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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo y artículos contra

el régimen de Trujillo en el exterior

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Comisión Permanente de Efemérides PatriasArchivo General de la Nación

Volumen CXI

Jesús de Galíndez. Escritosdesde Santo Domingo y artículos contra

el régimen de Trujillo en el exterior

Constancio Cassá Bernaldo de QuirósCompilador

Santo Domingo2010

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Comisión Permanente de Efemérides PatriasArchivo General de la Nación, volumen CXITítulo: Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo y artículos contra el régimen de Trujillo en el exteriorCompilador: Constancio Cassá Bernaldo de Quirós

Cuidado de edición y diagramación: Editorial AlasDiseño de cubierta: Editorial AlasMotivo de portada: Foto que muestra a José Aguirre y Jesús de Galíndez en ofrenda ante la estatua de Juan Pablo Duarte, en el Parque Duarte de Ciudad Trujillo, en octubre de 1942. Fuente: AGN.

De esta edición: © Comisión Permanente de Efemérides PatriasCalle Arístides Fiallo Cabral, Núm. 4, GazcueSanto Domingo, Distrito NacionalTel. 809-535-7285, Fax. 809-362-0007

© Archivo General de la NaciónDepartamento de Investigación y DivulgaciónÁrea de PublicacionesCalle Modesto Díaz, Núm. 2, Zona Universitaria,Santo Domingo, Distrito NacionalTel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110www.agn.gov.do

ISBN: 978-9945-074-04-8

Impresión: Editora Búho, C. por A.

Impreso en República Dominicana / Printed in Dominican Republic

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Retrato de Jesús de Galíndez durante su permanencia en la República Dominicana. Fuente: Archivo General de la Nación (AGN).

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Agradecimientos

Al Archivo General de la Nación por la oportunidad de pu-blicar esta obra. También al personal de su Sala de Atención al Usuario por su colaboración, en especial a Vetilio Alfau del Va-lle, Antonio Báez, Julio del Campo Castillo, Ingrid Suriel, Oscar Félix y Joel Abréu.

Para Alejandro Paulino Ramos por su amable disposición y Salvador Alfau del Valle, quien siempre me ha facilitado las fichas de la biblioteca de su padre Vetilio Alfau Durán.

Como ya es costumbre, agradezco también a mi hijo José Ramón, quien brindó el apoyo tecnológico.

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Contenido

Presentación de los libros del 70º aniversario del exilio esPañol / 15vida y obra de Jesús de Galíndez suárez / 17la Guerra

Navidades sangrientas / 45El coro de cosacos del Don, en Ciudad Trujillo. La canción del desterrado / 51El pelotari que murió de amor / 55Fusilamiento al amanecer / 59Aviones sobre Madrid / 67¡Gernika! En el quinto aniversario de su masacre por la aviación germana / 75Ha muerto un marino / 79La jira cultural del presidente Aguirre / 83Tragedia de amor / 85La quinta columna se bautizó en Madrid. Anécdotas y comentarios de una nueva especie jurídica / 91

temas antitruJillistas

Desde Nueva York Jesús de Galíndez define su actitud / 97Carta de Galíndez sobre artículo referente a Gugú / 99Un reportaje sobre Santo Domingo / 101¡Gugú! / 123

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el derecho

Publicación e interpretación de las leyes / 129Los problemas actuales del matrimonio y el divorcio ante los conflictos de leyes / 147El Derecho Agrario. Nueva rama que se desgaja del Derecho Civil / 187La Liga de Naciones Americanas. El proyecto de Trujillo y la Conferencia de Bogotá / 221Soberanía y libertad. Dos añejos conceptos absolutos que se relativizan / 225El panamericanismo de Bolívar. La Doctrina de Monroe y el Congreso de Panamá / 231Notable caso de divorcio. De un francés y una colombiana, casados canónicamente en Bogotá y recién divorciados en Ciudad Trujillo / 237Insistiendo sobre el divorcio. Sentencia de apelación que divorcia a un alemán y una haitiana / 243Repercusiones de un divorcio. La Academia de Jurisprudencia de Colombia informa sobre un caso anteriormente tratado / 247El quintacolumnismo y las reuniones de cancilleres americanos / 253El método en los estudios universitarios / 261El divorcio de extranjeros en la República Dominicana / 265De Legislación Obrera. La nueva Ley de Salario Mínimo / 273De Legislación Obrera. La Ley de Vacaciones /283

relatos y cuentos

El cementerio de Pere Lachaise. La ciudad jardín de los que fueron, en el bullicio del París actual /291Bordeando el Lago Enriquillo / 297Río Ozama, aguas arriba / 303Cuando la luna riela en Samaná / 309El martes comenzaron las clases / 315

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Cinco leyendas del trópico• ElBahoruco.LeyendadelLagoEnriquillo / 319• TormentaenHaina.Leyendadelasruinas de Engombe / 330• Beltza,piratayenamorado.Leyenda de la bahía de Samaná / 343• Elprecipiciomaldito.Leyendadelsalto de Jimenoa / 363• Tamboresenlamanigua.Leyenda del río Ozama / 372Blak-out en la Avenida / 383El ciclón que no vino / 387Visión fugitiva / 391Amanecer en Sans Souci / 393

reseñas a obras

Las sociedades comerciales en la República Dominicana, de Antonio Tellado / 399La Audiencia de Santo Domingo. El libro del profesor Malagón y la investigación nacional / 403

temas vascos

Iparraguirre, el bardo romántico / 409Los vascos en la República Dominicana / 415El Irrintzi vasco en la noche tropical / 419Los vascos en la Audiencia de Santo Domingo / 423

índice de artículos Publicados / 435índice cronolóGico / 441biblioGrafía General / 445índice onomástico / 447

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Presentación de los libros del 70º aniversario del exilio español

Desde hace varios años el Archivo General de la Nación y la Comisión Permanente de Efemérides Patrias vienen colaboran-do en una serie de proyectos conjuntos. Dentro de este marco de cooperación interinstitucional se inscribe también la edición de diversos libros que presentamos con motivo del septuagésimo aniversario del comienzo del exilio español, tras el final de la Guerra Civil Española de 1936-1939.

La conmemoración de la llegada a la República Domini-cana de miles de ciudadanos españoles, a partir de noviembre de 1939, resulta una ocasión propicia para subrayar el aporte de estos refugiados a los más variados sectores de actividad de nuestro país: desde el agrícola hasta el cultural en toda la amplia gama de sus manifestaciones. En efecto, la obra de investigación y creación que llevaron a cabo los exiliados españoles, pese a las limitaciones existentes en un medio tan complicado como el dominicano de aquel entonces, merece ser puesta en valor a fin de que las generaciones más jóvenes conozcan el rico in-tercambio que se produjo entre dominicanos y españoles. Este flujo bidireccional significó un aporte muy considerable para la modernización de la sociedad dominicana, que por su parte dio lo mejor de sí misma para contribuir a aliviar el duro trance por el que atravesaban los republicanos, que sufrían al mismo tiem-po las secuelas de su derrota en la Guerra Civil y el desarraigo del exilio en una tierra lejana.

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Con tal motivo, el Archivo General de la Nación y la Comisión Permanente de Efemérides Patrias, en colaboración con el Gobier-no de España, estiman necesario ahondar en el trabajo de algunos intelectuales españoles que se establecieron entre nosotros durante una etapa más o menos prolongada, y cuyo legado en buena medi-da se encuentra disperso en revistas o monografías de difícil acceso. Esta labor de recuperación y conocimiento de nuestra memoria histórica constituye un elemento indispensable en el desempeño de ambas instituciones, cuyo fin principal consiste en la conservación y difusión del patrimonio cultural de todos los dominicanos.

Por consiguiente, este conjunto de libros cumple la doble misión de cubrir una laguna de nuestro pasado común y saldar una deuda de gratitud para con aquellos autores que nos brinda-ron su saber con un rigor científico y una honradez intelectual que los convierten, aún hoy en día, en un ejemplo que tratamos de emular. No es tarea fácil seleccionar de entre ellos un grupo que represente a esos miles de exiliados españoles que se vieron obligados a abandonar su país e iniciar una nueva vida a este lado del Atlántico. Además, los nombres escogidos deben ser suficientemente diversos entre sí, para que de ese modo puedan reflejar la heterogeneidad propia de un colectivo tan amplio des-de el punto de vista numérico, como múltiple en las expresiones de las personas que lo integraban.

Así pues, se ha decidido incluir en el catálogo de publica-ciones del Archivo General de la Nación obras de la autoría de, o que versan sobre, figuras de la relevancia de María Ugarte, Vicenç Riera Llorca, Malaquías Gil, José Almoina, Jesús de Ga-líndez, Javier Malagón Barceló, Constancio Bernaldo de Quirós, Gregorio B. Palacín Iglesias y J. Forné Farreres. Con la edición de estos trabajos, varios de los cuales ya forman parte de nuestra colección general, deseamos rendir un sincero y merecido home-naje de agradecimiento y admiración hacia la importante labor desarrollada por muchos hombres y mujeres del exilio español en la República Dominicana, así como en el resto de América y en todo el mundo.

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Vida y obra de Jesús de Galíndez Suárez

Jesús de Galíndez Suárez fue uno de los ciudadanos espa-ñoles que, tras la derrota de los republicanos españoles por las fuerzas franquistas, en 1939, se vieron precisados a abandonar su país.

Galíndez nació en Madrid, el 12 de octubre de 1915.1 Su ma-dre, de origen asturiano murió siendo él aún un niño. Su crianza quedó bajo el cuidado único de su padre, don Jesús, oftalmólogo que ejercía en Madrid, quien lo internó desde muy joven en la escuela de jesuitas Nuestra Señora del Recuerdo, en el munici-pio de Chamartín de la Rosa, en Madrid, donde desarrolló los hábitos del estudio. Con el tiempo, su padre se casó en segundas nupcias y procreó a su medio hermano Fermín, quien siguió los pasos de su padre y se graduó de oftalmólogo.

Como don Jesús había nacido en el País Vasco, en Amurrio, en la provincia de Álava, toda la familia pasaba las vacaciones allí, y con el transcurrir de los años Galíndez se fue encariñando con el pueblo paterno, al extremo que sentía ser vasco.

Su actividad literaria se inició en el 1933, con tan sólo 18 años de edad, cuando escribió La muy noble y muy leal tierra de Ayala, su señorío y su fuero, y al año siguiente publicó otras dos obras sobre

1 Nota del compilador (N/C). Algunos autores afirman que Jesús de Galíndez nació en el País Vasco, en Amurrio, la tierra de su padre y de su abuelo que fue veterinario del pueblo, además de alcalde.

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Derecho Penal: La Legislación Penal en Vizcaya y Psicología-herencia-delincuencia infantil. Más tarde, durante la guerra, escribió unos ensayos poéticos con el título de Ensueños, que, según Vicente Llorens, demuestran que ese género no era su fuerte.

Ya en la universidad, Galíndez se inclinó por las leyes, licen-ciándose en Derecho en la Universidad Central de Madrid, en 1936. Su tesis, El caserío vasco, fue Premio Nacional de Licencia-tura. Tan pronto se licenció, en el mismo centro de estudios fue profesor ayudante en la cátedra de Derecho Civil, dirigida por el republicano Felipe Sánchez Román.

No obstante realizar sus estudios universitarios en Madrid, mantuvo una relación cercana con el pueblo paterno, y fue allí donde entró en contacto con el nacionalismo vasco. Comenzó a participar en las actividades del Euzko Ikasle Batza (Agrupación de Estudiantes Vascos), y a partir de 1932, es decir a los 17 años de edad, se vinculó al Partido Nacionalista Vasco (PNV). Cuando en 1936 se inicia la Guerra Civil, desempeñó un cargo de asesoría jurídica en Madrid, como miembro del referido partido, además de laborar en la Sección de Presos y Desaparecidos, donde desa-rrolló una intensa labor humanitaria, al localizar una multitud de desaparecidos, lograr la libertad de muchos detenidos y dotar de documentos a ciudadanos que deseaban salir de España.

También colaboró con el ministro de Justicia, Manuel de Iru-jo, y fue nombrado por este como asesor de la Dirección General de Prisiones, posición desde la que continuó su labor humanita-ria: a pesar de mantenerse siempre comprometido con el lado republicano, logró sacar a muchos ciudadanos de las «checas»; en otra ocasión evitó que fuera fusilado un soldado republicano que se había disparado intencionalmente en la mano, por lo que era considerado desertor, y manifestó que «nadie tenía el derecho de ser héroe».

Cuando se constituyó el Gobierno vasco, en otoño de 1936, contribuyó a la movilización de los vascos que estaban en Madrid, y fue nombrado jefe de la Guardia del Partido Nacionalista de Madrid (PNM), donde las milicias vascas lucharon y defendieron con heroísmo esa ciudad.

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En Madrid, durante la guerra, conoció al ministro domini-cano César Tolentino Rojas, quien le sugirió la posibilidad de emigrar a Santo Domingo, en caso de ser necesario.

En septiembre de 1937 se trasladó a Aragón, e ingresó como oficial del Cuerpo Jurídico en la 142 Brigada Mixta Vasco-Pirenaica, llamada luego 142 Brigada, de la 32 División, del XI Cuerpo del Ejército. En ese cuerpo permaneció y combatió hasta que finalizó la guerra, al caer el frente catalán.

Tras la derrota de los republicanos y la orgía de muertos desarrollada por el ejército franquista, el 10 de febrero de 1939 cruzó la frontera con Francia por La-Tour-de-Carole, junto a otros compañeros combatientes vascos. Fueron conducidos por el ejército de ese país a Bourg-Madame y luego recluidos en el campo de concentración de Vernet-les-Bains, donde Galíndez permaneció por siete meses. Logró escapar y llegar a Burdeos, donde realizó gestiones para exiliarse en un país:

[…] en que no existiera la masa de refugiados en la que sobraban personalidades que me hubieran dificultado abrirme camino; por eso busqué desde el principio un país pequeño a donde no se dirigiera la riada de refu-giados y pudiera actuar por mí mismo, para bien o para mal. Pensé en la República Dominicana y Paraguay, por haber conocido a sus representantes diplomáticos en Madrid durante el sitio; no pude localizar al en-cargado de Negocios paraguayo, pero en una de mis aventuras por Francia en el año 1939 encontré todas clases de facilidades en el cónsul dominicano de Bur-deos, Narciso Félix (q.e.p.d.), a cuya memoria siempre estaré agradecido; yo fui a la República Dominicana como abogado, aunque trabajé luego en muchas otras actividades, pero siempre relacionadas con mi cam-po profesional. Lo que yo no podía sospechar en el verano de 1939 fue el subsiguiente «descubrimiento» de la República Dominicana por el SERE [Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles] y los agudos

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problemas que la inmigración masiva produjo, preci-samente lo que yo quería evitar no yendo a México u otros países en boga entonces.2

Su anhelo de protagonismo individual fue frustrado debido a las maniobras del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo Molina, quien había proclamado la «política migratoria huma-nitaria» en un esfuerzo por disipar el escándalo internacional creado por el genocidio de miles de haitianos en la zona fron-teriza dominicana en 1937. Unos 4,000 refugiados republicanos españoles se acogieron a esa política migratoria.

Desde Europa viajó a Nueva York y allí embarcó hacia Santo Domingo en el Borinquen. Viajaba solo, sin ningún compañero de exilio. Llegó a Santo Domingo el 28 de noviembre de 1939, según consta en la «Relación de pasajeros entrados del extranje-ro durante el mes de noviembre de 1939» y en la «Solicitud de permiso de residencia», ambos documentos de la Secretaría de Estado de lo Interior y Policía. No obstante a este dato fidedigno, Galíndez plantea en La Era de Trujillo que llegó al país el 19 de noviembre.3 Al inicio de su estadía en Santo Domingo, soltero y con 24 años de edad, vivió en la casa de quien había sido su profesor en la Universidad Central de Madrid, Alfredo Matilla, que vivía con sus padres, esposa y sus dos hijos.

En Santo Domingo Galíndez inicialmente se desempeñó como taquígrafo: tomaba los cursos y conferencias de otros profe-sores y los vendía a los estudiantes. También prestaba servicios de redacción en las tesis de los estudiantes universitarios. Finalmente consiguió se le asignaran cátedras en la Escuela Diplomática y Consular del Departamento de Relaciones Exteriores, donde fue profesor de Ramfis Trujillo y devengaba un sueldo de RD$100.00/mes. Fue además secretario del Instituto de Legislación Americana Comparada de la Universidad de Santo Domingo y, en su último

2 N/C. Jesús de Galíndez, La Era de Trujillo, Editora Cole, Santo Domingo, 1999, p. 264.

3 N/C. Ibídem, p. 69.

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trabajo en el país, fungió como asesor legal del Departamento de Trabajo y Economía, hasta fines de enero de 1946, con un sueldo de RD$150.00/mes. En esta posición colaboró en la confección de algunas leyes y entró en contacto con sectores sindicales, por lo que se ha especulado que estuvo involucrado en el intento de huelga azucarera que se produjo a fines de 1945.

Paralelamente a esos trabajos, Galíndez investigaba y escribía. Durante su permanencia en el país escribió La aportación vasca al Derecho Internacional (Buenos Aires, 1942), Los vascos en el Madrid sitiado (1945) y su gran aporte al Derecho Internacional Privado Principales conflictos de leyes en la América actual (1945).

En esta obra están incluidos una serie de artículos aparecidos en revistas y periódicos tales como Cosmopolita, Anales de la Universidad de Santo Domingo, Revista Jurídica Dominicana, Juventud Universitaria, Clío, La Nación y Por la República, algunos referentes al tema matrimonial, que lo convierten en el tema mejor estudiado por este autor. Tam-bién relata experiencias personales que tuvo durante la Guerra Civil Española, como cuando le tocó dirigir un pelotón de fusilamiento en Torralba; en otros comenta visitas que realizó por el interior de la República Dominicana, algunas en forma de cuentos; y, por su-puesto, dado su nacionalismo vasco bien arraigado, con frecuencia se referían a costumbres del País Vasco.4

A propósito de la celebración del centenario de la indepen-dencia en el 1944, Galíndez, con su trabajo «El Bahoruco. Leyen-da del lago Enriquillo», ganó el primer premio en el concurso literario. Más tarde, este trabajo constituyó el primer capítulo de su obra titulada Cinco leyendas del trópico, la cual está incluida también en esta recopilación, impresa en el mismo año con una portada de otro republicano español, José Gausachs.

Galíndez fue también un brillante conferencista. El 14 de noviembre de 1941 dictó en la Universidad de Santo Domingo una conferencia titulada «La crisis de la propiedad»; el nutrido

4 N/C. Es importante especificar que los números y fechas de los artículos aparecidos en la revista Cosmopolita pueden estar errados, debido al deterioro de las mismas y a sus páginas dispersas.

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público asistente la ponderó muy favorablemente por el domi-nio del tema.5 En Santiago de los Caballeros, en los salones de la Sociedad Amantes de la Luz dictó, entre otras, la conferencia «Gernika, suntuario de la democracia».

Su última conferencia en el país, dictada el 16 de diciembre de 1945, fue como una despedida subversiva, titulada «La quin-ta columna se bautizó en Madrid. Anécdotas y comentarios de una nueva especie jurídica»; presentada por don Julio Postigo, contó con un nutrido público, en el que se encontraban altos funcionarios del Estado, jefes de misiones diplomáticas y desta-cados intelectuales. Según él mismo relata en La Era de Trujillo, el contenido de la conferencia le valió una reprimenda de la Consultoría Jurídica de la Presidencia de la República «por estar creando un serio problema al Gobierno».6

Desde el 14 de marzo de 1940, cuando se constituyó la Dele-gación Vasca en la República Dominicana, fue nombrado secre-tario, lo que fue ratificado por José Antonio Aguirre, presidente del Gobierno vasco en el exilio, cuando visitó el país en octubre de 1942. También fue tesorero del área de América Latina para el Gobierno vasco en el exilio, por lo que manejaba mucho dine-ro y lo hacía con la mayor escrupulosidad. Aguirre manifiesta en una carta lo siguiente: «La integridad y la honradez de Galíndez están a salvo de cualquier duda. Su escrupulosidad y actividad han sido ejemplares, y por esta razón Galíndez ha podido contar y puede contar todavía con mi confianza total y absoluta. Sus cuentas han sido siempre rigurosamente exactas y no ha hecho nada distinto de las órdenes que se le han impartido».7

El Partido Nacionalista Vasco consideraba que su militan-cia debía ser beligerante contra el fascismo internacional, y se planteó colaborar con los servicios de información de Estados Unidos, en el entendido de que así ganarían el apoyo de ese país

5 N/C. Periódico Listín Diario, 15 de noviembre de 1941.6 N/C. J. de Galíndez, La Era…, p. 206, y periódico La Nación, del 17 de di-

ciembre de 1945.7 N/C. Cándido Gerón, Informe y documentos del caso de Jesús de Galíndez, Santo

Domingo, 2008, p. 108.

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para derrocar a Franco. De acuerdo con ese lineamiento, por instrucciones de José Aguirre, Galíndez pasó a ser el informante confidencial DR-10 del Federal Boureau of Investigations (FBI); posteriormente cambió de código para ser el agente Rojas 580-85, con el fin de colectar y reportar todos los datos de inteligen-cia que pudiera sobre los nazis, comunistas, falangistas y fascistas en el país, reportándose al agente del FBI en Santo Domingo, Clement J. Driscoll. A pesar de que era un demócrata, el FBI admitió que Galíndez era reticente a señalar sus compatriotas comunistas, pero en realidad Driscoll más tarde desmiente esto último al referir que Galíndez: «[…] ha suministrado informa-ción de valor y confiable, relativa a todos los diferentes tipos de refugiados españoles, incluyendo comunistas, así como sobre los falangistas y no titubea en dar la información que tuviera relativa a actividades comunistas. Se le considera una fuente valiosa de información con referencia al Partido Comunista».8

Driscoll refiere también que:

El contacto con este informante se establece única-mente bajo las más discretas circunstancias. La comu-nicación se efectúa una vez a la semana, normalmente los viernes por la tarde, en un lugar y hora previamente acordados. Este lugar por lo general es un sitio aislado y el contacto se realiza cuando anochece. El informan-te es recogido en un automóvil y frecuentemente se le entrevista mientras se conduce por las carreteras más desiertas en las afueras de Ciudad Trujillo. Nunca se puede establecer el contacto llamándolo a su residen-cia o al Ministerio de Asuntos Exteriores. En las ocasio-nes en que sea urgentemente necesario comunicarse con él, durante los días de trabajo, el informante pue-de ser localizado a las seis de la tarde, a la entrada del

8 N/C. Bernardo Vega, La migración española de 1939 y los inicios del marxismo-leninismo en la República Dominicana, Fundación Cultural Dominicana, Santo Domingo, 1984, p. 47.

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café Hollywood en la calle El Conde. Como se trata de un individuo extremadamente regular en sus hábitos, él llega siempre a ese lugar, diariamente, a las seis de la tarde, aproximadamente, y estaciona su motocicleta frente al Hollywood. El contacto deberá establecerse en ese lugar, dentro de las circunstancias, en la forma más discreta posible.9

Para cumplir con sus responsabilidades de agente del FBI, Galíndez disponía de cuatro sub-agentes que le suministraban informaciones, uno en Santo Domingo, uno en San Pedro de Macorís, que era oficial del Ejército Dominicano, otro en Sabana de la Mar y el último en Montecristi.10

En sentido general, todas las personas que tuvieron trato con él expresan una valoración positiva. Era simpático, capaz, con-versador y, curiosamente, siempre estaba presente en todos los acontecimientos y actos sociales dominicanos. La republicana española María (Lily) Bernaldo de Quirós de Cassá, manifestó al autor:

en honor a la verdad, cuando nos enteramos, después de su muerte, que era un agente del FBI fue una gran sorpresa, pues nunca trató de sacarnos informaciones políticas ni a mí, ni a mi padre Constancio Bernaldo de Quirós, ni a mi esposo José Cassá Logroño, con quien inclusive realizó viajes al interior de la isla, como el que hicieron a la bahía de Samaná junto a un grupo de profesores y estudiantes universitarios, en visita de estudio y placer.11 Lo que sí nos ocasionaba extrañeza era que al poco tiempo de estar en el país se compró una motocicleta para transportarse, lo que para los

9 N/C. Manuel Vásquez Montalbán, Galíndez, Editora Taller, Santo Domingo, 1990, p. 302.

10 N/C. B. Vega, La migración española..., p. 47.11 N/C. La excursión a Samaná fue del 9 al 14 de abril de 1941, y el jueves 10,

en la noche, Galíndez dictó una charla literaria.

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exiliados, debido a la situación económica que atrave-sábamos, era algo casi imposible.12

Frente a esa percepción, generalizadamente positiva, contras-ta la enemistad que lo enfrentó con su compañero de exilio José Almoina. Todo parece indicar que la enemistad se suscitó cuando laboraba en la Escuela Diplomática y Consular, momento en que Galíndez recibió instrucciones de Almoina, quien a su vez las ha-bía recibido de más arriba, para que se reprobara el estupendo examen que había presentado la novia de entonces de Galíndez, Rosa Báez López Penha.13

Evidentemente su trabajo de agente del FBI lo desarrolló bien, pues nadie lo supo hasta luego de su muerte, cuando el detective Anthony Bouza, del Departamento de Policía de Nueva York, encontró en el fondo de la chimenea de su apartamen-to un documento firmado por el agente Rojas, que informaba sobre encuentros entre exiliados dominicanos: quiénes estaban, cuántos había, sobre qué se habló, qué dijo cada uno, etc.

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, ya con facilidades para viajar de un país a otro, Galíndez marchó a Nueva York el 31 de enero de 1946.14 Al igual que muchos otros españoles republicanos, buscaba países donde reinaran más libertades y donde existieran mayores oportunidades de empleo. En Nueva York siguió colaborando con la delegación del PNV, dirigida por Antón Irala, que consiguió la condena del régimen franquista por parte de las Naciones Unidas.

Desde su llegada a Estados Unidos trabajó principalmente como periodista; entre sus artículos destaca el escrito sobre la vida de los puertorriqueños en Nueva York. Puesto que dominaba

12 N/C. Información suministrada al compilador por María (Lily) Bernaldo de Quirós, en septiembre del 2009.

13 N/C. Con Rosa Báez, en Santo Domingo, estableció un negocio de venta de árboles de navidad, y luego otro de venta de caramelos. Galíndez realizaba los repartos en su motocicleta.

14 N/C. J. de Galíndez, La Era..., p. 96. Algunos autores indican que partió de Santo Domingo el 13 de febrero.

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perfectamente el francés y perfeccionó rápidamente su inglés, en ocasiones se desempeñaba como intérprete, como cuando José Giral, presidente del gobierno republicano, fue recibido en la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Radicado ya en Estados Unidos, en 1947, escribió Derecho vasco, publicado en Buenos Aires, y junto con Gordon Ireland escribió Divorce in the Americas, que fue publicado en Búfalo. En ese mismo año con la obra La Revolución Francesa repercute en Euzkadi, consiguió el primer premio en el II Congreso de Escri-tores Vascos.

Otras obras de este autor fueron: El divorcio en el Derecho Com-parado de América (México, 1949); Estampas de la guerra (Buenos Aires, 1951); La inestabilidad constitucional en el Derecho Comparado de Latinoamérica (México, 1952); Nueva fórmula de autodetermina-ción política de Puerto Rico (Puerto Rico, 1953); Iberoamérica. Su evolución política, socio-económica, cultural e internacional (Nueva York, 1954).

También en Estados Unidos se destacó como conferencista. En 1949 dictó una conferencia en la Universidad de Columbia, sobre los vascos y América; posteriormente fue contratado para impartir conferencias en la Universidad de Princeton, que pro-vocaban entusiasmo por parte de los estudiantes, y en 1951 la Universidad de Columbia lo contrató para impartir las cátedras de Derecho Público Hispanoamericano y de Historia de la Ci-vilización Iberoamericana, a las que asistía un gran número de alumnos que lo respetaban y apreciaban. Laboró para los pro-gramas radiales de La Voz de América y colaboraba en El Diario de Nueva York.

Tan pronto llegó a Estados Unidos, Galíndez comenzó a cri-ticar al régimen trujillista, por lo que en el otoño de 1946 el Con-sulado dominicano le suprimió el permiso de entrada al país. De inmediato comenzó a impartir conferencias y a publicar artículos en los que criticaba la dictadura trujillista, como en la revista vasca en el exilio (París) Eurosko-Deya, en el 1947; la revista cubana Bo-hemia, en el artículo titulado «La opereta bufa de Trujillolandia», aparecida el 20 de julio de 1952; en el periódico Quisqueya Libre,

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editado en La Habana por los exiliados dominicanos; en la revista Elite, publicada en Caracas; en la revista Boletín del PRD editada en Nueva York en marzo de 1954, en el artículo «En la independen-cia de la República Dominicana»; en la revista Alderdi de marzo de 1954, y en Cuadernos Americanos de marzo de 1955, en el artículo «Un reportaje sobre Santo Domingo».

Un ejemplar de la referida revista Bohemia le fue entregado a Ramfis por el Servicio de Inteligencia de la Aviación; el artículo trataba el tema de la bastardía de Ramfis, como lo hizo en su tesis doctoral La Era de Trujillo en la que plantea que el «hijo mayor de Trujillo; nació en el año 1929, cuando su madre estaba casada con un cubano que lo desconoció como hijo, subsiguientemente Trujillo le reconoció como tal; siendo todavía hijo adulterino y estando casado su padre con la segunda esposa».15 Ramfis, con un ejemplar de la revista en la mano, cuestionó a Trujillo dicién-dole «¡Dime qué hay de cierto en esto!». Este incidente le causó al dictador un distanciamiento con su hijo más querido, que Trujillo nunca perdonó; en adición, parece haberle generado a Ramfis problemas psiquiátricos que nunca pudo superar.16 Por si fuese poco, Galíndez frecuentemente participaba en piquetes y mesas redondas, acompañando a los exiliados dominicanos en su afán por desenmascarar a Trujillo. Galíndez, pues, se había convertido en un gran problema para el dictador.

A principio de 1955 Trujillo se enteró que Galíndez prepa-raba su tesis doctoral, y que el tema era sobre su régimen, por lo que le hizo ofertas económicas a cambio de la entrega de la misma. Para mediados de año, Galíndez ya había concluido las 700 páginas de su tesis, Trujillo´s Dominican Republic, una magnífi-ca obra sobre una de las dictaduras más férreas. La investigación, documentada con entrevistas y los periódicos de la época, que consultó durante semanas en la Biblioteca del Congreso, hacía serias acusaciones sobre malversación de fondos, inmoralidad

15 N/C. J. de Galíndez, La Era…, p. 248.16 N/C. Víctor A. Peña Rivera, Trujillo, historia oculta de un dictador, Madrid,

1977, pp. 167-168.

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sexual, enriquecimiento ilícito y nepotismo por parte de Truji-llo, además de insistir sobre la bastardía de Ramfis, por lo que el dictador se preparaba para secuestrarlo y llevarlo ante su presencia.

Para ello, a fines de año contrató a una joven para que lo sedujera y pudiese averiguar sobre la tesis, conocer sus movi-mientos y contribuir con el secuestro. Se trataba de Gloria Este-banía (Gogi) Viera Marte, quien fue vista en reiteradas oportu-nidades con el republicano español Félix (El Cojo) Hernández Márquez,17 un espía de Trujillo. El Cojo visitó a Galíndez el 22 de noviembre, día siguiente a la presentación de la tesis en la universidad, indicándole que Trujillo conocía la existencia de la obra, y lo volvió a visitar el 8 de enero y luego el 16 de febrero de 1956. Cansado del asedio, Galíndez lo amenazó con llamar a la policía.18 La tesis finalmente fue aceptada por la universidad el 27 de febrero de 1956.

La desaparición de Galíndez se produjo el 12 de marzo de 1956, con 41 años de edad. Luego de terminar su clase de Derecho Internacional, en el salón 307 del edificio Hamilton, del Departa-mento de Español de la Facultad de Estudios Generales, de la Co-lumbia University, a las 8:45 de la noche, su alumna Evelyn Lang lo llevó para que tomara el metro en la calle 57, Esq. 8va Avenida, en Manhattan, para retornar a su apartamento, ubicado en la Quinta Avenida Núm. 30, de Greenwich Village, Apt. 15 F. Todo parece indicar que Galíndez compró el periódico de ese día durante el regreso a su hogar, pues fue encontrado en el apartamento cuan-do la policía lo revisó, lo que indica que llegó allí y que de alguna forma lo hicieron salir para secuestrarlo. Fue sedado por el doctor

17 N/C. Este señor utilizaba diferentes nombres falsos y uno de estos era Jesús o Francisco Martínez Jara, o el Sr. Velázquez. El Cojo era un antiguo estudiante de medicina, que había sido secretario particular de Millan Astray y de Fran-cisco Franco durante la legión, y luego fue infiltrado en el Servicio de Inte-ligencia del ejército republicano. Se fue al exilio como agente provocador, dispuesto a realizar cualquier tarea que le asignara la dictadura española, y una de estas fue ponerse al servicio de Trujillo en el año 1955.

18 N/C. Bernardo Vega, Almoina, Galíndez y otros crímenes de Trujillo en el extranjero, Fundación Cultural Dominicana, Santo Domingo, 2001, pp. 83-86.

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Miguel Rivera, y transportado al aeropuerto de Linden, en Nueva Jersey, donde esperaba una avioneta que pilotaba el joven norte-americano de 21 años, Gerald Lester Murphy,19 nativo de Eugene, Oregón; el vuelo hizo escala para abastecerse de combustible en el aeropuerto de Zahn’s, en Amityville, Long Island, mientras otros refieren que fue en Miami donde los secuestradores simu-laron que transportaban a un enfermo terminal con cáncer, para que visitase a su madre por última vez. El vuelo prosiguió hasta Montecristi, donde esperaba el capitán Octavio de la Maza con una ambulancia para conducirlo a Dajabón, y desde allí, en otro avión, a Santo Domingo, para presentarlo ante el propio Trujillo. Se supone que, luego de interrogarlo y torturarlo hasta la muerte, su cadáver fue lanzado al mar.

Después de la desaparición de Galíndez, el gobierno trujillis-ta lanzó un sin número de calumnias para manchar su nombre y desinformaciones para tratar de desligarse de la desaparición, a la vez que la restaba importancia.20 En sentido contrario, en el entorno internacional se alzaron prestigiosas voces de elogio de la figura de Galíndez, como Indalecio Prieto y Pablo Neruda, quien le dedicó la poesía «Desaparece un profesor».

Los que intervinieron en el secuestro fueron poco a poco eliminados por órdenes de Trujillo. Una persona que había abastecido el avión de combustible en el aeropuerto y que había

19 N/C. Nació el 21 de julio de 1933. Vino al país en abril de 1956 y trabajó como piloto de la Compañía Dominicana de Aviación (CDA), cargo al que renunció el 17 de noviembre del mismo año, para casarse con la azafata de Pan American Airways, Rally Caire, y radicarse en los Estados Unidos. Algunos días después del secuestro, Murphy regresó a Miami y compró en efectivo, en US$3,412.00, un convertible marca Dodge. Ver C. Gerón, Informe y documentos…, pp. 18-19 y 248.

20 N/C. Por ejemplo, ver el periódico El Caribe, 31 de mayo de 1956. Joaquín Balaguer, siendo secretario de la Presidencia, indicaba que «Galíndez es personalmente un bandido y políticamente un comunista» y añadía que en España, durante la guerra, «Galíndez ejecutó once obispos españoles» y daba los nombres de estos. En una carta de Morris L. Ernst, enviada a Otto Vega el 13 de marzo de 1959, hacía referencia de que Galíndez estaba envuelto en la venta de armas a Nicaragua. Ver Fondo Presidencia del Archivo General de la Nación (AGN).

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manifestado que en la cabina del avión había un hombre apa-rentemente dormido y que emanaba un raro olor, murió de un infarto antes de hacer declaraciones oficiales. El Cojo fue asesi-nado luego de aterrizar en Ciudad Trujillo, en un viaje rumbo a Venezuela, lo cual fue disfrazado con un accidente automovilísti-co ocurrido en agosto de 1956; su cadáver nunca fue entregado. Gloria Viera fue asesinada, con 21 años de edad, y se justificó su muerte, también, con un simulacro de accidente automovilístico cercano a Villa Altagracia; se la encontró muerta sola dentro de un auto, a pesar de que no sabía conducir. Su muerte se produjo doce días después de haber dado a luz a Manuel, quien en la ac-tualidad dice ser hijo de Galíndez,21 mientras que otras versiones lo presentan como hijo de El Cojo.22 El médico Miguel Rivera se «suicidó» al ingerir una pastilla de cianuro. El coronel Salvador Cobian Parra, jefe del Servicio de Inteligencia en 1956, fue asesi-nado a tiros en su despacho. La esposa del editor chileno de La Era de Trujillo sufrió un atentado en Los Ángeles. A otros, como el sacerdote Oscar Robles Toledano y el general Arturo (Navajita) Espaillat, se les puso impedimento para viajar a Estados Unidos, pues los implicaban con la desaparición.

El caso que más revuelo suscitó fue la desaparición, el 3 de diciembre de 1956, del piloto Gerald Lester Murphy, cuando pretendía abandonar el país para contraer matrimonio en Esta-dos Unidos. En vista de su obvio asesinato, sus padres acudieron al congresista Charles Porter, y este al Departamento de Estado de Estados Unidos. Se iniciaron los cuestionamientos y presiones sobre Trujillo. Para librarse de responsabilidades, se procedió a acusar a Octavio de la Maza de haber asesinado a Murphy, tras una pelea, supuestamente porque le hacía proposiciones homo-sexuales. Encarcelado De La Maza, se aparentó su suicidio el 7 de enero de 1957.

El caso de Murphy provocó una fuerte polémica en Estado Unidos. Según el congresista Charles Porter, varios congresistas

21 n/c. revista ¡AhorA!, Núm. 131, 9 de mayo de 1966.22 N/C. Revista Time, 11 de febrero del 1957.

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norteamericanos se confabularon con Trujillo en el tema de la desaparición, «quienes, por un precio, están dispuestos a pasar por alto o ignorar los aspectos poco agradables de la dictadura». Se refería a personajes como el republicano por Pennsylvania, James Fulton, y el republicano de Kentucky, John M. Robsion Jr., quienes no perdieron tiempo para desaprobar el ataque de Por-ter a una nación «amiga». Porter también mencionó un conjunto de oficinas de abogados que representaban a Trujillo en Estados Unidos, como Franklin D. Roosevelt Jr. y a Charles Patrick Clark, «con unos honorarios anuales de $60,000»; «Cummings, Sellers, Reeves y Conner (en Washington) por $2,000 al mes; Joseph Ge-rald Feeney, por $1,500 al mes; y dijo que International Services, Inc., de 1625 Eye St., N.W., recibía $12,500 cada tres meses para gastos de relaciones públicas y servicios».23

Se ha especulado que en el secuestro de Galíndez debió exis-tir una complicidad norteamericana, pues en algunas instancias, como los aeropuertos, las influencias de Trujillo difícilmente lle-gasen por sí solas. Más aún, después del secuestro alguien entró en el apartamento de Galíndez y se llevó importantes documentos y libros de sus archivos; se argumenta que esa acción no hubiese sido posible sin la colaboración de la policía estadounidense. Posiblemente Galíndez sabía demasiado, y podía hacer graves acusaciones. Por ello no sería de extrañar que alguna institución poderosa de Estados Unidos colaborara con todo el episodio, tal y como manifestó Francisco Alberto (Chito) Henríquez Vásquez.24 En adición, el Gobierno estadounidense había cambiado su po-lítica con relación al Gobierno franquista: logrado un entendido para el establecimiento de bases militares en la península ibérica, se dio cabida en la ONU al Gobierno franquista.

El caso Galíndez se mantuvo abierto durante largos años en Estados Unidos, sobre todo por las presiones de la familia del

23 N/C. Artículo del New York Times, 1ro de marzo de 1957, en Fondo Presidencia del AGN.

24 N/C. Documental Galíndez, producción de Igeldo Komunikazioa, S. U. e Im-pala S. A., con la participación de Televisión Española (TVE), producida por Ángel Amigo y dirigida por Ana Diez.

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piloto Murphy. Para tratar de aplacar los ánimos de esa familia, un tribunal dominicano sentenció a un hermano de Octavio de la Maza, en su calidad de albacea del fenecido, al pago de RD$50,000.00 por daños y perjuicios. Después de separar RD$15,000.00 para cubrir honorarios de los abogados, los es-posos Murphy recibieron RD$35,000.00, los cuales depositaron el 28 de marzo de 1957 en el Departamento de Estado, ante el secretario de Estado, John Fuster Dulles, pidiéndole que lo retuviera hasta que se cerrara el caso, pues consideraban que su hijo tal vez estaba vivo.25

El caso fue oficialmente cerrado tras la muerte de Trujillo, el 30 de agosto de 1963, es decir, transcurridos siete años desde la desaparición de Galíndez. El asistente del fiscal de la Corte de Distrito de la Testamentaria de Manhattan lo dio oficialmente por muerto, y entregó las pertenencias de Galíndez a su padre y la suma de US$37,000.00 como indemnización.

Este episodio le costó caro a Trujillo. Además del gasto que significó la compra de asesinos y los sobornos a congresistas nor-teamericanos para que lo defendieran ante la opinión pública, el asesinato de Galíndez motivó numerosas protestas en diferentes países latinoamericanos, y el asesinato de Murphy deterioró las relaciones de Trujillo con Estados Unidos. Antonio de la Maza, hermano de Octavio, fue uno de los principales integrantes del grupo que asesinó al dictador, la noche del 30 de mayo de 1961.

En honor a Galíndez, una de las calles del Ensanche Ozama, en Santo Domingo Este, lleva su nombre.

constancio cassá bernaldo de Quirós

25 N/C. Comunicación del New York Times y New York Herald Tribune, 28 de marzo de 1957, tomada del Fondo Presidencia AGN.

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Quinta renovación de la «Solicitud de permiso de residencia», formulario C-1 de la Secretaría de Estado de Interior y Policía que muestra los datos de Jesús de Galíndez. Ese formulario comenzó a usarse en dicha Secretaría a partir de 1940, para documentar los extranjeros residentes en el país. Fuente: AGN.

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José Aguirre y Jesús de Galíndez en ofrenda ante la estatua de Juan Pablo Duarte, en el Parque Duarte de Ciudad Trujillo, en octubre de 1942. Fuente: AGN.

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Navidades sangrientas

¡Navidad! Fiesta de paz y amor, aniversario del nacimiento de Cristo. Hace 1940 años que en las montañas de Galilea unos pas-tores vieron turbado su sueño por un ángel que les anunciaba la buena nueva: «Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» y en todos los hogares del orbe las familias se agrupan en torno del hogar, mientras las campanas repican gozosas. ¡Navidad!

Faltaba ya poco para la cena. Las mesas de trabajo agrupadas ya en el centro del salón, pese a sus irregularidades presentaban un aspecto halagüeño. Luis, siempre el perfecto ordenanza, se afanaba en un rincón llenando los porrones de vino, mientras Colmenares y los demás colocaban las sillas. De la cocina mon-tada en el zaguán llegaban buenas noticias, y pronto el cordero, cuya adquisición nos costara tantos esfuerzos, estaría en el punto requerido por los improvisados cocineros. Bien se presentaba la noche. Porque además un par de horas antes el cañón había dejado de tronar tras la serranía.

La lucha debió ser muy cruenta durante la jornada. El table-teo de las ametralladoras y el crepitar de las bombas de mano se distinguían perfectamente bajo el retumbar de la artillería. Jayme se rió cuando se lo dije:

—¿Y no escuchaste también el choque de las armas blancas?Pero había estado siempre en retaguardia y no sabía distin-

guir los ruidos del frente. En cambio el instinto de un veterano

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46 Jesús de Galíndez

nunca se equivoca. Aquello era muy serio. Llevábamos ya dos días de ofensiva y las noticias seguían siendo confusas; a última hora nuestros cañones sonaban hacia las alturas de Gualter, pero la fusilería aún se mantenía lejana. Probablemente nuestras líneas resistían. También era ganas de estropearle a uno las Pascuas, iniciando una ofensiva general la víspera de Nochebuena.

—Mi teniente, dos detenidos.Colmenares me extendía un oficio. Eran dos soldados de la

121 Brigada, recuperados cerca de Artesa cuando vagaban por los campos sin armamento. Nos miramos; al cabo de dos años rodando juntos por los frentes de batalla, nos entendíamos sin necesidad de hablar. Y las órdenes del Estado Mayor eran termi-nantes: juicio sumarísimo y fusilamiento inmediato de cuantos «chaquetearan». La sal perdió su alegría y todos los rostros se ensombrecieron. En la puerta, los dos presuntos condenados nos contemplaban como ojos perdidos de agotamiento. El uno, de uniforme destrozado; el otro, de edad madura, vestía aún las prendas civiles.

—Interroga a uno y pásame al otro.Entró el más viejo. De ademanes huidizos, se cuadró con la

torpeza de quien es novato en la milicia. Poyés, da la última quinta llamada a filas, se había incorporado a la brigada quince días an-tes de comenzar el ataque. Hablaba con la ingenuidad de quien ignora estar en peligro; este había quedado lejos, allá en las faldas del Montsech.

Verá Ud. teniente lo que pasó: anoche el capitán nos desper-tó y nos pusimos en marcha; íbamos de uno en uno, deprisa; y pasamos un río, y luego trepamos por unos pinos; yo no sabía dónde nos llevaban, cuando de pronto el teniente va y nos dice: «¡Todos a tierra!», y «pim, pam» empiezan a sonar tiros por todas partes; yo no sabía qué hacer, tenía mucho miedo, la verdad mi Teniente, era el primer día que oía tanto disparo; y entonces el capitán nos gritó «¡Adelante!»; me levanté, pero no veía nada, y vengan más tiros, y oigo a mi lado a uno que grita «¡Ay!», y echo a correr, y me caigo rodando por una ladera; luego tardé mucho en encontrar el fusil, pero lo logré porque ya se veía claro...

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 47

Su relato proseguía entrecortado y sin ilación, entre exclama-ciones onomatopéyicas y comentarios pintorescos. Yo le contem-plaba apesadumbrado. Dos fusilamientos al amanecer del día de Navidad no eran un trago agradable. Y luego aquellas noticias… decididamente la cosa estaba muy grave, nuestra línea había sido rota, había un boquete que intentaron taponar los compañeros de aquel desgraciado, y de su relato se deducía que durante el día habíamos retrocedido bastante. Por eso sonaban ya tan cerca nuestros cañones. Pero había que ocultar la realidad de simular una alegría que había huido de mi espíritu.

—¡A ver ese cordero!...—Quince minutos, mi teniente, y ya está.Busqué al capitán. Tendríamos que constituir el tribunal al

amanecer, después de la fiesta; y más tarde llevar la sentencia al puesto de mando avanzado para que la aprobara Galán… ¡pre-ciosa Nochebuena! Y para final la escena macabra. De esta ya me libraría, una y no más Santo Tomás, pero la nochecita nadie me la quitaba. Dagnino estaba en su habitación, con Jayme el fiscal, y el teniente Vilalta; tenían una botella de coñac, ¿de dónde sa-caría aquel hombre aquellas reservas? Me escancié un vaso, lo necesitaba.

¡Porque las próximas Pascuas las pasemos muy lejos de Pons!...

El brindis se cortó para el angustioso alarido de la sirena. Era la primera noche que sonaba, ya no nos dejaban tranquilos sin las vigilias nocturnas. ¡Malditos! Corrimos a apagar las luces. Un avión se acercaba; venía ametrallando la carretera y en el tejado se escucharon varios chasquidos; después se alejó camino de Oliana. El pueblo semejaba estar muerto, sin una luz, ni un grito; y el silencio medroso, de pronto un gran estruendo. En el piso bajo hubo carreras.

—¿Qué ha sido?—Nada, que nos hemos quedado sin cordero; se ha derrum-

bado parte de la chimenea.El avión retornaba, siempre ametrallando. Cuando dejó de

escucharse su motor, se encendieron las luces. El cordero había

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48 Jesús de Galíndez

quedado inservible y confraternizaba en la sartén con escombros tiznados de hollín. Sólo se había salvado el vino y la minúscula ración de turrón que suministrara la Intendencia. Era inevitable la borrachera.

Nos sentamos a las mesas. Cuando comenzaba a iniciarse la euforia, llegaron más detenidos, hasta quince, todos de la 121 Brigada. Ya no habría fusilamientos aquella noche, eran dema-siados para juzgarlos enseguida, menos mal; pero la catástrofe debía ser de las gordas, tenía que haber huido toda la brigada. Los mandé al preventorio. Momentos después el comisario bai-laba fandanguillos sobre la mesa.

Antes de acostarme me asomé a la ventana. En frente, al otro lado del río, la montaña de Gualter brillaba entre la bruma. Docenas de puntitos oscilantes señalaban la presencia de otras tantas hogueras que reconfortaban los miembros ateridos de los que reposaban a su vera. No eran ¡ay! pastores que aguardaban la buena nueva, eran soldados del pueblo que esperaban el ata-que del enemigo al rayar el día. Y en más de un rostro varonil, endurecido por la intemperie y la pólvora de cien combates, correría en aquellos momentos alguna lágrima pensando en el hogar lejano y la compañera solitaria.

Pensé en los míos, ¿dónde estarían? Era ya la tercera Navi-dad que pasaba lejos de mi hogar, de tumbo en tumbo por los frentes, pero nunca como este 24 de diciembre de 1938 sentí la nostalgia del recuerdo.

Poco a poco el sol fue rasgando la mañana, el cielo refulgía con el celaje de la bruma, y hacia las diez el más deslumbrante de sus azules. Contra mis temores, el cañón no había empezado a tronar, y el frente parecía tranquilo.

En el pueblo, tan silencioso y vacío los días anteriores, resur-gía la vida y animación. Era el día de Navidad, y el enemigo no vendría a romper la santidad de la jornada. Hora sería mañana para tomar precauciones y buscar refugio en los montes, pero sólo hay un día de Pascuas en el año y hay que celebrarlo. Y el pueblo se desperezaba en un afanoso ir y venir de vecinos que apresuraban los preparativos tras los sustos pasados.

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 49

—¿Sabéis lo que os digo? Que a mí no me fastidian y me largo al monte; está pasando una caravana y la aviación nos va a zumbar.

Pintaluba, con su pierna amputada y la gorra de oficial ca-lada hasta las cejas, se alejó con la rapidez que le permitían las muletas. Pero es que era tan cenizo como siempre. Aquel día era de fiesta, y de fiesta sagrada que no ensangrentaría ningún enemigo oro sádico que fuera. Y el cañón seguía silencioso. No, había peligro.

Busqué a Jayme y Vilalta y salimos a la carretera. Una larga caravana estaba detenida bajo los árboles de la alameda. Era una brigada de refuerzos que marchaba hacia Artesa. En algún camión iban cantando algo que no era precisamente villancicos, pero era igual. El sol templaba un poco el rigor de invierno, y el ambiente convidaba al paseo. Pasamos más allá de la estafeta del correo de campaña.

Lo bien que estaría yo ahora en Barcelona con mi mujer y mi pequeño, y que tenga que aguantarme en este poblacho…

Una explosión sacudió al valle. Antes de que sonara la segunda ya estaba tendido contra la cuneta. Jayme y Vilalta corrían hacia el río; estaban locos, porque las bombas caían sin interrupción y no había forma de ver hacia dónde iban los aviones atacantes. Todo el pueblo humeaba, y nuevas columnas surgían hacia el Segre que luego fueron bordeando. ¿Dónde están los aviones? No hay forma de distinguirlos con este cielo tan brillante. Y las bombas siguen avanzando por el río. Y más columnas de humo en el centro del pueblo, esa tiene que ser otra nueva oleada de atacantes, de esta hecha lo reducen a escombros. Dios mío, que pasen pronto. Pero ¿dónde estarán?... Ahí, encima, viene hacia mí, cinco, negro, pesados, buscando su presa en la carretera. Ya han visto la caravana y viene por ella, y estoy al borde de las bom-bas que rasgan los aires, de la ruta. Ya está, el silbido, y esta me toca, estoy en la trayectoria. Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero… ¿dónde meteré la cabeza?, si fuera más honda la cu-neta… ¡Perdón, Dios mío, perdón! Y las bombas siguen silbando ¡cuánto tardan en caer!, pronto, pronto… Y aquel capitán de Correos tendido en el campo, le va a destrozar la metralla, no

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50 Jesús de Galíndez

se ha protegido, pero ya es tarde, no puedo avisarle. Señor mío, Jesucristo, me arrepiento, me arrepiento… Ama de Begoña, am-párame… ¡y las bombas sin terminar de calle! Al fin; pero ha sido lejos, hacia el río, y ya han pasado la carretera las cinco pavas, no han visto la caravana, eran otras tres, las que siguen el curso del Segre. ¡Me salvé! Allá van, y no dan la vuelta, y se pierden sobre Gualter hacia las líneas enemigas; van ahora ligeros, ya han des-cargado y sus tripulantes tienen sin duda prisa para festejar con champán la masacre de un pueblo indefenso.

Mis nervios estaban destrozados. La caravana se puso en mar-cha. Y marché hacia el río en busca de Jayme y de Vilalta; al fin los encontré, llenos de barro; un canalillo les cortó el paso, y se salvaron. Echando maldiciones, regresamos al pueblo; humeaba por todas partes, y los camiones cruzaban bamboleantes entre escombros y llamaradas. El tribunal estaba intacto y la gente a salvo. Abracé a Colmenares, una vez más nos habíamos salvado.

La tragedia pesaba sobre la aldea, un momento antes alegre y optimista. Por doquiera muertos, muchos muertos que cayeron al pie de sus hogares cuando se aprestaban a celebrar la fiesta de Navidad.

¡Navidad! Fiesta de paz y amor, aniversario del nacimiento de Cristo. Hace 1940 años que en las montañas de Galilea el ángel anunciaba el mensaje divino de fraternidad.

¡Navidad!

revista CosmopolitA,núm. 541, 16 de abril de 1941.

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– 51 –

El coro de cosacos del Don, en Ciudad Trujillo.

La canción del desterrado1

Ancho es el mundo, muy ancho; anchas, muy anchas, las rutas del mar. Y en la vasta extensión del universo resuenan las nostálgicas canciones del exilado. En todo tiempo y en todo lu-gar. Porque al cantarlas recuerdan la tierra lejana que llevan en su pecho, y en sus acordes lanzan al mundo la tragedia de quien todo lo perdió. La canción es una forma de protesta, mansa pero desgarradora, y en sus compases lleva girones de una vida y unas ilusiones que algún día tiñeron de rosa los sueños de juventud, y que aún resurgen a veces, porque la desgracia pudo amortiguar-las pero no murieron. Por eso la canción del desterrado suena siempre con algo de mística unción.

Por las calles de Ciudad Trujillo han pasado unos exiliados, que van cantando sus nostalgias. Un día fueron jóvenes y pode-rosos; cosacos de la Rusia zarista, la guardia escogida, con uni-formes que alegraban los ojos de las mozas y palabras audaces

1 N/C. Los cosacos fueron personas que pertenecieron a un antiguo pueblo nómada, guerrero por excelencia y gran amante de la libertad, que se estable-cieron de forma permanente en las estepas del sur de lo que es actualmente Rusia y Ucrania, aproximadamente en el siglo x. Fueron conocidos por su destreza militar y su confianza en sí mismos. Los cosacos del Don formaron el Estado cosaco del Don en Rusia. Durante la época del imperio ruso se unieron a los cosacos del Don numerosos siervos rusos que huían de sus amos, y llegaron a convertirse en una de las principales fuerzas de resistencia contra los bolcheviques durante la Guerra Civil Rusa.

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52 Jesús de Galíndez

que sabían enrojecerlas de emoción; y al galope de sus caballos esparcieron las canciones alegres de la milicia fácil de los tiempos de paz. Las estepas rusas, sobrias e intrigantes, como el pueblo que las habita, sacudían su inercia secular al redoble de las pezu-ñas de los cosacos del Don; sentimientos encontrados de miedo y de ilusión; días de fáciles conquistas, de orgías y festejos, en que fueron amos e impusieron su ley.

Un día el dios Marte despertó y comenzó a jugar con sus esclavos. Los uniformes multicolores se ajaron en las trincheras fangosas y los cantos perdieron su alegría. Huecos mortales diezmaron sus filas. Y a la postre el huracán de la historia los barrió. El exilio se abrió ante sus ojos, aún deslumbrados por la gran explosión. No más bailes ni más orgías. Y el amargo pan del destierro, tan duro de ganar para el que sólo sabe cantar y alegrar los corazones femeninos. Y, sin embargo, también canta-ron. Porque la aventura tiene sus encantos, y cuando se es joven el mundo entero no tiene límites. Y a conquistarlo marcharon con sus canciones, seguros de que al final de la ruta su patria les aguardaba.

Y pasaron los días, y pasaron los años, muchos; y recorrieron las cinco partes del mundo, cantando, sin hallar en su camino la ruta de la patria. Los gallardos cosacos perdieron su juventud. Hebras de plata blanquearon su cabellera, y el pesar grabó su huella en los rostros acostumbrados a mandar. Los recuerdos triunfaron sobre la esperanza; y la visión de las estepas se trocó en fantástica obsesión. La tierra ya no tiene secretos para ellos, palmo a palmo la recorrieron cosechando aplausos y dinero; pero sólo hay una patria en el mundo, la propia. Y los cosacos, perdida su arrogancia de antaño, son hoy simples esclavos que llevan en el alma el secreto de una raza, fatalista y esclava, miste-riosa y sobria. Los cosacos se confunden con el mujic.

Por eso, cuando las luces del escenario capitaleño se os-curecieron y las azules camisolas se recortaron sobre el fondo rojizo del cortinón, el ascetismo de las estepas rusas se adueñó de un público, hijo del trópico, en que la misma tragedia tiene tintes sensuales y la lujuriante vegetación impide la noción de

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la sobriedad. Pero la canción del desterrado tiene el mágico don de hacer sentir su nostálgica tragedia. Y un silencio religio-so puntuó las estrofas de Tschaikowsky y Gretchaninoff.

Sus labios rezaban, y rezaban palabras de penitencia y re-signación. Aquellas frentes marcadas por el peso de los años se elevaban humildes hacia el Señor; sus figuras e hieráticas, ne-gruzcas, sugerían el aspecto de monjes venerables entonando el «Miserere» en gótica catedral, cuando el crepúsculo vespertino va borrando las líneas y alargando las naves; susurros en que a veces se agita una sombra de esperanza cantarina, para ser devo-rada por el coro profundo del fatalismo; el Señor lo quiso, y el esclavo se inclina ante su voluntad, como el mujic ante los iconos de la vieja Rusia de las estepas cubiertas de nieve. Aquellos son los verdaderos cosacos de hogaño, los que perdieron su arrogan-cia y juventud, los que resignados ante el destino y cercanos al fin de su carrera vuelven los ojos al Dios que reverenciaron sus antepasados.

Más tarde, trocaron sus oscuras camisolas por otras de tintes joviales, rojas y blancas, como en los buenos días lejanos. Y las antiguas canciones guerreras, de los tiempos de paz, alegraron sus rostros y enardecieron sus voces; gritos de entusiasmo, sil-bidos, ritmo de galope juvenil; como en las márgenes del Don cuando las mozas salían a las ventanas con sobresaltos de ilusión. Era la nostalgia de la patria y la vida de antaño, que llevan en lo más íntimo del pecho, pero que saben que sólo es un recuerdo, bello porque es amado, amargo porque perdieron la esperanza de recobrarlo; la juventud no vuelve, y la Rusia de antaño se fue para siempre. Por eso sonaban a falso sus risas y bromas; algún día alegraron sus fiestas, y perfume de mujeres las salpicó de fragancia y lozanía; hoy suenan opacas, como el eco de esos grandes salones de los palacios abandonados en que algunos jarrones con flores secas nos recuerdan que algún día abrigaron damiselas y galanes.

Y, sin embargo, era también Rusia; la que llevan en su alma y brota a flor de sus labios. El recuerdo del tiempo en que fueron amos y señores. La ilusión que a veces agita sus pechos. Por eso

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los rostros de algunos, muy pocos, jóvenes nacidos en el destierro, que no conocieron los días pasados y aprendieron la patria en las leyendas y canciones de sus padres, brillaban de optimismo y una franca sonrisa recordaba aquellas otras que en un tiempo elec-trizaron a sus madres y hermanas; era la esperanza de una patria que creen encontrarán algún día en su ruta, en esa ruta por la que van quedando sus padres y amigos. Y en sus danzas ponían el fuego de neófito, del que no conoce todavía el desengaño; como los viejos ponían en los himnos religiosos del comienzo la sabia mansedumbre del que tuvo una patria y un poderío, y sabe que nunca volverán.

Por Ciudad Trujillo ha pasado el coro de cosacos del Don. Hablen los críticos musicales de sus excelencias o defectos. Yo sólo recuerdo la tragedia que encierran sus canciones, canción del desterrado, con nostalgias de una patria, más bella que nin-guna, y fatalismo que la amargura creó. Como la mía, cual mi fatalismo; por eso tan a menudo desgrano también mi canción del desterrado.

revista CosmopolitA,17 de Junio de 1941.

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El pelotari que murió de amor1

Aguinaga era sin disputa el morrosko más fuerte de la compa-ñía. Sus dos metros de altura no se perdían en ridículas hechuras de un moderno Quijote. Ancho, robusto, de músculos de acero; no en balde fue uno de los mejores zagueros del frontón valen-ciano. Pero si en lo físico era un magnífico ejemplar salido de los riscos de Orozko, en lo moral sus sentimientos corrían parejos con los del ingenioso Hidalgo.

Nunca llegamos a sospecharlo. Sabíamos, sí, que estaba ena-morado, enfermedad necesaria en la soledad del frente. Ella, una de las vedettes de moda en el «Tívoli» barcelonés; joven, preciosa, con una voz de esas que si no derriban imperios ayu-dan a gobernarlos; los hombres enloquecían por sus sonrisas, y las noches de triunfo el teatro rejuvenecía sus añejas glorias. Aguinaga se la llevó sin duda por macho, por su corpulencia de atleta, por su tipo varonil, y también por su ingenuidad maravi-llosa. Porque en el fondo eso era Josetxu: un niño, un niño de dos metros de altura y favorito de la vedette de moda, pero niño al fin y al cabo.

Poco antes de la gran ofensiva de marzo había bajado a la ciudad. Cuando le dieron el permiso, balbuceaba de emoción; ni un chiquillo premiado con una caja de bombones hubiera

1 N/C. Pelotari es el nombre que se le da al jugador de la «pelota vasca», tam-bién llamado frontón.

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ofrecido aquella cara plena de satisfacción en que sus dos oron-dos mofletes se rasgaban en una amplia sonrisa. Las bromas llovieron sobre él; pero ni siquiera las más atrevidas hicieron conmover la fe ciega de aquel gigantón con ilusiones de estu-diante primerizo. ¡Iba a verla! A ella, que triunfaba todavía en los salones sacudidos por las sirenas y bombazos de los nuevos tiempos; a ella, que todas las semanas le escribía unas cartas apretadas en que a veces la ortografía y la sintaxis quedaban un tanto mal paradas, pero sabían a gloria a nuestro pelotari, quien las releía una y otra vez cuando en lo alto del camión del sumi-nistro marchaba hacia las posiciones de su diario ajetreo de la Intendencia, a la que le llevaron sus músculos y sus amistades.

El día que regresó a las líneas de Huesca fue un aconteci-miento en la compañía, y ramos silvestres adornaron el catre del feliz enamorado, que durante varios días atronó el pajar con sus intentos de repetir la última canción que popularizara su bella amada, y había que ver los desaguisados artísticos que cometía en su entusiasmo. Después vinieron los días malos del gran ata-que, las jornadas difíciles de la retirada; su camión cayó de los primeros, reventado por una bomba inoportuna, pero Aguinaga se salvó en una cuneta y siguió haciendo enlaces y buscando por llanos y montañas las fuerzas de infantería que cada día volvían a perderse en el gran descalabro. Y al fin la furia amenguó, allá por las márgenes del Segre. Faltaban Goyenetxe y Goiko, el grupo de pelotaris había perdido a dos de sus mejores elementos, pero Aguinaga seguía cantando por las rutas escarpadas del Pirineo una romanza que cada día se alejaba más del original.

Porque la Brigada, una vez rehecha, había sido llevada a cu-brir un sector del Pirineo catalán. Abruptos picachos cortados a pico en inverosímiles precipicios de una maravillosa grandeza, bordeando los cuales se deslizaba un camino de herradura que nuestros ingenieros adaptaban a las necesidades de la guerra. Y la compañía se acantonó en un valle, fertilizado por los to-rrentes de la cordillera, escondido entre robles, en la falda del gran puerto que habían de cruzar todos los días los camiones del suministro. Pueblo idílico, perdido en el silencio secular del

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Pirineo, cuyas casas sin historia, nos hablaban con la muda elo-cuencia de la naturaleza salvaje.

Y en aquel rincón apartado fue donde asistimos impotentes a la romántica tragedia de Josetxu, el gigantón infantil, con dos me-tros de altura e ilusiones de Quijote. Al principio no lo supimos; es verdad que el gran morrosko ya no atronaba con sus berridos los ecos de las montañas, pero lo achacamos a un postrero senti-do artístico que al fin se le había despertado. Hasta que alguien observó por azar que pasaban días y días sin que aquellas cartas apretadas llegaran hasta el pueblecito pirinaico; y Aguinaga no ocultaba su ansiedad cuando el cartero de la Brigada arrojaba al pasar el correo de la compañía; los sobres se repartían con rapidez idéntica a la ilusión con que se rasgaban, pero Josetxu se retiraba por entonces con las manos vacías siempre. De su rostro había escapado la sonrisa que antes lo iluminara, y el camión del suministro había perdido aquella alegría bulliciosa del mutil de Orozko.

Sus labios no expresaban una queja, y sólo sus ojos grandes y claros mostraban la sorpresa de las cosas inesperadas. El silencio, el mutismo de ella, de quien los periódicos de la ciudad seguían narrando los triunfos. Y la compañía comenzó a presentir el dra-ma de aquel corazón de niño, asustado en la inmensidad de un corpachón de gigante.

Al fin alguien, más decidido y conocedor ya de la verdad, aprovechó su permiso para llegar hasta el camerino de la artis-ta. Era la historia de siempre: él en el frente, ella en la ciudad, la monotonía de la separación, un «cerdo» de retaguardia que aprovecha el instante, la traición y el olvido. ¿Para qué increpar su conducta? Era una de tantas. Pero la arrancó la promesa de escribirle contándole la verdad, o mejor, parte de ella; preferible era que supiera lo ocurrido, y buscara un sosiego y compensación en las fáciles aventurillas a que se presta la vida de campaña; todo, menos aquella ansiedad que consumía al pelotari intendente.

Y la carta llegó un día de agosto, cuando Josetxu acababa de regresar de las líneas. Sus ojos brillaron de alegría y con manos temblorosas rompió el sobre; apenas le dejamos leer; conocedores

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de la verdad, quisimos amortiguar con nuestras chanzas la amar-gura de todo fracaso. Y nos equivocamos, porque aún no sabíamos que Josetxu Aguinaga abrigaba un espíritu romántico bajo aquel armazón de atleta. No blasfemó como era usual en tales casos. Guardó silencio, y lo guardó para siempre. En vano quisimos arran-carle el secreto de su angustia, para que al volcarlo en nosotros se fuera evaporando y nuevas ilusiones pudieran penetrar en su pecho ofendido. Guardó celoso su dolor. Y un rictus de profunda amargura selló su cara de luna llena.

¡Pobre Josetxu, víctima de un amor romántico! A los ocho días le enterrábamos en el minúsculo cementerio lamido por los torrentes de la montaña. Porque su espíritu, de moderno Quijote enamorado de una Dulcinea con trinos de ruiseñor y li-viandades de mujer bonita, había arremetido contra los molinos sangrientos de una guerra implacable y traidora que mata en el frente y asesina en retaguardia, y cuando supo que mientras él se jugaba la vida por una ilusión, perdía la obra, la gran ilusión, en manos de una mujer que él creyó ideal, su corpachón de gigante se derrumbó al faltarle los latidos de un corazón que murió con su amor.

En vano quisimos romper su mutismo, disipar su amargura. El capitán médico habló de una tisis galopante, de la anemia que irrumpió vencedora en aquel cuerpo inmenso, cuando se negó a comer desde que la fatal misiva llegara a sus manos. Pero es que los médicos no tienen ojos de poeta e ignoran que a veces, muy pocas, hay almas exquisitas que también mueren de amores. Y en su rápida agonía, cuando el delirio rompió al fin el secreto de su alma, un nombre aún repitió insistentemente, el de la mu-jer veleta que celebraba precisamente un beneficio en el teatro capitaleño mientras con emoción filial cerrábamos aquellos ojos ingenuos y confiados, del buen camarada que desgranara sus ilusiones por las rutas del frente, para morir después de amor en el pequeño valle pirinaico: ¡Josetxu Aguinaga!

revista hogAr, año iii, núm. 32, aGosto de 1941.

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Fusilamiento al amanecer

Finalizaba el mes de febrero de 1938. Hacía ya días que ter-minara allá lejos la gran hecatombe de Teruel, y sobre los frentes de batalla se extendía esa calma angustiosa que precede a las grandes tempestades. Una tarde me avisaron del mando de la División; el jefe vendría a recogerme a las cuatro. Y poco más tar-de corríamos por las carreteras que conducían a la retaguardia. Pasado Sesa rompió el silencio.

—¿Sabes por qué nos llaman del Cuartel General?Me sobresalté, sin saber por qué. Aquel secreto me «escama-

ba». Y nos hundimos en el silencio; Gancedo estaba visiblemen-te preocupado. El auto cruzó veloz los suburbios de Sariñena. Siempre resulta agradable entrar en una ciudad de retaguardia, pero aquella tarde añoraba la chabola del monte.

Nos apeamos al pié del gran caserón que ocupaba por en-tonces Gil Otero con su Estado Mayor. Al entrar Gancedo en su despacho, entreví a Pérez Lías, el presidente del Tribunal Militar: aquello aumentó mis sospechas. A poco fui llamado.

—El teniente Armendariz, juez de la División.Me cuadré, y mi vista buscó la de Pérez Lías: bajó los ojos.

Porque efectivamente me había preparado una encerrona, se trataba de un fusilamiento al amanecer, ante los penados del Batallón Disciplinario. Y un escalofrío recorrió mi espinazo. Desagradable, profundamente desagradable. Me presentaron al oficial que mandaría el piquete, el teniente Ribet, de Artillería,

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muy joven, sin duda un estudiante arrancado de las aulas univer-sitarias. Gancedo ya había recibido las instrucciones.

—Yo subo a las líneas; y tú te encargas del reo hasta Torralba. Al amanecer todo estará listo.

Pérez Lías me acompañó al pasillo.—Chico, perdona la faena, pero Aldeanueva está enfermo

del corazón. Además pasa pronto…Para qué explicaciones; eran inútiles. Silenciosamente nos llega-

mos al Tribunal. Y pedí el sumario. Por hacer algo, por tranquilizar mi conciencia. Hacía frío, y me acerqué a la estufa. Todo estaba en regla; el delito de automutilación probado, el sumario, el juicio, la condena, la aprobación del Gobierno. Cada vez hacía más frío.

Entró Salinas, con su ruidosa alegría; jamás me lo podía ima-ginar como fiscal.

—Salud, Armendariz. Ya he avisado en casa para que te pre-paren cena y cama. Y después de comer iremos al cine. Dan hoy una película de las buenas; revistas, chicas guapas, pantorrillas… esto no lo tenéis allá arriba.

Tenía razón, era la única actitud posible. Pero, mientras en la pantalla ondulaban las curvas apetitosas de un coro de girls americanas, entre rugidos de la soldadesca que llenaba el salón, mi pensamiento no se alejaba del artillero Espín y Moya, que dormiría en su celda bien ajeno a que le quedaban escasamente siete horas de vida. Mas el ritmo del jazz aceleraba sus compases, y terminé por caer en la excitación de las cosas de que ayunába-mos en el frente.

Al terminar aún tenía cinco horas por delante; saldríamos a las cuatro. Me puse de acuerdo con la pareja de Asalto que me escoltaría. Y fui a dormir a la casa de Salinas. Un inmenso salón señorial, frío, con muebles que olían a cosas viejas y olvidadas; sobre una repisa una virgen y unas flores descoloridas; ¿por qué me acordé de nuevo del colegio? Tardé en dormirme, para ser despertado poco después.

—¡Teniente, teniente!... las cuatro menos cuarto.A tientas busqué la luz y me vestí. Revisé la pistola; estaba

montada. Y salí a la calle; Sariñena; dormía en silencio; ni un

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ruido, ni una luz. Tropezando bajé al control; allí me esperaba Martorell, el secretario.

—Todo está listo.—Vamos a la cárcel.A la puerta aguardaba una camioneta. En ella la pareja de

asalto. Y un teniente de artillería, un comisario y varios soldados; eran los jefes y compañeros del reo. Detrás un aborto chiquito nos esperaba a Martorell y a mí. Me alegré; no hubiera tolerado el viaje en compañía de la desprevenida víctima.

Entré en el preventorio. Su guardián me condujo a la sala que servía de celda general. Abrió la puerta. Algunos cuerpos tendidos se removieron. El carcelero cuchicheó. Pasaron unos minutos. Y reapareció con un soldado, alto, buen mozo, tocado de una gorra «Durruti», y con un lío en la mano. En el zaguán estrechó la mano al guardián.

—Salud, camarada; ya te escribiré.Pobre chico, ignoraba aún su suerte. ¿Hacíamos bien en

ocultársela? Por lo menos se le había ahorrado la angustia de una espera sin salvación. Bajé la escalera empuñando la pistola bajo el capote; desde aquel momento respondía de su persona y de su muerte. Subió al ómnibus; y el vehículo se puso en marcha. Tras él, nosotros.

Tomamos la ruta de Lajana. Y nos hundimos en la oscuridad. Traté de amodorrarme, lo que conseguí a duras penas; no quería pensar. Un frenazo brusco me despabiló. Atravesábamos el pue-blo de Alcubierre, y en la penumbra aún densa, ofrecían todo el horror de sus formas retorcidas, las casas destrozadas por la aviación enemiga. Ya estábamos en el frente, y antes de una hora habríamos llegado a Torralba.

No pude volver a dormirme. Aquella carretera, inmediata a la línea de fuego, ofrecía en toda su longitud la huella feroz de la guerra. Además, la oscuridad comenzaba a rasgarse; bien pronto la claridad del nuevo día pugnaría por abrirse paso; pero Alfonso Espín y Moya no vería la salida del sol.

¿Y si intentaba escapar? Mi mano acarició la pistola; pero más seguro e inmediato sería un puntapié en la espinilla, esto le

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haría tambalear y me daría tiempo para disparar; sí, era la mejor solución. ¿Estarían ya las tropas formadas? Porque sería molesta una espera, cuanto antes se acabara el macabro espectáculo, me-jor. Por mi mente desfilaban pequeños detalles, con soluciones ingenuas.

Pasamos Robres y Senén. A lo lejos se divisaba la torre de la iglesia de Torralba. Y hacia las serranías de Tremaced comenzaba a extenderse la claridad del nuevo día; en unos minutos, se po-drían distinguir los objetos en la árida soledad de los campos de Huesca. Las líneas permanecían mudas.

Paramos ante la jefatura del Batallón Disciplinario. Su jefe y comisario nos esperaban, y subieron al coche. Doblamos la curva de la iglesia; a quinientos metros, en la media luz del amanecer, destacaba lúgubremente la loma sobre la que se asienta el ce-menterio. Sus paredes desnudas se alzaban sobriamente trágicas, mientras dos filas serpenteaban hacia la cima; eran las fuerzas que tomaban posiciones.

La camioneta había frenado. Bajé lentamente; tomé el suma-rio, dudé un momento, y se lo devolví a Martorell.

—Voy a comprobar si todo está listo. Espérame aquí.Quería retrasar unos instantes más el terrible momento en

que habría de comunicar al condenado que en nombre de la ley íbamos a quitarle la vida. Así, para siempre. Subí por un sende-ro. En lo alto me esperaba el capitán Garrido, en funciones de comandante de subsector. Todo estaba preparado. Las fuerzas del Batallón Disciplinario se extendían frente a las tapias del cementerio; una compañía de mi Brigada cerraba el flanco de-recho; frente a la puerta, a la izquierda, el piquete aguardaba en posición de descanso. El teniente Ribet se cuadró; correspondí a su saludo, jamás hice mejor mi papel de Oficial.

—Date prisa, me indicó Garrido. Comienza a amanecer; pronto distinguirá el enemigo esta concentración, y podría cañonearnos.

Sólo faltaba aquello para completar la fiesta. En fin, ya no ha-bía excusa posible. Bajé del montículo; el teniente y sus artilleros permanecían silenciosos al pie de la camioneta. Abrí la puerta posterior. Una mirada al reo me bastó para comprender que ya

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conocía su suerte. Mis ojos coincidieron con los suyos, y en ellos leí la máxima desesperación.

—Bueno, muchacho. Ya te habrás dado cuenta de a qué he-mos venido. El Gobierno ha aprobado la sentencia de muerte; y te la voy a leer.

Rápidamente, sin respirar, sin darme cuenta de lo que hacía, recité la larga enumeración de «Resultandos» y «Consideran-dos». ¡Qué falsos y huecos suenan los términos jurídicos en tales momentos! Llamé al comisario.

—Si quieres dejar algún encargo a tu mujer, díselo al comisario.

Le cedí el puesto; y aún pude oír la única reacción de Espín:—¡Qué mal me paga la República lo que he luchado por ella!—Camarada, la República no paga mal a sus servidores...Más estupideces. Casi eran preferibles los asesinatos de los

primeros tiempos, que no estas fórmulas falsas y antihumanas. El único hecho real es que aquel hombre, igual a nosotros, vivía con toda la potencia de sus veinticinco años; y dentro de un instante íbamos a arrancarle la vida; y no quedaría nada. Un nuevo esca-lofrío me recorrió el espinazo. Mil veces preferibles eran cien bombardeos o una lucha cuerpo a cuerpo. El comisario bajaba de la camioneta.

—Vamos.Los guardias de Asalto tomaron del brazo al reo, y le ayu-

daron a bajar. Al pisar el suelo, sus piernas flaquearon. No, no era probable que intentara escapar. Sin embargo, bajo el capote empuñé de nuevo la pistola.

—Mi teniente, ¿le atamos?Miré su rostro. Unos ojos orlados por círculos amoratados,

casi negros, me buscaban en una desesperada súplica, destacan-do en la palidez del rostro. Tambaleando dio dos pasos, sosteni-do por los guardias.

—No, no es preciso; iremos a su lado.Comenzaba a ascender el sendero. Cada paso, era un ins-

tante menos en la vida de Alfonso Espín y Moya. Clavé mi vista en la tierra. No quería volverle a ver. Ni mirar al piquete, que se

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acercaba implacable. Las filas de soldados, un momento antes rumorosas, se callaron por completo; un silencio absoluto rei-naba en la colina; hacia Tardienta una ametralladora ladró en la nitidez del alba.

El comisario marchaba a mi lado. De sacerdote laico lo cali-ficó la noche anterior Aldeanueva. Tal vez, pero sus palabras no sustituirían jamás la confianza en otra vida. Seguía pareciéndo-me todo absurdo, trágicamente absurdo; éramos ruedas de un engranaje que no podía pararse, y que trituraría el cuerpo que me seguía vacilante. Me paré a llegar a la altura del piquete. Era ya el momento final.

—¿Le vendamos los ojos?—Haz lo que quieras, contesté al comisario.Mi vista se nublaba, sólo empuñaban con firmeza la pistola;

sobre mis angustias íntimas, flotaba el sentimiento del deber y la responsabilidad. El comisario vendó sus ojos; y desaparecieron aquellos círculos negros que me obsesionaban. Tomé del brazo al reo, y un sacudimiento nervioso le hizo reaccionar.

—Prefiero morir sin venda.Sus manos arrancaron el pañuelo. Y comenzó a orinar. Le

dejé hacer. Todo seguía siendo absurdo; satisfacer aquella ne-cesidad, cuando unos segundos después rodaría por tierra para siempre. Pero a partir de aquel desahogo, desapareció su tem-blor. Sus palabras eran ya serenas; y me habló con la firmeza del soldado que ante el peligro acude al oficial.

—Mi teniente, ¿dónde debo colocarme?Mis ojos fueron del piquete a la tapia.—Ponte ahí.Con paso seguro marchó hacia el pelotón. Los guardias

permanecieron a mi lado. Y en el silencio trágico de aquella mañana invernal, se oyó distintamente su voz al colocarse frente al piquete.

—Camaradas: ¡viva la República!Y saludó militarmente. Alguien le contestó, pero la mayoría

permaneció muda, sobrecogida. Hice un signo al teniente Ribet. Ya podía disparar impunemente, la ley le amparaba, y yo en su

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nombre autorizaba la muerte de un antiguo veterano, de un compañero de lucha, de un semejante, de un hombre. Retrocedí algunos pasos, junto a Garrido.

—¡Preparen!El seco chasquido de los cerrojos resonó estridente. Dos

gritos más y todo habría concluido: Apreté los puños, y mi vista se clavó en la serranía, no quería ver el final; tras los montes de Tremaced subían los primeros rayos del sol.

—¡Apunten! Sólo un grito más.—¡Apunten!Instintivamente volví la cabeza, antes de comprender el

error.—¡Fuego!La gorra saltó por los aires, y el cuerpo se desplomó hacia

atrás. Rígido, inmóvil. Todo había acabado. El teniente disparó el tiro de gracia, ¿para qué? Las fuerzas se pusieron en marcha, rápidamente; porque el sol subía ya tras de las sierras, y el ene-migo podría apercibirnos. Al pasar ante el cadáver, siguiendo la voz de sus tenientes, volvían la vista hacia el cuerpo expuesto a la pública ejemplaridad; un nuevo rito macabro de la ley.

—¿Vas tú? Yo no. He visto ya muchos muertos, pero este no me atrevo.

Garrido y yo bajamos el cerro. El desfile había terminado y el cuerpo inerte era llevado por dos soldados hacia el interior del cementerio. Los campos cubiertos de escarcha brillaban a la luz del nuevo día. Del nuevo día que no llegó a ver Espín y Moya. Hacia Tardienta seguía ladrando una ametralladora.

—¿Tenéis coñac?En el mando del Disciplinario no lo había. Tanto peor. Mar-

torell garrapateaba el acta del fusilamiento. La firmé; conmigo Garrido y el jefe del Disciplinario. La ley podía estar satisfecha. No cabía ninguna duda de que el artillero Alfonso Espín y Moya, estaba enterrado en una fosa cavada en el cementerio de Torral-ba de Aragón, a dos metros de la pared sur y tocando la pared del este. Lo que no constaba es que a su lado yacían en revuelta

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confusión otros cadáveres: víctimas de los bombardeos enemi-gos, asesinados por la barbarie de los primeros días, y muertos en la defensa de Tardienta. Sangre, sangre… ¡cuánta sangre derramada desde el 18 de julio!

Martorell regresó en la camioneta a Sariñena. Mi misión estaba terminada. Y en el cochecito marché con Garrido hasta Almuniente. Eran las siete de la mañana. Entré en casa. Fernan-do dormía plácidamente. Le desperté mientras me desnudaba.

—¿Qué fue?—Un fusilamiento. Hace una hora, en Torralba.En la penumbra del cuarto veía dibujarse sin cesar la loma en

la media luz del amanecer, con las filas negras de soldados, con las tapias ascéticas del cementerio recortándose en el firmamen-to, con la gorra de Espín saltando por los aires, con su cuerpo cayendo rígido hacia atrás. Y en mi corazón resonaba una y otra vez el mismo juicio lapidario:

—Asesino, asesino, asesino…En el observatorio repicó la campana de alarma; el zumbido

de los aviones se acercaba, y salté de la cama. Todos mis remor-dimientos volaron. Seguíamos en guerra y el instinto de conser-vación triunfaba sobre mi crisis de conciencia. Había terminado un incidente; continuaba el gran drama.

(Fragmento de la novela en preparación sobre la Guerra de Es-paña El último Príncipe de Chamartín).

revista hogAr, año iii, núm. 36, diciembre de 1941.

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Aviones sobre Madrid

Eran las ocho de la noche del 16 de noviembre, y el ataque a Madrid se iniciaba.

Esto último no lo supimos hasta el día siguiente. Las fuerzas que ocupaban la Casa de Campo, habían logrado cruzar el río por el Parque del Oeste y adentrarse hacia la Ciudad Universita-ria. Por allí se luchaba encarnizadamente. Algunos aseguraban que los tanques enemigos habían rebasado la Cárcel Modelo, y entrado hasta la calle Blasco Ibáñez. Otros, que habían ocupado el Hospital Clínico, ya cerca de Cuatro Caminos, Menique, el más «optimista», como siempre, llegó muy temprano diciendo que la caballería mora estaba en la Guindalera y teníamos corta-do todo escape.

Pero la realidad de aquellos instantes no permitía perder el tiempo con rumores. Y me acerqué a contemplar las huellas del bombardeo de la tarde anterior. El automóvil descendió por la carretera de San Jerónimo, para enfilar el Paseo del Prado. Hasta la víspera, aún habíanse elevado las casetas de la verbena de San Juan.

¡Cómo había cambiado todo en una hora! Las casetas habían sido barridas; un huracán gigantesco las había arrastrado. Y de trozo en trozo, un palo, la armazón metálica de la rueda gigante, tablones disformes, árboles mutilados mareaban las huellas del desastre. ¡Aquello era un bombardeo! Y a lo largo de la calzada, huecos de bombas, cráteres que obstruían el paso y señalaban la

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dirección de los aviones atacantes. El Museo del Prado había sido bombardeado, y las maravillas en él encerradas se habían salva-do escasamente por una veintena de metros de la destrucción. Que había alcanzado al Convento de Jesús; que aún ardía. Y sus paredes humeantes se alzaban, al par del Hotel Savoi, también incendiado.

¡Espectáculo dantesco! Y de mí se apoderó el pánico. Por pri-mera vez veía de cerca la máscara feroz de la guerra. Aquello no era el bombardeo esporádico y un poco de fuegos artificiales del mes de agosto; ni las referencias por experiencia ajena. Aquellas bombas habían explotado muy cerca de mí. Y los aviones que las lanzaron volaban de nuevo sobre nuestras cabezas. Aviones negros, gigantes, que planeaban orgullosos en el cielo madri-leño. Junkers alemanes, enviados por Hitler al servicio de sus amigos españoles, en plan de maniobras militares; Junkers que descargaban la muerte y la desolación en las calles indefensas de la capital.

Desapareció por completo aquella serenidad de que había hecho gala la tarde anterior. Y el pánico se apoderó de mí. Por-que volvieron.

Y volvieron. A la misma hora. Cuando el crepúsculo vesperti-no llenaba de suave romanticismo los boscajes del retiro. Oímos los motores a tiempo y bajamos al sótano del edificio. Mucho me temía que no resistiera la fuerza de una bomba, pero daba cierta sensación de seguridad, y la psicología juega un gran papel en estos instantes.

El ronroneo de los motores se fue alejando; hacía algunos minutos que no sonaban explosiones; y un silencio sepulcral más aterrador aún que el estruendo anterior se fue adueñando de las calles de la ciudad atemorizada. El bombardeo había terminado. Y a través de los ventanillos, un rojizo resplandor desfiguraba la silueta. Fuego. Fuego tras la destrucción. El campanilleo de los autos de bomberos rasgó el silencio y la oscuridad. El incendio era muy cerca, hacia la Puerta del Sol sin duda. Y salimos a con-templarlo. Mucho miedo tenía, lo confieso, pero la curiosidad me arrastró.

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La Puerta del Sol era una inmensa hoguera, y a través de las inmensas lenguas de fuego que subían arrojando pavesas y densa humarada, se recortaba el campanario del Ministerio de la Gobernación. El fuego parecía surgir de los edificios fronteros, hacia la calle Preciados y la del Carmen.

Alguien pasó, de prisa, como quien tiene una preocupación grave que cumplir, o tienen miedo y se aleja huyendo.

—¿Qué ha ocurrido, compañero?—Han pegado en la sucursal de teléfonos, y en el Instituto

Reus. Buscaban el Ministerio de Hacienda, pero no le han dado. Todo lo demás es una hoguera colosal. ¡Qué bestias!

Esa era la única definición posible: ¡bestias!Entretanto el combate proseguía a todo lo largo del cinturón

exterior. Las fuerzas que se habían infiltrado en la Ciudad Uni-versitaria ocupaban todos sus edificios hasta el Hospital Clínico, incluyendo la Casa de Velázquez y la Fundación del Amo. ¡Qué contraste! Aquellos lugares, donde había pasado tan buenos ra-tos, donde soñé en mis amores, donde fui a buscar a Rosita, don-de sus ojos me buscaron aquella mañana invernal… ¡Bestias!

En el auto de la Delegación de Euzkadi, fuimos hasta la Pla-za del Callao. Mas allá estaba prohibido el paso; y una pareja de milicianos cortaba el acceso. Pero la compañía del ingeniero nos franqueó la entrada. El bombardeo había alcanzado a toda la manzana de casas que iba desde la Puerta del Sol hasta el número 11 de la calle Preciados. El edificio del Instituto Reus, y la manzana del Cómico. Los números 1 y 3 estaban hundidos. El 5, el 9 y el 11 humeaban. Pero el 7 colmaba las mayores pesadillas.

Un inmenso caserón, antiquísimo. La bomba, de unos trescientos kilos al parecer, había caído en su centro; la fuerza expansiva de los gases proyectó la fachada al exterior sin llegar a derrumbarla, y agrietada, abombada, sostenía por un milagro de equilibrio inestable el tejado, mientras los cinco pisos se habían hundido aplastando a sus moradores. Se calculaba que habría unas trescientas personas enterradas, y no se podían iniciar los trabajos de salvamento hasta que aquella fachada amenazadora

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fuera volada con dinamita. Este era el espectáculo a que había-mos sido especialmente invitados.

Entre lo que había quedado milagrosamente en pie, se en-contraba la escalera, situada junto a la fachada. Provisionalmente había sido apuntalada con unas vigas, y por ella nos invitó a subir nuestro guía.

Marchad con cuidado, que esto se puede ir al c… en cual-quier momento.

Maldita la gracia que me hacía aquello, pero no era cosa de retroceder, y materialmente de puntillas ascendí por aquella viejísima escalera colgada en el vacío. ¿Cuántos años tendría? Probablemente fue ascendida por revolucionarios de todas las asonadas del pasado siglo, y no sería extraño hubiese contem-plado a los granaderos de Napoleón. Pero ya había concluido su histórica vida.

A la altura del primer piso terminaban los escombros y comenzaba el vacío cubierto por los restos bamboleantes del tejado. La escalera parecía irse a derrumbar de un momento a otro, y un sudor frío me empapaba la frente. Era un disparate lo que estábamos haciendo. Me obsesionaba la fachada, y la grieta caprichosa que la surcaba; un curioso fenómeno óptico me pro-ducía la impresión de que se estaba abriendo en aquel momento, abriéndose siempre sin terminar de caer para aplastarnos.

—¿Veis ese montón de escombros? Es una inmensa tumba, todos los vecinos están debajo, posiblemente en el sótano. Sólo hemos conseguido rescatar esos tres cadáveres, de una habita-ción del tercer piso; los mató la metralla.

En el rellano yacían. Rígidos. Cubiertos apenas con una sába-na. Sus pies descalzos apuntaban al cielo. Y mi horror creció.

Y así todo Madrid. Mientras llegaban los bomberos, recorrimos los barrios cercanos. La calle Arenal, la Plaza de la Ópera, el típico barrio que iba hasta la calle Mayor, la escalera que tantas veces llamó la atención de mi niñez, la Casa de Eleuterio, en que nos re-uniéramos a comer un año atrás... todo había cambiado de aspec-to. Y las antiquísimas casas que poblaban aquel rincón se habían venido abajo como castillos de naipes. Panorama de desolación.

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Ganamos la Plaza de Oriente. Sus fachadas, las que miraban hacia el Palacio Real y recibían el aroma de la Casa de Campo, aparecían punteadas por la artillería enemiga. La calle Bailén silen-ciosa y muerta. A lo lejos, a un par de kilómetros, más allá del río, la humareda de las explosiones conjugaban con el crepitar de las ametralladoras y fusilería. Era la lucha cuerpo a cuerpo, desespera-da. Por primera vez la veía tan de cerca, pero no tenía miedo.

—Unos tanques llegaron el otro día aquí, hasta la Plaza de España, pero tuvieron que retroceder. El puente de Segovia es nuestro, y la estación del Norte, y también Rosales. Sólo han en-trado en el Parque del Oeste y la Ciudad Universitaria.

La Plaza de España se hallaba llena de barricadas y trinche-ras, y su silueta nunca tan simbólica. Y la estatua de Don Quijote alza como entonces. Más casas destruidas, más agujeros de gra-nadas, más cristales machacados. Aún no conocía el campo de batalla, pero no podía ofrecer un aspecto muy diferente al de aquella plaza.

Si tuviéramos tiempo recorreríamos el barrio de Argüelles, que es el más maltratado. Pero ya deben estar los bomberos es-perándome.

Zigzagueamos por entre las barricadas que se agravan el acceso a la Gran Vía, y ganamos otra vez la Plaza del Callao. En la calle Preciados los bomberos habían levantado sus larguísi-mas escaleras que apuntaban el tejado funambulesco. Estaban colocando la dinamita. Barrenetxea y yo nos quedamos en la esquina anterior. Mis ojos seguían con cierta curiosidad medrosa las manipulaciones de aquellos hombres que tal vez arriesgaban su vida por rescatar tan sólo cadáveres; ya no había esperanza de que quedara nadie con vida. Y dentro de unos instantes una gran explosión completaría la obra.

¡Ca…ray! La artillería ha comenzado a tirar.Habían sido tres granadas estalladas en la casa frontera, que

por tres o cuatro metros no alcanzaron a los bomberos y la casa del horror. Y la artillería fascista seguía tirando sobre la Puerta del Sol. Había que huir, por la Gran Vía, no había otro camino, aún a riesgo de que estuvieran tirando también sobre la telefónica.

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A una velocidad increíble salimos de la calle Preciados y enfilamos la avenida Peñalver. Era preciso doblar la esquina de Molinero, los demás cruces estaban bloqueados por derrumbamientos y escombros. El bombardeo duró un par de horas. Y cuando la noche llegó, a la hora consabida, la aviación repitió su masacre. De nuevo retumbaron las calles, y las casas temblaron; de nuevo descendió la muerte y la metralla de los Junkers alemanes. Pero a todo se acostumbra uno, y aquella noche hubo más orden en el sótano. Cuando el ataque pasó, hasta encontramos ánimos para bromear durante la cena.

Por entonces ya teníamos algunos colchones. Por mi parte, me había repartido un sommier con ¿?, en la biblioteca. A nuestro lado dormían Aretxederreta, Lekuona y Rotaeta. Y lo mejor era que en efecto dormíamos.

No recuerdo exactamente a qué hora fue. La una o las dos de la madrugada. Las explosiones habían sonado hacia el sur, hacia la estación del Mediodía o la calle de Atocha. Y los motores se oían distintamente en el silencio nocturno, acercándose hacia nosotros. Cada vez más cerca. Tan cerca que el pánico nos impe-día movernos, no teníamos tiempo de llegar al sótano. Pasara lo que pasara, era preferible esperar. ¡Esperar!

Mis labios musitaron una oración que no pude terminar. De nuevo se escuchaban los motores hacia el Paseo del Prado, de nuevo se acercaban, de nuevo pasaban sobre nosotros, encima mismo, no cabían dudas… Algo estaban buscando. Quería correr hacia el sótano, y el terror inmovilizaba mis músculos. Como en las pesadillas. Ninguno hablaba en la biblioteca, todos despiertos y nadie osaba comunicar sus temores.

¡Qué minutos tan horrendos! Tiemblo aún hoy día al recordarlos.

Por tercera vez se acercaban los aviones. Y las explosiones comenzaron a romper la tensión y el silencio. Se acercaban una vez más, y se acercaban rociando bombas seguidas, era un regue-ro interminable, que cada vez sonaba más fuerte… ¡más fuerte y más próximo! Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero… ¡Ni tiempo para terminarlo! La casa temblaba, el estruendo era

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ensordecedor; yo temblaba, Ustarroz también. Había llegado nuestra hora. ¡Ya, ya, ya…!

La casa fue sacudida en sus cimientos; y el cascabeleo de los cristales rotos que se estrellaban contra el suelo llenó mis oídos con su alegre canturreo. ¡Qué bien suenan los cristales rotos, cuando se espera el sordo desplome de los escombros!

No nos había tocado la bomba. Había caído al lado, tan cerca que nuestros cristales habían saltado en mil pedazos, y el olor a pólvora se filtraba por los ventanales rasgados. Pero nos habíamos salvado. ¡Nos habíamos salvado! Todos de pronto comenzamos a hablar al mismo tiempo. Todos nos levantamos, todos corrimos hacia el sótano. La rotura de los cristales había calmado los ner-vios en tensión, y vuelto la agilidad a nuestros miembros.

No nos había tocado la bomba. Entretanto los aviones seguían roncando en la noche dantesca, y las explosiones retumbando. Muy cerca.

Pero sabíamos que estábamos a salvo. La bomba a nosotros destinada ya había caído; y no nos dio. Habíamos vuelto a nacer. En la madrugada del 18 al 19 de noviembre; cuando tantos otros murieron.

Todos nos habíamos reunido en el sótano; nadie faltaba. El local estaba más repleto que nunca, y el histerismo era mayor. Todos habíamos sentido la muerte muy de cerca, y pasado el pri-mer instante de pánico y de alegría, nuestros nervios acusaban el golpe.

En un rincón, una mujer sufría un ataque de verdadera lo-cura. Grande, gorda, su figura se agigantaba en comparación a la de su marido, chiquitín; en vano se agarraba al cuello de su esposa tratando de contenerla. Sus ojos vidriados, se saltaban de las órbitas y miraban al vacío

¡Ya viene! ¡Ya están ahí! ¡Ya tiran!Y brincaba de su asiento, lanzando por los aires el cuerpo

enclenque del marido que en vano se aferraba de su cuello. Cuando hoy recuerdo la escena, me vienen ganas de reír, porque sólo contemplo su aspecto ridículo, pero en aquellos momentos fue trágica, y pudo serlo más. Porque nadie supo reaccionar, el

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histerismo era general. Yo desenfundé la pistola, la amartillé, y esperé; estaba dispuesto a descerrajarle un tiro y su marido no lo-graba contenerla. Y estaba convencido de que al matarla salvaría de una catástrofe a los refugiados en el sótano. Todos estábamos trastornados.

Los aviones se habían alejado hacía rato; no nos habíamos dado cuenta. La loca atraía todas las miradas, y cuando ella oía los aviones, eran muchos los que creían oírlos también. Por fin se tranquilizó; no sé por qué. Y cayó en una gran postración. Yo también; y creo que todos. Ya no nos invadía la alegría de habernos salvado, sino un gran cansancio; estábamos agotados, y nuestros nervios rotos.

Y no recuerdo más. Cuando abrí los ojos los grises brumosos del Madrid de fin de otoño entraban por las cristaleras rotas. Ellas me confirmaron que desgraciadamente aquello no había sido una pesadilla…

(Fragmento de la novela inédita sobre la Guerra de España, El último Príncipe de Chamartín).

revista hogAr, año iv, núm. 40, abril 1942.

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¡Gernika! En el quinto aniversario de su masacre por la aviación germana

Hoy se cumple el quinto aniversario de la masacre de Ger-nika, anticipo de lo que sería la guerra totalitaria. Carnicería sin piedad; ofensa dirigida al corazón del pueblo vasco. ¡Cinco años! Y eterna actualidad.

Gernika es para los vascos algo más que un símbolo, es nues-tra villa sagrada. Sita en uno de los valles más pintorescos de la provincia de Vizcaya, en ella se reunieron durante siglos y siglos los representantes de las aldeas bizkainas, practicando la demo-cracia y defendiendo la libertad patria, bajo el árbol tradicional que cantara Iparragirre.

Este se alza en una colina, un poco separada del casco del pueblo. El actual cuenta más de un siglo, y es hijo de otro tri-centenario, descendiente a su vez del abuelo cuyos orígenes se pierden en la misma penumbra que arropa a nuestra raza. Un roble severo, como las montañas de nuestra tierra, grande, fuer-te, erguido. A su pie, sendos asientos de piedra que antaño aco-gieran a nuestras autoridades; y a la derecha la Casa de Juntas, posterior, de tiempos más civilizados, pero menos legendarios también.

Es el árbol de la libertad, de la libertad patria, y de la libertad universal. Como tal lo ensalzaron los revolucionarios franceses, y cuando las tropas de la convención, en guerra con los Borbones españoles, llegaron al valle, el mariscal Moncey rindió armas ante el roble secular.

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Su historia es la de nuestra raza. Por sus años se cuenta la edad de nuestra democracia. Y a sus plantas juraron defender la independencia y las leyes vascas, todas nuestras autoridades y caudillos militares. Por eso, cuando un vasco oye el nombre de Gernika, un escalofrío enciende su alma.

¡Gernika!Hace un siglo, en uno de los momentos más dramáticos de

nuestra historia, cuando tras la guerra carlista, derrotados nues-tros antepasados y faltos de dirección, el vencedor extraño abolió los restos de nuestra organización política, abatió el edificio de nuestra legislación, nuestros fueros, y sistemas ajenos vinieron a gobernarnos, en todos los pechos se alzó un sentimiento inde-finible de angustia, que supo condensar José María de Iparra-guirre, el bardo romántico, en una palabra: Gernikako Arbola, el roble sagrado de la raza.

Y de sus labios brotaron palabras fervientes: Gernikako arbola da bedeinkatuba, euskeldunen artean gustiz maitatuba. El roble de Gernika es sagrado, lo más amado del vasco… En sus estrofas, sencillas, sin galanuras literarias, vibra el dolor por la pérdida, la nostalgia del pasado, para cobrar después aires marciales y terminar en un canto de esperanza: Eman ta zabaltzazu munduban frutuba, adoratzein zaitugu, arbole santuba, da y esparce tus frutos de libertad por todo el mundo, mientras nosotros te veneramos.

¡El ideal del vasco! Ideal de libertad, pero no egoísta, quiere ser libre, y quiere que lo sean todos los pueblos del mundo.

Por ello, cuando los fascistas españoles se alzaron en armas, no vacilaron; y unánimes se enrolaron en las filas de la libertad. Epopeya de meses; sin armas, sin aviones, sin tanques, sin caño-nes. Cuerpo a cuerpo, derrochando heroísmo. Cerca de un año duró «el caso del pueblo vasco», aislado en el norte, cortado con el resto de la zona leal, rodeado de enemigos por todas partes, menos por una que nos unía al Comité de No Intervención. He-roísmo sin límites; orden perfecto.

Y su destrucción fue decretada por el alto mando del fascis-mo. Aviones y tanques, fuerzas motorizadas, la escuadra, todos los medios bélicos fueron lanzados contra Bilbao en aquella

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primera campaña totalitaria, que sirvió de entrenamiento a los técnicos alemanes.

Y fue entonces cuando se produjo la masacre de Gernika. El 26 de abril de 1937. Cuando la primavera comenzaba a sonreír en nuestras campiñas.

Carnicería horrenda e inútil. En un pacífico pueblo de reta-guardia; lejos de las líneas de fuego, sin guarnición, sin objetivos militares. Y en días de mercado, cuando los laboriosos aldeanos se congregaban en la villa para vender los frutos de su trabajo, cuando las mujeres salían de alzar sus preces a Dios, cuando los niños correteaban inocentes.

Por el aire vinieron, gruñendo amenazantes, monstruosos pajarracos, con plumaje de acero y entrañas de fuego. ¿Qué daño os habían hecho las montañas de Bizkaya? Venían en ban-dadas, negras, apretadas; soltaron su carga, volaron los montes mostrando sus entrañas, y en el fondo del valle tembló la tierra toda. Fue un día de lluvia, comienzo de primavera.

Yo tuve la suerte de no hallarme en Gernika; pero en Ciudad Trujillo hay quien contempló el desastre. Las añejas casas pro-yectadas por los aires, el incendio devorando manzanas y calles, los muertos, centenares de muertos inmolados por la vesania totalitaria. De nada sirvieron los refugios improvisados en la aldea. Y sucesivas oleadas de aviones alemanes, durante más de tres horas, se ensañaron en las carnes rasgadas de aquella tierra veneranda.

Gernika fue barrida del mapa, la ciudad sagrada de los vas-cos, la cuna de la libertad, el asiento de la democracia. Tan sólo quedó el árbol que, separado del casco del pueblo, quedó alzan-do al cielo sus ramas como espectro del dolor de su pueblo.

Como espectro del dolor... más esperando también los días de resurrección que profetizara Iparraguirre.

¡Cinco años! Desde entonces, la bestia apocalíptica ha engu-llido pueblos y Estados con voracidad insaciable. Las maniobras germanas en la Guerra España, rindieron sus frutos en tierras de Polonia, de Francia, de los Balkanes. Y los nombres de Var-sovia, de Rotterdam, de Conventry, de Manila, tantos otros más,

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han venido a prolongar indefinidamente la lista que encabeza Gernika.

¡Cinco años! Y, cuando al repasar la cinta de los recuerdos, contemplamos el hundimiento vertiginoso de los mejores ejér-citos ante las motorizadas de Hitler, un escalofrío de orgullo sacude nuestras espaldas al pensar en los héroes del Sollube, de Peña Lemona, de Artxanda.

Gernika fue un ensayo, y un símbolo. Por eso, al cumplirse el quinto aniversario de aquella masacre, y al par que elevamos un tributo de homenaje y recuerdo a los hermanos caídos, un vibrante fervor de optimismo electriza nuestras almas. Que la adversidad no fue letárgica que anquilosara nuestro espíritu, sino acicate que nos lanzó hacia el futuro.

¡Qué importan los años de amargura cuando nos esperan siglos de esperanza!

Esa es la fe de nuestro pueblo. La que vibraba en las estrofas de Iparraguirre, en esos balbuceos del corazón vasco que late en una aspiración de libertad universal: ¡Eman ta zabaltzazu mundu-ban frutuba, adoratzein zaitugu, arbola santuba!

La bestia apocalíptica, ahíta de sangre, caerá abotargada. Y de las ruinas de hogaño resurgirá la civilización del mañana. De ese mañana que no puede ser el triunfo de dos o tres grandes potencias, sino el triunfo de toda la humanidad, que quiere or-ganizarse pacífica y democráticamente, que quiere asegurar su libertad y repeler para siempre la agresión…

Así lo exigen las víctimas de Gernika; así lo exigen todas las víctimas inmoladas por la vesania imperialista.

Y tras las sombras del presente, comienza ya a rasgarse la aurora de un futuro de esperanza.

Periódico lA NACióN, 26 de abril de 1942.

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Ha muerto un marino

En el mar hay bruma, en el mar hay duelo. Que el cuerpo de un marino más, reposa en su ancho seno; el de un valiente. Y las olas se cerraron mansamente, con mimo, sobre sus carnes laceradas. Amaba el mar, recorrió sus cuatro confines, y dormirá para siempre en su lecho de corales. Alejandro de Solaeche, vas-co, arrantzale y gudari.

Durante mucho tiempo, el miedo encadenó los labios, y un fatídico «tabú» pesó sobre la Guerra de España. Nadie osaba re-cordar nuestra epopeya. Fuimos los primeros en presentar batalla al fascismo, los primeros en derramar la sangre por la libertad. Y si entonces, el Comité de No Intervención nos forzó a sucumbir; más tarde, un voluntario olvido nos relegó al desván de los trastos inservibles. Se hablaba de países que cayeron sin la gallardía del combate; y se nos silenciaba a los que durante tres años luchamos, sin ayuda de nadie.

Mas, poco a poco, la verdad va abriéndose paso. Y no ha muchos días, el vicepresidente de los Estados Unidos, Wallace, ensalzó nuestra gesta. Es, tal vez, que la diabólica aureola con que nos obsequiara la hábil propaganda totalitaria, va cayendo rota en mil pedazos, al empuje diario de la piqueta tenaz del refugiado. América nos abrió sus puertas, al principio acaso con recelo, pero pronto el comportamiento del exilio desvaneció odios y recelos. Con su trabajo; con su heroísmo también.

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Con su heroísmo… Algunos se extrañaron, y sonrieron escépticos cuando, ante la alevosa agresión del fascismo, las colonias de exilados, de antiguos combatientes de la Guerra de España, se ofrecieron incondicionalmente a los Gobiernos ame-ricanos que sucesivamente entraban en guerra contra el Eje. Futil suspicacia. Que el ofrecimiento era sincero, porque esta guerra es la continuación de aquella; y el enemigo es común.

Hasta el presente, tan sólo llegó a América la guerra maríti-ma, llevada a sus costas y mares por los submarinos alemanes. Y las naves de guerra germanas son viejos conocidos nuestros. Con un nombre que resume nuestros odios: Almería.

¿Quién podrá jamás olvidar aquel trágico día del estío de 1937, en que frente a las costas de Almería se alineó la escua-dra de Hitler, para bombardear durante varias horas el caserío inerme? Muertos, cientos de muertos, inmolados por la vesania totalitaria; la misma que hogaño escoge sus víctimas en la marina americana.

La República Dominicana pagó ya su primer tributo de san-gre. Dos marinos; el uno, novato dominicano; el otro, veterano luchador de la Guerra de España. No, no eran vanas las pro-mesas de lealtad, los ofrecimientos, los anhelos. Alejandro de Solaeche ha marcado la ruta que no vacilará en seguir ninguno de nosotros.

Ha muerto un marino. Hace años, muchos, sintió la llamada del mar. La que durante siglos y siglos, atrajo a sus hermanos de raza. ¡El mar! Con su inmensidad y su misterio; el mar que ruge los días de galerna; para arrullarnos después las noches de luna llena.

Y ha muerto un defensor de la libertad. Luchó por ella en su patria, y en los montes de Euzkadi reposa para siempre el cadá-ver de su hermano Patxi. Luchó por ella en el mar Caribe, bajo los pliegues de la bandera trinitaria, y en él reposa para siempre su cuerpo recio y viril.

¡Alejandro de Solaeche!Fuiste buen patriota, fuiste buen esposo, fuiste buen padre,

fuiste buen luchador; cumpliste con tu deber.

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¡Alejandro de Solaeche!Dice bien, el amigo y compatriota Estrella: «Que Jaungoikua,

tu Dios y el Dios de tus antepasados, te guarde en el mar, marine-ro. Y que te de un buque ligero, de hinchadas velas, para navegar bajo el cielo inmenso de tu gloria».

En prensa este artículo, el cable nos trae otra noticia doloro-sa. El Presidente Trujillo ha sido volado en la bahía de Martinica por otro submarino nazi. Y veinticuatro víctimas han venido a continuar el martirologio de la marina dominicana.1

La tragedia se ha cebado esta vez en los hogares de la Repú-blica, y hacia los familiares de los caídos va hoy nuestro dolor, como hace unos días recibimos su sincera condolencia.

Pero, una vez más la sangre del exilado se ha derramado pródiga por la causa de la libertad. Han caído dos oficiales; el primer maquinista Txomin de Urrutxua, y el tercer maquinista Ángel Bellon; ambos acogidos a la hospitalidad dominicana, am-bos veteranos de la Guerra de España.

¡Txomin! Hermano de raza de Solaetxe, compañero de armas, igual en la valentía, copartícipe de la misma gloria. Con él luchaste en los bous vascos, en el Bizkaya superviviente de la desigual batalla en que cayó el Nabarra, con él fuiste al destie-rro, con él caíste en las aguas del Caribe. Que la misma gloria os cobije.

revista hogAr, año iv, núm. 41, mayo 1942.

1 N/C. El barco Presidente Trujillo fue torpedeado y hundido por los alemanes el 3 de mayo de 1942.

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La jira cultural del presidente Aguirre

El presidente vasco, Dr. José Antonio de Aguirre Lekube, ha aprovechado las vacaciones veraniegas, para realizar una intensa jira cultural por los principales países americanos. Antes de lle-gar a la República Dominicana ha pasado por México, Panamá, Colombia, Perú, Chile, Argentina, Uruguay, Venezuela y Puerto Rico; siguiendo después a Cuba y Nueva York.

Mes y medio de trabajo intenso, en que ha dejado el avión para dictar horas después una conferencia en la universidad, o asistir a una recepción en su honor. Las autoridades de los países que ha recorrido le han recibido con respeto y cordialidad. Y las colonias vascas, con el entusiasmo apoteósico de quienes ven en él la representación auténtica de la patria lejana que todos llevan en el alma.

Esta jira, desprovista de fines políticos, tiene tanta mayor im-portancia, cuanto destruye definitivamente la sarcástica leyenda arrojada sobre los refugiados. La máxima autoridad del pueblo vasco es un catedrático, un hombre cuyas ideas podrán ser dis-cutidas, pero son respetadas siempre y, en su mayoría admiradas por todos.

Su voz va a resonar ahora en Ciudad Trujillo. En el paraninfo de la Universidad Primada de América dictará una conferencia de hondo calor humano: «El sentido democrático, el social y el de libertad de los pueblos en la actualidad»; y será presentado

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por el ex presidente de la República y catedrático de la Facultad de Derecho, Dr. Manuel de Jesús Troncoso de la Concha. Estoy seguro de que su palabra, la que supo arengar a los gudaris en las lomas de Artxanda, hará vibrar el alma de cuantos le escuchen esta noche.

Y su persona llenará durante un par de días, con su simpatía y juventud, las calles de la ciudad. Para dejarnos, al marchar, un aliento indestructible de optimismo y de fe en la victoria final. J. G.

Periódico por lA repúbliCA, 1ra Quincena de octubre de 1942.

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Tragedia de amor

Luis de Aretxederreta era el perfecto burócrata. Desde que se encerró en la Delegación de Euzkadi, asustado porque una mañana la policía estuvo interrogándole a cuenta de una carta de su hermano, habíamos ganado en organización a la par que un experto cocinero que más de una vez al día abandonaba a los afligidos parientes de un desaparecido para correr a echar un vistazo al puchero de las judías que Ustarroz nos consiguiera por medios un tanto ilegales y desde luego secretos. Pero sus mejores actividades me las reservó siempre a mí, acaso por los dos éramos arabarras.

Él era quien recibía las confusas explicaciones sobre deten-ciones y desaparecidos; quien se entendía con parientes y gan-chos, que de todo había; quien cada noche me pasaba una lista con los nuevos asuntos, lista que al siguiente día les retornaba con la información oportuna; quien sobre todo colocaba diplo-máticamente los hallazgos fúnebres, que tanto abundaban tras las sacas de la cárcel en el trágico mes de noviembre.

Fue esta una consecuencia del genial aviso radiado por el general Mola anunciando que contaba con una quinta columna para adueñarse de Madrid, aquella misma noche eran suma-riamente ejecutados seiscientos presos de la Cárcel Modelo; y la racha siguió hasta primeros de diciembre. Varios miles de personas, inmoladas las afueras de Madrid, y cuya partida oficial de defunción era la anotación de «trasladado a Chinchilla» que

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figuraba en el dorso de sus fichas policiales y carcelarias. Nadie ignoraba tal circunstancia; más al cabo de algún tiempo, nunca se supo exactamente partido de qué fuente, comenzó a correr el fantástico bulo según el cual uno de los camiones que conducían presos para su asesinato había sido atrapado por una avanzadilla de tropas fascistas y todos sus ocupantes se hallaban a salvo en Burgos; el bulo tuvo éxito, y al ser falso, todos los parientes se aferraban ciegamente a la ilusión de sus deudos figuraban en el autobús fantasma.

De sobra sabíamos que todo era mentira; mas también noso-tros la repetimos más de una vez, cuando se trataba de deudos tan afligidos que no usábamos comunicarles la falta nueva sin esperanza. Otras veces acudíamos al no menor socorrido arti-ficio de hablar de fortificaciones secretas; la cosa era conservar una llama de esperanza cuando el caso lo exigía. Y Aretxederre-ta solía ser siempre el encargado de distribuir equitativamente fiambres y bulos; era siempre un descanso para mí.

Porque era de ver el espectáculo de aquellas esposas, hijas o novias que llegaban histéricas a la delegación, asiéndose a descabellados parentescos con vascos remotísimos, y cometien-do pifias políticas garrafales que denotaban bien a las claras su filiación o al menos simpatía con el enemigo, pero decididas a todo con tal de salvar a sus hombres desaparecidos. Si la más estricta honradez no hubiera presidido nuestros actos la lujuria se hubiera cebado impunemente en aquella carne a la que el do-lor o el interés arrastraba a ofrecerse en voluntario holocausto. Todos los sentimientos y pasiones, todos los odios y amores, se ofrecieron al desnudo ante nuestros ojos, quizás un poco insen-sibilizados ya por la repetición del drama. Más de todas, hay una historia que jamás olvidaré.

Una noche, en la lista diaria, me pasó Aretxederreta la nota de un militar sublevado, natural de Vitoria, y desaparecidos de la Cárcel Modelo, donde cumplía condena, en la fecha fatídica del 6 al 8 de noviembre. Poco trabajo me costó comprobar su epitafio: «trasladado a Chinchilla». Y mi habitual informe «muerto» hubie-ra liquidado el asunto, si las cosas no se hubieran complicado.

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Chico, me dijo Luis a la noche siguiente, no me he atrevido a colocar el fiambre. Es un caso espantoso; ha venido la mujer, pálida, demacrada, ojerosa, angustiada, y la verdad, no me he atrevido. La he dado largas y le he dicho que vuelva mañana a hablarte. Tú verás lo que haces con ella. Para colmo viene con su hijo, un chaval de unos diez años, que debe tener más hambre que el perro de un ciego.

—Haberla colocado el disco de las fortificaciones.—Hazlo tú; ya te digo que es un caso que sobrecoge. Además

me ha dejado la nota de un cuñado al que han detenido en un café; parece un caso sencillo.

Así lo era en efecto. Un ingeniero detenido en la redada hecha por la policía en el Café del Comercio a consecuencia de la denuncia presentada por un camarero de que en la tertulia se hablaba contra el régimen. Investigué el caso, comprobé que no había nada concreto contra él, que sus antecedentes parecían ser de un nacionalista vasco tibio o al menos simpatizante; y en su virtud presente el oportuno aval, que debía ponerle en la calle en cuestión de pocos días. Siempre era una compensación del inevitable fracaso anterior. Así que, bastante animado, esperé la visita de la viuda y cuñada pensando que el caso nunca sería tan lacrimoso como había querido pintármelo Aretxederreta.

Pero ya, ya. La mujer que fue introducida en mi despacho era el vivo espectro del dolor. Su rostro carecía de vida y color, y dos ojos febriles se hundían en la sima de unas ojeras cárdenas; delgada hasta quedar reducida a un puñado de piel y huesos, un raído abrigo de entretiempo arropaba su cuerpo semidoblado. Y sus dedos esqueléticos aferraban, acaso para dominar su angus-tia y nerviosismo, el hombro raquítico de un chiquillo de pocos años en cuyo rostro el hambre grabó su sello siniestro y cuyos ojos me miraban aterrados. Si se necesitara un símbolo de Ma-drid, del Madrid revolucionario y sitiado, de la tragedia inmensa que pesaba sobre sus habitantes, aquella viuda y aquel huérfano lo serían perfecto. Y a pesar mío me impresioné.

En vano traté de colocarle la fatal noticia y terminar como pensé; en vano también traté de mentir con el desenfado habitual.

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Su angustia era tan real, tan profunda, que las palabras rutina-rias carecían de valor ante la suprema verdad del sufrimiento íntimo.

—Pero ¿cree usted que mi marido vive todavía?, –aún insis-tió, y su mano se agarrotaba tratando de contener su temblor sobre el hombro del rapaz.

—Señora, creo que puede tener usted esperanzas aún, –men-tí piadosamente.

Sus ojos me miraron en mortal agonía. Y los míos huyeron sin poder resistirlos. ¡Maldita fuera la guerra y quienes la traje-ron! Después, todavía balbuceante de dolor, me preguntó por su cuñado; y ya más tranquilo, pude romper a hablar, para borrar la trágica tensión.

—No se preocupe por su cuñado; está en la Cárcel de San Antón, y saldrá en libertad en seguida. Una denuncia falsa que se ha desvanecido en el acto. Esté tranquila a ese respecto.

Así fue. Y dos días después se presentaban los tres en mi despacho para agradecernos la gestión. El cuñado era hombre de unos cuarenta años, alto y buen mozo, cuyos ojos me cuestio-naron en muda interrogación mientras la viuda preguntaba de nuevo por su esposo.

—¿Aún no se sabe nada?—No, señora. No está en ninguna de las cárceles de Madrid;

debe estar en los grupos que fortifican, ya sabe usted que esto es secreto.

Aquella noche, en la cocina bohemia de la delegación, la viuda y su hijo hicieron el gasto; había corrido la voz de la tra-gedia, y el que más y el que menos procuró atisbarla mientras aguardaba en la sala de espera.

—Chicos, –comentó alguien, creo que Carrantza–, os asegu-ro que es la primera viuda inconsolable que conozco. Nada de lágrimas de cocodrilo, esa mujer sufre de verdad.

Al siguiente día tuve otra visita, esta vez era el cuñado sólo. Con palabras empañada por la emoción, más firme y serena, me atacó.

—Mi hermano ha muerto. Dígame la verdad.

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Le mire cara a cara. Sí, siempre pensé que era mejor decir la verdad y acabar cuanto antes; a veces ya lo hacía insensible a llantos y gemidos.

—Le mataron el 8 de noviembre. En Paracuellos del Jarama. Pero no me he atrevido a decírselo aún a la viuda; la veo dema-siado afectada.

—Yo creo, sin embargo, que es preferible que se lo diga; ya la he preparado bastante. Y le aseguro que es más la angustia y la duda lo que la está consumiendo.

—Puede que tenga usted razón. Vengan juntos mañana, y se lo diré.

No dormí aquella noche, imaginando la mejor manera de suavizar la noticia. Y cuando el trío reapareció en mi despacho, mis ojos se empeñaron en contar la rajas del suelo, mientras mis dedos jugueteaban nerviosos con el gatillo de la pistola; y así confirmé a trompicones la noticia. Mas ningún alarido de dolor, ningún desmayo, ninguna exclamación siguió a la fatal nueva; y algo sorprendido, roto quizás el acorde que yo madurara, le-vanté los ojos en busca de los suyos. En efecto, tenía razón el cuñado; la entereza de aquella mujer dolorida aguantaría mejor la seguridad de la muerte, que la tensión de la incertidumbre. Hasta creí adivinar un suspiro de desahogo, y un resplandor de energía en los ojos apagados.

—Gracias, –consiguió balbucear al fin.Y suavemente guiada por su cuñado, se derrumbó en una

silla; el chiquillo, que adivinó la verdad, rompió a llorar con desconsuelo abrazado a su madre. Mas la entereza de esta no se rompió. Y mecánicamente repetí las palabras de consuelo que pensara en mi desvelo.

No habían hecho más que salir de mi despacho, cuando Aretxederreta entró en él. Sus ojos vomitaban chiribitas, y una sardónica sonrisa culpaba sus labios.

—Oye, ¿qué se traen esos dos? Pues no se han estado cambiando pocas carantoñas mientras esperaban en la sala. ¡Qué viuda inconsolable ni qué narices; lo que son esos es dos sinvergüenzas!

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Una repentina luz se hizo en mi cerebro. Ahora me lo ex-plicaba todo; la angustia real de la viuda, el consejo del cuñado, el suspiro de satisfacción, su entereza. Eran dos amantes, quizás desde que el marido fuera condenado como rebelde, y lo único que les estorbaba para realizar sus planes era la vida del preso; que felizmente había desaparecido. Y nosotros poniéndola como ejemplo de viudas y símbolos de la tragedia.

Como quince días más tarde les volví a ver en la calle de Alca-lá; no se apercibieron de mi presencia, y a placer pude contem-plares. Cogiditos del brazo, mejilla contra mejilla. Aquella mujer había recuperado carnes y colores; y hasta bonita parecía.

Desde entonces no creo en el amor de las mujeres.

revista CosmopolitA,núm. 536, 16 de noviembre de 1944.

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La quinta columna se bautizó en Madrid. Anécdotas y comentarios

de una nueva especie jurídica1

El Lic. Jesús Galíndez dictó anoche en el patio de la Librería Dominicana una conferencia en la cual desarrolló el tema «La quinta columna se bautizó en Madrid. Anécdotas y comentarios de una nueva especie jurídica».

La conferencia

El conferenciante comenzó diciendo que había escogido ese tema porque, pese a que ha sido vulgarizado en crónicas, pelí-culas, etc., aún no ha sido estudiado jurídicamente y, además, porque tiene un gran atractivo anecdótico para el público.

Seguidamente pasó a describir el ambiente confiado y alegre de Madrid en el otoño de 1936, cuando el pueblo, después de haber tomado por asalto los cuarteles sublevados, quería ser due-ño de sus destinos, y como en los primeros días de noviembre del mismo año esta euforia se rompe con la llegada de las tropas falangistas a las puertas de la ciudad; los sindicatos y el pueblo reaccionan y justamente en ese instante de máxima tensión, en

1 N/C. Por el contenido de la charla, Galíndez fue reprendido por la Con-sultoría Jurídica de la Presidencia de la República, «por estar creando un serio problema al Gobierno». Ver Jesús de Galíndez, La Era de Trujillo, Santo Domingo, 2002, p. 206.

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la noche del 6 al 7 de noviembre, el general Emilio Mola, uno de los principales jefes rebeldes, anuncia desde la radioemisora de Valladolid que cuenta con cinco columnas para conquistar a Madrid: las cuatro militares que avanzan por las distintas carrete-ras, y «una quinta columna dentro de la ciudad» constituida por los fascistas escondidos, los presos de las cárceles y los asilados en las embajadas.

Este es el bautizo de la quinta columna, pero su origen es tan antiguo como la humanidad; el caballo de Troya es un ejemplo de quinta columna, y hasta la serpiente de la escena bíblica del paraíso terrenal es una quinta columna de Satanás.

Luego cataloga las distintas especies de quintacolumnismo en la siguiente forma:

La primera especie de quintacolumnista es el espía, bien cono-cido y tratado jurídicamente en los códigos penales. El espionaje en Madrid tuvo un aspecto peculiarísimo con la intervención de algunos representantes diplomáticos, entre otros, el encargado de negocios de Holanda, herr Francisco Schlosser.

La segunda especie es el saboteador, tanto el obrero de las fábricas como el guerrillero que opera detrás de las líneas ene-migas, se le suele tratar jurídicamente como espía o traidor, pero sus características son distintas. El protagonista de la novela de Hemingway, Por quien doblan las campanas, es un típico ejemplo.

La tercera especie es el acaparador, el alcista, tanto con fines económicos como políticos, esta especie escapa de los códigos penales y tiene que ser tratada por leyes especiales.

La cuarta especie la constituye el «bolista», que también esca-pa de los códigos penales y cuya intervención puede ser desastrosa en los momentos críticos.

La última especie y tal vez la más interesante es el guerrillero, el maquisard, que actúa en las montañas y en los bosques con ca-rácter bélico, pero clandestinamente. Esta especie se dio mucho en las montañas de los Pirineos.

Sin embargo, el quintacolumnista típico es el que reúne algo de todas las especies anteriores, y a él se refería inconsciente-mente el general Emilio Mola.

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La quinta columna no estaba organizada en Madrid, en no-viembre de 1936, pero bien pronto lo estuvo apoyada en la invio-labilidad que prestaba el asilo diplomático; al final de la guerra actuaba en ambos bandos.

Como tesis, el Lic. Galíndez sienta que Hitler aprovechó ma-ravillosamente estas experiencias de la guerra de España y que a las repúblicas americanas le correspondió tratar jurídicamente por primera vez al quintacolumnismo, en general, mediante las resoluciones adoptadas por las tres reuniones de cancilleres ce-lebradas en Panamá en el año 1939, en La Habana en 1940 y en Río de Janeiro en 1942.

El Lic. Galíndez terminó diciendo que, por recuerdos grabados en el alma de todos los que tomaron parte en una lucha que comen-zó en 1936 y que aún no ha terminado, la estancia en la República Dominicana constituirá para siempre un remanso de paz.

El contenido de esta conferencia fue casi totalmente saca-do de experiencias vividas por el licenciado Jesús de Galíndez, durante la Guerra Civil Española, circunstancia que contribuyó mucho a hacer interesante su desarrollo, el cual estuvo salpicado de amenidad por numerosas anécdotas.

Los numerosos asistentes, entre los cuales se encontraban altos funcionarios del Estado, jefe de misiones diplomáticas y destaca-dos intelectuales, le ofrecieron al terminar una cerrada ovación.

La presentación

Las palabras de presentación fueron dichas por el señor don Julio D. Postigo, quien en un breve discurso destacó la personali-dad intelectual del conferenciante, que ya en otras ocasiones ha-bía figurado en actos organizados por la Librería Dominicana.

Periódico lA NACióN,17 de noviembre de 1945.

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Temas anTiTrujillisTas

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Desde Nueva York Jesús de Galíndez define su actitud

Nueva York, 26 de diciembre de 1946.

Sr. Emilio García GodoyEmbajada de la República DominicanaWashington

Señor embajador:

Acabo de leer en La Opinión del día 17 de diciembre un agre-sivo artículo sin firma, dedicado nominalmente contra mí. Ignoro aún si ha sido el único.

Considero inútil dirigirme al director de dicho periódico, pues quizás la carta no llegaría, y si llegara probablemente no se publi-caría; por eso me dirijo a usted, en su calidad oficial. No comento el contenido del artículo; cuantos me conocen bien, lo habrán valorado mejor que yo mismo. Sólo quiero recordar mis probados sentimientos hacia el pueblo dominicano, aunque de sobra son sabidos por cuantas personas de buena fe me trataron.

Su tierra y sus compatriotas han calado muy dentro de mi alma, y jamás en la vida podrá borrarse el afecto y la emoción que siento al revivir los seis años pasados en su patria, a la que volveré cuando Dios quiera y la lucha a que estoy entregado me lo permita; entretanto siento como míos sus más íntimas vibraciones

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y anhelos. Esos vínculos fraternales son hoy tan firmes que cuan-do hace dos años dediqué mis Cinco leyendas del trópico al pueblo dominicano «como tributo sincero de gratitud hacia los hombres que en la desgracia me brindaron un hogar»; y cuando hace cua-tro años proclamaba en La aportación vasca al Derecho Internacional que debía a la República Dominicana «más que un refugio en la adversidad, un verdadero hogar». Los vascos somos siempre fieles a nuestras convicciones y sentimientos.

Por esa misma razón, hoy como ayer, y sin actuar por ello en la política interna dominicana, como me negué también a hacer-lo mientras estuve en la República, sigo y seguiré siendo amigo leal y agradecido de cuantas personas dignas nos dieron un día su apoyo, nos abrieron las puertas de su casa o nos defendieron contra fascistas y xenófobos, sean ahora lo que sean y estén don-de estén, en una poltrona gubernamental o en la modestia del exilio. Usted mismo lo ha podido comprobar durante los dos últimos meses en los pasillos y salones de las Naciones Unidas, donde yo me hallaba luchando por la misma causa de la liber-tad que un día me sacó de mi patria y me llevó a la República Dominicana, y a la que sigo y seguiré también fiel allí donde me encuentre o sea preciso. Esta actitud es común a la casi totalidad de los exiliados que pasaron por Santo Domingo.

Puede usted hacer el uso que juzgue oportuno de la presente carta, cuya fotocopia conservo. Lo justo sería publicarla íntegra, desde luego, en la prensa dominicana.

Saluda a usted atentamente,

lic. Jesús de Galíndez

Periódico lA opiNióN,30 de diciembre de 1946.

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Carta de Galíndez sobre artículo referente a Gugú1

Nueva York, 25 octubre 1950.

Mi estimado amigo:

En estos días y sólo en estos días con tanto retraso, he recibi-do el folleto por ustedes publicado en homenaje a Gugú.

Muchas gracias por el envío, que conservaré como recuer-do precioso. Gracias también por el lugar destacado que dan a mi artículo; como le dije en La Habana, no hubiese tenido inconveniente en que ya apareciera con mi nombre, y puede usted reconocerme públicamente como autor de él. Hasta ahora habíamos guardado cierta discreción; pero el ataque del tirano, defendiendo abiertamente a Franco en las Naciones Unidas, nos ha liberado del último escrúpulo.

Un afectuoso saludo para todos,

Jesús de Galíndez

nueva york, 1950

luperóN, símbolo de libertAd y heroísmo,la habana, cuba, 1951.

1 N/C. En esta carta, publicada por el periódico El Caribe del 3 de enero de 1962, Galíndez se refiere al artículo que sin identificarse escribió sobre Gugú, el cual forma parte de esta obra con el título «¡Gugú!».

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Un reportaje sobre Santo Domingo

Llegué a la República Dominicana a fines de 1939; como consecuencia de la Guerra Civil Española, durante la cual peleé como un buen vasco en el ejército leal. La mayoría de nuestros refugiados se dirigían a México; pero yo tenía tan sólo 24 años, me sobraban ilusiones, y me resistía a ser uno más de la masa innominada. Necesitaba un país pequeño a donde nadie fuera, sólo así tendría oportunidades de abrirme paso en el Nuevo Mundo. Había visitado la legación dominicana en Madrid en los días de sitio, y el recuerdo de algunos favores que les hice me dio la inspiración de abordar su consulado en Burdeos; donde conseguí el visado que me rescató de Europa justo en el último barco norteamericano. Lo que yo no esperaba entonces es que tras mí cayeran en la República Dominicana entre 4,000 y 5,000 refugiados más, disfrazados como agricultores; agricultores cu-yas verdaderas profesiones variaban desde generales regulares del ejército y catedráticos universitarios hasta mecánicos y pes-cadores; naturalmente las colonias agrícolas fueron un fracaso, y poco a poco la mayoría se dispersó hacia otros rumbos. Yo fui de los pocos que quedaron en la República Dominicana como era mi propósito inicial, por más de seis años; seis años durante los cuales llegué a identificarme como hermano con el pueblo dominicano, y tuve la oportunidad de convivir uno de los regí-menes políticos más pintorescos que han existido jamás en el mundo.

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La República Dominicana comparte con Haití la isla central de las Antillas. En 1492 cautivó a Colón con sus bellezas natura-les, y de ella partieron después casi todos los grandes descubrido-res y conquistadores. En su capital, Santo Domingo de Guzmán, llegó a florecer una pequeña corte virreinal, a comienzos del siglo xvi, cuyo recuerdo queda perpetuado en pétreas ruinas de sin igual encanto. Más tarde la primera colonia española en el nuevo mundo decayó; y los ataques de Drake y otros corsarios oficiosos precedieron el establecimiento de rudos piratas en sus costas más inaccesibles; quienes más tarde dieron origen a la colonia francesa, cuyos esclavos proclamaron a comienzos del siglo xix una república negra que conserva el nombre indígena de Haití. Tres fechas y dos guerras sangrientas jalonan la inde-pendencia dominicana, arrancada sucesivamente de España en 1821, de Haití en 1844, y de España nuevamente en 1865; para sufrir todavía en el siglo xx la ocupación de marinos norteame-ricanos de 1916 a 1924. Innumerables guerras civiles y más de un dictador salpican su historia nacional del último siglo; pero puede enorgullecerse también de contar con la universidad y la catedral más antigua de América, con la nutrida serie de literatos ilustres desde la poetisa Leonor de Ovando en el siglo xvi, con un pueblo digno de mejor suerte, y con una naturaleza exuberante que encierra verdaderas joyas.

He recorrido la República Dominicana muchas veces de extremo a extremo. Desde la bahía de Samaná que un día fue refugio de piratas, hasta el lago Enriquillo en que los indígenas taínos se mantuvieron invictos hasta firmar un tratado de paz con los españoles; trepando a caballo las montañas de su cordillera central donde se desploma la impresionante catarata de Jimenoa, y remando a cayuco por las pausadas aguas del río Ozama a través de sabanas en las que de noche resuenan tambores misteriosos; bosques de palmeras y bosques de cactus, playas de aguas multi-colores en las que acecha el tiburón, bohíos de la manigua donde canturrea el campesino con dulzura tropical, fiestas populares en que los güiros acompañan un pimentoso merengue, rugir de huracanes y placidez de luna llena...

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Pero desde hace 25 años esa tierra, exuberante y trágica, ofrece una curiosidad más al observador que pueda cruzarla sin llamar demasiado la atención. Para los dominicanos que lo su-fren, el régimen trujillista es un drama diario que silencia labios y oprime corazones. Para los extranjeros con ojos bien abiertos, el Benefactor y sus megalomanías son un tesoro de sorpresas increíbles, merecedoras de ser divulgadas.

Confieso que cuando solicité el visado para la República Dominicana ni tan siquiera pensé en quién sería su presidente, yo tan sólo pensaba en forjarme una nueva vida. Mi primer cono-cimiento del «generalísimo» Rafael L. Trujillo Molina tuvo lugar accidentalmente en aquel consulado dominicano de Burdeos. Aguardábamos en cola de visación de nuestros pasaportes, en un salón dominado por el retrato de un personaje imponente tocado con sombrero de plumaje blanco. Uno de mis compañe-ros le preguntó al cónsul: «¿Ese es su presidente?»; y el cónsul respondió algo extraño: «No, ese no es el presidente; ese es el Benefactor». Mi amigo y yo nos miramos sin comprender; pero un alzamiento de hombros cerró nuestras dudas, bah, pensamos, «cosas de América».

Pronto iría descubriendo el misterio de aquel «Benefactor». Creo que mi primera lección política dominicana la recibí junto al mar Caribe, reclinado en una haragana del Instituto Cristóbal Colón que los primeros refugiados llegados al país abrieron jun-to a la playa de Güibia. Uno de nuestros contertulios diarios era un periodista criollo llamado Gimbernald, de gracejo sin igual y acento difícil de entender, que se jactaba de ser uno de los «tru-jillistas» más fieles, y con orgullo incomprensible para nosotros se jactaba de ser el único diputado que había renunciado «de palabra». Pocas semanas después escuché otros comentarios no menos incomprensibles de labios del rector de la universidad por aquel entonces, Ortega Frier, en cuya finca solíamos reunirnos los aspirantes al profesorado; se estaba muriendo el presidente Peynado, y parecía natural que el vicepresidente Troncoso de la Concha ocupara la vacante; sin embargo, Ortega Frier nos aseguró con lenguaje que parecía sibilino: «El jefe quiere que

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yo sea el nuevo presidente, pero yo le he dicho que Pipí no debe renunciar».

Sólo tiempo después conseguí aclarar aquellos misterios enigmáticos. En la República Dominicana del benefactor Truji-llo hay elecciones, vaya que si las hay, mejor que en la Alemania nazi o la Rusia comunista; según el acta oficial de las últimas celebradas en 1952, el 100% de los electores depositaron su voto por todos los candidatos, desde el presidente de la República hasta el último regidor pasando por senadores y diputados. Pero Trujillo, el «jefe» y «benefactor», les hace firmar previamente la renuncia sin fecha a todos sus cargos de elección; después, de vez en cuando, no tiene más que agregar la fecha del día a una de esas renuncias y hacerla circular; simultáneamente «sugiere» el nombre del nuevo congresista de acuerdo con el artículo 16 de la Constitución, porque eso sí, la Constitución se aplica siem-pre al pie de la letra, según el cual si se produce una vacante en cargo de elección popular el jefe del partido a que pertenecía el anterior titular presenta una terna de la cual el correspon-diente organismo público selecciona el sustituto; de ese modo tan «constitucional» el remeneo de diputados y senadores está a la orden del día. Con razón se jactaba nuestro amigo periodista de ser el único que «renunció» de palabra, hay legisladores que se enteran de su renuncia cuando llegan a la Cámara sin previo aviso de lo que va a suceder; pero fue el caso de un ministro de Relaciones Exteriores, quien en presencia de un jefe de Misión europea ordenó a su jefe de Protocolo que averiguara por qué había sonado la sirena del periódico, y tuvo que pasar por la vergüenza de oír que «había sido aceptada» su dimisión. Don Pipí Troncoso de la Concha ocupó finalmente la presidencia; pero más adelante también tuvo que renunciar. Fue uno de los episodios más regocijantes de la opereta política que viví en la República Dominicana, y merece mayor detalle. Sucedió el año 1942, año de elecciones generales. Trujillo había sido presidente de 1930 a 1934 y de 1934 a 1938; en 1938 decidió darse un pa-seíto por Europa e hizo elegir a su lugarteniente Peynado, aquel presidente que falleció a poco de nuestra llegada; al expirar

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su período cubierto por el vicepresidente Troncoso, todos los favoritos de Trujillo andaban revueltos porque la fecha se acer-caba y aún no había signos que señalaran claramente al nuevo «presidente». Tan sólo se rumoreaba que este año 1942 habría «lucha»; porque desde unos meses antes la República Dominica-na estaba en guerra con las Potencias del Eje y al parecer había que presentar siquiera una fachada democrática, total presentar otro candidato a derrotar era fácil. La única dificultad estaba en que bajo Trujillo sólo existe un partido, el Partido Dominicano, jefe: Trujillo. Así es difícil lucha alguna, aunque sea simulada.

Había que organizar rápidamente un partido de la oposición. Y una mañana nos desayunamos con la noticia sensacional: se ha-bía creado el esperado partido de la oposición, pero se llamaba... ¡Partido Trujillista! Menudo conflicto para todos durante 24 ho-ras; porque cualquier otro Partido Demócrata, Liberal, Radical, Nacional, hubiera sido olvidado, pero ¡un Partido Trujillista!... ¿Qué hacer? La solución la tuvimos a la mañana siguiente; otro grueso titular del periódico matutino nos comunicaba la increí-ble noticia de que el Presidente de la Junta Nacional Directiva del Partido Dominicano había solicitado su admisión en el nuevo Partido Trujillista y había sido admitido en el acto. Aquella fue la señal orientadora; y todo el mundo se apresuró a afiliarse en los dos partidos.

Durante un par de meses asistimos a una volcánica campaña electoral en que los funcionarios públicos y los aspirantes a fun-cionarios corrían de mitin en mitin de ambos partidos, lo difícil era distinguir uno de otro porque todos los oradores tenían un sólo tópico: la adulación más calurosa a Trujillo. Y seguíamos sin saber quiénes serían el candidato triunfante y el derrotado.

La primera convención fue la del Partido Dominicano, el tra-dicional. La emoción de los delegados era incontenible, porque se sospechaba fundadamente que ellos serían los «vencedores». Finalmente subió a la tribuna el presidente de su Junta Nacional Directiva, el mismo que poco antes había solicitado su admisión en el partido de oposición; al fin se iba a saber el nombre del favorito a «elegir». Mas, ¡oh emoción!, el nombre que salió de

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sus labios para postularle como candidato fue nada menos que el del generalísimo Dr. Rafael L. Trujillo Molina, benefactor de la patria. La ovación fue clamorosa; ya no había dudas de que «ellos serían los vencedores». En el acto se disputaron el honor de constituir una comisión especial que fuese a comunicarle a Trujillo la buena nueva, la sorpresa. Dicen que cuando la comi-sión llegó a su estancia fundación en San Cristóbal, el jefe estaba dando un paseíto matinal a caballo, y que acogió los plácemes de los comisionados con un elocuente gesto de modestia, ellos podían tomarse el trago de celebración, pero él seguiría sin in-mutarse su paseo ecuestre, estaba por encima de tales emociones humanas. Al día siguiente el periódico volvió a obsequiarnos con un titular a toda plana que decía: «Seguiré a caballo», comentó el jefe cuando le comunicaron...

«Seguiré a caballo» fue desde entonces el lema de la campa-ña electoral; el país entero se llenó de cartelones con la figura ecuestre del generalísimo; y un compositor improvisó un me-rengue con la simbólica letra de «Y seguiré a caballo, eso dijo el general». Aunque el colmo de la adulación fue un inmenso letrero que yo mismo vi poner en la calle principal de la ciudad capital, Ciudad Trujillo, naturalmente, por un joven italiano que hasta poco antes había sido entusiasta de Mussolini y ahora que-ría corregir pasadas desviaciones nacionalistas; el letrero rezaba sin la menor vergüenza: «Seguiré a caballo, dijiste jefe, y nosotros te seguiremos a pie». No hay que decir que Trujillo fue elegido presidente; por unanimidad, porque el Partido Trujillista se apresuró a endosar su candidatura. Así terminó aquel extraño partido de la oposición.

Pero la opereta no concluyó ahí. Las elecciones fueron en mayo, y la toma de posesión debía celebrarse en agosto; eran demasiados meses de espera. El presidente de la Cámara «an-titrujillista» hasta poco antes, se apresuró a exponer la difícil situación porque atravesaba el país en guerra; los dominicanos necesitaban al generalísimo Trujillo en el timón inmediatamen-te, había que buscar una solución inmediata. Fue fácil; de nuevo entró en juego la Constitución. El lunes leímos la noticia de que

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había renunciado el ministro de la Guerra (hermano menor de Trujillo, incidentalmente), y que el presidente Troncoso había nombrado como tal a Trujillo el Grande; el martes renunció el presidente Troncoso en emotiva sesión ante las dos Cámaras; y, siempre de acuerdo con la Constitución, el ministro de la Guerra ocupó provisionalmente la vacante. El resto de la combinación fue fácil; poco después el presidente del senado, Porfirio He-rrera, «renunció» y don Pipí fue elegido senador presidente; el presidente de la Cámara, Peña Batlle, «renunció» a su vez, y He-rrera fue elegido diputado presidente; Peña Batlle fue nombra-do ministro del Interior, su antecesor pasó a ocupar no recuerdo qué otro puesto, y así sucesivamente. Lo que no puedo precisar ahora es quién fue el funcionario que «renunció» del todo y se quedó sin puesto en esta bonita combinación «constitucional»; porque siempre hay algún cesante en esos remeneos, de ahí su emoción para los interesados.

Todos estos recuerdos que se apilan al escribir, los viví poco a poco. Entre tanto fui aprendiendo muchas otras cosas. Ya quedaba muy lejos aquella visión borrosa del consulado de Burdeos, un retrato de plumaje blanco. Ahora conocía al Truji-llo de carne y hueso; y conocía otras muchas cosas más. Desde que llegué al país pude admirar el hermoso letrero luminoso y multicolor que el «presidente» Peynado se apresuró a poner en su hogar el día que fue «elegido»: «Dios y Trujillo». Los anuncios de la Lotería proclamaban: «Salga de pobre, y Trujillo siempre». La ciudad capital había cambiado el nombre con que la bautizó Colón en el de Ciudad Trujillo; estaba radicada en la Provincia Trujillo, y la inmediata se llamaba «Trujillo Valdés» (en recuerdo del papá); había provincias Benefactor, Liberta-dor, San Rafael...; la montaña más bella se había rebautizado en Pico Trujillo. Era increíble la notoriedad alcanzada por aquel hombre. Aunque para mí lo mejor de todo sigue siendo el le-trero que vi en la puerta del manicomio de Nigua: «Todo se lo debemos a Trujillo».

¿Cómo surgió este glorioso «generalísimo» de opereta? Una de sus muchas genialidades es que ha ganado sus grados sin

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haber combatido en campaña alguna; aunque declaró la guerra a Hitler, Mussolini e Hirohito. Su historia oficial comienza en los años de la ocupación de Santo Domingo por los marinos norteamericanos; un joven de San Cristóbal llamado Rafael L. Trujillo ostentaba ya el grado de capitán; y en el Tratado de Desocupación se estipuló que los oficiales de esa guardia pasa-rían a serlo de la nueva Policía Nacional. El capitán Trujillo hizo rápida carrera, con su inteligencia natural y el adiestramiento norteamericano; pronto era coronel jefe de la Policía, que reor-ganizó totalmente con oficiales de su confianza; y en 1927 había llegado a general jefe del Ejército recién creado. Entonces se le presentó la ocasión. Desde 1924 era presidente un viejo caudi-llo de las guerras civiles pasadas, el general Horacio Vásquez; contra quien se alzaron algunas fuerzas del Cibao en el norte de la isla en el año 1930. Según me dijeron, el general Trujillo se apresuró a ratificar su lealtad al presidente Vásquez, y salió con sus fuerzas de la capital para combatir a los rebeldes; pero en secreto estaba confabulado con estos si no era su jefe desde el principio, y los rebeldes ocuparon pacíficamente la capital mientras las tropas de Trujillo permanecían inactivas «sin en-contrarles»; el presidente Vásquez tuvo que huir del país, tras buscar asilo en una embajada extranjera. Meses después Trujillo era elegido presidente, tras una campaña electoral en que la po-licía por él reorganizada fue mucho más eficaz que los mítines de propaganda; y no mucho después se había desembarazado de todos los «colaboradores» que podían hacerle sombra; el vicepresidente Estrella Ureña aún tuvo suerte, pues terminó desterrado en Estados Unidos; pero otro miembro del Gabinete Provisional y después senador, el general Desiderio Arias, fue simplemente asesinado.

Así comenzó en 1930 la «gloriosa Era de Trujillo», que aún no ha concluido. Es una era que se registra cuidadosamente en los documentos oficiales y en los edificios públicos. Lo mismo una ley que un oficio ministerial debe ir firmado en el día tal de 1955, año 112 de la Independencia, 89 de la Restauración y 25 de la Era de Trujillo. En cuanto a las obras públicas, jamás olvidaré

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la inauguración con ocasión del centenario de la República en el año 1944 de un busto de cierta heroína de la Independencia fusilada cien años atrás, que al aparecer al público produjo la natural consternación al leerse al pie: «María Trinidad Sánchez, Era de Trujillo». ¿También esta? Se preguntaba la gente en se-creto; porque si de algo tiene ganada reputación «el jefe» es de Tenorio, un Tenorio con ventaja.

Este lado humano del personaje político es de lo más in-teresante; digno de una novela, y de las que se leen bien. Ha estado casado tres veces; la primera parece que fue cuando aún su estrella no había subido bastante en el cenit, y los rasgos li-geramente mulatos de su famosa hija Flor de Oro perpetúan el recuerdo de una esposa descartada cuando el general Trujillo juzgó necesario tener una señora Trujillo más presentable. La segunda ya pertenecía a la buena sociedad, pero no satisfacía los ideales de belleza del nuevo presidente; quien para contraer matrimonio con la tercera, y al parecer definitiva, no vaciló en hacer modificar la Ley de Divorcio a fin de incluir una causa tan injusta como la de no tener un hijo a los cinco años de matri-monio. Bueno, esto del hijo obligó además a aprobar otra nueva ley poco después; porque Trujillo carecía de heredero varón, y quería legitimar como suyo el adulterino que su tercera esposa dio a luz poco antes de divorciarse de un cubano que rechazó su paternidad. Doña María de Trujillo firmó años después una co-lumna periodística dominical, sumamente curiosa, con al título de «Meditaciones morales».

Este hijo es el célebre «Ramfis». No fue bautizado así, es apo-do adquirido en la niñez y no precisamente por influencia de la ópera Aída. A los nueve años fue designado general de Brigada, lo que por algún tiempo provocó el natural regocijo de todos. Allá cuando alcanzó los 14, el periódico nos comunicó debidamente que había decidido renunciar tal generalato para comenzar la carrera de las armas desde los primeros pasos; en carta ejemplar dirigida a su «querido papá», que fue reproducida junto con el Decreto Oficial en el que el presidente Trujillo, admitía la re-nuncia del general Trujillo, y las cartas de felicitación de cuantos

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secretarios de Estado, senadores y diputados tuvieron conoci-miento del hecho a tiempo; todos se apresuraron a proclamar tal rasgo como modelo a imitar por la juventud dominicana.

Bueno, si resulta modelo no puede menos de ser alentador para la juventud de cualquier país. Porque el nuevo cadete Truji-llo fue subiendo rápidamente, uno por uno, todos los grados del Ejército hasta volver a ser general hacia los 23 años; pero por esta vez por «rigurosos méritos». Al mismo tiempo se doctoraba en Derecho, y obtenía las máximas condecoraciones de las órdenes de Cristóbal Colón, de Juan Pablo Duarte y hasta de Trujillo. Hoy es mayor general y jefe de Estado Mayor de la aviación dominica-na, juega al polo en Miami, y no hace mucho fue padrino de la fugaz boda entre Porfirio Rubirosa y Bárbara Hutton.

La historia de Porfirio Rubirosa está ligada a la Flor de Oro Trujillo, fue el primer romance de ambos. Por entonces Por-firio era un oficial de la escolta personal de Trujillo, y la hija mayor del presidente se enamoró del apuesto mancebo; que en tal virtud fue promovido al rango de secretario de la Embajada Dominicana en París. Poco después un divorcio separó sus vidas, aunque quizás no los sentimientos de ella; y ambos iniciaron una carrera meteórica. Los matrimonios de Porfirio han alcanzado rango de titulares internacionales; pero en número le gana Flor de Oro. Su segundo esposo fue un médico dominicano, por algún tiempo ministro dominicano en México; el tercero, fue un capitán médico del ejército norteamericano, muerto en un incendio neoyorquino a comienzos de la II Guerra Mundial; el cuarto fue un acaudalado brasileño, Mayrink Veiga; los dos últi-mos fueron franceses. Actualmente está recluida en la República Dominicana, y se dice que al padre no le agradó mucho el mara-tón matrimonial, quizás porque le lleva tres puntos de ventaja.

Ah, se me olvidaba, Trujillo tiene un tercer hijo legítimo que fue bautizado Radamés, y creo que es coronel desde los 7 u 8 años. Su hermano menor, Héctor es general de los ejérci-tos y actualmente presidente de la República; otro hermano es brigadier general honoris causa y propietario de una estación de radio-televisión; otro hermano murió «suicidado», también con

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el rango de general. Un cuñado es mayor general retirado; otro es alto jefe de la aviación militar, y un tercero administró la Lo-tería hasta hace muy poco. Un sobrino es jefe de Estado Mayor del Ejército…

Y creo que es preferible, no entrar en otra clase de roman-ces, más o menos pasajeros, porque necesito espacio para otros ángulos políticos.

Los enemigos de Trujillo suelen hablar de su régimen de te-rror. Son ciertos los casos que se citan, y tuve ocasión de conocer personalmente algunas de las víctimas más recientes. Pero su arma más poderosa de sumisión es el hambre. Nada se puede hacer en la República Dominicana sin demostrar, no simplemen-te que uno no es enemigo del Gobierno, sino que es un adicto probado; cualquier solicitud oficial, incluyendo la planilla de un pasaporte o una declaración de importación, contiene una línea para incluir el número y la fecha de afiliación en el Partido Do-minicano. Hasta los propios favoritos de turno saben que están a merced de cualquier capricho; y a Trujillo le gusta probarles que dependen de ese capricho. Tan fácil es ser ascendido a los máximos puestos, como ser destituido y aún parar en la cárcel.

Recuerdo ahora algunos casos sonados que viví. Allá en 1944 fue trasladado al país con el rango de embajador consejero de la Secretaría de Relaciones Exteriores, quien hasta entonces había sido embajador en Washington; estábamos en vísperas de conmemorar el Primer Centenario de la República, y todas sus amistades sabían que la señora embajadora había traído los vestidos necesarios para el acontecimiento y sus muchos festejos y recepciones. Pues bien, unas dos semanas antes de comenzar las celebraciones, el embajador Troncoso fue destituido fulmi-nantemente en términos que no dejaban duda alguna de su to-tal desgracia política, ni siquiera había sido «elegido» diputado como es costumbre cuando la desgracia es parcial; no hay que decir que permaneció encerrado en casa durante las semanas del jolgorio, y que ni siquiera sus amigos se atrevieron a invitarle a recepciones privadas. Ah, pero tan pronto como terminaron los festejos, fue designado miembro del Gabinete, creo que como

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secretario del tesorero, el señor embajador había sido castigado «sin centenario» como un niño travieso es castigado sin postre. Lo peor es que aceptó el nuevo puesto.

Bueno, todos tienen que aceptar. Recuerdo otro caso peor. Fue poco tiempo después de llegar yo al país; Trujillo estuvo gravemente enfermo, y su médico de cabecera, a la vez que se-cretario de Sanidad, llegó a decir que «olía a cadáver»; pero no murió, gracias a un rápido traslado a los Estados Unidos donde fue sometido al necesario tratamiento. En su ausencia, toda clase de rumores corrieron por la República, y el que más y el que menos buscaba posiciones junto al posible sucesor; de quien más se hablaba era de un general Estrella, por muchos años lugarteniente de Trujillo como su comisionado especial en las provincias del norte. Cuando el Benefactor se curó, y no hay que narrar el recibimiento que le tributaron en el puerto al regresar una de sus primeras medidas fue destituir y mandar a la cárcel al secretario de Sanidad, quien se lo tenía bien merecido por irse de la lengua; después le tocó el turno al generar Estrella, acusado de alguna estafa en el ejercicio de su cargo y condenado a varios años de prisión, tras ser exhibido con el traje a rayas de los presos por las calles de la ciudad donde hasta días antes reinó como pri-mer favorito de la benefacturía. La misión de humillar al general Estrella correspondió a un político viejo designado gobernador civil y a un coronel del ejército designado gobernador militar de la plaza; pobres hombres, no sabían lo que les esperaba, porque meses después Trujillo comenzó a hacer las paces con el general Estrella y los dos gobernadores fueron también exhibidos con el traje de presidiarios, en justa compensación. Pocas semanas después el pasajero gobernador civil de Santiago era «elegido» senador; y todos tan contentos.

Esas desgracias políticas llevan aparejadas otras complica-ciones. En la República Dominicana, de Trujillo se valoran los grados de la desgracia, según la caída de un ministro suponga su elección como senador o baje a diputado, según conserve el automóvil y la casa que le regaló el jefe en los días de bonanza o se le vea caminando a pie por las calles. Una desgracia mayor

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supone la cesantía total, y serias dificultades para ganarse la vida. Hay que reconocer que en la cárcel terminan pocos, suele bastar con alzar el látigo.

Al cabo de tantos años, casi todos se han acostumbrado a esa incertidumbre; y aceptan con la resignación el castigo o el encubrimiento. Un miembro del Gabinete de Trujillo me co-mentó en cierto momento de desahogo que el jefe había hecho del pueblo dominicano «un rebaño de mansas ovejas», y me lo decía con cruel ironía personal. Pero de vez en cuando alguno revienta, y consigue escapar al extranjero donde engrosa las filas de los «revolucionarios». Entonces el látigo desciende sobre sus familias; que suelen apresurarse a firmar todas las cartas que sean necesarias desnaturalizándose del traidor, menuda antolo-gía puede reunirse en los periódicos, si no sufren en su persona la venganza que no puede alcanzar ya a los ausentes.

Recuerdo otro caso que viví muy de cerca, por tratarse de ve-cinos y amigos. Cuando llegué a la República Dominicana, don Pericles Franco estaba en desgracia, era un maestro cesante; pero en los años siguientes fue pasando sucesivamente por los cargos de subsecretario del Despacho del Generalísimo, subsecretario del Interior, diputado, y presidente de una Corte de Apelación, amén de ser nombrado catedrático de la universidad. Entre tanto su hijo Periclito estudiaba en una universidad de Chile, y se convertía en comunista; Periclito regresó al país hacia 1942 como consecuencia de la situación bélica, y sin conocimiento de sus familiares comenzó a dirigir una organización clandestina de estudiantes, que fue descubierta por la policía en el verano de 1945; Periclito consiguió asilarse en la Legación de Colombia, y don Pericles fue detenido en su lugar; días después Periclito marchó al extranjero donde inició una violenta campaña perio-dística, y don Pericles fue condenado a tres meses de prisión por un delito que se alegó había cometido muchísimos años antes; hoy Periclito dirige a los comunistas dominicanos desde el exilio, y don Pericles sigue en desgracia.

Y ya que hablo de Periclito Franco W. y de los comunistas do-minicanos, bueno será dedicar nuestra atención a la elocuente

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parodia democrática simulada por Trujillo allá en 1946. Acababa de terminar la II Guerra Mundial, muchas dictaduras se desplo-maban en Iberoamérica, y estaba de moda el «democratizarse». En la República Dominicana eso era fácil, bastaba con dar la orden desde la presidencia.

Había comenzado la cosa en diciembre de 1941, cuando la agresión japonesa de Pearl Harbor. Horas después corrió por la capital la noticia de que la República Dominicana le iba a decla-rar la guerra al imperio del Japón. Yo que había hecho la Guerra de España y había vivido las primeras semanas de la II Guerra Mundial en Francia no sabía todavía cómo se declaraba una gue-rra, y me dirigí a curiosear a la Cámara de Diputados; en efecto, allí estaban reunidos todos los parlamentarios listos a votar con su unanimidad acostumbrada. Pero las horas pasaban, y el es-pectáculo no se iniciaba; porque resulta que entonces Trujillo no era, sino que lo era don Pipí, y este tenía que esperar instruc-ciones cablegráficas del Benefactor desde Estados Unidos antes de poner en marcha los canales constitucionales. Finalmente llegó el cable, el presidente mandó su mensaje al Parlamento solicitando su aprobación para declarar la guerra, senadores y di-putados votaron que «sí» aún los que hasta el día anterior habían sido germanófilos, y el presidente firmó la declaración de guerra al Japón. Pero entonces surgió la gran dificultad, ¿a quién leerle la declaración de guerra?, porque en Ciudad Trujillo no había diplomático japonés alguno; hubo que sacar de la cama a un pobre comerciante dominicano que tuvo la mala suerte de ser por entonces importador de mercancías japonesas y de propina cónsul honorario, quien escuchó asombrado la solemne decla-ración de guerra antes de ser detenido por la policía, al parecer como «sospechoso». Dos o tres días después estábamos también en guerra con Alemania e Italia.

Y se ganó la guerra. Trujillo era uno de los vencedores, uno de los campeones de la democracia. Fue entonces cuando inició la «democratización» del régimen. El primer paso fue reorga-nizar desde la presidencia la Confederación Dominicana del Trabajo, disuelta al comenzar la gloriosa era. Precisamente yo fui

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designado aquellos días asesor legal del nuevo Departamento de Trabajo; y viví los días febriles en que los sindicatos surgían más o menos espontáneamente, se aprobaban leyes obreristas a toda prisa, y hasta se ordenaba al director del periódico vespertino que iniciara una oposición discreta «sin atacar al presidente ni al Ejército». Hasta que un día las cosas avanzaron tan de prisa que nos encontramos con la sorpresa de una huelga en los campos azucareros de La Romana, una huelga sin permiso previo de Trujillo. Aquello se ponía grave.

La huelga, abortada al principio, llegó a ser general en dos provincias a principios de 1946, y los obreros consiguieron gran-des aumentos en sus salarios de hambre; en una de las sesiones ante el Comité Nacional de Salarios del que yo era secretario, hubo un propietario que declaró pagar a sus obreros 25 centavos al día sin comida. Pero junto a la huelga en serio se desarrolla-ron extraños acontecimientos a tono con la opereta trujillista. La cosa comenzó según mis recuerdos, con un informe de la policía secreta según el cual, al celebrarse en La Romana una manifestación organizada por los norteamericanos empleados en su ingenio para celebrar la victoria final en la II Guerra Mundial, un tal Frías Meyreles había aparecido con la bandera roja por ser Rusia una de las Naciones Unidas; al ser detenido después, había declarado tener nada menos que 40,000 obreros organizados clandestinamente. Días después supe que el embajador de Méxi-co sospechaba tener un espía bajo apariencias de asilado político, pues decía tener cosas tan increíbles como la de ser jefe de 40,000 obreros organizados en la clandestinidad; era, naturalmente, el mismo Frías Meyreles. Quien después de pasar un mes como asilado, aceptó la oferta gubernamental de un alto puesto como asesor de la Secretaría de Economía y Trabajo; en esta pensamos al principio que se había entregado a las presiones oficiales como era normal, pero el tal Frías Meyreles nos saludó afirmando que era preciso ante todo «ahorcar al gobernador civil de La Roma-na»; días después me confiaba con tono secreto que era dirigente del Partido Comunista Dominicano, al mismo tiempo que por mi parte pude averiguar quién era el funcionario que lo vigilaba a sol

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y sombra. No voy detallar los episodios de aquellas semanas; des-de el principio pareció claro que Frías Meyreles era tan sólo un perturbado pacífico, a quien utilizaron por igual algunos agentes comunistas dominicanos para probar la táctica gubernamental y el propio gobierno trujillista para descubrir la organización comunista si es que existía. Nadie llegó a tomar en serio a Frías Meyreles.

Pero Trujillo siguió adelante con su táctica. Meses después, en 1946, mandó un agente a Cuba para entrevistarse con los co-munistas dominicanos allí exiliados, entre ellos Periclito Franco; el Gobierno dominicano les daba garantías para que se reorgani-zaran públicamente en la República. Los comunistas aceptaron, varios de ellos regresaron al país, y el llamado Partido Socialista Popular fue por algún tiempo el único partido de oposición tolerado en su acción y propaganda; al mismo tiempo que cual-quier otro partido de la oposición democrática era imposible de soñar. No sé hasta qué punto los comunistas aprovecharon esta oportunidad, porque abandoné la República Dominicana a comienzos de 1946; pero la jugada de Trujillo era cantada desde el principio; en vísperas de las elecciones de 1947 pudo dirigirse al país afirmando que sus únicos enemigos eran los comunistas y que él estaba dispuesto a salvar la República Dominicana del peligro comunista (importado a la orden).

Esta vez Periclito terminó en la cárcel, con todos los ilusos muchachos que habían caído en la trampa, comunistas y no co-munistas. Pero la «democratización» siguió adelante.

Las elecciones de 1947 fueron las únicas durante la Era de Trujillo que presenciaron la «lucha» entre tres candidatos presidenciales: Trujillo el grande, don Fello Espaillat (que fue secretario de Economía antes de que le ordenaran pasarse a una oposición nominal) y Panchito Prats en representación de un flamante Partido Laborista; lo malo es que no se puede estar en todos los detalles y pocos días antes de las elecciones se publicó una adhesión de todos los diputados a la candidatura salvadora de Trujillo, en relación nominal tan fiel que incluyó nada menos que al candidato «laborista» Panchito Prats. No hay que decir que

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Trujillo ganó. Tiempo después, Panchito volvió a ser «elegido» diputado por el Partido Dominicano oficial; don Fello Espaillat simplemente se murió.

Hoy en República Dominicana todo ha vuelto a sus cauces normales. Ya no hay necesidad de «democratizaciones».

El Partido Dominicano (jefe: Trujillo) es el único; su «antico-munismo» es el tópico de moda; la presidencia la ostenta el her-mano menor de la dinastía; y Trujillo es de nuevo el benefactor que viaja por Estados Unidos y Europa. Como en los días de mi llegada a la República Dominicana.

Ramfis juega hoy al polo, a más de dirigir la aviación domi-nicana. En mis días Ramfis era propietario de la mejor cuadra de caballos de carrera. El hipódromo se puso de moda en 1944, cuando el centenario. Eran luchas muy movidas, en un ambiente estrictamente familiar: los caballos de Ramfis, contra los caballos de su mamá, de su tío Héctor, de su tío Mon Saviñón... y de vez en cuando algún extraño atrevido. Ah, pero lo que son las cosas de la vida. Uno de esos extraños había adquirido un espléndido caballo de nombre Dicayagua, que al parecer había obtenido triunfos notables en los Estados Unidos antes de que una lesión lo pusiera a la venta; nadie de la real familia lo quiso adquirir, y Dicayagua pasó a ser propiedad de un comerciante español. Funesto error; el caballo mejoró con los aires del trópico, y pronto no había caballo alguno de las cuadras trujillistas que pudiera vencerlo a larga distancia; llegó el día en que Dicayagua era favorito de la ciudad capital, y se comenzó a murmurar si los aplausos no tendrían también un valor político como única forma de ovacionar algo que no pertenecía a Trujillo. El chisme debió ser muy grave, porque una mañana nos deleitamos con una carta pública en que uno de los ayudantes civiles de Trujillo acusaba al propietario de Dicayagua de drogar sus caballos y solicitaba su expulsión de la República Dominicana; al siguien-te día una segunda carta respaldaba la petición de sanciones con varias firmas prominentes, entre ellas la de alguien que la mañana anterior había expresado su indignación ante aquella carta repugnante y por la tarde recibió la visita de un oficial de la

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policía. La expulsión no tuvo lugar; pero nada menos que el jefe de Estado Mayor del Ejército llamó a su despacho al propietario de Dicayagua para conminarle a entrar en vereda; Dicayagua desapareció prudentemente del hipódromo.

No fue el único incidente hípico-político que recuerdo. Un refugiado español, el Dr. Enrique García, había sido veterinario de las vacas de Trujillo casi desde su llegada al país, y su éxito fue tal que le concedieron la nacionalidad dominicana honoris causa; después fue nombrado veterinario del hipódromo, lo que le suponía un buen ingreso sin apenas trabajo.

Pero día llegó en que un caballo de Ramfis fue descalificado. Santo Dios, y la que se armó; lo de menos fue verle al secretario del Interior corriendo hacia la tribuna del jurado para restaurar el debido orden; al día siguiente el jurado en pleno fue sustitui-do, y no en el hipódromo, sino en sus puestos de trabajo diario, hasta el viejo don Haim López Penha pese a ostentar la máxima posición en la masonería dominicana en la que Trujillo no pasó de ser el «hermano Rafael»; y el Dr. Enrique García fue despoja-do de la nacionalidad dominicana e invitado a abandonar el país en días mejor que en semanas.

Los caballos de la familia real tenían que ser los mejores. Como la leche de la Hacienda Fundación es la primera que se vende, y los mejores negocios del país chorrean sus ingresos en las cuentas privadas de la familia real, sobre todo de su fundador. Pero quizás la afición más destacada de Trujillo es la de coleccionar.

Otros coleccionan sellos de correos. Trujillo colecciona tí-tulos. Cuando es presidente, su mención obliga a insertar varias líneas en cualquier croniquilla social: S. E. el generalísimo doc-tor Rafael Leónidas Trujillo Molina, honorable presidente de la República, benefactor de la patria, y reconstructor de la inde-pendencia financiera; ahora los linotipistas se pueden ahorrar una línea, pero aún a veces se equivocan y el generalísimo sale antes que el presidente. Es además catedrático de la Universidad de Santo Domingo, aunque nunca cursó estudios superiores algunos. Sucesivamente ha sido nombrado primer abogado, primer médico, primer maestro, primer estudiante... Tanto que

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lo difícil es encontrar un nuevo título para homenajearle según es obligado de vez en cuando; recuerdo también que en cierta ocasión se me presentó llorosa una alumna porque la policía le había exigido que iniciara un homenaje al Benefactor y nada se le ocurría, pues bien confieso que trabajo ímprobo nos costó inventar alguno nuevo. Aunque todavía falte cambiar el nombre del país a Trujillolandia, pero cualquier día puede suceder.

Una de las misiones de sus embajadores es conseguir nuevas condecoraciones. Las tiene de todos los países, nombres y colo-res; incluyendo una de la Orden de Malta que le impuso cierto príncipe tocado con la camisa azul y la boina roja falangista. Des-de luego él suele corresponder otorgando la Orden de Trujillo, sumamente preciada en la República Dominicana. Su busto y su retrato se encuentran por doquiera, hasta en los lugares más insospechados. El año 1944 el Parlamento decidió unirle como cuarto padre de la patria a los tres inmortales de 1844, y creo que ya tiene su tumba reservada bajo la Puerta del Conde en que yacen los restos de Duarte, Sánchez y Mella.

Lo que no ha conseguido Trujillo es que le tomen muy en serio fuera de la República Dominicana. El año pasado vivió durante algunos meses en los Estados Unidos; al efecto se hizo nombrar delegado permanente ante las Naciones Unidas, proba-blemente esperando ser recibido por el protocolo acostumbrado en Ciudad Trujillo. Lo malo fueron ciertos desvergonzados exila-dos que se dedicaron a perseguirle con un ataúd a cuestas. Don-dequiera que se adivinara su presencia, allí aparecía la fúnebre caja negra poco a poco mejorada con cuatro velas de cera y una corona de flores; a los huéspedes del Hotel Plaza de Nueva York ya no les hacía gracia ninguna el espectáculo vespertino.

A las Naciones Unidas sólo fue un día. Y su entrada fue es-pectacular, los periodistas aseguraron al día siguiente que había causado la sensación reservada para Vishinsky en los días de tormenta internacional; y es que se presentó rodeado de una veintena de guardaespaldas, por si acaso. Frente al edificio de las Naciones Unidas le aguardó el imprescindible ataúd. Y lo mismo pasó la mañana que anunció recibiría a la colonia dominicana

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en un salón neoyorquino; elementos adictos al consulado ma-drugaron con el propósito de ocupar la acera antes de que llega-sen los malditos portadores del ataúd simbólico, pero la policía decidió con criterio salomónico: a la izquierda los manifestantes a favor y a la derecha los manifestantes en contra con ataúd y todo; naturalmente Trujillo se vio embargado por ocupaciones urgentísimas y dejó esperando a sus «fieles admiradores».

Poco antes de regresar a la República Dominicana, esta vez con el nuevo título de ministro de Relaciones Exteriores y de Beneficencia Social, consiguió ser recibido por el presidente Eisenhower, en entrevista de cinco minutos según dijeron los periódicos. Lo que facilitó una broma esparcida por doquiera, según la cual el intérprete comenzó a hacer las presentaciones repitiendo muchísimo los títulos del Benefactor, y Eisenhower se vio obligado a mirar el reloj diciendo: «I’am sorry. The five minutes are over» (lo siento mucho, pero han pasado ya los cinco minu-tos). Muchos de esos exilados habían estado en la expedición de Cayo Confites, preparada el año 1947 para invadir la República Dominicana desde Cuba, con la evidente tolerancia del Gobier-no cubano. Durante más de dos meses los periódicos publicaron a diario las últimas noticias de una invasión que pretendía ser secreta. Naturalmente, a la hora de la verdad todo quedó abor-tado por la forzada acción de la marina cubana que detuvo a los tres barcos que habían zarpado en expedición suicida. Quizás fue mejor para ellos, pues la desorganización de los invasores era notoria; varios generales y coroneles se repartían el mando de una fuerza que esperaba reclutar soldados al desembarcar, tan sólo la brújula de uno de los barcos funcionaba, y desde luego Trujillo estaba al corriente de todo.

Lo mismo que lo estuvo de la segunda invasión de 1949, esta vez por vía aérea. Siete aeroplanos partieron de un lago de Guate-mala, y tan sólo uno de ellos amaró en el diminuto puerto de Lu-perón al norte de la República Dominicana. Tripulaban este avión tres pilotos norteamericanos, y lo mandaba un antiguo alumno mío, Horacio Ornes; la idea era sorprender Luperón y entablar rápido contacto con los revolucionarios del país, mientras otros

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aviones aterrizaban en las ciudades del interior. Las fuerzas ata-cantes, doce hombres, se dividieron en dos bandos que avanzaron sobre la población por distintos lados; pero en la oscuridad se tirotearon entre sí con la pérdida de un muerto y de un herido grave, y Ornes decidió replegarse hacia el hidroavión; algo fallaba en los cálculos, y los invasores se aprestaron para el despegue, con tan mala suerte que una vez más se desorientaron y en lugar de emprender velocidad hacia el mar lo hicieron hacia la plaza donde embarrancaron, a tiempo que llegaba un guardacostas de Trujillo que abrió fuego. En el avión perecieron achicharrados el herido y un enfermero, Ornes con seis muchachos más se adentró en las montañas con la esperanza de alcanzar la frontera haitiana, pero al día siguiente amaneció enfermo el jefe, lo que les forzó a retardar el paso, y finalmente a caer en una encerrona preparada por las tropas trujillistas. Ornes y cuatro muchachos fueron hechos prisioneros; los otros dos consiguieron escapar, y los tres aviadores norteamericanos reaparecieron después en un parte oficial del Gobierno como muertos en lucha, aunque la sospecha general es que fueron fusilados.

Tan sólo hace pocos meses supe lo que pasó con los otros seis aviones que nunca llegaron a la República Dominicana. Tenían instrucciones para aprovisionarse de gasolina en la isla mexicana de Cozumel, a donde debían llegar a las 6 en punto de la tarde, sin ostentar banderas mexicanas como se había pen-sado antes, y sin que portasen armas visibles los tripulantes que descendieran de los aparatos. Pero llegaron a Cozumel a las 8 de la noche, con puntualidad hispanoamericana; el aeródromo estaba cerrado y sin luces, tuvieron que pedirlas por radio, y salió a recibirles el comandante del aeródromo que nada sabía; todos los aviones conservaban las banderas mexicanas pintadas días atrás, y más de un tripulante no dudó en descender con pistolas ametralladoras al cinto. Allí abortó la expedición para ellos; y de nuevo fue para su bien, porque el enlace que te-nían con la República Dominicana era en verdad un oficial del ejército de Trujillo, quien estuvo así al corriente de los últimos detalles del descabellado intento, ese oficial fue ejecutado más

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tarde en La Habana por otros exiliados, a quienes pretendió seguir engañando.

No, cuando el año 1939 solicité mi visado dominicano en Burdeos no sospechaba nada de esto. Pero no me pesa haber ido allí. Aprendí mucho; sobre todo aprendí a amar a un pueblo que merece mejor suerte. Con el que tengo una cita pendiente; entre los flamencos rosados al pie del Bahoruco, donde la natu-raleza entera habla de una libertad a la que no puede alcanzar benefactor alguno.

CuAderNos AmeriCANos,vol. lxxx, núm. 2,

marzo-abril de 1955, PP. 37-56, méxico.

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¡Gugú!1

Nueva York, julio de 1949. En las noches cálidas del trópico dominicano suele alzarse el clamor del público que acude al campo de deportes de la Escuela Normal. Desde la avenida Was-hington, en la orilla del mar Caribe, hasta las alturas del barrio de San Carlos, resuena el eco de una juventud, educada bajo la mordaza del dictador, que no encuentra más desahogo que aplaudir las jugadas de los rojos o de los verdes. Allí se reúnen curiosos de todas las clases sociales y las muchachas jovencitas aprenden la esgrima de sus ojos rasgados.

El clamor se sucede de año en año; sólo varían poco a poco los basquetbolistas que van dejando las aulas, y con ellas los cam-pos de entrenamiento. Pero algunos de sus nombres perduran con el recuerdo del que fue ídolo popular. Uno de esos ídolos se llamaba Gugú Henríquez.

Su estrella llegó al cenit hace ocho o diez años; cuando en el dinamismo inquieto de su primera juventud capitaneaba el equi-po de la Normal, invicto en todas las lides locales. Alto y buen mozo, de cabello rubio, algo rizado, y con la eterna sonrisa del vencedor, tenía la confianza ciega de sus compañeros de equipo,

1 N/C. Por cuestión de seguridad, este artículo fue dado a conocer original-mente sin identificar su autor, en un folleto publicado en el extranjero en honor a Gugú, en el 1950, tal como lo indica Galíndez en una carta escrita en Nueva York, el 25 de octubre de 1950, la cual también forma parte de esta obra, con el título «Carta de Galíndez sobre artículo referente a Gugú».

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y era amado en silencio por las muchachitas que iban a verle jugar. Era de buena familia; su abuelo, don Federico Henríquez y Carvajal, el patricio dominicano más conocido en América, y la vida debía guardar un brillante porvenir. Pero aquellas niñas, aún no casaderas, sólo veían al deportista invicto; al que aplau-dían cada noche con clamor que repercutía en la ciudad entera: Gugú, Gugú, Gugú.

Un día Gugú salió capitaneando al equipo dominicano que debía disputar varios partidos internacionales en la ciudad de La Habana.2 Y en ella supo que su apellido tiene un valor en América, porque su abuelo ayudó al libertador de Cuba; en ella aprendió a paladear los agridulces sentimientos de los hombres que se saben libres. Libres para luchar, libres para vencer; lim-piamente, sin ugarrar, sin impedir el juego del contrario; como en el basquetball.

Y Gugú, que no era político, aprovechó otro de aquellos viajes para quedarse en suelo cubano, o puertorriqueño, o americano; pero libre.

Desde entonces, en las noches cálidas del trópico dominica-no no resonó más el clamor que aplaudía las jugadas de Gugú. Pero muchas jovencitas de veinte años escondieron en el fondo de sus armarios la foto arrancada un día del periódico; con aque-lla sonrisa de vencedor, y la mirada limpia de quien no sabe jugar sucio.

Pasaron los años. La guerra mundial arrastró en sus oleadas sangrientas y heroicas al deportista dominicano. Que en los des-embarcos del Pacífico aprendió a mirar cara a cara a la muerte; y a dominarla con la misma sonrisa que antes dedicaba a sus contrarios. En la guerra aprendió también que luchaban por la libertad de los pueblos; e inconscientemente fue identificada en ella la liberación de su pueblo. Un día supo que un hermano, activo en la resistencia clandestina, había sido encarcelado para

2 Debe referirse a la excursión deportista a San Juan de Puerto Rico. Él pre-paró la posterior excursión a La Habana: pero cuando ésta se pudo realizar, ya Gugú habíase ido para Nueva York, para no regresar a la patria hasta el momento en que cae como mártir en Luperón.

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escapar poco después al exilio; otro día supo que sus familia-res eran investigados, tan sólo por llevar aquel apellido. Mas la victoria estaba cerca; y estaba seguro de que con Hitler y Tojo desaparecerían todos los dictadores.

No fue así; algunos quedaron... Y el basquetbolista vencedor en Santo Domingo, y el G. I. vencedor en Okinawa, tuvo que refugiarse en un restaurantico del village neoyorquino, llamado «Vudú», que un haitiano, hasta entonces desterrado, vendió a otros desterrados dominicanos a la hora de regresar a su patria, esta ya sin dictadores.

En Nueva York, Gugú volvió a encontrar amigos que no había visto desde los días de la Normal. Entre ellos, algunas de aquellas muchachitas, ya que crecidas y casaderas, que le asediaban en bailes y fiestas caseras. Pero también otros, que antes fueron sus profesores, y después habían marchado al exilio.

La revolución latente desde años en un pueblo sin armas, sin medios de lucha, se estaba fraguando en el exilio. Y Gugú, que seguía sin ser político, se enroló en el ejército expedicionario; con el entusiasmo del deportista y la experiencia del soldado veterano. Hace dos años desapareció un día; y regresó de Cayo Confite tostado por el sol. Hace un par de semanas desapareció de nuevo; y esta vez no ha regresado.

En los periódicos oficiales dominicanos que archivaron su foto hace años, ha reaparecido para cubrirlo de injurias junto con sus compañeros de romántica aventura. Pero no pudieron borrarle su sonrisa. Es la misma foto de antes; la de sus días de triunfo en la Escuela Normal; la que aún siguen guardando las jóvenes que entonces tenían veinte años. Confiado, sonriendo.

Como Gugú seguiría sonriendo a la hora de caer. Sorpren-dido en el momento del desembarco; si los cañonazos de un enemigo franco, y acechado por un enemigo al que la tradición avisó.

Doce dicen que fueron los expedicionarios desembarcados, y ocho los que murieron en la empresa. Pero el recuerdo de Gugú simbolizará para muchos este clarinazo romántico. Porque saben que ni fue político, ni buscaba ganancias; porque fue un

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ídolo popular, y el pueblo no olvida fácilmente a sus deportistas; porque fue amado de las muchachitas que hoy son madres de familia porque vivió y murió sonriendo.

La revolución fracasó. Todo parece que sigue igual. Tan igual, que en las noches cálidas del trópico dominicano seguirá también escuchándose el clamor de la Escuela Normal. Pero entre el tronar de los aplausos, muchos creerán oír un nombre que repercutirá para siempre con clamor de esperanza: Gugú, Gugú, Gugú.

(El diario de Nueva York, julio 2, 1949).

Periódico el CAribe,3 de enero de 1962.

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el dereCho

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Publicación e interpretación de las leyes

Comentarios con ocasión de la Ley 201 de fecha 21 de diciembre de 1939, que modifica el Art. 1 del Código Civil

Por Ley 201 de fecha 21 de diciembre último, ha sido nueva-mente modificado el Art. 1 del Código Civil dominicano, que ya anteriormente había sufrido una profunda reforma por Ley 834 del 12 de febrero de 1935.

La redacción primitiva del artículo decía:

Las leyes son obligatorias en todo el territorio domini-cano en virtud de la promulgación que de las mismas hace el Poder Ejecutivo. Se ejecutarán en cada punto de la República desde el momento en que pueda ser conocida la promulgación. La promulgación hecha por el Gobierno se considerará conocida en la capital un día después de realizada; en cada una de las provin-cias o distritos se aumentará el plazo indicado en un día por cada diez leguas.

Este artículo, que suponía el principio de considerar perfecta y obligatoria una ley desde el momento mismo de su promulgación, señalando tan sólo unos plazos dentro de los cuales se suponía

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que la misma debería llegar al conocimiento de los súbditos del Estado, era una traducción literal del correspondiente Art. 1 del Código napoleónico y constituía un atraso, corregido en la propia Francia por la Ordonnance de 23-30 de noviembre de 1816, y más sistemáticamente por la Ley Constitucional de Organización de los Poderes del Estado de 1875, que distingue entre promulgación y publicación, exigiendo taxativamente que esta se haga en el Jour-nal Officiel para que la ley se perfeccione y resulte obligatoria.

Este sistema, que es el que había pasado a Código Civil es-pañol de 1888, siquiera sea con ciertas diferencias importantes según luego veremos, fue también el recogido en la Ley domi-nicana 834 del 12 de febrero de 1935, ley, que tan sólo ha sido modificada ligeramente por la 201 de 21 de diciembre último, en el sentido de ampliarla en cuanto al número y nombre de las provincias y a la fecha de entrada en vigor de las leyes en las mismas, todo ello de acuerdo con la novísima división adminis-trativa del país, pero sin introducir ningún cambio sustancial en su contenido.

La redacción actual del Art. 1 del Código Civil, queda pues establecido como sigue:

Las leyes, después de promulgadas por el Poder Eje-cutivo, serán publicadas en la Gaceta Oficial. Podrán también ser publicadas en uno o más periódicos de amplia circulación en el territorio nacional, cuando así lo disponga la ley misma o el Poder Ejecutivo. En este caso, deberá indicarse de manera expresa que se trata de una publicación oficial y surtirá los mismos efectos que la publicación en la Gaceta Oficial. Las le-yes, salvo disposición legislativa expresa en otro senti-do, se reputarán conocidas en el distrito de Santo Do-mingo y en cada una de las provincias, cuando hayan transcurrido los plazos siguientes, contados desde la fecha de la publicación hecha en conformidad con las disposiciones que anteceden, a saber: En el distrito de Santo Domingo, el día siguiente al de la publicación.

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En las provincias Trujillo, Monseñor de Meriño, San Pedro de Macorís, Seibo, Azua, Benefactor, Duarte, La Vega, Espaillat y Santiago, el segundo día. En las provincias de Barahona, Samaná, Montecristi, Puerto Plata y Libertador, el tercer día. Las disposiciones que anteceden se aplican también a los decretos, resolu-ciones y reglamentos que dicte el Poder Ejecutivo.

Modernamente la fuente principal del Derecho es la Ley, la norma escrita frente al predominio que la norma consuetudinaria tuvo en otras épocas anteriores de la historia hasta el punto de gran parte de las Recopilaciones de la Edad Media y aún de co-mienzos de la Moderna lo son de antiguas costumbres codificadas por las cortes y los monarcas.

Es a partir de la Revolución Francesa, con el entronizamien-to del sistema de división de poderes, cuando la Ley cobra su mayor fuerza como fuente principal del Derecho, relegando a la costumbre al secundario papel de fuente supletoria, cuando no al de mero auxiliar interpretativo. Y no sólo la Ley deviene la principal fuente jurídica, sino que los legisladores se preocupan también de determinar las distintas etapas de su formación, y el momento en que la Ley debe ser obligatoria para todos los ciudadanos.

En realidad se trata de problemas de Derecho público, de organización de los poderes del Estado, y así ha sido recogido en las modernas Constituciones, incluso en Francia desde la Ley Constitucional de 1875 frente al sistema anterior del Código na-poleónico de tratar en un título preliminar del Código Civil de estos problemas generales de formación y aplicación de las leyes. El Código Civil alemán, que es considerado como el modelo de códigos modernos, adoptando el sistema de Savigny frente al sis-tema napoleónico, prescinde por completo de estos problemas extra civiles y se enfrenta directamente con las instituciones del Derecho civil.

Sin embargo, todos los códigos civiles que forman la familia que pudiéramos llamar «napoleónica», es decir, los que proceden

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más o menos directamente del Código francés, se ocupan en pri-mer término de la Ley, o como hace el Código Civil español de todas las fuentes del Derecho; entre ellos está también el Código Civil dominicano. Postura que además tiene su explicación histó-rica, pues al haber ido surgiendo las distintas ramas del Derecho incluso público, del frondoso contenido de las pandectas, del antiguo Iuris Civilis romano, el Derecho civil, del que aún hoy día intentan desgajarse ciertas especialidades como el Derecho agrario, sigue siendo una especie de cajón de sastre en el que se guardan no sólo la instituciones puramente civiles, sino también aquellas otras que pudiéramos calificar de masa neutra, por no haber sido reclamadas por ninguna especialidad jurídica o por concernir igualmente a todas ellas, que es el caso de estos pro-blemas relativos a la vigencia y aplicación de las leyes.

Las leyes nacen, se desarrollan y mueren, de una manera muy semejante a como lo hacen los seres biológicos. El problema de su nacimiento es el de la formación y perfección de la Ley, el problema de su desarrollo atañe a su aplicación e interpretación, el de su muerte se refiere a la derogación de la misma. Y en este trabajo nos interesa ocuparnos tan sólo de los dos primeros.

Los tratadistas de Derecho público suelen distinguir varias fases dentro de la formación de las leyes: anteproyectos y pro-yectos, discusión en el Poder Legislativo, su aprobación, su pro-mulgación por el Poder Ejecutivo y finalmente su publicación. De todas ellas nos interesa ocuparnos exclusivamente de esta última por los interesantes problemas que plantea, en relación precisamente con lo que es contenido del Art.1 del Código Civil dominicano reformado.

La publicación aparece en la historia del Derecho sin tener todavía una verdadera eficiencia jurídica, es sólo una circuns-tancia que ayuda, que favorece el conocimiento y por lo tanto el cumplimiento de las leyes, pero sin que constituya un requisito indispensable para su obligatoriedad. Y cuando por ejemplo el pretor de Roma o los gobernadores de las distintas provincias y colonias exponen al público en tablas de bronce, piedra o ma-dera las normas que regirán su actuación, mientras ejerciten el

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cargo para el que han sido designados, con ello no pretenden realizar un acto jurídico, sino tan sólo dar a conocer el que han perfeccionado en el momento de decidir que aquellas serán las normas a que han de ajustar su conducta oficial. Y es curioso hacer observar que precisamente por esta preocupación de los pretores y gobernadores nos ha sido posible reconstruir gran parte del Derecho Romano anterior al digesto, como por ejem-plo son la Lex Rubria de Gallia Cisalpina, la Lex Julia municipalis, el estatuto de la colonia española de Julia Genetiva, entre otros edictos de los pretores las Formulae Rutiliana, Actio Publitiana, Editum Carboniarum, Interdictum Salviarum… (Ver los textos de Monnsem, Bruns y Girard).

Algo semejante ocurre en la Edad Media, aunque entonces los acuerdos reales o del señor feudal se perpetúen en pergami-nos, materia siempre más fácil de destruirse con el transcurso del tiempo. Y será tan sólo en la Edad Moderna cuando el invento de la imprenta y, sobre todo en el siglo xix, la difusión de la prensa hagan que poco a poco la publicación regular de las leyes vaya convirtiéndose primero en una costumbre y más tarde en un requisito esencial.

Todavía el Código napoleónico considera como obligatorias las leyes desde el momento mismo en que se haya verificado la promulgación, pero a continuación añade que se ejecutarán desde el instante en que esta promulgación pueda ser conocida, estableciendo así mismo unas suposiciones de acuerdo con las distancias; es decir, se alude a la publicación sin especificar cómo ha de ser esta, y lo que es más importante, sin darle valor decisivo puesto que existe una presunción iuris et de iure de que la ley ha de ser conocida al pasar los días correspondientes. Este es también el sistema que recogió la primitiva redacción del Art. 1 del Código Civil dominicano.

Pero el criterio ya cambia en la Ordenanza del 23-30 de no-viembre de 1816, que dice:

Art. 1. A l’avenir, la promulgation des lois et de nos ordon-nances resultera de leur insertion au Bulletin Officiel. Art. 2.

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Elle sera reputée connue, conformement a l’article 1 du Code Civil, un jour aprés que le Bulletin des lois aura éte recude l’Imprimerie royale par notre chancelier ministre de la justice lequel constatera sur un registre l’epoque de la reception. Art. 3. Les lois et ordonnances seront executoires, dans chacun des autres departements du Royaume, aprés l’expiration du méme delai augmenté d’autant des jours qu’il y aura de fois 10 myriametres (environ 20 lieues anciennes) entre la ville oú la promulgation en aura été faite et le chef-lieu de chaque departement, suivant le tableau annexe á l’arreté du 25 Thermidor…

Lo más importante de esta ordenanza es que impone la publicación de la leyes en el Bulletin Officiel como requisito in-dispensable para la perfección de la ley, y a partir del día en que se haga la misma comenzarán a contarse los plazos que por otra parte se acortan de acuerdo con la mayor rapidez de medios de comunicación.

Aún se perfeccionará este sistema en el Decreto del Gobier-no de Defensa Nacional del 5 de noviembre de 1870 que dice:

Art. 1. Dorenavant, la promulgation des lois et decrets resultera de leur insertion au Journal Officiel de la Republique Fran-caise, lequel, á cet egard, remplacera la Bulletin des lois. La Bulletin des lois continuera a étre publie et l’insertion qui y sera faite des actes non interés au Journal Officiel en operera pro-mulgation. Art. 2. Les lois et decrets seront obligatoires a Paris, un jour france aprés la promulgation, et partout ailleurs, dans l’etendue de chaque arrondisement un jour franc aprés que le Journal Officiel qui les contient sera parvenu au chef-lieu de cet arrondisement. Le gouvernment, par une disposition especiale pourra ordonner l’execution inmediat d’un decret.

Es decir que la publicación se hace ya en el Journal Officiel de la República, los plazos se acortan todavía más, y sobre todo se ad-mite la posibilidad de que en caso de que el Gobierno considere

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urgente la entrada en vigor de un decreto podrá ordenarlo así sin esperar el transcurso de los plazos corrientes.

La Ley Constitucional del 16 de julio de 1875, sobre organiza-ción de los Poderes del Estado, que en la III República francesa sustituye a una Constitución que nunca pudo llegar a aprobarse por el especial equilibrio y fraccionamiento de aquella Asamblea Constituyente en que habiendo una mayoría monárquica hubo de aprobarse provisionalmente la República como forma de go-bierno al no ponerse de acuerdo las distintas ramas monárquicas y tal vez esa provisionalidad es la que ha conseguido que la III República cuente 65 años de vida frente a la fugacidad de las an-teriores, esta Ley Constitucional, repito, en su Art. 7 puntualiza todavía que el presidente de la República debe promulgar las leyes en el espacio de un mes y en el de tres días cuando haya sido declarada urgente por las Cámaras.

El Código Civil español de 1888 en su Art. 1 recoge en esen-cia el sistema francés del Derecho de 1870, y, aunque no sea de una manera expresa, admite la publicación de las leyes como requisito indispensable al decir:

Las leyes obligarán en la Península, islas adyacentes, Canarias y territorios de África sujetos a la legislación peninsular, a los veinte días de su promulgación, si en ellas no se dispusiere otra cosa. Se entiende hecha la promulgación el día en que termine la inserción de la ley en la Gaceta.

La variante principal es que fija un plazo único de 20 días para la entrada en vigor de las leyes una vez hecha su publica-ción, si bien admite la excepción «si en ellas no se dispusiere otra cosa»; ordinariamente estas excepciones se han producido en dos casos cuando se trata de leyes muy extensas e importantes como son por ejemplo los códigos en los que se fija un plazo largo necesario para que autoridades, súbditos y profesionales se enteren de la nueva reglamentación y así el Código Civil no entró en vigor hasta el 1ro de mayo de 1889, y cuando se trata

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de leyes que interesan al orden público o que se han dictado en circunstancias excepcionales, casos ambos en los que ha solido fijarse un plazo muy corto y así la Ley de Orden Público de 1933 disponía su entrada en vigor el mismo día de su publicación en la Gaceta.

Posteriormente la Constitución republicana de 1931 dispo-nía en su Art. 83 que el presidente de la República tenía un plazo de quince días para promulgar las leyes o devolverlas a las cortes, plazo y facultad de devolución que desaparecerían en el caso de que la ley fuera declarada urgente por el voto de las dos terceras partes de la Cámara. Es decir, en esencia el mismo sistema fran-cés de 1875.

En cuanto a la legislación dominicana, más adaptada al siste-ma francés, la reforma de 1935, que subsiste en la última Ley de 1939, supone la total adopción del sistema del Decreto de 1870, con la publicación en la Gaceta y la entrada en vigor según plazos que no se fija por la distancia en kilómetros o millas, sino por plazos fijos según las provincias.

En realidad la importancia que tiene la publicación crece si examinamos en especial la posibilidad que admite por ejemplo la legislación dominicana, de que las leyes sean publicadas no sólo en la Gaceta Oficial, sino también en los grandes periódicos de circulación, y con los mismos efectos; ¿qué ocurre cuando en la publicación se produce un error?, ¿qué sucede cuando las distintas publicaciones discrepan entre sí?

Y conste que no nos referimos a las simples erratas de impren-ta que son fácilmente subsanables, sino a los verdaderos errores, a aquellos casos en los que no cabe corregir las palabras o los textos sino que hay que alterarlos, a aquellos casos sobre todo en los que los distintos textos pueden discrepar profundamente entre sí.

Y no se crea que esta es una cuestión puramente teórica y aca-demicista, sino que es un problema práctico palpitante que puede producirse todos los días y que de hecho se da; máxime, repito, cuando como en la legislación dominicana, las leyes pueden ser publicadas también con los mismos efectos en los periódicos par-ticulares. Recuerdo, por ejemplo, un caso muy interesante de la

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legislación española, la agravante 12 del Art. 10 del Código Penal, que en su primitiva versión de 1870, sufrió un error de imprenta muy simple pero de tal gravedad que alteraba completamente la significación de la agravante ya que decía «[…] Ejecutarlo (el hecho) de noche o en despoblado y en cuadrilla […]» cuando en realidad debería decir «[…] Ejecutarlo de noche o en despoblado o en cuadrilla […]» lo que constituía tres agravantes distintas y no dos, error que persistió hasta la reforma de 1932.

Naturalmente que esta posibilidad de errores obligará a un severo cuidado en los órganos del Gobierno encargados de rea-lizar la publicación de las leyes, en un control esmerado de los textos, pero cuando a pesar de esta vigilancia se produce el error ¿qué ocurre?

Tenemos entonces por un lado una ley que ha sido promul-gada pero no publicada, y por otro una ley que ha sido publicada pero no promulgada. ¿Cuál de las dos prevalecerá? Si se entien-de que la ley se perfecciona con la promulgación parece que no habrá problema, pero si la publicación es necesaria como sucede en la legislación dominicana ¿cómo se planteará el problema?, y ¿cómo deberá resolverse?

En realidad esto toca ya a la segunda etapa en la vida de las leyes, o sea, al momento de su aplicación e interpretación.

Las leyes se dictan para ser cumplidas, para plasmarse en la rea-lidad mediante el desarrollo de un sencillo silogismo jurídico en el que la premisa mayor es la norma, el caso real es la premisa menor, y su resultado constituye la vida jurídica cotidiana. Silogismo que puede desenvolverse con normalidad, por el propio y voluntario im-pulso de los llamados a cumplirlo; pero a veces también se requiere que un tercero venga a colaborar imponiendo el cumplimiento de la ley cuando se trata de aquellas que por interesar a la comunidad han de ser respetadas en todo caso, o cuando, tratándose de nor-mas que interesan casi exclusivamente a los particulares estos no se ponen de acuerdo sobre la ley y su interpretación.

Surge así el silogismo judicial, la aplicación de la ley por las autoridades a las que la comunidad designó para la augusta mi-sión de hacer cumplir las leyes e interpretarlas.

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Interpretación que así misma puede ser doctrinal, puesto que no hace falta que surja un conflicto jurídico, no es preci-so siquiera que haya de aplicarse la ley a la realidad, aún en el terreno de la pura doctrina, en el terreno de las disquisiciones científicas se interpretan las leyes hasta el punto de que al fin y al cabo las teorías y estudios jurídicos no son más que el completo desarrollo, la exacta interpretación del ordenamiento jurídico de un país en un momento determinado. Pero por el momento nos interesa más el silogismo judicial, si bien los principios gene-rales de su interpretación pueden ser igualmente aplicables a la interpretación doctrinal o teórica.

La interpretación más elemental es la llamada literal, es decir, la que toma las palabras en su más estricto sentido etimológico, siquiera haya siempre que hacer notar el hecho de que muchas palabras que en el lenguaje corriente tienen una determinada significación, en el lenguaje jurídico pueden tenerlo más res-tringido y hasta diverso; y claro está que la interpretación literal habrá de tomar las palabras en su más estricto sentido jurídico. Un ejemplo: el caso de la buena fé que en derecho tiene una significación estereotipada y más restringida que la vulgar.

Pero como las palabras en una ley nunca están aisladas, ni tienen valor por sí solas, sino que como es lógico se emplean formando frases y párrafos, y además todas las leyes se producen siempre dentro de un determinado ordenamiento jurídico y en un momento también determinado, en la mayor parte de los casos una rígida interpretación literal nos llevaría a conclusiones imprecisas cuando no erróneas. Salvo algunos casos, muy pocos, en que las palabras se usan en un determinado sentido jurídico inconfundible, en la mayor parte de los casos las palabras son las mismas del lenguaje vulgar, con sus diversos y variados significa-dos, y para concretarlas, para interpretarlas, es preciso acudir al examen de toda la ley como una entidad y a veces de todo el ordenamiento jurídico del cual la ley es sólo una parte.

Esta es la que se ha llamado interpretación lógica en sentido amplio, frente a la mera interpretación literal. Interpretación lógica que a su vez puede ser gramatical de las palabras, en la

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función que desempeñan dentro de las frases; que es lógica en sentido propio, cuando la oración y sus palabras no se consi-deran como meras formas gramaticales, sino como expresión de un pensamiento, y es precisamente este pensamiento el que se trata de hallar, que es sistemática cuando se considera que la ley no está aislada, sino formando parte de un ordenamien-to jurídico y la tónica de este, sus directrices generales serán las que guíen nuestra interpretación en los casos dudosos; y es finalmente histórica cuando se tiene en cuenta la doctrina que dominaba en la época en que la ley se dictó, cuando se comparan las necesidades jurídicas de aquel momento y las que han surgido después.

Todos estos tipos de interpretación lógica que cada vez van siendo más amplios, y precisamente por lo que ganan de exten-sión pierden también de precisión, plantean algunos problemas especiales que es preciso examinar en particular, y me refiere con esto a la interpretación auténtica, a la anología, y a los prin-cipios generales del derecho.

La llamada interpretación auténtica procede de la tan discu-tida cuestión de la voluntad del legislador, es decir, si al interpre-tar una ley se ha de buscar lo que quisieron decir los legisladores que lo aprobaron o por el contrario lo que dice la ley. El primer sistema que pudo tener algún valor en épocas más antiguas, cuan-do la voluntad del príncipe regía la vida de sus pueblos, resulta inaplicable hoy día, sobre todo en los regímenes democráticos en los que las leyes proceden de la transición a que han llegado muchas voluntades a veces contrapuestas y por lo tanto es difícil o imposible fijar lo que quisieron decir los legisladores, máxime cuando posteriormente suelen intervenir las llamadas «comisio-nes de estilo» que pulen y corrigen los textos primitivamente aprobados; es decir que hoy día la ley en el momento de ser aprobada adquiere una personalidad independiente de la de sus progenitores y el intérprete debe basarse sólo en lo que ella diga; cosa que además da mayor elasticidad a la interpretación puesto que mediante ella se pueden abarcar situaciones que jamás pudo prever el legislador.

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Y con ello estamos tocando ya el problema de la analogía, que no es lo mismo que interpretación analógica. La interpre-tación analógica puede embeberse dentro de la sistemática, es la interpretación de unos preceptos por comparación con otros de la misma ley, por su semejanza con otras situaciones que han sido mejor desarrolladas y previstas por el legislador; mientras que precisamente la analogía lo que presupone es que el legisla-dor ha dejado sin regular alguna determinada situación o se ha presentado un caso que antes no existía; se produce entonces lo que se han llamado las lagunas de la ley, y para llenarlas se acude a la analogía mediante la cual el intérprete decide los nuevos casos teniendo en cuenta lo que el legislador ha ordenado en otros semejantes pero distintos; y no se trata de interpretación analógica puesto que no existe ningún precepto que interpretar, no, es el intérprete judicial el que reemplaza al legislador olvi-dadizo, y precisamente esta usurpación de funciones es la que señala el peligro de la analogía, e incluso su ilegitimidad. El juez debe aplicar la ley, jamás debe inventarla.

Es distinto el caso de los llamados principios generales del derecho, que por ejemplo el Art. 6 del Código Civil español fija como fuente supletoria del Derecho, principios que la legisla-ción española no aclara, pero sobre los que ya están conforme la doctrina y la jurisprudencia; son las directrices generales de un ordenamiento jurídico, son los principios fundamentales que han guiado los preceptos de un código, de una ley, y cuando se presenta una modalidad que no ha sido expresamente recogi-da, el intérprete no debe dudar y dará una solución de acuerdo con el principio general que preside la regulación expresa de aquellos casos, pero entiéndase bien, que no se trata de una verdadera laguna en la que la ley guarda silencio, no se trata de casos cuyo tipo general haya sido desconocido por la ley, sino precisamente de instituciones reguladas por el legislador aun-que quede sin regular expresamente alguna de las modalidades que puedan irse presentando. Por ejemplo, en una legislación que no trate del divorcio, ni aceptándolo y rechazándolo, habría una laguna que no podría cubrir el intérprete decidiendo por

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analogía con los casos de nulidad del matrimonio previstos por el legislador; en cambio son, que en un determinado contrato del Código Civil, no los previstos por el legislador; en cambio son principios generales de la contratación la culpa, el dolo y la mora, y aunque en determinado contrato el Código Civil no los prevea, en especial, puede resolverse de acuerdo con los princi-pios generales, aún más, si se estipula una forma contractual no regulada expresamente en la ley, en todo caso serán aplicables estos principios generales.

Como solución de todos estos problemas de interpretación, sobre todo del problema de la voluntad de la ley y la voluntad del legislador, ha surgido a veces la llamada interpretación auténtica que acabamos de mencionar, o sea, la interpretación que hace el propio legislador cortando así limpiamente el nudo gordiano.

Pero de estas leyes interpretativas el mejor juicio que se pue-de hacer es decir que ni son leyes si es interpretación. No es ley, puesto que no tiene valor intrínseco sino adjetivo, en cuanto ha de ser siempre una coletilla de la ley principal, y no es interpre-tación puesto que lo que caracteriza a esta es el desarrollo de los preceptos de una ley que ya existe y la ley interpretativa es una nueva norma, aunque sea adjetiva. Es decir, que las leyes se deben desarrollar con toda la elasticidad de la interpretación lógica y de los principios generales del derecho; y la misión del legislador cuando exista una laguna, cuando crea necesaria su interven-ción, no es la de interpretar o remendar una ley anterior que se ha aventajado, sino la de dictar una ley nueva que abarque los nuevos casos; es mucho más fácil; y desde luego más correcto.

Mientras que la labor de interpretación debe quedar reserva-da al poder judicial, a los hombres que se enfrenta directamente con la realidad que siempre es multiforme y variable, a los hom-bres que en la individualización pueden profundizar mejor en las entrañas de la ley; y esa es la misión prócer de la Jurisprudencia, cuyas sentencias pueden llegar incluso a tener carácter de fuente supletoria del Derecho.

Y vistas estas consideraciones generales, pasamos al proble-ma de los errores en la publicación de las leyes, errores que no

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suelen ponerse de manifiesto más que precisamente cuando los intereses contrapuestos de los litigantes les obligan a ahondar y extraer la médula de las disposiciones legislativas.

Pues bien, ante una ley que se ha publicado con errores sustan-ciales, ¿cuál es la misión del juez? Y ante todo ¿qué figura jurídica presentan estas leyes publicadas sin promulgar, y promulgadas sin publicar?, ¿son leyes nulas?, ¿son leyes inconstitucionales?

Y no se crea que es un problema bizantino, una discusión teórica sin trascendencia en la realidad, no, y no lo es porque desde el momento en que determinados países preocupados con el mantenimiento de su organización constitucional, de un puro y rígido sistema de garantías y legalidad, han establecido ciertos recursos contra las leyes y otros actos y decisiones por infracción de los preceptos constitucionales, es evidente que interesa fijar la condición jurídica de estas leyes publicadas con errores.

Dos son los sistemas conocidos: el norteamericano y el aus-tríaco. El primero, en el que a los jueces y tribunales ordinarios les está reservada la salvaguardia de la Constitución y los derechos individuales de los ciudadanos mediante decisiones particulares, es debido sobre todo al ejemplo del «buen juez» Marshall que formó una tradición; por el contrario el sistema austríaco, que concebido por Kelsen había pasado a la Constitución de la Re-pública de Austria, establecía un Tribunal de Garantías Constitu-cionales, cuya misión era determinar la validez o nulidad de las leyes que parecieran anticonstitucionales. La Constitución de la República Española de 1931 concebía un sistema mixto con un Tribunal de Garantías Constitucionales cuya misión era doble, pues no sólo examinaba en general la constitucionalidad de las leyes, sino que admitía también un recurso de amparo particular como salvaguardia de los derechos individuales reconocidos en el Título II de la Ley Fundamental del Estado.

Interesa también hacer resaltar que la inconstitucionalidad de las leyes puede ser material y formal, material cuando los preceptos de la ley van contra los principios establecidos en la Constitución, y formal cuando en su tramitación no se han cum-plido los requisitos exigidos constitucionalmente. Y en el caso

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de la inconstitucionalidad formal, en realidad se trata de leyes inexistentes, de normas que tan sólo tienen apariencia de tales, puesto que si para que la ley se perfeccione son precisos determi-nados trámites y formalidades es evidente que si falta cualquiera de ellos la ley no existe.

Este es precisamente el caso de la leyes en cuya publicación se han deslizado errores sustanciales; naturalmente que si se trata de meras erratas de imprenta fácilmente subsanables, no se da el caso, pero cuando los errores afecten al sentido de la ley, al contenido de sus preceptos, entonces nos encontramos con una ley que ha sido aprobada por el Poder Legislativo, que ha sido promulgada por el Poder Ejecutivo, pero a la que le falta el requisito de la publicación, y por otro lado una aparente ley que no ha sido aprobada ni promulgada. Es decir, en todo caso nos encontramos ante una ley inexistente.

Ante este conflicto ¿cuál debe ser la actitud del intérprete? Naturalmente que el intérprete doctrinal puede señalar el error y el problema, pero su criterio no tiene eficacia, servirá tan sólo para formar un estado de opinión que se refleje después en la interpretación judicial; esta es la que puede actuar eficazmente, pero ¿cómo?

En el caso de tribunales especiales de Garantías Constitucio-nales, estos serán los llamados a intervenir de acuerdo con las normas generales; pero el caso más interesante y corriente es el de aquellos países en los que por no existir tal jurisdicción especial son los tribunales ordinarios los llamados a conocer del asunto.

Y de él habrán de conocer a petición de parte. La misión del juez no es la de opinar «ex cátedras» sobre la existencia o no existencia de una ley, su misión es sólo la de aplicarla o no aplicarla en un caso concreto. Cuando ante él se plantee un liti-gio determinado y haya de realizar el silogismo judicial, cuando la premisa mayor contenida en toda ley haya de adaptarse a la premisa menor de la realidad, entonces es cuando el juez podrá no aplicar una ley alegada por las partes, y no aplicarla precisa-mente por considerarla inexistente, por faltarle el requisito de la publicación, o los de la aprobación y promulgación, porque

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naturalmente al juez tampoco le incumbe la misión de determi-nar que la verdadera ley no es la aparente, es la que se hubiera debido publicar, estos son aspectos extrajudiciales, y el juez, repi-to, lo único que puede hacer es aplicar una ley general existente a un caso particular y concreto, o no aplicarla por considerarla inexistente.

Lo demás incumbirá en su caso al Poder Ejecutivo, que dándose cuenta del problema ordene la nueva publicación de-bidamente revisada, o al Poder Legislativo que considere más oportuno dictar otra ley, estos son problemas constitucionales y políticos del problema que no nos interesan, nos interesa tan sólo la actitud del intérprete ante estas leyes inexistentes.

Resumiendo lo dicho, es de recalcar la importancia del pro-blema de los errores en la publicación de las leyes, sobre todo en países, como la República Dominicana, que admiten la posi-bilidad de una publicación múltiple en la Gaceta Oficial y en los diarios de circulación.

Claro está que el problema puede revestir menor importancia cuando los errores se producen en la publicación en estos perió-dicos, pues entonces cabe la posibilidad de predeterminarse que la publicación constitucional es sólo la hecha en la Gaceta Oficial y las otras son supletorias, complementarias mejor dicho, pero que la ley se perfecciona al ser publicada en el diario oficial.

En cambio, el problema es totalmente insoluble cuando el error se ha producido en el texto gubernamental, en este caso se trata de leyes inexistentes, y cuando así se haya declarado por el Tribunal Supremo o Tribunal de Casación según las nomen-claturas, al que como es lógico irán a parar esos litigios, no cabe más solución sino que el Poder Ejecutivo publique de nuevo la ley con su texto verdadero, o que el Poder Legislativo apruebe otra ley, si bien esto no sería la solución del problema interpreta-tivo, sino la creación de una ley nueva.

Bien es verdad que en la práctica existe una gran dificultad para que estos problemas se planteen, y es la de que los ciudada-nos, sobre todo los hombres de leyes, conozcan el texto primitivo y por lo tanto el error; pero con seguridad se puede afirmar que

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cuando se trate de errores fundamentales, cuyo planteamiento pueda interesar, su misma importancia les denunciará. Y en todo caso la ignorancia general no hará desaparecer el caso paradóji-co de leyes inexistentes que, sin embargo, se están aplicando.

Ciudad Trujillo, enero de 1940.

revistA JurídiCA domiNiCANA,vol. ii, núms. 2 y 3,

1ro de abril y 1ro de Julio de 1940.

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Los problemas actuales del matrimonio y el divorcio ante los conflictos de leyes1

I. Exordio

Los problemas que plantea de ordinario el llamado Dere-cho Internacional Privado, aunque la calificación sea un poco arbitraria pues en la actualidad más son problemas de Derecho interno en relación con los extranjeros, que problemas de un Derecho Internacional Privado que no existe ya que incluso los tratados y convenciones aprobados por los Estados, como son los de las Conferencias de La Haya de 1902 y 1905 y el de la Unión Panamericana de 1928, son más bien intentos de unificación de los derechos internos, estos problemas, repito, siempre se han planteado por ese espíritu aventurero que en todos los pueblos y edades ha empujado a los hombres desde sus países de origen hacia otros más o menos remotos en que han fijado sus hogares de una manera también más o menos accidental.

Por eso hoy día cobran los mismos un mayor auge y gravedad; la facilidad de comunicaciones, la fiebre viajera por un lado, y más recientemente las convulsiones políticas, han provocado grandes movimientos de masas de unos Estados a otros, creando

1 N/C. Originalmente este artículo correspondió a la ponencia que presentó en la Segunda Reunión Internacional del Caribe, celebrada en Ciudad Truji-llo en junio de 1940.

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en casi todos ellos la situación anómala de contingentes a veces numerosos de personas cuya ley nacional no es la misma, y a veces es contradictoria, con la del país en que se han afincado; y los problemas que en Derecho Público no tienen más repercu-sión que la posible de tipo policíaco y preventivo, en cambio en Derecho Privado dan lugar a los llamados «conflictos de leyes», que es en resumidas cuentas el contenido efectivo del Derecho Internacional Privado.

Hasta hace poco, y siguiendo en parte las doctrinas estatua-rias de los glosadores italianos, y por otra la doctrina nacionalista de Manzini, ha predominado en la doctrina y desde luego en las legislaciones europeas el principio de la ley nacional aplicable al estatuto personal; es decir la aplicación por las autoridades locales de la ley nacional del extranjero cuando se trata de cues-tiones jurídicas relativas a su capacidad jurídica, a su estado civil, y a sus relaciones de familia. Véase por ejemplo el Código Civil francés en sus Arts. 170 y 171, el Codigo Civil español en su Art. 9, el Código Civil belga en su Art. 170 modificado por la ley de 20 de mayo de 1882 y el Art. 171, el Código Civil italiano en sus Arts. 100 a 103, el Código Civil de los Países Bajos en sus Arts. 198 y 199, la Ley de Introducción al Código Civil alemán en sus Arts. 13, 14 y 17, el Código Civil austríaco en sus Arts. 4 y 34, la ley de Hungría de 1894 en sus Arts. 108 y 113, el Código Civil portugués en sus Arts. 24 y 27, el Código Civil rumano en sus Arts. 2 y 152, las leyes de Suecia de 8 de julio de 1904 y de 12 de noviembre de 1915 en sus Arts. 1 y 2, la ley del Japón del 15 de junio de 1896 en sus Arts. 108 y 120, y la ley de China de 6 de agosto de 1918 en sus Arts. 9 y 10.

Frente a esta teoría de la vieja Europa, cuyos hijos desde hace cuatro siglos y medio van desparramándose por el mundo arras-trando consigo las costumbres y hábitos de sus hogares secula-res, los países americanos en general, juntamente con los países anglosajones, Dinamarca, Noruega y Suecia, han defendido la aplicación a los extranjeros de la Ley del Domicilio, con lo que por otra parte siguen el criterio general existente en sus legisla-ciones de querer apropiarse a su vida la de aquellos extranjeros

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a los que las circunstancias movieron a instalarse con cierta fi-jeza en la hospitalarias tierras americanas; es el mismo criterio que provoca el principio del ius soli para la adquisición de la nacionalidad frente al principio del ius sanguinis que triunfa en la Europa continental.

Pero tal vez ninguna otra institución del Derecho Privado refleje más exactamente todas las consideraciones que acabo de hacer, como es la del matrimonio y su secuela el divorcio. En ninguna como en esta relación primera de la cédula familiar, se manifiesta la disparidad de criterios legislativos, en ninguna re-percuten en más hondamente las convulsiones políticas, ningu-na es más sensible a esta fiebre viajera que va extendiéndose por el mundo, sobre todo entre las mujeres que ya no se contentan con flirtear en sus viajes de turismo y de placer, sino que hasta se permiten el lujo de plantear graves problemas jurídicos, a veces casi irresolubles.

Problemas que se plantean desde la celebración del matrimo-nio con sus dos formas, incluso exclusivas y antagónicas en oca-siones, del matrimonio civil y religioso, hasta el reconocimiento o no del divorcio dictado en un tercer Estado para la posible celebración de un segundo matrimonio, pasando por los impe-dimentos de este, sobre todo los de tipo religioso, y las causas de divorcio que aún admitido este pueden variar esencialmente.

Por si fuera poco, las legislaciones en el estatuto conyugal, no sólo varían con relativa frecuencia teniendo en cuenta la secular estática del Derecho Privado, variaciones que además se pueden calificar de verdaderos bandazos que van de extremo a extremo, desde el matrimonio religioso exclusivo al matrimo-nio civil obligatorio, y desde un amplio sistema de divorcio a su total negación, pero no sólo, repito, varían de esta forma, sino que además últimamente el movimiento feminista ha consegui-do conquistas de tipo jurídico que afectan a estos problemas. Me refiero especialmente a la nacionalidad de la mujer casada; el criterio clásico era la adquisición automática de la naciona-lidad del marido, y modernamente se extiende el criterio de permitir a la mujer el derecho de opción; citemos por ejemplo

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el caso reciente de Francia, y el de la desaparecida República española.

Finalmente no olvidemos que también en esta materia es donde más se producen dos de las instituciones que trastocan todos los principios generales del llamado Derecho Internacio-nal Privado, la excepción de orden público y el reenvío. Es decir que aunque, por ejemplo, en Italia exista el principio general de la aplicación de la ley nacional, ofendería gravemente a su ordenamiento jurídico, que no admite el divorcio, la posibili-dad de que sus tribunales decretaron el de unos franceses cuya legislación nacional lo permite; no obstante, ha habido en Italia algunas sentencias contrarias como las del 7 de junio de 1894 por el Tribunal de Génova, la de 2 de junio de 1897 por el Tribu-nal de Milán y una de 1901 de la Corte de Casación de Turín por jurisprudencia que no ha sido continuada.

Y en cuanto al reenvío es, por ejemplo, el caso de dos dane-ses domiciliados en París que quieren contraer matrimonio en Francia, cuya legislación dispone la aplicación de la ley nacional, mientras esta, la ley danesa, dispone la aplicación de la Ley del Domicilio, o sea la francesa, que a su vez, como hemos visto, dispone que sea la danesa; problema del reenvío, en apariencia irresoluble, pero personalmente me adhiero a la opinión de los tratadistas que por insistir en que el llamado Derecho In-ternacional Privado son sólo normas de Derecho interno para solucionar estos conflictos de leyes que se producen ante sus organismos jurídicos nacionales, estiman que ha de seguirse el criterio de la ley local y aplicarse por tanto en aquel caso la ley danesa, aún cuando esta disponga para los conflictos que surjan en su territorio un criterio distinto. Sin embargo, no es universalmente admitido este principio en las legislaciones y ju-risprudencia, y así la Ley de Introducción al Código Civil alemán en su Art. 27 y la Convención de La Haya en su Art. 1 disponen que en los casos de reenvío se aplicará la legislación sustantiva del país ante el que se presente la cuestión; a pesar de ello insisto en el anterior punto de vista, que es el de ilustres autores como el profesor Audinet, que lo expone en el curso que pronunció

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en la Academia de Derecho Internacional de La Haya de 1926, y que puede verse en los Reccueils de dicho año, tomo I, p. 179.

En todo caso estamos viendo que en materia del matrimonio y del divorcio es tal vez donde se producen los problemas más graves de los «conflictos de leyes», por la disparidad absoluta de criterios, y por su abundancia actual provocada por la facilidad de viajes y los trastornos europeos.

Por eso ya en el año de 1902 se acordó en La Haya una con-vención relativa a la celebración del matrimonio y al divorcio, completada por la convención también de La Haya de 1905 sobre los efectos del matrimonio; convenciones en las que triunfaba el principio de la ley nacional, con algunas restricciones, las más importantes de las cuales son las que afectaban a las excepciones de orden público.

Pero estas convenciones han sido denunciadas por casi todos los países que las firmaron, entre ellos por Francia, Bélgica y Suiza, y puede decirse que apenas han tenido eficacia y no han pasado de ser un generoso intento de llegar a una unificación de los criterios estatales. Pero estudiaremos sus principales disposiciones como esencia del criterio europeo continental frente al americano.

Este que ya fue recogido en parte en la Convención de Mon-tevideo de 12 de febrero de 1889, ha sido articulado y codificado en la Conferencia de La Habana de 1928, siquiera no sea en toda su pureza ya que mientras fija la Ley del Domicilio en todo lo que se refiere al divorcio, sin embargo establece el principio de la ley nacional en lo que se refiere a la capacidad para contraer matrimonio siendo este sin duda uno de los motivos de que su aprobación fuera hecha por casi todos los países con las reservas expresas en cuanto a la dejación que se hacía en algunos puntos de la Ley del Domicilio, en contraste curioso con las reservas del Brasil y la República Dominicana por ejemplo, en defensa de la ley nacional; pero como quiera que sea, con todas sus reservas, el hecho es que este código llamado de Bustamante, fue suscrito por todos los países que asisten a este II Congreso del Caribe, por lo que quiero señalar también de sus disposiciones en todos los puntos que paso a tratar a continuación, que son los más

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culminantes que ofrecen los conflictos de leyes en materia de matrimonio y divorcio.

Y el motivo de que trate de ellos en sólo uno: su actualización. Ya anteriormente en la historia se han dado casos de verdaderos fraudes a la ley en que ciertos matrimonios, cuya ley nacional pro-hibía el divorcio, se naturalizaban en otros países que lo admitían y seguidamente solicitaban el mismo ante sus tribunales; este ha sido por ejemplo el caso de los italianos que se naturalizaron en Fiume antes de su anexión a Italia en 1924, ciudad libre en la que seguía rigiendo la ley húngara que admite el divorcio.

Pero el caso que hoy se presenta ante los países americanos no es precisamente el que pudiéramos calificar de fraude legal, es decir el de personas que se trasladan de su país de origen a otro, con el sólo y exclusivo objeto de conseguir un divorcio, sino el de masas de europeos, de distintas razas y legislaciones, a los que la tempestad que azota las tierras del viejo continente va lanzando a la deriva hacia estas costas de la nueva tierra de promisión, extranjeros que se domicilian en las Repúblicas americanas, en las que rehacen sus hogares, y cuyos tribunales y autoridades han de enfrentarse de cara con los problemas palpitantes de estos conflictos de leyes.

Este es el interés vital y actual que me mueve a señalarlos en esta comunicación a los delegados de las Repúblicas que baña el mar Caribe, este mar que antaño rasgaran las proas de las na-ves colombinas que traían los primeros inmigrantes europeos, y que hoy ofrece un puerto seguro a estos nuevos navegantes de un ideal, o de una utopía tal vez, la de una Europa justa, libre y en paz.

II. El matrimonio

Voy a examinar tan sólo tres de los puntos fundamentales de esta institución básica de la sociedad: I. su forma religiosa o civil; II. las condiciones intrínsecas para su validez; III. sus principales efectos.

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Es notorio que este orden altera un poco el normal y lógico de la sistemática civil, que suele examinar antes las condiciones intrínsecas, para pasar después a las extrínsecas, pero como quiera que en estos problemas de conflictos de leyes la adopción de la forma religiosa o civil predetermina todo lo relativo a los requisitos intrínsecos, me decido a alterar el orden en la forma dicha.

I. Su forma religiosa o civil

Los tratadistas de Derecho Canónico suelen distinguir tres tipos de legislaciones: a) países que no admiten el matrimonio ci-vil más que como subsidiario del religioso; b) países que admiten el matrimonio civil libre; c) países que exigen el matrimonio civil obligatorio. Aceptemos esta clasificación y pasemos a estudiar las principales legislaciones europeas y americanas.

a. Países que no dan validez al matrimonio civil más que como subsidiario del religioso, en el caso de que los contrayentes no pertenezcan a ninguna religión o no exista ministro de culto. Esto es naturalmente en los tiempos modernos en que es casi universal la tolerancia de culto; pero en los tiempos anteriores no se admitían los matrimonios religiosos de los cultos no reconocidos por el Estado, intransigencia que se dio en los países católicos tridentinos, como en los luteranos y ortodoxos.

Hoy los países que siguen este sistema son Croacia, Serbia, Polonia, Grecia, Bulgaria, Montenegro, Austria, por lo me-nos hasta su invasión por Alemania, y España, si bien esta ha tenido un período reciente en que la legislación republicana instauró el sistema del matrimonio civil obligatorio, por la ley del 28 de junio de 1932, que ha sido derogada por el actual régimen.

b. Países que dan validez conjuntamente al matrimonio celebrado ante los ministros de los distintos cultos y ante los oficiales del estado civil. Es el caso de Colombia, el de los Estados Unidos

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que además tienen el caso curioso de posible poligamia legal al existir en el culto mormónico, el de Italia que a partir del Concordato con la Iglesia Católica de 11 de febrero de 1929 en su Art. 34 ha reconocido también validez jurídica a los matri-monios católicos; el de Checoslovaquia por la ley de 22 de mayo de 1919, el de Inglaterra, si bien los cultos con la excepción de la Iglesia anglicana necesitan una previa autorización después de llenar ciertos requisitos para probar el número de adeptos, y finalmente los tres países escandinavos: Dinamarca, Suecia y Noruega, si bien estos debido a su historia religiosa, ya que luteranos acérrimos no han llegado a dar libertad de culto a la Iglesia Católica hasta la segunda mitad del siglo pasado, en 1847, 1863 y 1893 respectivamente, por este motivo histórico no reconocen validez a los matrimonios de todos los cultos sino de las Iglesias reconocidas, entre las que se cuentan la luterana, la anglicana, la católica y la israelita.

c. Países que sólo reconocen validez jurídica al matrimonio civil. Es el sistema que implanta el Código de Napoleón, y que hoy siguen la mayoría de los países, entre ellos Francia, Bélgica, Países Bajos, Alemania, Portugal, Suiza, Hungría, Rumania, Luxemburgo, Mónaco, Argentina, Brasil, Perú, Venezuela, la República Dominicana, Puerto Rico, México, y naturalmente la URSS a partir del Código Civil de 1918, reformado en 1923, cuyo Art. 52 establece el matrimonio civil sin apenas solemnidades frente al matrimonio religioso de la Rusia de los Czares.

Estas son las legislaciones. ¿Conflictos de leyes?, evidentes. El principio aplicable según la doctrina estatutaria sería el de locus regit actus, pero, como decíamos antes, en esta materia tiene un gran juego la excepción de orden público nacional, y ni en Fran-cia se dará validez al simple matrimonio católico que contraigan dos franceses en Madrid, ni viceversa en España se admitirá el simple matrimonio civil de dos católicos españoles en París.

Por eso el Art. 5 de la Convención de La Haya de 1902 senta-ba en principio la regla locus regit actus, al decir «será reconocido

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en todas partes como válido en cuanto a la forma el matrimonio celebrado siguiendo la forma del país en donde haya tenido lugar». Pero a continuación establece dos excepciones, la pri-mera contenida en el mismo artículo cuando dice seguidamente que sin embargo los países que exijan la forma religiosa en su legislación podrán no reconocer como válidos los matrimonios de sus nacionales celebrados en el extranjero sin observar esta prescripción; y la segunda contenida en el Art. 7 que dice que los Estados terceros pueden reconocer como válido el matrimonio celebrado observando la forma nacional en vez de la local.

Pero cabe todavía otra modalidad y es el matrimonio consu-lar, el matrimonio celebrado de acuerdo con las formalidades de la ley nacional y no de la local, ante los agentes diplomáticos o consulares, haciendo uso de la ficción jurídica de la extraterrito-rialidad. Facultades consulares que no todos los países admiten como los EE. UU. y Austria, y que en otros países está sometida a concesiones muy especiales como en Alemania, Inglaterra y Suiza, o como en Grecia, Serbia y Bulgaria, que aún entonces exigen el matrimonio religioso.

La Conferencia de La Haya en su Art. 6 estatuyó que «será reconocido como válido el matrimonio celebrado por un agente diplomático o consular conforme a su legislación, si el Estado en donde se celebra no se opone».

Ambas normas, la de los Arts. 5 y 6 de la Convención de La Haya, han pasado casi literalmente a los Arts. 41 y 42 del código aprobado en la Conferencia de La Habana de 1928, no así la excepción del Art. 7.

II. Condiciones intrínsecas para la validez del matrimonio

Pasemos ahora a estudiar las condiciones intrínsecas para la validez del matrimonio civil, que podemos dividir en dos grupos según afecten a la capacidad de los contrayentes, o a la manifestación de su consentimiento, en relación siem-pre con los posibles conflictos de leyes, por lo cual y ante la concisión impuesta por la índole del trabajo, me limitaré tan

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sólo a aquellos aspectos que pueden suscitar los más graves problemas de tipo internacional.

A. Capacidad de los contrayentes

Todas las legislaciones han establecido unos impedimentos cuya presencia impide a los futuros contrayentes alcanzar la ca-pacidad necesaria para contraer válidamente un matrimonio.

En general pueden dividirse en impedimentos internos y ex-ternos. Entre los primeros examinaré la edad, el parentesco y la salud; mientras entre los segundos trataré del ligamen, el delito, la religión y otros de tipo varios.

a. La edad. Todas las legislaciones, desde los tiempos del De-recho Romano, señalan un límite mínimo de edad, antes de alcanzar el cual no se puede contraer válidamente el matrimonio, impedimento fundado en la naturaleza y en la capacidad para la procreación. Sin embargo, las edades oscilan según los distintos países, si bien predomina la de 16 a 18 años para los varones y la de 14 a 16 para las hembras. He aquí el cuadro de las principales naciones europeas y americanas:

País M - FAlemania 21-16Argentina 14-12Austria 14-12Bélgica 18-15Brasil 16-14Colombia 14-12Cuba 14-12EE. UU. 14-12España 16-14Francia 18-15Hungría 18-16

País M - FItalia 18-15Inglaterra 14-12México 16-14Países Bajos 18-16Portugal 18-16Puerto Rico 18-16Rep. Dom. 18-15Rumania 18-15Suiza 20-18URSS 18-16

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b. El parentesco. Este vínculo que puede unir a los futuros contrayentes, puede proceder de la consanguinidad, de la afinidad o de la adopción.1. Consanguinidad. Es unánime el criterio prohibitivo en

cuanto a la línea recta indefinida; no así en la colateral en la que varía la extensión de grados. He aquí el cuadro de algunas de las principales legislaciones:

Alemania: sólo entre hermanosEE. UU.: sólo entre hermanosRep. Dom.: sólo entre hermanosBrasil: sólo entre hermanosColombia: sólo entre hermanos.Francia: tíos y sobrinosItalia: tíos y sobrinosPaíses Bajos: tíos y sobrinosSuiza: tíos y sobrinosMéxico: tíos y sobrinosAustria: hasta el segundo grado Inglaterra: hasta el tercer gradoEspaña: hasta el cuarto grado civilCuba: hasta el cuarto grado civilPuerto Rico: hasta el cuarto grado civilVenezuela: hasta el cuarto grado civil

2. Afinidad. Se admite en casi todos los países, entre ellos Francia, Inglaterra, España, Italia, Países Bajos, Cuba, Brasil y Venezuela, si bien su extensión es más corta que en el lazo de consanguinidad, ya que el de afinidad no suele pasar de los cuñados.

Es curioso hacer constar que en algunos países como en España, Suecia y Alemania, se admite el lazo que provie-ne de una cúpula ilícita.

3. Adopción. Suele admitirse en casi todas las legislaciones entre el adoptante y el adoptado, entre ellas las de Espa-ña, Alemania, Hungría, Francia, Bélgica, Luxemburgo,

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Rumania, Suiza, República Dominicana, Cuba, Italia, Co-lombia, México, Puerto Rico y Venezuela, extendiéndose la prohibición a los descendientes en España, Italia, Cuba, Puerto Rico y Venezuela. Pero, sin embargo, este impedi-mento en general suele ser simplemente prohibitivo, salvo en España en que es dirimente a tenor del Art. 84 de su Código Civil.

En cambio no recogen este impedimento las legislacio-nes de Austria, Países Bajos, Suecia, Noruega, Dinamar-ca, Portugal, Inglaterra, Bulgaria, Yugoslavia, EE. UU., Argentina y el Brasil.

c. La salud. Los impedimentos fundados en la salud, mejor di-cho en las enfermedades que impiden o dañan el fin primario del matrimonio, la procreación, son dos fundamentalmente: la impotencia y las enfermedades transmisibles, especialmen-te la sífilis. El primero está recogido en las legislaciones de España, Cuba, Puerto Rico, México y Venezuela; y el segundo por las de Alemania, EE. UU., Argentina y México.

En este grupo tal vez lo más interesante sean los certifica-dos médicos prenupciales que por ejemplo se exigen en algunos Estados de Norteamérica, y la ley promulgada por el III Reich a poco de su subida al poder en que se llega a ordenar la castración de los tarados con ciertas enfermeda-des transmisibles.

d. El ligamen. En relación con este impedimento hay que citar dos problemas: la poligamia y el divorcio.

La poligamia está admitida en los países musulmanes y en la secta mormonista de los EE. UU. Por lo tanto, en estos grupos sociales no existe el impedimento de ligamen; pero en todo el resto de los países civilizados sí existe, y además se castiga la bigamia.

Sin embargo, se atraviesa el segundo problema, uno de los más graves en los conflictos de leyes y del que trataremos in extenso en la segunda parte de esta comunicación, y es el

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divorcio. Porque naturalmente para los Estados que no lo admiten, el segundo matrimonio puede ser considerado nulo y los que lo contrajeron reos del delito de bigamia. Remitiéndome para más adelante, debo adelantar aquí el cuadro de algunos de los principales países que admiten el divorcio: Inglaterra, EE. UU., Francia, Bélgica, Suiza, Grecia, Alemania, Austria, Hungría, Suecia, Noruega, Dinamarca, Países Bajos, Serbia, URSS, Turquía, República Dominicana, Brasil, Rumania, Puerto Rico, Venezuela, Argentina, Cuba, Ecuador, México.

Siendo curioso señalar el caso de Austria que no lo admitía para los católicos, pero sí para los demás. Y así mismo es digno de mención por su radicalismo, el Art. 87 del Código Civil de la URSS de 1918 que dice: «El divorcio puede ser fundado tanto sobre el conocimiento mutuo de los dos cón-yuges, como sobre el deseo de divorcio de uno de ellos». No se admite en cambio el divorcio en España, Italia y Portugal.

e. El delito. Tres son las formas delictuosas que pueden cons-tituir un impedimento para el matrimonio: el adulterio, el conyugicidio y el rapto.

El rapto, en tanto subsista como estado de hecho, constituye un impedimento en España, Austria, Brasil, Colombia, Méxi-co, Puerto Rico y Venezuela.

El adulterio lo constituye en Alemania, Austria, España, Brasil, Países Bajos, Colombia, Cuba, México, Puerto Rico y Venezuela.

Y el conyugicidio en Italia, Austria, España, República Domi-nicana, Brasil, Argentina, México, Colombia, Cuba, Puerto Rico y Venezuela.

f. Religiosos. Los impedimentos de tipo religioso, que son otros de los que provocan más irreductibles problemas, son de dos tipos: la diferencia de religión y las órdenes sagradas.

Naturalmente los países que como España e Italia admiten el matrimonio religioso para los católicos han de admitir tam-bién estos impedimentos del Código de Derecho Canónico; pero es que hay otros países no católicos, que como Serbia por

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ejemplo, establecen el impedimento entre cristianos e israeli-tas. Es también de notar el caso del Código Civil austríaco que prohíbe el matrimonio entre cristianos y no cristianos.

Algo semejante ocurre con la prohibición de contraer matri-monio los sacerdotes y religiosos ligados con un voto de cas-tidad, impedimento que existe expresamente en los códigos civiles de Austria (Art. 63), de Hungría, de España (Art. 83), de Colombia (Art. 128) y de Venezuela (Art. 73).

No existe esta clase de impedimentos en la mayoría de las le-gislaciones, entre ellas las de Inglaterra, EE. UU., Alemania, Francia, Suiza, Hungría, Bulgaria, Países Bajos y la URSS que expresamente lo rechaza en el Art. 71 de su Código Civil.

Muy semejantes, y obedeciendo a los mismos motivos y calificaciones, aunque no sean religiosos, son los impe-dimentos que pueden surgir por motivo de raza, color, esclavitud… etc.

g Varios. Existen todavía sueltos por las diversas legislaciones otros variados impedimentos de menor interés. Así la prohi-bición a la mujer para contraer nuevas nupcias antes de un plazo determinado desde la disolución del primer matrimo-nio (10 meses ordinariamente) a fin de evitar la confusión de parto; el impedimento entre tutor y pupilo que existe por ejemplo en España, Argentina, Brasil, Colombia, México, Puerto Rico y Venezuela; y finalmente el impedimento entre divorciados que existe en los Países Bajos.

B. Defectos en la expresión del consentimiento

Y con este pasamos de la capacidad para contraer matrimonio a la materialidad de la expresión del consentimiento, en la que debemos contemplar rápidamente tres supuestos: la violencia, el error y la minoría de edad.

a. La violencia. Admitida en principio en todos los códigos. Debemos citar, sin embargo, el Art. 1334 del Código Civil alemán y el Art. 125 del Código Civil suizo que extienden la

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nulidad no ya a la violencia física, sino también a las maqui-naciones fraudulentas.

b. El error. Admitido también como causa de nulidad cuando haya existido en la identidad física o jurídica de la persona. Error, que es muy amplio en las legislaciones de Francia, Ita-lia y Austria, y que llega incluso al error en las cualidades que de haberse conocido hubiera hecho que no se manifestara el consentimiento, lo que aparece en el Art. 1333 del Código Civil alemán y en el Art. 124 del Código Civil suizo.

c. La minoría. Con lo que nos referimos al consentimiento ad-junto que deben prestar los padres o representantes legales, cuando se trate de contrayentes menores de edad, y al ser distintas las edades en que se llega a la mayoría, varían tam-bién los casos, donde origen a posibles conflictos. He aquí el cuadro de la mayoría de edad en las principales legislaciones, a los efectos del consentimiento:

País M - F País M - FItalia 25-21 Inglaterra 21-21Puerto Rico 21-21 España 23-23Alemania 21-21 Venezuela 21-18Países Bajos 23-23 Brasil 21-21Colombia 21-18 Cuba 23-23Rep. Dom. 21-21 Suiza 20-20Argentina 22-22 México 21-21EE. UU. 14-12

Hecha esta rapidísima revisión, que forzosamente ha teni-do que ser muy incompleta, es fácil comprender cuáles son los conflictos de leyes que pueden presentarse, siempre que la ley nacional contenga un impedimento o una nulidad por el con-sentimiento, que no la contenga la ley local, o viceversa.

El principio general que sienta la Convención de La Haya en su Art. 1 y el Código de Bustamante de La Habana en su Art. 36 es el de que las condiciones intrínsecas se regirán por la ley nacional de cada uno de los contrayentes, principio que se ve confirmado

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en los Arts. 4 y 37, respectivamente, de los mismos textos, cuando disponen que los contrayentes deberán probar ante los oficiales del estado civil que según su ley nacional tienen capacidad para contraer matrimonio.

Pero no obstante esto, puede surgir de nuevo la excepción de orden público nacional, como son el ligamen o los impedimentos de tipo religioso, que precisamente por ser los más discutidos son también los más defendidos.

En principio se puede decir que hay unos impedimentos y nulidades que afectan sólo al interés de los contrayentes, como es la edad, y en cambio hay otros que afectan a la moral pública, como es el ligamen. Sentado esto, veamos los casos que se pue-den presentar:

A. Que la ley nacional sea más exigente

En este caso en realidad no debía haber problema, pues la ex-cepción de orden público puede surgir en defensa de una institu-ción que se considera esencial para su propia organización jurídica más rígida. Sin embargo, el Art. 4 de la Convención de La Haya es-tablecía que los impedimentos de la ley nacional, de tipo religioso, no sería de obligatoria aplicación. Y no hay duda tampoco de que en los casos en que, como veremos más adelante, se puede decretar un divorcio en contra de la ley nacional, también se podrá contraer un nuevo matrimonio en contra de la ley nacional.

Y es lógico que en estos casos, el Art. 3 de la citada Con-vención se enfrente con los Estados terceros, con sus posibles criterios contradictorios, y los deje en libertad de reconocer o no como válido el matrimonio celebrado sin ajustarse del todo a la ley nacional.

En cambio la Convención de La Habana se enfrenta sólo con el Estado de origen, y en su Art. 40 le acuerda el derecho de no reconocer como válido el matrimonio de sus súbditos celebrado en el extranjero sin tener en cuenta todas estas disposiciones de la ley nacional.

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B. Que la ley nacional sea menos exigente que la ley local

La Convención de La Haya hace una triple clasificación: cuando se trate de impedimentos de tipo religioso o exista un divorcio, el matrimonio será nulo para el Estado local mientras puede ser válido para el nacional y los terceros; cuando se trate del parentesco, el conyugicidio y el adulterio, en principio debe-rán observarse las disposiciones locales, pero será válido el ma-trimonio celebrado de acuerdo con la ley nacional; y finalmente prescinde de los demás impedimentos.

En cuanto a la Convención de La Habana, su Art. 38 dispone que las prescripciones de la ley local deben ser observadas en todo lo que se refiere a las condiciones intrínsecas para la validez del matrimonio, en todo caso.

III. Efectos del matrimonio

Voy a prescindir de los efectos recíprocos de fidelidad y asistencia, que con ligeras variantes existen en todas las legis-laciones, para estudiar los tres puntos en que las discrepancias son fundamentales: a) el status jurídico de la mujer casada; b) el régimen de bienes, y c) la indisolubilidad del matrimonio.

a. El status jurídico de la mujer casada. Status que se evidencia en dos puntos: en la nacionalidad y en la capacidad.

Según los principios clásicos sobre adquisición de la na-cionalidad, uno de los modos derivados de adquirirla es el matrimonio, esto es, que por regla general la mujer casada adquiere la nacionalidad de su marido. Sin embargo, la ten-dencia moderna es la de dejar una opción a la mujer casada para que elija entre su propia nacionalidad y la del marido; tal es el caso de Francia que recientemente ha cambiado su sistema anterior y el de la España republicana de acuerdo con el Art. 25 de la Constitución de 1931 hoy derogada.

Más interés tiene el problema de la incapacidad de la mu-jer casada, también clásica en el Derecho y que cada día va

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desapareciendo más de las legislaciones. Persiste por ejemplo en Francia, Bélgica, Países Bajos, España, Brasil…, pero ya en los modernos códigos de Alemania (Arts. 1395 y 1407) y de Suiza (Arts. 163 y siguientes) parten del principio de la plena capacidad, con pequeñas restricciones que se estable-cen expresamente; es la misma tendencia que se refleja en Inglaterra en las leyes de 9 de agosto de 1870, 18 de agosto de 1882 y 5 de diciembre de 1890, en Portugal en el Decreto Ley de 25 de diciembre de 1910, en Polonia en la ley de 1ro de julio de 1921, y en casi todos los países.

b. Régimen de bienes. No podemos entrar en el estudio deta-llado de la legislación comparada, por no ser propiamente el tema de esta comunicación pero sí hemos de señalar el origen romano del sistema dotal frente al origen germano del sistema de comunidad de bienes.

En síntesis son cuatro los sistemas que se presentan en las dis-tintas legislaciones: el régimen convencional, la comunidad de bienes, el sistema dotal y la separación de bienes.

c. Indisolubilidad del matrimonio. Sin duda alguna el efecto más discutido y el que provoca mayores e irresolubles pro-blemas al llamado Derecho Internacional Privado. Aquí me toca tan sólo señalarlo, remitiéndome a la segunda parte de la comunicación.

¿Qué soluciones han dado las convenciones de La Haya y de La Habana a estos conflictos? Ambas han consagrado el mismo principio: es aplicable la ley nacional si fuere común, y en caso de conservar la mujer su nacionalidad diferente, es aplicable la ley nacional del marido, como jefe de la familia.

La Convención de La Habana completa este principio con-tenido en su Art. 44, que exceptúa el caso de los bienes propio de la mujer, que se rigen por su ley nacional, así como por dos excepciones de orden público, la de la obligación de vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente, que se regirá por la ley territorial (Art. 45), así como en el caso de nulidad por bigamia (Art. 46).

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No voy a entrar ahora en la crítica de estos principios, a lo que dedicaré en la última parte de esta comunicación, pero sí he de señalar lo contradictorio que resulta esta subordinación de la mujer al marido con las modernas tendencias legislativas que precisamente son las que provocan el problema de la doble nacionalidad dentro del matrimonio, y al mismo tiempo las po-sibilidades de cambios en la nacionalidad del marido con lo que se pierde el fundamento único que podía justificar este sistema, es decir el de su fijeza.

Con esto terminamos el rápido estudio comparado en lo que concierne al matrimonio, pues los problemas y disposiciones concernientes a la nulidad del matrimonio se desprenden de lo ya dicho, y la índole de este trabajo me impide recargarlo. Paso, pues, a la segunda parte, al divorcio.

III. El divorcio

Institución en la que se plantea el conflicto de legislaciones con mayor gravedad, si bien la tendencia moderna va exten-diendo universalmente el divorcio, siendo por ello más sencillo señalar las naciones que no lo admiten. En Europa, en la ac-tualidad, y son estas legislaciones las que principalmente deben interesarnos a los fines de esta comunicación, no quedaban más países sin admitir el divorcio que España, Italia, Irlanda, Aus-tria para los católicos y Polonia en la parte de su territorio que estuvo anexionada a la Rusia czarista. Hoy día la situación ha cambiado, Austria ha sido invadida y anexionada por Alemania, país que admite el divorcio, y Polonia a su vez ha sido repartida entre Alemania y la URSS, países ambos que admiten el divorcio. Por otra parte, España, que en régimen republicano dictaba la Ley del Divorcio de 2 de marzo de 1932, bajo el régimen ac-tual ha anulado la misma como un problema interesantísimo de Derecho transitorio que luego veremos. Y de la casualidad que precisamente los países que han sufrido estas conmociones políticas tan violentas, son los que dan el contingente humano a

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la emigración que hoy llega a los países del Caribe, y a los de toda América, actualizando los problemas y conflictos de leyes.

Por si fuera poco, no hay que olvidar el divorcio religioso, el famoso privilegio paulino recogido en el canon 1120, n. 1, del Cód. de Derecho Canónico, aplicable por tanto a España, Italia, Irlanda, Austria y parte de Polonia, y que estaba también recono-cido en el matrimonio ortodoxo de la Rusia imperial, provocan-do igualmente conflictos de Derecho Internacional Privado en las personas de los rusos blancos, antecedente no muy remoto de los refugiados políticos de hogaño.

Señalado esto, pasemos a estudiar, lo mismo que en el matri-monio, tres apartados: I. las causas del divorcio; II. los efectos del divorcio; III. la competencia judicial.

I. Las causas del divorcioVamos a analizar una por una las principales causas de divor-

cio que aparecen en las legislaciones.

a. Mutuo consentimiento. Existe en pocos países, pues en casi todos es causa sólo de separación. Está admitida en Norue-ga, Dinamarca, Bélgica, Portugal, Ecuador, Guatemala, Re-pública Dominicana, Brasil y México. En la URSS el Código Civil de 1918 reformado en 1927, en su Art. 18 lo admite incluso por el disentimiento de uno sólo de los esposos, y en forma más restringida también la Ley uruguaya de 1913, que pasó al Código Civil en la reforma de 1914, admite la declaración unilateral de la mujer en ciertas condiciones.

La Ley de la República española en su Art. 2 la admitía, pero regulando luego cuidadosamente, en los Arts. 63 y siguien-tes, el procedimiento con tres ratificaciones en el término de un año para evitar el capricho versátil.

b. El adulterio. Aparece en todos los países, ya que incluso en donde no consta expresamente, como en Alemania, existe una amplia causa de incompatibilidad de vida, entre otros motivos, a las faltas a los deberes conyugales, y el principal de ellos es la fidelidad.

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Pero hay la diferencia de que algunos países admiten el adul-terio pero exigen que el del marido vaya acompañado de alguna agravante, así en Inglaterra se requiere el incesto o la bigamia, y en Colombia y Venezuela se requiere el aman-cebamiento del marido, criterio que existía también en el Código Penal español de 1870 que estableció el delito de adulterio para la mujer y el de amancebamiento para el ma-rido, y que desaparecieron en la reforma de 1932 por existir ya una sanción civil que era el divorcio, pero simple e igual para los dos cónyuges.

c. Sevicias e injurias. Existe también en casi todas las legislacio-nes, salvo por ejemplo en Escandinavia, pero varía el concep-to de las mismas en relación con su intensidad que va desde los malos tratos del Código Civil francés, hasta el atentado a la vida del cónyuge del Código Civil alemán.

d. Abandono. Que existe entre otros países en Inglaterra, Ale-mania, Escandinavia, Países Bajos, EE. UU., Argentina, Bra-sil, México, Puerto Rico, Venezuela y República Dominicana, pero que falta por ejemplo en Francia y Colombia. Aban-dono que tampoco es un informe en todos los países, pues algunos exigen el transcurso de cierto tiempo (dos años en Inglaterra) y otras circunstancias agravantes (abandono ma-licioso en Alemania). En algunas legislaciones como la de los Países Bajos, México y República Dominicana existe también la ausencia como causa de divorcio, pero siempre exigiendo plazos más largos que para el abandono en sentido estricto.

e. Condena. Que existe por ejemplo en Francia, Alemania, Escandinavia, Países Bajos, EE. UU., México, República Do-minicana, Puerto Rico y Venezuela, y que falta en cambio en Inglaterra, Argentina, Brasil y Colombia, entre otras, causa cuyas características también varían según las legislaciones.

f. Enfermedades. Existe en Inglaterra, Alemania, Escandina-via, EE. UU., República Dominicana, Colombia, México y Venezuela, y en cambio falta en Francia, Países Bajos, Argentina, Brasil y Venezuela. Enfermedades que tampoco son uniformes.

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g. Prostitución. Que aparece individualizada en Alemania, Ar-gentina, Colombia, México, Puerto Rico y Venezuela, cuan-do en realidad puede ir embebida en el adulterio o en la incompatibilidad por infracción de los deberes conyugales.

Y es curioso hacer constar que en la citada ley española de 1932, en su Art. 3, n. 3, se decía como causa de divorcio: «La tentativa del marido o de la mujer para corromper a sus hijos, y connivencia en su corrupción o prostitución». Lo que no es precisamente esta causa, sino una variante muy interesante.

h. Incompatibilidad. Que existe en algunas legislaciones como Alemania, Argentina y la República Dominicana, que existía en la España republicana, y que en Inglaterra es causa sim-plemente de separación.

i. El privilegio paulino. Causa de divorcio por motivos reli-giosos recogida en el canon 1120 del Código de la Iglesia Católica, y por lo tanto vigente en España, Italia, Irlanda y Austria para los católicos, y que estaba vigente también en la Rusia de los Czares; cuya aplicación a los israelitas rusos domiciliados fuera de su patria primero, y después a los ru-sos blancos refugiados, se ha planteado en diversas ocasiones ante los tribunales franceses y alemanes con diversos resulta-dos, pues los primeros los han admitido a veces (Cour d´appel de Nancy, sentencia del 17 de junio de 1922, y Tribunal del Sena, sentencia del 10 de agosto de 1905) en lo que se refie-re a la eficacia de los divorcios decretados por los rabinos, pero no admitiéndolo jamás como causa de divorcio ante los tribunales civiles (Cour de Casation, sentencia del 29 de mayo de 1905); en cambio los segundos se han negado siempre a reconocerle ningún valor (Kammergericht de Berlín, sentencia del 19 de diciembre de 1905).

Estas son las causas principales. Naturalmente hay otros casos particulares de cada legislación, así en la tantas veces repetida ley española de 1932, una de las más detalladas y minuciosas, se desdoblaba la causa por enfermedad en dos clases, venéreas y no venéreas, se distinguía también entre desamparo de la familia

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sin justificación y abandono culpable por un año, y finalmente se señalaba como causa la separación voluntaria de hecho por el espacio de tres años.

Ante estas diferencias profundas, primero en la admisión o no admisión del divorcio, y después en cuanto a las causas del mismo ¿cuáles son las soluciones?

Desde luego contienden dos principios: el europeo y el ame-ricano. El primero aplica la ley nacional tanto para la admisión del divorcio como para sus causas, y es el recogido en el Art. 17 de la Ley de Introducción al Código Civil alemán, en el Art. 9 del Código Civil español, en el Art. 3 de la ley de 8 de julio de 1904 en Suecia, en el Art. 10 de la ley de 15 de junio de 1898 japonesa, en el Art. 11 de la ley de 5 de agosto de 1918 china, y el que se desprende implícitamente de la legislación francesa y belga. Por el contrario en Inglaterra, Países Bajos, EE. UU. y en casi toda América se aplica la Ley del Domicilio conyugal.

Naturalmente los países que admiten la ley nacional se tie-nen que enfrentar con el problema de que la nacionalidad de los dos esposos no sea la misma, por no haber adquirido la mujer la del marido, caso de que fueran distintas. Este problema no ha sido previsto más que por las leyes de Alemania, Japón y China, que lo resuelven aplicando la ley nacional del marido como jefe de la familia.

Otro problema que se les plantea es el del posible fraude a la ley conseguido con un cambio de nacionalidad posterior al matrimonio y exclusivamente al objeto de conseguir el di-vorcio. Entre los diversos casos que se pueden citar está el de los católicos austríacos naturalizándose en Hungría, y más des-carado aún el de los italianos que se naturalizaban en Fiume cuando era villa libre y regía en ella todavía la ley húngara que admitía el divorcio, situación que persistió hasta su incor-poración a Italia en 1924. Esta situación fue prevista por los legisladores de Suiza y Japón que establecen que no se puede basar el divorcio en una causa cuyo hecho material se hubiese realizado cuando se gozaba de una nacionalidad que no reco-nocía dicha causa.

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En cuanto al caso de que cambie de nacionalidad con poste-rioridad al matrimonio uno de los cónyuges, ha sido previsto por Alemania y Japón, para cuyas legislaciones el cambio de la mujer no tiene relevancia jurídica, pero sí el del marido, de acuerdo todo ello con los principios anteriormente expuestos de las mis-mas legislaciones.

Al enfrentarse con estos problemas la Convención de La Haya optó por una solución ecléctica: ni ley nacional, ni Ley del Domicilio, ambas a la vez, y así su Art. 1 determina que no se otorgará el divorcio más que cuando se pueda conceder de acuerdo con la ley nacional y la ley local. Contempla también el caso de cambio de nacionalidad y entonces dice en su Art. 8 que caso de que se adquiera una nueva nacionalidad por una de las partes, se tendrá en cuenta la última nacionalidad común; y en su Art. 4 se sienta el principio de que no tendrá validez un hecho acontecido antes de adquirir una nueva nacionalidad, cuya legislación la recoge como causa de divorcio, pero no la anterior.

En cambio la Convención de La Habana en su Art. 52, confir-mado y ampliado en los Arts. 54 y 55, determina como aplicable la Ley del Domicilio familiar, pero enfrentándose también con los posibles fraudes, es decir con la adquisición de un nuevo do-micilio al sólo objeto de lograr un divorcio, precisa que no puede fundarse en causas anteriores a la adquisición de dicho domici-lio, para las que se aplicará la ley nacional de los cónyuges.

II. Efectos del divorcio

Prescindiendo ahora de las relaciones paternofiliales y el régimen de bienes, vamos a fijarnos en el efecto principal del divorcio, o sea, la ruptura del vínculo conyugal y la aptitud para contraer un nuevo matrimonio.

Naturalmente aún admitiendo el caso de que la ley nacional y la ley local admitan el divorcio, siempre hay Estados terceros que no lo admiten o no reconocen la causa que ha fundamentado el divorcio en cuestión. Supongamos un cónyuge divorciado en

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estas condiciones, que se traslada a este tercer Estado y quiere contraer nuevo matrimonio allí, ¿se le considerará divorciado y apto para las nupcias?, y si es ya casado cuando se traslada a este país, ¿se le considerará reo del delito de bigamia?

En algunos países como Francia se exige un previo exequatur ante los tribunales locales de este tercer Estado, en otros como Italia no se ha exigido. La Convención de La Haya al enfrentarse con el problema dispone en su Art. 7 que el divorcio será válido en todas partes. Pero ¿no es absurdo que sea válido en un país que no lo admite?, ¿no jugará una excepción de orden público?, la solución va en parte implícita en el Art. 2, de acuerdo con el cual en lo relativo a la capacidad para contraer matrimonio un Estado puede impedir la celebración del mismo si su legislación establece el impedimento de ligamen y no admite el divorcio. Esta orientación ha sido también seguida en algunas partes (véanse las sentencias del Tribunal Federal superior del Brasil de 4 de noviembre de 1916, y de la Corte de Casación de Roma de 4 de abril de 1891).

La Convención de La Habana en su Art. 56, en relación con el Art. 53, determina que el divorcio será válido en los Estados terceros, pero tienen el derecho de no reconocerlo como tal cuando no lo sea de acuerdo con su ley personal.

III. Competencia judicial

¿Ante qué tribunal debe plantearse la demanda de divorcio? De acuerdo con los principios generales debe hacerse ante el tribunal del domicilio del matrimonio, y caso de tener domicilio distinto cada uno de los cónyuges, se interpondrá en el domici-lio del demandado. Aunque hay algunas excepciones como la República Dominicana que admite la competencia en el domi-cilio del demandante cuando el demandado no lo tenga en el territorio nacional.

Sin embargo, algunas legislaciones como las de Alemania, Suecia, Hungría y Austria sólo reconocen validez a los divorcios de sus nacionales dictados por sus propios tribunales.

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La Convención de La Haya trata el problema en su Art. 5 y estatuye el principio general de la doctrina, o sea, que es com-petente el tribunal del domicilio común y en su defecto el del demandado; pero admite enseguida la excepción «a no ser que el Estado nacional reclame su competencia».

La Convención de La Habana no trata de este problema ex-presamente en los artículos que tratan del divorcio, por lo que hay que acudir a las normas procesales generales (Arts. 318 y siguientes) que establecen primero el sometimiento expreso o tácito de los dos litigantes, y en su defecto para el ejercicio de las acciones personales declara competente el Art. 323 al tribunal del domicilio del demandado. Naturalmente también cabe la excepción ya que, de acuerdo con los Arts. 53 y 56, ya hemos visto cómo un Estado puede no reconocer como válido un matri-monio dictado regularmente en otro país en contradicción con sus propias leyes.

Y con esto finalizamos lo relativo al divorcio. No puedo en-tretenerme con la separación de cuerpos; baste decir que las normas aplicables son las mismas, y con señalar los principales países que la admiten o no:

• Admiten sólo la separación: Italia, España, Irlanda, Argenti-na, Austria y la parte de Polonia que pertenecía a Rusia.

• Admiten el divorcio y la separación: Francia, Bélgica, Países Bajos, Inglaterra, Alemania, EE. UU., Ecuador, Portugal, Ve-nezuela, Suiza y Suecia entre otras.

• Y no admiten la separación, pero sí el divorcio: Rumania, Serbia, Escandinavia, México, Puerto Rico, República Domi-nicana, y la URSS.

IV. Situación actual

Rápidamente examinados los problemas que se plantean entre las diversas legislaciones en materia de matrimonio y divorcio vemos que en su solución compiten dos doctrinas, la

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que para resolverlos en caso de conflicto entre la ley local y la ley de los extranjeros acude a la ley nacional por ser esta la que regula el estado y capacidad jurídica de los sujetos de Derecho, y la que acude a la Ley del Domicilio de los futuros cónyuges, o del matrimonio.

La ley nacional es la admitida en general en Europa por influencia sobre todo del Código Civil de Napoleón, reforzada por las doctrinas de Manzini en la segunda mitad del siglo xix, doctrina que tiene su más remoto antecedente en los primitivos glosadores estatutarios. Concretamente es el sistema que siguen hoy día Francia, Italia, Alemania, Polonia, España, Bulgaria, Paí-ses Bajos, Austria, Suecia, Checoslovaquia, Rumania, Portugal, Marruecos, Túnez, Egipto, Turquía, Japón, Brasil y República Dominicana.

Frente a ella, la Ley del Domicilio es la que admiten los paí-ses anglosajones y casi toda América, por influencia por un lado de las doctrinas de Savigny en la primera mitad del siglo xix y más remotamente de Westlake y la escuela holandesa de Voet, y por otra parte por un sentido utilitarista en los países de fuerte inmigración. Concretamente es el sistema que hoy se sigue en Inglaterra, EE. UU., Dinamarca, Noruega, Suiza y en casi toda la América latina.

Pero estamos en un momento crucial de la humanidad y mientras en los campos de batalla se decide la primacía entre dos concepciones de la vida, la fuerza y el espíritu, la autocracia y la libertad, marcando un jalón que probablemente abrirá una nueva era para la humanidad, también en el campo de las teorías jurídicas, como en general en todos los ramos de la civilización, estamos en uno de esos momentos álgidos de la historia, en que los pueblos, al igual que ciertos animales, se desprenden de sus pieles avejentadas para emprender una nueva etapa de su vida, rejuvenecidos con nuevos principios y fórmulas.

Y en materia de estos conflictos de leyes, hace ya algún tiempo que se viene iniciando este viraje, pero es hoy día, en estos momentos, en que las repetidas sacudidas que ha sufri-do Europa han lanzado, desde sus tierras, más las enormes de

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inmigrantes, de refugiados políticos, que han venido a estable-cerse en los países americanos gracias a la generosa acogida de estos, cuando al agudizarse y actualizarse los conflictos de leyes, se hacen más relevantes las virtudes y defectos de ambos sistemas.

Por eso voy a tratar rápidamente estos tres puntos que pue-den orientarnos en la palpitante situación actual: I. Evolución histórica; II. Argumentación en favor de la Ley del Domicilio; y III. El problema particular de los refugiados españoles.

I. Evolución histórica

Prescindiendo de los tiempos más remotos y sin elevarnos hasta Bartolo y Baldo, y la escuela de los glosadores italianos, de los estatutistas, el hecho es que a fines del siglo xviii, a conse-cuencia sobre todo del influjo doctrinal de Westlake y la escuela holandesa, en casi todas las legislaciones europeas predominaba el criterio territorialista.

En estas condiciones se inicia la moderna codificación y el Código de Napoleón, con un criterio profundamente nacionalis-ta, parte del principio de que el francés debe serlo en cualquier rincón del mundo y al cruzar las fronteras de su patria lleva con-sigo sus leyes, su estatuto jurídico personal.

La rápida expansión que logra el Código francés lleva sus principios a través de Europa, y el principio de la ley nacional es recogido en las codificaciones de Bélgica, Luxemburgo, en la ley de los Países Bajos del 15 de mayo de 1829, Art. 6 y en el Código Civil austríaco de 1811, Art. 4, siquiera sea contradictorio ya que sienta el principio de la ley nacional para los austríacos en el extranjero y en cambio aplica la ley austríaca a los extranjeros residentes en su territorio.

Frente a este criterio se eleva la voz del eminente jurista Savigny, combatido a su vez por Manzini, nacionalista ex-tremado y forjador espiritual de la nueva Italia. La doctrina nacionalista triunfa sobre la doctrina de Savigny que emigra a América, y la segunda mitad del siglo xix contempla una

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floración de códigos con la casi universalización del principio de la ley nacional.

Este principio es recogido en Grecia por la ley del 29 de septiembre de 1856, Art. 4, en el Código Civil de Sajonia de 1863, en el Código Civil de Rumania de 1864, en el Código Civil de Italia de 1865, en el Código Civil de Portugal de 1868, en el Código mixto de Egipto de 1875, en Hungría en las leyes de 1876, 1877 y 1897, esta última sobre matrimonio; en el Código Civil de Montenegro de 1888, en el Código Civil de España de 1889, en Túnez por la ley de 1887, en el Congo y Belga por el decreto de 20 de febrero de 1891, en el Código Civil del Japón de 1898, en la Ley de Introducción al Código Civil de Alemania, en sus Arts. 7 y siguientes, y en la ley de Marruecos de 1913; pasa incluso a América donde es recogido en las legislaciones de Chile, Brasil, Colombia, Haití, Perú, Venezuela, República Dominicana, entre otras.

Se abre el siglo xx con el triunfo la ley nacional en casi toda Europa, y los primeros intentos de unificación del Derecho Civil, pues no otra cosa pretenden las Convenciones de La Haya, siguen por los derroteros de la ley nacional. Y esto ya tenía sus antece-dentes en las sesiones del Instituto de Derecho Internacional en 1880 que la habían propuesto en lo que concierne al estado y capacidad jurídica de las personas, y más concretamente en lo relativo al matrimonio. También se había intentado lo mismo en la Conferencia Americana de Lima de 1878, si bien aquí fracasó.

Las Convenciones de La Haya de 1902 y 1905 sobre matrimo-nio y sus efectos, divorcio, ausencia, tutela e interdicción fueron firmadas por casi todos los países europeos salvo Inglaterra, aferrada al principio territorial, y Rusia, España y Austria por motivo de tipo religioso (no olvidemos que estos tres Estados no reconocían validez más que al matrimonio religioso). Pero, como veremos a continuación, aún las naciones que firmaron estas convenciones las fueron denunciando bien pronto.

Sin embargo, consecuencia de ella fue por ejemplo la intro-ducción del principio de la ley nacional en las legislaciones de Bulgaria y Grecia, firmantes de las convenciones.

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Posteriormente pasó también al Brasil en su Código Civil de 1916, y a las naciones que surgieron después de la primera gue-rra europea: Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia y Finlandia. Asimismo la nueva Turquía, cuyo Código Civil tomado del suizo no recoge lo relativo a los conflictos de leyes, en la ley de 1ro de marzo de 1915 se inclina por la ley nacional pero ya estatuyendo muchas excepciones de orden público. Todavía el triunfo de la ley nacional se verá en la Conferencia de Ginebra del 7 de julio de 1930 sobre letras de cambio, auspiciada por la Sociedad de Naciones.

Frente a este auge de la ley nacional, dice textualmente el profesor R. Cassin, en el curso que pronunció en la Academia de Derecho Internacional de La Haya, sobre la evolución de la Ley del Domicilio, publicado en los Reccueils del año 1930, tomo IV:

En el curso del siglo en que en Europa continental la ley nacional descartaba gradualmente a la Ley del Domicilio, esta mostraba nuevas pruebas de la flexibi-lidad del lazo domiciliario, y realizaba más allá de los mares el éxito de conseguir un triple fin: atemperar la territorialidad tradicional predominante en el suelo de un pueblo especialmente comercial, Inglaterra; ofrecer un instrumento cómodo de conciliación a las 48 legislaciones de los Estados Unidos, y permitir a todas las Repúblicas de América del Norte o del Sur el fundir bajo leyes comunes a las masas considerables de emigrantes venidos de las naciones más diversas del viejo mundo.

La Ley del Domicilio triunfa, pues rotundamente en Ingla-terra que se abstiene de participar en las convenciones de La Haya, y en los EE. UU. que firma la Convención de La Habana de 1928 pero con expresas reservas, precisamente por no sentar en su totalidad la Ley del Domicilio y admitir en muchos casos la ley nacional.

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En Europa, Noruega y Dinamarca no siguieron el ejemplo de sus vecinos y han seguido también aferradas a la Ley del Do-micilio, que es también la que establece Suiza en la ley del 25 de junio de 1891, si bien el Código Civil unitario hace algunas concesiones a la ley nacional, a consecuencia precisamente de las convenciones de La Haya que firmó Suiza, si bien las denun-cia el 28 de noviembre de 1928. Anteriormente lo habían hecho Francia en 1913 a consecuencia de los matrimonios de los deser-tores alemanes de origen alsaciano, y por la misma época Bélgica y otras naciones.

En América la reacción es clara. Frente al principio francés que había pasado a Chile, por ejemplo, el Código Civil argentino de 1871 recoge ya la doctrina de Savigny y estatuye la Ley del Domicilio para solucionar estos conflictos; y siguen la misma tendencia Paraguay, Uruguay, y casi todos los países americanos, salvo contadas excepciones como Brasil y República Dominica-na. Incluso Guatemala, cuyo Código Civil de 1877 estableció el principio de la ley nacional, reacciona, y el nuevo Código Civil de 1926 establece ya la Ley del Domicilio.

En cuanto a las conferencias internacionales, ya hemos di-cho, que la de Lima de 1878 en que se quiso hacer triunfar la ley nacional, fracasó. En cambio la de Montevideo de 1889 se mues-tra contra este principio, a pesar de la defensa que del mismo hicieron los delegados de Chile y Brasil. E instituida la Comisión Permanente de Jurisconsultos en Río Janeiro, sucesivamente fueron rechazadas en 1913 la fórmula de Varela favorable a la ley nacional, y en el 1927 la primera de Bustamante, admitiéndose tan sólo la segunda que fue la aprobada en la Convención de La Habana de 1928.

Esta, llamada también Código de Bustamante, y que está firma-da por todos los países del Caribe, no sienta de un modo absoluto y total el principio de la Ley del Domicilio por lo que fue firmada con reservas por la mayor parte de los países, muy especialmente por los EE. UU.; en cambio también formularon sus reservas, pero en defensa de la ley nacional, los países que la admiten en su legis-lación, como Brasil y la República Dominicana.

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Decía Zeballos el año 1909 que sobre 500,000,000 de perso-nas que se regían por la Ley del Domicilio, 460,000,000 se regían por la ley nacional. Hoy el cálculo seguramente sería más favora-ble a la Ley del Domicilio y la tendencia sigue acentuándose.

No es sólo en América, en la que no hace dos meses la Comi-sión de Jurisconsultos de Río Janeiro, y precisamente en materia de matrimonio y divorcio, votaba con sólo dos excepciones una moción favorable a la Ley del Domicilio. Es también en Europa que después de la primera guerra europea se vio abocada al mis-mo problema que hoy tienen que resolver los países americanos: el problema de los refugiados políticos.

El asilo político ha existido casi siempre en la historia, pero la primera vez que aparece con caracteres de magnitud, es decir de grandes masas que se refugian en un país extranjero para huir de las persecuciones que sufren en el propio, es con motivo de la Revolución Francesa; posteriormente, los momentos álgidos revolucionarios del siglo xix europeo, 1830, 1848, 1863, 1905, se-ñalan nuevas etapas de auge al problema de los refugiados. Pero es también en el siglo xix cuando surge otro tipo de refugiado no ya político sino nacionalista, y son los polacos al ser repartida su patria entre Austria, Prusia y Rusia.

El final de la guerra de 1914-1918, lanza a la Europa occiden-tal dos grandes núcleos de refugiados, los rusos y los armenios, cuya situación se complica en el primer caso y en otros menos importantes con la calidad de «apátridas», ya que la Rusia sovié-tica por Decreto de 26 de noviembre de 1921 privó de la nacio-nalidad rusa a todos estos rusos blancos emigrados.

No podemos entrar a fondo en el problema de los refugiados, pero sí hemos de citar como antecedente de la situación actual cuál era el problema y cómo se intentó resolverlo. Se trataba de hombres, unos que habían perdido su nacionalidad, otros que la conservaban pero habían tenido que romper todo lazo de obe-diencia y relación con las autoridades de su país; por otra parte la legislación de este había sido radicalmente cambiada. Ante esta situación ¿qué ley les debía ser aplicada, la actual de su país, la que regía anteriormente, la del lugar de su domicilio?

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Alemania se inclinó por aplicarles la legislación vigente en-tonces en su país de origen, en el país de que hubieran sido na-cionales inmediatamente con anterioridad a su «apatridismo»; Italia por el contrario les aplicaba la ley de su residencia, así como Francia les aplicaba la de su domicilio.

La Sociedad de Naciones, que naturalmente hubo de tomar en consideración el problema de estos refugiados, en la confe-rencia celebrada en Ginebra en 28 de junio de 1928, sin hablar de que fueran o no «apátridas» y refiriéndose en general a los refugiados rusos y armenios, «recomienda a los gobiernos que el estatuto personal de los refugiados rusos y armenios sea regido en los países en que su antigua ley no sea reconocida, sea por la ley de su domicilio o residencia habitual, sea en su defecto por la ley de la residencia». Este acuerdo entró en vigor en Bélgica, Bulgaria, Estonia, Rumania, Inglaterra, Suiza y Francia, y aún no lo había sido últimamente en Alemania, Austria y Polonia, países también signatarios de la convención.

II. Argumentación en favor de la Ley del Domicilio

No podemos entrar en el estudio detallado de todos y cada uno de los argumentos aportados en favor de la ley nacional y de la Ley del Domicilio, son generalmente conocidos, y para ello me remito a los textos de Derecho Internacional Privado y más especialmente a los trabajos de los profesores Audinet y Cassin, partidarios de la ley nacional y de la Ley del Domicilio respecti-vamente, a que antes he aludido. Sólo voy, pues, a referirme a algunos de los principales argumentos fundados en el interés de los Estados y de los fundados en el interés de los particulares.

A. Argumentos en interés de los Estados. Primero el argu-mento general de la territorialidad de las leyes del Estado, la soberanía del mismo que debe extenderse sobre todo lo que existe en él, por lo menos permanentemente.

Naturalmente que los principios nacionalistas han hecho con-siderar que los súbditos del Estado, al salir de él llevan consigo

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como un hábito de nacionalidad, las leyes originarias que atañen a su estado y capacidad jurídica, pero su reconocimiento será siem-pre un acto de cortesía y de soberanía del Estado en que viva, y así en efecto hay Estados que no lo admiten. Concretamente en el caso del matrimonio, podemos considerar que si uno de los cón-yuges es natural del Estado en que se va a contraer matrimonio, este tiene un especial interés en tutelarlo, y en el caso de divorcio en que ya existe un matrimonio constituido, si los cónyuges con-servan sus propias nacionalidades de origen y estas son diversas podría incluso llegar a considerarse, haciendo uso de una ficción, que la entidad matrimonial es un ser «apátrida», sin una naciona-lidad determinada, al no ser común la de sus miembros.

En todo caso no hay duda de que, y en las circunstancias actuales más que nunca para los tribunales de los Estados, el conocer y aplicar las leyes de todos los extranjeros que puedan residir sobre su suelo nacional constituye una dificultad casi in-superable. Razón utilitaria que aboga también en favor de la Ley del Domicilio.

Eminentemente práctica es también la que contempla la posibilidad de hacer suyos todos estos inmigrantes con un am-plio juego de la Ley del Domicilio y de los derechos que esta confiere, lo que al fin y al cabo ha sido la razón que ha movido a casi todos los países de América en este punto, lo mismo que al adoptar el principio del ius soli para la adquisición de la nacionalidad.

Y no puedo insistir más en estos argumentos que podrían multiplicarse.

B. En interés de los particulares. Si contemplamos ahora el problema desde el punto de vista de estos inmigrantes, no hay duda de que al establecerse con carácter de permanencia en un país extraño van amoldándose totalmente a la manera de vivir de este, así como a sus normas jurídicas.

Tenemos también la razón antes dicha, es decir, que al ser posible que los cónyuges conserven su nacionalidad de origen, esta sea diversa, y entonces el único lazo de comunidad que

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puede unirles es el hogar, en su amplio sentido de afincamien-to, de domicilio.

Incluso por una razón de justicia equitativa, ya que si los ex-tranjeros están sujetos a los impuestos y a otras muchas cargas de los países en que viven, últimamente incluso a las prestaciones militares como en Francia, es lógico y justo que gocen así mismo de los mismos derechos.

Pero sobre todo no se puede olvidar el motivo primordial que actualiza estas cuestiones, esto es, que se trata de refugiados políticos, de hombres que han tenido que partir de sus hogares precisamente por el régimen político y consiguientemente jurídico que en los mismos impera, que no pueden tener contacto casi nunca con los representantes diplomáticos y consulares de sus países nacionales o del país que ha absorbido al suyo, que son hombres que tienen una capacidad y estado jurídicos adquiridos en virtud de un orde-namiento jurídico nacional que hoy ha sido violentamente roto y totalmente cambiado, en fin que son hombres que precisamente solicitan la hospitalidad huyendo de los regímenes y ordenamientos jurídicos de su país para acoplarse a los regímenes y ordenamientos jurídicos que prefieren. No se olvide, por ejemplo, la resolución de la conferencia celebrada en Ginebra en 1930, bajo los auspicios de la Sociedad de las Naciones, y a la que acabamos de aludir.

Decía Cassin que el domicilio es «el asiento jurídico de la persona, el lugar de su hogar, el centro de sus intereses, es donde mantienen sus relaciones familiares, patrimoniales y sociales». Lógico es, pues, que el domicilio sea la base de las relaciones jurídicas. Y esto lo afirmo, sin ceder mi posición política nacio-nalista, precisamente porque lo soy en mi patria, considero que en los países extranjeros debe darse preferencia a la ley local; lo absurdo es querer mantener la ley local para los extranjeros en el propio territorio y la ley nacional para los súbditos propios en el extranjero, como ha sido muchas veces la solución de países como Alemania, Austria y Francia.

Con este criterio se evitarán las frecuentes excepciones de orden público que se cruzan constantemente en los países que sientan el principio de la ley nacional. Naturalmente que la Ley

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del Domicilio puede dar mayores facilidades para el fraude a la ley, puesto que siempre es más fácil cambiar de domicilio que de nacionalidad, pero estos fraudes también son posibles y de hecho se han dado en países que afirman el principio de la ley nacional (recuérdese el caso de los italianos que se naturaliza-ban en Fiume al sólo objeto de divorciarse). Y en todo caso la solución está en un rígido concepto del domicilio, no la simple residencia accidental, sino la instalación permanente, el hogar, en el sentido de las palabras que acabamos de citar de Cassin.

Naturalmente son diversos los conceptos legislativos desde la simple residencia permanente de hecho, que aparece en España, Portugal y muchos países de América, incluyendo en este grupo el Código de Bustamante, hasta la residencia pero con intención de establecerse, elemento intencional que añaden las legislacio-nes de Alemania y Suiza. Así mismo varían las legislaciones en cuanto a la duración de esa permanencia, y a la posibilidad de admitir varios domicilios.

Incluso ha habido países que han llegado a condicionar el domicilio a los extranjeros, como Francia de acuerdo con el Art. 13 del Código Civil, pero la tendencia moderna es casi unánime en su reconocimiento, incluso Francia a partir de la ley de 10 de agosto de 1927.

Las soluciones de este nuevo tipo de conflictos de leyes va-rían también y entran en juego la voluntad de los interesados, la ley nacional, la lex fori y la ley territorial a la que personalmente me inclino, en virtud de la soberanía del Estado, de acuerdo por otra parte con el Código de Bustamante, en su Art. 22.

En resumen, que no sólo en la evolución histórica se marca un acentuado viraje en favor de la Ley del Domicilio, sino que in-cluso en el terreno teórico son claras las ventajas de ésta sobre la ley nacional, evitando los posibles fraudes a la ley con un rígido concepto del domicilio, como hogar permanente y estable.

Y es curioso que esta es la solución que existe para resolver los conflictos de leyes interregionales en países que sin embargo son defensores de la ley nacional, como por ejemplo Francia y Alemania antes de su unificación jurídica, y actualmente España

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que aún después de la codificación reconoce validez a las lla-madas legislaciones forales (vasca, catalana...) y para resolver los conflictos de leyes acude expresamente al domicilio y no al lazo de sangre o nacimiento, en el Art. 15 del Código Civil.

III. El problema particular de los refugiados españoles

Para completar esta comunicación quiero presentar los dos problemas particulares que se presentan en la actualidad con relación a los refugiados españoles. Evidentemente los centroeu-ropeos tendrán problemas similares, pues no hay que olvidar por ejemplo que la legislación austríaca establecía el patrimonio religioso para los católicos y hoy Austria ha sido anexionada por Alemania cuya legislación sólo admite el matrimonio civil, pero el menor conocimiento de sus problemas y sobre todo el de su situación jurídica actual, me hacen circunscribirme a la legisla-ción española.

Dos clases de problemas se plantean cerca de ellos, uno de cara al futuro, otro de cara al pasado. En el primero no voy a insistir; los matrimonios o divorcios que puedan solicitarse en adelante, y que de hecho se están solicitando, se regirán de acuerdo con las leyes generales, y ya hemos dicho bastante en favor de la Ley del Domicilio.

Pero sí debo indicar otro problema mucho más grave, el de los derechos adquiridos. Sabido es que al proclamarse la Repú-blica en 1931, su Constitución proclamó dos principios, el del matrimonio civil y el del divorcio, consecuencia de los cuales fueron las leyes de 28 de junio y 2 de marzo de 1932 respectiva-mente, leyes que vinieron aplicándose normalmente hasta el año 1936, celebrándose matrimonios civiles y decretándose divorcios sobre los que no creo pueda presentarse ninguna duda.

Pero estallada la guerra civil, el general Franco constituido en jefe del Gobierno revolucionario, deroga ambas leyes por el Decreto de 2 de marzo de 1938 confirmado por la ley de 23 de septiembre de 1939 en lo que atañe al divorcio, y por la ley de 12 de marzo de 1938 en lo que respecta al matrimonio,

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restableciendo la aplicación de los artículos correspondientes del Código Civil que ordenaban el matrimonio católico y recha-zaban el divorcio. Como es lógico, en la zona gubernamental, seguía vigente la Constitución de 1931 y las leyes citadas, y en esta media España restante siguieron celebrándose matrimonios civiles y decretándose divorcios; pues bien ¿cuál es la situación jurídica de estos matrimonios y divorcios, al producirse de hecho el triunfo del general Franco?

Al terminar la guerra, el 8 de marzo de 1939, una orden del Ministerio de Justicia dispone la cancelación de oficio de los re-gistros civiles de todas las inscripciones en que constaran estos matrimonios civiles y divorcios celebradas con posterioridad a la derogación de las leyes de 1932, por considerarlos nulos (Arts. 2, letra g, y 3). Esto es en España, pero ¿y en el extranjero? ¿Pueden considerarse nulos estos actos jurídicos celebrados en un Estado de iure y de facto, con una legislación en que eran válidos? A mi juicio no; se trata de un problema de derechos adquiridos, y en todos los períodos transitorios han sido respetados; el que circunstancias excepcionales hayan hecho posible tal situación anómala en España, no debe prejuzgar el criterio de los Estados terceros, conforme a los principios unánimes del Derecho, más que iInternacional, en este caso universal.

Estos son los problemas que plantean actualmente los con-flictos de leyes en materia de matrimonio y divorcio, actualiza-dos por la inmigración europea en tierras americanas; estas son también las posibles soluciones. Las autoridades nacionales son las llamadas a resolverlos, con un criterio que ha de ser siempre justo, haciendo honor a la noble tradición de hospitalidad y jus-ticia que ha presidido las corrientes legislativas y la actuación de los tribunales de la joven América, nuevo hogar para los hijos exiliados de la vieja Europa.

Ciudad Trujillo, mayo de 1940.

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Bibliografía

Para completar los datos expuestos en esta comunicación, pueden examinarse, además de los tratados de Derecho Inter-nacional Privado, las siguientes monografías publicadas en la colección de Reccueils des cours de l´Academie de Droit International de La Haye:

Prof. Audinet, Los conflictos de leyes en materia de matrimonio y divor-cio, tomo I, 1926. (Partidario de la ley nacional).

Prof. Bassin, Evolución del criterio de la Ley del Domicilio, tomo IV, 1930. (Partidario de la Ley del Domicilio).

Prof. Maroc Vichniac, El estatuto internacional de los apátridas, tomo I, 1931.

Otros numerosos cursos sobre conflictos de leyes, y las si-guientes monografías sobre los criterios de Derecho Internacio-nal Privado en cada uno de los países que se indican:

Alemania: Prof. Walter Simons, tomo V, 1926.Brasil: Prof. Pontes da Miranda, tomo I, 1932.Bulgaria: Prof. Stoyan Daneff, tomo III, 1930.Canada: Prof. Edouard Fabre Sinveyen, tomo III, 1935.EE. UU.: Prof. Arthur K. Kuhn, tomo I, 1928.España: Prof. Trias de Bes, tomo I, 1930.Gran Bretaña: Prof. Hugh H. I. Bellot, tomo II, 1924.Gran Bretaña: Prof. C. John Colombos, tomo II, 1931.Grecia: Prof. Streit, tomo V, 1927.Italia: Prof. Jiulio Diena, tomo II, 1927.Polonia: Prof. Joseph Sulkowosky, tomo III, 1932.URSS: Prof. A. N. Makerov, tomo I, 1931.Yugoeslavia: Prof. J. P. Pericht, tomo III, 1929.

Asimismo se encuentran monografías interesantes en el Reper-toire de Droit International, dirigido por los profesores Lapradelle

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y Niboyet, relativas a los siguientes países: Alemania, Inglaterra, Austria, Bélgica, Brasil, Dinamarca, España, EE. UU., Guatemala, Italia, Japón, Noruega, Países Bajos, Polonia, Argentina, Rumania, URSS, Suecia, Suiza y Checoslovaquia.

Finalmente, he tomado muchos datos referentes a las legis-laciones americanas en la cátedra de Legislación Civil compa-rada que el Lic. Bonilla Atiles dicta en la Universidad de Santo Domingo.

revistA JurídiCA domiNiCANA,vol. iii, núms. 1 y 2, enero y abril de 1941.

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El Derecho Agrario.Nueva rama que se desgaja

del Derecho Civil

Sumario

I- El Derecho Civila. Su denominación y contenido a través de los tiempos.b. Ramas que se han desgajado del Derecho Civil estricto.

II- El Derecho Agrarioa. Su concepto y contenido.b. Sus características fundamentales.c. La propiedad rural.d. El arrendamiento rústico.e. El crédito agrícola.f. El contrato de trabajo en el campo.g. La prescripción de las tierras.h. La sucesión hereditaria del patrimonio campesino.i. El registro de la propiedad territorial.j. Otros diversos aspectos del nuevo Derecho Agrario.

III- El Derecho Agrario en la República Dominicanaa. La importancia de la agricultura en la vida del país.b. Problemas peculiares de la República Dominicana.c. Legislación dominicana de carácter agrario.d. Su enseñanza universitaria.e. El estudio de la legislación comparada.

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La codificación napoleónica ofreció, junto al Código Civil y al Código Penal, un Código de Comercio. Aquel Derecho relati-vo a los comerciantes y a sus operaciones mercantiles, que venía destacando su recia personalidad desde siglos atrás, había alcan-zado su mayoría de edad y la rama jurídica titulado Derecho Co-mercial, vino a desgajarse definitivamente del frondoso tronco del Derecho Civil, como antaño lo hicieron las distintas ramas del Derecho Público. ¿Terminaría aquí el proceso evolutivo? En manera alguna; en el siglo xix ha ido preparando la madurez de otras dos ramas jurídicas que hoy en día se desgajan también del tronco común: el Derecho Agrario y el Derecho Social.

De ambos, quiero referirme en este trabajo al primero, al Derecho Agrario, de tanta importancia actual para el continente americano, y muy en especial para la República Dominicana. País esencialmente agricultor, cuya propiedad rural por diversas causas históricas presenta un confuso panorama que ha atraído la atención de los legisladores nacionales y de ocupación, mere-ce la pena de que sus juristas presten la debida atención al pro-blema de sus tierras y a las necesidades jurídicas que las mismas ofrecen; pero no de una manera fragmentaria, sino completa.

Las normas individualistas y liberales del Código francés, no son aptas para resolver estas necesidades. Flota sobre ellas un hábito social, de colectividad, que obliga a desprenderse valiente y generosamente de viejos resabios rutinarios, para abarcar el problema en su extensión y en su intensidad.

El Derecho Agrario no se ha destacado al acaso, no ha sido el capricho de un tratadista o el snobismo de un legislador, ha sido una necesidad vital de la tierra, de la madre tierra, fuente primaria de toda riqueza, de los trabajadores del campo, de los hombres que han abonado, diariamente, con su sudor, y a veces con su sangre, ese terruño, inhóspito en ocasiones, malhumo-rado tal vez, más hogar casi siempre, al que mal que nos pese hemos de retornar la vista con añoranza y gratitud.

No pretendo desarrollar exhaustivamente el tema; quiero tan sólo dar a manera de cuatro brochazos impresionistas, que dibujen el paisaje tal como yo lo percibo. Y con tal fin, creo

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preciso centrar antes la verdadera significación de lo que hoy llamamos Derecho Civil.

I. El Derecho Civil

a. Su denominación y contenido a través de los tiempos

Etimológicamente Derecho Civil se equipararía a Derecho Político; el uno quiere decir en latín, lo que lo otro en griego; la civitas romana da su raíz al primero, y la polis helena al se-gundo. Según esto, el Derecho Civil debería ser, al igual que el Político, el Derecho referente a la organización del Estado. Y, sin embargo, hoy en día, ambos términos se contraponen; y en su significado más simplista, mientras el Derecho Político se refiere al Estado, el Derecho Civil se refiere a los particulares.

¿A qué es debido esto? A un proceso de evolución histórica, que es preciso considerar desde los orígenes del Derecho Roma-no. Y su examen, precisamente, nos conducirá a explicarnos el fenómeno secesionista actual.

La primera vez que aparece en Roma el término Ius Civiles, es cuando la ciudad de las siete colinas comienza a democra-tizarse, y entonces, frente al antiguo Ius Quiritium exclusivo de los quirites, de los caballeros, rígido y formulista, surge el nuevo Ius Civilis, derecho de los ciudadanos, común a todos ellos sin distinción de castas, flexible y dotado de una cierta sencillez.

La segunda acepción del Ius Civilis, posterior, se contrapone también a otro término, al Ius Gentium, aquel sigue siendo el derecho de los ciudadanos romanos, este es el que Roma aplica a los no ciudadanos, a los extranjeros.

Tercera y última acepción del Ius Civilis es la que encontra-mos en la edad de oro del Derecho Romano. En tal momento se contrapone al Ius legitimum y mientras este es el legislado por el emperador, aquel es el enunciado por los jurisconsultos. De esta manera el Ius Civiles, que pasa a la historia y ha de prolongarse a través de los siglos hasta llegar a nosotros, es la

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obra de aquellos genios que se llamaron Ulpiano, Papiniano, Modestino, Gayo…

Y con este significado y denominación, el Ius Civilis es reco-pilado por el emperador Justiniano en el Digesto o Corpus Iuris Civilis.

Tal es el origen del Derecho Civil, del Derecho que se re-quiere, no tanto a la organización de la civitas, Derecho Público exclusivamente, sino a toda la vida de los ciudadanos, política y privada. En el Digesto se recoge todo el Derecho, incluso penal. La denominación es la misma que ahora; su contenido es más amplio.

Así concebido, el Corpus Iuris Civilis romano se enfrentará a los Derechos consuetudinarios de los bárbaros, influirá en ellos más tarde, para dormir soterrado después y resurgir al produ-cirse la Recepción del Derecho Romano. Entonces, el Corpus Iuris Civilis correrá paralelo con el Corpus Iuris Canonici, el uno Derecho secular, el otro Derecho eclesiástico. Ambos pretenden abarcar toda la vida jurídica, pública y privada, sustantiva, penal y procesal.

Lo que ocurre es que, si los nuevos Estados pueden adaptar la vida de sus súbditos, la vida privada, a las venerables institu-ciones romanas, no ocurre lo propio con la organización del Estado, con las penas, con los procedimientos. El contrato de compraventa o el testamento, será más o menos semejante al de tiempos de Justiniano; la España de Carlos V o la Francia de Francisco I, tiene una organización muy distinta a la de Bizancio. Por ello, parte de las disposiciones del Corpus Iuris Civilis caen en desuso y son sustituidas por normas propias, contemporáneas. Se independizan de esta manera las instituciones que han venido a llamarse después Derecho Público, y la rúbrica Derecho Civil conserva tan sólo las que por oposición se han titulado Derecho Privado.

Esta es la evolución histórica, a grandísimos rasgos, que ex-plica el por qué, pese a una etimología que se presta al equívoco, el Derecho Civil puede identificarse en principio al Derecho que se refiere a la vida privada de los ciudadanos.

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b. Ramas que se han desgajado del Derecho Civil estricto

Tenemos, pues, que es posible afirmar que al comenzar la Edad Moderna, la rúbrica «Derecho Civil» abarca tan sólo insti-tuciones jurídicas privadas. Aún así y todo, su ámbito es grande y abigarrado. Y poco a poco por las exigencias de la realidad, complicadas con el descubrimiento del Nuevo Mundo y el per-feccionamiento de los medios de comunicación, algunas de esas instituciones van cobrando un relieve singular y tienden a desga-jarse a su vez del tronco común.

Son estas, las instituciones jurídicas mercantiles, el Derecho relativo a los comerciantes y a sus operaciones. Tales operaciones cobran un auge sorprendente al abrirse las rutas de Ultramar. Y si antes, unas leyes del Consulado de Mar, de Oleron o de Wisby, habían mostrado su personalidad e importancia, a partir de este evento histórico, y cada día más, todos los países han de preocu-parse de dictar sucesivas disposiciones relativas a los mercaderes y sus operaciones; para ellas ya no sirven las simples normas de los romanos; los negocios modernos exigen una rapidez y una seguridad, poco antagónicas a veces, que no pueden regirse por los párrafos del Digesto justinianeo.

Y el Derecho Comercial se individualiza, se separa del conte-nido general que aún resta del viejo Corpus Iuris Civilis, y cuando Napoleón inicia la codificación, lo considera suficientemente maduro como para merecer en Código aparte. Tras el ejemplo francés, los demás países codifican el Derecho Comercial, sepa-radamente del Derecho Civil.

Esto último sigue siendo lo que resta del Corpu Iuris Civilis, lo que aún no se ha separado. ¿Detendrá la codificación el fenó-meno secesionista? No. Jamás la ley ha podido imponerse a la realidad de la vida; lo habrá intentado, pero a la larga la vida se ha impuesto sobre la obra de los legisladores más soberbios.

Y esa realidad de la vida, a lo largo del siglo xix, fue impo-niendo la personalidad de otros dos grupos de instituciones jurídicas; las que se concentran en torno al campo, a la tierra, al cultivador; y las que se concentran en torno al obrero. Ni son

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suficientes los parcos artículos que el Código dedica al contrato de arrendamiento de servicios; ni son aptos los preceptos libera-les e individualistas referentes a la propiedad. Por otra parte, ni cabe aislar el arrendamiento de servicios, ni la propiedad rural; no son instituciones esporádicas, son el centro de una serie de relaciones jurídicas, el núcleo de un mundo tan definido como lo es el del comerciante.

He aquí cómo, lentamente al principio, tropezando con la incomprensión y aún la animadversión de muchos, el problema del campo y el problema obrero, fueron abriéndose paso, y los legisladores se ocuparon de ambos.

Aún no podemos decir que el Derecho Agrario y el Derecho Social se hayan desgajado del todo del tronco común, del secular Derecho Civil. Aún no ha venido un Napoleón que los codifique por separado, y los anticuados preceptos de los Códigos Civiles respectivos pretenden ser los cimientos de un edificio legislativo que ha rebasado con mucho tan exiguo basamento. Pero, a pesar de ello, tanto el Derecho Agrario como el Derecho Social, gozan ya de una personalidad neta y definida.

Hora es por tanto, de que, valientemente, sin trabas rutina-rias, reconozcamos la verdad. Hay un problema en el campo, hay un problema en el trabajo; problemas hondos, sociales, econó-micos; problemas que el legislador, mal que bien, va resolviendo. ¿Por qué los juristas, las universidades, se han de aferrar todavía a añejos conceptos, y seguir estudiando un Derecho Civil caduco, totalmente desbordado por la vida en estos sectores? Es preciso dar al Derecho Agrario y al Derecho Social, la personalidad que tienen y merecen.

Porque, además, tanto ellos como su hermano mayor, el De-recho Comercial, han venido a demostrarnos otra verdad; me-jor dicho, han venido a demostrarnos la inexactitud de aquella división tajante entre Derecho Público y Derecho Privado. No existe un precipicio entre ambos, existe si se quiere un puente; yo diría más bien, influencia acaso de mis años de guerra, una tierra de nadie; una zona híbrida teñida a la vez de tonalidades públicas y privadas, en que no se sabe si predomina el interés

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de los particulares o el interés de la colectividad. Esa tierra de nadie está ocupada precisamente por el Derecho Agrario, por el Derecho Social, por el Derecho Comercial.

He aquí la gran importancia de estos estudios. No es una mera especulación teorética, no es un capricho para matar horas de ocio, no es un deseo esnobista; obedece a la intensa, a la dra-mática realidad de la vida del campesino, del obrero.

No son problemas privados, su solución no importa al cul-tivador que se ve ahogado por el latifundista, ni al obrero que se ve estrujado por el gran empresario; su solución importa a la economía nacional, a la colectividad. Un país no es rico si tiene unos cuantos millonarios y el resto de sus habitantes se mueren de hambre o llevan una vida mísera; un país es rico, cuando la gran mayoría de sus habitantes lleva una vida acomodada.

He anunciado ya que, al menos por hoy, voy a prescindir del Derecho Social; tal vez vuelva sobre él en otro artículo. Me limi-taré al Derecho Agrario. Al Derecho que se refiere a la tierra, a la madre naturaleza, siempre pródiga.

Se quiera o no se quiera, hoy como ayer, a pesar de maquinis-mos e industrialización, el campo sigue siendo la base de la vida de una nación; de su bienestar económico, de su resistencia bé-lica, de su progreso y tranquilidad. La vorágine del siglo pasado arrancó al campesino de sus tierras para llevarlo a las ciudades, y el estadista contemporáneo se desazona pensando en el modo de repoblar los campos.

¡El problema de las tierras, de los campesinos, de la produc-ción agrícola!

Ese es el contenido del Derecho Agrario, que trataré de esbo-zar sistemáticamente, para verterlo después a las realidades, de vida y de enseñanza, en la República Dominicana.

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II. El Derecho Agrario

a. Su concepto y contenido

Siempre he tenido un marcado temor a todo género de defi-niciones; han de estar muy trabajadas para que sean perfectas y si no son perfectas mejor es prescindir de ellas. Por eso, tratándose de una rama jurídica que está en proceso de formación, creo preferible huir de toda definición, y sustituirla por una descrip-ción basada en el contenido de este nuevo Derecho.

Su núcleo central está constituido por la propiedad rural, por la propiedad de las tierras de labor. Pero sería absurdo pen-sar que su contenido está agotado ahí; las tierras tienen interés en tanto son cultivadas, y por eso, todo cuanto se refiera a tal cultivo cae también dentro de la nueva rama jurídica. Tanto si es cultivada por un propietario, como por un arrendatario, o mero detentario, o un obrero a sueldo del propietario; en-tran, pues, al lado de la institución de la propiedad rural, la del arrendamiento, contrato de trabajo agrícola y prescripción. Pero tampoco está agotado aquí su contenido; interesa tutelar de una manera eficaz a ese cultivador, propietario o no propie-tario, por medio de las instituciones de crédito agrícola; hay que pensar también en que ese campesino ha de morir algún día, y se planteará el grave problema de la sucesión hereditaria que amenaza la continuidad de la explotación agrícola; por último, para mayor garantía de todas las instituciones anterio-res, ha de procederse a un sistema de registro de las tierras. Y aún nos quedarían otras instituciones sueltas, que completan el panorama.

¿Qué ocurre? Que el Derecho Agrario no puede ser consi-derado como el conjunto de normas que regulan la propiedad de las tierras; una especie de Ley de Registro de Tierras domi-nicanas; es algo mucho más amplio, más completo. La tierra es el eje en torno al cual gira todo un sistema de vida y parte de la economía de una nación; no se puede disecar su propiedad para exponerla con pinzas ante los ojos de los estudiantes de

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Derecho. Está profundamente enraizada en la vida nacional, y hay que examinarla en su totalidad.

El Derecho Agrario regularía la vida del campesino; como el Derecho Social regula la vida del obrero, y el Derecho Comercial regula la vida del comerciante. De manera que el Derecho Civil vendría a regular la vida del que no es ni campesino, ni obrero, ni comerciante; la del simple ciudadano, la de ese habitante de la ciudad, ocioso burgués, activo profesional, o rutinario buró-crata; es decir, que al cabo de los siglos, por curiosa paradoja, el Derecho Civil vendría a recobrar su significado etimológico primitivo.

A continuación, intentaré referirme sintéticamente a cada uno de los distintos apartados que he señalado dentro del con-tenido del Derecho Agrario. Pero antes quiero enunciar algunos rasgos distintivos que matizan y dan personalidad a todos y cada uno de estos apartados.

b. Sus características fundamentales

A mi juicio, la característica fundamental del Derecho Agra-rio Moderno es su indudable significado social. Lo que importa es la colectividad, no el individuo. Lo que prima es el rendimien-to a la economía nacional, no el enriquecimiento del particular.

Si el Derecho Civil, burgués y liberal, está constituido para el individuo, aislado y egoísta; las modernas ramas desgajadas del tronco secular sacrifican al individuo en aras de la colectividad de la economía nacional.

Lo vemos en la misma base del sistema: la teoría llamada de la fusión social de la propiedad.1 Es verdad que la moderna doc-trina jurídica que niega la existencia de derechos individuales absolutos, y llega a sustituirlos por deberes; y que subordina el individuo a la colectividad; no es exclusiva del Derecho Agrario, y podemos extenderla incluso a las relaciones jurídicas entre las

1 Véase mi conferencia «La crisis de la propiedad» dictada en la Universidad de Santo Domingo el 14 de noviembre de 1941, y en prensa en Anales, 1942.

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naciones. Que el mundo de mañana, si queremos que nos abra al fin la era de paz y solidaridad internacional, ha de basarse en este mismo concepto de vida. Pero en ninguna parte como en la tierra, se ve más clara su importancia y profunda justicia.

El propietario rural no tiene un derecho absoluto sobre el suelo, porque este da productos que la nación necesita para satis-facer sus necesidades; y por ello, el propietario tiene el deber de cultivarlo. Y cuando se plantea el conflicto entre el propietario nominal, cómodamente instalado en la ciudad, y el campesino que suda la tierra, sea cual fuere su título, y aún sin él, se da primacía a este sobre aquel.

Función social de la propiedad rural, que está en la base del sis-tema y que se traduce en todos sus apartados: en el deber de cultivar las tierras, en la expropiación forzosa, en la prórroga del arrenda-miento, en la prescripción rápida del detentador, en las reformas del sistema hereditario, en los organismos de crédito agrícola.

Función social, al fin y al cabo basada en la importancia eco-nómica que la tierra tiene para el Estado. No vamos a caer hoy en el extremismo de los fisiócratas, cuando decían que la tierra era la única fuente de riquezas; la industrialización del pasado siglo ha mostrado su error pero a la larga ha forzado también a volver la vista hacia la Madre Tierra.

Ambas, función social y rendimiento económico, matizan todas y cada una de las instituciones del Derecho Agrario. Y con-ducen forzosamente a otra característica, que por otra parte no es distinta, sino que está íntimamente ligada con las anteriores; tanto que podríamos decir que las tres son distintas facetas de un mismo edificio jurídico. Me refiero ahora a la preponderancia que se concede al cultivador, al hombre que suda la tierra, al hombre que la hace producir; se llame como se llame jurídi-camente, no importa el título civil que esgrima; propietario o arrendatario, simple detentador; no importa; es el campesino que se inclina diariamente, de sol a sol, y arranca de las entrañas del suelo los frutos que necesita su patria.

Campesino, al cual concede toda su protección el nuevo Derecho Agrario.

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c. La propiedad rural

Posiblemente en ningún otro apartado del sistema se vea más clara esta característica del nuevo Derecho Agrario, como en la propiedad. Ya he dicho que se muestra en la misma base del sistema, y sin duda la fisonomía que muestran las demás instituciones, son una consecuencia lógica de la limitación que ha sufrido aquel antiguo derecho absoluto de propiedad que trazaron los revolucionarios franceses.

No voy a extenderme aquí en consideraciones históricas; me remito para ellas a lo que expuse recientemente en la conferen-cia que dicté en la Universidad de Santo Domingo.2

Sólo quiero recordar como aquel derecho absoluto que tenía el proletario de usar, disfrutar y aún abusar de su cosa, condujo a una situación perjudicial para los intereses de la colectividad; tanto de la masa de campesinos, como de la economía nacional. Es el latifundio, el absentismo, el no cultivo de las tierras… Con-tra ello se reacciona y se llega a la función social de la propiedad de que hablaba más arriba, y que, sin alcanzar los extremismos de la Revolución Rusa, pasando por las reformas agrarias euro-peas y los ensayos americanos, va dibujando en todas partes el nuevo significado y contenido de la propiedad rural.

El propietario de las tierras, no es ya titular de un derecho absoluto, que le confiera la facultad de gozar libre y abusivamen-te de ellas; que pueda tener incultas las mismas o esquilmarlas; que en un momento dado pueda expulsar a los arrendatarios o poseedores precarios; que le transforme en moderno señor feu-dal. El propietario es titular más que de derechos, de deberes. Su propiedad está sometida a los intereses de la colectividad; sus tierras encierran unas riquezas que interesan a la colectividad; y por ello tiene el deber de cultivarlas, y de cultivarlas racional-mente, de manera que rindan una mayor utilidad, sin mantener-las incultas ni esquilmarlas.

2 «La crisis de la propiedad», en prensa en los Anales de la Universidad de Santo Domingo.

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No importa tanto el título jurídico puro, como su rendimien-to económico, su utilidad social. Por eso el derecho del propie-tario se ve limitado por el del arrendamiento, y sustituido por el de un poseedor precario que prescribe, y aún arrebatado por imperativo de la ley, para realizar una más justa distribución de las tierras.

Es la expropiación forzosa por causa de utilidad social. Que a veces reviste una forma individual, y otras una forma colectiva. Son esas Reformas Agrarias que hemos contemplado en la Euro-pa de la postguerra. Son los ensayos de Chile, de México y otros países americanos. Todos tienen la misma finalidad y el mismo norte. Consideran, como decía más arriba, que la riqueza de un país no consiste en la existencia de una docena de grandes lati-fundistas, cómodamente instalados en la ciudad para derrochar las riquezas que se proporcionan los campesinos, los hombres que pasan la jornada de sol a sol inclinados sobre la tierra, tos-tados por el sol, y empapados por el agua; consideran por el contrario, que un país es rico, cuando tiene una clase campesina acomodada, cuando esos cultivadores tienen un derecho sobre las tierras que cultivan, y la utilidad que de ellas extraen pasa a su hogar y no al del propietario lejano. Por eso protegen a toda costa al campesino; tutelando su contrato de arrendamiento, facilitándole el acceso a la propiedad, desarrollando el crédito agrícola.

Se parcela la propiedad, se la reduce al mínimo necesario, que sin caer en el minifundio improductivo, proporcione tierras a todos los brazos que la deseen. Y se recorta el derecho absoluto del propietario, quien, repito, tiene el deber de cultivar racional-mente sus tierras, hacerlas producir, y jamás podrá ejercitar su derecho si no busca la satisfacción de ninguna necesidad, sino simplemente molestar a sus conciudadanos; es el abuso de dere-cho, los actos de emulación, que se prohíben en absoluto.

Ha quedado, pues, muy lejos, aquel derecho absoluto del Có-digo napoleónico La propiedad se subordina al interés social y a las exigencias de la economía nacional. Y el latifundista es sustitui-do por la colectividad de pequeños campesinos acomodados.

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d. El arrendamiento rústico

La primera forma de proteger a este pequeño campesino, es tutelándole cuando reviste la forma jurídica de un arrendatario, de un colono de las tierras de otro.

En países que han realizado reformas agrarias, y más aún en otros que no han llegado a la misma por no considerarla necesa-ria, se han enfocado decisivamente la figura normal y corriente del arrendatario, del campesino que mediante un canon pagado al propietario ultima las tierras de otro para obtener de ellas el rendimiento natural.

En arrendamiento rústico, tal como está regulado en los códi-gos clásicos, de hecho coloca al arrendatario en manos del propie-tario. De un lado por el plazo final del contrato; ordinariamente este plazo es limitado, un año, tres años, seis años…; al terminar el mismo, cabe la prórroga tácita, pero si el propietario por cual-quier motivo quiere recuperar la tierra, nada se lo impide. Con lo cual, de una parte, el arrendatario pierde el esfuerzo continuado, el producto de aquel sudor, de aquel mismo con que cultivó «sus» parcelas; y al saberlo de antemano, perderá interés en mejorar las tierras, será un ocupante pasajero, y no pondrá el cariño que da la sensación de pertenencia. De otra, el propietario, si cree que expulsando al arrendatario obtendrá un beneficio, sea por las mejoras introducidas, sea por tener la posibilidad de arrendar las tierras a un colono que le pague un canon más elevado, sea por la causa que fuere, no vacilará en arrancar al campesino de las tierras a las que ha venido dando su propia vida.

Por otro lado, al expirar el plazo fijado en el contrato, en lugar de una prórroga tácita, el arrendador puede exigir una prórroga expresa que aumente abusivamente el canon de arren-damiento. Para ello alegará sin duda el mayor valor de las tierras. Pero ese mayor valor no les ha sido proporcionado por él, desde la ciudad y las distacciones en que transcurra su vida, sino preci-samente por el colono.

En tercer lugar, el campo arrastra consigo una serie de inse-guridades, de rachas, de sequías y tormentas, pérdidas de cosecha

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imprevisibles, que en cualquier momento pueden arruinar al arrendatario, impedirle parar al canon y exponerle a su expulsión por incumplimiento de contrato. Más aún, si el arrendatario no se siente seguro sobre aquellas tierras, en muchas ocasiones pre-ferirá abandonar al propietario la tierra arrasada por el huracán, antes que aportar un trabajo intenso de reconstrucción que será perdido para él.

Contra todas estas amenazas, el Derecho Civil clásico no pro-tege debidamente al arrendatario. Es la inseguridad del futuro la que le coloca en una posición desventajosa, que se traduce en los males que he apuntado.

Y contra esa inseguridad reacciona también el moderno De-recho Agrario, tutelando eficazmente al arrendatario durante el transcurso de su contrato y facilitándole a las veces el acceso a la propiedad.

En primer lugar, tenemos la prórroga obligatoria del contra-to. No es el tácito consentimiento del propietario, no son mucho menos las cláusulas abusivas impuestas por este; no, por el con-trario, se otorga al arrendatario una facultad libre y omnímoda de prorrogar el arrendamiento a voluntad. Tan sólo podrá ser expulsado de las tierras si incumple las condiciones del contrato; o si no cumple tampoco con esos deberes generales que atañen tanto al propietario como al arrendatario, esa obligación de cul-tivar racionalmente la tierra. En tanto cumpla con tales deberes, generales y específicos, el arrendatario sabe que permanecerá sobre las tierras. Esto dará una sensación de seguridad, de per-manencia, al colono que sabe que su esfuerzo no será baldío, que las mejoras que introduzca un año, redundarán en beneficio de las cosechas futuras; y aún más, que su sudor puede ser apro-vechado por sus hijos el día de mañana.

Naturalmente, esto no quiere decir que el canon de arren-damiento haya de permanecer invariable a través de los años. Aparte del mayor valor que adquieren las tierras por el esfuerzo de su colono, hallo otras «plus valía» general que no depende de este esfuerzo, sino simplemente del transcurso del tiempo, del mayor costo de vida. Por ello es lícito que el propietario pueda

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percibir un canon más elevado al cabo de cierto tiempo. Ya que si el colono pone su trabajo, el propietario pone su tierra; facto-res ambos que colaboran en la producción, y merecen su parte en los beneficios más elevados. Pero la elevación de este canon del arrendamiento también está súper vigilado por el moderno Derecho Agrario. Precisamente por esa supremacía del interés social sobre el individual; porque no se abandonó al colono al libre juego de la oferta y de la demanda. El canon puede y debe ser aumentado; pero la ley determina las condiciones del aumento.

Por último tenemos el acceso de los arrendatarios a la pro-piedad de las tierras que cultiva. Es una lógica coronación del sis-tema; si se llega a la expropiación y redistribución de las tierras, lógico es que, sin necesidad de una medida general, se estudie la manera de conceder las tierras en propiedad a quien las viene cultivando durante años, y aún durante generaciones.

El arrendatario temporal, el colono que alquila una tierra por unos meses, por dos o tres años, no interesa; es un ocupante pasajero de la tierra, un colono trashumante que no ha incorpo-rado apenas nada a las riquezas del suelo. Pagó su canon, extrajo su utilidad, terminó su misión. No interesa al Derecho de una manera especial, porque no aporta tampoco nada en especial a la sociedad ni a la economía nacional.

Pero el arrendatario permanente, el hombre que se estable-ció en una tierra con propósito de fijar en ella su hogar, que ha mezclado su sudor y a veces su sangre con las energías de aquella tierra, que a veces a perpetuado su situación jurídica a través de decenas de años y de varias generaciones, ese campesino tiene que ser considerado con mayor atención y afecto por el Dere-cho. En puridad de justicia no se le puede considerar como un mero colono, como un huésped transeúnte; es el «señor» de la tierra, es dueño de hecho aunque no lo sea de Derecho. Y por eso la nueva ley agraria estudia la manera de hacerle devenir en propietario, en señor jurídico de aquella tierra.

Si se produce un fenómeno general de reforma agraria, estos colonos suelen ser los preferidos para hacerse dueños de

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las tierras redistribuidas. Más sin necesidad de llegar a tal ex-propiación general, se le facilita el acceso a la propiedad en dos sentidos: forzando la venta de la tierra en las condiciones que se fijan, y facilitándole el Estado los créditos necesarios para pagar al propietario.

Normalmente se suele capitalizar la renta a un interés bas-tante módico. Interés que estarán en relación con el tiempo que dure el arrendamiento. Y es que el campesino que durante años y años ha venido pagando su canon y trabajando las tierras, insensiblemente se ha adueñado de la misma y ha rescatado su propiedad. Al cabo de cierto tiempo se ha amortizado el capital que suponga el valor de aquella tierra y sus intereses normales. Y las mejoras introducidas en la finca han venido a aumentar tam-bién la cuantía del dinero abonado. Todo esto ha de tenerse en cuenta al llegar el momento de fijar el valor que el arrendatario debe pagar para hacerse dueño de la tierra, para transformar su señorío de hecho en señorío de Derecho.

En este aspecto, y me interesa mucho hacer resaltar este aspec-to, la figura del arrendatario se asemeja mucho a la del poseedor precario; lo que este significa en países jóvenes, de poca pobla-ción, en que las tierras aún están sin repartir en su totalidad, en que cabe la colonización de tierras incultas aunque nominalmente tengan un dueño, representa aquel en los países veteranos, en que las tierras están distribuidas y ostentan un dueño conocido. En aquellas a veces es más fácil buscar una tierra apartada y comenzar a cultivarla sin contar con el dueño nominal, que a rentar otra tierra; por eso en tales países (de aquí el interés de la prescripción en el continente americano) es más frecuente el caso del posee-dor que deviene propietario, que el del arrendatario. Mientras que en los países de vieja raigambre, en tierras, con el hombre que las trabaja de sol a encontrar arrendatarios, a veces seculares, que logran el acceso a la propiedad. La figura es distinta, pero su significado es el mismo; en ambos casos nos encontramos con el agricultor, con el cultivador directo de las tierras, con el hombre que las trabaja de sol a sol, con ese campesino que protege ante todo el moderno Derecho Agrario.

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e. El crédito agrícola

Pero posiblemente se perdería todo el esfuerzo y finalidad de esta nueva rama jurídica si a ese campesino, pequeño propie-tario, colono, o poseedor, se le abandonara a la dura lucha por la vida. Si se le dejara a solas, arrostrando el riesgo de las sequías y tormentas. Si se le obligara a pagar el costo total de la tierra, o se le dejara en manos del antiguo propietario convertido en acreedor. En una palabra, y se quedara entregado al libre juego económico de tipo individual.

No. Sería perder el tiempo lastimosamente. Por eso, junto a las normas que limitan el derecho de propiedad, y facilitan el ac-ceso a la misma del cultivador, en todos los países, aún en los que marchan más despaciosamente, se han organizado instituciones de crédito agrícola.

Cuatro formas principales revisten las mismas. Según se refie-ran a las hipotecas, a la llamada prenda agrícola, a la recolección de cosechas o a la institución de bancos de crédito agrícola.

En primer lugar la hipoteca. Sabido es que en la hipoteca normal, la concedida por un acreedor individual al propietario, tiene para este la misma contra que supone en casi todos estos casos «lo individual». El acreedor va guiado por el interés egoís-ta de recobrar su préstamo y obtener entretanto los intereses; y para lograrlo presionará sin compasión al deudor. Por ello, el nuevo Derecho Agrario, siguiendo su directriz general, tienden también a sustituir al acreedor individual por el acreedor colec-tivo y oficial, por una entidad, sea del Gobierno, sea al menos controlada por este, que se dedique en gran escala al préstamo hipotecario al campesino, al propietario rural. Con esto se consigue una mayor flexibilidad, al ser grande el volumen de los préstamos; y por otra parte, al predominar sobre el interés egoísta del acreedor individual, el interés altruista de ayudar a ese campesino, la deuda no vendrá a ser en la mayoría de los casos una carga que agobie al deudor, y el préstamo resultará una ayuda efectiva. Lo que sólo se consigue por medio de estas entidades, llamadas bancos de crédito territorial, o de crédito

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hipotecario, o de modo semejante. Es decir, por medio de enti-dades colectivas del Gobierno, o controladas por este.

Pero no queda ahí la modificación. El banco sirve también de intermediario entre el capital individual y el campesino; no sólo presta con garantía hipotecaria, sino que a su vez recibe dinero de los particulares, ofreciendo como garantía las propias hipotecas a favor del banco, y como interés los que abonen los deudores. De este modo el banco, con un pequeño capital so-cial, puede alcanzar un gran volumen de operaciones, dando una gran seguridad y permanencia a las mismas. Todo lo cual se logra por medio de las llamadas cédulas hipotecarias, que a su vez consiguen movilizar estos créditos inmobiliarios en su origen.3

En segundo lugar tenemos la llamada prenda agrícola, o también prenda sin desplazamiento. Es una figura híbrida, que el moderno Derecho Agrario ha hecho nacer entre la hi-poteca y la prenda clásica. Si aquella recaía sobre inmuebles que quedaban en poder del deudor, y esta sobre inmuebles que pasaban a poder del acreedor, dicha moderna figura recae sobre muebles pero que quedan en poder del deudor. Es el préstamo, ordinariamente módico, para levantar una cosecha, para hacer frente a un mal año, ofreciéndose como garantía los aperos de labranza, el ganado, la propia cosecha futura. Si tales aperos y ganados pasaran a posesión del acreedor, se habría frustrado la propia finalidad del préstamo pues no se podrían trabajar las tierras y lograr la deseada cosecha; por eso quedan en poder del deudor que trabaja la tierra con la firme esperanza de poder devolver la cuantía del préstamo y obtener todavía un beneficio. Evitándose con ello la hipoteca de la tierra.

Una variante muchas veces de este contrato de prenda agrí-cola es el contrato de préstamo para recolección de la cosecha.

3 Véanse las dos conferencias sobre «La organización jurídica inmobiliaria y el crédito territorial», dictadas en la Universidad de Santo Domingo por el Dr. Luis Fernández Clérigo, y publicadas en Anales, III y IV, 1941.

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Mejor dicho, y para hablar con precisión jurídica, muchas veces el contrato de prenda agrícola viene a garantizar un contrato que tiene como objeto la recolección de la cosecha; sus modali-dades pueden variar, pero normalmente es un acuerdo en virtud del cual una parte adelanta una cantidad en metálico para que la otra coseche determinado producto agrícola, satisfaciéndose la cantidad adelantada con parte de la cosecha recogida; so-bre esta base esencial, las modalidades, repito, pueden variar. Y normalmente, repito también, puede ir acompañado de un contrato de garantía del tipo antes dicho, de prenda agrícola sin desplazamiento.

Las tres operaciones: hipoteca, prenda agrícola, y contra-to de recolección pueden hacerse con particulares, siquiera suele intervenir el Estado vigilando y garantizando las opera-ciones. Pero de ordinario, la intervención estatal es mucho más efectiva, en forma de bancos o cajas de crédito agrícola oficiales, que realizan tales operaciones, con carácter exclusi-vo o en concurrencia con las entidades privadas y los mismos individuos.

Partidarios e impugnadores discuten aún si es preferible de-jar campo abierto a la iniciativa particular, o a las cooperativas, reservando al Estado la función de supervigilancia, o si este debe tomar para sí la creación y dirección de tales centros. Los siste-mas varían. Lo único que importa destacar es que en todo caso, para el moderno Derecho Agrario, el crédito agrícola tiene una importancia decisiva, que el Estado no puede por tirar jamás. Sería estéril haber abierto el paso a la propiedad para arrendata-rios, obreros, poseedores precarios... humildes cultivadores de la tierra todos, si luego se les abandonara al libre juego económico y a las contingencias atmosféricas. Puesto que su trabajo supone un rendimiento económico para su nación, y el bienestar de un pueblo depende en gran parte del bienestar de la mayoría de sus ciudadanos, el Estado debe tomar a su cargo la ayuda económi-ca a tales pequeños cultivadores. Ayuda económica que puede variar en sus modalidades, de ordinario las que he enunciado, pero ayuda eficaz en todo caso.

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f. El contrato de trabajo en el campo

Y llego a un punto en que el moderno Derecho Agrario se entrecruza con su hermano gemelo el Derecho Social. Me re-fiero al contrato de trabajo para realizar faenas agrícolas. No se trata ya del campesino que trabaja la tierra todo el año, ya sea propietario, arrendatario, o mero poseedor precario; me refiero al trabajador cuyos servicios se contratan para ayudar en las ta-reas agrícolas, casi siempre para la recolección de la cosecha.

Al regular su situación se entrecruzan, digo, el Derecho Agrario y el Derecho Social. Y es que, en realidad, ninguna rama jurídica puede aislarse; todas son parte de un todo; se han in-dependizado por diversos motivos, pero sería un error tratar de cavar precipicios infranqueables entre ellas. Por la misma razón, al llegar a la colocación de los frutos que da la tierra, se entre-cruza a su vez el Derecho Agrario con el Derecho Comercial; y otras veces con el Derecho Administrativo; y no digamos con el Derecho Civil.

Tan sólo quiero decir dos cosas que considero importante en orden al contrato de trabajo. Una es, que considero preciso dis-tinguir netamente al obrero a sueldo, del cultivador que trabaja la tierra; este último, llámese como se llame jurídicamente, es el que interesa al Derecho Agrario; aquél interesa primordialmen-te al Derecho Social, y en segundo término al Agrario. Otras son las características peculiares que suele ofrecer el trabajo agríco-la, especialmente su periodicidad; el trabajo en el campo no es continuo, no dura todo el año, es a fecha fija y circunscrita; casi siempre la recolección de la cosecha, otras la siembra; entretan-to, la tierra cumple su misión; si se trata de un campesino, que cultiva para sí, siempre encontrará múltiples tareas a realizar, en relación con la tierra, en relación sobre todo con la vida de su hogar: ganado, leña, tareas domésticas; pero si es un obrero, tratará de llenar el vano entre el período y período, fuera de las faenas agrícolas.

Esta periodicidad rige el contrato de trabajo agrícola. Y es causa a su vez de otras características que normalmente suelen

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presentar. Posiblemente sería exagerado que debe aplicarle las mismas restricciones que al trabajo urbano; la jornada mínima de trabajo acaso deba ser sustituida por el trabajo a destajo o por una jornada mayor; el patrón suele aportar, formando parte de la retribución, la comida que se distribuye a los obreros sobre el mismo campo; se llega incluso al alojamiento de los obreros mientras duran sus faenas.

Todo esto, y otras características semejantes, imparte una destacada personalidad al contrato de trabajo agrícola, y debe ser tenido en cuenta por el legislador, tanto agrario como social.

g. La prescripción de las tierras

La prescripción puede contemplarse desde dos puntos de vista, negativo y positivo. Según el primero, supone la ineficacia de la defensa esgrimida por el propietario contra la persona que indebidamente ocupe sus tierras; el Derecho le confiere una acción, pero se entiende que si deja transcurrir un lapso de tiem-po, normalmente muy largo, sin ejercitar tal acción, no podrá hacerlo en lo adelante, y el ocupante sin derecho se encuentra inmune contra los ataques del antiguo propietario. Esta es la posición negativa.

Desde el punto de vista positivo, o usucapión, supone una forma de adquirir la propiedad mediante la posesión de la tierra durante un lapso de tiempo, en las condiciones que predetermi-na la ley.

Aparentemente son dos términos que se corresponden; el propietario no puede ejercitar su acción, porque un nuevo titu-lar ha adquirido la propiedad de las tierras. Y, sin embargo, no hay tal, no hay paridad de situaciones.

Me explicaré. Cuando se contempla la prescripción desde el punto de vista negativo, se contempla al propietario, se le mima, se le protege hasta el último extremo; se le protege aún a pesar de su olvido. El propietario que abandona sus tierras, durante años, da a entender que no le interesan; y, sin embargo, a pesar de ello, el Derecho se las reserva, a veces durante treinta años.

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Y si al año veintinueve el propietario, por cualquier razón, re-cuerda que tenía tales tierras, puede expulsar a un cultivador que, de mala fe en su origen, es verdad, ha venido durante todo ese tiempo trabajando las tierras, produciendo para la economía nacional. La prescripción en su aspecto negativo, la verdadera prescripción, supone el anquilosamiento de la acción del pro-pietario, por su no uso.

En cambio la prescripción contemplada desde su aspecto positivo, supone el reconocimiento del derecho que tiene el cultivador de la tierra, el hombre que con título o sin título ha trabajado el campo y ha obtenido un rendimiento, para él, si, más también para la economía nacional.

Si se piensa en la prescripción negativa, en el propietario, se llegará a fijar plazos largos, la prescripción treintenaria. Si se piensa en la prescripción positiva, en el cultivador de hecho, se fijarán plazos cortos.

Por eso, el moderno Derecho Agrario, para quien lo que importa no es el título jurídico de rancio abolengo, que consta en amarillentos pergaminos rodeado de enrevesadas fórmulas notariales, sino el interés social y económico, ha abreviado la prescripción hasta reducirla a los términos discretos que exija una elemental prudencia.

Pueden muy bien darse el caso de un propietario, que por mo-tivos racionales se vea forzado a permanecer lejos de sus tierras, y aún sin dar señales de vida; a ese propietario debe reservársele la tierra. Pero tan sólo durante un tiempo prudencial, tanto más reducido cuanto más fáciles se van haciendo los medios de co-municación. Pero al nuevo Derecho Agrario no le interesan las tierras improductivas, las tierras abandonadas guardando luto por el dueño alejado: la tristeza está bien en los corazones que recuerdan al ausente, no rima con los barbechos y los zarzales: que las tierras deben reír siempre a través de sus espigas y frutos, debe entonar el canto optimista de su fecundidad.

Y si el titular nominal, el propietario, abandona de hecho sus tierras, y viene un cultivador cualquiera, un poseedor de mala fe, que sabe que aquellas tierras tienen un dueño pero las

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ve abandonadas, y comienza a trabajarlas, y a obtener un rendi-miento, y lo hace uno y otro año, y persiste el olvido del propie-tario, el Derecho Agrario se inclina bien pronto en favor de ese poseedor y le inviste de la cualidad jurídica del propietario.

De aquí se deduce, a mi modesto juicio, que en la institución de la prescripción así concebida, tiene un profundo sentido social que conjuga perfectamente con toda la directriz de este moderno Derecho Agrario. Es una de sus columnas vertebrales.

Pero es más, me atrevería a decir, y que los juristas domini-canos no quieran ver en esta afirmación un sacrilegio, que la prescripción persistirá aún que el legislador la prohíba. Es decir, uno de los principios del Sistema Torrens adoptado en la Ley de Registro de Tierras dominicana, es el de sentar la perpetuidad e irrevocabilidad del título saneado y registrado; el propietario a quien se extiende un certificado de título tiene la seguridad de que la tierra es y será para siempre suya, afirmándose por la ley que no cabe la prescripción contra ese título.

¿Es esto cierto? Ya sé que el legislador lo afirma; pero aún así y todo repito mi interrogación: ¿es esto cierto? ¿Puede el legisla-dor poner diques a la misma vida?

Supongamos el caso práctico: un propietario cualquiera, obtiene un certificado de título, debidamente registrado y exten-dido por el funcionario competente; al decir de la ley tiene un título perpetuo e irrevocable, del que sólo podrá desprenderse mediante la extensión de un nuevo certificado de título; pues bien, este propietario, sin ceder su título, simplemente abando-na la tierra, prescinde de ella, no la cultiva; y en la tierra aban-donada, un poseedor cualquiera, a sabiendas de que la tierra es ajena, pero también a sabiendas de que está abandonada e improductiva, inicia su cultivo, y lo continúa un año, y otro año, y decenas de años; ¿sería justo que la ley se emperrara en afirmar que no cabe la prescripción, por el hecho de que el propietario hubiera registrado aquella tierra veinte, treinta o más años an-tes? No, sería profundamente injusto, absurdo e incompatible con las nuevas tendencias. Lo quiera o no lo quiera el legislador, la realidad de la vida se impone siempre a sus propios preceptos.

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Y el día que en una tierra saneada y registrada se de un caso de abandono y cultivo, por un poseedor cualquiera, resurgirá la prescripción.

Pero es más, es que yo creo que el sentido y finalidad del Sis-tema Torrens no se tuerce en lo más mínimo por admitir la pres-cripción. A mi modesto juicio, lo esencial no es inmunizar el título contra una prescripción; lo esencial es tan sólo que no tenga valor jurídico nada que no conste en el registro y en el correspondiente certificado; ahora bien, lo mismo que un comprador puede pre-sentarse con su contrato y el certificado anterior, a pedir se regis-tre la tierra a su nombre y se le extienda un nuevo certificado, lo mismo que puede hacerlo el donatario, o el sucesor hereditario, podrá hacerlo también el poseedor prescribiente, quien podrá y deberá presentarse ante el funcionario competente a demostrar el hecho de su posesión por el lapso determinado y a pedir se le extienda a su vez un certificado de registro.

De esta manera se conservará la esencia y espíritu del Sis-tema Torrens, no tendrá eficacia jurídica, sino lo que esté registrado y conste en un certificado debidamente extendido; pero se mantendrá también el espíritu de justicia social, de ren-dimiento económico, que informa al nuevo Derecho Agrario. El cultivador de hecho seguirá protegido, y será preferido sobre el propietario, negligentemente arrullado en los placeres de la ciudad, sin acordarse de la madre tierra, sin sudar los campos, sin lograr sus frutos.

Naturalmente, esto tendrá como consecuencia que el legis-lador, y más aún el que acoja el Sistema Torrens, deberá preocu-parse de regular la prescripción, y de acortar sus plazos.

¿Es esto un sacrilegio? Con franqueza, creo que no.

h. La sucesión hereditaria del patrimonio campesino

Si el moderno Derecho Agrario se entrecruzaba con el Dere-cho Social en lo relativo al contrato de trabajo agrícola, hay otro punto en que sus disposiciones se entrecruzan con el Derecho Civil. Me refiero a la sucesión hereditaria del campesino.

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Porque en el momento de morir el cultivador, ese propietario rural que hemos venido estudiando, séalo en su origen, o haya al-canzado tal situación después de ser en su origen un arrendatario o mero poseedor, en todo caso, al morir se planteará el problema de la sucesión hereditaria, del porvenir del patrimonio campesi-no; de esas tierras, de esa casa, de esos aperos de labranza.

Si se aplican las normas ordinarias del Derecho Civil, en los países que siguen la legislación latina, habrá que proceder al reparto de ese patrimonio entre los herederos forzosos, de acuerdo con las cuotas que cada legislación fije.

Esto que, tratándose del viejo propietario, egoísta, latifun-dista, no hubiera importado, reviste los caracteres de grave problema cuando pensamos en el nuevo tipo de propietario a que tiende el Derecho Agrario; me remito también, para no prolongar este artículo, a la conferencia que pronuncié en la Universidad de Santo Domingo;4 sólo resumiré que se tiende a crear pequeños patrimonios de tipo familiar, es decir el mínimo de tierras necesario para mantener una familia campesina.

Si esta pequeña propiedad familiar se fraccionara al morir el cabeza de familia, se perdería el esfuerzo intentado, ya que la segunda generación nos ofrecería un minifundio, tan perjudi-cial como el latifundio, que redundaría en un evidente perjuicio social y económico.

Por eso, mientras unos países abordan el problema amplia-mente en su Derecho Civil, acogiéndose al criterio sajón de la libertad de testar, otros que en su Derecho Civil común mantie-nen las reservas de tipo francés, en el Derecho Agrario especial se ven forzados a hacer excepciones a fin de lograr el manteni-miento de la pequeña propiedad familiar y la continuidad de la explotación agrícola; máxime si se ha realizado previamente una reforma agraria, con la subsiguiente expropiación y redistribu-ción de tierras.

Vemos, pues, una vez más, que no cabe establecer com-partimentos estancos dentro del Derecho, y que la progresión

4 Véanse citas 1 y 2.

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generosa de este debe ser uniforme, sin rutinas, sin temores, sin resabios. La realidad de la vida, con su calor humano, debe predominar sobre lógicas construcciones teóricas.

i. El registro de la propiedad territorial

Como es lógico, el nuevo Derecho Agrario, a pesar de la re-volución que supone, no desdeña cuanto tenía el Derecho Civil de aprovechable, sobre todo si tal contenido es a su vez conquista impuesta por las necesidades de nuestra época. Así, el registro de la propiedad territorial, es también aprovechado y se incorpora a la nueva disciplina.

No voy a perder el tiempo en este apartado. Suficientemente trabajado y conocidos los distintos sistemas de registro, especial-mente el francés, el alemán y el australiano, una simple referen-cia general será suficiente.5 Sí quiero recordar el retroceso ge-neral y marcado que sufre desde hace tiempo el sistema francés. En detrimento suyo, conquistan nuevas legislaciones el sistema alemán y el australiano, en muchos aspectos semejantes. Otras veces, si no triunfan plenamente, al menos tiñen la sistemática francesa con tonalidades vigorosas, tanto que casi hacen olvidar el modelo original.

j. Otros diversos aspectos del nuevo Derecho Agrario

He anunciado al iniciar este artículo que no podía desarro-llar por completo el contenido del Derecho Agrario, sino tan sólo dar a la manera de media docena de trazos impresionistas. Por ello, cabría cerrar aquí el cuadro que me proponía trazar. He enunciado ya sus principales apartados, aquellos en los que la nueva orientación tiene resultados más tangibles e interesantes.

No puedo menos, sin embargo, de aludir simplemente, a al-gunos otros aspectos de la vida campesina, de la propiedad rural, de la actividad agrícola, que caben también dentro del Derecho

5 Me refiero también a las conferencias del Dr. Fernández Clérigo, cita 3.

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Agrario, siquiera supongan menos novedad e interés, o pueda dudarse si su pertenencia corresponde al Derecho Agrario o a otras ramas del Derecho.

En el primer caso tenemos, por ejemplo, cuanto se refiere a los censos, a las enfiteusis, a todas estas reliquias caudales de tiempos añejos, al fin y al cabo resabios caducos. Que posible-mente tiendan a ser eliminados, pero que de existir, no pueden ser olvidados. En el segundo caso, mucho más interesante, tene-mos a su vez dos categorías; el aprovechamiento de los productos agrícolas y las industrias derivadas de la agricultura.

Naturalmente, dado el fuerte tinte económico que tiene esta rama jurídica, ha de preocuparse del aprovechamiento de los productos obtenidos, de su colocación en el mercado. ¿Corres-ponde este aspecto al Derecho Agrario? ¿Al Derecho Comercial? ¿A la política económica? Problema a discutir, pero en ningún caso se debe prescindir por principio de su examen.

Y algo semejante ocurre con las industrias derivadas de la agricultura. ¿Hasta dónde llega el concepto del campesino, de la agricultura, de la producción agrícola? ¿Se limita a la extracción de los frutos naturales, de los productos del suelo, termina en la cosecha? ¿O abarca también el aprovechamiento industrial de tales productos con vistas a su conservación, a su aprovechamien-to económico posterior o más distante?

En realidad, aunque para mayor claridad haya separado ambas categorías, pueden reducirse a un sólo apartado: el apro-vechamiento económico de los productos agrícolas. Que viene a traducirse en los diversos sistemas: individualista, de cooperativas campesinas, o de intervención estatal.

Este es el vastísimo contenido del Derecho Agrario, de esa rama, que se ha desgajado en nuestros días del secular tronco del Derecho Civil. ¿Cabe siquiera dudar de su interés?, ¿cabe pensar que ningún Estado puede cerrarse a la banda y negar la luz meridiana que implica esta realidad social y económica?

El Derecho no es una especulación teórica, el Derecho es una disciplina que pertenece al mundo de la cultura; es una nor-ma que quiere acoplar el valor justicia a la realidad de la vida.

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El Derecho es un producto humano, con contenido más huma-no todavía. Querer teorizar en los aires es tan arriesgado como apegarse a rutinas caducas y rechinantes. Es preciso marchar con la vida. Y el Derecho debe ser apto en todo momento para comprender, y resolver, las necesidades vitales.

Tal vez nunca como ahora se ha mostrado la importancia que la agricultura tiene para la vida de las naciones. Y tal vez nunca se hayan palpado los hondos problemas sociales y económicos que implica la vida del campesino. Es una realidad que, se quiera o no se quiera, existe; y, repito, el Derecho no puede taparse los ojos y los oídos para ignorar esa realidad.

La mayor parte de los países abordan ya decididamente el problema con más o menos generosidad, con más o menos prudencia, con más o menos impulsividad. Y las reuniones inter-nacionales, y los organismos permanentes, lo han considerado también. ¿Por qué la universidad va a permanecer ajena a este movimiento y realidad?

Hay universidades rutinarias, fósiles que creen que la sabi-duría debe estar rodeada de una capa de polvo, en las que todo movimiento de avance, de rebeldía, de inquietud, es anatemati-zado y asfixiado. ¡Desgraciados los estudiantes que caen en sus claustros! Sus enseñanzas son la repetición monótona y achacosa de viejos códigos sin vida, que fueron desbordados por la reali-dad de la vida.

La universidad debe por el contrario estar abierta a todo impulso renovador, a toda inquietud espiritual. Y el Derecho, a pesar de su estática secular, evoluciona también con la vida, como enderezado a regular esa vida que es. Hay instituciones eternas, principios que guardan un eterno perfume de lozanía; pero hay otros que murieron a tiempo, y cuya persistencia en los textos y aulas universitarias, lleva a ellas el hedor de la corrupción.

Algunas universidades necesitan un huracán que barra mias-mas decadentes, y lleve a sus aulas el aroma primaveral de los campos que comienzan a granarse, el cantar optimista de las fá-bricas que producen, la risa cantarina de la vida, y los problemas también, sangrantes y vivos, de la humanidad de hoy día.

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Derecho progresivo, universidades juveniles, nuevas gene-raciones de graduados que marchen a la vida con criterios de amplitud y generosidad humana. Ese es el porvenir que están marcando las nuevas disciplinas jurídicas nacidas con alientos de juventud, del tronco eterno del Derecho Romano clásico.

III. El Derecho Agrario en la República Dominicana

a. La importancia de la agricultura en la vida del país

Las rápidas consideraciones que anteceden, son de carácter universal. Ello no es obstáculo para que puedan tener aplicación, a la escala proporcionada, en la República Dominicana.

País eminentemente agrícola, su principal riqueza reside en la tierra. Sus plantaciones de caña de azúcar, sus cafetales, sus fincas de cacao, su producción de guineos… fuente primordial de su economía y finanzas. El país vive del campo, y exporta los productos de ese campo. ¡Cómo no va a constituir una preocu-pación primordial de sus hombres de Estado la regulación de esas tierras y de esa producción agrícola!

Por si fuera poco, diversas circunstancias históricas, han hecho que la antigua iIsla Española tenga problemas peculiares que vienen a complicar el problema del Derecho Agrario domi-nicano, dándole tonalidades propias.

b. Problemas peculiares de la República Dominicana

Estos problemas son esencialmente dos: el de los terrenos comuneros y el de los grandes ingenios extranjeros.

El problema de los terrenos comuneros, reliquia histórica de los días de la colonización, complicada en el sucesivo devenir de los tiempos: ventas, muertes, herencias, fraudes, particiones, alza de precios, invasiones, industrialismo…; la misma vida del pue-blo dominicano se refleja en la madeja de sus tierras comuneras.

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Problema grave, que es preciso liquidar ante todo, si se quiere abor-dar con seguridad el problema general del agro dominicano.

Y el problema de los grandes ingenios extranjeros, que a la situación general agraria del país, ha venido a sumar al menos los siguientes problemas de carácter jurídico, prescindiendo delibe-radamente de los políticos y financieros, latifundio, desalojos de pequeños financieros; latifundio, desalojos de pequeños poseedo-res, contratos de trabajo, conflicto internacional de leyes y uno de los más notables ejemplos de industria derivada de la agricultura.

Estos son, a mi juicio, los dos peculiares problemas de la República Dominicana, con lo cual no quiero decir que sean ex-clusivos de ella, y que forzosamente han de tener preeminencia en su Derecho Agrario. Sin olvidar por ello a ese pequeño culti-vador nacional, a ese campesino cuyo tipo será posiblemente el cibaeño, que merece toda la atención que ya le han dispensado los gobernantes, y que cada día despertará más su interés.

c. Legislación dominicana de carácter agrario

La República Dominicana no tiene propiamente una legisla-ción especial agraria. Y, sin embargo, tiene nada menos que una «Ley de Registro de Tierras» y un «Tribunal de Tierras». Esto requiere una aclaración de mi parte.

El hecho se debe, precisamente, a esas peculiares caracterís-ticas que ofrecen sus tierras, sobre todo al problema de los terre-nos comuneros. La interesantísima legislación dominicana, que supone tal vez uno de los más notables injertos de la legislación sajona del Sistema Torrens en una legislación de tipo francés, ha pretendido resolver la confusión de los títulos de propiedad territorial dando una seguridad a los propietarios.

El primer ensayo, típicamente nacional, el de la Ley de 1911, enfoca tan sólo el problema de los terrenos comuneros; de ahí su nombre: Ley de Mensura y Partición de Terrenos Comuneros. La legislación vigente, extranjera en su origen e impuesta por el Gobierno de ocupación norteamericano, adaptada después por los sucesivos legisladores nacionales, supone una finalidad

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mucho más amplia; comprende, es natural, el problema de los terrenos comuneros, pero abarca también a las demás tierras de la República, a las no comuneras, y a las que siéndolo antes, fueron después partidas e individualizadas.

Pero, repito, no es propiamente una legislación agraria en el sentido actual de la palabra. Corresponde a uno de sus apar-tados, el relativo al registro de tierras. Siquiera su contenido no se limita a esta materia, sino que se desborde sobre apartados distintos, y así de recias características propias a la transmisión y adquisición del derecho de propiedad, y a la constitución de derechos reales, especialmente la hipoteca.

Por eso la Ley de Registro de Tierras dominicana tiene un interés intrínseco formidable, que se acrece si se repara en lo que decía hace un momento; que supone un injerto sajón, en el tronco francés; son dos conceptos jurídicos totalmente diferen-tes, que se han fundido, y el retoño merece la máxima atención de todos los juristas, no ya dominicanos, ni siquiera americanos, sino del mundo entero. Y para poder comprender mejor su significación, para poder interpretar sus preceptos, es preciso adentrarse en el sistema jurídico un sajón.

Pero no agota el contenido del moderno Derecho Agrario. Es verdad que hay leyes especiales que tocan algunos de sus otros apartados. Así la O. E. 291 de 1919, relativa a la prenda agrícola sin desplazamiento, es decir, a uno de los avances más interesantes de esta nueva rama jurídica. Así las leyes relativas al trabajo en los ingenios azucareros, que tocan el problema del contrato de trabajo en el campo. Así la reducción reciente de los plazos de la prescripción, que todavía no ha merecido de los juristas el atinado comentario que merece. Así tantos otros preceptos que podrían encontrarse dispersos en la legislación dominicana.

Pero su marcha de avance, su progreso, aún no se ha dete-nido. Y estoy seguro de que muy pronto la legislación agraria dominicana será completa y una de las más perfectas del mun-do, pues no en balde cuenta ya con un órgano tan interesante como lo es el Tribunal de Tierras, que está llamado a ser no

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sólo el tribunal encargado de sanear los títulos de propiedad, sino el encargado de decidir cuántas cuestiones surjan en torno al campo, a la propiedad de sus tierras, a su arrendamiento, al contrato de trabajo, a los poseedores precarios, al crédito agrícola… Mucho se ha hecho, pero hay que completar la obra, llevando como guía ese interés social, ese calor humano, esas necesidades de la economía nacional, que rigen la nueva rama jurídica.

d. Su enseñanza universitaria

En la Universidad de Santo Domingo bulle un ansia de inquietud espiritual. No es una universidad anquilosada, y pretende salirse, en la medida de sus fuerzas, de la rutina de-cadente. Por ello no puede extrañar que en el cuarto curso de la Facultad de Derecho exista una asignatura titulada «Legisla-ción de Tierras».

A mi juicio, discúlpeseme esta crítica sin malicia, la designa-ción es incorrecta. Se corre el grave peligro de que el nombre arrastre hacia la Ley de Registro de Tierras, con lo cual el conte-nido de la asignatura perdería amplitud. Por ello creo que debía llamarse «Derecho Agrario», para abarcar dentro de sí, no sólo lo que hoy constituye la materia y jurisdicción del Tribunal de Tierras, sino cuantos problemas se relacionen con el campesino y su producción.

Felizmente, esta materia, de nueva creación en el cuadro docente de la facultad, ha tenido la suerte de ser encomendada a un catedrático de tal competencia, dinamismo e inquietud es-piritual, como lo es el actual decano, Lic. J. A. Bonilla Atiles.

En poco más de un curso de enseñanza, ha estructurado ya su disciplina de tal forma que, desbordando con mucho los límites de la Ley de Registro de Tierras, se ha adentrado en el estudio del derecho sajón, en la verdadera significación y vida del Tribu-nal de Tierras; ha analizado con agudeza el problema, histórico y actual, de los terrenos comuneros; ha estudiado con acertada visión crítica del régimen hipotecario francés, y su reforma; y

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muy en breve, sus cátedras constituirán una obra valiosa, dentro y fuera del país.6

Pero estoy seguro de que su inquietud científica, su conoci-miento de los problemas humanos y su claro sentido de la justicia social le llevarán a ampliar aún más su visión, y a abarcar en su conjunto la vida del campesino, de ese cultivador cuyo esfuerzo y anhelo laten en todas sus explicaciones.

Y confío también en que su esfuerzo no será aislado, sino que creciendo en extensión e intensidad la curiosidad que ya existe en muchos juristas cobre cada día más vuelos en la República Dominicana esta nueva rama jurídica, surgida del secular tronco del Derecho Civil por imposiciones de la vida misma, de la socie-dad y de la economía nacional.

f. El estudio de la legislación comparada

La realidad, otra clase de realidad más sangrienta; nos ha mostrado también una nueva necesidad: la del intercambio entre los pueblos. Los nacionalismos de opereta, encerrados tras altas barreras aduaneras y ridículas fortificaciones, que no sirvieron para detener al agresor más fuerte y sirvieron, sin embargo, para alarmar al vecino que no ayudó a su tiempo; el aislacionismo suicida; han conducido fatalmente a la nueva conflagración mundial en que nos vemos envueltos. Se precisa una mayor cooperación, una mayor so-lidaridad; y para ello es preciso conocerse entre sí. Soy nacionalista, pero creo en la solidaridad; sé que gran parte de los problemas de mi patria son comunes a la humanidad, y los que son peculiares a ella han de resolverse con la mutua comprensión de todos, no con rencores que hacen renacer los problemas años más tarde.7

Y esa visión, que hoy en día ocupa un plano primordial en la actualidad mundial, forzosamente ha de reflejarse en todas y cada una de las esferas jurídicas.

6 Cátedras taquigráficas, editadas en mimeógrafo, Ciudad Trujillo, 1941-1942.7 Me refiero a mi libro en prensa, La aportación vasca al Derecho Internacional,

Editorial Ekin, Buenos Aires.

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Son aún grandes las diferencias que separan las legislaciones de todos los pueblos, y tal vez nunca se llegue a una uniformidad completa. Pero se han dado grandes pasos en busca de una ar-monización, ya que no de tal uniformidad. No voy a detenerme a ensalzar los beneficios del estudio de la legislación comparada, en el que también la Universidad de Santo Domingo ha mostrado su inquietud al crear el Instituto de Legislación Americana Com-parada y suministrar la docencia de dos cátedras especiales.

Sólo quiero recordar aquí, para cerrar este artículo, la im-portancia que puede tener en el moderno Derecho Agrario, los estudios de legislación comparada.

Nueva disciplina en formación, en plena adolescencia, ne-cesita conocer y valorar los éxitos y fracasos obtenidos en otros países. Las necesidades locales podrán variar, pero hay un fondo universal, profundamente humano, que es común a todas las latitudes y climas, a todas las razas y colores. El campesino de la montaña de mi tierra vasca, tiene algo de común con el campe-sino del trópico exuberante: la impronta de la madre tierra, que jamás se puede olvidar.

Y ese hálito de justicia social, que matiza el moderno Derecho Agrario en todos los países, es universal precisamente porque es humano.

Por eso, quisiera cerrar este trabajo con un ruego a aquellos juristas en cuyas manos pueda caer por azar este artículo, y que comulguen en estos mismos ideales. Mi deseo es reunir datos en relación con la legislación agraria de los distintos países de América, a los fines de este estudio de legislación comparada que considero tan necesario y provechoso; y agradecería muy de veras cuantos datos, legislación o bibliografía me fueran propor-cionados.

Ciudad Trujillo, marzo de 1942.

revistA JurídiCA domiNiCANA,vol. iv, núms. 1, 3 y 4,

Junio, octubre y diciembre de 1942.

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La Liga de Naciones Americanas. El proyecto de Trujillo

y la Conferencia de Bogotá

El Dr. Homero Henríquez Bergés acaba de publicar su tesis doctoral Existencia de un Derecho Internacional Americano; no ha sido la única presentada este año académico sobre tal tema y, sin duda, de aquí en adelante se multiplicarán los ensayos domini-canos. Y es que estamos ya en víspera de la Novena Conferencia Panamericana, que deberá reunirse en Bogotá el próximo año de 1943, y en ella por tercera vez se estudiará el proyecto del pre-sidente Trujillo sobre creación de una Liga de Naciones Ameri-canas, presentado en la Conferencia de Consolidación de la Paz de Buenos Aires en 1936, y reenviada a la Octava Conferencia Panamericana, celebrada en Lima el año 1938.

Acaso nunca como en estos momentos se ponga de relieve el interés de semejante Liga, cuando casi todas las naciones ame-ricanas están en guerra contra el agresor y en la Reunión de Cancilleres de Río de Janeiro se ofreció el espectáculo esperan-zador de todo un continente discutiendo libre y fraternalmente los agudos problemas generales.

Hace ya cuatro siglos que el dominico vasco, Francisco de Vi-toria, en sus inmortales Relectiones de Indiis, sentaba tres principios fundamentales, base doctrinal del actual Derecho Internacional, y lo que es aún más importante, base imprescindible de la futura organización mundial. Harto popularizadas las dos primeras se-siones, la que trata del prístino Derecho de los indígenas sobre su territorio y la que versa sobre el derecho a la libertad de todos

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los pueblos, ha pasado hasta ahora casi desapercibida la tercera, acaso la fundamental porque es la más constructiva.

En ella Vitoria partiendo de la libertad, afirma la necesidad de una estrecha solidaridad entre todos los pueblos; para termi-nar defendiendo la guerra justa colectiva, como sanción contra el agresor. Y no creo equivocarme al afirmar rotundamente que en estos dos principios, complemento del primero, está la entra-ña del sistema que pueda resolver en el mañana los problemas que agitan a la Humanidad.

Cuando el triunfo aliado de 1918 hizo concebir la risueña esperanza de estructurar al mundo en una comunidad jurídica que asegurara en lo adelante la paz, tal deseo y optimismo se plasmó en la Sociedad de Naciones wilsoniana, que venía a ce-rrar al parecer el ciclo de ensayos teóricos iniciado a fines de la Edad Media por un abate Saint Pierre, un Emerico Cruceo, un Pierre Dubois, y tantos otros escritores. Más la Liga ginebrina ha fracasado; rotundamente.

¿Por qué? A mi juicio, en primer lugar, por haber querido ir demasiado aprisa, y unir a todas las naciones del globo en una comunidad, sin resolver antes problemas locales, continentales; sin solucionar, sobre todo, el avispero de odios y ambiciones europeo. Y en segundo lugar, razón fundamental, por no atre-verse a dar el paso decisivo, por no inspirarse en las doctrinas vitorianas.

La Liga de Ginebra no era una sociedad de naciones, pese a su denominación; era una sociedad feudal de grandes potencias y pequeños Estados vasallos. No había una solidaridad de pue-blos libres e iguales, el grande como el pequeño; no había una comunidad organizada, con una sanción eficiente.

Por eso, cuando una de esas grandes potencias, el Japón, se desmandó y atacó a China, de poco sirvió el rumor medroso de las pequeñas naciones ante la inercia de las Grandes Poten-cias. Y cuando otra, Italia, atacó a su vez a Etiopía, aunque se comenzara a aplicar el juego de sanciones del Art. 16, pronto el miedo de las grandes potencias las paralizó. Y cuando la Gue-rra de España incendió la antorcha que haría volar el polvorín

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europeo, ya ni siquiera actuó la Sociedad de Naciones, fueron las grandes potencias reunidas en el Comité de No Interven-ción, de intervención parcial mejor dicho, las que dirigieron la conducta suicida de Europa. Las mismas que en 1938 enmu-decieron ante la atención de Austria; y entregaron maniatada a Checoslovaquia en Munich.

¿Qué hubiera pasado, si al producirse la primera agresión, todas las naciones, grandes y pequeñas, hubieran reaccionado contra el Japón? Mas al contrario, se abandonó al agredido a su libre iniciativa, y en lugar de unirse los pueblos pequeños, prefi-rieron contemplar estoicamente cómo era devorado su vecino, sin pensar que él iba a ser la próxima víctima. Y así cayó Austria, y cayó Checoslovaquia, y cayó Polonia, y cayó Rumania, y cayó Yugoslavia, y cayó Grecia, y cayó Holanda, y cayó Bélgica, y cayó Francia, una a una, cuando bien fácil les hubiera sido unirse el primer día para aplastar al hoy coloso, y entonces no.

Falta de solidaridad, falta de sanción. Por eso el continente americano ofrece hoy en día un esperanzador ejemplo a la Hu-manidad; pero hay que avanzar en la obra emprendida, en aquel impulso del libertador Bolívar cuando convocaba el Congreso de Panamá. No bastan los organismos actuales, y hay que crear la Liga de Naciones Americanas; con órganos políticos permanen-tes, sobre todo con órganos jurídicos de sanción.

Acaso el recelo que haya paralizado hasta ahora la consecu-ción del ideal, provocando la remisión del proyecto de Trujillo a sucesivas conferencias, sea el mismo que causara en Europa el colapso del romántico movimiento de Koudenhove-Kalergi y del proyecto oficial de Arístides Briand sobre Liga de Estados europeos. El temor de los Estados pequeños de ser absorbidos en una comunidad manejada por las grandes potencias.

Pero justamente esto es lo que ocurría en la Sociedad ginebri-na, cuyos defectos se pretenden corregir; y la sangrienta realidad actual ha demostrado a esos Estados pequeños que, aislados, han sido fácil presa de la fiera. Por ello, no es extraño que sean preci-samente los gobiernos exilados en Londres los que desentierren hoy día la idea de la Confederación europea.

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América, felizmente para ella, no tiene los gravísimos pro-blemas raciales, de minorías nacionales, de odios seculares, que desgarran a Europa. Por eso su vida se desliza pacífica y pro-gresivamente. Y el espíritu de solidaridad continental es prenda segura del futuro. Pero esa fraternidad activa no debe ser freno que retarde el avance, si no acicate que lo avive. Hasta crear la Liga de Naciones Americanas, que el día de mañana, el día de la victoria, pueda unirse con la Liga Europea y las demás que se organicen, para formar todas juntas la Comunidad Jurídica Universal, aspiración suprema.

Esta es la democracia en el campo internacional, por la cual luchamos. Justo es que, cuando gran parte de la juventud mundial derrama su sangre en los campos de batalla, los demás colaboren en su tarea y aprovechen la paz de que disfrutan para trabajar y madurar sólidamente las bases de la victoria futura.

En un artículo periodístico no puedo extenderme en mayo-res consideraciones. Quede tan sólo esbozado el tema, y recójalo la juventud, los estudiosos de buena voluntad. Yo acabo de hacer-lo en mi obra La aportación vasca al Derecho Internacional, recién publicada en Buenos Aires.

Creo sinceramente que este es el momento oportuno. Por ello aplaudo la tesis del Dr. Homero Henríquez, quien ha sabido sintetizar los aspectos capitales del proceso internacional ame-ricano y de la obra de Trujillo, y aliento a todos a trabajar en la obra de superación emprendida, con la vista fija en el porvenir, que es nuestro.

Periódico lA NACióN,12 de diciembre de 1942.

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Soberanía y libertad.Dos añejos conceptos absolutos

que se relativizan

El vicepresidente de los EE. UU., Henry A. Wallace, en su re-cientísimo discurso, ha enfocado su atención hacia el contenido íntimo del mundo futuro; y se comulgue o se discrepe de sus ideas, nadie puede menos de aplaudir el faro que las guió. Porque de nada serviría sentar los moldes, el armazón, que ha de salir de los tratados de paz, si olvidásemos los materiales que han de rellenarlo.

Llevamos tres años de guerra, y hora es de ir tanteando, pre-cisando, los fines por los que luchamos. Que la guerra actual, no es una de tantas, es sin duda el momento crucial de la hu-manidad, el que señalará el jalón divisorio entre dos vertientes. Hasta aquí llegó un mundo, organizado con arreglo a ciertos principios y doctrinas; principios y doctrinas que en modo algu-no van a perdurar.

Con acierto ha señalado el vicepresidente Wallace tres ideo-logías, tres mundos, tres sistemas, en el momento actual. Y como quiera que dos de ellos, pese a sus radicales discrepancias y por encima de ellas, se hayan estrechamente unidos en la gran tarea bélica frente al tercero, necesario es ir pensando cuál pueda ser la estructuración que el día de mañana armonice a todos; que no puede ser una absoluta, sino que forzosamente ha de ser limita-da, por la realidad y por el ejemplo del adversario.

Pudiéramos pensar que hasta ahora, compitieron dos gran-des principios con caracteres absolutos: la soberanía del Estado, la libertad del individuo.

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La primera, ese poder supremo y absoluto, quien no admi-tía menoscabo ni toleraba superior, sirvió de fundamento a las monarquías absolutas de la Edad Moderna. Y en vano los au-tores posteriores a Jean Bodin quisieron conservar su esencia alterando la forma. Lo más que se logró, fue levantar frente al Estado el individuo, frente a la soberanía la libertad. Se pasó de un extremo a otro.

Las revoluciones americana y francesa suponen el triunfo del individuo; se le reconocen una serie de derechos innatos, im-prescriptibles. Y no hay duda de que al hacerlo, aunque se hable de soberanía popular, esta ya no tiene los caracteres absolutos de antaño; podrá ser un poder independiente en cuanto no está sometido a otro Estado, pero ya no es supremo en cuanto se halla limitado por los derechos que se reservan los individuos.

Y estos individuos pretenden ser absolutamente libres, pre-tenden ser absolutamente dueños de sus destinos; y abroquela-dos en una serie de derechos absolutos, marchan confiadamente a la lucha por la vida, creyendo que al derrocar al monarca, en-contraron la panacea de todos sus males.

Craso error. Y todo el siglo xix supone una reacción contra esta ideología. Porque bien pronto se vio que los individuos abandonados a sí mismos, son fáciles víctimas de la ley de la sel-va, de la ley del más fuerte; y es que su libertad absoluta choca violentamente con la libertad no menos absoluta de su vecino, y al no haber espacio para las dos, se impone la del más fuerte y perece la del más débil.

De aquí el desarrollo de las ideas, llamémoslas sociales más que socialistas, a fin de que la idea no nos conduzca a deter-minados partidos, que corren desde los manifiestos marxistas a las encíclicas papales. Todas ellas pretenden corregir esa des-igualdad y evitar ese peligro; limando las libertades, los derechos individuales absolutos, en beneficio de la colectividad.

Últimamente, en este siglo, un nuevo brote atávico de doc-trinas pasadas, hizo surgir los ensayos autocráticos o totalitarios. en los que el individuo desaparece enteramente, absorbido por el Estado. ¿Qué es esto?, al fin y al cabo el renacer vigoroso del

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concepto de la soberanía absoluta, con nuevas formalidades ex-ternas si se quiere.

Podríamos caracterizar, pues, estos tres mundos por el pre-dominio absoluto del individuo, el predominio absoluto del Estado, y una situación intermedia aún no bien definida porque si en unos países se ha mantenido muy cercana a las primitivas formas de la democracia burguesa, en otros se ha situado pareja-mente a los regímenes totalitarios.

¿Cuál de estas posiciones puede y debe triunfar?Dejemos la pregunta en el aire, de momento, y contemplemos

otro aspecto esencial de la futura organización del mundo; si has-ta aquí hemos visto el antagonismo entre el Estado y sus súbditos, veamos ahora el antagonismo entre Estado y humanidad.

¿Qué se ha opuesto siempre a las comunidades internacio-nales?, ¿por qué han fracasado los ensayos bien intencionados de la Sociedad de Naciones de Ginebra, de la Liga de Naciones americana, de la Federación europea?, ¿qué se interpuso en el camino de sus forjadores? Una cosa: la soberanía estatal.

Es claro, si esta es un poder supremo e independiente, y al mismo tiempo es la nota característica del Estado, de manera que quien lo ostenta puede ser calificado de tal y nadie más que él, en el momento que un Estado entre a formar parte de una comunidad dotada de poderes supra-estatales, aquel dejará de ser tal Estado, porque habrá perdido el poder supremo e inde-pendiente.

Esto que era una consecuencia lógica de la añeja doctrina que viene rodando desde Bodin, fue visto ya por los creadores de la Unión Norteamericana; puesto que, al formarse un ente estatal que abarcara las trece antiguas colonias, una de dos: o la Unión gozaba de soberanía y los miembros no eran Estados, o eran estos los que gozaban de soberanía y entonces la unión era una mera entelequia.

Hace siglo y medio, Madisson y Hamilton en The Federalist afirmaron con clarividencia que en realidad la soberanía no es un concepto absoluto sino relativo, y que en su virtud los Estados miembros y la unión podían gozar de soberanías perfectamente

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yuxtapuestas sin destruirse; es decir, que cada uno de ellos goza-ría de un poder supremo dentro de la esfera propia que le fuera conferida.

Esta doctrina puede tener hoy día ecos profundamente pro-féticos, y entrelazarse además en plena cohesión con las tenden-cias sociales de superación individual, como eslabones de una misma cadena.

No más oposición entre individuo y Estado, no más libertad absoluta o soberanía absoluta. Ambas posiciones, aunque discre-pantes, arrastran a las mismas consecuencias. Que el imperia-lismo es al Estado, lo que el capitalismo al individuo: el triunfo del poderoso sobre el débil, en el libre juego de los derechos absolutos.

Y si el individuo, la generalidad de los individuos, encuentra su defensa en la mutua ayuda, en la limitación de los derechos individuales, en los lazos colectivos; también el Estado, la gene-ralidad de los Estados, encontrará su defensa en la mutua ayuda, en la limitación de los derechos estatales, en los lazos colectivos.

Según esta concepción de la vida, el individuo y el Estado no son los únicos elementos, son tan sólo dos eslabones de una gran cadena, que empieza en el hombre y termina en la humanidad, a través de la familia, los sindicatos, los municipios, las regiones, los Estados, las uniones de Estados, y quizás las uniones conti-nentales.

Cadena en la que cada eslabón tendrá una esfera propia de actuación, en la que será dueño y señor de sus actos, y sólo estará limitado por los derechos que corresponden a su igual en el mismo rango, y los que ambos han delegado en el eslabón superior.

He aquí cómo, también, la antigua tesis liberal, individua-lista, que llenaba el armazón de la democracia burguesa, puede ceder el paso perfectamente a una nueva concepción de la vida, sin caer jamás en los excesos del totalitarismo o de algunas deri-vaciones comunistas.

Porque todas estas olvidan al individuo, célula primaria, que ninguno puede sin embargo anular, ya que es el único elemento

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humano, los demás son formaciones artificiales. Y lo que se debe hacer es armonizar a cada uno de esos individuos con los demás, sacrificando al hombre no en beneficio del Estado sino de los de-más hombres; con lo que a la postre todos salen beneficiados.

En resumen, me atrevería a definir el principio así: cada uno libre en su propia esfera, y todos iguales en la esfera superior.

Periódico lA NACióN,15 de marzo de 1943.

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El panamericanismo de Bolívar.La Doctrina de Monroe

y el Congreso de Panamá

Nuevamente el vicepresidente de los Estados Unidos, Henry A. Wallace, saliéndose de la tradicional grisura de sus antece-sores, viene a suscitar con sus palabras un problema de honda trascendencia, y que al proceder de las tierras norteñas adquiere mayor relieve. Me refiero al discurso que pronunció en Panamá, con ocasión de la jira que actualmente realiza por la América Latina, en el cual reconoció paladinamente que el libertador Si-món Bolívar fue el iniciador del magnífico movimiento paname-ricano que hoy día acaso constituye la esperanza más acendrada de la humanidad.

Porque hasta ahora, casi unánimemente se achacó su pa-ternidad al famoso mensaje del presidente norteamericano James Monroe. Mensaje que en Europa se considera con cierto menoscabo de su valor, y en América se eleva a alturas de reve-lación. Con la modestia obligada, quiero ser también sincero al afirmar que, a mi juicio, no hay tal revelación, ni posible-mente tal paternidad. La revelación tuvo lugar tres siglos antes, en las doctrinas del dominico vasco Francisco de Vitoria, y no en un sentido restringido sino amplio, abarcando a todos los pueblos del globo; y sus primeras piedras no fueron puestas por el presidente norteamericano Monroe, sino por el libertador sudamericano Bolívar.

Trataré de justificar esta tesis. El mensaje presentado por Ja-mes Monroe al Congreso norteamericano el día 2 de diciembre

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de 1823, obedeciendo a una necesidad de carácter circunstancial, es más de índole negativa que positiva, no viene a crear nada; mar-ca la abstención de los Estados Unidos en los asuntos europeos, pide la abstención de los países europeos cerca de los sudameri-canos que han conseguido ya su libertad, y promete respetar el statu quo existente en aquel momento. ¿Qué hay de positivo? Tan sólo la amenaza de intervenir en caso de que los países europeos amenazaren la libertad americana. Y esta amenaza pretende preci-samente asegurar una abstención, una posición negativa.

Que este propósito abstencionista era el móvil principal de Monroe y de su mensaje, nos lo revelan múltiples detalles. En primer lugar el antecedente remoto del mismo, que se encuen-tra en la llamada Declaración de Washington del año 1796, en la que aconseja terminantemente la abstención en los asuntos europeos, extraños a los intereses norteamericanos Washington no habla para nada de los demás países americanos, aún no naci-dos a la vida independiente; es la política a seguir por los Estados Unidos; política interna, exclusiva, egoísta al fin y al cabo; no piensa para nada en los intereses comunes a todos los países del universo.

En segundo lugar, los antecedentes inmediatos del mensaje. Que es debido a la amenaza que se cierne sobre las antiguas colonias españolas, como consecuencia de la Santa Alianza y su intervención en España reponiendo a Fernando VII como rey absoluto. Por eso decía que es un mensaje de carácter circuns-tancial. Pretende conjurar aquella amenaza; y no piensa en el futuro americano, menos en el futuro del mundo.

Ahora bien, el mensaje tiene algo positivo, he dicho, tiene la afirmación de que los Estados Unidos no toleran tal interven-ción europea. ¿A qué se debe esto? Sin duda, no a la tradición norteamericana, a la Declaración de Washington, es algo nuevo. Es, precisamente, algo que viene pidiendo los nuevos Estados sudamericanos a su hermano mayor, más poderoso; es la defensa que demanda sobre todo Ravenga, el delegado de Bolívar cer-ca del Gobierno de la Unión, quien en nombre del Libertador agrega la esperanza de «ver una Confederación de Repúblicas

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por toda la América, tanto del Norte como del Sur, unidas por los más fuertes vínculos de amistad y de interés». La idea procede del Sur y se añade al abstencionismo norteamericano; pero no es recogida en toda su integridad. Hacía ya tiempo que Bolívar venía propugnando por la idea panamericanista, como seguida-mente veremos, su delegado la reitera ante el Gobierno de Esta-dos Unidos, mas en el mensaje no es recogida, y seguidamente los norteamericanos boicotean el Congreso de Panamá.

Y es que, insisto, el contenido del mensaje es de carácter ne-gativo y egoísta; a la larga, al cabo de cerca de un siglo, servirá de base nominal para el espléndido movimiento panamericano, pero este ha desbordado totalmente la intención de Monroe, y to-dos sabemos cómo en múltiples ocasiones el zarandeado mensaje ha servido para encubrir propósitos imperialistas, y ha recibido tantas interpretaciones como han exigido las circunstancias.

Carácter circunstancial y relativo, que no puede ser la base del movimiento panamericano. Este ha de basarse forzosamente en una concepción más amplia, más generosa; en un concepto de fraternidad, que no puede detenerse en los límites de un con-tinente. El panamericanismo es un paso, firme y seguro, camino de la solidaridad universal. Por eso es heredero de los ideales del padre Vitoria, y nos brinda una aurora de esperanza.

Esta generosidad, esta amplitud, no podía tenerla un polí-tico, el jefe de un Estado poderoso que vela por sus intereses, que pretende protegerse. Tenía que ser el ensueño de un vi-sionario, que nada tiene y todo desea. Por eso el panameri-canismo fue presentido por Bolívar, y se lanzó a llevarlo a la práctica sin pensar en obstáculos ni dificultades. A sabiendas de su fracaso inmediato, sin imaginar tal vez su éxito futuro. Esa es su gloria.

Seguramente la idea no es original, y desde luego no es ex-clusiva. Pero el gran mérito de Bolívar es que supo llevar su ideal a la práctica; no era un pensamiento aislado, era un propósito decidido.

Lo expresa ya en plena época bélica. En 1813, tras la victoria de Araure, expresa su resolución de marchar a luchar junto a los

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demás libertadores, una vez liberada Venezuela. Desterrado, en 1815, expone netamente su ideal de fraternidad americana, que tuviera como órgano un Congreso de representantes de todas las Repúblicas, con sede en el istmo de Panamá. E insiste en su pro-pósito en 1818, cuando contesta desde Angostura a los mensajes del director supremo de Chile, Bernardo de O’Higgins, y en la proclama que dirige a los habitantes de las provincias unidas del Río de la Plata.

Se ha intentado por algunos desvirtuar su propósito, y tachar-le de imperialismo. Nada más contrario al ideal de Bolívar. No pretende fusionar los nuevos pueblos libres bajo su dictadura, parte del respeto a cada Estado; bien claro lo dice en la carta que dirige en noviembre de 1825 al presidente del Perú; y el 5 de diciembre insiste en la misma idea, hablando expresamente de Federación. En ningún momento su actitud es dudosa.

Pero, repito, no se limita a palabras; pasa enseguida a los hechos. Comienza por concertar tratados de amistad y alianza entre la Gran Colombia, y los nuevos Estados hermanos: el 6 de julio de 1822 con Perú, el 8 de marzo de 1823 con Buenos Aires y el 3 de octubre de 1823 con México.

Y el 7 de diciembre de 1824, ante víspera de la batalla de Aya-cucho, dirige una historia circular a los gobiernos de Colombia (a su vicepresidente Santander), de México, América Central, Buenos Aires, Chile y Brasil, invitándoles a celebrar un Congreso en el istmo de Panamá; invitación que seguidamente se extiende al de los Estados Unidos. En ella dice textualmente: «Profunda-mente penetrado de estas ideas, invité en 1822 como Presidente de la República de Colombia, a los gobiernos de México, Perú, Chile y Buenos Aires, para que formásemos una confederación, y reuniésemos en el istmo de Panamá u otro punto elegible a pluralidad, una asamblea de plenipotenciarios […]».

¡En 1822! Un año antes del mensaje de Monroe. ¿Puede caber todavía alguna duda sobre la paternidad del panamerica-nismo? Y el mensaje de Bolívar no es negativo, no es egoísta, no es restringido; se dirige a los demás pueblos hermanos, de igual a igual, y les pide una acción común, para el mutuo consejo, para

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la común defensa, para la conciliación. Es todo el futuro de la Unión de Estados Americanos, entrevisto proféticamente.

El Congreso se reunió en Panamá en 1826, más el intento de Bolívar se hundiría en el vacío, especialmente por la inercia de los Estados Unidos, aunque parece que su presidente Adams se mostró favorable. Y Bolívar moriría decepcionado, creyendo haber arado en el mar.

Pero su ideal de confraternidad americana había de tipifi-car con el correr de los tiempos. No puedo extenderme más en estos conceptos, me remito a mi libro recientemente publicado La aportación vasca al Derecho Internacional. Quede tan sólo aquí constancia de que si la política del buen vecino del presidente Franklin D. Roosevelt en sí misma, estaba directamente entron-cada con los ideales del Congreso de Panamá y bien lejos del mensaje de Monroe, el vicepresidente Wallace con sus palabras ha venido a reconocer explícitamente la paternidad bolivariana de la actual realidad de las Américas Unidas.

Honradez conceptual y política que loa unánime ha de merecer.

Periódico lA NACióN,12 de abril de 1943.

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Notable caso de divorcio.De un francés y una colombiana,

casados canónicamente en Bogotá y recién divorciados en Ciudad Trujillo

Se acaba de publicar el edicto proclamando un interesantísi-mo divorcio, en virtud de sentencia dictada por el Tribunal Civil de Ciudad Trujillo, que por el palpitante problema que encierra y la atinada orientación jurisprudencial que revela, merece ser comentado, siquiera discrepe radicalmente de su considerando fundamental. Hasta hoy callé, en espera de que transcurrieran los plazos de apelación, a fin de no colidir con los intereses de las partes: más hoy, ya se puede analizar objetivamente el caso.

Se trataba de un nacional francés, casado hace algunos años en Bogotá con una mujer colombiana, y según la forma canónica válida en aquel país; y que, habiendo trasladado posteriormente su residencia a la República Dominicana, solicitaba el divorcio demandando a la esposa ausente del hogar conyugal desde hace bastante tiempo.

El caso así resumido, planteaba al menos dos graves pro-blemas de Derecho Internacional Privado, la validez del simple matrimonio religioso en un país que como la República Domi-nicana exige el civil, y la concesión del divorcio por un tribunal dominicano teniendo en cuenta que la legislación colombiana no admite dicha institución; los considerandos 7 y 8 de la sen-tencia que comento, han venido a suscitar un tercer problema

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no menos palpitante, la nacionalidad de la mujer casada, que no había sido mencionado en la demanda de divorcio.

Certeramente ha enfocado el magistrado el primer proble-ma, reconociendo la absoluta validez del matrimonio canónico, cuya celebración se recoge en el resultado segundo, en dos inte-resantes considerandos; el tercero pone de relieve que el matri-monio en cuestión «fue celebrado conforme a las formalidades exigidas para tales actos en aquella República»; y el cuarto alude a la regla locus regit actum, consagrada universalmente en la ju-risprudencia y expresamente estatuida en el Art. 41 del llamado Código de Bustamante, vigente en las Repúblicas Dominicana y de Colombia. Hasta aquí estoy plenamente de acuerdo con la sentencia en cuestión.

Mas el grave problema era el divorcio. Porque el principio de la legislación y jurisprudencia dominicana, herederas de las fran-cesas, dispone que en las materias relativas al estado y capacidad jurídica de las personas, en caso de un conflicto de leyes como el presente, deberá aplicarse la ley nacional de los interesados; en su virtud, cabrá el divorcio si la ley nacional del extranjero lo admite, y no habrá lugar al mismo si su ley lo rechaza. En este caso, la ley colombiana no admite el divorcio, y a primera vista no hubiera debido concederse el solicitado por el demandante.

Esta situación no ocurre en la mayor parte de los países americanos, ya que el principio casi unánime en el hemisferio occidental, es el de aplicar la Ley del Domicilio y no la nacional; en este caso la ley dominicana; ni la francesa, ni la colombiana.

Anteriormente, ya se habían planteado algunos casos seme-jantes ante los tribunales dominicanos, especialmente varios en los que los interesados eran refugiados políticos españoles; puesto que en España, las leyes de la República admitieron el divorcio a partir del año de 1932, y el nuevo régimen falangista lo ha derogado por decreto del año 1938. Algunos tribunales do-minicanos, singularmente el de San Pedro de Macorís, no vacila-ron en conceder tales divorcios considerando que la institución es de «orden público» y constituye por tanto una excepción del principio general; el tribunal de Ciudad Trujillo, hasta ahora,

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había rehuido la cuestión de fondo y buscado escapes, posible-mente porque consideraba que si la ley aplicable es la nacional, y esta hoy día no admite el divorcio, no cabe utilizar el discutido criterio del «orden público».

Esta vez, la jurisdicción capitaleña ha abordado el proble-ma, siquiera haya creído encontrar un fácil agarradero para soslayar las huidizas arenas de la legislación colombiana. Para ello, el considerando séptimo recuerda el principio universal de «que la nacionalidad puede adquirirse por el beneficio de la ley»; y a continuación el considerando octavo enuncia el pre-cepto legal que ha de fundamentar toda la sentencia, precepto que al no ser exacto, arrastrará consigo toda la arquitectura jurídica de la misma.

Dice así: «que de conformidad con lo dispuesto por el Art. 12 del Código Civil francés, modificado por la ley del 26 de junio de 1889, la extranjera que se casa con un francés adquiere la nacionalidad francesa».

Lamento tener que negar en absoluto la exactitud de este considerando; tal precepto fue cierto hasta la vigente ley de nacionalidad del 10 de agosto de 1927, publicada en el Journal Officiel, del 14 de agosto (Vide, p. e., A Collection of Nationality Laws, New York 1929, edición de la Carnegie Endowment for International Peace). El Art. VIII de esta ley dispone que la mujer extranjera que se casa con un francés sólo adquiere la nacionalidad france-sa cuando lo solicita expresamente o cuando, de acuerdo con las disposiciones de la ley de su país de origen, sigue necesariamente la condición de su marido.

Según el Art. 8 de la Constitución colombiana, la mujer na-cional que casa con un extranjero no pierde automáticamente su nacionalidad; necesita naturalizarse en el extranjero.

Así pues, en virtud de lo dispuesto en la legislación france-sa y en la colombiana, como quiera que en el caso presente la esposa no solicitó en ningún momento la nacionalidad de su marido, siguió siendo colombiana. Y cae por tierra toda la fun-damentación jurídica de la sentencia que comentamos. Ya que seguidamente el considerando noveno, caminando por terreno

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llano, hace resaltar que el estatuto común del matrimonio es la ley original del marido, es decir la francesa, y esta debe regir el divorcio; y los considerandos siguientes enuncian los principios acertados sobre la estimación de las causas y la concesión del di-vorcio por un tribunal dominicano, cuando se trate de súbditos extranjeros.

Ah, pero súbditos cuya ley nacional admita el divorcio. Lo que no ocurre aquí. Porque la ley personal del marido, la francesa, sí admite el divorcio (sin olvidar que según las noticias llegadas en su día de la Francia de Vichy, al parecer una de las primeras disposiciones del gobierno de Petain fue derogar el divorcio); pero la ley personal del esposa, que sigue siendo la colombiana, no admite el divorcio.

En su virtud, siguiendo estrictamente los principios domini-canos sobre conflictos de leyes, esto es, aplicando la ley nacional a los casos que surjan con respecto al estado civil de las personas, no debía haberse concedido el divorcio.

Solución que repugna inmediatamente a toda conciencia profana; por eso, como dije antes, algunos tribunales en casos semejantes acudieron a considerar el divorcio como institución de «orden público», a fin de aplicar esta excepción por encima del principio general; opinión que fue reforzada por la tesis del entonces procurador general de la República, Lic. Benigno del Castillo, en el artículo aparecido en la Revista Jurídica Dominica-na, Núm. II de 1941, con el título de «Concepto utilitario de la celebración del matrimonio civil entre extranjeros en territorio dominicano». Por eso también, el competente magistrado ca-pitaleño, más acucioso de la legalidad, ha procurado rehuir la cuestión de fondo, o ha buscado una solución intermedia como la presente, si bien esa prudencia le haya llevado esta vez a incu-rrir en un error, lógico y casi inevitable dada la fecha de edición de los Tratados de Derecho Internacional Privado franceses más corrientes.

Mas la solución no puede ser esta, la solución es romper va-lientemente con añejos criterios importados. La ley nacional se aplica en Francia, y en general en Europa, porque es un país de

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emigración; en cambio, casi toda América (no conozco más ex-cepciones que la República Dominicana, Haití y Brasil) aplican la Ley del Domicilio, porque son países de inmigración.

El Código de Bustamante, frenado precisamente por estas excepciones, dio una solución ecléctica que no agradó a nadie, y de ahí las reservas con que fue firmado. Pero, pese a este criterio, cuando llegó a enfrentarse con el divorcio, no pudo vacilar, y acaso por primera vez rotundo, dice en su Art. 52 que el dere-cho al divorcio y separación se regula por la Ley del Domicilio conyugal; Art. 52 que considero perfectamente aplicable para fundamentar el presente divorcio.

No puedo extenderme más; en la obra aún inédita Principales conflictos de leyes en la América actual, y en el folleto Los problemas actuales del matrimonio y el divorcio ante los conflictos de leyes, Buenos Aires 1942, me extiendo sobre estos temas. Aquí sólo quisiera suscitar la idea de que, aprovechando la reforma que se prepara concienzudamente del Código Civil dominicano, se cambie el criterio extraño, importado literalmente del viejo continente, para aceptar el criterio americano. Con él desaparecerían todos los quebraderos de cabeza que de vez en cuando se le suscita a los jueces cuando tienen que batallar entre la técnica y la lógica, entre la ley y el sentido común.

Periódico lA NACióN,26 de Junio de 1943.

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Insistiendo sobre el divorcio.Sentencia de apelación que divorcia

a un alemán y una haitiana

El pasado mes de julio la Corte de Apelación de Ciudad Tru-jillo ha dictado una sentencia en virtud de la cual se falla el opor-tuno divorcio entre un alemán y una haitiana, casados civilmente en Port-au-Prince en 1939. Sin embargo, es preciso retroceder al-gunos meses, ya que la sentencia que merece ser comentada es la dictada en noviembre de 1942, por la misma Corte de Apelación, en virtud de la cual se revoca la sentencia dictada por el Juzgado Primera Instancia capitaleño declarándose incompetente para conocer de la demanda de divorcio intentada por la esposa.

La importancia de esta sentencia es tal, que ha venido a rom-per el criterio mantenido hasta ahora por el juez de Ciudad Tru-jillo, y en su virtud este ha dictado con posterioridad, al menos que yo conozca, dos divorcios entre extranjeros: el de un francés y una colombiana (que comenté hace algunos días), y el de un italiano naturalizado y una italiana (que espero comentar).

El criterio mantenido por la jurisdicción de primera ins-tancia era el de considerar que la Ley de Divorcio es aplicable sólo a los dominicanos y no a los extranjeros. En la sentencia que comento hoy, la Corte de Apelación, en sus bien desarro-llados considerandos tercero, cuarto y quinto, recuerda que los derechos individuales consagrados en la Constitución tienen aplicación indistinta a nacionales y extranjeros en tanto no se disponga expresamente lo contrario; criterio que reafirma en los considerandos sucesivos, para llegar a la conclusión lógica de

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que la Ley de Divorcio, al no exceptuar de su ámbito a nadie, debe ser aplicable a cuantas personas residan en el país.

Este criterio inicial es fundamental, ya que justamente el Art. 3 de dicha ley, al establecer las reglas sobre competencia, rompe con el principio universal que consagra como competente en este tipo de acciones al juez del domicilio del demandado, y determina que, hallándose fuera del país el demandado, será competente el juez de la residencia del demandante.

Esta es la cuestión espinosa y grave que me lleva a dedicar es-tas líneas a la presente sentencia. Y nótese que hoy nos movemos, no sobre el fondo del asunto como el día pasado, sino sobre la cuestión previa de la competencia judicial.

La Corte de Apelación, recogiendo alegatos del abogado de-mandante, declara expresamente en su considerando décimo, que el divorcio es una institución de orden público, esgrimiendo párrafos de las leyes de 1897 y 1899, el propio Art. 3 de la vigente ley, y otras razones accesorias. En su virtud se declara competen-te para conocer de la demanda en cuestión, pese a que el esposo demandado se halla domiciliado en Port-au-Prince.

Creo sinceramente que, dados los términos rotundos y claros del Art. 3 de la Ley de Divorcio dominicana, tiene razón la Corte de Apelación; se trata de un principio de orden público. Ah, pero es un orden público positivo, y esto va a tener muy graves consecuencias.

Porque cuando, como sucede de ordinario, se trata de una excepción de orden público negativo, que impide la aplicación de una ley extranjera (p. e. el divorcio de dos dominicanos en España, donde no está permitida la institución) el no hacer, po-drá ocasionar un perjuicio individual a los interesados, más no creará ninguna situación de hecho a producir efectos posterior-mente en otros países. En estos simplemente se podrá intentar de nuevo la demanda de divorcio.

Mientras que en el caso que nos ocupa, el divorcio será válido en la República Dominicana, pero seguramente no será reconocido como tal en ningún otro país. Y hasta podría ser perseguida como bígama la esposa así divorciada, si intenta un nuevo matrimonio.

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En efecto, el principio universal es el que marca como com-petente al juez del domicilio del demandado; véase expresamen-te el Art. 323 del Código Bustamante. Y en el caso que nos ocupa, sería competente el juez de Port-au-Prince, no sólo porque allí está el domicilio del demandado, sino también, y esto para mí es decisivo, porque allí estaba el domicilio conyugal del cual huyó la esposa hoy demandante. Si tenía razones justificadas para pe-dir el divorcio, ocasión era de solicitarlo allí; la fuga a otro país, y la posterior demanda de divorcio en este, no es más que un caso de los que la doctrina denomina «fraude a la ley».

Por estas razones, y pese a que considero exacto el criterio de la Corte de Apelación, dados los términos de la Ley dominicana, moralmente comulgo con el criterio que llevó al juez de Ciudad Trujillo a declararse incompetente.

Insisto, pues, y este es el motivo que me lleva a comentar estas sentencias de divorcio, en la necesidad de aprovechar la reforma que se madura del Código Civil dominicano, para resolver de una manera detenida y juiciosa los conflictos de leyes. Prescin-diendo del viejo criterio francés de la ley nacional, inaplicable en países de inmigración, y evitando estas excepciones positivas de orden público que sólo sirven para complicar las cosas con posterioridad.

La norma ha de hallarse exclusivamente en la Ley del Domicilio; de un domicilio de hecho. Ni el complicado do-micilio francés, ni la simple residencia accidental. No; el pri-mero supondría casi tanto como mantener el actual criterio nacionalista; el segundo daría cabida a múltiples fraudes a la Ley. Es preciso acudir al domicilio en el sentido de residencia permanente, de centro de actividades, el hogar. Y así no cabrán injusticias ni fraudes.

Los extranjeros, cuya ley nacional no admite el divorcio, pero domiciliados en la República Dominicana, podrán divorciarse en ella (como en el caso que comentaba el día pasado). Aquellos cuyo domicilio esté radicado en otro país, máxime si este admite el divorcio, deberán acudir a sus tribunales y no acudir a los do-minicanos aprovechando una residencia accidental.

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Sin olvidar que en materia matrimonial, el divorcio no debe ser tanto el circunstancial del demandante o del demandado, sino el común conyugal; es decir, el hogar. Si el demandado huyó de él, no debe prevalerse en este acto para escaparse de la jurisdicción legítima; mas tampoco debe aprovecharse de ella para transformarse en demandante fraudulento.

Criterio del domicilio, que si en todos los conflictos de leyes es preferible, en materia matrimonial es imprescindible. Y al cual he venido a parar tanto, cuando comente una cuestión de fondo, como cuando he tenido que tocar otra de competencia.

Posiblemente insistiré sobre el tema. Mas sería sumamente interesante conocer las autorizadas opiniones de los juristas es-pecializados en estas materias o a quienes hayan podido llamar la atención. Creo que merece la pena estudiar y resolver el pro-blema. Que es vital y cuotidiano, nadie lo olvide.

Periódico lA NACióN,17 de aGosto de 1943.

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Repercusiones de un divorcio.La Academia de Jurisprudencia

de Colombia informa sobre un caso anteriormente tratado

Nunca es posible predecir el destino que está llamado a tener ningún escrito. Y en verdad que cuando hace unos nueve meses comenté en este mismo periódico (el día 26 de junio de 1943) un curioso divorcio decretado por el tribunal civil de Ciudad Trujillo, entre un francés y una colombiana, comentario pen-sando con vistas al Derecho dominicano en que se basó, jamás pensé que un día fuesen los jurisconsultos colombianos, y nada menos que su más alta representación oficial, los que vinieran a ocuparse del asunto desde el punto de vista de aquel país.

A la cortesía de la Secretaría de Estado de Relaciones Ex-teriores debo una copia del informe rendido por el académico de número Dr. Rafael Quiñones Neira, que fue aprobado uná-nimemente por la Academia Colombiana de Jurisprudencia el día 18 de agosto de 1943, según consta en la certificación expe-dida por el secretario de la misma, Dr. Guillermo Neira Mateus, y remitida al cónsul general de la República Dominicana en Bogotá. Dice así:

Bogotá, 9 de agosto de 1943. Sr. presidente de la Academia Colombiana de Jurisprudencia. Presente. Con la justa timidez de quien no es un especialista en

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Derecho Internacional Privado, cumplo con el deber que usted me impuso de informar sobre el problema planteado en la prensa de Ciudad Trujillo, República Dominicana, por el Lic. Jesús Galíndez, con motivo de un fallo del Tribunal Civil de allí, en el cual se decretó el divorcio de un francés y una colombiana, quienes se habían casado católicamente en Bogotá.

En primer término, considero que no puede promoverse una cuestión diplomática, ni suscitarse un conflicto de orden internacional de Derecho Inter-nacional Privado, se entiende, en razón de sentencias como la citada, por dos razones, primera: porque en el Código Bustamante, vigente para la República Do-minicana y firmado por los delegados de Colombia, se autorizó a cada uno de los Estados para aplicar como leyes personales las del domicilio, las de la nacionali-dad o las que hayan adoptado o adopta su legislación interior, y segunda: porque la legislación interior de Colombia somete a las leyes colombianas a todos sus habitantes, se han nacionales o extranjeros, de modo que sería absurdo que, no aplicando aquí las leyes ex-tranjeras a los habitantes extranjeros, Colombia se cre-yera con derecho para exigir a un Estado que aplicara las leyes colombianas a sus habitantes colombianos.

Pero sí desde el punto de vista del Derecho Inter-nacional Privado parece que no existe problema que plantea, en cambio yo estimo muy oportuno que la honorable academia exprese categóricamente su con-cepto sobre las consecuencias, en territorio colombia-no, de fallos sobre divorcio vinculado de colombianos casados legalmente. Parece innecesario recordar que ni la legislación colombiana, ni nuestro Concordato admiten tal divorcio.

Y creo también que este problema tiene solución determinada muy claramente en nuestra legislación, con su letra y con su espíritu.

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En efecto, no sólo los habitantes de Colombia están sujetos a sus leyes sino que, de conformidad con el Art. 19 del Código Civil, los colombianos residentes o domiciliados en país extranjero permanecen sujetos a las leyes civiles colombianas en lo relativo al estado de las personas y su capacidad para efectuar actos que hayan de tener efecto en nuestro territorio, y en lo relativo a las obligaciones y derechos que nacen de las relaciones de familia respecto de sus cónyuges y pa-rientes, cuando hayan de tener efecto en Colombia.

Por tanto, no puede someterse a dudas que el divorcio vincular de un colombiano casado legalmente, decretado en país extranjero, no puede tener efecto en Colombia; que en consecuencia, el matrimonio subsiguiente del divorciado, es, para efecto de Colombia, nulo; que por lo mismo, los hijos de este subsiguiente matrimonio no son legítimos, para efectos en Colombia.

Reviste este asunto un interés actual porque ya son numerosos los casos de colombianos que desconocen nuestra legislación al respecto, y olvidan que, aún en el supuesto de que Colombia adoptara el sistema de reconocer para las sentencias extranjeras la Ley del Domicilio en los asuntos de estado civil, se exceptua-rían las posibles violaciones del orden público colom-biano, entre las cuales está por consenso nacional la legislación sobre constitución de la familia, base y cimiento del orden social nuestro.

Por lo expuesto tengo el honor de proponer: En respuesta a la comunicación del cónsul de la Repúbli-ca Dominicana, transcríbase este informe, que deberá publicarse en la revista de la academia y en la prensa de Bogotá. Señor presidente, Rafael Quiñones Neira, académico de número.

Hasta aquí el informe aprobado a unanimidad por la Aca-demia Colombiana de Jurisprudencia. Con cuyos dos puntos

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fundamentales estoy de acuerdo: validez del divorcio decretado en la República Dominicana, y no efectos del mismo dentro de Colombia.

En efecto, el Art. 7 del citado Código de Derecho Interna-cional Privado deja en libertad a cada Estado para aplicar como leyes personales las que estime pertinentes y a su vez el Art. 52 determina que el divorcio se regulará de acuerdo con la Ley del Domicilio conyugal: artículo este que yo estimaba aplicable en su día, en lugar de acudir a la derogada Ley de nacionalidad francesa como critiqué en su lugar oportuno. No cabe, pues, plantear fuera del país un conflicto de Derecho Internacional Privado sobre la validez del divorcio; hubiera cabido tan sólo en un día, dentro del país, un recurso de apelación por la errónea fundamentación legal de la sentencia.

Pero el interés principal del mencionado informe es lo que se refiere al efecto negativo de este divorcio en Colombia. Que no olvidemos es cosa muy distinta. El divorcio es válido; es válido en la República Dominicana sin duda, y debe serlo en los países terceros; no creo se susciten graves dudas en Francia, pese al mencionado error, ya que es país que admite liberalmente el di-vorcio; pero en modo alguno puede tener validez en Colombia, donde no existe el divorcio y donde su no admisión es cuestión de orden público.

Ya en alguna otra ocasión, incidentalmente al comentar esta sentencia, y más claramente al comentar otra posterior en que los protagonistas eran un alemán y una indiana, con fraude a la Ley del Domicilio conyugal, me referí a este gravísimo problema. Pero es preciso insistir aquí: puesto que el caso de Colombia es el mismo de la España franquista, y son bastantes los españoles refugiados que se divorcian.

El divorcio es válido en la República Dominicana. Si se ha concedido cuidadosamente, cumpliendo los principios gene-rales del Derecho Internacional Privado, debe serlo en países terceros. Pero jamás lo será en Colombia ni en España; y en caso de celebrarse un segundo matrimonio, se considerará bigamia; y caso de tener hijos, su estatus jurídico sufrirá las oportunas

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consecuencias. Y advierto que sigo defendiendo la concesión de estos negocios, apoyando que en el Art. 52 del Código Busta-mante; sin olvidar el criterio especial del derecho dominicano sobre el carácter de orden público de su Ley de Divorcio.

Ahora bien, hay algo que flota un tanto vaporosamente en el informe que comento y que no veo claro; sin duda alguna por mi ignorancia de la legislación y jurisprudencia colombianas. Parece desprenderse del informe que en Colombia se aplica a los conflictos del estatuto personal, la ley nacional. Esto choca, sin embargo, rotundamente con la reserva categórica presenta-da por los delegados colombianos, junto con los de Costa Rica, al Código Bustamante; reserva amplia, bien desarrollada, y cuyo principio se condensa al decir: «[…] la unidad jurídica del conti-nente tiene que verificarse en torno a la Ley del Domicilio, única que salvaguarda eficazmente la soberanía e independencia de los pueblos de América». Más para tratar este punto espero la aclaración que solicito de los colegas colombianos.

Ley del domicilio, que jamás se opondría a la no validez del divorcio en Colombia en virtud de una excepción de orden público.

Periódico lA NACióN,27 de marzo de 1944.

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El quintacolumnismo y las reuniones de cancilleres americanos

El quintacolumnismo

Palabra que corre por los periódicos y las mesas de café, coco que surge a la vuelta de cada esquina. Y, sin embargo, es extraño que todavía no se haya hecho ningún estudio científico serio sobre tal especie jurídica, que no es tan nueva como parece; existió en todo tiempo, y si repasamos el álbum de la historia, encontrare-mos cientos de ciudades entregadas al enemigo por elementos re-sidentes en su interior; hasta me atrevería a decir que la serpiente que arrastró a Eva, fue un quintacolumnista de Satanás.

No pretendo ni mucho menos acometer esa tarea en breves líneas; pero sí quiero decir algo de mis propias experiencias, no en balde me tocó estar en Madrid cuando la criatura fue bau-tizada, y estudiar sobre todo su aspecto jurídico en el ámbito americano.

El bautizo tuvo lugar el día 6 de noviembre de 1936. Aquella noche, los demócratas que nos encontrábamos en Madrid, mili-cianos y población civil, vimos caer las sombras del crepúsculo con el convencimiento de que la aurora del nuevo día nos trae-ría consigo una postrera lucha cuerpo a cuerpo en las calles de la ciudad. Por la tarde, el enemigo había alcanzado los márgenes del río Manzanares, y para defender sus puentes teníamos el for-midable armamento de dos piezas de artillería y unas columnas de milicianos derrotados, cansados, y apenas sin armas. Pues bien,

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ante tamaña perspectiva, y sin duda para animarnos, la emisora principal del bando fascista sublevado, la de Valladolid, nos trajo por las ondas la voz del general Mola, por entonces presidente de la Junta Provincial de Burgos. «Cuento, vino a decir, con cinco columnas para tomar Madrid: las columnas del general Yagüe, del general Valera y del general Franco (si no recuerdo mal), que acaban de llegar a la ciudad por las carreteras de Andalucía, Extremadura y Galicia, la columna del general Moscardó que avanza por la carretera de Aragón, y una quinta columna dentro de la capital». Esta quinta columna, según su propia afirmación, la constituían los presos políticos de las cárceles, los asilados en las embajadas, y los fascistas camuflados en sus casas.

Tal fue el bautizo histórico de la «quinta columna», tal fue el origen de la palabra que había de popularizarse en todos los idiomas; bautizo de sangre, pues costó la vida a muchos de sus miembros en las dramáticas jornadas de noviembre.

Creo firmemente, repito, que aquel día la quinta columna no existía en Madrid. Existían sus miembros, pero aún no estaba organizada. Lo estuvo más tarde. Y durante el año 1937 su acti-vidad fue creciente; no quiero caer en el anecdotario, y por ello me abstengo de contar múltiples episodios en los que tuve parte activa. Al finalizar la Guerra de España, la quinta columna era doble, funcionaba en ambos bandos.

Y sus experiencias fueron aprovechadas y desarrolladas am-pliamente por el canciller alemán al llegar el instante marcado en el reloj de su destino macabro. Son los turistas que desem-barcan en países neutrales meses antes de su invasión, son los partidos políticos adictos al totalitarismo que hacen campaña en favor del Eje, son los espías y saboteadores, son los paracaidistas disfrazados que se lanzan tras de las líneas, es la variada fauna del quintacolumnismo que los periódicos han difundido.

Sus especies principales

Sin embargo, merece la pena que dediquemos unos instantes a la contemplación de esta fauna; puede tener utilidad práctica, y jurídica también. Veamos sus principales especies:

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1ro El espía y el traidor. Es la especie más peligrosa, pero precisa-mente por serlo, es la más difícil, y la más severamente repri-mida. Es el hombre, nacional o extranjero, que se procura los planos de fortificaciones, los emplazamientos de depósitos de municiones y gasolina, los secretos militares, las órdenes de operaciones, etc. Puede ser el patriota que corre el riesgo por servir a su país, o el mercenario que vende su técnica al mejor postor. Esta especie es conocida hace tiempo, y oficial-mente se cultiva en el invernadero de las segundas secciones del Estado Mayor; mientras los tribunales militares se cuidan con no menos cariño de decapitarla pulcramente. No nos merece, pues, mayor atención; es conocida, y figura en todos los códigos penales militares.

2do El saboteador. Esta ya es una especie más interesante, que suele equipararse al espía, cuando es muy distinta. Admi-ten dos versiones: una es el guerrillero, el hombre que se introduce en terreno enemigo, antes usando los caminos escondidos de la montaña, hoy por la vía más deportiva del paracaidismo, con la misión arriesgada de volar los puen-tes, las fábricas, los depósitos de municiones, los tanques de gasolina, los trenes con tropa, etc. Otra es el obrero que trabaja en una fábrica de municiones, y olvida un detalle que impide explotar a las granadas, o que retrasa su trabajo retardando la entrega de un pedido, o que rebaja la cali-dad de los materiales empleados, etc. Esta especie, digo, se suele equiparar a la del espía, a los efectos de su sanción; ahora bien, si es posible la equiparación de la primera sub-especie, no lo es tanto la de la segunda, y de hecho, hoy día, en todas las fábricas que trabajan para la guerra, se están produciendo sabotajes de esta índole, que individualmente no tienen importancia, pero que colectivamente la tienen inmensa. Esta especie existe en todos los países, aunque no estén en guerra.

3ro El derrotista. Llamado también «bulista». Es el hombre que tropezamos a cada instante en la calle, en el café, en las vi-sitas. El hombre de las noticias más o menos inverosímiles,

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pero siempre favorables al enemigo; se le llama bulista, pre-cisamente por los «bulos», por las mentiras o exageraciones que cuenta. Y a su vez admite dos subespecies: el crédulo que cree cuanto oye, y aumenta un poquito para darse postín, el pacífico ciudadano incapaz de matar a una persona pero que siente un sádico placer en hundir buques que aún na-vegan y copar Cuerpos de Ejército con bandas de música y todo. Pero ese hombre anodino no es tan peligroso si se le compara con el bulista profesional, porque no es tan fácil como parece inventarse un bulo; y este género de quintaco-lumnismo, como todos, exige una dirección científica. Pues bien, esta especie de quintacolumnismo, cuya actuación adquiere caracteres gravísimos cuando el enemigo se acerca y cunde la desmoralización, yo he visto huir tropas al grito de «estamos copados», y el enemigo no ha podido ocupar luego las posiciones en varios días, porque materialmente no tuvo tiempo para ello, este género de quintacolumnismo, digo, no está previsto ni menos penado en los códigos y le-yes ordinarias; hasta podríamos decir que queda incurso en la garantía constitucional que protege la libre emisión del pensamiento, y difícilmente podríamos imaginar un delito de calumnia o difamación, aunque se difame de hecho el honor militar de un ejército. Por eso, en caso de guerra, las naciones se ven obligadas a tomar medidas especiales contra este tipo de personas.

4to Muy parecido es el tipo del acaparador, del alzista. En cuyo origen puede haber también el pacífico ciudadano que en previsión, de futuro escasez, corre a proveerse de víveres calculando la duración de los acontecimientos con un op-timismo que nunca confirma la triste realidad. Pero este no es nuestro tipo, lo es el que conscientemente organiza el acaparamiento de víveres y mercancías; con dos finalidades, que a su vez dan origen a las dos subespecies: con una fina-lidad económica, para vender más tarde los productos que escasean en el mercado a un precio fantástico; o con una finalidad política, para provocar malestar entre la población

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y excitar los ánimos a la revuelta interna. Este acaparamien-to, y sobre todo esta alza de precios, da lugar también en to-dos los países en guerra a medidas que forzosamente tienen que ser drásticas, tanto imponiendo una tasa a los artículos de primera necesidad, como castigando a los reos de estos hechos.

5to Y nos queda un tipo, sui generis, de los países que son campo de operaciones militares, por lo que no tiene una actuali-dad en la América de hoy, pero merece ser tratado no sólo por su pintoresquismo, sino porque más vale prever que la-mentar. Es el emboscado, calificativo que tomamos aquí en su significación estricta, ya que en su significación amplia vino a significar por derivación toda persona que se oculta, sea en las frondosidades de la burocracia, sea en cargos de retaguardia, para no marchar al frente, y todavía en una significación mucho más amplia, vendría a significar tanto como quintacolumnista. Pero en su significación estricta, es la persona que se oculta en el bosque, en el monte; en su origen suele ser el mozo cuya quinta es llamada para marchar a la guerra, tiene miedo, y en lugar de presentarse, marcha al bosque a esconderse en cuevas, en casas aisladas, donde aprovisionado por sus familiares o cazando, confía en ver pasar el chaparrón; este tipo no es peligroso, es simplemente un prófugo, y está castigado en los códigos penales militares. Pero hay otro emboscado mucho más peligroso, que es el quintacolumnista cien por cien, es el espía, es el saboteador, que tiene como centro de opera-ciones la campiña, que opera junto a las líneas de fuego, y cuya misión principal es interceptar las partes y órdenes del Estado Mayor para hacerlas llegar hasta el enemigo. Este emboscado, contra el cual tuve que luchar activamente en la última etapa de la Guerra de España, como juez militar de un sector del Pirineo catalán, es a mi juicio el más activo de todos. Jurídicamente se le puede tratar como desertor o como espía; pero en la realidad hay que hacerle una guerra, una guerrilla mejor dicho, a muerte.

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Estas son las principales especies de quintacolumnistas. Dos de ellas las estamos tropezando constantemente, el bulista y el acaparador; otras dos; el espía y el saboteador, existen también en todas partes aunque no las conozcamos. ¿Qué medidas han tomado los Estados americanos contra todas ellas? Prescindamos de las leyes que cada Estado ha tomado en su legislación interior; me interesan sólo los acuerdos internacionales tomados en las tres reuniones de cancilleres americanos, celebradas respectiva-mente en Panamá el año 1939, en La Habana el año 1940, y en Río de Janeiro el pasado año de 1942. En todas ellas estuvo presente la República Dominicana.

Acuerdo de las tres Reuniones de Cancilleres Americanos

Diversa ha sido la actitud de los países americanos en cada una de ellas, y esa actitud se ha reflejado en los acuerdos toma-dos, muy especialmente en orden a los agentes quintacolumnis-tas. En la primera reunión, cuando el primer clarinazo bélico apenas se había escuchado a través del océano, la preocupación americana era la de preservar su neutralidad y por ello se acuerda perseguir a los agentes que traten de arrastrar a América hacia la guerra. En la segunda, celebrada a raíz del desplome francés, cuando las actividades de la quinta columna totalitaria se hacen evidentes en América y planea la amenaza de la ocupación de las pequeñas Antillas, los acuerdos son ya activos y se dirigen contra el quintacolumnismo de las potencias agresoras. Y en la tercera, la guerra ha llegado a América; por eso sus acuerdos son ante todo bélicos. Esta realidad, hace que los acuerdos más interesantes para nosotros en este momento, sean los de la Se-gunda Conferencia; pero no dejaré de mencionar los tomados en las dos restantes.

En la primera reunión nos interesan tres resoluciones: la VI, sobre «Declaración General de Neutralidad», y la IX, so-bre «Coordinación de medidas policiales y judiciales para el mantenimiento de la neutralidad», se enfrentan por igual a los agentes de cualquier potencia beligerante que desarrolle

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actividades que pongan en peligro la neutralidad americana; mientras la XII, sobre «Protección contra las ideas subversivas del ideal interamericano», se enfrenta especialmente con los agentes que traten de propagar ideas extranjeras que ponen en peligro el ideal democrático del continente Americano.

En la segunda conferencia hay varias resoluciones. De ellas, algunas son casi una reproducción de las tomadas en la primera, así la III, sobre «Coordinación de medidas policiales y judiciales para la defensa de la sociedad y de las instituciones de cada esta-do americano». Pero hay cuatro específicamente dirigidas contra las actividades ya manifiestas del quintacolumnismo totalitario. Estas resoluciones son las II, V, VI, y VII.

La II se refiere a los manejos que los agentes diplomáticos y consulares, cuya investidura muchas veces se ha utilizado para camuflar la dirección de los manejos quintacolumnistas.

La V versa sobre «Medidas precautorias en la expedición de pasaportes» y la examinamos en el tercer capítulo de esta obra, por lo que excuso de insistir en ella.

La VI se refiere a las «Actividades dirigidas desde el Exterior contra las Instituciones Nacionales», en que se establece una ac-ción recíproca y solidaria para hacer frente y reprimir todas las actividades llevadas a cabo en cualquier país de América y «diri-gidas, ayudadas o instigadas por gobiernos, grupos o individuos extranjeros», con el fin de poner en peligro «el libre y soberano derecho de sus pueblos a regirse por los sistemas democráticos que en ellos prevalecen». Esta resolución va, pues, contra los quintacolumnistas del Eje.

Por último la VII se refiere expresamente a la «Propagación de doctrinas tendientes a poner en peligro el común ideal demo-crático interamericano, o a comprometer la seguridad y neutrali-dad de las Repúblicas Americanas», en la que, entre otras cosas, se resuelve recomendar la adopción de medidas legislativas y administrativas con el siguiente contenido:

a. efectividad de la prohibición de toda actividad política de indi-viduos, asociaciones, grupos o partidos políticos extranjeros;

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b. fiscalización rigurosa del ingreso de extranjeros al territorio nacional;

c. supervigilancia policial eficaz de la actividad de las colectivi-dades extranjeras no americanas, y

d. creación de un sistema penal destinado a prevenir e impedir las infracciones a estos principios.

América ya hacía frente al quintacolumnismo totalitario. Y en la tercera reunión, estallada la guerra, forzosamente se re-afirma ese criterio con las siguientes Resoluciones: XVII sobre «Actividades subversivas», XVIII sobre «Conferencia Interame-ricana sobre coordinación de medidas policiales y judiciales», y XIX sobre «Coordinación de los sistemas de investigación»; de todas las cuales, la más importante es la XVII, con un extensísi-mo anexo sobremanera interesante.

En este momento nos hallamos. América ofrece un bloque solidario en la defensa de sus principios e intereses comunes, en lucha contra todo lo que pueda romper la buena entente y armonía entre los países americanos.

Medidas policiales, medidas gubernativas, medidas legislati-vas, medidas penales, medidas militares. Pero al mismo tiempo, la leal colaboración de todo un continente, cuyos abuelos, hace una centuria, se alzaron contra la tiranía y derramaron su san-gre por la libertad, que frente al fantasma de la Santa Alianza se unieron en apiñado haz, y hoy día en medio de la conmoción, otean el futuro con la tranquilidad del justo y la fortaleza del vencedor.

No temamos. Y frente a la quinta columna de los agentes del mal y la destrucción, formemos una columna cerrada de hom-bres llenos de ideal.

(De la obra en prensa, «Principales conflictos de leyes en la Amé-rica actual», Cap. VII).

revistA JurídiCA domiNiCANA,vol. vii, núm. 1, 1er trimestre de 1945.

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El método en los estudios universitarios

La obra publicada en el pasado año por la Universidad de Santo Domingo, debida a la autorizada pluma de su rector, el Lic. Julio Ortega Frier, viene a plantear un problema universal a todas las universidades. Es la contienda entre los viejos sistemas pedagógicos en que los estudiantes deben meterse machacona-mente en la cabeza los textos del profesor de turno, y los moder-nos sistemas en que se busca adiestrar al estudiante para que el día de mañana sepa actuar e investigar.

Llevado este vital problema a la Faculta de Derecho, única de la que debo y puedo hablar, el problema crudamente presentado es este: el profesor de cada materia, o ha escrito personalmente una obra, o ha adaptado su programa a la publicada por otro profesor de renombre; estas obras con frecuencia son anticuadas, y casi siempre mamotretos de cientos de páginas. El profesor co-mienza a explicar el programa, con minuciosidad, y al final del curso ha explicado, mejor dicho ha repetido, la mitad, la tercera parte del libro; el estudiante, en apuntes que siempre circulan, ha condensado esas lesiones en una serie de párrafos que aprende de memoria y recita el día del examen. Este fenómeno se da en casi todas las asignaturas de cualquier facultad jurídica; no señalo un caso concreto, sino un problema universal.

Resultado de este método pedagógico: los alumnos tienen unos conocimientos fragmentarios, de unas obras ya maduras

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que siempre hubieran podido consultar; pero ni tienen una visión general de la materia, ni se ha adiestrado en el trabajo, y menos en la investigación creadora. Por otra parte, la rutina anual hace que el profesor se estanque también.

¿Cómo combatir esta rutina?

Entiendo que el profesor debe darse cuenta y diferenciar perfectamente su obra pedagógica y su obra científica.

Es necesario escribir obras completas, detalladas, obras de consulta en que se exponga la construcción doctrinal y legal, y a las cuales pueda acudir el día de mañana el profesional.

Pero estas obras y esta construcción científica es incompati-ble con la enseñanza universitaria. La labor del profesor debe orientarse en un doble sentido: resumiendo su materia, esque-matizándola a sus líneas generales, de manera que el estudiante en las clases teóricas llegue a tener una visión completa, clara y concisa del armazón sobre el cual trabajará el día de maña-na como profesional; y al mismo tiempo, labor fundamental, adiestrando a ese alumno en trabajos prácticos, en labores de investigación personal, que insensiblemente vayan facilitándole las alas con que ha de volar el día de mañana.

De esta manera, no sólo saldrán los estudiantes de la uni-versidad con una visión completa y no fragmentaria, sino que al ser más sencillos los conceptos tendrán una visión más nítida; lo importante no es atiborrar la mente del alumno con frases que no entiende, sino acostumbrarle a leer e interpretar esos textos, que el día de mañana tendrá en su mesa de despacho sin necesidad de complicaciones nemotécnicas de papagayo.

Y sobre todo, ese alumno será apto para lanzarse con brío y seguridad en la vida profesional, no sólo en la rutina práctica del bufete que le lleve a ganarse la vida, sino también en la creación científica que le lleve a investigar y escribir obras originales.

Pero es que además de esa colaboración práctica entre pro-fesor y alumnos en las clases de seminario saldrán forzosamente nuevas obras, evolucionará la ciencia y la bibliografía. Obras

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debidas en parte a la labor estudiantil, con lo que se les estimu-lará y adiestrará; pero obras también debidas a la pluma de los profesores, que se verán forzados a no enmohecer en la cómoda rutina de la cátedra, y tendrán que estar al tanto del movimiento científico universal, sentir los problemas humanos y nacionales de cada día, en una palabra, crear, no repetir.

Mas para todo hace falta una cosa: alma joven, alma inquieta. ¡Ay de las universidades que se fosilicen!

revista JuveNtud uNiversitAriA,año i, núm. 1, marzo 1945.

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El divorcio de extranjeros en la República Dominicana

Conflictos de leyes

La República Dominicana es uno de los tres países america-nos (Brasil, Haití, República Dominicana) que en orden a la so-lución de los conflictos de leyes sigue aún el criterio continental europeo, cuyo prototipo es el Código Civil francés. En su virtud, se aplica en principio la ley nacional al estatuto personal; pero, según veremos, en orden al divorcio ha surgido una curiosa doc-trina basada en la excepción del orden público.

a. El divorcio de dominicanos en el extranjero

Prácticamente no existe problema. Ya que al admitirse el di-vorcio en la República Dominicana y ser tan amplias sus causales, difícilmente puede surgir un caso de conflicto entre la legisla-ción nacional y la del país ante el cual se solicite la ruptura del vínculo.

El principio legal está contenido en el Art. 3 del Código Civil, según el cual «Las leyes que se refieren al estado y capa-cidad de las personas obligan a todos los dominicanos aunque residan en el extranjero». En su virtud para que el divorcio de un dominicano obtenido en el extranjero sea válido, se requie-re que la causa alegada y acogida esté contenida en la vigente Ley de Divorcio nacional. Además habrá que tener en cuenta

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los requisitos formales del juicio y sentencia, conforme a los principios estatutarios clásicos en el derecho francés.

Esta postura de la República Dominicana, voz discordante dentro del coro de naciones americanas que se inclinan hacia la Ley del Domicilio, fue reafirmada al ser aprobado el Códi-go de Derecho Internacional Privado en la Sexta Conferencia Internacional Americana celebrada en La Habana el año 1928; el Código fue firmado, y ratificado el 27 de noviembre de 1928, pero, con la reserva expresa sobre aquellas disposiciones en que no se aplicara la ley nacional al estatuto personal.

Sin embargo, repito que en la práctica es difícil que se plan-tee un problema sobre la validez de una sentencia extranjera de divorcio, dada la amplitud de causales en la legislación domini-cana. De hecho no conocemos ningún caso rechazado, y en cam-bio sí conocemos varios de divorcios de dominicanos obtenidos en el extranjero y admitidos en el país.

b. Divorcio de extranjeros en la República Dominicana

Desde los primeros años de aplicarse la Ley de Divorcio dominicana, se planteó en la doctrina primero, y en la juris-prudencia después, el problema de si era posible divorciar a los extranjeros cuya ley nacional no admita la institución. Los casos han sido frecuentes dada la importancia de la colonia es-pañola, sin que hayan dejado de presentarse cónyuges de otra nacionalidad.

La discusión ha girado en torno al Art. 3 del Código Civil, antes transcrito, cuyo principio nacionalista se extiende a los extranjeros ante los tribunales nacionales, según la interpre-tación unánime de la doctrina y jurisprudencia francesa; y los considerandos de la Ley de Divorcio de 1897, según los cuales la ley parece ser de orden público, afianzados por los términos del Art. 3 de la ley vigente sobre competencia, de cuyo juego e interpretación se ha deducido una excepción de orden público que altera la aplicación del principio naciona-lista ordinario.

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Antecedentes remotos

Los antecedentes más remotos de esta discusión se encuen-tran en las tesis doctorales de los que después fueron distinguidos juristas C. Armando Rodríguez, Pelegrín L. Castillo y B. García Gautier. El primero (El divorcio, considerado desde el punto de vista del Derecho Internacional Privado, Santo Domingo, 1907) se inclina rotundamente por la aplicación de la ley nacional al divorcio por tratarse del estatuto personal; el segundo (El divorcio es de orden público internacional, Santo Domingo 1902) entiende por el contrario «que siendo la Ley de Divorcio institución positiva de aquellos principios (de bien social) en cuanto tiende a mantener el matrimonio dentro de su finalidad social y al mejoramiento de las costumbres por la conservación de la moral y el orden en la familia, debe aplicarse sin consideración de la nacionali-dad de los cónyuges» y «que la competencia de los tribunales encargados de una demanda en divorcio entre extranjeros debe subordinarse a estas dos condiciones: domicilio permanente y comisión de los motivos de la demanda en el territorio del estado a cuyos tribunales se pide la disolución del vínculo conyugal»; y el tercero «La mujer dominicana casada con un extranjero cuyo estatuto nacional no admite el divorcio, ¿puede ser divorciada en la República conforme a su ley nacional?», Santo Domingo 1914, en el caso especial que estudia, rechaza también la doctri-na estatutaria, y admite el divorcio en cuestión.

Durante mucho tiempo parece que prevaleció la interpre-tación clásica, probablemente debido a la fuerza que han ejer-cido siempre la doctrina y jurisprudencia francesas. Y en efecto fueron rechazadas algunas demandas de divorcio intentadas por súbditos cuya ley nacional no admitía el divorcio, singularmente españoles; así por ejemplo, la sentencia de la Corte de Apelación de Santo Domingo, fechada el 22 de junio de 1920, en el divor-cio de S. B. y L. C., ambos de nacionalidad española (citada por Manuel D. Bergés Chupani en su tesis doctoral). Doctrina que se ratifica con la reserva formulada al Código Bustamante, a que me acabo de referir.

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Pero, probablemente debido a esta reserva y la discusión más verbal que escrita surgida en torno a la misma, el criterio tien-de a cambiar enseguida afianzándose la concepción del orden público. Y es sobre todo la jurisdicción de primera instancia de San Pedro de Macorís la que comienza a fallar favorablemente demandas de divorcio intentadas por extranjeros, al amparo de la excepción de orden público.

Esta nueva jurisprudencia se basa, no ya sólo en los conside-randos de la Ley de 1897 a qué nos referimos en su lugar opor-tuno, sino sobre todo en los términos del Art. 3 de la ley vigente, cuando al señalar la competencia dice:

Toda acción de divorcio por causa determinada se in-coará por ante el tribunal o juzgado de primera instan-cia del distrito judicial en donde reside el demandado, si éste tiene residencia conocida en la República; o por ante el de la residencia del demandante en caso contrario.

Casos recientes

Con fecha 3 de agosto de 1940, el Juzgado de Primera Instan-cia de San Pedro de Macorís admitía el divorcio intentado por A. D., súbdito dominicano con domicilio en el país, contra M. I., súbita turca con residencia en su país de origen; y los conside-randos de la sentencia expresaban: «que la Ley de Divorcio es de orden público y que sus reglas son de orden público internacio-nal cuando están en conflicto con leyes extranjeras. El divorcio puede ser administrado entre extranjeros cuyo país lo prescribe, y con mayor razón cuando uno de los cónyuges es ciudadano dominicano».

La llegada al país de gran número de exiliados políticos es-pañoles ocasionó una inusitada afluencia de divorcios en que se planteaba el problema apuntado. En los primeros casos presen-tados, se notó una divergencia jurisprudencial; la jurisdicción de primera instancia de Ciudad Trujillo se declaró incompetente

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para rehuir el divorcio, y la de San Pedro de Macorís siguió manteniendo la tesis del orden público. Tanto es así, que en el divorcio intentado por R. D., súbita española, contra su esposo residente en España, el juez de Ciudad Trujillo no admitió la demanda por considerarse incompetente y seis meses después, a mediados de 1941, el de San Pedro de Macorís consideraba probada la residencia de la demandante en aquella ciudad, se declaraba competente, y dictaba la oportuna sentencia admitien-do el divorcio.

Con posterioridad se presentó ante el Juzgado de Ciudad Tru-jillo otro caso sumamente interesante. Se trataba de un francés, M. G., casado en Bogotá bajo la forma religiosa católica con una colombiana, F. H. M., con la que vino a residir en la República Dominicana, de la que poco después se ausentó la esposa; el juez quiso resolver en el espinoso asunto acudiendo a la ley francesa sobre nacionalidad de 1889, en cuya virtud la extranjera que ca-sada con un francés adquiriría inmediatamente la nacionalidad de este; por lo cual consideró que la ley nacional era la misma, la francesa, que en ella estaba admitido el divorcio, que la causa existía en la ley nacional y en la dominicana, y por tanto admitió el divorcio, en sentencia del 11 de febrero de 1943, contra la cual no apeló la esposa que fue juzgada en defecto. Esta sentencia la critiqué entonces («Notable caso de divorcio», en el diario La Nación del 26 de junio de 1943, y «Repercusiones de un divorcio» en La Nación del 27 de marzo de 1944) recordando que la ley vigente sobre nacionalidad en Francia es la de 1927, y según ella, la extranjera que casa con francés puede optar por la naciona-lidad del esposo pero no adquiere automáticamente esta nacio-nalidad más que en el caso de perder la de origen según la ley nacional, cosa que no ocurre en la legislación colombiana. Este divorcio tuvo después un eco en la Academia de Jurisprudencia de Colombia (Revista de la Academia Colombiana de Jurisprudencia, enero-diciembre de 1943, p. 515).

Fue entonces cuando, con motivo de una decisión del juez de Ciudad Trujillo, declarándose incompetente para conocer de la demanda de divorcio intentada por M. F. D., de nacionalidad

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haitiana y residente en la República Dominicana, contra su espo-so E. O., de nacionalidad alemana y residente en Port-au-Prince (Haití) donde se hallaba también el domicilio conyugal, la Corte de Apelación de Ciudad Trujillo conoció del recurso de apelación interpuesto por el abogado demandante y dictó las dos sentencias, cuyos considerandos constituyen hasta hoy la jurisprudencia más destacada sobre la materia.

Doctrina de la Corte de Apelación

La primera sentencia es de fecha 30 de noviembre de 1942, y en ella, al fallar la Corte sobre el incidente de competencia, se expresan, entre otros, los siguientes considerandos: «que nuestra Constitución consagra, sin distinguir entre dominica-nos y extranjeros, como inherentes a la personalidad humana, y por consiguiente, a todos los habitantes del territorio o que se encuentren en él, ciertos derechos llamados naturales o de gentes […]»,«que los derechos enumerados en el referido texto constitucional, no sólo han sido de un modo limitativo, sino todo lo contrario […]»,«que la administración de justicia en las socie-dades modernas no es, en relación a la sociedad, ni un derecho, ni una ventaja, ni un interés, sino un deber que está obligada a cumplir; que la justicia es universal por su naturaleza y debida al hombre y no solamente al ciudadano […]»,«que para que los extranjeros no domiciliados en nuestro territorio no pudiesen recurrir a nuestros tribunales en demanda de justicia, es preciso que existiese un texto legal, que no existe, que estableciese esa prohibición […]»,«que, todo lo antes expuesto, se evidencia que, a falta de un texto legal que lo prohíba formalmente, los tribunales dominicanos tienen competencia para conocer de los litigios surgidos entre extranjeros, con la sola condición de que se encuentren sobre nuestro territorio y recurran a ellos para diri-mirlos», «que los Estados tienen el derecho de dictar ciertas leyes que atañen tan directamente a su organización, funcionamien-to, seguridad, conservación y fines, que por ello son obligatorias para todo aquel que se encuentre sobre territorio; que entre esas

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leyes entran las civiles en que están en juego altos principios de moral», «que nuestro legislador, en las consideraciones con que explica la naturaleza del divorcio entre nosotros, expresó en la ley de 1897 y repitió en la de 1899, las siguientes […]»,«que por lo antes transcrito, queda demostrado que nuestro legislador dio, a la institución del divorcio, el carácter de una ley, de una disposición de orden público internacional, obligatoria para todos los que se encuentren sobre nuestro territorio […]»,«que además de las razones que quedan expresadas, el Art. 3 de la Ley de Divorcio dispone […]»,«que nuestro legislador, al atribuir competencia al tribunal de la residencia del demandante, no sólo se ha acogido a la tendencia moderna de considerar que hay ciertos casos en que debe abandonarse la regla actor sequitur forum rei no sólo porque hoy la justicia no es un derecho lucrativo para los señores y los jueces, sino cediendo a un principio muy justo de que, una hábil maniobra del demandado, no pueda impedir o haga incierta la determinación del tribunal competente para conocer de una acción», «que conforme al Art. 3 de la referida Ley de Divorcio, basta que el demandante tenga su habitación en ella, para que ello determine la competencia del juez que, en la materia de que se trata, deba conocer del asunto […]». En vir-tud de todos estos considerandos, la Corte de Apelación revocó la sentencia de primera instancia, se declaró competente, y poco después, en julio de 1943, admitió el divorcio demandado.

Situación actual

Esta sentencia, no sólo rompió el criterio mantenido hasta entonces por la jurisdicción de primera instancia de Ciudad Tru-jillo, que poco después divorciaba a dos italianos, uno de ellos de origen aunque nacionalizado más tarde dominicano, y el otro nacional y residente en Italia, sino que constituye hasta ahora la interpretación jurisprudencial de máxima autoridad al no existir ninguna sentencia de casación de la Suprema Corte.

Efectivamente, con posterioridad han sido dictadas otras sen-tencias por diversas jurisdicciones de primera instancia, basándose

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en la excepción de orden público; entre ellas una del Juzgado de La Vega, divorciando a dos súbditos españoles.

Por mi parte («Insistiendo sobre el divorcio» en el diario La Nación del 17 de agosto de 1943), comenté la sentencia, en el sentido de aceptar la interpretación jurisprudencial dados los términos de la ley, pero señalando los peligros de la competencia excepcional señalada por el Art. 3 al facilitar fraudes a la ley, como el que creo ver en el caso en cuestión, ya que la esposa demandante había abandonado el domicilio conyugal y escu-dándose en su propia falta demandó al esposo al amparo de otra jurisdicción y legislación mucho más fácil que la de origen.

En resumen, en la jurisprudencia dominicana, hoy por hoy, triunfa el criterio de divorciar a los extranjeros residentes en el país, aunque su legislación nacional no admita el divorcio y aun-que el demandado esté domiciliado fuera del territorio domini-cano; basándose para ello en una excepción de orden público, que rompe el criterio personalista del Código Civil.

Esta opinión se ha recogido también en forma doctrinal por el hoy Dr. Manuel D. Bergés Chupani en su tesis doctoral («Nues-tra Ley de Divorcio y la noción de orden público internacional», inédita, curso académico de 1942-1943). Por mi parte (Princi-pales conflictos de leyes en la América actual, Buenos Aires 1945, y artículos citados) acepto la interpretación jurisprudencial, pero solicito una reforma legislativa que aborde el problema y resuel-va el conflicto acudiendo a la Ley del Domicilio conyugal.

(De la obra próxima a publicarse «El divorcio en América», en colaboración con el catedrático de la Universidad de Harvard, Dr. Gordon Ireland).

revistA JurídiCA domiNiCANA,vol. vii, núm. 2, 2do trimestre, 1945.

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De Legislación Obrera.La nueva Ley de Salario Mínimo

Pocas leyes han provocado mayor expectación entre el pú-blico que la nueva Ley sobre Salario Mínimo, promulgada el 18 de octubre por el honorable señor presidente de la República. La ley no es enteramente nueva, puesto que viene a reformar la número 252 del año 1940, pero, sea por la intervención activa que se ha concedido en el nuevo Comité Nacional de Salarios a la clase trabajadora, sea por la aplicación eficiente y diaria que se está dando a otras leyes sobre el trabajo, ha provocado esa ex-pectación traducida en comentarios de prensa y conversaciones populares.

Juzgo por tanto útil dedicar a la nueva ley unos artículos de divulgación general, en los que, sin que mis palabras pretendan tener mayor alcance, vierta alguna de las experiencias vividas cada día y exponga los propósitos principales perseguidos en esta reforma.

Con razón ha llamado la atención general la Ley Núm. 1024; formalmente es una simple reforma de la Núm. 252; en el fondo constituye una nueva ley, por su articulación y por su alcance. Y la reforma principal, quizás, es la nueva composición del Comité Nacional de Salarios.

El comité anterior estaba integrado por dos funcionarios pú-blicos (el subsecretario del tesorero, y el encargado de la sección de trabajo) y por tres patronos (un agricultor, un industrial y un comerciante); eventualmente podían agregarse a ellos dos

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representantes de las Cámaras de Comercio interesadas en las tarifas discutidas. Era, pues, un organismo predominantemente patronal.

El nuevo comité tiene un carácter muy distinto. Ante todo se ha llevado a su seno la voz de los obreros, antes descartados; en segundo lugar, se ha procurado obviar las posibles luchas de clases dejando la decisión predominantemente en manos de aquellos funcionarios técnicos que, en razón de su cargo pueden conocer mejor los diversos aspectos de cada tarifa, en las que entra en juego no sólo el interés del obrero, y en razón de su im-parcialidad pueden decidir justamente lo que mejor convenga a los intereses de la colectividad.

Algún comentario periodístico acucioso ha hecho un inte-resante estudio comparativo, situando el sistema dominicano entre el inglés y el norteamericano; en realidad se ha buscado, no imitar modelos extranjeros, sino adaptar a las necesidades circunstanciales del medio un propósito rector: dar intervención igual a obreros y patronos, y darles una intervención práctica.

Sin duda se hubiera podido crear distintos comités locales, o comités especializados; quizás hubiera sido preferible ampliar la representación patronal y obrera. Pero probablemente la so-lución no hubiera tenido la elasticidad que ofrece la adoptada, elasticidad tal que, con muy poco personal, permite en cada caso hacer llegar al seno del comité la voz de los obreros y de los patronos directamente afectados por cada tarifa.

Al efecto se ha integrado el comité con siete miembros fijos. Su presidente es el subsecretario de Estado del Trabajo y Econo-mía; y cuatro de sus vocales son también funcionarios públicos (director del Trabajo, director de Industria, director de Comer-cio, y jefe de Investigaciones Agrícolas); la visión de estos cinco funcionarios será la de actuar como elemento imparcial que por su número decida las discusiones que forzosamente provocará en el seno del organismo la concurrente actuación de patronos y de obreros. Junto a ellos, un patrono (el presidente de la Cámara Oficial capitaleña) y un obrero (el procurador obrero capitale-ño) llevarán a las discusiones la voz de las clases interesadas, y

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a las decisiones el voto de las mismas. En resumen: patronos y obreros están igualados, y ambos tienen voz y voto en el comité; voz y voto moderados por la intervención predominante de los funcionarios públicos.

Más interés tienen, sin embargo, los miembros eventuales del comité, porque son precisamente los que llevarán al mismo la voz, no de las clases, sino de las personas directamente intere-sadas. La ley dispone al efecto que, cuando se vaya a estudiar y decidir sobre una tarifa determinada, el presidente del Comité se dirija previamente a las organizaciones patronales y obreras para que designen una persona que informe al Comité, con voz y sin voto. Si la tarifa es nacional, ese portavoz obrero será designado por la Confederación Dominicana del Trabajo, y el portavoz patronal lo será por la Cámara Oficial del Distrito de Santo Domingo; si la tarifa es local, ambos portavoces serán de-signados por la Federación Local del Trabajo y por la Cámara Oficial de la provincia más directamente afectada por la tarifa. Esta manera de hacer las designaciones, juntamente con la intervención obligada, para formar quórum en las votaciones, del funcionario oficial correspondiente a la clase de tarifa que se disputa (industrial, comercial o agrícola) da precisamente al Comité Nacional de Salarios esa elasticidad de movimientos a que me refería, dentro de las forzosas limitaciones que imponen la selección de un organismo único y poco numeroso.

Pondré un ejemplo, que siempre simplifica y aclara la visión. El comité va a conocer de una propuesta de tarifa de salario mí-nimo para la industria tipográfica en la provincia de Santiago de los Caballeros; el presidente del comité se dirige al presidente de la Federación del Trabajo y al de la Cámara Oficial de aquella provincia, para que cada entidad designe a un obrero y a un pa-trono que, en el día prefijado, acuda ante el Comité a informar; la ley no lo exige, pero naturalmente ambas entidades elegirán a un obrero y a un patrono de la industria tipográfica, pues ellos son los que pueden conocer el pro y el contra de la tarifa pro-puesta, las necesidades y conveniencias de todos los interesados, las consecuencias que la tarifa puede tener…; finalmente, el día

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que se discuta la tarifa, habrá de estar forzosamente presente el director del Departamento de Industria, quien a su vez aportará a la discusión el punto de vista oficial, las conveniencias y necesi-dades de carácter general.

Quiere esto decir que el éxito del comité, y la mayor o me-nor eficacia de las tarifas, dependerá fundamentalmente de estas personas elegidas en cada caso por los gremios obreros y asociaciones patronales. En manos de los interesados está, pues, la defensa de sus intereses; y especialmente llamo la atención sobre este punto a los obreros cuya preparación y organización suele ser inferior, y en repetidas ocasiones han fracasado en sus reclamaciones por falta de conocimiento de las leyes o de senti-do colectivo.

La mejor prueba de esta afirmación reside en el mismo hecho de las tarifas hoy vigentes, aprobadas en virtud de la ley anterior. No hay una sola tarifa profesional que no correspon-da a un gremio profesional organizado, y bien organizado: zapateros, cigarreros, camiseras, panaderos, trabajadores del café y del tabaco, sastres… están agremiados y obtuvieron sus tarifas de salario mínimo; incluso algunas tarifas que por su especialización y localización pueden llamar la atención, como la de los peleteros de Santiago o los trabajadores de almacén de Puerto Plata, corresponden a sendos gremios en esas dos provincias.

No quiere esto decir que esté cerrada la puerta a aquellas profesiones aún sin agremiar; el comité está abierto a todos los trabajadores, y en su día la Confederación o la Federación po-drán designar a un portavoz práctico en la respectiva profesión. Recogeré a este respecto la observación que se hizo en el último comentario del diario La Opinión sobre los trabajos agrícolas; no hay gremios aún, es verdad, pero podrán discutirse las tarifas oportunas, a iniciativa de la Confederación, del Departamento de Trabajo o del propio comité de Salarios, y en su caso la Con-federación o la Federación local podrán designar a un agricultor como asesor obrero, aunque todavía no exista el gremio; la ley es amplia.

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Pero insisto y repito, cuanto mejor estén organizados los obre-ros, mejor podrán defender sus derechos; cuanto mejor se selec-cionen los portavoces, mejor éxito tendrá la labor del comité.

La obra del Gobierno mejor intencionado fracasará en ma-teria obrera, si no cuenta con la colaboración de un obrerismo organizado.

Creo que tiene suficiente interés práctico vulgarizar el meca-nismo que, según la ley vigente sobre salario mínimo, ha de se-guirse en la propuesta, estudio, aprobación y juego de las tarifas.

El Art. 5 ha venido a modificar bastante el sistema antiguo para hacer las propuestas. Hoy pueden hacerlas el Departamen-to del Trabajo, la Confederación Dominicana del Trabajo, los distintos gremios obreros a través del procurador obrero provin-cial, y las cámaras oficiales de Agricultura, Industria y Comercio; también puede prepararlas el comité a iniciativa propia.

En la práctica, serán casi siempre los gremios obreros inte-resados los que someterán propuestas de tarifas al comité; y así ha sucedido hasta ahora en los casos ya sometidos a su conoci-miento, que son bastantes. Por el contrario, los patronos no las propondrán nunca, o casi nunca.

Pero es conveniente apuntar la misión que les está encomen-dada, indistintamente, a la Confederación, al Departamento del Trabajo y al propio Comité, en aquellos casos en que la falta de organizaciones obreras pueda provocar una laguna. Porque esta laguna no afectará tan sólo a la profesión interesada, sino que puede provocar un desequilibrio general; y al efecto es bueno recordar que, prácticamente, la existencia hasta ahora de algu-nas tarifas que afectan a productos necesarios para la vida, como el pan, los zapatos y los vestidos, insensible e inevitablemente ha elevado el costo de estos productos, lo que de rechazo redunda en perjuicio de las demás profesiones, especialmente del obrero ínfimo, del peón, que sigue ganando poco y ha de adquirir más caros los productos de trabajador ya tarifado.

Al comité, al Departamento y a la Confederación les tocará, pues, supervigilar para que se mantenga el necesario equilibrio, su-pliendo la inercia o la inexistencia de algunos gremios. Sin olvidar

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que el salario básico o vital de tipo general no puede ser obra de la iniciativa privada, sino producto de la elaboración concienzuda y despaciosa del comité, cómo indicaré en el próximo artículo.

Pero sigamos; ya está la tarifa propuesta, y llega a manos del presidente del Comité. Su reglamento interno determinará los diversos trámites en particular que seguirá la tarifa, pero aquí nos interesa recordar algo que ya dije en el artículo anterior: el día que se vaya a estudiar la propuesta, estarán presentes los portavoces obrero y patronal designados como miembros even-tuales del Comité. Y a ellos les tocará llevar el peso del informe y de la discusión. No es necesario insistir.

Una vez aprobada la tarifa por el Comité, será elevada a la su-perior consideración del presidente de la República, quien, si así lo estima oportuno, dictará un decreto poniéndola en vigor. Desde ese momento la tarifa es generalmente obligatoria; pero ¿cómo?

Hay que distinguir según se trate de una tarifa nacional, de una tarifa regional, o de una tarifa local. La primera, así por ejemplo la actual de zapateros, será obligatoria en todas y cada una de las provincias de la República; las otras, como por ejemplo la actual tarifa para los trabajadores del café en las provincias del Norte, o la actual tarifa para los panaderos de Barahona, serán obligatorias tan sólo dentro de los límites de la provincia o de las provincias expresamente enunciadas.

Y al decir que la tarifa será obligatoria, quiero decir que nin-gún contrato de trabajo, sea individual o colectivo, podrá fijar un salario inferior al ordenado en la tarifa. Pero no quiere esto decir, y por si fuera poco lo aclara expresamente la ley en su Art. 6, que no pueda ser convenido por trabajadores y patronos un salario superior al legal. Se trata de un salario mínimo, no de un salario máximo.

Llamo la atención sobre esta aparente perogrullada, porque la experiencia ha mostrado a veces alguna marrullería patronal pretendiendo que los salarios son invariables.

Bien. Las tarifas son obligatorias. Pero ¿quiénes son los llamados a hacerlas cumplir?: los inspectores del Trabajo y los trabajadores interesados. A este respecto, fundamental, la ley es bien explícita.

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El Art. 10 encomienda a los inspectores del Trabajo velar por el cumplimiento exacto de la ley, y no olvidemos que la ley encie-rra algunos preceptos que no son exclusivamente sobre tarifas de salario mínimo, a los que me referiré en el próximo artículo, y el Art. 7 castiga con multa de treinta a quinientos pesos, con prisión de 15 días a 6 meses, o con ambas penas a la vez, a los patronos infractores. La pena se ha agravado considerablemente con relación a la ley anterior, pero se ha hecho así para que los jueces puedan adaptar mejor la sanción a la gravedad de la falta y al potencial económico del culpable.

Mas, junto a esta sanción penal, que interesa al Estado, el trabajador tiene abiertas las puertas del procedimiento ante los funcionarios conciliadores y tribunales de trabajo, para reclamar cualquier diferencia que en su perjuicio exista en el pago de salarios con respecto a la tarifa mínima; esta reclamación puede hacerla, dice el Art. 8, aunque exista una convención en contra-rio, y es independiente de la sanción penal y de cualquier otra reclamación por daños y perjuicios.

La ley protege al trabajador, contra su propia debilidad. Pero, claro está, es preciso que el trabajador ponga en marcha el mecanismo legal, que reclame, que denuncie las inflaciones; y esto no siempre se atreve a hacerlo el trabajador individual. He aquí otro punto en que ha de entrar necesariamente a fun-cionar el gremio.

Cada vez que en un taller, en un establecimiento, en un trabajo cualquiera, se produzca una violación a la tarifa de salario mínimo, el gremio debe denunciar el caso al Departa-mento del Trabajo o a los inspectores locales para que investi-guen y procedan en consecuencia. Muchas veces el trabajador no se atreverá a presentar una reclamación escrita ante los órganos de conciliación, pero nadie temerá denunciar verbal-mente el caso al presidente del gremio; y si aún hay algún trabajador que temiere hacerlo, bien merecida tendrá las consecuencias.

El mismo comentarista del diario La Opinión a que aludía el pasado día, llamaba la atención sobre las tarifas que se han dado

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en llamar «a desgajo», y que sería más apropiado llamar «por pieza»; en la actualidad es el sistema que se sigue, entre otras pro-fesiones, en las zapaterías, en las panaderías, en las camiserías y en las sastrerías. Temía con alguna razón aquel escritor, que este tipo de tarifa perjudicara al trabajador lento. La experiencia nos ha demostrado que, más que ese peligro que estaría justificado, este tipo de tarifa se presta a manejos sucios por parte de algunos patronos inescrupulosos.

Supondré un caso y, como en las películas, advertiré que toda semejanza que pueda tener con la realidad, no ha sido buscada de propósito: un establecimiento, por circunstancias pasajeras, ha tenido un alza desmesurada en sus pedidos y en su virtud ha aumentado considerablemente el personal y su jornada de trabajo al amparo de la Ley Núm. 152; pasan esas circunstancias, los pedidos disminuyen, la industria decide disminuir a su vez la producción, pero, con la esperanza de recuperar más tarde el rit-mo perdido, o evitando pagar las indemnizaciones que llevaría consigo un despido de personal, mantiene el antiguo personal íntegro y rebasa la cantidad de piezas que entrega a cada traba-jador, de modo que en vez de trabajar seis días de ocho horas, viene a trabajar dos días de cuatro horas.

¿Hay violación de tarifa? No, la tarifa es por pieza y las piezas se pagan religiosamente. ¿Hay violación a la jornada de trabajo? Tampoco, la jornada es máxima y aquí se trabaja menos. Y sin embargo hay una evidente injusticia, que yo trataría de todos modos con la misma letra de la Ley Núm. 637 sobre contrato de trabajo, derivada de ese peligro que apunto en las tarifas «por piezas».

A mi juicio, si queremos obviar ese peligro, la mejor solución estará en fijar, junto a la tarifa por pieza, un mínimo diario; es decir, ningún trabajador podrá ganar menos de un peso por día, pongamos por caso; si la labor por él rendida supera ese valor, se le pagará por piezas según tarifa; mas si la labor rendida es inferior a ese mínimo, el patrón podrá a su gusto pagárselo, o despedir al trabajador con las oportunas indemnizaciones de preaviso y cesantía.

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En más de una ocasión hemos oído la queja patronal: «Tengo que disminuir el negocio y además he de pagar a los obreros». Y, sin embargo, justo es que los trabajadores, al tiempo de las vacas flacas, reciban algo del caudal que ayudaron a ordeñar al tiempo de las vacas gordas.

Porque en materia de legislación del trabajo es preciso dejar a un lado la egoísta justicia individual, para abordar los proble-mas con un amplio criterio de justicia social.

Periódico lA NACióN, 13 y 23 de noviembre de 1945.

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De Legislación Obrera.La Ley de Vacaciones

I

En estos últimos días se ha agitado grandemente la opinión pública, tanto por parte de los patronos como de los obreros, en torno a la correcta interpretación de la Ley Núm. 427 de 1941 sobre vacaciones anuales, como consecuencia de la aplicación estricta que de la misma se está tratando de hacer.

Creo por ello conveniente exponer con mi sinceridad ha-bitual la interpretación personal que de ella deduzco. Nunca como hoy mis palabras son totalmente particulares y privadas; pero tampoco más honradas.

Comienzo por afirmar que esta ley es quizás la más confusa y peor redactada de cuantas integran la actual legislación do-minicana sobre el trabajo, probablemente porque intervinieron diversas plumas contrarias y superpuestas; y está abocada a una inmediata reforma. Su terminología es equívoca, hay artículos contradictorios, y comienza por sentar como derecho del tra-bajador lo que debe ser un deber del patrono. Por ello, frente a mi interpretación, cabe la reaccionaria que están dando otras personas; y a la postre los tribunales dirán su última palabra en algunos litigios ya iniciados.

Pero juzgo necesario afirmar también a la cabeza de estos co-mentarios algunos principios de orden general que orientarán

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toda mi interpretación, y deben orientar también la de cuantas personas de buena fe se acerquen al texto de esta ley.

En primer lugar, nadie debe buscar lo que quisieron decir los legisladores; es preciso buscar lo que dice la ley. Si se hubiera seguido aquel criterio, jamás hubiese progresado el Derecho; y bastaría recordar que los autores del Código Civil francés, en 1804, cuando aún no existía la electricidad, jamás pudieron imaginar las consecuencias que los jueces del siglo xx habían de deducir de su artículo 1384 en orden a los accidentes ocasiona-dos por el uso de esa electricidad.

Por otra parte, si bien nunca debe violarse la letra de la ley, tampoco su interpretación debe ser estrictamente literal, sino inspirada en el espíritu de la ley y contrastada con todas las de-más leyes que integran el sistema, especialmente la No. 637 de 1944 sobre Contratos de Trabajo que es la fundamental.

En este caso el espíritu de la ley es evidente: romper el ritmo del trabajo, conceder un descanso a quien lleva un año seguido trabajando, defender la salud del trabajador, sea quien sea.

Es justamente en este punto donde surge la máxima dificul-tad. La ley habla en su Art. 1 de «los empleados de los estable-cimientos comerciales y de las empresas de todas clases estable-cidas en la República»; y en su Art. 2 aclara que las vacaciones corresponderán «a los empleados que tengan más de un año de servicios ininterrumpidos en el establecimiento o empresa en que trabajen, que estén asignados a labores fijas en las oficinas, establecimientos o talleres, y que gocen de sueldos pagados por semanas, quincenas, meses o períodos fijos».

Aparentemente parecería que esta minuciosa definición le-gal debía evitar toda duda, y sin embargo, es ella misma la que provoca la duda y confusión. En dos sentidos principalmente:

a. alcance del término «empleado» y b. alcance del término «sueldo».

Muchos, tratando de restringir el derecho a las vacaciones, han sustentado el criterio de que corresponden tan sólo a los

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«empleados» y no a los «obreros», entendiendo por los prime-ros al trabajador preponderantemente intelectual, al oficinista, al dependiente, y entendiendo por los segundos al trabajador preponderantemente manual, al que presta sus servicios en un taller, en una obra.

Esta interpretación la creo errónea. La distinción entre «empleados» y «obreros» que existe expresamente en algunas legislaciones como la venezolana, no existe en la dominicana donde repetidamente se identifican los términos de «empleado» y de «trabajador», especialmente en las últimas leyes dictadas. Entiendo por esto que el término «empleado» de la Ley de Va-caciones es preciso tomarlo en su sentido amplísimo, como el segundo término del binomio empleador (patrono), empleado (trabajador), corriente en muchas legislaciones.

Abonan esta opinión, entre otras citas legales más vagas, las siguientes: La Ley Núm. 68 de 1942 sobre servicio doméstico, ex-cluye expresamente de los beneficios de las vacaciones anuales a las cocineras, choferes, jardineros… domésticos; es decir, se entiende en principio que las cocineras, choferes, jardineros… (todos ellos trabajadores manuales) entran en el término de «empleados» y tienen derecho a las vacaciones, por lo que expre-samente se excluye a los que trabajen en servicios domésticos. En la Ley sobre Contratos de Trabajo, Núm. 637 de 1944, que es la fundamental hasta hoy, no se distingue entre «empleado» y «obrero», hay un sólo nominativo, «trabajador», y cuando llega el momento de hacer exclusiones se hace del adjetivo «domés-ticos». Por último, la misma Ley Núm. 427 de 1941 sobre Vaca-ciones, en su Art. 2 habla de los que trabajan en «talleres», labor que evidentemente es manual y no intelectual.

No está claro, pues, que la denominación «empleado» se use en términos restringidos; al contrario todos los indicios señalan que se usa en su significado amplio; por si fuera esto poco, la legislación sobre el trabajo es preciso interpretarla en un senti-do favorable al trabajador, porque su finalidad es precisamente protegerle. Por tanto, entiendo que tienen derecho a las vaca-ciones todos los empleados, es decir, todos los trabajadores, sean

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intelectuales o sean manuales, sean oficinistas y dependientes o sean obreros.

Ahora bien, admitido este significado amplio de la denomi-nación «empleado», determinemos el alcance de la delimitación expresamente consignada en el Art. 2 de la Ley Núm. 427. No todos los trabajadores tienen derecho a vacaciones, lo tienen solamente los trabajadores fijos, que además llevan un año de trabajo ininterrumpido; y no tienen derecho a las vacaciones los trabajadores eventuales, ni los que hayan tenido interrupciones voluntarias en su trabajo.

También este punto ha sido objeto de discusiones y es preci-so reconocer que se haya confuso en la ley. Los que pretenden restringirla, han alegado que el Art. 2 habla sólo de los emplea-dos que ganen una remuneración determinada de antemano y no los que reciban una remuneración pagada de acuerdo con la labor que rinda; de esta manera quieren eliminar a los llamados ajusteros y también trabajadores a destajo, que yo prefiero llamar trabajadores por piezas.

Esta es una confusión peligrosísima y lamentable, a mi jui-cio. Ante todo la ley en su Art. 2 creo que es bien clara, en su omisión ya que no en su expresión; tienen derecho, según ella, a las vacaciones, los empleados asignados a labores fijas que sean pagados por períodos fijos; en cambio, no habla de un sueldo fijo. Para mí es tremendamente significativo que la ley utilice seguidamente el adjetivo fijo para calificar la labor y el período, y en cambio no lo utilice para calificar el sueldo.

Tienen derecho, pues, a las vacaciones tanto los empleados con un sueldo fijo como los empleados con un sueldo variable en función del trabajo que rindan; el zapatero que trabaja día tras día en un taller, tiene derecho a las vacaciones, aunque su remuneración oscile conforme al número de zapatos que haga por semana.

De nuevo la letra de la Ley puede prestarse a dudas; pero si la interpretación restringida no se deriva expresamente de la letra de la ley, repito que es preciso interpretarla con ese sentido amplio de justicia equitativa que informa todo el Derecho del

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Trabajo. La ley ha querido dar un descanso anual al trabajador continuo, al que lleva un año de servicio ininterrumpido; esto es lo único claro en la ley, el término servicio ininterrumpido; y le concede ese reposo en bien de la salud del trabajador, para que descanse, para que rompa el ritmo agotador de su trabajo diario. Trabajo que es diario y agotador tanto si le pagan diez pesos a la semana, como 25 centavos por cada pieza que labore.

Cuando la letra de la ley es clara, debemos atenernos a ella, repito; cuando es confusa o cabe la duda, es preciso interpretarla buscando el propósito perseguido por la Ley. Y en este caso su propósito es bien claro: dar un descanso tras un año de trabajo continuo, en bien de la salud del trabajador, y en última instan-cia de la sociedad dominicana.

En resumen, a mi juicio tienen derecho a las vacaciones to-dos los trabajadores fijos de un establecimiento, oficina o taller, que llevan un año de servicio continuo. Lo que importa es jus-tamente determinar esta continuidad en el trabajo por espacio de un año.

Continuidad que se rompe cuando el trabajador voluntaria-mente o por su falta no ha prestado sus servicios todos los días del año, o el trabajo en sí mismo tiene interrupciones. Pero en cambio, esta continuidad no se rompe cuando el trabajo ha sido interrumpido por culpa del patrono, o por razón de la enferme-dad del trabajador; confirma expresamente esta afirmación el Art. 3 de la Ley Núm. 427.

Y quedan excluidos de la regla general, y por tanto del bene-ficio de las vacaciones, los trabajadores domésticos por efecto del Art. 7 de la Ley Núm. 68 de 1942.

Esta es mi opinión sincera y honrada. En el próximo artí-culo desarrollaré la aplicación de la Ley. Pero no quiero cerrar este artículo sin recordar a los trabajadores, especialmente a sus dirigentes, que el mayor o menor éxito de esta interpretación amplia, y por tanto de la intensa aplicación de la ley, depende en gran parte de ellos mismos.

Si educan a sus hombres, si revisan y aleccionan sus recla-maciones, si evitan caer en el gancho de personas interesadas

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en propósitos bastardos y egoístas, si reclaman lo que es justo y rechazan la petición injusta, la opinión pública estará con ellos y la interpretación judicial se inclinará insensiblemente en su favor. Si hacen lo contrario, si reclaman porque sí, si abusan de esta ley, la reacción patronal se adueñará de la opinión pública y predispondrá a los jueces en sentido rígido y negativo.

Como siempre he dicho, el éxito de las reivindicaciones obreras depende en gran parte de la inteligencia y cordura de sus dirigentes.

Periódico lA NACióN,17 de diciembre de 1945.

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relaTos y CuenTos

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El cementerio de Pere Lachaise.La ciudad jardín de los que fueron,

en el bullicio del París actual

París es la capital de las perspectivas. Su encanto mayor tal vez resida en esas visiones a larga distancia, en las que la vista se recrea en la contemplación detallada de aquellos mag-níficos edificios, morenos de años y grandeza, que aislados para ser mejor admirados y festoneados de árboles y jardines para limar la dureza de sus líneas, se encuentran en todos los rincones de París sin que su abundancia suponga repetición. Es el espectáculo de la Place de la Concorde con el Sena y la Chambre des Deputés al frente, la Rue Royale y la Madeleine detrás, las Tuilleries y más lejos el Louvre hacia la izquierda, y la Avenida des Champs Elysées cerrada por el lejanísimo Arc de Triomphe que se pierden por la derecha; es el Rond Point con el Puente de Alejandro III y la Explanada de los Inválidos coronada por el Mausoleo de Napoleón, es la vista desde el an-tiguo Trocadero de la Torre Eiffel y el Champ de Mars, mien-tras un tapiz de cascadas se desborda a los pies del turista hasta las márgenes del río; es la visión circular de I’Etoile con sus magníficas avenidas; es el medallón medieval de Notre Dame; son sobre todo las vistas panorámicas de la ciudad desde el panteón, la Torre Eiffel, la Bástica de Montmartre, o cualquie-ra de las pequeñas colinas que a veces se elevan en las afueras quizás para ofrecer una última recopilación de conjunto al viajero que se aleja con los ojos cargados de maravillas que aún no ha podido sedimentar.

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Pero yo aconsejaría al viajero, que de veras quisiese tami-zar sus impresiones, que eligiera la colina en que se levanta el cementerio de Pere Lachaise, verdadera Ciudad Jardín de los que fueron, en medio del bullicio cosmopolita del París actual. Allí, entre aquellos árboles centenarios que a fuerza de serlo aprendieron a meditar, el espíritu puede volar libremente y reconstituir en la inmensa ciudad que se extiende a lo lejos toda esas historias recargadas de hechos y personas que están vinculadas a cada uno de los barrios y monumentos parisinos. Y es que en el mismo de sus 50,000 tumbas ocultas y perdidas en las 50 hectáreas de arbolado y jardines que constituyen su recinto, se van encontrando, al deambular en el arte, fechas inmortales, acontecimientos que conmovieron a la humanidad e incluso alteraron sus destinos.

En el mismo umbral de la Necrópolis nos da la bienvenida Alfredo de Musset, el romántico enamorado que llevó su lira más allá de la muerte, y que desde su sepulcro nos repite aquellos versos que iniciaron una de sus mejores poesías, Lucille, y que grabados hoy en la lápida sepulcral perpetúan su testamento sentimental:

Mes chers amis, quand je mourraiPlantez un saule au cimetiere,J´aime son feuillaje eploré,Sa paleur m´en est chere,Et son ombre sera legársA la torre oú je dormirai.

Y el sauce le acompaña, un sauce que se inclina queriendo tal vez arropar con sus ramas las cenizas del poeta, o señalar al visitante el primer santuario de su peregrinación emocional.

Perdida entre el follaje y panteones que se extienden a la derecha, existe una tumba pequeña y solitaria, de la que pa-recen escapar las notas patéticas de esa marcha nupcial de la muerte, pero ornada siempre con flores frescas con símbolo de recuerdo y devoción; las tarjetas de dedicatoria son políglotas,

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porque universal es la figura de su ocupante; pero domina el polaco, porque es también un hijo de Polonia la mártir. Es Fe-derico Chopin.

Sigamos. Muy cerca, encerrado en una urna de mármol ne-gro, duerme el sueño eterno a que le invitara un regicida serbio, Barthou, el político literato que cayó entre flores y ovaciones. Y más allá, en tumbas gemelas, Lafontaine y Moliére que dialo-gan en el recodo de un sendero estrecho y escarpado mientras Daudet se aísla en un sepulcro solitario como su Molino de la Camargne.

Pero volvamos hacia el centro del parque. Más abajo, al final de la amplia avenida en que encontramos a Musset, se halla el Monumento a los Muertos, obra del escultor Bartholomé, que en actitud episcopal yace estatuario al pie de su obra, muy cerca de la efigie bélica de un sargento alsaciano muerto por la patria en la guerra del 70.

Guerra que aparece por doquiera, en panteones de sabor antiguo y en el gran monumento erigido a la memoria de las víctimas de aquella blitzkrieg en embrión que fundara un Impe-rio sobre las ruinas de otro. Pero los tiempos con su constante devenir tejieron y destejieron esa tela de Penélope que es la historia universal, y al otro extremo de la ciudad enterrada, en esas ringleras blancas y de sencillez ascética en que la moder-nidad y la carencia de árboles hacen perder en romanticismo lo que ganan en dramatismo, las inscripciones nos hablan de fechas y lugares en que los mismos pueblos se enfrentaron para ofrecer de nuevo sus mieses de juventud madura a la guadaña incansable de la Parca.

1914, 15, 16, 17 y 18; Verdun y el Marne, Yprés y Chateau-Thierry, nos hablan con la fría elocuencia de las fechas y los nombres, de esas mezclas caóticas de barbarie y heroísmo que son todas las guerras. Mientras que allá al fondo, una pared des-nuda y lúgubre en su soledad, nos recuerda aquellos hombres que cayeron fusilados al pie de ella, aquellos parisinos soñadores y fanáticos que vivieron por unos días la quimera de la Comun-ne, y que hoy duermen confundidos en una misma igualdad

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y quietud con los conservadores que en Versalles formaron las huestes leales de Thiers.

El centro del cementerio está ocupado por los grandes mo-numentos funerarios, como el panteón del banquero Alfonso de Rothschild, que con su lujo y derroche de escultura hablan a la vista pero no al corazón. Contrasta con ellos el horno cremato-rio, con sus nichos uniformes y minúsculos en los que en vano la musa particular quiso individualizar cenizas que perdieron su personalidad en la gran esponja de olvido que suponen la muerte y el pasado.

Por eso el corazón nos obliga a retroceder sobre nuestros pasos hacia aquella parte más antigua, en la que el olvido y re-poso eterno entonan la gran sinfonía del silencio. Y ya al azar recorremos el gran auditorium de los callados, bajo aquellos árboles espesos que tanto se han familiarizado con la muerte, que acabaron por susurrarse en voz baja plegarias y leyendas de los que dormitan a su sombra cansados de luchar y sufrir de los que sintieron tal ansia de infinito que hubieron de vo-lar un día hasta los cielos, y dejaron sus cuerpos arropados con las raíces de aquellos árboles, que además de umbríos son filósofos.

Una nostalgia de eternidad nos aconseja. La tarde declina, las avenidas se tornasolan en colores de fábula y aquelarre, y todavía con anhelo insaciado seguimos persiguiendo una ilu-sión que se nos escapa de flor en flor y que cuanto más cerca creemos, más lejos se encuentra. La luna no puede sufrir más mi angustia, y se esconde en un manto de nubes pálidas, me-ditabundas; el llanto suave y susurrante de los cielos comienza a acariciar mi frente ardorosa y febril, y mi espíritu se pier-de entre brumas de agua y misterio, mientras grisácea lluvia arrulla mansamente mi reposo, y entre sueños aún percibo el murmullo acariciador de mi fiel amiga, de la única que hasta el fin de los tiempos vendrá sin olvido ni cansancio a llorar sobre mi tumba.

Mes chers amis, quand je mourrai… poned esta invocación so-bre mi tumba:

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Ven lluvia amiga y confidente,Envuélveme en tus perfumes.Susúrrame tu murmullo misterioso,Y no olvides mi recuerdoCuando ya no te pueda cantar.

revista CosmopolitA,núm. 477, 23 de febrero de 1940.

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Bordeando el Lago Enriquillo

Las nubes se arremolinan en las cumbres del Bahoruco cuan-do nuestros vehículos se deslizan a través de la vega de Barahona. A sus puertas la ciudad nos da la bienvenida con un ramillete de flores que manos femeninas ofrendan a la profesora Delia We-ber, y abrazos cordiales nos indican que estamos entre amigos. Cordialidad, cordialidad y entusiasmo.

El gobernador, Dr. Barón González, saluda a los expresio-nistas en el gobierno civil; y el Dr. Moreno Fernández agradece el recibimiento en nombre de la expedición. Palabras protoco-larias, que tienen menos de protocolo que de afecto sincero. Y casas, y alimentos, son pródigamente ofrecidos por los habitantes de la ciudad. Nos adecentamos para perder el polvo del camino, y marchamos a recorrer la población. La bahía, el batey central, el parque… En vano frecuentes aguaceros nos obligan a buscar un refugio pasajero, la interrupción sólo sirve para descansar en la búsqueda de paisajes y curiosidades.

Por la noche, en un salón repleto de público y rebosante de expectación, el Dr. Moreno diserta con su palabra sobria y cono-cimiento profundo. La universidad quiere expandir su cultura por pueblos y comarcas perdidos en la maraña de la selva y el perfume de la leyenda; y el Lago Enriquillo debía ser la prime-ra meta de nuestra peregrinación sentimental, conjugada con la investigación científica. La profesora Delia Weber, desgrana los acordes femeninos e íntimos de su poesía; y poetas locales

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la corresponden con la flor de sus composiciones. La noche se cierra con un paseo por el parque en que con fraternizan los dos sexos con esa sana camaradería que la universidad moderna sabrá imprimir a la juventud, y que ha sido tal vez la nota más llamativa de esta excursión.

El amanecer nos sorprendería prestos a reanudar la marcha. La bahía nos brindó el espectáculo maravilloso de un sol tro-pical alzándose perezoso tras las palmeras. Belleza impondera-ble, poesía, color. Y la caravana arranca hacia el interior de la provincia. Van con nosotros varios barahoneros que sirven de guías y cicerones; el hermano del gobernador, el inspector de Enseñanza Gallardo, Raúl González… Las nubes se rasgan, y en Cabral podemos contemplar la plenitud del firmamento azul reflejándose en la plácida serenidad de la laguna del Rincón.

Avanzamos hacia las tierras profundas. La sierra del Bahoru-co destaca su ascética belleza, cuajada de sueños y de mitos. La vega es sustituida por la selva, cactus, maleza. La civilización que-dó allá lejos; aquí reina la naturaleza. Los vehículos traquetean tamboleantes por el camino. El sol brilla en el cielo; en el grupo excursionista alternan los boleros con las risas.

La vegetación cambia. Desaparece la selva y surgen tierras más o menos cultivadas. Un amplio valle en la falda de la sierra, con altas palmeras que suben esbeltas hacia las alturas. Llegamos a Duvergé. Pueblo grande, de casas alineadas y limpias. En la escuela resuena una música típica. Y en sus gradas el inspector de Enseñanza, Suncar, nos da la bienvenida. Baile, y salcocho. Su hospitalidad se vuelca en las mesas. Visitamos la nueva escuela en construcción, amplia, de pabellones que convidan al trabajo.

Ya estamos en el Lago Enriquillo. Pocos kilómetros más, a través de apretados bosques de palmeras que yerguen su línea altanera conscientes de su elegancia, y llegamos a las fuentes sulfurosas que observamos. A través de las palmeras se adivina ya el lago. Y allá en el fondo las sierras de Neiba.

Seguimos avanzando entre palmeras. Cuando terminan, es-tamos en una gran playa que sesgamos. Hemos llegado a la orilla del lago, a su antiguo embarcadero. Corremos por las arenas

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ávidos de probar el agua salobre de la laguna… Algunos flamen-cos lucen su plumaje rosado en la luz cálida de la tarde. Más allá, bandadas de garzas motean de blanco las tonalidades azules de las aguas. Y al fondo negrea la masa de la isla que acogiera a Enriquillo. El Dr. Moreno habla de épocas geológicas, de un antiguo brazo de mar, de tierras que se elevan, del agua que re-trocede; cogemos un puñado de diminutas conchas que cubren la arena de la playa por doquiera, nos servirán de recuerdo más tarde y de obsequio a quien no vino y quisiéramos estuviera aquí gozando de la placidez poética de este silencio cargado de siglos y de aromas.

La tarde declina. Y es ahora cuando comenzamos el perí-metro del lago. Retroceder sería perder el objetivo principal de la exclusión y la universidad se sentiría defraudada. Adelante, pues dormiremos donde nos coja la noche. Y la caravana, ya disminuida por algunos barahoneros que no pueden continuar, inicia la vuelta a la laguna. Nuevas selvas vírgenes, más cactus de formas inverosímiles y altamente decorativas; algún animal huye a nuestro paso.

Raúl González nos habla del lago con fervores de enamorado. En el interior de los vehículos se ha establecido tal camaradería que nos sentimos hermanados en la misma ilusión. Doña Delia conversa sobre los poetas dominicanos. Doña Luz y doña Trina sobre los derechos femeninos. A veces un coro general unifica las voces. Las risas juveniles de las chicas cascabelean retozonas; y responden otras más broncas y varoniles.

Hemos alcanzado ya la punta occidental del lago. Hemos cu-bierto la mitad de la trayectoria. Y doblamos el primer codo del perímetro. A la izquierda dejamos el camino de Haití. La selva se abre para dejar paso a algún poblado diminuto. La oscuridad avanza. Bien pronto se borran las líneas y sólo se distingue el brillo de los focos. La nocturnidad se rasga de pronto con el compás sensual de las maracas; hemos llegado a la común de Descubierta, y sus autoridades nos reciben con un merengue.

Nuevo salcocho, nuevos discursos, nueva cordialidad. Y un caimán pequeño que adoptamos con entusiasmo. Decidimos

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hacer noche, y las autoridades locales encuentran lecho para todos los excursionistas. Comparto mi alojamiento con el Lic. Luis Florén, director de la biblioteca de la universidad; porque en nuestro grupo van no sólo estudiantes, sino intelectuales y profesores ávidos de conocer y aprender las bellezas de estas tierras casi vírgenes.

Un nuevo amanecer bello y poético sobre las aguas del lago. Doña Delia, toma unos apuntes del natural. Un grupo de chicas, estudiantes y bellas, cantan y bailan por las calles del pueblo. Da-vid Henríquez actúa con dinámico celo como ayudante del jefe de la expedición. Las montañas se van dibujando en la penum-bra del nuevo día. Los colores fuertes del trópico triunfan sobre la uniformidad del negro nocturno. Y cuando el sol se baña en el lago proseguimos nuestra ruta.

Marchamos ahora por sendas históricas, y en patriótica pe-regrinación nos detenemos en las «trincheras» para recordar el heroísmo de los que supieron defender y liberar el suelo nacio-nal. Seguimos bordeando en lago. Una nueva parada nos hará admirar «las caritas», posible templo de los primitivos indígena; oquedad abierta entre dos grandes rocas melladas por los años que ostentan efigies de ídolos e iniciales. La ascensión es difícil, unos cincuenta metros casi cortados a pico entre rocas y maleza, pero el esfuerzo merece la pena. Ante los ojos de los que osamos trepar se despliega el paisaje completo del lago, con sus aguas azules que reflejan los primeros rayos del sol, con la isla que eleva majestuosa sus montañas pobladas de vegetación, con sus aves, con su perfume. Si uno se acuerda de Enriquillo es para en-vidiarle aquel paraíso; pero con más admiración se piensa en los hombres que se adentraron en aquella agreste y feraz naturaleza para buscarle.

Los cactus fraternizan con los fósiles, y los arenales pedrego-sos con las estancias cultivadas. Bebemos agua de coco y toma-mos caña de azúcar. Y avanzamos siempre bamboleantes hasta Neiba, que nos recibe bajo el sol del mediodía. La banda de música entona el himno del Partido Dominicano, y el inspector de Enseñanza, González, nos da la bienvenida.

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Baños improvisados, el salcocho de rúbrica, y un gran baile. Como final iríamos en peregrinación lírica hasta el solar en que día se levantara la casa que vio los primeros pasos del vate Apo-linar Perdomo; ante sus restos, la palabra emocionada de Raúl González, doña Delia, y el Dr. Moreno, dedicaría un tributo de admiración a la memoria del poeta.

Hemos finalizado nuestra misión. Hemos completado el perímetro del lago. Y corremos a través de las plantaciones de la «Barahona Co.». Nuestro caimán sestea en su recipiente. Y nos duele pensar que va a terminar aquella camaradería a través de la selva. Los últimos instantes se paladean con delectación. Y las escalas de los bateyes retrasan la despedida final, a la par que nos acercan a la civilización.

La civilización… Barahona, la capital… Pero en muestra alma persiste perenne el mágico encanto del lago, de la selva, de la historia, de la leyenda, del mito...

Ha terminado con un éxito rotundo la primera expedición organizada por la universidad para conocer las regiones más apartadas y pintorescas del territorio nacional, y llevar hasta sus moradores el aliento del Alma Mater. Y los que tuvimos la suerte de realizarla, enviamos una efusiva felicitación a los iniciadores de la idea y a los que la hicieron posible, muy especialmente al general Héctor Trujillo, al rector Lic. Díaz Ordóñez, al director de la expedición Dr. Moreno Fernández, y al gobernador de Barahona Dr. Barón González. Es una magnífica iniciativa que deben proseguir para mayor bien de la cultura patria.

Periódico listíN diArio,4 de enero de 1941.

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Río Ozama, aguas arriba

Cuando yo era niño, me gustaba leer: y mi autor favorito, lo confieso sin rubor, era Emilio Salgari. En sus páginas aprendí mis primeros conocimientos geográficos sobre las Antillas, entremez-clados con las aventuras del Corsario Negro, abordajes, incendios y algún reniego que otro. Y mi fantasía desbocada forjó un paisaje tropical de exuberante belleza y tintes sensuales: árboles gigantes-cos, selvas enmarañadas, caimanes y jaguares, flechas envenena-das, crepúsculos de sangrientas tonalidades; era una naturaleza barroca y lujuriante. Y cuando el huracán de la vida me arrojó hacia estas hospitalarias playas del Caribe, mi fantasía comenzó de nuevo a reclamar sus derechos y los paisajes que soñara cuan-do niño revieron en la cinta del recuerdo. El barco costeaba la línea verdosa de la isla, a lo lejos refulgía la blancura de la ciudad, y un mar azul, muy azul, reflejaba la serena belleza de un cielo sin nubes y caliginoso. Por un instante las chimeneas del moderno trasatlántico se trocaron en velamen de galeón corsario, y hasta el buen religioso que compartiera conmigo los horrores de la cabina cambió sus hábitos por las patillas y camisa rasgada, in-dispensables a todo pirata digno de serlo. Pero todo fue sólo un instante, hasta que puse pie en tierra y me encontré en las calles limpias y civilizadas de una ciudad moderna a la que un hombre supo inyectar encantos y coqueterías de muchacha casadera.

Desde aquel día tuve un hondo resentimiento con el paisaje dominicano, como el niño que ve romperse la burbuja irisada que

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encantara su atención. En vano recorría los aledaños de la capital; en todas partes encontraba la misma desesperante modernidad, el mismo urbanismo, los mismos agentes del tráfico. La playa de Boca Chica, con sus aguas límpidas y multicolores, me resultó un precioso aquarium; la avenida George Washington, espléndida arteria de gran ciudad; y hasta el histórico Baluarte del Conde quería ocultar pudoroso sus cicatrices y arrugas arropándolas con la clámide juvenil de la jardinería. Más de una tarde marché a desfogar mis rabietas a la orilla del mar Caribe, el único que no me había defraudado y sabía ofrecerme la flor de sus crepúsculos de leyenda.

Hasta que un día la universidad, vieja amiga, vino a consolar mis cuitas. Y al clamor de su voz señera, marchamos un amanecer hacia las lejanas comarcas del Sur donde encontré la naturaleza salvaje y sensual que soñara bajo los cielos grises de mi patria; aquél era el trópico, aquélla la belleza grandiosa de la tierra dominicana, virgen y exuberante, junto a la hospitalaria ciudad de Barahona, abierta a las rutas del turismo. Desde entonces me reconcilié con el paisaje dominicano, y con la ilusión del no iniciado voy descubriendo los misterios poéticos de esta tierra, que con razón amó Colón, guiado por la mano maternal de la Universidad de Santo Domingo.

Y el domingo nos llamó de nuevo. Junto a la ceiba históri-ca. El muelle estaba desierto en la media luz del amanecer. La ciudad dormía, y por las callejas que descienden al puerto iban desembocando los peregrinos de la ilusión. Con fervor me aproximé al tronco mutilado que viera días de pasada grandeza y horas de amarga indecisión, y que ha querido pervivir a través de los siglos para contemplar el renacer de un pueblo que creció a su sombra. Hacía frío, hasta el trópico quiso dulcificarse para ofrecernos el perfume de su intimidad. Y en una amplia motora marchamos, río Ozama, aguas arriba.

La ciudad se perdió bien pronto en un recodo. Y nos que-damos solos con la naturaleza; el sol ascendía acariciando sua-vemente las lomas; y las aguas se rasgaban voluptuosas. Alguien entonó una canción, y un pajarillo respondió en la orilla. Cuando

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llegamos a los Tres Brazos, la lancha se detuvo; el profesor Laude-lino Moreno habló con la seguridad del maestro; varios tomaban nota de sus explicaciones. Y es que la universidad ha emprendido en serio el estudio de la geografía; por eso su Instituto Geográ-fico hace geografía patria, y en la cátedra el Dr. Moreno enseña geografía patria; pero la geografía se hace y se enseña sobre el terreno; por eso los alumnos recorren hoy las rutas del país, y yo he podido revivir mis ensueños de niño.

El río Yabacoa es un burgués apacible, sin complicaciones ni dificultades. Y se desliza suavemente por el amplio valle, se-guro de que en el lugar convenido le esperará su prometida, La Isabela, para continuar puntos hacia el mar, como las vidas que meditara Jorge Manrique. Río ancho, de corriente sosegada, por la que se deslizan los cayucos y barcazas convoyados por pintores-cos campesinos. Otro recuerdo surge en nuestra imaginación, este más reciente, y la savia humorística de Mark Twain nos hace ver en aquellas débiles barquichuelas nuevos Hucks y Toms Sawyer, mientras nuestra motora se adorna con inmensas ruedas de paletas que atruenan la tranquilidad del valle.

Al fin tomamos el cauce estrecho del Dajao. Los árboles se abrazan fraternalmente sobre nuestras cabezas, y zigzagueando a través de un túnel de incomparable belleza, seguimos remontan-do la corriente. A sabiendas de lo que hacía, me di por perdido, y fui feliz. Íbamos en busca de lo desconocido. Una pareja de novios se arrullaba bajo la mirada complaciente de la madre; dos religiosas daban una nueva pincelada al grupo universitario; y la juventud bullía revoltosa de acá para allá. Los barqueros sondea-ban el cauce del río, y más de una rama indiscreta se introdujo desvergonzada para curiosear las entrañas del monstruo que usaba romper la tranquilidad de aquellos parajes.

Atracamos bajo un árbol frondoso. La orilla estaba aparta-da; ello no arredró a algún osado excursionista que ágilmente saltó a tierra. Pronto le siguieron los demás, lo que no fue tarea fácil para algunos, pero las risas y chanzas aligeraron su pesadez. Entonces supe que habíamos llegado, y que la común de La Vic-toria nos esperaba cual oasis acogedor. A ella nos encaminamos,

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no sin refunfuñar por mi parte ante aquella intromisión de la civilización en la ruta de nuestras aventuras.

Las autoridades locales nos salieron a recibir más allá de las pri-meras casas. El síndico, el presidente del Partido, el jefe de Policía… en sus rostros se reflejaba la alegría y la hospitalidad. Saludos, fotos. Y la común nos abrió simbólicamente sus puertas. Calles alineadas, limpias; postes para el alumbrado nocturno; casas de paredes bien pintadas; una amplia plaza en cuyo centro se alza la iglesia y en su torno los edificios oficiales. Entramos en la Casa Ayuntamiento. Y allí estaba, como yo me lo había figurado, con sus ojos audaces y sombrero de ala ancha, con el fusil terciado y botas sobre la rodilla, el señor de Ventimiglia y Bocanegra, el osado corsario dueño de los mares tropicales, el héroe de mis sueños de niño.

Comienzan los discursos de bienvenida, y mientras en nombre del Ayuntamiento se nos declara huéspedes de honor, alguien me cuenta la historia de mi «Corsario Negro»; es el ge-neral Addon,1 héroe local y nacional, y sus aventuras gloriosas no defraudan mis esperanzas. Sigo reconciliándome con el paisaje dominicano. Toca ahora el turno al Dr. Moreno que da las gracias en nombre de la expedición, y ensalza la obra del Benefactor de la Patria. Después nos desperdigamos por el pueblo. Doña Luz, ¡cómo no!, tiene múltiples amistades y pronto nos proporciona ligeros caballos que me hacen recordar otros tiempos heroicos; pero menos fantásticos. Y mientras unos van a la gallera, otros escuchan el poema al Lago de Xaragua que compuso el compa-ñero de excursiones, Epifanio del Castillo.

Más tarde, un baile improvisado unifica todos los grupos. La orquesta la componen rapazuelos de diez a doce años, y cuando alguien se siente conmovido por el entusiasmo del cornetín que lleva el canto y le obsequia con un caramelo, nos quedamos sin música. Los merengues se alternan con los boleros. Hasta que nos avisan para el banquete que nos ofrece el Partido Dominica-no en su local. Un abundante refrigerio y para final, derroche de

1 N/C. Se refiere al general Marcos Adón que combatió contra las tropas hai-tiana que concluyeron en 1856.

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lirismo: doña Delia y Carmencita recitan, Guerrero y Jourdain peroran, Aybar Mella se siente atraído por unos ojos negros; no-sotros hacemos el propósito de aprendernos algún poema para la próxima exclusión, si no, queda uno muy mal. Cierran el acto el Dr. Regús y el profesor Moreno. Y otra vez nos perdemos por el pueblo.

Cuando ya la tarde comienza a declinar, nos encaminamos de nuevo hacia el río. La banda infantil se esfuerza más y más. Y con verdadera emoción nos separamos de estos buenos amigos que hemos encontrado en la común de La Victoria. Después el misterio del río se cierra sobre la lancha. Marchamos hacia atrás: lentamente; porque cuesta dejar estos lugares poéticos. Nuevos cantos, los novios se siguen arrullando. Cuando la motora logra girar, estamos oteando el Yabacao.

Una oportuna avería nos deja a merced de la corriente, y el silencio del atardecer nos obsequia con su poética armonía. Las aguas nos susurran calladamente las leyendas de la selva, y los árboles nos hacen signo de inteligencia. Somos ya iniciados en el gran misterio de la naturaleza. Doña Delia se aísla, para llenarse de colores, y nos habla después de paisajes europeos; yo pienso en el río de mi aldea. Es un instante de recogimiento. Hasta que el motor comienza de nuevo a barbotar. En un rincón, alguien salta y berrea, y sin embargo no amenaza lluvia; el compañeiros yo se tocaire unifica las voces. Al fin el Ozama nos recoge paternal, como el padre que gruñe satisfecho tras la aventurilla inocente del hijo inquieto y revoltoso. Y cuando las primeras sombras descienden sobre la gran ciudad, atracamos al muelle, junto a la ceiba centenaria y a los pies del Alcázar de Colón.

La Universidad de Santo Domingo ha cubierto la segunda de sus grandes excursiones lírico-científicas. A ella, al profesor Moreno, a su Rector, y a quien hace posible el progreso de la cultura patria, el agradecimiento de quienes tienen a orgullo llamarse universitarios.

Periódico listíN diArio, 15 de marzo de 1941.

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Cuando la luna riela en Samaná1

Cuando la luna riela en Samaná, la bahía se viste con galas nupciales y un beso de amor sella el idilio de la leyenda y el mar Caribe. Sus aguas azules se estremecen voluptuosas, acarician-do el misterio que dormita en su seno, y un perfume de poesía embalsama la noche tropical. ¡La bahía de Samaná! La de costas feraces y playas sensuales, la poblada de ensueños y maravillas, la perla escondida del relicario quisqueyano, la tacita argentina de aguas celestes que tiemblan pudorosas al contacto de los rayos de plenilunio.

La motora rezonga en el silencio nocturno; una voz feme-nina canta arrulladora; y varios dormitan. Llevamos tres días de excursión, el cansancio triunfa sobre el lirismo, y en la mente somnolienta se desgrana la cinta del recuerdo. La partida al amanecer del miércoles, cuando todavía las sombras nocturnas arropaban con su manto los muros universitarios y la ciudad dor-mía. El traqueteo de las guaguas rumbo al Este, entre neblinas

1 N/C. Los excursionistas que formaban esta expedición fueron el Dr. Laudeli-no Moreno Fernández y su esposa la Prof. Delia Weber, Elba Cabral, Rosana y Blanca Ortiz, Carmen Hernández, Tatá y Celeste Díaz, Dolores Amiama Díaz, Trina Pérez, Luz Saldaña, Dr. José Cassá Logroño, Lic. Jesús de Galíndez, Char-lie Hauck, Joe Montllor, Luis Emilio Jourdain, Rafael Aybar, Jacinto Mañón del Río, Rafael David Henríquez, Héctor Valdez G., Víctor Mengual, Flavio O. Ber-gés, Epifanio del Castillo, Miguel Ulises de Luna, Duarte Castillo, Rosemberg, Gustavo Wiese, León Schott, Francisco Carvajal, Eduardo y José López Jimeno, José E. Cuello M., Víctor Chalas y Rodolfo Coiscou Weber.

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y cabeceos; San Pedro de Macorís desperezándose a la luz del nuevo día; la ruta polvorienta, entre bosques y revueltas, en pos del Septentrión; Hato Mayor, Villa Trujillo; el sol que asciende en el firmamento. Cuando alcanza la vertical, entramos en Sabana de la Mar, y la bahía se abre ante nosotros.

Recepciones, discursos, comida; no en balde la fama pregona el pescado de aquellos parajes. Más tarde una guitarra suspira a la orilla del mar con dulzuras de bolero y alegrías de los pasodo-bles; la brisa difumina las costas del Norte; y algunos barcos de vela motean el azul marino. Desde la terraza de su casa, nuestro buen amigo Martínez Ubago, hogaño médico de la común, nos recuerda otras nieblas y otras barcas de nuestra patria lejana; y cuando nos llega la hora de partir un abrazo cierra el paréntesis de la ausencia.

En dos esbeltas motoras surcamos las aguas que comienzan a agitarse; la bahía se ensancha hasta perderse a lo lejos; y la cos-ta frontera destaca con fuerza sus líneas gráciles y caprichosas. Agua y cielo; y a lo lejos, a ambos lados, la costa dominicana. Las olas rompen contra los costados del bote que salta riendo cual chiquillo travieso, como los ojos juguetones de Tatá, cuya risa cascabelea sin cesar. Hasta que llegamos a Samaná.

El gobernador Peguero nos espera en el muelle, con auto-ridades y montantes; rostros femeninos que indagan curiosos y sonríen incitantes; el puerto se acurruca zalamero tras los ca-yos que cierran su entrada; y la noche desciende por las lomas. Cuando sus huestes sombrías se apoderan de la ciudad, y la luna comienza su cuarto de centinela, nos encaminamos al local del Partido Dominicano para escuchar la palabra docta del Dr. Mo-reno Fernández, jefe de la expedición. Y un brindis en el club clausura la jornada entre cantos y poemas; doña Delia musita los acordes de su lira exquisita, Carmencita Hernández recita con pasión, Blanquita Ortiz gorjea, Charlie y Joe cantan a dúo; excursionistas y nativos alternan en la palestra; yo mismo cumplí mi promesa de romper el mutismo.

Al despertar, el sol viste con clámides de vivos colores las tie-rras y las aguas; verdes y azules, azules y verdes, con sus manchones

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oscuros y sus motas de blanco. Trepamos hasta la fortaleza y el pa-norama se despliega ante nuestra vista asombrada; con sus aguas dormidas, con sus cayos vigilantes, con sus lomas majestuosas. Esta es la bahía, la que ambicionaran extraños poderes y guardara celosa la Patria con su leyenda y poesía, con su valor político y estratégico, para bajar más tarde al balneario y bautizarnos en las aguas misteriosas de este Jordán del ensueño tropical; agua de coco; bromas y juegos; alguien se dedica al amor con intensidad.

Por la tarde bogamos hacia la playa de Anadel, oasis de fina arena inmaculada, entre lomas cuajadas de verdes cocales que semejan rizada cabellera de majestuoso león; las aguas reflejan sus colores y mil matices de esmeralda brillan en la media luz del atardecer; los ojos de doña Delia brillan también de entusias-mo. Nos sentimos delfines, y sin miedo a tiburones o resfriados competimos en natación, mientras otros pasean bajo los cocales y una voz femenina se eleva hacia las alturas. Color, ensueño, poesía… la playa de Anadel. En la noche una nueva velada nos reúne en los locales del club. Y por ruegos recibidos, me toca pronunciar algunas palabras; hablo con la emoción de lo recién visto y el recuerdo del pasado; para más tarde bromear, mientras los demás compañeros cantan y recitan.

El tercer día nos lleva a recorrer los cayos y las afueras de la población. Las chicas del pueblo, confraternizan con nosotros y sus risas disipan la seriedad científica de la expedición; Nejía, Teté, Zulema… chiquillas encantadoras, con ilusiones de juven-tud y dulzuras de mujer. En nuestra alma iba prendida su última sonrisa cuando anoche marchamos a dormir, para levantarnos en las primeras horas de la madrugada, cuando el pueblo dormi-taba y la luna rielaba sobre el mar. Abur, Samaná, linda y coqueta como una midinette parisina, fragante y sensual como una huri del profeta; con sus paisajes y colores, con su hospitalidad amable, con sus risas de chiquillas.

La cinta del recuerdo se esfuma. Carmencita canta todavía a nuestro lado, Charlie y Joe la acompañan infatigables, y Tatá cabecea en un rincón. Las aguas de la bahía se susurran leyen-das de antaño, de razas que fueron y duendes de las selvas, de

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aventuras y de amores; y la luna se baña perezosa. Cuando el nuevo día comienza a anunciarse en la lejanía, salimos al exte-rior. Hace fresco y Cassá se arropa sobre la toldilla; me siento a su lado y me entrego por entero al encanto poético del pleni-lunio en el cuadro grandioso de la bahía, como enamorado en la noche de su himeneo. Este es el trópico que yo había soñado tantas veces; sólo falta algo, y el deseo vuela hacia quien se halla lejos de aquellos parajes. Cuando los primeros rubíes del nuevo día que se rasga por Samaná, se abrazan con la cinta de plata que huye hacia Occidente, llegamos a Sánchez.

Buenos amigos nos esperan en el muelle y pródigos refrige-rios reaniman nuestros entusiasmos. Las pintorescas calles del pueblo, con sus cuestas y jardines, son dignas de las montañas que se esconden entre nubes más allá. Con ilusión las recorremos, para bajar más tarde al muelle y embarcar en dos botes, camino de Los Haitises. En el uno, más civilizado, embarcan las damas y señores formales, las parejas de enamorados, la gente sensata; en el otro, barco velero abierto a todos los vientos y rayos del sol, embarcamos los «tigres», el manicomio que salió de paseo en busca de un guardacostas invisible: Joe y Charlie, los Jimeno, Mañón, Cassá, el «Coronel»... la cuadrilla sin formulismos, que lo mismo danza y berrea, que pretende emular las aventuras de Morgan. Alguno propone pintar una calavera en la vela, otro buscar un tesoro en el fondo del mar; un coro, tan potente cual desafinado, atruena los aires; las velas se hinchan airosas, y la proa hiende las olas rizadas. El sol cae a plomo sobre la barca. Mediodía. La bahía refulge consciente de su belleza.

La costa sur de nuevo, con sus cayos y revueltas. Y en una de ellas las Bocas del Infierno. No es fácil ganar la tierra, pero ¿qué importa a unos osados navegantes?, todo es cuestión de saltar de rama en rama, para luego trepar de roca en roca hasta la entrada de las cavernas. Y después… ¿Habéis leído de niños aquellos cuentos de Alí Babá y los cuarenta ladrones? Seguro que la mágica caverna obediente al conjuro del «Sésamo» no ofrecería una riqueza de grandiosidad y misterio, cual estas cue-vas de la Bahía. Mientras el Dr. Moreno se complace en divagar

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sobre estalactitas, estalagmitas y demás motivos prosaicos, varios husmeamos en busca de huellas; algunos murciélagos revolotean asustados; al fin hayamos una oquedad por la que nos deslizamos a rastras unos metros; me acuerdo de Julio Verne; hacia el fondo se escucha el rumor de las palabras científicas, cada vez más opa-cas; ¡pobre gente! Encontrar una explicación al misterio… Por fin termina el túnel, y una segunda caverna más grande y oscura nos engulle en su seno; hacia lo alto se filtran unos rayos de luz, trepamos hasta ellos, y a través de un amplio balcón, colgados en las alturas contemplamos allá lejos, muy lejos, la silueta del Dr. Moreno que se recorta en la claridad que viene del exterior; no oímos sus palabras y sus gestos semejan una maravillosa pesadilla; pronto aparecerán los enanos que nos guiarán hacia las minas de diamantes y la linda Blancanieves que duerme esperando el primer beso de amor. Una carcajada se escucha al otro lado de la caverna, y una piedra se desprende de la bóveda. Es Tatá que ha entrado por otra galería; tras ella más excursionistas. Se rompió el sueño, y la realidad nos devuelve a la bahía.

Costeamos los cayos del Sur. Dos tiburones flirtean descara-dos y algunos patos se hacen la toilette. Charlie duerme a popa. De pronto las aguas se encrespan, las olas crecen y rompen contra la barca pesquera. Una fuerte marejada se ha desatado. Velozmente recogemos velas y cortamos valientes las ondas que el viento arroja hacia el Sur. Hemos perdido de vista al otro bote, y el naufragio nos parece una halagüeña perspectiva; la pena es no conocer ninguna isla desierta por aquí cerca, todo son costas habitadas; de esta manera, decididamente, no se puede ser pira-ta. Y Charlie se nos duerme de nuevo. Cuando ganamos la costa norte, viramos un cuarto e izamos todas las velas; la lona se hin-cha, la barca se inclina y corta velozmente las aguas encrespadas; de pie en la popa recito los versos de Espronceda:

Navega velero mío sin temorque ni tormenta ni bonanza,tu rumbo a torcer alcanzani a quebrantar tu valor.

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De nuevo el deseo vuela hacia lo lejos, hacia quien quisié-ramos tener muy cerca, cundo la luna riela sobre las aguas dor-midas de la bahía, y cuando sus aguas se encrespan juguetonas. ¡La bahía de Samaná! Voluptuosa y pasional como las hijas del trópico.

Terminó el viaje. Sánchez nos espera envuelta entre la llo-vizna, la misma que arrulló mi primera juventud; una nostalgia de recuerdos y melancolías me embarga el alma, y deambulo al azar por las callejas empinadas de la aldea. Me cuesta abandonar estos lugares, pero las vacaciones tocan a su fin, y es forzoso par-tir. Pero antes nos despiden estos buenos amigos con un baile en el casino. Bisamos los números de Samaná, y Elba Cabral se une a las declamadoras; también Bergés que nos saluda en nombre de la común; el «Compañeiro» resuena con tristezas de despedida. Carmencita saborea los últimos sorbos de la ilusión; Charlie danza al estilo de Hawai. Hasta que caemos rendidos por agotamiento.

El nuevo día nos arranca del maravilloso paisaje de la bahía. El ferrocarril, que galantemente se para varias veces en ruta y nos permite ofrendar unos lirios a doña Delia, alma de la expe-dición; Villa Rivas, San Francisco de Macorís, el Cibao, la Cum-bre… Llueve y la noche se apodera de la expedición. Muchos dormitan, pero sus sueños son multicolores, como la bahía de Samaná.

Se ha cumplido una nueva excursión científica de la Facultad de Filosofía. La tierra dominicana va siendo una realidad para los hijos de la universidad, y sus maravillosos paisajes se adueñan del alma del extranjero que llegó a estos parajes con anhelos de ilusión. Loor a los que cooperan en tales iniciativas, loor a quienes las hacen posible.

Periódico listíN diArio, 26 de abril de 1941.

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El martes comenzaron las clases

El martes comenzaron las clases, y cual bandadas de alegres pajarillos, han vuelto a cobijarse los ilustres personajillos bajo el regazo tutelar de sus maestros. ¡Feliz edad en que se ríe sin saber por qué, y por doquiera se descubren aventuras y misterios!

En el álbum de mis recuerdos, que tantas veces gusto en hojear cuando la vida no me arrastra para añadirle nuevas es-tampas, cobran estos días inusitado vigor aquellas imágenes, ya un tanto amarillentas, por las peripecias más que por el tiempo, de mi no muy lejana niñez.

Fin de septiembre europeo; mes otoñal en que las hojas se doran y el sol comenzaba a flirtear con la neblina mañanera. Los viejos colegios se desperezan, despertados por las risas cantarinas que llegan plenas de aromas campestres y risueñas travesuras.

El mío era grande, inmenso, aislado en medio de frondoso parque, de cuya espesura escapaban las cuatro torrecillas que oteaban la lejana ciudad. Para saludar a los colegios que regre-saban; para animar a los que gimoteaban recordando el calor maternal y los goces de las vacaciones, que no eran pocos por cierto.

Revuelo de baúles y saludos; caras nuevas, de alumnos y pro-fesores; los patios se agitan gozosos, llegaron sus amigotes; y en el campanario canturrea el vetusto reloj conventual. Que todo es confusión en un primer día de clase; mañana vendrá la discipli-na, o pasado tal vez; hoy es día de contarse secretos y mentiras.

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—Yo tenía una caverna para mí sólo. Y hacía de Alí Babá, y tenía hasta quince ladrones. Una vez…

—Bah, eso no es nada. Yo tenía una isla desierta en medio del río; con unos árboles así de grandes, y por la noche las lechu-zas silbaban…

—Yo descubrí en mi casa un desván lleno de baúles y telarañas…

—Y yo una casita de mi tío en la orilla del mar…Misterio, aventuras, ensueños de la edad feliz. El largo comedor

semejaba un gallinero a la hora de repartir la pitanza. Los mayores, los que ascendieron de clase, presumen y miran con aire protector a los más pequeños; los recién llegados lo contemplan todo recelo-sos, con ojos muy abiertos en los que a veces brilla un lagrimón.

Al caer la noche, la capilla imponía el primer silencio a la masa colegial. Y la gótica nave se difuminaba en la penumbra, apenas rota por la luz que alumbraba al Santísimo. Aquel era el nuevo misterio, la nueva aventura que se abría a nuestros ojos.

La aventura de un nuevo curso, con sus tediosas horas de es-tudio y sus ruidosas de recreo; con sus interminables corredores embaldosados por los que se deslizaban las dobles filas de alum-nos; con su dormitorio comunal, en que sollozaban las primeras noches los más hogareños, y a veces se deslizaba la sombra de algún émulo de Tartarín en busca de fantásticas hazañas noctur-nas que luego contar.

Feliz edad, en la que se ríe sin saber por qué, y por doquiera se descubren misterios y aventuras. Muchos son los recuerdos de mi vida, no en balde su oleaje me zarandeó, pero de todos ellos los más dulces y sabrosos son sin duda los de mi niñez colegial, cuando saboreaba el presente sin pensar en el mañana, sin pre-ocupaciones, sin ansias, sin rencores.

La vida puede sonreírnos con sus colores más atractivos, puede ofrecernos sus encantos y preseas, puede tentarnos con la gloria, la riqueza, el amor. Mas ¿qué es todo junto a la pasada inocencia, esa inocencia que brilla en los ojuelos de los ilustres personajillos que cual bandadas de alegres pajarillos corren a cobijarse de nuevo en el regazo de sus maestros?

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 317

Edad feliz, y felices maestros que en sus manos tienen la má-gica varita que abra esos capullos sedientos de sorpresas; de ellos depende que la sorpresa sea risueña y optimista como un ama-necer de primavera, de ellos depende el futuro de esas criaturas que creen en la vida porque aún no aprendieron a pensar.

El martes se abrieron las clases… Y en lo más íntimo todos volvimos a nuestra infancia.

revista CosmopolitA,núm. 510, 7 de octubre de 1941.

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Cinco leyendas del trópico1

Homenajea la isla de Quisqueya, crisol de razas y antesala de América, por

cuyas selvas y ruinas vagan todavía espectros románticos de indios masacrados y aguerridos colonos, de osados piratas y esclavos de negra

piel, susurrando leyendas y recuerdos de siglos y razas que fueron; en el primer centenario del pueblo que surgió en ella, con herencia de

siglos y optimismo de juventud; como tributo sincero de gratitud hacia los hombres que en la desgracia me brindaron un hogar.

El Bahoruco.2Leyenda del Lago Enriquillo

El sol caía a plomo sobre los arenales, y el motor rezongaba jadeante y sediento en el silencio de la maleza solitaria. Las

1 N/C. Este libro de novelas fue publicado por primera vez por la Imprenta La Opinión, en el 1944, y adornaba su portada un dibujo del también republicano español José Gausachs. Más tarde, en el 1984, Editora Taller lo volvió a publicar.

2 N/C. «Bahoruco. Leyenda del Lago Enriquillo» fue galardonada con el primer premio en el concurso Literario del Primer Centenario de la Repú-blica Dominicana, del 27 de febrero de 1944, organizado por la Secretaría de Estado de Educación y Bellas Artes. Sirvieron como jurado: Luis Emilio Alemar, quien fungió de presidente; y como vocales Guido Despradel Batista y Vicente Tolentino Rojas, cuyo veredicto decía: «Por el motivo de su tema, hondamente arraigado al alma nacional; por lo original y sugerente de sus símiles y de sus imágenes, y muy especialmente, por la brillantez y propiedad del estilo en que está escrito, este jurado calificador, después de ponderar con la mayor detención posible los quince trabajos entregados a su deliberación, a acordado conceder el Primer Premio al trabajo intitulado “El Bahoruco”, y el cual lleva por lema “Soy de una raza que fue”».

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conversaciones habían muerto mucho antes, y el que más y el que menos, cabeceaba en la monotonía azul del cielo y lago, a lo lejos rota por la maciza mole del Bohoruco.

Largo viaje costeando el Lago Enriquillo, en pos de la remo-ta cueva indígena que atrajera nuestra curiosidad. «Las Caritas». Minúsculo letrero en el mapa, ignoto refugio de una raza que fue. Perdida en el corazón de la isla, lejos de toda comunicación, celosa de sus misterios y recuerdos.

Horas, y horas, sin tropezar con ser viviente, bajo el sol cani-cular. Y al fin, un grito de nuestro guía. Habíamos llegado. Empi-nado murallón de rocas superpuestas, por las que fue duro trepar. Hasta la diminuta cueva recatada en las alturas, y abierta de cara a las aguas muertas del mar aprisionado entre montañas.

Unos rústicos diseños de rostros quizás humanos, que algún día fueron ídolos de la selva; grabados hace siglos en la roca, hogaño variolosa y carcomida por los temporales. Y al pie de ellos, anacronismo vivo en la eterna quietud de la naturaleza, dos iniciales, MR, grandes, seguras, unidas en un trazo central. Huella de la civilización invasora junto a la idolatría indígena, mezcla incomprensible de símbolos enemigos; y, sin embargo, unidos en la misma clausura pudorosa, con una pátina igual de siglos, que grietas y poros comunes atestiguan.

Era la curiosidad que nos sacara de las comodidades de la ciu-dad lejanísima para perdernos en aquella inhóspita soledad. El mis-terio que en vano quisieron explicar los entendidos; cuya cháchara rompió por varios minutos el majestuoso silencio de la sierra.

Y no pudiendo aguantarles, me alejé. Para tumbarme en la penumbra de otras rocas recatadas, y soñar en el pasado.

Ante mis ojos se desplegaba la maravillosa región que un día fuera refugio inviolable del cacique indio Guarocuya. Selvas vírgenes de cactus gigantescos, rotas a las veces por exuberantes oasis en los que la palmera se yergue consciente de su hermo-sura. En que dormitan los caimanes, y los flamencos rosados planean sobre las aguas dormidas de aquel trozo de mar tendido al pie del Bahoruco. Legendaria comarca en que no se admira al cacique, porque se le envidia.

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El sol de prima tarde, el cansancio del viaje, la soledad, el silencio, el contraste de luz y sombra… todo se aunó para amo-dorrarme. Y caí sumido en hondo sopor, en que mis ensueños se desataron. Pesadillas, fantasmas, que no recuerdo y que en vano he tratado de evocar después.

Sólo conservo el eco de su voz, grave y serena, preñada de si-glos. La voz de Mairabú, que a retazos aún resuena en mis oídos, cuando cierro los ojos en las caliginosas tardes de sol sin nubes.

I

¡Duerme, viajero, duerme! Cierra tus ojos profanos a la mor-bosa curiosidad del presente, y ábrelos con fervor al recuerdo del pasado. ¡Duerme, viajero, duerme! Liberta tu alma de las ligaduras terrenas, de la noción del tiempo, espacio y realidad; y déjala volar, libre, en las inmensas regiones del mito y la verdad, que parece fantasía.

Alza tu vista hacia poniente. Ahí está, inmóvil, vencedor del mar. ¡El Bahoruco!

Eres hijo de la montaña y tu corazón sabrá sentir la gran epo-peya. Por eso te hablo, porque somos hermanos; los demás nada sabrán. Son hijos de la llanura, descendientes de los hombres que vinieron por el mar, y jamás descifrarán los misterios de la cordillera cien veces secular. La que venció a sus antepasados.

¡El Bahoruco!Ya no quedan hombres de mi raza. Soy el último espectro

que vaga por las sendas que abrieron las tribus que fueron un día. Y mis susurros son la única plegaria que se alza hacia el fir-mamento rindiendo pleitesía a los dioses de la montaña. Todos se fueron tras la cristiana y tan sólo quedamos ella y yo. Esperan-do el día en que resurja la raza aniquilada. En las selvas vírgenes de la montaña inmortal.

¡El Bahoruco!...

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II

Sube, remonta la corriente de siglos. Que ha ya muchas lunas que pasó. Había entonces una tierra de pasmosa exuberancia, en la que los murmullos de sus valles y montañas entonaban la sin par sinfonía de la plenitud. Plenitud en la entraña de sus campos, plenitud en el vigor de sus hombres, plenitud en la hermosura de sus mujeres.

Y su juventud eterna encendía los deseos y afilaba los cuchillos de los celos. Fragancia de tierra virgen, por todos disputada. Por el mar, que golosamente lamía sus playas con la avidez del macho que besa la mano femenina ansiando ocultos encantos. Y por el viento, que rizaba sus bosques y praderas, cual mano febril que acaricia la sedeña cabellera de la doncella de carnes apretadas. Y por el sol, que patinaba su piel nacarada. Y por la lluvia, que mitigaba sus ardores. Y por la luna, que la musitaba poemas de amor y ternura en el silencio de la noche tropical.

Hasta que cierto día la tragedia desató sus amarras. Fue pri-mero el viento, que, loco de deseos, la arrebató entre sus brazos queriendo poseerla. Antes la había arrullado con brisas de can-tinela que hacían cosquillear de emoción su piel aterciopelada, al cantar a través de los valles y montañas; retozaban, y el cierzo, al rozar los picos de la cordillera, gritaba cual chiquillo travieso. Más su sangre era ardiente, y la opulencia de la tierra virgen, sin granarse, encendió la hoguera de la pasión. Los murmullos se trocaron en jadeos, y los besos en mordiscos que desfloraban galas y preseas.

Y fue entonces cuando las aguas del mar se agitaron. La fie-bre del deseo las contagió. Y treparon por las carnes de la tierra joven, y supieron morder sus labios también. Fue el duelo de dos colosos, en disputa por una presa sin igual. Y el huracán bramó en las alturas. Y las aguas chocaron entre sí. Y la naturaleza en-mudeció. Y el firmamento perdió su luz.

El vendaval crecía, y en el furor de su pasión zarandeaba la tierra que tanto deseó; su abrazo era de muerte. Y las selvas

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fueron barridas, y los hombres triturados, y la doncella perdió su lozanía en aras del amor.

Mas las aguas no soltaban su presa, y si fuerte era el rugido del vendaval, más fuerte era el bramar del océano; y si mortal el abrazo del ciclón, más lo eran los besos del mar. Y sus olas entraron por los cañaverales, y abnegaron los valles, y trepa-ron por las colinas, y arrasaron los bosques, y avanzaron más y más.

Venció el mar en la contienda, y avaro de la presa conquis-tada la arrastró al arcano de su seno insondable. Tus científicos pretenden explicar la gran catástrofe… ¡ilusos!; que jamás pre-sentirán el gran drama pasional, el hercúleo rapto de una tierra y de una raza en la plenitud de su belleza.

Mas la raza había muerto. La mataron los abrazos del viento y los besos del mar. Y las aguas sepultaron aquella tierra virgen que desatara las amarras de la tragedia. Con codicia de avaro, allá en lo más profundo, bien lejos del viento, y de la lluvia, y del sol. Celoso de sus encantos.

Y allí duerme su himeneo secular de misterio y de muerte, de pasiones y ternura, la raza que escogieron los dioses para llevarla al paraíso dorado del mito. Sueño de siglos. Misterio de celos y pasiones. Y el mar todavía la mima con fervores de enamorado; por ella viste sus mejores galas, y pide prestados del arco iris sus más lindos tonos verdes y azules. Y la arrulla al caer la tarde y al nacer el nuevo día. Que aún teme perderla.

Porque sabe que no la domeñó. Y ahí está, vencido, humi-llado, lamiendo las faldas de la montaña virgen, inviolable. Que cuando las olas se lanzaron victoriosas al goce frenético de aque-llas tierras ubérrimas y palpitantes, rasgando las selvas y praderas que cubrían su desnudez, la montaña se alzó gigante, con hercú-leo esfuerzo que tensó los músculos de sus valles y laderas.

Las aguas del mar cubrieron llanuras y vegas, anegaron selvas y campiñas, y ciegas de deseos se lanzaron al asalto de las alturas. Era el macho en la orgía del rapto ritual. Y treparon hasta las primeras colinas, hasta aquí, viajero, hasta aquí llegó el mar en su osadía.

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Mas la montaña, en postrer esfuerzo, al sentir los besos del océano en la sensibilidad de sus pechos erectos, cerró los brazos de sus dos cordilleras, y en mortal abrazo atenazó al osado galán, que al fin pereció en la porfía.

Y ahí quedó para siempre aprisionado en el regazo de la virgen estatuaria que venció su frenesí. Muriendo lentamente, en agonía de siglos y deseos, sediento de amores, que agostan la lozanía y vigor de antaño.

¡Mira, viajero, mira! Hasta aquí llegaron un día sus aguas. Esos fósiles marinos que alfombran las laderas de la cordillera, son las preseas que arrebató en su loca carrera a través de las tierras poseídas. Y hoy apenas si es coquetón espejo en que se recrea la montaña cuando al llegar la aurora, la brisa peina su cabellera de boscajes.

A veces, todavía, el mar se encrespa y quiere lanzarse de nue-vo a la conquista de la montaña que rechazó sus ardores. Y pide ayuda al huracán, su rival de antaño, para domeñar su obstinada virginidad. Pero es en vano.

Que el Bahoruco venció al mar…

III

Mucho habían descendido las aguas ya. Y parte de las ve-gas antaño cubiertas por el mar, habían resurgido a la luz del sol. Feraces como nunca. Y en sus selvas y campiñas retoza-ban los hijos de aquellos escasos moradores que a tiempo se refugiaron en las crestas de la cordillera cuando la tragedia sobrevino.

¡Mis hermanos! Los hombres de mi tribu. Hijos de la mon-taña virgen, cuyas entrañas amamantaron la niñez de la nueva raza. Bella como la antigua, ágil y fuerte.

La naturaleza nos brindaba sustento y cobijo, amor y poesía. Y en los crepúsculos vespertinos se alzaba el coro armonioso de los himnos rituales a los dioses tutelares de la montaña invenci-ble. Días de paz, días de felicidad.

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Hasta que llegaron los hijos del mar. Armados de pesadas vestimentas y armaduras, espada al brazo y traición en el alma. Y el rumor de sus rapiñas en cercanas comarcas precedió a su visi-ta. Que las tierras de Jaragua estaban lejos y el desierto protegía nuestras vegas.

Emisarios fugitivos nos hablaron de poblados incendiados y tribus masacradas. De férreas corazas en que las flechas se quebraban. De monstruosos gigantes, mitad hombres, mitad animales. De extraños bastones que vomitaban rayos y truenos. De canoas inmensas surgidas del lejano horizonte. De prédicas sacrílegas contra los dioses de los antepasados.

Una a una las tribus eran sometidas por los sanguinarios hijos del mar. Algún tiempo, la sagacidad del cacique Caonabo, gran guerrero de allende las montañas, mantuvo encendida la espe-ranza de las tribus que restaban. Mas al fin sucumbió, engañado por la lengua falaz del invasor. Y la esclavitud descendió sobre los hombres, y la rapiña sobre las tierras.

Sólo restaba Jaragua, la tribu escogida, la mimada de la mon-taña. Al pie del gran Bahoruco. Y gobernada por una mujer: Anacaona. La que fuera esposa del gran Caonabo, y sucesora de Bohechío…

IV

¡Los hijos del mar! Aún los veo aquella tarde imborrable. Que la sombra sangrienta de su traición cada día se refleja a la misma hora sobre las aguas del lago.

Ovando se llamaba el caudillo felón. Enteco, recomido por el odio y la ambición. Guarnecido de sedas y brocados, la sonrisa en los labios y la doblez en el corazón. Dijo venir como amigo, y como amigo fue recibido. Que el indio aún odiar no sabía.

Y en las vegas de Jaragua se alzaron los ecos del areito ritual. Las doncellas danzaron exhibiendo su virginal hermosura. Y los guerreros bordaron los ritmos marciales. En honor de los recién llegados.

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Anacaona, majestuosa en su rústico sitial, sonreía complaci-da. Y los caciques del valle y la montaña cerraban corro respe-tuoso en torno a la reina de Jaragua. Entre ellos me hallaba yo, supremo sacerdote de las tribus del Bahoruco.

Y desde allí le vi. Sentado a la diestra de la confiada soberana, rodeado de sus oficiales armados de férreas corazas que relumbra-ban bajo los rayos del sol poniente. Sus ojos lujuriosos marchita-ban la ingenua desnudez de las danzarinas, y sus labios sonreían jactanciosos. Que se sentía fuerte y seguro de su golpe de astucia.

Al fin los bailes y cantos cesaron; y puesto en pie, brindó a su vez a la reina las danzas bélicas de su pueblo. Que los nuestros aceptaron complacidos y curiosos. De su garganta brotaron roncas voces de mando. Parte de sus hombres montaron a caballo, lanza en ristre, visera calada. El resto se desplegó con presteza, en giros que ingenuos creímos vistosos. Y el silencio cayó sobre la llanura.

De pronto resonó el clarín. Estridente alarido de odio en la placidez de la tarde. Los corceles partieron al galope; sus lanzas buscaron los pechos indígenas, inmóviles en la macabra sor-presa; y la sangre generosa de mis hermanos regó la tierra que antes abonara su sudor. Anacaona, rodeada por la escolta del jefe blanco, fue amarrada y escarnecida; los caciques degollados a sus plantas; y hombres y mujeres alanceados sin piedad.

Cruel carnicería de unas tribus engalanadas para la fiesta de bienvenida que se trocó en gigantesco velorio funeral. Y cuando la orgía sangrienta cesó, cuando los demonios del mar saciaron su lujuria bestial en la carne adolescente, la tea incendiaria com-pletó su obra de destrucción.

Rojas llamaradas que apagaron los rubíes del crepúsculo. Pós-tumo homenaje a las tribus de Jaragua, masacradas a traición.

Por los hombres del mar…

V

Y transcurrió una generación, de huérfanos sin padres y an-cianos impotentes. No más vegas, ni más risas; no más danzas, ni

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más libertad. La esclavitud ganó los llanos, y la montaña acogió a los que quedaban. Como siglos atrás, cuando el mar sepultó la tierra codiciada.

Y refugiado en esta cueva, donde antaño se alzaron los areítos de acción de gracias a los dioses del Bahoruco, sobre las aguas recién vencidas, vi transcurrir las lunas de amargura, esperando su llegada.

¡Guarocuya! Hijo de Magicatex, el caudillo de la montaña, inmolado en la gran matanza. Último vástago de los hombres que dirigieron la inmigración en los días del cataclismo. El elegi-do por los dioses. ¡Guarocuya!

Yo lo salvé de entre las pezuñas de los caballos, empapado en la sangre de los suyos. Y con él huí más tarde hacia la cordillera, en pos de Guaroa; hasta que pereció. Después me lo arrebataron; para llevarlo con su tía Higuemota en la ciudad de los felones, y hacérmelo cristiano. A él, hijo de la montaña inexpugnable; a él, ungido de la raza inmortal.

Mas al fin volvió. Que la sangre viril que corría por sus venas, no toleraba el látigo del señor. Y sintió la llamada de sus mayores.

Con él vinieron los caciques que quedaban, los últimos gue-rreros de las tribus seculares. Incaqueca y Maybona, Higuamuco y Matayco, Antrabagures el anciano, Tamayo el valeroso, y tantos más. Puñado de valientes, hijos de la cordillera. Y en sus primeros desfi-laderos resonó el grito olvidado de guerra que congregó a las tribus esparcidas, y rompió el yugo de los esclavizados en la llanura.

Que había llegado la hora de la revancha. El Bahoruco se alzaba de nuevo, como antaño, desafiando la invasión, y los hijos de la montaña cerraban paso a los hijos del mar.

¡Más de cien lunas, duró la lucha, viajero, más de cien lunas de epopeya triunfal!

Uno a uno fueron atacando los caudillos de la llanura; y uno a uno fueron sucumbiendo en la demanda. Sus cuerpos venían cubiertos de armaduras, mas el hierro resistir no podía la maciza mole de las rocas desgajadas de sus asientos seculares. Y los caba-llos que veloces regaban de cadáveres la llanura, en vano intenta-ban trepar por los desfiladeros misteriosos de la cordillera.

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Badillo, Zuazo, Ortiz… capitanes orgullosos, que llegaron en son de jactancia y huyeron avergonzados. Perseguidos a las veces por la osada intrepidez de Tamayo.

La montaña del Bahoruco se trocó en clarín de redención para los indios esclavizados. Y su nombre símbolo de oprobio para los hijos del mar; los invictos conquistadores de tribus indefensas.

Cerrados los pasos de la montaña por centinelas eternamente vigilantes, las orillas del mar aprisionado en rehenes se trocaron fértiles vergeles para el pueblo que renacía. Hoy las vegas están silenciosas y sólo se oyen los rumores de la selva virgen; mas en aquellos días, desde estas alturas, escuché la sin par sinfonía del trabajo fecundo. Y mi pueblo resurgió.

La montaña le amamantó con la savia de sus entrañas. Y en las noches de plenilunio se alzaron al cielo los areítos de los ante-pasados. En recuerdo de los idos; en visión optimista del futuro.

Hasta entonar el gran areíto de la victoria, el día que el Gran Cacique del Mar envió sus emisarios para sellar la paz con el Señor del Bahoruco.

Aquí mismo, viajero; en esa cueva sagrada. Donde ofrendé los sacrificios rituales en la soledad de los días de amargura. Donde los viejos contemplaron la sumisión del mar. Ante las efigies que ellos grabaron. Y a su pie, en eterno testimonio de su promesa, quedaron grabadas sus iniciales: MR, Majestad Real.

Barrio-Nuevo se llamaba el enviado. Y, aunque armado de corazas y de espadas, llegó hasta aquí porque vino en son de paz. A ofrecerla en nombre de su pueblo; por orden de su señor, el Gran Cacique del Mar, rey y emperador.

Donde tú estás sentado, se acomodaron sus hombres. Can-sados por la gran caminata; amodorrados por el sol; humillados por su derrota. Y él solo avanzó hacia Guarocuya; que le aguar-daba, fuerte, señorial, en la plenitud de su madurez curtida por la lucha y la intemperie. La intrepidez brillaba en sus ojos, y la sonrisa curvaba sus labios.

«Don Enrique» fue llamado, y las más lisonjeras palabras de idioma castellano desfloraron la letanía de alabanzas y promesas.

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 329

El Gran Cacique del Mar quería ser su amigo, y juraba ante su Dios respetar para siempre la libertad del indio. Palabras, lison-jas, que sonaban a traición.

Mas mi pueblo las creyó. Y la paz fue sellada en el santuario de la montaña…

VI

Ya no quedan hombres de mi raza. Que todos creyeron las palabras melifluas del vencido, y tras él se fueron a la llanura. En pos de la cristiana, de Mencía, la mestiza renegada. Que Guaro-cuya venció en la guerra, y fue vencido por el amor.

Ya no quedan hombres de mi raza. Que murieron de tristeza lejos de sus vegas y montañas. Y en Boyá reposa el gran cemente-rio de las tribus que creyeron la palabra falaz del invasor.

Ya no quedan hombres de mi raza. Sólo quedamos ella y yo. La montaña de Bahoruco y el espectro de Mairabú. La montaña virgen que ahogó al mar en su lujuria, y ofrendó refugio a los hijos de mi tribu hasta vencer a los hijos del mar.

Ahí la tienes, viajero, virgen e inexpugnable. El mar llegó hasta aquí, y quedó aprisionado. Sus hijos llegaron hasta aquí, y perecieron en la demanda. Todo parece muerto. Sólo yo sé la gran epopeya. Sólo yo sé que ese minúsculo lago es lo que resta del mar devorador de tierras y de selvas. Sólo yo sé que esas ini-ciales, MR, que atrajeron tu profana curiosidad, son testimonio perenne de la derrota de los hijos del mar. Sólo yo sé que los caimanes del lago son guerreros prisioneros que penan su sacrí-lega osadía. Sólo yo sé que los flamencos rosados que vuelan en el crepúsculo son las doncellas vírgenes de mi tribu que esperan el resurgir de la raza. Sólo yo sé que el Bahoruco venció al mar y será eternamente invencible…

Comenzaba a caer la tarde cuando los gritos de mis compañeros de viaje disiparon mi amodorramiento. Las aguas del lago reflejaban los últimos rayos del sol que se hundían tras la cordillera. Y algunos flamencos volaban en triángulo hacia la isla de las Cabras.

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El zumbido de un motor rompió el silencio del inmenso an-fiteatro; y un pesado avión de transporte cruzó hacia poniente. Acaso todo fuera un sueño, acaso Mairabú fuera delirio de mi sopor; mas por encima del mar y de montaña cruzaban vencedo-res los modernos hijos del aire.

Aunque, ¿quién sabe? Quizás un día el Bahoruco los aplaste como a insectos molestos.

Tormenta en Haina.Leyenda de las ruinas de Engombe

Ayer tarde te he visto, y no quisiste mirarme. ¡Qué bonita estabas!

El recuerdo de tu desvío me obsesionaba, y al llegar la noche, no pudiendo resistir la tortura, tomé el caballo y me lancé a galo-par por la carretera. Los árboles y bohíos se perdían velozmente entre las sombras, y en el cielo brillaba la luna llena. Ya cerca de Haina, los cocuyos lucieron entre las palmeras; y me detuve junto al puente.

Las aguas del río se deslizaban mansamente, sin prisas ni rui-dos, para no despertar a la luna que se había dormido cuando se bañaba a orillas de la isleta. Junto al mar, la línea blanca de la playa decía adiós a un velero vagabundo; y en la lejanía resonaba una tambora.

Silencio nocturno; poblado de sonidos misteriosos. A solas con la naturaleza; que bien pronto me ganó. Y por un sendero zigzagueante bajé a la margen del río, donde un cayuco oscilaba cadenciosamente. Y remé aguas arriba.

El mundo civilizado quedaba bien lejos; y sólo traje conmigo tu recuerdo obsesionante. Las aguas se rasgaban voluptuosamen-te; de la selva brotaba un aroma de sensualidad; y la luna, más grande que nunca, jugaba al escondite tras de negros nubarro-nes que avanzaban tierra adentro.

El primer relámpago bañó en fuego las palmeras y beju-cos, y el primer trueno repercutió en las montañas lejanas.

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La selva entera ardía, y gruesos goterones mordieron la tierra palpitante. Era la orgía de dos viejos amantes insaciables: la selva y el huracán.

Bogué hacia la orilla. Estaba junto a las ruinas de Engombe, y, atando el cayuco a un matorral, trepé hacia el palacio. El agua-cero rugía sobre los herbazales, y el vendaval doblegaba las matas de naranjo. Al ganar techado, la tierra tembló y una ceiba se inflamó tocada por el rayo. Torrentes de agua se volcaban, entre sombras y resplandores. Y empapado, me acurruqué en el único rincón resguardado.

¡Qué grandiosa es la naturaleza en día de tormenta! Cuando sus furores decrecieron, caí adormilado. La lluvia canturreaba monótonamente, y a veces la luna me guiñaba tras un girón de las nubes.

Y fue entonces cuando te sentí junto a mi vera, y tus labios comenzaron a musitar.

***

¿Quién eres, extranjero, que vienes a romper el arcano de estas ruinas seculares? No te conozco… Pero no me lo digas, no me importa. Te pareces a él, a la luz de los relámpagos, y me has inspirado confianza. Vamos a charlar, nunca tengo nadie con quien hacerlo; que este palacio derruido inspira pesadillas de aquelarre, y los vivos huyen de sus cercanías, cuando el rayo descarga sobre la selva. Y, sin embargo, un día, hace ya siglos, fue testigo de mi dicha.

¿No me conoces, verdad? No es posible, tu vida se cuenta por años, y mi recuerdo se cuenta ya por siglos. Soy Yolanda de Engombe. Ha luengo tiempo fui la castellana de este palacio, la reina de este valle; los hombres aseguraban que era bonita y llegaron a matarse por mi sonrisa. Entonces, el río llegaba casi hasta los umbrales del caserón de mi señor padre, y cientos de esclavos trabajaban en sus minas y trapiches. Éramos ricos, muy

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ricos. ¿Ves estos aposentos hundidos, ves esas piedras bambolean-tes, ves esas hiedras que trepan por las paredes, ves esa mata que creció en la ventana? Vinieron a sustituir a los tapices y brocados, y la selva ganó su puesto al jardín.

Te has venido a refugiar, extranjero, en mi alcoba de donce-lla; y no sabes los recuerdos que guardan estos muros agrietados. Junto a ese ventanal cuarteado se hallaba mi lecho virginal, y más de una noche me he incorporado trémula para escuchar los su-surros de Guaroa tras de la celosía. ¡Qué fogoso era su lenguaje, y qué cosas tan tiernas sabía decir!

Era un trabajador, un esclavo de mi padre. Un hijo de las razas indígenas domeñadas por mi abuelo y sus camaradas. Le trajeron de tierras lejanas, nadie sabía de dónde, más allá de los montes, acaso más allá de los mares. Y en la humillación de su esclavitud, sabía guardar ademanes de nobleza. Que sus compa-ñeros le respetaban, y su mirada era de águila.

Más de una vez le había tropezado en mis paseos por el valle, y con gentil donaire apartó las zarzas que estorbaban mi camino. Una tarde le encontré cerca de la cañada que baja de la colina; los nardos habían florecido, y él me esperaba con una brazada.

—Los primeros nardos deben ser para la más hermosa flor de este valle.

Me dijo con su acento extraño; y sus labios sonrieron, casi irónicos, casi insinuantes. Debí enrojecer pudorosa, porque ape-nas supe balbucir las gracias por su homenaje. Y desde entonces le topé casi a diario; al caer la tarde, cuando el crepúsculo baña con su mágica paleta las montañas de occidente, gustaba deam-bular cerca del río o marchar hacia los palmares, y estaba segura de encontrarle, con su sonrisa optimista, sus andares decididos. En ocasiones llevaba cestas de frutos que me brindaba con gen-tileza; otras musitaba canciones en su idioma, dulces como la miel. ¡Cuánto hubiera dado por conocerlas!

Un día, mi señor padre marchó a la ciudad; un barco había arribado de España, y en él venían mercancías y despachos que recoger. Llevó consigo a varios esclavos, y al llegar las sombras de la noche regresaron solos con la carga, que mi padre se quedaba

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a pernoctar. Guaroa llevó hasta la sala algunos presentes y rega-los, y al retirarse, tomó mi mano y la besó; pero en sus ojos no brillaba el respeto del esclavo, y mi corazón aceleró sus latidos.

Aquella noche era de luna llena, ¿ves?, como ahora; allí enfren-te, donde esos matorrales, estaba mi jardín, y de entre los rosales brotó la voz pastosa del indio misterioso, que cantaba una de sus melodías. Más de una vez las había oído cerca del río; y, sin embar-go, aquella noche me sobresalté. No entendía sus palabras, pero el ritmo llegaba a mi corazón, bañándolo de dulce melancolía. Y entreabrí la ventana para mejor oír su canción. Cuando terminó, el silencio se adueñó del valle; las palmeras ondulaban altaneras y una rana croaba en el pozo del torrente. Sentía sus ojos escrutar las sombras, y la piel me cosquilleaba de emoción; porque su voz se alzó de nuevo, y esta vez en el idioma de mi raza.

—Cristiana, eres hermosa, más hermosa que el crepúsculo de la tarde sobre las olas del mar. Tu cuerpo tiene la línea de una palmera, y tu rostro los colores del flamboyán. Eres ardiente, y en tus ojos brilla el fuego cegador del rayo, y en tus labios la sonrisa es un canto de juventud; cristiana, qué bonita eres, más bonita que una noche de luna llena en las selvas del Baitán.

—Cristiana, ¿me escuchas?, soy Guaroa, hijo de reyes y nieto de héroes; allá lejos, muy lejos, tras las montañas de poniente, están mi patria y mi hogar. Y pronto volveré a ellos, y mi raza resurgirá. Cristiana, ven conmigo, que serás la reina de mi pue-blo y la reina de mi corazón. Ven conmigo, y pondré a tus plan-tas praderas siempre verdes y selvas de maravilla, y riachuelos cantarinos, y montañas majestuosas, y frutas, y plantas, y flores. Cristiana, ven conmigo, que serás feliz.

—Cristiana, Guaroa te llama porque te quiere; y el amor de los hijos de mi raza es firme como las rocas de sus montañas. Cristiana, ¡qué preciosa eres!

Su voz se perdió en la noche, y una rosa cayó en mi ventana; ¿ves ese rincón?, ahí la puse, en una repisa. Y me dormí soñando viajes y ternuras.

Pasaron los días. Y nuestros encuentros se multiplicaron; bajo los cocales de la colina, en el remanso del río, junto a la

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ceiba centenaria, donde quiera que fuera, él sabía esperarme. Los señores vecinos me invitaban a sus fiestas, como antaño, pero siempre encontraba una excusa; que prefería la soledad, la soledad que me traía sus canciones y sonrisas.

Cierta tarde, pedí a mi padre ordenara a Guaroa aparejar la góndola para bogar río arriba. Mi doncella confidente me acompañó. La tarde caía, y los pajarillos gorjeaban en las orillas. Cuando pasamos el recodo del río, sus ojos agudos buscaron los míos y sus labios perdieron la sonrisa.

—Yolanda, sé que en nuestra casa soy un esclavo, pero en la mía soy príncipe y señor. Y yo os amo, como aman los hombres de mi raza, de verdad. Yolanda, venid conmigo.

—Guaroa, si los amores de tu raza son tan fogosos como las palabras de tus canciones, bien felices deben ser las mujeres de tu pueblo. Pero yo soy de otra raza, y mi hogar está en el valle de Engombe.

—Yolanda, voz sois la reina del valle, y el valle del río Haina es tan bello como vos. Pero el mundo es grande, muy grande; y cada rincón tiene su encanto y belleza. Mirad, vuestra vista alcan-za hasta el horizonte cerrado por montañas que nunca visteis, y tras ella se abren más valles, y más montañas, hasta llegar al mar. Y más allá de las olas, bogando noche y día, hay más tierras y más mares. Guaroa lo sabe, porque las vio. Mi pueblo está muy lejos, y ¿sabéis cuándo aprecié su belleza?, cuando mis ojos se cerraron a su luz. Pero el mundo es bello también. Venid Yolanda, a reco-rrerlo conmigo; que yo os llevaré por bosques de árboles extra-ños, con flores brillantes y frutos jugosos; y sabré encontraros los arroyuelos de agua cristalina, que canturrean entre las rocas; y os conduciré por los senderos de la montaña, hacia las tierras altas envueltas en la niebla; y cruzaremos los mares en barquichuelo ligero, y bajo el dosel de las estrellas te cantaré las endechas amo-rosas que compusieron mis mayores. Venid Yolanda, venid a ser reina de la raza que me espera; que yo os coronaré con las flores más olorosas, y las viejas joyas de mi tribu. O si acaso os atrae la aventura y los mundos desconocidos, seremos hoja liviana arras-trada por la brisa. Venid, Yolanda, venid conmigo; que Guaroa

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os ama, y sabrá haceros palpitar entre sus brazos, como palpitan los pececillos en el río y las mariposas entre las flores. Venid, Yolanda, la más hermosa entre todas las hermosas, la más amada entre todas las amadas.

Hay, extranjero, qué lejos queda aquella tarde, mas aún es-cucho sus palabras temblorosas de emoción. Las sombras de la noche se acercaban, y los bosques comenzaban a murmurar. Mi voluntad flaqueaba, y algo me arrastraba a mi pesar. La barqui-chuela se deslizaba a la deriva, arrastrada por la corriente; y muy cerca trinaba un ruiseñor. Huí mis ojos del embrujo de los suyos, y fueron a caer en la rústica capilla que se alzaba junto al río.

—Guaroa, cállate, no me tientes. Que tus palabras son seduc-toras como fueron la de la serpiente. No puedo jamás ser tuya, porque tu Dios no es el mío; yo soy cristiana, tú no lo eres.

—Yolanda, tu Dios es el mío, y el mío es tu Dios. Que hay uno sólo, uno sólo que creó todo ser. Vos le llamáis Cristo, yo le llamo el Gran Señor de las Alturas. Vos rezáis ante un crucifijo, y yo le adoro en la selva y en el río, en el sol y en la luna, en el mar y la tormenta. Yolanda, uno sólo es el Dios de tu raza y el de mi raza. El que hizo tan bella la naturaleza, el que germina las semillas y riega las plantas, el que descarga el rayo y aleja las nubes, el que da plumas multicolores al ruiseñor y jugo azucarado a la piña y agridulce a la toronja. Vos le adoráis en una capilla oscura, y yo le adoro en las noches de plenilunio, cuando el valle viste sus ropajes más poéticos, y los cantos son más sonoros; pero es el mismo. Y tu Virgen es el amor de madre; y tus santos, mis antepasados, los que sirvieron a su pueblo y honraron a su Dios. Yolanda, venid conmigo, que en distinto idioma adoraremos al mismo Dios.

Sus palabras eran fogosas, y su rostro se iluminaba. Y sentí que tenía razón. Era ya oscurecido; las luciérnagas revoloteaban entre los bejucos, y las chicharras cantaban. Sus manos tomaron las mías, y le dejé hacer; que ardían febriles, y las mías estaban heladas.

Aquella noche, su canción resonó más insinuante que nun-ca en la espesura. Y ya nunca me faltó. A veces, se acurrucaba

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junto a mi ventana, escondido entre las parras, y me musitaba encendidas palabras de amor; que en los días de tormenta ganaban prestancia marcial. Hasta que cierta madrugada mi señor padre le sorprendió; felizmente cantaba en su idioma, lejos de mi cancela.

—Yolanda –me dijo al siguiente día con rostro severo–. Me habían dicho que en todo el valle se comenta que Guaroa os hace el amor; me habían dicho que os busca y os acompaña; me habían dicho que de noche rompe el misterio de tu re-poso. Y no lo quise creer. Pero esta noche le he escuchado, y en sus acentos vibra el amor. Yolanda, tu raza y tu religión lo impiden; es un esclavo, es un pagano. Yolanda, yo te prohíbo hablarle de nuevo.

Ay, extranjero, qué lágrimas derramé, en este cuarto, junto a esa ventana hoy derruida; si probaras sus pedruscos, aún te sa-brían amargos como mi dolor. No me atreví a desobedecer a mi señor padre, y por medio de mi doncella confidente, conminé a Guaroa a desistir. Desde entonces, sus canciones sonaron más lejanas; más insinuantes también. Y ya no le topé en mi camino, pero siempre surgía en alguna altura y sus ojos me acariciaban.

Mi padre me forzó a acompañarle a fiestas y visitas. Todos los señores de las cercanías se disputaban mis danzas y sonrisas. Y un día que bajamos a la ciudad, a un gran baile del virrey, hubo un duelo por mi causa. Mas al regresar al castillo de Engombe, en cualquier revuelta del camino, Guaroa me aguardaba, nunca me falló. Y a través de las selvas y palmeras, resonaba triste su canción.

Y pasaron los días, muchos. Se acercaba la gran luna de la primavera, la fiesta ritual indígena, en que adoraban a su Dios con cánticos y ofrendas, en las altas horas de la noche. Días antes, mi doncella me abordó:

—Señora, he visto a Guaroa, el indio de ojos negros como noche sin luna y palabra ardiente como el sol de mediodía. Y Guaroa me ha dado un mensaje para vos. Dice que se acerca el plenilunio de primavera, la gran fiesta de su raza. Dice que en la rotonda de la colina, donde las palmeras se yerguen de cara

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hacia el sol, se alzará el altar de las ofrendas al Gran Señor de las Alturas. Dice que cuando la luna se bañe en el río, los tambores batirán las danzas rituales. Dice que esa noche va a entonar la canción de los esponsales, cuando el sol combata con la luna y la luz se rasgue en la lejanía. Dice, señora, que os suplica acudáis; que podéis asistir, resguardada tras los cañaveras, y sus cantos os sabrán buscar; que es la gran fiesta de su raza, y la gran fiesta del amor. ¿Qué le digo, señora, qué le digo a Guaroa, el indio, hijo de reyes y nieto de héroes?

Ay, extranjero, qué combate tan terrible, qué lucha en mi corazón. Tuve miedo, tuve miedo de mí misma, y a sabiendas le mentí.

—Dile a Guaroa, muchacha, que esa noche Yolanda debe dormir en la ciudad; que mi madre me lo ordenó hace días; que no puedo escuchar sus cantos y sus danzas; que no puedo aguar-dar el amanecer.

Cuando volvió de la misión, ansiosa pregunté su respuesta, que ya me pesaba mi mentir.

—Sus ojos hablaron, señora; mas sus labios permanecieron mudos. Después, se alejó cantando la vieja canción de guerra de las montañas del Baitán.

Llegó el plenilunio, y acodada en mi ventana seguí el curso de la luna tras de las palmeras. Cuando ganó el cause del río, en la espesura se insinuó el redoblar de los tambores, mansa, muy mansamente. Y el bosque enmudeció. La brisa rizaba las praderas, y me trajo el eco de su voz que destacaba en el coro ritual. Un vaho de tierra caliente, de tierra fecundada, trepaba por los muros del palacio y me hacía estremecer. Que la noche se había parado, sólo latía mi corazón. Y el redoblar de los tambores, cuyo ritmo crecía sin cesar. Cantos monocordes, en lenguaje misterioso, ancestral oración bajo el gran templo del firmamento. Después, el silencio se adueñó de las colinas; que era llegada la hora de las ofrendas, y una columna de humo se difuminó en el azul plateado. Sólo se oía el susurrar del río, y los latidos de mi corazón.

Ay, extranjero, cuánto hubiera dado entonces por estar entre los cañaverales. Que comenzaban las viejas danzas guerreras de

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las tribus desaparecidas. Las flautas y tambores brincaban viril-mente, y los gritos de combate rasgaban la oscuridad; las copas de los árboles se agitaron, y mi alma se estremeció, que su voz dominaba sobre todas y sonaba con aires de desafío. Compases marciales en su extraño idioma, que guardaban sabor a heroísmo y vetustez. El ritmo se aceleraba, los gritos sonaban más recios, el eco de los tambores retumbaba en la lejanía, y la luna escapaba hacia poniente. Que se acercaba la aurora del nuevo día, y la canción de los enamorados.

Y tras los gritos guerreros, el silencio renació. Todo parecía dormir, tan sólo un tambor apagado suspiraba soñador. Hacia Oriente, el cielo se vistió de rosa pálido; que el sol buscaba a la luna, el gran mito del amor. Y en la rotonda de los palmares se alzó su voz arrulladora, que acarició mi alma hasta hacerla escalofriar. Era la canción de los esponsales, era el conjuro su-premo del amor; que los desposados se unían ante el Gran Señor de las Alturas, y sus cuerpos se buscaban en la penumbra como antaño sus almas se encontraron. Y las estrofas incomprensibles hablaban de eternas promesas y fervores. Cuando el sol subió tras las colinas, abrazando al fin a su amada que huía pudorosa, la canción se esfumó en la luz del amanecer. Y sentí que el alma de Guaroa me venía a buscar.

Pero nunca más le vi, y en las noches aromáticas su canción ya no se alzó.

Pasaron más días, y llegaron las grandes lluvias. El bosque rugía a veces sacudido por el huracán; y de día, el calor era inso-portable. Mi señor padre recibió una invitación del palacio del virrey; que marchaba a España y daba una gran fiesta de despe-dida. ¡Qué lujo, qué boato! Las damas de la ciudad se tocaban con sedas y bordados; sin embargo, extranjero, para mí fueron los honores; los jóvenes oficiales me hacían la corte como abejas ante el panal; y las damas capitaleñas me miraban con ojos en que la envidia guiaba a la maledicencia. Al iniciarse la danza principal, un capitán se acercó a mi vera.

—El señor de Orgañá, os solicita el honor de ser su pareja.El poderoso valido, recién llegado de tierras del Cibao; el

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déspota temido, que guardaría las riendas del gobierno en la au-sencia del virrey; el allanador de honras y riquezas, que, sentado junto a la esposa del virrey, me miraba con ojos jactanciosos. Y no tuve más remedio que bailar. Al finalizar la música, me llevó al jardín y quiso tomarme del talle.

—Arisca está la mozuela. Pardiez, que habéis crecido, y sois hermosa de verdad. Me gustáis. Hablaré con vuestro padre.

Su risa insultante me persiguió camino de Haina; y se enros-có en las enredaderas de mi ventana. Hasta que un día llegó en persona. Caballero en rica yegua, seguido de escolta y de criados. Al marcharse, mi padre me llamó; su cara estaba seria, y de su rostro huyó la juventud.

—Yolanda, el señor de Orgañá os ha pedido como esposa, ¿qué le respondo? En sus palabras vibra el deseo del macho; no el cariño del enamorado. Es señor de vidas y haciendas, pero tú eres para mí más que hacienda y vida. ¿Qué le respondo, Yolan-da? Ha dicho que mañana enviará una carroza a buscaros, y ha dejado estos regalos para ti; ¿qué le respondo, Yolanda, qué le respondo a ese tirano insaciable?

Y cuando al siguiente día la carraza llegó ante el palacio, mi señor padre hizo llevar hasta ella los presentes y regalos del pre-tencioso señor. Al caer la noche, cuando la tormenta azotaba los naranjales, un jinete descabalgó ante el portal. Y del jubón sacó una misiva con las armas de Orgañá.

—Tenéis tres días de plazo –decía– para acceder a mis deseos. Al cumplirse el término, yo mismo iré a buscaros; y os aseguro que os pesará.

Tres días, extranjero, tres días de angustia febril. Apunta-lamos ventanas y portones, los esclavos fueron concentrados, y aguardamos la noche seguros de que vendría.

Y vino. Al filo de la madrugada. Cuando la luna se envolvía en negros nubarrones y las chicharras cantaban resecas. El tam-borileo de los caballos resonó en la cañada, al mismo tiempo que el primer trueno en la lejanía. Eran muchos, alumbrados por antorchas.

—¡Ah de la casa. Abran las puertas!

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—Orgañá, volved sobre vuestros pasos. Que la casa ajena debe ser sagrada para vos. Yolanda no os quiere, y yo no os la puedo dar. Orgañá, yo os pido que meditéis.

—¡Ah de mi gente. Derribad esa cancela!Y entre varios acercaron una viga que manejaron como

ariete; pero los portalones eran fuertes y resistieron. Mi padre salió por un postigo excusado, y a poco la campana de la capilla tocaba a rebato, convocando a sus servidores, que surgieron a la luz de los relámpagos.

—¡Prended fuego a esa capilla, incendiad la selva y los cañaverales!

Hacia el mar restalló el rayo; y en el valle brotaron las lla-mas corriéndose prontamente. ¡Qué noche, extranjero, qué noche! Mi señor padre, aún le veo, se lanzó espada en mano contra aquel bandido; y unos instantes riñeron a la luz de las exhalaciones; pero era viejo, sus piernas flaqueaban, tropezó y cayó rodilla en tierra; y así le atravesaron el corazón. ¡Pobre padre! Los esclavos huyeron hacia las lomas, a tiempo que el aguacero llegaba al río.

—Ya cede la puerta. Yolanda, serás mía…Su voz se quebró en un gemido de muerte; una flecha le ha-

bía ensartado de parte a parte, y calló de cara contra el barrizal. Y entonces le vi, a la luz del rayo, a Guaroa, arco en mano, tensos los músculos. La lluvia torrencial me cegaba, y los truenos me ensordecían. No sabía que hacer; estaba sola, pero sabía que él me velaba. ¡Qué noche, extranjero, qué noche!

—Yolanda, no temas, déjate llevar.Y sentí unos brazos potentes que me estrechaban contra un

pecho tembloroso; y me arrastraban por el postigo hacia el río. Las aguas hervían a la luz de la tormenta, y el cayuco se bam-boleaba agitado por el vendaval. La lluvia caía a torrentes, las chispas incendiaban la selva, que repercutía con el fragor del trueno sin fin; pero bogamos, río arriba, pese al temporal y a la corriente. ¡Qué fuerte era Guaroa, qué ardiente su mirar! Aún le veo a la luz violeta de la borrasca; y sus labios sonreían al compás de su remar.

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En algún sitio, pasado el recodo del río, guió el cayuco bajo las lianas. Una caverna se abría entre las rocas, y en sus brazos me llevó hasta la seca arena. A través de las zarzas y bambúes, aún brillaban los relámpagos, y la lluvia chapoteaba monótona-mente.

—Yolanda, rosal y palmera del jardín del amor. Ya eres mía, el destino nos juntó.

—Guaroa, ¿quedan huellas de tu enfado?—Yolanda, mal puede enfadarme cuando ningún derecho

tenía. Me aparté de tu camino, porque tú lo quisiste; y temí per-derte si insistía. Que mi amor era de verdad. No me viste, no te busqué; pero a través de los bosques, mis ojos te siguieron, noche y día, y si guardé mis cantares, las estrellas escucharon mis suspiros. Que los hijos de mi raza nunca saben olvidar. Yolanda, mi vida, mi lucero matutino; huí de ti, pero mi corazón quedó contigo. Y tu ausencia amargó mis ocios, y las flores perdieron sus perfumes, y la brisa su suavidad; y paseé solitario los senderos de las colinas, que las risas de las mujeres me ponían de mal talente, y sus besos me sabían a hidromiel.

Ay, extranjero, qué armonía irradiaban sus palabras, inspira-das por el fuego de la pasión. Sus ojos brillaban en la noche, y sus manos acariciaban mi doncellez. Que palpitaba anhelante. Y sus besos sacudían las entrañas de mi ser, dulces como fruta madura, ardientes como carbones encendidos.

—Yolanda, gacela de las praderas, tu piel es suave como las conchas de las playas, y tiene el brillo del tamarindo y el perfume del ilán-ilán; bésame, luz de mis ojos, bésame despacio, muy des-pacito, mirándome con esas pupilas rasgadas, que saben besar también. Tus pechos son dos capullos, que mis manos tembloro-sas sabrán deshojar; bésame fuerte, muy fuerte, que mi alma se desboca y me arrebata la pasión. Yolanda, ¿escuchaste la canción de los esponsales?, la entoné para ti, y ante el Gran Señor de las Alturas te ofrendé mis fervores, y te juré eterno amor; Yolanda, sé mía, para siempre. Marcharemos por tutas de eterna prima-vera, que el amor ofrece cuanto toca; será reina, será idolatrada, será más feliz que el pajarillo que trina en la alborada. Ven a mis

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brazos, Yolanda, tus muslos tienen la plenitud de la belleza y el fuego de la pasión; ven a mis brazos, princesa, tu cuerpo es duro como la arena y cimbreante como el bambú; ven a mis brazos, que te sabrán estrechar, ven a mis labios, que te sabrán acariciar; ven, Yolanda, ven, que mi alma y mi ser te esperan, y ante el Gran Señor de las Alturas tu carne será mía, y mi sangre será tuya. ¡Ven, Yolanda, ven!

Y arrullada por las aguas del río, le entregué mi virginidad…

***

Amanecía. A la pálida luz de la aurora, las ruinas de Engom-be iban perdiendo las formas misteriosas que la noche las presta-ra. La tierra estaba empapada, y los naranjos brillaban en gotas irisadas. Mis ojos cargados, otearon la penumbra: un ventanal semiderruido, zarzas, paredes morenas de años y pasadas gran-dezas, soledad y desolación; y más allá las ruinas de una diminuta capilla.

Restos de un tiempo en que los hombres conjugaban la ora-ción al Señor con las trovas a una doncella, y olvidaban ambos para matarse bravamente.

Busqué el postigo trasero, y por un sendero resbaladizo, gané la margen del río. El cayuco dormitaba al pie de una ceiba; y tentado estuve de bogar río arriba, en busca de una caverna escondida entre bambúes. Pero el sol subía tras la colina, y debía regresar. Junto al puente recobré mi caballo, que relinchó opti-mista a través de los campos que despertaban. Y mi alma vibró de alegría al recordar tu sonrisa.

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Beltza, pirata y enamorado.Leyenda de la bahía de Samaná

¿Recuerdas la excursión que hicimos a la Bahía de Sama-ná? ¡Cuánta peripecia! Pero no; no las sabes todas, que oculté cuidadosamente la más extraña y ni tú misma la conoces. Hasta hoy he guardado celosamente mi secreto y a nadie he querido decirlo; pero esta noche, no sé por qué, acaso sea la luna o los susurros del mar, siento que el silencio nocturno invita a la confidencia, y necesito verter mi aventura en los oídos de alguien que quiera escucharla. Felizmente estás tú y a mi lado, que no me traicionarás.

Fue la mañana que visitamos las cavernas llamadas «la boca del infierno», allá en los cayos de Los Haitises. El catedrático hablaba de estalactitas y estalagmitas, de épocas geológicas y es-tratos minerales, ante un público aburrido y deseoso de escapar. La tentación me picó, y aprovechando las sombras de unas rocas que avanzaban por la derecha, me deslicé hacia el fondo de la caverna; y pronto descubrí que una segunda se abría más allá, tras un estrecho pasadizo por el que hube de reptar varios me-tros. El recinto descubierto era menor que el primero, y apenas si estaba alumbrado por la luz que entraba a través del túnel que había seguido, y de una grieta rasgada en la bóveda. Las paredes rezumaban humedad, y una atmósfera de misterio excitaba los sentidos. Allá muy lejos, el eco traía las palabras ininteligibles del sabio geólogo; y yo, qué quieres, más romántico o más aven-turero, tuve la loca idea de descubrir para mí sólo los tesoros del pirata Cofresí, que en el pueblo nos habían asegurado estaban enterrados por allí.

Encendí mi linterna, y el haz luminoso rasgó las tinieblas. Algunos murciélagos revoloteaban sobre mi cabeza, y el tac-tac-tac de las agujas fosilizadas resonaba monótonamente. Recorrí las paredes de la caverna buscando cualquier ranura, cualquier indicio que me orientara. Y ya desesperaba de encontrar nada, cuando al tropezar en una roca, sentí que esta se movía; hice un esfuerzo, la eché a un lado, y luego otra, y otra, y descubrí un

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nuevo pasadizo aún más estrecho que el que venía de recorrer; el hallazgo aceleró los latidos de mi corazón, y seguro de haber encontrado el tesoro, me deslicé por la abertura, oscura como boca de lobo.

Un olor indefinible a vejez, a vacío, a humedad, a antro, casi me echó atrás, y sólo un esfuerzo de voluntad me impulsó hacia adelante. Los rayos luminosos me descubrieron una diminuta gruta en la que apenas pude enderezarme; y lentamente, con miedo y ansiedad a la vez, los dirigí circularmente siguiendo las paredes rezumantes. De pronto, mis ojos tropezaron con una osamenta tendida en tierra; no cabía duda, era un esqueleto des-carnado hacía tantísimo tiempo, que las cales lo habían ganado en parte.

Me arrodillé a su vera, trémulo y anhelante; ¿quién sabe?, acaso él me diera la clave del tesoro. Sus cuencas vacías me mi-raron con visión de infinito, y sus mandíbulas se mofaron de mis codicias; un brazo posaba sobre las costillas, y de sus dedos había caído sin duda el revólver oxidado que se mostraba junto al cuerpo yacente; al seguir la exploración, hubo algo que llamó mi atención: la mano izquierda, en una de cuyas falanges, espar-cidas por tierra, aún se conservaba una sortija finamente labrada y que, pese a la obra destructora de los años y la cales, conservaba un diseño al parecer familiar.

La desprendí del diminuto huesecillo para acercarla al foco mi linterna, y entonces, pásmate de mi sorpresa, descubrí nada menos que la insignia secular de los iniciados en los «akelarres» de mi tierra lejana, la Orden ritual de las «sorgiñas» vascas, de las brujas y brujos sabatinos.

No tuve tiempo para seguir mis pesquisas. Oí voces que se acercaban, y apenas pude deslizarme y cubrir la entrada del pasadizo secreto antes de que llegarais vosotros a la segunda caverna. Nadie se dio cuenta de mi hallazgo, y ya de regreso, mientras todos cantabais gozosos, mi recuerdo voló hacia aquel compatriota cuyos huesos dormían tan misteriosamente, lejos de su Patria, con la codiciada insignia del «lauburu» triangular. Y prometí volver.

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Mas tan sólo pude hacerlo el pasado mes de mayo; fue cuando por vez primera desde entonces, el plenilunio coinci-dió con la noche de un sábado. Claro, tú no puedes saber esto, porque no eres vasca ni estás iniciada. En tal ocasión, quien posee el mágico talismán de la orden, puede evocar el espíritu de cualquier difunto que en vida lo llevara. Por eso regresé sigilosamente a la bahía a fines del mes, casi un año después de nuestra excursión.

Alquilé un bote en Sánchez, y al caer la tarde me hice a la mar; algunos pescadores me miraron socarronamente; acaso dudaron de mis facultades mentales, pero no pudieron sospechar la misión que me llevaba. Pese a la estación de las lluvias, el firmamento estaba despejado; tan sólo algunas nubes galopaban hacia ponien-te. Y la luna brillaba en todo su esplendor cuando gané los cayos de la costa meridional, tiñendo de plata y espuma los arrecifes y playas. Atraqué junto a la entrada de la caverna, invoqué a la gran «Maitagarri», encendí mi potente linterna, y avancé.

¡Quisiera haberte visto allí!La luz fantasmal de la luna, al deslizarse por la boca de la

caverna, trocaba las formas, agrandando las rocas y dibujando extraños personajes que se desvanecían al aproximarse mi farol. Las estalactitas semejaban cuchillas alzadas por los cancerberos de aquel antro, nunca mejor denominado «la boca del Infierno», y los murciélagos me atacaban en picada, como si los espectros nocturnales se hubieran modernizado.

¡Preciosa noche de «akelarre»! Era aún demasiado temprano para hacer el conjuro, pero avancé hacia la segunda caverna. Un instante creí perderme, mas al fin di con el túnel que me pareció aún más largo y estrecho que antaño. La oscuridad del segundo recinto era total; sólo un rayo argénteo caía a plomo para besar una estalagmita coquetonamente orgullosa de ser la preferida. Tuve miedo, lo confieso, pero mis piernas se negaron a huir, estaba paralizado de emoción, y sólo los rayos luminosos de mi linterna siguieron su búsqueda, más por instinto que obedecien-do las órdenes de mi voluntad. Hasta tropezar con las rocas que cerraban la entrada de la gruta funeraria.

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Todo estaba igual. Poco a poco mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y mis oídos al silencio; mis temores decrecieron, y avancé hacia los peñascos que quité uno a uno. Nadie los había removido en mi ausencia.

Era llegada la hora de la medianoche, la hora marcada en el ritual de los «akelarres» para iniciar las danzas nefandas, la hora de hacer el conjuro para llamar a los muertos. La vieja sangre de mi raza batió reciamente en mis venas, apreté firmemente el «lauburu» siniestro, y avancé rastreando hasta la gruta. El esque-leto dormía su sueño de siglos. Y musité las palabras rituales en el idioma de mis antepasados.

Sé que no me querrás creer, pero no me importa. Lo vi con estos ojos que algún día cederán el paso a unas órbitas vacías, como las de la osamenta de «Beltza», el aventurero euskeldun.

Yo vi llenarse aquellos restos humanos, yo vi vestirse de gallarda vestimenta aquellas formas rígidas, yo vi distenderse aquellos músculos y cobrar agilidad, yo vi abrirse aquellos párpa-dos cerrados y mirarme con ojos agudos, yo vi rasgarse aquellos labios cubiertos de fino mostacho y saludarme con las frases de bienvenida en la lengua de mis montañas: «Ongi etorri, anaia».

El espíritu de «Beltza», pirata y enamorado, había surgido al conjuro de mi voz. Y toda la noche charlamos hasta que el sol apuntó en la lejanía. ¿Quieres saber lo que me dijo?, aún tene-mos tiempo antes de que amanezca; y procuraré verter fielmente su historia al lenguaje castellano.

***

Era Mikeltxu de Aragorri. Casi vecino mío, con un pie en el mar y otro en la montaña. Iniciado muy joven en los misterios nocturnales, precisamente en los «akelarres» del picacho del Iturrigorri que domina mi valle natal, recibió la mágica sortija de manos del «basajaun» de Gaztelumendi, pocos días antes de arrojarse a la gran sima de Orduña.

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Tú sabes –me dijo– el poder que el «lauburu» simbólico con-fiere a quien lo posee. A partir de aquel día fui amo y señor de los duendecillos del bosque, de los espíritus malignos del aire, de los fantasmas sombríos del océano. Las tormentas debían res-petarme, y sabría vencer siempre a mis enemigos. Era joven, era poderoso, y sentí el acicate de la aventura. Que podía expresar tres grandes deseos en la certeza. de conseguirlos, y escogí como primero la fortuna; con dinero todo se puede.

América se abría ante los ojos codiciosos de los europeos con sus entrañas ubérrimas, y decidí partir hacia allá. Mas no en busca de minas y de esclavos, ocupación monótona para mis espíritus aventureros. Era mucho más fácil esperar los pesados galeones que regresaban cargados de oro y plata, y robar en una hora lo que otros trabajaron en varios años. La piratería estaba en su auge, y, buen marino, busqué acomodo en un cor-sario inglés.

En él llegué hace siglos a las aguas del mar Caribe que nun-ca más podría abandonar. Huye pronto, si no quieres quedar prendido en el encanto de sus atardeceres. Luché, robé, vencí. Aprendí la técnica del oficio, y por mi cuenta me establecí. Un navío de casco ligero y proa altanera, en cuyas velas cantaban las «sorgiñas» del Aralar y el Aunamendi. Era el rey del mar, y bien pronto, mi renombre sembró el pánico entre las islas y aún las costas firme.

«Beltza», el negro, me llamaban. Decían que tenía el alma maldita, y que el diablo guiaba mi bergantín; y no se equivo-caban. Que mi espada fulguraba con la rapidez del rayo en los combates, y siempre encontraba el corazón de alguien en su camino; mis cañones alcanzaban la presa más ligera, pese a la oscuridad o a la distancia; y las tormentas me rendían pleitesía, humillándose ante mi bandera, negra como mi corazón.

¡Qué días de triunfo! Los tesoros se amontonaban en mis cofres, y mis subordinados me instaban a regresar. Pero, qué quieres, ya lo de menos era la fortuna antaño ansiada y la vida de aventura se adueñó de mí. Sentía el sádico placer de acechar la presa, y beber su sangre caliente todavía. Abordar una galera,

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hacha en mano, puñal en boca; sorprender el sueño de una ciu-dad para pillar sus moradores e incendiar sus casas; gozar de las mujeres, aún trémulas de terror.

Corrí el mar Caribe de la Florida a Darién; saqueé sus ciu-dades y robé sus tesoros; recorrí la manigua y surqué mares y ensenadas. Y mi nombre fue símbolo de destrucción: «Beltza» el maldito, «Beltza» el endemoniado, «Beltza» el terror del mar.

Mas, no fue tan sólo el pillaje y la aventura lo que me ató a estos parajes, fue también el encanto del trópico. Fueron sus noches de luna llena, cuando las palmeras danzan en la arena de las playas, y la brisa trae aromas de mujer en celo. Fueron sus borrascas violentas, cuando las olas se abrazan con las nubes, y el huracán brama con gemidos de luchador que muere. Fueron sus selvas, fueron sus ríos, fueron sus cielos, fueron sus hembras. Fue su sensualidad.

Y pasaron así varios años agitados. Estaba logrado uno de mis deseos; el «lauburu» había cumplido su virtud, y conseguí inmensa fortuna. Pero fue entonces cuando ella se cruzó en mi camino y ansié el amor. Verás cómo sucedió.

La ciudad de Santo Domingo de Guzmán y yo éramos viejos conocidos; que más de una vez había caído a la cabeza de mis hombres sorprendiéndola dormida, para llevarme sus preseas, y a las veces sus mujeres. Mis incursiones eran siempre rápidas y por sorpresa; no perdía el tiempo en batallar cara a cara para reducir las guarniciones; que cuando reaccionaban ya era tarde, y nosotros estábamos lejos con nuestra presa.

Aquella vez nos acercamos con las sombras del atardecer. El crepúsculo bañaba con su mágica paleta las nubes que jugue-teaban hacia poniente; unas rosadas, otras casi doradas, las más azules y grises; los rayos del sol jugaban al escondite a través de ellas; y el mar se desperezaba como gato satisfecho. Allá lejos, la ciudad reposaba ajena a nuestra presencia, blanca paloma bañándose en aguas de verdura; paz en el crepúsculo vesperti-no, que apenas alteraba la brisa que hinchaba nuestro velamen. En cubierta, mis marineros, vascos también en su mayoría, en-tonaban añejas canciones de nuestros puertos, con aromas de

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nostalgia y ansias de infinito. Y al llegar la noche nos acercamos a la costa, muy cerca de Haina.

Dejé una pequeña dotación en el buque, y los restantes des-embarcamos en los botes, que escondimos bajo las matas que cerraban la desembocadura de un riachuelo. Conocíamos bien el terreno, y antes de tres horas habíamos alcanzado unas cue-vas sitas cerca de la ciudad; allí aguardamos, como otras veces, la llegada del amanecer. Para acercarnos a las murallas con las primeras claridades del nuevo día.

Nadie nos había visto, los puestos de guardia dormitaban, y confiado en mi buena estrella, quise invocar a las brujas tutelares antes de escalar las murallas por la parte de Santa Bárbara. Mas al echar mano de la sortija agorera, noté su falta; por primera vez la había olvidado a bordo y emprendía una aventura a cuerpo descubierto. Mas no era cosa de retroceder, por una sola vez bien merecía la pena de correr el riesgo. Y trepando silenciosamente saltamos al recinto de la ciudad. Una pareja de ronda que tro-pezamos en nuestra ruta fue abatida antes de que pudiera dar la voz de alarma. Pero no había tiempo que perder. Debíamos asaltar el alcázar sorprendiendo a su guarnición, antes de que la ciudad despertara; y apresuramos el paso. En la embocadura del río Ozama cabeceaban algunos veleros, y hacia oriente el firmamento comenzaba a clarear.

Dejé el grueso de mi gente en un callejón, y con cinco de los más ágiles me aproximé al portón de entrada.

— ¡Ah de la guardia! –ordené imperiosamente. — ¿Quién vive? –respondió una voz amodorrada. —Un mensaje urgente para el gobernador. Se oyeron los pasos del centinela, rechinaron cadenas y ce-

rrojos; la puerta se entreabrió; y antes de que el soldado pudiera darse cuenta, había rodado por tierra firmemente amordazado. Lo demás era bien fácil, conocíamos el camino de los sótanos y en cuestión de minutos alcanzamos los arcones del tesoro espa-ñol, mientras el grueso de mi gente reducía a la guardia.

Ya iniciábamos la retirada, cargados de cuantioso botín, cuan-do las campanas de la Catedral comenzaron a tocar a rebato;

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alguien había dado la voz de alarma, y en el interior de la ciudad se escucharon carreras y galopes de corcel. Llegaban refuerzos para el alcázar, y hubimos de huir hacia las murallas, trepando hasta Santa Bárbara. Ya apenas nos faltaban unos metros, cuando al doblar una esquina avistamos una fuerte patrulla que avanza-ba en dirección contraria; sus arcabuces vomitaron fuego, y rodé por tierra tocado en el muslo. Mis hombres respondieron, y el combate se generalizó.

Por primera vez imposibilitado para la lucha, dos de los míos me condujeron a un rincón resguardado, y desde allí seguí las peripecias del encuentro, disparando a las veces con mi revólver. ¡Oh, si hubiera podido cargar espada en mano! Pero me falta-ba la protección del simbólico «lauburu», y las «sorgiñas» del bosque no acudían a mis llamadas. Llevábamos la peor parte en la refriega, y bien pronto la situación fue desesperada. Llamé a Patxo el bermeotarra, el más fuerte de todos para que me ayu-dara, y ordené atacar en un sólo grupo compacto. Que logró atravesar los grupos de españoles y correr hacia las murallas; cuatro o cinco quedaron en el camino, pero los demás seguimos. Nuestro arranque, o acaso las pérdidas sufridas, paralizaron de momento a los soldados enemigos, más bien pronto reanudaron nuestra persecución. Mi herida obstaculizaba la retirada, y dán-dome cuenta de ello, ordené a los más seguir derechos hacia las murallas, mientras en unión de Patxo y dos más torcía por un callejón a la derecha.

De momento burlamos a nuestros perseguidores que siguie-ron de largo en pos de los que huían con gran escándalo y grite-río, sin parar mientes en nosotros, resguardada dos tras el muro de un jardín. Mi propósito era ganar las murallas un poco más arriba; sin embargo, mi herida manaba tanta sangre que hube de pensar en buscar auxilio.

Tras los muros del jardín se divisaba una casa, un palacio más bien, y decidí correr el albur de pedir ayuda a sus morado-res. Apoyado en los brazos de mis hombres, saltamos la tapia y avanzamos por un sendero enarenado. En la casa todos estaban despiertos por el fragor del combate, y al vernos aparecer, dos o

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tres esclavas prorrumpieron en gritos desaforados. ¡Malditas! A punto estábamos de ensartarlas para que callaran, cuando una joven de divina belleza apareció en el zaguán.

Antes de aquel día, fueron muchas las mujeres que pasaron ante mis ojos; a las unas las conquisté con el fuego de mi mirada, y a las otras con la punta de mi espada. Pero ninguna me causó la impresión de aquella. Qué quieres, todos tenemos una mujer destinada a torcer nuestro camino. Huye, hermano, huye antes de que una hija del trópico encadene tus energías.

Aquella, ni cayó en mis brazos fulgurada por la pasión, ni huyó aterrada de pánico. Me miró con serena arrogancia, en la que la valentía se conjugaba con la piedad, y ordenó silencios a sus esclavas, con tal ademán que el pirata endemoniado, tan sólo supo balbucir.

—Estoy herido. ¿Quisierais, hermosa doncella, proporcionar-me agua y tela para vendarme? No temáis ante una belleza como la vuestra, el más cruel pirata se troca en niño pedigüeño de caricias.

Sin perder aquella su serenidad, dio una orden, una esclava entró en el palacio, y poco después mi sangre estaba restañada. Pese a sus apariencias, la herida era ligera y podía tenerme en pie. Tanto que ajusté mi ropa, y olvidando el peligro, sentí el deseo de cortejar a mi samaritana, como tantas otras veces lo hiciera en el transcurso de un asalto. Pero en su ademán había algo que impo-nía y forzaba a respetarla. ¿Su belleza?, ¿su dignidad?... No sé.

—Ahora, debéis marchar –me dijo–. Y no olvidéis quien sois, y quien soy. ¡Idos!

No tuve tiempo siquiera de pensarlo. En la calle se escuchó el trotar de un caballo, la puerta del jardín se abrió, y un hom-bre de edad madura penetró armado; su rostro enrojecido y su respirar agitado, mostraba bien a las claras que venía de pelear contra nosotros. Y de sus labios brotó un rugido.

—Hija mía, ¿qué hacen aquí estos hombres? ¡A ellos, son piratas!

La culpa fue suya, o del destino tal vez. Quiso combate, y lo tuvo; no es mía, pues, la culpa si en el camino de mi espada tropecé con su corazón. Teníamos que huir. Monté en su propio

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caballo, seguido de mis tres hombres; y una hora más tarde me reunía en las cuevas con el grueso de mi gente. Habíamos perdi-do seis hombres, una doncella estaba herida, y sólo salvamos una mínima parte del botín. ¡Magnífica expedición! Y eso que aún no sabía que estaba enamorado.

Mas, pronto nos recuramos del percance. Poseedor nueva-mente del anillo que me hacía invencible, di golpes audaces a diestro y siniestro. Tres ricas galeras fueron saqueadas y sus tripu-lantes pasados a cuchillo; y La Habana y San Juan de Puerto Rico guardarán para siempre el recuerdo de mi visita. Estaba ahíto de sangre y de riquezas, y sin embargo, qué quieres, no me sentía feliz como antaño.

Que al surcar las olas del Caribe, teniendo las estrellas como dosel, el sueño huía de mis párpados y el rostro de mi samaritana torturaba mis deseos insatisfechos. Lo veía en las nubes que el relámpago incendiaba, en las olas que ondulaban sobre el mar, en las jarcias de mi velero, hasta en las palmeras de la costa que adiós me decían al pasar. Era la única mujer que se cruzara en mi camino sin rendirme pleitesía.

Y el amor propio decidió hacerla mía. Apenas habían pasa-do dos meses del asalto frustrado, cuando entré de nuevo en la ciudad, disfrazado de alférez español. El bergantín me aguarda-ba hacia las costas del este, y había desembarcado sólo con un antiguo esclavo negro, transformado en criado servicial. Al caer la noche ganamos las puertas de la muralla; la luna en cuarto creciente alumbró bien pronto las calles solitarias, y marché por ellas a la deriva; cualquiera que me viera, pensaría que iba en busca de una amada para entonarle mis trovas de juglar, y jamás que fuera «Beltza» el pirata sanguinario.

No me costó mucho dar con el palacio y con el jardín. Dispues-to iba a saltar sus muros, trepar por sus ventanas, y conseguir por la fuerza el cuerpo de la española si no accedía a mis requiebros. Pero el silencio era absoluto, una luz que me orientara, y una duda me atormentó. Brincamos la tapia, apoyados en las ramas de un flamboyán, y nos acercamos al edificio. Sus contraventanas estaban ajustadas, y gruesos candados aseguraban las puertas.

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—La presa ha volado, capitán. Forzoso será aguardar el nue-vo día.

Que nos trajo noticias por medio de una vieja que vivía cerca de allí.

—¿A quién buscáis? ¿A Mireya de Verdemar? De lejos veníd, mancebo, cuando no sabéis la desgracia que la aflige. Va para tres meses que perdió a su padre, que gloria haya; lo mataron los hombres de «Beltza», ese maldito corsario que el Señor arras-tre a los infiernos. Y la desgraciada paloma marchó a llorar sus dolores por tierras de Samaná. Allí la tenéis, en la estancia de sus parientes; idla a buscar, joven dichoso, que los enamorados siempre son bien recibidos de las doncellas…

No perdí el tiempo en desmentir sus fantasías, para qué, sabía lo que me importaba. Y pocas horas después ponía proa hacia esta bahía. ¡Samaná! ¿Has visto en tu vida algo más be-llo? Y la arisca mozuela había ido a encerrarse justamente en la boca de mi guarida; que mucho antes había escogido sus cayos y cavernas desérticas, para esconder el botín de mis correrías. Conocía palmo a palmo sus costas y escondrijos, y más de una noche sin luna había penetrado en sus recovecos para burlar la persecución de los navíos de guerra españoles. ¡Samaná! Mi escondite y mi solaz.

No me costó grandes indagaciones descubrir la estancia de Verdemar; y en verdad, nunca mejor aplicado el nombre. Que sus tierras se reflejaban en las aguas de la bahía con tonalidades que pasaban a capricho del verde claro de las palmeras al verde bronco de los manglares. La costa festoneaba graciosamente el fondo irisado del océano, y a las veces una diminuta playita rompía la verde isocromacia de tierra y mar. Paz, paz, y poesía, en las colinas de Samaná.

Me establecí en el pueblo haciéndome pasar por rico hidalgo español, que tras explotar las minas del Perú regresaba a su patria, y había querido conocer antes las bellezas de aquella bahía. Arrojé el oro a diestro y siniestro, que los arcones de mi guarida lo guar-daban en mayor cantidad que la mina más ubérrima del Potosí, y bien pronto la fama de mi persona se esparció por la comarca.

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354 Jesús de Galíndez

Don Miguel el Perulero me llamaban, y a las veces, en las veladas nocturnas, oí escuchar mis propias hazañas, las del «Beltza» el sanguinario, con copiosos detalles insospechados para mí.

Una tarde creí llegado el momento de iniciar mi conquista. Erraba descuidado por las sendas de la montaña, tratando de hallar a la linda española; cuando muy cerca resonó el galope acelerado de un corcel; poco después aparecía ante mi vista, la boca arrojando espuma, llevando en su lomo a gentil amazona que difícilmente conseguía asirse a las crines de su cuello. Sólo unos momentos había visto antes a Mireya, mas ni un sólo ins-tante dudé, que no en balde su rostro me persiguió noche y día. Era ella; y el destino me la traía. Seguí a la marcha del alazán desbocado, tensé mis músculos, y al pasar junto a mi vera salté a sus riendas aferrándolas fuertemente; mucho más difícil era asaltar una galera al abordaje. El caballo se encabritó, y aún me arrastró algunos metros, más bien pronto fue dominado y ayudé a su amazona a pisar la grama del valle.

— Gracias, caballero, os debo la vida. Y no creo conoceros. La miré cara a cara. Mas sus ojos no pestañearon. «Beltza» no

había sido reconocido; podía actuar el galante minero español.—¿No me conocéis? Y, sin embargo, yo no dudo de que he

tenido el placer de admirar el rostro de Mireya de Verdemar, cuya belleza la fama pregona. Permitidme presentarme, Miguel de Ayala, para serviros.

—Ah, el rico perulero. Ved, yo también había oído hablar de vos.

Así comenzamos. Absurdo, pero tal fué. El corsario aventu-rero usando las fintas de los salones; y llevando el caballo de la brida, la acompañé hasta la casa de sus tíos. Al despedirnos me pidió volviera a visitarles. Y así lo hice, uno y otro día. Por prime-ra vez en mi vida, dejaba al asalto al abordaje, para poner sitio a una fortaleza. Al menos tenía el encanto de la novedad. Que tan pronto en sus ojos brillaba la ilusión, como los huía temero-sa. Paseábamos a menudo por valles y colinas; la vegetación me prestaba la complicidad de sus encantos y perfumes, y el cielo la poesía de sus crepúsculos y noches. Casi, casi, llegué a olvidarme

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 355

de mi condición, y soñar en un hogar de pacífico campesino. Y una tarde me declaré.

Debió ser la tibieza de aquella hora. Habíamos bajado a una diminuta playa, frente a los cayos que cierran la entrada de la bahía, y tendidos a la sombra de una palmera dejamos reposar nuestra mirada en la sin par belleza de aquel rincón. Las aguas del mar dormitaban apacibles, reflejando el verdor de las colinas que habían bajado a mirarse en el espejo de sus ondas inmacula-das, y el azul de un firmamento sin más manchón que una nube traviesa y coquetona que vestía sus mejores ropajes de púrpura y oro sin duda para conquistar la señera indiferencia de la mon-taña lejana.

La brisa peinaba la rebelde cabellera de mi española, y sus formas esculturales se dibujaban agresivas sobre la arena de la playa. Intenté tomarla una mano, y la retiró prontamente; quise leer en sus ojos, y se perdieron en el mar; y la tarde me venció.

—Mireya, ¿por qué me huyes? Sabes que estoy enamorado, sabes que tus encantos me vencieron, sabes que de día te persigo y de noche sueño con tu recuerdo, sabes que vine por unos días y tu amor me ha retenido. Mireya, mírame, quiero leer en tus ojos. Necesito tu cuerpo, pero tú tienes que dármelo; necesito tus fervores, pero también tus sonrisas. Mireya, eres la mujer más hermosa que tropecé jamás en mi camino; y nadie hasta ahora pudo detenerme. Mireya, ¡quiéreme!

Sus ojos se volvieron hacia mí; y antes de hablar, leí en ellos mi sentencia.

—Miguel. No me hables de amores, que la tarde es traicio-nera, y la mar susurra confidencias. Seguid vuestro camino, que nunca podré ser vuestra. Acaso creísteis estar enamorado, pero pronto seré una más en vuestro recuerdo. Fuisteis un aroma que la brisa trajo y partirá con ella, una llovizna pasajera que se evapora al instante, el recuerdo de unos momentos placenteros; mas la monotonía de los días agotaría la ilusión. Vuestro mundo y el mío son distintos; y más de una vez he leído en vuestros ojos el recuerdo y la nostalgia de días lejanos y tempestuosos. Seguid vuestro camino, ya os habéis detenido demasiado.

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356 Jesús de Galíndez

Una ola rompió con un gemido sobre la playa, y la nube se arropó en grisácea clámide. Un instante resurgió en mi alma el deseo, y tentado estuve de forzarla allí mismo, sobre la arena. Mas fue en vano, que deseaba más su alma que su cuerpo, y com-prendí que estaba enamorado. Sólo me restaba huir.

Y así lo hice. Volví al puente de mi bergantín, ya casi entu-mecido de inacción; y de nuevo resonaron en sus jarcias las can-ciones de combate. Busqué en la lucha el olvido, y sin descanso robé y maté en tierra y mar. Nunca como entonces prodigué mis ímpetus, y nunca como entonces mi nombre fue símbolo de destrucción.

Mas todo igual. Que sus palabras resonaban sobre el jadear de los moribundos, y al rasgar brutalmente la feminidad de mis cautivas en vano quería saciar el deseo insatisfecho de su carne virginal.

Y volví dispuesto a ganar su amor. Aún hice un último esfuer-zo para enamorarla; que mi vuelta hizo flaquear su reserva, y en sus ojos brilló la ilusión de toda mujer que se sabe amada, mas en sus labios una recia voluntad impuso palabras de renuncia-miento. No me quedaba otro remedio, y al caer la noche, a solas en la proa de mi velero, conjuré a la gran «Maitagarri» y a las «sorgiñas» del Iturrigorri, que acudieron veloces a mi llamada. Y al llegar el filo de la medianoche formulé el segundo de mis deseos: el amor. Qué quieres, me di cuenta que nada tiene valor cuando deseas de veras a una mujer, como yo a Mireya.

¡Qué noche aquélla de «akelarre», en la manigua tropical! De tierra vino un perfume denso de sensualidad, y la luna bañó las aguas de ilusión; en las velas de mi navío danzaban los duen-des y brujas, los ancestrales bailes de la noche de bodas, y uno a uno se fueron acercando para darme su consejo. ¡Qué noche de «akelarre» aquella! Al llegar el nuevo día, llamé a mis hombres sobre cubierta para darles instrucciones precisas. Todo estaba listo, y Mireya sería mía.

Desembarqué en uno de los botes, a media mañana, y antes de la prima tarde había hecho mis preparativos. Nadie me había visto en el pueblo, y montado en el ligero alazán que me sirviera

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en las correrías galantes, me encaminé hacia la cima de la mon-taña que domina el caserío y el puerto. A la hora convenida, en el horizonte se divisaron las velas de mi bergantín, cuyas líneas fueron haciéndose rápidamente visibles, empujado por vientos favorables. Bien pronto se distinguieron sus detalles, y en el tope de sus mástiles ondeó la negra bandera de «Beltza», el pirata euskeldún. Ni un sólo navío español había a la vista, tan sólo inermes barcas de pesca, y en vano tocó a rebato la campana de la diminuta capilla congregando a los habitantes.

Nunca hasta entonces fui espectador de un saqueo, y en verdad que merecía la pena; lástima que tanto coraje fuera prodigado en un botín tan menguado. Los cañones de mi navío tronaron en la penumbra del anochecer, incendiando algunas casas, y a su resplandor, vi descender mis hombres a los botes, y remar hacia la orilla. Algunos moradores intentaron hacer resis-tencia, mas poco después huían todos hacia la manigua. Desde mi observatorio oí los llantos y blasfemias de los fugitivos, y los cantos victoriosos de mi gente; bien pronto el pueblo entero era inmensa fogata, que al reflejarse en las aguas de la bahía, enroje-ció sus aguas deslumbrando a los propios corales.

Los incendios fueron corriéndose por la selva; que, siguien-do las instrucciones dadas, mis hombres avanzaban por la costa, destruyendo casas y cultivos. Antes de una hora la tea incendiaria llegaría a la estancia de Verdemar, y montado en mi caballo me lancé por ocultos vericuetos, evitando a los que huían.

En la casa todo era confusión. Las antorchas oscilaban en la oscuridad, y los gritos histéricos de las mujeres hacían dúo con los reniegos del tío de Mireya, que en vano arengaba a sus esclavos a resistir. Todo iba bien. Y los resplandores de los incendios avan-zaban rápidamente. Cuando las lenguas voraces se alzaron en la estancia inmediata, y los gritos de mis hombres se escucharon con claridad, juzgué llegado el momento de intervenir.

Azucé a mi alazán, lo lancé a galope, e irrumpí en el camino que daba acceso a la estancia de Verdemar. Al verme aparecer, los esclavos huyeron despavoridos; tan sólo Mireya me reconoció.

— Sube en mi corcel. No temas. Yo te salvaré.

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358 Jesús de Galíndez

—Pero mi gente, mi casa…—Que se refugien en los bosques, no te importe lo demás.

Sube, que ya vienen. En lo alto de la colina resonó la vieja canción de los remeros

de Ondarroa; y espoleando mi caballo, disparé el revolver al aire. Era la señal convenida. Y mientras yo huía hacia la playa, llevan-do a Mireya a mi grupa, los gritos de combate resonaron hacia la estancia que minutos después ardía en la noche sin nubes. Los brazos de Mireya estrecharon nerviosamente mi cintura.

—No temas, mi vida, no nos alcanzarán. Cerca de aquí tengo un bote escondido, y antes de que nos busquen estaremos muy lejos; he recogido palmo a palmo la bahía, y conozco un escon-drijo impenetrable. Aunque estén los piratas muchos días en la bahía, no nos encontrarán.

Mi mano buscó la suya, que ya no pretendió huir, y alum-brados por el resplandor rojizo de los incendios, ganamos la costa y la ensenada en que escondiera mi bote por la mañana. Desatraqué prontamente, y circundando los cayos que protegen el puerto me adentré remando en la bahía. El pueblo entero era una inmensa hoguera, en la cual las «sordinas» bailaban las danzas rituales; y en el mástil del bergantín hondeaba tétrica mi bandera. ¡Oh, qué noche para ser amado!

Bogué vigorosamente, hasta perder de vista el poblado dan-tesco; tan sólo el fulgor rojizo del incendio competía con el firma-mento con el rutilar argénteo de la luna llena. El viento soplaba del mar y pude izar una vela que impulsó airosamente a nuestra barquichuela hacia el interior de la bahía; si su fuerza no decrecía, confiaba llegar a la costa de Los Haitises con las primeras luces del amanecer. Tenía varias horas por delante, amparado por las sombras de la noche y los rayos de la luna, para hacer mía a la española.

En sus ojos se habían secado las lágrimas, y poco a poco la calma fue sustituyendo a la cólera. Yo la dejé desahogarse al principio; más tarde, cuando la vela me liberó de los remos, la tomé en mis brazos, y su cabeza reposó confiada sobre mi pecho. No en balde había sido su salvador. Poco a poco su mirada fue

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nimbándose de ensueño, y erró de la estela luminosa que el astro nocturno rielaba en las aguas dormidas, a las sombras rumorosas de la costa selvática. Cuando sentí vibrar su talle entre mis brazos rompí a cantar arrulladoramente.

Cantos de amor de todas las tierras y mares. Lánguidos como la llovizna de nuestras montañas, y ardientes como el sol canicu-lar. Mi voz sonaba con temblores de pasión y sus ojos buscaron los míos con sed de caricias. Estaba vencida. Y un beso fuerte, de hembra en celo, selló su sumisión.

La noche nos rodeaba, y a solas en el mar le juré eterno amor. Mi lengua adquirió fogosidades de torrente desbordado, y su cuerpo palpitó estremecido. Que sus pechos eran duros y sus muslos ardientes; y uno a uno fui rasgando los pétalos de su vestido, hasta descubrir su virginal desnudez. Un momento luchó con el pudor de la mujer honrada… Mas al fin se entregó ebria de placer. Y nuestros cuerpos jadearon bajo los rayos de la luna con ardores de volcán. ¡Oh, qué noche para ser amado!

Cuando el cansancio ganó nuestros cuerpos, comenzaba a amanecer. Allá lejos, hacia la boca de la bahía, el horizonte se teñía ya con las primeras rosas de la aurora, y aún cerca de no-sotros la luna buceaba entre los corales. Mireya, pudorosa tras el amor, se arropó en la popa de la barquichuela; casi, casi, se sentía relente. Mas ya estábamos llegando.

Hacía rato que navegábamos lejos de la costa norte, sesgando las aguas, y la luz difusa del amanecer nos trajo la línea extraña de la desértica costa meridional. Allí, apenas si de vez en cuando se veía el oasis en un palmar, y una línea apretada de cayos guar-necía el acceso a sus playas y ensenadas. Aquel era mi refugio desde mucho tiempo atrás; en sus cavernas e islotes enterraba mi botín, y más de una vez mi bergantín había sesteado plácida-mente en aquellos parajes, mientras la flota de guerra española surcaba el mar Caribe en pos de mi rastro.

La traje a esta caverna. Era la más espaciosa, y en su segundo recinto, fácilmente ocultable, tenía uno de mis más confortables refugios, que prontamente arreglé para alojar a Mireya. Aquel fue nuestro nido de amor durante varias jornadas. A la hora

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del mediodía, cuando los rayos del sol nos forzaban a buscar su sombra bienhechora. Más tarde, al mitigarse sus ardores, paseá-bamos por playas y bosques, o bogábamos a través de los cayos de la costa. Y muchas veces descabezamos un sueño bajo de una palmera, para regresar a nuestra cueva con las primeras luces del amanecer.

Nunca como entonces gocé las bellezas del trópico. Sus luces entraban en mi alma, y entonaban el alegre repique del optimismo. La luna me susurraba frases de ternura infinita, la policromía del crepúsculo vespertino vehemencias de fervor pasional, y el rumor de mar nostalgias de ensueño. Qué quieres, estaba enamorado, y el cuerpo de Mireya trasmitía vibraciones de placer que la dulzura de sus ojos matizaba de poesía.

Una mañana me hice a la mar. Como en alguna otra ocasión, iba en busca de víveres lejos de aquella zona desértica. Y nave-gué hacia la boca del Yuna. Ya casi iniciaba el regreso, cuando las nubes que toda la mañana habían ido agrupándose sobre la bahía, cerraron su velo negrusco oscureciendo la luz del sol. La tempestad rugió en las alturas, y el huracán contestó en la mani-gua; para no ser menos, el mar sacó del fondo de su arcano las olas más audaces y pendencieras. Y mi barca fue juguete entre sus manos; un ramalazo de viento me tronchó el mástil y rasgó la vela; y una ola cargada de inquina, se llevó entre sus garras el timón. Por segunda vez en mi vida me había aventurado sin el «lauburu» simbólico, que la víspera me pidiera Mireya entre dos besos desbocados. Arrastrado por las aguas hacia la costa, estuve a punto de estrellarme contra el acantilado, y al fin embarranqué entre los juncales. Cielo y mar se unían en estrecho abrazo, que el rayo rasgaba a las veces con crepitar de terremoto. Y pasaron dos o tres horas, hasta que el ciclón fue amenguando. Cuando las luces iniciaron su desfile hacia oriente, y el aguacero aclaró un tanto, compulsé los daños de mi naufragio.

Estaba varado en el fondo de la bahía, bien lejos de la costa de Los Haitises. La galerna me había dejado sin velas ni timón; felizmente el casco había aguantado, y cabía improvisar unos re-mos tan pronto las aguas se calmasen un poco. Pero el temporal

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seguía rugiendo sobre tierra y mar; tras el ciclón, un ejército in-terminable de nubes pasaba en loca carrera, descargando aquí y allá feroces aguaceros. Tan sólo día y medio después el sol logró rasgarlas hacia la costa norte. Y al amanecer comencé mi travesía a remo.

Dura jornada en verdad. Y ya casi agotado, conseguía aden-trarme en el archipiélago de islotes y arrecifes que protegían mi guarida, cuando a lo lejos divisé la vela de una embarcación an-clada. Un súbito espanto atenazó mi alma, que jamás conociera el miedo. Porque aquella era la falúa mayor de mi bergantín, la que usaba en desembarcos y golpes de mano, y su presencia allí, indicaba la de mis hombres.

Y no me engañé. Zarandeados por el ciclón cuando aguan-taban al pairo en la boca de la bahía, habían estado a punto de zozobrar, y tan pronto amainó el vendaval buscaron asilo en nuestro refugio habitual. Sin pensar que Mireya ignoraba mi condición.

Cuando alcancé la boca de la caverna, una mirada a mis hom-bres me fue suficiente. Ya lo sabía. Y un frío de muerte heló mi alma. Corrí desalado en su busca, y guiado por el instinto pronto la encontré. De cara al mar, sus ojos desorbitados, la cabellera ondulante al aire. Me vio llegar, y en sus ojos brilló la vergüenza y el odio.

—¡Beltza!... ¡¡Beltza!!... ¡Maldito!—Mireya, mi vida, escúchame…—No avances, no te acerques… ¡Maldito! Asesino de mi pa-

dre, ladrón de mi honra… ¡Aborto del infierno!—¡Mireya!En mi garganta su nombre tomó profundidades de ultra-

tumba. Y corrí por la playa repitiéndolo como loco. Ella trepó por los acantilados; su vestido se enganchó en una roca y medio desnuda siguió su vertiginosa ascensión. ¡Qué momento más angustioso! Hubiera querido volar, y la fatiga retrasaba mi ca-rrera. Un momento la vi perfilarse en lo alto del promontorio, sus carnes blancas se transparentaron bajo los rayos del sol; des-pués, con un alarido de desesperación se lanzó al mar. Cuando

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alcancé la cima, la tragedia se había consumado, y un rojizo manchón en las aguas azules selló la obra de los tiburones que pululan en la bahía.

¡Estaba muerta, había muerto odiándome! Mi angustia cre-ció como la tromba del huracán que todo lo arrasa a su paso, y descendiendo a la playa, cometí espada en mano a mis hombres que habían seguido la escena inmóviles de terror. Estaba ciego de ira, y el dolor me prestó fuerzas sobrehumanas. Uno a uno los acuchillé, y sus cuerpos fueron a dar guardia al de Mireya en las entrañas de la ensenada. ¡Qué banquete para los escualos!

De mis labios se escapaban rugidos de bestia herida y mi vista se tiñó de rojo. Trepé de nuevo a la cima del acantilado, y la no-che me sorprendió delirante en aquel mismo lugar. Todo parecía una horrible pesadilla, y en mi cerebro danzaban los fantasmas.

El fresco del amanecer mitigó algo mi desvarío, y la calma de la aurora se adueñó de mi alma dolorida. Fue entonces cuando recordé que aún me restaba un último deseo que agotar. De nada me servían ya la fortuna y el amor, habiéndose ido ella, y quise reposar para siempre en la tierra que guardaría su despojo.

Porque había llevado algunos días el «lauburu» de los «akela-rres», y estaba sujeta a la ley inflexible de la gran «Maitagarri». Su espíritu vendría plenilunio tras plenilunio a vagar por aquellos parajes, escenario de su suicidio. Y si perdí los ardores de su cuer-po, podría gozar para siempre los ensueños de su alma. ¡Mireya, mi bien amada!

Busqué por la caverna, entre sus cosas, y no tardé en hallar el siniestro «lauburu» triangular. Marché después a la falúa a la que prendí fuego, hasta verla hundirse en el mar; destrocé mi bote y cuantos objetos pudiera recordar la presencia de habitantes. Nada perpetuaría mi rastro, y hasta mis deseos desaparecerían para siempre conmigo, que yo sólo conocí su escondite. Me adentré en el segundo recinto, amontoné unas rocas a la entrada de la gruta diminuta en que me encontraste, y una vez dentro de ella, provoqué el derrumbe que guardaría para siempre mi sepultura; nadie me sacaría de allí, y plenilunio tras plenilunio volvería a encontrar el fantasma de Mireya para hollar de nuevo

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las sendas que contemplaron nuestro idilio y nuestra pasión.Era llegada la hora de formular mi último deseo: morir, y mo-

rir junto a ella. Invoqué a las «sorgiñas» funerarias, formulé por tercera vez el conjuro que me enseñara el «basajaun» de Gaztelu-mendi, apoyé el cañón del revólver sobre el corazón, y apreté…

***

Amanecía ya casi, ¿ves?, como ahora, cuando Mikeltxu llegó a este punto de su relato con las primeras claridades sus formas se desvanecieron y me hallé a solas con su esqueleto, cubierto en parte por las cale.

Le había robado una noche de plenilunio, y no llegó a mos-trarme el espectro de su amada ni a decirme donde se ocultan sus tesoros. Pero no te apures, que volveré el próximo sábado de plenilunio, y tendrá que mostrármelo todo. No en balde poseo el gran conjuro de la «Dama de Amboto», al que no puede resis-tirse ningún iniciado ni aún difunto.

Que me lo enseñó mi abuela, una gran «sorgiña», la bruja más renombrada en los siete valles.

El precipicio maldito.Leyenda del salto de Jimenoa

Siguiendo el cauce del río Jimenoa, por una estrecha vereda que a veces trepa en pinos Vericuetos y a veces baja hasta bañarse en las aguas rugientes que saltan entre peñascos, avanzaban los caballos con seguro pisar. La catarata se anunció desde muy lejos por el tronar de su ronca voz, y aún hubimos de ascender hasta tres difíciles lomas antes de que el chorro espumoso se ofreciera a nuestra vista en el fondo del cañón.

El guía ordenó descender de nuestras cabalgaduras, las cua-les, atadas a los troncos y raíces de sendos pinos, aguardaron

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cansadas y sudorosas. Y a pie, a menudo aferrando reciamente ramas y peñascos, descendimos hacia la sima en que bulle el torrente que atrajera nuestros pasos. Los postreros fueron bien difíciles, que pisábamos una sola roca pulimentada por los siglos, húmeda y verdosa de moho, en la que a duras penas conseguía-mos hacer pie firme.

El estruendo nos ensordecía y en silencio contemplamos la colosal maravilla. Gigantesco precipicio de más de un centenar de metros, cortado a pico en su parte central; que muestra las entrañas rojizas de una tierra en la que ninguna planta pudo arraigar, mientras ambos costados, guarnecidos de densos pina-res, vienen a cerrarse en el estrecho cañón en que caracolean las aguas espumosas de la catarata, que en chorro vigoroso se lanzan al abismo a media cortadura, para pulverizarse al mor-der la sima que cavaron los siglos en acoso pasional. A mano izquierda, monstruosos peñascos cierran paso a las aguas que aún han de revolverse, acaso asustadas de aquellas moles, cu-yas siluetas recuerdan rostros y cuerpos deformes, hieráticos, geniales. El firmamento apenas se vislumbraba allá arriba, cu-bierto de negros nubarrones.

Nubarrones que descendieron, cubriendo las cimas de la cordillera, cuando emprendimos el camino de regreso, ganando esta vez las lomas que coronan el precipicio, en busca de la carre-tera. Apenas si tuvimos tiempo de ganar, una rústica choza antes de que la tormenta se desatara sobre la montaña. Y, mientras, sentados bajo el techo de yaguas, saboreábamos el aromático café de nuestros huéspedes improvisados, la naturaleza se adue-ñó de lomas y valles.

Los truenos repercutían cual cañonazos en el seno del cer-cano torrente, y las exhalaciones iluminaban lúgubremente las cortinas de agua que azotaban los pinares. A tiempo habíamos escapado.

Durante más de una hora, cielo y tierra se confundieron. Y cuando al fin divisamos los primeros contornos del amplio valle de Jarabacoa, el viento aulló por los barrancones, arrastrando las nubes que se dividían en veloz carrera. Algunas, más bajas

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y tocadas de blancos ropajes, descendieron por las faldas de la montaña hasta situarse encima del cauce del río.

—Ya llega doña Jimenoa –oímos susurrar al guía para sí.Y atraídos por el aroma de conseja que su tono dejaba tras-

lucir, al fin conseguimos arrancarle su historia, en tanto que la lluvia cesaba y el camino se volvía transitable.

Fue hace muchos años, mucho antes de que vinieran los hai-tianos. Era por entonces amo y señor del valle y de todos sus hatos, don Juan de Jaraba, último vástago de la recia estirpe de coloniza-dores que dieran su nombre al valle; joven, fuerte, en la plenitud de la vida, heredó de sus mayores la decisión y la audacia.

Temido de sus esclavos y admirado por las mujeres, su nom-bre corría de loma en loma con satánica aureola. Que poco valía para él la vida humana y la virginidad era tan sólo acicate de sus deseos.

Una sola mujer resistió su lujuria, y acaso por ello fue la única que a la postre consiguió rendirle. Jimena se llamaba la moza. Tierno capullo apenas abierto a la luz del día; bella como el amanecer; soñadora y pura.

Una mañana marchaba don Juan a caballo por los pinares que cerraban sus posesiones, cuando, al acercarse a la ribera de un arroyo, sus ojos desfloraron la confiada desnudez de la mu-chacha; quien, ignorante de su presencia y fiada en la soledad del paraje, retozaba en las aguas que besaban sus carnes ebúrneas y transparentes. Manjar de dioses para el sensual caballero. Mas acaso fuera la sin par belleza de la criatura, acaso la sorpresa, o tal vez un último vestigio de delicadeza, que, tascando sus impul-sos lujuriosos, frenó el caballo, y, guarecido tras unos matorrales, contempló la escena ocultando su presencia.

Sólo un rato después, cuando ya vestida y peinada subía hacia el camino, se atrevió a abordarla requebrando su hermosura. La muchacha bajó los ojos y trató de apretar el paso esquivando sus acosos. Que bien pronto había reconocido al señor de Jaraba; y el corazón le palpitaba de miedo, y acaso de emoción inconfesada. Llegó un instante en que don Juan la cerró el paso pretendiendo abrazarla; era el sistema que nunca le fallara. Mas la doncella,

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recobrando fuerzas en su pudor ultrajado, abofeteó reciamente las mejillas que se acercaban anhelantes de lujuria. La sorpresa detuvo unos instantes al osado galán, los que aprovechó la pudo-rosa virgen para deslizarse a través de una valla espinosa y huir llamando a un forzudo mastín, que pronto acudió en su ayuda.

Aquella noche los deseos insatisfechos desvelaron al señor de Jaraba, mientras un rubor de vergüenza desvelaba los sueños de Ji-mena. Sueños que, pese a sus propósitos, se adueñaron de su alma cuando a la siguiente mañana escuchó el galopar de un pesado caballo en la senda que conducía hacia la estancia familiar.

Que era guapetón y fornido el mozo, y la sangre bullía en las venas de la mozuela. Varios días duró el cortejo; y al fin, vencido de amores, la ofreció matrimonio para hacerla señora del valle. Y aquella misma tarde, a la grupa del brioso alazán, la llevó hasta la iglesia de la Santa Concepción de la Vega Real, donde un atemo-rizado vicario les unía en santo vínculo, dispensando proclamas y cánones superfluos.

La brisa peinaba los pinares y cantaba por las torrenteras, cuando treparon el puerto con las primeras sombras del ano-checer. Al llegar a la cima, reposaron un instante, contemplan-do el valle.

—Jimenoa, todo esto es tuyo. Y tú eres mía.—Para siempre, don Juan. El caballo partió al galope rumbo hacia poniente. Un beso

frenético selló la entrega de la doncella virgen, enamorada del hombre varonil y audaz, sin pensar en nada más qué en su amor. Y los rumores de la noche esparcieron por el valle la buena nue-va de que el solar de Jaraba había ganado una linda castellana, y sus moradores una dueña todo corazón. Jimenoa, como él la llamó con el acento de sus mayores.

Algún tiempo duró su bienhechora influencia; jornadas de ilusión, de las que nació un tierno vástago, Miguel José, en quien los ojos azules de la madre rompían la dureza de facciones de los Jaraba. Y el padre, cansado acaso de la prolongada monogamia, reservó todo su cariño para el futuro heredero cuando sus ardo-res de galán le lanzaron de nuevo a la conquista de sus esclavas

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y vecinas. Mas el amor de Jimenoa permaneció intacto, ciega a toda infidelidad, soñando aún en aquel galope sensual a través de los pinares.

Y mientras Miguel José crecía, la fama de don Juan cobró nuevos tintes sanguinolentos. Nunca como entonces fueron for-zados sus hombres al agotador trabajo en las minas de oro; nun-ca como entonces rugió el látigo sobre las cuadrillas de esclavos; nunca como entonces su nombre fue odiado en el valle.

Cierto día, un venerable dominico, de luenga barba enca-necida por los años de apostolado, subió desde la ciudad de La Vega, esclavos fugitivos le contaron los horrores que acontecían en las apartadas lomas, feudo de los Jaraba, y con el mismo celo que antaño vibrara en los labios del padre Montesinos, marchó a cumplir con su deber de caridad.

Primero recorrió los ranchos y bohíos, cicatrizando heridas y mitigando dolores; sus ojos conocieron la vergüenza de las mu-jeres forzadas, y la rabia impotente de los hombres aherrojados peor que las bestias que cuidaban. Y el renombre de su bondad saltó de barranco en barranco, precediendo su llegada a la man-sión de don Juan.

Este ya le esperaba, cuando su peregrinación alcanzó las últimas lomas del valle; Jimenoa quiso ser la primera en besar su mano pa-triarcal, mas en vano suplicó. Que don Juan meditaba ya el castigo que imponer a la osadía del frailuco. Y con arrogante ademán orde-nó, hacerle pasar; a solas con sus esclavos de confianza.

—Don Juan, oíd la voz de Dios, don Juan, habéis pecado, y el cielo tiene contados vuestros desmanes, don Juan, arrepentíos a tiempo…

—Condenado fraile, callad. Guardad vuestros insultos.—No he de callar, don Juan; que si mi voz flaqueara y en-

mudeciera, alzarían su voz las rocas de la cordillera, testigos de vuestros crímenes; las rocas y los pinos, la tormenta y el huracán. Don Juan, estáis condenado y el cielo levanta su espada flamígera sobre vos. Don Juan, vengo a buscaros con la absolución.

—Silencio, deslenguado. ¿Sabéis a quién habláis? A don Juan de Jaraba, que se ríe de ti y de tu Dios. Soy el amo del valle, y ya

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me cansó vuestra presencia en él. Oíd mi mandato: marchaos pronto, o por Belzebú que os haré matar.

—No me iré, don Juan. Tengo una misión que cumplir: sal-var tu alma, y liberar a tus esclavos. Mátame, si quieres; mi sangre caerá sobre ti y sobre tu estirpe. Medita, don Juan.

El señor de Jaraba abandonó la estancia colérico, ordenando la prisión del fraile. Y antes de que el nuevo día alumbrara, todo el valle sabía que al rayar el sol sería despeñado por el precipicio, rasgado en la montaña. Sólo Jimenoa nada sabía, que desvaneci-da ante el reclinatorio en que oraba, al escuchar los gritos de su esposo, la fiebre ganó su cuerpo y yacía insensible en el lecho, solitario desde meses antes.

Con apostólica mansedumbre emprendió el domínico el ca-mino, bendiciendo a cuanta persona encontraba en la ruta. Que al correr la voz de su martirio fueron muchos los que subieron a besar sus hábitos, los hábitos de un santo. Ruta de calvario en la salvaje grandiosidad de la montaña tropical.

El sol refulgía ya sobre pinos y palmeras, cuando el grupo alcanzó las alturas del precipicio. El torrente rugía en su fondo, y las espumas salpicaban las laderas. Silencio glacial en la cordi-llera. Un hombre embozado, aguardaba cerca del tajo; era don Juan. Con los ojos inflamados por el odio, la mandíbula enhiesta y fiera.

Y a él se dirigió el buen dominico, cuando sus guardianes le ataron las manos.

—Oídme, don Juan, oídme por última vez. Vine por vuestra alma, y aún es tiempo, don Juan. Un año tenéis de vida, un año y no más, don Juan. Un año para arrepentiros, o un año para condenaros; vuestra suerte está ya sellada; oíd la voz del cielo, don Juan. Moriréis dentro de un año, y tu hijo morirá, don Juan. Nadie quedará del linaje de Jaraba, hasta vuestro recuerdo san-griento será olvidado; en su lugar brotará un pueblo nuevo, sin esclavos; y serán los tuyos los que liberados, vivirán como señores en las tierras que fueron tuyas. Nada quedará de ti, don Juan. Ni tu nombre, ni tu estirpe, ni tus tierras. Un año tienes delante; arrepiéntete, don Juan.

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Su voz había adquirido tonalidades de trueno que apagaron el rugido del torrente, y se esparcieron en dramática profecía a través del valle y de sus lomas. Los esclavos temblaban, sintiendo un soplo divino. Sólo el astro rey avanzaba sin detenerse en su carrera.

—Acabad pronto, malditos –ordenó la voz de don Juan.Y cegados, autómatas, los esclavos obedecieron. El cuerpo

del dominico osciló en el vacío, antes de perderse en la espuma del torrente.

A partir de aquel día, la cortadura fue llamada «el precipicio maldito», y con terror huían de él los moradores del valle y la montaña. Mas no fue el cuerpo del fraile mártir el único en ser despedazado entre sus rocas; pues acometido de bestial locura, recomido por las dudas y temores, don Juan se lanzó a una carnicería sin freno, y uno tras otro eran arrojados sus esclavos en la sima mortal. El pánico descendió sobre los bohíos, y a todo riesgo sus hombres intentaron escapar. Que la maldición de Dios pesaba sobre aquella tierra.

Un año casi transcurrido había, cuando hasta el valle apar-tado llegaron lejanas nuevas de guerra. Allá lejos, en la capital de la colonia, resonaban los tambores pidiendo voluntarios para combatir contra los filibusteros franceses, cada día más osados en sus depredaciones. De las ciudades del Cibao partían columnas de combatientes. Y un emisario subió hasta la cordillera en busca del señor de Jaraba, cuya valentía era universalmente popular.

Ni un momento tan sólo dudó don Juan. Era acaso el ansia oculta que le recomiera toda la vida; la guerra. Y con refinado placer, preparó los detalles de la expedición. Él sólo armó a su tropa de esclavos y colonos, y al frente de ellos partió una maña-na del mes de abril.

Doña Jimenoa, consumida por el dolor y la angustia, le vio partir. Ya no era la moza de carnes apretadas y jugosas que reto-zaba en las aguas del río. El pesar arrugó su frente y blanqueó sus sienes; mas en sus ojos brillaba la misma mirada que horadó el alma de don Juan la tarde de bodas, en la cima del Puerto. Le amaba; le amaba con desesperación.

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A su lado, ignorante de la tragedia, y atraído por la vistosidad de la escena, apenas si podía mantenerse quieto el pequeño Mi-guel José. Rapaz de poco más de diez años, era el aguilucho en que se recreaba el padre. Quien ya a caballo, le tomó en sus bra-zos y le besó con ternura, acaso la única ternura que albergara aquel alma de acero. Y por la mañana encendida de luces, cruzó como un fantasma la profecía frailuna

Pocos días quedaban para cumplirse el plazo. La columna de Jaraba había ganado ya las tierras capitaleñas, y el ejército colonial se aprestaba a partir hacia poniente. En el palacio de la cordillera, doña Jimenoa lloraba al pie del lecho de su hijo.

Pues herido de súbita enfermedad, en vano se afanaban mé-dicos y curanderos buscando un remedio que aplacara su fiebre. En los bohíos se susurraban rumores de muerte. Y algunos ase-guraban oír de noche la voz del fraile que llamaba desde la sima del torrente.

Al fin partió un mensajero hacia Santo Domingo, a marchas forzadas. Aún llegó a tiempo antes de que el ejército se hubiera puesto en marcha. Y al punto don Juan, abandonando hombres e ilusiones, se puso en camino con el mejor físico que pudo ha-llar. Que su hijo lo era todo.

Tres días y tres noches galoparon casi sin descansar; y al ano-checer del tercero coronaron el puerto que da acceso al valle. Nubes de tormenta se arremolinaban sobre los picachos de la cordillera, y la oscuridad era cerrada. Mas poco faltaba ya, y, agui-joneando a las agotadas montañas, cruzaron vegas y potreros, e iniciaron la postrer subida.

La tormenta se desató entonces; los truenos repercutieron en los barrancos, y los rayos culebrearon entre las sombras; corti-nas densas de agua, que azotaban caballos y jinetes. Lentamente, luchando contra el viento y el aguacero, aún avanzaron monte arriba; sus acompañantes hablaban de aguardar en un bohío mas don Juan siguió adelante. Que ya divisaba a lo lejos los muros de su mansión.

Aún consiguió avivar el paso; y ya casi coronaba la postrer altura, cuando, rasgando nubes y pinos, una centella cayó a pies.

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El caballo, encabritado, loco de pavor, se desbocó en satánico galope, y sin obedecer bridas ni espuelas, cruzó los pinares con la impetuosidad del huracán. Fue entonces, a la luz del rayo, cuando don Juan recordó la fecha.

El plazo estaba cumplido. Y tenía que morir.Fatal carrera bajo la tormenta, deslumbrado por la cár-

dena luz de los relámpagos; hasta llegar al tajo del precipicio maldito. Cegado aún el corcel, brincó al abismo, relinchando salvaje. Don Juan, despedido de la silla, volteó en el vacío, y al caer quedó prendido de un matorral, el único que crecía en la cortadura.

El torrente rugía llamándole, y entre la espuma salían a recibirle los rostros petrificados de sus víctimas. Ronco coro de gemidos y amenazas; sepulcral sinfonía de la Casa de Jaraba.

—¡Misericordia, Dios mío! Apenas pudo balbucir, antes que cedieran las raíces. Y al abis-

mo cayó don Juan, al rayar la media noche.El médico y los esclavos que le acompañaban, en vano habían

querido seguirle en la infernal carrera. Mas no titubearon en el camino; que conocían mi profecía. Y estremecidos de espanto, tan sólo pudieron recoger la capa del muerto, sujeta al borde del cañón.

Cuando el fúnebre cortejo sin cadáver ganó las puertas del palacio señorial, una madre gemía al pié del lecho de su hijo. El último vástago de Jaraba acababa de morir. Y aún transida por el mazazo escuchó la narración entrecortada de la tragedia.

La esperaba. Era el fin de sus ilusiones; la profecía estaba cum-plida. Todo había muerto; sólo quedaba su amor, el espectro de su amor desesperado. Y apartando a cuantos le cerraron el paso, con la vista fija y su hijo en brazos, arropado en la sábana convertida en sudario, se perdió en la noche, camino del torrente…

***

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Hace muchos, muchos años que pasó. Nada queda del solar de Jaraba; ni sus hombres, ni su casa, ni su recuerdo. Los esclavos fueron libres y hoy pueblan los confines del valle. Solo queda el espectro de Jimenoa, que en los días de tormenta, cuando el aguacero decrece y el viento comienza a aullar, surge de las som-bras y recorre el cauce que perpetúa su nombre, en busca del esposo perdido la noche aquella. Y a través de lomas y barrancos, el eco repite su grito de angustia.

—Don Juan..., don Juan… don Juan…

Tambores en la manigua.Leyenda del río Ozama

Las aguas del río se deslizaban mansamente, hacia los mue-lles desiertos del puerto capitaleño, en voluptuosa querencia del regazo azul turquesa del mar Caribe que añoraran desde su nacimiento, allá en las lejanas cortaduras de la Cordillera Central. Y mis remos se hundieron silenciosamente en sus on-das pausadas, apenas rizadas por la marea alta que impulsaba mi barquichuela contra la corriente. En el firmamento sin nubes, la estrella de la tarde guiñaba sus últimos destellos al redondo disco de la luna llena que subía tras el rompeolas. Y la brisa del anochecer trajo los primeros efluvios de la mani-gua tropica1.

La noche caía sobre las riberas solitarias. Lejos, la ciudad aún reía, nerviosa por su osadía, a través de las luces de sus ventanas y faroles; pero, más allá del puente, más allá de los últimos muelles en que se apilan las cañas, el silencio marcaba el paso de la ciu-dad a la sabana, de la civilización a lo desconocido, de lo vulgar a lo romántico.

Bogué río arriba, sin prisas. Que había marchado a soñar, a solas con la manigua. La luna rielaba en el cauce rumoroso del río; y en las orillas cantaban las chicharras. Silencio, silencio ancestral. A las veces, un cayuco se deslizaba entre las sombras; a bordo marchaba un negro, más negro aún que la misma noche.

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Y en la lejanía, en algún sitio hacia poniente, comenzó el tam-tam-tam persistente de una tambora.

Su monótono redoble acariciaba los herbazales, hasta per-derse en la noche cuajada de sensualidad. Y la brisa jugaba al escondite esparciendo sus ecos en la manigua, tan pronto cerca del río, tan pronto en las remotas sabanas.

Hacía rato que bogaba lejos de todo destello humano. Obse-sionado por el incesante tam-tam, me acerqué a la ribera derecha, y embarranqué la barca entre los juncales; la tambora parecía resonar tras de la colina, y, picado por la curiosidad trepé por una senda sinuosa, cortada por la maleza. Cuando gané la cima, la sabana se extendió ante mi vista, y los tambores galoparon a gua-recerse en los primeros palmares; cuando alcancé los palmares, los tambores se escabulleron del todo, y el silencio me rodeó. Para resonar poco después, hacia el norte, y hacia poniente, y hacia el sur, y extinguirse de repente cuando mas cercanos los creía.

Toda la selva parecía estar llena de tambores y de cánticos ex-traños. Gemidos lastimeros, alaridos de combate; y el incesante tam-tam-tam que golpeaba mis sienes. Alucinado avanzaba, sin cesar, tropezando acá y allá atraído por el ritmo machacón de las selvas africanas. Caí y me levanté, para caer de nuevo poco después; las zarzas habían desgarrado mis ropas, y mis pies se negaban a sostenerme.

Mas el tambor seguía llamando; en la manigua tropical.

***

¡Ma-i-bá…! ¡Ma-i-bá…! El canto ritual resuena bajo la luna llena, despertando sabanas y palmares. Gemido de angustia de la raza fatalista, oculta en la espesura de la selva solitaria; grito de llamada en el silencio de la noche roja, preñada de recuerdos, amenazas y deseos.

¡Ma-i-bá...! Ma-i-bá...! El canto sube por el cauce del ancho río, llenando de pasiones los paupérrimos bohíos; y los hombres,

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negros como sólo pueden serlo los negros, reman silenciosamen-te sus cayucos en pos de la llamada ancestral.

Ma-ba-lú!!!Y el tum, tu-cu-tum, tum, de los pequeños tambores, saluda

la llegada de las sombras armadas de largos machetes, ante la pira funeraria.

Katanga ha muerto; ha muerto Katanga.Ma-ba-lú!!!Hembras sensuales de ampulosas caderas y senos erectos, dan-

zan con paso rápido y corto entre rojizos destellos; la ensortijada ca-bellera desgreñada, la boca entreabierta, la piel lustrosa de sudor.

Viejas de flácidos senos y blancuzcos cabellos, aúllan en la noche llena de conjuros. Sus voces, roncas de ron y gemidos, añoran las viejas tradiciones de la tribu.

Y el tam, ta-tam, tam, de los grandes tambores, lanza a los vientos la llamada ritual.

Makombo vendrá, ¡oé!, ¡oé!, el gran Makombo.El ritmo de los tambores acelera sus redobles, los aullidos

rasgan las sombras, las llamas enrojecen los achatados semblan-tes, los bailarines se agitan entre espasmos, y los machetes brillan en el aire.

Oé, oé… Ma-ba-lú!!!Hasta caer todos rendidos en el tránsito colectivo, que con-

duce a los lejanos tiempos y lejanas tierras, en que resonaban los tambores de guerra.

Tám; tum, tum, tum, tum, tám; tum, tum, tum, tám, tum, tum, tum, tum, tám…

Tambores sagrados resuenan en la selva virgen de Nigeria; tambores de muerte y tambores de guerra. Baukikí ha muerto, el caudillo de los bantu-amá; y Lualabá, la hija de Baukikí y de Matumba, ha de elegir entre los guerreros de la tribu al esposo y caudillo que les lleve a la victoria.

Que un nuevo ciclo se ha cumplido; y las añejas tradiciones aseguran que, en cada siete generaciones, la heredera de la últi-ma conferirá la suerte y el mágico poder de la Sagrada Montaña que arroja fuego, al elegido de su corazón.

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Siete generaciones han pasado desde que Abelungo, el espo-so elegido por Galeka, condujo a los bantu-amá a la victoria y el dominio sobre todas las sabanas y selvas que bordean el ancho río de aguas tumultuosas. Siete generaciones en que los bantu-amá han aguardado silenciosos esperando la llegada del nuevo caudillo que les conquiste pastos y cultivos. Siete generaciones en que los tambores han resonado mansamente, y los cantos rituales gimieron en la oscuridad de la noche sin estrellas.

Mas Baukikí ha muerto y el ciclo se ha cumplido. Por eso los tambores resuenan agresivos en la noche de luna llena, y los cantos de combate silenciaron los lamentos nostálgicos.

Rubíes sangrientos son las hogueras, y herbazales sacudi-dos por el huracán los hombres que danzan en torno. Lanzas y azagayas alzadas al firmamento; los pies en incesante tejer. Los tambores redoblan y redoblan, despertando las selvas y el ancho río; y aullidos inhumanos hienden el peso de los siglos.

Oé!, oé!, los bantu-amá lanzan su grito de desafío. Oé!, oe!...Y cuando la luna sube hasta cruzar las palmeras, las viejas

penetran en la choza real; de donde, escoltada por ellas, sale danzando la gentil Lualabá. Casi desnuda, apenas un paño de vivos colores cubre su virginidad; y sus senos macizos de hembra sin ganarse, tiemblan al compás de su agitado pisar.

Los tambores repican la danza sagrada; y Lualabá, los ojos perdidos, los labios resecos, gira y danza en derredor de la ho-guera. Uno a uno los jóvenes guerreros se acercan brincando los pasos marciales, y gritos salvajes exhalan sus bocas de dientes blancos que ríen en la noche; uno a uno los contempla Lualabá, sin perder el compás de su tejer, y uno a uno van formando el corro de los candidatos que cerca a la heredera de las glorias de la tribu.

Los tambores resuenan con nuevo brío, y los gritos de com-bate arrecian en potencia y acritud; Lualabá se acerca a su vez a los guerreros, y sus pasos bordan la lucha de sus deseos. Entre Makombo y Tongub se disputa la elección; Makombo, de mús-culos de 1eón y corazón de gacela; Tongub, de astucia de tigre y odios de chacal. Los dos son los mejores guerreros de la tribu, y

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los dos se saben los preferidos. Por eso sus saltos y gritos dominan hogueras y tambores, ¡oé!, ¡oé!, en la noche tropical.

Lualabá, poseída de frenético espasmo, avanza y retrocede al compás de los tambores; hasta caer convulsa a los pies del gran Makombo; que tomándola en brazos, salta la hoguera ritual y huye hacia el corazón de la selva.

Oé!, oé!, los bantu-amá lanzan su grito de desafío, oé!, oé!...Mas el trueno, decenas de truenos repetidos, rompen el

encanto de la noche; y los bailarines pierden el ritmo de los tam-bores silenciados. Hombres extraños, negros y blancos, irrum-pen de la selva en la calva comunal; no van desnudos, y cortas azagayas humean entre sus manos.

Un instante, Tongub intenta deslizarse en las sombras; mas de repente el trueno se repite con seco estruendo muerte, y el astuto guerrero cae bañado en sangre sin que arma alguna le haya herido; tan sólo humea de nuevo la azagaya del blanco de rojos cabellos.

Makombo, el nuevo caudillo, está lejos y ni siquiera hay tiem-po para luchar. Alguno que lo intenta, cae fulminado al igual que Tongub; y en pocos minutos, guerreros y doncellas, viejos y niños, son atados con cadenas en torno a las hogueras y tambo-res, antes todo bullicio, y ahora silenciosos.

El silencio ganó la selva; y sólo se oyen las blasfemias de los agresores. Que celebran con licores la feliz sorpresa de una tribu en su noche ritual. Tan sólo, muy lejos, el eco parece repetir doliente, el redoble de los tambores y el gemido de los que mu-rieron antes de caer encadenados.

Silencio en la selva sin cantos ni tambores. Y el incendio de las chozas ilumina la dolorosa caravana, que se encamina len-tamente hacia el mar; amarrados a férrea cadena, flanqueados por los fusiles de los negreros, azuzados a latigazos. Mas con los ojos relucientes de fe; porque Makombo va con ellos; el gran Makombo, el elegido por Lualabá; que, buen caudillo, regresó de la selva para estar al frente de sus hombres. Hasta que un día todos dancen los ritmos de la victoria.

Makombo, el de músculos de león y corazón de gacela; el gran Makombo.

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Y en las sentinas del barco nauseabundo comenzaron a escu-charse los cantos lastimeros de los días de amargura; cada nuevo sol trajo nuevas muertes en el hacinamiento del cautiverio, y los tiburones del océano trasegaron la carne tostada por el sol de tierra adentro. Mientras Makombo, los puños cerrados en muda amenaza, mira con avidez las carnes aún vírgenes de su Lualabá.

Cuando el barco detuvo su bamboleo, cuando los esclavos fueron empujados hacia cubierta, cuando sus ojos deslumbrados recobraron la visión, una ciudad de casas blancas apiñadas había crecido a la orilla del Gran Río.

Mas el Gran Río ya no era su Gran Río de Aguas Tumultuo-sas; era otro Gran Río de Aguas Pausadas que se deslizaban sin ruido. Y los negros que bogaban por su cauce, tampoco eran los guerreros jactanciosos de la tribu enemiga de los bombasas; sus carnes se cubrían de sucios pingajos, y sus labios murmuraban palabras tan extrañas como los gritos de los amos de blanca piel. Eran esclavos, hijos de esclavo y nietos de esclavo, que jamás oye-ron el rugir de los bélicos tambores en la manigua sin fin.

Y en las plantaciones de la costa del Caribe, en las sabanas que acaricia el río Ozama, en las minas y trapiches de la isla de Quisqueya, el látigo silbó sobre los hijos de Nigeria; el sol era el mismo, y el mismo era el trópico, mas en sus prados y manigua en lugar de tambores y gritos de desafío, resonaban dulzonas maracas y aullidos de dolor.

Ma-ba-lú!!! Y Makombo, los pies trabados y la espalda llagada, en vano

sigue con vigilante mirada los pasos de Lualabá cuando marcha con las restantes esclavas camino del río. Mas su corazón descu-brió lo que su esclavitud le impedía ver; el señorito blanco, el de botas relucientes y sombrero de ala ancha, el hijo del amo y señor de la estancia, ansía forzar la carne prieta de la princesa esclava.

El deseo inflama sus pupilas y la lujuria ilumina sus artima-ñas; hasta conseguir aislarla una tarde, en los palmares que bajan hacia la cañada. Están solos; y él es el blanco y el propietario; Lualabá está perdida, y con ella las tradiciones de la tribu.

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Pero Makombo venteó el peligro, y a saltos, refrenado apenas por la cadena que sujeta sus pies, ha seguido los pasos del fácil con-quistador. Y cuando Lualabá lanza su postrer grito de cólera impo-tente en la placidez del atardecer cobrizo, el esclavo caudillo, ciego de ira y desesperación, tensa sus músculos de gigante en colosal esfuerzo; el hierro muerde sus carnes, la sangre baña sus pies, el sudor perla su rostro cejijunto, mas al fin un eslabón salta partido, y Makombo, recobrada su libertad, brinca al cuello del blanco.

Su abrazo es tenaza que rompe vértebras y costillas, y sus de-dos se hunden en la garganta del español. Hasta ahogarle.

Makombo ya es libre, Lualabá es libre; y la manigua es de los dos. Nadie interrumpirá esta vez la orgía; y el firmamento encendi-do de sol poniente será digno dosel del ancestral tálamo nupcial.

Y presagio de la otra orgía de sangre. Que se inicia con las pri-meras oscuridades de la noche sin luna. Un vigilante que intenta cerrar el paso a Makombo, cae fulminado con el cráneo partido en dos; en pocos instantes el caudillo de los bantu-amá parte los grillos que atenazan a su gente; y en bestial avalancha, ebria de dolor y venganza, los esclavos liberados se lanzan al asalto de la mansión de los blancos.

Rojos machetes tintos en sangre humana enarbolan sus ma-nos surcadas de cicatrices; antorchas gigantes que iluminan la selva, edificios y plantaciones son; y los viejos tambores de guerra retumban en el silencio nocturno, despertando en la manigua a los esclavos que aúllan de esperanza, y a los negreros que tiem-blan de pavor.

¡Oé!, ¡oé!, los bantu-amá lanzan su grito de desafío, ¡oé!, ¡oé!...Y en el alud arrollador, con Makombo a la cabeza, salta el

machete y la tea, de plantación en trapiche, de sabana en palmar. Todos los esclavos cierran filas en pos de los hijos de Nigeria; y aún los que nacieron nietos de esclavo aprenden pronto el salvaje re-doble de los tambores de guerra que atruenan la noche tropical.

Comenzó la guerra de los esclavos contra sus opresores, del ne-gro contra el blanco. Guerra de exterminio, oé, oé, guerra mortal.

Incendio sin fin ilumina las sabanas y las selvas; y aguas de sangre arrastra el Gran Río hacia la ciudad estremecida. Las

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campanas de sus iglesias tocan a rebato, y lo más granado de sus soldados y caballeros sale en persecución de los sublevados.

Mas todo en vano; que la manigua es ya del eslavo, y la noche de los tambores.

La leyenda del esclavo cimarrón, cruza de costa a costa los confines de la isla; y el blanco se siente inseguro, tras de sus pé-treas murallas. El trópico fue de los hombres de oscura piel; y los hombres de piel oscura lo ganaron de nuevo para sí.

Las tradiciones se cumplieron; y los cánticos y tambores ensalzan las glorias de Makombo. Su tribu ganó nuevas tierras vírgenes; y el enemigo pereció en la contienda. ¡Oé!, ¡oé! Nadie vence a los bantu-amá de la séptima generación. ¡Oé!, ¡oé!

Y los negros que olvidaron los ritmos de guerra y de matanza, los negros que nacieron esclavos, y hasta los mulatos de sangre mezclada, acuden en pos de los libertos. La isla entera será de los negros, oé, oé, y el blanco morirá.

Mas la traición marchó con los mulatos; y la sangre blanca que corre por sus venas, reclama serviles zalemas y hasta el látigo que queme la piel vergonzante.

—Ño Manuel –susurra el mulato, tránsfuga de la manigua a la ciudad.

—Ño Manuel –susurra el hijo de eslava forzada por sádico negrero.

—Ño Manuel –susurra el esclavo zalamero al cruel gobernador.—Ño Manuel, si me perdonas la vida y me haces tu criado, yo

te entrego al negro cimarrón. Ño Manuel, el mulato José quiere servirte, y si le ayudas, te venderá a Makombo. Ño Manuel, yo puedo hacerlo, ño Manuel.

Y el mulato, que ni es blanco ni es negro, ni es señor ni fue libre, guía la tropilla por ocultas trochas hasta el corazón de la manigua. Hasta la choza de Lualabá.

El eco de los tambores de guerra apenas se distingue en el lejano horizonte coronado de resplandores; que la venganza de los bantu-amá se corre hacia poniente. Y silencios de sueño acunan los bohíos de palma y cana; silencios de sueño, y sombras de traición.

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El mulato José abre la marcha, y la tropa española avanza sin ruido. La minúscula aldea duerme confiada en su escondite; nadie conoce su existencia, tan sólo los esclavos cimarrones; y el mulato, de piel desteñida y alma como la pez. Y su traición entregó a Lualabá; en la noche de luna sin tambores.

El mulato José sabe que Makombo irá en busca de su Luala-bá. Y sus zalemás se troncan en mentiras; que el caudillo negro, de piel oscura y alma cándida, sin sospechas creerá.

—Makombo, gran jefe de la manigua. Makombo, caudillo invencible. Makombo... El mulato José te guiará. Fui esclavo del gobernador blanco, y conozco las murallas que defienden su ciudad. Yo te llevaré hasta ellas, y tú saltarás al frente de tus hom-bres. Makombo, salvarás a Lualabá, y la ciudad blanca perecerá.

Lengua de dos filos, arma de la traición. Y en la noche silen-ciosa, sin hogueras ni tambores, los cayucos se deslizan río abajo sin sospechar la celada. El amor empuja al caudillo; y el batir de su corazón atruena su cerebro, impidiéndole pensar.

El mulato le dijo que trajera pocos hombres; y lo mejor de su gente le acompaña. El mulato le dijo que atracara junto a las murallas; y hacia ellas trepan uno a uno. El mulato le dijo que sería el guía; y se ha desvanecido entre las sombras.

Makombo cayó en la celada; los fusiles españoles vomitan fue-go, y los Bantu-amá caen en la noche sin estrellas. Ni uno tan sólo escapa con vida; y la cabeza del caudillo es exhibida al siguiente día en la puerta del alcázar, para ejemplo de esclavos cimarrones.

Ya no resuenan tambores de guerra en la manigua tropical; los mulatos y los esclavos hijos de esclavo y nietos de esclavo volvieron en querencia de sus amos de siempre. Y los escasos bantu-amá que no marcharon con Makombo, se esconden en la manigua, silenciosos, aguardando el transcurso de los tiempos.

Hasta la séptima generación. Ma-ba-lú!!!Sus bohíos, paupérrimos, se esconden en la manigua, lejos

de la ciudad y de las rutas de los blancos. Tan sólo, a las veces, sus cayucos se deslizan río abajo, cargados de frutos, cañas y raí-ces; para saber noticias del pueblo enemigo. Que el gran día se acerca ya.

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La hija y la nieta, la bisnieta y la tataranieta de Lualabá con-tinuaron la tradición. Y Katanga acaba de morir; su hija marca la sexta generación. Una más, y los bantu-amá serán libres de nuevo; y los tambores de guerra resonarán.

Por eso las danzas rituales ante la pira funeraria de Katan-ga cobran un empuje casi guerrero, y los tambores atruenan la manigua sin cesar. Las mozas de anchas caderas se agitan aún entre espasmos; los machetes brillan enrojecidos en sangrienta amenaza; y las viejas de flácidos senos aúllan enronquecidas.

Oé, oé... Ma-ba-lú!!!

***

Cuando abrí los ojos, me hallé tendido al pie de un frondoso mango. La sabana solitaria me rodeaba, y solo siguiendo la curva ascendente del sol pude orientarme le y ganar el río.

Me sentía febril, y difícilmente remé hacia el mar ayudado por la corriente. Un cayuco me adelantó a medio camino; a bordo marchaba un negro, hundido y ensimismado, que con su diminuta paleta bogaba sin ruido, maniobrando un cargamento de cañas rezumantes; sus ojos miraban perdidos, y de su cintura desnuda pendía un afilado machete.

Quizás fuera la fiebre que ya me ganaba. Mas un escalofrío de angustia me sacudió la espalda cuando divisé las primeras casas de la ciudad. Que perezosamente despertaba, confiada en sus pro-gresos y comodidades; e ignorante de los hombres que arrastran su vida misérrima en los bohíos de la manigua, de los cayucos que silenciosamente se deslizan por las aguas pausadas del río, de los tambores ocultos que resuenan en la noche tropical.

Publicación indePendiente,imPrenta la oPinión.

ciudad truJillo, 1944.

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Blak-out en la Avenida

Los estrategas, esos hombres horriblemente prosaicos, que si salen al campo jamás perciben la belleza y poesía de un pai-saje, sino que estudian posibles curvas de tiro y zonas de fuegos cruzados, ordenaron el oscurecimiento de la línea costera, pen-sando en submarinos, bombardeos, convoyes, minas y batallas. ¡Desgraciados! Mas la naturaleza se aprovechó de sus manías bélicas, para adueñarse, ella sola, de la gran Avenida, a la orilla del océano.

Y los enamorados bendijeron la orden marcial.Que da gusto pasear por la Avenida, sin luces artificiales que

manchen la naturaleza. A solas con las sombras y el misterio de la nocturnidad. Las copas de las palmeras juegan al Carnaval, y adoptan formas extrañas y caprichosas. Y el mar bate las costas con monótona canción. Que la naturaleza recobró sus antiguos dominios.

Y la luna vino con ella a conversar.Nunca me he explicado por qué los capitaleños desdeñan

pasear por la avenida Washington, y prefieren la aglomeración del Parque Colón y la calle del Conde. Es verdad que siempre tuve miedo a la muchedumbre y preferí la soledad recoleta del bosque y la campiña. La soledad que invita al ensueño e invita al amor.

Por eso, no puedo comprender a las parejas de enamorados del Parque Colón en noche de retreta. Cohibidos por cientos

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de ojos y lenguas que disparan murmuraciones con tableteo de ametralladora. Un enamorado, si lo es de verdad, no exhibe la amada cual se exhibe la última moda; un enamorado es celo-so del que pasa, del que mira a su hembra, del que le roba un átomo de intimidad; busca el regazo tutelar del romántico rin-cón, la sombra de un árbol en cuyo tronco grabar esas ingenuas iniciales, ingenuas para el que no las grabó, y las sombras del atardecer.

De ese crepúsculo vespertino, que a la orilla del mar, en el pretil de la gran Avenida, se engalana con maravillosas tonali-dades cambiantes, que endulzan el alma e inspiran palabras de amor. Y no es preciso estar enamorado para sentirse poeta al caer de la tarde a la orilla del mar.

No me explico, repito, el desdén de los capitalinos hacia la avenida Washington. Que no está lejos. Para muchos, más cer-cana que la plaza de Colón, y sus vueltas sin cesar. Mareantes. Y faltas de intimidad. De esa intimidad tan cara a los enamorados.

Algunos lo saben, y de trecho en trecho, se tropiezan idilios de cara hacia el mar. La brisa bate sus rostros, y los cabellos sedosos flamean en el aire filtrando los rayos del sol poniente. No se ven los rostros pero se adivinan sus ojos perdidos en una visión rosada del futuro que se rasga con fulgores de optimismo. Que la vida es fácil para el enamorado. Y sus manos se estrechan con fervor.

Pero es sobre todo en las noches de luna llena cuando la Avenida cobra sus galas más poéticas y el mar arrulla más tier-namente a los enamorados. En las noches de luna llena, cuando las estrellas navegan entre celajes en busca de una ilusión, y en el silencio sin sombras, las palmeras se susurran maravillosas leyendas de amor.

La luna lo sabe todo; es la eterna confidente de esas mudas soledades, en que los ojos se buscan, y los labios se encuentran en un primer beso furtivo que es la promesa de otro sin fin.

Por eso, los verdaderos enamorados, no los novios del Parque Colón, los que no quieren exhibir su tesoro, y prefieren gozarlo avaramente en la intimidad, bendicen la medida guerrera que oscureció la gran Avenida.

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Se equivocan los que rasgan sus vestiduras en nombre de una moral fabricada a su medida, y confunden el amor con el vicio; este no necesita de black-outs. Y la poesía de la Avenida, a solas con la naturaleza, conjuga más con el amor, que piensa, natural-mente, en la carne, pero aún entonces la poetiza. Que el amor purifica todo cuanto toca.

Allá lejos, en Güibia, oscurecido a su vez, el «paraguas» ba-ñado en luz tenue y difusa, deja escapar las notas de un bolero, notas recatadas también, como si la música rasgada y estrepitosa de la vellonera mintiera pudor y quisiera acoplarse a la naturale-za que revive. Las parejas se deslizan con cadencia tropical. Y las olas rompen sobre la arena, en cascadas de espuma.

Y al llegar el filo de la medianoche, se escuchan en la lejanía misteriosos tambores, imposibles de localizar. ¿Ilusión de los senti-dos?, ¿prosaicas fiestas familiares?... Tal vez, mas prefiero soñar en danzas rituales de la danza idas para siempre. Como en los días de Colón; tampoco había entonces faroles en la línea de la costa, ni faroles centelleantes; pero había luna y había enamorados.

Black-out en la Avenida. Y amor a la luz de la luna, arrullado por el mar.

revista CosmopolitA,fecha y número de Publicación desconocidos.

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El ciclón que no vino

La prensa lo anunció, y en más de una casa se tomaron las precauciones obligadas, que no en balde la experiencia es madre de avisados. Yo, incauto desconocedor de la furia del vendaval, marché a la orilla del mar, y sentado sobre el pretil de la gran Avenida que un día, no lejano, será la columna vertebral de la ciudad futura, me encaré con las aguas espumosas del océano.

Y es que ha tiempo que espío el misterio que encierra en su seno el mar Caribe. Por ello, muchas tardes, en esos crepúsculos de cuento de hadas que constituyen el mayor encanto del trópi-co, me dejo arrullar por los susurros legendarios del mar.

Poco a poco fui ganándome su intimidad, hasta que logré arrebatar el secreto de su arcano. En esas tardes serenas, en que las aguas perezosamente gustan reflejar el azul celeste para en-galanarse con las tonalidades del arcoiris, y la placidez invita a la confidencia como dos enamorados en noche de luna llena. Y en esas otras tardes también, en que el océano ruge y se eriza, lanzándose al asalto de las rocas, mordidas una y mil veces por su beso pasional, en que el mar deja escapar sus secretos más te-rribles, como el aventurero a quien la ira y el alcohol soltaron la lengua. ¡El mar Caribe! Sarcófago inmenso de una raza gigante, que los dioses quisieron llevarse al paraíso dorado del mito.

Sus aguas me hablaron, con lenguaje de siglos, de una histo-ria de celos y pasiones. De una raza señera, por los dioses escogi-da, con energía de titanes y belleza de sol naciente. En sus tierras

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la exuberancia no tenía límites, y los murmullos de sus valles y montañas elevaban la sin par sinfonía de la plenitud. Plenitud en la entrañas de sus tierras, plenitud en el vigor de sus hombres, plenitud en la hermosura de sus mujeres. Ella, la más bella entre las bellas, la escogida por los dioses y enviada por los terrenos.

Y pasaron lunas y lunas de años, y centurias de generaciones. Y su juventud eterna encendía los deseos y afilaba los cuchillos de los celos. Fragancia de tierra virgen, por todos disputada. Por el mar, en lamía golosamente sus playas, con la avidez del macho que besa la mano femenina ansiando ocultos encantos. Y por el viento, que acariciaba sus bosques y praderas, cual mano febril que acaricia la sedeña cabellera de la doncella de carnes apre-tadas. Y por el sol, que patinaba su piel nacarada. Y por lluvia, que aplacaba sus ardores. Y por la luna, que musitaba poemas de amor y ternura en el silencio de la noche tropical. A ella, la más amada entre todas las amadas.

Hasta que un día la tragedia desató sus amarras. Y el viento, loco de deseos, la arrebató entre sus brazos queriendo poseerla. Antes la había rulado con brisas de cantinela que hacían cosqui-llear de emoción su piel aterciopelada, al cantar a través de los valles y montañas; retozaban, y el cierzo al rozar los picos de las cordilleras, gritaba cual chiquillo travieso. Mas su sangre era ar-diente, y la opulencia de la tierra virgen, sin granarse, encendió la hoguera de la pasión. Los murmullos se trocaron en jadeos, y los besos en mordiscos que desfloraban galas y preseas.

Y fue entonces cuando las aguas del mar se agitaron. La fie-bre del deseo las contagió. Y treparon por las carnes de la tierra joven, y supieron morder sus labios también. Fue el duelo de dos colosos, en disputa por una raza sin igual. Y el huracán bramó en las alturas. Y las olas chocaron entre sí. Y la naturaleza enmude-ció. Y el firmamento perdió su luz. El vendaval crecía, y crecía; y en el furor de su pasión zarandeaba la tierra que tanto deseó; su abrazo era de muerte. Y las selvas fueron barridas, y los hombres triturados, y la doncella perdió su lozanía en aras del amor.

Pero las aguas no soltaban su presa, y si fuerte era el rugido del vendaval, más fuerte era el bramar del océano; y si mortal

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era el abrazo del ciclón, más lo eran los besos del mar. Y sus olas entraron por los cañaverales, y anegaron los valles, y treparon por las colinas, y arrasaron los bosques, y subieron más aún.

El ciclón sacudía las aguas, y las aguas saltaban las cordilleras. El huracán redoblaba sus embates; y las aguas crecían, y crecían, y crecían. Que fue la lucha de dos colosos, en disputa por una raza sin igual. Al fin las aguas ganaron la presa sobre los asaltos del huracán.

Mas la raza había muerto en la contienda. La mataron los abrazos del viento y los besos del mar. Y las aguas sepultaron en su seno aquella tierra virgen, que desatara las amarras de la tragedia. Con codicia de avaro, allá en lo más profundo, bien lejos del viento, y de la lluvia, y del sol.

Y allí duermen su himeneo secular de misterio y de muerte, de pasiones y de ternuras, la raza que escogieron los dioses para llevarla al paraíso dorado del mito. Sueño de siglos. Misterio de celos y pasiones. Y el mar todavía la mima con fervores de enamorado; por ella viste sus mejores galas, y pide prestados del Arco Iris sus más lindos tonos verdes y azules. Y la arrulla al caer la tarde, y nacer el nuevo día, y en las noches de luna llena, y en las mañanas de sol radiante. Porque aún teme perderla.

Y es que a veces, todavía, el huracán se encrespa e intenta recuperar la presa que hace siglos perdió. Y sacude las cumbres de las montañas que hogaño semejan islas, las Antillas las dicen, sobre las olas del mar; y barre de nuevo sus selvas, y gime loco de deseos, y quiere estrecharla en su abrazo mortal.

Pero el mar es fuerte, sabe que a la larga vencerá. Y guarda en su seno el misterio de la raza que fue, con sus tierras y habi-tantes, con sus valles y montañas, con sus mujeres bellas como el sol naciente, y sus hombres fuertes como titanes. El secreto del mar Caribe. Sarcófago inmenso de una raza gigante, que los dioses quisieron llevarse al paraíso dorado del mito...

Es lo que me susurraron sus aguas en los crepúsculos vesper-tinos. Por eso, marché a la orilla del océano cuando me dijeron que el ciclón venía. Es el mal genio contenido de siglos, del galán que perdió su presa. Qué quiere morder las cumbres que restan

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de la pasada grandeza, y en vano descarga su impotencia sobre la inmensidad de las aguas.

Y cuando el choque termina, cuando el huracán se aleja ven-cido, se acerca de nuevo el último de los rivales, el más fiel cortejo de la raza escogida, el que la brindó su amor romántico, y la cantó sus endechas, y la musitó sus ensueños. Por eso en las noches de luna llena, las islas del Caribe parecen despertar, y la oscuridad se puebla de duendes y rumores; y hasta en lo profundo de las aguas, sus rayos iluminan los ocultos encantos de la doncella, aún virgen todavía.

Que la raza no está muerta, y algún día despertará. El amor todo lo puede. Y la luna besa sin matar.

revista CosmopolitA,fecha y número de Publicación desconocidos.

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Visión fugitiva

Como el pajarillo que gorjea ante nosotros y se escapa al instante, como la mariposa que revolotea un momento para perderse en seguida, como la suave caricia del céfiro que no vuelve jamás, así pasaste ante mis ojos fugitiva, pero ¿qué tenías, chiquita, que el corazón me robaste?

La mañana era fría y brumosa y mi alma se sentía triste y solitaria entre la muchedumbre cosmopolita de la gran estación, pero tú apareciste y el sol, un sol más limpio y alegre que nunca, rasgó los celajes e iluminó mi espíritu. ¿Qué tenías, chiquita, que disipa las nubes?

No recuerdo tus rasgos, la emoción me impidió grabarlos; sólo sé que tu cuerpo hablaba de la belleza, que tu rostro habla-ba de la bondad, y que tu sonrisa… ¡tu sonrisa hablaba de los cielos!

Con paso menudo marchabas por el andén, ajena a los dardos de deseos que asaeteaban su figura y tu sombrerillo de ala recortada hacía resaltar más aún la dulzura de tus rasgos, de unos rasgos tan bellos y acogedores que si la cara es el espejo del alma, la tuya debe ser un tesoro de amor y de ternura.

Te asomaste al ventanillo frontero al mío, y con mirada errabunda y nostálgica dirigiste tus ojos pareciendo acariciar los confines de la gran estación en busca del aroma de la ciudad oculta. ¿Qué dejabas en ella, chiquita?, ¿era de ensueños o de desengaños la soledad de tu despedida?Por un instante tus ojos

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se cruzaron con los míos, y sentí una sensación de infinito. ¿Qué misterio guardaban, chiquita, que me electrizó el escalofrío de lo maravilloso?

Al fin nuestros trenes comenzaron a moverse en distintas direcciones, y los círculos de nuestras vidas, un momento con-cordantes, comenzaron también a alejarse por distintos caminos. ¿Volverán a encontrarse algún día?

No lo sé. Tal vez la ironía del destino se complació en cruzar-te en mi camino aquella fría y brumosa mañana para alegrar por un instante la tristeza y soledad de mi alma, y abismarla después de un loco deseo imposible de fervores e ilusiones.

Tal vez no vuelva a encontrarte en mi ruta vagabunda, pero mi imaginación te busca por el mundo, a través de mares y mon-tañas, sin reposo ni desalientos y es feliz, chiquita, cuando entre sueños te encuentra de nuevo en los andenes de una fantástica estación.

¿Verdad que no fue una ilusión de mi mente? ¿Verdad que existes en alguna parte, chiquita de rostro angelical, chiquita de los ojos misteriosos, chiquita de la sonrisa que hablaba de los cielos?

revista CosmopolitA,fecha y número de Publicación desconocidos.

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Amanecer en Sans Souci

La noche se marcha de mala gana, y las estrellas aún quieren curiosear. Que la fiesta lo merece. Y la orquesta desgrana las notas electrizantes de una conga, para dormirse después en la intimidad del bolero. Es la hora de los enamorados. Ha rato que marchó el generalísimo, y tras él las personas sesudas; quedamos los locos, los románticos. ¡Noche tropical!

En Sans Souci, tacita de plata recostada en el terciopelo azul turquesa del Caribe.

El padre tiempo ha querido unirse a la fiesta, y nos brindó la mejor de sus noches, como don de los cielos al fondo común de los aliados. Templada, arrulladora. El cielo refulge sin nubes. Y el mar lame mansamente el espolón del rompeolas.

La noche se siguen marchando. Apenas quedan enamora-dos. Y las mesas vacías, guardan los restos del pasado jolgorio. La orquesta enmudeció hace rato, y un obstinado pianista trata de acoplarse a un güiro vestido de etiqueta. Que la fiesta ha termi-nado; y su recuerdo quedará en la mente de todos. Y en más de un corazón.

Los últimos carros se pierden en la oscuridad. Silencio. Las olas siguen besándose. Y sentados en el barandal del rompeolas, nos sentamos a esperar el amanecer.

Oscuridad. Noche sin luna, tachonada de estrellas. Como otras que contemplé antaño; y con añoranza recuerdo días pasa-dos de guerra. ¡La guerra!

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Nos hemos reunido a comulgar en un mismo sentimiento de alianza y de fe en el porvenir. En ese porvenir negro como el mar que se cierra a mis pies, como la noche que me envuelve. A lo lejos, apenas se entrevé un bote que navega hacia oriente, en busca de la luz, entre sombras y bamboleante.

Como la humanidad, que marcha también hacia el futuro, bamboleante, sacudida por el oleaje de la adversidad, rodeada de sombras de incertidumbre, pero segura de alcanzar al fin la aurora del nuevo día. Del nuevo día de paz y de justicia entre las naciones.

¡El futuro!... En mi cerebro danzan los duendecillos del alco-hol, y los perfumes que exhalaba su corpiño de seda. Y se lanza alegremente a divagar. Como un chiquillo travieso.

¿Qué importa el presente? Algún día terminará la guerra, y es preciso que pensemos en la paz del mañana. Que no puede ser como las «pases» pasadas, que no puede ser un semillero de odios y nuevas guerras. La paz del mañana tiene que ser constructiva, y la tenemos que forjar precisamente nosotros, los pueblos pequeños.

Esa es la gran significación de la actualidad panamericana. La victoria del mañana, no será la victoria de una, de dos, de media docena de grandes potencias; será la victoria de toda la humanidad. No será la victoria de Inglaterra, ni de Estados Uni-dos, ni de Rusia; será la victoria de ellas, y de todos los pueblos aliados en la común tarea; de los dominios que han alcanzado la mayoría de edad; de las pequeñas naciones americanas que románticamente fueron a una guerra que no amenazaba direc-tamente sus fronteras, tan sólo porque la creyeron justa; de los pueblos pisoteados por el imperialismo agresor, y que en el exi-lio aportan sus esfuerzos y su optimismo; de las nacionalidades irredentas que esperan su liberación; de los pueblos enemigos también, de esos pueblos sanos sojuzgados por las oligarquías, y que algún día comulgarán con nosotros.

No, la guerra que hacemos no es, ni puede ser, como las pasadas. No buscamos conquistas, ni venganzas. Y la victoria no puede traernos un reparto de botín, sino una organización de la

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humanidad, de toda la humanidad, sobre bases inconmovibles de libertad y de solidaridad.

El mundo de mañana no puede ser un mundo de vencedo-res y de vencidos; de vencedores que se disputan el reparto de los despojos, y de vencidos que planean la revancha. El mundo de mañana tiene que ser un mundo de hermanos. Todos libres, todos iguales. En que se impida la agresión. Y si surge, colectiva-mente se imponga la sanción.

Y eso lo tenemos que forjar nosotros, los pueblos pequeños…Hacia oriente, el lucero de la mañana se baña en las olas

azules. Y la ciudad duerme, confiada. Muchas cabecitas juveni-les, paladearán las mieles del baile pasado; y sus sueños rosa-dos forjarán mundos de esperanza.Yo sigo soñando también. Y veo el día de la victoria, que vendrá pronto, más pronto de lo que muchos creen. De esa victoria que tenemos que aprovechar.

La crisis actual se ha debido a la desorganización de la comu-nidad internacional. De una comunidad en la que predominaban las grandes potencias sobre la colectividad. Esas grandes potencias que han mangoneado la humanidad durante siglos, y sus rencillas las pagamos siempre nosotros, los pueblos pacíficos.

Los pueblos pacíficos y pequeños, encerrados en un egoísta y estúpido castillo de marfil. En un nacionalismo de opereta. Aislados tras altas barreras aduaneras, y ridículas fortificaciones que no sirvieron para liberarnos de la agresión imperialista, pero lograron escamar a nuestros vecinos, hasta que juntos sufrimos el zarpazo traidor.

Nos faltó solidaridad. Si todos los pueblos pequeños nos unimos, generosamente, protegeremos nuestra libertad y con-trarrestaremos la codicia de las grandes potencias. Esa es la gran enseñanza del panamericanismo para los pueblos europeos, para esa Europa, cuna de odios seculares que es preciso extirpar para siempre…

La línea del horizonte se va tiñendo de claridad. Las sombras huyen velozmente. Y la luz del nuevo día va ganando tierra y mar hasta los últimos confines.

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Como el ideal de solidaridad. Cayeron también los diques aislacionistas. El continente americano no podía aislarse de los demás continentes; era inútil poner barreras a la agresión. Y la solidaridad del mañana no tendrá compartimientos estancos. El panamericanismo nos da un ejemplo, pero sus vínculos se vier-ten hacia los cuatro puntos del horizonte.

No más egoísmo, no más ambiciones, no más grandes po-tencias. Libertad de todos los pueblos, absolutamente de todos, grandes y pequeños, sin imperialismos de ninguna clase. Y soli-daridad entre todos los pueblos, solidaridad activa y constructiva, con órganos que impidan y castiguen la agresión.

Amanece. La ciudad comienza a desperezarse en la luz dominical. Luz de día de fiesta. Un chiquillo que corretea por los arenales, mira mi traje de etiqueta, y sonríe burlón. Me ha tomado sin duda por loco.

Y tal vez, también muchos de los que lean estas líneas coinci-dan en el mismo juicio. ¿Es una utopía? No. Es una realidad que ha de llegar, forzosamente, algún día. De nosotros depende tan sólo adelantarla; si no, la verán otras generaciones.

Y se habrá perdido la sangre derramada en esta guerra, se habrá perdido el esfuerzo romántico de las pacíficas naciones que fueron a la guerra porque era justa. Y sería cruel. Por eso tenemos que forjar, desde ahora, ese mundo del mañana. Ese mañana en el que creo firmemente.

Amanece... Y a través de los campos húmedos de rocío, can-turrea optimista el escape de mi motocicleta.

revista CosmopolitA,fecha y número de Publicación desconocidos.

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reseñas a obras

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Las sociedades comerciales en la República Dominicana,

de Antonio Tellado

En todos los países y legislaciones es cada día más acusada la importancia de las sociedades comerciales, una de las institucio-nes que justifican mejor la segregación del Derecho Comercial en gracia de la rapidez y seguridad que exigen las transacciones mercantiles. El Derecho Civil ya previó el contrato de sociedad: el Derecho Público hubo de enfrentarse a ella como persona jurídica: el Derecho Comercial ha abarcado ambos aspectos, como contrato y como sujeto del Derecho; pero su interés sale del campo exclusivamente jurídico para entrar en el económico nacional, en el que todas las grandes empresas y actividades van siendo absorbidas por las sociedades, especialmente las anóni-mas. Por eso, en todos los países el estudio de las sociedades comerciales ha preocupado a los juristas, y su regulación, cons-tantemente renovada, a los legisladores.

A llenar esta preocupación en la República Dominicana viene el libro de Antonio Tellado H., titulado Las sociedades comerciales en la República Dominicana, utilísimo en todos los as-pectos y que merece los más sinceros plácemes. Manual en que de una manera sistematizada se presenta toda la legislación y jurisprudencia, nacional y francesa, y con tal claridad que aún el más profano puede enterarse de los puntos que le interesan. Claridad y afán de divulgación que no le hace incurrir tam-poco en el olvido sistemático de la doctrina y los problemas científicos.

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Así al frente de la obra y de cada uno de los títulos se pre-sentan los conceptos generales, y a través del volumen se hallan también esbozados los grandes problemas doctrinales de las sociedades mercantiles, como su dificilísima distinción de las so-ciedades civiles, la afectio societatis elemento esencial del contrato, el problema de las «compañías anónimas» en que todas las ac-ciones están en mano de una persona, y hasta la interesantísima cuestión de la «personalidad» de las acciones dentro de estas compañías anónimas.

En cambio, es lástima que sólo aparezca señalado muy bre-vemente el problema de las sociedades extranjeras, sin profun-dizar en sus diversos aspectos, problema que si bien pertenece al llamado Derecho Internacional Privado, es justamente con el matrimonio y divorcio, tal vez una de sus instituciones de mayor envergadura y dificultad dado que en ella juegan de una manera casi siempre enfrentada el estatuto personal y el territorial junto con las excepciones de orden público nacional a más de que la capital importancia de las sociedades extranjeras establecidas en la República Dominicana agravan el problema tanto en el orden jurídico como en el económico-político.

Antonio Tellado H., en su obra, después de un título general, analiza primero la esencia y funcionamiento de las sociedades colectivas y en comandita simple, para adentrarse en el estudio detallado de las sociedades por acciones, cuya importancia actual justifica que a las mismas se dedique la mayor parte del volumen, lo que le lleva también al examen de la acción como ente sus-tantivo y distinto de su propio propietario. En títulos posteriores se presentan otros tipos de sociedades especiales, como son las compañías de capital variable, las compañías de seguros cuyo rápido acrecentamiento ha obligado también a legislaciones es-peciales; y las sociedades en participación. Y un título final trata de la función de sociedades.

Pero la utilidad práctica de la obra no concluye con esta exposición clara y sistematizada; en unos apéndices extensos se transcribe toda la legislación sobre la materia (Código Civil, Có-digo de Comercio, y algunas leyes especiales), y se da también un

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resumen de la jurisprudencia nacional, un vocabulario utilísimo para los profanos, y un detallado índice alfabético que completa al sistemático, facilitando así el manejo de la obra.

No se trata en la misma de la suspensión de pagos ni de las quiebras, siguiendo probablemente el extendido criterio doctri-nal de que las mismas no tienen un contenido sustantivo sino procesal, y como tal deben salir del ámbito del Derecho Mercantil para pasar a las leyes de enjuiciamiento; pero aparte de que este sistema contrario a la legislación, no es admitido, unánimemente por la doctrina, ya que en todo caso los efectos de estas situaciones sobre el comerciante individual o social y sobre los derechos de sus acreedores son eminentemente sustantivos, prescindiendo de su aspecto procesal, además, dado el carácter práctico que tiene la obra, hubiera sido completada por la exposición de estas situa-ciones irregulares, desgraciadamente no muy raras, y del máximo interés para profanos, abogados y comerciantes.

Pero el haber prescindido de las mismas, no disminuye el valor de esta obra en la que profanos, abogados y comerciantes encontrarán la fuente de información concisa y clara que facili-tará sus actividades, y que para el científico será la base necesaria para proseguir sobre la misma sus estudios doctrinales, ya que de poco sirven las disquisiciones abstractas o de derecho comparado si se olvida el derecho del país en que se vive. La obra de Tellado facilita esta base nacional imprescindible, y además indica tam-bién las principales directrices doctrinales y los más interesantes problemas sobre los que ahondar después sus investigaciones los aficionados estudiosos. J. G. S.

ANAles de lA uNiversidAd de sANto domiNgo,vol. iv, año 1940.

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La Audiencia de Santo Domingo. El libro del profesor Malagón

y la investigación nacional

La Universidad de Santo Domingo acaba de publicar, con motivo del 450 aniversario del descubrimiento, un interesante libro del Dr. Javier Malagón Barceló, sobre El Distrito de la Audien-cia de Santo Domingo. La presente obra es el primer avance de la concienzuda investigación a que se viene dedicando desde hace tres años, siguiendo la pista de los viejos documentos empolva-dos hasta la vecina isla de Cuba.

Para los que conocemos desde hace años al joven jurista, y aún más, fuimos discípulos suyos algún día, la obra no constituye una sorpresa. Procesalista formado en las escuelas alemanas, su técnica es la lenta y constante compulsa de documentos, fechas y datos, hasta arrancar la desnuda verdad histórica; sin divagacio-nes literarias ni fantasías en el vacío.

Pero hay algo en esta labor emprendida, que merece ser des-tacado. La isla de Quisqueya no fue colocada al acaso en la ruta del descubridor. Encrucijada de dos mundos, eje del Caribe, ese Mare Nostrum de las Américas, estaba llamada a hacer el escalón de reposo en la magna obra colonizadora, trampolín que lanzara a los hombres hacia la Tierra Firme, heraldo sonriente que diera la bienvenida a los recién llegados.

Un día saludó ingenua y confiada a los conquistadores que vinieron armados de férreas corazas y ambiciones sin límite; escoria del viejo mundo que buscaban en los senos ubérrimos

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del nuevo, fortunas que dilapidar más tarde. Y su tierra virgen y generosa fue escenario de las primeras matanzas y traiciones.

¡Sombras de Caonabo, de Anacaona, de los indígenas in-molados!... Que un día habrían de señalar la ruta simbólica del cacique Guarocuya.

Mas los conquistadores pasaron pronto. Los unos duermen el sueño eterno junto a las cenizas de sus víctimas, confundidos en el mismo anonimato; los otros, regresaron a sus patrias a derrochar las riquezas que arrancaron de las tierras recién ha-lladas. Ni los unos ni los otros han dejado nada que perpetúe su recuerdo. Si acaso, para tortura de los estudiantes de historia, el eco de epopéyicas batallas, de las que al cabo de los siglos se distinguen más los ayes de los vencidos, que los arcabuzazos de los vencedores.

En cambio queda algo de aquellos tiempos legendarios y no-velescos, algo que sí se prolonga a través de los siglos. Ha quedado América, con sus pueblos y naciones; han quedado sus hijos, los descendientes, no de los conquistadores pasajeros, de los hom-bres que vinieron a medrar rápidamente a costas de los indígenas, sino los hijos, los descendientes, de aquellos colonizadores que vinieron a incorporar su vida y trabajo al destino de las nuevas tierras casi vírgenes, de los hombres que mezclaron la savia de la vieja Europa con la savia juvenil de las razas americanas; de los la-bradores, de los artesanos, de los intelectuales, de los trabajadores de toda clase, que vinieron a América no para conquistarla sino para dejarse conquistar, no para matar sino para laborar, no para ser golondrina de paso sino para establecer en ella sus hogares.

Y la isla de Quisqueya fue también la encargada de dar la bienvenida a estos peregrinos visionarios. Crisol en que se fun-dieron las razas de tres continentes, de sus puertos salieron los hombres que iniciaron la obra colonizadora.

Obra lenta, oscura, callada. Sin el magno escenario de las ba-tallas ni el colosal concierto de las explosiones; en lucha titánica con enfermedades y mosquitos; improvisando medios materiales y culturales; creando una civilización donde no había más que una tierra virgen y sensual.

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Aún hay historiadores que malgastan su tiempo en seguir la ruta sangrienta de los conquistadores. Cuando lo interesante, lo constructivo, lo merecedor de todo esfuerzo, es descubrir esos jalones modestos, sin aparatosidad, de los colonizadores, de los hombres que sentaron los cimientos de la actual América.

Investigación pesada, costosa; por eso huyen de ella los que buscan el éxito fácil y brillante. Mas los pueblos americanos de hoy día no deben nada a las rapiñas de los «héroes» y lo deben todo a la labor diaria de los colonos, de los gobernantes sensatos, de los sembradores de ideas.

Fácil es seguir la senda aventurera de Cortés, Pizarro, Oje-da… pero el resultado no pasa del ayer. En cambio, descubrir los primeros pasos vacilantes de la Universidad de Santo Domingo, los tanteos de la Real Audiencia, los balbuceos de la sociedad que nacía, es obra de titanes; y sin embargo su resultado lo te-nemos hoy a la vista: la sociedad que nació en las márgenes del Ozama y creció a la sombra de la universidad y de la Audiencia, es la República Dominicana; aún más, sus ramas florecieron en las islas vecinas y la Tierra Firme.

Esta es la investigación que merece la pena de ser intentada: la humana. Las angustias de una sociedad, sus íntimos dramas familiares, sus congojas y regocijos, su manera de vivir, su pro-greso. Que las historias modernas de dejar a un lado la fanfarria de batallas y desfiles triunfales, para ahondar en el análisis de la cultura, en la civilización de los pueblos.

Y en la isla de Quisqueya, amplio es el campo abierto a este género de investigación. Que no en balde fue la cuna de la colo-nización, y sus órganos de gobierno extendieron durante mucho tiempo sus brazos tutelares a través de las aguas azules del Caribe. Difícil, es verdad, más precisamente las arduas empresas son las que atraen a los espíritus fuertes.

De todos esos órganos acaso sea la Audiencia de Santo Do-mingo la veta más rica; que sus procedimientos abarcan abso-lutamente todas las facetas de la vida humana; y la pluma de sus relatores hubo de ser escalpelo agudo que disecara tejidos y vísceras; las sanas como las podridas. Y estudiar sus mamotretos,

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es proyectar la película íntima de una sociedad pasada, en los momentos de su grandeza y en los de su decadencia.

Por eso la tarea que lleva a cabo el Dr. Malagón debe ser un acicate para cuantos sienten en su alma un hálito de curiosidad patria; nada surge por creación espontánea, y las generaciones actuales son producto necesario de lo que hicieron las genera-ciones de antaño.

Investigación que corresponde tanto a los historiadores como a los juristas; que si la Isla fue crisol de razas, no lo fue menos de legislaciones. Desde la invasión haitiana, rigen los códigos franceses y la jurisprudencia ha bebido directamente en los ma-nantiales galos; mas antes, durante tres siglos, la colonia se rigió por las leyes españolas y la jurisprudencia de la Real Audiencia. No es, pues, osado pensar que este fondo histórico se incorporó de manera indeleble a la manera de ser del pueblo dominicano, a sus costumbres, a su adaptación jurídica.

Hoy, a partir de la ocupación americana, una nueva savia, la anglo-sajona, ha venido a injertarse en el tronco francés. Hora es de reconocer valientemente la verdad, y analizar sin tapujos lo que queda del pasado y lo que conviene tomar del presente inmediato; sin miedo a ser tachados de heterodoxos por los ju-ristas franceses.

La trocha está iniciada. Que los hombres de buena voluntad, estudiantes que reparáis vuestras tesis, la sigan con fe.

fuente y fecha desconocidas.

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Temas vasCos

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Iparraguirre, el bardo romántico1

Hace ya varios siglos que las playas del Caribe acogieron la primera oleada de inmigrantes europeos llegados en las carabe-las de aquel gran visionario que se llamó Cristóbal Colón. Desde entonces, cuántas nuevas oleadas no han ido cubriendo todas las tierras del nuevo continente. Fueron primero los conquista-dores, que con sus hazañas, cual buril audaz y seguro, grabaron la magna epopeya de la colonización, y que mucho después, en la persona de sus descendientes, darían vida y libertad a estas 21 Repúblicas americanas en las que hoy tiene puestas sus esperanzas una humanidad quebrantada y achacosa. Toda-vía el siglo pasado fueron otros inmigrantes los que llegaron buscando en los nuevos Estados jóvenes y llenos de optimismo, un campo propicio para su trabajo honrado y laborioso. Pero los inmigrantes que hoy día llegan hasta las costas americanas, no son ni lo uno ni lo otro; ni son conquistadores armados de férreas corazas, ni futuros comerciantes; son peregrinos de un ideal, son bajas de un combate cruel que se sostiene allá lejos, y en la nueva tierra de promisión sólo buscan paz y justicia, sólo ansían un sedante para sus nervios desquiciados por la adversidad.

1 N/C. El bardo era la persona encargada de trasmitir las historias, las leyendas y poemas de forma oral, además de cantar la historia de sus pueblos en largos poemas.

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Para algunos de ellos, para los vascos, no es nuevo el camino. Hace ya un siglo que se lo marcó un ilustre hermano de raza: José María de Iparraguirre, el bardo romántico de la vieja Euzka-lerría. Era casi un niño, apenas 13 años, cuando una mañana en vez de dirigirse como de ordinario hacia el colegio en que cursa-ba sus estudios, se escapó al monte para enrolarse en las filas del carlismo, y como voluntario del primer batallón de Guipúzkoa, marchó tras la espada victoriosa de aquel gran caudillo vasco que se llamó Tomás de Zumalakarregui. Duras jornadas de aquellos seis años de guerra novelesca y un tanto absurda, en que las balas no respetaron la juventud del mutil de Villarreal de Urrutxua; herida la pierna en la batalla de Arrigorriaga, lesionado el rostro en la de Castrexana, a punto de perecer en la gran catástrofe de Mendigorría, es declarado inútil para el servicio activo y pasa los últimos días como alabardero de la escolta del pretendiente Carlos V, al que sigue al destierro tras el Convenio de Bergara, prefiriendo la aventura a la vergüenza.

Iparraguirre llega a Francia en unos momentos especialmen-te interesantes, cuando en los años que precedieron a la revolu-ción de 1848, el pueblo francés volvía a agitarse con el fervor de las jornadas gloriosas de la Bastilla. Y cuentan las crónicas que cuando el expatriado entonaba los compases marciales de la Mar-sellesa electrizaba a sus oyentes como no lo lograban los mejores agitadores. Seguramente en las horas febriles que alumbraron el amanecer de la II República, la voz del bardo guipuzcoano resonaría triunfal por los bulevares parisinos.

Salta después los Alpes y con su guitarra, que ya no le aban-donará jamás, recorre las rutas de Italia, Suiza y Alemania, des-granando por doquiera las canciones tiernas y viriles de su patria alejada; para cruzar por último el canal de la Mancha y allí, entre las brumas de Londres, le sorprende la noticia de su indulto.

Regresa entonces a su tierra natal. Corría el verano de 1851. El mozuelo se ha transformado en un hombre, y el soldado en poeta y cantor; y cual nuevo juglar de las cortes medievales, re-corre el país de romería en romería ganándose sustento con la flor de sus zortzikos; de esta época es el Umereder bat, canción de

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amor de palabras sobrias y música arrulladora. Cuando el invier-no se acerca, el bardo marcha hacia Madrid y busca el cobijo del humilde Café de San Luis, sito en la calle de la Montera, en que por entonces se reunía un grupo de estudiantes vascos que cursaban sus estudios en la Universidad Central, y que más tarde serían los artífices del renacimiento euskeldún que presintiera Iparraguirre. Y allí fue; una noche, una de tantas, pero en la que el rostro del poeta brillaba con el fuego de la inspiración.

Yacía por entonces el pueblo vasco acongojado por una honda amargura. La derrota carlista había arrastrado consigo las últimas instituciones de su secular democracia; sus libertades, sus juntas, sus fueros. Y al verlas desaparecer presentía lo que significaban aquellas ancestrales instituciones que tal vez en los días de apo-geo llegara incluso a menospreciar. En todos los hogares se sentía un vago dolor y anhelo, que nadie sabía precisar. Y es entonces cuando Iparraguirre logra simbolizar en dos palabras todo aquel dolor, aquel anhelo, aquella esperanza: Gernikako Arbola, el roble sagrado de Gernika bajo cuya sombra se reunieron durante siglos y siglos las asambleas soberanas de los representantes de las aldeas euskeldunes, y a cuyo pie juraron los fueros los señores y los re-yes. Y el poeta canta: Gernikako arbola da bedein katuba, euskeldunen artean gustiz maitatuba; el árbol de Gernika, es decir, los fueros, las juntas, la libertad nacional, es sagrado, es lo más amado por el vasco sobre la tierra; y sigue desgranando sus estrofas de honda amargura, para ir adquiriendo después clamores de combate y terminar en un grito de esperanza: Eman ta zabaltzazu munduban frutuba, adorat zein zailugu, arbola santuba; rejuvenécete, árbol sagrado, y esparce tus frutos de libertad por el mundo entero, mientras nosotros postrados de hinojos te veneramos.

El himno voló hacia las aldeas de Euzkalerria despertando los espíritus que gemían apesadumbrados. El poeta volvió a recorrer las aldeas de triunfo en triunfo; las muchedumbres se electrizaban al conjuro de sus compases; y las romerías se trans-formaban en mítines políticos. Tanto fue el entusiasmo, que el gobierno tuvo miedo, y el bardo fue detenido y después desterra-do. «Como Jesús, de Herodes a Pilatos, se lamenta en otro de sus

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zortzikos, los civiles me han llevado ante el juez; este no me ha encontrado delito y sin embargo me expulsan !madre mía! ¿qué crimen he cometido?».

Iparraguirre es de nuevo desterrado, a Portugal, y al partir canta: Agur nire biotzeko amatxo maitea, laster etorriko naiz, konsola zaitea, adiós, madre querida del alma, no llores, ¡pronto volve-ré! Esa era su ilusión, pero habían de transcurrir muchos años antes de que volviera a contemplar las montañas verdes de la patria. Y el 1857 cruza el Océano hacia las tierras americanas abiertas al sol de la libertad por el esfuerzo de otro gran vasco de raza: Simón Bolívar. Por eso, durante veinte luengos años, las ancestrales melodías de su raza habían de resonar a través de las montañas andinas y las pampas del Plata, desgranadas por la voz melancólica del bardo desterrado que recorrió los senderos del nuevo continente llevando en su alma el recuerdo de la patria.

¡La patria! Que amplitudes toma esta palabra cuando los años y los mares se interponen en el recuerdo. Con sus costas bravías, con sus montañas verdes, con su lluvia cansina, con sus caseríos y ermitas, con sus leyendas y romerías. ¡La Patria! La que llevaba en su alma Iparraguirre y brotaba a flor de sus labios, la que inspiró sus canciones y calmó su dolor, la musa escondida del bardo ro-mántico que desgranó sus zortzikos por las rutas del sol.

Hasta que al fin, ya viejo, pudo volver. Los estudiantes que aplaudieron su himno, los primeros, han crecido y son los di-rigentes del renacimiento que se apunta; y el poeta es recibido en triunfo. Homenajes. La gloria le sonríe. Y entonces, digno final de una historia novelesca, muere, al parecer, envenenado en una trágica cena, cuando la primavera del 1881 anunciaba las primeras romerías que no llegó a ver Iparraguirre. El poeta desapareció, pero su obra es eterna, y el roble de Gernika, pese a todos los avatares, aún yergue al cielo sus ramas frondosas, oteando un amanecer glorioso en que habrán de cumplirse los anhelos del poeta-cantor de la raza vasca.

Por eso, hoy día, sus hijos recorren los senderos de América, siguiendo las huellas de Iparraguirre, y en las montañas andinas

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y las pampas del Plata, en las ruinas aztecas y las reliquias incai-cas, en el Caribe y el Oregón, resuenan de nuevo los zortzikos de un pueblo que no puede morir, porque es libre, es inmortal. Euzkalerría, la raza vasca, la patria lejana de Bolívar y Duarte, la que cantó Iparraguirre y nació con la luz.

Aquí están sus hijos, entre los peregrinos del ideal que hoga-ño se acogen a la hospitalidad de las naciones americanas. Y de todas ellas, la más generosa, la República Dominicana. Tenía que ser así, porque no en balde fue la elegida para dar la bienvenida a las carabelas de Colón, y porque la Providencia la deparó un jefe con un corazón muy grande y una amplia visión política que no ha vacilado en abrir él primero las puertas de su país a los quebrantados hijos de la vieja Europa, que vienen buscando paz y justicia. Loor a él, loor a su patria.

revista hogAr,año iii, núm. 27, marzo de 1941.

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Los vascos en la República Dominicana

Nota de la R. Como prueba del agradecimiento que los refugiados políticos sienten hacia estaRepública Dominicana que generosamente les

abrió sus puertas, transcribimos a continuación el artículo de nuestro colaborador el Lic. Jesús de

Galíndez aparecido en la revista Euzko Deyade Buenos Aires, órgano del pueblo vasco en exilio.

Cuando hace cuatro siglos y medio las carabelas de Colón avistaron al fin las lujuriantes vegetaciones del trópico antillano, hubo una isla que atrajo singularmente al gran navegante, y en sus costas asentó los reales de que partirían las nuevas expedi-ciones. La isla de Quisqueya, de Haití para los indígenas, la isla Española para los conquistadores. En sus costas meridionales instaló su cabecera el Almirante, y de las márgenes del río Ozama salieron casi todos los navegantes y conquistadores que habían de bordar con sus aventuras el cañamazo sobre el que más tarde, manos diestras dieron vida y forma a las repúblicas americanas de hoy día.

La antigua Quisqueya, la primera en la colonización, fue casi la última en la liberación. Punto crucial de las luchas entre espa-ñoles y filibusteros que se establecieron en sus costas occidenta-les, en las que más tarde los esclavos se alzarían contra el poder francés proclamando la República negra de Haití, su historia independentista ha tenido que ser doble, contra España y contra Haití. El grito de Núñez de Cáceres en 1821 tuvo efímeros días

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de gloria, para ser aplastado por la invasión del haitiano Boyer que se incorporó las tierras de la recién proclamada República.

Durante 22 años los patriotas dominicanos padecieron el yugo de sus vecinos, peor que el antiguo de la metrópoli españo-la; y a lo largo de esas jornadas de amargura, fue forjándose la figura recia y viril de su héroe nacional, por cuyas venas, al igual que en las de Bolívar, Iturbide y tantos otros, corría la sangre vas-ca, generosa y fecunda. A él se debió la creación de la sociedad secreta La Trinitaria, en cuyas filas se enroló la flor y nata de la juventud dominicana. Descubiertos sus manejos, Duarte hubo de huir a la pequeña isla de Curazao, mientras algunos de sus compañeros paraban en las mazmorras de los opresores; hasta que el 27 de febrero de 1844 estallaba en la antigua capital colo-nial el movimiento militar que prontamente aseguró el control del país, dominando a las guarniciones haitianas.

Pero Duarte, héroe como todo caudillo, visionario como todo patriota y mártir como todo idealista, puro, estaba llamado a no ver el triunfo de sus ideales, y pronto marchó de nuevo al destierro, incompatible con el dictador, general Santana, que, como en tantos otros países americanos, se alzó con el mando tras la liberación. Tan sólo regresaría veinte años después, ya anciano, cuando el propio Santana entregó su patria de nuevo al coloniage español, para luchar una vez más por la independen-cia dominicana, la que al fin se consiguió en 1865.

En esta isla humilde de nombre, pero grandiosa en paisajes y misterio, sobre la que flota tutelar el nombre euskeldum del padre de la Patria, Juan Pablo de Duarte, nos hemos reunido hogaño un puñado de vascos a los que el huracán que arrasa las tierras de Europa lanzó a través del océano. Al llegar, fuimos recibidos por otros compatriotas que ha luengos años habitaban en la tierra quisqueyana. Descendientes de un prolífico don Silvestre Aybar que hace cuatro generaciones desembarcó en estas tierras en las que fundó una numerosa familia que hoy se extiende por todos los peldaños de la sociedad dominicana; Ibarras, Amiamas, Muña-gorris… viejos solares transplantados desde las nieblas grises de Euskadi a esta tierra en que el cielo y el mar son de azul turquesa.

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Juntos a ellos, familias arraigadas en la nación dominicana, nos abrieron sus brazos fraternales otros euskeldunes de raza y de nacimiento, llegados años atrás. Los Gabilondo, comerciantes reputados y serios de la capital; el karrantzano Benito Paliza, amo del café sabroso; religiosos y monjitas; Gaubeka, Arostegui, Mu-ñagorri, Ormazabal, Olabarrieta, Bilbao, Biaskoetxea, Arkala…; el director de La Opinión, José Ramón Estrella; y sobre todo, los marinos, estos bravos arrantzales salidos de los puertos bizkaí-nos y guipuzkoanos que hogaño al frente de la flota mercante dominicana enastaban hasta el tope el gallardete de la marina vasca, de la misma que persiguió la ballena hasta las costas de Te-rranova, de los marineros que acompañaron a Colón, de los que siguieron a Sebastián de Elkano, de los héroes del «Nabarra».

Don José de Urrutxua, capitán del Presidente Trujillo, biskaíno de pura cepa, que hace algunos años arribó por estas tierras, con sus hijos Kepa y Joseba; don Juan de Beotegui, hermano en ilusiones y capacidad, que comanda el vapor San Rafael.1 Y Txomin de Urrutxua, Alejandro de Solaeche, Juan de Zalduen-do, Claudio de Amollobieta, Nicasio de Beitia… oficiales de los mismos vapores.

La Providencia hizo que estos compatriotas presten sus ser-vicios en los vapores de la Naviera Dominicana. Por eso, cuando los pocos que consiguen escapar del actual infierno europeo, transbordan en Martinico, en ruta hacia las tierras libres de América, en el puente de los barcos quisqueyanos encuentran el agur franco y campechano de estos bravos arantzales, que saben ceder su camarote cuando el exceso de pasaje les pone en el compromiso de abandonar parte del mismo en tierra beligeran-te o sacrificar su propia comodidad.

Y después los recién llegados muchos. Una vez más, la isla que amó Colón, ha sido el centro de partida de donde irradiaron los modernos inmigrantes, los peregrinos del ideal de libertad. Abiertas generosa y ampliamente las puertas del país, al mismo

1 N/C. El vapor San Rafael fue torpedeado y hundido por los submarinos ale-manes el 21 de mayo de 1942.

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han llegado miles de refugiados que luego han seguido su ruta hacia otros países americanos. Los vascos marcharon casi todos a Venezuela, otros a México, a la Argentina, a Cuba, a Chile, a Panamá, a Colombia… Pero todos conservan un grato recuerdo de agradecimiento a la primera República americana que les brindó acogida.

Por aquí han pasado dos de nuestros sacerdotes exiliados: don Nicasio de Larrea, párroco de Getaria, y don Eduardo de Eskartzaga, rector del Seminario de Gasteiz; Amuritza, director general en nuestro Gobierno; Eusebio de Iruxo, miembro que fue del E. B. B.; el teniente coronel Soro Larrinaga; y tantos otros, médicos, ingenieros, abogados, intelectuales, técnicos, trabajadores de todas clases, que sin distinción de clase social ni de ideología política marcharon al destierro cuando vieron su patria invadida, después del luchar con denuedo en su defensa, y a los que la República Dominicana ofreció por algunos meses su hospitalidad generosa, cuando no un hogar fijo y un trabajo remunerador.

Por eso, cuando el día de mañana en el libro de oro de nues-tra patria se graben dos hitos de este calvario de dolor, habrá de ocupar un alto lugar en el agradecimiento euskeldun, esta isla quisqueyana abierta al sol de la libertad por los esfuerzos y los sacrificios de otro descendiente de nuestra raza, Juan Pablo de Duarte, émulo de Bolívar el Libertador.

revista hogAr,año iii, núm. 34, octubre de 1941.

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El Irrintzi vasco en la noche tropical1

En la noche navideña se han dormido los ruidos. Y las calles de la ciudad, momentos antes sucursal de manicomio, ofrecen en jirones de papel el recuerdo del jolgorio. A lo lejos suena un bolero, muy suave; es la hora en que los novios hacen que bailan, mirándose sin hablar. Intimidad.

De pronto, con cascabeleo de juventud y reciedumbre de virilidad, un coro rasga el silencio y la nocturnidad. Sus voces despiertan las calles dormidas, y soliviantan los jirones del re-cuerdo. Sus compases hablan de tierras lejanas, de nostalgias, de aventuras. Y al morir en calderón, un grito potente resuena, con mezcla de alegría y de jactancia, que llena la calle en rápido crescendo. Sabe a cosa antigua, y sin embargo hace hervir la sangre juvenil.

«Son los vascos», comenta alguien. Y el grito muere en car-cajada burlona.

El antiguo irrintzi de guerra del pueblo vasco se ha transfor-mado hogaño en grito de alegría y de jolgorio. Es tan antiguo como lo sea la raza, y ha marchado con sus hijos a recorrer las rutas del mundo.

Antaño era la alarma que los euskeldunes se lanzaban de montaña en montaña, para avisar a los valles la presencia del enemigo. Él señaló la presencia de los romanos y de los godos;

1 Irrintzi es un grito de guerra característico del País Vasco.

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él congregó a nuestros abuelos para vencer a Carlomagno y a la Media Luna. Y el recuerdo legendario de Lekobide, de Juan Zu-ria, de Iñigo Aritza, de todos nuestros héroes pasados, va unido a las ancestrales danzas guerreras y al irrintzi bélico de la raza.

Nuestro grito de guerra se compone de dos vocalizaciones: «a-i-a-i-a-i-ai-ai-ai-ai…» que van repitiéndose en rápido crescendo de tono y velocidad, para terminar con un grito agudo que se mantiene tanto como aguanten los pulmones del que lo lanza. Tales condiciones lo hacen medio adecuado de comunicación a través de nuestras montañas y valles.

Pero no es único. A su lado, otro más corto y enérgico: «¡eup!» permite llamar la atención del que se halla cercano, o animarle en el esfuerzo y en el combate. Su recuerdo va también unido al de las batallas de Orreaga y Arriegorriaga.

Son nuestros gritos. Gritos de guerra antaño; hogaño gritos de fiesta y romería. Que, lo mismo que las añejas danzas guerreras, cual la ezpatadantza y el mismo aurresku, se han transformado en danzas de paz y alegría, también nuestros gritos han trocado su espíritu.

Y cuando, camino de la romería, los grupos y parejas ascien-den los senderos de la montaña, a cada paso se eleva el irrintzi que es contestado a lo lejos y multiplicado por los ecos del valle. Y resuena también en lo más movido de la biribilketa. Y al caer la tarde sobre los maizales, cuando la niebla se adueña de los prados verdes.

Más frecuente es el «¡eup!», que tanto se usa para llamar a un amigo, como para animar al pelotari en el frontón o al dantzari en el baile. Es un desahogo del alma, de la vitalidad de nuestra raza. Por eso nuestras danzas son tan rápidas. Porque el clima lo exige. Y porque mantienen también el viejo sabor bélico de los tiempos antiguos.

El irrintzi y el «¡eup!» es algo nuestro; lo llevamos en la sangre. Y cuando lo escuchamos, por los senderos del mundo, sabemos, sin duda alguna, que hemos tropezado con un compatriota, y respondemos.

Por eso no es extraño que resonara en la noche navideña de Ciudad Trujillo. Ya lo dice el refrán: «tras vascos, un orfeón»;

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y todos nuestros cantos, más pronto o más tarde, terminan en irrintzi. Lo mismo el zortziko amoroso, que la biribilketa marcial, que la canción burlesca de romería.

Por ello también, hoy día el irrintzi ha perdido en parte su violencia, y termina en carcajada burlona. Es influencia de los torneos de bertsolaris en que frente a frente, e inspirándose como un vaso de txakoli o de sagardua, nuestros aldeanos improvisan versos alusivos, casi siempre humorísticos.

Que el vasco no sabe odiar. Lucha cuando es la hora, y sabe luchar por cierto. Pero enseguida olvida el rencor. Y prefiere reír con fortaleza de vencedor y frescura de eterna juventud.

Este es el irrintzi que se ha extendido por el mundo. El bur-lón, el jovial, el que sabe a paz, el que salpica nuestras fiestas y juegos de alegría y optimismo.

Me preguntaba el amigo Gimbernard, si acaso el grito mexi-cano que se ha popularizado últimamente, no será descendiente directo del vasco. Tal vez, no lo dudo. Suena muy diferente al «ujuju» asturiano, y a otros semejantes. Y vasca que pródigamen-te ha regado las venas de las jóvenes naciones americanas, llevó a sus fiestas el eco de los valles y montañas euskeldunes, y el recuer-do de Lekobide y Roncesvalles.

Pero es el irrintzi burlón y alegre, el de los días de romería. El otro, el de los días de heroísmo y de leyenda, se ha refugiado en las cumbres nevadas del Pirineo, allá dónde olvidada de sus enemigos, la ancestral Euzkalerria espera el renacer su pueblo, que sabe vendrá. El irrintzi de guerra de los viejos euskeldunes, que sus nietos no han olvidado.

Irrintzi bat entzun damendi tontorrian,guazen gudari danokikurriñen atzian.

revista CosmopolitA,núm. 515, Junio de 1942.

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Los vascos en la Audiencia de Santo Domingo

I

Recientemente he tenido la oportunidad, gracias a la gen-tileza del ex rector de la universidad, Lic. Julio Ortega Frier, de trabajar con el índice general de los documentos de la Real Audiencia de Santo Domingo, correspondientes al siglo xviii, y depositados hoy día en el Archivo de La Habana, cuya catalo-gación han realizado los señores Javier Malagón Barceló y Luis Rodríguez Guerra, este último en calidad de empleado del Ar-chivo General de la Nación, de la República Dominicana, al cual pertenece el mencionado índice. Al espigar en las mil trescientas y pico fichas que componen dicho índice, más de una vez saltan a la vista curiosos expedientes que mueven la curiosidad del lector lamentando no poder hojear sus folios. No obstante esta imposi-bilidad, debida a la distancia, que me ha impedido consultar los originales, creo, sin embargo, que merece la pena dedicar unas líneas a comentar la participación de los vascos como protago-nistas, activos o pasivos, de los procedimientos iniciados por la Real Audiencia, cuya jurisdicción alcanzaba entonces a las tres Antillas mayores y a Venezuela.

Labor que considero beneficiosa, no en sí misma, aislada, sino como un grano más de arena, en la obra general emprendi-da por tantos otros compañeros de fatigas e ideales, que hoy en día aprovechan su forzada estadía en el nuevo continente, para

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rastrear las huellas dejadas antaño por nuestros antepasados. Porque los vascos, que no han dado a la historia de América conquistadores, sí la han proporcionado muchos y muy sobre-salientes colonizadores, hombres que vinieron a incorporar su trabajo y su vida a la de aquellas nacientes colectividades del hemisferio que hiciera resonar la voz apostólica del padre Francisco de Vitoria.

Justamente en estos días, he tenido ocasión de examinar la interesante obra de Pedro Henríquez Ureña, titulada: Sobre el problema del andalucismo dialectal de América, en cuyas páginas se transcriben notables estadísticas, por nacimiento y procedencia, de los hombres que vinieron a las tierras recién descubiertas, entre los cuales figuran algunos vascos. Debiendo hacer notar la presencia entre los bizkaínos de don Diego de Arana, señor de la casa de Arana en Albia, es decir, de un remoto antepasado del que después sería fundador del nacionalismo vasco y figura señera de la raza, Sabino de Arana Goiri. Y debiendo rectificar asimismo, porque me toca muy de cerca, la filiación burgalesa que se enuncia en la página 83 a mi pueblo, Amurrio, cuando es por el contrario una de las tres cabezas de partido judicial arabarras.

La utilidad de estas relaciones, al igual que la que pretendo llevar a cabo, la recogerán sin duda aquellos historiadores que laboran hoy en día lenta y seguramente sobre la obra cultural de los vascos. Por mi parte, no cabría otra cosa en un artículo tan breve como este, sólo puedo recoger los datos espigados en mi examen.

II

En primer lugar enunciaré la relación alfabética de aquellos apellidos vascos que he tropezado en todas y cada una de las fichas catalogadas. Al no figurar en ellas el nacimiento y proce-dencia de las partes, salvo en el intestado de Agustín de Allende, «de Santurce (Vizcaya)», me he visto forzado a limitar tan sólo a

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los apellidos de probable origen vasco; sin duda figurarán en los archivos de la Real Audiencia personas nacidas o vecinas del País Vasco que falten en mi relación por defecto de sus apellidos; y posiblemente también se incluyan quienes pese a llevar apellidos vascos, no lo sean ni por origen ni aún por sangre, así he podido comprobar que hay un «negro» Francisco Duarte, y un «judío converso» Pedro José Gabay, cuyos apellidos podrían mover a duda, sobre todo si se tiene en cuenta que a veces los esclavos son denominados por los apellidos de sus dueños.

La lista es, pues, de apellidos vascos. Y a continuación se menciona, cuando se sabe, el domicilio del interesado:

A

Aguirre, Juan Manuel de

Aguirre, Tomás López de La Habana

Aldama, Antonio de Holguín (Cuba)

Allende, Agustín de

Allende, Francisco de Santo Domingo

Amézquita, Pablo de Santiago de los Caballeros

Angulo, Leonardo de Santiago de Cuba

Angulo, Manuel de La Habana

Aramburu, José Anastasio de La Habana

Aramburu, Martín de La Habana

Aramburu, Manuel Felipe de La Habana

Arango, Ciriaco de

Arango, Felipe de Santo Domingo

Arango, Sebastiana de

Aranguren, Juan José de La Habana

Arencibia, Teresa Chicano

Arencibia, Josefa García Chicano La Habana

Arencibia, Felipe Pavón Bayamo (Cuba)

Aristiguieta, José Ignacio Jerez de Caracas

Arostegui, Manuel Tomás de

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426 Jesús de Galíndez

Arostegui, María Jesús de

Arostegui, Martín de La Habana

Arrate, Agustín de La Habana

Arrate, Domingo Agustín de La Habana

Arrate, Inés Manuela de

Arregui, José Antonio de La Habana

Arriaga, Juana de La Habana

Arrieta, Agustín de La Habana

Arrieta, Emeterio de

Arrieta, José de

Arrieta, Juana de

Arrieta, Nicolás de Puerto Príncipe

Arteaga, Clara de

Arteaga, Diego Félix de Santiago de Cuba

Arteaga, Francisco de

Arteaga, Isidro de

Arteaga, Manuel López de Santo Domingo

Ayala, Ignacio de La Habana

Ayala, Luis de La Habana

Ayala, Luis José de La Habana

Ayala, Miguel de

Ayala, Simón de La Habana

Aybar, Juan Luis de Santiago de los Caballeros

Azcárate, Gabriel Raimundo de La Habana

B

Basabe, Francisco de

Basabe, Nicolás de

Basabe, Tomasa de

Basulto, Damiana de

C

Chamendia, José María de Sancti Spiritu (Cuba)

Chavarría, Felipe Losada Santiago de Cuba

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 427

D

Duarte, Bonifacio de

Duarte, Domingo de La Habana

Duarte, Ignacio de

Duarte, María Ignacia de La Habana

Duarte, Nicolás de

E

Echandia, Juan de La Habana

Echeverri, Pedro de La Habana

Echevarría, Catalina de Santiago de Cuba

Echevarría, Juan Francisco de

Echevarría, Martín Javier de La Habana

Echevarría, Santiago José de La Habana

Echevarría, Manuel Ocampo La Habana

Elizondo, Padre La Habana

Elozua, Bernardo José de

Escarsua y Zubero, Miguel de La Habana

Esgueta

Esparza, Raimundo de

Espelday, Domingo de La Habana

Espeleta, José de La Habana

Ezeiza, Francisco Javier de La Habana

G

Gaitán, Simona de

Galindo, Estefanía de

Galindo, Francisco Eustaquio de Venezuela

Garay, Simón de Santo Domingo

Garro, Francisco de La Habana

Goyena, María Francisca de Puerto Rico

Guebara, Pantaleón de Valencia del Rey

Guridi, Felipe de Santo Domingo

Guridi, José de Neiba (Santo Domingo)

Guridi, Nicolás de Santo Domingo

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428 Jesús de Galíndez

H

Hechevarría, Catalina de

Hechevarría, Luis de Bayamo (Cuba)

Hechevarría y Elguesua, Manuel de

Hechevarría, Manuel Marino Santiago de Cuba

Heraso de Arteaga, Clara de

I

Ibarra, Juan José de Puerto Rico

Inza, Bárbara de

Izaguirre, Manuel de

J

Jauregui, Domingo de

Jauregui, Juan Tomás de

Jauregui, María Felicia de La Habana

Jaureguiberri, Domingo La Habana

L

Landa, Rafael de Santiago de Cuba

Larragoiti, Juan Bautista de Santiago de Cuba

Larrea, Felipe de La Habana

Lerin, Antonio de Puerto Rico

Lescano, Julián de

Lisundia, Domingo de La Habana

Loynaz, Gregorio de

Loynaz, Ignacio de

Loynaz, Martín de Puerto Príncipe

M

Mendiolas, Francisco de

Michelene, Josefa de

Michelena, Manuel de Jaruco (Cuba)

Mijuca, Luisa de Santo Domingo

Mujica, Manuel Antonio de Santa Clara

Mujica, Manuel González San Juan de los Remedios

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 429

Muzquiz, Miguel de La Habana

N

Navarro, Isidro Coro (Venezuela)

Navarro, José Baracoa (Cuba)

O

Ochando, Cecilio de La Habana

Ochoa, Lucía de Cancia

Olabarría, Isabel de Santo Domingo

Olano, Juan Nepomucemo de La Habana

Oquendo, Antonio José de

Oquendo, Gonzalo Recio de La Habana

Oquendo, Pedro Recio de

Orozco, Bernarda de Santo Domingo

Orozco, José Antonio de Santiago de Cuba

Orozco, Tomasa de La Habana

P

Portuondo, Bartolomé de Santiago de Cuba

Portuondo, Francisco de

S

Saldivar, Vicente Fernández La Habana

U

Ugarte, Domingo de Santa Clara (Cuba)

Ugarte, Tomasa de La Habana

Unzaga, José Lucas de

Unzueta, Felipe F. de Paula de

Urrea, Eugenio de

Urrutia, Agustín José de La Habana

Urrutia, Manuel José de La Habana

V

Varaona, María Rufina de Puerto Príncipe

Vertisberea, José de

Vicayno, Lázaro de Santo Domingo

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430 Jesús de Galíndez

Z

Zabala, Tomás de

Zavaleta, Compañía de

III

De la simple lectura de la relación de apellidos que antecede, se deducen claramente dos conclusiones, muy acordes por otra parte con la actualidad. Una de la escasa proporción de vascos en el área del Caribe, y otra que de ellos la mayor parte se locali-zan en la isla de Cuba.

Redondeando cifras, puede calcularse que de unas 3,000 personas que figuran en los índices examinados, tan sólo 136 poseen apellidos vascos; es decir, que se hallan en una propor-ción de 4,5%. Este hecho, aproximadamente, es el mismo que se observa hoy día; frente al gran contingente de vascos emi-grados hacia las repúblicas del sur, especialmente Argentina y Chile, donde los apellidos euskeklunes pululan en todas las clases sociales, en el área del Caribe escasean notablemente. Y también es verdad que, dentro de esta escasez, la mayor parte de ellos se encuentran en Cuba; sin embargo, debo hacer notar que no debe engañarnos en demasía la proporción absoluta dentro de los apellidos vascos a favor de Cuba, ya que este es un fenómeno general dentro de los índices de la Real Audiencia; la inmensa mayoría de sus fichas corresponden, en efecto, a expedientes y procesos incoados por sucesos acaecidos en La Habana y ciudades vecinas.

Si del examen general pasamos a otro más detallado, nota-ríamos que tan sólo hay un vasco perseguido por hurto. Esgue-ta; faltando después en absoluto los apellidos euskeldunes en los índices de asuntos criminales y de reclamaciones de presos. Dato elocuente que habla en pro de la tradicional honradez de nuestro pueblo, y que concuerda exactamente también con las cifras que arrojan las estadísticas actuales.

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 431

Existen bastantes procesos entablados a instancia o en contra de personas que poseen apellidos euskeldunes, en ma-terias civiles diversas: cobro de pesos, ventas, arrendamientos, matrimonios y divorcios. Pero hay algo curioso y es la elevada proporción en que aparecen dentro del índice especial de sucesiones.

No es extraño esto último. Recuérdese que nuestro sistema hereditario ha sido en todo tiempo radicalmente diferente y aún antagónico al vigente en las restantes partes de la monarquía. Fundado en la libertad de testar, en la troncalidad de los bienes, en la defensa del caserío, su aplicación, fácil y consuetudinaria en el País Vaco, había de tropezar forzosamente con inconvenientes y dificultades tan pronto como entraron en juego personas de distinta legislación y se sometieron los litigios a jueces ajenos al país. Este es el caso de las sucesiones de los vascos en tierra de Indias. Por ello considero que sería interesante examinar cada uno de estos expedientes; y en especial alguno que mencionaré más adelante.

Creo también digno de destacar aquellos expedientes inclui-dos en la rúbrica especial de «Funcionarios públicos», entre los cuales figuran los siguientes relativos a personas con apellido vas-co: expediente de don Manuel José de Urrutia, como oidor de la Real Audiencia (n. 187 del índice general); juicio de residencia al oidor don Ruberto Vicente de Luyando (n. 297); expediente sobre el archivo del escribano don Manuel López de Arteaga (n. 409); expediente instruido a instancia de don Agustín José de Arrate que defiende ser regidor perpetuo de La Habana (n. 442); juicio de residencia al capitán general de La Habana don José de Espeleta (n. 884); y expediente instruido para que don Manuel de Michelena entregue su escribanía (n. 962).

Esta rúbrica nos lleva de la mano a otra relación bastante interesante a mi juicio, que es la de aquellos vascos cuyos cargos constan en el último índice especial aludido:

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432 Jesús de Galíndez

Manuel José de Urrutia Oidor de la Real Audiencia

Ruperto Vicente de Luyando Oidor de la Real Audiencia

José de Espeleta Capitán general de La Habana

José de Echevarría Obispo de La Habana

Martín de Arostegui Coronel

Nicolás de Guridi Teniente Coronel

Juan Tomás de Jauregui Capitán

Nicolás de Duarte Capitán

Pablo de Amézquita Sargento yayor

Martín de Arostegui Caballero de la Orden de Santiago

Gonzalo Recio de Oquendo Marqués de la Real Proclamación

Francisco de Arteaga Licenciado

Felipe de Guridi Abogado

Domingo de Ugarte Alguacil mayor del Santo Oficio

Nicolás de Guridi Alguacil mayor

José María de Chamendia Alcalde

Felipe Losada de Chavarría Alcalde

Manuel González Mujica Alcalde

Agustín José de Arrate Regidor Perpetuo de La Habana

Manuel de Michelena Regidor de Jaruco

Manuel de Izaguirre Curador de Menores

Manuel López de ArteagaEscribano del Cabildo de Santo Domingo

Manuel Aguilar Mendoza Administrador de hipotecas y tributos

Lázaro ViscaynoApoderado del Monasterio de Santa Clara

Martín Antonio de AramburuProvincial de la Hermandad de La Habana

Antonio de Aldama Presbítero

Luis de Ayala Presbítero

Leonardo de Angulo Presbítero

Emeterio de Arrieta Presbítero

Zabaleta «Compañía de Cantero y…»

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 433

IV

He aquí, a grandes rasgos, los datos que he podido extraer del índice de documentos de la Real Audiencia de Santo Domingo, correspondientes al siglo xviii; datos que brindo a la curiosidad de los eruditos e investigadores.

Mas no quiero terminar estos comentarios, sin llamar espe-cialmente su atención sobre algunos de tales expedientes, cuyo contenido parece singularmente atractivo.

Ante todo lo testamentaría de D. Martín de Arostegui, ca-ballero de la Orden de Santiago, y residente en la ciudad de La Habana. El primer legajo en que se menciona dicha testa-mentaría, es del año 1770; diez y ocho años más tarde, en 1788, encontramos un cuarto legajo sobre la misma testamentaría; y aún existe otro legajo, sin indicación de fecha pero lógicamente posterior, en que se menciona nada menos que una disposición real ordenando la terminación del expediente «en interés del bien público». Sólo estos datos son suficientes para llamar la atención de los estudiosos sobre tal testamentaría; los legaos en que expresamente figuran piezas de la misma son por orden cronológico: 39 provisional, 56 provisional, LIII-12, XLI-9, y 87 provisional.

Creo, como ya he dicho poco más arriba, que son interesan-tes todos los expedientes de sucesiones. Más aún dentro de ellos juzgo destacables, a más del mencionado de Arostegui, otros dos: el intestado de don Agustín de Allende, año de 1783, que consta en el legajo 58 provisional, a causa de la expresa indicación que en él se hace de ser de «Santurce (Vizcaya)» lo que a mi primer impresión puede ser una indicación acerca de la peculiaridad que confiere su pertenencia bizkaina, a las reglas de la sucesión; y el expediente en que don Simón de Garay y Salcedo «solicita se le de posesión del Mayorazgo», año de 1797, que figura en el legajo 45 provisional, y es el único en que se alude a tal institu-ción jurídica.

Sobremanera llamativo es el sumario instruido por el padre fray Joaquín Portillo, con motivo «de haberse fugado el padre

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434 Jesús de Galíndez

Elizondo del Convento de los Capuchinos y refugiado en el Co-legio de Belén», hecho acontecido en la ciudad de La Habana a primeros del año 1789; se haya en el legajo 55 provisional.

Y no se deben olvidar tampoco tres expedientes en relación con altos funcionarios de la colonia: el instruido a instancia de don Manuel José de Urrutia, «sobre recibirse de oidor honorario de esta Real Audiencia de Santo Domingo», legajo LXI-5; el expe-diente «sobre que se le tome residencia» a don Ruperto Vicente de Luyando, «oidor que fue de esta Real Audiencia», legajo LI-6; y las diligencias «en los autos de residencia» del capitán general de La Habana, don José de Espeleta, legajo XLIII-3.

Para cerrar la exposición de estos datos, quiero hacer un ruego a cuantas personas puedan ayudarme en la tarea empren-dida: en la de proporcionarme, verbalmente o por escrito, cuan-tos informes posean sobre personajes vascos que hayan dejado sus huellas en la isla, sobre apellidos de origen euskelden, sobre modismos idiomáticos, sobre hechos históricos o anécdotas, so-bre cualquier detalle que pueda venir a aumentar los archivos de nuestros antepasados en tierras de América. Que todos ellos, aún el más humilde pueden arrojar luz o descubrir una pista interesante.

Ciudad Trujillo, 29 de noviembre de 1942.

revista Clío,núms. 57-58, 1943.

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– 435 –

Índice de artículos publicados

Revista Cosmopolita

194023 de febrero. «El cementerio de Pere Lachaise», Núm. 477.

194116 de abril. «Navidades sangrientas», Núm. 541.17 de junio. «El coro de cosacos del Don, en Ciudad Trujillo. La

canción del desterrado».7 de octubre. «El martes comenzaron las clases», Núm. 510.

1942Junio, «El Irrintzi vasco en la noche tropical», Núm. 515.

194416 de noviembre. «Tragedia de amor», Núm. 536.

Publicaciones de fecha y número desconocidos

«Blak-out en la Avenida».«El ciclón que no vino». «Amanecer en Sans Souci».«Visión fugitiva».

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436 Jesús de Galíndez

Revista Jurídica Dominicana

19401ro de abril y 1ro de julio. «Publicación e interpretación de las

leyes. Comentarios con ocasión de la Ley 201 de fecha 21 de diciembre de 1939, que modifica el Art. I de Código Civil», Vol. II, Núm. 243.

1941Enero y abril. «Los problemas actuales del matrimonio y el divorcio ante los conflictos de leyes» Vol. III, Núms. 1 y 2.

1942Junio, octubre y diciembre. «El Derecho Agrario. Nueva rama

que se desgaja del Derecho Civil», Vol. IV, Núms. 1, 3 y 4.

19451er trimestre «El quintacolumnismo y las reuniones de cancille-

res americanos», Vol. VII, Núm. 1.2do trimestre. «El divorcio de extranjeros en la República Dominicana», Vol. VII, Núm. 2.

Anales de la Universidad de Santo Domingo

1940Reseña a Las sociedades comerciales en la República Dominicana, de Antonio Tellado, Vol. IV.

Periódico Listín Diario

19414 de enero. «Bordeando el Lago Enriquillo».15 de marzo. «Río Ozama, aguas arriba».26 de abril. «Cuando la luna riela en Samaná».

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 437

Revista Hogar

1941Marzo. «Iparraguirre, el bardo romántico», año III, Núm. 27.Agosto. «El pelotari que murió de amor», año III, Núm. 32.Octubre. «Los vascos en la República Dominicana», año III,

Núm. 34.Diciembre, «Fusilamiento al amanecer», año III, Núm. 36.

1942Abril, «Aviones sobre Madrid», año IV, Núm. 40.Mayo, «Ha muerto un marino», año IV, Núm. 41.

Periódico La Nación

194226 de abril, «¡Gernika! En el quinto aniversario de su masacre

por la aviación germana».12 de diciembre. «La Liga de Naciones Americanas. El proyecto

de Trujillo y la Conferencia de Bogotá».

194315 de marzo. «Soberanía y libertad. Dos añejos conceptos abso-

lutos que se relativizan».12 de abril. «El panamericanismo de Bolívar. La Doctrina de Monroe y el Congreso de Panamá».26 de junio. «Notable caso de divorcio. De un francés y una colombiana, casados canónicamente en Bogotá y recién divorciados en Ciudad Trujillo».17 de agosto. «Insistiendo sobre el divorcio. Sentencia de apelación que divorcia a un alemán y una haitiana».

194427 de marzo. «Repercusiones de un divorcio. La Academia de Jurisprudencia de Colombia informa sobre un caso anteriormente tratado».

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438 Jesús de Galíndez

194513 y 23 de noviembre. «De Legislación Obrera. La nueva Ley de Salario Mínimo».17 de noviembre. «La quinta columna se bautizó en Madrid.

Anécdotas y comentarios de una nueva especie jurídica».17 de diciembre. «De Legislación Obrera. La Ley de Vacaciones».

Periódico Por la República

19421ra quincena de octubre. «La jira cultural del presidente Aguirre».

Revista Clío

1943«Los vascos en la Audiencia de Santo Domingo». Núms. 57-58.

Revista Juventud Universitaria

1945Marzo. «El método en los estudios universitarios», año I, Núm. 1.

Periódico La Opinión

194630 de diciembre. «Desde Nueva York Jesús de Galíndez define su actitud».

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 439

Cuadernos Americanos

1955Marzo-abril. «Un reportaje sobre Santo Domingo», Vol. LXXX,

Núm. 2, México.

Periódico El Caribe

19623 de enero. «¡Gugú!».

Publicaciones independientes

1944Cinco leyendas del trópico• ElBahoruco.LeyendadelLagoEnriquillo.• TormentaenHaina.LeyendadelasruinasdeEngombe.• Beltza,piratayenamorado.LeyendadelabahíadeSamaná.• Elprecipiciomaldito.LeyendadelsaltodeJimenoa.• Tamboresenlamanigua.LeyendadelríoOzama.

1951Luperón, símbolo de libertad y heroísmo, Carta de Galíndez sobre

artículo referente a Gugú.

Fuente y fecha desconocidosReseña a La Audiencia de Santo Domingo. El libro del profesor

Malagón y la investigación nacional.

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– 441 –

Índice cronológico

El cementerio de Pere Lachaise / 23 de febrero de 1940

Publicación e interpretación de las leyes / 1ro de abril y 1ro de julio de 1940

Reseña a Las sociedades comerciales en la República Dominicana, de Antonio Tellado / 1940

Bordeando el Lago Enriquillo / 4 de enero de 1941

Río Ozama, aguas arriba / 15 de marzo de 1941

Iparraguirre, el bardo romántico / Marzo de 1941

Los problemas actuales del matrimonio y el divorcio ante los conflictos de leyes / Enero y abril de 1941

Navidades sangrientas / 16 de abril de 1941

Cuando la luna riela en Samaná / 26 de abril de 1941

El coro de cosacos del Don, en Ciudad Trujillo. La canción del desterrado / 17 de junio de 1941

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442 Jesús de Galíndez

El pelotari que murió de amor / Agosto de 1941

El martes comenzaron las clases / 7 de octubre de 1941

Los vascos en la República Dominicana / Octubre de 1941

Fusilamiento al amanecer / Diciembre de 1941

¡Gernika! En el quinto aniversario de su masacre por la aviación germana / 26 de abril de 1942

Aviones sobre Madrid / Abril de 1942

Ha muerto un marino / Mayo de 1942

El Irrintzi vasco en la noche tropical / Junio de 1942

El Derecho Agrario. Nueva rama que se desgaja del Derecho Civil / Junio de 1942

La jira cultural del presidente Aguirre / 15 de octubre de 1942

La Liga de Naciones Americanas. El proyecto de Trujillo y la Conferencia de Bogotá / 12 de diciembre de 1942

Soberanía y libertad. Dos añejos conceptos absolutos que se relativizan / 15 de marzo de 1943

Los vascos en la Audiencia de Santo Domingo / 1943

El panamericanismo de Bolívar. La Doctrina de Monroe y el Congreso de Panamá / 12 de abril de 1943

Notable caso de divorcio. De un francés y una colombiana, casa-dos canónicamente en Bogotá y recién divorciados

en Ciudad Trujillo / 26 de junio de 1943

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 443

Insistiendo sobre el divorcio. Sentencia de apelación que divorcia a un alemán y una haitiana / 17 de agosto de 1943

Repercusiones de un divorcio. La Academia de Jurisprudencia de Colombia informa sobre un caso anteriormente tratado / 27 de marzo de 1944

Tragedia de amor / 16 de noviembre de 1944

Cinco leyendas del trópico / 1944• El Bahoruco• Tormenta en Haina. Leyenda de las ruinas de Engombe• Beltza, pirata y enamorado. Leyenda de la bahía de Samaná• El precipicio maldito. Leyenda del salto de Jimenoa • Tambores en la manigua. Leyenda del río Ozama

El método en los estudios universitarios / Marzo de 1945

El quintacolumnismo y las reuniones de cancilleres americanos / 1er trimestre de 1945

El divorcio de extranjeros en la República Dominicana / 2do trimestre de 1945

De Legislación Obrera. La nueva Ley de Salario Mínimo / 13 y 23 de noviembre de 1945

La quinta columna se bautizó en Madrid. Anécdotas y comentarios de una nueva especie jurídica / 17 de noviembre de 1945

De Legislación Obrera. La Ley de Vacaciones / 17 de diciembre de 1945

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444 Jesús de Galíndez

Desde Nueva York Jesús de Galíndez define su actitud / 30 de diciembre de 1946

Carta de Galíndez sobre artículo referente a Gugú / 1951

Un reportaje sobre Santo Domingo / Marzo-abril de 1955

¡Gugú! / 3 de enero de 1962

Escritos de fecha desconocida

Reseña a La Audiencia de Santo Domingo. El libro del profesor Malagón y la investigación nacional

Blak-out en la Avenida

El ciclón que no vino

Amanecer en Sans Souci

Visión fugitiva

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– 445 –

Bibliografía general

Almoina, José. Una satrapía en el Caribe. Editora Letra Gráfica, Santo Domingo, 2003.

Cassá, Constancio. Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernaldo de Quirós en República Dominicana. Ar-chivo General de la Nación, Santo Domingo, 2009.

Galíndez, Jesús de. Cinco leyendas del trópico. Imprenta La Opinión, Ciudad Trujillo, 1944.

_______. La Era de Trujillo. Editora Cole, Santo Domingo, 1999.Gerón, Cándido. Informe y documentos del caso de Jesús de Galíndez.

Santo Domingo, 2008.Peña Rivera, Víctor A. Trujillo, historia oculta de un dictador. Ma-

drid, España, 1977.Vázquez Montalbán, Manuel. Galíndez. Editora Taller, Santo Do-

mingo, 1990._______. La migración española de 1939 y los inicios del marxismo-

leninismo en la República Dominicana. Fundación Cultural Dominicana, Santo Domingo, 1984.

_______. Almoina, Galíndez y otros crímenes de Trujillo en el extranjero. Fundación Cultural Dominicana, Santo Domingo, 2001.

Luperón, símbolo de libertad y de heroísmo, segundo aniversario 1949-junio 19-23-1951. La Habana, Cuba.

Documental Galíndez. Producción de Igeldo Komunikazioa, S. U. e Impala S. A., con la participacion de Televisión Española (TVE), producida por Ángel Amigo y dirigida por Ana Díez.

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446 Jesús de Galíndez

Revistas, periódicos y boletines

Revista ClíoRevista CosmopolitaRevista Cuadernos AmericanosRevista HogarRevista Jurídica DominicanaRevista Juventud UniversitariaRevista ¡Ahora!, Núm. 131, 9 de mayo de 1966Periódico El Nacional de ¡Ahora!, 17 de mayo de 1984Periódico La NaciónPeriódico La OpiniónPeriódico Listín DiarioPeriódico Por la RepúblicaAnales de la Universidad de Santo Domingo

Fondo Presidencia del Archivo General de la Nación

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– 447 –

A

Adón, Marcos 306Aguilar Mendoza, Manuel 432Aguirre, Juan Manuel de 425Aguirre, Tomás López de 425Aguirre Lekube, José Antonio de

22-23, 34-36, 38, 83Aldama, Antonio de 425, 432Alemar, Luis Emilio 319Allende, Agustín de 424-425, 433Allende, Francisco de 425Almoina Mateo, José 16, 25, 42Álvarez, Ambrosio 42Álvarez Villegas, Néstor Otilio 42Amézquita, Pablo de 425, 432Amiama Díaz, Dolores 309Amigo, Ángel 31Amollobieta, Claudio de 417Amuritza 418Anacaona 325Angulo, Leonardo de 425, 432Angulo, Manuel de 425Antrabagures 327Antuña, Francisco 38Aramburu, José Anastasio de 425Aramburu, Manuel Felipe de 425

Aramburu, Martín Antonio de 425, 432

Arana Goiri, Sabino de 424Arango, Ciriaco de 425Arango, Felipe de 425Arango, Sebastiana de 425Aranguren, Juan José de 425Arencibia, Felipe Pavón 425Arencibia, Josefa García Chicano

425Arencibia, Teresa Chicano 425Aretxederreta, Luis de 85-87, 89Arias, Desiderio 108Aristiguieta, José Ignacio Jerez de

425Aritza, Iñigo 420Ariza Julia, José B. 42Arostegui, Manuel Tomás de 425Arostegui, María Jesús de 426Arostegui, Martín de 426, 432-433Arrate, Agustín José de 426, 431-

432Arrate, Domingo Agustín de 426Arrate, Inés Manuela de 426Arregui, José Antonio de 426Arriaga, Juana de 426Arrieta, Agustín de 426

Índice onomástico

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448 Jesús de Galíndez

Arrieta, Emeterio de 426, 432Arrieta, José de 426Arrieta, Juana de 426Arrieta, Nicolás de 426Arteaga, Clara de 426Arteaga, Diego Félix de 426Arteaga, Francisco de 426, 432Arteaga, Isidro de 426Arteaga, Manuel López de 426,

431Astray, Millan 28Audinet, Eugenio 150, 179, 185Ayala, Ignacio de 426Ayala, Luis de 426, 432Ayala, Miguel de 426Ayala, Simón de 426Aybar, Juan Luis de 426Aybar, Rafael 309Aybar, Silvestre 416Aybar Mella 307Azcárate, Gabriel Raimundo de 426

B

Badillo 328Báez López Penha, Rosa 25Balaguer, Joaquín 29Bartholomé, Paul-Albert 293Barthou, Louis 293Basabe, Francisco de 426Basabe, Nicolás de 426Basabe, Tomasa de 426Bassin (profesor) 185Basulto, Damiana de 426Beitia, Nicasio de 417Bellon, Ángel 81Bellot, Hugh H. I. 185Beotegui, Juan de 417Bergés, Flavio O. 309Bergés Chupani, Manuel D. 267,

272

Bernaldo de Quirós de Cassá, María (Lily) 24-25

Bernaldo de Quirós, Constancio 16, 24, 40

Bodin, Jean 226-227Bohechío (cacique) 325Bolívar, Simón 223, 231-235, 412-

413, 416, 418Bonaparte, Napoleón 70Bonilla Atiles, J. A. 186, 218Bouza, Anthony 25Boyer, Jean Pierre 416Briand, Arístides 223Bruns, Carolus G. 133

C

Cabral, Elba 309Caire, Rally 29Caldenty Ordoñez, Dolores 42Caonabo (cacique) 325Carlos V 190Carmencita (doña) 307, 314Carrantza 88Carvajal, Francisco 309Cassá Bernaldo de Quirós, Cons-

tancio 32, 42Cassá Logroño, José 24, 40, 42,

309, 312Cassin, R. 176, 179, 181-182Castillo, Benigno del 240Castillo, Epifanio del 306, 309Castillo, Pelegrín L. 267Cavaría, Felipe Losada de 432Cepeda, Domingo 38Chalas, Víctor 309Chamendia, José María de 426,

432Chavarría, Felipe Losada 426Chopin, Federico 293Clark, Charles Patrick 31

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 449

Cobian Parra, Salvador 30Coiscou Weber, Rodolfo 309Colombos, C. John 185Colón, Cristóbal 107, 110, 304,

409, 413, 415, 417Conner 31Cortés, Hernán 405Coudenhove-Kalergi, Richard N. 223Cruceo, Emerico 222Cuello M., José E. 309Cummings 31

D

Daneff, Stoyan 185Daudet 293Delia (doña) 299-301, 307, 314Despradel Batista, Guido 319Despradel, Arturo 42Díaz, Celeste 309Díaz, Franciso del Rosario 42Díaz, Tatá 309-311, 313Díaz Ordóñez, Virgilio 301Diena, Jiulio 185Diez, Ana 31Don Enrique (Véase Enriquillo,

cacique)Drake, Francis 102Driscoll, Clement J. 23Duarte, Bonifacio de 427Duarte, Domingo de 427Duarte, Francisco 425Duarte, Ignacio de 427Duarte, Juan Pablo 35-36, 110,

119, 413, 416, 418Duarte, María Ignacia de 427Duarte, Nicolás de 427, 432Duarte Castillo 309

E

Echandia, Juan de 427Echevarría, Catalina de 427Echevarría, José de 432Echevarría, Juan Francisco de

427Echevarría, Manuel Ocampo 427Echevarría, Martín Javier de 427Echevarría, Santiago José de 427Echeverri, Pedro de 427Eisenhower, Dwight D. 120Elizondo (padre) 427, 434Elkano, Sebastián de 417Elozua, Bernardo José de 427Enriquillo (cacique) 300, 328Ernst, Morris L. 29Escarsua y Zubero, Miguel de 427Eskartzaga, Eduardo de 418Espaillat, Arturo (Navajita) 30Espaillat, Fello 116, 117Esparza, Raimundo de 427Espelday, Domingo de 427Espeleta, José de 427, 431-432,

434Espronceda, José de 313Estrella (general) 112Estrella, José Ramón 417Estrella Ureña, Rafael 108Euzkalerria 421Ezeiza, Francisco Javier de 427

F

Fabre Sinveyen, Edouard 185Feeney, Joseph Gerald 31Félix, Narciso 19Fernández Clérigo, Luis 204, 212Fernández Pichardo, Pedro R. 42

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450 Jesús de Galíndez

Fernández-Checa y Saiz, Ulpiano 190

Fiallo Henríquez, Safo 42Florén, Luis 300Francisco I 190Franco, Francisco 23, 28, 184, 254Franco, Pericles 113Franco Cruzado, Virgilio 42Franco W., Periclito 113, 116Frías Meyreles 115-116Fulton, James 31Fuster Dulles, John 32

G

Gabay, Pedro José 425Gaitán, Simona de 427Galíndez, Fermín de 17Galindo, Estefanía de 427Galindo, Francisco Eustaquio de 427Gallardo (inspector) 298Garay y Salcedo, Simón de 427,

433García Gautier, B. 267García Godoy, Emilio 97García, Enrique 118Garro, Francisco de 427Gausachs, José 21, 319Gayo 190Gerón, Cándido 22, 29Gil, Malaquías 16Gimbernald, Bienvenido 103Giral, José 26Girard 133Goico C., Manuel de Jesús 42González, Barón 297, 301González, Raúl 298-301González Mujica, Manuel 432Goyena, María Francisca de 427

Gretchaninoff, Alexander 53Guaroa 327, 332-337Guarocuya (cacique) 320, 327-328Guebara, Pantaleón de 427Guerrero 307Guerrero Muñoz, Frank 42Guridi, Felipe de 427, 432Guridi, José de 427Guridi, Nicolás de 427, 432

H

Hamilton, Alexander 227Hauck, Charlie 309-314Hechevarría y Elguesua, Manuel

M. de 428Hechevarría, Catalina de 428Hechevarría, Luis de 428Hemingway, Ernest 92Henríquez, Homero 224Henríquez, Rafael David 300, 309Henríquez Bergés, Homero 221Henríquez Ureña, Pedro 424Henríquez Vásquez, Federico

(Gugú) 99, 123-126Henríquez Vásquez, Francisco

Alberto (Chito) 31Henríquez y Carvajal, Federico

124Heraso de Arteaga, Clara de 428Hernández, Carmen 309-310Hernández, Eusebio 42Hernández Márquez, Félix (El

Cojo) 28, 30Herodes 411Herrera, Porfirio 107Higuamuco 327Higuemota 327Hirohito (emperador) 108

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 451

Hitler, Adolf 78, 80, 93, 108, 125Hued, Blanche 42Hutton, Bárbara 110

I

Ibarra, Juan José de 428Incaqueca 327Incháustegui, J. Marino 40Inza, Bárbara de 428Iparraguirre, José María de 76-78,

410-413Irala, Antón 25Ireland, Gordon 26, 272Irujo, Manuel de 18Iruxo, Eusebio de 418Iturbide, Agustín de 416Izaguirre, Manuel de 428, 432

J

Jauregui, Domingo de 428Jauregui, Juan Tomás de 428, 432Jauregui, María Felicia de 428Jaureguiberri, Domingo 428Jesús, Modestino de 190Jesuscristo 411Jimeno (los) 312Joe 310-312Jourdain, Luis Emilio 307, 309

K

Kelsen, Hans 142Komunikazioa, Igeldo 31Kuhn, Arthur K. 185

L

Lafontaine 293Landa, Rafael de 428Lang, Evelyn 28Lapradelle (profesor) 185Larragoiti, Juan Bautista de 428Larrea, Felipe de 428Larrea, Nicasio de 418Larrinaga, Soro 418Lekobide 420-421Lerin, Antonio de 428Lescano, Julián de 428Lisundia, Domingo de 428Llorens, Vicente 18López de Arteaga, Manuel 432López Jimeno, Eduardo 309López Penha, Haim 118Loynaz, Gregorio de 428Loynaz, Ignacio de 428Loynaz, Martín de 428Luna, Miguel Ulises de 309Luna Pichardo, Viviani 42Luyando, Ruberto Vicente de 431-432Luz (doña) 299, 306

M

Madisson, James 227Magicatex (cacique) 327Makerov, A. N. 185Malagón Barceló, Javier 16, 403,

406, 423Manrique, Jorge 305Manzini, Vincenzo 148, 174Mañón del Río, Jacinto 309, 312Maroc Vichniac 185Marquina, Valeriano 38Marshall (juez) 142

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452 Jesús de Galíndez

Martínez Alba de Trujillo, María 109Martínez Jara, Jesús (o Francisco) 28Martínez Ubago (doctor) 310Matayco 327Matilla, Alfredo 20, 42Maybona 327Maza, Antonio de la 32Maza, Octavio de la 29-30, 32Mella, Matías Ramón 119Mendiolas, Francisco de 428Mengual, Víctor 309Michelena, Manuel de 428, 431-432Michelene, Josefa de 428Mijuca, Luisa de 428Miranda, Pontes da 185Mola Vidal, Emilio (general) 92, 254Moliére 293Monnsem, Wolfgang 133Monroe, James 231-235Montllor, Joe 309Moreno Fernández, Laudelino 297, 299-301, 305-307, 309-310, 312-313Moscardó 254Mujica, Manuel Antonio de 428Mujica, Manuel González 428Murphy, Gerald Lester 29-30, 32Musset, Alfredo de 292Mussolini, Benito 106, 108Muzquiz, Miguel de 429

N

Navarro, Isidro 429Navarro, José 429Neira Mateus, Guillermo 247Nejía 311

Neruda, Pablo 29Niboyet (profesor) 186Núñez de Cáceres, José 415

O

O’Higgins, Bernardo de 234Ochando, Cecilio de 429Ochoa, Lucía de 429Ojeda, Alonso de 405Olabarría, Isabel de 429Olano, Juan Nepomucemo de

429Oquendo, Antonio José de 429Oquendo, Gonzalo Recio de 429, 432Oquendo, Pedro Recio de 429Ornes, Horacio 120-121Orozco, Bernarda de 429Orozco, José Antonio de 429Orozco, Tomasa de 429Ortega Frier, Julio 103, 261, 423Ortiz, Blanca 309-310, 328Ortiz, Rosana 309Ovando, Leonor de 102

P

Palacín Iglesias, Gregorio B. 16Paliza, Benito 417Papiniano, Emilio 190Peguero (gobernador) 310Peña Batlle, Manuel Arturo 107Peña Rivera, Víctor Alicinio 27Perdomo, Apolinar 301Pérez, Trina 309Pericht, J. P 185Peynado, Jacinto Bienvenido 103-

104, 107

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 453

Pierre Dubois 222Pilatos, Poncio 411Pizarro, Francisco 405Porter, Charles 30Portillo, Joaquín 433Portuondo, Bartolomé de 429Portuondo, Francisco de 429Postigo, Julio D. 93Prats, Panchito 116-117Prieto, Indalecio 29

Q

Quiñones Neira, Rafael 247, 249

R

Ravenga 232Reeves 31Regús (doctor) 307Riera Llorca, Vicenç 16Rivera, Miguel 29-30Robles Toledano, Oscar 30Robsion junior., John M. 31Rodríguez, C. Armando 267Rodríguez Demorizi, Emilio 42Rodríguez Guerra, Luis 423Rojas (agente) 25Roncesvalles 421Roosevelt junior, Franklin D. 31,

235Rosemberg 309Rubirosa, Porfirio 110

S

Saint Pierre 222Saldaña, Luz 309

Saldivar, Vicente Fernández 429Salgari, Emilio 303Salvadores, Luis 38Sánchez, Francisco del Rosario 119Sánchez, María Trinidad 109Sánchez Román, Felipe 18Santana, Pedro 416Sassoferrato, Bartolo 174Savigny, Federico Carlos de 173-174Saviñón, Ramón (Mon) 117Schlosser, Francisco 92Schott, León 309Sellers 31Simons, Walter 185Solaeche, Alejandro de 79- 81, 417Solaeche, Patxi de 80Soto, Néstor Julio 42Streit (profesor) 185Sulkowosky, Joseph 185

T

Tamayo 327-328Tellado H., Antonio 399-401Teté 311Tojo, Hideki 125Tolentino Rojas, César 19Tolentino Rojas, Vicente 319Trias de Bes (profesor) 185Trina (doña) 299Troncoso de la Concha, Manuel

de Jesús (Pipí) 84, 103-105, 107, 111, 114

Trujillo, Héctor B. 110, 117, 301Trujillo hijo, Rafael Leónidas (Ramfis) 20, 27-28, 109, 117-118

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454 Jesús de Galíndez

Trujillo Martínez, Radamés 110Trujillo Molina, Rafael Leónidas

20, 28-32, 103-121, 221, 224Tschaikowsky, Peter Ilich 53Twain, Mark 305

U

Ubaldi, Baldo de 174Ugarte, Domingo de 429, 432Ugarte, María 16Ugarte, Tomasa de 429Unzaga, José Lucas de 429Unzueta, Felipe F. de Paula de 429Urrea, Eugenio de 429Urrutia, Agustín José de 429Urrutia, Manuel José de 429, 431-432, 434Urrutxua, José de 417Urrutxua, Joseba de 417Urrutxua, Kepa de 417Urrutxua, Txomin de 81, 417

V

Valdez G., Héctor 309Valera (general) 254Varaona, María Rufina de 429Vásquez, Horacio 108Vásquez Montalbán, Manuel 24Vega, Bernardo 23, 24, 28Vega, Otto 29Veiga, Mayrink 110Velázquez (señor) 28Ventimiglia y Bocanegra 306

Verne, Julio 313Vertisberea, José de 429Vicaíno, Lázaro de 429, 432Viera Marte, Gloria Estebanía (Gogi) 28, 30Viera, Manuel 30Villarreal de Urrutxua 410Vitoria, Fray Francisco de 221-222,

231, 424Voet, Pablo 173Volmar Vives, Carlos 42

W

Wallace, Henry A. 79, 225, 231, 235Weber, Delia 297, 309Westlake 173-174Wiese, Gustavo 309

Y

Yagüe (general) 254Yolanda 334-335, 337, 342

Z

Zabala, Tomás de 430Zalduendo, Juan de 417Zavaleta, Compañía de 430Zeballos, Estanislao 178Zuazo 328Zulema 311Zumalakarregui, Tomás de 410Zuria, Juan 420

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Publicaciones del

Archivo General de la Nación

Vol. I Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1844-1846. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1944.

Vol. II Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I, C. T., 1944.

Vol. III Samaná, pasado y porvenir. E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1945.Vol. IV Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E.

Rodríguez Demorizi, Vol. II, C. T., 1945.Vol. V Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección

de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1947.Vol. VI San Cristóbal de antaño. E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago,

1946.Vol. VII Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir). R.

Lugo Lovatón, C. T., 1951.Vol. VIII Relaciones. Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y no-

tas por R. Lugo Lovatón, C. T., 1951.Vol. IX Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1846-1850,

Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1947.Vol. X Índice general del «Boletín» del 1938 al 1944, C. T., 1949.Vol. XI Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América. Escrita

en holandés por Alexander O. Exquemelin, traducida de una famosa edición francesa de La Sirene-París, 1920, por C. A. Rodríguez; introducción y bosquejo biográfico del traductor R. Lugo Lovatón, C. T., 1953.

Vol. XII Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T., 1956.Vol. XIII Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E.

Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957.Vol. XIV Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy, García

Roume, Hedouville, Louverture Rigaud y otros. 1795-1802. Edición de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959.

Vol. XV Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959.

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456 Jesús de Galíndez

Vol. XVI Escritos dispersos (Tomo I: 1896-1908). José Ramón López, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XVII Escritos dispersos (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XVIII Escritos dispersos (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López, edi-ción de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XIX Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición de E. Cordero Michel, Santo Domingo, D. N., 2005.

Vol. XX Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores, San-to Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXI Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXII Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXIII Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXIV Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXV La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel Vicen-te Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXVI Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2006.

Vol. XXVII Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (1680-1795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández Gonzá-lez, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXVIII Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXIX Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXX Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia fun-dacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXI Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. fray Vicente Rubio, O. P., edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Espa-ñol, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos sobresalientes en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Fi-gueroa, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXIII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXIV Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo XVII. Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXV Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N., 2007.

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 457

Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922. San-to Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894), tomo I. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894), tomo II. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XXXIX Una carta a Maritain. Andrés Avelino, traducción al castellano e introducción del P. Jesús Hernández, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XL Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira Corbe-lle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meriño, Jorge Macle Cruz, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLI Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas, edi-ción de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLII Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLIII La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos, Santo Domingo, D. N., 2007.

Vol. XLIV Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546). Com-pilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLV Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLVI Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, Santo Do-mingo, D. N., 2008.

Vol. XLVII Censos municipales del siglo xix y otras estadísticas de población. Ale-jandro Paulino Ramos, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLVIII Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel, tomo I. Compilación de José Luis Saez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. XLIX Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel, tomo II, Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. L Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel, tomo III. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LI Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales, Yanquilinarias. Félix Evaristo Mejía, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LII Prosas polémicas 2. Textos educativos y Discursos. Félix Evaristo Me-jía, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

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458 Jesús de Galíndez

Vol. LIII Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LIV Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominicana. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LV Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LVI Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de J. Galván, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LVII Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LVIII Textos reunidos 3. Artículos y Controversia histórica. Manuel de J. Galván, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LIX Textos reunidos 4. Cartas, Ministerios y misiones diplomáticas. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LX La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), tomo I. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXI La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), tomo II. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXII Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXIII Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXIV Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda, Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXV El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones económicas. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domin-go, D.N., 2008.

Vol. LXVI Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera, Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXVII Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXVIII Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXIX Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXX Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga Pe-dierro, et. al., Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXXI Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXXII De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio Veras (Negro), Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXXIII Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo, D. N., 2009.

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 459

Vol. LXXIV Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salvador E. Morales Pérez, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXV Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXVI Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXVII Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales. Francisco Gregorio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, San-to Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXVIII Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco Gre-gorio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXIX Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco Gre-go rio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXX Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco Gre-go rio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXI Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Angel Moreta, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXIII Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido, Víctor Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXIV Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en el patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana Pérez, Maritza Mirabal, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXV Obras 1. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXVI Obras 2. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXVII Historia de la Concepción de La Vega. Guido Despradel Batista, San-to Domingo, D. N., 2009.

Vol. LXXXIX Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernal-do de Quirós en República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XC Ideas y doctrinas políticas contemporáneas. Juan Isidro Jimenes Gru-llón, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCI Metodología de la investigación histórica. Hernán Venegas Delgado, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCIII Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo I. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCIV Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo II. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCV Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo III. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009.

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460 Jesús de Galíndez

Vol. XCVI Los Panfleteros de Santiago: torturas y desaparición. Ramón Antonio, (Negro) Veras, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCVII Escritos reunidos. 1. Ensayos, 1887-1907. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCVIII Escritos reunidos. 2. Ensayos, 1908-1932. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. XCIX Escritos reunidos. 3. Artículos, 1888-1931. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. C Escritos históricos. Américo Lugo, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. CI Vindicaciones y apologías. Bernardo Correa y Cidrón, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. CII Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas. Ma-ría Ugarte, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. CIII Escritos diversos. Emiliano Tejera, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CIV Tierra adentro. José María Pichardo, segunda edición, Santo Do-mingo, D. N., 2010.

Vol. CV Cuatro aspectos sobre la literatura de Juan Bosch. Diógenes Valdez, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CVI Javier Malagón Barceló, el Derecho Indiano y su exilio en la República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Qui-rós, Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CVII Cristóbal Colón y la construcción de un mundo nuevo. Estudios, 1983-2008. Consuelo Varela, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.

Colección Juvenil

Vol. I Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007Vol. II Heroínas nacionales. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. III Vida y obra de Ercilia Pepín. Alejandro Paulino Ramos, segunda

edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. IV Dictadores dominicanos del siglo xix. Roberto Cassá, Santo Domin-

go, D. N., 2008.Vol. V Padres de la Patria. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2008.Vol. VI Pensadores criollos. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2008.Vol. VII Héroes restauradores. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2009.

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Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo... 461

Colección Cuadernos Populares

Vol. 1 La Ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte. Juan Isidro Jime-nes Grullón, Santo Domingo, D. N., 2009.

Vol. 2 Mujeres de la Independencia. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo, D. N., 2009.

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Esta primera edición de Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo y artículos contra el régimen de Trujillo en el exterior, compilado por Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, se terminó de imprimir en los talleres de Editora Búho, C. por A., en el mes de mayo de 2010, con una tirada de 1,000

ejemplares.

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