteridad como a su

irreductible singularidad. Por este motivo, dentro de las múltiples aproximaciones

filosóficas a la alteridad del otro realizadas en el último siglo, veremos a continuación

cómo aquella de Max Scheler puede dar cuenta del otro en la medida en que, atendiendo

a las demás dimensiones de la alteridad y la necesidad de su mutua y armoniosa

integración, logra sentar también las bases para una relación adecuada entre el mismo

y el otro.

A diferencia de las teorizaciones repasadas hasta ahora, fundamentadas en la

percepción interna y en el yo propio, Scheler (2001) aborda la alteridad del otro

partiendo de la consideración del individuo humano en cuanto persona espiritual, la

cual es definida por él como

la unidad de ser concreta y esencial de actos de la esencia más diversa que en sí

antecede a todas las diferencias esenciales de actos (y, en particular, a la diferencia de

percepción externa e interna, querer externo o interno, sentir, amar, odiar, etc. externos

o internos). El ser de la persona “fundamenta” todos los actos esencialmente diversos

(p. 513).

De esta definición es importante llamar la atención sobre el hecho de que, en cuanto

“sucesión de actos”, la persona espiritual no puede ser objetivada o reducida a objeto.

En efecto, el pesar, el querer y el sentir espirituales (distinto de lo pensado, lo querido

y lo sentido) no se pueden saber a la manera como sabemos sobre cualquier objeto a la

mano. Apenas es posible participar del pensar, del querer y del sentir de otra persona

por coejecución y comprensión, lo cual es distinto de una mera percepción ajena de las

vivencias psíquicas. Así mismo, es necesario notar que la persona, a diferencia de la

naturaleza, tiene la capacidad de no dejarse conocer, de callar y esconderse en el

espacio de su intimidad incluso disimulando sus gestos corporales. Con base en lo

anterior, Scheler se refiere a la relación de persona a persona en términos de dos

actividades globales del espíritu: la simpatía y el amor. Estas actividades se dan

mediante la comprensión y la coejecución, y permiten penetrar en la persona del otro

más allá de la simple percepción de su existencia psicofísica (Laín, 1968, p. 246).

Page 92: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

92

De una lectura atenta a la obra de Scheler, Esencia y formas de la simpatía,

Laín (1968) concluye que la naturaleza de la simpatía puede sintetizarse en cinco

rasgos. El primero es que no supone una participación afectiva del simpatizante con lo

simpatizado, pues los fenómenos de padecer y compadecer son distintos. Puedo “co-

sentir” la alegría o la tristeza del otro sin necesidad de entrar yo mismo en su estado de

alegría o tristeza. En este sentido, simpatizar implica la intención de sentir dolor o

alegría por la vivencia del otro, pero no el hecho de sentir efectivamente sus propias

vivencias (p. 247).

El segundo rasgo de la simpatía es que esta tiene una función originaria y última

en el espíritu, razón por la cual puede esta considerarse como innata en el individuo

humano y no como fruto de algún proceso vital. El tercer rasgo consiste en que,

mientras el consentir se refiere a la mera constatación del estado sentimental del otro,

la simpatía tiene un término intencional que es el sujeto de carne y hueso con el cual

se simpatiza, cuya realidad concreta, presentándose ante nosotros de forma patente e

innegable, acaba con “la ilusión natural del egocentrismo”, esto es, de considerar el

mundo en torno a sí como el mundo mismo (1968, p. 247). En otras palabras, se trata

de la capacidad del sujeto para trascenderse a sí mismo y de penetrar en el estado de su

prójimo.

El cuarto rasgo es la “neutralidad” de la simpatía respecto de aquello que la

suscita, es decir, no hay en la simpatía una valoración positiva o negativa de los motivos

por los cuales el otro se siente de una u otra forma. Simplemente se experimenta o no

empatía por el otro. Y, por último, como ya lo habíamos visto en su crítica a los

sentimentalistas, Scheler (1957) afirma que la simpatía solo es reactiva, a diferencia

del amor que es iniciativa y acto espontáneo. Por eso, por fuera del amor, la simpatía

no pasaría de ser un mero comprender (pp. 181-182).

Llegamos así a la consideración scheleriana del amor como actividad superior

del espíritu, en la cual la realidad, singularidad y alteridad del otro concreto se hacen

patentes con toda su fuerza. Dejando de lado el amplio estudio de Scheler acerca de las

particularidades del movimiento amoroso en general y de sus diversas concreciones,

nos referiremos ahora, específicamente, a aquel que el autor llama el amor espiritual a

Page 93: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

93

la persona o el amor interpersonal29. En esta forma de amor, más aún que en la simple

simpatía, el término propio es la realidad personal del amado. En consecuencia, aquello

que es amado “no es su carácter o su conducta, sino el núcleo mismo de su persona, su

condición de “centro” o “sustancia” de actos” (Laín, 1968, p. 248). De hecho, aquel

amor moral es además un amor absoluto por cuanto no depende de las cualidades y

comportamientos del ser amado bajo las que podría ser enjuiciado (Scheler, 1957, p.

222).

Ahora bien, aunque el amor espiritual sea un comportamiento objetivo respecto

de nuestros propios intereses y sentimientos, aquel no es una actividad “objetivante”

del ser personal a quien se ama. Del otro pueden ser objetivados su cuerpo, su vida

psíquica y su yo pero nunca su ser en cuanto centro personal de sus actos. Por eso, la

persona o el otro se nos da en el amor incondicional (Laín, 1968, pp. 251-252). Pero

este darse de la otra persona en el amor solo puede acaecer “coejecutando sus actos:

cognoscitivamente, en el comprender y el convivir; moralmente, en la secuacidad

respecto del modelo. El núcleo moral de la persona de Jesús, por ejemplo, solo a uno

le es dado: al discípulo” (Scheler, 1957, p. 224). De acuerdo con esto, lo que se ama en

un sentido más fundamental no es el ser empírico y objetivable del individuo, sino la

verdad última de la persona, es decir, “lo que la persona amada puede y debe ser, el

adecuado cumplimiento de su íntima y tal vez desconocida vocación” (Laín, 1968, p.

252).

He aquí un profundo vínculo que Scheler nos descubre entre la alteridad del

otro concreto y la alteridad absoluta que hemos considerado ampliamente en el anterior

capítulo. Hay una llamada de Dios que me singulariza y que resulta inseparable, en

términos de Scheler, de este amor personal o, en términos de Lévinas, de la

responsabilidad del sí mismo por el otro. La indisociabilidad entre singularidad y

responsabilidad a través de la vocación es además análoga al estrecho vínculo entre el

29 Junto al amor espiritual a la persona, Scheler también considera otras formas (como el amor psíquico

al yo individual y la pasión) especies (amor maternal, filial, sexual…) y modos (en combinación con

vivencias de simpatía como la bondad, la benevolencia el aprecio…) (Laín, 1968, pp. 250-251).

Page 94: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

94

amor a la (otra) persona y el amor a Dios “persona de personas”, pues la plenitud de

este último amor, lejos de dirigirse a un mero bien infinito como cosa suprema, consiste

en la “coejecución de su divino amor al mundo (amare mundum in Deo) y a Sí mismo

(amare Deum in Deo)” (Scheler, 1957, p. 220). De este modo, el amor a la persona, a

cualquier otra persona, sólo es posible si se existe para el otro en Dios sin que por ello

el uno y el otro lleguen a confundirse. Scheler enfatiza esto último defendiendo la

individualidad de la persona más allá de cualquier fenómeno de unificación afectiva en

medio de la masa colectiva ya que nadie puede tener en mi lugar conciencia de mi

propio cuerpo ni acceder al centro de mi espíritu y o de mi ser30. El sujeto es entonces,

desde esta perspectiva, una individualidad absoluta, una persona en su más profunda

intimidad, cuya “opacidad” es, sin embargo, comunicable. Gracias a esto, y por medio

de la simpatía y el amor, es posible llegar a participar del ser del otro sin fusionarnos

con él (Laín, 1968, p. 254).

3.3 Al encuentro del otro como persona

Hemos visto hasta aquí que las raíces cristianas de la noción de persona están

profundamente entrelazadas con la consideración del otro como creatura de Dios, en

relación filial, directa y particular con él. De igual forma, hemos visto que la noción

moderna de dignidad, aunque aplicada en términos generales como atributo de la

humanidad, ha prevalecido en su versión secularizada como algo específico y esencial

de cada individuo; inseparable de su ser persona y cooriginario de su ser otro. En Kant,

por ejemplo, la consideración de la persona como “un fin en sí misma”, que no puede

ser “sustituida”, constituye uno de los elementos que se hicieron nuevamente “ético-

30 Laín (1968) señala aquí el riesgo de confundir la individualidad del cuerpo con la individualidad de la

persona. Estas son distintas, ya que el sentimiento de la primera individualidad “es la vivencia de una

realidad empírica y contingente, el advertimiento de que hic et nunc existe ese organismo material y

viviente que llamo «mi cuerpo»; [mientras que el otro sentimiento de individualidad] es el fenómeno

manifestante de una realidad esencial y absoluta” (p. 253).

Page 95: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

95

metafísicos” en cuanto descansa, en último término, sobre la condición inalienable de

dignidad intrínseca de todos los hombres en su calidad de ser personas31.

De acuerdo con lo anterior, la consideración del otro como persona digna no

puede limitarse únicamente a individuos autónomos (o que gocen de un mayor grado

de autonomía), pues esto no sólo excluiría a individuos en condiciones particulares de

fragilidad y dependencia, sino que también desconocería el hecho de que estas últimas

son, en definitiva, condiciones ontológicas fundamentales del ser-ahí arrojado en el

mundo: marcado por su facticidad, sus límites y su ser-para-la-muerte.

Por este motivo, la persona ha dejado de ser comprendida, por diversos autores

contemporáneos, en términos de una estructura substancialista caracterizada

eminentemente por sus actividades racionales, lo cual ha dado paso a una comprensión

más dinámica, volitiva y emocional de la misma, superando con ello el peligro relativo

al impersonalismo de “identificar demasiado la persona con la substancia y ésta con la

cosa, o la persona con la razón y ésta con su universalidad” (Ferrater, 1979, p. 404).

Sin embargo, hemos visto que un autor como Scheler salva este escollo al considerar a

la persona como “unidad de ser concreta y esencial de actos de la esencia más diversa,

que en sí antecede a todas las diferencias esenciales de actos [y los fundamenta]” (p.

404).

En esta vía de pensamiento que no considera al hombre ni exclusivamente como

ser natural ni solo como ser espiritual, sino como persona espiritual, vemos el retorno

a una noción de persona que precisa del otro. Reconociendo las dimensiones de

alteridad involucradas en tal relación, este enfoque logra así destacar una característica

fundamental de la realidad de la persona: su trascendencia. En efecto,

si la persona no se trasciende, quedaría siempre dentro de los límites de la

individualidad psicofísica y, en último término, acabaría nuevamente inmersa en la

realidad impersonal de la cosa. Trascenderse a sí misma no significa, empero,

forzosamente una operación de carácter incomprensible y misterioso; quiere decir el

31 Una de las formulaciones del imperativo categórico en la obra de Kant es aquella que se encuentra en

su Fundamentación de la metafísica de las costumbres en los siguientes términos: “obra de tal modo que

uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre y al mismo

tiempo como fin y nunca simplemente como medio” (FMC AK IV 429).

Page 96: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

96

hecho de que la persona no se rige, como el individuo, por los límites de su propia

subjetividad. Así, cuando el individuo psicofísico realiza ciertos actos —tales como el

reconocimiento de una verdad objetiva, la obediencia a una ley moral, el sacrificio por

amor a otra persona, etc.— puede decirse de él que es una persona. (Ferrater, 1979, p.

404).

La capacidad de trascender, que acabamos de señalar, es decir, la apertura fundamental

a Dios y al ámbito de los valores, es posible gracias a la interioridad propia de cada

persona: centro del ser desde el cual este se abre al plano de lo absoluto. Y puesto que

el objeto de aquella apertura, la apertura misma y la interioridad que la hace posible no

pueden ser verificadas o visibles, sino tal vez apenas intuidas internamente por cada

uno, la condición de ser persona no puede ser atribuida a un individuo vía razonamiento

o demostración.

Ser persona o tener interioridad es posibilidad abierta y no significa que todos

los hombres en virtud de ello sean esencialmente iguales o deban serlo. De hecho, ser

persona implica unicidad existencial (no numérica). Así, puesto que cada persona es

única, aunque los demás tengan aspectos en común conmigo, no son como yo, no

pueden ser asimilados a mí, ni mucho menos pueden ser pura proyección de mi yo.

Cada persona es un otro para mí, es decir, diferente de mí mismo. Por ende, mi ser

persona me hace también un otro para el otro.

La noción de otro es entonces cooriginaria a la noción de persona, por lo cual

es equivocado o inexacto asumir que ambas nociones sean independientes entre sí o

que una se pueda extraer de la otra. Es cierto que, para efectos argumentativos y

asumiéndome como persona, puedo afirmar que el individuo que tengo enfrente es otro

en cuanto llego a considerar que es persona como yo. Sin embargo, el otro es otro

porque es persona, es decir, independientemente de que yo lo considere como tal por

medio de la analogía o similitud conmigo. Precisamente, aunque seamos iguales por

ser personas, es en virtud de una diferencia originaria que soy siempre otro respecto de

los otros32.

32 Pero también, en virtud de esa misma diferencia siempre operante, podemos ser otros para nosotros

mismos. Así pues, sin una dimensión de alteridad íntima en el núcleo de lo que somos, es decir,

Page 97: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

97

La alteridad del otro no puede ser por tanto conferida, inferida, construida,

postulada, proyectada, sino solo reconocida. Despierto al otro y me encuentro con su

ser persona. Abro los ojos y veo a un otro. No lo reconozco otro o persona como fruto

de un razonamiento. Se me presenta bajo la luz y la sombra del misterio. Aunque yo

pueda contemplarlo exteriormente e interpretar parcialmente sus gestos, nunca termina

de presentarse y resulta imposible acceder a sus más profundos pensamientos, deseos,

motivaciones, etc. El otro nunca es totalmente transparente ni siquiera para sí mismo,

de modo que nunca lo será para los demás. El otro en cuanto persona o la persona en

cuanto otro no es tampoco homogéneo o idéntico a los demás o a mí mismo y, por lo

tanto, no puede ser, bajo cualquier circunstancia, absolutamente predecible.

cooriginaria a nuestra identidad personal (a nuestro ser persona), la relación y la alteración, el cambio y

la transformación no serían posibles.

Page 98: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

CAPÍTULO 4

RESPONSABILIDAD DEL ENCUENTRO CON LA ALTERIDAD 1

Es necesario haber sentido en lo más hondo de sí

mismo la fragilidad de todos los hombres para

encontrarse a uno mismo y a los otros, y seguir

amando el mundo y participando en él con

aquella humildad y aquel concernimiento.

PELLUCHON

Una vez consideradas tres dimensiones de la experiencia de alteridad en cada uno de

los capítulos anteriores, nuestro propósito en el presente capítulo consiste en dilucidar

más claramente cómo es que estas tres dimensiones están en juego en la acción, o

mejor, qué tipo específico de acción revela el entretejido invisible entre aquellas

alteridades. El punto de partida para esto es el Libro III de la Ética nicomaquea donde

Aristóteles se pregunta por las acciones, respecto de las cuales reconoce dos tipos

fundamentales: de un lado, acciones de carácter voluntario que pueden ser dignas de

alabanza o de censura (según si están conformes a la virtud o al vicio); y, de otro lado,

acciones de carácter involuntario que, habiendo sido realizadas por ignorancia de

circunstancias particulares relativas al contexto de su ejecución, pueden ser objeto de

1 Las consideraciones que a continuación presentamos son una ampliación de lo abordado en el seminario

Gesto, cuidado y responsabilidad, dirigido por el profesor Dr. Gustavo Gómez, y realizado en el

programa de Maestría en Filosofía en el primer semestre de 2017. Lo que desarrollamos ahora busca

articular el tema de este seminario con el presente trabajo.

Page 99: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

99

indulgencia y hasta compasión de parte de otros2. Como veremos más adelante, esta

clasificación aristotélica de acciones escapa, sin embargo, a la dicotomía

voluntario/involuntario, relacionada estrechamente con otra dicotomía de la acción que

Agamben reprocha a Aristóteles: la del actuar o hacer3.

Nuestro análisis prosigue así con Agamben (2001) y su comprensión del gesto

como alternativa de acción que “rompe la falsa dicotomía entre fines y medios que

paraliza la moral y presenta unos medios que, como tales, se sustraen al ámbito de la

medialidad, sin convertirse por ello en fines” (p. 54). Esto nos permitirá entrever, en la

frontera entre el acto voluntario y el acto involuntario, tal y como son definidos por

Aristóteles, el terreno sobre el que se asienta un tercer tipo de acción, distinta del actuar

(agere) y del hacer (facere), propio de la responsabilidad. Finalmente, a partir sobre

todo de Patočka y Derrida, llegaremos a comprender la responsabilidad como cuidado

del otro atendiendo a la triple dimensión de alteridad y a la vulnerabilidad comunes al

sí mismo y al otro.

4.1 Fenomenología aristotélica de la voluntariedad

La descripción del carácter voluntario de la acción en Aristóteles tiene tres momentos

en la Ética nicomaquea: primero, el del deseo (boulêsis) o de lo deseado; segundo, el

de la deliberación (bouleusis) sobre los posibles medios para alcanzar el fin deseado; y

tercero, esencial a la acción voluntaria, el de la elección de los medios que en definitiva

se emplean para la realización de lo deseado (Frère, 2003, p. 267). Ahora bien, estos

momentos suponen un objetivo a ser alcanzado y por ende su especificación en forma

de contenido o definición. Aquel objetivo es el telos del deseo. Sin embargo, ¿de qué

2 Aristóteles también considera como involuntarias las acciones llevadas a cabo por coacción, es decir,

por la fuerza (física, psicológica…) de un agente externo sobre el ejecutor de la acción. 3 “Él género del actuar (de la praxis) es distinto al del hacer (de la poiesis) […] Porque el fin del hacer

es distinto del hacer mismo; pero el de la praxis no puede serlo, pues actuar bien es en sí mismo el fin”

(EN VI, 1140b).

Page 100: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

100

fin se trata? ¿Qué tan claramente puede ser fijado o descrito? ¿Puede desearse un fin

con total certeza acerca de lo que este es? Frère (2003) llama la atención sobre las

consideraciones que el mismo Aristóteles hace al respecto y que problematizan no tanto

la existencia de un telos último y definitivo para las acciones, cuanto la posibilidad de

percibir aquel telos verdadero con absoluta claridad y de alcanzarlo (p. 267). Así pues,

por una parte, luego de distinguir implícitamente el deseo del apetito (común a los

animales y de carácter saciable), el Estagirita distingue entre elección y deseo

mostrando que el deseo solo puede ser de cosas imposibles o de cosas que no dependen

de uno mismo4. Por otra parte, Aristóteles también aclara que “para el hombre bueno,

el objeto de la voluntad es el verdadero bien; [mientras que] para el malo, [el bien es]

cualquier cosa” (EN 1113a).

De acuerdo con estas dos precisiones, podemos ver que el telos, identificado

con el bien verdadero, está fuera del alcance del acto voluntario individual. La razón

principal consiste en que ningún hombre es absolutamente bueno y sus actos tendrán

siempre una distorsión respecto del bien al que, en principio, cada uno apunta. En

consecuencia, puede apreciarse que el telos aristotélico, fundamental para considerar

una acción como voluntaria, es algo que permanece abierto en la práctica, algo que

resulta muy difícil, si no imposible, de alcanzar con un conocimiento pleno de su

verdad. De allí que el telos quede siempre sujeto a revisión y que sus concreciones

parciales puedan subordinarse una y otra vez a ulteriores comprensiones del bien, a la

luz de lo que se va experimentando. En este sentido, podemos decir que, a pesar de que

4 “[La elección] tampoco es deseo, aunque parece cercano a éste, pues la elección no lo es de cosas

imposibles; y si alguien dijera que las ha elegido, parecería que es bobo. El deseo, en cambio, lo es de

cosas imposibles; como, por ejemplo, de la inmortalidad. También el deseo se refiere a las cosas que no

podrían conseguirse de ninguna manera por uno mismo, como, por ejemplo, que venza un actor o un

atleta. Nadie elige cosas así, sino todas aquellas que cree que pueden producirse por uno mismo. Más

todavía: el deseo tiene que ver, más bien, con el fin, mientras que la elección lo es de aquello que conduce

al fin. Por ejemplo, tenemos deseos de estar sanos, pero elegimos aquello por lo que sanamos. Y también

queremos ser felices y así lo afirmamos, pero no es adecuado decir que lo elegimos. En general, parece

que la elección tiene que ver con lo que depende de nosotros” (EN 1111b).

Page 101: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

101

el realismo aristotélico (en la línea de todos los pensadores griegos) le da un lugar

importante al intelecto en la praxis o en la poiêsis (Frère, 2003, p. 267), deja entrever

también los límites de la voluntariedad de la acción.

Esta conclusión se refuerza si consideramos los otros dos momentos de lo que

idealmente consideraría Aristóteles como un acto voluntario. La deliberación es una

búsqueda (zêtêsis) acerca de las cosas humanas, en donde la dificultad proviene de la

multiplicidad de vías y medios posibles para intentar alcanzar el fin deseado. En esta

medida, “la deliberación es la búsqueda laboriosa de un saber que se nos escapa” (Frère,

2003, p. 268), dado los límites que nuestra finitud y nuestras contingencias le imponen

al conocimiento de los medios posibles para la consecución del fin anhelado y, por

ende también, al límite de la elección de los medios que mejor conduzcan a ello. Por

esto, aun con una delicada deliberación, el acto siempre conllevará el riesgo del fracaso,

del error o de la falta. De hecho, la idea aristotélica de la deliberación, propia de la

democracia ateniense, supone que no se puede deliberar sobre lo mejor en términos

absolutos, sino sobre lo mejor posible en el marco las circunstancias dadas. La

consideración final de la elección, tercer momento del acto voluntario, como “deseo

deliberativo de las cosas que dependen de nosotros” (EN 1113a), deja pues en evidencia

que, aunque el acto voluntario esté animado por un deseo que apunta hacia lo estimado

en cada caso como el bien, aquel se concreta únicamente en la acción de lo que se

estima deliberativamente como lo mejor. En efecto, si el deseo está en el orden de lo

imposible, la elección está en el orden de lo posible (Frère, 2003, p. 269).

A la luz de estas consideraciones, podemos ver cómo, a pesar de la aparente

insistencia de Aristóteles en una especie de orden lógico en el proceso de elección

(interpretación reforzada en la Edad Media bajo la idea del silogismo práctico con

conclusiones necesarias), el Estagirita es quizás el primero en señalar el problema de

la disonancia entre el fin y los medios (Frère, 2003, p. 269), así como de la inevitable

ignorancia de las circunstancias particulares y posibles consecuencias de una acción

tenida en principio por voluntaria.

Page 102: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

102

Veremos a continuación que, en el análisis y distinción hecha por el filósofo

entre actos involuntarios y actos voluntarios, se ilumina un ámbito fronterizo de la

acción humana que puede resistir al escollo de la disonancia fin-medios

retroalimentando la crítica de Agamben respecto de aquella dicotomía y de la distinción

binaria actuar-hacer.

Hemos dicho ya en la introducción al presente capítulo que las acciones de

carácter involuntario, habiendo sido realizadas por ignorancia de circunstancias

particulares relativas al contexto de su ejecución, pueden ser objeto de indulgencia y

hasta compasión de parte de otros. Es importante ahora aclarar que la consideración de

una acción como contraria a la voluntad de su agente depende, para Aristóteles, de que

el actor sienta arrepentimiento y pesar al salir de su ignorancia sobre los factores que

le eran desconocidos al momento de decidir y ejecutar tal acción o al percibir como

indeseables las consecuencias de la misma. En palabras del Estagirita:

Todo lo que se produce por ignorancia es no-voluntario, pero es involuntario lo que se

da con aflicción y con arrepentimiento5. En efecto, el que ha realizado cualquier acción

por ignorancia, sin que sienta disgusto por su acción, no la ha realizado

voluntariamente ya que, desde luego, no era consciente, pero tampoco

involuntariamente, ya que ciertamente no siente disgusto. Conque entre los que obran

por ignorancia, aquel que lo hace con arrepentimiento parece hacerlo

involuntariamente, pero el que no se arrepiente, dado que es de otra clase, digamos que

es no-voluntario. Puesto que difieren, es mejor que tenga un nombre particular. (EN

1110b).

Ahora bien, dada la posible confusión entre los términos involuntario y no-voluntario,

los sentidos que Aristóteles da al vocablo griego akoúsion y la forma en que el

Estagirita asocia la expresión ou hekoúsion a uno de esos sentidos, vale la pena

referirnos a la forma de investigación aristotélica en el ámbito de la ética y cómo esta

se desarrolla, por ejemplo, en el tratamiento de las virtudes. De acuerdo con Nussbaum

5 Gr. akoúsion recibe dos sentidos: (a) como “involuntario”, es decir, de forma “ajena a la voluntad de

uno”; y en sentido cercano a éste utiliza Aristóteles aquí la expresión ou hekoúsion; y (b) “contra la

voluntad de uno” (Calvo, 2014, p. 113).

Page 103: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

103

(2004), Aristóteles: primero, delimita las esferas de la experiencia humana en las cuales

cualquier persona se ve abocada a elegir algo y a actuar de una determinada manera,

en detrimento de otras elecciones y formas de actuar posibles; segundo, hace una

descripción débil de cada virtud que define todo aquello en lo que consiste estar

establemente dispuesto a actuar en forma adecuada en esa esfera; y por último, examina

las diferentes especificaciones propuestas para cada virtud y da de ellas una definición

fuerte (p. 322).

En este sentido, creemos que, de manera similar, Aristóteles: primero, delimita

la esfera de lo que no se puede considerar como voluntario en razón de que ha sido

causado por coacción y por ignorancia de circunstancias particulares; segundo, hace

una descripción débil y provisional de aquello que sería involuntario (intercambiando

este término por no-voluntario); y, por último, examinando las especificaciones de lo

involuntario de una acción de acuerdo a la postura del agente frente a la misma, termina

precisando dos definiciones fuertes que, en este caso, son dos clases distintas de actos,

diferentes estos a su vez de la clase de actos voluntarios. Estas dos nuevas clases, cuya

distinción obedece a que cada una merece “un nombre particular”, son denominadas

así: de un lado, actos involuntarios (akoúsion) o “contra la voluntad de uno”, debido a

que se revelan, luego de su ejecución, como contrarios al propio querer general; y de

otro lado, los actos no-voluntarios (ou hekoúsion) cuya forma es “ajena a la voluntad

de uno”.

Aristóteles no profundiza su análisis respecto de esta última caracterización de

actos no-voluntarios. Sin embargo, creemos que este tipo de actos se inscriben en un

tercer ámbito de la acción humana que, en razón de su estrecha relación con actos de

características relativas a la voluntariedad o involuntariedad, no son distinguidos en la

Ética Nicomaquea de los ámbitos del agere y del facere. A este ámbito de la acción

no-voluntaria, que no es estrictamente fruto de la propia voluntad sino más bien “ajeno”

a ella, dado que el principio de tal acción no proviene de un deseo personal, lo

denominaremos como haciendo parte del ámbito del gerere. De este modo, junto al

Page 104: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

104

hacer y al actuar, es preciso hablar de una tercera acción humana que consiste en el

gesto que soporta o asume.

4.2 Acción gestual no-voluntaria

La acción no-voluntaria de la que habla Aristóteles, que siendo ejecutada por un agente,

es, sin embargo, ajena a la voluntad de este sin causarle arrepentimiento posterior,

guarda a nuestro parecer una estrecha relación con el gesto o la acción del gerere, según

el análisis de Agamben basado en las siguientes palabras de Varrón:

Es posible, en efecto, hacer algo sin actuar, como el poeta que hace un drama pero no

actúa (agere, en el sentido de “desempeñar un papel”); a la inversa, en el drama, el

actor actúa pero no lo hace. Análogamente el drama es hecho (fit) por el poeta, pero no

es objeto de su actuación (agitur); ésta corresponde al actor, que no lo hace. De manera

diversa, el imperator (el magistrado investido con el poder supremo), con respecto al

cual se usa la expresión res gerere (llevar a cabo algo, en el sentido de tomarlo sobre

sí, asumir por completo su responsabilidad), no hace ni actúa, sino gerit, es decir

soporta (sustinet)” (Varrón. En: Agamben, 2001, p. 53)

En efecto, la noción del asumir o del soportar no aplica para las acciones que, de un

lado, se consideran motivadas desde su origen por un deseo estrictamente “personal” y

cuya realización, de otro lado, se considera guiada por una decisión “autónoma” (es

decir, los actos voluntarios). Por el contrario, cuando en términos aristotélicos nos

referimos a acciones hechas por nosotros mismos y, sin embargo, no originadas en

nuestra propia y pura voluntad, estamos ante dos posibilidades:

1. Rehuir nuestra responsabilidad de la acción justificándola por una alteración

padecida que nos habría empujado a hacerla, lo cual implicaría que nuestra

voluntad se ha contrariado a sí misma en la ejecución de aquella acción

(caracterizada entonces como acto involuntario).

2. Aceptar nuestra responsabilidad por la acción confiándola a una alteridad

asumida que nos habría movido/llamado a hacerla, lo cual implicaría que

Page 105: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

105

nuestra voluntad se ha conformado a otra voluntad (ajena) en la ejecución

de aquella acción (caracterizada entonces como acto no-voluntario).

Con base en estos análisis y términos, creemos que la acción propia del imperator

puede comprenderse de acuerdo con la segunda posibilidad mencionada, es decir, ni

como acto puramente voluntario originado en un deseo propio (en virtud de lo cual la

propia voluntad prevalecería sobre la del colectivo gobernado) ni como acto

involuntario (carente de coherencia, inteligibilidad, imputabilidad…), sino como

acción no-voluntaria de llevar sobre sí (gerere, sustinere) o de asumir una

responsabilidad con los otros. El ejercicio adecuado del poder sería entonces aquel

ejercido desde el secreto invisible e interior del imperator en conformidad a una

voluntad ajena absoluta, es decir, sin egoísmo ni sujeción a otra voluntad exterior o

particular. En otras palabras, la tesis que queremos defender aquí es que la acción ético-

política consiste en un gesto o acción gestual no-voluntaria de responsabilidad ante

(el) cualquier/absolutamente otro (tout autre).

Es preciso anotar que la forma en que inscribimos la noción de responsabilidad

en el seno de esta última definición pretende también recuperar su significado

etimológico original de responder (en latín respondere). En efecto, una auténtica

responsabilidad en cuanto respuesta obedece a o encuentra su correlato en una llamada/

interpelación6. Sin embargo, esto no se puede concebir de forma abstracta. La llamada-

interpelación supone un otro que llama-interpela y que en esa medida cuenta con

voluntad propia para hacerlo (para llamar o interpelar). En otras palabras, se trata para

cada uno o dentro de cada uno de una voluntad ajena que posibilita lo que hemos

denominado como acción gestual no-voluntaria: aquella que ha de ser distinguida del

6 Si acaso la connotación de la llamada suena como más asociada a un contenido claro y del orden de lo

racional, la noción de interpelación intenta rescatar una connotación más afectiva (no-racional) de la

misma y de su correlato, que en ambos casos lo denominamos respuesta.

Page 106: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

106

acto involuntario (de cuya responsabilidad puedo librarme) y del acto voluntario (cuyos

principio y fin se fundamentarían en mi propio querer).

Ahora bien, ¿cuál es la relación entre el gesto y la acción responsable ético-

política? ¿Por qué caracterizar a esta última como acción gestual? La respuesta a estas

preguntas se encuentra en el planteamiento que hace Agamben (2001) del gesto como

la esfera del ethos en cuanto morar o habitar originario. En este sentido, el hombre

define su modo de estar en el mundo haciendo visible un ethos (una ética) en sus gestos

y no en acciones voluntarias que paralizarían la moral (Agamben, 2001, p. 54),

debido a que estas últimas descansan en un arreglo de medios a fines basado a su

vez en un cálculo de consecuencias de la acción, el cual resulta, sin embargo,

imposible de efectuar en virtud de la finitud y arrojamiento del hombre en el mundo.

El gesto, por su parte, constituye “la exhibición de una medialidad7, el hacer visible un

medio [que] como tal hace aparecer el-ser-en-un-medio del hombre y, de esta forma,

le abre la dimensión ética” (p. 54).

En esta dimensión ética, la acción gestual puede ser comprendida como acción

responsable que “sustinet”, es decir, que asume y soporta algo extraño al sujeto de la

acción; un querer que no proviene estrictamente de él mismo y que, sin embargo, no se

funde con su propio querer. Así, pues, al gestualizar, se asume como propio aquel

querer íntimo pero impropio. Un ejemplo que nos puede ayudar a ilustrar esto es el de

una persona con el síndrome de la Tourette, cuyo cuerpo, aun siendo propio, escapa de

su control. De manera análoga, en el ámbito de la responsabilidad propia de la esfera

7 El término “medialidad” es significativo, pues alude a una comprensión de lo humano como medio,

paso o pasaje que se expresa en ethos: visibilidad, ex-posición propia del estar afuera, del ex-istir, en

donde el ex-tasis es precisamente la gestualización. Esto es posible gracias a que el mundo se encuentra

impregnado ya de sentido, de modo que los gestos, al igual que las cosas, remiten más allá de sí mismos.

Un ejemplo de ello es que al ver una fotografía no apreciamos solo su indispensable soporte material

(papel, pantalla, luz de proyección…), sino sobre todo el mundo con el que se relaciona y las impresiones

que evoca. El gesto es, en consecuencia, la esfera misma de lo propiamente humano que supone aquella

medialidad y visibilidad donde todas las cosas (una fotografía, una silla…) son inseparables de un ethos,

de una forma de vida, de la corporalidad y de su mutua correlación.

Page 107: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

107

del ethos, podría decirse que, aunque ejecuto acciones por cuenta propia, puedo estarlo

haciendo movido por algo más, por un querer de alguna manera superior o previo al

propio querer. En este sentido, entre los polos de voluntariedad o involuntariedad de

nuestras acciones, cabe hablar de una asunción o de un soportar un movimiento, como

sucede por ejemplo con nuestra manera desprevenida y no calculada de caminar, que

no controlamos del todo, pero que ejecutamos de un modo propio y particular.

La acción gestual es entonces acción ética en cuanto se asume en ella como

propio aquello que no lo es, por ejemplo, una identidad cuyos contornos no conocemos

ni podemos fijar absolutamente. El gesto muestra, por lo tanto, los límites de mi

agencia, de mi soberanía, y apela a la responsabilidad que se asume de cara a lo que no

depende de mí o escapa de mi total control. De igual forma, el gesto siempre dice algo

que no se puede decir del todo, pues está en la esfera de la comunicabilidad no siempre

reducible al concepto. De allí que esta esfera de lo gestual, propia de lo humano, sea

exposición a los otros y, por ende, plenamente política.

De manera general, podemos decir entonces que aquello que se hace patente en

la dimensión ética, en la auténtica acción ético-política del hombre, es la no-

voluntariedad de su ejecución, de su gesto o de su carácter de acción gestual. Sin

embargo, este hacerse patente no es un hacerse evidente. La dificultad para captar

semejante carácter no-voluntario en la acción responsable radica en que aquella suele

atribuirse, en su exterioridad, a una agencia tipificada de manera dicotómica, ya como

voluntaria, ya como involuntaria. El mismo Aristóteles, a pesar de haber intuido un

tipo de acción que escapaba de tal dicotomía, no profundizó en aquel misterio y terminó

por subsumir la esfera del ethos a la lógica de actos voluntarios orientados a la elección

de medios convenientes al fin deseado.

Esto se explica por el hecho de que en la ética del Estagirita no había

propiamente una noción de responsabilidad sino de imputabilidad del agente (aitios o

“responsable causal”) por sus acciones (Meyer, 2001, p. 1). Aunque esta noción

iluminó (en el orden de lo jurídico) los juicios exteriores por parte de otros (jueces)

respecto del vínculo entre los agentes, las acciones y consecuencias en circunstancias

Page 108: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

108

particulares8, aquella noción de imputabilidad exterior no corresponde con la

dimensión interior y sentido/raíz original de la respons-abilidad que queremos enfatizar

aquí.

En la ética aristotélica, el agente puede ser imputado por ignorancia del bien,

en razón de que “los actos [voluntarios] en cada caso particular forman los caracteres

correspondientes” (EN 1114a, 5) y es en este sentido que se puede “ser responsable de”

devenir ignorante, injusto y vicioso, según la actividad desplegada con relación a un

determinado vicio. Así mismo, si cada uno es “responsable de” su disposición moral,

el filósofo advierte que también se puede “ser responsable de” la fantasía (apariencia)

o propia concepción acerca del fin, cuya deformación no puede ser alegada como causa

exterior a sí mismo de una mala conducta. He aquí una paradoja: por un lado, si la

visión correcta del fin para juzgar rectamente y escoger este verdadero bien viniese por

dotación o disposición natural, en nada serían voluntarias la virtud y el vicio, y por

ende, la prosecución del fin no sería asunto de libre elección; mas, por otro lado, si la

elección se hace sobre los medios para alcanzar el fin que no es elegido, ¿cómo se

puede entonces conocer un fin absoluto y no escogido en orden a elegir los medios que

a él conduzcan, si al mismo tiempo se es “responsable de” la apariencia que uno tenga

de aquel fin? Según el filósofo:

Para ambos igualmente, para el bueno y para el malo, el fin es mostrado y establecido

por la naturaleza o de otro modo cualquiera, y uno y otro, de cualquier modo que obren,

refieren todo lo demás al fin. [1] Sea, pues, que el fin, cualquiera que este sea, no se le

represente naturalmente a cada uno, sino que algo quede a la determinación del agente,

[2] sea que se trate de un fin natural, por el solo hecho de que el hombre bueno pone

en obra voluntariamente los medios, la virtud es algo voluntario […] puesto que

compartimos de algún modo responsabilidad respecto de nuestros hábitos, y según lo

que somos tal es el fin que nos proponemos, voluntarios serán también los vicios (EN

1114b15).

8 Aristóteles manifiesta la intención explícita de contribuir al juicio de los legisladores respecto de los

premios y castigos. Ver EN 1109b30.

Page 109: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

109

Aquí vemos que el Estagirita contempla la paradoja y sus dos posibles resoluciones sin

llegar a inclinarse por ninguna de ellas, evitando el debate de la relación entre

determinismo y libertad y absteniéndose así mismo de consideraciones metafísicas

sobre la libertad (Rus, 2011, LXXXV). Aristóteles es consciente de los límites y

alcances de su investigación9 y, por ende, no resulta extraño que aquel mantenga la

noción de “responsabilidad” dentro de los márgenes de la imputabilidad sobre los actos

y del deber disciplinario de normalizar los hábitos hacia virtudes personales. Esto

último se deja ver también en el hecho de que aquí la referencia es siempre al “ser

responsable de (sí mismo, los propios actos y hábitos)” y no al “ser responsable

por/hacia (los otros)” ni mucho menos al “responder a/ante (el otro)”.

Hemos visto entonces hasta aquí en qué sentido la acción ético-política se puede

comprender desde el paradigma del gesto que, caracterizado por su no-voluntariedad,

supone siempre asumir/sostener la responsabilidad de su ejecución y consecuencias en

conformidad al origen de su movimiento: una voluntad otra, ajena al agente, pero

interior a este; alteridad que no ha de confundirse con una alteración involuntaria de su

agencia. Ahora bien, dado que la noción aristotélica “responsabilidad de” se

circunscribe dentro de la esfera de lo estrictamente ético (i) a partir de actos “puramente

voluntarios” (por oposición dicotómica frente a los actos involuntarios), (ii) imputables

exteriormente al individuo, (iii) referidos a su virtud personal y (iv) evaluables

claramente bajo la dicotomía premio/castigo, intentaremos a continuación dilucidar un

sentido de la responsabilidad en el ámbito más amplio de lo ético-político (no sólo de

lo ético), regido por la acción gestual y en el espacio secreto de no-voluntariedad como

respuesta a la alteridad absoluta (tout autre) y de cara a la alteridad de cualquier otro

9 Aristóteles afirma, por ejemplo, que “saber qué cosas deben preferirse a otras no es fácil definirlo, por

la razón de que muchas diferencias ocurren en los casos particulares” (EN 1110b8).

Page 110: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

110

(tout autre)10. Como lo mostraremos al final, se trata aquí de llegar a comprender la

responsabilidad como cuidado, para lo cual nos servirá de guía introductoria la

fenomenología del surgimiento de la responsabilidad que Patočka (1998) acomete en

sus Ensayos heréticos sobre la historia de la filosofía.

4.3 Responsabilidad como cuidado de tout autre

La génesis de la responsabilidad es identificada por el filósofo checo con la posibilidad

de vida auténtica basada en la distinción entre lo orgiástico o extraordinario y lo

ordinario así como en la historia misma de la humanidad. De acuerdo con Patočka, esta

historia comienza cuando el hombre, sustrayéndose a la naturaleza cíclica y al rapto

orgiástico que funde al sí mismo con la masa, se enfrenta a los dilemas relativos a su

libertad asumida como sujeto responsable que puede actuar11 y dar cuenta de su propia

existencia. Sin embargo, aquel sustraerse ha revestido una forma particular en los dos

hitos que marcan esta historia: en el platonismo, vía interiorización; y en el

cristianismo, vía represión.

Si lo orgiástico supone el retorno a la naturaleza, el perderse en fuerzas ciegas,

pulsionales y anárquicas; el platonismo invita, mediante la imagen del ascenso fuera

de la caverna, a un camino que conduce al interior de sí mismo y que prefigura lo que

se denominaría luego como la conciencia. Desde esta perspectiva, lo orgiástico se trae

al interior de la propia alma, lo cual supone una asunción12 de sí mismo como principio

10 Este juego de palabras relativo al doble sentido de la expresión francesa tout autre traducible como

“totalmente otro” o como “cualquier otro” es usado por Derrida (2000) en su obra Dar la muerte, la cual

será referida más adelante. 11 A diferencia de los (demás) animales, quienes simplemente hacen cosas, el hombre es el único que

actúa, en sentido estricto, cuando tiene ante sí diferentes posibilidades y opta por una de ellas. 12 Los significados asociados a este término, de acuerdo con el DRAE, son: 1) Acción y efecto de asumir;

2) Elevación, generalmente del espíritu; 3) Asunción (en mayúscula y por antonomasia) como el hecho

de ser elevada al cielo la Virgen María en cuerpo y alma; y 4) Acto de ser ascendido a una de las primeras

dignidades (por elección o aclamación). Estos significados, junto con los relativos a la noción de

Page 111: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

111

de acción y, con ello, un germen de responsabilidad; de apelación a un yo mismo que

no puede ser exculpado de sus actos aduciendo una posesión causado por un daimon.

El platonismo configura entonces un intento de dominio de lo orgiástico que

pasa de señalarse como algo exterior a percibirse en adelante como lo trascendente

operando desde dentro del individuo. Esto trascendente es la idea del Bien, inteligible

para el alma, y con la cual el individuo dilucida sus decisiones en medio de una

dialéctica interna, pues la idea del bien está más allá de las cosas y supone un éx-tasis

(salida) del sí mismo. En este sentido, el platonismo se revela como una posibilidad de

ir más allá de las cosas, en donde la responsabilidad no se anuncia como el dominio

total de, sino como la relación con lo orgiástico. No obstante, en la medida en que el

bien es una idea trascendente, la relación con aquel no puede ser ni personal ni de total

control y claridad.

En el cristianismo, por su parte, la relación que el sí mismo establece es con

Dios y no con un bien impersonal. Empero, puesto que aquella relación no es fusional,

en ningún caso podría calificarse de orgiástica. En este sentido, Patočka (1988) asume

el cristianismo como el momento de plenitud de la responsabilidad, en un intento de

dominio de lo orgiástico (represión nunca definitiva de lo oscuro que permanece en la

interioridad del alma) y como respuesta a una persona, cuya alteridad radical e

inagotable hace de mi respons-abilidad algo infinito y cuya interpelación me constituye

a mi vez como persona: sujeto de un llamado y yo íntimo que responde (pp. 129-141).

Como podemos ver, la relación del sí mismo con Dios, del ego con el Alter, es, sin

embargo, de absoluta asimetría; no sólo porque él me escruta desde dentro y me conoce

mejor que yo mismo sin que yo a mi vez pueda verlo, sino porque estoy en una deuda

irremisible con él por el don de la vida.

Selbstaufhebung (ver nota 18) dan pistas para comprender o seguir ahondando, en mayor detalle y

cercanía con el pensamiento teológico, la responsabilidad.

Page 112: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

112

Frente a la distorsión de la responsabilidad como ocupación orgiástica con

diferentes asuntos y cosas13, que conlleva el olvido de la propia singularidad y la caída

en una vida inauténtica, la historia tiene entonces que confesar, de acuerdo con Patočka,

que ella descansa en principios religiosos, que la auténtica responsabilidad se encuentra

religada (religio) a la fe y que es precisamente en virtud de la culpa/deuda (Schuld)

irremisible con el Otro absoluto que puedo ser responsable. Sin embargo, la

responsabilidad histórica permanece abierta en mi respuesta a un misterio que no

conozco plenamente porque es alteridad absoluta, es decir, en mi relación con aquel

Mysterium tremendum que hace posible el secreto como posibilidad de guardar algo

interiormente y que es, por ende, reducto de libertad.

Ahora bien, siguiendo la idea heideggeriana de la muerte como aquello que me

individualiza y me define como ser absolutamente singular, llegamos así a la reflexión

derrideana acerca de la responsabilidad como un dar(se) la muerte vinculado a la idea

de cuidado. Aquel dar(se) la muerte es entendido por Derrida (2000) como el asumir la

propia vida que por el modo en que esta se “gasta” supone también un asumir la propia

muerte (pp. 41-57). Ello, sin embargo, no en el sentido literal de fin biológico de la

existencia (cuyo acontecimiento simplemente adviene14), sino en el sentido que voy

dándole al vivir/morir; en la forma propia de interpretar (también en el sentido

performativo del inglés to play) la vida y la muerte, a pesar de que estas no puedan ser

estrictamente controladas.

El don de la vida es en últimas también el don de dar(se) la muerte que hace

posible mi libertad, que me singulariza y me hace persona. En virtud de esto, la

respons-abilidad es respuesta al misterio de aquel don que se borra a sí mismo y que a

la vez interpela como llamado (Ruf). No obstante, tal respuesta es, de hecho, un

13 En medio de una sociedad industrial que mecaniza todo y diluye la libertad, la voluntad de poder sobre

las cosas es otra forma orgiástica que hace olvidar las propias posibilidades de ser. 14 El caso del suicidio queda excluido de esta consideración en razón de que su ejecución anula al mismo

tiempo toda responsabilidad, toda respuesta al otro (tout autre).

Page 113: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

113

hacerme cargo de aquel misterio que no puedo comprender y que, sin embargo, me

lleva a actuar más allá de lo que yo o cualquiera pudiese saber. He aquí la paradoja de

la responsabilidad: en la medida en que no puedo asegurar el fundamento último de

mis decisiones y acciones, las primeras se presentan también como momentos de rapto

(a pesar de su discernimiento, cálculos y razones) y las segundas se presentan también

como irresponsables (a pesar de ceñirse a códigos o de atender a casos particulares),

pues por mi arrojamiento en el mundo no puedo llegar a medir enteramente el alcance

de sus consecuencias.

Desde esta paradoja, podemos comprender el vínculo profundo entre la

responsabilidad y la muerte, en la medida en que en la decisión responsable supone

siempre, en beneficio de una singularidad (persona), el sacrificio de las demás

singularidades (personas). Ser responsable demanda entonces un a-prender (según el

juego de palabras derrideano entre apprendre y prendre) a dar la muerte, es decir,

ejercitándose en ella y tomándola para sí, lo cual abre una nueva paradoja: la muerte se

nos da, pero nosotros tenemos también que asumirla. Un ejemplo claro de esto es

Sócrates, quien “aprendió” a darse o tomar para sí la muerte15 dándole sentido a partir

de la inmortalidad del alma y a través de los valores y razones por los que vivió. De

hecho, si interpretamos este discurso acerca del alma, presente en el Fedón, como la

vida política de la comunidad (polis), podemos dilucidar mejor la noción de

responsabilidad desde la comprensión de la política, expuesta en el Gorgias, como arte

de cuidar el alma (la polis).

Así como la responsabilidad se encuentra en la medialidad del gesto (por el

arrojamiento en el mundo, la imperfección y aperturidad de la existencia), el cuidado

es de aquello que es frágil y escapa a la dicotomía de bondad o maldad puras, es decir;

el hombre mismo o las personas. En consecuencia, el ámbito de lo político, y por ende

15 En efecto, aun en la condena a muerte, como el caso de Sócrates, o aun en la tortura, nadie distinto de

sí mismo puede asumir su propia muerte.

Page 114: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

114

el de la responsabilidad, se abre en el espacio del cuidado de sí mismo y de los otros.

Sin embargo, ni la responsabilidad ni el cuidado son exclusivamente políticos, ya que

su raíz se hunde en un plano existencial donde lo ontológico, lo ético y lo religioso

convergen o se diferencian según la interpretación hecha por distintos filósofos.

Heidegger, por ejemplo, muestra que el cuidado (Sorge, referido siempre a sí mismo)

es un modo de ser fundamental del Dasein que, además de ser más originario que la

preocupación por las cosas (Besorge) y la solicitud por las personas (Fürsorge), se basa

en la muerte como posibilidad más propia del Dasein que lo singulariza y que este debe

asumir.

Lévinas, por su parte, reflexionando en torno a la diferencia y analogía entre el

rostro de Dios y el rostro del prójimo, afirma que anterior al cuidado de sí, la

responsabilidad es ante el otro y me viene por el otro, pues de hecho es la alteridad la

que constituye mi mismidad. En cuanto a Kierkegaard, al referirse a Abraham y el

sacrificio de Isaac, aquel distingue entre la fe y la generalidad de la ética como si, de

acuerdo con Lévinas, el volverse hacia Dios único implicase un sacrificio de los demás

y de los deberes hacia ellos (Derrida, 2000, p. 83). Frente a estas dos posturas, Derrida

afirma en Dar la muerte que “ni uno [Kierkegaard] ni otro [Lévinas] pueden asegurarse

un concepto consecuente de lo ético ni de lo religioso ni, por consiguiente, del límite

entre ambos órdenes” (p. 83). Sin embargo, la deconstrucción derrideana no parece

tampoco establecer aquel límite superponiendo la ética a la religión (como lo haría

Lévinas) ni separando tajantemente una de la otra (como lo haría Kierkegaard), sino

manteniendo una tensión, un juego, no sólo entre ética y religión sino también entre

estas y la política por medio del schibboleth16: tout autre est tout autre.

Esta expresión parece a simple vista tautológica por la repetición de sus

vocablos a ambos lados de la cópula. Sin embargo, atendiendo a los dos sentidos

16 “Fórmula secreta que no puede decirse más que de un cierto modo en esta o aquella lengua” (Derrida,

2000, p. 87)

Page 115: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

115

gramaticales de tout (como adjetivo pronominal indefinido: alguno, cualquiera,

cualquier otro; y como adverbio de cantidad: total, absoluta, radical, infinitamente otro)

tal homonimia deviene heterología radical y la alteridad se salva de ser reducida a una

identidad. Ahora bien, esto es posible según dos modos de interpretar este vocablo,

incluso en el caso en que se denomine/reemplace lo totalmente otro por el término Dios.

En tal caso, las dos “partituras” de interpretación de esto enigmático serían: (a) Lo

radicalmente otro es Dios y (b) Dios es cualquier otro (humano o no).

De acuerdo con Derrida (2000), el temblor de la alternancia de estas

interpretaciones es señal constitutiva de “el secreto de todos los secretos” (p. 81) que

reclama la salvaguarda del juego entre los hombres (“cualesquier/radicalmente otros”)

y Dios (cualquier/ radicalmente otro). Este juego, que abre el espacio o la esperanza de

la salvación, vincula en una de sus interpretaciones la alteridad a la singularidad,

estableciendo así un “contrato entre la universalidad y la excepción universal” (p. 86),

por el cual cualquier persona es un otro singular.

La responsabilidad como cuidado del otro se comprende entonces bajo el

paradigma del don, mencionado más arriba, cuyo origen es desconocido y no puede

presentarse ni recibirse como tal. Este don, Dios por excelencia, gratuidad absoluta, no

espera siquiera las gracias cuando muere en el darse a mí. Soy responsable ante el

absolutamente otro, don que se borra a sí mismo, don (deuda impagable) de la vida

misma y, por tanto, soy también responsable ante los otros, como lo hemos anotado en

este el segundo capítulo, mediante una relación que excluye toda expectativa de

reciprocidad e implica siempre la muerte o el sacrificio. Así, la responsabilidad es

cuidar de la vida, dar vida sin saber cómo y a costa de sí mismo, es decir, dándose

también la muerte. Lo anterior, sin que la promesa evangélica del Padre que ve en lo

secreto y recompensa (Mt 6, 4.6.18) reintroduzca la acción responsable a la economía

de su agente bajo una lógica calculadora y paralizante de medios ordenados a fines.

Respecto de aquel secreto, Kierkegaard encuentra una relación de absoluta

disimetría con lo radicalmente otro, es decir, con Dios que ve a través de mi secreto sin

que yo a mi vez pueda verlo. Por su parte, Derrida (2000) encuentra en aquella mirada

Page 116: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

116

que me contempla el inicio de mi responsabilidad, como lo sugiere la expresión “ça me

regarde”, que traducimos como “aquello me concierne” o “es mi responsabilidad” (p.

89). No estamos aquí pues ante la idea de una autonomía kantiana, de la total libertad

y autoimposición de una ley (propias de una reflexividad filosófica que desconoce la

inconmensurabilidad del secreto de la “interioridad subjetiva” respecto del saber y la

objetividad), sino de una heteronomía en la cual no conozco ni tengo plena iniciativa

de la decisión que me es ordenada y que, sin embargo, es mía y sólo yo debo asumirla.

El icónico episodio de la Akedah o sacrificio de Abraham17, ampliamente

meditado por Kierkegaard en Temor y temblor, es retomado nuevamente por Derrida

para ilustrar lo referido a la responsabilidad como posibilidad de lo imposible (paradoja

del poder ser responsable pero siendo a la vez irresponsable) y como imposibilidad de

lo posible: que Dios reinscriba el sacrificio en la economía del sí mismo (en el oikos y

nomos, ley de casa donde rige lo propio) en una forma de recompensa, por la cual Dios

ahorra (épargne) o salva (saves) de la muerte a Isaac “devolviéndole” su vida. Y, sin

embargo, aquel ahorro o retorno (revenue, retour) no podría ser fruto de un cálculo o

una inversión en la decisión del sacrificio, pues en el secreto entre Abraham y Dios se

hacía necesaria la interrupción de toda comunicación e intercambio y, por ende, la

renuncia a todo sentido y propiedad que da inicio a la responsabilidad frente al deber

absoluto (Derrida, 2000, p. 93). Paradójicamente, sólo si la respons-abilidad, al igual

que la respuesta de Abraham, supera la espera y el descarte de toda réplica o

intercambio, “la economía se reapropia, bajo la ley del padre, la aneconomía del don

como don de la vida o, lo que viene a ser lo mismo, como don de la muerte” (Derrida,

2000, p. 94).

17 Aunque se habla corrientemente del sacrificio de Isaac, nos referimos al sacrificio del padre para

enfatizar por medio del doble genitivo, subjetivo y objetivo, la ambigüedad de un sacrificio que, por un

lado, sería ejecutado por Abraham y que, por otro lado, tendría a Abraham mismo como sacrificado en

(la muerte de) la persona de su hijo Isaac: lo más amado para él. Ver Gen 22. 1-19.

Page 117: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

117

He aquí el “golpe de genio del cristianismo”, mencionado por Nietzsche como

relevo (Selbstaufhebung18) del hombre deudor (Schuldner) por el Dios acreedor

(Glaübiger) ante una deuda irremisible (unablosbar), y que en términos de Derrida

(2000) consiste en

el instante mismo de ese compartirse infinito del secreto […] [en] el trastocamiento y

la infinitización que confiere a Dios, al Otro o al nombre de Dios, la responsabilidad

de aquello que permanece más secreto que nunca, la experiencia irreductible de la

creencia, entre el crédito y la fe, el creer suspendido entre el crédito del acreedor

(Glaübiger) y la creencia (Glauben) del creyente (p. 110).

Así pues, si la responsabilidad frente a Dios es paradigma de la responsabilidad frente

a los otros (según lo insinúa la fórmula tout autre est tout autre), en el núcleo o la

suspensión de la creencia y la deuda se encuentra entonces un inevitable llamado a

acreditarse ante el otro, es decir, a hacerse/ser tanto su acreedor o deudor como a

hacerse/ser creíble para él/ella. Aquel llamado (Ruf), aquella deuda/culpa (Schuld),

están así en el origen de la respons-abilidad. Esta se resiste a toda egodicea,

autojustificación y buena conciencia, en cuanto es a la vez, paradójicamente,

irresponsabilidad irremisible (unablosbar) y se funda tanto en el sacrificio de otros

totalmente otros19 simultáneo a la decisión, como en el sacrificio de sí mismo en su

asunción. Con ello se presenta, sin embargo, otra paradoja: la responsabilidad es

sacrificio, pero también, y al mismo tiempo, cuidado de los otros y de sí mismo20.

18 Entre el término alemán Aufhebung, asociado a nociones como levantamiento y neutralización, y la

noción de Asunción en sus diferentes acepciones (ver nota 12) parece haber un vínculo que permite

dilucidar ambos términos en forma de un doble movimiento: 1) de una elevación de sí mismo en el

asumir la acción no-voluntaria en cuanto que proviene del Otro y 2) de relevo del Otro en mí a través de

la acción responsable por el otro. 19 De acuerdo con Derrida (2000), “No puedo responder al uno (o al Uno), es decir, al otro, sino

sacrificándole el otro. No soy responsable ante el uno (es decir, el otro) sino faltando a mis

responsabilidades ante todos los otros, ante la generalidad de la ética o de la política. Y jamás podré

justificar este sacrificio […]” (p.72). 20 En relación con la parábola del buen samaritano, Sandrín (2007) afirma que “si somos suficientemente

libres y fuertes podemos ayudar a los otros sin alejarnos de nuestro camino, podemos hacernos prójimos

de los demás sin olvidar hacernos prójimos de nosotros mismos […] En el mandamiento de amar al

Page 118: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

118

El intento de señalar lo más originario entre el cuidado (que en Heidegger no

puede ser más que de sí mismo) y la responsabilidad ante el otro (Levinas) o por

determinar si es la muerte propia o la ajena aquello que me singulariza, está sujeto aún

a una lógica dicotómica que debe también deconstruirse. En efecto, a raíz de la alteridad

absoluta que constituye a los otros como absolutamente otros y que me constituye como

subjetividad, ámbito del secreto o “estructura de la interioridad invisible” (Derrida,

2000, pp. 103-104), el cuidado de los otros no puede darse sino en respuesta y atención

al Otro en mí como responsabilidad asumida, la cual supone, además, hacerse cargo de

la propia vida y darse a sí mismo la muerte. Por otro lado, si lo dionisiaco conlleva un

éxtasis inauténtico hacia una frenética ocupación con las cosas, la responsabilidad

conduce, en cambio, al cuidado de los otros y su vulnerabilidad como forma propia y

auténtica de perderse a sí mismo. Finalmente, definiendo la responsabilidad como una

apertura al otro, el cuidado de los otros concretos y de mí mismo en cuanto otro se

muestra igualmente originario y bajo la unidad del ser, siempre y únicamente, con otros

(Mitsein).

Hemos visto entonces que la noción de responsabilidad, desde la ética clásica

aristotélica, ha sido comprendida bajo el paradigma de la imputabilidad y de las

dicotomías medios-fines, hacer-actuar, voluntario-involuntario. Sin embargo, hemos

visto también cómo, más allá del modelo de la agencia, la responsabilidad puede

comprenderse como correlato de un llamado interior que desata un movimiento no-

voluntario en el sí mismo. Este, interpelado por el encuentro con la alteridad absoluta

en la singularidad inconmensurable de cada uno/cualquier otro, conforma su voluntad

a aquel llamado en una acción performada bajo la forma del gesto como medialidad sin

fin. Esta ausencia de fin, que supone la imposibilidad de todo cálculo, previsibilidad de

prójimo como a nosotros mismos, este «como» se refiere tanto al amor al otro como al amor a sí mismo.

Nos hace comprender que el amor a Dios, el amor al otro y el amor a nosotros mismos son un único y

gran amor” (p. 7).

Page 119: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

119

consecuencias y retribución de la acción, así como la facticidad de la existencia, abre

campo a lo político, lo ético y lo religioso. De este modo, entre los límites porosos,

ambiguos y tensos de aquellos campos, surge la posibilidad de la libertad, de la decisión

y de la responsabilidad, atravesadas por múltiples paradojas respecto del cuidado y el

sacrificio, de la alteridad y la singularidad absolutas, de la muerte propia y ajena, del

don de la vida o de la muerte. Todas ellas, al igual que el gesto, propio de la acción

ético-política, permanecen abiertas y a la vez secretas: expuestas e irreductibles.

Page 120: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

CONCLUSIÓN

El cuerpo, la psique y la voluntad los consideramos cotidianamente como aspectos

constitutivos de lo que somos y por eso nos referimos a aquellos tres en los términos

de propiedad que sugiere el posesivo “mi”. Hablamos así de mi cuerpo (con sus

diferentes partes y extremidades), de mi psique (mi conducta y lo que pasa por mi

mente: pensamientos, recuerdos, etc.) y de mi voluntad (mis deseos, mis resoluciones,

mis acciones…). Sin embargo, como se ha mostrado en el primer capítulo, aquellos

aspectos que tenemos por propios y, por ende, como fundamento de nuestra identidad

personal, pueden ser también experimentados con cierta extrañeza. Eso “propio” puede

perderse o, por lo menos, sufrir una gran alteración debido a la enfermedad o la vejez.

Mi cuerpo, mi psique y todo lo atribuible, en principio, a mi “libre y autónoma”

voluntad se presentan también como fenómenos de alteridad, cuando no conseguimos

identificarnos plenamente con ellos o descubrimos que no son de nuestro entero

dominio.

De acuerdo con lo que hemos analizado en este trabajo, esto último sucede

particularmente en circunstancias que hacen patentes no sólo los límites de nuestro ser,

sino también la imposibilidad de controlar plenamente nuestra vida. A nivel físico1

(corporal y psicológico), aquello se hace evidente en medio de la enfermedad a través

de la cual el cuerpo y la mente se experimentan sobretodo como forma pasiva de

padecimiento, antes que como “principio” de acción. A nivel de la voluntad, aquello se

1 Recordemos aquí que la distinción entre la alteridad desde la psique y desde el propio cuerpo se ha

justificado en el primer capítulo no sobre la base de un dualismo metafísico, sino en razón de las

particularidades que reviste el fenómeno de la alteridad consigo mismo, cuando se relaciona de manera

más evidente con una u otra de estas dimensiones del ser humano.

Page 121: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

121

da, en términos de Agustín, en la experiencia de “escisión de la voluntad”, debido a su

labilidad que dificulta el autodominio o, en términos de Ricœur, cuando el propio

querer es incapaz de cambiar radicalmente el carácter del sí mismo y de sustraerse

totalmente al influjo del inconsciente. Cuando en estos niveles ni yo ni los otros logran

reconocerme satisfactoriamente respecto de lo que soy o he sido, nos hallamos entonces

confrontados con las dimensiones constitutivas de la identidad, es decir, de lo que cada

uno estima como su propio “yo mismo”. De este modo, descubrimos que nuestro yo

tiene una inevitable condición de alter que arruina su pretensión de erigirse como

identidad cerrada, como sujeto absolutamente independiente, autónomo y transparente:

un yo fundamento de sí mismo.

Tal condición de alter(ación) en el yo no supone, sin embargo, una negación de

la identidad y singularidad que nos hacen seres personales e individuos responsables

de nuestros actos, tal como lo hemos anotado anteriormente. Aprehender la propia

humanidad a partir de la categoría de la alteridad significa pues “[comprender] lo

dramático de la existencia, pues impone al mismo tiempo la renuncia a la inmanencia

perfecta y a la subjetividad pura […] ver la existencia como un perpetuo intermedio

[en la que] yo no puedo darme sin que se dé también lo otro” (Jolif, 1969, p. 184). En

efecto, hay un cierto drama en el hecho de que no tengamos total soberanía, ni siquiera

sobre nosotros mismos2. No obstante, ¿hay acaso algo otro, además de mi

vulnerabilidad y de mi labilidad, que dándose en mí haga posible mi darme al otro? Es

decir, ¿hay alguna experiencia íntima de alteridad no alienante a pesar de los límites de

lo que soy y puedo ser?

El fenómeno de alteridad como el Infinito en mí es lo que hemos explorado en

el segundo capítulo a través del pensamiento de Lévinas, el cual nos ha dado la clave

para acercarnos a una dimensión otra del sí mismo que, en cuanto alteridad absoluta,

permite concebir la subjetividad como responsabilidad por y para el otro. Este otro,

2 Aunque nos hemos referido sobre todo a circunstancias ligadas a enfermedades graves o raras y que

comprometen en alto grado la autonomía del sujeto, el mismo análisis sobre la alteridad en la raíz de la

identidad puede extenderse a cualquier situación de enfermedad: basta con una mínima “discapacidad”,

pasajera o permanente, del sí mismo para que este descubra que algo otro lo atraviesa y lo limita desde

dentro.

Page 122: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

122

cualquier otro, es además diferente de mí y a la vez persona como yo. En este sentido,

apoyados en la comprensión personalista de Scheler, hemos visto que aquella

responsabilidad por el otro puede ser también interpretada como un amor absoluto o

moral, el cual, más allá de la vulnerabilidad corporal y de los límites, ataduras e

impotencias de la voluntad propia y del prójimo, brota de la más profunda interioridad

y se dirige al centro más íntimo del otro con independencia de sus determinaciones o

carácter. Esto es lo que hemos abordado en el tercer capítulo, luego de examinar el

surgimiento del problema filosófico del otro y diferentes teorizaciones que con mayor

o menor éxito intentaron responder a él. Por último, el vínculo entre la alteridad, la

subjetividad y la responsabilidad se ha desarrollado en el cuarto capítulo mediante el

concepto de la acción responsable, la cual ha sido entendida con las siguientes

características: como acción gestual no-voluntaria, sin exclusión de una agencia en el

sujeto, como propia del ámbito más amplio de lo ético-político (no sólo de la relación

interpersonal con un otro), y finalmente, orientada al cuidado de la vulnerabilidad antes

que a la reivindicación de la autonomía personal.

Hemos visto aquí también el papel del gesto como una forma de acción distinta

de los actos (voluntarios o involuntarios) que, sin embargo, se encuentra a medio

camino entre lo voluntario y lo involuntario. Este es también el ámbito de la

responsabilidad cuyo ejercicio es en cada caso una asunción de lo que escapa a mi

“propio” y completo dominio. En este sentido, la acción responsable es aquella que

atiende a las dimensiones de la alteridad y las integra cuando llevo sobre mí o asumo,

en cada caso, a los otros, a lo otro absoluto e incluso a mi ser otro en su padecer y

pasividad como si fuesen yo mismo, aunque los experimente distintos de mí. De este

modo, cabe decir que la responsabilidad es concomitante del encuentro con la alteridad.

Finalmente, la manera en que hemos aludido a la identidad y la diferencia, a la

mismidad y la alteridad, busca dilucidar el camino de la reconciliación al interior de

cada uno y con los otros. Este camino está siempre por recorrer y demanda, pues, en

cada caso, el reconocimiento y el cuidado de nuestra particularidad, de nuestra común

vulnerabilidad y del Infinito que nos religa en responsabilidad con todo lo otro. Esto

supone también el cuidado de la naturaleza y el cuidado de cada uno por sí mismo.

Page 123: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Agamben, G. (2001). Medios sin fin. (A. Cuspinera, Trad.). Barcelona, España: Pre-

textos.

Agustín de Hipona (1988). Confesiones. (J. Cosgaya, O.S.A., Trad.). Madrid, España:

Biblioteca de Autores Cristianos.

Agustín de Hipona (1948). Tratado sobre la Santísima Trinidad. (L. Arias, O.S.A.,

Trad.). Madrid, España: Biblioteca de Autores Cristianos.

Aristóteles (2011 [1870]). Ética a Nicómaco. (S. Rus, Trad.). Madrid, España: Tecnos.

Aristóteles (2014 [1870]). Ética nicomaquea. (J. Calvo, Trad.). Madrid, España:

Alianza.

Boecio (1979 [1867]). Sobre la persona y las dos naturalezas. Contra Eutiques y

Nestorio. En C. Fernández, S.J. (Ed.), Los filósofos medievales (selección de

textos) (pp. 554-559). Madrid, España: Biblioteca de Autores Cristianos.

Damasio, A. (1996). El error de Descartes: la emoción, la razón y el cerebro humano.

Barcelona, España: Grijalbo.

De la Maza, M. (2012). La interpretación antropológica de la Fenomenología del

Espíritu. Aportes y problemas. Revista de Filosofía, (68), 79-101.

Derrida, J. (1995). Espectros de Marx. (C. De Peretti y J. Alarcon, Trads.). Madrid,

España: Trotta.

Derrida, J. (2000). Dar la muerte. (C. De Peretti y P. Vidarte, Trads.). Barcelona,

España: Paidós.

Descartes, R. (1999 [1667]). Correspondencia con Isabel de Bohemia y otras cartas.

(M. Gallego, Trad.). Barcelona, España: Alba.

Descartes, R. (2009 [1641]). Meditaciones acerca de la filosofía primera. Seguidas de

las objeciones y respuestas. (J. Díaz, Trad.). Bogotá, Colombia: Universidad

Nacional de Colombia.

Esquirol, J. M. (2015). La resistencia íntima: ensayo de una filosofía de la proximidad.

Barcelona, España: Acantilado.

Page 124: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

124

Ferrater, J. (1979). Diccionario de filosofía. Tomo 3. México: Alianza.

Fichte, J. G. (1984 [1794]). Primera y segunda introducción a la Teoría de la Ciencia.

(J. Gaos, Trad.). Madrid, España: Sarpe.

Frère, J. (2003). Le volontaire selon Aristote. Intellectica, (36-37), 261-274.

Giroux, M. (2013, marzo). Paul Ricœur: repenser la volonté. Revue de Philosophie et

Littérature. Recuperado de https://philitt.fr/2013/03/04/ricoeur-repenser-la-

volonte/

Habermas, J. (2001, 14 de octubre). Saber y fe (M. Jiménez, Trad.). Aquileana.

Recuperado de http://www.avizora.com/publicaciones/filosofia/textos/0071_

discusion_bases_morales_estado_liberal.htm

Hegel, G.W.F. (2010 [1807]). Fenomenología del espíritu. (A. Gómez, Trad.). Madrid,

España: Universidad Autónoma de Madrid.

Heidegger, M. (1997). Ser y tiempo. (J. E. Rivera, Trad.). Santiago de Chile, Chile:

Editorial Universitaria.

Heidegger, M. (2003). ¿Qué es metafísica? (X. Zubiri, Trad.). Sevilla, España:

Renacimiento.

Hume, D. (1982 [1748]). Investigación sobre el entendimiento humano. (J. Salas,

Trad.). Barcelona, España: Laia.

Hume, D. (2006 [1751]). Investigación sobre los principios de la moral. (C. Mellizo,

Trad.). Madrid, España: Alianza.

Kant, I. (1999 [1785]). Fundamentación de la metafísica de las costumbres. (J.

Mardomingo, Trad.). Barcelona, España: Ariel.

Kant, I. (1961 [1788]). Critica de la razón práctica. (J. Rovira, Trad.). Buenos Aires,

Argentina: Losada.

Kierkegaard, S. (2001 [1843]). Temor y temblor. (V. Merchán, Trad.). Madrid, España:

Tecnos.

Kojève, A. (2006). La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel. (J. Sebreli, Trad.).

Buenos Aires, Argentina: Leviatán.

Laín, P. (1968). Teoría y realidad del otro. Madrid, España: Revista de Occidente.

Lévinas, E. (1982). L’Au-Delà du verset. París, Francia: Minuit.

Lévinas, E. (1991). Ética e infinito. (J. M. Ayuso, Trad.). Madrid, España: Visor.

Lévinas, E. (1994). Dios, la muerte y el tiempo. (M. L. Rodríguez, Trad.). Madrid,

España: Cátedra.

Lévinas, E. (1996). Autrement qu’être ou au-delà de l’essence. París, Francia: Le Livre

de Poche.

Page 125: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

125

Lévinas, E. (1996). Étique et infini. Dialogues avec Philipe Nemo. París, Francia: Le

Livre de Poche.

Lévinas, E. (2001). La huella del otro. (E. Cohen, Trad.). México D.C., México:

Taurus.

Lévinas, E. (2005). Descubriendo la existencia con Husserl y Heidegger. (M. Vázquez,

Trad.). Madrid, España: Síntesis.

Meyer, S. (2011). Aristotle on Moral Responsibility: Character and Cause. Oxford,

Inglaterra: Oxford University Press.

Nancy, J-L. (2006). El intruso. (M. Martínez, Trad.). Madrid, España: Amorrortu

Editores.

Nussbaum, M. (2004). Virtudes no relativas: un enfoque aristotélico (R. Reyes, Trad.).

En M. Nussbaum, y A. Sen (Eds.), La calidad de vida (pp. 318-350). México

D.F, México: Fondo de Cultura Económica.

Parfit, D. (2004). Razones y personas. (M. Rodríguez, Trad.). Madrid, España:

Machado Libros.

Patočka, J. (1988). Ensayos heréticos sobre filosofía de la historia. (A. Clavería,

Trad.). Barcelona, España: Península.

Platón (1988 [1578]). La República. (C. Eggers Lan, Trad.). Madrid, España: Gredos.

Platón (1992 [1578]). Timeo. (F. Lisi, Trad.). Madrid, España: Gredos.

Platón (1988 [1578]). Fedón. (C. García, Trad.). Madrid, España: Gredos.

Pelluchon, C. (2013). La autonomía quebrada. Alejandra Marín Pineda (Trad.).

Bogotá, Colombia: Editorial Universidad El Bosque.

Pelluchon, C. (2015). Elementos para una ética de la vulnerabilidad los hombres, los

animales, la naturaleza. (J. F. Mejía, Trad.). Bogotá, Colombia: Pontificia

Universidad Javeriana y Universidad El Bosque.

Ravaisson, F. (2007 [1838]). De l’habitude. París, Francia: Allia.

Ricœur, P. (1996). Sí mismo como otro. (A. Neira y M. Alas, Trads.). Madrid, España:

Siglo XXI editores.

Ricœur, P. (2009). Le volontaire et l’involontaire. París, Francia: Éditions Points.

Ruiz-De La Presa, J. (2007). Alteridad: un recorrido filosófico. Guadalajara, México:

ITESO.

Sandrin, L., Calduch-Benaches, N. y Torralba, F. (2007). Cuidarse a sí mismo. (G.

Bellini y P. D’ors, Trad.). Madrid, España: PPC.

Sartre, J. P. (1954). El ser y la nada. (M. A. Vitasoro, Trad.). Buenos Aires, Argentina:

Iberoamericana.

Page 126: JOSÉ YAMID CASTIBLANCO CASTAÑO

126

Scheler, M. (1957). Esencia y formas de la simpatía. (J. Gaos, Trad.). Buenos Aires,

Argentina: Losada.

Scheler, M. (2001). Ética: Nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético.

(H. Rodríguez, Trad.). Madrid, España: Caparros Editores.

Serrano de Haro, A. (2006). La Epístola a los Romanos según Arendt. En M. Reyes

Mate y J. Zamora (Eds.), Nuevas teologías políticas: Pablo de Tarso en la

construcción de Occidente (pp. 95-104). Barcelona, España: Anthropos.

Smith, A. (1997). Teoría de los sentimientos morales. (C. Rodríguez, Trad.). Madrid,

España: Alianza.

Unamuno, M. (1975). El otro. Madrid, España: Austral/Espasa Calpe.

Waldenfels, B. (2015). Exploraciones fenomenológicas acerca de lo extraño. (G.

Leyva, Trad.). Barcelona, España: Anthropos.

Wetzel, J. (2012). Augustine on the Will. En M. Vessey (Ed.), A Companion to

Augustine. Oxford, UK: Wiley-Blackwell. DOI: 10.1002/9781118255483.ch26

Zavala, J. (2010). La noción general de persona. El origen, historia del concepto y la

noción de persona en grupos indígenas de México. Revista de Humanidades, (27-

28), 293-318.