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Coordinación editorial: Mario Eduardo Ángeles.

Jefe editorial: Erich Tang.

Corrector (a) de estilo: Lizeth Briseño y Jesús Reyes.

Consejo Editorial: Manuel Bañuelos, Miguel Esca-milla, Salvador Huerta, Pedro M. Serrot, Erich Tang, Mo. Eduardo Ángeles, Jesús Reyes.

Contacto: [email protected] [email protected] México, 2012.

Los derechos de los textos publicados pertenecen a sus autores. Cuida el planeta, no desperdicies papel.

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Óscar Édgar López (Zacatecas, Zacatecas, 1984) Licenciado en Letras por la

UAZ. Ha publicado: Ella ama lo puerco que soy

(Espacios literarios 2005), Solo y sin bolsillos para me-ter las manos antes de llorar

(Tierra adentro 2006).

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Ya puedes conseguir la versión impresa en: ”Café

del fondo”. Pino Suárez no.9 col. Centro, Qro. y

“Hub Cultural Neblinas”. Río de la Loza no.1 Col.

Centro, Qro. o solicítalas al correo:

[email protected]

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Madame Píldoras

por Oscar Édgar López

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La Testadura 1

MADAME PÍLDORAS La mujer llevaba una vida mise-

rable, agobiada por una enferme-dad mental derivada de los trastor-nos al sueño durante cuarenta años. Las píldoras le ayudaban a dormir, pero el precio fue la neurosis demen-cial, el ansia feroz, las pesadillas que la despertaban temblorosa sumergi-da en fantasías que por lo regular terminaban en el hospital, a punto de morir por rasgarse con un cuchillo las venas o el vientre. Las enfermeras no la soportaban, tres días en la ca-ma del hospital le bastaban para has-tiarlas de gritos, insultos, proyectiles

La Testadura 2

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La Testadura 1

MADAME PÍLDORAS La mujer llevaba una vida mise-

rable, agobiada por una enferme-dad mental derivada de los trastor-nos al sueño durante cuarenta años. Las píldoras le ayudaban a dormir, pero el precio fue la neurosis demen-cial, el ansia feroz, las pesadillas que la despertaban temblorosa sumergi-da en fantasías que por lo regular terminaban en el hospital, a punto de morir por rasgarse con un cuchillo las venas o el vientre. Las enfermeras no la soportaban, tres días en la ca-ma del hospital le bastaban para has-tiarlas de gritos, insultos, proyectiles

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de gelatina y papilla; cuando les ha-bía colmado la paciencia, las que cubrían el turno de la madrugada, ponían en sus venas la miel que en-dulzara los sueños perversos de su mente, ella dormía, las enfermeras también. Pero al despertar era el mismo número, los alaridos y las agresiones.

De todas las enfermeras que huían cuando se enteraban que una vez más habían ingresado a Mada-me Píldoras, como ya le conocían en las pláticas de la cafetería, la más antigua, que era enorme, ancha, como un animal bruto, barbuda, de ceja poblada, nunca rehuía a cuidar-la, porque era vecina en el condominio donde la anciana tenía guardados

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La Testadura 3

cincuenta años. Fue de las primeras en habitar esa parte de la ciudad, que al pasar los años se convirtió en el centro de una comunidad más grande. La enfermera la conocía de quince años atrás cuando se mudó de una ciudad norteña. Pasaron cin-co años de saludos en la entrada del edificio, de escuchar sus discos de Vi-valdi más allá del concreto de la pa-red del baño, hasta que una noche la señora se abrió una herida profunda en el centro del pecho, los gritos des-pertaron a la enfermera, llamó a la policía y aunque escuchó el alboroto no quiso salir de su departamento.

A la mañana siguiente que entró a trabajar se enteró quien era la pa-ciente, se acercó a ella, le tomó la ma-

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cincuenta años. Fue de las primeras en habitar esa parte de la ciudad, que al pasar los años se convirtió en el centro de una comunidad más grande. La enfermera la conocía de quince años atrás cuando se mudó de una ciudad norteña. Pasaron cin-co años de saludos en la entrada del edificio, de escuchar sus discos de Vi-valdi más allá del concreto de la pa-red del baño, hasta que una noche la señora se abrió una herida profunda en el centro del pecho, los gritos des-pertaron a la enfermera, llamó a la policía y aunque escuchó el alboroto no quiso salir de su departamento.

A la mañana siguiente que entró a trabajar se enteró quien era la pa-ciente, se acercó a ella, le tomó la ma-

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no izquierda. Le recordaba a su ma-má apenas muerta, por eso le tomó estima, por eso siempre pedía ser su enfermera.

Cuando cada una estaba en su departamento también le hacía visi-tas para ayudarle a cambiar la ca-ma, barrer la sala o prepárale una sopa. La anciana se pasaba las horas en la cama, drogada, escuchando los discos llenos de polvo donde los alle-gro y los prestísimo batallaban para sonar más frescos y menos melancóli-cos. Desde las primeras gotas, hasta los valium de la tarde, la señora sen-tía hundirse en un colchón de algo-dón de azúcar, donde el sueño tenía gravedad, era espeso y dulce, empa-lagoso y profundo.

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No se conocía a ningún pariente cercano, nadie que la visitara, que le trajera unas frutas o le abriera las cortinas, cuando la enfermera tarda-ba más de tres días sin visitarla, la encontraba maltrecha, hedionda, con los huesos al descaro.

Así mantuvieron la relación hasta

que la enfermera, por descuidarse en servicio de su amiga, también co-menzó con achaques, terribles con-vulsiones que la habían puesto en cama; separada por un muro de Ma-dame, pasaba los días pegada a la pared preguntando casi a gritos ¿se siente bien? pero ni una palabra le podía escuchar a la durmiente an-ciana.

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Sus hijas se habían marchado a una gira por el país con el equipo de futbol femenil de la organización única de peluqueras y estilistas. En la noche, después de tocarse un poco entre los pelos del pubis, pensaba en lo desagradable del tiempo, porque carcome el cuerpo, seca las ganas. Sí la voluntad fuese liquida, tan simple como servirla, pero es de materia incierta, como la soledad y esas cosas que no pueden capturarse para do-mesticarlas.

Le costaba el doble de trabajo atender los padecimientos de las dos, pero hacía esfuerzos impresionantes para caminar de la cama al baño, de ahí a la cocina, hervía un poco de agua para infusión, luego a la puerta,

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Sus hijas se habían marchado a una gira por el país con el equipo de futbol femenil de la organización única de peluqueras y estilistas. En la noche, después de tocarse un poco entre los pelos del pubis, pensaba en lo desagradable del tiempo, porque carcome el cuerpo, seca las ganas. Sí la voluntad fuese liquida, tan simple como servirla, pero es de materia incierta, como la soledad y esas cosas que no pueden capturarse para do-mesticarlas.

Le costaba el doble de trabajo atender los padecimientos de las dos, pero hacía esfuerzos impresionantes para caminar de la cama al baño, de ahí a la cocina, hervía un poco de agua para infusión, luego a la puerta,

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dos pasos, otros dos, ya en la entrada buscaba la llave colgada entre el milagro y el escapulario. Su amiga en la cama, la miraba con los ojos abiertos, pero sin gesto, sin espíritu. La cambiaba de ropa, le daba el té de gordolobo. Ya entrada la noche salía con pasos cortos, muy lentos, buscaba la llave de su casa y entra-ba.

Cuando escuchó que tocaban la puerta sintió miedo de abrirla, con dificultad se puso en pie y abrió. Tie-ne cara de cabroncita, le dijo al oído unos días después a su amiga, pero es buena muchacha.

Sonia era amiga de las chavas en el equipo de fut bol, no salió de gira con el resto porque su padre, por acci-

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bastet

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dente, había atropellado a un enano torero en la feria de su pueblo y ella tubo que viajar hasta allá para re-solver, con favor de sus nalgas gordas y un soborno, la libertad de su pro-genitor. Había regresado del rancho cuando la llamaron para pedirle que cuidara a su mamá por dos semanas. Como ya habían depositado tres mil pesos en su cuenta no pudo negarse.

Delgada como un poste de telé-fono público, alta como un helecho aferrado a una esquina, de rasgos delicados puestos ordenadamente sobre un rostro mesurado cuya re-dondez de bordes la hacia parecer exquisita al tacto, el cabello negro castaño caído sobre los hombros deli-cados y desnudos, el vientre enmarca-

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do por los huesos sobresalientes de la cadera, cerca del ombligo, una for-mación dispareja de vellos rubicun-dos. Vestía mallas negras, tenis de calaveritas, en el cabello un mechón pintado de rosa fluorescente, una pequeña argolla en la nariz, tres más en cada oreja, un piercing en la len-gua y dos en los extremos del labio inferior, la blusa larga con un cintu-rón ancho al centro, en el pecho un letrero que decía BEBE.

La enfermera la reconoció ense-guida, ya había estado en casa una o dos veces, en fiestas que organiza-ban las muchachas. BEBE, como le apodó desde ese momento, la cuida-ba por las mañanas, antes de irse la encaminaba del brazo a la casa de su

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do por los huesos sobresalientes de la cadera, cerca del ombligo, una for-mación dispareja de vellos rubicun-dos. Vestía mallas negras, tenis de calaveritas, en el cabello un mechón pintado de rosa fluorescente, una pequeña argolla en la nariz, tres más en cada oreja, un piercing en la len-gua y dos en los extremos del labio inferior, la blusa larga con un cintu-rón ancho al centro, en el pecho un letrero que decía BEBE.

La enfermera la reconoció ense-guida, ya había estado en casa una o dos veces, en fiestas que organiza-ban las muchachas. BEBE, como le apodó desde ese momento, la cuida-ba por las mañanas, antes de irse la encaminaba del brazo a la casa de su

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amiga. Nunca entraba, la dejaba en la puerta, un beso a la mejilla y adiós, se iba como encendida de al-gún motor a encontrarse con el amante o las amigas. Salvo aquella ocasión, cuando la enfermera recayó gravemente y le pidió que fuera al departamento vecino para alimen-tar a la señora. Con una mueca de enfado dijo que lo haría. Al entrar en el departamento, el olor de la hume-dad, de las medicinas y del cuerpo agonizante, la hicieron sentir nau-seas, algo de miedo y nervios.

Colocó el plato con crema de chí-charo y el agua fresca de melón en la coqueta frente a la cama. La ancia-na tenía muchos cosméticos, la ma-yoría en tonalidades oscuras, del se-

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pia al ciam, del negro al café. Cuan-do le habló para que tomara la co-mida, respondió con un largo ronqui-do. BEBE se pasó hora y media pro-bando los colores sobre su delicado cutis, al final se decidió por sombra purpura, labios negros, polvo blanco en las mejillas y un toque marrón para parecer muñeca abandonada.

Antes de irse entró al baño, en el lavamanos había una caja de pasti-llas. BEBE las identificó rápido, desde que trabajaba ahí, ansiaba encon-trar unas cuantas de esas. Eran hip-nóticos fuertes, sacó una cartera completa y la guardó dentro de su bolsa en forma de abeja.

Al día siguiente no fue a trabajar, la enfermera fue la única que notó su

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pia al ciam, del negro al café. Cuan-do le habló para que tomara la co-mida, respondió con un largo ronqui-do. BEBE se pasó hora y media pro-bando los colores sobre su delicado cutis, al final se decidió por sombra purpura, labios negros, polvo blanco en las mejillas y un toque marrón para parecer muñeca abandonada.

Antes de irse entró al baño, en el lavamanos había una caja de pasti-llas. BEBE las identificó rápido, desde que trabajaba ahí, ansiaba encon-trar unas cuantas de esas. Eran hip-nóticos fuertes, sacó una cartera completa y la guardó dentro de su bolsa en forma de abeja.

Al día siguiente no fue a trabajar, la enfermera fue la única que notó su

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ausencia; ella misma tuvo que ha-cerse cargo de sus deseos. Marcó al teléfono de la muchacha pero una voz apretada le decía que no estaba disponible. Pasó la mañana y la tar-de en casa de Madame, por fin estu-vo despierta más de tres horas, sen-tadas en la cama frente al televisor, aprovechó una pausa comercial en la novela de las ocho para pregun-tarle ¿Qué hiciste con mis pastillas?

La enfermera creyó que se refería a los somníferos, se levantó de la ca-ma, abrió el cajón de la coqueta y sacó una caja nueva, extrajo dos y le dijo, chúpelas, son de las dulces, pero la anciana le miraba con rencor, con severidad en sus facciones, dame mis pastillas pinche vieja. La mujer no

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comprendía el por qué de los insultos, la repentina lucidez de su amiga sa-tisfacía a su esfuerzo, pero esos recla-mos la desconcertaron en tal grado que abandonó el departamento con sollozos lastimeros, mientras la ancia-na le gritaba desde su habitación: lárgate pinche ratera, ya me las pa-garás.

La mañana llegó junto con BEBE, la despertaron los toquidos insistentes de siempre. El maquillaje de muñeca bruja seguía sobre su rostro, la enfer-mera la miró con enojo, no había dejado aún su bolso y su chamarra de piel sobre el sofá como todas las mañas cuando ella comenzó a recla-marle por las pastillas extraviadas. No confesó que las tenía, pero en su

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comprendía el por qué de los insultos, la repentina lucidez de su amiga sa-tisfacía a su esfuerzo, pero esos recla-mos la desconcertaron en tal grado que abandonó el departamento con sollozos lastimeros, mientras la ancia-na le gritaba desde su habitación: lárgate pinche ratera, ya me las pa-garás.

La mañana llegó junto con BEBE, la despertaron los toquidos insistentes de siempre. El maquillaje de muñeca bruja seguía sobre su rostro, la enfer-mera la miró con enojo, no había dejado aún su bolso y su chamarra de piel sobre el sofá como todas las mañas cuando ella comenzó a recla-marle por las pastillas extraviadas. No confesó que las tenía, pero en su

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voz que se adelgazaba, que soltaba palabras nerviosas, dejó entrever su culpabilidad y por lo tanto puso al descubierto su vicio secreto.

La enfermera no le dijo más, la dejó barrer el piso y prepararle jugo de apio. Tenía una trampa para ella. Al decir que se marchaba, le pidió que entrara de nuevo al departa-mento de la vieja, que le pusiera a calentar el baño, más tarde iré yo a bañarle, le dijo segundos antes de que cerrara la puerta.

BEBE prendió el boiler y se metió al baño. Sabía que la señora estaba dormida, por eso no se molestó en llamarla ni en decir hola siquiera. Abrió los cajones bajo el lavamanos y encontró la misma caja de antes pe-

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ro vacía. Sintió un hueco en el estó-mago, había prometido llevarles do-ce a los chavos de la esquina que le habían comprado las otras a quince pesos cada una. Ya tenía ilusiones sobre un reproductor mp3 y un bolso en forma de araña que encontró en el centro.

Desesperada hurgó por toda la casa, hasta encontrar el cajón del tesoro en la coqueta. La vieja ronca-ba como un felino saciado de su hambre. Había muchas pastillas pero ningunas como las anteriores. Tomó dos cajas de ansiolíticos y una de somníferos, las sacó del paquete y las metió en un par de bolsitas de plásti-co que había llevado ex profeso.

En la esquina la esperaba la ban-

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ro vacía. Sintió un hueco en el estó-mago, había prometido llevarles do-ce a los chavos de la esquina que le habían comprado las otras a quince pesos cada una. Ya tenía ilusiones sobre un reproductor mp3 y un bolso en forma de araña que encontró en el centro.

Desesperada hurgó por toda la casa, hasta encontrar el cajón del tesoro en la coqueta. La vieja ronca-ba como un felino saciado de su hambre. Había muchas pastillas pero ningunas como las anteriores. Tomó dos cajas de ansiolíticos y una de somníferos, las sacó del paquete y las metió en un par de bolsitas de plásti-co que había llevado ex profeso.

En la esquina la esperaba la ban-

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da de los trece, trece cholos que ha-bían tomado como centro de reunión el cruce de dos callejones, tenían co-locados asientos hechos con rejas que les regalaba el dueño de la tienda de abarrotes donde se surtían de cerve-zas y cigarros. Toda la tarde después de que salían de la obra, porque muchos eran albañiles, se ponían a pistear y a fumar gallo tras gallo. La gente del barrio, aunque no les te-nían mucha confianza, se habían acostumbrado a su presencia, mu-chos los saludaban con amistad, en contadas ocasiones había problemas, sólo cuando algún chivatón rajaba con la policía. Pero al día siguiente se sabía la identidad del soplón y todos lo esperaban para darle una madri-

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da de los trece, trece cholos que ha-bían tomado como centro de reunión el cruce de dos callejones, tenían co-locados asientos hechos con rejas que les regalaba el dueño de la tienda de abarrotes donde se surtían de cerve-zas y cigarros. Toda la tarde después de que salían de la obra, porque muchos eran albañiles, se ponían a pistear y a fumar gallo tras gallo. La gente del barrio, aunque no les te-nían mucha confianza, se habían acostumbrado a su presencia, mu-chos los saludaban con amistad, en contadas ocasiones había problemas, sólo cuando algún chivatón rajaba con la policía. Pero al día siguiente se sabía la identidad del soplón y todos lo esperaban para darle una madri-

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za épica en plena calle. Cuando la vieron llegar se emo-

cionaron, cerveza en mano hicieron un circulo a su alrededor, qué, se hizo o no, le preguntó uno, de las que tra-je antier no, pero si de estas, dijo BE-BE mientras sacaba de su bolso las píldoras, pero estas se las voy a dar más caras porque son más densas, a veinte la pinga, recalcó mientras los cholos renegaban del precio. Bueno a dos por veinticinco, les dijo para que mordieran el anzuelo. Y así fue, le compraron dieciséis pastillas con dos-cientos pesos que juntaron entre to-dos, apenas se las dio las repartieron y se las tragaron.

Los trece eran jóvenes, no pasaba de veinte años el más viejo. La cerve-

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za épica en plena calle. Cuando la vieron llegar se emo-

cionaron, cerveza en mano hicieron un circulo a su alrededor, qué, se hizo o no, le preguntó uno, de las que tra-je antier no, pero si de estas, dijo BE-BE mientras sacaba de su bolso las píldoras, pero estas se las voy a dar más caras porque son más densas, a veinte la pinga, recalcó mientras los cholos renegaban del precio. Bueno a dos por veinticinco, les dijo para que mordieran el anzuelo. Y así fue, le compraron dieciséis pastillas con dos-cientos pesos que juntaron entre to-dos, apenas se las dio las repartieron y se las tragaron.

Los trece eran jóvenes, no pasaba de veinte años el más viejo. La cerve-

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za y la marihuana no los transforma-ba mucho, los ponía contentos o los distraía del duro trabajo diario, salvo las peleas con otros barrios, el castigo a los chismosos y el hostigue a las chavas atractivas, no delinquían más allá, no asaltaban, ni atracaban a los transeúntes. A las doce de la noche era tranquilo pasar como a las seis o las tres de la tarde, pero desde que probaron las pingas se aceleraron más, dejaron de ir a sus trabajos, pa-saban más tiempo en la esquina, no se medían con las mujeres, les toca-ban el culo, les dio por empezar a robar, primero las caguamas en la tienda, luego bolsas y carteras. Esta-ban descontrolados, amanecían tira-dos en las banquetas, dormidos, con

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la ropa de una semana. Y su proveedora contenta, lleván-

doles cada tercer día alguna nove-dad, ellos la llenaban de regalos, bol-sas, relojes, teléfonos móviles que conseguían en sus asaltos diurnos. Cuando no tenían para compararle se dispersaban por las calles, volvían en diez minutos con el dinero sufi-ciente para otras veinte o treinta pastillas. BEBE ya no iba a la casa de las señoras, ni contestaba cuando le llamaban las hijas de la enfermera, sólo cuando se le terminaban las pas-tillas se presentaba, le decía que ne-cesitaba dinero, que la ayudara, que la dejara fregar los platos o cualquier cosa por unos pesos; la vieja se com-padecía y siempre la dejaba entrar

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la ropa de una semana. Y su proveedora contenta, lleván-

doles cada tercer día alguna nove-dad, ellos la llenaban de regalos, bol-sas, relojes, teléfonos móviles que conseguían en sus asaltos diurnos. Cuando no tenían para compararle se dispersaban por las calles, volvían en diez minutos con el dinero sufi-ciente para otras veinte o treinta pastillas. BEBE ya no iba a la casa de las señoras, ni contestaba cuando le llamaban las hijas de la enfermera, sólo cuando se le terminaban las pas-tillas se presentaba, le decía que ne-cesitaba dinero, que la ayudara, que la dejara fregar los platos o cualquier cosa por unos pesos; la vieja se com-padecía y siempre la dejaba entrar

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y le encargaba que le diera de comer a la vecina antes de irse.

Madame no se daba cuenta de la falta de sus fármacos, sólo notó la ausencia de aquellos hipnóticos por los que corrió a su compañera, pero como cada fin de semana visitaba al doctor, este la surtía de tabletas al por mayor.

Los trece se habían pasado al crack en menos de un mes, algunos se habían clavado tanto y en tan poco tiempo que ya presentaban síntomas de paranoia delirante, eran agresivos a la menor provocación, ya no podían robar porque la droga no los dejaba ni moverse. Pero cuando les entraba la malilla se ponían a conseguir lo que fuera.

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Esa tarde en que esperaban a BEBE con más píldoras ella llegó con las manos vacías. Les dijo que ya no quería robarles más a las señoras porque ya se había comprado mu-chas cosas y se sentía mal de hacerles daño, además ya no se hablan entre ellas, les dijo a los cholos como si les importara. Cuatro de ellos, los más grandes, la condujeron a empujones a un lote baldío, le dieron una ma-driza y la amarraron a un pirul. Di-me donde viven las pinches viejillas esas, le dijo uno que andaba rapado con tatuajes en la frente, los otros tres la manoseaban, le metían los dedos en el culo y la vagina, le chu-paban los pezones, ella al principio pataleaba, soltaba gritos, pero luego

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Esa tarde en que esperaban a BEBE con más píldoras ella llegó con las manos vacías. Les dijo que ya no quería robarles más a las señoras porque ya se había comprado mu-chas cosas y se sentía mal de hacerles daño, además ya no se hablan entre ellas, les dijo a los cholos como si les importara. Cuatro de ellos, los más grandes, la condujeron a empujones a un lote baldío, le dieron una ma-driza y la amarraron a un pirul. Di-me donde viven las pinches viejillas esas, le dijo uno que andaba rapado con tatuajes en la frente, los otros tres la manoseaban, le metían los dedos en el culo y la vagina, le chu-paban los pezones, ella al principio pataleaba, soltaba gritos, pero luego

gilles berquet

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pensó que era peor hacer escándalo, se quedó callada y aceptó la verga de los cuatro entrar y salir hasta que la bañaron en mecos.

Les dijo medio desmayada el do-micilio de la enfermera y su amiga, los trece la dejaron amarrada al pi-rul con una jerga en la boca y dos de los menores cuidándola, armados con palos y navajas. El condominio no quedaba lejos de la esquina de los trece, cuando llegaron notaron que era un lugar muy solo, excepto por un señor mayor que al verlos apretó el paso, nadie más se veía rondando los pasillos. En el número siete toca-ron el timbre, el ansia se los estaba tragando, no les habrían y decidieron brincarse por el patio. El departamen-

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pensó que era peor hacer escándalo, se quedó callada y aceptó la verga de los cuatro entrar y salir hasta que la bañaron en mecos.

Les dijo medio desmayada el do-micilio de la enfermera y su amiga, los trece la dejaron amarrada al pi-rul con una jerga en la boca y dos de los menores cuidándola, armados con palos y navajas. El condominio no quedaba lejos de la esquina de los trece, cuando llegaron notaron que era un lugar muy solo, excepto por un señor mayor que al verlos apretó el paso, nadie más se veía rondando los pasillos. En el número siete toca-ron el timbre, el ansia se los estaba tragando, no les habrían y decidieron brincarse por el patio. El departamen-

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to estaba en el segundo piso, no les fue difícil la entrada, sólo escalar has-ta el patio, la puerta estaba empa-rejada y la lavadora funcionando, el ruido de las aspas no permitió que se escucharan los pasos ni las voces. Los trece entraron en la habitación de la enfermera y la encontraron con un cuchillo de cocina enterrado en la garganta, estaba tirada en el suelo, el piso beige resaltaba aún más el intenso color de la sangre que se abría paso hasta un montón de ropa sucia en la entrada, ahí se encharca-ba y comenzaba a cuajar, la orilla tenía el aspecto de carne cruda y vieja. Los cholos se sacaron de onda primero, luego revolvieron todo lo que encontraban al paso, en una mo-

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chila que uno de ellos traía guarda-ron lo que pudieran vender y salie-ron. Pero no se irían de ahí sin las queridas píldoras y como habían en-contrado una llave suelta en uno de los cajones de la enfermera, fueron a probar si abría la puerta de la veci-na, y así fue.

La anciana estaba en el baño cuando entraron los cholos, sonaba Vivaldi en un volumen exagerado, pero no lo apagaron para no hacer sospecha. Madame se había comido frasco y medio de hipnóticos, encon-traron vomito por todas partes, olía a sanatorio cada rincón de la casa, estaba tirada entre la regadera y la taza, boca arriba su cuerpo desnudo parecía el de una momia. Los trece

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chila que uno de ellos traía guarda-ron lo que pudieran vender y salie-ron. Pero no se irían de ahí sin las queridas píldoras y como habían en-contrado una llave suelta en uno de los cajones de la enfermera, fueron a probar si abría la puerta de la veci-na, y así fue.

La anciana estaba en el baño cuando entraron los cholos, sonaba Vivaldi en un volumen exagerado, pero no lo apagaron para no hacer sospecha. Madame se había comido frasco y medio de hipnóticos, encon-traron vomito por todas partes, olía a sanatorio cada rincón de la casa, estaba tirada entre la regadera y la taza, boca arriba su cuerpo desnudo parecía el de una momia. Los trece

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notaron que estaba manchada de sangre en el rostro y el pecho, pero no tenía heridas, nada más la sangre poniéndose negra también en sus manos que se mantenían tiesas como si empuñaran un cuchillo. Esculcaron hasta dar con las pastillas, las vacia-ron todas en sus bolsillos personales y se fueron sin cerrar las puertas, a to-da prisa, llenos de temor pero ani-mados por una energía desmedida. Caminaron de regreso sin darse cuenta que el señor grande que los vio entrar había colgado ya el auri-cular después de hablar a la policía y los observaba alejarse por la avenida desde su ventana cubierta con corti-nas floreadas.

En el lote baldío BEBE se había

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desmayado amarrada y los niños aprovecharon para masturbarse con sus tetas y su cara, cuando llegaron los otros los corrieron diciéndoles que no habían encontrado la casa.

Se tragaron algunas pastillas, en-cargaron caguamas en la tienda ar-mando mucho desmadre, no se die-ron cuenta cuando las patrullas lle-garon, saltaban los agentes las bar-das como gatos. Pero llegaron tarde, cuando los tenían esposados sobre las camionetas, ya habían prendido fue-go al cuerpo de BEBE, los gritos de ella y el fuerte olor de carne quema-da atrajeron a los agentes que bus-caban a los asesinos de dos señoras mayores.

En el cielo crecía un hongo de humo

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desmayado amarrada y los niños aprovecharon para masturbarse con sus tetas y su cara, cuando llegaron los otros los corrieron diciéndoles que no habían encontrado la casa.

Se tragaron algunas pastillas, en-cargaron caguamas en la tienda ar-mando mucho desmadre, no se die-ron cuenta cuando las patrullas lle-garon, saltaban los agentes las bar-das como gatos. Pero llegaron tarde, cuando los tenían esposados sobre las camionetas, ya habían prendido fue-go al cuerpo de BEBE, los gritos de ella y el fuerte olor de carne quema-da atrajeron a los agentes que bus-caban a los asesinos de dos señoras mayores.

En el cielo crecía un hongo de humo

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negro y espeso.

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