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Jesús, hombre libre SANTIAGO GUERRA (Salamanca) Hasta época bien reciente, que llega a las puertas mismas del Vaticano 1I, el tratado teológico de Cristo llevaba siempre, como los demás tratados, el mismo estereotipado título que se le asignó en la sistematización escolástica de la teología: De Verbo Incar- nato. Después del Vaticano I1, cada autor, usando una licencia antes vetada, elige el título que más le place y con el que quiere normalmente expresar la idea o concepción central que da unidad y sentido a su discurso cristológico. No faltan aún quienes muestran su preferencia y hasta su empeño por seguir la clásica metodología "descendente", en la que el "Verbo Eterno" sigue siendo el principio motor del entra- mado discursivo y el que da a las afirmaciones dogmático-teoló- gicas un significado y alcance que no coincide adecuadamente con los que se deducen de otras formas de abordar la cristología más alineadas en la llamada "cristología ascendente", cuya base ya no es directamente el Verbo, sino el Cristo y, más exactamente aún, el hombre histórico Jesús de Nazareth. La humanidad de Cristo ha dejado de ser la casi abstracta y metafísica "naturaleza humana" asumida por el Verbo y en El reducida prácticamente a un instrumento títere (con perdón) a pesar de todas las asombro- sas disquisiciones de los teólogos para salvar especulativamente el dogma del "perfectus horno", y se ha convertido en el sujeto directo de la afirmación cristológica central: "Este hombre es el Hijo de Dios" (Pannenberg). Puede dar la impresión de un simple cambio de gustos en el juego del lenguaje, y, sin embargo, lleva consigo una perspectiva REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 51 (1992) 419-447

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Jesús, hombre libre

SANTIAGO GUERRA

(Salamanca)

Hasta época bien reciente, que llega a las puertas mismas del Vaticano 1I, el tratado teológico de Cristo llevaba siempre, como los demás tratados, el mismo estereotipado título que se le asignó en la sistematización escolástica de la teología: De Verbo Incar­nato. Después del Vaticano I1, cada autor, usando una licencia antes vetada, elige el título que más le place y con el que quiere normalmente expresar la idea o concepción central que da unidad y sentido a su discurso cristológico.

No faltan aún quienes muestran su preferencia y hasta su empeño por seguir la clásica metodología "descendente", en la que el "Verbo Eterno" sigue siendo el principio motor del entra­mado discursivo y el que da a las afirmaciones dogmático-teoló­gicas un significado y alcance que no coincide adecuadamente con los que se deducen de otras formas de abordar la cristología más alineadas en la llamada "cristología ascendente", cuya base ya no es directamente el Verbo, sino el Cristo y, más exactamente aún, el hombre histórico Jesús de Nazareth. La humanidad de Cristo ha dejado de ser la casi abstracta y metafísica "naturaleza humana" asumida por el Verbo y en El reducida prácticamente a un instrumento títere (con perdón) a pesar de todas las asombro­sas disquisiciones de los teólogos para salvar especulativamente el dogma del "perfectus horno", y se ha convertido en el sujeto directo de la afirmación cristológica central: "Este hombre es el Hijo de Dios" (Pannenberg).

Puede dar la impresión de un simple cambio de gustos en el juego del lenguaje, y, sin embargo, lleva consigo una perspectiva

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cristológica nueva que es a la vez la más antigua, pues esa formu­lación del misterio de Jesús reasume en nuestro tiempo la propia afirmación neo testamentaria que más tarde, como consecuencia de la creciente helenización de la reflexión teológica, derivará hacia una progresiva deshistorificación del hombre Jesús y a su práctica desaparición en el Verbo y aún en el mismo "omoousios" mceno.

Jesús histórico como base de la cristología motiva diversos ángulos visuales, todos ellos fundados, desde los que tejer el con­junto de su persona y misión; de ahí que los autores aglutinan su pensamiento alrededor de una determinada comprensión básica o imagen-raíz de Jesús y otros, alrededor de otras; unas veces se dará una armónica aunque matizada convergencia y otras, una no disimulada divergencia. La libertad de Jesús, o Jesús hombre libre, es para no pocos el punto focal y la afirmación-raíz de la que debe nacer y a la que debe siempre volver la entera cristo­logía l.

LA LIBERTAD DE JESÚS EN LA TEOLOGfA CLÁSICA

El problema de la libertad humana tuvo siempre en la historia de la teología, sobre todo a partir de San Agustín, una importan­cia capital, y era tratado dentro del binomio gracia-libre albedrío. N o es necesario recordar aquí la larga cadena de agrias contro­versias entre católicos, protestantes y sus epígonos en esta mate­ria, Bayo y Jansenio, ni las intervenciones del Magisterio ecle­siástico estableciendo como dogma de fe que el hombre, también en el estado infralapsario, asiente y coopera libremente a la gracia, y que tiene capacidad para rechazarla; que el hombre es libre, también bajo la gracia eficaz, con libertad interna o de necesidad y no sólo de coacción externa; y que, por tanto, tiene un libre albedrío, una potencia o facultad que le hace capaz de elegir entre cosas diversas y aún contrarias, como son el bien y el mal. Entre los mismos teólogQs católicos hubo sus importantes diferencias

I Así Ch. DUQuoc en su ensayo Jesús, hombre libre, Salamanca, 1974, 126 pp. Es también significativo el título dado por J. ESPEJA a su cristología, Jesucristo, palabra de libertad, Salamanca, 1979, 318 pp. Y no hace falta citar las cristologías de la corriente de la Teología de la Liberación.

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sobre el concepto de libre albedrío, como se mostró en la contro­versia "de auxiliis".

El tema tuvo su necesario reflejo en el tratado del Verbo Encarnado. Se preguntaba la teología si la voluntad humana de Cristo fue internamente libre (con libertad de necesidad), de for­ma que fuera capaz de elegir indiferentemente entre diversas o contrarias opciones. Aparte de los monoteletas, para los que, según parece, la voluntad humana de Cristo no tuvo espontanei­dad, sino que fue activada únicamente por el impulso de la volun­tad divina, no faltaron teólogos antiguos que le concedían única­mente la libertad externa o de coacción, pero no la interna o de necesidad, es decir, el libre albedrío. Naturalmente que no pre­tendían afirmar con ello que Cristo fuera un robot o que se equi­parara a los animales que también son libres con libertad de coacción cuando no se les impide seguir espontáneamente sus naturales impulsos. Sencillamente, se juzgaba que la libertad de indiferencia o libre albedrío era una libertad de naturaleza infe­rior, imperfecta y que se mueve en el mundo de la dualidad; una libertad difícilmente compatible con la absoluta perfección de la voluntad humana del que estaba hipostáticamente unido al Verbo y gozaba de la visión beatífica.

La agudeza especulativa de la escolástica logró establecer con claridad la existencia en Cristo del libre albedrío, que se conside­raba aspecto esencial de la perfección de su naturaleza humana y que era la base y condición de la verdad dogmática que afirmaba el mérito de Cristo. Pero la cuestión se complicaba cuando se trataba de la libertad de éste para elegir entre el bien y el mal, cuestión que a su vez se concretaba paradigmáticamente en su capacidad para obedecer o no el mandato de morir recibido del Padre y se extendía a todo lo que podía afectar a Jesús en forma de ley natural o positiva. Rechazado por principio el hecho de que Jesús eligiera alguna vez el mal, el tema se centraba en la pura "posibilidad" de elegirlo, que parecía ser la negación de su impecabilidad. También aquí, y sobre todo aquí, la sutileza esco­lástica logró la coexistencia de aquélla con su libertad de elección respecto a su muerte 2.

2 Puede verse J. SOLANO, "De Verbo Incarnato", en Sacrae Theologiae Surnrna, III, Madrid, 1961, pp. 180-198.

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NUEVO PLANTEAMIENTO

Hoy el tema de la libertad de Jesús sufre un radical cambio de perspectiva que obedece tanto al sesgo que ha tomado el tema mismo de la libertad como a la convulsión que ha agitado a la cristología.

Sin desdeñar en absoluto los profundos análisis sobre la liber­tad que van desde Aristóteles a Santo Tomás, pasando por San Agustín, se achaca a tales análisis el haber identificado la libertad con la libertad de elección, y a ésta con la de indiferencia, y por tanto de haberla reducido a libertad de una función, concreta­mente de la voluntad. Esta visión lleva directamente a situarla dentro del binomio determinismo / indeterminismo y, con ello, a falsear totalmente su sentido y naturaleza, y lleva, además, a un concepto voluntarista de la vida, desmitificado y desarmado por los descubrimientos de la psicología profunda, y que tampoco casa en absoluto con la teología paulina y joánica de la libertad cristiana; olvida, en resumidas cuentas, que antes que de una vo­luntad libre se trata del hombre libre en el núcleo de su yo, sede y órgano de la libertad, de una libertad ontológica y esencial por la cual y sólo por la cual un ser es un ser humano; el hombre no sólo tiene libertad, sino que es libertad, y más exactamente aún, sólo tiene lib~rtad si es libre con una libertad que equivale a ser él mismo y a experimentarse como él mismo.

Una evidente insuficiencia que se derivaba del concepto de libertad como función de la voluntad era la relación que se esta­blecía entre libertad y mérito, dando la impresión de que aquélla tenía su principal razón de ser en hacer posible el merecimiento; así al menos se podría deducir de la argumentación teológica en favor de la libertad de Cristo y de la cODtroversia sobre el mérito entre católicos y protestantes. Al voluntarismo se unía así fácil­mente la idea del orden de la salvación como un sistema de retribución, si bien sería una palmaria injusticia atribuir semejan­te zafiedad a aquella teología bajo tantos conceptos más sabia y más honda que la actual. Se trata sólo de señalar un peligro agazapado en ella que no siempre estuvo totalmente ausente de la mentalidad cristiana. Una idea más profunda de la libertad como libertad ontológica dice una relación directa a la autorrealización

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humana como verificación de la esencia y destino del hombre mediante la decisión, la deliberación y la responsabilidad.

Este concepto, propio del humanismo moderno, supone en sí un innegable progreso sobre el concepto antiguo. Otra cosa es qué hay que entender por destino y esencia del hombre. La liber­tad de Jesús como autorrealización o, para aplicarle el título del conocido libro de A. Maslow, Jesús como "hombre autorrealiza­do", ilumina ese destino y esencia.

Desde la experiencia o conciencia que Jesús tiene de su liber­tad como equivalente a la conciencia que tiene de su identidad, se podrá ver la mutua, necesaria y lógica relación entre su libertad y su obediencia como dos elementos polares de una misma unidad dialéctica en consecuente dinámica tensión, polaridad que en la visión clásica tiende a convertirse en exangüe y represiva unilate­ralidad por el sacrificio de la libertad en el altar de la obediencia, yen la época moderna a transformarse en arbitraria y letal auto­nomía por la proclamación de la libertad absoluta (Sartre) sin punto alguno de obligada referencia que la encauce y, encauzán­dola, la lleve a su propia realización.

Dada la visión esencialista, metafísica e intemporal de la teo­logía clásica, no podía menos de faltar en ella la consideración "histórica" de la libertad y, consiguientemente, de la libertad de Cristo. Aparte del establecimiento y defensa de la existencia y esencia del libre albedrío, los aspectos interiores, psicológicos y morales del mismo se llevaron toda la reflexión. Hoy no interesa tanto el concepto mismo de libertad, una legítima preocupación filosófico-teológica que, sin embargo, palidece ante la pasión ac­tual por el análisis concreto de los mecanismos históricos y psico­sociales que han esclavizado y esclavizan al hombre y a la huma­nidad y que empujan a la praxis liberadora. La historia humana es la búsqueda de la emancipación de toda esclavitud. El clásico e individual "hombre libre", aristócrata del espíritu por su domi­nio de los instintos y sentimientos serviles, se convierte ahora en la colectividad humana movida por el ferviente anhelo de liberar­se de toda estructura opresora. Al sereno esencialismo clásico ha sucedido el existencialismo trágico, y a la libertad hidalga del in­dividuo que, sin embargo, podía ser simultáneamente al menos inconsciente opresor de los demás ha seguido el ideal de la liber-

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tad de la sociedad multiforme mente esclavizada. El tema de la libertad de Jesús, sin orillar los aspectos individuales e interiores, descubre hoy toda su dimensión y alcance sólo si lleva consigo la praxis liberadora, y no meramente por estar ésta en boga, sino porque el Nuevo Testamento proclama libertador a Jesús.

Hay todavía otro sentido de la libertad de Jesús como libertad "histórica", sobre el que la cristología clásica no reflexionó explí­citamente, pero que en buena lógica tendría que haber negado. Al hablar en este momento de la libertad "histórica" de Jesús no nos referimos a su esencial connotación socio-estructural. A ello acabamos de aludir en el punto inmediatamente anterior. Ahora libertad "histórica" significa directamente libertad verdaderamen­te humana que, como tal, se desarrolla y realiza dentro de y cara a una historia personal y colectiva abierta, no hecha, dictada o conocida de antemano, sino meramente posible y al mismo tiem­po único marco de posibilidades, incierta, borrosa, ambigua por esencia y por añadidura ominosa y amenazante. La clásica "cris­tología desde arriba" y su forma de entender la unión hipostática y las consecuencias de ésta, entre las que se encontraban la visión beatífica y la omnisciencia de Jesús, hicieron del "verdaderamente hombre" calcedoniano, que gustó y apuró la hondura dramática de la condición humana, sin escapar a ninguna de sus esenciales limitaciones (igual en todo a nosotros menos en el pecado), un Jesús "supermán" para el que los abismos son sólo espacios a burlar mediante unas mágicas facultades a él sólo reservadas, y una especie de serísimo y sincerísimo actor de un drama cuyo guión, sin embargo, y cuya escena final sabía de antemano. La fe cristológica que ha llegado a nosotros a través de tal visión teo­lógica ha hecho imposible al cristiano mirar a Jesús verdadera­mente como "uno de nosotros", como alguien que a tientas forjó su soberana libertad, a tientas buscó hacer la voluntad del Padre en medio de acontecimientos constantemente desconcertantes y, sin ver nada ni exigir ver nada, en medio de un infinito desamparo vivido como tal y sostenido sólo por un esperar contra toda espe­ranza y un creer contra todo ver, puso confiadamente su vida en manos del Padre sin que ninguna visión beatífica mitigara su lejanía o la convirtiera en proximidad.

Fue una teología "deductiva", que, desde unas tesis más grie-

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gas que bíblicas, sometía a la propia Biblia a una interpretación arbitraria para que sirviera de apoyo a las afirmaciones lógica­mente deducidas de la forma particular de entender determinados principios dogmáticos. Hoy una exégesis sin prejuicios de escuela nos descubre un Jesús limitado en su conocimiento y condiciona­do por la mentalidad de su tiempo, que solamente tuvo un cono­cimiento verdaderamente original y válido para todos los tiempos: el conocimiento! experiencia de Dios como Abba, base de toda su forma de entender y vivir la relación con Dios, con los hombres y hasta con la naturaleza, y base igualmente de su libérrima ac­titud frente a todo tipo de estructuras opresivas contrarias al Reino de Dios que predicaba y de su consiguiente acción libera­dora.

La afirmación del "no saber" de Jesús suena todavía curiosa­mente a muchos, incapaces de desprenderse de seculares adheren­cias mentales confundidas con la sustancia de la fe, a negación de la divinidad de Cristo; en cambio, el propio Karl Rahner se ha atrevido a acusar a tal cristología de criptomonofisita, de mono­fisitismo larvado. Rahner rechaza el ideal griego del saber, para el cual saber y perfección, no saber e imperfección humana son términos sinónimos. Hay que rechazar la mera negatividad del "no saber", y se puede filosófica y teológicamente defender que a veces es de mayor importancia para la realización histórica del hombre el no saber que el conocimiento claro y exhaustivo de una realidad, puesto que "a la esencia de la autorrealización de la persona finita en decisión histórica de libertad pertenece esencial y necesariamente el riesgo, la marcha hacia lo abierto, el confiarse a lo inabarcable, el albergue del origen y la cobertura del fin, una determinada manera, por tanto, de no-saber que la libertad exige siempre, la sabia no obstrucción del espacio libre, su vacío acep­tado de buen grado como oscuro fundamento de sí misma, como condición de su posibilidad. Es decir, que hay un no-saber que en cuanto posibilitación de la realización de la persona finita, dentro del drama todavía en curso de su historia, es más perfecto que el saber en esa realización de la libertad, que el saber suprimiría" 3.

3 K. RAHNER, "Ponderaciones dogmáticas sobre el saber de Cristo y su conciencia de sí mismo", en Escritos de Teología, V, Madrid, 1964, p. 229. K. Rahner pretende salvar al mismo tiempo, reinterpretándola, la doctrina de

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Admitidos estos presupuestos, el no-saber de Jesús no sólo no presenta inconveniente dogmático alguno, sino que es la única posibilidad de fundamentar teológicamente y de afirmar en serio su libertad y sus sufrimientos genuinamente humanos.

EL CAMINO HACIA LA CONCIENCIA DE JESÚS

No es desde una teología dogmática deductiva, sino desde una exégesis e investigación histórico-crítica inductiva como se puede llegar o al menos intentar acercarse a la conciencia del Jesús prepascual. Ni siquiera los evangelios, como profesión que son de la fe y experiencia del resucitado y a la vez teología de los diversos evangelistas, nos pueden servir de prueba directa de la conciencia que Jesús tenía de sí mismo; habrá que acercarse a los estratos más antiguos de la tradición oral y escrita que, por otra parte, deberán ser descubiertos en los propios evangelios.

Estos, y a partir de ellos la tradición de la Iglesia, nos han presentado dicha conciencia como la conciencia explícita de ser el Mesías anunciado en el Antiguo Testamento. Y la prueba de esa conciencia de identidad se hallaba precisamente en que Jesús se había expresado o definido a sí mismo con éste y otros "títulos" mesiánicos. La investigación crítica dice que Jesús no se dio a sí mismo ninguno de esos títulos que, por el contrario, fueron el vehículo de la comunidad postpascual para ir expresando su pro­gresiva experiencia del resucitado; únicamente persiste aún la duda de si y en qué sentido Jesús se refirió a sí mismo al hablar del Hijo del Hombre.

No se trata ni se puede tratar, naturalmente, de negar o sim­plemente de poner en duda la verdad y legitimidad de la confesión de fe cristológica del Nuevo Testamento y de la Iglesia como resultado de la investigación crítica. Pero ésta ha descubierto la

los documentos de la Iglesia hasta Pío XII, sobre la visión beatífica de Cristo, que él traduce por "visión inmediata" y la realización histórica de su libertad, distinguiendo entre un saber trascendental, avecindado irreflejamente en el polo subjetivo de la conciencia, en el que ser y conocer se identifican, y un saber proposicional, a nivel de concepto, siendo posible (y corriente) que se dé el primero sin el segundo, de donde "una cosa puede ser sabida y al mismo tiempo no serlo" (p. 227).

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tensión que se da entre la conciencia del Jesús prepascual y la que le atribuye la comunidad de la Pascua que le confiesa como el Cristo; es decir, que dicha investigación lleva a establecer una continuidad-discontinuidad entre los llamados Jesús histórico y Cristo de la fe (de la comunidad), que, por una parte, deslegitima todo intento de ruptura histórico-teológica entre los dos, como pretendió Bultmann, y por otra deja sin base histórica a la abso­luta identidad que enseñaba la apriorista cristología clásica. Cual­quier afirmación en esta materia tendrá que partir de un hecho que se produjo en la comunidad creyente como consecuencia de la experiencia de la Pascua: el llamado paso del predicador al predicado, del Jesús predicador del Reino de Dios al Jesús pre­dicado como Mesías, Hijo de Dios, etc., del teocentrismo de Jesús al cristocentrismo de Dios.

No fue un caso más, si se quiere más radical, de idealización de un admirado personaje tras su muerte, ya que el "aconteci­miento" de la muerte-resurrección de Jesús es sobre todo, más allá de su carácter de milagro, su nueva y definitiva dimensión que le constituye rigurosamente en lo que ontológica y funcional­salvadoramente es, sin que por ello se pueda decir que comenzara entonces a serlo. El desvelamiento que el Espíritu fue realizando en la comunidad creyente del alcance y significado universal, salvador y escatológico del acontecimiento personal de la resu­rrección de Jesús abrió a dicha comunidad un conocimiento de la "realidad" del mismo que éste no pudo tener en su etapa prepas­cual, porque la "realidad" del Jesús terrestre era aún, por decirlo así, incompleta. En el Nuevo Testamento, en abierta oposición con la perspectiva adoptada posteriormente y que cristalizó teo­lógico-sistemáticamente en el tratado del Verbo Encarnado, Jesús es esencialmente el resucitado, y sólo desde ésta y bajo esta su dimensión final se habla del crucificado, del Jesús de la vida pública, de su infancia, de su nacimiento e incluso de su preexis­tencia, de su filiación divina y de su función salvadora. Que desde esta fe y experiencia neo testamentaria se deduce una inteligencia de la revelación en general, del dogma trinitario-cristológico en particular, y de la misión del cristianismo en el mundo no ade­cuadamente coincidente con la tradicional, es algo que no nos toca ilustrar aquí.

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Si es verdad, como afirmó Martin Ka:hler contra la teología liberal del siglo pasado, afincada únicamente en una visión histó­rico-crítica de Jesús, que al Cristo real no se le puede conocer con los instrumentos del historiador, que sólo es posible hallarle en el kerigma, en la confesión de fe y en la experiencia de la Comuni­dad, que el Jesús histórico de los escritores modernos (del libera­lismo teológico) nos oculta al Cristo viviente, y que el Cristo real es el Cristo predicado, también lo es que el Cristo de la fe, en el que se centró la comunidad pascual (a la que, según la Historia de las Formas, no interesó al Jesús de la historia) y del que hablan directamente los evangelios, cubrió de tal forma al Jesús terrestre prepascual que éste, en cuanto tal, no fue tenido en cuenta a la hora de elaborar una teología de la muerte y resurrec·­ción salvadoras; se rompió la trabazón inlerna enlre Jesús, perso­naje particular con su irrepetible historia personal, y el crucifica­do-resucitado, universal en cuanto Hijo de Dios y Salvador. Como consecuencia, la muerte-resurrección de Jesús dejaron de ser muerte-resurrección de Jesús, en unidad interna con la origi­nalidad y unicidad de Jesús, es decir, de su historia que no es de ningún otro, y pasaron a ser conceptos universales, metafísicos, muerte y resurrección como realidades de todos, aunque en este caso padecida la una y gozada la otra por Jesús con un efecto salvador proveniente de la también metafísicamente entendida unión hipostática de su naturaleza humana con el Verbo; y, con ello, a la vez que se rompió la relación interna entre la salvación por Jesús y la historia de Jesús, se rompió igualmente la relación interna entre la historia concreta de la Humanidad y la salvación cristiana interpretada en el Nuevo Testamento, sobre todo en Juan y Pablo, en términos de libertad: "la libertad que tenemos en Cristo Jesús" (Gál 2,4), para gozar de la cual "Cristo nos ha hecho libres" (5,1) y que es la vocación a la que hemos sido llamados (5,3). La salvación o libertad cristiana se encerró, como ya dijimos, en los aspectos morales, interiores, espirituales y pu­ramente trascendentes de la misma.

Por su ya aludida ruptura entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe y su exclusivo interés en este último, la teología dialéctico­existencial bultmaniana, en los antípodas de la teología clásica, pero confirmando que los extremos se tocan, ha hecho de la cruz-

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resurrección de Jesús cruz-resurrección de Cristo y a éste expre­sión mítica de la. Palabra de Dios que interpela a cada existencia humana, con lo que, al igual que la teología clásica, considera la salvaciólJ. o libertad cristiana de forma ahistórica, adecuadamente distinta de la libertad y liberación de las servidumbres históricas de la Humanidad, cuya necesidad y urgencia no se niegan, pero que se consideran pertenecer a otra esfera.

Sin recaer en el error de reducirse al Jesús de la crítica histó­rica como la teología liberal que, borrando la perspectiva escato­lógica del Cristo de la fe, despojó de su verdadera dimensión y de su sentido finalista al Jesús histórico, pero huyendo a la vez de un Cristo de la fe deshistorificado y, por lo mismo, de claros rasgos monofisitas y docetas, la más sana y correcta dirección insiste hoy en la importancia básica de acercarse críticamente en lo posible a "lo que pasó en el corazón de Jesús" (algo que Bultmann "no podía y no quería saber"), es decir, a la conciencia que Jesús tenía de sí mismo y no sólo a la que posteriormente proyectó sobre él retroactivamete la comunidad de la Pascua al contem­plar al terrestre bajo su dimensión de muerto-resucitado, La in­vestigación crítica sobre la conciencia que Jesús tenía de sí mismo es capital, porque ella es el fundamento de su predicación del Reino y la que explica su polémica actuación en el entramado socio-religioso de su tiempo que termina originando su proceso y muerte.

La investigación crítica se resiste muy mayoritariamente a atribuir al Jesús histórico una conciencia directa y explícita de ser el Mesías esperado por el pueblo judío, figura por otra parte unida a connotaciones político-religiosas que la misma investiga­ción crítica considera muy ajenas y hasta opuestas a las convic­ciones de Jes'ús sobre su persona y misión; ni vale decir que Jesús se consideró el Mesías esperado, pero rechazando o corrigiendo la idea existente sobre el mismo, puesto que la reinterpretación de ese personaje central de la esperanza judía tuvo lugar en la comunidad pascual cuando Jesús fue identificado con é1 4•

4 Ch. DUQuoc, entre otros, ha hablado del "antimesianismo" de Jesús; cfr. Ch. DUQuoc, Cristología, Salamanca, 1972, 5630571, Y también Jesús, hombre libre, pp. 47-50.

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JESÚS HISTÓRICO, CONCIENCIA DE LIBERTAD

La cuestión de la "conciencia mesiánica" de Jesús admite hoy nuevos enfoques, impensables en épocas no tan lejanas en las que el exegeta estaba rigurosamente obligado a una interpretación unidireccionaP. Lo menos que se puede decir es que en el nuevo y más leal acercamiento a ese tema, central como el que más para la cristología, la libertad de Jesús juega un papel de primer orden, comparable al que antes jugó la aparentemente antagónica obe­diencia de Jesús. "Lo caracteristico de Jesús es su extraordinaria libertad", dice J. Nolte 6 . Y añade R. Pesch: "La libertad de Jesús se manifiesta como el tema cristológico central de un replantea­miento histórico-crítico de lo que es Jesús: su querer y actuar, su realidad, su historia, su acción, su persona; la libertad se mani­fiesta como la cualidad característica de Jesús que propiamente explica una serie de fenómenos, como su obediencia, su cumpli­miento de la voluntad de Dios y su proceder conforme al divino 'es preciso'" 7. Curiosamente la obediencia fluye aquí de la liber­tad y nace de ella en lugar de ser ésta mermada, oprimida o hecha imposible por aquélla.

Se dirá, no obstante, que la conciencia de Jesús, es decir, la idea o convicción que él tenía de su identidad y misión, no era directamente la de ser un "hombre libre", sino que esta libertad nacía de una conciencia-raíz: la de su identidad como Mesías. Pero esta afirmación choca con el hecho de que, según la crítica histórica, Jesús no se presentó ni definió como tal. Sólo podemos acercanos a la conciencia que tenía de sí mismo a través de sus manifestaciones y de la impresión que causó en sus contempo­ráneos.

En cuanto a esta última, es prácticamente seguro que Jesús fue considerado un profeta, contradistinguiéndole del rabino o

5 Cfr. R. PESCR, "Das Messias-Bekenntnis des Petrus (Mc 8,27-30), Neu­verhandlung einer alten Frage", en Biblisehe Zeitsehrift 17 (1973); 18 (1974) 20-31.

6 J. NOLTE, Die Sache Jesu und die Zukunft der Kirehe, en F. J. SCRIER­SE, Jesus van Nazareth, Maguncia, 1972, p. 218 (citado por R. PESCR, "Jesús, un hombre libre", en Concilium, 93, 1974, p. 374).

7 R. PESCR, Jesús, un hombre libre, l.e., p. 374.

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maestro de la ley, Numerosos textos de los evangelios dan testi­monio de ello y hasta presentan a Jesús catalogándose como profeta e interpretando su muerte corno la participación en el destino trágico de los profetas (Mt 13,57; 23,29-32; Lc 4,18-21; etc.). Dado que cuando se escriben los evangelios la comuni­dad cristiana ya ha dejado a un lado, por insuficiente para expre­sar su experiencia de Jesús, no sólo el apelativo de "un" profeta, sino hasta el título de "el" profeta escatológico (que en los sinóp­ticos sirve ya para designar a Juan el Bautista como precursor inmediato del Mesías), y dado que los judeo-cristianos a los que Pablo combate y la iglesia postpaulina reflejada en los evangelios rechaza unánimemente seguían a Jesús como el gran profeta y maestro de la nueva Torá, no hay otra razón que explique por qué los evangelios hablan del Jesús profeta, sino la de que res­ponde a un material histórico.

La fuerte impresión popular de que Jesús era un profeta nacía de que su actitud, su decir y su actuar estaban en la línea de los grandes profetas de Israel: soberana libertad, sin temor a repre­salias, para denunciar los abusos de los poderosos, para predicar sin disfraces ni amaños la voluntad de Jahvé, para apoyar y defender a los desvalidos sociales, para desenmascarar la hipo­cresía del culto y censurar abiertamente a la casta sacerdotal, para relativizar una ley considerada instancia absoluta y encarna­ción del mismo Dios, para invitar a una perentoria conversión del corazón que llevaba consigo esa misma relativización en nom­bre de valores superiores, y hasta para declarar perdonados los pecados con gran escándalo de los "sabios y entendidos".

A su sorprendente libertad se unía, como aspecto y hasta como fundamento de la misma, su aún más sorprendente y escan­dalosa pretensión de autoridad y de autoridad suprema en una sociedad religiosa en la que la Torá (Moisés y la tradición) eran la revelación misma de Dios. La crítica histórica considera el "Se dijo a los antiguos ... pero yo os digo" como expresión que refleja sustancialmente la actitud del Jesús histórico, aunque se hiciera posteriormente una relectura a la luz de la Pascua. A diferencia de y frente a los escribas, repetidores e intérpretes casuistas de la Escritura a cuya autoridad apelan, Jesús argumenta desde la au­toridad de su propia persona como intérprete y agente de un

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Jahvé que está por encima de la propia ley judía y ya no quiere ser mediatizado por ella, porque llega el tiempo de su revelación definitiva como Dios, que es amor ilimitado y no ley castradora.

Que la persona, actitud, predicación y actuación de Jesús llevará al pueblo a terminar preguntándose si acaso no sería él el profeta escatológico que había de venir a preparar la instauración del en tantos ambientes anhelado Reino de Dios, que esperaran de él que expulsara al poder extranjero (condición previa para el establecimiento de dicho Reino teocrático) y por ello quisieran proclamarle Rey mesiánico 8, que la negativa de Jesús a tal pro­yecto llevara a la frustración y originara su proceso y muerte, son hipótesis hoy defendidas, pero que difícilmente podrán algún día convertirse en conclusiones ciertas.

Pero la llamativa libertad de Jesús, unida a su insólita preten­sión de autoridad, lleva también al historiador crítico a pregun­tarse por quién se tenía Jesús, qué conciencia tenía de sí mismo. A este propósito dice Ch. Duquoc: "La conciencia de Jesús no deberá buscarse más que en donde se hizo realmente visible: en su personalidad libre ... El no apoyarse en ninguna autoridad, el no buscar el amparo de una palabra de Dios como los profetas, esa manera de proceder no tiene paralelismo en el mundo judío. Esa decisión personal, ligada a una actitud filial para con Dios como Padre, es lo que mejor caracteriza a la personalidad de Jesús y sin duda alguna a su conciencia"9.

Podríamos, pues, definir esa conciencia como la de ser men­sajero de Dios para predicar y ser testigo de su libertad, o lo que es lo mismo, para ser testigo del Dios que se revela escatológica o definitivamente en Jesús como gracia y amor incondicionado, y que por lo mismo es radicalmente libre en sí mismo y en su comunicación con los hombres, sin que determinación legal o manipulación humana alguna puedan o tengan derecho a domes­ticarle e impedirle obrar. Desde esa conciencia de testigo de la

8 Esta idea está unida a la del celotismo de Jesús o al menos a la esperanza que los revolucionarios celotes pusieron en él durante algún tiempo, y es defendida como histórica por más de un exegeta serio; estará presente, aunque ya muy despolitizada, sobre todo en el evangelio de San Juan.

9 Ch. DUQuoc, Jesús, hombre libre, p. 65.

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libertad de Dios se explica toda la actuación de Jesús y su carácter conflictivo.

Viviendo, predicando y haciendo presente en su acción a Dios como pura gracia y amor (esto es lo que significa su símbolo del "Padre"), Jesús inaugura la época escatológica de la salvación tras la etapa vetero-testamentaria del Dios-Ley; es ahora Dios mismo, no tamizado, deformado o empequeñecido por mediación alguna el que se hace presente por el Mediador en su misterio íntimo, de forma que ninguna nueva revelación, ni ninguna nueva alianza con él será ya posible después de Jesús. Este es consciente de ser el mensajero escatológico de la también escatológica reve­lación de Dios, y ello explica que, a la luz de la Pascua, la co­munidad creyente viera en el Jesús histórico al "Mesías de Dios", y a éste como al realizador de un Reino que no sólo no respondía a las esperanzas mesiánicas nacionalistas de Israel, sino que fue su sentencia de .muerte. En cuanto al propio Jesús histórico, la cristología actual habla fundadamente de una conciencia mesiá­nica "implícita" que se hará explícita en la confesión que la co­munidad de la Pascua hace de su Señor resucitado, principio del nuevo y definitivo eón.

UN LIBERAL TEOCÉNTRICO

"¿Fue Jesús un liberal?", se pregunta E. Kasemann en su libro La llamada de la libertad 10. Y hace la siguiente provocativa afir­mación: "Jesús fue liberal; aparte de esto, que haya sido lo que quiera" 11. Más aún: "el liberalismo de Jesús forma parte ~o es quizá el centro~ del escándalo cristológico ... se convierte en la nota distintiva de una eclesiología auténtica, de la verdadera fe, de la práctica litúrgica (tanto en domingo como en la vida diaria), por tanto también de la ética cristiana. Ese liberalismo viene a ser igualmente objeto, fundamento y meta de la unión ecuménica" 12.

10 E. KASEMANN, La llamada de la libertad, Salamanca, 1974, 200 p. Desde el liberalismo de Jesús, el autor hace en este libro un irritado alegato contra las iglesias.

11 [bid, p. 36. 12 [bid, p. 26-27.

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Las resonancias ideológicas, socio-económicas y religiosas que en nosotros suscita el liberalismo moderno, nacido en el siglo XVIII, desarrollado en el XIX y hoy vigente bajo la forma de neo-liberalismo, dificultan una aceptación espontánea del apela­tivo "liberal" aplicado a Jesús y hasta considerado como su nota distintiva. Ciertamente, Jesús, que no se apuntó a ninguna ideo­logía de su tiempo, tampoco se inscribiría en el club de los libe­rales modernos, al menos en cuanto éstos, si son consecuentes con los principios sobre los que se basa históricamente su movi­miento, piensan y actúan en un horizonte puramente humanitario y secularista y, por añadidura, exaltan hasta el paroxismo la im­portancia no sólo del individuo, sino de lo individual en todos los órdenes de la vida humana, de forma que se aboca inexorable­mente a un concepto de libertad en el que el individuo se consti­tuye en punto absoluto de referencia.

Pero Jesús encaja perfectamente en la calificación de "liberal" en cuanto éste no sólo no se arrodilla ante las normas e ideas transmitidas y convencionalmente admitidas, sino que se enfrenta valerosamente a ellas con criterio propio para luchar por una sociedad más humana, sincera y tolerante. "Liberal" se opone entonces al dogmático, rigorista, puritano e hipócrita y al "tradi­cional" por inercia, con clichés mentales aletargados u oxidados y únicamente ansioso de añejas y también cómodas segurida­des/ certezas sociales, morales y religiosas. "Hemos llamado libe­ral a Jesús porque rompió la piedad y la teología de sus contem­poráneos, porque sustituyó la ley mosaica por la promesa y el amor de Dios, la tradición judía por su propia inspiración, la casuística por la claridad de la voluntad divina, las obras por la gracia" 13.

Las teologías seculares que desembocaron en la de la muerte de Dios son teologías de la libertad humana a la luz de Jesús, el de "la libertad contagiosa", en frase de uno de esos teólogos (van Buren). Pero Jesús es para esta teología no la presencia y revela­ción de la libertad soberana de Dios, sino la muerte de éste. El giro radical de la cultura moderna desde un mundo teocéntrico a otro antropocéntrico, y con ello de una historia humana que se

13 ¡bid, p. 53.

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concebía girando o debiendo girar alrededor de un orden divino preestablecido, providencialmente guardado y dirigido y humil­demente obedecido a una historia entendida como un receptáculo vacío y al mismo tiempo seno de infinitas posibilidades que la libre y responsable racionalidad humana está llamada, usando un conocido enunciado escolástico, a hacer pasar "de la potencia al acto", llevó a estos teólogos a la para ellos ineludible revisión de los planteamientos tradicionales y al también inevitable derribo de sus amparos y soportes teometafísicos. El Dios de la teología tradicional había sido históricamente el Dios jerárquico y autori­tario, inmóvil e inmutable, autor y garante de un ordenamiento riguroso, preciso y estático, respecto del cual nada parecía quedar a la iniciativa humana, pues todo debía ser objeto de rendida obediencia. "Si Dios existe, el hombre no puede ser libre", había sentenciado J. P. Sartre.

Las teologías de la muerte de Dios fueron muy sensibles a la impresión generalizada, unas veces filosóficamente elaborada y otras irrefleja y oscuramente intuida, de que se daba una oposi­ción entre Dios y libertad humana con efectos nocivos para ésta. Comprobaban, por añadidura, el "resultado" de la imagen tradi­cional de Dios en las iglesias: burocracia paralizante, enfermizo fixismo dogmatista, obsesión por la ortodoxia doctrinal estable­cida y puesto de segundo rango para la ortopraxis, defensa a ultranza de un moralismo burgués; y en nombre de todo ello, o al menos como consecuencia, iglesias con carácter de ghetto, represoras ad intra e indolentes ad extra en medio de una socie­dad sacudida por movimientos empeñados en construir una his­toria más libre y más liberada de fantasmas ancestrales entre los que desgraciadamente no faltan los inducidos por la religión cris­tiana.

Dios pasó a ser en la teología de la muerte de Dios el símbolo de la trascendencia opresiva; pero de El y de ella nos liberó Jesús, subrayan estos teólogos. El Jesús libre y contestatario, que "se moja" y desciende a la arena de una sociedad política y religiosa­mente represiva, pasa en esta teología a ocupar lisa y llanamente el lugar de Dios y a convertirse en único y supremo punto de referencia. Jesús es la supresión de toda sumisión a la trascenden­cia divina y la liberación definitiva de ésta; Dios muere en Jesús

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como tal Dios y se transforma en él en el horizontal "hombre para los demás"; el centro de gravedad de la religión se traslada al hombre Jesús y con él a la humanidad.

Sería una injusticia, además de una ceguera, empeñarse en desconocer los aspectos positivos de los análisis críticos de la teología de la muerte de Dios y del sano revulsivo que supuso para un tipo de teología que, a pesar del seísmo que venía sacu­diendo desde hacía mucho tiempo sus bases, se negaba a recono­cer su fracaso. Quizá falta aún por hacer un balance sereno de este movimiento que, al menos como transitorio y provisional, puede haber sido una catarsis necesaria. Incluso se puede afirmar categóricamente con ellos que Jesús se liberó y nos liberó de Dios (a ello nos referiremos más abajo). Y, sin embargo, algo cruje y hace agua en esta teología del hombre Jesús libre y liberal; algo que despoja a éste del puesto único en que ella misma le coloca y de la validez suprema y universal que le asigna como lugar de referencia para la libertad humana. Aun en el caso de que tal teología mantenga una implícita referencia a Dios, éste se con­vierte en ella en sigla y función de la liberación del hombre. Un Dios, en cuanto realidad ontológica trascendente al hombre y por lo mismo existiendo en sí mismo independientemente del hombre, es para ella rancio y alienante delirio metafísico que mutila al hombre y convierte su esencial libertad en un sutil y refinado vasallaje que no aparece como tal al hombre ingenuo y acrítico no consciente aún de la realidad de su yo libre y autóno­mo.

Jesús no habla de Dios como una esencia metafísica trascen­dente sobre la que se pueda disertar objetivamente y sin ser exis­tencialmente afectado, sino como cercanía, como esencialmente relación de amor incondicionado y por lo mismo gratuito, y condensa su experiencia religiosa del mismo en el término Abba, que no connota directamente el carácter entitativo objetivo, sino el eminentemente personal o relacional de Dios. Este no sólo no es para él un ello, pero ni siquiera un El, sino esencialmente un Tú, es decir, sólo verdaderamente Dios en la relación de amor y no fuera de ella. Pero de ahí no es lícito deducir que Jesús iden­tifica a Dios con la función liberadora del hombre o con la pro­fundidad de las relaciones interpersonales humanas. Dios es para

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Jesús Dios, el "Totalmente Otro", y en Dios mismo se goza, y en cuanto "Totalmente Otro" le experimenta y predica cercano y li­berador.

La libertad personal de Jesús, irrepetible en cuanto es su libertad y no la de otro, y, por lo mismo, con un contenido y unas características estrictamente personales, está determinada por su fe, y en ella se fundamenta 14, y no puede ser sacada de su contexto -el del Reino de Dios por El vivido y predicado- para ser medida, enjuiciada o exaltada desde cánones establecidos por el pensamiento secular o humanista; sería eliminar la identidad his­tórica de Jesús empeñarse en encajar su libertad en el orden de los valores éticos y humanitarios, cuando en él ésta tiene un sentido escatológico, puesto que va unida a la irrupción del Reino de Dios, a la revelación de su soberanía liberadora de la que Jesús es presencia personal y testimonio, La libertad que Jesús vive y predica es una libertad teocéntrica, más exactamente aún, es la libertad misma de Dios comunicada al hombre en la etapa escatológica y que hace libre al hombre que se decide a entrar en el Reino.

LIBERADO DE DIOS

Que la libertad de Jesús fuera tan soberana y sorprendente provenía de que él era el río en el que se hacía fluida y tangible la invisible soberana libertad de Dios. Pero, por peregrino que parezca, para ser libre primero tuvo que liberarse de El. En frase del místico Eckhart, hubo de "dejar a Dios por Dios".

El Dios del que Jesús se libera es, naturalmente, el del judaís­mo, identificado con la ley y el templo. Sin embargo, no es justo, para engrandecer la libertad de Jesús, faltar a la verdad histórica caricaturizando el judaísmo de su tiempo como puramente lega­lista y ritual.

La identidad entre Dios (su voluntad) y la leyera defendida principalmente por el partido o grupo de los fariseos, que se

14 En el clásico De Verbo incarnato era vitando hablar de la fe de Jesús, y si alguno se hubiera atrevido a afirmarla, lo habría pagado caro; hoy la fe de Jesús está en el corazón mismo de la cristología.

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apoyaban en la clase de los escribas y en la institución de la sinagoga. Eran "los hombres de la ley". Los monjes de Qumran representaban una mentalidad más extremista aún en este campo, pero no nos referimos a ellos por no entrar en escena en la vida pública de Jesús. No sería correcto decir que los evangelios cari­caturizan a los fariseos, pero tampoco sería honesto afirmar que eran tal como aquellos los presentan. Los evangelios proyectan retroactivamente sobre la etapa del Jesús histórico el enfrenta­miento radical entre cristianos y fariseos tras la controversia pau­lina y la decadencia espiritual de la clase farisea cuando, tras la destrucción del templo en el año 70, se constituye en el poder que domina y dirige la vida del pueblo.

En el tiempo de Jesús no fue así. Por una parte éste, sin que sea históricamente lícito afiliarle a ninguno de los partidos exis­tentes, con gran probabilidad puede ser considerado como "un rabí de tendencia farisea" 15, doctrinal y personalmente cercano a ese grupo. Por otra, el retrato-robot del fariseo normal de aquel tiempo no es el que habría que dibujar leyendo las narraciones evangélicas. Los fariseos eran gente muy sencilla, buena y religio­sa, amantes de los profetas y de la interiorización de la palabra de Dios, despreciadores de las riquezas y opuestos a toda forma de ostentación, exactos cumplidores de los preceptos de la Torá, hasta de los más mínimos, pero acentuando los más importantes, movidos por el ideal de hacer de todo Israel un pueblo santo conforme a la exigencia de Jahvé (Lev 11,45), y no tan engreídos de su propia justicia y méritos como da a entender Lucas en la parábola del fariseo y el publicano, pues estaba muy presente en ellos que la leyera "revelación de Dios y respuesta del hombre a Dios en el marco de una alianza gratuita" 16; aunque rigurosos en la interpretación de la ley, trabajaron al mismo tiempo por adap­tarla a las circunstancias de la época, de forma que los monjes de Qumran los tuvieron por laxos y les llamaron "buscadores de alivios" para el pueblo. Finalmente, es importante notar que los fariseos no aparecen prácticamente en el proceso de Jesús, que será en el grupo de los fariseos donde se producirán más conver-

15 Cfr. Ch. PERROT, Jesús y la historia, Madrid, 1982, pp. 112-114. 16 Ibid, p. 125.

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siones a la fe cristiana (caso del mismo Pablo) y que los apóstoles serán defendidos ante el Sanedrín por el venerado doctor de la ley, el fariseo Gamaliel, con un apasionado discurso.

Muy verosímilmente Jesús fue personalmente un judío fiel cumplidor de la Ley. Rara vez se le ataca a él personalmente como transgresor de la misma 17. En cuanto a su postura doctrinal respecto a ella, no se puede saber críticamente con claridad cuál fue. Las diversas interpretaciones del Nuevo Testamento y las controversias de la Iglesia primitiva en esta cuestión, dan a enten­der que desde el Jesús histórico no se podía hallar una respuesta clara. Jesús rechaza, ciertamente, muchas interpretaciones de la Ley dadas por la "tradición oral" y por los rabinos y muestra, como ya hemos recordado, una soberana libertad y conciencia de autoridad en la interpretación de la misma con el inaudito "Pero yo os digo".

Sólo la concurrencia de tres factores, su experiencia de Dios como Abba, su convicción de que el Reino de Dios es gracia y no ley, y su concepto de ésta como liberadora y no opresora de la persona humana, nos pueden aclarar el fondo de la postura de Jesús en relación con la ley judía. Y serán esos tres factores unidos los que iluminen las conclusiones que el cristianismo pri­mitivo llega a sacar; conclusiones que le llevan a independizarse finalmente del judaísmo, para hacerse sencilla y llanamente "uni­versal" con San Pablo.

Sea lo que fuere de su postura doctrinal nomista o antinomis­ta, lo cierto es que Jesús da un salto cualitativo que le lleva a desligarse incluso de la corriente liderada por Juan el Bautista a la que parece se adhirió en un principio: el salto del Dios de la Ley al Dios de la gracia o gratuidad, y que desde éste radicaliza por una parte el Decálogo señalando el amor como corazón de la ley (Mt 1,1-48), hasta ser en algunos casos más severo que los fariseos (divorcio, ofrenda en el altar sólo después de haberse reconciliado, etc.), y por otra la relativiza, porque el Dios de la gratuidad no mira, cataloga o pone nota según el cumplimiento o no de la ley, sino que acoge por igual a todos y a todos ama por

17 Cfr. W. TRILLlNG, Jesús y los problemas de su historicidad, Barcelona, 1970; sobre Jesús y la ley, pp. 98-114.

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igual sin exigir méritos previos. Jesús se libera y nos libera del Dios de "la ley y el orden" para poder vivir y proclamar al Dios "desordenado" del amor 18 que se salta el orden y la justicia del ojo por ojo y diente por diente, y la lógica del odio al que me odia y amor a mi amigo, castigo al transgresor de la ley y premio al observante, separación del impuro legal y ritual porque contami­na; que desenmascara la trampa de un Dios-ley "ordenador" y estabilizador de una sociedad ético-religiosa a costa de anular a los individuos que la componen, de ignorar su dignidad, su im­portancia y sus necesidades, de rebajarles a mero caso objetivo de la ley.

El "desorden" del Dios de Jesús abre una fisura en la causa­lidad cerrada de la ley e introduce audazmente el "más allá del orden y la lógica", que lleva a Jesús a poner la otra mejilla cuando le abofetean, a orar por los que le odian, a buscar con preferencia la compañía de los despreciados am 'haares, publica­nos, pecadores y gente de dudosa reputación, cuyo contacto tenía que evitar todo judío piadoso, a desobedecer la prohibición de curar en sábado y de tocar al impuro e infectado leproso, a declarar perdonado incondicionalmente y sin previa confesión al pecador, y, en resumidas cuentas, a anular la catalogación de los hombres en justos y pecadores, válida para el Dios de la ley, pero no para el de la gratuidad, ante el cual el "pecado" es precisamente considerarse justo y no necesitado de perdón.

Jesús se libera aún más del Dios del templo. Afín, como hemos dicho, al grupo fariseo que, aunque respetaba el templo, el sacerdocio y los sacrificios, tenía una idea un tanto desclericaliza­da de la religión y ponía más el acento en la oración, el estudio de la Palabra (sinagoga) y el amor, Jesús va más allá que ellos. No aparece prácticamente en contacto con la clase sacerdotal, comparte las críticas de los movimientos bautistas a los sacrificios cruentos, y no muestra aprecio alguno por cualquier otro tipo de sacrificio o pureza ritual, impuesta a los sacerdotes y que los fariseos intentaban llevar a la vida diaria; el propio templo es sometido a juicio, sea lo que fuere del carácter histórico del dis-

18 "El amor es lo contrario de lajusticia. Por eso los hombres de orden no aman el amor; es un factor de desorden". R. GARAUDY, Le Chris/ es/-il encare un libéra/eur, en AA.VV., Face a Jésus, Paris, 1974, p. 68.

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curso sobre su destrucción; y habiendo sido con evidencia un hombre piadoso, aunque -caso raro en la historia de la Iglesia­"piadoso y liberal al mismo tiempo" 19, desde su experiencia del Dios del amor y la gratuidad pulveriza la piedad del que pone en ella su confianza y salvación y por ella se siente con las manos llenas, o trata de suplir con ella las exigencias diarias de la volun­tad de Dios, que no es otra que el amor efectivo a Dios y al prójimo. "Ataca, además, los presupuestos de la esencia del culto antiguo y su praxis del sacrificio y la expiación. Dicho de otra manera: suprime la diferencia, fundamental para toda la antigüe­dad, entre el témenos, el recinto sagrado, y la profanidad, y por lo mismo puede asociarse a los pecadores. Para Jesús es el cora­zón del hombre el que arroja sobre el mundo la impureza. La salvación del mundo y el comienzo del sacrificio agradable a Dios y el verdadero culto divino consisten en que el corazón del hombre sea puro y libre" 20.

LA LIBERTAD DEL HIJO

Para J. P. Sartre el hombre se crea a sí mismo a través de su libertad; el hombre no es libre por ser hombre, sino que es hombre porque es libre; es decir, la libertad no es una propiedad del hombre, sino que éste es y existe sólo como fruto de su libertad o es su libertad en acción; a su vez, la libertad no nace de ningún elevado manantial, ni es la respuesta a nada que no sea ella misma: es un absoluto.

N o todo es falso en este nihilismo libertario sartriano; tiene toda la razón en afirmar que el hombre se realiza (evitemos la frase "se crea") realizando su libertad, de forma que hombre y libertad sean en el fondo intercambiables. Pero para Jesús la libertad humana no es la nada creadora, ni el hombre el resultado fortuito de una libertad que nada sabe decir de sí misma, ni de su dónde o hacia dónde, ni de su contenido intrínseco, ni del alimen­to que la nutre. Jesús no habla de libertad, sino de "salvación",

19 E. KASEMANN, O.C., p. 28. 20 R. PESCH, a.c., p. 379.

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pero ésta es sinónimo de aquélla, y así la traduce, como ya diji­mos, la teologíajoánico-paulina. Libertad, liberación o salvación es para Jesús la gratuita comunicación escatológica de Dios por la que el hombre es constituido en hijo, con la libertad de los hijos. Por ello la libertad que Jesús vive y predica no es entendida como la realizadora y al mismo tiempo realizada autonomía hu­mana en cuanto ésta es concebida como el horno in se curvatus (Lutero) dentro de y en relación a un mundo igualmente encor­vado o cerrado sobre sí mismo, sin tensión bipolar alguna con un destino o referencia trascendente; Jesús identifica la libertad­liberación con el "don" de la referida irrupción escatológica de Dios, con su autodonación o autocomunicación definitiva como gracia y amor (paternidad). Jesús autorrealizado y el hombre autorrealizado lo son a través de su libertad-don vividos como respuesta al amor de Dios, es decir, al Espíritu Santo. Ubi Spiritus Domini, ibi libertas. Por eso "la libertad de Jesús es el amor en intercambio con el Padre"21.

Se da así en la persona y doctrina de Jesús una relación tan intrínseca entre libertad y amor trascendente (presencializado tam­bién en el amor al prójimo y nunca sin éste) que pueden y deben ser considerados como dos momentos internos de la misma reali­dad. Esta relación otorga a la libertad humana una naturaleza esencialmente dinámica, el carácter de un proyecto siempre ina­cabado y en tensión hacia la escatología, la índole de "primicia del Espíritu" que suscita en nosotros la esperanza y nos hace gemir dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción plena, por la libertad de los hijos de Dios finalmente consumada. A la valoración optimista de la libertad como participación de Dios se une el pesimismo en cuanto a su ideal realización histó­rica, o lo que es lo mismo, la "reserva escatológica" (Metz) frente a las ilusorias utopías intramundanas de una final Arcadia feliz. La tensión entre la presencia inicial del Reino en la historia a través del propio Jesús histórico y su consumación suprahistórica es una constante de los evangelios, incluso del más centrado en el "aquí y ahora" existencial-cristológico, el cuarto evangelio.

21 G. BESIERE, "Jésus, homme libre", en La Vie Spirituelle, 122 (1970), p.537.

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La libertad de Jesús como don y don vivido en reciprocidad se encuentra a años luz del concepto meramente jurídico de liber­tad como un "derecho" que se tiene, como una posesión a utilizar arbitrariamente dentro del propio predio, sólo frenado en su frenética carrera por la línea divisoria que señala el comienzo de los dominios de otro. La libertad como derecho tiene su fuente en la dignidad ontológica de la persona humana y nunca puede ser identificado aquél con ésta; menos aún el derecho a la libertad puede ser usado por el individuo para burlar las exigencias que lleva consigo su propia dignidad espiritual y moral.

N o sólo se distancia la libertad de Jesús de un concepto ju­rídico, individualista o meramente social de la misma, sino que tampoco se identifica con aquélla por otra parte soberana libertad del que, superando el yo superficial, las falsas identificaciones y la correspondiente relación esclavizante con el exterior, se reinte­gra a su núcleo más íntimo, a su unidad original, donde el hombre es verdadera y desnudamente él mismo y, por tanto, libre. Es la libertad a la que tiende toda mística, no sólo la oriental, sino aún la cristiana de orientación neoplatónica.

N o es lícito considerar individualista una libertad que, como la aludida últimamente, es precisamente la superación de todo ego, hasta del ego ontológico; ni tampoco es legítimo ver en ella una libertad sin amor, pues, donde no hay ego, ser, conocer y amar son inseparables. Pero la esencia de esa libertad o de ese ser-yo-mismo no está en la vivida reciprocidad del don recibido y correspondido, sino en la aludida reintegración al propio núcleo más allá incluso de todo amor como relación; sería esa misma libertad aunque nada ni nadie existiese. Para Jesús la libertad sólo puede darse en el interior del "nosotros" de la Trinidad o de la comunidad humana; ser-y o-mismo es ser relacional y por lo mismo abierto a otro; la libertad es intersubjetiva, pero ~y éste es el mérito de la libertad por la reintegración en el núcleo~ la intersubjetividad tiene su raíz en la subjetividad sin ego.

LIBRE y LIBERADOR

Esa libertad esencial de Jesús, cuya fuente era el Espíritu libre de Dios y por la cual él era él mismo, se manifiesta psicológica-

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mente "como independencia y superioridad, distancia y sobrie­dad, espontánea movilidad y reposo, tranquila serenidad y celo comprometido, radicalidad decisiva y tolerancia llena de conside­ración (aparente rigorismo y laxismo), brevemente, como seguri­dad extraordinaria, como certeza de fe"22; le libra de todo frac­cionamiento interior y le otorga una clara unidad de consciente­inconsciente con el consiguiente equilibrio personal y la ausencia de división violenta entre el deber y el querer.

La serena confianza ante la vida y los acontecimientos, su independencia y falta de afección a los ídolos que dominan a los hombres (dinero, poder, política, ideologías, sexo), la carencia de mecanismos de defensa incluso religiosos, su comportamiento llamativamente anticonvencional en una sociedad ético-religiosa escrupulosamente reglamentada y celosamente vigilada, y final­mente su postura desenfadada frente a los jerarcas y maestros, sin ser por otra parte un revolucionario y levantisco, no de otro ma­nantial nacían sino de su unidad con la libertad divina.

La nota esencial del "nosotros" en la libertad de Jesús le lleva a vivirla relacionalmente, y su carácter de don y gratuidad le impele a comunicarse con preferencia con los que social y religio­samente ningún mérito podían aducir según los criterios reinan­tes: marginados y pecadores. Ni se trató tan sólo de un acerca­miento de compañía, mediante el cual testimoniaba que el Dios escatológico rompía todo ghetto y se movía libremente más allá de facciones y nomenclaturas sacralizadas, sino que ejercitó una libertad liberadora, porque la soberana libertad de Dios, cuyo testigo e introductor era, excluye cualquier esclavitud personal o social culpable. Nos son bien conocidas por nuestro contacto con las narraciones evangélicas -a pesar de su' teologización- las áreas de actuación liberadora de Jesús, desde su urgente invita­ción y apremio a liberarnos de nosotros mismos por la acogida del amor gratuito del Padre del Reino hasta la denuncia profética de la opresión religiosa, social y política, aunque rehusara tomar parte activa en el movimiento de resistencia anti-romano.

22 R. PESCH, a.c., pp. 381-382.

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LA LIBERTAD DE JESÚS y LA MODERNA LIBERTAD SECULAR

En el frontispicio de la época moderna está inscrita con gran­des caracteres la palabra LIBERTAD. La escribieron sus arqui­tectos, los filósofos ilustrados y la revolución francesa. Y por libertad entendieron autonomía, y ésta significó el rechazo de toda autoridad externa o superior al hombre como guía de este mismo hombre. "Minoría de edad es la incapacidad de servirse de su razón sin la guía de otro ... Sapere aude! Ten el coraje de servirte de tu propia razón, es el lema de la Ilustración", decía Kant en su manifiesto. Todo es autónomo en la época moderna: razón autónoma, ética autónoma, religión autónoma, si es que ésta es admitida, como la admitió la primera generación de ilus trados. Al hombre abierto a la Palabra revelada sucede el que se guía solamente por la luz de la razón, al hombre "salvado" el autorrealizado, al creyente el investigador crítico y el científico positivista, y al dogma autoritario las verdades naturales libera­doras.

La libertad de Jesús que hemos estudiado en estas páginas no es la libertad que persigue, al menos conscientemente, la autono­mía moderna, y sería inútil y nocivo cualquier pretensión concor­dista que sólo lograría desvirtuar las peculiaridades y méritos de ambas. Hay que evitar por otra parte la actitud del incendiario de la biblioteca de Alejandría: o la libertad moderna equivale a la de Jesús, y entonces hablemos de ésta y desde ésta, o dice algo distinto y entonces condenémosla. La secular sociedad moderna ha puesto al descubierto facetas muy nuevas de la libertad huma­na, lo mismo que ha explorado insospechadas esclavitudes en el hombre, en la sociedad y hasta en el corazón mismo de la religión. Los análisis de la psicología profunda, de la sociología y de otras ciencias han hecho caer en la cuenta de los innumerables meca­nismos represivos que habitan en las sombras del inconsciente personal y social e impiden la libre autorrealización humana. Ni pueden ignorarse sectariamente los grandes subsidios que tales ciencias han aportado a la renovación y purificación de una fe y una teología que, cuando son sinceras y críticas consigo mismas, han de reconocer la función ideológica represiva que tantas veces han ejercido, comenzando por la propia imagen básica de Dios

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Padre Todopoderoso tal como ha estado presente en la general conciencia cristiana; el autoritarismo unido a esa imagen, por haberla sacado del contexto en que Jesús la vivió y predicó, ha sido la causa principal de la huida de la religión del Padre a la del hermano Jesús, que la teología de la muerte de Dios puso de moda. Ni puede negarse que esa imagen del Padre con tantos componentes edípicos ha inficionado de autoritarismo la historia de una Iglesia que, una vez libre de persecuciones y hecha religión oficial del Imperio, tomó el relevo de los perseguidores yextermi­nó hasta donde pudo con métodos que hoy nos sonrojan cual­quier disidencia doctrinal. Se hizo a Dios garante de los juicios de la Inquisición y avalista de la condenación a la hoguera, y bajo su égida las confesiones cristianas se odiaron en nombre de una intolerante ortodoxia que finalmente, y casi por agotamiento, ha dado paso a un fraternal ecumenismo. ¿Y cómo no recordar la guardia montada ante los nuevos descubrimientos científicos para condenarlos si se les consideraba contrarios a la fe, creando un conflicto ficticio entre la ciencia y la fe cuyo reculaje aún dura, y los constantes tuto doceri non potest cuando no la llana conde­nación de nuevos hallazgos de la exégesis, la moral y la teología?

N o ha sido el recuerdo y el aguijón de la libertad de Jesús lo que ha llevado a la Iglesia a abrirse a los derechos humanos proclamados por la época moderna ya desde sus principios y progresivamente aquilatados. Y fue en el fondo la presión del mundo secular la que llevó finalmente a la Iglesia en la segunda mitad del siglo xx, en el Concilio Vaticano Il, después de agita­das discusiones y con la renuencia de no pocos Padres conciliares, a reconocer los derechos inalienables de la conciencia individual y la libertad religiosa. No puede decirse con verdad que la Iglesia haya sido nunca la abanderada de las libertades legítimas ni que aún hoy día lo sea; y muchos conflictos y problemas intraeclesia­les tienen su origen en la excesiva injerencia de la cúpula eclesial en las conciencias con un lenguaje dogmático donde no se trata de dogmas, cerrando la puerta a divergencias legítimas y a la decisión responsable y autónoma de la propia conciencia. N o es necesario enumerar aquí las "cuestiones pendientes" que en ma­teria de libertad tiene planteadas la Iglesia y que exigen solución. Para darla no necesitará olvidar su carácter jerárquico, pero tam-

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poco deberá entenderlo como autoritarismo ni invocarlo para amordazar movimientos e ideas a través de los cuales puede que­rer hablar el Espíritu Santo de Dios, que es libertad.

La moderna libertad secular, es elementalmente honesto reco­nocerlo, ha contribuido eficazmente a una Iglesia más libre y que se acerca más a la libertad de Jesús; hasta ha ayudado, y no poco, a superar la idea del Dios amo para recuperar la del Dios amor revelado en Aquél. No por eso la libertad moderna ha superado o invalidado el mensaje de la libertad cristiana. Si ésta necesita estar atenta a los análisis y logros de la sociedad civil en el campo de la libertad no sólo para "juzgarlos" a la luz de la fe, sino también para meditarlos y revisar, si es preciso críticamente, las formas y concreciones culturales -y por lo mismo pasajeras­de la fe, la moderna libertad secular, fundada en un concepto de autonomía que equivale a una total independencia de cualquier relación trascendente, necesita abrirse a la libertad de Jesús (como muchos marxistas vieron la necesidad de contar con el mensaje liberador de Jesús además de inspirarse en Marx). La libertad de Jesús ayudaría a la libertad moderna a salir de la esfera indivi­dualista en que se mueve y que la está poniendo en crisis, como igualmente contribuiría a recuperar una concepción más integral del hombre y, por lo mismo, una idea más elevada de la libertad. La contribución de la libertad de Jesús a la libertad propia de nuestra cultura está en que, admitiendo sus progresos, la curaría en su raíz y la haría una libertad liberada.