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Publicación del Centro de Estudios e Investigaciones de Historia del Derecho - USALTRANSCRIPT
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Director
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CENTRO DE ESTUDIOS E INVESTIGACIONES DE HISTORIA DEL DERECHO
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IUSHISTORIA
DIRECTOR: Dr. Abelardo Levaggi
SECRETARIOS: Prof. Juan Carlos Frontera
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CONSEJO ACADÉMICO Dra. Marcela Aspell
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Dra. Adela Salas Lic. Paulo Antonio Zappia
DISEÑO Y EDICIÓN
Carlos Filips y Juan Carlos Frontera
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ÍNDICE INVESTIGACIONES
MARCELO BAZÁN LAZCANO: La ciencia y la historiografía del Derecho en el
Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho………………………………………. 5
ABELARDO LEVAGGI: La enfiteusis en Santa Fe…………………………………45
JUAN FERNANDO SEGOVIA: Las raíces constitucionales del Estado argentino. Un
estudio de las convenciones de 1853 y 1860………………………………………… 56
HÉCTOR JOSÈ TANZI: Historia ideológica de la Corte Suprema 1903-
1930………………………………………………………………………………….. 147 MISCELÁNEAS EDUARDO A. CROCCO: Historia del seguro de vida rioplatense desde su aparición
hasta su consolidación en 1859………………………………………………………245 NATALIA STRINGINI: Manifestaciones del derecho a la igualdad del indígena en el
discurso revolucionario………………………………………………………………261
CATÁLOGOS GREGORIA C. DOMINGUEZ y RITA GIACALONE: Revista de Derecho, Historia y
Letras. Estudio e índice general. Continuación………………………………….....278
CRÓNICAS…………………………………………………………….. 306
Editor responsable: facultad de ciencias jurídicas (usal)
CENTRO DE ESTUDIOS E INVESTIGACIONES
DE HISTORIA DEL DERECHO (CEIHDE)
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INVESTIGACIONES
№ 5 – 2008 ISSN 1851-3522
Buenos Aires, Argentina www.salvador.edu.ar/juri/reih/index.htm
LA CIENCIA Y LA HISTORIOGRAFÍA DEL DERECHO EN EL FRAGMENTO PRELIMINAR AL ESTUDIO DEL DERECHO
[THE SCIENCE AND THE HISTORIOGRAPHY OF THE RIGHT IN THE PRELIMINARY FRAGMENT TO THE STUDY OF THE RIGHT]
MARCELO BAZÁN LAZCANO1
RESUMEN
La ciencia del derecho es para Alberdi tanto la doctrina como la “jurisprudencia propiamente dicha”, sin excluir la filosofía del derecho y la historiografía del derecho. La historiografía jurídica es identificable con la historiografía de la ciencia del derecho, y esta historiografía puede ser objeto de la historia de la historiografía jurídica, lo mismo que puede serlo la historiografía de la ciencia filosófica del derecho.
ABSTRACT The science of law is for Alberdi as much the doctrine as the “jurisprudence itself”, without
excluding philosophy of law and historiography of law. Legal historiography is identifiable with historiography of the science of law, and this historiography can be object of the history of legal historiography, just like it can be the historiography of philosophical science of law.
1 Profesor Titular de Historia del Pensamiento Argentino, Sociología, Derecho Constitucional y Derecho Administrativo I de la Universidad Católica de La Plata. Colaborador de El Derecho, La Ley y Jurisprudencia Argentina.
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I. SU UBICACIÓN EN EL CONCEPTO DE LAS CIENCIAS DEL ALMA
El cometido de la ciencia del derecho es para Alberdi determinar lo que el derecho
es en su esencia. Esta determinación sólo puede alcanzarse, en su opinión, mediante dos
vías; la primera es la “conciencia”, por la cual el derecho se aparece a través de “la
observación y el análisis psicológico”1; la segunda es la “historia”, por la que las
1 ALBERDI, Juan B., Fragmento preliminar al estudio del derecho. Introducción y notas de Ricardo Grimberg, Buenos Aires, Biblos, 1984, III, II, p. 306. Alberdi nos dice que “la ciencia del alma” es “la psicología propiamente dicha” pero que ésta concierne, a su vez, “como la teoría de las ciencias psicológicas en general”, a “las tres grandes funciones del alma” que son el “sentir”, el “pensar” y el “querer”, y por eso se resuelve en las tres “ciencias” que corresponden a estas materias, a saber, las “ciencias intelectuales”, las “ciencias morales” y las “artes liberales”. Esto sugiere que todo lo que quiere decir al afirmar que la “teoría de lo justo, de lo bueno, o Diceocina” corresponde al “mundo moral”, es simplemente que no corresponde ni al “mundo intelectual”, o sea a aquel al cual concierne la “teoría de la observación, del razonamiento, del lenguaje”, ni al “mundo artístico”, o sea aquel al que concierne la “teoría de lo bello, de lo agradable, o Estética”. ¿Qué otras sugerencias contienen estos pasajes relativos a lo que Alberdi quiere decir respecto a la manifestación del derecho o de su “existencia” en “la conciencia”? Habrá que tomar en cuenta que el enunciado referente a la “teoría de lo justo, de lo bueno” o Diceocina sólo considera a ésta como especie de la “ciencia del alma” o “psicología propiamente dicha”, no como verdadera “psicología”: la “teoría de la observación, del razonamiento, del lenguaje”, corresponde a esta última; la teoría de lo justo, de lo bello”, a la “Diceocina”. De un modo semejante, si tuviésemos que considerar aquel sentido particular de “psicología” en el que significa “la jerarquía” de un “mundo” que incluye a la “Diceocina” tanto como a la “Estética” y a las “ciencias intelectuales”, supongo que Alberdi sostendría que “la observación y el análisis psicológico” necesarios para buscar al “derecho” “por medio de la conciencia” corresponde a la “Diceocina” y no a la “psicología”. Pero esta palabra, “psicología”, en el Fragmento preliminar, es siempre ambigua, sea el que sea el sentido particular de ella empleado cuando afirma que “la jerarquía del mundo filosófico o psicológico” corresponde a la “psicología” tanto cuanto a la “Diceocina” y a la “Estética”. En este caso el enunciado sobre el “método” para hallar el derecho en “la conciencia”, que afirma que consiste en “la observación y el análisis psicológico”, puede significar una de estas dos cosas completamente distintas. Podemos entender que Alberdi usa “observación y […] análisis psicológico” de modo que podamos atribuir este método a la “psicología”.Si lo usa así, “la observación y el análisis psicológico” de que habla corresponde a una ciencia intelectual y no a una ciencia moral. Además, se seguirá que la “teoría” correspondiente a él no sólo no concierne a “lo justo” o a “lo bueno”, sino exclusivamente a la “observación”, al “razonamiento” y al “lenguaje”. Por el contrario, cuando se refiere al descenso “hasta las extremidades de nuestra conciencia”, en que se resuelve la búsqueda “de las leyes de nuestras determinaciones morales” (p. 175), enuncia simplemente el método correspondiente a la “Diceocina” o “teoría de lo justo” o “lo bueno”. Pero puede que haya usado “psicología”, a propósito de las “ciencias intelectuales”, de un modo completamente diferente. Es posible que lo haya hecho de modo tal que podemos entender que también la “Diceocina”, aunque diversa de la “psicología” y por eso de las “ciencias intelectuales”, también es, como éstas, una especie de “la teoría de las ciencias psicológicas en general”, y por eso una ciencia filosófica en sentido estricto. La “observación y el análisis psicológico” referido al “derecho” significará, pues, el método de la filosofía del derecho, entendida esta última como rama no fisiológica de la “ciencia del hombre” cuyo objeto es el “querer”. Me parece que Alberdi usa de este modo la palabra “Diceocina” cuando dice: “Así, psicología, diceocina, estética: de ahí la jerarquía del mundo filosófico o psicológico”. El hecho de que la Diceocina se considere en ella como parte (jerárquica del “mundo filosófico o psicológico”, muestra, según pienso, que la palabra “psicología”, entendida como sinónimo de filosofía, es usada, naturalmente, de este modo por Alberdi. Por tanto, “psicología puede significar dos cosas completamente diferentes, cuando usamos esta palabra en el sentido en que se aplica a la denominada por Alberdi “ciencia del alma” (infra, nota 7). Hay, además, exactamente la misma ambigüedad cuando la usamos en el sentido en el que significa lo mismo que “Teoría de la observación, del razonamiento, del lenguaje”. El enunciado sobre el caso de una ciencia llamada “psicología” puede significar o bien: (1) Se trata de una ciencia distinta de la “Diceocina”, en cuyo caso se seguiría que cuando decimos “psicología”, nunca usamos esta palabra en
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“verdades jurídicas” son descubiertas por “la observación y el análisis histórico”1. Son
esenciales, por tanto, para la ciencia del derecho, los conceptos de la “psicología” y de
la “historia”.
el mismo sentido en el que empleamos “diceocina”; o (2) se trata de una ciencia distinta de la “diceocina” pero también de la “estética” y de la misma “psicología”. Pero en este caso ella es usada como genus y no como species y tampoco por Alberdi en bastardilla sino definida como “psicología propiamente dicha”, o sea “como la teoría de las ciencias psicológicas en general, las cuales, se distribuyen con relación a las tres grandes funciones del alma –sentir, pensar y querer– en ciencias intelectuales, ciencias morales y artes liberales” (ibid., III; II, p. 305). 1 El significado que tiene en este pasaje la palabra “historia” es el que posee cuando se usa con el mismo significado que la fórmula hegeliana “historia res gestae” (historia como cosas hechas por los hombres) o la palabra griega “historie”, empleada por primera vez por Polibio para designar los acontecimientos, no su narración o “historia rerum gestarum”. Creo que no se puede negar sin embargo que la misma palabra tiene, en otros pasajes del Fragmento preliminar, un significado distinto. el significado de ella en la expresión “historia del derecho” es una de las cuatro grandes divisiones de la ciencia, por ejemplo, es totalmente distinto. Significa exactamente lo mismo que quiso decir Herodoto cuando tituló a su obra sobre las guerras médicas, Historias de Herodoto, o sea “resultados de sus búsquedas o investigaciones en torno a los acontecimientos” vinculados con tales guerras (cfr. Ph. BAGBY, Culture and History, traducción castellana con el título La cultura y la historia, Taurus, Madrid, 1959, pp.35-36). Ahora bien, si esto es cierto, vemos al instante que el uso que se hace de “histórico” en el enunciado “la observación y el análisis histórico” difiere del de “historia” en “la existencia del derecho nos es atestada por el doble testimono de la conciencia y la historia” por lo siguiente: mientras el primero afirma el carácter “histórico” del “análisis”, o sea la “historia” como historiografía o historia rerum gestarum, el segundo afirma, no el carácter de un determinado “análisis”, sino simplemente aquello que es objeto de éste, o sea la “historia” como acontecimiento o historia res gestae. Pero consideremos nuevamente el enunciado “la existencia del derecho nos es atestada por el doble testimonio de la conciencia y la historia”. ¿Se puede decir de la palabra “historia” lo mismo que de la palabra “conciencia” en este enunciado? Tal vez alguien sostenga que el significado de “historia” en tal enunciado es el mismo que tiene en “la observación y el análisis histórico”. Intentaré demostrar lo contrario. Pienso que será útil empezar con un uso particular de “conciencia”; a saber, aquel que el mismo Alberdi utiliza cuando se refiere, en el artículo I del capítulo I de la primera parte del Fragmento preliminar titulado De los móviles de nuestras determinaciones morales, a la búsqueda de sus “leyes”, en lo que llama “intimidades de nuestro conciencia” (I, I, I, p. 175). Está claro que piensa que hay una diferencia muy importante entre el modo en que usa aquí “conciencia” y el modo en que usa “historia” en el enunciado “la existencia del derecho nos es atestada por el doble testimonio de la conciencia y la historia”; diferencia que no se establece, por ejemplo, entre el uso de “conciencia” en estos dos enunciados y el de historia en “historia del derecho” como una de las cuatro divisiones de la ciencia. Diría que “conciencia” desempeña en los dos enunciados un papel subjetivo, mientras que “historia”, no. También diría que la búsqueda “por medio de la historia” de “la existencia del derecho” es una proposición con un significado distinto del que tiene aquella relativa a la búsqueda del derecho “por medio de la conciencia”, si bien creo que Alberdi sostendría que tanto esta última como la primera tienen el mismo significado objetivo. Pero entonces, volviendo al problema de lo que quiere decir con “historia” y con “conciencia” en el enunciado “la existencia del derecho nos es atestada por el doble testimonio de la conciencia y la historia”, me parece evidente que con la segunda palabra quiere decir algo más que lo que significa una introspección: a saber, que no podemos conocer el significado de la “conciencia” si no distinguimos la introspección de aquello que conocemos (a través de ella) como “bien absoluto” o “bien en sí”. Esto es así porque evidentemente no se podrá afirmar que hay un “bien absoluto” o “bien en sí” diverso del “bien moral” en que consiste su realización (infra, §§ VI, XII) a menos que se conciba la existencia de aquel como independiente de su “conciencia”. Lo que dudo es si también pretende afirmar o no esto otro: que no podemos conocer el “bien en sí” a menos que descendamos “hasta las intimidades” de esa “conciencia” y descubramos, a través de ella, “las leyes de nuestras determinaciones morales”. Pero me
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La primera expresa la función, al mismo tiempo teorética y práctica, de la ciencia
filosófica. La filosofía, como una de las dos “ramas” de la “ciencias del hombre”, se
ocupa esencialmente del “alma”. Si la filosofía no hiciese otra cosa que tratar de “las
funciones del cuerpo”, se reduciría al “experimentalismo organizado por Bacon”1; en
parece muy posible que sólo pretenda afirmar esto entendiendo que la operación del conocimiento del “bien objetivo” sólo puede tener lugar por la razón. Por lo que respecta al uso de “historia” en el enunciado de que se trata, considero muy importante insistir aquí en que, a mi entender, el sentido en que usa esta palabra no es otro que el objetivo. Sin embargo, considero indudable que Alberdi pueda haber querido usarla con el significado originario herodotiano de la historia rerum gestarum; mas, como he dicho, entiendo que si esto es lo quiso hacer, no queda en absoluto claro que esto sea lo que efectivamente hizo, por las razones que ya he dado. 1Ibid., III, II, I, p. 307. Lo que Alberdi dice realmente con su proposición reductora de la “fisiología” (rama de la “ciencia del hombre” que se ocupa con “las funciones del cuerpo”) al “experimentalismo de Bacon” puede considerarse como definición de lo que entiende por “observación” respecto del “análisis psicológico” y del “análisis histórico”, o sea del método de la filosofía del derecho tanto cuanto de la historiografía del derecho, y no de lo que entiende por la “observación” en el campo de la fisiología como una de las ciencias naturales. Por tanto, si es cierto lo que acabo de decir, lo que Alberdi afirma es que la historiografía del derecho y no solamente la filosofía el derecho, aunque opere por la “observación” y el “análisis”, no se basa, como las “ciencias naturales” de que la fisiología es subalterna, en la “experimentación”. Considero completamente cierto que una expresión como la que el propio Alberdi utiliza al incluir entre lo que “el jurisconsulto debe saber conocer”, al “experimentar” precedido del “observar” y seguido del “inducir” y el “analizar” (ALBERDI, op. cit., III, II, p. 304), se puede usar con propiedad de modo que no tenga el mismo significado que la oposición nageliana a la “descripción de Mill del método experimental” (NAGEL, Ernest, The structure of science, XIII, 1). Me inclino a pensar que no se podrá usar propiamente con el mismo significado. La proposición de Nagel relativa al carácter erróneo de la oposición milleana a lo que él llama “investigación controlada” y Mill denomina “métodos de investigación experimental” (STUART MILL, John, A System of Logics, 3, 5 y 6.2) es equivalente a la parte del enunciado alberdiano que exige el “saber experimental” al “jurisconsulto” como condición necesaria para “saber el derecho y realizarlo” (ALBERDI, op. cit., III, II, p. 304) y se usaría incorrectamente al adjetivo “experimental” si no conciernese a lo mismo que el verbo “experimentar”; pero el enunciado que consta del sustantivo “experimentar” seguido de expresiones opuestas a la “psicología experimental de [Tomas] Reid [1710-1796] o [Dugald] Stewart” [1753-1858] no es compatible con la interpretación de la proposición en cuestión como prenageliana o, mejor, preiheringiana o prenietzschiana, y se entendería incorrectamente si se le atribuyese el mismo significado que aisladamente resulta corresponderle. Si consideramos esta última proposición fuera del contexto correspondiente, entenderemos mal a Alberdi a menos que hagamos la salvedad que acabamos de formular. Mas si afirmamos que lo que quiere decir Alberdi cuando condiciona el “saber conocer” el derecho al experimentarlo es que la experiencia es la base “en la indagación de todo género de verdades” en el mismo sentido en que Santo Tomás afirmaba, siguiendo a Aristóteles, el principio de que el conocimiento reside en la experiencia (“Cognitio principiorum provenit nobis in sensu”) (SANTO TOMÁS, In Posteriorum Analyticocum, lect. 4, 12, 30), ciertamente no haremos una interpretación errónea aunque consideremos el enunciado correspondiente con independencia del pasaje en el que se trata de la “experiencia” con relación al “experimentalismo” baconiano. Creo por el contrario que entenderemos mal a Alberdi si consideramos que la inclusión del verbo “inducir”, en el enunciado gnoseológico de que se trata, implica simplemente una aplicación del método “de los auxilios de la inducción”, exclusivamente referido en Bacon a los “hechos prácticos”, o sea a “las fuerzas y las acciones de los cuerpos (FRANCIS BACON, Novum Organum (1620), T. 1-II, a los hechos que el mismo Bacon consideraba objeto de aquella especie de la ciencia histórica que llamaba “historia Literarum” y cuyo objeto era la “ciencia […] de los jurisconsultos” (BACON, De dignitate et Augmewntis Scientiarum, traducción castellana de F. Jorge Castilla con el título Del progreso de las ciencias divinas y humanas, Buenos Aires, Lautaro, 1947, p. 185). Si tenemos que definir el método alberdiano por el enunciado gnoseológico, no daremos ciertamente una definición incorrecta si lo caracterizamos como baconiano-cartesiano y decimos de él que es inductivo-deductivo o inductivo-analítico. Sin embargo, creo que formularíamos una definición incorrecta si no aclarásemos que el “doble método” que comporta la “observación” conjugada con el
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otras palabras, a la mera observación de los “hechos”1.Condición de la ciencia filosófica
es su posibilidad de diferenciarse de las “ciencias naturales”, las cuales únicamente
estudian, por lo relativo al hombre, “las funciones […] [de su] cuerpo”2, mientras que
aquélla atiende primordialmente “a las tres grandes funciones del alma”, o sea a su
“sentir, pensar y querer”, y por eso se resuelve, también fundamentalmente, “en ciencias
intelectuales, ciencias morales y artes liberales”3. Sólo reconociendo a cada una de las
“análisis” no incluye ni el “experimentar” en términos de la “investigación controlada” nageliana ni el “inducir” en términos del método baconiano de “de los auxilios de la inducción”. Suponiendo que mi interpretación del pasaje alusivo al “experimentalismo de Bacon” (en Alberdi, no en el autor de Novum Organum) sea correcta en los aspectos señalados, síguese que la consideración por Alberdi de la “observación” de las “relaciones” de los “hechos” como uno de los “elementos” conducentes a la “teoría”, o sea, del “método” en la “ciencia” implica las siguientes afirmaciones: (a) La proposición de que el “doble método” de que se trata es “el único que puede emplearse con suceso en la indagación de todo género de verdades” no implica ni es implicada por la proposición de que sólo el método en cuestión debe aplicarse “al examen de la naturaleza filosófica del derecho”; para el descubrimiento de la esencia de este último, en otras palabras, no basta a este fin el análisis, teorético y observacional, de los “hechos” ni de la misma “naturaleza filosófica del derecho”. (b) El enunciado relativo a la exigencia de la doble metodología no significa ni más ni menos que la conjunción implicada en ella conduzca, per se, a aquel descubrimiento; quienquiera que lo sostenga, no dará con ello una definición adecuada del significado del método alberdiano y de sus implicancias ontológicas iusnaturalistas opuestas al historicismo tanto como al positivismo en todas sus manifestaciones y no solamente en la utilitarista. 1 Considero fuera de toda duda que el método baconiano, aunque exclusivamente referido a “hechos” de una naturaleza diversa de la de aquellos que estudian las “ciencias naturales”, se resuelve, como el propio Bacon afirma, en los “axiomas más generales” del conocimiento científico. Pero creo que esta resolución final axiomática general no excluye su diferencia con el método baconiano-cartesiano, considerado por el mismo Alberdi como apropiado para la formulación de una “teoría” cuya “filosofía” no se confunde, sin embargo, ni con “el racionalismo sistemado […] [de] Descartes, ni [con] el experimentalismo […] de Bacon”. Por eso mantengo que el concepto de “observación” de este último difiere del utilizado por Alberdi para designar con esta palabra la etapa previa al “análisis” que se resuelve en “teoría” como resultado del “método” que supone la etapa siguiente. 2 ALBERDI, op. cit., III, II, p. 305. Está claro que no se puede decir en absoluto que Alberdi haya afirmado que una de las “dos ramas” de la “ciencia del hombre”, o sea la “fisiología”, es a la vez una rama de las “ciencias naturales”. La alusión a esta última clase de “ciencia” tiene lugar en el enunciado en el cual habla del “círculo de las ciencias filosóficas y morales” como vinculado con “aquella parte de la jurisprudencia que busca la naturaleza filosófica del derecho”. O, para emplear otra expresión que viene a significar lo mismo, tiene lugar en un enunciado que no incluye a la “fisiología” como rama de las “ciencias filosóficas”. Por tanto la idea de que ella es una ciencia natural y no una ciencia filosófica es en cierto aspecto mucho más una inferencia (historiográfica) interpretativa que un enunciado (alberdiano) interpretado. Pero de la misma manera que no se puede decir que Albedi haya formulado realmente un enunciado semejante, bajo otro punto de vista el que no lo haya hecho no excluye que él no sea implicado por la distinción entre las ciencias en “filosóficas” y “naturales”. Evidentemente, es muy posible que dado que ninguna de las tres ciencias consideradas por Alberdi como ramas de las ciencias filosóficas sea la “fisiología”, ésta no puede considerarse filosófica. Sería incluso absurdo suponer que Alberdi hubiera podido considerarla en estos términos considerando, al mismo tiempo, a la ciencia filosófica como rama de la “ciencia del hombre” que “trata […] del alma”. Por tanto, si ella no es una ciencia “del alma”, en cuanto es “del cuerpo” no puede sino ser una ciencia “natural” (infra, § I, nota7). 3 No creo que describamos incorrectamente la clasificación alberdiana de las ciencias diciendo que ella distingue las ciencias positivas de las filosóficas y que incluye en la primera a la fisiología como rama de la “ciencia del hombre” y en la segunda a las “ciencias intelectuales”, las “ciencias morales” y las “artes liberales”. Bien es cierto que podría también sostenerse, de un modo correcto, que afirma que las ciencias
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sólo conciernen a Dios, al hombre y a la naturaleza, o sea tanto a lo humano y a lo natural cuanto a lo divino. El hecho de que la fisiología fuese incluida entre las ciencias humanas indicaría una vez más que ella no es una ciencia filosófica. Lo que no podría hacerse con arreglo a esa “nomenclatura” sería afirmar que ella es una ciencia natural. El hecho de que ella no figure entre las “ciencias filosóficas” indicaría que no es filosófica, y, por tanto, no sería un modo correcto de expresar el pensamiento de Alberdi al respecto decir que afirma que no es una ciencia natural. Sin embargo, me temo que sea erróneo considera que el hecho de que la fisiología sea una rama de las ciencias humanas indique que no es una ciencia natural. En el enunciado alberdiano a que me refiero, las palabras “ciencias filosóficas y naturales” se usan, naturalmente (con toda corrección), como significativas de dos tipos distintos de ciencia. Mas en el enunciado que Alberdi emplea para expresar la proposición relativa a los tipos de ciencia filosófica, la exclusión de la fisiología no constituye precisamente una razón para considerar que ella sea filosófica, ya que las tres ciencias mencionadas como ramas de la “ciencia del alma” son las únicas que tienen esa propiedad. Sería extraño además –insisto– que Alberdi hablase de la “fisiología” como rama de la ciencia del hombre cuyo objeto es diverso del de las ciencias filosóficas y la considerase, al mismo tiempo, como una ciencia distinta de las ciencias naturales. La razón que tengo para afirmar esto último es no sólo la exclusión por Alberdi de la “fisiología” como rama de la “ciencia del hombre” sino la consideración expresa de ella como “física del hombre cuya aplicación al derecho […] está subordinada […] a las ciencias naturales” (ibid., III, II, p. 305). Ahora bien, Alberdi afirma, con respecto a la “ciencia del cuerpo”, su sinonimia con lo que llama “física del hombre” (ibid., III, II, p. 305). Por lo que respecta a la aplicación de ésta al derecho, la que denomina “medicina legal” y que intenta explicar diciendo que “está subordinada […] a las ciencias naturales”, es evidente que él mismo sostiene la subordinación de éstas a la “física general”. Es perfectamente obvio que no se necesita una prueba aparte de que la proposición “La ciencia del cuerpo o física del hombre […] está subordinada a la física general, a las ciencias naturales” (ibid., III, II; p. 305). Por tanto, según Alberdi, hay un sentido según el cual de la proposición “la ‘fisiología’ no es una ciencia filosófica” no se sigue que la “ciencia del cuerpo” es una “ciencia física”. pero no veo tan claro ni mucho menos que porque se pueda probar que Alberdi subordina las ciencias naturales a las ciencias físicas, se pueda probar también ipso facto que la “fisiología” no sea una ciencia natural. ¿Acaso no es posible que aunque ella se subordina a la “física general”, sea no obstante, como ciencia natural, diversa de aquella a la que se subordina? ¿Acaso se precisa una demostración supletoria de que esta diversidad resulta del hecho de hallarse el cuerpo en “intimidad y dependencia” con el alma? Naturalmente, si se dice que no solamente “el cuerpo y el alma” sino las ciencias relativas a ambos “objetos”, o sea sus “instrumentos”, se hallan en la misma relación de “intimidad y dependencia”, no será preciso ninguna demostración de que la “fisiología”, aunque subordinada a la física general, es una ciencia natural o sea una rama de la ciencia que “estudia los seres organizados y vivientes” y no una de aquellas cuyos objeto son los “cuerpos inertes y sin vida” (CURNOT, Agustín, Essay les fundements de nos connaissences et les caracteres de la critique philosophique, versión castellana por REGGY LEVI VILLIER, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1946, prefacio, pp.13-14). Pienso a este respecto que no hay duda de que cuando Alberdi se refiere a la “intimidad y dependencia […] entre el cuerpo y el alma” pretende subrayar una diferencia importante que ve que existe entre una y otra “ciencia del hombre” y aquellas otras referidas a los “cuerpos inertes y privados de vida”, tales como la física, la química, etc. Pero, ¿qué diferencia? ¿Qué diferencia ve que existe entre el líquido rojo que circula en mis venas y arterias y que lleva los elementos nutritivos y los residuos de todas las células de mi organismo por un lado, y la misma sangre, extraída para un análisis y que se encuentra en un tubo de laboratorio, por el otro? ¿Qué diferencia lo llevaría a Alberdi decir que mientras la sangre en mi cuerpo es el objeto de una ciencia del hombre, mi sangre, dentro del tubo en cuestión, no es el objeto de una ciencia humana sino física? Théodore Jouffroy ha dicho que la diferencia esencial entre ellas reside en que “la vida es […] en el hombre el elemento constitutivo” (JOUFFROY, Theodore, De l’organisation des sciences philosophiques, traducción y estudio preliminar de MIGUEL ANGEL VIRASORO con el título Sobre la organización de las ciencias filosóficas, Buenos Aires, Losada, 1952, p. 173 y 22.), mientras que la “materia”,aunque por agregación de sus “moléculas” “bajo una determinada forma constituye el cuerpo”, que “anima y hace durar […] la vida”, no necesita de esta última para ser lo que es. No es muy fácil probar que lo que dice Jouffroy es lo mismo que quiere decir Alberdi. Ahora bien, puedo intentar explicar que no lo es, diciendo que si este último no hubiera considerado a la fisiología como una ciencia natural, entonces quizá no fuese cierto que diferenciaba el objeto de ella del de la química, en el caso concreto de mi sangre. Mas en ausencia de tal consideración, nada impide equiparar en este punto la teoría jouffroyana con la alberdiana.
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dos “ramas” de las ciencias del hombre sus “elementos constitutivos””1, la teoría de la
ciencia puede diferenciarse y así definir a la ciencia del derecho como una ciencia
filosófica cuya relación con las tres variedades de “ciencia del alma” es la misma que el
doctor Eximio distingue entre aquellas ciencias que están en relación de “subordinación
no total sino parcial” con otras2. La ciencia del derecho es, por tanto, un resultado de la
aplicación de los “principios” de la “teoría de lo justo, de lo bueno, o Diceocina”, de la
“teoría de lo bello […] o Estética” y de la “teoría de la observación, del razonamiento,
del lenguaje”, al conocimiento de la “regla racional que gobierna la sociedad humana”3.
No puede haber ciencia más que como consecuencia de esta aplicación de principios.
Pero si la ciencia del derecho opera a través de estas tres ciencias, no recibe su
nombre de ciencia sino por su subordinación a los principios de toda ciencia, o sea a
aquellos en los cuales la teoría de la ciencia resuelve el concepto de la ciencia en
cuanto tal; quiero decir, en una palabra, que la ciencia del derecho es para Alberdi,
1 Cfr. ALBERDI, op. cit., III, II, pp. 304-305. La proposición según la cual una cosa es el “cuerpo” y otra el “alma” es una definición de la razón de la división de las “dos ramas respectivas […] a [esos] dos elementos constitutivos”. Además, en lugar de decir solamente “que entre estas ciencias hay la misma intimidad y dependencia que entre el cuerpo y el alma”, Alberdi dice también que ellas son “diferentes”. Esto es así, porque no sólo sus “instrumentos” sino también sus “objetos” son distintos. También son igualmente diversas las “leyes de […] la constitución especial” del “cuerpo y el alma”, lo que significa que la diversidad objetiva concierne a la naturaleza misma de ésta o de sus “leyes”. Todo lo cual constituye una justificación suficiente para decir que en un importante sentido la consideración de la fisiología como especie de las Geistenwissenschaften y no de las Naturwissenschaten es totalmente inconsistente. 2 Pero la consideración de la fisiología como especie de las segundas y de la “psicología” como género de las definidas como “ciencias filosóficas” en contraste con las “naturales” como denominación de aquéllas (ibid., III; II; p. 305), es realmente lo que conduciría a negar “la intimidad y dependencia […] entre el cuerpo y el alma”. Es decir, es la división de las ciencias del hombre en “filosóficas” y “naturales” necesariamente negativa de la unidad de su objeto. No puedo creer que lo sea para Alberdi, entre otras, por la siguiente razón. Me parece claro que en su opinión “el cuerpo y el alma” son “dos elementos constitutivos” no solamente de dos ciencias diferentes sino de una entidad que es el hombre mismo. Considerando que Alberdi enuncia expresamente el dualismo “alma-cuerpo”, y continúa asumiendo en todas partes que mientras la ciencia de la primera tiene un objeto, la de la segunda configura otro, si entiendo bien esta separación, habría de negar cualquier identificación entre los “dos elementos constitutivos” de la unidad en cuestión. Naturalmente, es posible que “el sistema de los conocimientos humanos” debe abordar “los elementos de la constitución humana” –el derecho, por ejemplo–, considerando “la subordinación y recíproca dependencia” en que ellos se hallan también en el caso de él. Con todo, me parece que hay muchos otros indicios de que realmente no hay, en su opinión, razón para considerar en términos unívocos lo que constituiría el subiectum de la “ciencia del hombre”, y lo que deseo hacer aquí es enunciar brevemente la alternativa que me parece que es la verdadera en este aspecto. Mantengo que lo que realmente intenta afirmar Alberdi con su tesis de “la subordinación y recíproca dependencia” de los elementos no es ni un pluralismo indefinido ni un materialismo encubierto por el que sea el alma la que se subordine al cuerpo, sino un dualismo espiritualista no desprovisto de razones para considerar interrelacionada la dicotomía entre uno y otro como integrantes de la unidad en que finalmente se resuelven. 3 Cfr. ALBERDI, op. cit., III; II; p. 305.
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necesariamente un rerum cognoscere causas1que opera con un “método”, tiene una
“teoría” que resulta “del principio fundamental” que rige su “objeto”, y posee tanto una
“nomenclatura” para designar las “relaciones” de que depende éste cuanto un
“sistema”2 en que se resuelven las “semejanzas y desemejanzas” que tales “relaciones
presentan”3. Sin estas propiedades, ninguna ciencia y no solamente la del derecho puede
1 Ibid., III; II, I, p. 307. El elemento virgiliano rerum cognoscere causas, cuyo “hexametro completo es felix, qui poutit rerum cognoscere causas” (felix, quien fue capaz de conocer las causas de las cosas) (cfr. GRIMBERG, Ricardo, nota 104, en ibid., III; II p. 307) puede ser tomado, por tanto, como provisto de un significado amplio, que incluye tanto la “ciencia del alma” como cualquiera de sus subalternas y por eso tanto la filosofía in genere o sea la que “es ciencia de la vida, del ser de todas las cosas”, como su especie “del derecho”, que es “aquella parte de la jurisprudencia que buscan la naturaleza filosófica del derecho”. 2 La palabra “sistema” usada por Alberdi en el enunciado relativo a “los elementos” que forman el “cuerpo de ciencia más o menos regular” en que consiste el “hecho fundamental” llamado “derecho”, tiene, en él, un significado análogo al de “modo de orden y clasificación” con que se consideró hasta Rudolf von Ihering la “idea de sistema” (LUHMANN, Niklas, Rechtssystem und rechtsdogmatik, traducción castellana por IGNACIO DE OTTO PARDO con el título Sistema jurídico y dogmático jurídico, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983, p. 17). En este enunciado dice Alberdi que el “sistema” de las “relaciones” de los “hechos” es “su clasificación”. Por tanto considerada lo que llama “sistema” como “medio de clasificación” o sea distintamente de “como realidad” (ibid., p. 17). Sin embargo, es facilísimo encontrar ejemplos, en el mismo Fragmento preliminar y no ya sólo en el Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina, de usos de “sistema” que no se puede negar que representan una superación de la “sistematización clasificante” concomitante con la aparición, a comienzos del siglo XIX, “de perspectivas evolucionistas e históricas”, distintas a las de la “jurisprudencia”, particularmente “en la biología” (ibidem, p. 19; JACOB, François, Die Logia des Lebendigen:Von der Urzeugung zum genetischen Code, Francfurt, 1972, p. 86 y ss., cit., p. 18 nota 9ª), aunque se puede negar enfáticamente de modo muy natural que representen casos de anticipación al concepto iheringiano de sistema como “sistema de la realidad social, como sistema parcial de la sociedad” (ibid., p. 19). Considérese, por ejemplo, el siguiente enunciado relativo a los requisitos para obtener lo que Alberdi considera ciencia: “…para que un cuerpo de conocimientos merezca el nombre de ciencia, es necesario, [entre otras cosas] que […] [ellos] […] obedezcan a un orden sistematizado” (ALBERDI, op. cit., Prefacio, I, p. 119). Está claro que no se puede decir en absoluto que se trata, en este caso, del uso de “sistema” en un sentido distinto del de “orden y clasificación”, esto es, en un sentido diferente al de “Medio para asegurar y fundamentar los conocimientos” (LUHMANN, op. cit., p. 17). Pero así como la expresión “orden sistematizado” no designa una “realidad” sino más bien una “hipótesis” gnoseológica (LOSANO, Mario G., Sistema e structura nel diritto, vol. I, Dalle origine alla suola stories, Turin, 1968, cit. por LUHMANN, op. cit., p. 18), la palabra “sistema”, en la proposición definitoria del “derecho” como “elemento” cuyo “desenvolvimiento” es “perfectamente armónico” con el de “los otros elementos de la vida social” (ALBERDI, op. cit., Prefacio, I, p. 110) alude a otra cosa. En esta proposición la palabra “sistema” no significa “orden” ni “clasificación” y su uso no equivale a aquel asociado a la ya referida práctica de la “sistematización clasificante”. Del hecho de que el Fragmento preliminar sea anterior al Geist des romischen Rechts auf den verschieden Sluten seiner Entwicklung (1852-1865) de Ihering no se sigue en absoluto que la idea de sistema en esta proposición no equivalga, anticipadamente, a “la concepción del sistema jurídico como sistema de la realidad social” (LUHMANN, op. cit., p. 18). Supongo que afirmar, como lo hace Alberdi, que hay un “sistema general de los […] elementos de la vida social” entraña, como creo que ocurre en el caso de la “concepción de sistema jurídico” en Ihering, que a ese “sistema general” correspondan los sistemas particulares de cada uno de los “elementos” y por eso la consideración del “desenvolvimiento perfectamente armónico” del derecho como sistemática; mas del hecho de que la sistemática alberdiana responda a una concepción del “sistema jurídico” análoga a la de Ihering no se sigue que el “sistema de Alberdi coincida con el de este último. 3 ALBERDI, op. cit., III; II; p. 303. Creo una vez más que no hay duda de que cuando Alberdi habla en este pasaje del “sistema” que constituye la “clasificación” por “asemejanza y desemejanza” de las “relaciones” entre los “hechos” que forman el “orden social” observado en la ciencia del derecho, usa la palabra “sistema” en un sentido diferente del que emplea en el pasaje analizado en la nota precedente.
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concebirse. Por tanto, si el conocimiento de la “regla esencial que gobierna la sociedad”
no tuviera estas características, no haría falta nada más para demostrar que no es una
ciencia.
II. DOGMÁTICA Y JURISPRUDENCIA
Pero cuando la ciencia del derecho se concibe como “dogmática”, que es decir como
“doctrina”1, es claro que los motivos que ella utiliza para la búsqueda de la “regla
esencial” no son propiamente dogmáticos o doctrinarios, sino filosóficos e históricos, es
decir de “análisis psicológico” y de “análisis histórico”, respectivamente2; no de
exposición metódica sino de “observación”, igualmente metódica, de los “hechos” que
constituyen la base de las “relaciones” cuyo “principio fundamental” procura
precisamente desentrañar la filosofía del derecho3.
Depende de esta subordinación a la filosofía y a la historia del derecho el carácter
científico de esa expresión de la ciencia del derecho en que se resuelve la “dogmática”
como exposición metódica de “las verdades jurídicas encontradas por estas vías”4, así
Creo incluso que ese sentido es el mismo en el cual la archivología teorética (anterior y posterior al siglo XIX) emplea la palabra “clasificación”. Ella utiliza palabra entendiendo su significado en el mismo sentido en que la “idea del sistema había sido traspasada a principios del siglo XVII a la estructura y enseñanza de la música, la teología, la filosofía, la jurisprudencia” (LUHMANN, op. cit., p. 17), o sea con referencia a un “medio para asegurar y fundamentar los conocimientos” del archivo considerado tanto como “formación artificiali structturate secondo criteri practico-induttivi e socondo criteri teorico-deduttivi” (ADOLF BRENNEKE, Archivistita. Contributo alla Teoria ed all’Storia Archivistics Europea, Testo redatto ed integrato da WOLFGANG LEESCH sulla basse degli appute presi alle lexioni tenute dall’Autore ed agli scritti lasciati dal medesimo. Traduzione Italina di Renato Parrela, Milano MXMLXVIII, pp. 41-44) cuanto como “fondi che conservano la fisonomia constituitasi durante lo svilupp che ha preceduto il versamento nell’archivo” (ibid., p. 42); en otras palabas, no con referencia a una “realidad” (LUHMANN, op. cit., pp. 17-19) como la constituida por el concepto de “formazioni organica” o de “complexo orgánicamente sviluppatosi” o “di organicità” (BRENNEKE, op. cit., pp. 41, 62 y 95). 1 La exposición metódica del derecho es para Alberdi lo que llama “dogmática” e identifica con la “doctrina científica” del derecho. Por tanto, la exposición en cuestión se resuelve en un “dogma filosófico” definido como científico y cuya “expresión legal” da lugar al despliegue del “método técnico” que es el que aplican los jueces “a los casos ocurrentes”. Ibid., III; II, I, p. 306. 2 Por tanto, en rigor, la “dogmática”, aunque se resuelve finalmente en la configuración de lo que Alberdi llama “dogma filosófico”, no opera ab initio como propiamente dogmática o doctrinaria sino en términos del “análisis psicológico” inherente a la filosofía del derecho y del “análisis histórico” concerniente a la historiografía del derecho. 3 Aunque al mencionar los “hechos” cuyas “relaciones” observa la ciencia del derecho para ofrecer sus “clasificaciones” o “sus sistemas”, Alberdi no utiliza la expresión “filosofía del derecho”, es manifiesto que alude a ella cuando discurre sobre el “principio fundamental” en que se resuelve “la teoría” a través del “método” por el que obtiene “estos resultados”. Ibid., III, II, p. 304. 4 Puesto que el “método” que la ciencia del derecho necesita es un doble método, y el reconocimiento de esta necesidad deriva de la consideración, a la vez que filosófica historiográfica de ella, la dogmática, como exposición de las “verdades jurídicas encontradas por […] [las] vías” de la filosofía y de la
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como la “jurisprudencia propiamente dicha” (interpretatio sensu stricto), que es parte de
la ciencia del derecho en cuanto “teoría de la jurisprudencia”1, se ilumina, también
científicamente, “por la doble antorcha de la filosofía y la historia”2. El uno y el otro de
tales caracteres científicos dependen de una necesidad cuya satisfacción hace posible la
ciencia del derecho; precisamente porque la historia del derecho es la historia de la
ciencia del derecho3, y la filosofía del derecho es una parte de esta última ciencia, una y
otra no tanto se excluyen cuanto se hallan en recíproca dependencia4; la que se podría
denominar la parte histórica (y mejor se diría historiográfica)5 de la ciencia del derecho
es indisociable de su parte filosófica; si la historiografía de la ciencia del derecho no
existiera, tampoco podría existir la ciencia del derecho, y viceversa, si la ciencia del
derecho (en su aspecto filosófico) no existiera, tampoco podría existir la historiografía
de la ciencia jurídica6.
III. FILOSOFÍA DEL DERECHO E HISTORIOGRAFÍA DE LA CIENCIA DEL
DERECHO
historiografía de la ciencia del derecho, es a su vez un derivado lógico de la satisfacción de aquélla que operan las “verdades” en cuestión “metódicamente” formuladas. Ibid., III; II, p. 306. 1 La jurisprudencia como noción “de un método técnico” destinado al reconocimiento del “dogma filosófico” en la ley, o sea del “derecho (que cae) bajo la experiencia legal”, no es más que una de las manifestaciones de la filosofía del derecho; pero el hecho de la aplicación del derecho “a los casos ocurrentes” configura una parte de la ciencia del derecho esencial a la rama de ésta que es la ciencia del derecho judicial. En otros términos, mientras la “teoría de la jurisprudencia concierne al aspecto teorético de la referida aplicación, ésta, en cada caso concreto, es aquella parte de la ciencia del derecho que consiste en la “interpretación misma de la ley” o “jurisprudencia propiamente dicha”. Ibid.,III; II; p. 312. 2 Ibid., III, II, IV, p. 312. “La interpretación iluminada por la doble antorcha de la filosofía y la historia, sabe extraer el espíritu más puro de la ley, de entre un montón de palabras rudas y bárbaras, y guiada por él, extender muy lógicamente la aplicación de una ley que parecía limitada, a hechos que parecían imprevistos; manteniendo así la legislación en armonía con la movilidad y progresos del tiempo”. 3 Si, como dice Alberdi, “la historia es como la ciencia misma, entonces la historiografía del derecho es una ciencia cuyo objeto es el derecho como ciencia; la “historia del derecho” no tiene otro subiectum que el resultado de la “aplicación” del concepto de “la naturaleza filosófica” del derecho; de ahí que ella garantice esta “naturaleza […] por sus aplicaciones mismas, que […] [existen en la vida práctica de la humanidad, y en la individualidad de cada pueblo; en todos los destinos, en todas las proporciones del orden social, y en el sistema general de las cosas humanas. En este campo fecundo la filosofía del derecho encuentra opiniones y dogmas que allanan sus vías: la dogmática encuentra fórmulas y teorías que facilitan su desarrollo, la interpretación encuentra datos luminosos que disipan la oscuridad de los textos”. Ibid., III; II, I, IV, pp. 310-311. 4 Ibid., III, II, p. 306. La filosofía del derecho es la parte básica de la ciencia del derecho, la primera de las cuatro pates en que se resuelve, en orden de gradación jerárquica, esta ciencia. 5 El reconocimiento del “derecho” en la “historia” es la historia en sentido gnoseológico, y el objeto que se reconoce es esta misma historia, en sentido ontológico. Ibid., III, II, p. 306. 6 Ibid., III, II, pp. 305-306. “Como la existencia del derecho nos es atestada por el doble testimonio de la conciencia y la historia la ciencia necesita de un método para buscarlo por medio de la conciencia, y otro para buscarle por medio de la historia. Para lo primero, la observación y el método psicológico; para lo segundo, la observación y el análisis histórico”.
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Establecida, pues, la relación de la dogmática y la jurisprudencia sensu stricto con la
filosofía y la historiografía de la ciencia del derecho, ¿cuál es la relación de ellas entre
sí?
Aquí las cosas, no diré que se oscurecen, cuanto se complican. La complicación
concierne al problema de aquellas dos divisiones de la ciencia del derecho de que
dependen tanto la dogmática cuanto la jurisprudencia.
La verdad es que si el desdoblamiento de la ciencia del derecho, del cual habla
Alberdi al considerar al derecho en su “condición científica”, no “en su naturaleza
filosófica” ni “en su constitución positiva”1, entre la filosofía del derecho y la
historiografía jurídica, es necesario para la garantía del hallazgo de las “verdades
jurídicas” cuya exposición constituye el objeto de la dogmática, y, con esto, para la
eficacia del método que hace posible la teoría de la ciencia del derecho o teoría de la
jurisprudencia lato sensu, no es, sin embargo, suficiente. Al final, son los legisladores
quienes tienen que formular los “textos y los códigos” que la dogmática, con sus
“teorías y doctrinas”, prepara2; y formular quiere decir dar al “derecho” su “expresión
legal, en el estilo legislativo”3. A este respecto conviene meditar el concepto alberdiano
de “ley”, desarrollado en el cap. IV de la segunda parte del Fragmento preliminar,
dedicado a la “Teoría del derecho positivo”. Ciertamente puesto que la ley es para
Alberdi únicamente “la razón prescripta, y la razón es universal y eterna, debe la ley ser
esencialmente una y otra cosa”4; y esta dualidad implica la negación del carácter de
“ley” a lo que es “disposición sobre un caso especial”5 o “disposición sobre un
individuo”6. Es claro que en tanto se trate de lo segundo no habrá “regla” sino
“privilegio”7, y en tanto de lo primero, “decreto” y “tampoco […] regla, ni ley”8. El
problema se presenta en cuanto la “disposición” no sea ni “especial” ni “individual”
sino “no […] racional”9. Ahora bien, el medio para solucionar este problema es el de la
1 Ibid., III, I-IV, pp. 300-312. 2 Ibid., III; II, III; p. 311. 3 Ibid., III; II, p. 306. 4 Ibid., II, IV, p. 284. 5 Ibid., II, IV, p. 284. 6 Ibid., II, IV, p. 284. 7 Ibid., II, IV, p. 284. 8 Ibid., II, IV, p. 284. 9 Ibid., II, IV, p. 284. Porque, aunque es cierto que tampoco es “regla” la “disposición sobre un caso especial” ni lo es, igualmente, la “disposición sobre un individuo” (los que no son, por eso, ni “decreto” ni “privilegio”), respectivamente, lo que no puede definirse como “regla”, si “no es racional […] no merece el nombre de ley.
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negación del carácter de “regla” a la disposición irracional; ayuda aquí la idea,
proveniente de las Partidas tanto cuanto de Santo Tomás de Aquino, de la “sola
expresión regla irracional” como “contradictoria”1. Por eso, la distinción de lo que es
una “disposición” general respecto de la “especial” y de la “individual”, esto es, de la
“disposición” que es “regla” o “ley” respecto de la que no lo es, no basta para garantizar
la “universalidad” de la primera. La “disposición”, si es sólo “general”, es insuficiente
para constituirse en “ley”. La “disposición” debe ser “racional” para merecer “el
nombre de ley”2.
Es verdad que la “universalidad” de la ley por lo general, aun cuando ésta sea
“racional” y por eso “razón prescripta”3, es también ella “relativa”4. Pero esta
relatividad de la ley como disposición general se explica en cuanto precisamente
concierne “no a los individuos, sino a los distintos estados sociales”5. La ley,
precisamente porque no es “disposición” especial ni individual, no es tampoco,
rigurosamente hablando, universal6. Es, pues, una exigencia de su misma racionalidad
aquella por la cual se dice de ella que su “universalidad” es “relativa”.
De otro lado, tampoco se puede desconocer la relatividad de la perpetuidad de la
ley” puesto que a ella le pertenece verdaderamente la propiedad de ser siempre “razón
aplicada”7.
Por tanto, también sobre esta otra relatividad se debe detener nuestra atención. ¿A
qué se refiere ella? Basta recordar la noción de aplicación, como ocasión respecto de la
cual la “razón” se prescribe o, mejor, como localización espacio-temporal de la razón8
para convenir con Alberdi que el carácter esencialmente variable en que ella se resuelve
como principia individuationis es de su esencia, y así no solamente una consecuencia de
su “irracionalidad”. Las leyes “deben” y no únicamente pueden “perecer” porque la
“razón aplicada” que constituye su esencia excluye su “perpetuidad”. Hablar del
carácter “racional” de la ley no equivale a negar que sus “aplicaciones” sean
“constantemente variables”. Suponer, por otra parte, que estas últimas representan
1Ibid., II, IV, p. 284. 2 Ibid., II, IV, p. 284. 3 Ibid., II, IV, p. 284. 4 Ibid., II, IV, p. 284. 5 Ibid., II, IV, p. 284. 6 Cfr. VON WRIGHT, Georg H., Norm and Action. A Logical Enquiry (1963), I, 4; II, 7. 7 Cfr. ALBERDI, op. cit., II, IV, p. 284. 8 Ibid., II, IV, p. 284.
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necesariamente su modificación sustancial, aunque sea ex hypothesi, es negarle nada
menos a su “principio” la movilidad que es esencial a “las relaciones que preside”1.
Pero así como la “razón prescripta” es esencialmente “relativa” en cuanto a su
“perpetuidad”, así también es y debe ser “relativa” la “perpetuidad” de aquellas leyes
cuya “irracionalidad se ha acreditado” por el tiempo2.
El “principio”, en estos casos, concierne a lo que el legislador, “tomando por razón
lo que no es”, ha prescripto como ley. Desde este punto de vista debe tenerse en cuenta,
según Alberdi, que una vez que lo que “no es racional” se reconoce, la “disposición” en
que ello consiste jurídicamente debe ser derogada; puesto que la “debilidad humana” ha
conducido a tomar por ley lo que es contrario a la “razón”, desde que el “progreso” en el
conocimiento del derecho natural permite reconocer el error, su caducidad debe operar
necesariamente.
IV. LA LEY
Ahora bien, el problema del concepto de ley como necesariamente “racional”
implicado en la aserción alberdiana de que “la ley no es ley sino porque es racional”
mira a una consideración de ésta exclusivamente referida a un concepto de “razón”
definible como indeterminado: si esta indeterminación se concibe a modo de una
definición de lo que es “ley”, ¿cómo puede conciliarse tal definición con una
concepción iusnaturalista del derecho en Alberdi? Con el fin de resolverlo conviene, en
primer lugar, aclarar en qué “medida” este “racionalismo” es realmente definitorio del
concepto en cuestión. Que la ley deba ser racional y que sería definible con otra palabra
si no tuviera esta propiedad no significa que “de toda razón se ha de hacer ley”3, sin
límites ni reserva alguna. Por eso el propio Alberdi aclara que “sólo la razón de pública
necesidad, la razón de utilidad social, merece convertirse en ley”4. Esto no impide que
la ley sea identificada con “la razón general […] invocada por la voluntad general”5. Si
la ley es racional, pero imposible de cumplir, aunque la imposibilidad sea relativa y no
absoluta, tampoco es identificable con el concepto inherente a ella. Se trata,
precisamente, de que ella, como “expresión del derecho”, no tanto prescriba “el bien
1 Ibid., II, IV, p. 287. 2 Ibid., II, IV, p. 287. 3 Ibid., II, IV, p. 285. 4 Ibid., I, VIII, pp. 215-218 y II, IV, p. 270 y ss. 5 Ibid., II, III, IV, p. 271.
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positivo” cuanto el “bien negativo, es decir”, el que se resuelve en la prohibición del
daño1.
V. EL “DERECHO LEGAL”
Volviendo al concepto formulado por Alberdi para referirse a la ley, conviene fijar
la atención sobre el principio, igualmente desenvuelto por él, de que “la ley no es el
derecho”.
Las razones filosóficas que determinan, del modo en que se ha formulado, esta
proposición, en la que se niega que la ley sea el derecho, se relacionan con el concepto
de la “ley” como “forma” y con el del “derecho”, en cambio, como “fondo”, o sea con
la primera en cuanto “letra”, como opuesta al segundo, considerado equivalente al
concepto del “espíritu”, el cual se relaciona con lo que Vico designaba con la palabra
“ius” y consistía o consiste en “la intención que el legislador ha expresado en la ley”,
cuya “inteligencia” por el intérprete dogmático o judicial consiste aquí en la “expresión”
de ella2.
En este aspecto se explica con mayor claridad que Alberdi afirme que “en el llamar
derecho a la legislación, al Código”, como consecuencia de la consideración del primero
como “contenido” y del segundo como “su expresión, su palabra, su simulacro”3, no se
ha de ver otra cosa que un error derivado del falso concepto de que el derecho es la ley.
Lo que hay de verdad en la relación entre estos dos conceptos es que el primero puede
resolverse en el segundo si y sólo si el dualismo, por lo que respecta al problema
contenido-forma, tiene la propiedad de ser armónico.
Creo que la distinción señalada nuestra los aspectos más importantes de lo que
Alberdi quiere decir cuando afirma que a “la letra” o a la “forma” del derecho debería
llamarse “derecho legal”. Pero también sugiere que quiere decir algo más –algo que
creo que no carece comparativamente de importancia–, y que se refiere a la relación
entre ese derecho y el que denomina “derecho real”.
El enunciado en el que formula esta última expresión en esta parte del Fragmento
preliminar da a entender que ella significa lo mismo que “derecho positivo”4. El hecho
1 Ibid., II, III, IV, p. 271. 2 Ibid., II, I, p. 250; II, V, pp. 290-291. 3 Ibid., II, III, IV, p. 271. 4 Ibid., II, I, p. 250; II, V, pp. 290-291.
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de que Alberdi considere útil dar a entender esta identidad, sugiere que, parte de lo que
quiere significar con ello, es sencillamente que el concepto del “derecho real” es
oponible al concepto del “derecho legal”1. Así, pues, si tomamos la propiedad particular
de ser “real” el “derecho”, parece que lo que se quiere decir en parte al afirmar que esta
propiedad no equivale a la cualidad de “legal”, es sencillamente que el “derecho
positivo” no es definible como “legal”. Si esto es parte de lo que afirma, se diría
inmediatamente que por “derecho legal” no entiende, prima facie, el consistente en lo
que llama “derecho real”. Pero, ciertamente, lo que también pretende decir en otros
enunciados, no precisamente formulados en esa parte del Fragmento preliminar, es algo
que denotaría que el “derecho legal” no contrastaría necesariamente con el “real”2.
Quiere decir, simplemente, que este último derecho podría ser una especie del “derecho
legal”. Pero difícilmente podría éste ser definido en tales términos si se opusiera
totalmente al “derecho real”. Si así fuese, ¿por qué no contraponer irrestrictamente el
“derecho legal” al “derecho real”?
Por tanto, pienso que en el enunciado en el que Alberdi utiliza la expresión
“derecho legal” como sinónimo de “derecho escrito”, no lo hace diferenciando al
primero del “derecho real” concebido en términos de “regla racional […] […] [relativa
a] la conducta del hombre en su relación con las cosas”3, ni tampoco oponiéndolo al
“derecho social”, que incumbe a la relación del hombre “consigo mismo”4, sino en
contraste con el derecho en sentido estricto o sin adjetivos. Naturalmente, para el
“derecho legal”, se explica este adjetivo del mismo modo que para la expresión
“derecho escrito”: cuando se usa el adjetivo “escrito”5, tal uso admite que además de él,
1 La oposición en cuestión implica, a su vez, que el principio se aplica (¿también?) al “derecho positivo”, o sea que ella se extiende a este último “derecho” en cuanto su contenido no difiere, prima facie, del “derecho real”. 2 Si una de las dos divisiones que Alberdi reconoce en el “derecho natural” es el “derecho real”, y si el “respectivo derecho positivo” de “cada pueblo” es la realización del “derecho natural”, también el “derecho legal”, concebido como legislación digna de ser amada y hecha hábito es definible como “derecho positivo” y, por eso, en términos de una analogía de atribución intrínseca con el mismísimo “derecho natural” (supra, § VIII). Sobre la analogía en general y esta especie de ella, véase ante todo SUÁREZ, Francisco S. J., Disputationes Metaphisicae (1597); 2, I, 14; 2, II, 22-23, 32-33; 2, VI, 10; 20, III; 7; 20, III; 7; 28, III; 14, 16-17, 19-22, 29; 29, III, 7; 33, II; 21-23, etc. También HELLÍN, José S. J., La analogía del ser y el concepto de Dios en Suárez, Madrid, Eguina, 1947, I, pp. 19-29; II, 1-4, pp. 57-108. Y FRAGUEIRO, Alfredo, La analogía del derecho, Universidad Nacional de Córdoba, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Departamento de Filosofía Jurídico y Social, Córdoba, 1952, pp. 15-40. 3 Ibid., I, II; pp. 199-200. 4 Ibid., I, II; pp. 199-200. 5 Ibid., II, II; IV, pp. 270-274.
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también hay un derecho no escrito o “consuetudinal”, que consiste en la “costumbre”, la
cual otorga “fuerza” a la ley o la “arrastra”, así como esta última únicamente,
“amonesta”1. Según que la “habitud” en que el “derecho consuetudinal” consista, se
tendrá o no un “derecho legal” definible como propiamente “derecho” y no sólo como
“simulacro” de una “forma” desprovista de y no solo contradictoria con el “fondo”
(supra, § III).
VI. EL DERECHO COMO COSTUMBRE
Ahora bien, puesto que Alberdi también sostuvo, respecto del derecho, que éste no
se identifica con la legislación, incluso que el Estado “es anterior” a esta última pero
“no es anterior al derecho”2 (infra, § IX), lo que significa que la noción de la existencia
de un Estado desprovisto de legislación es totalmente consistente aunque “la letra” del
derecho no exista, a la consideración del concepto de este último se le une la del
“derecho consuetudinal” como propiamente el derecho: donde no existe el “derecho
vivo”, que es la costumbre, no puede existir el Estado, mientras que la existencia de éste
exclusivamente está dada por la existencia de la costumbre como “rueda sobre la cual
gira la máquina social”3.
En este otro aspecto la definición del derecho en Alberdi da lugar a una delicada
cuestión de límites conceptuales con aquel otro concepto que es el de la “fuerza de ley”.
No se puede hacer aquí de esta interesantísima y dificilísima cuestión más que una
limitada referencia, que sirva al menos para plantear el problema en los términos en que
lo hace Alberdi. La “considerable generalidad”4 y, sobre todo, “duración”5, determina
en la costumbre, además de su “legalidad” la propiedad de otorgar ésta al “primer
resorte”6 de la “máquina social”, y pone a la vez el concepto de sí misma frente al
concepto de la ley, que es el problema aludido en la expresión “fuerza de ley”7,
precisamente asociable a la “costumbre garantida”8 que aquellas dos condiciones
suponen; y en cuanto ese problema es resuelto afirmativamente por Alberdi, o sea en el
1 Ibid., II, II; IV, p. 273. 2 Ibid., II, II; IV, p. 271. 3 Ibid., II, II; IV, p. 272. 4 Ibid., II, II; IV, p. 272. 5 Ibid., II, II; IV, p. 272. 6 Ibid., II, II; IV, p. 272. 7 Ibid., II, II; IV, p. 273. 8 Ibid., II, II; IV, p. 272.
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sentido de que la costumbre así concebida es ley o tiene o “adquiere fuerza de ley”1,
propone o suscita el imponente problema de sus relaciones con la “escritura”. Ahora
bien, también en torno a estas relaciones se manifiesta una necesidad análoga a aquella
para cuya satisfacción actúa el mismo derecho, que es la necesidad de que las leyes
escritas acostumbren o sean lo que “los pueblos acostumbran” hacer2. Así, pues, en
principio, las relaciones entre la escritura y la costumbre, siempre que la segunda sea,
además de duradera en su “generalidad”, “puesta en razón”3, como lo exige Alberdi
siguiendo puntualmente al derecho castellano junto con las ideas de Aristóteles4, no se
desenlazan de las relaciones entre costumbre y derecho cuando, como ya se indicó,
aquélla se identifica incluso con éste, cuando el mismo Estado se reputa existente
porque existe el “derecho” e inexistente porque lo que existe es únicamente la
“legislación”5, cuyo concepto, por otra parte, es claramente distinto del relativo al
“verdadero derecho”, que es el “derecho vivo” (infra, IX) y alude también y sobre todo
a una “estructura no identificable con” el derecho […] en sentido filosófico”: este
“derecho”, incluso esta “ley en sentido filosófico” y no escritural, “es una regla, un
orden constante en el acaecimiento de los fenómenos de un cierto orden”6. La razón de
esa distinción está en la profunda diferencia de la relación entre el derecho y la
costumbre y la ley el derecho, que se aprecia mejor sustituyendo, en el primer caso, la
palabra costumbre por la palabra derecho, y negando el uso de esta última para referirse
a la ley, en el segundo. La primera de estas relaciones es una identidad y no solamente
paridad, pero no lo es la segunda. Esto no quita que también el derecho, que es “el
derecho natural”7, necesite, “para surtir obligación legal”, “ser prescripto por la
sociedad”, puesto que “este requisito es esencial para su eficacia legal”. Esta
consideración conduce al propio Alberdi, si no a una contradictio in terminis, al menos
a una oposición o contraste (o también tensión) no necesariamente hegeliana entre dos
conceptos que son: a) el de la “promulgación”, desde la cual “ata” aquella “eficacia
leal”8 y b) el de la “fuerza de ley” adquirida por el “derecho consuetudinal” en cuanto es
1 Ibid., II, II; IV, p. 272. 2 Ibid., II, II; IV, p. 273. 3 Ibid., II, II; IV, p. 273, nota 2. 4 Ibid., II, II; IV, p. 273, nota 2. 5 Ibid., II, II; IV, p. 271. 6 Ibid., II, II; IV, pp. 270-271. 7 Ibid., II, I; p. 250. 8 Ibid., II, I; IV, p. 287.
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el íntimo, el inseparable, el fiel aliado de la vida y de los destinos del Estado”1. Por eso
“después que Dios hizo la primera edición del universo, ya no se hacen leyes de un
golpe, de un soplo oficial, sino por la repetición larga de un acto, por el uso, por el
hábito”2. Entre otras cosas, por lo demás, “los pueblos, como los hombres, no proceden
como piensan, sino como acostumbran”3.
El problema está precisamente en si esta costumbre es derecho y en qué medida lo
es; es decir, si en el hecho de que la “virtud obligatoria” del derecho definible también
como “legal” comience con “la promulgación de la ley” y se considere como prohibida
la aplicación retroactiva de ésta porque consiste en “culpar la inocencia legal”4, el
concepto del derecho se manifiesta. No se plantea la duda sobre que “la promulgación
debe ser pública, clara, neta, porque si todos conocen las leyes, también las leyes deben
dejarse conocer por todos”5; basta considerar, además de esta justísima aserción de
Alberdi sobre la cuestión, otros pasajes directa o indirectamente referidos a ella de su
Fragmento preliminar, para darse cuenta de que la noción de la ley escrita no tenía en
nuestro primer constitucionalista y probablemente más encumbrado filósofo del derecho
en América, después de Carlos Cossio, el carácter superfluo que una historiografía del
derecho argentino definible como “de tijeras y engrudo” le asigna sin ningún examen
riguroso de su pensamiento6. En cambio, la distinción entre esta ley escrita y la no
1 Ibid., II, I, IV, p. 272. 2 Ibid., II, II, IV, p. 272. 3 Ibid., II, II; IV, p. 273. 4 Ibid., II, II; IV, p. 287. 5 Ibid., II, II; IV, p. 288. 6 Tengo que confesar que no puedo hacerme una idea razonablemente clara de lo que lo que pretende decir TAU ANZOÁTEGUI, Víctor, Las ideas jurídicas en la Argentina. Siglos XIX-XX, tercera edición. Nuevamente revisada y ampliada, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1999, § 42, al afirmar de la “autoridad legislativa” que es criticada por Alberdi, excepto en lo referente a que la expresión en cuestión está únicamente referida al “principio de la autoridad fundada en la tradición”. Pienso que, ciertamente, esto es parte al menos de lo que quiere decir, aunque no lo sea todo, y por lo que se refiere a este punto, no creo que sea necesario que afirme que no estoy enteramente en desacuerdo con él. Pero si esto es lo que quiere decir, pienso que comete un gravísimo error cuando llega a inferir que, por esa misma razón, las proposiciones de Alberdi sobre la legislación versan sobre un concepto de la ley como el “resultado de una operación lenta, práctica, delicada” (ibid., § 47) y no correspondiente al mismo “orden científico” exigido por éste “para la jurisprudencia”. Esto es así porque Tau Anzoátegui confunde “la habitud de la ley” como práctica de ésta que se resuelve en el “derecho constitucional” con la operación de su formulación, cuyo arte es el derivado de la “doctrina científica” llamada “dogmática” y se resuelve en la “expresión legal” del “estilo legislativo”, qua “derecho legal”, y habría que pensar que también confunde el mismísimo concepto del derecho civil en Alberdi al considerar que éste formula ese concepto meramente cuando afirma que es “un elemento vivo y continuamente progresivo de la vida social” y que “la filosofía es el primer elemento de la jurisprudencia, la más interesante mitad de la legislación” o, lo que es lo mismo, que “constituye el espíritu de las leyes” (ibid., § 43). Si es así, el hecho de que la ley no sea el derecho, tal vez no puede ser una razón para negar importancia al derecho natural y
23
escrita o “consuetudinal” se perfila como muy interesante por el lado del concepto
mismo del derecho.
Es cierto que la “regla racional prescripta” y, por eso, promulgada, sólo opera con
“virtud obligatoria” desde su publicacoón1; tal es, en particular, la razón de ser de
aquella división de la ciencia del derecho definida como “jurisprudencia”, porque
aunque ésta también opera aplicando la costumbre praeter legem sin alterar su carácter
científico, no encajaría en el concepto de la división alberdiana de la ciencia
correspondiente a ella; que tal concepto se desvirtuaría en la teoría alberdiana de la
otorgar únicamente relevancia a aquélla en cuanto identificada con el derecho consuetudinal, puesto que si lo fuere, el hecho de que también lo sea la filosofía, sería una razón para decir también que el “derecho vivo” no es aquello en que se resuelve la ciencia del derecho. Es más, al hacer inconscientemente esta inferencia, me parece que el historiador Tau entra en contradicción con algo verdadero que él mismo ha afirmado en otro lugar. Si le entiendo bien, sostiene que “la habitud de la ley” es un “rasgo romántico” que está precisamente en consonancia con su historicismo (ibid., § 47). Si es así, el “orden científico” exigido “para la jurisprudencia” tiene que ser con toda certeza una consecuencia lógica de la consideración de ella como única expresión de la ciencia del derecho. Ahora bien, si quisiese decir esto, negaría simplemente que para Alberdi la jurisprudencia es una –y sólo una– de las cuatro ramas en que la ciencia del derecho se divide. El que el historiador que nos ocupa prescinda de estas “divisiones”, es sencillamente un problema relativo a la imposibilidad en que se halla de examinar por sí mismo los conceptos correspondientes. 1 Tengo que confesar que no puedo hacerme una idea razonablemente clara de lo que lo que pretende decir TAU ANZOÁTEGUI, Las ideas jurídicas en la Argentina. Siglos XIX-XX, tercera edición. Nuevamente revisada y ampliada, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1999, § 42, al afirmar de la “autoridad legislativa” que es criticada por Alberdi, excepto en lo referente a que la expresión en cuestión está únicamente referida al “principio de la autoridad fundada en la tradición”. Pienso que, ciertamente, esto es parte al menos de lo que quiere decir, aunque no lo sea todo, y por lo que se refiere a este punto, no creo que sea necesario que afirme que no estoy enteramente en desacuerdo con él. Pero si esto es lo que quiere decir, pienso que comete un gravísimo error cuando llega a inferir que, por esa misma razón, las proposiciones de Alberdi sobre la legislación versan sobre un concepto de la ley como el “resultado de una operación lenta, práctica, delicada” (ibid., § 47) y no correspondiente al mismo “orden científico” exigido por éste “para la jurisprudencia”. Esto es así porque Tau Anzoátegui confunde “la habitud de la ley” como práctica de ésta que se resuelve en el “derecho constitucional” con la operación de su formulación, cuyo arte es el derivado de la “doctrina científica” llamada “dogmática” y se resuelve en la “expresión legal” del “estilo legislativo”, qua “derecho legal”, y habría que pensar que también confunde el mismísimo concepto del derecho civil en Alberdi al considerar que éste formula ese concepto meramente cuando afirma que es “un elemento vivo y continuamente progresivo de la vida social” y que “la filosofía es el primer elemento de la jurisprudencia, la más interesante mitad de la legislación” o, lo que es lo mismo, que “constituye el espíritu de las leyes” (ibid., § 43). Si es así, el hecho de que la ley no sea el derecho, tal vez no puede ser una razón para negar importancia al derecho natural y otorgar únicamente relevancia a aquélla en cuanto identificada con el derecho consuetudinal, puesto que si lo fuere, el hecho de que también lo sea la filosofía, sería una razón para decir también que el “derecho vivo” no es aquello en que se resuelve la ciencia del derecho. Es más, al hacer inconscientemente esta inferencia, me parece que el historiador Tau entra en contradicción con algo verdadero que él mismo ha afirmado en otro lugar. Si le entiendo bien, sostiene que “la habitud de la ley” es un “rasgo romántico” que está precisamente en consonancia con su historicismo (ibid., § 47). Si es así, el “orden científico” exigido “para la jurisprudencia” tiene que ser con toda certeza una consecuencia lógica de la consideración de ella como única expresión de la ciencia del derecho. Ahora bien, si quisiese decir esto, negaría simplemente que para Alberdi la jurisprudencia es una –y sólo una– de las cuatro ramas en que la ciencia del derecho se divide. El que el historiador que nos ocupa prescinda de estas “divisiones”, es sencillamente un problema relativo a la imposibilidad en que se halla de examinar por sí mismo los conceptos correspondientes.
24
ciencia del derecho si la división en cuestión se resolviera en la exclusiva y excluyente
aplicación de un “derecho” totalmente carente de “expresión legal”1 no puede ser
discutido. Tampoco es discutible, si no me engaño, el hecho de que la jurisprudencia es,
para Alberdi, aquel “método técnico” de la ciencia del derecho dirigido al
reconocimiento de este último “en las palabras de la ley”, para “aplicarlo a los casos
ocurrentes”2; y, asimismo, no lo es tampoco el hecho de que la dogmática, también otra
división de la ciencia del derecho en Alberdi que tanto prepara como provoca “los
textos y los códigos”3, tiene como cometido formular las “teorías y doctrinas” más
adecuadas a la expresión literaria en que se resuelve la redacción de aquéllos, o sea,
precisamente, la ley escrita y no la “consuetudinal”. Pero también es cierto que tal ley
no puede ser cualquiera, y el punto más delicado de la cuestión se refiere aquí a su
“contenido”. Es igualmente difícil de negar que en este punto Alberdi ofrece una vez
más un concepto que tiene al menos la apariencia de una solución al problema de la
constante antinomia en que discurre su agudo pensamiento sobre el particular, y
probablemente esa apariencia no puede ser superada en tanto que por derecho se
entienda, en general, no tanto la “forma” cuanto el “fondo”, en vez de entenderlo como
la unión entre el “derecho legal” y el “derecho”, o sea entre la “escritura” y la
costumbre racional o entre la “palabra” y el “espíritu”, que es decir, según el mismo
vocabulario de Alberdi, entre “el derecho” y “la legislación”.
La razón por la que la apariencia se resuelve en la resolución efectiva de la
antinomia o el dilema planteado es aquella misma por la que el propio Alberdi considera
una “metonimia” la consideración de la “legislación” como “derecho”4, o sea la
expresión del efecto por lo que constituye la causa. Por esto, después de todo el
concepto de la “obligación” como efecto del “derecho” y la denominación de aquélla
como “derecho legal” acaba por aclarar el enigma en que se resuelve la antinomia
conceptual y no solamente lingüística. La verdad es que si la “legislación” es la “forma”
del “derecho”, esto significa que hablar de este último como de la materia es calificarla
como privado de la forma, que es la “legislación”; por eso ni la forma debe ser
1 Ibid., I. 2 Ibid., III, II, p. 306. 3 Ibid., III, II, III, p. 311. 4 Ibid., II, II, IV, p. 274.
25
contemplada sin relación al contenido ni éste con independencia de aquélla, aunque se
tratara de la “materia primera” (materia prima) en términos del doctor Angélico1.
En orden a lo que Alberdi llama “ley” se puede intentar resolver la grave cuestión
contemplando el concepto alberdiano de aquélla como lo que vive o, más exactamente
aún, “debe vivir profundamente en la conciencia y en las costumbres de la nación”2. El
punto de partida para comprender qué es lo que se entiende con esta proposición es la
referencia a la observancia de la ley, por “la nación, […] [aun] a su pesar”, o sea
“espontáneamente, por hábito”3. A esta autorregulación o estado de cosas cuasi-natural
se asocia lógicamente el concepto de que “los hombres no proceden como piensan, sino
como acostumbran”4, o sea la consideración de la conducta como práctica
institucionalizada o con arreglo a normas, o, también, como indeliberada. A su vez, el
concepto de esta práctica se vincula al de la costumbre implicada con (o identificada a)
ella y por la que los hombres y, por eso también, los pueblos, “proceden […] como
gustan, no como deben”, y en consecuencia “pueden gustar de lo que acostumbran”5.
Ahora bien, puesto que es la costumbre lo que gusta, conviene acostumbrar al hombre a
lo debido, ya que en este caso “las leyes […] serán respetadas y guardadas porque serán
amadas”6. Este principio es precisamente aquel por el que Platón define con “razón […]
el arte de hacer amar a los hombres las leyes de su patria” como “el arte del legislador”
(ars legum auctoris)7.
Cuando, por tanto, Alberdi, sobre las huellas de Aristóteles, afirma que si “la ley
quiere imperio”, debe tomarlo de la costumbre, no afirma el principio de la costumbre
secundum legem sino el de la ley según la costumbre (ius legale ut subiectum
secundarium iuris consuetudinalis).
De igual modo que el “derecho” necesita de la ley subordinada a él, también la ley
necesita de la costumbre para obtener imperio, lo que Alberdi formula a través del
1 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, De los principios de la naturaleza, cit. por Ismael Quiles, S. J., La esencia de la filosofía tomista, Verbum, S. A., 1947, pp. 239-241. 2 Cfr. ALBERDI, op. cit., II, II; IV, p. 272. 3 Ibid., II, II; IV, p. 272. 4 Ibid., II, II; IV, p. 273. 5 Ibid., II, II; IV, p. 273. 6 Ibid., II, II; IV, p. 273. 7 Ibid., I, IV, p. 284.
26
concepto del “derecho natural” como “hecho efectivo por medio de una semejante ley”
(ius naturale ut factum efectivum ab lege secundum consuetudinem)1.
Queda por analizar, desde la perspectiva del Aquinate, la relación entre la materia y
la forma en la unión de la costumbre con la ley que configura el concepto de esta última
como “positiva” y, por eso, como “regla racional de moral negativa” que
“competentemente prescripta […] sobre un objeto de interés social”, se erige en aquella
a la que “los miembros de la asociación deben someter sus actos externos, bajo cierta
pena, en caso de infracción”2.
Este último concepto, equiparable al de Santo Tomás sobre el mismo punto, se
descompone a su vez en dos, según que se lo mire desde el punto de vista formal o del
contenido.
La consideración formal de la “ley positiva” se resuelve en la noción de ésta como
dada por la autoridad competente y, por esto también, como escrita por ella.
Diversa, o más bien inversa, es la noción de la misma ley desde la perspectiva de su
contenido, que se resuelve a su vez en el concepto de este último como “objeto de
interés social”. Cuando Alberdi asocia el fin de la ley a este “interés”, afirma sin duda el
concepto tomista del “bien común”, que se ha visto opera en la costumbre de lo debido3,
como esencial, pero pretende decir también y sobre todo que la ley debe, para ser
propiamente definible como “derecho legal”, dirigirse a una “habitual cadena” vivida
por aquélla como debida. Esto significa que en cuanto pueda existir antinomia entre tal
“habitud” y la ley, prevalece el concepto de la segunda como mera escritura divorciada
de la costumbre, y por eso la negación por esta última del derecho natural, cuya esencia
es la “inmutabilidad” contrastante con la “relatividad” inherente a la costumbre4.
Por tanto, la única vía legítima para la solución del problema del verdadero derecho
positivo (rerum ius positivum) está en admitir la antinomia negativa de la legitimidad de
éste en contraste con la unión recíproca entre la ley y la costumbre que se resuelve en la
identidad de su concepto con el concepto del “derecho” y, por eso, en la legitimidad,
que deriva de aquélla, de la “ley positiva” enderezada a un “interés social” dado
precisamente por la costumbre en la realización del “bien en sí” en que consiste el “bien
1 Ibid., II, IV, p. 273. 2 Ibid., I, IV, p. 284. 3 Ibid., II, IV, p. 273. 4 Ibid., II, I, p. 251; II, III; IV, p. 271.
27
moral”, cuya “regla”, igualmente “moral”, es el derecho mismo. Decir que el derecho
propiamente dicho es la referida unión de su forma con su contenido, o sea que valga
como tal si y sólo si tal unión se da, no puede significar otra cosa sino que la costumbre
no es la materia prima y no está sujeta, por eso, a la privación de la forma que
caracteriza a esta última en la teoría de Santo Tomás. En este sentido a la forma que
netamente corresponde a la costumbre se añade aquello que se genera de la misma
materia y se resuelve en la ley, no como forma de la forma sino como forma de la
materia (lex ut forma materiae).
En rigor, puesto que la generación “no es sino del compuesto”, éste se configura con
la composición de la materia no desprovista de una forma y la forma “a la cual tiende la
generación” de aquélla1.
Por eso el derecho es un compuesto de la costumbre como materia no primera
(consuetudo ut materia non prima), y su “forma”, la “ley como forma” de aquélla (lex
ut forma materiae non prima) y por eso también como generación de la materia y la
forma de la costumbre racional (generatio materiae et formae consuetudinis rationalis).
Ahora bien, este modo de pensar estaría viciado por la confusión entre el concepto
del derecho natural y el concepto del derecho positivo. Ni el derecho positivo como
unión de la costumbre con la ley representa una generación idéntica a ambas ni el
derecho natural se identifica in toto con aquél; contrario ciertamente al segundo es el
primero en cuanto “no es del todo perfecto, no es del todo verdadero […] y legítimo”.
Definida la conducta como no siempre acorde con su “regla directiva, típica, moral”2, se
ve claramente esta legitimidad parcial del “derecho positivo”, porque “tiene algo
siempre de verdadero, de perfecto, de legítimo”3. Basta estos elementales conceptos
para demostrar que la unión de que se trata no sirve para deducir la identidad entre el
derecho natural y el derecho positivo, en cuanto este último derecho “deriva de la
condición humana, sujeta siempre a no obtener la verdad sino a medias”4. La
identificación del “derecho” con la costumbre unida a una forma legal que la revela no
debe entenderse, pues, como una conformidad de aquél, qua “derecho positivo”, con el
“derecho natural”, en el sentido de que el primero, como “derecho real”, sea también un
1 Ibid., II, I, p. 250. 2 Ibid., II, I, p. 250. 3 Ibid., II, I, p. 250. 4 Ibid., II, I, p. 250.
28
reflejo perfecto del “derecho positivo” como “derecho filosófico”1, sino más bien en el
sentido de una tendencia progresiva a su asimilación2, de la que ahora se trata de
comprender el principio.
A la primera reflexión puede parecer que no exista otra solución que la de atribuir al
“derecho positivo” el carácter de “una amalgama más o menos proporcionada de real y
verdadera, de parcial y universal, de temporal y perpetua”3. Esta solución tiene, empero,
el inconveniente de conducir al equívoco a que ha sido llevada la “escuela histórica”, de
“limitar la verdad a la realidad, la filosofía a la historia”4 y, en consecuencia, de reducir
la verdad a lo “hecho”, a “todo hecho”, que sería “verdadero, legítimo, justo, sin otra
razón que porque es hecho”5, y de privar así al propio “derecho positivo” de la
posibilidad, o bien “de conocerlo y realizarlo”, o bien de depurarlo o modificarlo6. Es
verdad que parecen términos incompatibles los de la “historia”, “los hechos” o “la
realidad” como correspondientes al “derecho real” o al “positivo”7 y el concepto de la
“verdad” como asociable al “derecho natural”, o sea a aquel derecho definible en
términos de verdadero y a la vez excluyente de cualquier asignación a la costumbre de
potestades derogatorias (Naturali iure consuetudine non potet); pero la extrema
ingeniosidad filosófica de Alberdi ha elaborado eficazmente un método de integración
no dialéctica de los conceptos involucrados en la antinomia, por el que ellos llegan a
reconciliarse más o menos cabalmente en una teoría ignorada por los historiadores
argentinos de las “ideas jurídicas” de nuestro primer filósofo del derecho.
Al procedimiento por el que se realiza esta especie de unificación, y mejor diría, con
arreglo al propio vocabulario alberdiano, asimilación, se lo puede considerar diverso del
de Hegel. Lo calificaría así porque consiste en confrontar la propiedad definitoria del
derecho natural, que es su carácter “eterno y universal”, con la “primera propiedad” del
1 Ibid., II, I, pp. 249-252. 2 Ibid., II, I, pp. 250-251. “Cada día debe asimilar más y más el derecho real (o positivo) al derecho racional. Esta aproximación es el termómetro del progreso legal de un pueblo; pero no se olvide que debe andar a paso lento, porque es el resultado de la acción compleja y lenta de todos los elementos sociales y que no llegarán jamás a ser idénticos: la perfección racional es el fin, la ley de la sociedad humana, pero la imperfección es la condición, dice bien Guizot; es ligero, injusto no aceptar esta condición. El talento está en conocerla bien, siempre que se trate de juzgar o proceder, para saber el grado de asimilación que ella suministra al derecho positivo: es lo que no hemos hecho nosotros, que en derecho político estamos un siglo más arriba de nosotros mismos, y en derecho civil un siglo más abajo.” 3 Ibid., II, I, p. 252. 4 Ibid., II, I, p. 252. 5 Ibid., II, I, p. 252. 6 Ibid., II, I, p. 252. 7 Ibid., II, I, p. 252.
29
“positivo”, que por el contrario es “temporal” y “circunspecto”. La confrontación se
resuelve en Hegel en la afirmación de que “todo lo real es racional y […] todo lo
racional es real”. Pero si fuera así debería también poder decirse que todo derecho
natural es positivo y que todo derecho positivo es derecho natural. Ahora bien, este
modo de pensar no es exacto, como lo demuestra Alberdi reflexionando que “lo
racional, lo filosófico, lo universal”, es “la fuente de lo real, de lo histórico, de lo
nacional” y, por eso, no se podría comprender al “derecho positivo”, en cuanto a él son
inherentes estas últimas propiedades, con abstención de lo que constituye el “derecho
natural”; no sería, asimismo, comparable este último, como negación de la “fuerza” de
aquél, con el contenido de tal derecho, del que deriva precisamente su “fuerza”.
Precisamente porque “la perfección racional es el fin”, “la ley de la sociedad humana”,
qua modo, se resuelve en la “imperfección” como condición1.
Lo que acaso sería superfluo advertir, porque ya resulta de cuanto se ha dicho
anteriormente (supra, §§ III-V), pero que yo creo, sin embargo, oportuno repetir para
evitar equívocos anidados aun en un modo académico o pretendidamente tal de
considerar el “historicismo” alberdiano, es que si la “condición” de “la ley de la
sociedad humana es […] la imperfección”2, ella no puede ser nunca una realidad
identificable con la “perfección racional”, en cuanto ésta, qua fin, es lo “verdadero”, lo
“perfecto”, lo “legítimo”. Bueno será que el lector tenga la paciencia de releer las breves
reflexiones expuestas hace poco para combatir la opinión según la cual la interacción
entre el derecho natural y el derecho positivo no solamente excluye la identidad sino
que supone siempre las diferencias de una con otro. Se puede añadir, como lo hace
Alberdi, que mientras “un solo carácter […] distingue” al “derecho positivo”, y él es su
“relatividad”3, la “inmutabilidad” es lo esencial al “derecho natural”. Por tanto, la
reconciliación entre uno y otro derecho no es dialéctica, en cuanto lo sería únicamente si
se resolviera en un nuevo derecho, a la vez real y racional; a la inversa de Hegel,
nuevamente afirma Alberdi que “no todo lo real es racional, no todo hecho es justo”4, o
sea que una parte de lo real puede ser racional pero no todo lo racional es
simultáneamente real; el carácter inmutable a lo racional hace de lo definible como tal
1 Ibid., II, I, p. 250. 2 Ibid., II, I, p. 250. 3 Ibid., II, I, p. 251. 4 Ibid., II, I, p. 251.
30
aquello a lo que debe “asimilarse” lo real; por eso el derecho positivo, en cuanto
“derecho real”, tiene “por necesidad” el ser imperfecto; su imperfección deriva de su
“condición de local” o “parcial”1; y la relación entre uno y otro no se resuelve en
términos dialécticos porque el extremo que constituye lo “universal” y que es el
“derecho natural”, es totalmente inmutable en su mismo contenido (ius naturale ut plane
inmutabile in so ipso elemento), mientras que el extremo dado por lo “local” es
totalmente mutable como necesidad derivada de su “individualidad” unida a su
“perfectibilidad”2 (ius positivism cuius mutabilitas essentialis derivat ex individualitate
sua unita suae perfectibilis). Una confirmación de esta verdad la tenemos en la
consideración de esta misma “movilidad” del derecho positivo como “su perfección”3,
que excluye la “inmutabilidad de […] [las] leyes positivas”: es evidente que si ese
carácter en las leyes fuera adecuado “para su engrandecimiento”, también resultaría
mortal para su estabilidad”4. La cita de Montesquieu sirve a Alberdi, en cambio, para
demostrar que es la movilidad misma del derecho positivo lo que da vida al Estado, en
cuanto, en la opinión del segundo al menos, si tal derecho se detuviera, el Estado
moriría5
.
VII. EL TRINOMIO COSTUMBRE, LEY Y DERECHO POSITIVO
El concepto del trinomio costumbre, ley y derecho positivo resulta ya con suficiente
nitidez de cuanto llevamos dicho: ni la costumbre es solamente “derecho real” ni la ley
verdaderamente “derecho legal”, por una parte, y por la otra, el “verdadero derecho”
tampoco es uno ni otro derecho sino aquel cuya legitimidad deriva de su asimilación al
derecho natural. Por otra parte, la movilidad atribuida al “derecho positivo”, en
contraste con la inmutabilidad inherente al “natural”, tampoco hace de este último un
derecho imposible. Es evidente y claro que si en su mutabilidad el primero tiene su
“perfección”, ésta se configura necesariamente en cuanto conduce a que la observancia
de la ley sea un “hábito” y éste, a su vez, consista, finalmente, en lo que los hombres no
tanto “conocen” cuanto pueden hacer, acostumbrándose a ella. De ahí la regla romana,
implícita en las proposiciones de Alberdi sobre este particular, de la costumbre como
1 Ibid., II, I, p. 251. 2 Ibid., II, I, p. 251. 3 Ibid., II, I, p. 251. 4 Ibid., II, I, IV, p. 271. 5 Ibid., II, I, p. 251.
31
ley (consuetudo pro lege servatur), conexa con la de que las leyes son derogadas por
desuso (leges per desuetudinem abrogantur), de acuerdo a la cual, por lo demás, sólo la
costumbre vence a la ley (consuetudo vincit legem) y es contra rationem la negación de
su “fuerza” (consuetudinis magna vis est), cuya “dosis de verdad y legitimidad”1, por
otra parte, no deriva del “hecho”, como se ha dicho, sino de su conformidad con el
“derecho natural”2. No debe pensarse por eso que esta propiedad sea equiparable al
carácter “verdadero y legítimo” del derecho natural. Ante todo se advierte aquí en el
Fragmento preliminar el acostumbrado e inseparable contraste y oposición entre el
concepto del “derecho positivo” como realización del “derecho natural” y la noción de
este último como un derecho que el primero progresivamente realiza en el tiempo y con
la diversidad que también supone la diferencia de los lugares donde opera. Si esta
realización no puede sustentar una identidad entera y universal”, esto depende del hecho
repetidamente indicado de que el derecho “positivo” está sujeto siempre “a no obtener
la verdad sino a medias”3. Conviene reflexionar nuevamente, a este respecto, sin
embargo, como por lo demás lo hace el mismo Alberdi, que el “derecho positivo […]
tiene […] a la vez algo siempre de verdadero, de perfecto, de legítimo”, lo que supone,
como se ha visto, una incesante necesidad de adecuación de este derecho al “derecho
natural”; ahora bien, puesto que la adecuación no puede ser completa, como tampoco lo
es la ley respecto de la costumbre ni la realización del bien en sí en que la moral
consiste, Alberdi niega, con razón, la “identidad eterna y universal” entre los “dos”
derechos.
VIII. ANALOGÍA DE ATRIBUCIÓN INTRÍNSECA ENTRE EL DERECHO
NATURAL Y EL DERECHO POSITIVO
Un segundo aspecto del principio de la diversidad del derecho natural respecto del
derecho positivo se refiere al carácter de la predicación común a ambos de la palabra
derecho, y constituye, probablemente, el aspecto menos fácil de poner en claro.
El punto de partida debe ser el concepto de que cuando se predica de uno y de otro
el vocablo “derecho”, el caso no configura tanto una aplicación unívoca de éste a
1 Ibid., II, I, p. 252. 2 Ibid., II, I, p. 250-252. 3 Ibid., II, I, p. 250.
32
aquéllas cuanto análoga1. La univocidad no se presenta en el caso porque la predicación
de que se trata no tiene lugar “en sentido no enteramente diverso” pero “perfectamente
idéntico”, es decir con igualdad y sin dependencia ni orden del uno al otro”, sino, por el
contrario, porque ella se efectúa “en sentido no perfectamente idéntico”, aunque
igualmente “en sentido no enteramente diverso”, es decir, “con desigualdad y orden y
dependencia del uno al otro”2. Ahora bien, si se tratara de un uso unívoco del término
“derecho”, la relación entre los “inferiores”, representados por “natural” y por
“positivo”, con aquél, definible como “superior” y por eso como nombre común cuya
aplicación a ellos es caracterizable como derivación del significado de cada uno se
resolvería en un caso de univocidad universal3, o sea de una predicación común de
“derecho” prescindente, “perfectamente, es decir, mutuamente, de sus diferencias”4. En
realidad, si éste fuera el caso, tanto el “derecho natural” como el “derecho positivo”
serían propiamente derecho y la relación conceptual y no solamente lingüística entre
ellos se resolvería en una univocidad universal, o sea no trascendente, por la que el
derecho sería el género y “natural” y “positivo” las especies; por eso, una y otra
deberían, en este supuesto de predicación común, contemplarse en términos de
“igualdad” e independencia o no subordinación entre ellas. Esta sería quizá la razón más
importante para calificar al iusnaturalismo de Alberdi como la negación misma de la
esencia de esta doctrina; pero si, en cambio, como ha de verse, en el planteamiento
alberdiano el “derecho positivo” se subordina al “natural” y la “desigualdad” entre
ambos es manifiesta, tal univocidad se pierde y el concepto que aflora, con nitidez
perfecta, es el de la analogía, la cual exige, para configurarse como “intrínseca”, que la
“forma” inherente al término análogo sea tal que exista, “formal e intrínsecamente, […]
1 Como “nombre común”, la palabra “derecho” puede predicarse de muchos seres que serán por ello sus “inferiores”. Si “derecho” se dice del derecho natural tanto como del positivo, puesto que la predicación común no puede ser en este caso “en sentido perfectamente idéntico, es decir, con igualdad y sin dependencia ni orden del uno al otro” y, por eso, unívoca, ella debe contemplarse como análoga, es decir, con desigualdad y orden y dependencia del uno al otro”. cfr. HELLÍN, S. J. op. cit., p. 20. 2 Ibid., p. 10. 3 Esta univocidad difiere de la trascendente en que mientras en esta última el término unívoco (“derecho”) trascendería “formalmente” las diferencias, “de manera que éstas […] [se definirían] por la razón común, […] como sería, por ejemplo, el ser con respecto a todos los animales o con respecto a todos los hombres, o con respecto a todas las sustancias creadas”, en la univocidad universal “el término unívoco […] prescinde perfectamente, es decir, mutuamente, [de las] diferencias”, como acontece con “los unívocos […] [constituidos por] los géneros y las especies”. Ibid., p. 20. 4 Cuando, teniendo ante nosotros dos adjetivos diferentes, correspondientes al sustantivo “derecho”, como “natural” y “positivo”, no sería correcto decir, desde la perspectiva conceptual de Alberdi, que la relación es unívoca y analógica, porque el “derecho positivo” se subordina en ella al “natural” y, por eso, no hay igualdad sino desigualdad y no independencia sino dependencia entre ambos.
33
en todos los inferiores” y no solamente en el “analogado principal”, como acontrece en
la “analogía […] extrínseca”1; Alberdi elimina el inconveniente de considerar al
“analogado secundario” como desprovisto de la “forma” del derecho sirviéndose del
concepto del “derecho positivo” como un derecho que aunque no existe como el
“natural”, en cuyo caso la predicación común del término “derecho” sería unívoca, tiene
la propiedad de hallarse subordinado a este último con una forma que es la misma
inherente al principal2.
El concepto, ahora ya bien aclarado por la aplicación de la teoría suareciana de los
términos análogos, permite considerar la noción del “derecho positivo” en Alberdi no
como un no derecho ni tampoco como el mismo “derecho natural”, sino como un
derecho esencialmente subordinado a éste como condición de su legitimidad.
Teniendo en cuenta por otra parte la división del “derecho positivo” también en dos
sustantivos que se integran recíprocamente sin identificarse, se puede hablar a este
propósito, a su vez, del “derecho consuetudinal” como de un “analogado” no definible
como “secundario” sino como “principal” y, por eso, del carácter subordinado a él que
tiene, qua “secundario”, el “derecho legal” (ius legale ut subiectum secundarium iuris
consuetudinalis), cuya propiedad es el ser “forma” y no “fondo”, como es, en cambio, la
propiedad del “derecho consuetudinal”, que consiste, en rigor, en la costumbre; pero
con la salvedad de que el “imperio” de la ley o, si se quiere, de los Códigos, está dada
por su subordinación a la costumbre y, por eso, al “derecho consuetudinal” como
“analogado principal”, por lo que tanto puede darse el caso de una proximidad del
“derecho legal” al “consuetudinal” lindante con la univocidad universal cuanto una
diversidad total rayana en la equivocidad3, o sea de una relación en la que el nombre
común “derecho” ser aplica a la costumbre con propiedad y a la ley con error, porque el
“derecho legal” es solamente “una escritura”; tal sería, por ejemplo, no el caso de una
ley inobservada o de una Constitución que se hallara en idéntica situación, a la que con
1 Cfr. SUÁREZ, S., J., op. cit., 2, I, 14; 2, II, 22-23, 32-33; 2, VI, 10; 28, III, 14, 17, 19, 22; 32, II, 16; HELLÍN, S. J., op. cit., p. 20. 2 Desde esta perspectiva, el derecho positivo, aunque sea propiamente definido por el mismo Alberdi como realización del derecho natural, sería siempre un derecho análogo, con analogía de atribución intrínseca, a este último. Su subordinación equivaldría a ella, mientras que el caso opuesto resolvería la predicación común en analogía extrínseca, también de atribución, si no en la equivocidad misma (infra, nota 121). 3 Sobre los equívocos, cfr. SUÁREZ, S. J., op. cit., 28, III, 1, 3; 32, II, 1, 25 y HELLÍN, S. J., op. cit., pp. 31-33.
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razón Kart Loewenstein llama “semántica”1, sino el de una ley contraria a la costumbre
racional.
IX. UN CASO DE SUBANALOGÍA DE ATRIBUCIÓN INTRÍNSECA
Ahora bien, a propósito de estas dos analogías intrínsecas de atribución en que se
resuelve la aplicación de la palabra “derecho” al “natural” y al “positivo”, de un lado, y
al “real” y al “legal”, del otro, conviene, por razón de claridad, distinguir el trinomio
costumbre, ley y derecho positivo, de que ya hemos hablado (supra, § VII), de los dos
binomios correspondientes a las especies de analogía intrínseca descubiertas en el
apartado anterior.
No es difícil entender cómo puede explicarse el último de los términos del trinomio
en su relación con él mismo como “analogado secundario” del binomio que tiene al
“derecho natural” como “analogado principal”. Por causa de que él no aparece en el otro
binomio, compuesto por el “derecho consuetudinal” y el “derecho legal”, es menos
aparente, en verdad, su relación con estos dos términos análogos, y no conozco ninguna
consideración de su concepto que ligue al término correspondiente a “consuetudinal” ni
a “legal”; sin embargo, cuando Alberdi afirma de este último que no es propiamente
“derecho”, simplemente porque “la ley no [lo] es”, no puede haber otra razón para ello
que la de que la palabra “derecho”, aplicada a lo “legal”, es un equívoco. Si, por otra
parte, se comprende el concepto del “derecho” como anterior a la “legislación”, y el de
ésta como posterior al Estado, se percibe con mayor claridad que la palabra “derecho”
se aplica consistentemente a la “costumbre”; y la relación de equivocidad entre la
predicación del nombre común y el término predicado consistente en la ley aparece en
primer plano.
Corresponde, pues, ahora, discurrir sobre la relación entre el “derecho
consuetudinal” y el “derecho positivo”, que exige preguntarnos si no cabe, a su vez,
distinguir, en este último, la dos variedades, relativas a las nociones del “derecho
consuetudinal” y del “legal”, que muy bien puede ser una subdivisión del “derecho
positivo” como analogado secundario del “derecho natural”. En vez de analogación
intrínseca de atribución se puede decir de ésta que es una subanalogación intrínseca de
atribución correspondiente al analogado secundario representado por el “derecho
1 Cfr. LOEWENSTEIN, Kart, Teoría de la Constitución, Barcelona, Ariel, 1965.
35
positivo”, y que éste es el carácter que ella tiene respecto del analogado principal,
consistente en el “derecho natural”.
X. VALOR DE LA DOGMÁTICA Y LA JURISPRUDENCIA COMO
CONSECUENCIA DE LA FILOSOFÍA DEL DERECHO Y DE LA
HISTORIOGRAFÍA DE LA CIENCIA DEL DERECHO
El concepto de lo que “propiamente debería llamarse derecho legal” no implica en
absoluto para Alberdi una definición del derecho como necesariamente legal, o sea, con
una fórmula más apropiada al racionalismo normativista en que se inspira la exigencia
teorética del derecho como escrito, que la esencia del derecho sea su expresión
sistemática, sino, por el contrario, que él es, en sí mismo, “derecho vivo”1 o, más
exactamente todavía “consuetudinal”2. Uno es, en efecto, el derecho identificado con la
costumbre, y otro el “derecho legal”, cuya “fuerza”, cuyo “imperio”, no proviene
precisamente de la ley sino de la costumbre (lex definiendum ut ius positivum legitimum
quod adaequat consuetudini)3 (supra, § VI).
Se puede reconocer, como lo hace Alberdi, que “el Estado […] es anterior a la
legislación”4; pero no es en absoluto verdad, para el mismo Alberdi, que el Estado sea
“anterior al derecho”5. Lo que hay de verdad en esta relación de conceptos es que
debido a “la libertad y cultura social”, la legislación aparece6; tal hecho tiene
ciertamente la ventaja de garantizar lo mejor posible el respeto de la legalidad; pero esta
ventaja está contrapesada por la inestabilidad del derecho mismo, considerado como
costumbre.
1 Cfr. ALBERDI, op. cit., III, II, IV, p. 272. No veo que haya forma de probar de manera indiscutible que no sea cierto que cuando Alberdi dice “derecho vivo”, dice también, en la pregunta relativa a “dónde queda el verdadero derecho, el derecho vivo”, cuando se lo reduce a la ley, que aquel derecho es el verdadero. Pero pienso que la pretensión de que es realmente verdadero solo el definible como “vivo” únicamente se puede justificar por el argumento de que debe serlo según la costumbre (lex secundum consuetudinem aut conformitate cumilla), definida como consuetudinis rationalis, ya que evidentemente es imposible justificar la costumbre contraria al derecho natural. Por tanto, Alberdi debe sostener (sostiene, en rigor), que ese “derecho”, como “la ley o el derecho positivo […] es el mismo derecho natural realizado”. Ibid., II, V, p. 292. Lex definiendum ut ius lepitinum quod adaequat consuetudini y, por eso, ius naturale ut factum effectivum ab lege secundum consuetudinem. 2 Ibid., II, IV, p. 270-.274. 3 Ibid., II, I, IV, pp. 271-273. 4 Ibid., II, I, IV, p. 271. 5 Ibid., II, I, IV, p. 273. 6 Ibid., II, I, IV, p. 271.
36
En cuanto a la elección entre los dos principios, del derecho consuetudinal o
costumbre y del derecho legal, argumento de extrema gravedad y delicadeza, la primera
observación que se ha de hacer, a mi entender, es la que se refiere a la distinción, que el
propio Alberdi formula, entre el pensamiento y la conducta social. Es manifiesto para
Alberdi que “los hombres no proceden como piensan, sino como acostumbran”1129, de
lo que deriva la necesidad de distinguir, a propósito de la práctica social, la definible
como debida de la indebida y, por eso, la racional de la que no lo es. Puesto que la
“habitud” se resuelve en “cadena”, aunque “la razón […] [constituya] su antorcha”, sólo
si la ley es apta para suscitar la costumbre debida, dará lugar a su legitimidad, derivada
del “arte del legislador” que la ha dado para ser amada por los hombres a los que se
dirige, como sugiere Platón2.
El valor de la dogmática y la jurisprudencia, como efecto de la filosofía del derecho
y de la historiografía de la ciencia de éste, está comprobado así por la posibilidad de su
perfecta adecuación a las “verdades jurídicas” derivadas del conocimiento de la
“constitución esencial” de la “naturaleza filosófica” del derecho, “garantizada” a la
filosofía por el conocimiento de sus “aplicaciones mismas”, a través de la historiografía
de la ciencia del derecho.
XI. NUEVAMENTE EL DERECHO POSITIVO Y EL DERECHO NATURAL
¿Pero qué quiere decir Alberdi al afirmar que “el derecho es la regla racional de cada
relación”. y que ésta es, a su vez, “indestructible y universal en su sustancia, en su
principio”?3 Este problema puede provocar alguna perplejidad. Mas pienso que puedo
vislumbrar algo que quizás haya querido decir Alberdi, y que encaja con otras
afirmaciones del Fragmento preliminar.
Me parece que Alberdi nos dice algo más acerca del concepto del derecho. Nos lo
dice más bien indirectamente y por vía de implicancia, pero me parece que lo da a
entender con mucha claridad. Nos dice que “su aplicación debe ser tan móvil como las
relaciones que preside”4. Pero también dedica todo un párrafo del mismo capítulo en el
que asienta esta última proposición e intenta explicar qué se pretendería decir al afirmar
1 Ibid., II, I, IV, p. 273. 2 Ibid., II, I, IV, p. 273. 3 Ibid., II, I, p. 249. 4 Ibid., II, I, p. 249.
37
que sería “cometer una blasfemia al negar la inmutabilidad del derecho natural”1. Esta
proposición no tanto es contraria cuanto concordante con la caracterización en los
mismos términos de la afirmación referida al “derecho positivo”, cuya imperfección no
puede ser negada “sin injuriarse a la divinidad”2. Ahora bien, puesto que Alberdi cree
que lo que llama “derecho real” debe asimilarse “cada día […] al derecho racional”3, y
que aquel “derecho” es, prima facie, identificable con el “derecho positivo”4, es de
suponer que crea realmente en la frase en que afirma que “el derecho natural realizado”
como “necesidad fundamental de la constitución humana” es el que corresponde a o
debe ser tenido “por cada pueblo”5. Cree, por tanto, que “el derecho real, positivo, no es
del todo perfecto, no es del todo verdadero, y legítimo; pero tiene algo siempre de
verdadero, de perfecto, de legítimo”6: es decir, nos dice que la “perfección racional es el
fin” de aquel derecho, cuya “perfección”, a su vez, está “en su movilidad”7, porque ésta
“es el progreso, el desarrollo, la historia, la vida del Estado”8.
XII. HISTORICISMO Y IUSNATURALISMO
¿Qué nos dice Alberdi del historicismo, o más exactamente aún, de la “escuela
histórica” que es su manifestación jurídica?
Dice que “el error” de ésta es sin duda haber limitado “la verdad a la realidad, la
filosofía a la historia”9 y dado lugar, con ello, a la proposición conclusiva de que “todo
hecho es verdadero, legítimo, justo, sin otra razón que porque es hecho”10. Hay que
notar que con esto no quiere decir que negase totalmente el valor de la historia o de los
hechos. Si quisiese hacer esta negación, afirmaría simplemente que toda la razón está
del lado de la “escuela filosófica”, y por tanto no necesitaría decirnos, como lo hace,
que “el mejor partido será siempre un temperamento medio entre los extremos”11 de una
y otra. Pero lo que afirma contra el historicismo es que su negación de “lo universal”
1 Ibid., II, I, p. 251. 2 Ibid., II, I, p. 251. 3 Ibid., II, I, p. 250. 4 Ibid., II, I, p. 250-251. 5 Ibid., II, I, p. 249. 6 Ibid., II, I, p. 250. 7 Ibid., II, I, p. 251. 8Ibid., II, I, p. 251. 9 Ibid., II, I, p. 252. 10 Ibid., II, I, p. 252. 11 Ibid., II, I, p. 252.
38
implica la negación de “la fuente [misma] de lo real”1. Lo que esto quiere decir se hace
más sencillo si consideramos cuáles son, según él, las condiciones del derecho positivo
o de su legitimidad, o sea “los principios del derecho racional, filosófico” y no los
“hechos” en que consiste “la realidad” como “fuerza”2. También nos dice que “el
derecho no es más que la regla moral de la conducta humana”3. En consecuencia,
cuando nos dice que el “bien moral” es “la realización or el hombre del bien en sí”4, y
que este último “bien” “existiría aunque desapareciese la humanidad”5, no solamente
quiere decir que el “bien moral” depende de la existencia humana, sino que el “bien en
sí” no sólo es independiente del hombre sino que constituye el fundamento del derecho
natural y, por derivación, del derecho positivo como realización del derecho natural
“por cada pueblo”.
Haber descubierto así el derecho natural como presupuesto de la legitimidad del
derecho positivo en Alberdi significa haber puesto en foco la que es la mayor dificultad
del mecanismo conceptual de su teoría acerca del derecho, por no decir la dramática
contradicción en que ella misma se debate. Esta dificultad se refiere a la ineliminable
relación entre los conceptos filosóficos atinentes al referido presupuesto y la noción del
“derecho consuetudinal” como “habitual cadena” que otorga a la “legislación” su
“fuerza” o imperium (supra, § V). Puesto que el llamado por Alberdi “derecho legal”
sólo se configura como “derecho positivo” si y sólo si éste se resuelve en la realización
del derecho natural, esto significa que no toda ley, sino aquella que es justa6, puede dar
lugar al concepto del “derecho natural” como “hecho efectivo” por ella7. Pero puesto
que también es necesario que la legislación se resuelva en costumbre, precisamente para
imperar realmente, es igualmente clara, una vez más, la necesidad de que la dogmática
provoque “los textos y los códigos” aptos para su seguimiento u observancia por la
comunidad a la que están ellos dirigidos (supra, § V) y no solamente para el
reconocimiento del significado de sus palabras por el intérprete judicial que ha de
aplicarlos a los “casos ocurrentes” como consecuencia de su violación8.
1 Ibid., II, I, p. 252. 2 Ibid., II, I, p. 252. 3 Ibid., I, I; p. 173. 4 Ibid., I, I, II, p. 187. 5 Ibid., I, I, II, p. 188. 6 Ibid., I, V, p. 288. 7 Ibid., II, I, p. 249; V, p. 292. 8 I4bid., III, II, p. 306.
39
XIII. LA HISTORIOGRAFÍA DE LA CIENCIA DEL DERECHO
Pero volvamos a la proposición alberdiana de que “la historia es como la ciencia
misma”1. El lenguaje empleado implica que “la historia del derecho” es como “la
ciencia misma” del derecho, aunque si lo es, al menos su subiectum tiene que ser no
simplemente “el derecho”. Creo que si hay que dar a ese subiectum un significado
cualquiera que no sea susceptible de discusión, desde la perspectiva conceptual de
Alberdi, debe ser un significado que permita la posibilidad de que pueda haber un
concepto del objeto de la historiografía de la ciencia del derecho, tal que las “cuatro
grandes divisiones” de esa ciencia sean comprendidas en él. Decir eso es decir que uno
y el mismo concepto de la historiografía de la ciencia del derecho pueda entrar tal vez
en el mismo subiectum de tal historiografía de dos modos diferentes. El que la
historiografía de la ciencia del derecho comprenda a toda esta ciencia como objeto
constituye una razón para considerar que no solamente la dogmática y la jurisprudencia,
además de la filosofía del derecho, integran su subiectum, sino que también forma parte
de él la historiografía de la ciencia del derecho. Lo que se quiere decir aquí con
“historiografía de la ciencia del derecho” puede definirse, según pienso, de la siguiente
manera: sea esta historiografía una de las “cuatro divisiones” de la ciencia del derecho y
su objeto también ella misma. La historiografía de la ciencia del derecho será
necesariamente equivalente a su objeto si y sólo si, o bien ocurre que éste implica su
definición como historiografía de la historiografía, y que esta historiografía es una
historia de la historiografía de la ciencia filosófica, dogmática y jurisprudencial además
de historiografía; o bien que hay algún sentido de la expresión “historiografía de la
ciencia del derecho” según el cual esta historiografía implica que el objeto de ella es
solamente la filosofía del derecho, la dogmática y la jurisprudencia, y no también la
historiografía de la ciencia del derecho. Decir que la historiografía de la ciencia cumple
la condición implicada en la primera alternativa, equivale a afirmar que es el verdadero
subiectum de la ciencia del derecho, de manera que si hubiera que afirmar el concepto
de esta ciencia, entonces la historiografía de la ciencia del derecho sería la única
división de ella que explicaría y supondría la historia de la historiografía de todas las
demás, mientras que, de no ser así, la historiografía de la ciencia del derecho, como una
de las cuatro divisiones de esta ciencia, negaría, en cuanto subiectum de ella misma, la
1 Ibid., III, II, II, p. 310.
40
ciencia historiografía y por eso la historia de la historiografía en que esta última
consiste. Por tanto, ninguna ciencia del derecho que excluya su historiografía en estos
términos será una ciencia del derecho que satisfaga las condiciones señaladas por
Alberdi para configurar su concepto, a menos que este concepto de ella implique un
concepto de la división llamada por Alberdi “historia del derecho” cuyo objeto no sea su
ciencia; y no ocurrirá así con este concepto a menos que se niegue lo que el propio
Alberdi contempla como divisiones o ramas de la “ciencia del derecho”. Entiendo que
Alberdi usa esa expresión de un modo tal que si la “historia del derecho” no es
propiamente una ciencia cuyo objeto sea la misma ciencia del derecho, entonces
ninguna de las otras divisiones de ésta será definible como científica; mientras que si
tiene esta propiedad (como llega a mantener), entonces el único concepto congruente
con tal carácter de ellas será aquel que defina a la “historia del derecho” como
historiografía de la ciencia del derecho y, por eso, como una historiografía cuyo objeto
son todas las variedades de tal ciencia, sin excluir a la historiografía misma de ellas:
divisio historiographica scientiae iuris habet obiectum quattuor divisiones huius et ea
de causa historiographia philosophiae iuris, historiographiae dogmaticae,
historiographia iurisprudentiae et historiographiae harum trium divisionitum.
XIV. ¿HISTORIOGRAFÍA DE LA PRÁCTICA O HISTORIOGRAFÍA DE LA
CIENCIA DEL DERECHO?
Consideremos el hecho que podría expresar o habría expresado Alberdi al decir,
como lo hace en el enunciado inicial del artículo II del capítulo referido a las divisiones
de la ciencia del derecho, que “la historia del derecho garante la naturaleza filosófica de
éste, por sus aplicaciones mismas”1. Me parece muy claro que lo único que habría
expresado con este enunciado sería un hecho consistente en la consideración de estas
“aplicaciones” por la historiografía “en la individualidad de cada pueblo”2 tanto como
“en la vida práctica de la humanidad”3; i. e. un hecho o clase de hecho no identificable
con el objeto de la jurisprudencia. Hay muchos modos de aplicarse el derecho en la
sociedad, de manera que lo único que nos habría de decir (nos habría dicho) a este
respecto es que juzgaba estas “aplicaciones” de un modo u otro. Hay, por ejemplo, un
1 Ibid., III, II, II, p. 310. 2 Ibid., III, II, II, p. 310. 3 Ibid., III, II, II, p. 310.
41
inmenso número de ellas diferentes de las propias de esta división de la ciencia del
derecho por medio de las cuales puede la historiografía de ésta considerar su objeto:
‘podemos pensar en el concepto de esa historiografía como aquel que, lejos de
identificar su subiectum con la jurisprudencia, comprende en éste también las otras
“divisiones de la ciencia del derecho”, como la dogmática, la filosofía del derecho y la
historiografía de la ciencia del derecho. Cualquiera que considere que el concepto de
Alberdi sobre el objeto de la historiografía del derecho, si no se identifica con la
jurisprudencia, puede consistir solamente en la costumbre o en la “vida práctica” de la
humanidad o “individualidad” nacional, habrá de juzgar ipso facto que el subiectum de
tal historiografía no es la ciencia del derecho, ni siquiera en aquella manifestación de
ésta consistente en la jurisprudencia. No cabe duda de que es cierto que si lo que
Alberdi llama “historia del derecho” no se identificara con la historiografía de la ciencia
del derecho, deberíamos juzgar su pensamiento sobre tal “historia” como contradictorio
con su pensamiento sobre las otras “divisiones de la ciencia del derecho”. No es menos
claro que por el mero hecho de considerar “todas las proporciones del orden social”1
como relevantes no estaría manifestando (no habría manifestado), respecto a la
propiedad particular relativa al objeto de la historiografía del derecho, su creencia en el
hecho del carácter práctico de aquél. Lo único que manifestaría o habría manifestado
sería el hecho, igualmente contradictorio con su concepto de tal historiografía como
división de la ciencia del derecho, que ella, o bien no es una ciencia en ningún sentido, o
bien es una ciencia o rama de la ciencia del derecho cuyo objeto no es esta misma
ciencia. No veo cómo se podría discutir esta consecuencia lógica del contrasentido en
cuestión. Y eso no es todo: el hecho que habría de manifestar (o habría manifestado)
con el enunciado inicialmente considerado debería ser un hecho general consistente en
un sistema conceptual o en cuatro sistemas conceptuales concernientes a la ciencia del
derecho aún por otras razones. Por ejemplo, es razonable pensar que cuando Alberdi
juzga con verdadera convicción y no cierto grado particular de vaguedad o imprecisión2
1 Ibid., III, II, II, p. 310. 2 Está bastante clara la vaguedad o imprecisión de no pocas proposiciones de Alberdi incluidas en este mismo artículo II titulado “Historia del Derecho”, particularmente la proposición que define al sustantivo como “cámara oscura donde a menudo se deja pillar mansamente el derecho que fuga en el espacio inmenso de la conciencia y de la naturaleza humana” y compara ésta, sobre la base de Pascal, con un “vasto espejo cóncavo que refleja el género humano del tamaño de un solo y mismo hombre que subsiste siempre, y que aprende continuamente”. Ibid., III, II, II, p. 311.
42
lo que llama “campo fecundo” de la historiografía del derecho1, lo haga pensando
precisamente en él como objeto de la historiografía en cuestión. Ciertamente, con el
mero uso por su parte de las palabras “campo fecundo”, no quedaría expresado el hecho
de que él piensa que este dominio incluye necesariamente las cuatro divisiones de la
ciencia del derecho. Pero si es verdad, como lo es, que cuando se refiere, en el mismo
enunciado incluyente de aquellas palabras, a la filosofía del derecho como a una ciencia
que “encuentra opiniones y dogmas que allanan sus vías”2, entonces en el hecho no
hipotético que estamos considerando la historiografía de la ciencia filosófica del
derecho sería una especie de la historiografía de la ciencia cuyos descubrimientos
conceptuales facilitarían a la filosofía del derecho su progreso. Pero, además, realmente,
la mismísima dogmática, constituida en objeto de la otra especie de la historiografía de
la ciencia del derecho correspondiente a esta división de la ciencia del derecho, vería
facilitado “su desarrollo”, como el propio Alberdi admite, a través del hallazgo de
“fórmulas y teorías” recreadas como resultado de las operaciones de la historiografía de
la ciencia dogmática del derecho3. Es evidente que un concepto similar se desprende de
la relación entre la ciencia de la jurisprudencia y la historiografía de ésta concebida por
Alberdi al afirmar, cerrando el enunciado de que se trata, que la primera “encuentra
datos luminosos que disipan la oscuridad de los textos” también en el referido “campo
fecundo” constituido por aquello en que la historiografía de la ciencia del derecho se
resuelve4. Además nada me parece más cierto que el juzgar que la “historia del derecho”
de que constantemente nos habla Alberdi no concierne a la ciencia sino a la práctica es
contradictorio con el pensamiento de que ella pudiera proveer conceptos iluminadores a
la ciencia del derecho. Si se adoptase este criterio interpretativo de lo que realmente
quiso decir Alberdi, entonces, de ser él verdadero se podría inferir con toda certeza que
no discurría lógicamente. ¡La historiografía de la práctica permitiría a la ciencia del
derecho operar con los conceptos inherentes a un objeto negado por esa misma
historiografía! Me parece que esto es una reductio ad absurdum absolutamente
concluyente en contra de la opinión que nos ocupa; además en lugar de decir, como
apuntaría esta opinión, que dondequiera que tengamos el hecho del desarrollo de esta
1 Ibid., III, II, II, pp. 310-311 2 Ibid., III, II, II, p. 310. 3 Ibid., III, II, II, p. 310. 4 Ibid., III, II, II, p. 310.
43
historiografía de la práctica, el hecho correspondiente a este desarrollo será el progreso
de la ciencia del derecho, debemos afirmar no sólo la contradictoria, sino también la
contraria; a saber, que en ningún caso la historiografía de la práctica puede dar lugar al
progreso de la ciencia y que esto es precisamente lo que quiere decir Alberdi al
identificar a la historiografía del derecho con la historiografía de la ciencia del derecho:
divisio historiographica scientiae iuris habet obiectum quattuor divisiones.
XV. LA HISTORIA DE LA HISTORIOGRAFÍA COMO OBJETO DE LA
HISTORIOGRAFÍA DE LA CIENCIA DEL DERECHO
Pienso que el caso es diferente por lo que respecta a la parte de esta tesis según la
cual la historia de la historiografía de la ciencia del derecho podría ser útil a su objeto,
constituido no tanto por esta ciencia cuanto por su historiografía. Aquí podemos afirmar
con certeza la contradictoria de esa proposición, pero no la contraria. Es así, porque si
usamos “historiografía de la ciencia del derecho” en el amplísimo sentido en que no lo
hace ciertamente Alberdi (i. e. un sentido tal que ella o sus resultados contribuirían a su
propio progreso como división de la ciencia del derecho), entonces habrá algún aspecto
en el que los conceptos adquiridos por la historia (o historiografía) de la historiografía
de la ciencia del derecho será fecunda o provechosa no para esta última ciencia sino
para la constituida por su historiografía, contemplada como “división” de ella. Pero
también aquí podemos afirmar con toda certeza la contradictoria, pues es bien cierto
que aunque de hecho pueda ser verdad este beneficio conceptual, lo que nos capacitaría
para considerar como “campo fecundo” de la historiografía de la ciencia del derecho a
la historiografía no sería aquella misma historiografía sino la que se definiera como
historia de la historiografía de la ciencia del derecho.
La historiografía es una división de la ciencia del derecho que corresponde a ella
como la filosofía y la dogmática o como la jurisprudencia; también aquí los conceptos
de estas divisiones pueden encontrar aplicación útil; tanto ellas tres como la primera
tienen la propiedad de ser objeto de la historiografía y de dar lugar a la historiografía de
la ciencia filosófica del derecho, a la historiografía de la dogmática, a la historiografía
de la ciencia jurisprudencial y a la historia o historiografía de la historiografía de la
ciencia del derecho, para lo que sirve el concepto de la “historia como la ciencia misma”
44
tanto como el concepto de esta última, con relación al derecho, a través de sus “cuatro
grandes divisiones”1.
Ahora bien, lo que hay de interesante en materia de ese concepto de la historiografía
jurídica no es tanto que objeto de la historiografía pueda ser la ciencia del derecho, aun
cuando ésta sea el derecho mismo, sino que, a su vez, esta última ciencia sea una de las
“cuatro […] divisiones” de la ciencia del derecho, lo que muestra la teoría profundizada
de las relaciones entre éstas de Alberdi y se explica cuando ocurre que el objeto de la
historiografía es la historiografía de la “jurisprudencia propiamente dicha” o de la
“interpretación”, la historiografía de la “dogmática jurídica” y la historiografía de la
“Filosofía del Derecho”2; algo diferente es lo que se verifica en cuanto a la
historiografía, que como división de la ciencia del derecho sólo puede ser objeto de la
historiografía pero no tener como objeto a esta última.
1 Ibid., III, II, pp. 305-306. 2 Ibid., III, II, I-V, pp. 305-314.
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INVESTIGACIONES
№ 5 – 2008 ISSN 1851-3522
Buenos Aires, Argentina www.salvador.edu.ar/juri/reih/index.htm
LA ENFITEUSIS EN SANTA FE
[THE EMPHYTEUSIS IN SANTA FE]
ABELARDO LEVAGGI1
RESUMEN
A mediados del siglo XIX la provincia de Santa Fe aplicó la enfiteusis a la tierra pública, siguiendo el ejemplo de la ley nacional de 1826 y sus decretos. Fue una reacción contra la dilapidación y el desorden de las décadas anteriores. Intentó así retener el dominio directo y, al mismo tiempo, promover la explotación por los particulares. El comienzo de la colonización, poco tiempo después, tornó inadecuada la enfiteusis e impulsó su reemplazo por la cesión de la tierra en propiedad.
ABSTRACT
At the middle of the 19th. century the province of Santa Fe applied the emphyteusis to the public land, following the example of the national law of 1826 and its decrees. It was a reaction against the dilapidation and disorder of former decades. The beginning of colonization, a little after, made inadequate the emphyteusis and imposed its replacement by the land cession on ownership.
1 Investigador Superior del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas (CONICET), Director del Centro de Estudios e Investigaciones de Historia del Derecho (CEIHDE) y Profesor Titular de Historia del Derecho (USAL).
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Desde la Revolución de Mayo, la tierra pública santafesina había carecido de un
ordenamiento general sobre su utilización y destino, alternándose la venta, donación y
arrendamiento con la ocupación de hecho. Al hacerse cargo del problema, la
Representación provincial facultó al Poder Ejecutivo, en 23 de mayo de 1853, a “poner
en enfiteusis los terrenos de propiedad pública, debiendo presentar a la H. Sala el
proyecto o proyectos respectivos que juzgase oportunos para su resolución”.
Dicha sanción fue el resultado de la iniciativa de varios individuos, que –según
expuso el gobernador Domingo Crespo a la Sala- le presentaron “algunas solicitudes de
terrenos de pastoreo proponiendo comprarlos, o tomarlos en enfiteusis según la ley
general que sobre esta propiedad del Estado se dictara”. Crespo no se consideró
facultado para disponer de esas tierras. En cambio, sintió la ausencia de una ley general
que determinase “por cuál de aquellos medios, o de qué modo” podría satisfacer a los
solicitantes1.
El mismo 17 de mayo el pedido del gobernador pasó a una comisión, compuesta de
José Iturraspe y Elías Galisteo2. Luego se incorporó Cayetano Echagüe. El 23 se reunió
la Sala para escuchar y considerar el dictamen de la comisión. Éste fue que,
“conociendo los males que resultarían de la enajenación y, por el contrario, los bienes y
ventajas para la Provincia poniendo éstas en enfiteusis, no trepidaban aconsejar a la Sala
que se faculte al Poder Ejecutivo para que haga uso de ella, en este sentido”.
Sometió al juicio de los legisladores el siguiente proyecto de un artículo: “Se faculta
al Poder Ejecutivo de la Provincia para que pueda poner en enfiteusis los terrenos de
pastoreo y de toda otra clase que sean de propiedad pública, debiendo presentar a la H.
Sala el proyecto o proyectos que juzgase oportunos para su resolución”. El art. 2º era de
forma.
La aprobación en general fue sin debate. Abierto en particular, Iturraspe dijo que
“nunca podría conformarse con el dictamen de sus colegas, que lo estaría si viera quién
arrendara los campos, porque al contrario no conoce que pueda llegar este caso, por la
razón de [que] los campos de la provincia de Buenos Aires son mejores que los nuestros
1 Santa Fe, 17/5/1853. AGPSF, Libro copiador..., f. 179. Reproducido en: AGPSF, Informe... 2 AGPSF, Actas constituyentes..., f. 84 v. Reproducido en AGPSF, Informe...
47
y hay más seguridad”. Propuso, como única forma de atraer interesados, “venderlos o
darlos, por lo menos al Norte y Oeste, que son desiertos”.
Le respondió Galisteo que la falta de atractivos se había debido a la guerra, pero que,
al aproximarse el caso de una paz firme, habría interés en los campos, “ya en enfiteusis
o prestados”. Se discutió largamente sobre las cualidades de los campos bonaerenses y
santafesinos. Iturraspe pidió que se autorizara al Gobierno para vender, prestar o dar la
tierra, como se había hecho en Buenos Aires y en Corrientes. Puesto a votación el
proyecto de la Comisión, resultó aprobado1.
El gobernador Crespo sometió a la Junta de Representantes, en cumplimiento de la
ley del 23 de mayo, dos proyectos, que establecían “los términos y obligaciones del
enfiteusis”2. Por una ley sancionada el 24 de diciembre, la misma Representación
prohibió “absolutamente al Poder Ejecutivo de la provincia la venta o enajenación a
perpetuidad de terrenos de propiedad pública en todo el territorio de ella”, previendo
darlos “en enfiteusis, con arreglo a la ley que se sancione”, y garantizando al enfiteuta
“la posesión de los terrenos, por el tiempo que satisfaga religiosamente el canon que le
corresponda”3.
Dos días después se dictó la ley, que el gobernador Domingo Crespo promulgó el
28, previo establecer, el 27, la forma y demás requisitos para la denuncia de terrenos.
Según la ley, los terrenos de propiedad pública se concederían por el término de diez
años. Las tierras serían tasadas por una junta de tres hacendados, presidida por el juez
de paz, y las reclamaciones que hubiera sobre el justiprecio se resolverían por otra junta
similar. El canon quedó fijado en el 8% anual sobre la valuación para las tierras de
pastoreo, y del 4% para las de pan llevar. El abono se haría al fin del primer año, y por
mitades en los semestres siguientes, salvo decisión en contrario del Gobierno. Los
terrenos fronterizos quedaron eximidos del pago, ínterin no se garantizase su posesión
pacífica. Los poseedores de terrenos del Estado debían denunciarlos en enfiteusis dentro
1 AGPSF, Actas constituyentes..., f. 86. Reproducido en AGPSF, Informe... 2 Santa Fe, 9/12/1853. AGPSF, Libro copiador..., f. 261. Reproducido en AGPSF, Informe... 3 Registro... Santa Fe, II, p. 179. Ver Apéndice. MONTENEGRO, El régimen..., p. 1. Bonaudo atribuye la adopción de la enfiteusis al propósito de impulsar “un capitalismo basado en la pequeña o mediana propiedad” (“La tierra...”, p. 32). No se descubre semejante relación, ni en la teoría del sistema, ni en su aplicación en Santa Fe.
48
del año 1854, pues de no hacerlo serían adjudicadas al primer denunciante. Las
transferencias de títulos de enfiteusis requerirían el permiso del Gobierno1.
Los términos de la concesión eran similares a los de la ley nacional del 20 de mayo
de 1826. Pese a que no se estableció la obligación de poblar, según Marta Bonaudo fue
ése un objetivo prioritario de las diferentes administraciones2.
El presidente de la Sala, Mariano Comas, le contestó al gobernador, junto con el
texto de la sanción, haber encontrado aquélla por “único medio para evitar en lo
sucesivo los males que podrían resultar de la enajenación de los terrenos de propiedad
pública, el indicado proyecto, convencido al mismo tiempo de las ventajas que se
reportan, puestos éstos en enfiteusis, quedando así siempre garantido el crédito de la
Provincia, como que es el único tesoro con que cuenta para salvar toda exigencia”3.
El decreto del 27 de diciembre dispuso que las solicitudes se elevasen al Gobierno
por conducto del juez respectivo. Antes de eso, el interesado habría producido una
información para justificar la condición baldía del terreno, y se obligaría a recibirlo en
enfiteusis “bajo las condiciones y canon que la ley señala, y que lo pagará con arreglo a
ella”. El agrimensor nombrado por el Gobierno mediría el terreno y el juez de paz lo
haría tasar por la junta competente. Aprobadas dichas diligencias, se ordenaría la
posesión judicial y se pasaría el expediente a la Escribanía de Gobierno. Los terrenos
destinados al pastoreo no podrían ser de menos extensión que media legua de frente ni
de más que dos leguas de fondo. Los sobrantes de extensión menor se adjudicarían al
propietario o enfiteuta lindero4.
Por otro decreto de la misma fecha se reglamentó el registro especial que debía
llevar el escribano de Gobierno, especificándose los datos que habían de contener las
escrituras, expedición de testimonio al interesado y toma de razón por la Tesorería5.
Fuente de ambos decretos santafesinos fue el nacional del 27 de junio de 1826.
Hubo varios pedidos de tierras en enfiteusis. Domingo Palacio se adelantó a solicitar
uno sobre el arroyo Pavón para ensanchar sus negocios de pastoreo de ganados. El
1 Registro... Santa Fe, II, ps. 180-181. Ver Apéndice. MONTENEGRO, El régimen..., ps. 1-2. 2 “La tierra...”, p. 32. 3 Santa Fe, 24/5/1853. AGPSF, Archivo del Gobierno, t. 12: 1853, fs. 18-v. 4 Registro... Santa Fe, II, ps. 181-182. Ver Apéndice. 5 Registro... Santa Fe, II, p. 183. Ver Apéndice.
49
gobernador Crespo le admitió la denuncia por auto del 13 de junio de 1853 y ordenó su
pase al juez de paz del departamento del Rosario para que “previas las formalidades y
requisitos de la ley, ponga en posesión legal a dicho don Domingo Palacio del
enunciado terreno, quedando el suplicante sujeto a pagar el canon del enfiteusis en los
términos y formas que acuerde la ley que se dicte a este respecto”1. La ley se dictó –
como dije más arriba- el 24 de diciembre y el decreto complementario, el 27.
El jefe político del Rosario Nicasio Oroño le envió al gobernador delegado Juan
Francisco Seguí los pedidos formulados por José Fidel Paz y Enrique Nepp de dos islas
situadas frente a esa ciudad para recibirlas en enfiteusis. A la vez, opinó que para darle
“mayor vigor al espíritu de empresa que empieza a germinar en este departamento con
tendencias saludables, sería quizá conveniente la disminución del canon que establece la
ley de enfiteusis del 27 de diciembre de 1853, porque de esta manera se pondrían los
terrenos pertenecientes al Estado al alcance de todos; se aumentaría la producción,
duplicándose al mismo tiempo los establecimientos rurales, de todo lo que reportaría el
Gobierno y la Provincia toda inmensas ventajas”. Consideró conveniente el dictado de
una nueva ley de enfiteusis2.
Los estados de entradas y salidas de fondos provinciales de la Colecturía General,
correspondientes a 1855 y 1856, no registran ingreso alguno en concepto de canon
enfitéutico3.
Resuelto el cambio de destino de la tierra pública, una ley sancionada el 19 de marzo
de 1855 fijó los requisitos para aspirar a obtener título de propiedad de los terrenos de
pastoreo y pan llevar4. Otra ley, del 30 de mayo de 1855, autorizó al Poder Ejecutivo a
vender los terrenos de propiedad pública que se hallasen despoblados e invertir el
producto en objetos de utilidad para la provincia5. Por sanción del 6 de octubre
siguiente, extendió la autorización a las tierras dadas en enfiteusis, para, con el producto
1 AGPSF, Escribanía de Gobierno, fs. 301-323. Reproducido en AGPSF, Informe... 2 AGPSF, Archivo del Gobierno, t. 14: 1855, f. 827. Reproducido en AGPSF, Informe... El libro del AGPSF, Topográfico, t. 124, correspondiente a las adquisiciones de tierras en el Departamento Capital, comprensivo del período de la enfiteusis, según consigna el Archivo, “falta definitivamente”. 3 AGPSF, Archivo de Contaduría, t. 99: 1855, leg. 5, y t. 100: 1856, leg. 53. 4 Registro... Santa Fe, II, p. 253. 5 Registro... Santa Fe, II, p. 265. MONTENEGRO, El régimen..., p. 2.
50
de ellas y otros recursos, sufragar los gastos que demandaba el contrato de colonización
que la provincia había celebrado con el empresario Aarón Castellanos1.
La Constitución de 1856 reforzó la nueva política, autorizando a la Asamblea
Legislativa a “disponer del uso y enajenación de las tierras de propiedad provincial”
(art. 19, inc. 9)2. Así lo hizo el 22 de octubre de 1858, con el dictado de una ley general
sobre enajenación de tierras públicas. Uno de los artículos, el 8º, contempló la situación
de los enfiteutas, en los términos siguientes: “Las tierras que yacen ocupadas por
enfiteutas, o simples poseedores, serán ofrecidas en venta particular, al precio fijo de la
ley, a los ocupantes antes de ponerlas en pública subasta”3. La intención manifiesta era
acabar con la enfiteusis.
A juicio de Bonaudo, el alejamiento de la experiencia enfitéutica se debió a que el
proyecto de colonización agrícola, en que se embarcaba el Estado, demandaba gastos
superiores a sus recursos, además de carecer éste de los medios necesarios para evitar
que los terrenos cedidos en enfiteusis cayeran en manos de especuladores4.
La segunda parte del juicio no parece acertada, porque el mismo problema podía
presentarse con la venta si la ley no trataba de impedirlo. Sí cabe pensar que el éxito de
la colonización estaba atado a la condición de entrega de la tierra en propiedad. La sola
cesión del dominio útil, y por tiempo limitado, no era suficiente para despertar el interés
de los empresarios y colonos. La enfiteusis no era, pues, el sistema idóneo para
impulsarla.
En tren de regularizar la posesión de la tierra y planificar su uso en la provincia, una
ley del 15 de diciembre de 1862 estableció la Oficina de Topografía y Estadística. Por el
art. 5º, todo asunto que se promoviera sobre tierras públicas “en solicitud de su
propiedad o de los derechos de enfiteusis” se resolvería, como sustanciación esencial,
con previo informe de la Oficina5. Los derechos de enfiteusis mencionados se supone
que eran los relativos a los contratos anteriores a las ventas. Hasta cuándo se extendió su
vigencia es un dato desconocido.
1 Registro... Santa Fe, II, p. 286. Ver Apéndice. MONTENEGRO, El régimen..., p. 2. 2 SAN MARTINO DE DROMI, Documentos..., p. 1264. 3 Registro... Santa Fe, II, ps. 458-459. MONTENEGRO, El régimen..., p. 2. 4 “La tierra...”, ps. 32-33. 5 Registro... Santa Fe, III, ps. 437-438.
51
APÉNDICE
Ley santafesina del 24 de diciembre de 1853, prohibiendo la venta de la tierra
pública y disponiendo su concesión en enfiteusis
Art. 1º Se prohíbe absolutamente al Poder Ejecutivo de la provincia la venta o
enajenación a perpetuidad de terrenos de propiedad pública en todo el territorio de ella.
Art. 2º Los terrenos de propiedad pública se darán a los que los soliciten en
enfiteusis, con arreglo a la ley que se sancione, reglamentando las formalidades
necesarias para obtenerlos y estableciendo el canon que deben pagar al Tesoro
provincial.
Art. 3º La H. Juta de Representantes se reserva el derecho de ceder terrenos de
propiedad pública a las colonias que se establezcan en las fronteras, a las empresas de
ferrocarriles, y venderlas para otros establecimientos de conveniencia general.
Art. 4º La provincia de Santa Fe garante al enfiteuta la posesión de los terrenos, por
el tiempo que satisfaga religiosamente el canon que le corresponda.
Art. 5º Comuníquese al Poder Ejecutivo1.
Ley santafesina de enfiteusis, del 26 de diciembre de 1853
Art. 1º Los terrenos de propiedad pública, cuya venta o enajenación a perpetuidad se
reserva esta H. Junta provincial, por ley de 24 del presente, se darán por el Gobierno en
enfiteusis en todo el territorio de la provincia, por el término de diez años, a contar
desde la publicación de la presente sanción.
Art. 2º El enfiteuta pagará al Tesoro de la provincia el ocho por ciento anual sobre el
avalúo de las tierras que reciba, con arreglo a su tasación, si éstas son de pastoreo; y el
cuatro por ciento si son de pan llevar.
Art. 3º La tasación de que habla el artículo anterior, se hará por una junta de tres
hacendados de los más inteligentes e inmediatos al lugar que deba justipreciarse,
presidida por el juez de Paz del departamento a que corresponda.
1 Registro... Santa Fe, II, p. 179.
52
Art. 4º Las reclamaciones sobre el justiprecio de las tierras, ya se hagan por los
interesados o por el Fisco, las resolverá otra junta de igual número de hacendados, que
se nombrará en los mismos términos que la primera.
Art. 5º El canon que se establece en el artículo 2º, empezará a correr desde el día en
que se dé posesión al enfiteuta, y se abonará al fin del primer año; y de seis en seis
meses los siguientes, por mitad; pero podrá reformarse este término por el Gobierno,
según las circunstancias, haciendo constar la obligación suficientemente.
Art. 6º Los terrenos fronterizos a la campaña ocupada por los indios o desierta, son
exceptuados de pagar el canon con que los grava el artículo 2º, ínterin no sean
garantidos por guarniciones adelantadas, o de otra manera, que aseguren los intereses y
la posesión pacífica de ellos.
Art. 7º La tasación de los terrenos en enfiteusis se hará por cuerdas de frente en los
de pastoreo, y por varas en los de pan llevar.
Art. 8º Los que actualmente poseen terrenos del Estado, los denunciarán en
enfiteusis dentro del año próximo de 1854, y de no verificarlo serán adjudicados al
primer denunciante.
Art. 9º Ninguna transferencia de título de enfiteusis se hará sin permiso del
Gobierno.
Art. 10 Para acordarse el permiso de transferencia, se ordenará previamente el pago
del canon que se adeude.
Art. 11 Los que antes de la presente ley hayan denunciado y obtenido terrenos en
enfiteusis, se presentarán al juez de Paz del Departamento a que correspondan para
obtener el competente título, previas las diligencias que se prescriban.
Art. 12 La presente ley podrá reformarse cada diez años por la Legislatura
provincial.
Art. 13 El Gobierno reglamentará lo conveniente para el cumplimiento de la
presente ley.
Art. 14 Comuníquese al Poder Ejecutivo1.
1 Registro... Santa Fe, II, ps. 180-181.
53
Decreto del gobernador de Santa Fe Domingo Crespo, del 27 de diciembre de
1853, estableciendo la forma y demás requisitos para denunciar terrenos en
enfiteusis
Art. 1º Las solicitudes que se eleven al Gobierno, denunciando terrenos en
enfiteusis, ya sean de pastoreo o pan llevar, deberán venir por conducto del juez de Paz
respectivo de cada Departamento de campaña, y del de primera instancia en el de la
Capital.
Art. 2º El interesado producirá previamente ante el competente juez de Paz del
Departamento de campaña, o del de primera instancia, una información en que se
justifique ser baldío el terreno que solicita, expresando terminantemente quedar
obligado a recibirlo en enfiteusis bajo las condiciones y canon que la ley señala, y que
lo pagará con arreglo a ella.
Art. 3º Concluida la justificación del artículo anterior, el Juzgado hará la declaración
correspondiente de si es o no baldío el terreno denunciado, y elevará el expediente al
Gobierno con el respectivo informe.
Art. 4º Expedido por el Gobierno el decreto de concesión y hecho el nombramiento
de agrimensor, se procederá a la mensura del terreno solicitado, y enseguida el juez de
Paz respectivo lo hará tasar por la Junta competente, y se remitirá el expediente al
Gobierno para su aprobación, previa notificación al interesado.
Art. 5º El agrimensor procederá por ahora con arreglo a las leyes generales, hasta
que se dicte una especial al efecto.
Art. 6º Aprobadas las diligencias prescriptas en los artículos anteriores, se ordenará
la posesión judicial, y verificada ésta sin contradicción, se pasará el expediente a la
Escribanía de Gobierno a los objetos que expresa el decreto de esta misma fecha.
Art. 7º Los terrenos que se den en enfiteusis no podrán ser en los de pastoreo de
menos extensión que media legua de frente, ni de más que dos leguas de fondo.
Art. 8º Los sobrantes de tierras que no tengan la extensión designada en el artículo
anterior, se adjudicarán en la forma prescripta al propietario o enfiteuta lindero, que el
Gobierno considere con mejor derecho.
54
Art. 9º Los gastos ocasionados en las anteriores diligencias serán de cuenta del
interesado.
Art. 10 El ministro general de Gobierno queda encargado del cumplimiento del
presente decreto.
Art. 11 Comuníquese a quienes corresponde, publíquese e insértese en el Registro
Oficial.
Crespo
Manuel Leiva1
Decreto del gobernador de Santa Fe Domingo Crespo, del 27 de diciembre de
1853, con disposiciones al escribano de Gobierno en materia de enfiteusis
Art. 1º El escribano de Gobierno llevará en la oficina de su cargo un Registro por
separado en que se extiendan las escrituras de los terrenos que se den en enfiteusis.
Art. 2º Se expresarán en dichas escrituras, con claridad y precisión, las dimensiones
del terreno, nombre del lugar y demás puntos que fijen su situación y demarcación
topográfica, el canon en que se convenga y exprese en el decreto de orden y el día desde
el cual debe pagarse éste.
Art. 3º Extendida la escritura en los términos prevenidos, y después de darse al
interesado el testimonio que pida de ella, se pasará el expediente a la Tesorería general o
Junta, tomándose razón del título, a los fines consiguientes.
Art. 4º Comuníquese, publíquese y dése al Registro Oficial.
Crespo
Manuel Leiva2
FUENTES
-Archivo General de la Provincia de Santa Fe (AGPSF): Actas constituyentes de la Provincia. Año 1853; Archivo de Contaduría, t. 99: 1855, leg. 5, y t. 100: 1856, leg. 53; Archivo del Gobierno, t. 12: 1853, y t. 14: 1855; Escribanía de Gobierno. Expedientes
1 Registro... Santa Fe, II, ps. 181-182. 2 Registro... Santa Fe, II, p. 183.
55
de 1855-56; y Libro copiador de notas del Ministerio de Gobierno y Relaciones Exteriores (LCNMG). Año 1852-55.
-AGPSF, Informe técnico Nº 4: “Enfiteusis. Ley. Aplicación en la provincia (1826-58)”, s/d, mecanografiado.
-BONAUDO, MARTA, “La tierra y el sueño de fare l´America”, BARRIERA, DARÍO G. (dir.), Nueva historia de Santa Fe, IV, Rosario, Prohistoria/La Capital, 2006, ps. 31-55. -MONTENEGRO, LILIANA, El régimen de la tierra, en la provincia de Santa Fe, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, hasta 1980, Noveno Congreso Nacional y Regional de Historia Argentina. Rosario, 26-28 de septiembre de 1996, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1996. -Registro oficial de la Provincia de Santa Fe, I, II y III, Santa Fe, 1889. -SAN MARTINO DE DROMI, MARÍA LAURA, Documentos constitucionales argentinos, Buenos Aires, Ciudad Argentina, 1994.
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INVESTIGACIONES
№ 5 - 2008 ISSN 1851-3522
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LAS RAÍCES CONSTITUCIONALES DEL ESTADO ARGENTINO
-Un estudio de las convenciones de 1853 y 1860-
[THE CONSTITUTIONAL ROOTS OF THE ARGENTINE STATE - a study of the 1853 conventions and 1860-]
JUAN FERNANDO SEGOVIA1
RESUMEN
El objeto de este trabajo es simple: estudiar las Convenciones Constituyentes de 1853 y 1860 en tanto que ellas son la matriz constitucional del Estado argentino. Uno de los motivos que nos ha llevado a este estudio es la gran cantidad de trabajos secundarios, que no ahondan en el desarrollo de los debates en las convenciones, prefiriendo adoptar posiciones desde afuera de ellas, sin haber dialogado directamente con las fuentes.
ABSTRACT The object of this work is simple: to study the Constituent Conventions of 1853 and 1860 whereas
they are the constitutional matrix of the Argentine State. One of the reasons that have taken to this study is the great amount of secondary works, that do not go deep in the development of the debates in the conventions, preferring to assume positions from outside of them, without to have had a discussion directly with the sources.
1 U. de Mendoza – CONICET.
57
El objeto de este trabajo es simple: estudiar las Convenciones Constituyentes de
1853 y 1860 en tanto que ellas son la matriz constitucional del Estado argentino. Uno de
los motivos que nos ha llevado a este estudio es la gran cantidad de trabajos
secundarios, que no ahondan en el desarrollo de los debates en las convenciones,
prefiriendo adoptar posiciones desde afuera de ellas, sin haber dialogado directamente
con las fuentes. El olvido del trabajo inmediato con este material es el que ha suscitado
tantas polémicas y opiniones contradictorias sobre nuestra primer constitución: para
algunos, fue nítidamente liberal, para otros es de naturaleza ecléctica; hay quienes la
elogian como resultado nacional mientras otros le endilgan el carácter de copia de la
norteamericana; unos alaban su catolicismo, otros aplauden su laicismo; si para un
sector es clara expresión federal, para otro contiene las semillas de la centralización,
etcétera.
Dos ejemplos de este avanzar laberíntico. El primero corresponde al historiador
español y conocido americanista, Carlos Stoetzer, quien precisa que la constitución del
1853/60 es “totalmente romántica”, dado que está influenciada por Leroux y el
saintsimonismo, vía Asociación de Mayo; sin embargo esta afirmación tan rotunda,
entiende que ese texto es igualmente un “eco del liberalismo doctrinario”, como si
romanticismo y liberalismo fuesen opuestos, de modo que el texto final resulta una
suerte de sincretismo contradictorio aunque dominado por aquél espíritu particular1.
Para el segundo ejemplo, recurrimos a un afamado historiador revisionista argentino,
José María Rosa, el que prefirió otro método: condenar la constitución liberal, copiada
de la norteamericana, no tanto por sus ideas, como por su procedencia: fue escrita por
gente decente y para gente decente (aunque no lo eran tanto, según demuestra),
haciendo de la historia un tribunal en el que los argumentos ad hominem son suficientes
para denostar la obra constituyente2.
Podríamos proseguir con algunos juicios en pro de una tesis que inmediatamente
puede ser contrarrestado por otros tantos. Ante la disparidad de criterios, qué mejor,
1 STOETZER, Carlos, “Raíces intelectuales de la Constitución argentina de 1853”, Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaff und Gesellschaft Lateinamerikas, Nº 22 (1985), pp. 295-339. 2 ROSA, José María, Nos, los representantes del pueblo, A. Peña Lillo, Buenos Aires, 1975. Más tarde, Rosa dedicó otro libro a combatir la constitución del 53 como “estatuto de la dependencia”; cf. ROSA, El fetiche de la constitución, Ed. Ave Fénix, Buenos Aires, 1984.
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pues, que estudiar las discusiones habidas en ambas asambleas para dejar que sean sus
actores quienes nos definan esos perfiles disputados.
Nuestro propósito queda expresado. La forma de alcanzarlo, el método y el enfoque,
varían de la historia de las ideas políticas a la historia del derecho. Los textos de que nos
proveen las convenciones son ganados para el derecho constitucional y la teoría política
desde su horizonte histórico. Luego de estudiar los aspectos más importantes de ambas
convenciones, llegará el momento de apurar algunas reflexiones sobre ambos procesos
históricos.
I- LA CONFIANZA EN LA CONSTITUCIÓN
Una de las notas típicas del Estado moderno es que la justificación de su dominio es
iuscéntrica, es decir, basada en el monopolio del derecho a través del cual el propio
Estado decide lo público y lo privado. En este mismo concepto anida la idea de
«constitución» como elemento esencial al Estado moderno, pues a través de ella se crea
el orden y se define la organización del poder1. Pocas veces esta afirmación de la teoría
del Estado se presenta mejor reflejada que en la historia argentina: desde 1810 a 1853
esa historia puede ser leída como la pretensión constante y siempre frustrada de crear
constitucionalmente un Estado que diera forma y unidad a una nación dispersa,
desorganizada, por momentos caótica y en guerra intestina. No parece desacertado
interpretar ese período como el de una nación en busca de una constitución, una nación
que no conseguía constituirse en Estado; preexistía una nación, una voluntad de vivir en
común, que no cristalizaba en la determinación de una forma política que aunara esas
voluntades y superara las contradicciones reales. Luego de vencido Rosas, la ocasión
parecía ser la oportuna para formar ese Estado con la convocatoria a una convención
constituyente en 1852; a poco andar, nuevas desavenencias postergaron la conformación
de la estatalidad hasta el momento en que, nuevamente unida la Nación, revisada la
constitución en 1860 y vencidas las resistencias del “interior”, pudo constituirse en 1862
1 Sobre la relación entre constitucionalismo y Estado moderno, cf. SARTORI, Giovanni, “Constitutionalism: A Preliminary Discussion”, The American Political Science Review, vol. 56, Nº 4 (Dec., 1962), pp. 853-864 (luego ampliado en el capítulo “Constitución”, de sus Elementos de teoría política, Madrid, Alianza, 1992, pp. 13-25); FIORAVANTI, Maurizio, Constitución, Ed. Trotta, Madrid, 2007, especialmente cap. 3, pp. 71 y ss.; MADDOX, Graham “A Note on the Meaning of ‘Constitution’”, The American Political Science Review, vol. 76, Nº 4 (Dec., 1982), pp. 805-809; y PERRY, Michael J. “What is ‘the constitution’? (and other fundamental questions)”, en Larry ALexander, (ed.), Constitutionalism. Philosphical foundations, Cambridge, Cambridge University Press, 2001, pp. 99 y ss.
59
el primer gobierno nacional encargado de hacer realidad la idea de Estado que la
constitución prometía.
Por eso es capital para la comprensión del proceso histórico de constitución y
desarrollo del Estado liberal argentino, el estudio de las convenciones de 1853 y 1860,
porque a través de ellas se define el Estado; se precisa el derecho público, se deslinda el
privado, distribuyéndose los espacios de la estatalidad y de la privacidad1. Es también
en estas asambleas donde se delinearon las ideologías fundantes de la estatalidad
argentina, se señalaron los caminos del desarrollo del Estado y se perfilaron, algunas
veces en forma explícita y otras de manera implícita, las áreas o zonas de conflicto que
generaba el nuevo Estado2.
Mientras que los constituyentes del 53 iniciaron y concluyeron su labor
constituyente sabiendo que estaban dando las bases posibles y deseables para organizar
un Estado que fuera la piedra angular de la convivencia nacional3, los hombres del 60
rebajaron el valor de aquel trabajo4 y criticaron a los constituyentes de Santa Fe. Entre
los convencionales porteños, uno de los primeros en cuestionar la Constitución de 1853
y justificar la necesidad de su reforma fue Sarmiento quien, durante la sesión del 6 de
febrero, sostuvo:
“Esa constitución que vamos a examinar fue dada el año 52, Señores, cuando no
había prensa en la República Argentina, ni la había en el mismo lugar en donde se
discutió. Los pueblos no tomaron parte en el debate: dos o tres jurisconsultos, o que se
consideraban tales, fueron los que proyectaron la Constitución, y la sancionaron en
1 Tratar en conjunto las dos convenciones tiene justificación histórica y teórica. A pesar de la prohibición de reforma constitucional establecida en el texto de 1853, la constitución se reformó en 1860 al incorporarse Buenos Aires a la República, lo que ha llevado a sostener la tesis de un poder constituyente abierto cuyo ciclo originario se clausura en éste último año. Cf. BIDART CAMPOS, Germán J., “Nota sobre el carácter abierto y eficaz del poder constituyente originario en Argentina”, Revista de Estudios Políticos, Nº 188, 1973, pp. 261-272. 2 Sobre los diferentes conceptos de constitución hasta llegar al alberdiano, de carácter progresista y liberal, véase GOLDMAN, Noemí, “El concepto de ‘Constitución’ en el Río de la Plata (1750-1850)”, Araucaria, vol. 9, Nº 17, mayo 2007, pp. 169-186. Esta contribución debe necesariamente ser ampliada con un análisis de los experimentos constitucionales anteriores, como ha hecho Abelardo Levaggi, “Espíritu del constitucionalismo argentino en la primera mitad del siglo XIX”, Revista de Historia del Derecho, Nº 9, 1981, pp. 239-301. 3 Para la Convención de 1853 hemos seguido la versión de Emilio Ravignani (ed.), Asambleas constituyentes argentinas, tomo IV, Peuser, Buenos Aires, 1938. En las notas siguientes se la cita con las siglas tradicionales: ACA, indicándose la página y, cuando es necesario, también la sesión. 4 Todas las referencias a la Convención de 1860 se toman de la edición de la Universidad Nacional de La Plata, Reforma constitucional de 1860. Textos y documentos fundamentales, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación / Instituto de Historia Argentina Ricardo Levene, 1961. En las notas siguientes se la cita con las siglas: RC60, indicándose la página y además, cuando lo creemos necesario, la sesión.
60
circunstancias terribles, en medio de la guerra y de los desastres, bajo pretexto de que
era preciso salvar el país. Si alguna vez ha podido hacerse valer las circunstancias, era
entonces, porque no había libertad: en primer lugar porque no había nacido la libertad ni
había debates, porque no había pueblo, si es posible decirlo.
“La Constitución, Señores –continuó el sanjuanino-, no fue examinada por los
pueblos, fue mandada obedecer desde un campamento, en un cuartel general de un
ejército; fue mandada regir y obedecer por los mismos que la habían confeccionado.” 1
El cuestionamiento de Sarmiento es muy preciso: la constitución de 1853 carecía de
legitimidad por no haber sido consentida por los pueblos, al haberse impuesto por la
fuerza y empleado métodos inconcebibles para alcanzar su acatamiento. La
constitución, según su punto de vista, debía ser el producto de la voluntad de todos los
pueblos, del pueblo en su conjunto, de manera que si éste era incompleto o se lo
sustituía por la voluntad de poder de un sector dominante, no había propiamente una
constitución. En la misma ocasión apareció con reciedumbre la tendencia a concebir la
nueva realidad estatal según modelos establecidos y aceptados por todos como de
validez universal. Vélez Sársfield2, por ejemplo, acusó a los hombres del 53 de haber
alterado la magnífica obra constitucional norteamericana:
“Los legisladores argentinos la tomaron por modelo, y sobre ella construyeron la
Constitución que examinamos; pero no respetaron ese texto sagrado, y una mano
ignorante hizo en ella supresiones o alteraciones de grande importancia, pretendiendo
mejorarla. La Comisión –explicó Vélez, en referencia a la de 1860- no ha hecho sino
restituir el derecho constitucional de los Estados Unidos en la parte que se veía alterado.
Los autores de la Constitución no tenían ni los conocimientos ni la experiencia política
de los que formaron el modelo que truncaron.”3
La Constitución, entonces, como corrige Vélez, no debe ser solamente el producto
del consentimiento de los pueblos, además ha de amoldarse al ejemplo de la única
república constitucional y federal existente. Estas dos ideas que se formularon en 1860
1 RC60, pp. 72-73. 2 Sobre el importante papel que le cupo a este jurista en la asamblea de 1860, cf. HARO, Ricardo “Dalmacio Vélez Sársfield y su labor con motivo de la reforma constitucional”, en Autores Varios, Homenaje a Dalmacio Vélez Sársfield, Academia Nacional del Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, Córdoba: Argentina, t. IV, 2000, pp. 177-208; y RECCHIA, Giorgio, “La contribución de Vélez Sársfield a las disciplinas publicísticas y al «constitucionalismo latino»”, Revista de Estudios Políticos, Nº 76, abril-junio 1992, especialmente pp. 48 y ss. 3 RC60, Discurso del miembro informante, sesión del 25-IV-60, pp. 141-142.
61
nos dan ya una pista del proyecto estatal que se incubó por aquellos años: la técnica
constitutiva del Estado que se despliega a través de la Constitución es considerada
neutral, independiente hasta cierto punto de la realidad nacional. Se trata de la
afirmación de una idea que está implícita en los convencionales, quienes aceptan que a
pesar de carecer de hábitos políticos acordes al sistema republicano que sanciona y
recoge la Constitución, ésta es un resorte adecuado para generar esos hábitos, como lo
afirmó Gutiérrez en Santa Fe1. Esta tesis, que nadie combate abiertamente, parece
basarse tanto en una confianza ilimitada en las posibilidades de la naturaleza humana,
como la fe en el valor pedagógico y progresista de la ley y la Constitución.
Mas aquí es conveniente distinguir los dos momentos del proceso constituyente,
porque entre 1853 y 1860 hay una insensible distancia que se irá acortando a medida
que el texto constitucional se perfile definitivamente. La convención santafesina
comenzó con ciertas reservas acerca de la posibilidad de dar una Constitución con las
solas luces de la razón, apartada de la experiencia. Es, por ejemplo, la tesis -para
algunos dilatoria- de Zuviría2, cuando señaló que el hombre público no puede guiarse
sólo por la luz de la razón y la conciencia, porque siendo éstas buenas conductoras del
hombre privado no lo son en el político, que tiene un marco histórico delimitante. Por
eso dijo: “La experiencia por lo común no está de acuerdo con las verdades
especulativas.”3
Se puede decir, sin temor a equivocarnos, que los hombres del 53 tuvieron una
visión pesimista o al menos no tan optimista sobre los resultados del proyecto
constitucional que estaban emprendiendo. Fueron varios los convencionales que
llamaron la atención sobre la imperfecta constitución de la naturaleza humana; por
ejemplo, Seguí, quien luego de señalar que en asuntos de esta índole se mezclaban
pasiones mezquinas, ambiciones egoístas y malas costumbres, advirtió:
“Donde hay hombres, hay miserias - hay debilidades - hay vicios - suele también
haber crímenes - Es necesario marcar la diferencia - La política consiste en neutralizar
su acción, en desvirtuar su influjo, en utilizarlo todo para el bien público.”4
1 ACA, pp. 479-480. 2 Ídem, sesión preparatoria del 17-XI-52, p. 407. 3 Ídem, sesión del 20-IV-53, p. 470. 4 Ídem, sesión del 29-XI-52, p. 427. El propio Seguí en la sesión del 29-IV-53 señaló que “en toda disposición era necesario tener en cuenta las debilidades humanas en cuyo nombre se habla” (ídem, p. 532).
62
En algunos casos, esta perspectiva venía propuesta desde un fondo religioso, como
ocurre con Leiva cuando, al debatirse sobre los problemas relativos a la religión y su
relación con el Estado, sentenció la necesidad de la religión y propagación del
Evangelio, habida cuenta que los hombres eran “débiles y frágiles llenos de miserias y
pasiones”1. En este punto -la invocación de la religiosidad humana como paliativo de la
imperfección de las obras e instituciones políticas- hay un puente que se tiende para
conectar a los hombres de Santa Fe con los porteños opuestos a la reforma
constitucional. La figura de Félix Frías, entre estos últimos, es importantísima, pues
hablando en nombre de ese sector dijo que no tenía su grupo la pretensión de creer que
la Constitución de 1853 era perfecta, no obstante mantener la idea de que debía
aprobarse en su totalidad sin modificaciones; y agregó:
“yo pienso que si hay algo que corregir en esta tierra, no son las instituciones; y no
doy grande importancia al esfuerzo que se hace por perfeccionarlas”2.
Un última instancia, Frías -como veremos al tratar sobre la cuestión religiosa- sólo
confía en la libertad humana regida por la religión, o, para decirlo en sus propias
palabras: “todo es tiranía en un país, inclusa [sic] la libertad, cuando falta en la
conciencia del hombre la luz de la verdad y el freno de la regla moral”3.
Sin embargo, los hombres del 53 ven con mejores ojos el fruto de sus trabajos
cuando la tarea se va concluyendo. Así, en la Minuta de Comunicación al Director
Supremo, leída y aprobada en la sesión del 5 de mayo de 1853, debida posiblemente a la
pluma de Zuviría, se dice:
“Dios crió al hombre bueno y sociable bajo todas las latitudes. El Argentino lo es, y
por serlo, su sangre generosa ha corrido a torrentes - El sentimiento de lo justo lo ha
hecho reclamar, tal vez con exageración, la justicia; el sentimiento de la dignidad, los
derechos de libertad, seguridad y propiedad - Sus instintos de progreso lo hacen
reclamar con impaciencia todas las mejoras y todas las relaciones morales, intelectuales
y comerciales.”4
El cambio de mira del propio Zuviría, el nuevo enfoque aplicado al hombre y la
Constitución, sigue apoyándose en una base religiosa. Paradójicamente la religión que
1 Ídem, sesión del 27-IV-53, pp. 524-525. 2 RC60, sesión del 27-IV-60, p. 163. 3 Ídem, sesión del 11-V-60, p. 317. 4 ACA, p. 549.
63
servía para criticar o desconfiar en los planes constitucionales, ahora es el fundamento
de sus designios progresistas. Pero será en la convención de Buenos Aires donde el
optimismo aparezca matizado, secularizado. Es Sarmiento otra vez la voz cantante. Al
plantearse cómo habría de procederse si el gobierno federal no obraba bien, dijo
Sarmiento que cabía presumir la mala fe, porque en ese caso
“no puede formularse artículo ninguno para que preste protección a los Estados
pequeños contra los grandes (...); en estos casos no podemos hacer otra cosa que
confiarlo todo a la Providencia y a nuestros buenos puños, que es lo que puede hacer
que las cosas vayan por donde deben ir. No conozco otro remedio al mal”1.
Aunque confuso al expresarlo, Sarmiento quiere decir que una Constitución tiene
necesariamente por base la buena fe, el recto proceder del Gobierno, porque de lo
contrario no habría Constitución. En otros términos: no puede construirse
constitucionalmente un Estado sobre la base de la malicia del hombre y del gobierno; al
contrario, debe presumirse la rectitud, cuando no la bondad, en el actuar; debe
depositarse toda la confianza en “nuestros buenos puños”, en la voluntad humana y
gubernamental, que actuará correctamente.
Queda así cerrado el círculo: consentimiento de los pueblos, seguimiento del modelo
republicano estadounidense, confianza en la obra humana, optimismo en las
instituciones que la Constitución diseña y en los poderes que se otorgan al gobierno, son
las bases del nuevo Estado, los cimientos de la estatalidad a la que se encomendó la
obra progresista que transformaría la faz de la Nación. Casi todos los constituyentes
entendieron que la Constitución ponía fin a luchas históricas y que, por tal motivo, era
ella prenda de paz y unión, debiendo recoger, de un lado, el resultado de esas luchas, y,
del otro, los principios fundamentales de los “pueblos democráticos y civilizados”,
como se expresa en la Minuta de Comunicación al Director Supremo ya sancionada la
Constitución en 1853. Argentina podía comenzar a andar la senda de esos pueblos desde
que ha dado sanción a
1 RC60, sesión del 27-IV-60, p. 171.
64
“una Constitución que garante todas las aspiraciones, todos los intereses, todas las
ambiciones y partidos legítimos, bajo la sumisión a la ley, y a las autoridades que los
moderan, imprimiéndoles su acción legal y útil”1.
II- LOS SEDIMENTOS IDEOLOGICOS DE LA CONSTITUCIÓN
Pasemos ahora al centro de nuestro examen de las convenciones de 1853 y 1860, el
estudio de las ideologías que darán un perfil y un sentido la Constitución que finalmente
permitirá la formación y desenvolvimiento del nuevo Estado argentino. Antes de entrar
en materia, una última advertencia: cuando las ideologías de las que estamos tratando
son consideradas en el contexto argentino hay que tener presente que su recepción no es
plena ni acabada. En buena medida, se trata de ideologías en desarrollo, que estaban
madurando y que, en innumerables ocasiones, se fusionaban con otros modos de
pensamiento (como el romanticismo) o con otras concepciones generales de la vida
(como el catolicismo). Por eso es que la Constitución y las políticas que se impulsan
desde su texto tienen por lo general un grado elevado de sincretismo, de conciliación de
ideas a veces opuestas. Y también, por qué no reconocerlo, un carácter inacabado,
incompleto.
El liberalismo, en el contexto antes señalado, es sin duda la ideología por excelencia;
y es que no podía ser de otra manera, porque en los espíritus existía la firme creencia de
que se actuaba conforme a los tiempos, que la Constitución que se sancionaba estaba de
acuerdo al clima intelectual y moral de la nueva época en que se vivía. Así lo expuso
Seguí cuando dijo que no negaría su voto “a un documento que simboliza las ilustradas
creencias del espíritu humano reinantes en el mundo”2. Al liberalismo vendrán
prendidos, como matices suyos, el conservadorismo, el catolicismo y ciertos aires
democráticos. Es que hay una matriz ideológica primaria e inconfundible que da forma
al nuevo Estado: es la que brinda el liberalismo. Nos detendremos en mostrar cómo se
manifestó el liberalismo al tener que ir dando forma a los diversos aspectos del nuevo
Estado constitucional.
A) LA IDEA DE CONSTITUCIÓN
1 ACA, sesión del 5-V-53, p. 549. 2 Ídem, sesión del 27-XI-52, p. 422.
65
La idea constitucional predominante fue claramente liberal, tanto en el 53 como en
el 60, pero se formuló nítidamente en los debates de la primera convención. Un ejemplo
de esta visión constitucional aparece en las expresiones del Diputado Zapata, que
manifiesta su adhesión al liberalismo en la definición de Constitución, en lo que es y
debe ser la Constitución. Leamos sus palabras: “Una Constitución como la que aconseja
el Proyecto, que sea la verdadera expresión de las necesidades del País, donde Pueblos y
Gobiernos aprendan a conocer sus derechos y sus deberes. Una Constitución, porque
ella sola puede crear una autoridad fuerte y vigilante, pero una autoridad prudentemente
dividida entre poderes de límites fijos, que al mismo tiempo de hacer imposible su
abuso, pueda garantir a sus ciudadanos en el goce de sus derechos.”1
Aquí han quedado plasmados los elementos de la concepción racionalista liberal de
Constitución: garantía del orden, porque ella es quien crea el orden mismo; división y
control de poderes estatales; reconocimiento y protección de los derechos y garantías
individuales2. En algunos casos se llega mucho más allá, como cuando, por ejemplo, se
justifica que pueda darse una Constitución en un país que carece de tradiciones y
hábitos constitucionales. Tal el caso de Juan María Gutiérrez, cuando al contestarle a
Zuviría -quien, como veremos, no aceptaba en principio una Constitución meramente
teórica- expuso un concepto racionalista de Constitución. Dijo, aludiendo a un
distinguido político que
“sólo había dos modos de constituir un país: tomar la Constitución de sus
costumbres, carácter y hábitos, o darle el código que debía crear ese carácter, hábitos y
costumbres, si no los tiene.”
Gutiérrez, que no es torpe, reconoce con Zuviría que el pueblo nuestro carecía de
esos hábitos necesarios que la república a fundar reclamaba, pero creyó que la
Constitución era el medio para dárselos, porque la Constitución no es otra cosa que el
mismo pueblo, que la Nación “hecha ley”, según dijo, encerrada en un código que es la
1 Ídem, sesión 20-IV-53, p. 483. 2 La bibliografía sobre este tema es abundantísima, y a título ejemplificativo remitimos a: FRIEDRICH, Carl J Teoría y realidad de la organización constitucional democrática, FCE, México, 1946, pp. 123-170; GARCÍA PELAYO, Manuel, Derecho constitucional comparado, 6ª ed., Revista de Occidente, Madrid, 1961, cap. II, pp. 33 y ss., y cap. V, pp. 99 y ss.; JELLINEK, Georg Teoría general del Estado (1911), Albatros, Buenos Aires, 1978, cap. XV, pp. 381 y ss.; FIORAVANTI, Maurizio, Los derechos fundamentales, Ed. Trotta, Madrid, 2007, KRIELE, Martin, Introducción a la Teoría del Estado, Depalma, Buenos Aires, 1980, pp. 163 y ss., y 365 y ss.; y SCHMITT, Carl Teoría de la constitución, Revista de Occidente, Madrid, s/f, toda la Sección Primera y el cap. 12 de la Sección Segunda; etcétera.
66
santa “tiranía de la ley” a la que todos los argentinos se rendirán (y se rinden) gustosos1.
Y Huergo es igual de claro: llama a la Constitución “el muro de bronce” en el cual
quedan frustrados “los esfuerzos impotentes de la anarquía y del despotismo”; si no
tenemos hábitos y costumbres constitucionales, si carecemos de tradiciones
constitucionales y de orden, no hay por qué preocuparse, pues la misma Constitución,
cumpliendo un rol pedagógico, será la que cree el orden, inculque los nuevos principios
en la sociedad y provoque el comportamiento adecuado de los ciudadanos.
“Las Constituciones -explicó Huergo- son unas veces el resultado y muchas otras la
causa del orden moral de las Naciones. En Inglaterra, en los Estados Unidos, ella ha
sido el resultado del orden y de las buenas costumbres. Entre nosotros, como en muchas
otras partes, ella será la causa, ella será la que morigere nuestros hábitos y la que
eduque nuestros Pueblos.”
La idea de los constituyentes sobre el contenido de la Constitución está también
calcada del liberalismo. Es, por ejemplo, el caso de Gutiérrez, quien tenía claro que la
misión de una Constitución era básicamente la de “declarar y reglamentar los derechos
y garantías que han de hacer libres y felices a los hombres que habiten nuestro suelo”2.
Y una vez sancionada la Constitución, en el proyecto de Minuta de Declaración que
propuso Zuviría y fue finalmente aprobado3, se afirma lo siguiente sobre el contenido de
la Constitución:
“Así ha parecido natural y forzoso seguir en la Constitución una serie de
consecuencias que se encadenan. Unidad e independencia del territorio Nacional; liber-
tad y garantía de los hombres que lo habitan; libertad e independencia provincial;
Gobierno Federal, garantía del libre ejercicio de los derechos y funciones de todos los
poderes organizados.”
En suma, todos estos conceptos reflejan la presencia fundamental del liberalismo al
momento de organizar constitucionalmente el nuevo Estado4. Sin embargo, del hecho de
haber prevalecido no puede seguirse que haya sido la única ideología que disputara el
sentido y el concepto de la obra constituyente. Enfrente estuvo un conservadorismo
1 ACA, sesión del 20-IV-53, pp. 479-480. 2 Ídem, sesión del 24-IV-1853, p. 511. 3 Ídem, sesión del 3-V-1853, p. 540. 4 Valga un último ejemplo: “La Constitución -afirmó José María Gutiérrez en la convención de Buenos Aires- no puede referirse sino al deslinde de los poderes públicos y a las garantías que acuerda a los derechos del ciudadano.” RC60, pp. 334-335.
67
difuso, que acabó por plegarse en 1853 al resultado de la Convención, y que en 1860
rechazó la idea reformista del grupo porteño que dominó los debates. Los párrafos
largamente conocidos del discurso de Zuviría del 20 de Abril de 1853, en el que expresa
toda su teoría constitucional1, trasuntan nítidamente una concepción historicista y
antirracionalista propia del conservadorismo o de un liberalismo tamizado por
historicismo ecléctico2. Tómese el siguiente ejemplo, extraído de la Minuta de
Declaración leída por Zuviría en la sesión del 24 de Abril de 1853:
“En estas materias [se refiere a las políticas y constitucionales], ligar el pasado al
presente con las modificaciones y cautelas que la razón aconseja, es haber encontrado la
solución propia de nuestro problema social.”3
Pero el aporte más importante que realiza Zuviría es el de una visión histórico
tradicional de la Constitución. Zuviría, en la sesión preparatoria del 17-XI-52, señaló a
los convencionales santafesinos “que había un error en establecer que la luz de la razón
y de la conciencia debía ser la sola guía de un diputado en el desempeño de su misión -
que había gran diferencia entre la conciencia del hombre privado y del hombre público -
que la del hombre público debía arreglarse a las leyes fundamentales, a los pactos
preexistentes, como la de los jueces tenía que arreglarse a los códigos. Que para los
actos públicos la conciencia es una guía muy incierta (...) Que la conciencia debe
guiarnos sólo en el mejor modo o forma de hacer efectivas y garantir esas leyes
fundamentales preexistentes”4.
En otros términos: para Zuviría hay vínculos históricos y políticos anteriores a la
tarea constituyente que limitan la libertad de la conciencia y de la razón, que
1 Para el caso de este discurso de Zuviría y su comparación con similares conceptos de Alberdi, ver Dardo PÉREZ GUILHOU, Facundo Zuviría y la organización nacional. Su nacionalismo liberal, Depalma, Buenos Aires, 1988, especialmente pp. 83-95. Para otra interpretación, cfr.: DÍAZ ARAUJO, Enrique, Hombres olvidados de la Organización Nacional. Facundo Zuviría, Ed. de la Facultad de Filosofía y Letras de la U. N. Cuyo, Mendoza, 1991. 2 Que es también típico en Alberdi. Cf. ALBERINI, Coroliano, “La metafísica de Alberdi” (1934), en Precisiones sobre la evolución del pensamiento argentino, Ed. Docencia - Proyecto CINAE, Buenos Aires, 1981, pp. 95-108. 3 ACA, p. 541. También es conservadora la declaración antirrevolucionaria que se contiene en la Minuta de Comunicación al Director Supremo, debida posiblemente a la pluma de Zuviría, en uno de cuyos párrafos se dice: “El Congreso obligado por la naturaleza de sus graves tareas a meditar sobre el destino de las sociedades y sus revoluciones se ha imbuido de la idea, de que las revoluciones sólo son legítimas, cuando salvan las ideas, los pueblos, sus intereses esenciales, la honra entre ellos y los derechos que la humanidad emancipada por el Cristianismo, ha afirmado por la civilización. Nuestro lúgubre pasado, antes de Mayo de 1851, justificaba una revolución, si hay alguna que pueda ser necesaria. Pero legitimarla sólo podía el intento y la reparación. El Congreso encontró aquel en el válido programa del 1º de Mayo de aquella fecha.” Ídem, sesión del 5-V-53, p. 548. 4 Ídem, p. 407.
68
constituyen más un antecedente inexcusable que un obstáculo a la imaginación y la
ingeniería constituyente. En la Convención del 60 esta crítica del conservadorismo al
liberalismo ilustrado viene de la mano de otro católico, Félix Frías, y se basa en el
pesimismo o escepticismo antropológico, supuesto básico que le lleva a desconfiar de
los planes perfectos, de las constituciones decretadas.
“Desde el origen de la revolución –dijo Frías- han padecido los hombres públicos de
toda la América del Sud el error de creer que bastaba decretar la República y las
instituciones libres, para que el gobierno democrático y la libertad existieran.”1
Volviendo a Zuviría –pues ya retomaremos las enseñanzas de Frías-, el
representante por Salta, en su famoso discurso del 20 de Abril, explicó mejor y con
mayor detenimiento su punto de vista sobre la naturaleza de la Constitución. Comenzó
por señalar la complejidad de toda Constitución: “La ciencia del Legislador no está en
saber los principios de derecho Constitucional y aplicarlos sin más examen que el de su
verdad teórica; sino en combinar esos mismos principios con la naturaleza y
peculiaridades del país en que se han de aplicar; con las circunstancias en que este se
halle, con los antecedentes y acontecimientos sobre que se deba y pueda calcular: está
en saberse guardar de las teorías desmentidas por los hechos ya sea por la falsedad de
ellas o por su mala aplicación. Está en conocer también todos los elementos materiales y
morales que encierra la sociedad sobre que va a legislar. Esta finalmente en saber juzgar
todas las pretensiones e intereses discordantes de los pueblos que constituyen dicha so-
ciedad.”
La Constitución es, entonces, una obra en la cual lo teórico se combina con lo
práctico, donde las ideas se someten al juicio prudente de las circunstancias y los
hechos, en donde las especulaciones obran sobre precedentes, antecedentes y
accidentes. Para Zuviría esto estaba perfectamente demostrado, pues a su juicio nuestra
alocada historia era un ejemplo evidente de que los principios y las teorías no eran
suficientes para dar una organización política aun país.
“Queriendo ensayar cuanto hemos leído y buscando la libertad constitucional en
libros o modelos y no en el estado de nuestros Pueblos y nuestra propia historia; hemos
desacreditado esos mismos principios con su inoportuna y hasta ridícula aplicación;
porque aún el mérito y la virtud se desacreditan, desde que sean proclamados con
1 RC60, sesión del 11-V-60, p. 315.
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exageración o inoportunidad. Quizá de esta causa más que de otra, parte la ruina de
nuestros malogrados ensayos. La experiencia -adujo Zuviría- por lo común no está de
acuerdo con las verdades especulativas.”1
A partir de las afirmaciones anteriores derivará Zuviría la importancia de la
costumbre en la formación de la Constitución de un pueblo, al punto que la ausencia de
costumbre sobre determinado gobierno parece inhabilitarlo en la práctica. En su octava
proposición sobre la organización constitucional, afirmaba categóricamente que si
donde “no hay costumbres republicanas, la República es la peor de las formas”,
entonces, “cuando los Pueblos no está preparados para recibir una Constitución, la
Constitución es el peor de los remedios que se puede aplicar.” Y en la novena
proposición añadía que esa preparación para recibir la Constitución no debía buscarse
en la mente de los Legisladores, “sino en las costumbres, opinión, hábitos públicos y en
la disposición de los espíritus para recibirla, observarla y acatarla como símbolo de su fe
social y política.”2 En esto coincidiría cabalmente Félix Frías siete años después,
cuando, ante la convención porteña, no se cansó de destacar es la importancia
constitucional de las costumbres. Dijo que un pueblo “no es libre por sus leyes, sino por
sus costumbres”; y contrapuso el caso de Inglaterra al de Méjico: el primero, afirma
Frías, sin Constitución escrita, es el pueblo más libre del mundo; el segundo, con una
Constitución perfecta, copiada de los Estados Unidos, vive en la anarquía mientras la
Nación norteamericana “sigue en la senda de su colosal engrandecimiento”3. Esos
hábitos y costumbres sobre los que se edifica la organización constitucional de una
Nación constituyen su trama histórica, que el constituyente debe consultar
inevitablemente, pues «determinan o condicionan» lo posible en materia tan compleja.
Zuviría lo expuso soberbiamente en su famoso discurso:
“El hombre público, y en especial el Legislador, no puede dejar de prestar atención
al tejido de antecedentes y circunstancias de que se compone la historia de cada país, de
cada época y aún de cada individuo influyente en la sociedad. Sólo ese tejido revela el
verdadero carácter de los Pueblos, de los sucesos, de las épocas, de los individuos y de
su influencia social. Sólo el conocimiento y examen de ese tejido puede avisar la
oportunidad de constituir una Nación y fijar su incierto y vacilante destino. Sin ese
1 ACA, p. 470. 2 Ídem, p. 472. 3 RC60, sesión del 11-V-60, pp. 315 y 316.
70
examen, todo será aventurado, todo será un ensayo, y las Constituciones no son materia
de ensayos sino el término de ellos.”1
Por eso el valor y la eficacia de las instituciones dependen de su relación con estos
elementos. Las instituciones y las constituciones se definen desde una perspectiva
historicista: “no son sino la fórmula de las costumbres públicas -dijo Zuviría-, de los
antecedentes, de las necesidades, carácter de los Pueblos y expresión genuina de su
verdadero ser político”. Entonces, su bondad y su aceptación por los pueblos dependen
de su acomodamiento a su historia2. Zuviría concluye defendiendo el método
constitucional de los grandes pueblos, especialmente el de Inglaterra: su constitución no
reposa sobre las teorías sino sobre los hechos, “conquistados de tiempo en tiempo;
registrados y consignados a medida que se conquistaban”3. Ataca, en consecuencia, el
método racionalista, diciendo que “no es político ni lógico” el procedimiento que
consiste en “acomodar y vaciar los Pueblos en la Constitución, en vez de acomodar y
vaciar ésta en aquellos”4.
Con todo, el esfuerzo teórico de Zuviría en 1853 y de Frías en 1860, tuvo variada
fortuna: los hombres de Santa Fe, no obstante estar influenciados por el liberalismo,
supieron producir un texto constitucional que tenía una buena dosis de singularidad y
originalidad, pues incorporaba antecedentes, circunstancias y costumbres de nuestro
pueblo; los hombres de Buenos Aires, en cambio, se dejaron encandilar por el modelo
norteamericano y quisieron remedarlo, quitándole a la Constitución algunas notas
típicas y peculiares que eran el resultado de nuestra historia. Mas, en uno y otro caso,
predominó la idea de una Constitución sencilla, simple, poco reglamentarista, abierta a
las circunstancias que devendría de su aplicación en el futuro. Esta fue la tesis de Fray
Manuel Pérez, expuesta cuando se discutió la libertad de cultos, ocasión en la que critica
la tónica que, entendía, quería darse a la Constitución, reclamando que se limitara a lo
que debe ser el contenido de la Ley Fundamental.
“Que en lo político como en lo físico -explicó Pérez- todo era sucesivo y gradual, y
que al dar la Constitución no se debía olvidar esta regla; que querer arreglarlo todo aun
lo que es del dominio del porvenir y fijar lo que de suyo es contingente, sería falsear la
1 ACA, p. 472. 2 Ídem, p. 473. 3 Ídem, p. 474. Sin embargo no hay que confundirse, explica Zuviría, porque la Constitución no es el reflejo de hechos simultáneos sino sucesivos. 4 Ídem, p. 478.
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Constitución misma que debe ser fija e inmutable. Que arreglarlo todo en la Consti-
tución presente, es exigir que los sucesos y circunstancias que sobrevengan se arreglen a
sus disposiciones; y que siendo esto aventurado, cuando no imposible, esa Constitución
estaría siempre falseada y sucumbiría.” 1
Otra idea, aquella según la cual la constitución es una limitación del poder, concepto
específicamente liberal, estuvo vigente entre los convencionales. Ya vimos las palabras
de Zapata y de Gutiérrez en 1853, en las que se ratifica esta opinión firme del
liberalismo, que será sustentada en 1860 por Sarmiento, quien citó como autoridad
indiscutida las siguientes palabras del político norteamericano Webster: “el primer
objeto de un pueblo libre es salvar sus libertades y esto se consigue por medio de
restricciones constitucionales, y del deslinde de los poderes públicos”2.
Mitre adhirió a esta tesis, explicando que la Comisión Redactora, de la que había
formado parte, había adoptado
“la teoría en general, de que la perfección del gobierno representativo consiste en la
completa independencia de cada uno de los poderes, para que ninguno de ellos salga de
su órbita y que no se produzcan en [sic] conflictos ni choques”3.
El ingrediente liberal en la Constitución que limita a los poderes públicos y preserva
los derechos y garantías individuales, es la división y distribución de las competencias
entre órganos diferentes del poder, tema que abordaremos en otro lugar.
B) LA REPRESENTACIÓN
Otro tema debatido y que pertenece también a la tradición intelectual del liberalismo
es la idea de representación, que se expuso en diversos pasajes de ambas convenciones.
Zuviría, al dar lectura al discurso de instalación del Congreso en santa Fe, dijo de los
representantes que ellos “son la verdadera avanzada de los pueblos: ellos dan el ejemplo
de lo que deben hacer.”4 Lo que Zuviría quiere significar es que el representante está
por sobre el pueblo, no responde a su mandato sino que señala al pueblo el camino
correcto5. Sobre esta idea avanzó el propio Zuviría en su discurso del 20 de abril de
1 Ídem, sesión del 24-IV-1853, p. 513. 2 RC60, sesión del 27-IV-60, p. 157. 3 Ídem, sesión del 1-V-60, p. 215. 4 ACA, sesión del 20-XI-52, p. 413. 5 Empero, varios Diputados sostuvieron la teoría tradicional del mandato vinculante, no liberal, del lazo representativo que liga a los representantes con sus pueblos. Por ejemplo, Zapata se pregunta: “¿Con qué
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1853, oportunidad en la que dijo que, en el ejercicio de su cargo, sólo escucharía “la voz
de mi conciencia” que la Patria le había asignado como guía; que un Diputado debía a
su Patria sus acciones, su ser, su misma vida, su crédito y popularidad, mas no su
conciencia ni sus ideas, pues con ella es como sirve a la Patria. Y recalcó:
“Toda reserva, todo temor, en la franca expresión de nuestras opiniones sobre tan
grave asunto, comprometería además el crédito de nuestra libertad e independencia
individual, tan necesarias a la legalidad de nuestros actos.”1
El representante es libre e independiente; sólo se guía por las normas que le dicta su
saber y no debe a su mandante, la Patria, más que el buen desempeño de su función, sin
que ello importe el sacrificio de sus ideas y convicciones. No hay, para Zuviría, ninguna
clase de mandato que constriña al representante a actuar en determinado sentido. A
estos conceptos, típicos del liberalismo afrancesado, se suma la idea de que los
representantes deben pertenecer a lo más selecto de los pueblo. Si bien Zuviría ya había
hecho mención a esta cuestión al colocar a los representantes por encima del pueblo o
de los pueblos de donde provenían, fue Fray Manuel Pérez quien lo expuso con mayor
vigor: “Que la parte sensata y culta de nuestras poblaciones -explicó- era muy pequeña
en comparación de las masas incultas aún y sin costumbres. Que en nuestras
instituciones representativas no habían entrado hasta hoy todos los elementos sociales
que deben formarlas, para que sean la verdadera expresión de las necesidades de los
pueblos. Que la riqueza, la industria, la fuerza, el clero y todos los demás elementos
sociales debían tener allí su órgano y su voz. Que los pueblos estaban todavía en la
infancia, y que las instituciones debían estar en relación con sus costumbres.”2
La idea de la representación política en la Convención del 60, si bien no tuvo un
carácter exclusivamente liberal, fue sostenida por Vélez Sársfield para oponer la teoría
republicana de la Constitución norteamericana a las ideas democráticas que había
expuesto Sarmiento3. Dijo Vélez que aquella Constitución determinaba que su Gobierno
“ha de tener formas, que no ha de ser gobierno directo de la democracia”, porque en el
derechos podríamos hoy volvernos contra nuestros comitentes, contra los mismos de quienes recibimos los poderes con que ocupamos estos asientos (...)?” (ídem, sesión del 20-IV-1853, p. 481) En la misma sesión Huergo señaló que los pueblos les habían otorgado “sus poderes para representarlos” y que los Diputados han reconocido esto “al aceptar su mandato” (ídem, p. 483). El término mandato, para designar los poderes de los convencionales, y la palabra mandante, para referirse a los pueblos, los usa Lavaysse en la misma sesión (ídem, p. 484). 1 ACA, p. 469. 2 Ídem, sesión 29-XI-1852, p. 429. 3 RC60, sesión del 27-IV-60, p. 165.
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“sistema representativo republicano los pueblos nunca obran directamente, sino por
medio de agentes públicos que los representen”. Si la Constitución adoptaba el sistema
representativo y no la democracia, era necesario reconocer que quienes gobernaban eran
los representantes y no el pueblo. “El sistema representativo republicano -concluyó
Vélez- no exige que los pueblos se gobiernen por sí, sino por medio de regentes que los
representen.”
En el número 4 de El Redactor se revele que a los hombres de Buenos Aires se les
planteó el problema que el régimen representativo trae consigo: cuál es la mejor manera
de evitar que a las asambleas lleguen hombres que no tenga instrucción ni sean notables.
Según los registros de la Comisión Redactora, prevaleció la tesis de no limitar el
sufragio ya que se creía que “el sistema representativo queda salvado, y la deficiencia
personal remediada, por las luces de la mayoría”. En los cuerpos deliberantes, se
agregaba, “es la voluntad la que da el voto, sirviendo las altas inteligencias, que son
pocas, para determinarlo y dirigirlo”1. No puede dejar de señalarse el optimismo de esta
frase: el sistema representativo por sí mismo decantaría a los mejores de entre todo el
pueblo, que serían elevados al nivel de representantes; y si entre éstos apareciera alguno
que no tuviera las condiciones para servir en el cargo, las “altas inteligencias”
determinarían y dirigirían a los menos capacitados.
Por estas razones, el concepto de democracia que se tiene entre los constituyentes es,
generalmente, un concepto liberal, como surge de las palabras de Mitre cuando,
contestándole al Sr. Carrasco, sostuvo: “en las democracias modernas tenemos que
sujetarnos a otros principios2, sobre todo en los gobiernos representativos, en que la
soberanía es delegada.”3 Es decir: la democracia estuvo siempre amortiguada por los
principios liberales, matizada por la representación y la supremacía o independencia de
los representantes4.
1 Ídem, p. 377. 2 Carrasco había propuesto una fórmula de juramento en la que los convencionales se comprometían a consultar los intereses del pueblo (sesión del 23-I-60, RC60, p. 43). 3 Ídem, sesión preparatoria del 23-I-60, p.45. 4 Propio del liberalismo republicano parece también el concepto de temporalidad en el ejercicio de los cargos. En el Nº 4 de El Redactor se sostiene la importancia de la rotación en los cargos como un elemento de la República representativa: “Que los obstáculos puestos a la renovación de las personas, prolongando la duración de sus funciones en las Repúblicas, o a la reforma de las leyes –se dice-, producían el malestar permanente de la sociedad sobreviniente, y la revolución por desesperar de los medios legales para hacer admitir los hombres nuevos, o las nuevas ideas.” Cfr.: ídem, p. 375. La mención de este principio apuntaba a criticar “la duración del empleo de Senador”, que se basaba en la
74
Sin embargo, durante la convención del 60, Sarmiento, que apareció como el
abanderado del liberalismo a la americana, mezcló en sus discursos también elementos
democráticos. Este incipiente democratismo sostiene como principio de legitimidad la
soberanía del pueblo. En la sesión del 27 de abril, al discutirse la modificación del
artículo 5º, dijo adherir al “principio popular democrático”, y que si una Legislatura
sancionaba una Constitución, ella representaba más la “soberanía popular”1. Y en otra
ocasión expuso el concepto que “jamás la conciencia pública puede admitir que se le
pueda otorgar una Constitución, es un derecho propio inalienable de los pueblos; para
los pueblos; porque la Constitución tiene otra base que es la voluntad del pueblo, no la
voluntad del Gobierno”2.
Sarmiento insistió en sus ideas populares, que creía compatibles con el sistema
representativo, pero que le daban un matiz más personal y más democrático. Cuando en
la Comisión Redactora se planteó el tema de la reforma de la Constitución, un miembro
sostuvo que, en esta materia, no se podía poner freno a la soberanía popular, “pues esto
nace de la naturaleza misma del sistema, que reconoce por principio fundamental la
soberanía del pueblo; de donde resulta, que la manifestación de la voluntad del pueblo
de hoy, no teniendo tampoco medio alguno de evitarlo; y que de todos modos, siempre
sería insensatez imponerse a sí mismo el deber de no remediar sus propias faltas”.
Estas palabras bien pueden atribuirse a Sarmiento3, quien públicamente había
elogiado al pueblo, llamándolo el gran y sabio elector. Sostuvo Sarmiento que era “la
inteligencia colectiva de los pueblos” la que hacía “las grandes cosas”; recurriendo a las
expresiones de un “sabio norteamericano”, afirmó creer que aunque el elector de las
legislaturas estuviera animado por grandes pasiones y no fuera excelente la capacidad
del electo, al examinar “el conjunto de las leyes que estos hombres han hecho admiro la
sabiduría que todas ellas respiran y me tranquilizo”4.
En suma: el fondo liberal de la representación política se vio coloreado por aires más
democráticos, populares si se quiere, pero que tienen un valor más retórico que práctico,
Constitución de Chile, donde se había tenido “la mira manifiesta de hacer más estable la política tradicional en el Gobierno”, pero no lo había logrado. 1 Ídem, p. 164. El concepto es más bien oscuro, pero parece implicar que mientras más próximo se esté al pueblo más conectado se está con la soberanía. 2 Ídem, sesión del 7-V-60, p. 249. 3 Cfr.: el Nº 5 de El Redactor, en ídem, p. 385. 4 Ídem, sesión del 1-V-60, p. 221.
75
pues las ideas sarmientinas no pasaron de eso, de ser ideas, sin calar en las instituciones
que la Constitución establecía.
C) GOBIERNO CONSTITUCIONAL: DIVISIÓN Y FORTALEZA DE LOS
PODERES
Un aspecto central de las convenciones está dado por las concepciones acerca de
cómo se creyó que debía ser el nuevo Estado constitucional en lo que hace a los poderes
de que debía dotársele. La importancia de este aspecto de la Constitución es clave
porque, no obstante el carácter generalmente limitado y débil del gobierno, el
liberalismo podía avanzar hacia la concepción de un Estado más activo, intervencionista
o promotor, si se quiere.
A nuestro juicio, el desarrollo histórico que va desde Mayo de 1810 hasta Caseros y
el gobierno de la Confederación, es el de un período nacional no estatal1. La conciencia
de la estatalidad debe haber existido en numerosos intelectuales y políticos (Mariano
Moreno, Rivadavia, Echeverría, Alberdi, Sarmiento, Mitre, etcétera), pero no pudo
concretarse como realidad organizativa hasta la caída de Rosas. Por eso es que en las
convenciones del 53 y el 60 debió pensarse en la manera de crear un Estado dotado de
los medios para que generara una sociedad de hombres libres. Ese momento original de
nuestra estatalidad, que se suscita en 1852 y se continúa por lo menos durante las tres
presidencias denominadas fundacionales, es el de un Estado más fuerte que la sociedad;
un Estado que debe hacer a ésta a imagen y semejanza de lo que debe ser una sociedad
libre; y que, para construirse a sí mismo y formar a la sociedad que le corresponde,
necesita ser potente y enérgico. Vamos a ver ahora cómo se hace presente esta teoría del
Estado y hasta qué punto se la recoge en las convenciones santafesina y porteña.
En el debate de la Constitución sancionada en 1853 hay muy pocas definiciones en
torno al Estado, al gobierno y la división de los poderes públicos. Una de las pocas
veces en donde aparece este asunto, es en una de las intervenciones del Diputado
mendocino Zapata, cuando precisó cómo debían ser los poderes dentro de la
Constitución, diciendo que ella debía “crear una autoridad fuerte y vigilante”, pero que
al mismo tiempo esa autoridad debía estar “prudentemente dividida entre poderes de
1 Lo sostenemos en nuestra tesis defendida en 2004: Estado, derecho y progreso. El Congreso Nacional y la formación del Estado argentino, Facultad de Filosofía y Letras – Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, inédita.
76
límites fijos”, ya que de esa manera se hacía “imposible su abuso”, al mismo tiempo que
ella permitía “garantir a sus ciudadanos en el goce de sus derechos”. Y continuó su
discurso con una formulación típicamente alberdiana:
“Yo se bien, como ha dicho el Sr. Diputado por Salta [Zuviría], que la República
Argentina necesita un Gobierno fuerte y vigoroso, pero quiere un Gobierno nacido de la
Constitución -afirmó Zapata-, armado con todo el poder que ella le de, como ha dicho
muy bien un eminente publicista argentino, en vez de dar el despotismo a un hombre,
dárselo a la ley.”1
Del párrafo trascripto se deriva lo que parece ser una constante en la Convención del
53: la confianza en un poder enérgico, no en un poder débil, como mejor salvaguarda de
la libertad; la presunción de que los derechos individuales están mejor salvaguardados
bajo un Estado fuerte. Pero ese poder estatal, desde otra perspectiva, debía ser otorgado
y delimitado por la Constitución, no podía ser más un poder personal, basado en
ascendientes y dominios particulares o subjetivos, porque eso sería lo mismo que el
despotismo de las personas y lo que se deseaba era el gobierno de la ley. La idea de dar
todo el poder indispensable al gobierno estatal por medio de la Constitución -esto es,
despersonalizar la soberanía-, que tiene su antecedente próximo en el Alberdi de las
Bases, había sido expresada ya Zuviría en su discurso del 20 de Abril de 1853, al que
contestaba precisamente Zapata. Veamos cuáles fueron las palabras de Zuviría, pues son
de un valor inmenso: “He dicho -afirma Zuviría- que sólo un poder fuerte, justo y
vigoroso puede dominar la anarquía para fundar sobre sus ruinas una Constitución y
hacerla respetar como una Religión. Si señor, así lo creo.
“Pero, supuesta la Constitución, ese poder no podría sino emanar de ella so pena de
ser arbitrario, ilegal, despótico y destructor de la misma Constitución a que deba su
existencia.”
Es muy interesante la asociación de ideas en Zuviría: la existencia de una
Constitución como fundamento (previo) del gobierno es lo que diferencia al Estado
legítimo del dominio despótico. La Constitución por sí misma es una garantía de un
gobierno entre hombres libres, portadores de derechos que serán respetados. Y, en esta
hipótesis, es indiferente cómo sea el poder estatal; es más, a los argentinos les resulta
conveniente que sea un poder fuerte, con nervio propio, con energía que dimane de su
1 ACA, sesión del 20-IV-53, pp. 483-484.
77
mismo centro, porque derivando de la Constitución misma, ella es la que ampara sobre
su abuso y evita que degenere por la senda del despotismo. La intervención de Zuviría
concluyó con estas palabras: “Si huyendo de este mal [la tiranía de un poder incon-
trolado], la Constitución crea un poder moderado y restringido, como debe ser en
precaución del despotismo; ese poder moderado y restringido será débil e insuficiente
para dominar la actual anarquía y hacer observar la misma Constitución.”1
Es evidente que estos hombres, singularmente Zuviría a quien estamos siguiendo,
creían que el momento histórico por el que estaba pasando la nacionalidad requería de
un poder fuerte que la mantuviera unida, que la dirigiera hacia la paz y que la pusiera en
la senda del progreso. La excepcionalidad de la realidad argentina pesaba más que el
canon del liberalismo, porque el propio liberalismo no tendría sentido sin un Estado
moderno, como no lo había tenido durante los años de la dictadura de Rosas. Por otra
parte, no hay que creer que aquellos hombres estaban planeando la construcción de una
máquina de poder inmenso como la hemos conocido más tarde; nada más absurdo y
lejano a la mentalidad de la época. Querían un Estado fuerte, pero con poderes
divididos, porque desconfiaban -como todo liberal- del poder mismo, máxime cuando
en sus retinas y sus corazones muchos conservaban viva la manera de desplegarse del
poder en el régimen rosista anterior.
Pero, cuando se sancionaba el esqueleto de la organización constitucional con
poderes perfectamente distinguidos aunque íntimamente conectados, surgieron algunos
problemas. Tal lo que aconteció con relación al veto del Poder Ejecutivo. El Diputado
Zapata había sugerido que era en todo caso necesaria la publicación del rechazo del veto
por el Congreso para que así quedaran fijadas las posiciones y fuera posible ejercer la
responsabilidad correspondiente; Juan María Gutiérrez, que secundó la idea, añadió
algunas palabras que dan la idea de la responsabilidad política con que se pensaba el
ejercicio de las funciones estatales, puesto “que siendo independientes los poderes y
marcados sus límites -sostuvo Gutiérrez-, cuando llegan los conflictos deben presentarse
ambos fuertes, ambos responsables y personificarse en cierto modo. Que si el Ejecutivo
tenía prensa para ilustrar sus ideas, las Cámaras por un medio más perentorio deben
manifestar también la razón por qué dictan sus resoluciones.”2
1 Ídem, p. 475. 2 Ídem, sesión del 29-IV-53, p. 532.
78
En lo que hace a la concepción general sobre el Estado y los poderes, en 1860
también reapareció una concepción liberal del poder que no se creía necesariamente
reñida con la energía estatal suficiente para operar los progresos necesarios en la
sociedad. Esta tesis del gobierno enérgico, que se reiterará en los años subsiguientes, se
fue convirtiendo en un tópico de nuestro primer liberalismo. El Informe de la Comisión
Examinadora se avoca a esclarecer este tema, cuando rechaza “la creencia vulgar -como
se la llama literalmente1- de que, cuanto más restringidos se hallen los poderes, tanto
más garantida estará la libertad”. Nada es más ajeno al pensamiento político que camina
por la certeza de afirmar la necesaria fortaleza del Estado y no su debilidad.
“Por el contrario, ella [la Comisión] piensa que, los poderes han sido instituidos para
garantizar la libertad -se dice en el Informe-; y para que su acción sea eficaz es
indispensable que tengan los medios de influir sobre los medios y las cosas, moviéndose
libremente dentro de las órbitas trazadas por la ley.”
Alejada de esta falsa creencia en el poder débil y el Estado impotente, en la
contraposición de poder y libertad, la Comisión considera que la gran tarea
constitucional del momento consistía en trazar bien las competencias del poder y de
cada uno de sus órganos, de modo que hubiera armonía entre los poderes del Estado y
los intereses sociales. La idea dominante de los hombres del 60, como se puede
apreciar, reitera las convicciones de los del 53, pero es más afinada en la formulación
ideológica, porque ahora sí aparecen enfrentados los conceptos de Estado y de sociedad.
La relación equilibrada entre estos dos sujetos de la vida constitucional no podía
establecerse antojadizamente, sino respetando las leyes morales: es que hay una clase de
leyes que parecen regir los fenómenos políticos, como existen también las leyes del
mundo físico. Las instituciones del Estado debían asentarse sobre ese suelo reglado por
la naturaleza y conocido por los hombres instruidos en la verdadera ciencia del
gobierno.
“El problema del gobierno consiste, pues, en dejar moverse libremente a los poderes
públicos y a los intereses sociales dentro de las órbitas que le son propias -explica el
mentado Informe-, dejándose dilatarse tanto cuanto sea conveniente y necesario, sin
pretender subordinar las leyes morales a las leyes mecánicas del equilibrio. Esa leyes
morales no son una incógnita en las instituciones de los pueblos libres, y ellas sirven 1 RC60, Informe de la Comisión Examinadora, sesión del 25-IV-60, p. 121. Las citas siguientes son de este lugar.
79
para determinar cuándo los poderes se desnaturalizan por la absorción de facultades que
no son extrañas (sic), o cuándo esas facultades se confunden por no trazar correctamente
los límites que las separan.”
Las preocupaciones centrales de la Comisión Examinadora de 1860, en lo que se
refiere a este tema, fueron volcándose hacia los mecanismos concretos de organización
de los poderes del Estado. Una de las principales ideas que rondó por la cabeza de sus
miembros fue la modificación de algunas normas sobre la división de poderes, buscando
la manifestación de un “principio conservador”, especialmente en “la composición de
los poderes constitucionales”, porque la Comisión estaba “persuadida de que nada
importaba la más o menos perfección teórica de su organización, si en su composición
no entran los elementos que la han de preservar y la han de hacer jugar de la manera
más conveniente”1. En este principio conservador se basó la Comisión para proponer
una serie de reformas, especialmente la exigencia de la residencia para los legisladores,
pues siendo el Poder Legislativo “la representación del todo”, debía tenderse a que lo
fuera en la realidad, es decir, a que se convirtiera en “la expresión genuina de la
opinión pública, de la voluntad de las partes que componen el todo”; y también la
eliminación del requisito de que la Corte Nacional de Justicia residiera en la Capital,
reforma que se justificó en la necesidad de que la justicia buscara “las causas en el lugar
de su origen”, siendo este el medio de “poner la justicia al alcance del pueblo,
convirtiendo en realidad lo que sólo era una ficción”2.
Si en las reformas anteriores el principio conservador opera con sentido democrático
o popular, pues ellas tienden a vincular el pueblo al poder estatal, hay otra manera como
se le puede expresar y que es más bien liberal. En efecto, en el espíritu del Informe de la
Comisión Examinadora se advierte una tendencia a limitar las facultades del Presidente,
como se manifiesta expresamente, entre otros, en los siguientes casos: la limitación de
sus facultades en caso de intervención federal3; la supresión de la atribución
presidencial (contenida en el inciso 29 del artículo 83) para suspender las garantías
constitucionales sin declarar el estado de sitio4; y la reforma del régimen de nom-
1 Ídem, p. 118. 2 Ídem, pp. 118 y 119. También entró en este capítulo de las reformas propuestas por la Comisión la introducción de un nuevo artículo sobre incompatibilidades entre cargos nacionales y provinciales. 3 Ídem, p. 122. 4 Ídem, pp. 124-125. Ver, sobre este particular, lo que se dice en El Redactor de la Comisión Examinadora, Nº 4, ídem, pp. 381-384.
80
bramiento de funcionarios por el Presidente (artículo 83 inciso 23) en receso del
Senado1.
Además, la Comisión ratificó la vigencia irrestricta de la completa división de los
poderes. En palabras de Mitre, en la Constitución reformada se había establecido
“la teoría en general, de que la perfección del gobierno representativo consiste en la
completa independencia de cada uno de los poderes, para que ninguno de ellos salga de
su órbita y que no se produzcan en (sic) conflictos ni choques”2.
Detengámonos ahora en algunos aspectos particulares, que se vinculan a la
concepción del poder y del gobierno estatal, tal como se fueron formulando en ambas
convenciones.
Representación y residencia. En la sesión del 23 de Abril de 1853 se discutió la
conveniencia o no de establecer como condición de elegibilidad la residencia de los
legisladores en la Provincia por la que serían electos. Huergo, entre otros, cuestionó el
requisito de la residencia porque, entre otros motivos, excluía a “la culta emigración de
Chile y privaba al país del auxilio de sus luces”3. El argumento proveniente de una
circunstancia histórica que no podía desconocerse, fue contestado por Gorostiaga,
miembro informante de la Comisión, quien dio las razones a favor de la residencia, en
tanto que de ella dependía “que los Representantes de los Pueblos -dijo- tuviesen
conocimientos prácticos y exactos de lo tocante a ellos, puesto que son el eco, el
intérprete de sus sentimientos, ideas y deseos: que para obtener este fin, debían conocer
sus necesidades y estudiarlas de cerca para saberlas aplicar”4.
Anticipando temores que no parecían muy comunes, Gorostiaga señaló que si se
suprimía la exigencia de la residencia, que la Comisión proponía, “llegaría el caso de
que la Representación Nacional fuese compuesta de sólo los habitantes de Buenos
Aires”. Este argumento -que cobrará sostenido vuelo en los años posteriores- fue
desoído y la residencia se rechazó.
En la convención de Buenos Aires se insistió en este tema. Para justificar la
incorporación del requisito de la residencia de los Diputados y de los Senadores, según
los planes reformistas de 1860, Sarmiento argumentó con la “responsabilidad personal
1 Ídem, pp. 125-126. Ver: El Redactor de la Comisión Examinadora, Nº 4, ídem, pp. 379-381. 2 Ídem, sesión del 1-V-60, p. 215. 3 ACA, p. 518. 4 Ídem, p. 519.
81
de los representantes”; advirtió que si por ley ellos eran inviolables, “hay una secreta
responsabilidad en el sistema parlamentario, y es la vida privada del representante, su
vida doméstica”1. Por ese motivo, concluyó Sarmiento, debía exigirse la residencia, para
que hubiera responsabilidad del representante ante sus representados.
“El representante vuelve periódicamente al lugar que lo nombró, a vivir en medio de
sus electores, y entonces siente su responsabilidad, por lo que se cuida muy bien de no
traicionarlos y de no hacerles decir en el Congreso lo que no piensa, ni quieren; porque
sus parientes, sus amigos, sus convecinos cuando vuelvan le han de hacer pagar en la
vida privada con el desprecio público su mala conducta, y sus prostituciones como
representante. Esta es la base y responsabilidad del sistema parlamentario.”2
En El Redactor figura cómo se discutió el tema en el seno de la Comisión
Examinadora y de qué manera se insistió en la responsabilidad y la independencia de los
Senadores, porque “se notaba en todos los casos, que al elegirse un representante por
Provincia que no habitaba, no se había consultado tal ventaja, sino el grado presumible
de adhesión y dependencia del ejecutivo”3. Al admitirse en la Convención estos
argumentos, se instrumentó una reforma que combinaba el contenido federalista con
aires democráticos que aproximaban al elegido a sus electores, y que acababa por
sancionar un axioma liberal fundamental para evitar el despotismo: la independencia
política de los legisladores del jefe del ejecutivo. Es una reforma que, como puede
verse, admite varias lecturas.
Renta de los Senadores y naturaleza del Senado. Otro aspecto particular discutido
en 1853 fue el planteado por Zenteno cuando se debatían los requisitos para ser
Senador. El Diputado por Catamarca pidió la modificación de la norma y afirmó que la
renta de dos mil pesos fuertes era excesiva la para obtener este clase de empleo, “por-
que la guerra y las calamidades había destruido las fortunas, y aunque habían quedado
personas idóneas para ocupar estos destinos, quedarían por el artículo inhabilitados para
ocuparlos”4. El requisito fue defendido una vez más por el miembro informante de la
Comisión, Benjamín Gorostiaga, quien adujo que “el Senado era un cuerpo moderador
1 RC60, sesión del 1-V-60, p. 220. 2 Ídem, pp. 220-221. Mitre, a renglón seguido, apuntó que sin residir en la Provincia que lo ha de elegir los representantes serían “alquilones” (ídem, sesión del 1-V-60, p. 221). 3 Ídem, El Redactor de la Comisión Examinadora, Nº 4, p. 377. No vamos a reiterar todos los argumentos vertidos en el debate; cfr.: El Redactor de la Comisión Examinadora, Nº 4, pp. 375-379; y Nº 5, ídem, pp. 386-389. 4 ACA, sesión del 27-IV-1853, p. 525.
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de las exigencias ardorosas del Pueblo que estaban representadas en la Cámara de
Diputados. Que lo práctico sería, que cuando un hombre era patriota, virtuoso e
ilustrado, el mismo Senado que es el juez de sus títulos daría lugar a estas excepciones
sin necesidad de levantar un sumario para asegurarse de las condiciones de elegibilidad;
que para los jóvenes -explicó- estaba abierta la Cámara de Diputados”1.
Llerena replicó a Gorostiaga, con un claro argumento: la poca relación existente
entre la moderación y el dinero en materia de representación. Si el Senado era el cuerpo
moderador, “debía ser el templo de la gloria”; las cualidades de un senador no podían
resumirse en el dinero, debiendo reservarse sus bancas “los que hubiesen merecido bien
de la Patria por sus anteriores servicios, y que ellos no eran generalmente acaudalados”.
No obstante los argumentos vertidos, el artículo fue aprobado por 10 votos contra 8.
En la convención porteña la discusión giró en torno a otro aspecto, vinculado
también con la naturaleza del Senado. Ya en las primeras sesiones de la Convención del
60, Sarmiento planteó que si bien las cláusulas sobre el Senado se habían copiado de las
disposiciones de los Estados Unidos, se había suprimido el requisito de la residencia,
fundamental en un régimen federal, porque es el “medio de hacer participar a las
Provincias en el Gobierno de la Nación en general”. La consecuencia de no exigirse la
residencia se veía bien en el funcionamiento que había tenido el Senado de la
Confederación, “porque aunque esos hombres sean provincianos, no representan a las
Provincias, sino al que los hizo elegir”, dijo Sarmiento; es decir, “son funcionarios
públicos asalariados por el Presidente de hoy o de mañana”2. Dijimos ya que la reforma
incorporó la exigencia de residir en la provincia a la que se representa.
En el discurso en su carácter de miembro informante de la Comisión Examinadora,
Vélez Sársfield atacó la composición del Senado de acuerdo al texto del 53. Entendió
Vélez que según el modelo norteamericano que nos servía de precedente inexcusable,
en Filadelfia se había llegado a una propuesta transaccional, sugerida por Franklin, pero
1 Ídem, p. 526. 2 RC60, sesión del 6-II-60, pp. 75-76. Por eso, cuando se justificó la supresión del artículo 51 que atribuía al Senado la iniciativa en las reformas de la Constitución, se dijo que tal disposición respondía “a la ficción constitucional de que el Senado representa a las Provincias, como en los Estados Unidos”. Informe de la Comisión Examinadora (ídem, sesión del 25-IV-60, p. 124). Lo que se quiere decir es que la ficción corresponde a nuestra realidad, no a la teoría constitucional estadounidense. Los argumentos del Informe se discutieron en la Comisión donde se comparó al Senado argentino con el francés, porque funcionaba como “un refuerzo de poder del ejecutivo y no un contrapeso”; a diferencia de Inglaterra donde los lores eran independientes debido a su carácter hereditario. Ver: El Redactor de la Comisión Examinadora, Nº 4, ídem, p. 376.
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contraria a “los principios democráticos del cuerpo legislativo de los Estados Unidos y
que se copió en la Constitución de la Confederación”. El inconveniente de esa solución
de transacción consistía en la igual representación de los Estados en el Senado, lo que
inevitablemente conducía a que “una mayoría de Estados y minoridad en la población
disponga como quiera de las leyes que pueden proyectarse en el Congreso”, pudiendo
esto perjudicar en concreto a la Provincia de Buenos Aires que sólo tiene “dos votos, a
pesar que su población es mayor que la de los cinco Estados reunidos” (hipotéticamente
La Rioja, Jujuy, Catamarca, San Luis y Santa Fe). La reforma de la composición del
Senado, según Vélez, podría exigirse con toda justicia, pero la Comisión “no lo
aconseja hacer ahora -dijo-, porque no se crea que Buenos Aires abriga la pretensión de
gobernar a los otros pueblos cuando se reúna en un Congreso con ellos”1.
Ambos puntos, discutidos en el 60 están íntimamente conectados: rozan el problema
del federalismo y de la representación, pero hunden su pisada en los intereses de Buenos
Aires y la importancia que ella misma se atribuía en el concierto de los Estados que
componían la Nación. Resulta elocuente que sea Vélez, uno de los más ardorosos
defensores de la copia de la Constitución de los Estados Unidos, quien condene en esta
ocasión la solución yankee porque iguala a los Estados y transfiere el poder a los más
chicos que, coaligados, pueden dominar a los de mayor población, cultura y luces. En
este sentido, la pretensión de dar mayor peso a las provincias con más habitantes parece
ser democrática, pero lo es sólo en apariencia, porque exclusivamente se tuvo en miras
los intereses porteños al momento de alegar; mas, al retirar la idea reformista, pareció
haberse rendido tributo a la unidad nacional antes que los intereses de aquella provincia.
El Poder Ejecutivo. La Convención del 53 había dado forma a un sistema
presidencial bastante poderoso y enérgico, que se veía matizado por la reglamentación
de las atribuciones de sus ministros, sin que se alegaran en su contra razones de ninguna
especie; en la convención porteña, en cambio, se levantaron palabras en contra de este
sistema. Ya en su discurso como miembro informante de la Comisión Examinadora del
60, se refiere Vélez a la composición del Poder Ejecutivo, a la que califica
despectivamente como “una mezcla de principios monárquicos y de principios
republicanos, alterando la Constitución que le servía de modelo”, porque en los Estados
Unidos el Poder Ejecutivo residía en una sola persona, puesto que “no hay allí
1 Ídem, sesión del 25-IV-60, p. 143.
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Ministros ni poder ministerial”. Pero, menguando la importancia de este aspecto, afirmó
que no era esta una “urgente reforma, y por eso la Comisión no la proyectó”1.
Hubo otro punto que no se puso a debate en el seno de la Convención, pero que sí se
discutió en la Comisión Examinadora; nos referimos a la creación de una Comisión
Permanente del Congreso que lo representara durante su receso para vigilar el
cumplimiento de las leyes, reforma que en su momento se creyó de vital importancia,
porque esa comisión especial sería “como un dique puesto a la acción del Poder
Ejecutivo, siempre propenso a excederse por su propia naturaleza”. El argumento era
sólido tanto política como ideológicamente; en el plano político, habría que recordar
que ese Congreso sólo sesionaba durante cinco meses y que, para situaciones similares,
las Provincias habían previsto comisiones de tal naturaleza2; desde un punto de vista
ideológico, trasuntaba la máxima liberal del temor a todo poder sin límites ni controles,
como lo era un Presidente que estaba siete meses sin el contrapeso del Congreso. No
obstante, en el seno de la misma Comisión se criticó este sistema porque implicaba el
renacimiento de un viejo prejuicio rechazado por la historia, al tiempo que implicaba
establecer una tutela sobre el Poder Ejecutivo como lo pretendía el Parlamento francés
sobre la Corona. En el número El Redactor que da cuenta de estas discusiones, se puede
leer un argumento, de carácter indudablemente democrático, que afirma la misma
representatividad de ambos órganos del poder estatal: “que las Repúblicas -se dice-
reconocían en el Jefe del Poder Ejecutivo igual representación de la soberanía popular
que las Cámaras, puesto que ambos eran electos por el pueblo, y tenían la misma
capacidad y deber de comprender y ejecutar la Constitución.”3 Este razonamiento
democrático parece haber sido decisivo para que no se propusiera tal reforma.
D) INDIVIDUALISMO Y DERECHOS INDIVIDUALES
Otra expresión del liberalismo en las convenciones de 1853 y 1860 es el indivi-
dualismo, reflejado, por ejemplo, en algunas palabras de Sarmiento, como cuando
afirmase, criticando los excesos revolucionarios de Francia, “que perezca el Estado
antes de aplicar el tormento a un individuo, porque los derechos de este individuo son
1 Ídem, sesión del 25-IV-60, pp. 143-144. 2 Ídem, El Redactor de la Comisión Examinadora, Nº 5, p. 390. 3 Ídem, p. 391.
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superiores a toda otra consideración”1. En Esteves Saguí esta tendencia individualista
está teñida de un nítido nominalismo. “Comprendo -dijo Saguí-, que si la sociedad se
compone de individuos, cuando se legisla para cada uno de los individuos, se legisla
para la sociedad.”2 Si el individualismo –sólo contrapesado por el federalismo y un
discutido municipalismo- está a la base de la concepción social de la Constitución, lo
mismo ocurre con la teoría de los derechos del hombre. La defensa de los derechos
individuales es un elemento de la ideología liberal.
En general, durante la Convención del 53 no hubo gran discusión en esta materia;
pareciera que se daba por entendido que todos los convencionales participaban de un
fondo común que les permitía aceptar las declaraciones de derechos sin discutir su
legitimidad. El único punto que despertó siempre recelo y disputa fue el de la libertad de
culto y el alcance de la religión en sus relaciones con el Estado, que trataremos más
adelante. La voz de Zuviría parece haber sido la única discordante en cuanto a la
naturaleza de los derechos, por lo menos es la única que se alza justificándolos desde
una posición conservadora e historicista En la ya mencionada sesión del 20 de abril
de1853, dijo que “para que la honra, la vida, la hacienda y otros derechos del hombre
antes que del ciudadano, puedan ser consignados en una Constitución, es preciso que se
empiece por respetarlos prácticamente, si no se quiere que sean luego violados con la
Carta que los consigne”3.
En realidad, no puede decirse que Zuviría se oponga a la formulación constitucional
de la doctrina de los derechos individuales; más bien, pone el énfasis en su vigencia
concreta y singular, sin formular ninguna tesis particular sobre la naturaleza de estos
derechos. La convención porteña –en cambio- fue recinto de un debate más rico que nos
puede dar una idea más acabada de las orientaciones ideológicas vigentes. En efecto,
durante el desarrollo de la Convención del 60 el problema es ya distinto a 1853. El
Informe de la Comisión Examinadora aseguraba que los derechos individuales “son
superiores y anteriores a la Constitución misma”, que el objeto de la ley consistió en
ampararlos y afirmarlos; que “los hombres constituidos en sociedad” no los pueden
renunciar, ni las leyes abrogarlos. La justificación de los derechos es típicamente liberal:
“nacen de su propia naturaleza”, de la naturaleza humana, pero es imposible
1 Ídem, sesión del 27-IV-60, p. 156. 2 Ídem, sesión del 1-V-60, p. 213. 3 ACA, p. 476.
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“enumerarlos de una manera precisa”, dice el Informe. De ahí la necesidad de
incorporar un nuevo artículo en el que se consagren los derechos innominados.
“No obstante esta deficiencia de la letra de la ley -se dice en un número de El
Redactor-, ellos forman el derecho natural de los individuos y de las sociedades, porque
fluyen de la razón del género humano, del objeto mismo de la reunión de los hombres
en una comunión política, y del fin que cada individuo tiene derecho a alcanzar. El
objeto primordial de los Gobiernos es asegurar y garantir esos derechos naturales de los
hombres y de los pueblos: y toda ley que los quebrantase, destruiría los fundamentos de
la sociedad misma, porque iría contra el principio fundamental de la soberanía; porque
iría contra la voluntad de los individuos y de los pueblos, aún cuando para ello se
invocase la inmolación de los derechos individuales, como en algunas democracias de la
antigüedad, el lucro de un gran bien público; porque los derechos individuales, siempre
deben ser salvados; porque tal es el fin primordial de toda sociedad.”1
Pero no hubo siempre acuerdo sobre este punto. Por ejemplo, Sarmiento2, entre las
variadas ideas que expuso en este asunto, criticó a Robespierre y Rousseau por
sacrificar los derechos individuales para salvar a la nación, lo que trajo de la mano la
despreciable tiranía. Mas cuando explicó las razones de la incorporación del artículo
nuevo que garantizaba los derechos implícitos, sostuvo que esta cláusula era
“indispensable para comprender en ella todas aquellas omisiones de los derechos
naturales, que se hubiesen podido hacer, porque el catálogo de los derechos naturales es
inmenso”. Y a renglón seguido dio una justificación de estos derechos naturales, en la
que se mezclan argumentos de Rousseau con otros típicos del liberalismo: “Puesto que
se le da a esta parte el título de Derechos y garantías de los pueblos, se supone que es la
novación3 de los derechos primitivos del hombre y los que ha conquistado la
humanidad, que naturalmente han ido creciendo de siglo en siglo. Se entiende también
1 Ver: El Redactor de la Comisión Examinadora, Nº 6, RC60, p. 393; y la lectura del informe en ídem, sesión del 25-IV-60, p.114. Las ideas, como se verá, parecen pertenecer a Vélez Sársfield. 2 Ídem, sesión del 27-IV-60, p. 156. 3 Este término evoca a Rousseau para quien los derechos naturales son convertidos (novados) en derechos civiles por el pacto social. Cfr.: EGÜES, Carlos, “Las declaraciones de derechos en perspectiva ideológica”, en EGÜES y SEGOVIA, Los derechos del hombre y la idea republicana, Depalma, Mendoza, 1994, pp. 66-68.
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que esos principios ahí establecidos son superiores a la Constitución; son superiores a la
soberanía popular1: el padre no puede matar al hijo, aunque podía entre los romanos.”2
En la misma ocasión, Vélez varió la inteligencia del artículo y derivó hacia una
fundamentación nítidamente liberal de ellos. Dijo que se trataba de los derechos
individuales y respecto de estos destacó sus notas características, que entroncan con la
ideología del liberalismo iusnaturalista racionalista:
“Esos derechos son superiores a toda Constitución, superiores a toda ley y a todo
cuerpo legislativo y tan extensos -afirmó Vélez- que no pueden estar escritos en la
Constitución (...) que no se pueden enumerar todos los derechos que nacen de la
naturaleza del hombre y del fin y objeto de la Sociedad y de la soberanía del pueblo.”3
Se puede afirmar que ha sido ésta la interpretación clásica del artículo sobre los
derechos innominados: se trata de consagrar -en el contexto intelectual de aquella
convención- un principio que permitiría ampliar la protección y la garantía del Estado a
todos los derechos individuales imaginables que pertenecen a los individuos por su
naturaleza, ampliando la zona de reserva -según insistió Esteves Saguí- que la
Constitución de Santa Fe había introducido en el artículo 19 del texto constitucional.
E) CONSTITUCIÓN Y SECULARIZACIÓN
Otra expresión claramente liberal aparece en la tendencia secularizadora que se
manifestó en varios de los puntos ya analizados, pero que adquirió especial vigor
durante la discusión de la libertad de cultos. Por lo pronto, la libertad de cultos es
tratada de un modo positivista, pues no se la discute desde el punto de vista de la
religión, de los derechos de los diferentes cultos a su reconocimiento, sino desde la
perspectiva de los beneficios sociales que aportaría la inmigración no católica. No
1 Esta idea ya no pertenece a Rousseau, quien afirma en todo momento la superioridad de la Voluntad General sobre las voluntades y derechos individuales. La explicación ha tomado un giro que es típicamente liberal. 2 RC60, sesión del 1-V-60, p. 210. Sin embargo, y en cierta manera apoyando indirectamente a Sarmiento, Mitre dio otra interpretación al artículo de derechos implícitos: no se trata de derechos individuales, de los clásicos derechos de los individuos. sino de los derechos del pueblo, que se convierte así en un nuevo sujeto de derechos: el pueblo, que se identifica con “ese ser moral que se llama sociedad”. El artículo nuevo que se quería incorporar, “no es para los individuos, para las acciones aisladas, ni para los derechos del ciudadano -explicó Mitre-, sino para los derechos del pueblo, para ese ser colectivo que se llama humanidad, y que ha consignado en el catálogo de sus derechos, principios inmortales, que son su propiedad, que son el resultado de la civilización, y a los cuales se subordinan todas las leyes, a la vez que domina la marcha de los gobiernos que le han dado para los hagan cumplir y respetar”. Ídem, sesión del 1-V-60, p. 213. 3 Ídem, sesión del 1-V-60, p. 214.
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obstante, se tenía conciencia de que la secularización no debía avanzar más allá de la
consagración de la libertad de cultos, pues en pleno debate de este tema en Santa Fe, el
Diputado Gutiérrez señaló como peligrosas las reformas de Nueva Granada, que habían
hecho del “matrimonio un mero contrato civil”, colocándose así en la “pendiente
resbaladiza del Comunismo”1.
Si bien se aceptó la libertad de cultos y así se consagró en el texto constitucional,
hay que tener presente otra corriente ideológica, bastante singular, como el catolicismo
liberal, que estuvo presente en los dos Congresos. En 1853 fue su vocero el cura
Lavaysse, quien dijo “que la Religión no reprobaba estas máximas liberales [la libertad
de cultos], pues nada era más liberal que el Evangelio”2. No es raro que el mismo
Lavaysse cite a Montalembert, uno de los adalides del movimiento liberal católico en
Francia3. Este derecho tiene para él un alcance político estrechamente vinculado a las
experiencias del régimen rosista: su admisión tiene como propósito evitar la utilización
de la religión para otros fines. Dijo Lavaysse “que estaba cansado de oír invocar el
Evangelio, para apoyar las malas causas, porque no había fanático en religión o en
política que no se hubiese escudado con su nombre. Que en nombre de la religión alzó
su bandera un Caudillo, y derramó torrentes de sangre. Y en épocas posteriores se había
lanzado desde la Tribuna sagrada un anatema de reprobación contra todo un partido
político”4.
El catolicismo liberal5 reaparecerá en el discurso de Félix Frías del 11 de mayo de
1860 en el que propone seguir el ejemplo de los Estados Unidos, donde -como lo habría
demostrado Tocqueville- existía una “estrecha alianza (...) del espíritu liberal y el
espíritu religioso”. La orientación de Frías es distinta de la de Lavaysse, pues lo que
Frías quiere enfatizar son los beneficios de la religión: el secreto del rápido
desenvolvimiento de la civilización democrática en el país del Norte está, según Frías,
en el casamiento de la religión y la libertad, porque fue fundado por “un puñado de
hombres beatos, llenos de fe en Dios, y de respeto por la ley divina”. Por eso,
1 ACA, sesión del 24-IV-53, p. 512. Estas expresiones no fueron refutadas. 2 Ídem, sesión del 25-IV-53, p. 515. 3 Ídem, sesión del 28-IV-53, p. 530. 4 Ídem, sesión del 12-I-1853, p. 451. 5 Poco estudiado en la Argentina, le hemos dedicado una investigación durante los años 1996-1997, que aún permanece inédita. Juan Fernando Segovia (dir.), Orígenes y singularidad del liberalismo católico argentino, Facultad de Filosofía y Letras – Universidad Nacional de Cuyo. Como referencia general, cf. WEILL, Georges, Histoire du catholicisme libéral en France 1828-1908, F. Alcan Ed., Paris, 1909.
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“comprendieron desde el primer momento que sólo es libre el hombre cuando obedece
al Criador, cuando siente en la propia conciencia el freno de la regla moral, cuando obra
por fin el provecho suyo y del prójimo el bien que la ley religiosa le prescribe. La
libertad no era para aquellos colonos una cosa que se escribe en el papel, era un dogma
de la conciencia, un hábito de la vida; en una palabra, eran libres porque eran cristianos;
y podían tomar parte en el gobierno de la sociedad a que pertenecían, porque la religión
-concluyó Frías- les había enseñado a gobernarse a sí mismos”1.
Con mayor extensión trataremos la posición de Frías cuando analicemos el problema
religioso suscitado en el seno de la Convención de 1860. Pero lo que importa destacar
en este momento es que la referencia a la religión, en el caso de Frías, proviene también
de una actitud política vinculada al conservadorismo. La importancia de la religión en la
fundación de la comunidad política es un elemento conservador y, entre las muchas
manifestaciones de Frías sobre este aspecto, recordemos la siguiente: “la verdad,
Señores, es que no son libres sino los pueblos educados, y educados por la religión para
la libertad.”2
La importancia, cuando no la centralidad de la economía, la gravitación que van
tomando los asuntos económicos junto a los políticos, es otro elemento típico del clima
de secularización al que responde el liberalismo de la época. Es cierto que ninguna de
las dos convenciones fue un torneo de ideas económicas, ni siquiera constituyeron un
foro en el cual se discutieran con alguna profundidad las principales teorías del
desarrollo económico de aquel tiempo. Pero, a pesar de esta limitación, pueden
encontrarse algunas expresiones que muestran la paulatina traslación del centro de
gravedad de la sociedad. Mitre, por ejemplo, manifestó que el modo de ligar a la
Nación, tanto años dividida por las pasiones y las guerras, estaba en “el vínculo fuerte
de los intereses materiales”. Y explicó con estas palabras su alcance:
“No participo de las ideas de los materialistas que creen que la base de todo
gobierno político son los intereses económicos; pero como la Comisión lo ha dicho en
su informe, es uno de los medios más eficaces para interesar a los individuos y a las
sociedades, interesándolos en la quietud y la felicidad común.”3
1 RC60, p. 316. 2 Ídem, sesión del 11-V-60, p. 316. 3 Ídem, sesión del 30-IV-60, p. 184.
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Mitre, como los liberales de su época, creían que el desarrollo del comercio y las
actividades económicas e industriales era vehículo de la paz y unidad entre los pueblos.
Y la manera como debía avanzarse por ese camino era el librecambio. La Comisión
Examinadora de 1860, cuando trató el problema de los derechos diferenciales, se
manifestó a favor de la doctrina del libre cambio, llamándolo “gran principio”, y
advirtiendo contra “la reaparición de las ideas proteccionistas, que todavía cuentan con
muchos prosélitos entre nosotros, a pesar de los inmensos beneficios que deben al
sistema opuesto”1.
III- FUENTES IDEOLÓGICAS Y MODELOS CONSTITUCIONALES
A) MODELOS CONSTITUCIONALES
Casi todos los convencionales2, tanto los del 53 como los del 60, tomaron como
modelo de organización el sistema federal y republicano de la Constitución de los
Estados Unidos. Pero entre una convención y otra hay diferencias, porque en la de Santa
Fe algunos fueron categóricos en demarcar cuál era el alcance de este modelo, mientras
que en la asamblea porteña se dilató esa influencia al máximo posible. Así ocurre con
Benjamín Gorostiaga, cuando dijo terminantemente que la naturaleza de la forma de
gobierno estaba determinada por nuestros antecedentes históricos, pero que ellos se
habían volcado en el molde de la república federativa del Norte. Reconoció que “por el
tratado del 4 de Enero de 1831, y por el acuerdo del 31 de Mayo de 1852”, la
Constitución de la Confederación Argentina “debe ser federal”, y que ese mandato se
había cumplido.
“La Comisión ha observado estrictamente esta base organizando un gobierno
general para la República, dejando subsistentes la soberanía e independencia de las
1 Cfr.: El Redactor de la Comisión Examinadora, Nº 3, ídem, p. 372. 2 La cuestión aquí planteada ha sido técnicamente estudiada por José Armando SECO VILLALBA, Fuentes de la Constitución argentina, Depalma, Buenos Aires, 1943; y desde la historia de las ideas constitucionales, LEVAGGI, “Constitucionalismo argentino 1810-1850”, Iushistoria, Nº 2 (octubre 2005). Sin embargo, con base en las fuentes, subsiste un debate que pareciera no tener fin entre historiadores y juristas, que sigue girando en torno a la preponderancia o no de la influyente constitución norteamericana. Una defensa del carácter vernáculo del texto patrio, en Dardo PÉREZ GUILHOU, Historia de la originalidad constitucional argentina, Depalma, Mendoza, 1994; y en contra, no sin exageraciones, GARCÍA MANSILLA, Manuel José y RAMÍREZ CALVO, Ricardo, Las fuentes de la constitución nacional, Lexis-Nexis, Buenos Aires, 2006. A este libro replicó PÉREZ GUILHOU con el artículo “Las fuentes de la constitución nacional”, La Ley, Buenos Aires, 15 de marzo de 2007, pp. 1-7. Refuerza esta última tesis Juan Carlos CASSAGNE, “Las fuentes de la Constitución Nacional y el Derecho Administrativo”, La Ley, 6 de septiembre de 2007, pp. 1 y ss.
91
Provincias. Su Proyecto está vaciado en el molde de la Constitución de los Estados
Unidos, único modelo de federación que existe en el mundo.”1
Y el Diputado Gutiérrez, al contestar el discurso de Zuviría del 20 de Abril de 1853,
dijo en el mismo sentido que la Constitución era “eminentemente federal” y que estaba
“vaciada en el molde de la de los Estados Unidos, única federación que existe en el
mundo digna de ser copiada”2.
Abrumadoramente, la Constitución norteamericana de 1787 y los debates de su
convención, se convirtieron en la fuente institucional y constitucional más importante
de 1860. Esta influencia se puede calcular por diversas índices: primero, porque casi no
hubo convencional que no la dejase de mencionar en cualquier punto del debate (R.
Pérez, Sarmiento, Vélez Sársfield, el Informe de la Comisión, Mitre, Elizalde, Esteves
Saguí, El Redactor, etcétera); y segundo, porque, como han advertido diversos
estudiosos, en las reformas de 1860 a la Constitución de 1853 se nota una tendencia a
mejorar nuestro texto con una mayor asimilación al de los norteamericanos3.
En el espíritu de los hombres del 60 parece estar marcada la impresión de que se
vive un momento muy especial en la evolución institucional e ideológica de la Repú-
blica. Sarmiento lo dijo bien, cuando señaló cuáles habían sido hasta ese momento
nuestros maestros en filosofía política, dejando paso en adelante a los norteamericanos:
“En 1810 había poquísimos de nuestros padres que supiesen el inglés para ponernos
en contacto con las tradiciones y prácticas norteamericanas -afirmó el sanjuanino-, y
todos sabían francés, que era el idioma de las ideas entonces. Nuestra historia, nuestros
antecedentes en España mismo, nos ligaban a la Nación inmediata. La Francia había
asumido el título de redentora y de guía de los pueblos. Hemos seguido en todas partes
sus doctrinas.”4
Con la adquisición de otras luces, había llegado el momento de cambiar a Francia
por los Estados Unidos; los convencionales santafesinos estaban todavía entre aquellos
que no leían en inglés, pero los porteños del 60 -simbolizados todos en el propio
Sarmiento- habían adquirido la nueva cultura y estaban dispuestos a traducirla en
normas de organización de las instituciones estatales. Hay que recurrir al Informe de la
1 ACA, sesión del 20-IV-53, p. 468. 2 Ídem, p. 479. 3 No vamos a reiterar esta bibliografía, bastándonos la remisión a nuestro trabajo “La república de Aristóteles a El Federalista”, en EGÜES y SEGOVIA, Los derechos del hombre... cit., p. 145, n. 141. 4 RC60, sesión del 1-V-60, pp. 215-216.
92
Comisión Examinadora, leído por Vélez Sársfield en la sesión del 25 de abril, para
comprobar y evidenciar cómo se afirma la importancia del modelo norteamericano. Al
afirmar la adopción del régimen federal, por ejemplo, se expresa en el Informe que se ha
recurrido a “la ciencia y la experiencia de la Constitución análoga o semejante que se
reconoce como más perfecta -la de los Estados Unidos-, y haber sido la norma de la
Constitución de la Confederación”.
Por eso es que, en caso de duda o de deficiencia del texto constitucional de Santa Fe,
se han utilizado las leyes y la doctrina norteamericanas, dice Vélez, para aclararlos o
rectificarlos, “porque sin esto la ley argentina sería en muchas de sus partes, letra
muerta, sin significado alguno”1. Y en un párrafo luminoso se corrobora esta sumisión
al modelo, al declarar que “existía para los pueblos libres, un evangelio político, una
moral política, principios fijos que tenían el carácter de dogmas, los cuales, si bien
pueden modificarse en su aplicación, no es posible alterar en su esencia. Que por esto,
los hombres libre reconocían cierta servidumbre moral, así respecto de esos principios
fundamentales, como respecto de los pueblos que más se habían acercado a esa verdad
absoluta. Que siendo hasta el presente, el gobierno democrático de los Estados Unidos,
el último resultado de la lógica humana, porque su Constitución es la única que ha sido
hecha por el pueblo y para el pueblo, sin tener en vista ningún interés bastardo, sin
pactar con ningún hecho ilegítimo, habría tanta presunción como ignorancia en
pretender innovar en materia de derecho constitucional, desconociendo las verdades
dadas por la experiencia, las verdades aceptadas por la conciencia del género humano”2.
A pesar de estas afirmaciones incontrastables no cabe duda que la copia del modelo
norteamericano no se podía presentar como crudo y mero servilismo, como mecánica
repetición de aquellas normas ejemplares. Es por eso que en el mismo Informe se agrega
que, no obstante seguir el modelo, “no se ha desconocido (...), que cada pueblo tiene su
modo de ser peculiar, sus principios fundamentales de gobierno encarnados en sus
costumbres, sus antecedentes históricos, sus instituciones de hecho que no están escritas
y que tienen toda la fuerza de la ley aceptada; y por consecuencia, que cada pueblo tiene
1 Ídem, pp. 109-110. 2 Ídem, p. 110.
93
en sí mismo su constitución, y que no es posible organizar bien una Nación en teoría,
prescindiendo totalmente de las leyes del tiempo y del espacio”.1
Sin embargo, en este juego de pesar lo propio y lo ajeno, lo vernáculo y lo prestado,
lo nacional y lo yankee, lo original y lo importado, la razón suele cometer infidencias
que llevan a inclinar uno de los platillos de la balanza hacia uno de los lados. Como
prueba de ello, inmediatamente de haberse dicho lo anterior, el mismo Informe afirma
otra cosa, que “ha reconocido también, que no obstante estas verdades prácticas, el
legislador debe propender siempre a levantar los hechos a la altura de la razón,
poniendo a la ley de parte de ésta, en vez de capitular con los hechos, que no tienen
razón de ser”2.
En suma, el Informe propicia dictar las reformas basándose en “todas la fuerza del
raciocinio y todas las lecciones de la historia”3. Se trataba, según podemos interpretar,
de sujetar los “hechos” que generaban un derecho preexistente a los dictados de la
“razón” apercibida de la “realidad” y de la “experiencia” del modelo. En otras palabras:
la razón, que era la Constitución norteamericana, debía contener las lecciones de la
historia, que eran los hechos que fueron formando el proceso de nuestra vida
independiente, de modo tal que ahora debía leerse racionalmente la historia.
Reafirmando lo que era la tendencia general expuesta en el Informe, dijo Vélez,
miembro informante de la Comisión Examinadora, en la ya mencionada sesión del 25
de abril, que hasta 1787 no había en el mundo una “nación regida por una Constitución
escrita”. Si podían encontrarse naciones bien gobernadas, en el mejor de los casos el
derecho constituyente estaba mezclado con el derecho legislativo, no pudiéndose
diferenciar lo constitucional y extraordinario de la legislación normal y común.
Tampoco había hasta ese año de 1787 “Constitución alguna hecha por los pueblos y
para los pueblos”. En consecuencia, continuó Vélez, la Constitución norteamericana
marcaba el comienzo de la “época de las sociedades modernas y de un nuevo derecho
constitucional que no estaba escrito en parte alguna”4. Establecidas las bases del
análisis, y justificado por qué era necesaria la existencia de un modelo de inexcusable
1 Ídem, ibídem. Lo mismo dirá Mitre cuando aseveró “que no es la perfección teórica de la ley, como se ha dicho, lo que vamos buscando, y que por el contrario estamos operando sobre la carne viva de los pueblos argentinos”. RC60, sesión del 27-IV-60, p. 174. 2 Ídem, p. 110. 3 Ídem, p. 113. 4 Ídem, p. 141.
94
referencia para una nación que quería formarse sobre bases similares, inmediatamente
después, Vélez relacionó el texto de la Constitución de 1853 con la de los Estados
Unidos, para demostrar la desviación inconcebible que habían cometido los hombres de
Santa Fe: “Los legisladores argentinos la tomaron por modelo, y sobre ella construyeron
la Constitución que examinamos; pero no respetaron ese texto sagrado, y una mano
ignorante hizo en ella supresiones o alteraciones de grande importancia, pretendiendo
mejorarla1. La Comisión no ha hecho sino restituir el derecho constitucional de los
Estados Unidos en la parte que se veía alterado. Los autores de la Constitución no
tenían ni los conocimientos ni la experiencia política de los que formaron el modelo que
truncaron.”2
El servilismo imitativo se iba revelando, y Sarmiento no tuvo empacho en aceptarlo
como principio orientador de la acción del nuevo Estado: “Adoptada la letra de la
organización de la Suprema Corte Federal de los Estados Unidos -afirmó-, tenemos que
adoptar sus atribuciones y su jurisprudencia”3. Y más adelante dijo que la Comisión, al
entrar en este tema de la competencia de la Corte, tuvo el “especial empeño” de
mantener la letra constitucional norteamericana, para que nuestra Corte no tuviera más
que seguirla en sus fallos4. Rufino de Elizalde, en otro supuesto, para fundar su tesis de
que los derechos de exportación debían quedar reservados a las Provincias y los de
importación ser nacionales, puso el ejemplo de los Estados Unidos, pero fue más allá y
clamó por la copia del sistema económico financiero de ese país. Dijo que era necesario
“respetar las disposiciones de la Constitución de los Estados Unidos, y para gozar de
todas las ventajas de la fuerza moral que tiene esa Constitución, reputada por tantos
años como la emanación más grande la ciencia humana”5.
Hay otra sola fuente constitucional extranjera: en El Redactor de la Comisión
Examinadora de 1860 se hace mención de la Constitución de Suiza6; y dos
convencionales se refieren a la revolución francesa en general, considerándola ambos en 1 En la misma sesión del 25-IV-60, Esteves Saguí también censuró “las manos que han tocado sacrílegamente la Constitución de los Estados Unidos” (ídem, p. 148). 2 Ídem, p. 141-142. El propio Vélez reiteró su concepto en otra ocasión, cuando se había abierto el debate. Ídem, sesión del 1-V-60, pp. 226-227. 3 Ídem, sesión del 7-V-60, p. 251. 4 Ídem, p. 254. Sus palabras fueron: “no salirse de los términos literales, en cuanto era posible, de la Constitución de los Estados Unidos; no porque sea más o menos aplicable a nosotros, sino porque nos vamos a encontrar con una jurisprudencia que a nadie le será permitido decir, yo opino así. Mientras tanto, si no salimos de la letra de la Constitución tenemos a donde apelar para salir de dudas”. 5 Ídem, sesión del 8-V-60, pp. 262-263. 6 Es el Nº 1 de El Redactor, en ídem, p. 358.
95
sentido crítico1. En algunas ocasiones se recurre a textos propios; el más citado es la
Constitución de 1826, que aparece en el informe de la Comisión, lo recuerdan R. de Eli-
zalde, Mitre, E. Saguí y en el Nº 6 de El Redactor2. También se mencionan el
Reglamento de 1817 y el proyecto de Constitución para Buenos Aires de 18333. En El
Redactor se hace referencia ocasional a la Constitución de 18194.
Por último, y en suma, a pesar del intento por balancear las influencias
norteamericanas con los antecedentes políticos y constitucionales de nuestra propia
historia, no cabe duda que tanto en el 53 como en el 60 la principal influencia fue la
norteamericana5; y que, independientemente de la decidida intención de los
convencionales porteños -en particular, de Sarmiento y Vélez- por agotar el texto patrio
en el molde de la Constitución de Filadelfia, ese vaciamiento fue imposible, porque de
la simple lectura comparativa de los dos textos saltan ostensibles diferencias;
diferencias que se debieron más a cierta conciencia nacional de los convencionales
santafesinos y porteños que al espíritu imitativo predominantes entre estos últimos.
B) FUENTES DOCTRINARIAS
En el caso de la Convención de 1853 se hace bastante difícil el rastreo de este tipo
de fuentes pues, mientras que los debates se han registrado en forma actuada y sintética,
los mismos constituyentes parecieron reacios a citar y mencionar escritores y
publicistas. Pero no faltan ejemplos útiles. Zuviría se refirió a “los eminentes y
esclarecidos norteamericanos, Hamilton, Madison y Jay”6; no hay otra mención para los
autores de El Federalista. Zenteno recuerda la opinión de Rousseau contraria a la
libertad de cultos y la de Tomás Moro a favor de la unidad de culto7. Por último,
Lavaysse menciona el juicio de Montalembert sobre la expulsión de los jesuitas en
Francia8, y con esto se acaban las citas de extranjeros. Alberdi es el escritor argentino
más citado por los hombres de Santa Fe: tres veces es invocado. Huergo lo llama “un
1 Se trata de SARMIENTO, ídem, p. 218, y también FRÍAS, ídem, p. 317. En El Redactor Nº 2 se menciona críticamente a la revolución de 1789 y a la de 1848 (ídem, p. 364). 2 Ídem, pp. 112, 130, 180, 185, 212 y 401. 3 Ambos por SAGUÍ, ídem, p. 212. 4 Es en el Nº 6, ídem, p. 401. 5 Esto, a pesar de la influencia innegable de Alberdi. Cfr.: PÉREZ GUILHOU, El pensamiento conservador de Alberdi y la constitución de 1853, Depalma, Buenos Aires, 1984. 6 ACA, p. 478. 7 Ídem, p. 408. 8 Ídem, p. 530.
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eminente publicista argentino”; Gorostiaga cita su opinión sobre los recursos del tesoro
nacional; y Fray Manuel Pérez critica el proyecto de Constitución de Alberdi en lo
relativo a la libertad de cultos1. El otro publicista argentino mencionado es Sarmiento, y
lo trae a la memoria Huergo cuando menciona su idea, expuesta en Argirópolis, de
hacer la Capital en Martín García2. De lo dicho por los propios convencionales se puede
extraer una muy vaga noción de las fuentes ideológicas y doctrinales de la Constitución.
Pareciera que el plan constitucional se originó en una simbiosis del modelo norteame-
ricano y del proyecto de Alberdi.
En 1860 hay una mayor riqueza doctrinaria, si se quiere. Los hombres de Buenos
Aires se dieron lustre de cultos, haciendo gala de sus conocimientos de autores
extranjeros. En este caso, también es abrumadora la mención de políticos y publicistas
norteamericanos. Vélez Sársfield cita tres veces a Franklin3, y recurre también a Madi-
son en una oportunidad4, igual de veces que a los convencionales en Virginia King
Mason y Gouvernour Morris5. Sarmiento cita a Webster en una ocasión y también a
Roger Williams6. Hamilton es citado en dos ocasiones: una por Vélez y la otra por R.
Pérez7. En Nº 5 de El Redactor se menciona, además, a Elliot8. Story es una de las más
importantes influencias, ya que se hace referencia a él por Sarmiento, quien le reconoce
su autoridad constitucional, Elizalde, Vélez Sársfield, Félix Frías y también en dos
ocasiones en el Nº 5 de El Redactor9. Pero la gran fuente es Curtis, cuya historia
constitucional de los Estados Unidos estuvo en boca de casi todos los convencionales:
Sarmiento lo cita dos veces10, Vélez Sársfield en más de tres ocasiones11, y Riestra en
una oportunidad12.
Los autores de habla francesa ocupan un segundo lugar en las preferencias de los
convencionales porteños. Sarmiento citó a Guizot13 y Vélez Sársfield a Sieyés14.
1 Ídem, pp. 484, 504 y 512. 2 Ídem, p. 500. 3 RC60, pp. 140, 143 y 254. 4 Ídem, p. 143. 5 Ídem, p. 143 y 266. 6 Ídem, p. 157 y 326. 7 Ídem, p. 143 y 331. 8 Ídem, p. 389. 9 Ídem, pp. 157, 180, 227, 326, 387 y 389. 10 Ídem, pp. 170 y 292. 11 Ídem, pp. 227, 267-269 y 298. 12 Ídem, p. 300. 13 Ídem, p. 288. 14 Ídem, p. 142.
97
Robespierre es criticado duramente por Sarmiento1 y Rousseau es censurado tanto por
Sarmiento como por Félix Frías2. Este último también censura a Proudhon, llamándole
“doctor de la barbarie”3. Frías, que es quien manifiesta su mejor formación en la cultura
francesa, introduce en tres ocasiones opiniones y juicios de Tocqueville4, a quien
también se menciona en el Nº 8 de El Redactor5. El suizo Pellegrino Rossi es recordado
en dos ocasiones por El Redactor6. Vélez Sársfield explica el por qué de esta escasa
influencia de los franceses y los europeos, cuando informa sobre el criterio seguido por
la Comisión Examinadora. En su extenso y erudito discurso, el cordobés criticó la
tendencia de los constituyentes del 53 de recurrir a fuentes “doctrinarias europeas”, y se
preguntó: “Pero, ¿qué saben los europeos de derecho federal, en qué libro europeo
pueden los hombres de América aprender algún derecho constitucional?” Para Vélez
hubo un gran sabio francés que dijo que el tercer estado era todo, pero que no era
ninguna novedad “después de estar publicada la Constitución de los Estados Unidos”.
Le parecía evidente que de los europeos nada podía aprenderse.
“Sin embargo, los autores de la Constitución de la Confederación –terminó Vélez-
siguieron a estos falsos maestros, olvidando los experimentados principios y ejemplos
de los Estados Unidos.”7
El panorama intelectual resulta definido a favor de los publicistas norteamericanos:
la ideología de la república democrática federal estadounidense se impuso por completo
en la convención de Buenos Aires. Y si con lo dicho no bastara, resulta muy importante
comprobar la casi total ausencia de fuentes doctrinarias nacionales en los debates de la
convención del 60. Alberdi, que había sido una de las musas de los santafesinos, no fue
recordado para bien ni para mal. Se habló de los hombres del 53 en general para
criticarlos por haberse apartado del modelo yankee, haciendo un balance negativo de su
labor. Un sólo publicista argentino es citado y fue Sarmiento, para encender su vanidad,
a propósito de la cuestión capital8.
1 Ídem, p. 156. 2 Ídem, pp. 156 y 317. 3 Ídem, p. 319. 4 Ídem, pp. 316, 318 y 320. 5 Ídem, p. 408. 6 Ídem, Nº 1 y 7, pp. 358 y 405. 7 Ídem, discurso del miembro informante, sesión del 25-IV-60, p. 142. 8 El Argirópolis de Sarmiento es mencionada por Esteves Saguí en una sola ocasión (ídem, p. 139).
98
IV- EL FEDERALISMO
A) UNA FEDERACIÓN A LA AMERICANA
La organización constitucional federal fue tomada de los Estados Unidos, tanto en la
Convención del 53 como en la del 60. Ya hemos citado las confesiones de Benjamín
Gorostiaga cuando dijo que la naturaleza de la forma de gobierno federal estaba vaciada
“en el molde de la Constitución de los Estados Unidos, único modelo de federación que
existe en el mundo”1; tesis que repitió Juan María Gutiérrez con palabras similares, al
recordar con machacona insistencia que “la de los Estados Unidos, [era la] única
federación que existe en el mundo digna de ser copiada”2.
Para justificar la adopción del modelo norteamericano en 1860, resulta relevante uno
de los párrafos del Informe de la Comisión Examinadora, en el que se denuncia “que el
derecho público nacional o federativo, carece totalmente de antecedentes históricos
vivaces entre nosotros: que su aparición data de la Constitución de 1853, copia de la de
los Estados Unidos: y que el derecho público provincial argentino, es el único que tiene
raíces en el pasado”3.
En el mismo Informe se ratifica permanentemente la idea anterior. Para los hombres
de Buenos Aires, en el Congreso constituyente de Santa Fe habían muerto los
precedentes de hecho y de derecho, naciendo en consecuencia un “hecho nuevo”, que se
define como “la unión de las Provincias sobre la base de la soberanía propia de cada
una, y el establecimiento de la República federativa, vaciada en el molde de la de los
Estados Unidos”. Por eso la federación surgió por vez primera como derecho en esa
convención, porque en ella “el hecho” federativo fue revestido de “las formas cultas de
la Unión Norteamericana, subordinándose a sus principios, aceptando sus doctrinas, y
hasta empleando sus mismos medios administrativos”4. Estamos frente a una federación
sin antecedentes legítimos, sin historia, que sólo permanece viva por los hechos
recientes iluminados por la doctrina y la práctica correctas.
“Desde entonces -continúa el Informe- el derecho nacional que representaba la
Confederación, calcado sobre la Constitución de los Estados Unidos, se ha ido
consolidando, y mostrando sus deficiencias en aquellas partes en que la Constitución
1 ACA, sesión del 20-IV-53, p. 468. 2 Ídem, sesión del 20-IV-53, p. 479. 3 RC60, sesión del 25-IV-60, pp. 110-111. 4 Ídem, p. 112.
99
federal se separó del modelo que tuvo en vista (...) y que si bien la federación fue un
hecho anterior, su derecho es exclusivamente la copia de la organización
norteamericana, y cuya historia y sus antecedentes deben contarse desde 1853 para
adelante.”
Precisamente en este momento histórico, el rol que cabe a Buenos Aires, según los
hombres del 60, es garantizar la fidelidad en la aplicación del modelo norteamericano.
De ahí que en el Informe se afirme que Buenos Aires puede y debe proponer
“el restablecimiento del texto de la Constitución norteamericana, la única que tiene
autoridad en el mundo, y que no puede ser alterada en su esencia, sin que se violen los
principios de la asociación, y se falseen las reglas constitutivas de la República federal,
que como se ha dicho antes, es el hecho establecido que encuentra Buenos Aires desde
1853”1.
Vélez Sársfield, que fue el miembro informante de la reformas propuestas por las
Comisión Examinadora, también tuvo expresiones elogiosas sobre la importancia del
modelo federal norteamericano:
“La Constitución de los Estados Unidos está basada en el principio de la absoluta
independencia interior de los Estados -afirmó el abogado cordobés-, y nunca los poderes
nacionales tienen nada que hacer con los poderes públicos de cada Estado. Las leyes
nacionales son meramente para los individuos y no para los poderes públicos de los
Estados, tan soberanos en el territorio de cada uno como el poder nacional en las
facultades que le están delegadas.”2
B) SIGNIFICADO POLÍTICO DE LA FEDERACIÓN
Determinado el camino que se habían propuesto los constituyentes, hay que
preguntarse qué entendían esos hombres por federación y cuáles eran las causas y los
propósitos de adoptarla como forma de organización. En cierta ocasión, cuando se
discutía el artículo relativo a la Capital de la República en la convención del 53, el
mendocino Zapata dio una interpretación histórica del federalismo argentino. Dijo con
la sinceridad de hombre del Interior: “La federación que muchas veces han proclamado
las Provincias, si en algunas ocasiones ha importado la defensa de su independencia y
1 Ídem, p. 113. 2 Ídem, sesión del 7-V-60, p. 252.
100
soberanía, la más de ellas han sido la expresión de justas resistencias al poder abusivo
de algunos de los Gobiernos de Buenos Aires.”
Y a mayor abundamiento señaló que “nuestras guerras civiles de cuarenta años” se
explicaban por dos hechos fundamentales: primero, por la “dominación o influencias
unas veces justas, y otras injustas del poder de Buenos Aires sobre las demás
Provincias”, y segundo, por la “resistencia, unas veces justa y otras injusta por parte de
éstas”1. Esta explicación histórica de las causas del federalismo patrio le llevó comparar
el proceso constitucional norteamericano con el argentino y señalar sus diferencias.
Según Zapata los norteamericanos “pasaron en su emancipación de una completa
separación a su unión por el vínculo federal; nosotros por el contrario, pasamos de la
unidad más absoluta a la federación que vamos a constituir”. Este origen diverso es el
que exige a los argentinos evitar la deformidad entre los Estados provinciales,
manteniéndolos en el equilibrio2.
Si los hombres de Santa Fe -ateniéndonos a las palabras de Zapata- explicaron el
federalismo como una solución nacional a problemas típicamente nacionales, aunque el
instrumento de la solución se tomase de una experiencia ajena, el mensaje de los
hombres reunidos en Buenos Aires tomará otro rumbo y adquirirá ajeno colorido3. En la
Convención del 60 se planteó el significado del federalismo en términos más concretos,
no tanto históricos como jurídicos y políticos; esto es, se enfatizó la igualdad de las
Provincias como ingrediente esencial a la fórmula federal. En este sentido, uno de los
criterios invocados en el Informe de la Comisión Examinadora para reformar la parte
económica de la Constitución, fue el de igualar a las Provincias, sin que pudieran
establecerse preferencias en favor de ninguna4. Fundados en este principio se hicieron
varias propuestas de reforma constitucional, que pasaron principalmente por las
siguientes: adicionar al artículo 9º la condición de que las tarifas aduaneras fueran
uniformes en toda la Confederación; concordar el artículo 64 inciso 1º con la reforma
anterior, de modo que las leyes del Congreso sobre derechos aduaneros también fueran
uniformes; y adicionar al artículo 12º una cláusula por la cual no podrían concederse
1 ACA, sesión del 22-IV-53, p. 495. 2 Ídem, p. 496. 3 Es importante el clima de ideas que agitó a Buenos Aires por entonces, favorable a un liberalismo más radical, si se quiere; cf. LEVAGGI, “La opinión liberal después de Rosas”, apartado de la Revista del Instituto de Historia del Derecho, Nº 15 (1964), 24 p. 4 RC60, sesión del 25-IV-60, pp. 129-133. Ver la discusión de la Comisión en El Redactor de la Comisión Examinadora, Nº 3, ídem, pp. 368-373.
101
preferencias a un puerto de la Nación respecto de otros. Mitre justificó la demanda de
igualdad de los puertos, afirmando que el artículo había sido tomado de la Constitución
de los Estados Unidos, pero que en Santa Fe se había suprimido la última parte que
ahora se proyectaba agregar. Dijo que no se pensaba en beneficiar a Buenos Aires, sino
que se tenía la mente puesta en los intereses de todas las Provincias, “para que se viese -
concluyó- que profesaba [Buenos Aires] el principio que todas las Provincias son
iguales ante la ley”1.
Vélez Sársfield, no obstante este principio de igualdad jurídica y política de las
provincias, criticó la composición igualitaria del Senado; porque si bien había sido una
salida ocasional de Franklin en Filadelfia, esta transacción era contraria a “los principios
democráticos del cuerpo legislativo de los Estados Unidos y que se copió en la
Constitución de la Confederación”. Es cierto que acabó por aceptar que esta
composición no convenía que se modificara para que no se creyera que se perjudicaba a
la provincias menos pobladas en relación a Buenos Aires, pero tampoco deja de ser
verdadero -como trataremos de demostrar más adelante- que tanto la igualdad jurídica
de las provincias como la desigualdad de hecho entre ellas parece haber sido esgrimida
en el interés de los porteños, interés que acaba mal escondido tras las razones y
argumentaciones de Mitre y Vélez Sársfield, entre otros.
C) CARACTERIZACIÓN CONSTITUCIONAL DE NUESTRO FEDERALISMO
Dejando de lado algunos aspectos particulares relativos a la organización federal,
hubo en las convenciones conceptos explícitos sobre el carácter constitucional del
federalismo que se adoptaba. Gorostiaga, en 1853, al informar sobre el último capítulo
de la Constitución, dijo:
“Que el sistema federal era la base obligatoria de la Constitución; que debía
respetarse la soberanía e independencia de las Provincias, y cuidarse mucho de que el
poder, ya legislativo, ejecutivo o judicial del Gobierno federal, no invadiese,
aplicándolo a casos inoportunos, los respectivos poderes de las Provincias.”2
El concepto de Gorostiaga pone en el centro de la organización constitucional del
Estado la “soberanía e independencia” de las provincias, expresando así la necesidad
política de preservar una zona de gobierno ajena al poder central y sólo accesible a los 1 Ídem, sesión del 30-IV-60, p. 194. 2 ACA, sesión del 30-IV-53, p. 535.
102
poderes locales. El federalismo fue la preocupación más importante en las dos
convenciones y uno de los ejes por donde pasó la formación del nuevo Estado. Desde
este punto de vista, uno de los documentos de indispensable consulta es la Minuta de
Declaración leída por Zuviría1, que contiene un largo párrafo sobre el federalismo, en el
que se afirma que no se ha aceptado el sistema federal sólo como “base en sus
precedentes”, sino que su adopción responde a la “seria convicción” de la Convención
santafesina sobre “la única forma de gobierno posible para nuestra República en el
estado actual de la civilización”. La federación bien entendida debe comprenderse de la
manera como se lo hace en los Estados Unidos, la “única federación modelo que existe
en el mundo civilizado”. En consecuencia, la Minuta liga la cuestión federal a la
cuestión de la república como forma de gobierno, de modo que el federalismo no es
únicamente un mandato histórico político, una exigencia de la nación, sino también -y
tal vez principalmente- un requisito inexcusable de la organización civilizada de poder,
un precepto político acorde a la novedad o modernidad del Estado que se constituía.
En la Minuta se sostiene que si ya no hay duda de “que el Gobierno del Pueblo por
el Pueblo, el Gobierno de sí mismo, es el mejor de los Gobiernos”, entonces no debía
adoptarse el modelo de la República una e indivisible de Venecia, ni la República
unitaria francesa, porque los pueblos no se postran “como los elefantes, sino cuando un
hombre quiere subir encima de ellos y sentar su trono sobre la ancha espalda de la
bestia”. Para Zuviría y los hombres del 53, la libertad política que se consagra en el
sistema republicano trae consigo, como reclamo civilizado, la federación.
“El Congreso con claras nociones -se dice en la Minuta- ha formulado al fin la
federación, quitando a esta voz lo que tenía de peligroso, en la vaga y absurda signifi-
cación vulgarmente recibida. Ha respetado la independencia provincial hasta donde
alcanza la acción del poder local conciliable con un Gobierno general; y del excedente
de las soberanías provinciales, formando un haz, ha organizado los poderes que deben
representar una Nación compacta a perpetuidad.”
Tanto Gorostiaga como Zuviría dieron a entender, cada uno a su propio modo, que
el sistema federal se asentaba básicamente sobre la soberanía o la independencia de los
gobiernos provinciales, siendo el gobierno central una delegación de lo que excedía a la
autonomía de los estados miembros. Pero la idea de la más amplia y absoluta libertad de
1 Ídem, sesión del 3-V-53, p. 539.
103
las Provincias bajo un Gobierno federal no fue unánime. Algunos Diputados
cuestionaron esa libertad, con lo que aparecieron explicaciones más equilibradas de la
relación Nación/Provincias. Una de las primeras manifestaciones de esta tesis se
produjo en la sesión en la que se discutió el juicio político. Regis Martínez pidió que se
incluyera también a los gobernadores de Provincia, argumentando que no podía dejarse
que su responsabilidad quedara librada a las Legislaturas locales, que no eran sino
cuerpos formados por el Poder Ejecutivo provincial, siendo “incapaces por consiguiente
de un juicio recto, imparcial e independiente”1. Replicóle Gorostiaga, argumentando
que esa propuesta no podía ser entendida más que como “un ataque a la soberanía e
independencia de cada Provincia, base esencial del sistema federal que la misma
Constitución establece”. Intervino Zavalía para apoyar la idea del Diputado por La
Rioja, pues, en contra de Gorostiaga, no veía tal ataque a las Provincias, ya que se
trataba de “una de aquellas centralizaciones del poder, que son necesarias para
constituirlo robusto y vigoroso, capaz de asegurar la felicidad y la Soberanía misma de
los Estados Confederados; centralizaciones que establece no pocas veces la misma carta
de la Unión Americana, el gran modelo de las Confederaciones, donde la Comisión se
ha inspirado en la concepción de su Proyecto”2.
Dijo también Zavalía que sin dejar de ser federal, la propia Constitución que se
sancionaba contenía artículos que le daban al Gobierno Federal “una saludable
influencia en los Negocios de las Provincias”. Citó el caso de los artículos 5° y 6° sobre
intervenciones federales; afirmó que no se trataba de limitar o atacar las soberanías
locales, sino de “ampararlas y asegurar su ejercicio”. Para evitar que las dos soberanías,
la provincial y la federal, entraran en choque, creía “preciso que la más fuerte se
constituyera en protectora de la más débil. Que este protectorado resalta en el espíritu de
la Constitución Norteamericana y en la que los ocupaba, que era tan buena como la
mejor en su forma”. Y añadió que de lo que ya se había sancionado en la Convención
“resaltaba claro y de bulto el protectorado que la Soberanía Federal, tenía que ejercer
sobre las Soberanías Provinciales”3.
El discurso de Zavalía pretendía equilibrar las posturas, pero incubaba una idea muy
lejana a la enunciada al principio por Zuviría y Gorostiaga: el diputado por Corrientes se
1 Ídem, sesión del 26-IV-53, pp. 519-520. 2 Ídem, ibídem. 3 Ídem, p. 521.
104
manifestó más centralista que otros congresales,;no se trataba ya de considerar a las
provincias como entidades independientes y soberanas que se desprendían
generosamente de una cuota de su poder para cederlo al gobierno común; al contrario, si
había alguna manera legítima de concebir las autonomías locales era bajo la protección
y el amparo del Estado y el Gobierno nacionales.
Sin embargo, las posiciones cambiaban en cada tema particular, de manera que el
criterio general de distribución de competencias parecía estar inspirado más en los casos
particulares que en posturas dogmáticas. Como un ejemplo de ello, fue Zavalía quien
criticó con mayor energía la reforma federal del inciso por el que se proyectaba acordar
la facultad al Congreso de dictar los códigos de fondo, aduciendo que tal “atribución era
propia de la Legislatura de cada Provincia no del Congreso” y que restricción de esta
naturaleza “a la soberanía provincial era contraria a la forma de gobierno [que] esta-
blece la Constitución”. Para abonar su tesis, puso el ejemplo de los Estados Unidos
donde, según dijo, “cada uno se dictaba sus leyes”1. La inversión de roles pareció
completarse cuando fue Gorostiaga quien le contestó, sosteniendo ahora una tesis más
centralista, alegando que si se dejaba a las provincias esta facultad legislativa, “la legis-
lación del país sería un inmenso laberinto de donde resultarían males inconcebibles”. Y
para refutar el ejemplo norteamericano, señaló: “Que era inútil probar la necesidad que
tiene el país de una nueva legislación después de los males experimentados en dos
siglos que ha estado abandonado a las leyes españolas confusas por su número e
incoherentes entre sí. Que si en los Estados Unidos había códigos diferentes, era porque
los americanos del Norte descendientes de los ingleses habían formado como estos, un
cuerpo de legislación de leyes sueltas.”2
Se podría decir que en 1853 el federalismo, como modalidad de descentralización
territorial del poder en un Estado único, siguió un criterio más pragmático que teórico
en la asignación de competencias y fue este uno de los aspectos que más indignó a los
hombres de Buenos Aires, porque vieron en estos acuerdos y transacciones, que
miraban -bien o mal- la realidad argentina, una traición al modelo norteamericano de
1 Ídem, sesión del 28-IV-53, p. 528. 2 Ídem, pp. 528-529. Volvió Zavalía por sus fueros y dijo que el “gaje más importante de las Provincias era sin duda la facultad de dictar leyes adecuadas a su organización, costumbres y peculiaridades, leyes menos fastuosas, más sencillas y que consulten mejor sus intereses”. Gorostiaga replicó que esas “peculiaridades sólo tendrían lugar en un código de procedimiento de que no se hablaba en el artículo en cuestión”, y que “siendo el Congreso una reunión de hombres de todas las Provincias, ellos representaban su soberanía e intereses y podían por consiguiente dictar leyes para toda la Confederación” (ídem, p. 529).
105
federación. A ello se debe que durante la Convención del 60 hubiera un deliberado
propósito de fortalecer el federalismo. El principio rector que se decidió seguir, según se
lee en el Informe de la Comisión Examinadora es el de “la soberanía provincial en todo
lo que no daña a la Nación”1.
Uno de los medios ideados en 1860 para evitar “que el poder federal, se encuentre
en pugna con la opinión dominante en una o más Provincias”, fue la propuesta de un
artículo que estableciera la incompatibilidad de empleos entre uno y otro ámbito del
Gobierno. Se esperaba que, sujetando el poder central a ciertos límites constitucionales,
se lograría uno de los beneficios principales del federalismo, esto es, que cada provincia
pudiera determinar por sí su política, sin que sufriera la influencia de los partidos
nacionales o del poder de otras provincias, permitiendo “que puedan coexistir varios
partidos en un mismo cuerpo de la Nación, con influencia y poder en unas Provincias,
sin nada de esto en otras, sin que la armonía del conjunto se turbe, y sin que el poder
general pretenda por los medios que ese artículo le quita, imponer por medio de sus
agentes, otra política interna que la que sea la voluntad de la localidad seguir”2.
Otra manera de defender a las Provincias fue la modificación del artículo 6º relativo
a las intervenciones federales3. El Informe de la Comisión critica la redacción del
artículo en el texto de 1853 por apartarse de la escritura adoptada en el código
norteamericano y no distinguir correctamente los casos en que el poder general
interviene como protector y aquellos en que lo hace como represor. “La experiencia (...)
ha puesto de manifiesto -leemos en el Informe- cuánto peligro hay para las libertades
provinciales y para la estabilidad del poder central, en esa confusión de derechos y
obligaciones que deben definirse con precisión, para evitar en lo futuro causas
disolventes de la asociación.” Se propuso, en consecuencia, aclarar el texto
distinguiendo cuándo el Gobierno debía intervenir como obligación -a requisición de las
autoridades locales- y cuándo ejercía un derecho de intervención propio e independiente
del reclamo o silencio provincial4.
1 RC60, sesión del 25-IV-60, p. 116. Por tales motivos, se consideró atentatorio a esa soberanía local que se exigiera que la educación fuera gratuita y la aprobación de las constituciones locales por el Congreso (ídem, pp. 116-117). 2 Ídem, Informe de la Comisión Examinadora, sesión del 25-IV-60, p. 120. 3 Cfr.: la discusión que aparece en el Nº 1 de El Redactor (ídem, pp. 357-360). 4 Ídem, Informe de la Comisión Examinadora, sesión del 25-IV-60, p. 122.
106
Cuando esta propuesta fue discutida en el plenario, Sarmiento tuvo palabras muy
severas para con las intervenciones practicadas en la Confederación:
“la ingerencia del Gobierno nacional desde el año 52 hasta la fecha -sostuvo-, lejos
de garantir a los pueblos su tranquilidad y sus instituciones, ha sido por el contrario, el
perturbador que ha traído la guerra”1.
Observó que, ante este hecho, la Comisión se había preocupado por tomar severas
precauciones, y que sólo había propuesto una modificación: prohibir que la intervención
pudiera desarrollarse sin la requisición de las autoridades locales, porque se reconocía la
necesidad que tenía el Gobierno nacional de intervenir por obligación para custodiar las
instituciones libres o de prestar el auxilio a una Provincia invadida por el extranjero o
por otra Provincia. Pero el “sin ella” -como expresaba el artículo sancionado en Santa
Fe- había dejado lugar, dijo, “para poder interpretar ese artículo en una escala más
extensa” que la que estaba en la mente de los constituyentes. Acentuando esta limitación
al Gobierno Central, Vélez Sársfield, apoyándose en los antecedentes norteamericanos,
explicó largamente cómo funcionaba el régimen de las intervenciones federales en
protección de los poderes locales.
"La jurisprudencia del artículo -comenzó explicando Vélez- es para que el Gobierno
Nacional intervenga cuando haya quitado las autoridades legales, para que intervenga
cuando se le diga que han quitado las autoridades que estaban y que están colocando
otras nuevas. Así es la jurisprudencia de la Constitución de los Estados Unidos; el
Gobierno nacional no está obligado a intervenir en todas las revoluciones de actualidad,
porque puede ser un pretexto de los mismos poderes locales. El Gobierno nacional no
está obligado a intervenir siempre que lo llamen, porque sus fuerzas, no están a la
disposición de las Provincias; intervendrá si le parece que debe intervenir. Únicamente
está obligado cuando se haya sustituido por el poder legal, un poder arbitrario.”2
Siempre con el propósito de fortalecer el federalismo, la Comisión Examinadora
propuso la supresión de una parte de la competencia de la Corte Suprema: la relativa a
los conflictos entre los poderes de una misma Provincia, porque se entendió que esta
cláusula subvertía el sentido del federalismo y generaba mayores conflictos en el ámbito
local3. Vélez explicó el por qué de la eliminación de la cláusula, sosteniendo que cuando
1 Ídem, sesión del 27-IV-60, p. 167. 2 Ídem, sesión del 27-IV-60, p. 172. 3 Ídem, Informe de la Comisión Examinadora, sesión del 25-IV-60, pp. 127-128.
107
existiera un conflicto entre los poderes provinciales, debían regirse por las pautas
contenidas en las constituciones locales, porque la “soberanía provincial [es] tan
completa como la soberanía nacional, en las materias que le están delegadas”1.
A esta altura de los acontecimientos parece indiscutible que los hombres del 60
tenían planeado quitar la mayoría de los rasgos centralistas del federalismo según la
Constitución de Santa Fe, persiguiendo un aumento considerable de las competencias
locales para solucionar sus problemas domésticos y los que pudieran tener con otras
provincias. En este contexto, también fortalecía el federalismo la propuesta de reforma
al inciso 11º del artículo 64 que aclaraba la competencia de los tribunales provinciales
en la aplicación de los códigos de fondo2.
La acentuación de la independencia de las Provincias en el ámbito económico fue
otro tema central en la convención del 60, según lo explicitó el propio Vélez Sársfield
en su discurso al informar de las reformas. En esa ocasión, criticó el hecho de que la
Nación tuviera poder para atender los déficits de los presupuestos de cada Provincia.
“Un artículo de la Constitución dice: que la Nación suplirá el déficit de los
presupuestos provinciales y este parece un presente griego. ¿Qué tiene que ver el
Gobierno general -se preguntó Vélez- con el presupuesto de cada Provincia? Ellas son
completamente libres e independientes en su régimen interior, y pueden gastar de sus
rentas lo que quieran. ¿Por qué el Congreso llamaría a sí los presupuestos de gastos de
cada Estado federal? Este artículo es enteramente contrario a los principios de una
federación política, porque Buenos Aires -concluyó- no pediría jamás a la Nación el
déficit para sus gastos ordinarios, y como hoy, no haría poco la Confederación en
atender a su propio déficit, es inútil reformar por ahora el artículo.”3
Un argumento más, sumado por Rufino de Elizalde, contrario a las subvenciones
nacionales a las Provincias venía en refuerzo de su tesis -que en seguida veremos- de
que los derechos de exportación debían ser locales. Afirmó que el artículo sobre las
subvenciones era el “principio más absurdo”, pues implicaba que la Constitución “parte
de la base que hay Provincias que no tienen como vivir”, obligando al Congreso que
provea a sus necesidades. Esto llevaba a que las Provincias se redujeran en la práctica “a
1 Ídem, sesión del 7-V-60, p. 252. 2 Ídem, Informe de la Comisión Examinadora, sesión del 25-IV-60, pp. 128-129. 3 Ídem, sesión del 25-IV-60, pp. 142-143.
108
la condición de las Municipalidades de Buenos Aires, quienes presentan su presupuesto
al Gobierno y este hace las correcciones que le parece”1
Otro aspecto que se entendió como resguardo y garantía del federalismo fue la
reforma del artículo 3º sobre la cuestión capital, porque, tal como lo explicó Mármol, la
exigencia del consentimiento de las Legislaturas Provinciales para ceder su territorio
como asiento de la capital,
“salvaba los derechos de las Provincias que era también uno de los mandatos de la
Convención, como de todo cuerpo constituyente en el sistema federal, que atendiendo a
las exigencias de la Nación no debe perjudicar –sostuvo- a los intereses de las
localidades”2.
Por último, concluyendo con las reformas más importantes que acentuaban la
autonomía de los Estados miembros, a los hombres del 60 les pareció un fortalecimiento
del federalismo el añadido de un artículo que prohibiera la legislación sobre la prensa o
el establecer sobre ella la jurisdicción federal. Según lo indicó Vélez esto importaba
limitarla a la jurisdicción provincial, como se explicará en el apartado sobre los
derechos individuales.
D) LOS DERECHOS DE EXPORTACIÓN. ECONOMÍA Y POLÍTICA
FEDERALES
El problema de los derechos de exportación pasó casi inadvertido durante los
debates de 1853: que el recurso debía ser nacional era una muestra más de algunas de
las notas centralistas del federalismo parido en Santa Fe. La discusión de este tema se
realizó en el 60 y fue iniciada por Rufino de Elizalde, quien bregó por la
provincialización de esos recursos, argumentando en un comienzo que
“Los constitucionalistas, o el Congreso Constituyente de Santa Fe, no quisieron
reconocer este principio: no encontró que era como a la igualdad del impuesto y
suprimió la cláusula de la igualdad y como una consecuencia de esa supresión puso los
derechos de exportación, que vienen a destruir los derechos con que los Estados deben
concurrir a las erogaciones nacionales.”3
1 Ídem, sesión del 30-IV-60, p. 186. 2 Ídem, sesión del 25-IV-60, p. 149. 3 Ídem, sesión del 9-V-60, p. 286.
109
Negó Elizalde que los derechos de exportación fueran nacionales y propuso seguir el
ejemplo de la Constitución Unitaria de 1826 (artículo 158) y la Constitución de los
Estados Unidos (párr. 2º, sec. 8a, art. 1º y párr. 3º, sec. 2a, art. 1º) que consagraban la
solución contraria a la del 53. Únicamente admitió que podrían ser nacionales los
derechos de importación, y sintetizó con estas palabras:
“La exportación, pues, no puede ser nunca un derecho nacional, es un derecho local.
Si nos referimos al orden y a los hechos entre nosotros, se verá que es así. La
contribución directa se impone sobre los bienes raíces, muebles y semovientes, pero
tocando la dificultad que había, cambiamos la forma y establecimos el derecho de
exportación sobre los frutos. Es claro que el derecho de exportación -propuso Elizalde-
no es más que la representación de la contribución directa, y como tal no puede
establecerse como derecho de la Nación y la razón es muy clara.”1
En la misma sesión Mitre sostuvo el proyecto de la Comisión opuesto a las ideas de
su amigo Elizalde. Afirmó el futuro Presidente que antes de sancionarse la Constitución
política del 53, las Provincias tenían una Constitución económica (es decir -aclaró-, “un
modo de ser político en cuanto a los recursos o medios de vivir, en todo lo que hacía a
su bienestar”), que fue alterada por la organización de la Confederación. No obstante,
sugirió Mitre, el instinto de conservación hizo que las Provincias buscaran otros
recursos para poder subsistir. De su análisis extenso y algo confuso, extrajo como
primera conclusión que si Buenos Aires hubiera discutido y tomado parte en la sanción
de la Constitución en 1853, se hubiera opuesto a que se arrebatasen esos recursos a las
Provincias, pero que, sin embargo, sin ellos “no puede haber realmente nervio en el
Gobierno Nacional”. Por eso la Comisión, observando que no se producía daño ni a las
Provincias -que ya tenían nuevos recursos- ni a Buenos Aires -porque estas rentas
aduaneras importaban muy poco en los hechos-, entendió “que para cuando llegue el
caso de que cese la garantía de los cinco años del presupuesto, era muy fácil, por medio
directo o por cualquier otro medio, convertir lo que hoy son derechos de exportación en
contribuciones directas. Nada más sencillo entonces que cuando se arreglen las tarifas,
lo sean de tal modo, que pesen igualmente sobre toda la Nación, de modo que las
1 Ídem, sesión del 30-IV-60, p. 180. En la misma sesión argumentó que no se podía quitar este recurso a las Provincias y sustituirlo con el auxilio o los subsidios que votaría el Congreso (ídem, pp. 186-187). Volvió a reiterar su tesis en otras ocasiones (cfr.: ídem, sesión del 8-V-60, pp. 262-266 y 282-284; sesión del 9-V-60, pp. 285-292).
110
Provincias a su vez, puedan gravar, hasta cierto punto esos productos, es decir, que las
producciones de las Provincia sean gravadas por mitad; mitad en el derecho de
exportación, y mitad en las contribuciones directas que pesan realmente sobre el país.
Es esta razón -sentenció Mitre-, a pesar de reconocer el buen principio que tiene la
Constitución de los Estados Unidos, y también de acuerdo con el artículo ciento
cincuenta [creo] de la Constitución del año 26, que la Comisión dictaminó del modo que
los hizo”1.
Sarmiento también salió en defensa del proyecto de la Comisión, y lo que primero
intentó fue sentar un principio básico, la desconfianza ante lo localista, que en buena
medida venía a dar por tierra con las pretensiones federalistas de la mayoría de los
convencionales. Decía el apotegma sarmientino: “el Gobierno federal es para el interés
general, se crea a fin de reunir los intereses generales del país”. Inmediatamente,
entonces, si se acepta esto, puede clarificarse la cuestión de los recursos:
“De lo que debemos cuidarnos es, si tendremos suficiente cantidad de dinero para
todos aquellos objetos, que tiene la Nación que atender. La Nación tendrá buques,
ejército, aduana, correo, etc. Ahora -se preguntó-, ¿cuánto dinero gastaremos en eso? Lo
mismo es aquí que allí, es el mismo dinero. Quizá será más económico reunirlo en una
misma cocina, que tener trece fueguitos, con trece cocinitas para hacer cada una su mala
comida. Este es un gran principio económico: si fuera posible hacer una sola cocina
para toda la ciudad, se acabarían todos los sinsabores domésticos. No me parece -
terminó el sanjuanino-, pues, que esta sea la cuestión más grave.”2
Y Vélez, que estaba desde el principio por conservar los derechos de exportación en
manos de la Nación, apuntó que todos los millones que por ellos pudiera recaudar la
Provincia de Buenos Aires “son bagatelas en presencia de la independencia del país, de
la defensa de todo poder extranjero; en presencia de la defensa de sus instituciones
internas”3. La solución nacionalista y centralista parecía imponerse, cuando Mármol
adujo que este debate tenía una importancia que sobrepasaba lo inmediato, porque el
objeto de estas grandes cuestiones era el poder de la Nación y el poder de los Estados; o,
en otras palabras:
1 Ídem, sesión del 30-IV-60, p. 185. 2 Ídem, sesión del 30-IV-60, p. 191. Como dirá más adelante: "las rentas que cobra la Confederación serán pocas para satisfacer los gastos, o compromisos en que se ha visto obligada" (ídem, sesión del 8-V-60, p. 276). 3 Ídem, sesión del 9-V-60, p. 296.
111
“es entre la mayor centralización de poder en el Gobierno general, y el mayor poder
y derecho de los Estados. Esa será la cuestión que nos dividirá en el futuro, y cuya
primera palabra se pronuncia en este momento”1.
Defensor de los intereses de Buenos Aires, con el argumento anterior frenó
momentáneamente Mármol las tendencias a nacionalizar las rentas aduaneras, y propuso
una fórmula transaccional que al final se aceptó: que los derechos duraran en poder de
la Nación hasta el año 18652. Sin embargo, en 1866 se revisó la cláusula,
nacionalizando los recursos fiscales de carácter aduanero3
F) BUENOS AIRES COMO PROBLEMA CENTRAL EN LA ORGANIZACIÓN
FEDERAL
En cierta manera, pero siempre fundamental, Buenos Aires jugó un rol central en la
organización del Estado nacional bajo el sistema federal de gobierno. En 1853, por
circunstancias que son de todos conocidas, la gran provincia estuvo ausente en la
Convención, y la Constitución que se sancionó no pudo obviar su presencia vicaria en el
espíritu y el ánimo de convencionales preocupados por la unidad de todos los pueblos
bajo un gobierno común. Ya en 1860, convenida su incorporación al sistema de la
Confederación, los hombres cometidos a reformar el texto santafesino se encargaron de
delimitar muy bien el papel que esa provincia, que era como una hermana mayor,
jugaba en las relaciones de poder de la federación. Analizar este aspecto de nuestra
organización constitucional es de singular importancia para comprender las bases
políticas y económicas del nuevo Estado.
La Convención de 1853. Los hombres del 53 debieron asumir alguna decisión en
torno a Buenos Aires, pues su inasistencia y la ruptura provocada por la Legislatura
porteña impactaron en el ánimo de los convencionales santafesinos. ¿Cómo organizar la
federación cuándo el más importante de los Estados que la componía se negaba a
negociar? ¿Qué hacer con la capital del nuevo Estado siendo que casi todos aceptaban
1 Ídem, sesión del 9-V-60, p. 304. 2 Ídem, pp. 304-306 y 310. La redacción final fue propuesta por Mármol y acompañada por Sarmiento (que sugirió el año 1866) y Riestra, que sostuvo que en esa época cesarían como impuesto nacional (ídem, sesión del 9-V-60, p. 310). Riestra ya lo había sugerido en la sesión anterior del día 8 de Mayo (ídem, pp. 271-274). 3 RUIZ MORENO, Isidoro, La reforma constitucional de 1866, Macchi, Buenos Aires, 1983. A la vista de esta nueva reforma, debería reverse la tesis de Bidart Campos mencionada en nota 4, pues ese ciclo constituyente originario y abierto, en realidad pareciera cerrarse en 1866.
112
que debía serlo Buenos Aires? Estos temas preocuparon sobremanera a los primeros
constituyentes.
La relación entre la Confederación y Buenos Aires. La mayoría de los Diputados de
Santa Fe manifestaron la idea de que la Nación estaba incompleta sin Buenos Aires, a la
que se reconocía una especie de situación privilegiada en el conjunto de los estados
provinciales. En la sesión del 29 de noviembre de 1852, Seguí planteó el problema que
aparejaba la ruptura de relaciones entre Buenos Aires y el resto de las provincias, y lo
atribuyó a la propia naturaleza de la Provincia porteña. Dijo que si ella continuaba en
sus pretensiones, tenía que explicarse esa actitud porque “siendo el primogénito de la
familia argentina, y el primer vástago del árbol de la libertad, tenía todo el engreimiento
y orgullo propio de tales hijos; y que la Confederación, como madre común, debía
emplear antes todos los medios conciliatorios, suaves y atrayentes para volver a su seno
a ese hijo mal aconsejado”1.
Las ideas del Diputado por Santa Fe hicieron mella en la Convención. Gondra fue
más lejos aún y sostuvo que no había Constitución válida sin Buenos Aires, a pesar de
su conducta2. Fue así que, en base a esta convicción, se presentó la propuesta de enviar
una comisión a Buenos Aires para reintegrarla pacíficamente al seno de la
Confederación, mas el Diputado Campillo expresó que ella no sería recibida “por ese
Pueblo ilustrado”, sino por su Gobierno, “que estaba reproduciendo hoy, todas las
escenas de la Mazorca, con las confiscaciones, proscripciones y otras exageraciones de
furor”3. Con lo que quedaba claro que los méritos del pueblo porteño no se trasladaban
a su Gobierno, del que se desconfiaba plenamente. La comisión no se envió y la
discusión del texto constitucional prosiguió sin el apoyo de Buenos Aires.
Buenos Aires, capital natural de la República. Otro problema que reavivó la
cuestión Buenos Aires, fue el vinculado a la decisión de elegir la ciudad capital de la
Confederación. El Diputado Díaz Colodrero, en la sesión del 1º de diciembre de 1852,
manifestó una idea que estaba en la mente de casi todos los convencionales:
“Tanto la ley consuetudinaria como la ley escrita -dijo el representante por
Mendoza- establecen la capital en Buenos Aires, y que si se consulta la conveniencia
1 ACA, p. 427. 2 Ídem, sesión del 12-I-53, p. 448. 3 Ídem, p. 449.
113
como centro de los recursos y de la inteligencia, debería también establecerse allí,
mucho más desde que todos sus establecimientos pertenecen a la Nación.” 1
El tema quedó diferido para un mejor momento, que se presentó cuando se puso en
discusión el artículo 3º del proyecto de Constitución, ocasión en la que reaparece la
cuestión Buenos Aires junto al problema de la capital de la República. El otro Diputado
mendocino, Zapata, sostuvo que esta cuestión capital resumía “nuestro más serio
problema social”, del que dependían “las exigencias de paz y progreso”. Dejó entrever
que la declaración que daba a Buenos Aires el rango de capital de la Nación no
dependía de la voluntad de los convencionales, porque ella lo ha sido “siempre de
hecho”, y estaba “sancionado de antemano por la naturaleza misma”. Para Zapata
Buenos Aires era el centro comercial y político del país, el nervio administrativo y
rentístico de la Nación,
“porque allí puedan sentarse las autoridades con más decoro y con más medios
materiales y morales de ejercer su benéfico influjo en todas las Provincias; porque allí -
continúa el mendocino- puedan estar más en contacto con los Gobiernos amigos y con
la civilización europea que tratamos de encarnar en la vasta extensión de nuestro
despoblado país por medio de la inmigración”2.
Al encontrarse en la ciudad de Buenos Aires todo lo mejor de nuestro país, si no se
la hacía la capital, continuó Zapata, su poder físico y moral continuaría siendo
“un principio de constante desequilibrio social, un germen continuo de acciones y
reacciones en país, un semillero eterno de dominación y resistencias, fecundas sólo en
sangre y desgracias para toda la República; el antagonismo vivo –afirmó Zapata- entre
dos poderes pésimamente comprendidos hasta ahora y deplorablemente estériles para
nuestra dicha”.
Para eliminar el conflicto había un solo remedio: propuso hacer que “esa culta y
populosa Ciudad” fuera elegida “cabeza” de la República, para que “desempeñe con
majestad los altos destinos civilizadores a que es llamada”3. Lavaysse secundó
inmediatamente a Zapata: Buenos Aires era la única ciudad “digna -según lo expresó-
de ocupar el rango de Capital de una Nación grande y próspera”, y en el reconocimiento
de esta circunstancia no había “adulación ni lisonja”, porque así lo señalaban nuestra
1 Ídem, p. 443. 2 Ídem, sesión del 22-IV-53, p. 494. 3 Ídem, pp. 494-495.
114
historia, la cultura de aquella provincia y su posición geográfica. Pero advirtió del error
que significaría concentrar en Buenos Aires todo el problema. Dijo admirablemente,
anticipándose a lo que sobrevendría, que era
“preciso que Buenos Aires, Capital de la Nación al mismo tiempo que de una
Provincia vastísima i rica en elementos de todo género, no presentase el fenómeno de un
cuerpo monstruoso cuya cabeza se halla hidrópica y sus miembros raquíticos (...) Que
de hoy para siempre Buenos Aires entrase en las Provincias y las Provincias en Buenos
Aires perteneciéndose mutuamente”1.
Nadie habló contra Buenos Aires; todos aceptaron su natural primogenitura y
condenaron la política separatista de su gobierno. Por eso fue lógico que se dispusiera
en el texto constitucional que ella sería la capital de la nueva República. En la tantas
veces citada Minuta de Declaración, aprobada una vez que se dio sanción a la
Constitución, se expresó con claridad cuál era la razón privilegiada que demandaba que
Buenos Aires fuera ungida capital de la República. El párrafo que seguidamente
trascribimos da una idea clara de los sentimientos e ideas de los hombres del 53.
“Intereses de todo género constituyen a Buenos Aires una especialidad en la familia
argentina. Antes de la Revolución, y después, se han ejercido allí, y desde allí, el poder
general de la colonia y de la Nación. Buenos Aires es por esto la más alta expresión de
nuestras necesidades, de nuestros sentimientos, de nuestras pasiones, de nuestros ca-
prichos, de nuestra política, de nuestra fuerza intelectual, poder y genio.”2
Buenos Aires y la unión nacional en la Convención de 1860. La Convención porteña
estuvo presidida por un equívoco espíritu que compatibilizaba la unión nacional con el
predominio de Buenos Aires. La provincia daba su consentimiento, se incorporaba a la
Nación revisando la Constitución, pero dejaba sentada su pretensión de dirigir los
destinos y de presidir el rumbo del nuevo Estado3.
La unión nacional. Buenos Aires hizo de la convención del 60 un acto de
integración de la nacionalidad. Uno de los primeros en expresarlo fue Sarmiento, quien
afirmó que siempre se había ocupado de la “unión nacional”; dijo no ser separatista y
que no lo sería jamás. Frente a los porteños que habían insistido en la política de la
1 Ídem, p. 499. 2 Ídem, sesión del 3-V-53, 540. 3 Y ello, independientemente de que los convencionales porteños continuaran una línea histórica de defensa del federalismo, como ha sostenido LEVAGGI, Confederación y federación en la génesis del Estado argentino, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 2007, pp. 164 y 174.
115
separación, sostuvo que él no era porteño sino argentino, “y tengo -agregó- que ser
nacionalista. Siempre he pensado en los medios de unión que las circunstancias han
hecho imposible”1. Más adelante, al discutirse sobre los derechos de exportación y en
clara alusión a la tesis localista de Elizalde, Sarmiento pronunció palabras de colorido
tinte nacional:
“Creo que desde el año 52 en adelante se ha empezado a vivir en una atmósfera en
que se ha formado el hábito de mirar este Estado [Buenos Aires] como un país diferente
de los otros. Entre Buenos Aires y las Provincias no debe haber otro sentimiento que el
sentimiento argentino.”2
Una de las propuestas de Sarmiento, en este sentido, fue la de incorporar como
nombre de la Nación la vieja denominación de Provincias Unidas del Río de la Plata,
de modo tal que Buenos Aires pudiera decir a sus hermanas que invocaba esas palabras
“para reunirme a los que fueron mis enemigos, olvidar nuestras antiguas disensiones y
abrazarnos como hermanos que vuelven a verse, después de largos años de
separación”3. Pero el propio Sarmiento fue poco coherente en su actitud de integración
nacional; o, más bien, observaba la unión nacional bajo la hegemonía de Buenos Aires.
Cuando la Convención estaba bastante avanzada, pronunció palabras reveladoras de su
intención: “La libertad ha triunfado -afirmó en referencia al Pacto de San José de
Flores4- y ahora vamos a llevar a toda la República, todos los elementos de Buenos
Aires.” Esta frase es lo suficientemente representativa de cómo los hombres del 60
veían la conformación definitiva de nuestra nacionalidad en un nuevo Estado. Si
tomamos el siempre clarificador Informe de la Comisión Examinadora, veremos que en
él se realiza también una invocación a la unidad nacional, pero sobre nuevos
presupuestos, que eran las bases consolidadas por la incorporación de Buenos Aires:
“Agitada por la revolución y oprimida por la violencia, la nacionalidad argentina ha
sido un hecho que ha sobrevivido, aunque perdiendo algunos de sus miembros, a las
guerras intestinas, a la tiranía y al antagonismo de los intereses creados por la desunión
y el aislamiento; hasta que al fin, de ese hecho ha nacido un derecho, que ha consagrado
1 RC60, sesión del 6-II-60, p. 75. 2 Ídem, sesión del 30-IV-60, p. 190. 3 Ídem, sesión del 11-V-60, p. 345. 4 Ídem, sesión del 8-V-60, p. 282.
116
las soberanías provinciales, como base de toda organización nacional, y la libertad como
fin a que debe subordinarse toda organización política.”1
Sin embargo, con ser este el tono que dominó la convención porteña, hubo otras
voces que protestaron por la manera de entender la incorporación de Buenos Aires a la
Confederación. El grupo opositor a las reformas, que votó contra el proyecto de la
Comisión Examinadora, hizo saber su opinión por boca de José Pérez, quien expresó la
necesidad de la unión nacional, unión que debía operarse ya, dejando para más adelante,
una vez apaciguado el espíritu de lucha, la discusión de las reformas. Pérez llamó a
“consolidar prontamente la unión de pueblos dislacerados (sic) por la guerra civil, y
diezmados por sus diarios combates”2. También abogó por la unidad Félix Frías,
amonestando a Buenos Aires por sus intenciones separatistas.
“En efecto, Señores, la separación de Buenos Aires sería un doble atentado contra la
tradición de nuestros padres y el porvenir de nuestros hijos.
“Cuando el hijo mayor de una familia, favorecido por los bienes de la fortuna,
abandona a su miseria a los otros hermanos, le siguen en la tierra las maldiciones de
Dios, y el desprecio de los hombres.”3
El discurso de Frías, vigoroso y contundente, no dejaba reparos sobre una visión
más auténtica y menos egoísta de la unión nacional. Parodiando el juicio de Salomón,
advirtió que “partir la patria es matarla”, y aseguró que prefería “verla antes en malas
manos que dividida”. Y seguidamente pronunció las palabras más claras y profundas
sobre la unidad nacional en toda la convención.
“El territorio de la patria es sagrado e indivisible, Señores: a él están ligados todos
los recuerdos de nuestros triunfos pasados, como el de nuestros espantosos infortunios.
¿En que rincón de la patria -se preguntó Frías- no hallaréis rastros de la sangre de las
víctimas de la tiranía o de los mártires de la independencia y de la libertad? Y si alguno
se halla mal en su país, si le falta coraje para esta lucha incesante que suele abatir los
más firmes caracteres; o si perseguido por la ingratitud y la calumnia quiere buscar en
otro suelo el descanso que anhela, aléjese en hora buena; pero no pretenda llevar
1 Ídem, sesión del 25-IV-60, p. 108. 2 El discurso de Pérez en ídem, sesión del 25-IV-60, pp. 144-146; la cita es de p. 146. 3 Ídem, sesión del 11-V-60, p. 321.
117
consigo -sentenció- un solo grano de la tierra en que vio la luz. ¡Sacuda el polvo de sus
plantas y váyase!”1
Si nos detenemos en las palabras de Sarmiento y las comparamos con las de Frías,
notaremos que, a diferencia de los restantes oradores por la unidad, Frías es el único que
habla de la patria, término y concepto que empleó en lugar del de Nación; inclusive
Frías emplea una palabra más campesina, como país. Eso nos habla de un amor
distinto: un amor que no se fundaba en intereses políticos o económicos, un amor que
provenía del fondo de una historia compartida, de tierras y de sufrimientos comunes, de
sangre derramada sin distinciones. Además, Frías fue el único que puso el acento en la
historia común a todas las provincias, en las tradiciones que nos unían, y que
pertenecían por igual a todas las Provincias y no solamente a Buenos Aires.
El rol preeminente de Buenos Aires. De lo dicho en el apartado anterior, se
desprende que los hombres de Buenos Aires que impusieron la revisión de la
Constitución tenían una perspectiva bastante definida sobre el papel que le correspondía
a esa provincia en la nacionalidad. Una primera idea que apareció fue la de que Buenos
Aires aportaba sus luces para que la Constitución del 53 quedara definitivamente
asimilada al modelo norteamericano que se intentó imitar en la convención del 60. En el
Informe de la Comisión Examinadora, que hemos citado tantas veces, se dice preci-
samente que cabe a Buenos Aires el rol de garantizar la fidelidad en la aplicación del
modelo norteamericano. Por tal motivo se afirma que Buenos Aires puede y debe
proponer
“el restablecimiento del texto de la Constitución norteamericana, la única que tiene
autoridad en el mundo, y que no puede ser alterada en su esencia, sin que se violen los
principios de la asociación, y se falseen las reglas constitutivas de la República federal,
que como se ha dicho antes, es el hecho establecido que encuentra Buenos Aires desde
1853”2.
Otra idea compartida fue la de la superioridad de la política económica de Buenos
Aires frente a la de la Confederación. El olvido de los principios económicos de la
igualdad de los Estados en el federalismo en la política económica de la Confederación,
“ha dado lugar a una política económica atrasada y ruinosa, en completa
disconformidad con la alta y liberal política comercial adoptada por Buenos Aires”, se 1 Ídem, p. 322. 2 Ídem, sesión del 25-IV-60, p. 113.
118
dice en el Informe. Con este criterio se criticaron los derechos diferenciales y las primas
y favores especiales, que no solamente violaban el principio de derecho público federal
de “la igualdad de los pueblos ante la ley del impuesto”, sino que además olvidaba que
la aduana debía tomarse “como fuente de rentas y no como un instrumento de
protección”. Las reformas propuestas por la Comisión Examinadora tendían a “garantir
los intereses de Buenos Aires en lo presente, y asegurar la unión y la estabilidad de la
paz de los pueblos argentinos en lo futuro”1.
Un punto de interés para los hombres de Buenos Aires fue afirmado por Vélez en la
primera parte de su discurso como miembro informante de la Comisión Examinadora.
Luego de encendidas palabras sobre la unión nacional, Vélez destacó el aporte
sobresaliente de Buenos Aires a esa unión: “Uniéndose Buenos Aires a los otros
pueblos -dijo el jurista cordobés-, sobreviene una nueva estructura de la Sociedad que
precisamente causará una feliz revolución en todas las ideas y en todos los caracteres
cuyos buenos resultados son más extensos que los que hoy pueden preverse.”2
Mas, inmediatamente, señaló los provechos que obtendría Buenos Aires, beneficios
que serían superiores a los males que podría sufrir en la unión. Sus palabras merecen
citarse extensamente:
“La paz y el comercio darán a Buenos Aires -especuló Vélez- lo que jamás podría
esperar separada de la Confederación Argentina; baste decir que entonces cada hombre
ocupará su verdadera posición social y habrá sucedido la justa distribución del poder
moral de la sociedad. (...) En media docena de años el Estado de Buenos Aires tendrá un
millón de habitantes; aquí vendrán los grandes capitales europeos cuando la paz se halle
sólidamente establecida. La realidad de efectos que produzca la unión sobrepasará a las
más ideales esperanzas.”3
De la misma idea que Vélez es José Pérez, opositor a la reforma, pero porteño al fin.
Luego de reclamar la pronta unión nacional, señaló que estaba también en su derecho al
afirmar que “el primordial interés de Buenos Aires, es presentarse la primera en la
batalla con su contingente de poder, de riqueza y de luces para alejar de la República los
1 Ídem, p. 132. 2 Ídem, sesión del 25-IV-60, p. 140. 3 Ídem, p. 141. Las mismas ideas, en otro discurso de Vélez que critica la tesis ultra porteña de la provincialidad de los derechos de exportación, ídem, sesión del 8-V-60, pp. 271-272, especialmente.
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malos instintos que podrían venir a destruirla, y hundirnos a nosotros mismos en su
ruina”1.
Pero más adelante hizo de Buenos Aires el punto central de la unidad, ya que -en
una dudosa interpretación histórica- resumió prácticamente toda la historia nacional en
la grandeza de esa Provincia. Otra vez estas palabras, que no tienen desperdicio,
merecen trascribirse íntegramente, ya que el mensaje de Pérez parece conducir a una
sola solución: unidad del país bajo el gobierno de Buenos Aires, bajo el predominio
porteño. Es la reiterada tesis de la hermana mayor civilizada que guía con sus luces y su
riqueza a las hermanas menores sumidas en la barbarie.
“El pueblo de Buenos Aires -comenzó con su arenga Pérez- es fuerte, rico, inteligen-
te y su poder pesa tanto como toda la República. Los sucesos que acaban de pasar lo
están demostrando; no se puede hacer con Buenos Aires lo que se pudo hacer con San
Juan. Con sus elementos, con sus hombres, con toda su importancia moral, una vez
efectuada la unión nacional pueden hacerse desaparecer dificultades inmensas que
pueden sobrevenir, puede salvarse a toda la República de una conflagración posible. La
prensa está alarmada, haciendo resaltar los inconvenientes que puede presentar un
gobierno nacional impopular, o cuya política fuese guiada por las pasiones de partido, y,
¿es posible que el pueblo de Buenos Aires, que ha hecho tantos sacrificios, que ha
establecido la libertad en tres o cuatro Repúblicas de América, se detenga en el Arroyo
del Medio y no lleve su valioso contingente -concluyó- para salvar a los pueblos
hermanos que puedan estar colocados bajo la presión de un gobierno falto de grandes
vistas políticas o quizá criminal?”2
De la misma tónica fueron algunos de los términos del discurso de Vélez, ya
mencionado, cuando atacó la composición del Senado por desfavorecer a los intereses
de Buenos Aires3. Pero el acento localista se advirtió más agudamente cuando se
discutió la cláusula sobre derechos aduaneros. El problema ya ha sido tratado
parcialmente y volveremos a él cuando toquemos los temas vinculados a la economía,
pero ahora es interesante señalar algunas de las expresiones del Diputado Riestra, quien,
1 Ídem, sesión del 25-IV-60, p. 145. 2 Ídem, p. 146. 3 Ídem, p. 143. El mismo Vélez, al criticar algunos términos del discurso de Elizalde defendiendo los derechos de Buenos Aires a retener en la Provincia los derechos de exportación, le advirtió: “Yo les ayudaré, pues, a sostener todas aquellas leyes que tiendan a asegurar los derechos de los pueblos y de los hombres, pero no les ayudaré a mantener desconfianzas que nacen únicamente de que el hombre no nació en Buenos Aires.” (ídem, sesión del 9-V-60, p. 295)
120
al defender la tesis provincial, dijo que era necesario que “Buenos Aires al ir a la unión”
retuviera “una porción de poder propio, que conserve garantías para el futuro”, pues de
lo contrario se caería en el peligro del sistema unitario1. Elizalde fue muy claro también,
al distinguir entre el deber de “mirar por los intereses primordiales de la Nación”, y el
interés que les prohibía “prescindir de considerar principalmente los intereses de
Buenos Aires”. Mas como Mármol le advirtiera que no podían coexistir dos intereses
primordiales, Elizalde aclaró sus ideas:
“Siempre que los intereses primordiales de la Nación pudiesen quedar en peligro,
que hubiese la más pequeña amenaza o contingencia que la Nación no se reuniese por
una enmienda que propusiéramos, creo que debiéramos sacrificar esa enmienda; pero
cuando la enmienda que propongo al garantir a Buenos Aires no perjudica a la Unión,
debemos salvar los derechos primordiales de Buenos Aires, salvar los derechos
primordiales de la Nación y al mismo tiempo con ellos los provinciales.”2
Pero si con lo dicho no bastara, hay que recurrir a las confesiones de Mármol, quien
debe haber sido en la convención porteña quien más contundente y explícitamente hizo
definición de porteño a ultranza, sin la contradicción que le señalara a Elizalde. Sin
miramientos afirmó Mármol:
“Establezcamos una base; somos aquí representantes de un Estado que se halla
frente a frente de la Nación, y nuestro primitivo deber, originario y natural, es defender
toda vez que podamos, los intereses del Estado contra los perjuicios que pueda irrogarle
la Nación.
“Nosotros, pues, representantes del Estado, para ser lógicos con nuestro mandato,
debemos proteger sus intereses ante todo, antes que los intereses de la Nación. Dejemos
a la Convención Nacional que defienda los intereses nacionales.”3
La cuestión capital. Todos estos asuntos se resumirán en el último punto tocado en
el Informe de la Comisión Examinadora, que fue el de la capital. Los integrantes de la
Comisión comenzaron por censurar la decisión de la Convención de 1853 que decidió
declarar capital a Buenos Aires, “en momentos en que Buenos Aires no se hallaba
representado en el Congreso que la dictó, dividiendo su territorio sin su consentimiento,
y atentando contra la soberanía, vicio que quiso corregirse en parte, presentando la
1 Ídem, sesión del 8-V-60, pp. 273-275. 2 Ídem, sesión del 9-V-60, p. 290. 3 Ídem, p. 305.
121
Constitución a su aceptación, poniéndolo en la disyuntiva de aceptar o rechazar, sin que
le fuera dado modificarla”1.
Esta circunstancia minaba la federación por su base, porque no se había advertido
que “se despojaba de su ser político a uno de los miembros de la asociación”. En el
Informe también se asegura que Buenos Aires, desde 1816, había reclamado su
prerrogativa de Estado, “renunciando al honor de ser la capital de la República”; por eso
no podía ser despojado de su ser provincial sin su consentimiento y contra su “voluntad
expresa”2. Como dirá Vélez en la discusión de la reforma al artículo 3º, él era de la
inteligencia de que “Buenos Aires no ha de ser capital”3. Esteves Saguí sostuvo que el
punto relativo a la Capital era la "manzana de la discordia", como lo había sido también
en los Estados Unidos que nos sirven de modelo, y se opuso a capitalizar a Buenos
Aires, pues a su entender “la capital será donde las autoridades nacionales residan.”
Criticó que se hubiera fijado en 1853 la capital en Buenos Aires y en seguida relativizó
el asunto en los siguientes términos:
“¿Qué vamos a hacer con señalar ya la capital, cuando esto está sujeto a la voluntad
de los hombres, a decisiones legislativas, a los tiempos y a las circunstancias que harán
que esta capital esté unas veces al Sud, al Centro o al Norte, o tal vez vaya a situarse en
Martín García, como se dijo en Argirópolis...?”4
Mármol, que había formado parte de la Comisión Examinadora, brindó su apoyo al
artículo proyectado por ella, afirmando que el Congreso “en ningún caso podía disponer
del territorio de los Estados” y que cada uno estaba en su perfecto derecho, como lo
estaba también Buenos Aires, “de negar a la legislatura nacional la competencia para
disponer de su territorio”, por lo que era correcto el criterio propuesto por la Comisión,
consiste en que “determine el Congreso legislativo el lugar de la capital, previa la
aceptación de las legislaturas provinciales”5.
1 Ídem, sesión del 25-IV-60, p. 133. 2 Ídem, p. 134. Las discusiones de la Comisión, en ídem, El Redactor de la Comisión Examinadora, Nº 2, pp. 361-368. 3 Ídem, sesión del 25-IV-60, p. 153. 4 Ídem, sesión del 25-IV-60, pp. 147-148. Significativo es que se cite este libro de Sarmiento, publicado en 1850, en el que califica los unitarios (su antiguo partido) como “espantajos de aspiraciones torcidas”. Mitre criticó la tesis de Esteves Saguí. Recordó que la Constitución de Estados Unidos también mandaba que hubiera una capital fija; igual ocurría con Suiza, porque lo que se deseaba era que la capital tuviera su territorio propio y limitado. Concluyó reclamando “que no se quiera realizar entre nosotros la teoría sencillísima de aquel gobernante boliviano, que decía: ‘la Capital en el lomo de mi caballo’.” (ídem, p. 151) Palabras que podrían habérsele recordado en su presidencia. 5 Ídem, p. 149.
122
V- LA RELIGIÓN COMO MATERIA Y PROBLEMA CONSTITUCIONAL
En los puntos anteriores hemos ido describiendo de qué manera en los debates de las
convenciones se fue perfilando el Estado Argentino como un proyecto que debía
ponerse en marcha. Presentamos también la forma en la que el liberalismo se fue
imponiendo a otras expresiones ideológicas que no fueron más que tonos que daban
colorido a debates sostenidos desde el mismo fondo liberal compartido casi
unánimemente. Trataremos ahora de uno de los aspectos centrales en las dos
convenciones y de capital importancia para la formación y la consolidación del Estado
naciente: el problema de la religión. Al tratar este asunto es inevitable separar el
tratamiento que las diversas cláusulas religiosas tuvieron en Santa Fe y Buenos Aires,
pues en la primera fue fundamental y en la segunda accesorio. Además, no podemos
desprendernos del bagaje teórico e histórico que compromete la existencia del Estado
moderno, que es por definición neutral y ateo frente a las confesiones religiosas1. Por
este motivo es de apreciar la singularidad de solución constitucional argentina, solución
que con el tiempo se convertirá en conflictiva. Pero para llegar a la etapa del conflicto
hay que partir desde los inicios, desde el mismo debate constitucional.
A) EL LUGAR DE LA RELIGIÓN EN LA CONVENCIÓN DE 1853
¿Religión de Estado? En el proyecto de Constitución de 1853 se incluía una cláusula
sobre la religión (el artículo 2°) que al Diputado por Catamarca, Zenteno, le pareció
insuficiente, y su cuestionamiento llevó a un ardua discusión durante toda la sesión del
21 de Abril de 1853. Zenteno propuso un nuevo artículo en estos términos:
“La Religión Católica, Apostólica Romana, como única y sola verdadera, es
exclusivamente la del Estado. El Gobierno Federal la acata, la sostiene y protege,
particularmente para el libre ejercicio de su Culto público. Y todos los habitantes de la
Confederación le tributan respeto, sumisión y obediencia.”2
1 Dalmacio Negro Pavón, La tradición liberal y el Estado, Real Academia de Ciencias Morales y políticas, Madrid, 1995, especialmente pp. 96-99. 2 ACA, p. 488. El artículo proyectado por la Comisión es artículo 2° de la Constitución actualmente vigente.
123
A la propuesta de Zenteno le siguieron otras, como las de Fray Manuel Pérez y
Leiva que transitaban senderos parecidos1. Esto provocó la reacción de Lavaysse, quien
se opuso a todas estas adiciones con un argumento claro y preciso: “la Constitución no
puede intervenir en las conciencias, sino reglar sólo el culto exterior”. Con esto anulaba
el planteo de la religión de Estado, pues a su juicio bastaba con que el Gobierno se
hallara obligado a sostener el culto católico, porque
“la religión como creencia no necesitaba de más protección que la de Dios para
recorrer el mundo, sin que hubiese podido nunca la tensa oposición de los Gobiernos
detener un momento su marcha progresiva”2.
Zenteno insistió en sostener el contenido de su artículo, aduciendo en su apoyo que
la religión católica era “la dominante en la mayoría de los habitantes de la
Confederación”, como probaban -dijo- las declaraciones de todas las constituciones
provinciales. Gorostiaga, a quien se sindica como autor del proyecto original, le
contestó afirmando que siendo un “hecho incontestable y evidente” que la religión
católica era la dominante en la Argentina, la Comisión por tal motivo proponía y
adoptaba el artículo que “imponía al Gobierno Federal la obligación de sostener el Culto
Católico Apostólico Romano”. Agregó Gorostiaga que de acuerdo a la doctrina de los
mejores publicistas el Gobierno tenía “el derecho y el deber” de intervenir en las
materias que conciernen a la religión, y
“que este derecho no podía ser contestado por todos aquellos que piensan que la
piedad, la moral y la Religión están íntimamente ligadas al bien del Estado, y que todo
hombre convencido del origen divino del Catolicismo, miraría como un deber del
Gobierno mantenerlo y fomentarlo entre los ciudadanos”3.
Gorostiaga asumió una posición claramente regalista y estatista: a cambio del
sostenimiento de la Iglesia, el Gobierno -según lo afirmaba la sana doctrina- intervenía
en las cuestiones religiosas. Pero avanzó más allá: declaró que, a su juicio, era falsa la
tesis que proponía que la religión católica fuera la del Estado, pues no todos los
habitantes de la Confederación ni sus ciudadanos eran católicos, ya que jamás había
1 La redacción sugerida por Pérez es la siguiente: “El Gobierno Federal profesa y sostiene el Culto Católico Apostólico Romano.” Leiva propuso otro contenido: “La Religión Católica Apostólica Romana (única verdadera) es la Religión del Estado; la Autoridades le deben toda protección, y los habitantes veneración y respeto.” (ídem, pp. 488-489) 2 Ídem, p. 489. 3 Ídem, ibídem.
124
sido requisito de nuestras leyes para adquirir la ciudadanía el pertenecer a tal religión.
También cuestionó Gorostiaga que pudiera declararse a la religión católica como la
única verdadera, ya que siendo materia de dogma era una cuestión que no pertenecía a
la competencia del Congreso, Congreso “que tiene que respetar la libertad de juicio en
materias religiosas y la libertad de culto según las inspiraciones de la conciencia”. Y,
anticipando el debate sobre la libertad de cultos, sentenció su posición con una frase
típicamente liberal:
“Que los derechos de la conciencia están fuera del alcance de todo poder humano;
que ellos han sido dados por Dios, y que la autoridad que quisiese tocarlos, violaría los
primeros preceptos de la Religión natural y de la religión revelada.”1
La opinión de Gorostiaga fue sostenida por Zapata, quien volvió sobre los
argumentos regalistas: reconocido el hecho de que la mayoría del país pertenecía a la
religión católica y que ésta era la dominante en la República, ello “envolvía el derecho
que tiene el Gobierno de intervenir en su ejercicio y el deber de sostener su culto, que
no es sino la expresión o manifestación exterior de esa misma Religión. Pero esto era lo
único que el Congreso podía declarar, y lo único contenido en el artículo en discusión”2.
Leiva discrepó con estas ideas liberales y asumió una posición más ortodoxa dentro
del catolicismo. El Diputado por Santa Fe afirmó que una vez que se había reconocido
el hecho de que la religión católica era la dominante en el país y que se le debía respeto,
nada de esto estaba contenido en el proyecto de la Comisión, pero no abandonó
tampoco un regalismo proteccionista, puesto que si en su proyecto de artículo se
establecía
“la protección de las autoridades, era porque esa protección había dado muchos
triunfos en favor del Catolicismo, protección que no podía ser innecesaria desde que era
el primordial objeto de los concordatos con la Santa Sede”3.
Zuviría también intervino en la disputa, apoyando las tesis liberales opuestas a que
el Gobierno profesara una religión, ya que siendo el Gobierno “un ser moral no podía
profesar religión alguna”, dijo; e inmediatamente añadió “que como persona o
gobernante podía tener cualesquiera, como Gobierno, no.” La idea de un Estado neutral
1 Ídem, p. 490. 2 Ídem, ibídem. 3 Ídem, ibídem.
125
y ateo estaba contenida en su discurso, pero propuso un artículo de alternativa que
volvía a confundir la cuestión, pues afirmaba que “la Religión Católica, Apostólica
Romana era la Religión del Estado, o la de la mayoría de sus habitantes, y que el
Gobierno sostenía su culto”. La contradicción merecía una explicación, por lo que al
interpretar su alcance, Zuviría señaló que si la Comisión imponía al Gobierno sostener
el culto católico, era porque se fundaba en que esa religión era la del Estado o la de la
mayoría de los habitantes, en consecuencia su fórmula “satisfacía a los Pueblos, sin
embarazar la libertad ni imponer al Gobierno una Religión”1. El debate estaba agotado,
por lo que se procedió a votar y el artículo de la Comisión fue aprobado.
El Diputado Leiva, luego de la derrota de los católicos en la votación del artículo 2°
y en la de la libertad de cultos -que veremos enseguida-, introdujo un proyecto de
artículo en el que se disponía que “para obtener empleo alguno civil en la
Confederación Argentina se necesita que el individuo profese y ejerza el culto Católico
Apostólico Romano”2. Lavaysse modificó la propuesta en un doble sentido: limitó la
exigencia a los altos funcionarios del Gobierno General de la República y restringió el
requisito a la sola pertenencia al catolicismo, borrando el reclamo de profesar la fe
católica3. El debate del tema se postergó hasta el día siguiente, ocasión en la que Leiva
explicó que si el artículo 2º ordenaba al Gobierno Nacional sostener el culto católico,
eso exigía no solamente que
“se sostuviese con la pompa y la majestad que corresponde, sino que se propagase a
todas las gentes el Evangelio; que si se consideraba en fin que los que habían de servir
el Culto y propagarlo eran hombres débiles y frágiles llenos de miserias y pasiones; era
necesario que el Congreso allanase las dificultades que opone la corrupción y malas
costumbres, empleando medios más eficaces allí donde los auxilios de la propaganda y
la predicación son menos eficaces”.
Para Leiva ese remedio debía encontrarse en su proyecto4. La discusión giró sobre
los tópicos antes vertidos, y Gutiérrez expuso la interpretación oficial del artículo 2°,
que terminó por imponerse y jugó definitivamente para rechazar la reforma de Leiva.
Dijo Gutiérrez sobre la inteligencia que debía darse a la norma ya sancionada:
1 Ídem, p. 491. 2 Ídem, sesión del 26-IV-1853, p. 517. 3 Ídem, p. 519. 4 Ídem, pp. 523-524.
126
“Que el sostenimiento del culto, su esplendor, etc., consistiría en que se cubriesen
los presupuestos que presentasen los Obispos y Cabildos eclesiásticos y que el
gobernante al decretar su pago conforme al artículo constitucional que le prescribiese
este deber, no ejercía un acto de consciencia, sino llenaba un deber de mandatario.”1
El Poder Legislativo y la materia religiosa. El último debate sobre temas religiosos
tuvo lugar en la sesión del 28 de Abril de 1853 al tratarse de las atribuciones del
Congreso nacional. Al entrar en el estudio del inciso 15º Lavaysse propuso -“invocando
la caridad evangélica”- que además de conservarse el trato pacífico con los indios “se
procure su conversión”. Seguí, sin secundar la enmienda, pidió que se le explicara cuál
era el medio pacífico que se tenía en vista para atraer y civilizar los indios, y anticipó
que si éste era insuficiente “votaría su exterminio sin comprometer sus sentimientos de
caridad”. Gorostiaga explicó que dentro del “trato pacífico” quedaban comprendidas las
“misiones evangélicas” como también las “hostilidades”, a que antes se había hecho
mención, cuando fuese necesario para la seguridad de las fronteras. De ahí surgió la
redacción del inciso según la proposición de Gorostiaga2. Seguidamente se discutió la
facultad del Congreso de admitir o rechazar órdenes religiosas. Llerena3 dijo que esta
atribución contrariaba y restringía el derecho de asociarse con fines útiles consagrado
anteriormente en el artículo 14. Gorostiaga le explicó que a su juicio no había
contradicción, porque el Congreso podía vigilar y no admitir las asociaciones que
pudieran no ser útiles; y, como ejemplo, mencionó el caso de los Jesuitas. Replicóle
Llerena sosteniendo que con este artículo, además de la libertad de asociación se
lesionaba la libertad de cultos; mas le contestó Gorostiaga que los derechos se
encontraban sujetos a las leyes que reglamentarían su ejercicio, con el fin de “restringir
una libertad que no sería benéfica si se hiciera absoluta”.
Ampliado el debate con la intervención de otros convencionales, Lavaysse secundó
la crítica de Llerena y propuso que la facultad en discusión se dejara librada a las
Provincias; e, invocando el mismo espíritu evangélico que le había sugerido la reforma
en el inciso sobre los indios, dijo que quería hacerlo extensivo a esta materia.
1 Ídem, p. 524. La idea de Leiva se rechazó por 14 ó 13 votos contra 5. 2 Ídem, pp. 529-530. 3 Llerena no perseguía la finalidad de proteger la religión católica, pues hacia el final del debate señaló que “sería franco en confesar su poco interés en la propagación de las órdenes religiosas en virtud de no creerlas necesarias; pero que creía que después de haberse sentado un principio tan liberal como el que establece el artículo 14, debía desecharse la atribución del (inciso) 20” (ídem, pp. 530-531). Se trataba de la defensa de la lógica del sistema liberal.
127
“¿como, si podían venir al país sin restricción alguna los hombres de todos los
países -se preguntó-, de todas las religiones se prohibía la admisión de alguna?”1
La atribución fue aprobada.
B) LA CRÍTICA RELIGIOSA DE 1860
Algo diferente fue la discusión de los temas religiosos en 1860. Por lo pronto hay
que recordar que si bien estaba sujeta a revisión toda la Constitución de Santa Fe, la
Comisión Examinadora no había hecho propuesta alguna de reforma en estos asuntos.
Por lo tanto el debate debía ser incidental y sorpresivo. Y así aconteció: en la sesión del
11 de mayo, cuando nada lo hacía esperar, se abrió la puerta a la cuestión religiosa. El
grupo de convencionales que apoyaba la inmediata incorporación de Buenos Aires a la
Confederación -y que prácticamente había mantenido silencio hasta ese día-, cuando vio
culminada la labor constituyente decidió fijar su posición, y lo hizo a través de Félix
Frías, famoso católico y liberal; y su discurso, como era de esperar, despertó críticas y
contestaciones del más variado tono. La importancia de esta polémica aparecerá más
nítida si tenemos en cuenta que no se perseguía objeto concreto alguno: no había
artículo que reformar ni proyecto que cuestionar. La discusión sobre la religión se da
como consecuencia necesaria de la adopción de formas estatales que influyen sobre el
culto y las iglesias.
El catolicismo liberal de Félix Frías. Hemos dicho ya que Frías sostenía la alianza
de la libertad y la religión, tal como veía que ocurría en los Estados Unidos, según lo
recordaba Tocqueville en su libro2. Inmediatamente Frías trajo esa experiencia a nuestra
historia, para justificar la necesidad de fundar las libertades modernas sobre la religión
tradicional, el catolicismo. La riqueza de la expresión discursiva de Frías hace
indispensable transcribir las partes más sustanciosas de su intervención.
“No hay libertad, Señores -argumentó Frías-, donde falta la religión. ¿Y sabéis por
qué la libertad en las repúblicas hispanoamericanas ha sido sólo papel impreso? Porque
desde el primer día de nuestra emancipación, se estableció entre nosotros el divorcio
1 Ídem, p. 530. 2 Véase, en particular, la tesis doctoral de Yasmín GORAYEB DE PERINETTI, El pensamiento político de FRÍAS, Facultad de Filosofía y Letras - Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, 2006.
128
entre la religión y la libertad. La libertad es en la América del Norte hija del cristianis-
mo, en la del Sud es hija de la revolución.”1
Para Frías, como para los católicos de su siglo, la religión no era una cuestión
meramente privada, un asunto de las conciencias individuales: era el cemento del orden
social y la semilla de la verdadera libertad. A esto se debe que Frías agregara que si se
había aceptado la soberanía del individuo, la primera necesidad radicaba en que este
individuo fuera ilustrado, pero ilustrado por la religión. No discutió el heroísmo de
“nuestros padres” y las glorias del pasado que formaron nuestra nacionalidad
convocante, pero sí censuró su ideología secularizada que abominaba de la religión:
“Discípulos de Rousseau, plagiarios de la revolución francesa -criticó Frías-, no solo
no vieron ellos en la religión el gran medio, el gran resorte para educar al pueblo, y
darle las aptitudes que requerían los nuevos derechos, sino que por el contrario
intentaron hacer una República sin la religión y aún contra ella.”
A este divorcio atribuye Frías los vaivenes de nuestra historia, las tiranías que
abolían la libertad y los sacudones revolucionarios que sembraban la anarquía, síntomas
por los que éramos reconocidos en Europa los hispanoamericanos. En magníficas
palabras -que reflejan su perspectiva crítica y poco optimista-, Frías pinta rápidamente
nuestra formación ideológica y la inoperancia práctica de los políticos y las instituciones
que habíamos tomado del extranjero.
“Hemos tomado de los Estados Unidos nuestras instituciones y de la Francia
revolucionaria nuestras ideas. Las instituciones han quedado guardadas en los archivos;
y como no es la revolución la que moraliza las costumbres, sino la que las pervierte y
deteriora, la libertad ha carecido de base, de asiento, de garantía. Las más de estas
repúblicas viven en crisis permanente, víctimas hoy de la anarquía para serlo mañana
del despotismo, porque todo es tiranía en un país, inclusa (sic) la libertad, cuando falta
en la conciencia del hombre la luz de la verdad y el freno de la regla moral.”2
El tema en torno al cual gira todo el razonamiento de Frías es el de la alianza entre la
religión y la libertad, única manera de fundar un orden sólido, con la solidez de la moral
1 RC60, sesión del 11-V-60, p. 317. 2 En una rápida interrupción Frías recordó que si debíamos copiar o imitar el modelo norteamericano, debíamos hacerlo completamente o tomando lo mejor de él: “No hemos de lograr nuestro fin, si al mismo tiempo que presentamos al pueblo como modelo las instituciones de los norteamericanos, no lo recomendamos que imite también sus virtudes, virtudes que deben ellos a sus creencias, y que podemos obtener de las nuestras nosotros.” (ídem, sesión del 11-V-60, p. 329)
129
cristiana que convoca al ejercicio responsable de la libertad individual. Desde este punto
de vista debe ser interpretada su critica al liberalismo sin religión. Para Frías era muy
claro, y así debía ser entendido, que el catolicismo no era “incompatible con ninguna
libertad, con ningún progreso”, porque sus únicos enemigos eran el mal y el error,
“puesto que Dios lo ha revelado al hombre para que conozca la verdad, ley de toda
libertad, y practique la virtud, agente de todo progreso”. Volvió el ejemplo de los
Estados Unidos, tal como lo había revelado Tocqueville en la Democracia en América,
y tomando sus palabras formuló una distinción precisa entre libertad y liberalismo.
Afirmó que si existía un divorcio entre la religión y la libertad, seríamos “liberales, si
se quiere, pero no libres”. Comparó a la religión con una madre, “que cesa de ser
fecunda cuando no es amada. Amémosla, y ella nos dará la libertad.”
Luego de sentar las bases teóricas del matrimonio entre religión y liberalismo,
criticó la situación de la Iglesia en nuestro país, que le preocupaba al punto de que él
hubiera propuesto algunas reformas en este punto, porque en este siglo “es un chocante
contrasentido mantener encadenada a la Iglesia con las leyes dictadas por los reyes
absolutos de la edad media”. Dijo que por eso habría abogado por la “libertad de la
Iglesia”, ofreciendo a la religión del pueblo “mayores y mejores homenajes que los que
esa Constitución le tributa”1. Reprochó que esa Constitución sólo hubiera establecido
“el salario” a la religión verdadera, pues en comparación con las muchas constituciones
provinciales ellas habían sido “mejor inspiradas”, al haber “declarado que la religión
católica era la religión de Estado”. Sobre esta base propuso una reforma que reconociera
el significado de la religión tal como él lo había anunciado:
“La religión católica, apostólica, romana es la religión de la República Argentina,
cuyo gobierno costea su culto. El gobierno le debe la más eficaz protección, y sus
habitantes el mayor respeto y la más profunda veneración.”2
Con esta propuesta -que de antemano Frías sabía que no se iba a aceptar- concluyó
su intervención, donde el catolicismo se asoció al liberalismo de una manera tan
singular que la libertad de la Iglesia acabó finalmente siendo compatible con la religión
de Estado3.
1 Ídem, p. 319. 2 Ídem, p. 323. 3 No podemos dejar de advertir que este proyecto de Frías es contradictorio con su tesis de la libertad de la Iglesia. Esta última idea -propia del catolicismo liberal, inspirada en el Lamennais del L’Avenir- conduce a la separación de Iglesia y Estado. La idea de la religión de Estado, en cambio, opera en base a
130
El debate: posiciones encontradas. Como era de suponer los liberales secularistas no
podían dejar pasar en silencio la peroración del católico Frías. La primera réplica
provino del impetuoso Sarmiento, quien empezó por recordarle que Rogerio Williams,
en Maryland, para evitar la lucha religiosa, había sentado un principio fundamental en
política: “la conciencia no entra en la administración pública”. Por eso, sostiene
Sarmiento, la libertad de conciencia es la base de la libertad reconocida en la
Constitución, porque ella no puede estar sujeta a los errores del espíritu. A partir de
estos argumentos criticó la religión de Estado como la proponía Frías, porque todas las
religiones, afirmó el sanjuanino, son malas cuando están armadas del “poder civil”, ya
que en los casos de alianza entre la espada y el báculo siempre se termina persiguiendo
o matando al pensamiento. “La libertad de los pueblos, pues, no se consigue con la
persecución -dijo-; se consigue por la tolerancia y por la libertad de conciencia.” La
religión de Estado es inaceptable porque de este modo se desconoce la libertad de
conciencia, que “es la base de todas las otras libertades, la base de la sociedad y de la
religión misma.”1
Y redondeó sus ideas recurriendo al mismo ejemplo esgrimido por Frías, el sistema
político norteamericano, al que tomó como modelo de Estado moderno, independiente
de toda religión
“Las religiones, por lo mismo que son una verdad descendida del cielo son
intolerantes y perseguidoras; y no hay crimen para ellas más grande que contradecirlas.
El fuego mismo no es bastante castigo para esta clase de delitos, que se reputan contra
Dios. Modernamente, la Constitución de los Estados Unidos, ha dicho: la religión no
está armada. Y si progresa el catolicismo en los Estados Unidos –afirmó Sarmiento-, es
por eso; porque el catolicismo no está armado y no puede perseguir a nadie, ni condenar
a la conciencia.”2
la unidad con la Iglesia. Por eso las palabras siguientes del propio Frías, son un arma de doble filo: “¿Y cómo se explica el patronato, Señor -le dice a Sarmiento-, al mismo tiempo que se declara que el Estado no tiene religión? ¿En virtud de qué principios interviene él en la cosas eclesiásticas?” (ídem, sesión del 11-V-60, p. 330) El argumento es útil para criticar a los liberales que desvinculan el problema religioso de la política estatal, tomando el ejemplo de los Estados Unidos, como lo hacía Sarmiento; pero, al mismo tiempo, se vuelve contra Frías porque, en una interpretación a contrario sensu, lo que nos está queriendo decir es que en Argentina hay religión de Estado porque hay patronato o viceversa. Sin embargo, como apuntamos, la intromisión del Estado en la vida eclesiástica es lo que censura Frías y por ello es incongruente reclamar por la religión de Estado. 1 Ídem, p. 328. 2 Ídem, p. 326.
131
Seguidamente Roque Pérez sostuvo que la religión dominante en el país tampoco se
podía sostener o costear, “si se quiere establecer la libertad de conciencia”. Su tesis, más
agresiva que la del propio Sarmiento, fue más allá de la de éste porque importó combatir
el mínimo religioso admitido por la Constitución de Santa Fe. Tolerancia a toda costa y
libertad de cultos, así se podrían resumir sus principios en materia religiosa.
“Dejemos pues a cada ciudadanos tener la religión que le dicte su conciencia, porque
es tiempo de que se proclame el principio de la libertad religiosa y que cese el de la
tolerancia, que sólo es una transacción vergonzosa con la libertad que lo unía.”1
En clara alusión a Frías, dijo Pérez que si “las cuestiones religiosas son siempre muy
vidriosas”, mucho más lo eran en nuestro país, desde que había personas que niegan “el
patronato nacional, los recursos de fuerza, y todos los otros grandes derechos de los
pueblos libres, contra la invasión de la autoridad eclesiástica”; porque ésta, en vez de
imperar por la virtud y la fuerza de su doctrina, lo quiere hacer a través del “poder
material de los gobiernos, que nada tienen que hacer con la dirección espiritual de la
conciencia humana”. Es decir, Pérez invocó un principio fundamental de la
organización estatal moderna: el Estado no sólo debe ser indiferente a toda religión, que
es cuestión individual o privada, sino que además necesita indispensablemente de los
instrumentos del patronato nacional para limitar y controlar el avance de la religión2.
La intervención de Vélez Sársfield quiso mantener una posición intermedia: recordó
que un autor reciente había dicho que “la religión es una de las más grandes necesidades
sociales”; y en razón de este argumento sociológico, sostuvo que “el gobierno le debe
prestar la más decidida protección”. Sin embargo la protección no tenía el alcance y el
sentido que algunos le habían dado, pues a su juicio no se trataba de costear el culto,
porque sería como si el Gobierno hiciera con la religión un “contrato mercantil, para
tomar las rentas eclesiásticas con tal de costear el culto”3. Pero la solución del problema
de interpretación planteado por Vélez fue elíptica: negó que el Gobierno Federal pudiera
dictar leyes sobre culto, porque estas correspondían a los Estados Provinciales, es decir
que las “leyes de religión”, “que no puede ni debe facultar al Congreso para proteger la
religión del Estado”4. Al parecer Vélez asimiló la libertad de cultos a la libertad de
1 Ídem, p. 331. 2 Ídem, pp. 331-332. 3 Ídem, p. 332. 4 Ídem, p. 333.
132
prensa -que en la Constitución sólo admite reglamentación local- pero añadió
nuevamente el confuso concepto de religión de Estado.
Así las cosas, intervino Anchorena para apoyar la moción de Frías, porque -dijo-
ésta era una consecuencia lógica en tanto subsistiera el patronato, pues si los católicos
hacían el “sacrificio que el gobierno general puede tener sometida la Iglesia católica”,
era deber del Estado “protegerla del modo posible”1. La crítica más dura a Frías y a
Anchorena provino de José María Gutiérrez. En primer término, explicó para qué servía
una Constitución: dividir poderes los públicos y garantizar los derechos a los
individuos. “La religión es materia de conciencia, y la conciencia no puede estar jamás
bajo el imperio de la ley.”2 Después de sentar este principio estrictamente liberal, pasó
luego a censurar la idea de “nacionalizar, diré así, la religión”, pues esto no era
beneficioso para la religión y, además, era dificultoso en nuestro Estado federal. Le
contestó así a Vélez Sársfield, para volver inmediatamente a la tesis de Frías, afirmando
que no solamente estaba contra su propuesta, sino que también “me hallo dispuesto -
concluyó- a votar la supresión del artículo 2º en la Constitución que hoy rige en la
Confederación Argentina”3.
De esta manera quedó cerrada la cuestión. Por supuesto que la moción de Frías fue
rechazada y no se adoptó ninguna reforma en este tema; menos aún se puso a discusión
la idea de la derogación sugerida por Gutiérrez.
VI- LOS DERECHOS INDIVIDUALES
Para concluir con el desarrollo del lineamiento del Estado adoptado en las
convenciones constituyentes, es necesario detenernos en el tratamiento de los derechos
individuales que fueron materia de discusión. Ya antes hemos expuesto las diversas
interpretaciones sobre la naturaleza y el fundamento de los derechos, ahora trataremos
de algunos de esos derechos que el Estado reconocía y tenía por misión proteger.
La igualdad. Si bien no hubo una discusión explícita sobre el derecho a la igualdad,
ni aún desde una perspectiva antropológica, sí resulta claro que para los hombres del 53
la igualdad constitucional era consecuencia del sistema político adoptado. Así lo
manifiesta Gorostiaga cuando debió contestar a Zenteno sobre el por qué de la supresión
1 Ídem, p. 334. 2 Ídem, pp. 334-335. 3 Ídem, p. 335.
133
de los fueros eclesiásticos. Le dijo: “Que en el sistema Republicano Representativo no
había fueros personales, pues eran todos iguales ante la ley.”1 Con estas expresiones
basta para formarnos una idea de la igualdad constitucional que el Estado amparaba: no
es otra que la igualdad ante la ley, que se define negativamente por la abolición de los
fueros personales y todo tipo de privilegios.
La libertad de cultos. Nuevamente la cuestión religiosa se presentó al tratarse el
artículo 14 que menciona a la libertad de cultos como un derecho individual. La
discusión de este derecho se suscitó en la sesión del 24 de Abril de 1853 y fue una de
las más ardorosas, demostrando la formación de dos bloques, como ya había ocurrido en
el tratamiento del artículo 2º. Quien primero se opuso al proyecto de la Comisión fue
Zenteno, que procedió a distinguir entre la libertad teológica de cultos y la libertad
meramente política o civil de cultos. Respecto de la primera, negó derechos al Congreso
para sancionarla, porque “sería contraria al derecho natural” y a la religión Católica. Y
en el caso de que se pretendiera sancionar la libertad de cultos simplemente de
naturaleza civil o política, el Congreso sería también incompetente; y aún
reconociéndosele esa competencia, no debería sancionarla, porque sería una libertad
contraria “a las necesidades y votos de la Nación”, además de violentar el juramento
hecho por los convencionales. Luego de esta síntesis de sus ideas, formuladas
rápidamente, Zenteno se explicó detalladamente. La sanción de la libertad teológica de
cultos, dijo, se oponía al
“derecho natural porque violaba el primero de sus tres principios que enseñaba al
hombre como su primer deber, dar culto a Dios, el mismo que no se da ni puede darse
de otro modo que el que enseña la Religión revelada como única y sola verdadera; que
otro cualquiera sería desagradable e injurioso al mismo Dios”2.
También argumentó que, desde este ángulo de análisis, la libertad de cultos con-
trariaba la fe Católica, que había declarado tal doctrina herética y la condenaba y
reprobaba con censuras. En cuanto a la libertad civil o política, sostuvo que en los
países católicos se trataba de un punto de disciplina eclesiástica y que dependía de la
exclusiva competencia del Soberano Pontífice de Roma y no de los poderes políticos;
por consiguiente, las potestades temporales no podían legislar sobre ella, y si lo hacían
serían “nulas sus sanciones”. En consecuencia, a las autoridades estatales 1 ACA, sesión del 25-IV-53, p. 514. 2 Ídem, p. 507.
134
“lo único que podía legalmente corresponderles era el representar sus necesidades
ante la Sede Apostólica, y recabar de su Suprema Autoridad la reforma de algunos
puntos de disciplina eclesiástica cuando lo exija una gran necesidad que interese a la
misma religión, a la Iglesia o al Estado”1.
Defendió Zenteno la unidad de culto, la uniformidad de creencias, porque ella era
beneficiosa para toda la sociedad, como lo habían demostrado tanto Tomás Moro como
Rousseau. Acusó a la libertad de cultos de promover la anarquía y ocasionar la discordia
y guerra civil en los pueblos, y concluyó con una sentencia condenatoria del sistema
liberal, pues
“la multiplicidad de cultos -dijo - conducía ordinariamente al indiferentismo, luego
al desprecio y apostasía de algunos o de todos ellos, y de aquí por último término al
ateísmo”2.
La réplica liberal se hizo sentir de inmediato. Seguí afirmó con decisión que el
Congreso tenía facultades en la materia religiosa; que una cosa era el dogma y otra muy
distinta el culto, siendo de competencia exclusiva de la Iglesia todo lo atinente al
primero. El Estado no se entrometía en el aspecto dogmático de las creencias, pero en lo
que se relacionaba a la práctica religiosa, al culto, debía seguirse el ejemplo de “las
Naciones más civilizadas del mundo” que habían impuesto el sistema de la libertad, “lo
que hubiera sido imposible si hubiese en ello infracción del derecho natural”. Para Seguí
la libertad de cultos tenía una finalidad, una intencionalidad en nuestro Estado:
satisfacer las necesidades de población mediante la atracción de la inmigración
progresista.
“Que era indispensable -explicó Seguí- la tolerancia para el progreso del País por la
inmigración virtuosa que traería a nuestro suelo. Y que no debía temerse sin hacer inju-
ria a Nuestra Santa Religión la competencia que se le ofrecería con las demás Sectas
disidentes; y que además sería una ocasión favorable para que los Sacerdotes Católicos
ejercitasen su celo en la predicación evangélica obteniendo para el catolicismo los
mismos triunfos que este obtiene en otras partes del mundo, aprovechando además del
ejemplo que pudieran recibir de los Ministros Protestantes para la mejora de su moral y
costumbre.”3
1 Ídem, ibídem. 2 ACA, pp. 508-509. 3 Ídem, p. 509.
135
Tomó luego la palabra Gorostiaga para defender la competencia del Estado en
establecer la libertad de cultos; y seguidamente el obispo Lavaysse expuso su opinión
favorable a ella, hallando su fundamento en la “caridad evangélica” en la que está
comprendida “la hospitalidad que debemos a nuestros prójimos”1. Y luego de que
Colodrero expusiera razones similares a las de Zenteno para oponerse al artículo, habló
Gutiérrez para fundamentar la autoridad del Congreso al establecer la libertad de culto,
ya que a su juicio era deber primordial de la convención constituyente “declarar y
reglamentar los derechos y garantías que han de hacer libres y felices a los hombres que
habiten nuestro suelo”2. Leiva defendió la posición del sector católico. Empezó por
admitir, al igual que los liberales, la importancia de la libertad de cultos para proteger el
“aumento de la población” a través de la “inmigración extranjera que trae la
civilización, el fomento de la agricultura y de las artes, etc.”; pero seguidamente
manifestó que entendía que la supresión de la parte del artículo relativa a la libertad de
cultos no entorpecía la prosperidad y engrandecimiento del país, ya que atraería a
inmigrantes católicos, los que, además de poseer iguales condiciones físicas que los
otros, tenían ventajas “infinitamente mayores en el orden moral”. Con bastante realismo
señaló que las causas del atraso del país no se debían a la religión, como algunos creía,
porque
“no era el exclusivismo religioso, lo que mantenía desiertas e incultas las campañas
del suelo argentino, sino las faltas de garantías sociales que eran el verdadero estímulo
para el aumento de la población. Que si al aliciente que ofrece al extranjero la hermo-
sura de nuestro clima, la fertilidad y riqueza de nuestro país -continuó Leiva-, se
agregase el de sólida garantías sociales para la persona y la propiedad; la República
Argentina tendría tanta inmigración cuanta quisiese admitir”3.
La discusión se mantuvo sobre los mismos argumentos, hasta que la votación
favoreció la redacción proyectada por trece votos contra cinco. Si se resume lo
discutido, se podrá colegir que la libertad de cultos tuvo en su momento una finalidad
individual y otra estatal: para el individuo importaba el reconocimiento y la protección
de conciencia como ámbito de absoluta libertad; para el Estado suponía dotarle del
1 Ídem, p. 510. 2 Ídem, p. 511. 3 Ídem, ibídem.
136
inmenso poder de atraer corrientes inmigratorias en atención a sus condiciones laborales
y sociales, a su hábitos de trabajo, como una de las principales palancas del progreso.
La libertad de prensa. El problema de la prensa libre no se planteó en 1853 y recién
se asumió durante los debates de 1860. En el Informe de la Comisión Examinadora se
expresaba la imposibilidad de restringir la libertad de prensa sobre los siguientes
fundamentos:
“Siendo la palabra escrita o hablada uno de los derechos naturales del hombre que
derivan de la libertad de pensar, él se haya comprendido entre los derechos
intransmisibles de que se ha hablado. La sociedad puede reglamentar y aún reprimir el
abuso; pero esa reglamentación y esa represión, es privativa de la soberanía provincial;
es decir, es privativa de la sociedad en la que el abuso se comete, y a la cual puede
dañar inmediatamente, ya sea a toda ella en su conjunto, ya a los individuos
aisladamente.”1
La libertad de prensa, como antes la libertad de cultos, aparecía como una
concreción de la libertad de conciencia, de pensamiento y de expresión. Es claramente
un ámbito de la individualidad que los convencionales creyeron necesario garantizar en
su manifestación social. En la ocasión en que se debatió la incorporación del artículo
nuevo sobre la prensa, explicó Vélez Sársfield el significado de la prohibición que
establecía la norma:
“La reforma importa decir que la imprenta debe estar sujeta a las leyes del pueblo en
que se use de ella. Un abuso de la libertad de imprenta nunca puede ser un delito, diré
así, nacional. El Congreso dando leyes de imprenta sujetaría el juicio a los Tribunales
Federales, sacando el delito de su fuero natural.”2
Sostener lo contrario sería, según Vélez, hacer más dificultosa la existencia de la
prensa. Pero había otro significado de la prohibición, añadió, pues el Congreso nacional
no podría restringir la libertad de imprenta sin atentar contra los presupuestos del
sistema político mismo, porque ella es “como una ampliación del sistema republicano o
como su explicación de los derechos que quedan al pueblo, después que ha elegido sus
representantes al cuerpo legislativo”. La libertad de prensa, como remanente de los
1 RC60, sesión del 25-IV-60, p.115. Ver además El Redactor de la Comisión Examinadora, Nº 6, ídem, pp. 394-395. 2 Ídem, sesión del 1-V-60, p. 208.
137
derechos políticos1, en tanto que no alienados completamente en la representación
legislativa, es un derecho de inspección política y de censura a los gobernantes.
“Cuando un pueblo elige sus representantes -explicó Vélez- no se esclaviza a ellos,
no pierde el derecho de pensar o de hablar sobre sus actos; esto sería hacerlos irrespon-
sables. El pueblo conserva y conviene que conserve, el derecho el derecho de examen y
de crítica para hacer efectiva las medidas de sus representantes y de todos los que
administran sus intereses. Dejemos pues, pensar y hablar al pueblo y no se le esclavice
en sus medios de hacerlo.
“El pueblo necesita conocer toda la administración, observarla, y aun diré dirigirla
en el momento que se separe de sus deberes, o para indicarle las reformas o los medios
de adelanto como sucede todos los días.”2
Así, al igual que sucediera con la libertad de cultos, la prensa libre debe ser
analizada desde un doble ángulo: como derecho individual atinente a cada individuo que
quiere formular por escrito sus ideas y hacerlas circular por la sociedad; y como
engranaje de la maquinaria política, del sistema republicano de gobierno, en donde la
libertad absoluta de imprenta, según expresó Vélez, permitiría crear ese “gran poder”
que gobierna a los pueblos y dirige a los gobernantes: “la opinión pública”. El régimen
de gobierno de la república se convierte, a través de la prensa libre, en el dominio del
pueblo por medio de la opinión pública. Vélez insistió, en el discurso que venimos
citando, en que la libertad de prensa es absoluta y rechazó que este principio pudiera
producir trastornos sociales. Juzgando este derecho desde un ángulo ahora puramente
individualista, afirmó:
“Las más veces equivocamos el mal social con el mal individual, creemos que la
injuria a una persona es la injuria a la sociedad y que el deshonor de un hombre es un
mal social, y por esto tantas veces se habla contra la libertad de imprenta. Mas los
particulares tienen el remedio contra este desorden, que sólo a ellos toca, en los
Tribunales ordinarios.”3
En suma: una sociedad construida sobre principios individualistas no puede nunca
tomar como un perjuicio social el daño que se produzca a la honra y dignidad de uno de
1 Remito a mi trabajo “De la libertad de prensa al gobierno de la opinión pública”, Idearium, Nº 13 (1988), Mendoza, pp. 81-115. 2 RC60, pp. 208-209. 3 Ídem, ibídem.
138
sus individuos1; una sociedad individualista es una en la que los perjuicios siempre son
individuales y en donde los conflictos entre derechos individuales se dirimen
judicialmente, porque para eso el Estado posee la facultad suprema de decidir el derecho
aplicable. Al discurso de Vélez no le faltó ningún ingrediente. Ya casi al final, explicó
que no podían asegurarse los derechos individuales si se restringía la libertad de impren-
ta, porque la prensa era un elemento de progreso y de adelanto moral en la vida los
pueblos libres2.
VII- LA CONSTITUCIÓN Y EL PROGRESO
Ya hemos visto de qué manera se fueron montando las partes del Estado liberal
constitucional: se discutió una idea de Constitución, se proyectaron poderes políticos
divididos pero dentro de una tendencia propensa a gobiernos enérgicos, se adoptó una
organización federal al estilo americano, se fueron separando ámbitos de protección
como ocurrió con los derechos individuales, y se determinaron los límites con la
religión católica. Falta detenerse en el último aspecto: el nervio, el motor del proyecto
constitucional del Estado liberal: la idea de progreso3.
Por cierto que en los debates constitucionales, como se trataba de dar forma jurídica
y política al Estado naciente, el tema del progreso no fue punto central de ningún
debate; pero está siempre presente, de un modo silencioso, en los diversos aspectos
discutidos, principalmente en el concepto garantista de Constitución, en la
magnificación de ciertos derechos individuales como la prensa y la libertad de cultos, en
la separación de ámbitos con la Iglesia, y también en la misma organización republicana
y federal con Buenos Aires incorporada. Todos estos son factores del progreso como
meta de la nueva estatalidad. Pero hay algunos aspectos que merecen destacarse, porque
los propios convencionales lo hicieron en su momento.
Comencemos en Santa Fe. En su discurso del 20 de Abril de 1853, Zuviría
manifestó que previo a sancionarse la Constitución debía obtenerse “la paz”. Este ar-
gumento -que apuntaba a señalar la situación de anarquía y desorden en la cual se estaba
1 Sin embargo, este argumento no vale para otros casos. Por ejemplo, cuando en el Informe de la Comisión se dan las razones por las que se eliminaban las ejecuciones a lanza y cuchillo, se invoca la importancia de colocar “la caridad respecto de sus semejantes, entre los derechos no enumerados”. Cfr.: ídem, p. 117. 2 Ídem, pp. 209-210. 3 Cf. SEGOVIA, “Fundamentos políticos y jurídicos del progreso argentino. El discurso y la acción del Congreso Nacional entre 1862 y 1880”, Revista de Historia del Derecho, Nº 26 (1998), pp. 379-496.
139
intentado dar el orden fundamental de la República- fue central en su discurso, pues
hizo de la paz la condición de todo progreso. Dijo que de la paz y la propiedad renacería
“el orden moral”, sin el cual “no puede existir ningún orden político”; así se
restablecería la seguridad individual que facilitaría el progreso de las instituciones, hasta
llegar a la sanción de la Constitución. Y añadió:
“En la paz, podremos ocuparnos de la República, activa, industriosa y productora,
en vez de la teórica, escolástica, revolucionaria y puramente consumidora de que hasta
hoy nos hemos ocupado con tanta ruina de la Nación: buscaremos la libertad en la ley y
no en la fuerza; la colocaremos en el hogar doméstico, en las ciudades y campañas, no
en los campos de batalla donde sólo se alimenta con víctimas humanas, ni en las lizas o
torneos parlamentarios, donde los odios, la cábala, la intriga y otras viles pasiones se
disfrazan con el sagrado manto de la ley” 1.
La paz estaba, para Zuviría, en la garantía del orden constitucional, pues en ella los
pueblos reconocerán “que su aspiración debe limitarse al Socialismo y Centralización
de las Provincias y no al Comunismo de ellas”, ya que este comunismo conduce a la
concentración de un “abismo que absorbe a todos por igual”. Sin la paz, condición
esencial, habrá despoblación e impotencia; y la falta de estos bienes anulará la
propiedad y por “la fuga” no existirá seguridad2. Las palabras de Zuviría en esa sesión,
tan discutidas, han sido sometidas a las más variadas interpretaciones; sin que
pretendamos terciar en esta disputa -que no es nuestro tema- debemos, sin embargo,
poner el énfasis en los conceptos de su discurso que se enderezan hacia una idea del
progreso. Demás está decir que muchos conceptos han sido usados con ligereza y sin
profundizar en su sentido: hablar de socialismo y centralización provincial por
oposición al comunismo, parece no más que un juego entre federalismo centralizador y
unitarismo absorbente; pero la clave no está en esta parte, más bien se halla en la
contraposición de dos modelos republicanos. Desde nuestros orígenes veníamos
formados en la república teórica, fundada en las ideas escolásticas, consumista de las
riquezas existentes e incapaces de producir nuevos bienes, que confundía la libertad con
las revoluciones y los campos de batalla. Mas el imperativo de la hora estaba en la
república industriosa, trabajadora, progresista, la república que produce, pues se forma
en el respeto de la propiedad y en la seguridad de los bienes; a ella sólo se puede llegar 1 ACA, p. 477. 2 Ídem, p. 478.
140
a través de la paz, que es la libertad en la ley, pues el manto de la ley cubrirá lo que se
produce, lo pondrá a seguro de las envestidas de viejos hábitos más viriles pero menos
productivos. Desde esta óptica, Zuviría aboga por un nuevo orden político
constitucional, por un nuevo Estado que debe ser un Estado de Derecho, único capaz de
generar las condiciones de paz que permitan el progreso de la propiedad, de la riqueza y
de la seguridad. Y esta idea está más allá de si convenía o no dictar una Constitución, de
si era o no el momento de organizarnos; lo importante es que Zuviría está señalando la
senda del progreso sobre las bases inconmovibles que señaló en su discurso: paz,
propiedad, seguridad; en suma, la república industriosa moderna que se modela en el
sistema yankee, en oposición a la república virtuosa renacentista asemejada al modelo
florentino.
La importancia del progreso, enfocado ya desde un punto de vista más económico,
será un elemento fundamental del ideario de los hombres del 60. Es el caso de Mitre,
quien en la sesión del 30 de abril manifestó que el modo de ligar a la Nación, tanto
años dividida por las pasiones y las guerras, estaba en “el vínculo fuerte de los intereses
materiales”. Y explicó con estas palabras el alcance de sus ideas:
“No participo de las ideas de los materialistas que creen que la base de todo
gobierno político son los intereses económicos; pero como la Comisión lo ha dicho en
su informe, es uno de los medios más eficaces para interesar a los individuos y a las
sociedades, interesándolos en la quietud y la felicidad común.”1
De alguna manera, la tesis de Mitre se liga a las anteriores palabras de Zuviría,
aunque las expresiones del salteño tienen un color diferente, menos economicista o
materialista, no obstante que confíe en los mismos medios que el porteño para
consolidar la unión nacional. Mitre invocó el Informe de la Comisión Examinadora, de
la que había tomado parte, donde el mismo argumento de los vínculos materiales se
repite. En ese documento leído por Vélez en la sesión del 25 de abril, hay expresiones
altamente significativas con relación a la importancia de las reformas económicas
propuestas por la Comisión. En uno de los párrafos se dice:
“Aunque ella [la parte económica de la Constitución] no tenga la misma importancia
que la parte esencialmente política, que afecta a los derechos del hombre en sociedad, la
Comisión la ha considerado como la más sólida garantía de las instituciones que
1 RC60, p. 184.
141
consagran esos derechos; porque siendo la que más inmediatamente afecta los intereses
materiales, la que más directamente influye en la prosperidad pública, es la que más
eficazmente contribuye a interesar a los ciudadanos individualmente y a la sociedad
como entidad colectiva, en la conservación de sus libertades y en el mantenimiento de la
paz.”1
Aparece evidente que mientras la sección política de la Constitución apunta a
garantizar los derechos del hombre en sociedad, sus intereses materiales quedan
salvaguardados por las instituciones económicas de la Constitución, pues ellas inciden
en el bienestar público el que, a su vez, permite conservar la paz y la libertad. Hay,
entonces, para los hombres de Buenos Aires, una suerte de proceso de retroalimentación
entre derechos e intereses materiales, entre política y economía: son inseparables al
momento de salvaguardar las instituciones, la libertad y los derechos individuales.
Por eso es que la Comisión propuso una serie de reformas capitales en esta materia,
que tendían a igualar desde el punto de vista económico a las Provincias y que giraron
sobre dos tópicos: en primer lugar, la uniformidad de las tarifas aduaneras en toda la
Confederación; y en segundo lugar, establecer que no podían concederse preferencias a
un puerto de la Nación respecto de otros2. El principio que inspira estas reformas es la
igualdad de los Estados, según el precedente norteamericano, de manera que la vista
parece haber estado puesta hacia adentro de la República y no hacia afuera, preocupados
más por evitar privilegios, derechos diferenciales y concesiones especiales a unas
provincias en desmedro de Buenos Aires. En este sentido, las medidas constitucionales
que, a juicio de la Comisión, habían adoptado los Estados Unidos jugaban otra vez
como paradigma para la solución de nuestros conflictos internos: perfecta igualdad entre
los “estados agrícolas, comerciales y manufactureros”, dentro de un sistema más general
que consagra “la libertad de comercio y la igualdad de las cargas, por lo que respecta a
los individuos y a los pueblos”.
En la explicación de esta “hábil y equitativa política”, como se la calificó, se fueron
desgranando los elementos centrales de la economía en una Nación federal. El Informe
los sintetiza en cuatro puntos:
“1º Todos los Estados son iguales ante la ley de impuesto, como todos los
ciudadanos lo son ante la ley común. 1 Ídem, p. 129. 2 Ídem, Informe de la Comisión Examinadora, sesión del 25-IV-60, pp. 129-133.
142
“2º Los derechos de aduana son uniformes en todos los Estados, no pudiendo por
consecuencia existir tarifas protectoras de una localidad respecto de otra.
“3º Los reglamentos de comercio son uniformes para todos los puertos, sin que por
medio de leyes especiales pueda protegerse a un puerto de la unión con perjuicio de otro
u otros.
“4º El poder nacional no puede gravar la producción de los Estados por medio de
derecho de exportación.” 1
En estos elementos vuelve a aparecer que se trata de afirmar un modelo de libertad
económica en provecho de las provincias, pues se trata de restringir la intervención del
Estado nacional en el desarrollo económico y el progreso material de cada provincia.
Viniendo a un terreno histórico más concreto, los hombres del 60 quisieron sentar las
bases de un sistema económico liberal tal como se había practicado en Buenos Aires,
sistema del que resultaría beneficiada principalmente esta misma provincia por su
diferencia de desarrollo con las demás2. El olvido de estos cuatro principios durante la
época de la Confederación, se afirma, “ha dado lugar a una política económica atrasada
y ruinosa, en completa disconformidad con la alta y liberal política comercial adoptada
por Buenos Aires”. Es por eso que se criticaron los derechos diferenciales y las primas y
favores especiales, pues no sólo violaban el principio federal de “la igualdad de los
pueblos ante la ley del impuesto”, sino que tomaba a la aduana “como fuente de rentas y
no como un instrumento de protección”.
El sistema económico que favorecía el progreso de los pueblos era el del
librecambio y no el proteccionista. Se trata de una definición liberal básica, que
desencadenará una catarata de opiniones encontradas desde 1862 en adelante. Pero esta
fue la intención de los hombres de Buenos Aires: tomar recaudos contra el
proteccionismo como régimen económico atrasado y antiliberal. En la Comisión
Examinadora, cuando se debatió este tema, se había advertido que si no se explicitaba la
orientación librecambista, reaparecería el peligro de que en el futuro “pudieran repetirse
los derechos diferenciales, si no como una hostilidad, en mira de una política
proteccionista y atrasada”3. Por lo tanto, no se argumentaba como si se tratara sólo de
1 Ídem, p. 131. 2 Las reformas propuestas, confiesa el Informe, tienden a “garantir los intereses de Buenos Aires en lo presente, y asegurar la unión y la estabilidad de la paz de los pueblos argentinos en lo futuro” (ídem, p. 132). 3 Ídem, El Redactor de la Comisión Examinadora, Nº 3, pp. 371-372.
143
una cuestión política en resguardo de la igualdad debida a todos los Estados en un
sistema federal; la reforma económica estaba también impulsada para favorecer un
sistema económico: la libertad de comercio, y desprestigiar otro, el proteccionismo, al
que se consideraba una escuela funesta.
Pero no todo el potencial progresista se había asentado sobre la economía. Un lugar
importante fue ocupado también por la educación. Si bien no hubo en ninguna de las
convenciones un debate serio y profundo de esta materia, resultaba clara su gravitación
en el avance y desarrollo del país desde que se imponía como una condición a la
garantía de la autonomía que el Estado nacional daba a las provincias. En la convención
santafesina se había introducido esta idea, agregándole que la educación primaria debía
ser gratuita. Todos la aceptaron, pero en Buenos Aires, cuando se revisó el texto
constitucional, se propuso la supresión de la exigencia de que la educación primaria
fuese gratuita del artículo 5º. La idea que impulsaba esta propuesta no era elitista sino
más bien que perseguía el propósito de llevar las luces de la civilización a todos los
sectores de la sociedad, haciendo aportar a los propietarios los recursos para la
ilustración de los pobres. Se tuvo en cuenta que los presupuestos provinciales eran
limitados, con escasos recursos para atender a la educación pública; y que, en
consecuencia, era necesario que el Estado pudiera obtener contribuciones para mantener
la educación.
“Que la educación común estaba basada, donde era un hecho real, en la obligación
que recae sobre la propiedad de soportar las cargas del Estado, y que por tanto habían de
imponerse contribuciones para su sostén; siendo ya una verdad conquistada, que el
Estado no debe educación a los pudientes, sino que la propiedad debe concurrir a
remediar la escasez de medios de los que necesitan de ella, para prepararse a
desempeñar los deberes de ciudadano.”1
En síntesis: si bien en las convenciones no se dice nada sobre el rol activo del Estado
en la promoción de las políticas progresistas –a pesar de previsiones como la del
artículo 67 inciso 16° de la Constitución2-, parece existir confianza en que el gobierno
sujeto a la ley es el que mejor puede favorecer el desarrollo de los intereses materiales.
1 Ídem, El Redactor de la Comisión Examinadora, Nº 6, p. 396. 2 Resulta destacable que este inciso, de tanta importancia en el funcionamiento del sistema político-económico y en el desarrollo del poder estatal, no haya sido discutido en 1853 ni se haya planteado su modificación por los librecambistas de 1860.
144
Este puede haber sido el elemento central de la concepción progresista de los
convencionales santafesinos y porteños: una economía liberal, a la que debe sumarse la
educación popular. Ambos factores irán cobrando superlativa gravitación en la
formación y el desarrollo del Estado liberal.
VIII- PROYECCIONES FINALES
¿Qué balance podemos realizar de las convenciones que dieron forma al Estado
nacional? Cada lector podrá haber obtenido ya una impresión acerca del alcance de lo
discutido en ambas asambleas, tratando de alumbrar ahora alguna teoría interpeladora
del texto constitucional de 1853/60. Por nuestra parte, desde un punto de vista histórico,
creemos que pueden señalarse algunos puntos centrales que resumen los rasgos
principales del nuevo Estado y su proyección futura.
En primer término, se consagró un Estado liberal, preponderantemente liberal1, cuya
organización constitucional y política tendía a convertirlo en el principal protector de las
libertades y los derechos individuales. El centro del nuevo orden está ocupado por dos
sujetos también nuevos para la historia argentina: el individuo, titular de derechos y
libertades que se le reconocen y protegen, y el Estado naciente dotado de las potestades
políticas y jurídicas para desenvolverse. Las relaciones entre ambos estaban contenidas
o mediadas por la constitución, que se impuso como superley de acuerdo a una
concepción racional-normativa, matizada aquí y allá por elementos vernáculos o
tradicionales, reportados por nuestra historia o nuestro modo de ser.
Este nuevo Estado liberal está instalado en un proceso de secularización, es decir:
aunque se reconozca y se proteja el culto católico, existe como poderoso contrapeso el
patronato nacional, por el cual se intenta someter a la Iglesia al dominio estatal, en un
primer momento subordinándola a la supremacía del Estado –fuente de todo derecho- y,
en un segundo momento, preparando -como lo anunciaron algunos convencionales- la
separación de Estado e Iglesia, paralela a la ya operada entre la política y la religión.
Resulta claro, entonces, que la constitución no es católica ni podía serlo el Estado que
1 Coincido básicamente con EGÜES, “Las ideas políticas en el constitucionalismo argentino del siglo XIX”, Revista de Historia del Derecho, Nº 24 (1996), pp. 45-62. También con Roberto GARGARELLA, “El constitutionalismo en Sudamérica (1810-1860)”, Desarrollo Económico, vol. 43, Nº 170 (2003), pp. 305-328; y “Towards a typology of Latin American constitutionalism, 1810-60”, Latin American Research Review, vol. 39/2 (2004), pp. 141-153, aunque habría que matizar el neto liberalismo que éste le asigna con ciertos elementos o rasgos conservadores (“perfeccionistas” en la tipología del autor).
145
ella instrumenta. Hay un contenido constitucional que dice profesar respecto y
reconocimiento al catolicismo, pero no existe un Estado confesional a la vista de la
importancia concedida a la libertad de cultos. Es cierto que no se siguió el modelo
norteamericano de la indiferencia absoluta, pero el catolicismo –registro histórico o
sociológico, como se quiera, de un factor constitutivo de la nacionalidad- se ve
menguado claramente por la libertad religiosa (no se dice tolerancia de cultos) y la
irrestricta libertad de prensa, que supone las previas libertades de conciencia, de
pensamiento y de opinión.
En segundo lugar, se trata de un Estado fuerte, con todo el poder que le confiere la
Constitución para proteger la zona de reserva de la individualidad, para fomentar el
progreso y, en última instancia, para crear una sociedad que le sirva de contrapeso,
entendida como una sociedad a la medida del nuevo Estado. El presidencialismo de la
constitución, que nadie discutió, continuaba una tendencia que tenía arraigo en nuestra
historia institucional1, pero que surgía reforzado como contrapeso de tendencias
disolventes como el caudillismo.
El Estado no podía nacer débil, porque no hubiera sido garantía de paz y de
estabilidad, como lo demostrará en los años por venir. Y que sea fuerte no quiere decir
que deba ser autoritario o despótico, aunque algunas veces así se lo haya visto una vez
puesto en marcha. El Estado fuerte es el que no está ausente en la vida política,
económica o social; es un Estado que no es ni testigo silencioso ni guardián indefenso,
sino un actor privilegiado, dotado de competencias y atribuciones para poner en marcha
el plan constitucional, que se depositaba en sus manos, no en las de los individuos.
Pero los medios de progreso, pergeñados en el texto constitucional, reflejo directo de
las teorías alberdianas, contenía elementos potencialmente disolventes de la
nacionalidad incipiente, a consecuencia de haber seguido una “teoría agronómica”,
como la hemos llamado en otra ocasión2, que apostaba al injerto de un tipo humano
diferente al hispano colonial, al injerto del hombre anglosajón o nórdico, europeo en
1 PALAZZO, Eugenio L., “Raíces histórico políticas del régimen presidencialista argentino”, Anales, Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, t. XVI, parte II (1987), pp. 733-813. 2 SEGOVIA, “Una visita a la república posible. Alberdi y las mutaciones de la herencia republicana”, en Autores Varios, Homenaje a Juan Bautista Alberdi, Academia Nacional del Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, Córdoba: Argentina, 2002, t. I, pp. 467-507.
146
general, para modificar el ser americano que se consideraba opuesto a las exigencias
virtuosas de la república comercial o moderna1.
En tercer término, estamos frente a un Estado federal, sin duda singular2, que trata
de balancear, a veces equívocamente, las competencias del gobierno común con las de
las provincias; federalismo que es dinámico en su propia esencia, pero que fue
concebido históricamente de dos maneras contradictorias en dos momentos diferentes:
como un elemento para evitar el predominio de Buenos Aires (en 1853) y como un
instrumento para hacer efectivo ese predominio de la provincia, que era considerada
como fuente de todo saber y poder (en 1860). En suma, un federalismo paradójico, que
se dejará ver en cuanto la organización constitucional comience a funcionar3.
Finalmente, no podemos dejar de señalar que estamos ante un Estado en buena
medida copiado, porque se construyó intencionalmente a imitación del modelo
norteamericano: la gran parte de las instituciones que consagra la constitución de
1853/1860 son instituciones que se copian, se adoptan y se adaptan a una realidad
diferente de aquélla en la que se inventaron y practicaron. Además, había ochenta años
de distancia entre la organización constitucional del gran país del Norte y la de nuestra
nación, y esto también se comenzará a evidenciar en cuanto se pongan en marcha los
poderes estatales. La imitación, por más que se dispute sobre su alcance, fue evidente y
lejos de agotarse en el texto constitucional, se extenderá a su inteligencia y aplicación
prácticas.
1 Cf. POCOCK, J. G. A., The Machiavellian moment, Princeton U. P., Princeton: N. J., 1975. No obstante lo discutible de la tesis de historiador inglés (la continuidad del humanismo cívico o republicano, desde las repúblicas florentinas a la república norteamericana), es fundamental su último capítulo sobre la americanización de la virtud. 2 Cf. LEVAGGI, “… federal, según lo establece la presente Constitución”, Revista Signos Universitarios, Año XXV (2006), pp. 133-146. Es la tesis que ha repetido extensamente PÉREZ GUILHOU, basándose en la influencia de Alberdi en los constituyentes. Cf.: El pensamiento conservador de Alberdi y la constitución de 1853, cit. 3 Cf. BOTANA, Natalio R., “El federalismo liberal en la Argentina: 1852-1930”, en CARMAGNANI, M. (coord.), Federalismos latinoamericanos: México/Brasil/Argentina, FCE, México, 1993, pp. 224-259.
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INVESTIGACIONES
№ 5 - 2008 ISSN 1851-3522
Buenos Aires, Argentina www.salvador.edu.ar/juri/reih/index.htm
HISTORIA IDEOLÓGICA DE LA CORTE SUPREMA
1903-1930
[IDEOLOGICAL HISTORY OF SUPREME COURT 1903-1930]
HÉCTOR JOSÉ TANZI1
RESUMEN
Se repasa el período caracterizado por la presidencia de Antonio Bermejo. La doctrina de la Corte se enfrenta con el proceso político y económico de cambio que produce la Primera Guerra Mundial y los nuevos conceptos filosóficos que van poniendo fin al positivismo, para dar paso a nuevas interpretaciones en materia social.
ABSTRACT Reviews itself the period characterized by the presidency of Antonio Bermejo. The doctrine of the
Court faces the political and economic process of change that produces World War I and the new philosophical concepts that are putting aim to the positivismo, to take passage to new interpretations in social matter.
I. EL MOMENTO HISTÓRICO
1 Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y ha publicado trabajos vinculados con la historia del derecho y el derecho constitucional.
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En 1906 fallecen Bartolomé Mitre, Manuel Quintana, Bernardo de Irigoyen y Carlos
Pellegrini, políticos de larga actuación, que dejan un vacío en las luchas electorales.
Pero la muerte del presidente Quintana, daría ocasión para un profundo cambio
institucional. Le sucede el vicepresidente Figueroa Alcorta. Se había alejado del círculo
de Roca y las circunstancias que lo llevan al poder le permitirán profundizar la
separación: su objetivo fue acabar con el autonomismo roquista. Parecía una empresa
difícil, pues sólo contaba con el apoyo de los autonomistas de Pellegrini, escindidos del
roquismo y sin su jefe, fallecido, y los mitristas dirigidos por Emilio Mitre. Frente a
estos se alzaba la mayoría de los gobernadores autonomistas, la coalición de los
Partidos Unidos de la provincia de Buenos Aires y un Congreso subordinado a estas
tendencias. Paulatinamente fue dominando estas situaciones con los mismos métodos
que utilizaron los presidentes del Partido Autonomista Nacional para desplazar a los
opositores en las décadas anteriores. Ni las interpelaciones parlamentarias a los
ministros ni los postreros intentos de defensa de los roquistas, amilanaron al presidente.
Fue logrando adhesiones provinciales y en las elecciones para renovar la mitad de la
Cámara de Diputados de 1908, la política de Figueroa Alcorta encontró apoyo incluso
del gobernador de Buenos Aires, amenazado con la intervención federal. De esta
manera a fines de 1909 se lanzaba la candidatura de Roque Sáenz Peña, integrado al
pensamiento político del presidente, que en las elecciones del año siguiente sería
elegido casi sin oposición.
Una de las reformas que encaró el nuevo presidente, fue modificar el sistema
electoral. Los vicios ya eran manifiestos y existía una población nueva, hijos de
inmigrantes o nacionales, con inquietudes que querían expresar. Sáenz Peña se reunió
en privado con Hipólito Yrigoyen y aseguró la reforma. La nueva ley electoral fue
elevada a la Cámara de Diputados el 11 de agosto de 1911. Establecía el voto
obligatorio, secreto y de lista incompleta, que permitía la representación de la minoría,
que no existía con el sistema imperante de lista completa. Se proponía 2/3 de las bancas
de diputados para la mayoría y 1/3 para la minoría. El debate fue intenso; aún existían
legisladores del viejo sistema que rechazaban el cambio, pero la mayoría en ambas
Cámaras aprobó el proyecto que fue promulgado el 13 de febrero de 1912 como ley
8871.
149
La ley comenzó a experimentarse inmediatamente en Santa Fe, dando el triunfo a la
Unión Cívica Radical; luego en la Capital Federal. Se producía una transformación
profunda que permitiría la renovación de los partidos políticos, tanto para las viejas
agrupaciones como para las nuevas. A finales de 1912 se votó en Córdoba, Tucumán y
Salta, y el triunfo lo fue para coaliciones conservadoras. En 1914, para diputados en
Capital Federal, triunfaron los socialistas. Sáenz Peña se empeñó en terminar con las
pésimas prácticas utilizadas hasta entonces: en algunos casos envió comisionados como
observadores y en otros realizó gestiones privadas para impedir la reiteración de
nombramientos familiares en los cargos del Senado.
La enfermedad del presidente le impidió concluir su período y luego de varias
licencias, falleció en Buenos Aires el 9 de agosto de 1914. El vicepresidente, Victorino
de la Plaza, a pesar de las presiones, no alteró la ley electoral y en las elecciones
nacionales de 1916 triunfó la U.C.R. que permitió varios años de nuevas prácticas
políticas.
De esta manera se inicia un período que se extiende hasta el golpe militar del 6 de
septiembre de 1930, en que se sucederán presidentes radicales: Hipólito Yrigoyen de
1916 a 1922, Marcelo T. de Alvear de 1922 hasta 1928 y nuevamente Yrigoyen de 1928
hasta su derrocamiento en 1930.
Yrigoyen exhibirá sensibilidad social, aunque su primera presidencia fue ocupada
por su obsesión por desplazar a los gobernantes provinciales del “régimen”, como les
llamaba, mediante constantes intervenciones federales, que tendrán repercusión en la
Corte Suprema. Pero el sistema no desapareció durante la presidencia de Alvear.
En materia económica el país se consolida como exportador de cereales (trigo, maíz,
lino) y se desarrolla en gran escala el frigorífico para la exportación de carne enfriada y
congelada, concentrándose esta producción en los puertos donde se radican los
establecimientos (Buenos Aires, La Plata, San Nicolás, Campana). Se produce una
lucha comercial entre frigoríficos de capitales ingleses y norteamericanos, estos últimos
establecidos en 1907 (Swift y Armour, entre otras firmas). Eran empresas industriales
para servir a la exportación. En 1911 decidieron unirse y se fijaron cuotas de
exportación, en especial de carne enfriada (chilled). Pero la unión no fue definitiva y la
guerra de las carnes, como dio en llamarse, no cesó. Sin embargo, esta actividad
significativa no provoca una evolución paralela de la riqueza interna, y mantiene el
150
sistema de producción sujeto a los mercados extranjeros. La economía muestra un
enorme potencial productivo, pero sujeta a las economías y estructuras del mercado
internacional, en particular lo referido a capitales y precios.
Junto con el incremento de la exportación, el ferrocarril alcanza gran desarrollo y en
1914 las líneas llegan a 35.500 km.
La población ha pasado de casi 4.000.000 en 1895 a cerca del doble en el censo de
1914, con un importante ingreso inmigratorio positivo, que en la primera década del
siglo llegó a más de un millón de personas. La población se concentra en el litoral y en
exceso en Buenos Aires, lo que ocasiona problemas de vivienda y como solución el
conventillo. La Corte deberá resolver la constitucionalidad de leyes de excepción sobre
contratos de locaciones. Pero además se advierte una migración interna; provincias
como Santiago del Estero, que, de ser una de la más poblada en 1869, pasa a ser
superada por las del litoral y por Mendoza y Córdoba. La despoblación aparece también
en provincias como Jujuy, La Rioja, Catamarca, San Juan o San Luis.
Un síntoma favorable es la constante disminución del analfabetismo: mientras que el
censo de 1914 indica un 35,65 % de analfabetos de la población total, en 1928 se ha
reducido al 21,48 %.
Este desarrollo está acompañado con las nuevas ideas socialistas llegadas de Europa
que, con la industrialización y la concentración urbana, se reflejarán en los reclamos
obreros y en la legislación. Huelgas violentas y atentados anarquistas, darán origen a
leyes de expulsión de extranjeros en 1902 y de defensa social en 1910, con
procedimientos de dudosa constitucionalidad. A todo ello se agregarán los sucesos de la
revolución bolchevique de 1917 en Rusia y su prédica en favor de la clase obrera y de la
supresión de la propiedad privada, uno de los pilares del orden jurídico interno.
Hay actividades que comienzan a tener gran relevancia por la función que ocupan en
la economía, como ferroviarios, trabajadores portuarios y otras actividades industriales
que se modernizan con maquinarias de reciente incorporación. El censo de 1914 indica
que los establecimientos industriales llegaban a 48.779 con más de 400.000 obreros, y
se pasaba a un desarrollo de tipo capitalista. Para competir con capitales ingleses, en la
década de 1920 se instalan en el país varias firmas de Estados Unidos, como General
Motors, RCA Víctor, Good Year, Colgate Palmolive y otras.
151
De cualquier manera la clase política dirigente avanzará muy lentamente en la
modernización de la legislación laboral, sólo regulada en unos pocos artículos del
Código Civil referidos al contrato de locación de servicios. En 1904 el Ejecutivo
preparó y elevó al Congreso un interesante Código del Trabajo que no fue tratado. El
proyecto serviría de orientación en la legislación futura. Regulaba el contrato de trabajo,
accidentes, duración, trabajo a domicilio, de menores y mujeres, condiciones de higiene
y seguridad, contrato de aprendizaje, asociaciones industriales y obreras, jurisdicción
laboral, conciliación y arbitraje.
En 1905 se aprueba la ley del descanso dominical, aunque por entonces
mezquinamente sólo aplicable a la Capital Federal. Una literatura insidiosa y el
desconocimiento, hizo correr la versión de la intensa labor socialista en esta legislación,
pero se olvida que ya en 1884 la Asamblea de Católicos peticionaba el descanso
dominical según el ejemplo de la Iglesia de santificar las fiestas. Los Círculos de
Obreros Católicos reclamaron insistentemente esta ley y la del trabajo de menores y
mujeres y proyectaron leyes al respecto. En el segundo Congreso de los Católicos de
1907, un informe del diputado Santiago O´Farrell pedía una ley que regulara el contrato
de trabajo, el salario mínimo, el trabajo de mujeres y niños, una ley de accidentes de
trabajo y seguro obrero. En esta orientación, en 1915 los diputados Juan F. Cafferata y
Arturo Bas, propiciaron y lograron la aprobación de la ley de casas baratas. Los cuatro
barrios que se construyeron por esta ley aún hoy están habitados. Cafferata fue autor de
proyectos de jubilación de maestros primarios de provincia, caja de pensión a la vejez,
seguros contra la invalidez, bien de familia, de represión del alcoholismo, para combatir
la trata de blancas. El diputado Bas preparó e impulsó la ley que creó la Caja Nacional
de Ahorro Postal para fomentar el ahorro entre los estudiantes, que inició sus
actividades el 5 de abril de 1915 y perduró con éxito más de medio siglo; proyectó la
ley para jubilación de los ferroviarios también aprobada en 1915.
En 1907 se reglamenta el trabajo de mujeres y menores. En 1912 se crea un
Departamento Nacional del Trabajo dentro del Ministerio del Interior, para recoger
datos sobre la legislación y el cumplimiento de las leyes obreras. La ley 9688 de octubre
de 1915 sobre accidentes de trabajo y enfermedades laborales, transformó el concepto
del Código Civil en materia de responsabilidad, presumiendo la culpa del empleador
(antes había que probarla), salvo en casos de accidentes intencionales, culpa grave del
152
obrero o fuerza mayor extraña al trabajo. Algunas provincias avanzaron más
rápidamente en la materia, como ocurrió cuando en 1929 se reguló la jornada de trabajo:
Mendoza, San Juan, Salta, Tucumán, Santa Fe ya tenían aceptada las 8 horas. Otras
normas reglamentaron el trabajo a domicilio (ley 10505 de 1918), la protección del
salario frente a los acreedores, su pago en moneda nacional y no en especie, y la
limitación de la jornada de trabajo a ocho horas semanales (ley 11544 de 1929).
II. VALORACIÓN DE LA ACTUACIÓN DE LA CORTE
A pesar de las transformaciones que provocaban las nuevas tendencias sociales, los
reclamos laborales, los procesos internacionales o las concepciones que nacían como
consecuencia de la Primera Guerra Mundial, los hombres de la Corte permanecían
impasibles. No estaban preparados para aceptar estos cambios; mental e
ideológicamente los rechazaban y por ello los resistían. Sus estudios universitarios y sus
experiencias políticas, habían transcurrido en el limitado espacio que brindaba el
sistema jurídico imperante, y cuando llegan a la Corte, está racionalmente arraigado y,
por convencimiento o por pereza no logran superarlo. En la Corte perdurarán las
doctrinas positivistas en sus vertientes sociológicas y naturalistas, cuando era evidente
que surgía una fuerte tendencia renovadora que intentaba superar aquella postura y
adaptarse al cambio. Las nuevas concepciones, se manifiestan en un primer momento en
la interpretación más dinámica del derecho y en los métodos científicos de su estudio,
que intentaban superar el simple análisis exegético de la ley.
Es difícil encuadrar dentro de una determinada escuela filosófica a los jueces de la
Corte de este período, pues no parecen someterse a conceptos precisos. Pero lo que se
encontrará en los fallos de este período es un indudable apego al positivismo legalista
que los sujetó al texto de la ley, impidiéndoles ser creadores del derecho. Conceptos
como “la ley es dura, pero es la ley”, están tan integrados al conocimiento que no les
permite advertir que su aplicación irrestricta producía injusticias. Por ello se
conformarán con los escasos artículos del Código Civil destinados a regular la locación
de servicios, para resolver toda la nueva problemática laboral, dejando de lado la
intensidad de la expansión de esta rama del nuevo derecho. Esta ideología, por otra
153
parte, terminaba protegiendo en muchos casos intereses económicos de los sectores más
elevados.
De esta manera se advierte una lógica contradicción entre la orientación filosófica
por la cual se sienten consustanciados, y las citas a las que acuden con insistencia. Estas
son norteamericanas, pero el sentido mental de la actuación profesional de los jueces, es
europea. Esta última es la que impide la crítica del texto legal, la que obliga a su
aplicación estricta: someterse a la ley haciendo abstracción de lo que rodea al caso. Los
jueces sólo deben aplicar la ley, concepto europeo alejado de la libertad de que podían
hacer uso nuestros jueces para elaborar un compendio doctrinario moderno y original.
La simple invocación de los “principios generales del derecho” como fuente
interpretativa, les hubiera permitido una aplicación dinámica y renovadora de la ley,
traduciendo las nuevas necesidades de la cambiante sociedad y sin apartarse de las
normas ni transgrediendo los límites constitucionales. En cambio perduraron en el
rígido legalismo que sólo consolidaba un derecho que se apartaba del bien común e
impedía su progresiva transformación y adaptación. La doctrina de la Corte de este
período afianzó el individualismo y rechazó la intervención estatal, cuando en todo
Occidente se producía una poderosa renovación que proclamaba la acción del Estado
para proteger a los más débiles económicamente, conceptos que tuvieron escaso eco en
los jueces.
A pesar de la fama doctrinaria que se ha pretendido atribuir a la Corte de esta época,
prácticamente y por falta de creatividad y la perimida concepción que profesó, no han
quedado fallos de trascendencia que orienten doctrinariamente aspectos esenciales del
derecho. Revela esta conclusión el hecho de que el fallo que más se cita es el de
“Ercolano c/ Lanteri”, que los jueces resolvieron contrariando su ideología, en donde la
mayoría convalidó una ley que invadía las relaciones privadas y proponía una
participación activa del Estado con sentido social en la regulación de los alquileres 1.
1 AFTALIÓN, Enrique R., “Abogados y jueces en la evolución del derecho argentino”, en La Ley, 19 de agosto de 1971. KORN, Alejandro, El pensamiento argentino (editorial Nova, Buenos Aires, 1961, cap. IV). COSSIO, Carlos, “Teoría y práctica del derecho”, en Argentina. 1930-1960 (Sur. Buenos Aires, 1961, ps. 259 y ss.). TAU ANZOÁTEGUI, Víctor, Las ideas jurídicas en la Argentina (siglos XIX-XX) (Instituto de Historia del Derecho Ricardo Levene) (Perrot, Buenos Aires, 1977). Un autor interesado en el estudio de la doctrina de la Corte Suprema, el profesor norteamericano Jonathan M. Miller, trae una visión optimista de la labor del Tribunal considerándolo como un poder moderador en materia política y un apoyo a la estabilidad económica del país (v. “Courts and the creation of a “spirit of moderation”
154
Los jueces eran dedicados, honestos en su ideario, pero les faltó creatividad y
decisión intelectual para superar los esquemas abstractos de un positivismo anquilosado
y estrecho.
Por entonces el Poder Judicial y su máximo tribunal, pasada la etapa de organización
y consolidación, estaba integrado con funcionarios estrechamente ligados a los poderes
políticos. El sistema de elección de los jueces y su práctica comienza a recibir duras
críticas. En 1899 el Ministro de Justicia e Instrucción Pública del presidente Roca,
Osvaldo Magnasco, informaba al Congreso de la baja calidad intelectual de los jueces,
de las deficiencias de los procedimientos y de las complacencias para servir a los
poderosos. El presidente Roca en su mensaje de ese año al Congreso, pidió una
investigación a fondo sobre el funcionamiento del Poder Judicial, pues la falta de
seguridad jurídica limitaba las inversiones, y fue escandalosa la renuncia del juez de la
Corte Luis V. Varela. Tres años después varias notas aparecidas en la respetable Revista
de Derecho, historia y letras que dirigía Estanislao Zeballos, señalaban que eran pocos
los jueces medianamente preparados, lo que se reflejaba en fallos superficiales, carentes
de razonamiento y doctrina, todo lo cual revelaba falta de preparación para dictar la
justicia del pueblo.
Es que la selección de los jueces seguía la vía del amiguismo político más que la
búsqueda de la idoneidad, y el procedimiento de nombramientos y ascensos venía
provocando la formación de una clase social exclusiva dentro de la administración de
justicia, que en este período resulta muy manifiesta. En cuanto a los jueces de la
Corte, provienen del régimen conservador roquista. Sin embargo la llegada de
Yrigoyen no introducirá cambios en la mentalidad de los jueces. Con las designaciones
del presidente Alvear para la Corte, ingresarán concepciones más modernas, pero que
comenzarán a revelarse con posterioridad a nuestro período.
La ley 4055 de 1902 que creó las Cámaras federales de apelación, limitó las causas
en apelación ante el Supremo tribunal. De cualquier manera el aumento de los litigios
paulatinamente volvería a incrementar el trabajo en la Corte. En 1923 contamos unas
166 sentencias dictadas; en 1928 fueron alrededor de 186.
judicial protection of revolutionaries in Argentina, 1863-1929”, en Hastings International and comparative Law Review (University of California. Hasting College of the Law). Winter, vol 20, nº 2, 1997.
155
Es interesante destacar que en esta época aparecen publicaciones periódicas de
jurisprudencia y doctrina con moderna orientación: en 1916 la “Gaceta del Foro”,
diario jurídico de la mañana dirigido por Ricardo Victorica. Son grandes hojas que
recogen la jurisprudencia más importante de los tribunales de todo el país, avisos
judiciales y noticias del foro local y de las provincias. Mayor relevancia tendrá
“Jurisprudencia Argentina”, que sale en 1918 (el primer tomo se edita al año
siguiente), dirigida por Tomás Jofré y Leónidas Anastasi y que contará con la
colaboración de destacados profesionales. Al principio, y de acuerdo con el espíritu y la
orientación de la publicación, sólo recoge los fallos de tribunales del país, pero
enseguida serán acompañados por notas al pie, transcripciones de dictámenes o pericias.
Estas notas se convertirán en trabajos doctrinarios y a partir de 1924 habrá una sección
de doctrina. En general aparecen 2/3 tomos por año (en 1926 serán 5) y la publicación
alcanzará un alto nivel científico y orientador.
Por otra parte los fallos de la Corte comenzarán a ser motivo de un análisis más
intenso en la enseñanza del derecho. Hasta entonces aparecían citados, pero sin
desarrollo y, en casos, sólo para su crítica. El profesor de Derecho Constitucional en la
Facultad de Buenos Aires, Juan Antonio González Calderón, asignará particular
importancia a la jurisprudencia de la Corte en la búsqueda de la interpretación auténtica
de la Constitución. Esta metodología la expondrá en su libro Derecho Constitucional
argentino, historia, teoría y jurisprudencia de la Constitución, cuyo tomo primero
aparece en 1917, el segundo al año siguiente y el tercero en 1922. Por entonces el juez y
profesor Clodomiro Zavalía publicaba la primera Historia de la Corte Suprema de
Justicia de la República Argentina en relación con su modelo americano. Con
biografías de sus miembros (1920), donde analiza la jurisprudencia de la Corte desde
sus comienzos con una selección de fallos. El mismo profesor, en 1924, edita un estudio
del texto de la Constitución, por artículo, según la interpretación que le dio la Corte en
sus fallos (Jurisprudencia de la Constitución Argentina. Interpretación que la Corte
Suprema ha dado a cada uno de sus artículos desde 1862 hasta la fecha, en dos tomos).
A la actualización del derecho constitucional y a la importancia que adquiere el
derecho laboral, llamado el nuevo derecho, hay que señalar que en esta época se
producen notables transformaciones en las doctrinas sobre el derecho penal, con
ensayos sobre su reforma, y en la misma reforma al Código Penal aprobada en 1922,
156
con influencias modernas que intentan superar las escuelas positivas y antropológicas y
donde la experiencia social adquiere especial atención. Lo mismo ocurre en el derecho
civil y comercial, con proyectos de reforma y con leyes especiales que modernizan el
primitivo sistema, que los especialistas analizan en reuniones como la convocada en
Córdoba en 1927 para el Primer Congreso Nacional de Derecho Civil.
Estos cambios se manifiestan también en la enseñanza, que abandona el método
exegético para avanzar en una sistematización moderna, reclamada por la reforma
universitaria, planteada con grandes alteraciones a partir de 1918 en los sucesos
ocurridos en la Universidad de Córdoba.
Ya indicamos que los jueces resuelven según el sistema europeo, dominados y
restringidos por la aplicación severa del texto legal; pero la cita de los autores y de la
jurisprudencia norteamericana es constante, en no pocos ejemplos sin estrecha relación
con el caso, quizá, como opinó Julio Oyhanarte, porque estos antecedentes sólo eran el
relleno doctrinario de una postura ya adoptada 1. En materia impositiva y económica,
los autores como Gray (Limitations of taxin power. Limitaciones al poder de imponer
tasas) y Tomás Cooley, son infaltables. Este último se transformó en una guía
permanente en la Corte y en el fuero federal, quizá porque en sus libros se encontraron
argumentos para intentar debilitar el poder estatal, exaltar la propiedad privada y el
individualismo. Pero todo esto era aplicado en un ambiente social y económico distinto
al que imperaba en el país del Norte y conforme al signo ideológico que nuestros jueces
daban al concepto absoluto de propiedad, o a las restricciones que imponían a las
provincias frente al gobierno central, o a las dificultades que tuvieron para permitir el
ingreso de la idea del bien común en sus resoluciones 2.
III. LA SEDE DE LA CORTE
1 “Historia del Poder Judicial”, en Todo es Historia, Buenos Aires, nº 61, mayo de 1972. 2 Cooley era un abogado nacido en Nueva York en 1824 y fallecido en 1898. Actuó en Michigan en la profesión y en la docencia como profesor de derecho constitucional y administrativo y llegó a ocupar un cargo de juez del Tribunal Superior de ese Estado entre 1864 y 1885. Roscoe Pound le dio un lugar entre los mejores diez jueces de la historia norteamericana (The formative Era of American Law, 1938, p. 30, n. 2). Sus obras más importantes y que son citadas en los fallos de la Corte, son: The constitutional limitations which Rest upon the Legislative Power of the States of the American Union (Boston, 1868); The law of taxation (1876); The law of Torts (1879) y los General principles of Constitutional law in the United States (1880).
157
La Corte funcionaba en el edificio de la calle San Martín 275, pero a comienzos de
1905 se inició la construcción de un edificio en la manzana comprendida por las calles
Talcahuano, Tucumán, Uruguay y Lavalle, donde había estado el Parque de Artillería y
fábrica de armas. Los planos se encargaron al arquitecto francés Norberto Maillart, que
los elaboró sin conocer el país. El edificio tuvo una imponente dimensión, pero resultó
poco práctico y en su interior ganaba en suntuosidad y dimensión de los espacios, que
se perdían para el uso al que estaba destinado. Permanentemente fue objeto de trabajos
para superar estas deficiencias. El edificio comenzó a habilitarse en 1910, con los
festejos del Centenerario de 1810, trasladándose pocos años después la Corte y otros
tribunales inferiores de diferentes fueros.
En materia de jubilaciones, la ley 4349 de 1904, reguló un sistema general para la
administración, que comprendía a los miembros del Poder Judicial. La jubilación
ordinaria se obtenía con 55 años de edad y 30 años de servicio.
Resoluciones de superintendencia de la Corte Suprema.
La ley 4055 de 1902 asignó a la Corte facultades de superintendencia y
disciplinarias sobre Cámaras y juzgados federales y jueces letrados de los territorios en
todo el país. Controlaban el cumplimiento de los reglamentos, la estadística de
actuaciones, las licencias y aplicaban penas disciplinarias. Pero hubo casos donde estas
facultades debieron ir más lejos del simple control administrativo.
En un caso, se negó a intervenir ante un pedido del Ejecutivo Nacional, que
denunció a un fiscal de la cámara federal de La Plata por no apelar una causa en que la
Nación era parte (5 de marzo de 1907, en F. 106:163).
En otro suceso, un juez de la cámara federal de Córdoba agravió a sus otros dos
colegas y a un juez de primera instancia, quienes se quejaron ante la Corte. El
Procurador General dijo que el incidente revelaba que en ese tribunal no existía armonía
para asegurar la seriedad de los fallos, pero la superintendencia de la Corte no
controlaba la conducta de los jueces, y así lo aceptó la Corte el 13 de junio de 1924; se
agregó que si en el funcionamiento se revelaban irregularidades, se debería requerir de
la Cámara de Diputados que ejerciera las facultades del juicio político (F. 140:425).
También fue grave la disputa entre jueces de la cámara federal de Rosario, donde
dos de ellos llegaron a las manos y uno retó a duelo al otro. La Corte no actuó
158
directamente, sino que mandó poner el hecho en conocimiento de la Cámara de
Diputados para que considerara la procedencia de la acusación política (4 de agosto de
1926, en F. 147:25).
Único fue el caso en que la Corte intervino como tribunal arbitral según el art. 109
de la Constitución. Fue en el pleito de límites entre las provincias de Buenos Aires,
Córdoba y Santa Fe que la Corte había decidido el 18 de marzo de 1882 (F. 24:62).
Ahora se presentaban nuevamente las provincias de Córdoba y Santa Fe para pedir que
la Corte definiera un límite en el que no se ponían de acuerdo, reclamando el arbitraje o
la ejecución del laudo. Los jueces no parecieron predispuestos a intervenir, desechando
la ocasión para ejercer una tarea valiosa para el tribunal, que la misma Constitución
definía y que salía de la competencia estrictamente judicial para entrar en un campo de
interés federal. Se rechazó el pedido alegando que la intervención importaría alterar
límites, función que le correspondía al Congreso (art. 67, inc. 14) (28 de septiembre de
1911, en F. 114:425).
IV. LOS JUECES
Antonio Bermejo fue designado presidente de la Corte, por decreto del 10 de mayo
de 1905 del presidente Quintana. El Tribunal estaba integrado por Octavio Bunge, juez
más antiguo que vino ejerciendo la presidencia desde el fallecimiento de Abel Bazán en
1903, y por los jueces Nicanor González del Solar, Mauricio P. Daract, a los que se
agregaría Cornelio Moyano Gacitúa.
En esta etapa la figura de Bermejo adquiere particular relevancia, no sólo como
presidente de la Corte, sino porque impondrá un estilo particular al trabajo del tribunal
que se manifestará en la tendencia ideológica y en la ausencia de disidencias, lo que
hace presumir convicción en sus interpretaciones judiciales y la aceptación por sus
colegas, ya como resultado de su experiencia y competencia, ya por su equilibrio y
claridad, austeridad reconocida o convencimiento de la solución.
A pesar de las transformaciones sociales y políticas que ofrece el período, Bermejo
mantuvo a la Corte en una línea interpretativa conservadora que impidió el desarrollo
dinámico de la aplicación del derecho. Fue el representante de un positivismo que hizo
prevalecer la ley con prescindencia de todo factor de la realidad, y no se sumó a las
tendencias que preconizaban desde la cátedra y la doctrina una crítica a esta postura.
159
Sus estudios y su experiencia profesional y política, transitaron cuando en nuestro
medio el auge del predominio positivista, tanto en su vertiente del naturalismo
biologista, como en la sociológica, alcanzaban especial aceptación en la clase dirigente.
Novedosa corriente ideológica que tuvo particularidades específicas en su aplicación
práctica en cada país. En el nuestro se manifestó con un acentuado individualismo que
exaltó a la persona y su poder por sobre el del Estado, según lo proponían los escritos de
Spencer; aceptó el predominio de los más aptos, según la tendencia evolucionista de
Darwin; se manifestó con un cientifismo laicista o indiferente en materia religiosa;
propuso una amplia libertad en materia económica y restricciones en materia política,
resistiendo la democratización del sistema imperante. Bermejo trasladó estas
manifestaciones espirituales a la Corte Suprema durante las tres primeras décadas de
este siglo.
Nació en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, el 2 de febrero de 1853. Estudia en
el Colegio Nacional de Buenos Aires y en la Universidad, donde se gradúa de doctor en
jurisprudencia en 1876 con una tesis sobre las Cuestiones de límites entre la República
Argentina y Chile. Tres años después publicaba un trabajo más amplio y depurado sobre
el mismo tema con el título de La cuestión chilena y el arbitraje problema que en esa
época preocupaba.
Por entonces, la Universidad de Buenos Aires dependía de la provincia y contaba
con un Departamento de Jurisprudencia que venía introduciendo modernos métodos y
nuevas especializaciones en el estudio del derecho. Con la cátedra de Procedimientos,
creada en 1872 y a cargo de Antonio Malaver, se suprimirán las prácticas en la
Academia de Jurisprudencia. El desarrollo de las materias y su autonomía científica
reclaman su enseñanza independiente, como ocurre con las que se codificaban: civil,
penal, comercial. A ellas se agregan los estudios de derecho romano y canónico, las
modernas tendencias del derecho internacional, el estudio del derecho constitucional y
la economía. Con la reforma de la Constitución de la provincia de Buenos Aires en
1873, se proponen nuevos cambios en su Universidad y el Departamento de
Jurisprudencia se transforma en Facultad de Derecho y Ciencias Sociales y el 1º de
junio de 1875 se aprueba un nuevo plan de estudios dividido en cinco años.
160
Bermejo complementa su actividad profesional con el ejercicio del periodismo y se
inicia en la política como diputado en la Legislatura de la provincia de Buenos Aires.
Durante el conflicto de 1880 con motivo de la federalización de la ciudad de Buenos
Aires, se une a la provincia que se opone a la medida. Superada esta etapa ejerce la
profesión, colabora en la Revista Jurídica, novedosa publicación especializada en la
jurisprudencia nacional, es profesor de Derecho Internacional en la Facultad de Derecho
y apoya el movimiento de 1890 integrándose al mitrismo. En 1891 será senador
nacional, incluso es mencionado como candidato a la intervención de Buenos Aires
durante los sucesos de agosto y septiembre de 1893. En 1895 el presidente José Evaristo
Uriburu lo designa su Ministro de Justicia e Instrucción Pública, cargo que ocupará
hasta fines de julio de 1897; su tarea en la función fue relevante y han quedado las
escuelas industriales, las comerciales de mujeres, la Facultad de Filosofía y Letras, la
creación y organización del Museo de Bellas Artes. En 1898 vuelve al Congreso como
diputado nacional: se recuerdan sus propuestas sobre leyes de enseñanza y régimen de
pensiones.
Destacada actuación tendrá Bermejo como delegado en dos conferencias
interamericanas. La idea de la colaboración americana no era nueva, pero con la
Conferencia que se reúne en Wáshington en 1890 y que convoca Estados Unidos, tendrá
un punto de partida concreto. Esta primera reunión generó algunas tensiones debido a la
mutua desconfianza en las relaciones entre los Estados Unidos y la Argentina. Diez años
después las condiciones para el acercamiento americano eran más propicias y se
probaron en una nueva reunión en México entre 1901 y 1902. Para representar al país el
presidente Roca designó a Bermejo, profesor de derecho internacional, al
experimentado diplomático Martín García Mérou, ministro en los Estados Unidos, y al
decano de Filosofía y Letras, Lorenzo Anadón. En 1910 se celebró una cuarta reunión
interamericana en Buenos Aires; coincidía con el Centenario de Mayo. Nuevamente
Bermejo presidió la delegación argentina y también la asamblea. Por entonces ya era
juez y presidente de la Corte Suprema 1.
Bermejo fue nombrado juez de la Corte por el presidente Roca en reemplazo del
fallecido Benjamín Paz (decreto del 19 de junio de 1903). Dos años después sería su
1 MC GANN, Thomas F., Argentina, Estados Unidos y el sistema interamericano. 1880-1914, Buenos Aires, Eudeba, 1965.
161
presidente hasta su fallecimiento, ocurrido en Buenos Aires el 18 de octubre de 1929.
Su labor no se interrumpió hasta comienzos de este último año en que problemas de
salud comenzaron a apartarlo: en febrero y marzo no intervino en los acuerdos, en
agosto volvió a estar ausente, al mes siguiente no asiste con regularidad; el último fallo
que firma es del 14 de octubre. El día del fallecimiento amaneció con una afección al
corazón que su médico atendió; mejoró al punto que por la tarde firmó expedientes de
trámite que le fueron traídos a su domicilio en Quintana 150; sin embargo desmejoró al
anochecer y falleció 1. Fue de los primeros miembros de número que integraron la
Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires.
Fue también el presidente Roca quien nombró a Nicanor González del Solar juez de
la Corte por decreto del 22 de mayo de 1901. Se desempeñó durante 23 años, hasta su
fallecimiento en Buenos Aires el 12 de septiembre de 1924. Nació el 10 de agosto de
1842 y será el de mayor edad de los jueces de este período. Algunas biografías lo dan
como nacido en Buenos Aires; constancias del archivo de la Corte Suprema indican a
Corrientes2.
Sabemos que estudió en el famoso Colegio de Concepción del Uruguay y luego en
el de Monserrat, en Córdoba, y en esta Universidad se graduó de Doctor en derecho
civil en 18663. Los estudios superiores en esta provincia quedaron nacionalizados
durante la presidencia de Urquiza; también se actualizaron los cursos de derecho: en el
plan de 1857 la carrera se desarrollaba en 4 años, con el estudio del derecho romano,
canónico, patrio, internacional, procedimientos y constitucional. El plan aprobado en
1864 agregó el derecho civil y el comercial. González del Solar, una vez recibido, fue
1 Estaba casado con Armelinda Molina. La biografía sobre los jueces es escasísima. Los datos sobre Bermejo se remiten a notas escuetas, homenajes, laudatorios de su personalidad pero que no profundizan en sus ideas jurídicas o ideológicas (v. AMADEO, Octavio R., Vidas argentinas, 1940. VIGLINO, Ernesto Raúl, “Dos presidencias de la Corte Suprema de Justicia de la Nación: Antonio Bermejo y Roberto Repetto”, en Jurisprudencia Argentina, 1958-IV-56 y ss., sec. doctrina). V. también “La Nación”, Buenos Aires, 19 y 20 de octubre de 1929. Homenaje de la Corte Suprema al cumplirse 50 años de su fallecimiento, palabras del juez Pedro J. Frías en el salón de audiencias del Tribunal, 24 de octubre de 1979, donde ofrece orientaciones interesantes sobre las ideas que traslucen los fallos de la época y las disidencias de Bermejo. CUTOLO, Vicente Osvaldo, Nuevo diccionario biográfico argentino (1750-1930), en 7 tomos. Buenos Aires, 1968 y ss.). 2 De esta manera lo indica además la Gran Enciclopedia Argentina de Abad de Santillán (Buenos Aires, 1958 y ss., en 8 tomos). 3 Según aparece en la lista de graduados que trae GARRO, Juan M., Bosquejo histórico de la Universidad de Córdoba. Buenos Aires, 1882.
162
secretario de la Academia de Jurisprudencia, donde se realizaban las prácticas antes de
la autorización para ejercer la profesión.
Parece que a comienzos de 1867 desde Paraná se trasladó a Corrientes, junto con su
hermano Melitón, de profesión médico, su hermana Carolina y el esposo de esta, José
Hernández, el futuro autor del Martín Fierro. Actuará como juez local y como
procurador fiscal ante el juzgado federal, iniciando de esta manera una larga carrera
profesional. La provincia había sufrido las consecuencias de la invasión paraguaya
luego de iniciado el conflicto bélico, pero el joven abogado también intervendrá en los
conflictos políticos internos. Es posible que los constantes cambios internos en
Corrientes, lo obliguen a pasar a la ciudad de Rosario en Santa Fe. Aquí ocupará cargos
judiciales, luego ejercerá la profesión, el periodismo forense en la publicación Anales
del Foro Argentino que aparece en aquella ciudad, la docencia en derecho civil desde
1875 en una Escuela de Derecho creada en Rosario y formará parte de la Convención
constituyente para reformar la Constitución de Santa Fe. Entrará en las lides políticas en
oposición al gobernador Bayo y en el orden nacional será atraído por la figura de
Adolfo Alsina.
Termina estableciéndose en Buenos Aires y en 1887 ingresa en el Poder Judicial
como juez de comercio de la Capital; tres años después integra la Cámara de
apelaciones de ese fuero (que entonces también comprendía lo Criminal y Correccional)
para pasar luego a la Corte Suprema para ocupar el lugar del malogrado Enrique
Martínez.
Los antecedentes conocidos de Mauricio P. Daract no son muchos, pero sabemos
que resultó ser un relevante juez de la Corte y manifestó su particular pensamiento a
través de algunas disidencias notables y en otras unido con Bermejo. Dominó con
profundidad la jurisprudencia norteamericana que actualizaba con interés.
Fueron sus padres Mauricio P. Daract y Sofía Barbeito, vinculados estrechamente a
la actividad política y económica de San Luis. El padre fue un opositor a Rosas y luego
de su caída, actuó en la política de la provincia y la representó en 1862 como senador
nacional.
Nació en San Luis en 1855. Las biografías dicen que estudió en Mendoza para pasar
luego a Buenos Aires, donde obtuvo el título de abogado en 1877 con una tesis sobre
163
Donaciones inoficiosas. Recibido, retornó a su provincia para desempeñarse en la
docencia y en la actividad judicial, llegando a miembro del Superior Tribunal de
Justicia. Importante resultó su participación en la reforma del Código procesal de San
Luis en 1883 y fue comisionado por las autoridades provinciales para gestionar un
préstamo interno en Europa. En 1892 es diputado nacional y el presidente Roca lo
nombrará juez de la Corte Suprema por decreto del 23 de agosto de 1901 en reemplazo
de Torrent. Se desempeñó hasta su fallecimiento, ocurrido en Buenos Aires en la
Navidad de 1915.
De la austeridad de los jueces de esta época, son muchísimas las noticias que se
encontrarán. Pero Bermejo y Daract se llevan las palmas como jueces estudiosos,
apartados de toda estridencia, de esos que no se consideraban menoscabados si viajaban
al tribunal en tranvía, ejemplo que hoy los enaltece.
El presidente Quintana completó la Corte con la designación de Cornelio Moyano
Gacitúa para reemplazar a Bazán, por decreto del 18 de mayo de 1905. Había nacido en
Córdoba el 26 de septiembre de 1858. Su padre luchó al lado del general Paz contra
Quiroga y durante el rosismo estuvo preso en Buenos Aires, logró huir a Montevideo y
terminó en Chile.
Moyano Gacitúa obtuvo el título de doctor en leyes en Córdoba en 1882 y se inició
en la administración de justicia local hasta ocupar en 1887 el juzgado federal de la
provincia. En 1902, al crearse las cámaras federales de apelación (ley 4055), fue
nombrado miembro de la de Córdoba, y en este cargo fue propuesto para la Corte
Suprema. A su actividad judicial unió un especial cariño por las letras, encontrándose
entre los fundadores del activo “Ateneo Científico y Literario de Córdoba”, que llegó a
presidir.
Relevante y trascendente fue su actuación como profesor de derecho penal en
Córdoba, donde difundió las modernas tendencias del positivismo penal. Apreciaba la
obra del médico italiano César Lombroso y con él entró en la metodología positivista,
que introducía en la dinámica penal la experimentación, el interés por el delincuente y el
estudio de los factores que lo llevaban a delinquir. Mientras Osvaldo M. Piñero difundía
las nuevas concepciones en sus clases de derecho penal en Buenos Aires, Moyano
Gacitúa las transmitía en Córdoba. En 1892 publica unas Notas de filosofía penal sobre
164
el anarquismo, donde predica la necesidad de combatir este grave mal de la época, más
que con penas, en la búsqueda de las causas de su origen.
Los proyectos para actualizar el Código Penal de 1887 se sucedían y la nueva
tendencia propiciaba reformas. El presentado en 1891 por tres destacados penalistas
atraídos por la escuela positiva, Piñero, Rodolfo Rivarola y José Nicolás Matienzo,
luego Procurador General de la Corte, fue comentado por Moyano Gacitúa en un trabajo
titulado La pena de penitenciaría y el proyecto de Código Penal (1895). Él mismo
integrará una nueva comisión para revisar el Código, formada por el presidente
Quintana en 1904 y que presentaría su informe dos años después, uno de los
antecedentes del futuro texto del Código que se aprobaría en 1922.
En el ejercicio de la cátedra publicó un Curso de ciencia criminal y derecho penal
argentino (1899), donde pone de manifiesto que si bien no había aceptado sin reparos
las doctrinas positivistas, le reconocía su método, el interés que puso en los factores del
delito y en la racionalización de las penas. En 1905 publicaba La delincuencia
argentina ante algunas cifras y teorías 1.
Su paso por la Corte se vio interrumpido unos meses a comienzos de 1907 para
asumir la intervención de la provincia de San Juan. Un movimiento de partidos
opositores había derrocado al gobernador Manuel José Godoy el 7 de febrero; el
interventor dispuso la caducidad de los poderes derrocados y convocó a elecciones para
completar el período de Godoy y de nuevos legisladores.
A finales de 1909 tuvo problemas de salud y cesó por decreto del 10 de octubre de
1910, otorgándosele la jubilación. Pasó a su provincia y falleció en Alta Gracia el 29 de
julio del año siguiente.
Para reemplazar al juez Bunge, jubilado, el presidente Figueroa Alcorta nombró a
Dámaso E. Palacio, primero en comisión el 21 de abril de 1910, luego, obtenido el
acuerdo del Senado, confirmado por decreto del 3 de junio de ese año. Sus padres eran
oriundos de Santiago del Estero y allí nació el 13 de octubre de 1855. Al igual que
Moyano Gacitúa, estudió por los mismos años que su colega en la Corte en el Colegio
Monserrat de Córdoba y se doctoró en esta Universidad en 1880.
1 V. LEVAGGI, Abelardo, Historia del derecho penal argentino (Instituto de Historia del Derecho Ricardo Levene). Buenos Aires, 1978, que contiene un examen de esta tendencia y completa bibliografía.
165
Su carrera es típica de la dirigencia de entonces. Comenzó actuando en la profesión
y el periodismo, para ser ministro del gobernador Marcos Juárez de Córdoba. Tuvo
intensa actividad docente como profesor del Monserrat, del cual llegó a ser Rector, y de
la Facultad de Derecho, en donde ocupó altos cargos por 1890. También se adhirió al
movimiento cultural que despertó el “Ateneo Científico y Literario de Córdoba”.
La actividad política la desarrolló en su provincia natal, Santiago del Estero:
miembro de su Suprema Corte, diputado nacional entre 1882 y 1886, gobernador en dos
ocasiones: 1898-1901 y 1908-1910; entre ambas gestiones fue senador nacional. Integró
la Convención constituyente de la provincia que dictó la Constitución de 1903. De la
gobernación de Santiago del Estero, pasó a la Corte Suprema donde actuó durante casi
13 años, hasta su muerte, ocurrida en Buenos Aires el 6 de marzo de 1923.
El sitio de Moyano Gacitúa fue ocupado por otro cordobés, Lucas López Cabanillas,
designado a propuesta del presidente Roque Saénz Peña por decreto del 5 de diciembre
de 1910. Había nacido en Córdoba el 13 de julio de 1855, contemporáneo de Palacio, y
también estudió y se graduó en la Universidad de Córdoba. Su actuación inicial no
estuvo de acuerdo con el sistema que se instauraría en el país en 1880 con Roca:
comenzó por conspirar contra el gobernador del Viso de Córdoba y luego, en Buenos
Aires, se unió a las fuerzas de Tejedor en 1880. Habría estado radicado en Azul,
pasando luego a Entre Ríos donde vuelve a la actividad política y es elegido intendente
de Gualeguay y luego diputado provincial. Su carrera judicial se inicia en Buenos Aires
en 1887 como agente fiscal y continuará como juez correccional dos años después, juez
de la Cámara de apelación en lo criminal y comercial en 1891, según la competencia de
entonces. Encontramos numerosas sentencias que firma junto con Ramón Méndez,
luego también miembro de la Corte.
En el más alto Tribunal estará pocos años pues cesa por decreto del 14 de octubre de
1914 que le acuerda la jubilación. No trasciende su pensamiento jurídico ni político; no
hay disidencias. Pasó silenciosamente. Pero continuó la actividad pues en 1923 lo
encontramos presidiendo la Asamblea constituyente que reformó la Constitución de
Córdoba. Falleció en Buenos Aires el 20 de noviembre de 1935.
El retiro de López Cabanillas coincidió con el fallecimiento del presidente Sáenz
Peña, y su sucesor, el vicepresidente Victorino de la Plaza no llenó el cargo con
166
premura y quedó vacante casi un año, hasta que propuso a José Figueroa Alcorta,
nombrado por decreto del 1º de septiembre de 1915. También nacido en Córdoba el 20
de noviembre de 1860 y recibido en esa Universidad.
En su carrera política ocupó cargos provinciales prominentes, pues fue gobernador
de Córdoba, y luego las más altas funciones legislativas y ejecutivas: presidió el
Senado, vicepresidente de la Nación elegido con Manuel Quintana para el período
1904-1910 y presidente al fallecer éste en 1906, completando el período hasta 1910. Ya
en la Corte, al fallecer Bermejo sería elegido presidente en septiembre de 1930, por
primera vez por sus pares; lo venía reemplazando como juez decano. Ocupó el cargo
hasta su fallecimiento en Buenos Aires el 27 de diciembre de 1931. Se integró
decididamente al pensamiento de Bermejo, y, a pesar de su larga presencia en el
Tribunal, no anotamos disidencias. Fue también miembro de la Academia Nacional de
Derecho de Buenos Aires.
Fallecido Daract, su lugar no fue llenado por el vicepresidente de la Plaza. En
octubre de 1916 asumió Hipólito Yrigoyen como presidente de la Nación, pero tampoco
demostró interés en cubrir la vacante. Cuatro años después de producida, fue nombrado
Ramón Méndez (decreto del 9 de octubre de 1919). Este nombramiento y el del
Procurador General Matienzo serían las únicas designaciones de Yrigoyen en la Corte.
Méndez venía actuando desde años atrás como juez del fuero comercial. Sus méritos
estaban en una prestigiosa carrera judicial, pero no representaba los ideales del
presidente radical. Yrigoyen no parece haber tenido intención de alterar el ordenamiento
judicial; se interesó por la política provincial. Pero a pesar que los jueces que integraban
la Corte no compartían su pensamiento (Bermejo, Palacio, González del Solar, Figueroa
Alcorta y luego Méndez) pues estaban imbuidos en una ideología conceptual que el
nuevo presidente radical rechazaba e intentaba desplazar, llegaron a aprobar
parcialmente (con la disidencia de Bermejo), el régimen de locaciones, reconociendo
por primera vez, aunque tímidamente, la facultad del Estado para reglamentar derechos
tan personales como la propiedad y la contratación.
Méndez había nacido en Buenos Aires el 28 de marzo de 1867 y se recibió en la
Facultad de Derecho de Buenos Aires con una tesis sobre Derecho de exploración,
publicada en 1888. Se inició en la carrera judicial como juez en lo Civil en La Plata,
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nombrado por el interventor Lucio V. López, quien se desempeñó entre septiembre de
1893 y comienzos del año siguiente. Méndez ocupó luego una diputación en la
legislatura provincial, para retornar al Poder Judicial como juez de comercio en la
Capital Federal, después ascendido a camarista. Se jubiló como juez de la Corte por
decreto del 1º de junio de 1927 y falleció también en Buenos Aires el 3 de abril de
1932.
Cuatro jueces más integrarán la Corte en este período, nombrados por el presidente
Alvear: en lugar de Palacio, fallecido, será nombrado Roberto Repetto (decreto del 27
de septiembre de 1923); para reemplazar a González del Solar, también fallecido en el
cargo, a Miguel María Laurencena (decreto del 5 de diciembre de 1924) y, a su
fallecimiento, a Antonio Sagarna (decreto del 7 de septiembre de 1928); en lugar de
Méndez jubilado, a Ricardo Guido Lavalle (decreto del 5 de julio de 1927).
Sólo Laurencena se integra totalmente al período pues falleció en el cargo el 3 de
febrero de 1928 cuando se encontraba en Gualeguay, Entre Ríos. Si bien había nacido
en Buenos Aires el 27 de febrero de 1851, su infancia la pasó en aquel pueblo
entrerriano. Se graduó en Buenos Aires en 1877 con una tesis sobre Derecho de
castigar (su fundamento), y enseguida se radicó en Gualeguay iniciando una larga
carrera política: intendente del pueblo, diputado provincial en 1883, ministro del
gobernador general Eduardo Racedo entre 1883 y 1886; intervino en la Convención que
sancionó la Constitución provincial de 1883 y, por entonces, viajó a Londres para
obtener un préstamo para construir ferrocarriles en Entre Ríos. Entre 1886 y 1892 fue
diputado nacional y con los sucesos de 1890 nace su sentimiento por la innovación
política que proponía el radicalismo. Es figura de la nueva fuerza en su provincia y los
cambios electorales lo llevarán a ser nuevamente elegido diputado nacional en 1912 y
reelegido dos años después, aunque en la ocasión no completará el mandato pues
asumirá la gobernación de Entre Ríos el 1º de octubre de 1914 como primer gobernador
de la Unión Cívica Radical. Luego volverá como diputado nacional. Se alejó del
yrigoyenismo y organizó una agrupación política propia, el Partido Radical Principista,
que llega a proclamar su candidatura presidencial. Unido a la conducción
antipersonalista, el presidente Alvear lo consideraba especialmente y, a pesar de sus 73
años, lo designó en la Corte Suprema. De carácter dulce y delicados modales, fue
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estimado en el Tribunal a pesar que problemas de salud limitaron su actuación a poco
más de tres años.
El juez Repetto responde a la época siguiente de la historia de la Corte, y allí será
considerado. Sagarna y Guido Lavalle intentaron una aplicación más dinámica del
derecho. En cuanto a Repetto, de larga actuación judicial, fue nombrado por el
presidente Alvear por su prestigio como camarista en lo civil, ingresando a la Corte a
los 42 años. Al fallecer Figueroa Alcorta a fines de 1931, sería elegido presidente. Pero
en tiempos de Bermejo pareció aceptar la dirección de este juez y no se le conocen
disidencias.
Ricardo Guido Lavalle fue nombrado por el presidente Alvear. Nacido en Buenos
Aires el 23 de mayo de 1871, se recibió de abogado en su Universidad en 1896 con un
trabajo sobre Estado de sitio (59 ps.).
Fue profesor de historia y filosofía en el Colegio Nacional de La Plata,
paralelamente con intensas actividades literarias que lo llevaron a preparar estudios de
los autores más representativos en publicaciones especializadas.
En la misma ciudad de La Plata ingresó al Poder Judicial provincial como asesor de
menores y luego como juez civil y comercial (1901-1903), para pasar a desempeñarse
como fiscal de Estado (1903-1906). Cumplida esta etapa ingresó a la actividad política
y en 1906 fue elegido diputado nacional; intervino en la comisión reformadora de los
códigos de procedimientos y debió sufrir el momentáneo cierre del Congreso que
dispuso el presidente Figueroa Alcorta en enero de 1908 por la falta de aprobación del
presupuesto. Cumplido el mandato legislativo, fue nombrado juez de la cámara federal
de La Plata. Estaba en este cargo cuando pasó a la Corte en reemplazo de Ramón
Méndez, por decreto del 5 de julio de 1927.
Combinó la actuación judicial con la experiencia política y una exquisita
sensibilidad literaria y artística. En su casa poseía una valiosa colección de cuadros.
Algunas disidencias revelan un agudo sentido ético y reflexiones de interesante
contenido jurídico. Falleció en Buenos Aires el 3 de octubre de 1933 como ministro
decano; tuvo un síncope cardíaco cuando caminaba por la calle, fue trasladado a una
comisaría hasta que se lo individualizó.
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Antonio Sagarna nació en Nogoyá, provincia de Entre Ríos, el 11 de octubre de
1874; allí se habían establecido sus padres, de origen vasco, obreros, según lo destacó
especialmente Alfredo Palacios en la defensa que hizo del juez ante el Senado en el
juicio político de 1946-1947. Estudió en el Colegio Nacional de Concepción del
Uruguay y luego pasó a Buenos Aires, donde se graduó de abogado en 1899 con un
estudio sobre la Expulsión de extranjeros (43 ps.).
Sus primeras actividades están vinculadas con la docencia: fue maestro ad honorem
en las escuelas fundadas por William C. Morris y profesor en el Colegio de Concepción,
donde había estudiado, en la Escuela Normal de Rosario y en la Facultad de Ciencias
Jurídicas y Sociales de la Universidad del Litoral. También ocupó cargos judiciales en
Gualeguay, en Concepción del Uruguay y en el Supremo Tribunal de Entre Ríos.
Renunció a estas tareas para dedicarse a la profesión y a la política: en 1913 era
diputado provincial, al año siguiente ministro de gobierno de Miguel Laurencena,
primer gobernador radical de Entre Ríos (a quien años más tarde reemplazaría en la
Corte Suprema). En 1919 ministro plenipotenciario en Perú.
De intensa actividad política: en 1922 es interventor en la Universidad de Córdoba y
luego ministro de Justicia e Instrucción Pública del presidente Alvear; su antecesor en el
cargo, Celestino Marcó, no quiso firmar un nuevo Estatuto Universitario que otorgaba
importantes facultades al alumnado y renunció, y Sagarna lo reemplazó en octubre de
1923, acompañando al presidente casi hasta el fin de su gestión. Alvear lo propuso
como juez de la Corte en la vacante dejada por Laurencena. Otorgado el acuerdo del
Senado, quedó nombrado por decreto del 7 de septiembre de 1928 y juró el día 10 de
ese mes.
Se dedicó a esta tarea con devoción, demostró particular sensibilidad en cuestiones
laborales y planteó notables disidencias. No creemos equivocarnos al sostener que el
gobierno que lo acusó en un juicio político y lo destituyó, podría haber encontrado
buena recepción en temas sociales por parte de este honorable juez. También se dedicó
al estudio de temas históricos, especialmente de Entre Ríos, sobre los que escribió En
torno a la organización nacional; Urquiza, el histórico; Urquiza en la administración
pública; El Colegio del Uruguay, y otras colaboraciones y ensayos. Fue miembro de la
Academia Nacional de la Historia, junto con el Procurador General Juan Álvarez y
170
también de la Academia de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires. Recogió
discursos y memorias sobre educación, en un librito titulado Pláticas docentes.
Al renunciar Repetto a la presidencia de la Corte en abril de 1946, se hizo cargo del
Tribunal como juez decano hasta su destitución por sentencia del Senado del 30 de abril
de 1947. El último fallo que firmó, junto con Nazar Anchorena y Ramos Mejía, fue del
día 21 de abril (en F. tº 207). Encargó su defensa a Alfredo L. Palacios, que hizo un
elogioso análisis del pensamiento del juez, pero la destitución debió afectarlo
anímicamente. Falleció en Buenos Aires poco tiempo después, el 28 de julio de 1949.
Las demostraciones de pesar revelaron el aprecio que se sentía por Sagarna. Hasta una
delegación de no videntes expresaron su sentir hacia quien los había apoyado con
valiosas obras.
V. LOS PROCURADORES GENERALES
En este tiempo desempeñaron esta función Julio Botet, que reemplazó a Kier. Fue
nombrado en comisión por decreto del presidente Quintana del 17 de enero de 1905, en
el mismo día que se aceptaba la renuncia de su antecesor, y confirmado una vez que
obtuvo el acuerdo del Senado por decreto del 17 de mayo de 1905. Había nacido en
Buenos Aires el 23 de abril de 1855 y falleció en la misma ciudad el 2 de noviembre de
1936. Recibido de abogado en Buenos Aires en 1882 con una tesis sobre Averías en
materia comercial; al año siguiente era diputado en la legislatura de la provincia de
Buenos Aires. Se dedicó al periodismo colaborando en “El Nacional” y luego en “El
Día” de La Plata, del cual fue uno de los fundadores. Desempeñó variadas actividades
en distintos gobiernos del régimen roquista. En 1909 siendo Procurador General, el
presidente Figueroa Alcorta lo designó interventor federal en San Luis. Renunció al
cargo en la Corte, aceptada por decreto del 26 de noviembre de 1917.
Para sucederle fue nombrado en comisión José Nicolás Matienzo por decreto del 27
de noviembre de 1917 del presidente Yrigoyen, y confirmado luego del acuerdo del
Senado el 22 de marzo del año siguiente. Fue una designación acertada, pues a pesar de
los múltiples cargos que Matienzo había ocupado en el sistema político imperante,
mantuvo una postura crítica que la dirigencia radical en el poder debió tener en cuenta;
sin embargo se uniría al sector antiyrigoyenista y mantendría una orientación de tipo
171
liberal manifestada en su rechazo a la intervención estatal en la regulación económica,
concepción que expresa en sus dictámenes.
En la Procuración General, se aprecia su versación jurídica y, lo que no es menos
valioso, su experiencia en la función pública. Entre otras, rescatamos su dictamen en
una cuestión que suele llegar a los tribunales y que es motivo de dudas: si el art. 100 de
la Constitución permite prorrogar en árbitros la jurisdicción de los tribunales federales
en asuntos en que la Nación es parte. La cuestión se planteó en un juicio que seguía el
fisco contra la Compañía Dock Sud de Buenos Aires Limitada por cobro de derechos de
puerto. La Compañía sostenía que existía una discrepancia en la interpretación de la
participación que le correspondía a la empresa y al Estado en los derechos de puerto, y
sostenía que debía resolverse por árbitros según los arts. 8 y 15 de la ley 2346 que
regulaba el tema. En las instancias inferiores se aceptó la intervención arbitral. Pero en
la Corte, Matienzo sostuvo que esta solución sustraía el caso de los tribunales de
derecho y que la práctica de someter a árbitros las controversias entre la Administración
Pública y las grandes empresas particulares, era pernicioso e inconstitucional (doctrina
que sigue siendo recordada, por ej., F. 290:458 dictamen del Procurador General y fallo
de la Corte del 27 de diciembre de 1974). La Corte siguió la opinión de Matienzo y
rechazó el arbitraje, fundada en que la ley 2346 no lo establecía para interpretar las
leyes, sino para resolver cuestiones técnicas que no se daban en el supuesto (27 de mayo
de 1919, en F. 129:243 y J.A., 3-348).
Había nacido en Tucumán el 4 de octubre de 1860. Estudió en su provincia y siguió
en Buenos Aires en el colegio nacional y en la universidad, donde se graduó en 1882
con una tesis donde explicaba Qué debe ser el heredero. A partir de entonces ocupó
cargos políticos y judiciales: de los primeros en el Ministerio del Interior, luego como
asesor letrado del Ministerio de Obras Públicas cuando en 1898 se creó este nuevo
ministerio; fue ministro del gobernador Pedro Unzaga de Santiago del Estero. En la
justicia fue juez civil en La Plata en 1889; más tarde, en 1910, integraría la Suprema
Corte de la provincia de Buenos Aires. Paralelamente, en junio de 1890 fue nombrado
por el presidente Juárez Celman en una comisión destinada a proyectar la reforma al
Código Penal aprobado en 1887, junto con destacados penalistas adheridos a la escuela
positiva, como Norberto Piñero y Rodolfo Rivarola; el proyecto preparado serviría de
modelo al código que se aprobaría en 1921. En 1907 fue nombrado presidente del
172
Departamento Nacional del Trabajo, oficina nueva que comenzó a reunir antecedentes
para una moderna legislación laboral.
También fue destacada su actividad docente, tanto en la nueva Facultad de Filosofía
y Letras de Buenos Aires como en la Facultad de Ciencias Jurídicas de la recién creada
Universidad de La Plata, donde dictó materias de derecho civil, destacándose en el
derecho constitucional, curso que se publicó debido a apuntes taquigráficos tomados por
Juan Isaac Cooke (2 ts., La Plata, 1916) y reeeditados como Lecciones de derecho
constitucional en 1926. En esta materia puso de manifiesto la necesidad de
experimentar en la aplicación del derecho, deteniéndose en la realidad para diferenciarla
del texto formal. Sobre estos temas ya tenía publicados La práctica del sufragio popular
(1886), Breve estudio sobre la ley electoral argentina (1886), Gobierno personal y
gobierno parlamentario (1896) y El gobierno representativo federal de la República
Argentina (editado en Madrid en 1910, y en francés en 1912), meditado estudio que
tuvo señalada repercusión. De su práctica en el Departamento del Trabajo son sus
análisis sobre el Trabajo de mujeres y niños, Accidentes del trabajo, ambos de 1907,
Conciliación y arbitraje y Retiros obreros de 1908. Algunos dictámenes como
Procurador General fueron recopilados en dos tomos en las Cuestiones de derecho
público argentino (1925), y al año siguiente publicó un trabajo sobre La revolución de
1890 en la historia constitucional argentina.
A comienzos de 1918 se produjeron los primeros incidentes en la Universidad de
Córdoba que dieron lugar a la intervención que se decretó desde Buenos Aires. El
presidente Yrigoyen designó en esta función al procurador general Matienzo que
dispuso un cambio en los estatutos universitarios para terminar con la inamovilidad de
los directivos. Por primera vez los profesores participarían en la designación de las
autoridades. En la ocasión no se logró designar al Rector y las reformas de Matienzo
quedaron truncas y sólo se completarían meses después con la intervención que tomaría
el Ministro de Educación Salinas.
Al asumir el presidente Alvear en 12 de octubre de 1922, lo nombró su ministro del
Interior y renunció a la Procuración. En la función pública duró poco y dejó el cargo al
año siguiente luego de un desacuerdo con el Interventor en la provincia de Tucumán, en
el cual Alvear no lo apoyó. En 1930 publicó un trabajo titulado Remedios contra el
173
gobierno personal, resultado de su experiencia en la política nacional. Cuando falleció
en Buenos Aires el 3 de enero de 1936, era senador nacional y miembro de la Academia
de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires (Héctor P. Lanfranco, hizo una reseña
de su actividad, en el libro Primeros académicos de Derecho. 1925 (Acad. Nac. de
Derecho y Ciencias Sociales). Buenos Aires, 1981, ps. 69 y ss.).
En la Procuración fue reemplazado por Horacio Rodríguez Larreta, nombrado por
Alvear por decreto del 27 de septiembre de 1923. Era nacido en Buenos Aires el 6 de
junio de 1871 y se recibió en su universidad con una tesis sobre La reforma
constitucional de 1898 publicada en 1899 por la imprenta de Coni e hijos (86 ps.).
Pertenecía a una familia que gozaba de bienes. Su actividad fue judicial: en 1908 era
juez federal en Buenos Aires, en 1911 fiscal ante la Cámara Federal y ya en esas
funciones intervino como sustituto del Procurador General en varias ocasiones. En 1912
fue interventor en la provincia de Salta. Sus dictámenes recogen novedosas doctrinas y
han servido de orientación a fallos de la Corte.
Una larga enfermedad que soportó con entereza, no lo apartó de sus funciones.
Falleció en Buenos Aires el 1º de junio de 1935, y la Corte, en un decreto de honores,
destacó su sabiduría, su firmeza de carácter y su bondad, características que definieron
su carrera judicial.
VI. LOS SECRETARIOS
Las dos secretarías que mantenía la Corte, fueron ocupadas por Eduardo M. de
Zavalía, nombrado en el Acuerdo del 21 de marzo de 1903 en reemplazo de José A.
Frías que había renunciado. Se desempeñó hasta su fallecimiento, el 29 de abril de
1930. En su lugar fue designado Raul Giménez Videla (Acuerdo del 30 de abril de
1930).
La otra secretaría la venía ocupando Federico Ibarguren quien falleció el 2 de
diciembre de 1906. Los jueces decidieron dejar de lado otros candidatos y designaron a
Carlos Ibarguren, hermano del fallecido (Acuerdo del 11 de diciembre de 1906, en F.
99:6). Hijo del juez de la Corte Federico Ibarguren, nació en Salta el 18 de abril de
1877. Se recibió en Buenos Aires en 1898 con medalla de oro con una tesis sobre
Institución de herederos. Cuando llegó a la secretaría de la Corte ejercía la docencia y la
174
profesión y había pasado por la subsecretaría de Agricultura. Según cuenta en su libro
La historia que he vivido (Eudeba, 1969, ps. 170 y ss.), a pesar que deseaba dedicarse a
la profesión, aceptó el cargo por la espontaneidad y los elogiosos términos de la
acordada de nombramiento. Renunciará pocos años después, el 22 de enero de 1913. Su
actuación literaria, docente y política posterior fue importante: pasó por el Ministerio de
Hacienda, por el Consejo Nacional de Educación, fue Ministro de Justicia entre 1913 y
1914 e Interventor en Córdoba nombrado en 1930 por el general Uriburu. Falleció en
Buenos Aires el 3 de abril de 1956.
En su lugar fue nombrado Carlos E. Madero (Acordada del 8 de marzo de 1913),
quien renunció el 27 de marzo de 1925. Era recibido en Buenos Aires con una tesis
sobre La reglamentación del contrato de fletamento en el Código de Comercio
argentino, publicada en 1911.
Lo reemplazó Carlos del Campillo (Acordada del 27 de marzo de 1925). Había
nacido en Buenos Aires el 18 de septiembre de 1889 y realizó estudios en Estados
Unidos y Londres. Se desempeñaba como secretario de un juzgado de Comercio de la
Capital desde 1918. Renunció a la Corte al ser nombrado juez de la Cámara Federal de
la Capital (4 de septiembre de 1931).
Reseña de jueces y procuradores generales.
nombre lugar y fecha nac. edad al llegar años en Corte
González del Solar Buenos Aires, 1842 59 años 23 años
Laurencena Buenos Aires, 1851 73 “ 3 “
Bermejo Pcia. Buenos Aires, 1852 51 “ 26 “
López Cabanillas Córdoba, 1855 55 “ 4 “
Palacio Sgo. del Estero, 1855 55 “ 13 “
Daract San Luis, 1855 46 “ 14 “
Botet Buenos Aires, 1855 50 “ 12 “
Moyano Gacitúa Córdoba, 1858 47 “ 5 “
Figueroa Alcorta Córdoba, 1860 55 “ 16 “
Matienzo Tucumán, 1860 57 “ casi 5 “
Méndez Buenos Aires, 1867 52 “ 7 “
Guido Lavalle Buenos Aires, 1871 56 “ 6 “
175
Rodríguez Larreta Buenos Aires, 1871 52 “ casi 12 “
Sagarna Entre Ríos, 1874 54 “ 19 “
Repetto Buenos Aires, 1881 42 “ 22 “
Edad promedio al asumir (incluye procuradores):
entre 40-45: 1
“ 46-50: 3
“ 51-55: 7
“ 56-60: 3
de 73 años: 1
Se jubilaron en el cargo: Moyano Gacitúa, López Cabanillas, Méndez.
Fallecieron en el cargo: Daract, Palacio, González del Solar, Laurencena, Berme jo.
También posteriormente fallecerían en el cargo Figueroa Alcorta y Guido Lavalle.
Sagarna cesará por el juicio político en 1947 y Repetto renunció y pidió su jubilación el
24 de abril de 1946.
Universidades donde estudiaron:
Córdoba: González del Solar, Moyano Gacitúa, López Cabanillas, Palacio, Figueroa
Alcorta.
Buenos Aires: Bermejo, Daract, Méndez, Laurencena, Sagarna, Repetto, Guido
Lavalle y los tres procuradores generales.
Presidentes que los nombraron:
Roca: Daract, Bermejo, González del Solar.
Quintana: Moyano Gacitúa (Botet).
Figueroa Alcorta: Palacio.
Sáenz Peña: López Cabanillas.
de la Plaza: Figueroa Alcorta.
Yrigoyen: Méndez (Matienzo).
Alvear: Repetto, Laurencena, Sagarna, Guido Lavalle (Rodríguez Larreta).
I. LA DOCTRINA
176
El recurso extraordinario.
Fe creado por la ley 48 (art. 14) con el fin de garantizar la preeminencia del
ordenamiento federal sobre normativas provinciales a través de la doctrina y la
interpretación que hiciera la Corte de la Constitución. Procedía contra las sentencias
definitivas pronunciadas por los superiores tribunales de provincia, y se extendió por la
ley 4055 a las dictadas por los superiores tribunales militares, las cámaras de
apelaciones de la Capital Federal y las federales.
Ni la ley ni la Corte le llaman de esta manera. La doctrina lo fue considerando
extraordinario por su naturaleza y para diferenciarlo del recurso ordinario.
Quedó definitivamente sentado que la interpretación y aplicación de la Constitución
y las leyes de la Nación en las causas de su conocimiento, era de competencia del Poder
Judicial, facultad que se reivindicaba en favor de todos los jueces, de cualquier jerarquía
y fuero, sin perjuicio del recurso extraordinario (causa planteada por José Chiaparrone y
resuelta el 22 de agosto de 1927, en F. 149:122 que firman Bermejo, Repetto y Guido
Lavalle).
La doctrina de la Corte interpretó la procedencia de este recurso excepcional y el
concepto de tribunal superior.
En cuanto al primer aspecto, se mantuvieron algunos lineamientos ya esbozados y se
agregaron otros que fueron creando un formalismo exagerado en torno al trámite de este
recurso: se insistió en que las cuestiones de hecho son ajenas al recurso extraordinario
(F. 102:353, 106:157); no procede contra sentencias provinciales que interpretan los
códigos de fondo (103:204 y 254, 114:221), o interpretan y aplican leyes procesales
(102:24, 103:264), o normas de la constitución provincial (104:291), ni cuando
interpretan la ley de matrimonio civil (114:270) o la ley de debentures (118:425), o de
alquileres (122:46); no procede cuando se sostiene en la nulidad de procedimientos o
forma de las sentencias (102:43).
Otra tendencia insinuada en épocas anteriores se manifiesta claramente en este
período: el rechazo del recurso extraordinario cuando se vincula con cuestiones
electorales o leyes electorales locales (116:106). En un caso en que se llegó en queja a
la Corte contra resoluciones de la Junta Electoral de la Capital, la Corte decretó su
incompetencia alegando que estas juntas no eran tribunales de justicia de los que citaba
177
la ley 48 y, además, no existía caso contencioso (“Francisco L. Bavastro c/ Junta
electoral de la Capital” y “Alberto Iribarne, apoderado del Partido Socialista c/ Junta
electoral Capital”, en F. 128:314 y 148:215).
Estas cuestiones terminaron en la lista de no judiciables y sólo recientemente
comenzaron a ser consideradas por la Corte. Se intentaba eludir los temas electorales
como algo que podía afectar a los jueces, que se los consideraba apartados de la política,
pero por otro lado se cerraba los ojos ante el fraude. Entendemos que los jueces
debieron intervenir para velar por la pureza electoral, orientar y dignificar el sufragio
como medio democrático, impidiendo, dentro de sus posibilidades, que la politiquería lo
corrompiera.
También se rechazó el recurso extraordinario contra decisiones de los poderes
legislativos. El tema fue ponderado en el recurso de queja que introdujo el gobernador
de Salta Joaquín Castellanos, depuesto por el Senado provincial luego de un juicio
político. La Corte, luego de recorrer la legislación y doctrina de Estados Unidos,
consideró que el recurso extraordinario sólo era procedente contra decisiones del Poder
Judicial, carácter que no tenía el Senado provincial, ni lo tiene el nacional cuando actúa
en el juicio político. Agregó que el recurso tampoco servía para conocer en conflictos
entre los poderes públicos provinciales y que la cuestión era de naturaleza política (5 de
abril de 1922, en F. 136:147)
Este caso tuvo una solución de fuerte tono político y los jueces de la Corte no
estaban dispuestos a favorecer al yrigoyenismo, partido al que pertenecía el destituído
gobernador, pero parece haber pasado inadvertido que se cerraba todo tipo de control
sobre decisiones de los parlamentos provinciales y, por extensión, del Congreso
nacional, tanto para decidir ingresos o juicio de las elecciones, como en las resoluciones
y procedimientos de los juicios políticos que, con esta doctrina, no tenían manera de
revisarse.
A los efectos de la procedencia de este recurso, se consideró sentencia definitiva
aquella que hacía cosa juzgada sobre un punto que pudiera tener importancia decisiva
para el resultado de un juicio (2 de diciembre de 1905, en F. 102:228).
Ya por entonces el problema lo planteaban algunas decisiones tomadas en los juicios
ejecutivos. Si bien este proceso no daba lugar al recurso, pues siempre existía la
178
posibilidad de replantear la cuestión en un juicio ordinario posterior, hubo casos en que
se lo debió habilitar: en una ejecución ante un juez de paz, se pidió un embargo sobre la
pensión que recibía la viuda del demandado, que fue rechazada; apelada esta decisión la
Corte abrió el recurso extraordinario pues entendió que la resolución que denegaba el
embargo era definitiva, y la solución fue favorable al embargo en la proporción de ley
(10 de mayo de 1929, en F. 154:274). Con distintas interpretaciones, incluso se abrió el
recurso extraordinario contra sentencias de remate en juicios ejecutivos (p. ej., 14 de
noviembre de 1927, en F. 149:379).
Siguió siendo dubitativa la determinación del superior tribunal de la causa. Por
ejemplo, se interpretó que los recursos previstos por las leyes procesales ante la
Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires, no le permitían resolver cuestiones
federales. En general las provincias regularon recursos de inaplicabilidad y nulidad, el
primero para aplicar correctamente la ley y unificar la jurisprudencia, pero referida sólo
a cuestiones locales según interpretaba la Corte nacional. Por lo tanto se consideró que
constituía tribunal de última instancia provincial las cámaras de apelación (F. 116:138;
117:264 del 6 de septiembre de 1913; “Roberto Wernicke s/ sucesión”, 18 de noviembre
de 1927, en F. 149:427; Graciana Etchessahar de Lastra, 26 de octubre de 1928, en F.
153:48).
También se dijo que a los fines del recurso extraordinario, tribunales superiores son
los llamados a pronunciarse en última instancia y sin recurso ante otro tribunal local (19
de octubre de 1918, en F. 128:166).
Los autores encuentran en este período el origen del recurso extraordinario por
sentencia arbitraria, desarrollado intensamente a partir de la década de 1960. Se lo
remonta al fallo dictado en el caso “Rey c/ Rocha” (F. 110:432 y 112:384, este último
del 2 de diciembre de 1909). Se trataba de la denuncia por falsificación de la marca
“Grande Chartreuse” y venta de mercaderías con la falsificación. La justicia federal
rechazó la demanda, pero mandó destruir las mercaderías embargadas con la marca,
debido a que las partes no eran propietarios exclusivos de la misma. Los demandados
llegaron a la Corte en queja y a pesar de que el recurso extraordinario no resultaba
procedente (y así lo sostuvo el dictamen del Procurador General), los jueces lo abrieron
(Bermejo, Bunge, González del Solar, Moyano Gacitúa). Pero cuando se recibió la
179
causa para resolver, se advirtió que no existía caso federal clásico; entonces se dieron en
la búsqueda de un argumento que justificara la concesión del recurso. Lo encontraron en
la defensa del derecho de propiedad: a nadie se le puede privar sino en virtud de
sentencia fundada en ley, y, cuando ello no ocurre, es posible recurrir ante la Corte en
los “casos extraordinarios de sentencias arbitrarias desprovistas de todo apoyo legal,
fundadas tan sólo en la voluntad de los jueces” (Bermejo, González del Solar, Daract).
Como antecedente de la sentencia arbitraria estos conceptos dejan incógnitas; sin
embargo, cuando llegue el desarrollo de la doctrina por sentencia arbitraria, este fallo
comenzará a ser citado como origen de la idea 1.
El control impositivo.
La Corte ejerció un severo control de constitucionalidad en la aplicación de las
normas tributarias provinciales y municipales. La urgencia de recursos para cubrir
necesidades políticas o para paliar crisis de producción, obligó a las provincias a recurrir
a ingeniosos sistemas impositivos que en numerosos casos fueron objetados
judicialmente.
Se reafirmó el principio de que el impuesto impugnado debía abonarse bajo protesta
o con reservas y luego debatirse su procedencia judicialmente ante la Corte, cuando
fuese contra una provincia, o ante los juzgados competentes cuando fuese contra otro
organismo. Se desconoció el pedido directo de inconstitucionalidad de un impuesto
(“Cía. Arenera del Vizcaíno c/ provincia de Entre Ríos”, 8 de junio de 1918, en F.
127:302). Si el impuesto discutido tenía origen en regulaciones municipales, también
debía abonarse previamente y bajo protesto, pues los municipios no son más que
delegaciones de los poderes provinciales circunscriptos a fines y límites administrativos
(“FFCarril del Sud c/ Municipalidad de La Plata”, 1º de julio de 1911, en F. 114:283).
Las leyes tributarias debían interpretarse de manera estricta y no extenderlas a casos
o cosas no comprendidas claramente en su letra o en el propósito del legislador (1º de
septiembre de 1914, F. 119:407). Las excepciones o privilegios también debían
considerarse restrictivamente. Cuando se analizó el reclamo del propietario de una
empresa de gas de Rosario, que pedía la exención de una patente pues su firma estaba
1 Con razón Narciso J. Lugones sostuvo que la doctrina nació como un exceso retórico (Recurso extraordinario, Buenos Aires, Desalma, 1992, p. 286).
180
eximida según contrato de 1867, la Corte consideró que el documento dejaba dudas y
que tratándose de un privilegio, “siempre odiosos, y en especial de aquellos cuyo uso
puede afectar intereses o derechos de otros”, la interpretación debía ser restrictiva (18 de
agosto de 1906, en F. 105:27). También en el caso “Mórtola c/ FF Central Argentino”,
donde se debatía la exención de impuestos locales a los ferrocarriles, la Corte insistió
que en la duda la interpretación debía ser restrictiva (F. 120:372, volveremos sobre este
caso).
La igualdad como base del impuesto (art. 16 de la Constitución), no establece un
sistema determinado por el cual todos deberían contribuir con una cuota igual; la
igualdad existe cuando en condiciones análogas se imponen gravámenes idénticos. Esta
orientación no excluye la facultad del legislador de establecer distinciones o de formar
categorías de contribuyentes, siempre que no sean arbitrarias, hostiles o irrazonables. De
esta manera se rechazó el reclamo de la Jewish Colonization Association contra la
provincia de Santa Fe, por un impuesto que clasificaba en una categoría especial las
propiedades de quienes estuviesen ausentes del país más de dos años y las de las
sociedades cuyo directorio principal estuviese fuera del país (4 de noviembre de 1926,
en F. 147:402; también fallo del 18 de octubre de 1920, F. 132:402 que se cita en el
anterior). Tampoco son contrarios a la Constitución los impuestos proporcionales o los
progresivos. En la igualdad de las cargas, dijo la Corte, no se busca la quimérica
nivelación absoluta, sino la igualdad relativa (“Diaz Vélez c/ provincia de Buenos
Aires”, 20 de junio de 1928, en F. 151:363, aunque los impuestos progresivos tuvieron
divergentes opiniones en la década siguiente, v. F. 187:495).
Esta concepción tuvo aplicación práctica cuando se declaró que una ley de la
provincia de Buenos Aires sobre transmisión gratuita de bienes, vulneraba el art. 16 de
la Constitución porque tomaba como base para fijar el porcentaje que debía abonar cada
heredero, el activo del sucesorio en lugar de hacerlo sobre el importe de cada hijuela
(caso “Drysdale c/ provincia de Buenos Aires”, 18 de noviembre de 1927, en F.
149:417, también en la sucesión de Roberto Wernicke resuelta en la misma fecha, F.
149:427; en el mismo sentido contra una ley parecida de la provincia de Corrientes,
donde se cita el fallo Drysdale, 26 de febrero de 1930, F. 156:352 y F. 154:337). En otro
caso, la compañía de seguros “Guardian Assurance Company Limited” demandó a la
Nación por repetición de impuestos pagados al fisco, porque se había establecido un
181
porcentaje mayor que el cobrado a las compañías nacionales sobre las primas de
seguros; la Corte explicó que era facultad del Congreso crear contribuciones y que la
sobretasa tuvo por fin gravar utilidades que salían del país para distribuirse en ganancias
de capitales en el extranjero. La garantía de la igualdad del impuesto no es absoluta y no
puede obligar al legislador a cerrar los ojos ante diversas circunstancias. El principio de
la igualdad se aplica dentro de las diferentes categorías (2 de diciembre de 1927, en F.
150:89, concepto que se reiteró en la interpretación de dos leyes supuestamente
opuestas sobre enrolamiento, “Caille”, F. 153:67).
Se consideró que vulneraba la igualdad como base impositiva, una ley de Mendoza
de fines de 1923 que creaba la Caja de Pensiones a la Vejez e Invalidez, cuyos fondos se
integraban con impuestos directos que pagaban los asalariados, tasas a los propietarios
de bienes raíces superiores a determinada valuación, impuestos a las propiedades con
derecho de agua y a la cosecha de uva. La Corte insistía en que no desconocía las
facultades impositivas provinciales, pero que no eran ilimitadas y que la solución de la
ley no se imponía a toda la comunidad, sino a determinadas clases o personas (fallo del
16 de junio de 1930, causa “Viñedos y Bodegas Arizu S.A. c/ provincia de Mendoza”,
en F. 157:539, doctrina que se reiteró en reclamos parecidos de Modesta Correas de
Revoredo, resuelto en la misma fecha, y Lolago Hnos., resuelto el 7 de julio de 1930).
El concepto de igualdad parece aplicarse a las cargas impositivas y no a otros
aspectos, como surgiría del fallo dictado en la demanda que interpuso la firma “The
United River Plate Telephone Company Limited” contra la Municipalidad de Buenos
Aires: reclamaba la devolución de lo pagado en virtud de una ordenanza impositiva
municipal, por la ocupación y el uso de la vía pública y del espacio aéreo por cada poste
y por año, según el número de abonados de cada empresa; carga que se la consideraba
violatoria del principio de la igualdad. En las instancias inferiores la demanda había sido
rechazada. Llegada a la Corte, se analizó si el pago lo era como impuesto o como
retribución por la ocupación de un terreno, llegándose a la conclusión que lo era por
esto último, como locación de la vía pública terrestre y aérea, y, al no ser recibido como
impuesto, el tema de la igualdad era extraño al litigio e inoficioso examinar si la suma
era excesiva con relación a lo cobrado a otras empresas (18 de diciembre de 1917, en F.
127:18).
182
En materia de impuestos a las sucesiones hubo análisis de interés. En el caso “José
Clemente” se discutió la aplicación retroactiva de una ley impositiva y la Corte sostuvo
que no existía impedimento para que los impuestos fuesen retroactivos ya que no
alteraban el principio de la igualdad, y se agregó que la irrectroactividad de las leyes
sólo regía en materia penal (20 de mayo de 1913, en F. 117:30). En otra ocasión se
debatió si se debía aplicar una ley de impuesto a la transmisión gratuita de bienes de la
provincia de Buenos Aires de 1915, u otra de 1923 que había modificado la anterior. La
Suprema Corte provincial sostuvo que era la última, incluso a la sucesión iniciada
durante la vigencia de la primera ley. La Corte aceptó este criterio. Reiteró que el art. 3
del Código Civil que indicaba que las leyes no tienen efecto retroactivo, está referido a
relaciones de derecho privado y lo que no se puede sancionar son leyes “ex post facto”,
pero esta frase no se aplica a leyes civiles o administrativas sino a penales. Una ley de
impuesto retroactiva no es inválida ya que la legislatura puede hacer de los hechos
pasados o futuros la base de su acción, claro que esta facultad para sancionar leyes con
efecto retroactivo no es absoluta y debe equilibrarse con las demás garantías. El
principio de la irrectroactividad en materia civil no surgiría de la Constitución, sino de
la ley, y la interpretación no afectaría el derecho de propiedad (fallo del 27 de abril de
1928, F. 151:103; otro del 24 de septiembre de 1928, en F. 152:268). Los impuestos a la
herencia constituyen una fuente de los recursos fiscales provinciales y no contradicen el
concepto del art. 16 constitucional, aunque deben ser usados sin derogar principios del
Código Civil ni desvirtuar el concepto del impuesto, llegando, por ejemplo, a configurar
una verdadera exacción intolerable. Con estos conceptos se volvió a confirmar una ley
sobre transmisión gratuita de bienes de Buenos Aires de enero de 1915 (causa Gracia
Etchessahar de Lastra, citada, F. 153:48).
Los impuestos a las herencias provocaron reclamos por parte de la Iglesia Católica.
En un juicio testamentario en donde existían legados en favor de las Iglesias de Pilar y
de San Antonio de Areco, el albacea y el fiscal eclesiástico del Obispado de La Plata,
impugnaron el impuesto sobre los legados en favor de la Dirección General de Escuelas
de Buenos Aires que había establecido la ley de Educación Común de 1875. La causa
pasó por todas las instancias locales y la Corte definió el caso: en principio se sostuvo
que estos impuestos provinciales a las herencias eran constitucionales y formaban parte
de los recursos fiscales locales, y que la igualdad constitucional no se oponía a la
183
clasificación de categorías de contribuyentes. Por otra parte, el sostenimiento del culto
que menciona el art. 2 de la Constitución, no impedía que la Iglesia quedase sometida al
pago sobre los bienes que recibía como persona jurídica. Pero en el caso se consideró
que el gravamen del 50 % sobre el legado, constituía una exacción o confiscación
contraria a la Constitución y se entendió que no procedía su cobro, con citas de Story,
Cooley, Gray (de este último, Limitations of taxin power, libro muy utilizado por la
Corte en estos temas) (16 de diciembre de 1911, en F. 115:111). Años después hubo
otro reclamo parecido: se consideró inconstitucional el impuesto a la transmisión
hereditaria por atentar contra el art. 2 de la Constitución, que manda sostener el culto
católico, apostólico y romano. Se trataba del juicio testamentario del presbítero Gabriel
José Didier en donde había sido instituído heredero el Arzobispado de Buenos Aires. La
Corte analizó el alcance del concepto “sostiene el culto”, concluyendo que se refiere a
los gastos del culto por el tesoro nacional pero que la norma constitucional no declara
religión de estado a la católica; la Iglesia es una entidad de derecho público pero no
tiene otras exenciones o privilegios que los que las leyes le acuerdan, por lo cual no está
eximida del impuesto (18 de julio de 1928, en F. 151:403).
La aplicación de impuestos por construcción de caminos originó otras variantes
interpretativas. Por ejemplo, una ley de la provincia de Mendoza autorizó la
construcción de una ruta llamada “carril nacional” de macadam en Guaymallén y
determinó su costo. Pero posteriormente se pretendió cobrar por ella a los
contribuyentes. La Corte entendió que la ley ya había fijado fondos especialmente
destinados a la construcción, y no existía norma que autorizara a reclamar a los
propietarios rurales el reembolso del costo del macadam (1º de septiembre de 1914, F.
119:407).
Otra ley de diciembre de 1907 de la provincia de Buenos Aires, creó una
contribución especial para la apertura y pavimentación del camino público de La Plata a
Avellaneda; el costo de la obra sería cubierto en un 30 % por el gobierno provincial y el
resto por los dueños de propiedades comprendidas dentro de una zona de 1500 m. de
fondo a cada costado del camino. Martín Pereyra Iraola pagó el gravamen bajo protesto
y demandó a la provincia su devolución. La Corte analizó la naturaleza del gravamen y
apreció que estaba a cargo de los propietarios más cercanos por los beneficios que les
reportaría el camino. Sin embargo los jueces entendieron que el uso y provecho de tal
184
ruta no era sólo local sino de interés general y por ello resultaba injusto que fuese
construída sólo mediante el aporte de los vecinos so color de beneficio local. Además, la
contribución resultaba superior a la renta libre que podía producir la propiedad y no
guardaba relación con los beneficios de la obra, terminando en la privación casi
completa de la propiedad “o lo que es lo mismo, despoja de ella al propietario bajo el
pretexto de conferirle un beneficio particular”. Se decidió declarar al gravamen
contrario al art. 17 de la Constitución (22 de junio de 1923, en F. 138:161, doctrina que
se reiteró en los casos resueltos en octubre y noviembre de 1924, en F. tº 142, ps. 120,
165 y 266 y marzo de 1930, en F. 156:425; además en un reclamo contra la
Municipalidad de Rosario, 25 de abril de 1924, F. 140:175).
El Banco de Córdoba estableció una sucursal en la Capital Federal, pero sus
empleados fueron sometidos al régimen de jubilación de los empleados bancarios
creado por la ley 11.232. El Banco discutió judicialmente esta incorporación con la Caja
Nacional de Jubilaciones y Pensiones de empleados de empresas bancarias; sostuvo que
era un banco de Estado provincial establecido conforme con las previsiones de los arts.
5 y 104 a 108 de la Constitución, investía la soberanía de la provincia y era de su
incumbencia la jubilación del personal que atendía el Banco. Llegado el caso a la Corte,
el Procurador General Rodríguez Larreta desconoció tal facultad al Banco fundado en
que los poderes provinciales no podían extenderse más allá de sus límites territoriales,
recordando que también se había desestimado la pretensión del Banco de considerarse
exento del pago del impuesto de patentes. La Corte siguió este dictamen: ninguna
provincia puede legislar sino con relación a las cosas y personas que se encuentren
dentro de su propia jurisdicción. Por lo tanto la provincia habría dejado de ser el
soberano de la sucursal bancaria al establecerla en la Capital Federal, quedando
sometida a la administración de justicia de la Capital, a su derecho administrativo, a su
poder de policía y a su legislación, debiendo, en consecuencia, someterse al régimen de
la ley dictada por el Congreso (20 de septiembre de 1926, en F. 147:245). La
interpretación resulta excesivamente legalista y tiende a crear un super poder central. La
sucursal bancaria podía funcionar fuera de su provincia sometiendo a su personal a los
regímenes provinciales y esto no parece que afectara la soberanía nacional. Las
provincias no podían extender estas sucursales ni su régimen por el país, en cambio se
185
aceptaba que el Estado nacional estableciese por todo el territorio organismos a los que
exceptuaba del régimen provincial (ver fallo del 26 de junio de 1915, en F. 121:255).
Las contribuciones impositivas deben su origen a la ley y no pueden ser aumentadas
o impuestas por normas reglamentarias. Una grúa del puerto de la Capital reflotó a un
remolcador en la Dársena norte perteneciente a la compañía de navegación de Nicolás
Mihanovich. La tarifa de estos trabajos estaba fijada por la ley 4932, pero la Dirección
portuaria también aplicó una tasa creada por decreto del 10 de marzo de 1909, que
aumentó las tarifas de aquella ley fundada en que se habían agregado a las tareas dos
nuevas grúas luego de dictada la ley 4932. Ante el reclamo de la compañía, la Corte
indicó que las tasas del puerto de Buenos Aires las fija el Congreso de la Nación
conforme con el art. 4 de la Constitución, y su modificación corresponde al Congreso,
más cuando la primitiva ley no delegó la posibilidad de aumentarlas ni las fijadas por el
decreto fueron ratificadas por ley (30 de noviembre de 1927, en F. 150:42).
Otro caso interesante fue el de la demanda de una prestamista contra el gobierno de
San Juan. Con motivo de la denuncia de un deudor por cobro de intereses mayores al
fijado por la ley, el gobierno sanjuanino realizó una investigación de las operaciones y
determinó que el denunciado no pagaba la tasa sobre operaciones de préstamos en
dinero. Ante la ejecución, la prestamista pagó bajo protesto e impugnó la tasa por
provenir de un decreto reglamentario contrario a la ley. La Corte advirtió que entre las
leyes provinciales de patentes de los años 1924 y 1925 no existía impuesto a las
operaciones de préstamo; lo estableció un decreto de marzo de 1925. Una ley de
diciembre de 1926 lo hizo efectivo a partir de 1927. En consecuencia, no se le pudo
cobrar patente por operaciones de los años 1924 y 1925 por no haberse contemplado en
la ley, ni por 1926 por resultar de un decreto reglamentario. Cuando se creó por ley para
aplicarse en 1927, la prestamista había dejado estas actividades. Por lo tanto la tasa era
improcedente y tampoco correspondía aplicar la ley para 1927 con efecto retroactivo,
pues si bien la irrectroactividad de la ley es precepto legislativo, adquiere carácter
constitucional cuando la aplicación de la nueva ley priva de algún derecho incorporado
al patrimonio y afecta la propiedad (“Sara Donce de Cook c/ provincia de San Juan”, 6
de septiembre de 1929, en F. 155:293).
Facultades impositivas provinciales.
186
A pesar que la Constitución otorga a las provincias un amplio poder de imposición,
la interpretación de los arts. 4 y 67, inc. 2) motivaron divergencias. En principio, salvo
los recursos previstos en el art. 4 de la Constitución, el resto sería de facultad provincial.
Pero el art. 4 autorizaba al Congreso a imponer contribuciones equitativas y
proporcionales a la población. ¿Cuáles eran? Sólo las contribuciones directas en los
casos excepcionales en que la defensa, la seguridad o el bien común de la Nación lo
exigiesen, y ello por tiempo determinado, pues eran recursos exclusivos de las
provincias (67, inc. 2). De esta manera lo interpretó el informante José Benjamín
Gorostiaga en la sesión del 22 de abril de 1853 de la Convención Constituyente.
Pero también existían impuestos indirectos o al consumo o internos. Estos no
aparecen en la Constitución; son creación doctrinaria. Pero debían ser provinciales por
no figurar en el art. 4.
Sin embargo, en la búsqueda de recursos, en 1891 la Nación impuso contribuciones
al alcohol, la cerveza y los fósforos, por tiempo limitado y considerándolos como
impuestos directos nacidos de las normas del art. 67, inc. 2. En 1894 volvió a debatirse
la continuación de estos impuestos y numerosos diputados lo impugnaron por
considerar que se trataba de impuestos indirectos al consumo que correspondían a las
provincias y no a la Nación. Otros replicaron que la solución había que buscarla en la
práctica institucional y las necesidades.
Sería la Corte Suprema la que definiría la cuestión y lo haría en favor de la Nación,
considerando a los impuestos indirectos concurrentes entre Nación y provincias. La
solución quedó propuesta al confirmar un fallo del juez federal de Tucumán en 1915 (F.
121-214). Pero años después tuvo consenso completo: la firma Mataldi Simón Ltda.
S.A., impugnó una carga de la provincia de Buenos Aires pues gravaba como impuesto
interno provincial materias ya afectadas con igual sistema por la Nación. La Corte
sostuvo que los tributos indirectos al consumo interno podían ser establecidos por la
Nación y por las provincias en ejercicio de facultades concurrentes sin encontrar
incompatibilidades. Para ello analizó el art. 4 de la Constitución e interpretó las “demás
contribuciones” que el Congreso puede imponer; esta facultad, se dijo, no encierra una
delegación expresa en favor de la Nación, pero contiene una facultad implícita para
crear y percibir impuestos al consumo. Es cierto que no la tiene de manera exclusiva,
187
como son los impuestos aduaneros, las rentas de correos y las demás que se mencionan,
pero su extensión resulta compatible con el ejercicio de los dos poderes. Los jueces no
traen en su argumentación ningún antecedente, no se remiten a los debates de los
constituyentes, no citan doctrina alguna. Es interpretación que hacen los jueces de la
Corte. Una nueva manera de restringir los recursos provinciales. Se declaró que el
impuesto cobrado por la provincia era violatorio de la Constitución (jueces Bermejo,
Figueroa Alcorta, Repetto, Guido Lavalle, 28 de septiembre de 1927, en F. 149:260).
Con reiteración la Corte declaró que era facultad provincial crear impuestos, elegir
los objetos imponibles y determinar formas de percepción, pero limitó estos principios
con una interpretación restrictiva fundada en la proporcionalidad, la igualdad, la
protección de la propiedad. También se controlaron las cargas impositivas provinciales
cuando excedían del ámbito geográfico provincial, o afectaban la circulación de efectos
de fabricación nacional o extranjera, pues esta imposición y regulación correspondía a
la Nación (arts. 9, 10, 11 y 67, inc. 12 de la Constitución). Las provincias pueden gravar
los actos de comercio interno (F. 106:294). Cuando un aserradero reclamó contra un
impuesto de Santiago del Estero con el argumento de que violaba el libre comercio
interprovincial pues la madera la traía de Tucumán, la Corte rechazó la objeción e
indicó que el impuesto no gravaba la introducción de mercadería a la provincia, sino la
fabricación de artefactos de madera, la transformación industrial de la materia, y esto
era de competencia provincial (31 de marzo de 1908, en F. 108:401).
En cambio la Corte insistió en la tradicional postura de que las provincias no pueden
gravar el libre tránsito o la circulación de efectos de producción nacional. Declaró
violatoria de este principio una ley de guías de la provincia de Buenos Aires de 1904,
que obligaba a pagar por ganado que se enviaba a Santa Fe (8 de febrero de 1906, F.
103:297; otros parecidos en F. 103:366, 106:298, 107:385 y 449), y un impuesto de
Córdoba por transporte de mercaderías que se dirigían a la Capital Federal (F. 106:109).
También consideró que afectaba al comercio interprovincial una ley de Santa Fe que
gravaba la cerveza y otros productos elaborados fuera de la provincia, con una patente
superior a la que imponía a los de Santa Fe (14 de junio de 1917, F. 125:333).
La provincia de Entre Ríos insistió en crear impuestos en concepto de tablada,
referidos al transporte de hacienda, que, cuando salía de la provincia, la Corte los
188
consideró contrarios a la Constitución. Las provincias pueden gravar la operación
directa de la venta de sus productos en el momento en que la transacción se celebra,
como un acto de comercio interno, pero esta facultad no alcanza cuando no media
transacción (“José María Fonseca c/ provincia de Entre Ríos”, 25 de julio de 1918, en F.
127:384; otros: 23 de agosto de 1919, en F. 130:29, 134:21 y 259, 135:153, 139:373).
Las patentes fiscales que gravaban la actividad de los corredores viajeros, originaron
divergencias: en un caso se trataba de una ley de la provincia de Buenos Aires que
imponía una patente a esta actividad. La mayoría (Bunge, González del Solar y Moyano
Gacitúa con sus fundamentos), la consideraron adecuada pues interpretaron que no
imponía el intercambio de mercaderías sino el ejercicio de un ramo de la industria, sin
afectar al comercio interprovincial. Bermejo y Daract entendieron que el gravamen no
se relacionaba con el comercio interno sino que era accesorio y auxiliar de actos de
comercio interprovincial (27 de noviembre de 1906, en F. 105:333). Pero
posteriormente, un caso parecido encontraría la unanimidad de los jueces: la ley fiscal
de la provincia de Buenos Aires de septiembre de 1916 impuso una patente a los
repartidores de casas de comercio que no estuviesen sujetos al pago del impuesto al
comercio e industrias. La firma The South American Stores Gath y Chaves, que repartía
mercaderías vendidas en pueblos de la provincia, reclamó. La provincia sostuvo que el
gravamen tendía a compensar la competencia que hacían las casas de la Capital al
comercio local. La Corte explicó que el principio de la libre circulación territorial
implicaba impedir que una provincia hostilizara el comercio de las otras y en este
sentido la tasa afectaba la circulación interprovincial. Las provincias pueden gravar
cuando los objetos estén mezclados o confundidos con los demás bienes, pero en este
caso la patente se imponía antes de tal incorporación y operaba sobre bienes adquiridos
por los compradores para sus usos personales y no para revenderlos. La defensa del
comercio interno de la competencia no puede buscarse por estos medios, pues llevaría a
impedir el libre tráfico con cargas excesivas (24 de agosto de 1927, F. 149:137; otro,
resuelto con cita de este, en F. 155:42 del 15 de julio de 1929).
La empresa West India Oil Co. reclamó contra la provincia de Buenos Aires por un
impuesto que gravaba el tránsito interprovincial de los productos de petróleo y sus
derivados, que salían de sus depósitos de Campana para otros lugares fuera de la
provincia. La Corte lo declaró violatorio de la Constitución y mandó devolver lo pagado
189
en tal concepto bajo protesto, pero además, ante la reiteración de estas leyes
inconstitucionales, reclamó de las provincias un estudio sereno del “sistema rentístico
de la Carta Fundamental”, para que se “encuadren las contribuciones dentro de sus
reglas básicas, que en manera alguna se opone al desarrollo económico y armónico de
los intereses nacionales y provinciales” (27 de abril de 1928, en F. 151:95).
Dio motivo a un abundante despliegue periodístico un impuesto de $ 5.000 a los
médicos que no prestaban servicios gratuitos, creado en San Juan por ley del 30 de
diciembre de 1926. La tasa era consecuencia de la orientación social que daban a sus
gobiernos los hermanos Federico y Aldo Cantoni, quienes, escindidos del partido
radical, formaron la U.C.R. Bloquista. El primero había sido elegido gobernador en
1923 e inició una legislación en favor del obrero, pero acompañada de un autoritarismo
que trajo duras críticas. En 1925 la provincia fue intervenida, pero convocada la nueva
elección, en octubre de 1926 resultó elegido su hermano Aldo, quien propició el
impuesto.
El bloquismo lo justificó para evitar abusos y la falta de sentimientos humanitarios
de los médicos que comercializaban sus servicios. Pero los profesionales lo
consideraron una presión política que los obligaba a servicios gratuitos forzosos en
favor del gobierno. La impugnación del gravamen llegó a la Corte y en extenso fallo del
30 de marzo de 1928, hizo lugar al reclamo. Las provincias pueden dictar normas para
su bienestar y prosperidad, dijeron los jueces Bermejo, Figueroa Alcorta, Repetto y
Guido Lavalle, pero ello no significa que las facultades impositivas no tengan límites.
Quizá con algo de exageración, la Corte señaló que el monto de la patente, afectaba de
tal manera a los médicos que se transformaba en una traba al ejercicio profesional, al
punto que hubo quienes debieron dejar de trabajar, clausurar consultorios o emigrar.
Una ley así no era imparcial ni lícita pues perseguía y hostilizaba a una institución
profesional hasta anular su funcionamiento, violando las normas de los arts. 14, 16 y 17
de la Constitución. Los argumentos de la provincia se detienen en el ministerio sagrado
del ejercicio de la medicina, pero estos aspectos, para los jueces, estaban dentro del
fuero interno y eran ajenos a las autoridades según el art. 19. De la misma manera se
podría gravar a los panaderos, farmacéuticos y otros por no suministrar gratis pan y
medicamentos
190
“…y en el mismo orden de procedimientos llegar hasta la implantación del
comunismo de estado a que se ha referido esta corte en su fallo del t. 98, p. 20, esto es,
hasta la usurpación por la legislatura de todos los derechos individuales y la absorción
por el gobierno del capital y la propiedad privada…”.
Luego de este clamor liberal y con la invocación del caso “Hileret”, la Corte declaró
la inconstitucionalidad de la ley (destacamos que no era la fórmula que generalmente
utilizaba), y mandó devolver lo pagado por Raul Rizzotti quien había llevado adelante la
causa (F. 150:419).
Ni las crisis económicas provinciales, que afectaban la producción local, amilanó la
concepción positivista e individualista de los jueces. El Estado quedaba apartado de las
actividades particulares y ellas debían desarrollarse dentro del libre juego de la oferta y
la demanda. Esta orientación ideológica quedó claramente determinada en el dictamen
que el Procurador General Matienzo expuso en la demanda de la firma “Griet Hermanos
c/ la provincia de Tucumán”: con la cita del infaltable Cooley (On Taxation, 3a. ed.),
dijo que por importante que sea para la comunidad que los particulares prosperen en sus
actividades industriales, no es incumbencia del gobierno ayudarles con sus medios; cada
hombre debe depender de sus propios esfuerzos para su éxito y prosperidad en los
negocios. Con este razonamiento objetó un impuesto provincial destinado a
subvencionar a plantadores de caña (F. 137:213).
Tuvimos ocasión de señalar que algunas actividades locales, de larga tradición, se
habían expandido al punto de satisfacer la demanda interna e incluso intentar la
exportación, como ocurrió con el azúcar en Tucumán y los viñedos de Cuyo. La llegada
del ferrocarril permitió el acercamiento de los productos a los centros más importantes
de consumo y el desarrollo de un alto nivel tecnológico industrial. Pero en el caso de
Tucumán, este proceso también separó los intereses de cañeros e industriales, que se
agravó con las crisis de superproducción nacional e internacional de comienzos del
siglo, unidas a las barreras aduaneras, al abarrotamiento del mercado interno, a las
heladas que afectaron el cultivo, como las de 1917 y 1918, que llevaron a las
autoridades locales a propiciar leyes para mantener el precio interno, regular la
producción e indemnizar a los cultivadores. En el mismo orden nacional se dictaron
normas para proteger la producción azucarera y en el caso Griet se discutió la
191
concordancia de una ley nacional con otra provincial. Desde el caso “Hileret” de 1903,
la Corte había señalado que no estaba dispuesta a consentir regulaciones provinciales
que afectaran las libertades constitucionales, que interpretaba de manera estática y
desconociendo a las provincias la facultad de regular sus propias economías. Los jueces
invocaban la protección del consumidor interno, pero esta idea no siempre parecía
contemplar la realidad y deja la presunción de que tal solución, en definitiva,
beneficiaba intereses industriales, el de los más poderosos, por sobre los más débiles.
Pero en su concepción ideológica, los jueces posiblemente pensaban que eran las
soluciones constitucionalmente más adecuadas, aunque no entendían la realidad y la
problemática del mundo cambiante, aferrándose a sistemas que se transformaban. La
Guerra Mundial y las crisis económicas justificaban la intervención activa del Estado en
la regulación de las actividades, mientras que los jueces de la Corte argentina resistían
estos cambios.
Anticipamos que la protección de la producción azucarera dio lugar a leyes
nacionales, como la 8877 que estableció un gravamen nacional, y a leyes locales, como
la de Tucumán del 24 de junio de 1919, que impuso otro tipo de tributo a los azúcares
refinados, no refinados y en bruto, y destinaba parte de ellos para los plantadores que no
hubieran podido vender su caña para la molienda. La firma Griet Hermanos impugnó
esta ley provincial, alegando que vulneraba y contradecía el régimen de protección
nacional de la ley 8877, que creaba nuevos impuestos confiscatorios no previstos en la
ley nacional, que la provincia no podía legislar por encima de la ley nacional. El fallo de
la Corte (3 de noviembre de 1922, en F. 137:213), que siguió el dictamen del
Procurador General, sostuvo que la ley tucumana era consecuencia del ejercicio de una
facultad concurrente que correspondía a los poderes federales y locales; la ley nacional
gravó con un impuesto nacional la importación de azúcares extranjeros, la ley provincial
gravaba la elaboración interna del producto y cada una tenían fundamento
constitucional sin que resultaran antagónicas o inconciliables, pudiendo coexistir dentro
del sistema institucional. No se había probado que el gravamen local hubiese vulnerado
el concepto proteccionista creado por la ley nacional, ni afectado la producción
industrial, ni que resultara una confiscación. En este sentido la demanda fue
desestimada. Pero lo que no se aceptó ni por el Procurador ni por la Corte, fue que una
parte de lo recaudado por la imposición provincial, estuviese destinado a indemnizar a
192
los plantadores de caña que no hubiesen vendido su cosecha; se trataba de un privilegio
a determinadas personas o instituciones privadas que no tenía en mira costear gastos de
la administración pública y, por tanto, inconciliable con la Constitución (Bermejo,
González del Solar, Palacio, Figueroa Alcorta, Méndez).
En un fallo posterior, por demanda de la Compañía Azucarera Concepción, se
reiteró la improcedencia del gravamen para indemnizar a plantadores con cita del caso
“Hileret” (14 de diciembre de 1923, en F. 139:295).
Otro interesante conflicto crearon dos leyes de Tucumán, originando el reclamo de
la Compañía Azucarera Tucumana. Una ley provincial del 8 de mayo de 1915 eximió de
impuestos locales a los productos de fabricación provincial que se exportasen. Pero otra
ley posterior del 24 de junio de 1919 creó una patente a los azúcares elaborados en la
provincia, que la Compañía debió pagar incluso por la producción exportada. Se
sostuvo que debía prevalecer la ley de 1915 y se reclamaba el reintegro de lo abonado.
La provincia explicó que la ley de 1919 era de emergencia y estaba por encima de la ley
general y que, ante dos leyes contrarias, debía prevalecer la última. La Corte se
despachó con una reprimenda terrible contra la provincia: las leyes de emergencia -
dijeron los jueces- no pueden escapar a las garantías constitucionales, ni suprimir o
alterar en favor del Estado las reglas creadas por la doctrina y la jurisprudencia para la
interpretación de las leyes. Se intentaba mantener un orden inalterable (¡Qué dirían
ahora, a comienzos del siglo XXI, cuando la emergencia ha servido y sirve para
justificar y alterar todo el orden jurídico!). Las leyes impositivas tienden a lograr más
ingresos y esta circunstancia o su carácter temporario, no definen una emergencia, pues
todas lo tendrían. Pero si la mentada ley de emergencia pretendió derogar leyes
anteriores, debió ser clara y cuidadosa. La ley de emergencia, en definitiva, debe estar
sometida al derecho ya que
“la Constitución es un estatuto para regular las relaciones y los derechos de los
hombres que viven en la república, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, y
sus provisiones no podrían suspenderse en ninguna de las grandes emergencias de
carácter financiero o de otro orden en que los gobiernos pudieran encontrarse”
(concepto que se ignoró al resolver el caso “Merck Química Argentina c/ Gobierno
Nacional” el 9 de junio de 1948, en F. 211:162).
193
Los jueces no encontraron contradicciones ni incompatibilidades entre ambas leyes:
toda ley de impuesto está sometida a la de 1915, salvo que se exprese concretamente lo
contrario, cosa que no hizo la ley de 1919, motivo por el cual se condenaba a la
provincia a devolver lo que la firma había pagado (14 de diciembre de 1927, F.
150:150, que firman Bermejo, Figueroa Alcorta, Repetto y Guido Lavalle).
También la producción de vino se vio afectada por la superproducción. Los
gobiernos de Mendoza intentaron proteger la producción local pero se encontraron con
el vallado de la Corte. La ley 703 de Mendoza creó la “Compañía Vitivinícola de
Mendoza”, cooperativa destinada a regular la elaboración del vino y mantener un
equilibrio en el consumo; cada asociado tenía una cuota proporcional de elaboración
mientras que los que no se asociaban debían pagar un gravamen. Bautista Grossi, Juan
Antonelli y Francisco Passera impugnaron la ley, entendían que violaba la libertad de
trabajo y la igualdad. La Corte, siguiendo la doctrina del caso “Hileret”, expresamente
citado, consideraron que la ley creaba una cooperativa que tenía por modelo los kartells
alemanes, los truts americanos, los sindicatos europeos, que en Estados Unidos habían
dado origen a la ley Sherman de 1890 para reprimirlos. La ley atentaba contra la
circulación económica, base del comercio y si bien todos los productores podían
acogerse a la ley, debían hacerlo aceptando restricciones a la libertad de trabajo, por lo
cual declararon que la ley era contraria a la Constitución (28 de diciembre de 1918, en
F. 128:435, que firman Bermejo, González del Solar, Palacio, Figueroa Alcorta).
Ante este fallo, en la provincia de Mendoza se intervino la Cooperativa y, mediante
las leyes 758 y 759 se creó una comisión de fomento que fijaba los precios, cupo de
elaboración y fabricación. De manera ingeniosa, como dijo la Corte, vino a ser lo
mismo que la Cooperativa. Ante un reclamo de Francisco Passera, la Corte declaró la
inconstitucionalidad del nuevo sistema (28 de diciembre de 1923, en F. 139:358, que se
reiteró ante nuevos reclamos en F. 140:154 y 166). Cuando las leyes locales creaban
cooperativas u otro tipo de asociaciones para conservar, exportar o destilar
proporcionalmente la elaboración de vino para mantener el equilibrio del consumo,
fijando límites a la producción y creando impuestos a los no asociados, para la Corte se
violaban los arts. 14 y 16 de la Constitución (12 de mayo de 1920, en F. 131:219).
194
El análisis de las facultades impositivas provinciales, derivó en la consideración de
otras cuestiones que requerían definición. Una de ellas fue la determinación del
concepto de “comercio”, dentro del texto que faculta al Congreso para “reglar el
comercio marítimo y terrestre con las naciones extranjeras, y de las provincias entre sí”
(67, inc. 12). El tema había sido tocado en fallos como el que debatió la patente
provincial a los repartidores de casas de comercio, cuya constitucionalidad discutió la
firma Gath y Chaves. Pero fue definido en el reclamo que formuló la empresa “The
United River Plate Company Limited, Unión Telefónica” contra la provincia de Buenos
Aires, por un impuesto que rigió en 1917 por inspección de agencias de sociedades
anónimas. La firma sostuvo que explotaba un servicio público de comunicaciones
sometido a jurisdicción nacional y exenta de todo gravamen provincial. La provincia
alegó que no se gravaba el objeto de las comunicaciones telefónicas, sino las actividades
comerciales de la empresa desarrolladas en la provincia como sociedad anónima.
El caso llevó a determinar el concepto de “comercio” que se extendió más allá del
tráfico, compraventa o intercambio de mercaderías. El fallo dictado en Estados Unidos
en 1824 en el caso “Gibbons c/ Ogden” que nuestra Corte recuerda, apreció las
posibilidades del término y la necesidad de adecuarlo a los nuevos medios de
comunicación. En esta sentencia se reconoce la amplitud de la expresión según la
doctrina norteamericana, que comprende además del tráfico mercantil y la circulación,
la conducción de personas y la transmisión por telégrafo, teléfono u otro medio, y su
regulación es facultad del Congreso nacional. Pero en este reclamo, la Corte también
reconoce que la firma no acreditó que la tasa perturbara las comunicaciones telefónicas
y que, al no estar eximida de impuestos provinciales, no podía pretender que el
gravamen fuese ilegal (8 de marzo de 1929, en F. 154:104).
Otro tema muy discutido fue la interpretación de la facultad del Congreso para
ejercer una legislación exclusiva sobre “lugares adquiridos por compra o cesión en
cualquiera de las provincias, para establecer fortalezas, arsenales, almacenes u otros
establecimientos de utilidad nacional” (art. 67, inc. 27). Estos espacios se extendían a
cuarteles, bases navales y puertos, dentro de los cuales existían importantes
establecimientos industriales, pero sin que se definiera la naturaleza de estos lugares ni
quien tenía jurisdicción sobre ellos, en particular en materia impositiva.
195
En 1929 la Corte debió resolver dos casos donde se debatió el tema, a pesar que las
causas giraban en torno a la procedencia de un impuesto. En el primero, la firma
Marconetti, Boglione y Cía., propietarios de un molino situado en zona del puerto de
Santa Fe, impugnaron un impuesto municipal que se les cobraba por introducir leña
para su consumo; sostuvieron que el molino funcionaba en zona portuaria donde la
municipalidad no tenía jurisdicción y que el gravamen sobre la introducción de leña,
violaba el art. 11 de la Constitución que prohibe derechos de tránsito de una provincia a
otra, y aquí la mercadería pasaba por el municipio en tránsito para el puerto y fuera de la
jurisdicción local. Los jueces analizaron cuál era la situación legal del puerto de Santa
Fe, llegando a la conclusión que por ley del Congreso de la Nación se había autorizado
al Ejecutivo nacional a contratar con la provincia de Santa Fe la construcción y
explotación de las obras del puerto de ultramar, que quedaban a cargo de la provincia,
concesión que trasladaba la jurisdicción de la Nación a la provincia, conservando la
Nación sólo la facultad de legislar sobre el comercio y la navegación. Agregaron que la
facultad para legislar en estos lugares no requería el consentimiento de las legislaturas
provinciales pues no se trataba de la creación de nueva provincia según lo prevé el art.
13 de la Constitución. Por lo tanto, resultando que el puerto de Santa Fe no era nacional,
el impuesto estaba de acuerdo con las facultades locales, no vulneraba el tránsito puesto
que sólo se refería al consumo local de la leña, ni afectaba la igualdad prevista en el art.
16 (29 de mayo de 1929, en F. 154:313).
Poco después se resolvió un planteo parecido: el Frigorífico Armour de La Plata,
que tenía una considerable extensión de terrenos en el puerto de La Plata con
edificaciones y frigoríficos, reclama por un impuesto al comercio e industria o “al
capital en giro”, que le cobra la provincia de Buenos Aires. Se alegaba que la zona del
puerto era de jurisdicción nacional, pero además se agregaba que el impuesto era
inconstitucional pues la ley había delegado en el Ejecutivo la facultad de fijar la tasa,
facultad que era inalienable del Legislativo. El razonamiento de la Corte fue semejante
al caso “Marconetti”, pero la solución distinta. En primer lugar se abocó a determinar la
naturaleza del puerto de La Plata: aquí la provincia fue la que cedió a la Nación el
espacio para el puerto, y sus establecimientos dentro de la zona estaban sometidos a la
jurisdicción nacional. Se rechaza la posibilidad de una jurisdicción compartida,
196
concluyendo que el impuesto violaba la Constitución (26 de julio de 1929, en F.
155:107).
Esta doctrina marcó el rumbo interpretativo de esta compleja temática. Desde
entonces estos lugares podrían incorporarse a la jurisdicción nacional sin
consentimiento de las legislaturas provinciales; había que tener en cuenta la finalidad de
utilidad nacional de los establecimientos incorporados y no la forma mediante la cual se
ocupaba (compra, cesión, etc., pues incluso podría ocuparse como locatario); por
último, la característica de estos establecimientos debía ser amplia y no quedaba
limitada sólo a aspectos vinculados con la defensa militar. La Corte entendió que la
jurisdicción federal en estos lugares era exclusiva y excluyente de toda ingerencia
provincial, doctrina que tendría varios cambios en los períodos siguientes, al punto que
llegó a ser regulada por una ley especial. La reforma constitucional de 1994 suprimió el
inc. 27 entre las facultades del Congreso, por otro que lo autoriza a dictar leyes para el
cumplimiento de los fines de los establecimientos de utilidad nacional, y mantiene en
favor de las autoridades locales los poderes de policía y de imposición en tanto no
interfieran con el cumplimiento de aquellos fines (art. 75, inc. 30).
La ley Mitre y las cargas impositivas a las empresas de ferrocarriles.
El ferrocarril llegaba por entonces a lejanos lugares del país y su control estaba, en
gran parte, en manos de capitales de origen inglés, vinculados al comercio exportador
de carnes y cereales, también ligados a esta actividad. En 1914 las líneas llegaban a
35.500 km. La ley 33 del 23 de mayo de 1863, que aprobó el contrato con el empresario
William Wheelwright para la construcción del Ferrocarril Central, era amplia: concedía
a la empresa en propiedad una legua de terreno en toda la extensión a cada lado del riel,
se le garantizaba un porcentaje de ganancia y eximía a la empresa y sus dependencias de
toda contribución o impuesto. La Corte interpretaba que este último beneficio
comprendía imposiciones nacionales y también provinciales o municipales. En una
ocasión se aclaró que la exención no se extendía a cualquier lugar o terreno, sino a las
propiedades del ferrocarril vinculadas con sus operaciones: una oficina de telégrafos
establecida fuera del perímetro de la línea del ferrocarril, por ejemplo, aun cuando
estaría relacionada con la explotación, no entraba dentro de las dependencias que
197
podrían considerarse exentas de impuestos (demanda del FFCC Central Argentino c/
Municipalidad de Rosario, 31 de marzo de 1906, F. 104:73; otro en F. 104:96).
Pero en octubre de 1907 se promulgó la ley 5315, a instancias del diputado Emilio
Mitre, que reguló un régimen especial para los ferrocarriles que se adhirieran a ella: el
art. 8 declaraba libre de derechos de aduana a los materiales y artículos de construcción
y explotación que las empresas introdujeran al país durante 40 años; durante ese tiempo
deberían pagar una contribución única igual al 3 % del producto líquido de sus líneas,
quedando exoneradas de todo otro impuesto nacional, provincial o municipal.
A la Corte comenzaron a llegar reclamos de las empresas de ferrocarriles adheridas a
la ley Mitre, por pago de servicios que les exigían las provincias. Para interpretar la
exención, se apelaron a los debates legislativos de la ley, en especial a las opiniones del
diputado informante M. Carlés, quien había afirmado que entre los impuestos que se
exoneraba, no entraban afirmado, alumbrado y otros semejantes. La Corte consideró que
este informe era fuente de interpretación suficiente e insistió en que las empresas debían
abonar ese tipo de contribuciones (v. F. 115:174 y 186; 119:122 del 11 de junio de
1914). La doctrina desesperó a jueces federales de instancias inferiores, como
Clodomiro Zavalía, quienes consideraban que se contradecía con la postura tradicional
de la Corte y con el espíritu liberal de la ley Mitre, que sólo imponía una única
contribución del 3 % eximiendo a las empresas de todo otro impuesto. La Corte llegó
hasta a declarar que los ferrocarriles debían actuar con papel sellado ante la
administración de justicia, otra carga también discutida (F. 111:43 del 18 de febrero de
1909 y 114:198).
En el caso “Mórtola c/ FFCC. Central Argentino”, resuelto el 20 de marzo de 1915,
la Corte hizo un extenso análisis del art. 8 de la ley 5315 y del debate legislativo.
Diferenció los impuestos de los servicios municipales y concluyó que la contribución
del 3 % se refería a verdaderos impuestos, tributos o cargas públicas sancionadas para
hacer frente a gastos generales de administración. Por ello los servicios municipales no
estaban incluídos en la exención y debían ser abonados, amén que no afectaban el
desenvolvimiento de los ferrocarriles ni de propiedad nacional ni a los privados (F.
120:372; otro en F. 124:307). Y se mantuvo firme en esta doctrina incluso cuando se
invocó “la tradición legislativa en materia de política ferroviaria” (“FFCC Central
198
Argentino c/ Municipalidad de la Capital Federal”, 2 de abril de 1918, en F. 127:189).
Pero cuando la contribución que se le exigía al ferrocarril era un verdadero impuesto, no
se le podía reclamar el pago por encontrarse exceptuado por la ley Mitre (“FFCC
Central Argentino c/ provincia de Buenos Aires”, 3 de julio de 1919, en F. 129:337).
El problema concluiría con la sanción de la ley 10657, debido a la presión de las
empresas ferroviarias, que extendería la exención a toda clase de contribuciones.
Incluso se discutió si los servicios de alumbrado y limpieza percibidos por un municipio
con anterioridad a la sanción de esta nueva ley, podían ser reclamados. La Corte
entendió que la nueva ley no interpretaba la ley Mitre sino que la modificaba, por lo
cual no se aplicaba a impuestos devengados y cobrados con anterioridad a su sanción
(“FFCC. del Sud c/ Municipalidad de Bolívar”, 2 de mayo de 1921, en F. 134:57,
doctrina que se reiteró en F. 134:71 y 141:78).
Derecho de propiedad, leyes sobre locaciones y reglamentación de derechos
económicos.
La doctrina de la Corte defendía la propiedad privada y desconocía el poder de
policía de las provincias para regular aspectos de su economía, camino que señaló el
fallo dictado en la causa “Hileret” y que luego continuó en la interpretación de leyes
provinciales que intentaron regular la producción del azúcar o los vinos.
Pero desde comienzos de 1922 la Corte deberá interpretar leyes dictadas por el
Congreso nacional que, invocando el poder de policía, regularían relaciones particulares
derivadas del contrato de locación y que atacaban el derecho de propiedad.
El aumento de la población urbana y la escasez de viviendas, encontró a los
inquilinos sometidos a la exigencia de aumentos que el Código Civil dejaba librado a la
oferta y la demanda y que terminaba perjudicando a un amplio sector social de menores
recursos. Los alquileres constituían una carga importante en los gastos mensuales de las
familias y resultaba uno de los principales factores del encarecimiento de la vida. El
gobierno de Yrigoyen consideró necesario intervenir en esta relación haciéndose eco de
la tendencia del Estado como gestor del bienestar general. En esta orientación, el 19 de
septiembre de 1921 se promulgaron dos leyes, primeras de otras prórrogas que
vendrían: la 11.156 que modificó el art. 1507 del Código Civil para establecer plazos
mínimos de locación cuando no existiera contrato escrito que los fijase, y la 11.157 que
199
congelaba alquileres y prohibía cobrar durante dos años un precio mayor al que se
pagaba al 1º de enero de 1920.
Al poco tiempo la Corte se encontró con un caso donde se impugnaba la
constitucionalidad de esta última ley, que se consideraba incompatible con el derecho de
usar y disponer de la propiedad (Agustín Ercolano, consignó los alquileres contra Julieta
Lanteri de Renshaw, médica, recibida entre las primeras mujeres en la Universidad de
Buenos Aires en 1906, de intensa actividad libertaria y en favor de los derechos de las
mujeres; fallo del 28 de abril de 1922, en F. 136:164). En su dictamen, el Procurador
General Rodríguez Larreta dio los argumentos esenciales del fallo que adoptaría la
mayoría en la Corte: la ley no turbaba el derecho de propiedad en su posesión y dominio
y sólo introducía “una leve restricción en el ejercicio de una de las manifestaciones del
derecho de disposición”. Invocaba las consecuencias de la guerra, la emergencia en
materia de viviendas y el carácter transitorio de la ley; citaba un texto de las lecciones
de Montes de Oca, profesor de derecho constitucional en Buenos Aires, y de Tiffany.
El fallo de la Corte comienza recordando que ningún derecho es absoluto; “un
derecho ilimitado sería una concepción antisocial”, párrafo que trae por primera vez un
hálito social en la Corte. La reglamentación de los derechos es una necesidad derivada
de la convivencia social. Esto lleva a analizar el concepto de poder de policía: el
Tribunal venía aceptando la facultad local de reglamentar los derechos en materia de
orden, salud y moralidad; pero ya vimos que cuando se trató de regular intereses
económicos, se reservó su control, pues, como dice aquí, podrían “contrariar los
principios de libertad económica y de individualismo profesados por la Constitución”.
Sin embargo a esta categoría pertenecía la reglamentación sobre precios y tarifas. Pero
esta facultad la había asumido el Congreso nacional al dictar la ley 11.157, y la cuestión
sería resuelta en forma favorable. Se invocaba el fenómeno de la crisis de la habitación
y las circunstancias transitorias de la ley. Pero en definitiva los jueces concluían que no
les correspondía juzgar sobre el acierto de los medios propuestos por los otros poderes
para enfrentar los problemas económicos; sólo se pronunciaban sobre las facultades del
Congreso para establecer restricciones, que consideraban adecuadas. Todo un dechado
de argumentos que permiten apreciar que el reconocimiento del derecho de propiedad
podía quedar librado a juicios contradictorios.
200
En esta causa también se reclamó por la aplicación retroactiva de la ley. Pero la
mayoría encontró una solución por tratarse de un contrato verbal y sin término que no
creaba más obligaciones que las derivadas de cada período de alquiler. Por ello se
declaró que la ley 11.157 no era repugnante a la Constitución (Palacio, Figueroa
Alcorta, Méndez).
Arduo debió ser el debate dentro de la Corte. Las disidencias en este período fueron
escasísimas. No sería aventurado suponer que Bermejo logró mantener o imponer esta
unanimidad. Por eso barruntamos que el caso que dejaba de lado la ideología
individualista que se propugnaba debió ser motivo de amplia polémica. Bermejo votó en
disidencia y sus reparos fueron la expresión de un sentimiento y la defensa de un
sistema que, nos parece, veía quebrarse. Invocó a Alberdi en defensa del “derecho
amplísimo” de la propiedad, le agregó citas de Estrada, Montes de Oca, González
Calderón, apeló a los antiguos proyectos constitucionales, rechazó la excusa de la
escasez de habitaciones: “esa escasez en un momento dado puede ser sobreabundancia
en otro y la misma razón de Estado llevaría a imponer autoritariamente el aumento del
alquiler”. Los derechos no son absolutos y están sujetos a las leyes que los reglamenten,
pero se preguntaba: ¿cuáles son los límites de esa facultad de reglamentación?, porque
de no haber límites se estaría ante una Constitución absurda. Los límites los encuentra
en los arts. 28 y 19: no se pueden dar leyes que limiten o falseen las garantías. También
la emprende contra el poder de policía (police power), que lo considera refugio de cada
atentado contra la propiedad privada, fácilmente pervertido y peligroso. Por esta puerta
se filtra el poder del Estado que invocando el bienestar general, restringe los derechos.
Este poder para regular los alquileres, dice Bermejo, atenta contra el derecho de los
particulares; y no se trata de regular la propiedad de cosas destinadas al uso público
donde estén comprometida la higiene, la moralidad o la seguridad. Por ello considera
esta ley violatoria de la Constitución.
Un autor moderno llamó a este fallo “la partida de defunción del liberalismo en
nuestro país”1. Es cierto que marca una tendencia que en la década siguiente se abriría
con más prodigalidad. Pero esta doctrina, en el período, no tuvo reiteraciones. Al
contrario, comenzaron a recortarse sus alcances.
1 EKMEKDJIAN, Miguel Ángel, Temas constitucionales, Buenos Aires, Ediciones La Ley, 1987, p. 139.
201
Al poco tiempo debió tratarse nuevamente la constitucionalidad de la ley 11.157 en
cuanto mantenía el precio de los alquileres durante dos años. En el anterior se trataba de
un contrato verbal y sin término. En el nuevo existía un contrato escrito, con término
definido, celebrado antes de la promulgación de la ley. ¿Podía aplicársele esta ley? Los
jueces dijeron que no. Que se afectaban derechos adquiridos, que el legislador tenía
límites para legislar hacia el pasado, pues no podía con nueva ley arrebatar o alterar un
derecho patrimonial adquirido al amparo de la legislación anterior. Un texto de Laurent
sobre los límites de las leyes retroactivas, sirvió de fundamento (Principes de droit civil,
l, 193). Todo el fallo insiste en que las leyes no pueden destruir o alterar derechos
adquiridos, pues en caso contrario se estaría ante la omnipotencia legislativa
insostenible dentro de un sistema cuya esencia es la limitación de los poderes y la
supremacía constitucional (“José Horta c/ Ernesto Harguindeguy”, 21 de agosto de
1922, en F. 137:47).
Bermejo continuó con su disidencia: con contrato o sin el, la ley era inconciliable
con las garantías constitucionales que reconocen el derecho de propiedad y su
inviolabilidad.
También se optó por la inconstitucionalidad de la ley cuando se intentó aplicarla
retroactivamente frente a una sentencia firme dictada según la ley anterior vigente en
ese momento (4 de diciembre de 1922, F. 137:294), o ante un contrato escrito celebrado
y prorrogado antes de la sanción de la ley (4 de junio de 1923, F. 138:122 y 28 de julio
de 1924, F. 141:112); pero si no se probaba la existencia de contrato escrito con término
definido anterior a la ley, no había inconstitucionalidad (4 de agosto de 1924, F.
141:140).
Para desesperación de los jueces, las prórrogas no se detuvieron. Las leyes no eran
transitorias como lo supusieron. La ley 11.231 del 1º de octubre de 1923, prolongó los
vencimientos de los contratos de locación hasta el 30 de septiembre de 1924. La ley
11.318 promulgada el 5 de diciembre de 1924, renovó la prórroga hasta septiembre de
1925.
Un locador obtuvo sentencia de desalojo, que quedó firme en octubre de 1924,
cuando estaba vencida la prórroga de la ley 11.231 y aún no se había promulgado la
extensión del plazo establecido por la ley 11.318. En la instancia inferior se aplicó la
202
nueva ley. La Corte no lo admitió. Los jueces no eran los mismos: Palacio había
fallecido y habían ingresado Repetto y Laurencena. Pero la orientación jurídica
persistía, interpretamos que por la firmeza de su presidente. No se podía alterar un
derecho patrimonial definitivamente adquirido y reconocido por autoridad judicial. Se
invocó la irrectroactividad de la ley según los principios desarrollados en “Horta c/
Harguindeguy” que se citaban. Pero a ello agregaron una aguda crítica a las sucesivas
prórrogas, que privaba a los propietarios de la libre disposición de sus inmuebles
durante un plazo que llegaba entonces a los cuatro años y que además restringía la
libertad de contratar, ya que mantenía congelados los alquileres desde que entró en
vigor la ley 11.157, todo a pesar de que en la discusión parlamentaria se sostuvo que
eran leyes ocasionales y de emergencia. Pero este sistema, seguían los jueces, tolerado
por una extrema situación económica, no podía “encontrar suficiente justificativo
cuando se le convierte de hecho en una norma habitual”, más cuando se revelaba un
progresivo aumento en la oferta de habitaciones, según se apreciaba en los avisos de los
diarios. Los jueces, que decían no considerar las razones del legislador, ahora hasta
controlaban el incremento de la oferta de alquileres por los avisos periodísticos. En este
caso la aplicación de la ley 11.318 fue considerada incompatible con los arts. 14 y 28 de
la Constitución (“Leonardo Mango c/ Ernesto Traba”, 20 de agosto de 1925, en F.
144:219 y también publicado en “Jurisprudencia Argentina”, tº 17, p. 11. La doctrina
se reiteró en otro fallo del 23 de noviembre de 1925, en F. 145:168).
En torno a los temas vinculados con la locación, se planteó también la
inconstitucionalidad del art. 1507 del Código Civil que no permitía contratos de
locación de más de 10 años de duración. La Corte rechazó el reclamo. Reiteró que no
había derechos absolutos y que su reglamentación tenía el límite asignado por el art. 28
de la Constitución; por lo tanto, cuando el Congreso dispone un límite de tiempo en el
contrato de locación, actúa dentro de sus prerrogativas de reglamentación sin vulnerar el
derecho de propiedad; tampoco restringe su uso, pues sólo limita el tiempo del contrato,
sin impedir, incluso, su renovación (“Manuel Cornú c/ José Ronco”, 17 de octubre de
1924, en F. 142:80).
El derecho de propiedad.
203
A pesar de la claudicación en “Ercolano c/ Lanteri”, la estabilidad de la propiedad
constituía uno de los pilares de la concepción positivista legalista de los jueces de la
Corte y los fallos de este período ponen de manifiesto su acentuada defensa. Seguían la
práctica constitucional norteamericana, tan citada en la época, donde la propiedad
privada era la esencia de los derechos individuales y servía para poner límites a los
poderes políticos. La doctrina local contaba en este sentido con la opinión de Alberdi,
quien proclamaba que la propiedad movía y estimulaba la producción y el trabajo, y
también con el derecho absoluto que regulaba el Código Civil.
El recurso extraordinario que trajo Pedro Emilio Bourdie en un juicio que seguía
contra la Municipalidad de Buenos Aires, puso de manifiesto esta liberal interpretación
de los textos. Se impugnaba el art. 42 de la ordenanza municipal sobre impuestos para el
año 1920, que cobraba una tasa por el mayor valor recibido por las transferencias de
bóvedas en los cementerios del Oeste y de Flores, que se consideraba violaba el derecho
de propiedad. La Cámara Civil de la Capital desestimó la inconstitucionalidad pues se
entendió que los derechos sobre sepulcros no integraban el derecho patrimonial de una
persona y, por tanto, no existía desconocimiento del dominio; tampoco se aceptó el
sentido amplio del derecho de propiedad ni la vulneración de libertades por el
gravamen, y se rechazó el argumento de su aplicación retroactiva (el gravamen se
aplicaba a una concesión hecha con anterioridad a la ordenanza), pues con este criterio
no se podrían aumentar impuestos por razón de que cuando se adquirió el derecho
imponible la carga era otra.
La interpretación de la Corte fue distinta: en primer lugar, sostuvo que las palabras
“libertad” y “propiedad”, eran términos constitucionales que debían ser tomados en su
sentido más amplio. La “propiedad” que mencionan los arts. 14 y 17 comprenden
“todos los intereses apreciables que un hombre puede poseer fuera de sí mismo, fuera de
su vida y de su libertad”. En consecuencia, la concesión de uso sobre un bien de
dominio público, en el caso una sepultura, se encuentra tan protegida como pudiera
estarlo el titular de un derecho real de dominio. La inviolabilidad de la propiedad
asegurada por el art. 17 protege con igual fuerza tanto los derechos emergentes de
contratos como los constituídos por el dominio. Dentro de esta idea, la ordenanza
impugnada ha desconocido el derecho del concesionario. En efecto, el derecho a la
sepultura nace de una concesión otorgada por la municipalidad a un particular; el
204
organismo administra un bien del dominio público como son los cementerios. En virtud
de la concesión onerosa se crea en favor del concesionario un poder jurídico sobre la
parte de la cosa pública entregada. Por lo tanto el concesionario puede usar de esa parte
y puede transmitirla o enajenarla. Es cierto que el municipio puede establecer
limitaciones y condiciones. Pero ellas no pueden afectar sus derechos; su facultad de
transmitir es lisa y llana, no habiendo sido limitada en el acto de la concesión y no
puede impedírsele enajenar el sepulcro por un precio más alto que el pagado al
municipio. En estas condiciones, la municipalidad no pudo alterar las condiciones de la
concesión. Con ello no se desconoce el ejercicio por la comuna del poder impositivo.
Pero en el caso el gravamen está lejos de ser un impuesto, pues persigue el propósito,
reconocido por la municipalidad, de impedir la venta del derecho de uso sobre sepulcros
para evitar la especulación. También viola garantías constitucionales la retroactividad
de la ley, pues si bien este concepto no reviste caracteres de una norma constitucional,
alcanza la necesaria protección cuando se alteran de manera fundamental derechos
aceptados en la concesión; en tal caso la no retroactividad deja de ser legal para
confundirse con el principio de la inviolabilidad de la propiedad. En resumen, la
ordenanza ataca la garantía de los arts. 14 y 17 y se manda al municipio devolver la
suma reclamada (16 de diciembre de 1925, en F. 145:307).
Tanto la amplitud del concepto de propiedad, su extensión a concesiones del Estado
y la interpretación de la irrectroactividad, hacen de este fallo un ejemplo notable del
esfuerzo intelectual de los jueces presididos por Bermejo en defensa de una ideología
que ponía gran confianza en las virtudes de la propiedad privada y en la libertad del
comercio y la industria, como modelo de prosperidad y de defensa de las demás
libertades frente a regulaciones estatales.
Los miembros de la Corte intentan defenderse contra el avance del
constitucionalismo social que luego de la Guerra proponía los primeros ejemplos. Se
pretende mantener las puertas cerradas a la intervención del Estado. Pero en esta pugna
ideológica, como ya vimos, los jueces tendrán que aceptar regulaciones que restringirán
la propiedad en virtud de un interés general. El embate del Estado benefactor sería cada
vez más visible y encontraría apoyo en una doctrina y legislación más sensible a los
procesos sociales y económicos.
205
En supuestos excepcionales el concepto absoluto de propiedad encontró límites,
como cuando se declaró que la inembargabilidad de una jubilación del ferrocarril,
prevista en la ley 10.650, era constitucional y no violaba los arts. 16, 17 y 31 de la
Constitución como se había invocado (12 de noviembre de 1923, en F. 139:145).
El ejercicio del poder de policía.
Es la facultad de los poderes legislativo o ejecutivo para reglamentar e incluso
restringir los derechos en beneficio del interés general; se funda en que los derechos
están sujetos a las leyes que los reglamenten, aunque estas reglamentaciones no pueden
alterar tales derechos (arts. 14 y 28 de la Constitución).
En un comienzo la Corte se inclinó por la aplicación del concepto restringido del
poder de reglamentación de los derechos, aceptado en la doctrina europea, que permitía
la regulación por razones de seguridad, moralidad, salubridad o higiene, concepción que
limitaba la actuación del Estado. Frente a esta acepción, la jurisprudencia de la Corte de
los Estados Unidos admitía posibilidades más extensas, aceptando la reglamentación de
todos los derechos cuando tuviesen por fin el bienestar general.
Nuestra Corte aplicó la doctrina amplia norteamericana cuando las provincias
pretendieron regular su economía interna, y negó la posibilidad de regulación provincial
ni siquiera con motivo de emergencias (casos “Hileret”, “Griet”, “Compañía Azucarera
Tucumana”, “Grosso”, “Passera”, entre otros). Sin embargo autorizó al Congreso
nacional a regular las relaciones contractuales particulares en materia de alquileres,
abriendo una brecha que con el tiempo ampliaría a límites impensados las facultades
reglamentarias de los poderes nacionales, que la Corte convalidaría en distintas etapas
de su historia. De esta manera los derechos individuales y las garantías constitucionales
quedaron sujetas a la voluntad reglamentaria del poder de policía, que, como lo anunció
Bermejo en su disidencia en “Ercolano”, siguiendo al juez norteamericano David J.
Brewer (nacido en Kansas y miembro de la Corte Federal entre 1889 y 1910), sería el
refugio de los atentados contra la propiedad y los derechos.
En los comienzos de este período aparecen casos que anticipan la contradictoria
interpretación de la Corte sobre el ejercicio reglamentario por parte de las provincias.
La ley de ejidos de la provincia de Entre Ríos de mayo de 1872 reservaba un área de
4 leguas para formar el espacio de ciudades, villas o pueblos, destinadas exclusivamente
206
al desarrollo de poblaciones y la agricultura, quedando excluído el pastoreo de
haciendas. Juan Baylina tenía una majada de ovejas dentro de ese radio en el pueblo de
Federación y la Comisión Municipal lo intimó a retirarlas. Impugnó la ley por
considerarla lesiva del derecho de propiedad; sostuvo que sus campos estaban bien
alambrados, que sus haciendas no causaban daño a terceros y que esas tierras no eran
aptas para la agricultura. Interpretaba que la ley sólo era aplicable a los terrenos fiscales
y no a las propiedades particulares. El Superior Tribunal de Justicia de Entre Ríos
rechazó el planteo: consideró que la ley no distinguía entre propiedades fiscales y
particulares, que el derecho de propiedad no es ilimitado y que la ley tenía por finalidad
fomentar el desarrollo urbano. Llegado el caso a la Corte, se juzgó que los campos de
pastoreo no constituyen un obstáculo para el desenvolvimiento de poblaciones “como lo
acredita la experiencia en los países cuyas leyes se citan como modelo en la
organización y régimen de las ciudades modernas”. Pero aunque fuese posible sacrificar
la propiedad privada al interés público, ello no sería posible sin una indemnización
previa, según lo prevé el art. 17 de la Constitución, concluyendo que la facultad
reglamentaria no legitimaba la ley provincial sin previa indemnización, considerándola
contraria a la Constitución (22 de octubre de 1912, en F. 116:116 que firman Bermejo,
González del Solar, Daract, Palacio y López Cabanillas).
Un año después se decidía que una ley de Mendoza, que exigía una fianza de $
15.000 para inscribir un título de ingeniero civil otorgado por la Universidad de Buenos
Aires, no se oponía al derecho a trabajar y constituía una reglamentación razonable cuya
finalidad era garantizar posibles perjuicios (con cita de Freund, The police power) (fallo
del 16 de octubre de 1913, en F. 117:432).
Poco después se resolvía un nuevo caso vinculado con la provincia de Mendoza: los
médicos de un sanatorio de la ciudad reclamaban contra la ley orgánica de
municipalidades que los obligaba a trasladarse fuera del municipio. Entendían que la
legislatura mendocina había ultrapasado sus facultades ya que el Código Civil, que
regula las restricciones y límites al dominio, no se refiere a los sanatorios y por ello la
ley afectaba el derecho de propiedad y la igualdad. Los jueces de la Corte son los
mismos que resolvieron los casos anteriores, salvo, en este caso, la ausencia transitoria
de González del Solar. Primero se consideró el procedimiento reglamentario, luego la
legitimidad de la medida y por último la razonabilidad del medio utilizado. Comienzan
207
por manifestar que no deben expedirse sobre la oportunidad o conveniencia de las
medidas legislativas o administrativas destinadas a regular la salud pública, pero lo
hacen debido a que existe una circunstancia extraordinaria: el conflicto entre la
reglamentación y la Constitución. Si así no fuera las facultades reglamentarias locales
serían ilimitadas haciendo ilusorias las garantías constitucionales. A partir de aquí
entran a comparar la ley municipal de la Capital Federal con la norma mendocina: en
Buenos Aires no se prohiben los sanatorios u hospitales y, como la Corte
norteamericana decidió, apoyándose en conclusiones científicas, que aquellos no
constituyen establecimientos perjudiciales, nada impediría su funcionamiento en la
ciudad de Mendoza. Reconocen que ocasionan alguna depreciación en el valor de las
fincas contiguas. Pero no está comprobado que el sanatorio mendocino fuese una
molestia para los vecinos, ni que asistan a enfermos infecciosos. Por ello declaran
contraria a la Constitución la parte de la ley impugnada (30 de diciembre de 1913, en F.
118:278).
Entendemos que a pesar que la Corte adopta una línea de análisis válida, las
conclusiones no son armónicas y ofrecen soluciones irregulares y tornadizas. Decidía
cuándo una reglamentación provincial era válida, pero las reglas para la solución no
eran uniformes. Estos ejemplos lo revelan y los que citamos a continuación, vinculados
con el derecho de reunión, vuelven a confirmarlo.
El derecho de reunión.
Este derecho no está específicamente contemplado en la Constitución, pero fue
reconocido, al menos como medio “pacífico” de expresarse.
La U.C.R. pretendió realizar un acto en Santa Fe, y el jefe de policía local estableció
por edicto del 22 de julio de 1907, el recorrido que debía hacer la manifestación. Por
entonces los radicales eran considerados subversivos y sus reuniones rigurosamente
controladas. El edicto fue impugnado de inconstitucional. Para el Procurador General
Botet, la Corte no debía expedirse pues los reclamantes, en definitiva, no sólo se habían
sometido al edicto, realizando la manifestación por el lugar señalado, sino que en el
caso no encontraba verdadera contienda. La Corte, en fallo del 15 de diciembre de 1907
consideró necesario avocarse al caso, reconoció el derecho de reunión y aceptó el
derecho de las provincias para reglamentar materias de orden, tranquilidad y moral
208
pública y, dentro de estas facultades, la posibilidad de cambiar parcialmente el itinerario
de la manifestación (Bunge, González del Solar, Moyano Gacitúa).
Pero el juez Daract no tuvo la misma opinión y propuso una de las escasas
disidencias sobre una cuestión de fondo que se daban entonces en la Corte. Su
argumento es el que se usaba y usará para poner límites al poder de policía local: el uso
de las calles públicas para manifestaciones no puede quedar librado a la voluntad
personal de un jefe de policía o de comisarios, pues otorgaría poderes ilimitados y
arbitrarios para decidir el derecho de reunión, de tanta importancia en los pueblos libres.
El uso de estas facultades debe ejercerse con discreción y razonablemente, y en este
caso no lo fue, por lo cual considera la disposición policial contraria a la Constitución
(“Francioni c/ policía de la Municipalidad de Santa Fe”, en F. 110:391).
En otra ocasión el Comité Radical Acción hizo saber al Jefe de Policía de la Capital
Federal, que se realizaría un acto público político el 16 de octubre de 1929 a las 18
horas en la Diagonal Norte y Florida. Verbalmente se negó la autorización y por escrito
se dijo que no se conocía la constitución ni la integración del citado Comité, archivando
el pedido, lo que fue entendido como una negatoria. Para el Procurador Rodríguez
Larreta, apreciar el alcance de la autorización es de resorte local y la decisión no
desconocía el derecho de reunión, por lo cual pedía que el recurso se rechazase. La
Corte llegó a idéntica conclusión: deduce que la reunión no fue autorizada por lo
inconveniente del sitio y la hora. Busca el fundamento del derecho de reunión en la
doctrina norteamericana, una ley de Francia y normas penales nacionales (pero,
curiosamente, no se menciona el art. 33 de la Constitución, que había citado Daract en
su anterior disidencia). Lo admite para reuniones pacíficas, pero como todos los
derechos, sujetos a la reglamentación de su ejercicio. Menciona los proyectos tendientes
a reglamentar este derecho presentados en el Congreso nacional y concluye que todos
establecen múltiples restricciones, en particular referentes al uso de las calles y plazas
públicas. Distingue entre disposiciones policiales que vulneran el derecho de reunión y
las que señalan modalidades razonables y, como fue razonable la modificación de un
itinerario, también lo es la que ahora se aplica, pudiendo los interesados indicar otro
lugar de reunión que no ofrezca los inconvenientes del elegido (Figueroa Alcorta,
Repetto, Guido Lavalle, Sagarna), 5 de noviembre de 1929, en F. 156:81).
209
Poder de policía y normativas provinciales que regulan legislación de competencia
nacional.
Las provincias y los municipios son personas jurídicas necesarias, demandables y
susceptibles de ser ejecutadas. Por lo tanto la Constitución de Mendoza no pudo eximir
de embargo y ejecución a bienes del municipio de Godoy Cruz, pues de esta manera
creaba una excepción a normas del Código Civil dictado por el Congreso nacional
según delegación que hizo la provincia (28 de abril de 1926, en F. 146:122). La
inembargabilidad de los bienes municipales que estableció la ley orgánica de las
municipalidades de Tucumán, también la Corte la consideró contraria a la Constitución
(F. 147:29). Parecida resolución se dictó en una ejecución contra bienes de la provincia
de Santiago del Estero, cuya Constitución limitaba la ejecución de bienes a pautas que
la Corte entendió vulneraban el Código Civil (F. 147:88). La provincia de Córdoba
invocó un artículo de su Constitución por el cual se la eximía de ejecución y le permitía
regular el modo y la forma del pago; para la Corte, las leyes locales pueden regular la
inversión de sus rentas, pero no pueden derogar las normas que se contienen en los
códigos dictados por el Congreso (20 de mayo de 1927, en F. 148:369). Un artículo de
la Constitución de San Juan, no permitía un embargo de fondos de la provincia
depositados en el Banco de la Nación; la Corte desestimó la aplicación de tal norma (5
de marzo de 1928, en F. 150:320).
El caso más notable en materia de legislación provincial que avanza sobre
legislación de competencia nacional, lo propuso el fallo dictado en “Viñedos y Bodegas
Arizú c/ provincia de Mendoza”, elaborado al final de este período (Bermejo había
fallecido pocos días antes e interpretamos que las conclusiones fueron consideradas con
su opinión; es el primer fallo que se firma luego de su muerte). Mantiene la orientación
ideológica que los jueces desarrollaron en las tres primeras décadas del siglo. Dentro del
populismo que enmarcó en Mendoza el régimen de los Lencina, padre e hijo, se dictó en
1918 la ley 732 que regulaba la jornada de trabajo y establecía un salario mínimo. En
1927, durante el gobierno de Alejandro Orfila, radical de las filas lencinistas, la ley 922
actualizó y extendió el régimen del salario mínimo y fue la que afectó a la firma
reclamante. La ley establecía multas para los infractores, y para controlar su
cumplimiento, autorizaba a representantes de la autoridad a entrar en los
establecimientos y revisar libros y papeles sin orden judicial. Los bodegueros
210
sostuvieron que la ley legislaba sobre materia propia del Congreso Nacional y que por
ello le estaba vedado a la provincia; además, las multas y allanamientos atentaban
contra las garantías del art. 18. La provincia hizo un extenso alegato en favor de las
leyes sobre salario mínimo, cuya finalidad era el bienestar económico de los
trabajadores, citando la doctrina expuesta por SS. León XIII en la encíclica “Rerum
Novarum” y recordando también el pensamiento favorable de las escuelas socialistas.
Se consideraba que la materia entraba dentro del derecho público provincial y del poder
de policía local, y que en definitiva el Congreso no había legislado sobre salario mínimo
salvo para el trabajo a domicilio por ley 10505, sólo aplicable en la Capital Federal y
territorios, resultando entonces válida la competencia provincial en la materia.
La Corte no consideró ninguno de estos antecedentes, limitándose a una fría
aplicación de la ley y reduciendo el problema del salario al ámbito impreciso del Código
Civil. Este cuerpo legal dictado por el Congreso, legisla sobre la locación de servicios y
el salario es el precio del servicio. Las provincias pueden legislar en la materia mientras
no lo haga la Nación, pero ésta lo ha hecho a través del Código Civil y, ante la norma
nacional cede el poder de policía local. La nueva rama del derecho -dicen los jueces-
llamada legislación industrial o derecho obrero, se constituye en gran parte con
elementos de las relaciones civiles y otros del derecho administrativo o de la ciencia
económica. Pero en definitiva, para la Corte la legislación del trabajo no es más que la
aplicación de disposiciones del contrato de locación de servicios que legisla el Código
Civil. Por lo tanto la regulación mendocina es inconstitucional (23 de octubre de 1929,
en F. 156:20 que firman Figueroa Alcorta, Repetto, Guido Lavalle, Sagarna).
Nos parece que el fallo refleja los límites del pensamiento jurídico de los jueces y su
falta de creatividad. Ni la capacidad técnica ni la apreciación de la realidad les permitió
advertir la trascendencia y proyección de la legislación laboral y la autonomía que
proponían sus normas, ni el reducido espacio que brindaba el Código Civil en una
veintena de artículos dedicados a la locación de obra y de servicios, que ya la
legislación especializada por entonces superaba, incluso en la enseñanza, pues en esa
década Leónidas Anastasi tenía a su cargo una cátedra de Legislación Obrera en la
Facultad de Derecho de Buenos Aires.
Regulaciones financieras provinciales equiparables a la emisión de moneda.
211
Las provincias tienen prohibido expresamente emitir moneda, función del Congreso
de la Nación. Sin embargo, por medios indirectos, la Corte llegó a advertir que algunos
procedimientos provinciales se asemejaban a la emisión de moneda. En un juicio
promovido por un extranjero contra la provincia de San Juan directamente ante la Corte
por competencia originaria, se analizó si el pago de una multa en letras de tesorería
emitidas por la provincia, violaba aquellas preceptivas, concluyendo afirmativamente
pues se le daba a tales letras el carácter de moneda (20 de diciembre de 1926, en F.
148:65). De la misma manera fue resuelto un caso parecido, por letras emitidas por la
provincia de Jujuy (F. 149:187).
Junto con este control, la Corte tuvo la ocasión de señalar la obligación de las
provincias de pagar sus deudas. La cuestión se trató en un juicio que la provincia de San
Juan siguió contra los banqueros Mayer Hnos. y Cía. y el Banco Francés del Río de la
Plata. Por ley del 22 de septiembre de 1909 la provincia contrató con dichos banqueros
la emisión de un empréstito, cuyos títulos tomaron entregando el capital.
Posteriormente, dispuesta la cancelación del préstamo, la provincia decidió pagar en
marcos y aquí surgió la disputa, pues los banqueros no aceptaron tal moneda que no
figuraba en el convenio y que la provincia utilizaba pues la beneficiaba en el cambio. La
Corte rechazó la demanda contra el Banco Francés por considerar que no intervino en
las operaciones, y rechazó el pago en marcos por no estar previsto en el empréstito,
señalando que la amortización debía hacerse en francos en París o en pesos oro en la
Argentina. Agregó que
“el crédito exterior de un estado es patrimonio de su pueblo puesto al amparo de la
buena fe de los gobiernos y que el repudio de la deuda externa o los procedimientos
para no pagar o pagar menos de lo que en su virtud se debe constituye un agravio al
honor de la nación” (26 de septiembre de 1927, en F. 149:226).
Hoy, esta reprimenda, debería extenderse a la Nación; pero nunca existió por parte
de la Corte.
Las demandas contra la Nación.
La Corte elaboró la doctrina de la irresponsabilidad del Estado, conforme con la
tendencia doctrinaria puesta de manifiesto en el Congreso nacional, cuando en 1863 se
analizó la ley 48 y se consideró la posibilidad de demandar a la Nación. Sin base legal
212
estableció la necesidad de requerir y obtener la autorización legislativa previa para
poder entablar estas demandas.
Para ordenar este procedimiento, el 27 de noviembre de 1900 se dictó la ley 3952:
en primer lugar había que reclamar administrativamente ante el organismo
correspondiente, que podía aceptar o rechazar el pedido; rechazado se abría la vía
judicial. Si no había respuesta en 6 meses, era necesario pedir el pronto despacho, y 3
meses después sin respuesta, quedaba abierta la vía judicial.
De cualquier manera las sentencias que se dictaban eran declarativas y no se fijaba
término para su cumplimiento. A pesar de esta arbitraria reglamentación, la Corte no
buscó caminos para hacer efectiva la sentencia judicial. Al contrario, complicó el
procedimiento administrativo previo como cuando resolvió que la denegación debía ser
un acto del Poder Ejecutivo, no bastando una resolución ministerial (F. 110:436 del 28
de abril de 1914).
Pero también debe reconocerse que la Corte aceptó algunos casos donde no se
consideró necesario el reclamo administrativo previo. Por otra parte la jurisprudencia
también puso muy de manifiesto los dos caracteres del actuar del Estado: como poder
público o persona de derecho público o poder administrador, o como persona jurídica
civil, doctrina que el juez González del Solar defendió reiteradamente incluso antes de
ingresar a la Corte.
No faltaron los que interpretaron que la venia legislativa seguía siendo necesaria
para demandar al Estado como persona de derecho público, cuando la ley nada decía al
respecto. En 1932 fue necesario dictar una ley especial para salvar este escollo
interpretativo determinando que en ningún caso se requería tal venia (ley 11634).
La doctrina de la Corte interpretó que el Estado no respondía cuando actuaba como
poder público, con lo cual quedaba fuera del orden constitucional a pesar que el art. 100
de la Constitución incluía entre las causas judiciales aquellas en que la Nación fuese
parte. Esta doctrina tuvo su antecedente en un curioso caso: la Policía detuvo y mantuvo
bajo custodia durante la noche un carruaje particular frente a la comisaria, mientras se
interrogaba a sus propietarios. Sucedió que los caballos se desbocaron y destrozaron el
carruaje. Los propietarios demandaron al gobierno de la Nación por los daños. La Corte
sostuvo que como se trataba de acciones civiles deducidas contra agentes y empleados
213
de la policía, que actuaban como poder público, la reparación resultaba improcedente y
se absolvía al gobierno del reclamo (24 de marzo de 1904, en F. 99:22).
Este tipo de soluciones colocaba al Estado fuera del orden jurídico. De todos modos
no se intentó advertir esta incongruente situación hasta después de 1960 y aún hoy, la
responsabilidad del Estado ya sea por subterfugios interpretativos o leyes especiales,
está lejos de ser efectiva. La Corte de este período sólo se ajustó a una modalidad que
pasivamente se aceptó como fruto del hiperpresidencialismo y su extensión a la
administración.
En cuanto al complejísimo tema de las demandas contra estados extranjeros,
recogemos dos fallos: la demanda de un particular contra el gobierno del Paraguay, debe
interponerse ante el juez de sección y no directamente ante la Corte, pues la acción no
fue dirigida contra el embajador. Si una provincia o un estado extranjero demanda o es
demandado, el caso es originario de la Corte, pero si la demanda proviene de un
particular, debe intervenir el juez federal para que requiera el consentimiento de ese
estado para ser llevado a juicio (26 de febrero de 1916, en F. 123:58).
La demanda contra un estado extranjero era entonces -y aún lo es hoy- un paso
difícil de lograr, pues se requiere la conformidad del país para ser sometido a juicio, lo
que no se logra con frecuencia. Pero para complicar más el tema, la Corte llegó a
resolver que los estados extranjeros pueden ser citados de evicción. Esta citación se
hace cuando se reclama la propiedad o posesión de un inmueble, para que el interesado
conozca la acción y pueda invocar sus derechos. El caso se planteó en un juicio por
reivindicación seguido por el fisco contra Rodolfo Mones Cazón ante el juzgado federal
de la Capital, donde se pidió la citación del gobierno del Paraguay. Ignoramos qué
ocurrió con este juicio, pero como la citación de evicción suspende el procedimiento y
el estado extranjero no tendría interés alguno en presentarse, es de suponer que el
proceso reivindicatorio terminaría archivado. La interpretación de la Corte era
teóricamente adecuada, pero en la práctica de muy difícil cumplimiento (28 de
diciembre de 1916, en F. 125:40).
La protección de los derechos: la defensa en juicio.
En la interpretación de las garantías enumeradas en el art. 18 de la Constitución, la
Corte pudo sostener que la defensa en juicio no se violaba por el hecho de exigirse
214
arraigo para ejercitar derechos, más cuando no resultaba que el arraigo hiciese
imposible la defensa (12 de agosto de 1921, en F. 134:420).
Se confirmó una condena por homicidio impuesta por la Cámara Federal de La
Plata, a pesar que el imputado no ratificó su declaración policial ante juez competente y
sostuvo haber sido apremiado con amenazas y malos tratamientos por el comisario que
le tomó declaración. Con apoyo de una ley de Partidas (la 3a., tít. 13, ley 7), la Corte
interpretó que si bien la declaración no tenía la plena fuerza probatoria que la ley
acuerda a la confesión judicial, no podía tampoco negársele el valor justificativo
conforme con los demás antecedentes (10 de septiembre de 1912, en F. 116:48). Sin
embargo más adelante se sostendría en un caso donde se analizaba la responsabilidad de
la policía en el trámite de una exención al servicio militar, que en la duda debía estarse
en lo que fuese más favorable al procesado, pues las leyes penales no pueden aplicarse
por analogía ni interpretarse en su contra (13 de abril de 1923, en F. 123:425).
Se insistió reiteradamente que la inapelabilidad de las resoluciones dictadas en
juicios ejecutivos, no violaba el derecho de defensa en juicio, pues existía la posibilidad
de promover un juicio ordinario posterior (entre otros: F. 111:31).
El habeas corpus.
En este período no hay avance en la aplicación de esta garantía ni la legislación se
interesó en extenderla. La garantía surgía del art. 18 de la Constitución y se reguló
primero por el art. 20 de la ley 48 y luego en el Código de Procedimientos en lo
Criminal de la Capital Federal de 1888 (arts. 617 y ss.), que se refieren al “recurso de
amparo de la libertad”, que es el habeas corpus propiamente dicho, y al “recurso de
habeas corpus”, que regula la detención de un miembro del Congreso o empleado
nacional por una autoridad provincial.
Un caso interesante fue resuelto el 16 de noviembre de 1923, y nos lleva a pensar
que debieron intentarse otros casos de privación de la libertad de este tipo. En un juicio
por divorcio, se logró recluir a la esposa en el Hospital de Melchor Romero so pretexto
de demencia, pero sin orden judicial. Sólo el Director del Hospital mantenía a la
paciente privada de su libertad y se cuestionó su autoridad para mantener la medida. En
la instancia inferior se planteó un amparo de la libertad, que fue desestimado por
entenderse que la internación estaba justificada con certificados médicos y por el
215
informe del Director, quien sostuvo la locura moral de la causante. Se opuesto un
recurso extraordinario, que fue negado y se debió recurrir a la Corte en queja. Se abrió
el recurso pues se consideró que se estaba ante la detención de una persona. La Corte no
tuvo más que tener en cuenta el texto de la Constitución que indica que nadie puede ser
arrestado sino por orden de autoridad competente, motivo por el cual el Director del
Hospital no estaba facultado para mantener una detención no ordenada judicialmente; se
dispuso la libertad (F. 139:154).
En otro reclamo, un conscripto de la clase de 1905 había sido enviado al Hospital
Militar para ser revisado en junta médica, pues existían dudas sobre la procedencia de la
excepción que le fuera otorgada por inhabilidad física. Su padre opuso un recurso de
habeas corpus que la Corte rechazó: se señaló que las leyes de servicio militar otorgaban
a las autoridades militares el conocimiento y resolución de las excepciones y el recaudo
tomado estaba dentro de su competencia (11 de agosto de 1926, en F. 147:67).
La restricción al ingreso de inmigrantes con antecedentes policiales o judiciales dio
origen a otros recursos. La ley 817 no había profundizado el ingreso de los inmigrantes,
facultando al Director General de Inmigración para su aplicación. En un caso el Director
impidió el desembarco de una enferma de tracoma y su esposo reclamó mediante un
habeas corpus que, en primera instancia, fue rechazado, pero que la Cámara aceptó por
considerar que no estaba acreditado que la enferma fuera inmigrante. Pero la Corte
revocó esta decisión y rechazó el pedido: en primer lugar justificó el derecho a impedir
la entrada de extranjeros según las reglamentaciones internas, como la ley 817 dictada
por el Congreso, que el Director había aplicado adecuadamente, pues a pesar de que no
constaba el carácter de inmigrante de la enferma, llegaba de España y pretendió ingresar
al Uruguay donde fue rechazada, lo que daba lugar a interpretar su condición de
inmigrante (8 de junio de 1927, en F. 148:410).
El control del ingreso de extranjeros con antecedentes anarquistas motivó reclamos.
Las ideas socialistas desarrolladas desde Europa y las tendencias más extremas que se
escindieron, como los anarquistas, se introdujeron al país por los inmigrantes,
haciéndose sentir mediante insistentes huelgas y atentados que llevaron al gobierno
nacional a dictar la ley 4144 en 1902, llamada de residencia, y la ley 7029 de 1910,
llamada de defensa social. Esta última quedó derogada cuando se aprobó un nuevo
216
Código Penal en 1922. Pero la primera mantuvo vigencia: permitía con un trámite
administrativo-policial, expulsar a extranjeros cuya conducta comprometiera la
seguridad nacional, perturbaran el orden público o cometieran delitos. Estaba fundada
en el derecho del Estado para admitir extranjeros y sus disposiciones fueron
consideradas de carácter administrativo y no penal. A pesar que el procedimiento
ofrecía argumentos para alentar su inconstitucionalidad, la ley perduró hasta 1958.
Sobre el tema fue famoso el habeas corpus opuesto por los españoles Francisco
Maciá y Ventura Gassol. Habían sido expulsados del país, pero luego volvieron a
ingresar. La Dirección de Inmigración dispuso su salida invocando la ley 817 y el
decreto del 31 de diciembre de 1923 que establecía condiciones para el ingreso al país,
entre otros, certificado judicial y policial que acreditase no estar bajo acción de la
justicia. Los españoles sostuvieron que no eran inmigrantes, sino pasajeros, y que por
ello la Dirección no tenía competencia para disponer su salida del país; en cuanto al
decreto de diciembre de 1923, fue tildado de inconstitucional por regular más allá de las
leyes sobre inmigración. Llegado el caso a la Corte, la mayoría de sus jueces (Bermejo,
Figueroa Alcorta, Repetto), consideraron que habiendo ingresado al país, la posterior
expulsión violaba los arts. 14 y 20 de la Constitución e hicieron lugar al recurso. Pero
también se sostuvo que el fundamento del decreto de diciembre de 1923 estaba en la ley
4144 que permitía la expulsión de extranjeros considerados peligrosos por sus ideas, ley
que estaba vigente y que autorizaba al Ejecutivo a reglamentar las condiciones del
ingreso de inmigrantes y pasajeros extranjeros. Guido Lavalle también aceptó el habeas
corpus, pero por distintos fundamentos: consideró que la ley 817 no era aplicable a los
españoles pues no eran inmigrantes y no existiendo una ley especial, el Ejecutivo no
pudo dictar el decreto de diciembre de 1923 con sanciones no previstas en la
legislación. De ello dedujo que la Dirección de Inmigración había procedido sin
jurisdicción y que el decreto resultaba inconstitucional. Sobre la ley 4144 nada decide,
pues no fue aplicada al caso, ni discutida ni tenida en cuenta por las partes (16 de mayo
de 1928, en F. 151:211).
La defensa del derecho de reunión mediante un habeas corpus estuvo en discusión
en un caso de repercusión pública. La policía de la Capital Federal negó al Partido
Socialista Independiente el derecho a realizar un acto público y la medida se impugnó
ante la justicia federal, que se declaró incompetente. En la Corte se sostuvo que la
217
cuestión formaba parte del poder de policía de seguridad, dentro de las facultades
locales, y en esa jurisdicción había que buscar el remedio, solución a la que arribaron
con la cita de los autores norteamericanos Cooley, Watson, Tiedeman, Blac, junto con
otros locales, como Alberdi, Bielsa, Estrada, González Calderón, Bas, Gallo (25 de
febrero de 1929, en F. 154:5).
Entonces los afectados siguieron el debate ante la justicia criminal de la Capital,
para reclamar contra la decisión policial. Se invocaba un habeas corpus, que fue
desestimado con el argumento de que sólo procedía ante la pérdida de la libertad
individual y que no podía ser extendido a otros supuestos. Luego de varios trámites
llegaron en queja ante la Corte. En insólita resolución, los jueces declararon
improcedente el recurso pues consideraron que el derecho de reunión no era tema
federal y, como la cuestión giraba en torno a preceptos de derecho común, el recurso
extraordinario no podía ser abierto (Bermejo y Figueroa Alcorta). Los jueces Guido
Lavalle y Sagarna buscaron otros argumentos más sólidos. El primero sostuvo que el
tema por su “pública notoriedad”, exigía el tratamiento de la justicia pues estaba en
juego un derecho que se decía violado, lo que daba a la cuestión una índole federal que
obligaba a abrir la queja y el recurso. Sagarna hace lugar a la queja, pero va más lejos
pues resuelve el fondo del asunto, si bien de manera negativa para los reclamantes (27
de septiembre de 1929, F. 155:356).
La Corte no intentó extender el alcance de esta garantía más allá de la protección de
la libertad física, ni hubo quien concibiera la posibilidad de un remedio procesal
inmediato para proteger los demás derechos, ya por interdictos ya por el amparo, como
se proyectaba y estudiaba en otros países, como Brasil.
La libertad de prensa.
La Constitución menciona entre los derechos que gozan sus habitantes, el de
publicar sus ideas por la prensa sin censura previa; la reforma de 1860 prohibió al
Congreso nacional dictar leyes que restrinjan la libertad de imprenta o establezcan sobre
ella jurisdicción federal. La interpretación del primer aspecto no tuvo un desarrollo
doctrinario más allá de la libertad que implica su texto. Las dificultades las planteó el
texto del agregado de la reforma. Desde 1864 la Corte aceptó que el Congreso no podía
legislar sobre prensa ni tipificar delitos cometidos por medio de ella; la legislación penal
218
en materia de prensa no debía ser federal sino quedar para las provincias. También se
reiteró que los tribunales federales no podían juzgar delitos comunes cometidos por
medio de la prensa.
A pesar de las contradicciones prácticas que ofrecía una estricta aplicación del texto,
puestas de manifiesto en los primeros fallos que se dictaron sobre el tema, la Corte de
este período no alteró esta doctrina y siguió apelando al fundamento que habían dado
los constituyentes de 1860 para justificar las restricciones del art. 32: las reglas para
sancionar los abusos de la palabra escrita o hablada debían ser privativas de la sociedad
donde se cometiesen, esto es, de las provincias, pues allí es donde podían dañar
inmediatamente. Todo ello a pesar del avance en las comunicaciones que hacían
trascender los sucesos locales al ámbito nacional dejando de ser sólo temas locales.
La jurisprudencia fue abundante, paralela con el desarrollo de la educación y el
avance periodístico. Juan Kaiser, director del periódico “La Opinión” fue denunciado
por calumnias e injurias por unas publicaciones, y resultó condenado por el juez del
crimen de La Plata a dos años y medio de penitenciaría según el Código Penal,
sentencia que la alzada local confirmó. Sin embargo la Corte revocó la condena: hizo un
largo estudio de los antecedentes del art. 32 de la Constitución, aunque no más allá de lo
que habían aportado las primeras sentencias sobre el caso, concluyendo que eran las
leyes locales las que debían reglamentar y sancionar el ejercicio de la libertad de
imprenta; por lo tanto, la sentencia que aplicaba el Código Penal nacional contrariaba
aquel artículo constitucional (17 de octubre de 1916, en F. 134:161). La doctrina fue
reiterada en otros casos en que se insistió en que debía existir norma regulatoria local
(F. 127:273, 131:282, 131:395; contra Dámaso Valdez director de “El Noticiero” de San
Nicolás, donde se analizaron los antecedentes nacionales y norteamericanos, 31 de
agosto de 1918, en F. 127:429; 128:175, 134:378, 150:310 del 5 de marzo de 1928,
155:57 en la causa de Nicolás Porfirio c/ Américo Ghioldi por calumnias e injurias,
resuelta por la Corte el 15 de julio de 1929).
No se admitieron excepciones en esta evaluación. Cuando fue el caso de considerar
las calumnias inferidas por la prensa por el cónsul del Perú en Córdoba, el juez federal
aceptó la competencia fundado en el cargo que tenía el diplomático; entendió que si
bien el art. 32 prohibía la jurisdicción federal en estos casos, aquí debía aplicársela por
219
el cargo consular y lo previsto por el art. 100 que daba competencia federal a las causas
en que estos fueran parte. Esta interesante interpretación fue revocada por la Cámara de
Apelación y confirmada por la Corte, que, según dictamen del Procurador General,
prefirió subordinar el art. 100 de la Constitución a los dictados del art. 32 (21 de mayo
de 1907, en F. 106:416). Idéntica opinión se impuso años después en un caso similar
contra el cónsul general de España y encargado del consulado otomano en Buenos
Aires, donde la Corte insistió en que el art. 32 debía tener preeminencia pues no hacía
excepciones, y la justicia federal no era competente para entender en delitos cometidos
por la prensa aunque los imputados fueran diplomáticos, quedando abierto el reclamo
ante la justicia local (2 de agosto de 1922, en F. 137:5).
Publicaciones anarquistas provocaron también conflictos de prensa. Uno de los
periódicos de mayor difusión de esta tendencia era “La Protesta”, nacido con el número
del 13 de junio de 1897 como “La Protesta humana”. En el número del 14 de noviembre
de 1913 el dirigente y periodista Teodoro Antilli publicó un artículo titulado
“Radowisky” donde exaltaba su acción vindicadora: era quien atentó contra el jefe de
policía de la Capital en noviembre de 1909 y por entonces cumplía pena en Ushuaia.
Este atentado y otro del mismo tipo ocurrido en el Teatro Colón en junio de 1910,
dieron origen a la ley 7029 de defensa social, complemento de la ley 4144, que
establecía sanciones a la propaganda anarquista, incluso a la cometida mediante la
prensa. Antilli, como autor del artículo, y Apolinario Barrera como administrador del
periódico, fueron denunciados y condenados por apología del delito. Llegaron a la Corte
por impugnación de la ley 7029 que consideraban contraria a los artículos 14 y 32 de la
Constitución que prohibe al Congreso dictar normas que restrinjan la libertad de prensa.
En este caso los jueces consideraron que no existía violación a las normas
constitucionales, pues no sólo no existen derechos absolutos, sino que en el caso no
había censura previa y el Congreso pudo reglamentar y penar delitos cometidos por la
prensa como órgano legislativo local en el ámbito de la Capital Federal (14 de julio de
1914, en F. 119:231).
Otras publicaciones, como “El Anarquista” y “La Bandera Roja”, donde se incitaba
contra las autoridades, motivaron un conflicto de competencia entre el juez federal de
La Plata y el juez de crimen local. El primero sostuvo que había delito de rebelión y, por
ello, era competente. Pero la Corte, siguiendo el dictamen del Procurador General, se
220
inclinó por la competencia provincial por considerarlo un delito cometido por medio de
la prensa (24 de julio de 1919, en F. 129:381).
Incidencia rebuscada fue la demanda del director del diario “La Prensa” de Buenos
Aires, para reclamar la devolución del pago de un impuesto municipal, cuya imposición
vulneraría el art. 32 de la Constitución, pues la actividad periodística no podía ser
considerada como negocio o industria. Curiosamente, el juez de primera instancia hizo
lugar al reclamo, que la Cámara de Apelaciones revocó, pues consideró que la actividad
del diario era la de una empresa con propósito de lucro y que debía abonar la tasa
municipal como la generalidad de las viviendas de familia, y con el recargo para los
negocios e industrias. La Corte sólo debió considerar si el impuesto era contrario a la
garantía consagrada por el art. 32 y se expidió negativamente: el Congreso actuó dentro
de su competencia legislativa local, el gravamen era amplio, tampoco era confiscatorio
y no estaba dirigido sólo a las empresas periodísticas (10 de noviembre de 1920, en F.
133:31).
El tema de la libertad de prensa sacó a luz la necesidad de reglamentar el juicio por
jurados. Se imputaron injurias y calumnias contra el director del diario “La Argentina”
ante el juez del crimen de la Capital Federal. La defensa del acusado sostuvo la
incompetencia del juez del crimen alegando que debía ser acusado ante un jurado
conforme con los arts. 24, 32, 102 y 67 inc. 11 de la Constitución Nacional. Los jurados
previstos por la Constitución, fueron rechazados por la reglamentación procesal
criminal. No había antecedentes de tal planteo. La Corte sostuvo que el Congreso
nacional, como legislatura local, puede reglamentar la libertad de imprenta y someter
sus abusos a los tribunales comunes. En cuanto al juicio por jurados, dijo que la
Constitución no impuso al Congreso el deber de crearlos inmediatamente, ni términos
perentorios para establecer esta reforma (7 de diciembre de 1911, en F. 115:92, fallo al
que se remitieron los jueces en F. 165:258 del año 1932).
La justicia militar.
La Corte aceptó la constitucionalidad de la justicia militar, emanada de la facultad
legislativa del Congreso, y desestimó que su contenido mantuviera los fueros personales
suprimidos por el art. 16 de la Constitución; se entendía que esta norma sólo aceptaba
221
fueros reales, que, en confusa definición, se dijo que eran los que se basaban en la
naturaleza de los actos que fundaban los juicios militares.
Desde 1898 regía el Código de Justicia Militar, que tuvo modificaciones en 1905.
Regulaba el procedimiento militar, la organización de sus tribunales y las penas.
No se objetó la legitimidad de estas leyes. La mayoría de los casos llegados a la
Corte en esta materia, lo fueron para dilucidar conflictos de competencia entre
tribunales ordinarios y militares, que fueron resueltos con equilibrio; pero notamos una
tendencia a restringir el alcance de la jurisdicción militar en favor de la ordinaria,
confirmando el carácter excepcional de este fuero.
En un conflicto de competencia negativa, en donde tanto el Consejo de guerra para
jefes y oficiales del ejército y armada, como el juez federal de la Capital sostuvieron su
incompetencia, la Corte resolvió en favor de la militar. Se trataba de una defraudación
cometida por empleados de las oficinas de la intendencia que si bien no tenían grado o
equivalencias, el Código de Justicia Militar los asimilaba y sujetaba a la justicia militar,
incluso cuando dejaban de pertenecer a la institución armada (30 de marzo de 1911, en
F. 114:193). Igual competencia se atribuyó a la investigación de un delito por
adulteración de los registros de enrolamiento y listas del sorteo de 1897, cometido en
oficinas de Campo de Mayo (F. 127:148).
En cambio en un delito cometido por un conscripto mientras custodiaba presos en
una cárcel común, el conflicto de competencia entre el juez de instrucción militar y el
juez letrado de La Pampa, fue resuelto en favor de este último (28 de noviembre de
1911, en F. 115:77). En igual sentido se decidieron estos casos: ante un desorden
producido en las inmediaciones del Arsenal Esteban de Luca, un conscripto de guardia
que salió fuera del cuartel con una patrulla debido a la falta de policía, disparó y mató a
una persona que viajaba en un tranvía que pasaba por el lugar. El juez militar lo
consideró un acto militar, pero llegado el conflicto al Tribunal, el Procurador General
consideró competente al juez ordinario, pues entendió que ni por el lugar donde ocurrió
el hecho ni por la naturaleza del acto, podía considerárselo cometido en servicio militar,
opinión que la Corte adoptó (26 de julio de 1920, en F. 132:20; doctrina seguida en un
hecho parecido ocurrido en Tucumán, F. 141:71). En una vivienda cercana al cuartel de
Curuzú Cuatiá, un conscripto disparó contra un sargento y otro civil; también aquí el
222
Procurador General sostuvo la competencia del juez ordinario local, pues el delito si
bien lo contemplaba el Código Militar, también lo hacía el Código Penal, argumento
que llevó a la Corte a declarar la competencia del juez local (12 de mayo de 1922, F.
136:206). Igual ocurrió con las lesiones cometidas por un conscripto contra un
particular en la vía pública (F. 137:111). El juzgamiento de un infractor a la obligación
de prestar el servicio militar, corresponde al juez federal cuando aquél no llegó a
incorporarse a su unidad, pues había fugado de la concentración antes de la
incorporación (2 de marzo de 1928, F. 150:307).
Con motivo del movimiento subversivo de tendencia radical de febrero de 1905, en
el cual participaron militares y civiles, un suceso planteó una cuestión de competencia
entre el juez criminal de Mercedes y el juez federal de Bahía Blanca. Las fuerzas
militares sublevadas al mando del mayor Aníbal Villamayor, se encontraron el 6 de
febrero en la estación Pirovano, partido de Bolívar, pero se desbandaron al llegar tropas
nacionales. Un consejo de guerra juzgó a los militares y pasó la causa al juez criminal
de Mercedes para intervenir en los delitos comunes conexos con la rebelión, pero el juez
federal de Bahía Blanca reclamó la causa. En la Corte, el Procurador General sostuvo
que los homicidios y robos perpetrados lo fueron con motivo de la rebelión y, por lo
tanto, era la justicia federal la competente y la Corte así lo decidió, agregando que ni la
ley de amnistía dictada impedía el examen judicial de los delitos comunes, ni la decisión
de los consejos de guerra hacía cosa juzgada sobre esta competencia (18 de mayo de
1907, en F. 106:394).
En un hecho relevante, se debatió si un oficial retirado (se trataba del teniente de
navío Lauro Lagos), conservaba su estado militar y, por ello, podía ser procesado por la
justicia militar. La Cámara federal de la Capital dijo que no. La Corte no llegó a definir
el tema que, por entonces, las leyes militares no contemplaban, y la cuestión se diluyó
en una contienda de competencia (20 de noviembre de 1906, F. 105:297, con disidencia
de fundamentos de los jueces Bunge y González del Solar).
Rescatamos otros fallos que interesan en cuanto a la consideración de la garantía del
debido proceso militar. La Corte entendió que no se violaba la defensa en juicio del
procesado por insubordinación a mano armada y muerte, por tener que elegir defensor
entre militares en servicio activo destinados en el asiento en que funcionaba el Consejo
223
de guerra (7 de noviembre de 1908, en F. 110:210). El principio de igualdad no se ve
afectado por resultar la pena por hurto mayor en el Código de Justicia Militar que en el
Código Penal, teniendo en cuenta las características de la actividad militar (F. 126:324 y
280).
En el proceso al subteniente Pedro V. Mórtola, condenado por insubordinación con
vías de hecho al superior, se planteó la incompetencia de la justicia militar basada en
que el imputado estaba suspendido por el tribunal de honor, y, por tanto, carecía de
estado militar, incidente que la Corte desestimó por considerar la cuestión no revisable
por el recurso extraordinario. También se opuso la inconstitucionalidad de artículos del
Código de Justicia Militar vinculados con el trámite de la prueba por afectar la defensa,
que la Corte también desestimó explicando que la oportunidad y los plazos establecidos
para producir la prueba es consecuencia del orden procesal necesario y tiende a
garantizar la defensa. Tampoco el debido proceso exige la existencia de varias
instancias ni impide que las cuestiones de hecho las aprecie el tribunal como lo hacen
los jurados. Por último tomó vida la existencia de fueros personales, que la Corte
rechazó apelando a su tradicional doctrina (11 de agosto de 1926, en F. 147:45).
En otro proceso, un oficial de administración que resultó absuelto por el Consejo
supremo de guerra y marina, fue igualmente destituído por decreto del Ejecutivo.
Objetada la constitucionalidad de este decreto, la Corte entendió que fue dictado dentro
de las facultades militares del Poder Ejecutivo, que no ejerció funciones judiciales pues
no reformó el fallo, sino que usó de una facultad constitucional (art. 86, inc. 16); al
quitar el grado militar con la destitución, tampoco afectó el derecho de propiedad, pues
el grado tiene una naturaleza propia y el Ejecutivo puede hacerlo perder dentro de sus
facultades de nombrar y remover (31 de diciembre de 1926, en F. 148:157). Otro oficial
fue absuelto por el Consejo de guerra para jefes y oficiales; elevada la decisión al
Ejecutivo, fue devuelto para nueva consideración; el Consejo volvió a absolver. Se
impugnó de inconstitucional la decisión del Ejecutivo, por haber asumido facultades
judiciales prohibidas por el art. 95, cuando existía cosa juzgada. La Corte rechazó el
recurso argumentando que los tribunales militares no forman parte del sistema judicial y
sus decisiones no son objeto del recurso extraordinario cuando interpretan y aplican sus
normas; las leyes militares tienen su fuente en el Congreso y la justicia ordinaria no
224
puede revisarlas. Por lo tanto se consideró que el Presidente había actuado dentro de sus
facultades (7 de septiembre de 1927, en F. 149:175).
Excepciones al servicio militar obligatorio.
La ley nacional que estableció el servicio militar obligatorio, dio competencia a la
justicia federal para entender en los conflictos que planteara. Los vinculados con las
excepciones llegaron con frecuencia a la Corte. La interpretación de la ley 4707 fue
estricta, con un ciego apego al texto, reiterándose que las excepciones debían ser
restrictivas y que la interpretación analógica o humanitaria desenvolvería en gran escala
una filantropía interesada que acabaría por desvirtuar la ley. Con esta ideología no
puede sorprender que se desestimara la excepción al hijo de madre que fue abandonada
por su marido, pues la ley sólo se refería a la madre viuda (3 de noviembre de 1908, en
F. 110:207, reiterado en fallo del 19 de noviembre de 1920, en F. 133:90 y 26 de
septiembre de 1928, en F. 152:342).
Tampoco se exceptuó del servicio militar a quien atendía a sus hermanos menores
ante el abandono del padre (4 de octubre de 1920, F. 132:351), ni al hijo que cubre la
subsistencia de la madre que contrajo segundas nupcias (25 de marzo de 1927, F.
148:287), ni a quien tiene hermano que no cumple servicio militar de su clase sino
recargo (F. 136:335), ni al hijo de madre divorciada (19 de junio de 1929, F. 154:380),
ni al que mantiene las necesidades de su esposa e hijos y la de sus hermanos
abandonados, pues la excepción es sólo para hermanos que atiendan la subsistencia de
otros hermanos menores, huérfanos o impedidos (19 de junio de 1929, en F. 154:385).
En otra ocasión, con las disidencias de Bermejo y Daract, se concedió la excepción
al nieto natural que atendía la subsistencia de la abuela pobre (F. 110:316).
Más compleja fue la cuestión que propuso un extranjero naturalizado de 18 años,
que había renunciado al privilegio de no prestar el servicio militar, conforme con el art.
21 de la Constitución; pero cuando fue convocado, dijo que su renuncia sólo lo era para
el caso de guerra y pidió la excepción al servicio militar. El juez federal de La Plata
analizó la validez de la renuncia y la consideró nula por entender que no había existido
consentimiento de sus representantes y exceptuó al reclamante. La Cámara de
apelaciones interpretó que si bien el Código Civil prohibía a los menores enrolarse en el
servicio militar, la facultad de prestar o no voluntariamente el servicio militar estaba por
225
encima de las normas civiles y quien renunciaba libremente al beneficio del art. 21
quedaba obligado al cumplimiento; revocó la sentencia de primera instancia y obligó a
prestar el servicio. La Corte confirmará esta decisión y aportará otros argumentos: podía
ingresar como voluntario al servicio siendo menor, la minoridad no era causal de
invalidez de la renuncia al servicio militar cuando no lo fue el de renunciar a su propia
nacionalidad, que es acto mayor (4 de agosto de 1926, en F. 147:16).
Prerrogativas parlamentarias.
En dos interesantes fallos se trató el alcance territorial de los privilegios e
inmunidades que las constituciones provinciales otorgan a sus legisladores. En uno de
ellos, el senador de la Legislatura de la provincia de Buenos Aires, Manuel Gazcón (h),
actuó ante la Cámara de apelaciones en lo criminal y correccional de la Capital Federal
como abogado defensor de un reo, y presentó un escrito que el tribunal consideró
necesario sancionar con 48 hs. de arresto. El abogado apeló la sanción alegando que,
como senador provincial, gozaba de la inmunidad de arresto en todo el territorio de la
Nación. La Corte, correctamente, rechazó el recurso: cuando el senador actuó en la
jurisdicción del tribunal para ejercer su profesión de abogado, se sometió a las reglas
que gobiernan su funcionamiento, y la inmunidad de arresto cede ante las facultades
disciplinarias del tribunal, pues prevalecen las atribuciones del poder donde se llevan a
cabo los actos agresivos. Por otra parte, la inmunidad de arresto de los legisladores tiene
por finalidad mantener su libertad para ejercer el cargo, lo cual no impide la corrección
disciplinaria del tribunal, que no constituye estrictamente la imposición de una pena (10
de octubre de 1912, en F. 116:96).
También invocó fueros parlamentarios el senador de Mendoza Exequiel Tabanera
(h) (aparece escrito además como Tabernera en otros fallos), ante la prisión preventiva
por defraudación dispuesta por un juzgado de instrucción de la Capital Federal. La
Cámara de apelaciones desestimó el recurso y la Corte confirmó la solución: el
procesamiento del senador provincial no perturba el funcionamiento de los poderes
provinciales; la exención de arresto y el desafuero están previstos en favor de los
miembros del Congreso Nacional y nada autoriza a extenderlos a los miembros de las
legislaturas provinciales. Si cada uno de los legisladores provinciales llevase por todo el
país sus inmunidades locales contra los procedimientos criminales de que se hiciera
226
pasible, se crearía una situación de privilegio ajeno al sistema representativo y
republicano. La solución de la Corte fue objeto de críticas; se consideró que las
prerrogativas que las constituciones locales otorgan a los miembros de sus legislaturas,
deberían extenderse dentro y fuera de sus provincias. La acción de la justicia federal y
nacional sobre los legisladores provinciales, por encima de las prerrogativas
reconocidas en las constituciones provinciales, podría afectar los poderes locales, a
pesar de lo que opinaron los jueces en este caso. Quizá más acertada fue la tesis
contraria que tuvo el Procurador General, quien dictaminó en favor de las prerrogativas,
invocando el art. 8 de la Constitución nacional. La Corte explicó que este artículo sólo
se refiere a los ciudadanos y no era extensible a las inmunidades de los legisladores (25
de julio de 1914, en F. 119:291).
El diputado nacional Nicolás Repetto invocó los privilegios de los arts. 60 (libertad
de opinión) y 61 (exención de arresto), para impedir el trámite de una querella por
calumnias e injurias. La Corte rechazó el pedido: las prerrogativas parlamentarias
existen en la medida que aseguren la independencia del cuerpo del que forman parte,
pero no es posible impedir que se les promuevan acciones criminales que no tengan
origen en sus opiniones como legisladores, ni tampoco impedir que avancen los
procedimientos de esos juicios mientras no afecten la libertad personal del legislador. El
derecho de acusarlos existe (art. 62) pero la inmunidad de arresto subsistirá hasta tanto
se allane el fuero. En consecuencia el procedimiento debía continuar (7 de noviembre de
1921, en F. 135:250).
Facultades disciplinarias de las Cámaras legislativas.
Al debate sobre el tema, que en el siglo anterior dio origen al fallo recaído en la
causa contra Lino de la Torre, que la Corte resolvió en favor del poder disciplinario de
las cámaras, y al caso de Eliseo Acevedo, que desestimó tal facultad, se suman en este
período algunos ejemplos provenientes de sanciones aplicadas por legislaturas
provinciales, que la Corte consideró válidas como ejercicio del poder disciplinario más
que como sanción penal. Tal lo que ocurrió al confirmar un arresto impuesto por la
Cámara de Diputados de La Rioja a Carlos Quiroga, por un artículo periodístico que
afectaba sus privilegios (26 de diciembre de 1914, en F. 120:207), interpretación que se
227
reiteró ante un reclamo del periodista Max Consoli por la sanción de arresto de la
Legislatura de Entre Ríos (F. 125:287; otro en F. 122:100).
Extenso análisis mereció un recurso por la sanción de 15 días de arresto impuesto
por la Cámara de Diputados de Santiago del Estero contra uno de sus miembros por
falta contra la autoridad y el decoro. La cuestión se ventiló ante los tribunales locales sin
éxito y la Corte también rechazó el reclamo. El Procurador General explicó que el caso
había sido decidido por la justicia provincial y no podría ser revisado por recurso
extraordinario, de acuerdo con la doctrina que consideraba que la interpretación y
aplicación de las constituciones provinciales estaba fuera del mismo. Asimismo
agregaba que las palabras “juicio” y “proceso” del art. 18 de la Constitución, no se
aplican a las actuaciones parlamentarias para reprimir desacatos, pues no la consideraba
jurisdicción criminal sino la represión correccional de ofensas, doctrina que seguía lo
expuesto en la causa Lino de la Torre en 1877. El dictamen fue aceptado por la Corte
que rechazó el recurso (30 de septiembre de 1925, en F. 144:391).
Las intervenciones federales a las provincias.
La Constitución previó la posibilidad de que “el gobierno federal” intervenga en las
provincias para garantizar la forma republicana de gobierno, para repeler invasiones
exteriores o para sostener o restablecer a las autoridades depuestas por sedición o
invasión de otra provincia (art. 6). No indica cuál es la autoridad encargada de disponer
la intervención, ni las facultades del interventor, ni los alcances que puede tener la
intervención. El artículo tampoco fue reglamentado por ley. En consecuencia la Corte
debió interpretar alguno de estos aspectos. En el caso “Cullen c/ Llerena” indicó que la
intervención era una medida de carácter política y exclusiva de los poderes políticos,
Legislativo y Ejecutivo. En este período amplió conceptos sobre las facultades del
interventor y la naturaleza de la intervención.
Esta facultad fue utilizada con excesiva frecuencia en la práctica y en no escasas
veces como medio para definir conflictos partidarios, o eliminar gobiernos provinciales
desafectos a la política del gobierno federal. En su gran mayoría las intervenciones
fueron dispuestas por decreto del Ejecutivo y no por ley del Congreso, haciendo uso el
Presidente de la Nación de una facultad que no tenía fundamento constitucional, pero
228
que no fue impugnada y sirvió para aumentar su autoridad por encima de los demás
poderes.
Hasta el advenimiento del radicalismo al poder, en 1916, las intervenciones
estuvieron orientadas a mantener sometidas las autoridades provinciales al centralismo
ideológico ejercido desde la Capital; la unidad imperó debido al sistema institucional y
electoral existente y en algunos períodos no fueron excesivas. Pero el presidente
Hipólito Yrigoyen consideró necesario recurrir a la intervención para terminar con el
sistema político que imperaba, fruto de la corrupción electoral. De esta manera durante
el período 1916 a 1922 se dispusieron 19 intervenciones, y algunas provincias lo fueron
por 2 veces, de las cuales sólo 4 fueron dispuestas por ley del Congreso y el resto por
decretos. Durante la presidencia de Alvear (1922-1928), las intervenciones fueron 12,
sólo 5 dispuestas por ley. Yrigoyen en su segunda presidencia (1928-1930), dispuso 2
intervenciones. Pero no siempre existieron elecciones libres en las provincias
intervenidas, y los males políticos se mantuvieron, agregándose díscolas tendencias
críticas al sistema radical, como ocurrió en Mendoza con el lencinismo, en San Juan con
el cantonismo y en Salta con el gobernador rebelde Joaquín Castellanos.
Con la excusa de la doctrina que ubicaba la intervención como una cuestión política
propia de los poderes legislativo y ejecutivo, la Corte evitó entrar en el análisis de estas
prácticas deficientes. En un caso sostuvo que las intervenciones eran actos políticos del
poder federal limitados a los objetivos previstos en la Constitución, y los interventores
no eran funcionarios de las provincias pues sus poderes emanaban del gobierno
nacional. Esto no significaba que no tuvieran legitimidad para representar a la provincia
en una demanda, pues las provincias no podían carecer de representación para estar en
juicio durante la intervención (26 de febrero de 1918, en F. 127:91). Tampoco podían
suspenderse la ejecución de las sentencias o procedimientos contra la provincia durante
la intervención (9 de marzo de 1925, en F. 143:11 y 22 de noviembre de 1929, F.
156:126, ambos contra la provincia de Mendoza).
En otra oportunidad se pidió la nulidad de un fallo judicial dictado en San Juan
luego de haberse decretado la intervención de los tres poderes, pero antes que el
interventor dispusiera sobre la continuidad de los miembros del poder judicial. La Corte
229
dijo que la intervención no paraliza a la provincia y los actos de los funcionarios siguen
siendo válidos
“cualquiera que pueda ser el vicio o deficiencia de sus nombramientos o de su
elección, fundándose en razones de policía y necesidad y con el fin de mantener
protegidos al público y a los individuos cuyos intereses puedan ser afectados, ya que no
les es permitido a estos últimos realizar investigaciones acerca de personas que se
hallan en aparente posesión de sus poderes y funciones”, con cita de la obra del
canadiense Constantineau, Public officers and the de facto doctrine 1 (30 de marzo de
1927, en F. 148:303).
Esta doctrina tendría especial desarrollo en el recurso extraordinario planteado por
Alejandro Orfila. Era gobernador de Mendoza y pertenecía al lencinismo local, cuando
el gobierno nacional, mediante una ley, dispuso la intervención. Un juez del crimen
provincial, designado por el interventor, procesó a Orfila y dispuso su prisión, medida
que recurrió ante la justicia federal que se declaró incompetente. El caso llegó a la Corte
por recurso extraordinario. El Procurador General Rodríguez Larreta sostuvo la
incompetencia federal y la confirmación de las medidas del juez local. En su fallo, la
Corte analizó dos cuestiones que surgían del reclamo: si los interventores pueden
designar jueces en la provincia intervenida, y, en caso afirmativo, si tales jueces pueden
conocer en delitos cometidos antes de su nombramiento.
Con el primer aspecto se hicieron consideraciones sobre la naturaleza de la
intervención en torno a los arts. 5 y 6 de la Constitución y su interpretación doctrinaria,
con cita de la obra de Estrada, que trae un interesante estudio del instituto. El poder para
disponer la intervención corresponde “implícitamente” al Congreso. Ya no se trataría de
una facultad de los dos poderes que en otra situación se consideró política; ahora sería
sólo el Congreso el indicado para intervenir. Pero la Corte no hace una crítica a las
intervenciones dispuestos por decreto del Ejecutivo y termina agregando que la ley de
intervención es política y de exclusiva incumbencia de los poderes legislativo y
ejecutivo, no alterando la doctrina tradicional.
1 Creemos que esta obra aparece citada por primera vez. Luego tendrá un particular interés por su mención en la Acordada del 10 de septiembre de 1930. En el caso que mencionamos en el texto, la cita fue correcta puesto que la obra se refiere a los funcionarios que no tengan una designación legal y no a los gobiernos que asumen de hecho.
230
Precisa luego el carácter del interventor: es un representante directo del presidente
de la República, que actúa en función nacional transitoria para cumplir con la ley de
intervención, sujetándose a las instrucciones recibidas. No están sometidos a las
responsabilidades de las leyes locales sino a las del orden nacional. De cualquier manera
la vida civil y social de la provincia continúa y ello implica la necesidad de que exista y
funcione la administración de justicia. Esto justifica que los interventores puedan
nombrar jueces, que quedarán sometidos a la normativa local una vez reintegrada la
provincia a la normalidad política. Con esta orientación se reconoce el derecho del
interventor a proveer los cargos judiciales.
El segundo aspecto también es desestimado: si los nuevos jueces no pudieran
conocer en cuestiones anteriores a su designación, se estaría limitando su competencia,
que se extiende legítimamente a todas las cuestiones anteriores y posteriores al
nombramiento. Esto no viola la garantía del art. 18 que asegura que nadie puede ser
sacado de los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa ni juzgado por
comisiones especiales, según se invocaba en la defensa. Existe un ordenamiento
legislativo impuesto antes del hecho que satisface la garantía del art. 18, mientras que la
competencia de los jueces nombrados por el interventor, comprende a todos los
habitantes de la provincia, lo que aleja la idea de comisiones especiales y hace que estos
magistrados sean los jueces propios o naturales (29 de mayo de 1929, en F. 154:192).
Indulto y conmutación de penas.
La Constitución faculta al Presidente para indultar y conmutar penas por delitos
sujetos a la jurisdicción federal, previo informe del tribunal, salvo en el caso del juicio
político.
En la Corte se llegó a debatir si esta facultad presidencial podía ser ejercida antes de
la condena judicial. La doctrina disentía: había quienes sostenían que refiriéndose a
penas por delitos, era necesaria una pena impuesta por un tribunal. Sin embargo en el
caso de José Ibáñez, la mayoría se inclinó por la solución contraria. Ibáñez había sido
condenado en primera instancia por un hurto de escasa importancia, pero el juez no
encontró medio para apartarse del mínimo que la ley fijaba. Pendiente la resolución de
la Cámara de apelación, el presidente Yrigoyen dispuso el indulto. La Cámara rechazó
la medida y resolvió continuar el trámite. En la Corte, el Procurador General Matienzo
231
se expidió favorablemente al indulto. Luego de un trámite formal (los jueces indicaron
que no podían expedirse por falta del informe del tribunal, y el Procurador general les
advirtió que existía agregado en la causa), también los jueces del superior tribunal se
inclinaron por considerar procedente el indulto con el argumento de que, cuando la
Constitución confiere un poder en términos generales, no puede ser restringido a casos
particulares. Sin embargo los jueces Palacio y Méndez votaron en disidencia con un
extenso análisis de los antecedentes del caso, concluyendo que el indulto no podría
ejercitarse sin existir sentencia condenatoria pasada en autoridad de cosa juzgada (16 de
junio de 1922, en F. 136:244).
En un caso anterior, el ministerio fiscal planteó la inconstitucionalidad de los
artículos 73 y 74 del Código Penal que autorizaban a los jueces a reducir penas luego de
un tiempo de cumplimiento y según la conducta del condenado, por considerarlas que
afectaban la facultad de indultar y conmutar penas que tenía el Ejecutivo. La Corte
explicó que no existía contradicción y que se trataba de sistemas diferentes que no
planteaban un conflicto de poderes, pues mientras la facultad del Ejecutivo era
discrecional y humanitaria, la judicial estaba limitada por las prescripciones legales (1º
de octubre de 1914, en F. 120:19).
Ciudadanía y nacionalidad.
Ambos conceptos dieron lugar a debates doctrinarios; algunos lo consideraban
sinónimos y otros les atribuían distinto significado. La Constitución habla de
ciudadanos y extranjeros para referirse a los habitantes del país, lo que implicaría
aceptar que ciudadanía es lo mismo que nacionalidad. Así lo interpretó la Corte en el
pedido de carta de ciudadanía que solicitó Emilia Mayor Salinas. La Cámara federal de
Córdoba se la negó, pues entendió que la ciudadanía consistía en el ejercicio de la
potestad política que las leyes no conferían a la mujer. Pero la Corte consideró que la
ciudadanía no está limitada al ejercicio de los derechos políticos y que esta
interpretación restrictiva de ciudadanía la confundía con derecho electoral, excluyendo
otros atributos del concepto, como la protección y amparo que corresponden al
ciudadano en razón de su bandera y patria; los ciudadanos tendrían privilegios e
inmunidades que no están limitados al sufragio (pero no se dicen cuáles serían), y ponen
el ejemplo de los soldados, cabos y sargentos de las fuerzas armadas, que, a pesar de
232
estar excluídos del padrón electoral no dejan de ser ciudadanos. Para la Corte
ciudadanía y nacionalidad serían sinónimos y tal equivalencia la encuentran en el texto
de la ley de ciudadanía y naturalización 346 de 1869, y en el texto de los arts. 20 y 21 de
la Constitución. Cuando se autoriza al Congreso a dictar leyes sobre naturalización y
ciudadanía (67, inc. 11) con sujeción al principio de “ciudadanía natural”, la voz
ciudadanía no tendría sentido si no se la interpreta como nacionalidad aplicada al
principio del jus soli. Por lo tanto, se entendía que carecía de sentido denegar la
ciudadanía pues la incapacidad de la mujer para el ejercicio del sufragio no amenguaba
su nacionalidad (Bermejo, Figueroa Alcorta, Méndez, Repetto, Laurencena, 24 de
septiembre de 1926, en F. 147:252).
En otro caso se debió volver al tema, aunque como complemento del reclamo
principal que consistía en el pedido de Julieta Lanteri de Renshaw para enrolarse. A la
reclamante ya la vimos en el caso de la discusión sobre la constitucionalidad de la
prórroga de las leyes de alquileres. Tenía carta de ciudadanía, integraba la Liga de
Mujeres libre pensadoras y había fundado el Partido Feminista Nacional, que la llevó
como candidata a diputada nacional en varias elecciones entre 1920 y 1926. Su elección
hubiera planteado originales problemas parlamentarios. En este caso se le había
denegado administrativa y judicialmente su enrolamiento. En la Corte, los jueces
reconocieron que ninguna ley le negaba la inscripción, pero por su sexo estaba exenta y
excluída de ese deber. La ley de enrolamiento estaba referida al servicio militar que para
los jueces era incompatible “con los destinos de la mujer en el hogar, en la sociedad”.
Quizá podría discutirse la posibilidad de que la mujer actuara en la vida política por el
ejercicio de los derechos electorales, y sería más útil el voto de la mujer instruída -dicen
los jueces- que el sufragio inconsciente o venal del elector analfabeto. Pero no parece
discutible la presencia de la mujer-soldado: el servicio militar no es un privilegio, sino
una carga y la mujer nacionalizada si no se enrola no pierde derechos como el hombre,
que debe cumplir obligaciones militares, motivo por el cual rechazan el pedido (15 de
mayo de 1929, en F. 154:283.
Un examen de este fallo nos permite advertir que los jueces hubieran llegado a
aceptar una candidatura femenina, pero al mismo tiempo, ajustados a una adaptación
masculina de las normas vigentes, relegan a la mujer a los quehaceres del hogar y ni
233
presumen la posibilidad de la mujer como soldado, consecuencia de la visión filosófica
imperante y de una práctica estática.
Aumento de las facultades reglamentarias del Poder Ejecutivo.
En nuestro sistema constitucional, el Congreso aprueba las leyes y el Poder
Ejecutivo puede reglamentarlas para su ejecución, pero estos reglamentos no pueden
alterarlas con excepciones (86, 2).
En general el Congreso no fue minucioso en el trabajo legislativo y dejó a la
reglamentación del Ejecutivo un vasto espacio, que los tribunales debieron interpretar
con atención, pues estaba en juego la división de poderes y el sentido de la ley. El
Congreso no podía autorizar al Ejecutivo a dictar normas primarias, por ser facultad
indelegable, y es al legislador a quien corresponde establecer el alcance de la ley. La
Corte sostuvo que con el pretexto de reglamentar, no es posible suplir lagunas o
desvirtuar lo previsto en la ley (F. 131:1046, 132:561). Sin embargo, estos espacios
reglamentarios no fueron limitados con precisión y permitieron el avance del Ejecutivo
en materia legislativa, avance que incrementó su poder sobre el Congreso. La confusa
descripción de las facultades reglamentarias presidenciales, siempre dejaban un espacio
de poder que lo favorecía.
Un decreto reglamentario de la ley 11.252 del 7 de diciembre de 1923, que
estableció un impuesto sobre primas de seguros que celebrasen compañías cuya
dirección y capital no estuviesen radicadas en el país, fue tildado de inconstitucional por
la firma Chadwick, Weir y Cía. por extralimitar las facultades reglamentarias. La Corte
sostuvo la amplitud reglamentaria del Ejecutivo: en una estricta exégesis, se dijo que los
decretos reglamentarios pueden apartarse de la estructura literal de la ley, siempre que
se ajusten al espíritu de la misma; el texto legal puede ser modificado en sus
modalidades de expresión siempre que no afecten su acepción substantiva.
Es cierto que en el caso se intentaban gravar utilidades que salían del país para
distribuirse como dividendos en el extranjero, incrementando el ahorro de otras
naciones. La carga parecía justa. Pero nos preguntamos si no hubiera sido correcto que
el gravamen y la sanción lo fijara expresamente la ley en lugar de regularlo la
reglamentación. Porque en definitiva la explicación de los jueces dejaba un confuso
pero amplio margen para aceptar o rechazar en lo futuro estos decretos (9 de abril de
234
1928, en F. 151:5). Algo más: la Corte sería estricta al momento de analizar la
reglamentación de las leyes provinciales por parte de ejecutivos locales, pero liberal
cuando se trataba de reglamentaciones del Ejecutivo nacional.
A esta amplia facultad de reglamentación, se le sumó la permisiva interpretación de
la delegación de facultades legislativas. El primer caso donde se analizó el tema fue el
reclamo de la firma naviera Delfino y Cía., por una multa impuesta por la Prefectura
General de Puertos a los agentes del vapor alemán “Bayen”. La ley 3445 de 1896
regulaba la policía de la navegación y atribuía competencia a la Prefectura en delitos
cometidos en jurisdicción marítima o fluvial; debía instruir sumarios con conocimiento
del juez competente, vigilar el cumplimiento de las normas sobre entrada y salida de
buques y juzgar contravenciones menores; la ley preveía la futura redacción de un
código de policía fluvial y marítima. Pero hasta tanto este código se dictara, el 31 de
julio de 1900 el Ejecutivo aprobó un reglamento del puerto de la Capital que establecía,
entre otras numerosísimas normas, la sanción a los buques que arrojaran al agua o a
tierra toda clase de objetos. Con este fundamento la Prefectura impuso la multa en
discusión, impugnada por la empresa por considerar el decreto como una delegación
inconstitucional de facultades legislativas en el Ejecutivo, ya que este poder carecía de
atribuciones para establecer sanciones penales. La Corte interpretó que no existía
delegación cuando una autoridad investida de un poder lo pasaba a otra autoridad, y
distinguía entre la delegación para dictar o hacer la ley, que está prohibida, de la
facultad para establecer la forma de su ejecución, que correspondía al Ejecutivo
autorizado para reglamentar las leyes. El decreto impugnado tenía su origen en los
poderes reglamentarios del Ejecutivo y no en una delegación y por ello era válido. Pero
también se hacían consideraciones sobre el poder de reglamentación que tendrían tanto
el Ejecutivo como el Congreso, con ejemplos de este último que consideramos
desacertados pues el Congreso no reglamenta, dicta las leyes. En cuanto a las facultades
del Ejecutivo para crear sanciones como arresto o multas, surgirían de la misma ley que
faculta para aplicar multas dentro de un máximo, lo cual ubicaría estas penas dentro del
alcance del art. 18 de la Constitución (20 de junio de 1927, en F. 148:430; también en
Jurisprudencia Argentina, 25-33).
Luego vino el caso que justificó la existencia de sanciones administrativas reguladas
por la policía o por la municipalidad. Su origen estaba en el Código de Procedimientos
235
en lo Criminal dictado para la Capital Federal y territorios nacionales en 1888. Su art.
27 autorizaba el juzgamiento de faltas o contravenciones a ordenanzas municipales o de
policía cuando las penas no excedieran de un mes de arresto o de cien pesos de multa
(esta última se fue aumentando por reglamentaciones sucesivas que la actualizaron).
Con fundamento en esta delegación se dictaron numerosos edictos policiales y
normativas municipales que permitieron hasta la privación de la libertad por
funcionarios administrativos sin control judicial. Esta delegación fue justificada en el
reclamo de Ricardo Bonevo, sancionado por el jefe de policía con multa o, en su
defecto, con 15 días de arresto, al ser sorprendido ejerciendo oficio de corredor de hotel
en la estación Retiro sin llenar formalidades, falta prevista en uno de los edictos. La
Corte, con cita del caso Delfino, justificó la disposición del Código de procedimientos e
insistió en que no había delegación para hacer la ley sino para ejecutarla, y que no se
violaban principios contenidos en el art. 18 de la Constitución (2 de agosto de 1929, en
F. 155:178 y J.A., 30-303).
Poco después también se rechazó la inconstitucionalidad de la ley 5098 que
facultaba al Concejo Deliberante de la Capital, para fijar penas de multas o arrestos por
contravenciones a ordenanzas (12 de febrero de 1930, en F. 156:323).
Estas concesiones nos permiten apreciar que en la disputa entre los poderes, el
Ejecutivo encontró variados caminos para elevarse, que la Suprema Corte no supo o no
le interesó limitar; al contrario, lo fue favoreciendo a través de una jurisprudencia que
comprometió la tan mentada división de poderes, debilitando con rapidez a un
indiferente Legislativo.
La aceptación de sanciones por edictos policiales, por ejemplo, llegó a tiempos
recientes y, con pocas excepciones, ha tenido el camino allanado de obstáculos
judiciales. La Corte mantuvo su interpretación y el Legislativo no le interesó legislar
sobre el tema. Lo que incorporaron los jueces ante la pasividad legislativa, fue la
exigencia del control judicial de las decisiones policiales o municipales, control que no
siempre ha servido para garantizar un procedimiento eficiente.
El ejercicio del Patronato.
Son privilegios cuyo ejercicio la Iglesia Católica puede otorgar a terceros, y los
otorgó en su momento a los reyes de España, y los gobiernos patrios a partir de 1810 se
236
consideraron sucesores de dichos privilegios, aunque la Iglesia no reconoció tal
continuidad. Pese a ello la Constitución otorgó al Poder Ejecutivo el ejercicio de los
derechos del Patronato en la presentación de obispos ante el Vaticano para las iglesias
catedrales, propuestos en terna por el Senado, y también lo facultó para conceder o
negar el pase de los decretos conciliares, bulas, breves y rescriptos del Sumo Pontífice,
con acuerdo de la Corte Suprema (art. 86, incs. 8 y 9); al Congreso lo facultó para
arreglar el ejercicio del patronato (67, 19). Estas atribuciones se refieren sólo a la Iglesia
Católica, pues las demás creencias religiosas no tienen este control.
Las relaciones entre la Iglesia y el Estado no encontraron una adecuada adaptación,
pues el Vaticano no reconocía los derechos que asumían las autoridades argentinas ni
estas intentaron llegar a un concordato.
En este período se presentó un conflicto que el periodismo se ocupó de agravar. Al
fallecer el Arzobispo de Buenos Aires, Mariano Antonio Espinosa en abril de 1923, el
Cabildo Eclesiástico designó Vicario capitular al canónigo Bartolomé Piceda, que
obtuvo la aprobación del gobierno. Mientras tanto, el Presidente Alvear pidió al Senado
que formara una terna para elegir sucesor, que se integró con los nombres de Miguel de
Andrea, Francisco Alberti y Abel Bazán, estos últimos obispos de La Plata y Paraná. El
Presidente se conformó con de Andrea y lo propuso al Vaticano, donde reinaba Pío XI.
Los candidatos eran religiosos de destacada actuación y de Andrea, por entonces Obispo
de Temnos, había tenido especial participación en cuestiones sociales. Ya fuese por
deficiencias en las gestiones diplomáticas del nuncio papal en el país, como del
embajador argentino en Roma, la propuesta encontró reparos en el Vaticano, cuyos
motivos no se conocieron pero que, según se dijo, no afectaban al candidato. Pero de
Andrea, al conocer estas dificultades, renunció a su propuesta en dos ocasiones. El
Presidente Alvear, obcecado, decidió no modificar su propuesta, lo que dio origen a
desafortunadas interpretaciones. Mientras proseguían los complicados trámites, el
gobierno insistiendo en su candidato y el Vaticano no aceptándolo, el 2 de diciembre de
1924 la Santa Sede nombró directamente administrador apostólico del Arzobispado de
Buenos Aires al Obispo de Santa Fe, Juan Agustín Boneo, lo que complicó aún más el
procedimiento, pues el gobierno sólo aceptaba al Vicario Piceda y desconocía el
nombramiento papal, para el cual no había sido consultado. Con el fin de autorizar el
pase del nombramiento de Boneo, se le exigió que presentara los documentos de su
237
designación, los que fueron sometidos a consideración de la Corte Suprema a fines de
diciembre. La documentación de Boneo sólo consistía en un decreto del Nuncio
Apostólico ante el gobierno argentino. La Corte se despachó con un extenso dictamen
donde analizó el origen del derecho del patronato, que remontaba a la legislación de
Indias, considerando al gobierno patrio su continuador. Contradictoriamente reconoció
la vigencia de disposiciones del Concilio de Trento como leyes obligatorias en el país,
de lo que debería deducirse que tales privilegios se perdieron al apropiarse de bienes
eclesiásticos en determinados momentos de la historia patria, pues así lo establecían las
normas de dicho Concilio; pero de esto los jueces nada dijeron. Pero se recordó el caso
del nombramiento del delegado pontificio Marino Marini en 1864 y la desaprobación
del gobierno de Mitre de investiduras distintas a los obispos. En conclusión, los jueces
consideraron que la decisión del Nuncio no era suficiente y aconsejaron denegar el pase
del nombramiento asumiendo una postura regalista ante un problema que no alteraba el
fondo del debate. Parece que los jueces no quisieron ser menos que el Presidente (6 de
febrero de 1925, en F. 142:342).
Hubo quienes presagiaron hasta el rompimiento de relaciones con el Vaticano
debido a la duración del conflicto, pero la cuestión se superó. En los primeros meses de
1925 y luego del dictamen de la Corte, se aceptó la renuncia de de Andrea, que el
Presidente resistía, y se pidió el retiro del Nuncio. El Vicario Piceda falleció y
desapareció la superposición de autoridades. Se mantuvo Boneo, a quien el gobierno
desconocía y no trataba oficialmente, aunque evitó toda hostilidad considerando la
venerable figura de este Obispo. Se pidió nueva terna al Senado, lograda en 1926, y fue
propuesto fray José María Botaro, quien no encontró objeciones del Vaticano1.
Los títulos universitarios y la habilitación profesional.
Según antiguas leyes españolas, las universidades sólo extendían un título científico
que no habilitaba para el ejercicio profesional, reservado a la potestad del Estado. Antes
de 1810 los graduados en Derecho, por ejemplo, debían rendir exámenes ante las
Audiencias, previas pasantías o cursos en las academias de practicantes. En el período
patrio, los graduados en Córdoba o Buenos Aires, únicas universidades existentes, 1 V. GALLARDO, Angel (quien fuera Ministro de Relaciones Exteriores durante el conflicto), Memorias para mis hijos y nietos (Academia Nacional de la Historia). Buenos Aires, 1982, ps. 346 a 417) y GALLARDO, Jorge Emilio, Conflicto con Roma (1923-1926). La polémica por monseñor de Andrea (El Elefante Blanco). Buenos Aires, 2004.
238
previa práctica rendían examen ante los más altos tribunales locales; en general lo
hacían en Buenos Aires ante la Cámara de Apelación. Dictada la Constitución de 1853,
esta habilitación fue facultad de los tribunales provinciales. En 1885 se dictó la ley
1597, llamada Avellaneda, que por entonces la impulsó como senador nacional luego de
haber pasado por el rectorado de la Universidad de Buenos Aires; regulaba los órganos
de gobierno de las universidades nacionales (Córdoba y Buenos Aires), el
procedimiento para designar los profesores, a cargo del Poder Ejecutivo previa
propuesta en terna de las autoridades universitarias, y autorizó a estas universidades
para otorgar diplomas para el ejercicio profesional.
También se organizaron estudios mayores en la provincia de Santa Fe, dentro del
Colegio de la Inmaculada Concepción de la capital, dictándose planes por ley provincial
de 1871 para la carrera de derecho con una Academia de práctica forense. Estos
estudios fueron nacionalizados por ley del 17 de octubre de 1919.
El reconocimiento de títulos universitarios otorgados antes de la ley 1597, pero cuya
inscripción se solicitó con posterioridad para ejercer la profesión, dio lugar al debate
dentro de la Corte. Maximino de la Fuente solicitó la inscripción en la Corte de un
diploma de licenciado y doctor en derecho expedido por la Universidad de Córdoba en
1877; lo tenía inscripto en los tribunales de La Rioja desde agosto de 1902, donde
ejerció la abogacía e incluso se desempeñó como fiscal nacional. La mayoría de los
jueces se expidió favorablemente: se sostuvo que ya la ley 46 de 1863 había autorizado
a los abogados y procuradores de los tribunales de provincia a ejercer la profesión ante
los tribunales federales; si bien la ley 1597 de 1885 prohibió expedir títulos a las
facultades independientes, el que se presentaba era anterior y fue registrado en La Rioja
y podía ser inscripto en la Corte (Bunge, González del Solar, Moyano Gacitúa). Los
jueces Bermejo y Daract se expidieron en contra: recuerdan que los grados no
habilitaban para el ejercicio profesional pues requería el reconocimiento de tribunales
locales; cuando el título fue inscripto en La Rioja ya estaba en vigencia la ley 1597 por
lo cual para que el título se lo habilitara para el ejercicio profesional se debió obtener
diploma en Córdoba o en Buenos Aires según las regulaciones de la citada ley
universitaria (5 de octubre de 1905, en F. 103:5).
239
Estas divergencias se repitieron, aunque volvieron a ser resueltas favorablemente,
cuando se pidió la inscripción de un título de abogado extendido por la Universidad
provincial de Santa Fe e inscripto en los tribunales de esa provincia el 13 de julio de
1904 (23 de diciembre de 1905, en F. 105:416).
Al considerarse en el Senado el proyecto de ley que creaba la Universidad Nacional
del Litoral, se debatió la constitucionalidad de un artículo que otorgaba validez a los
títulos expedidos por dicha Universidad antes de su nacionalización. El senador Joaquín
V. González apoyó la conveniencia de admitir tales títulos y recordó los fallos de la
Corte en tal sentido (sesión ordinaria del Senado del 27 de septiembre de 1919).
Cuando las leyes provinciales establecieron recaudos vinculados con la capacidad
civil o profesional para inscribir títulos universitarios otorgados por universidades
nacionales, que según la ley 1579 habilitaban para el ejercicio profesional, la Corte
consideró adecuado examinarlos y estudiar si excedían el marco del poder de policía
provincial para reglamentar el ejercicio de las profesiones liberales (casos de la
escribana Ángela Camperchioli, a quien las cámaras en lo civil en pleno de la Capital le
negaron el derecho a prestar juramento, en F. 136:375, y del abogado Carlos Berraz, a
quien el Tribunal Superior de Justicia de Santa Fe le negó la inscripción, 30 de
diciembre de 1929, en F. 156:290. Ambos fueron autorizados por la Corte).
La ley 10996 reglamentó la actividad de los procuradores y exigió una matriculación
previa. Este recaudo, dijo la Corte, no violaba las normas constitucionales sobre la
libertad de trabajar ni preceptos de las leyes civiles (11 de octubre de 1920, en F.
132:389).
Interesante cuestión planteó el abogado Pedro I. Benvenuto, a quien las cámaras en
lo civil de la Capital le negaron el juramento a los fines de la matriculación de su título
expedido por la Universidad Católica de Buenos Aires. La Asamblea de Católicos
Argentinos reunida en agosto de 1884 recomendó la fundación de una Universidad
Católica con poder para conferir grados académicos. Sólo pudo hacerse realidad a
comienzos de 1910 con una Facultad de Derecho. Pero como dice Juan Carlos Zuretti,
240
su vida fue lánguida pues no existía el convencimiento de su necesidad ni de sus
proyecciones 1.
En este caso, ya la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires había
negado la posibilidad de que la institución católica otorgara títulos habilitantes para
ejercer la profesión, porque el Estado no podía renunciar a juzgar la suficiencia de los
diplomas. Ante el rechazo de las cámaras, el interesado recurrió a la Corte y sus jueces
trataron la cuestión, a pesar de considerar que era tema de superintendencia y ajeno a su
competencia, pero confirmaron la negativa. No se desconocía el valor científico del
título, pero se invocó la misión superior del Estado en resguardo de la cultura nacional,
agregando que las regulaciones existentes sólo permitían a las universidades nacionales
otorgar títulos habilitanes y con ello no se afectaba ni el derecho de trabajar, ni el de
enseñar y aprender, pues los derechos no son absolutos y están sujetos a este tipo de
reglamentaciones (15 de marzo de 1929, en F. 154:119).
Naturaleza del camino de ribera y de los ríos.
Entre las restricciones al dominio, el Código Civil incorporó el llamado camino de
sirga o de ribera; los propietarios que limitan con ríos o canales navegables, están
obligados a dejar una calle o camino público de 35 m. hasta la orilla, sin ninguna
indemnización, y en ese espacio no pueden hacer construcciones, ni reparar las
existentes, ni deteriorar el terreno. Cuando el río o canal atraviese un poblado, la
municipalidad puede modificar el ancho de este camino, pero no podrá ser menor de 15
m. (arts. 2639 y 2640).
La doctrina discutía la naturaleza de esta calle: para algunos la franja se perdía para
el dueño y formaba parte del dominio público; para otros era una simple restricción al
dominio pero el dueño conservaba sus derechos de manera limitada. La Corte aceptará
esta última concepción.
Una ley dispuso la expropiación y declaró de utilidad pública terrenos lindantes con
el río Paraná para la construcción y explotación de un puerto comercial en Rosario, y
autorizó a la empresa constructora Hersen et Fils, Schneider y Cía. a iniciar los trámites
de la expropiación. La franja ribereña era de propiedad del FFCC. Central Argentino
que la había adquirido a la provincia de Santa Fe. El apoderado de la empresa consideró
1 Nueva historia eclesiástica argentina (Itinerarium). Buenos Aires, 1972.
241
que no era necesaria la expropiación ni la indemnización del camino de ribera pues eran
tierras públicas.
La Corte debió considerar el caso y analizó también el concepto de río en un prolijo
y detenido fallo. Entendieron los jueces que el Código Civil no tuvo el propósito de
establecer el dominio del camino en favor de la Nación y sólo prohibía a sus titulares
hacer o reparar construcciones o deteriorar el terreno; incluso cuando se autoriza a los
municipios a modificar el límite, pone de manifiesto que la Nación no es titular de la
franja.
En cuanto a los ríos, declararon que sean navegables o no lo sean, nazcan o no en un
mismo territorio, son de propiedad de las provincias, y sólo corresponde a la Nación
regular el comercio interprovincial o internacional. Como el concepto de río comprende
también sus playas, las provincias están habilitadas para disponer de las mismas y
transmitir su dominio, incluso sobre el camino ribereño. Por ello la provincia pudo
vender al Ferrocarril y la franja no forma parte del dominio público, sino del particular.
En consecuencia debe ser objeto de la expropiación autorizada y de la correspondiente
indemnización (Bermejo, Bunge, González del Solar, Daract, 8 de mayo de 1909, en F.
111:179).
Posteriormente a esta interpretación se resolvería, que cuando los 35 m. desaparecen
por acción de las corrientes del río, administrativamente no se puede exigir que se
reemplace el camino ribereño con propiedades adyacentes sin la previa indemnización
(24 de marzo de 1924, en F. 140:58).
El caso de las tierras de Elisa Lynch.
Francisco Solano López, por entonces hijo del presidente del Paraguay, conoció a
Elisa Lynch en París. Separada de su esposo, un oficial francés, se unió a López, viajó al
Paraguay y tuvo varios hijos; no se casaron, pero fue mujer de gran predicamento en
Asunción. En 1862 López sucedió a su padre en el gobierno y en 1865 se inició la
desgraciada guerra con Argentina, Brasil y Uruguay, que sólo terminó en 1870 con la
muerte de López.
En agosto de 1865, durante el conflicto, la Lynch compró al gobierno del Paraguay
un campo en el Chaco, sobre la ribera derecha del río Pilcomayo en su desembocadura
242
principal con el río Paraguay, actual territorio argentino. Hizo la mensura y tomó
posesión.
Concluída la guerra y con la muerte de López, Lynch regresó a Europa aunque hizo
algún viaje a Buenos Aires y Asunción para reclamar por esas tierras y otras adquiridas
en territorio brasileño. A fines de 1882 su hijo Enrique S. López, en representación de
su madre y como cesionario de sus derechos, pidió al gobierno argentino que tomara
razón del título sobre aquel campo. El Procurador General se opuso al pedido, pues
entendía que el título no tenía valor en el país; el Ejecutivo negó la anotación. Se
reclamó al Congreso autorización para demandar a la Nación, también negado en las
sesiones de 1884.
En este mismo año se dictó la ley 1552 que autorizó a revalidar títulos de propiedad
otorgados por gobiernos provinciales. Invocando esta ley, López volvió a pedir al
Ejecutivo la reválida del título. A pesar de los dictámenes contrarios del Procurador
General y del Procurador del Tesoro, el Ejecutivo autorizó el pedido por decreto del 12
de mayo de 1888, otorgando la escritura.
A comienzos de 1891 el director de la oficina de tierras y colonias planteó la nulidad
del decreto y la restitución de las tierras al dominio público. El Procurador General
Malaver, entendió que el decreto era irrevocable y dictado por el Ejecutivo de acuerdo
con sus facultades. Sin embargo, el Procurador del Tesoro García Mérou, opinó lo
contrario, dictamen que el Ejecutivo acogió y dictó nuevo decreto del 24 de noviembre
de 1896 que declaró la nulidad del de 1888 y dispuso que el procurador fiscal iniciase
las acciones para recuperar las tierras.
En primera y segunda instancia federal, se hizo lugar a la demanda y se declaró la
nulidad del decreto del 12 de mayo de 1888. La Corte confirmó la decisión: sostuvo que
la ley 1552 permitía revalidar títulos otorgados por las provincias, pero en el caso se
trataba de un título extendido por un gobierno extranjero; el decreto impugnado,
entonces, habría violado reglas de interpretación legal, pues en ningún momento el
gobierno argentino aceptó que el Paraguay pudiera tener jurisdicción sobre ese lugar,
conclusión a la que se llega luego de estudiar la alianza de 1865, acuerdos posteriores y
el tratado preliminar de límites de 1876 (30 de diciembre de 1911, en F. 115:189).
243
Tampoco había tenido aceptación el reclamo de los López-Lynch por tierras
adquiridas en el territorio del Mato Grosso, tomado por los paraguayos durante la
guerra. La reivindicación fue tramitada por herederos de la Lynch con el patrocinio del
senador Ruy Barbosa contra el Estado de Mato Grosso y la compañía Mate Laranjeira,
que ocupaba esas tierras por una concesión para su explotación. El 17 de diciembre de
1902 el Supremo Tribunal Federal resolvió que las tierras eran fiscales y que nunca
existió tradición y posesión ya que eran patrimonio de la Nación y pertenecían al Estado
de Mato Grosso.
Una huelga subversiva y el caso fortuito del Código Civil.
En este período los reclamos obreros adquirieron una violencia desconocida. En una
manifestación de huelguistas en Rosario a fines de 1913, se destruyeron varios faroles y
la Compañía de Gas de la ciudad demandó a la provincia por los daños. La Corte
sostuvo, en primer lugar, que el gobierno provincial era ajeno al tema desde el momento
que el contrato unía a la empresa con el municipio de Rosario, relación legítima atento a
las facultades e independencia de las municipalidades para realizar este tipo de
contrataciones. Pero tampoco podía aceptarse la indemnización debido a que la huelga
subversiva fue de tal magnitud que no pudo ser detenida ni por la numerosa y bien
organizada policía, motivo por el cual encuadró el suceso en el caso fortuito definido
por los artículos 513 y 514 del Código Civil y desestimó la demanda (25 de noviembre
de 1916, en F. 124:315).
Reclamo de comunidades incaicas de tierras en Jujuy.
Se trata de las que se encuentran en Cochinoca y Casabindo, que la Corte
anteriormente había resuelto en favor de la provincia ante el reclamo que hicieron los
herederos de Fernando Campero (21 de abril de 1877, en F. 19:29). Ahora planteaban la
reivindiación Lorenzo Guari y varios otros, la mayoría de nacionalidad chilena y
boliviana. Sostenían que eran ajenos al proceso anterior y reclamaban esas tierras por
haber pertenecido al imperio incaico, y que las leyes españolas y nacionales
reconocieron la propiedad en favor de las comunidades indígenas que decían integrar.
La Corte hizo un erudito estudio del régimen de la tierra en América durante el
período hispano y llegó a la conclusión que el dominio eminente y efectivo, público y
privado de esas tierras, pasó al Estado Nacional y subsidiariamente a las provincias, de
244
manera que actualmente eran de propiedad de la de Jujuy. Por lo demás, los reclamantes
ni por nacimiento ni por domicilio demostraron ser continuadores o miembros de las
comunidades indígenas de Casabindo y Cochinoca, requisitos establecidos en el
régimen incaico, careciendo de acción por falta de derecho (9 de septiembre de 1929, en
F. 155:302).
245
MISCELÁNEAS
№ 5 - 2008 ISSN 1851-3522
Buenos Aires, Argentina www.salvador.edu.ar/juri/reih/index.htm
HISTORIA DEL SEGURO DE VIDA RIOPLATENSE
DESDE SU APARICION HASTA SU CONSOLIDACION EN 1859
EDUARDO ARTURO CROCCO
I. INTRODUCCIÓN
Para poder arribar a comprensión de la institución del seguro de vida como se la
conoció en su origen al desembarcar en el Río de la Plata, resulta previamente necesario
efectuar un análisis de la forma en que se produjo su concepción, como así también los
distintos elementos que con el correr de los años fueron apareciendo y permitiéndole su
desarrollo y consolidación.
A tal fin, corresponde comenzar señalando que una de las primeras manifestaciones
del nacimiento del instituto del seguro de vida la encontramos relacionada con la
sepultura, es decir con la finalización material de la vida. En efecto, en una inscripción
encontrada en 1.889 por el Profesor Petric en una tumba de Egipto, da cuenta que hace
4.500 años existía una gilda de los albañiles de cementerios que se dedicaba a prestar
246
servicios funerarios a sus miembros.1 Cabe aclarar en cuanto al término gilda que el
mismo proviene del antiguo esclavón gelda, que significa pago o contribución, y que
más adelante se volverá sobre el tratamiento de este tipo de asociación.
Más tarde en Grecia se encuentran distintas sociedades como las thiasoi, las eranoi y
las orgeones, que independientemente de tener por objeto distintos fines relacionados a
la espiritualidad, contaban como beneficio para sus asociados el de suministrar fondos
para los gastos de sepelio.
Posteriormente en Roma, aparece la societas omniun bonorum (sociedad de todos
los bienes) mediante la cual sus socios se comprometían a aportar todo su patrimonio
presente y futuro, para auxiliar al socio que se quedara sin recursos. Mediante esta
circunstancia, se iba perfilando el nacimiento de la idea de la prevención de los riesgos
y que formaría parte muchos años después de la esencia de la base del contrato de
seguros.
Asimismo en Roma, mediante la aplicación de la Lex Falcidia y la utilización de las
reglas del Digesto expuestas por Ulpiano, tuvo lugar el nacimiento de las rentas
vitalicias constituidas generalmente por testamento. Idea esta también, que en el futuro
sería la semilla del origen de las rentas vitalicias ampliamente hoy conocidas por todos,
pero lógicamente nacidas y perfeccionadas a través de cientos de años de elaboración y
estudio.
Por otra parte también aparecieron sociedades denominadas Collegium, originadas
sobre la base del culto religioso, que amparaban la cobertura del sepulcro, las más ricas
mediante la construcción de uno y las más pobres mediante la entrega a los difuntos de
una suma –funeraticum- destinada al pago de los gastos del entierro.
También existieron los Collegium de militares que tenían la particularidad de
además de brindar la cobertura de sepelio, los fondos que los asociados debían depositar
se utilizaban para socorrer y dar una suma de dinero a los soldados que habían sido
dado de baja, circunstancia o enseñanza esta que llegó en su idea muchos siglos después
hasta nuestro días bajo lo que se conoce comúnmente como seguro de desempleo.
Pero este tipo de sociedad no solo existió en Roma sino que se extendió por casi
toda Europa, y así encontramos por ejemplo que en la antigua Dacia, hoy Rumania, el
presidente del Collegium de Júpiter Cemenius (167 años a. c.), en unas antiguas tablas 1 “El comercio compañía de seguro a prima fija 1889-1939”, El seguro, su origen y evolución, Buenos Aires, Editorial Propia, 1939, p. 71
247
de escritura halladas manifestaba que la sociedad había quedado extinguida, advirtiendo
textualmente: si uno de los asociados llega a morir no piense que el Collegium subsiste
todavía y que tiene derecho a reclamar dinero alguno.1 Independientemente del
contenido obvio de su frase con relación a su anuncio, es importante como antecedente
en cuanto a ser históricamente la primera sociedad sobre la vida de que se tiene
conocimiento de que no pudo asumir las obligaciones contraídas.
Asimismo, cabe destacar que existieron otras asociaciones funerarias en Holanda –
cajas de sepelio-, en Inglaterra -Burial Clubs- y en Francia -sociedades de asistencia
mutua-, las cuales también tenían como objeto garantizar a sus asociados los gastos
funerarios. En este punto, corresponde hacer un alto y señalar que las mismas
finalmente se proyectaron en el futuro, habiendo llegando hasta nuestros días pero como
una cobertura independiente de sepelio o como una cláusula adicional del seguro de
vida que cubre los gastos del mismo.
Para finalizar con los antecedentes de la antigüedad, se pude sostener que durante la
misma no fue posible llegar a desarrollar el seguro de vida tal cual hoy lo conocemos,
por cuanto se basaban en una creencia filosófica que no les permitía apartarse del
destino de los dioses sin ofender a los mismos, por lo que solamente trataron de cubrir
los gastos que le ocasionaba la muerte y no la muerte misma.
Al entrar en la Edad Media nos encontramos con la existencia y nacimiento de
nuevas sociedades mutuales que se formaban con el fin de brindarse asistencia mutua,
siguiendo muchas de ellas lo visto en cuanto a los Collegium romanos.
La mayoría de estas formas de mutualidad o gilda, tuvieron su origen en principio
en el seno de las propias familias que se unían para prestarse asistencia, extendiéndose
luego con otras personas que si bien no se tenían vínculos sanguíneos se tenían intereses
comunes. Lógicamente el hecho de proyectarse y extenderse más haya de las familias,
trajo aparejado la necesidad de su imposición mediante el establecimientos de contratos
sociales, frente a los que el nuevo contratante no tenían otra posibilidad que aceptar o
rechazar, situación similar a la que hoy se aprecia en lo referente a los contratos de
seguros denominados comúnmente como de adhesión.
Corresponde aclarar, que independientemente de lo expuesto en cuanto a su ingreso
o contratación, las gildas ya no solo hacían referencia a los funerales sino que se 1 “El comercio …(1), p. 76
248
comenzaban a proyectar como protección patrimonial frente a otros infortunios como
por ejemplo los de incendio, y que además permitían a los hombres obtener una
importante protección, en especial a los que carecían de medios o a los que los poseían
en forma limitada, por cuanto se veían patrimonialmente protegidos.
Con respecto a la indemnización, la existencia de la misma se seguía
fundamentando sobre la base de la causalidad divina de las desgracias y teniendo en
cuenta que los hombres no estaban en condiciones de torcer esa voluntad, por lo que la
indemnización de los gastos tenía un carácter de limosna o ayuda y no siempre
comprendía la totalidad de los mismos, “por lo tanto las consecuencias del siniestro
como castigo subsistían aunque paliadas por la asistencia…”1
Asimismo, la gilda no implicaba solamente unidad frente a un evento económico,
sino que incluía hasta la relaciones entre las personas en forma individual y como
integrante de la gilda, considerándose el daño o agravio personal a uno de sus asociados
como efectuado en contra de todos los integrantes de la gilda.
Con el correr de los años, las ayudas mutuales se fueron ampliando y así
“…Mediante el fondo de una caja social integrada por sus miembros, … socorrían a
los enfermos, enterraban a los compañeros difuntos y ayudaban a la viuda y a los
huérfanos del extinto. Del mismo modo auxiliaban económicamente a aquellos socios
incapacitados para el trabajo, a causa de su avanzada edad o cuando un accidente los
invalidaba físicamente...”2
Para terminar, se puede sostener que las gildas fueron la base de la formación de la
idea de ayuda y solidaridad que luego se expandió en las comunas, hasta finalmente
alcanzar a toda la sociedad.
II. LAS PRIMERAS COBERTURAS SOBRE LA “MERCADERIA” VIDA Y
TERCEROS
Aunque el término hoy resulte repugnante, no cabe duda alguna que las primeras
coberturas de seguros que se efectuaron sobre las personas, fue sobre la vida de los
esclavos, a los que obviamente se les desconocía su esencia de seres humanos y se los
1 WEDOVOY, Enrique. La evolución económica río platense a fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX a la luz de la historia del seguro, La Plata, Univ. Nac. de La Plata, 1966, p. 21 2 “Caja de ahorro y seguro”, Historia del Seguro, Segunda Edición actualizada, Buenos Aires, Edit. Prop., p. 6.
249
consideraba e inventariaba dentro del patrimonio económico de sus amos, junto a sus
demás bienes.
A los efectos de su correcta comprensión, es importante recordar que la idea
imperante era la que “sostenía que la vida del hombre libre no podía ser cotizada en
dinero alguno; por otra parte, el hombre no libre, es decir el esclavo, era considerado
una simple mercadería1.
Como uno de los primeros antecedentes, corresponde señalar al respecto que es en
Grecia durante la época de Alejandro Magno (años 323 al 356 a. c.) en donde aparece
una forma de cobertura de la vida de los esclavos, obviamente considerados solamente
como un simple valor patrimonial, mediante la obligación de efectuar un aporte por
parte de todos los propietarios de los mismos a los fines de posibilitar la existencia de
un fondo para indemnizar a sus amos por los esclavos perdido2.
Asimismo, existió en Londres entre los años 827 a 1.015, una asociación
conformada por propietarios de esclavos que se encargaba del recupero de los que se
perdían o escapaban, en la cual sus integrantes debían colaborar con una participación
económica a favor del propietario damnificado, como forma de resarcimiento del
daño.3
También existía durante la Edad Media una cobertura para el caso de que los
esclavos fueran embarcados en un transporte marítimo, considerándolos como parte de
la mercancía y asegurándolos como tal dentro de la cobertura de la póliza marítima.
Como prueba de lo expuesto, vale destacar el hallazgo de un documento redactado en
Pisa4 con fecha 9 de mayo de 1.401, donde se aseguraba en un transporte marítimo la
vida de una esclava de nombre Margarita para un transporte del puerto de Pisano hasta
el del Barcelona, encontrándose dentro de sus cláusulas excluido el riesgo de suicidio de
la esclava, circunstancia esta que se proyectó hasta nuestros días. En efecto, aún hoy en
la actualidad el suicidio no está cubierto, con la salvedad de que si el mismo acontece
luego de un determinado tiempo desde la contratación de una póliza de seguro de vida,
el riesgo del suicidio quedaría cubierto.
1 “Caja de ahorro… (4), p. 8. 2 “El comercio… (1), p. 73. 3 “El comercio…(1), p 83 4 “El comercio…(1), p. 84
250
Por otra parte, en el siglo XV se han hallado en Génova numerosos documentos que
dan cuenta de la existencia de seguros sobre la muerte, tratándose de la contratación de
pólizas que amparaban el riesgo del embarazo en las mujeres. Lógicamente estas
contrataciones no se encontraban encuadradas dentro de las que hoy se conocen, sino
que se establecían las condiciones arbitrariamente en base a un acuerdo de partes y sin
tener sustentación técnica económica alguna con respecto al riesgo y su posibilidad de
producción.
Asimismo, fechados también en Génova en los años 1427 y 1428, se encontraron
pólizas emitidas a favor de la vida de terceros, circunstancias estas que dieron por tierra
con la teoría de que la primera póliza de seguros de vida fuera redactada en Inglaterra,
posición que se sostenía a través del hallazgo de una póliza emitida en Londres en el
año 1583.1
Lo expuesto, no quita ubicar en Londres en el año 1.584, la primer jurisprudencia
emitida sobre una póliza de vida, donde los Jueces del Almirantazgo debieron decidir
junto a los expertos designados a tal efecto sobre un caso de interpretación de póliza a
raíz de la existencia de dos calendarios en cuyo computo de días para un año se
diferenciaban en 11 días, el Juliano y el Gregoriano, fallando a favor de este último.2
Asimismo, no implica desconocer que el verdadero desarrollo que posibilitó llegar a lo
que hoy se conoce como seguro de vida, haya tenido lugar principalmente en
Inglaterra.3
Pero lo cierto es que del análisis de todos los documentos históricos hallados, surge
claramente la inexistencia de una base técnica sobre la cual la cuantía de las primas de
pólizas y montos asegurados tuvieran un sustento. En efecto, la suma asegurada y el
monto de prima a abonarse se fijaban arbitrariamente. En forma aislada y en algunos
casos se utilizaba el método de observación empírica para saber o tener una
aproximación con respecto al tiempo promedio de vida de una persona en un
determinado lugar.
III. LAS PRIMERAS MANIFESTACIONES DEL SEGURO DE VIDA COMO
APUESTA Y JUEGO
1 “El comercio…(1), p. 85 2 “El comercio…(1), p. 87 3 WEDOVOY, Enrique. La evolución…(3), p. 78
251
En la formación del seguro de vida se constata que en principio y en una parte muy
importante de su desarrollo, debió atravesar una etapa en la cual se encontraba
totalmente desnaturalizado, habiéndose convertido en la práctica en un juego de azar.
En efecto, así vemos por ejemplo que en el siglo XVI en Londres, algunas personas
que tenían que realizar una travesía marítima, previo a su embarque entregaban una
suma de dinero a los aseguradores, quienes debían devolver el doble o el triple de la
suma entregada para el caso que el asegurado regresara con vida del viaje. Obviamente,
esto no era producto de ningún cálculo técnico económico, sino una simple apuesta
sobre sí regresaba o no con vida.
Por otra parte, también se comenzaron a formalizarse apuestas sobre la vida desde
las más distintas índoles, como ser sobre la de los hombres públicos, nacimientos o
muertes de personas, sobre las vidas de los que iban a la guerra, etc. La existencia y fin
de la vida de los seres humanos sobre cuya vida se apostaba, no solo terminaba con su
esencia misma, sino que los exponía a sufrir un final no querido. En efecto, a las
apuestas siguió inclusive una serie de delitos tendientes a obtener el cobro de las
mismas, lo que sumado a lo denigración anterior de la vida ocasionó la intervención de
varios estados que debieron salir a establecer prohibiciones legales en cuanto a su
realización, como ser el dictado de la Ordenanza de los Países Bajos (1570), Estatuto de
Génova (1588), Ordenanza de Rotterdam (1604), Gambling Act (1774), etc. Al
respecto, se debe tener en claro que lo que se prohibía mediante la legislación eran los
seguros de vida, las apuestas y los juegos, es decir que de la concepción ideológica que
dejaba traslucir la interpretación de la legislación, surgía que se interpretaba que no
existían diferencias entre el seguro de vida y las apuestas.
Hacia fines del siglo XVII y principios del XVIII, se comienza a producir un cambio
que lleva a considerar que no todos los seguros de vida eran inmorales y condenables,
apareciendo como practica corriente los seguros de renta vitalicia y de las tontinas.
Con relación a las tontinas denominadas de esta forma en honor a su creador
Lorenzo Tonti, las mismas consistían en que varias personas efectuaban un determinado
depósito de capital el cual se repartía en un tiempo determinado entre los sobrevivientes.
Lógicamente que ha mayor cantidad de fallecimientos en el grupo, mayor era el importe
que percibían los sobrevivientes.
252
Si bien era contrario a la moral, el plan presentaba como atractivo la posibilidad de
acumular importantes capitales, por lo que cuando Tonti presentó su proyecto en 1.642
en Francia y atento la situación económica que la misma atravesaba fue en principio
aceptado para ser estudiado, siendo finalmente autorizado por Luis XIV en 1.653, quien
lo hacía con el único y claro propósito de recaudar fondos a través de empréstitos para
la corona.
El desarrollo e importancia de los planes tontinarios en su nacimiento y posterior
expansión, como así también la falta de equidad y justicia que llevaban implícitos los
mismos, llevo aún hoy a mantener su prohibición por parte de casi todos los países del
mundo, verificándose actualmente en nuestra legislación a través de la prohibición que
al respecto establece el art. 21 de la ley 20.091 (De los seguradores y su control).
Asimismo, con respecto a este tema, vale recordar que el Dr. Morandi sostuvo: “La
ilicitud del juego radica en su falta de función social de la que pueda deducirse un
reconocimiento legal como contrato productivo de consecuencias jurídicas. Por ello, la
distinción entre seguro y juego no reside en la existencia de una empresa, sino en una
diferencia intrínseca de caracteres que revela la función económica y social del
seguro.”1
IV. EL NACIMIENTO DE LAS PRIMERAS COMPAÑIAS DE SEGUROS DE
VIDA
Para el nacimiento del instituto de seguro de vida como actualmente se lo conoce fue
necesario previamente un importante desarrollo en las ciencias matemáticas, para que
mediante su utilización poder crear una base técnica que le permitiera subsistir,
obviamente además de producirse un cambio en la concepción que se tenía del hombre,
hasta pasar a considerarlo como un ser naturalista y racional.2
Corresponde aclarar que la base técnica se conformaría finalmente con el cálculo de
probabilidades y con las tablas de mortalidad (Bills of mortality), tablas estas últimas
que fueran originariamente creadas en Inglaterra para ser aplicadas a los seguros de
1 MORANDI, Juan Carlos Felix, Estudios de Derecho de Seguros, Buenos Aires, Ediciones Pannedille, 1.971, p. 61 2 WEDOVOY, Enrique. La evolución…(3), p. 79
253
rentas vitalicias que precedieron a los seguros de vida.1 Por otra parte y al inicio, sobre
las citadas tablas se calculó una tarifa de premios basados por agrupamientos de edades,
sobre un interés del 3%.2
El cálculo de probabilidades como hoy se lo conoce es bastante reciente
(principalmente su autoría corresponde a Blaise Pascal (1.632-1.662), circunstancia esta
que no imposibilitó que con anterioridad se haya efectuado por aproximación en base a
la acumulación de experiencias. Asimismo, cabe destacar que entre 1.681 y 1.739, tiene
lugar en Inglaterra una serie de publicaciones de trabajos relativos a la tecnicidad del
seguro sobre la vida. 3
Recién a finales de 1699 en Inglaterra y por medio de la utilización de las tablas de
mortalidad que elaborara John Graunt, el reverendo Dr. Willian Assheton, considerado
hasta la fecha como padre del seguro de vida, funda la primera asociación de seguros de
vida, la cual no es alcanzada por la prohibición de la Gambling Act (1774) por cuanto se
la consideraba una verdadera aseguradora ajena a las apuestas que anteriormente se
mencionaran.
La primera aseguradora de vida fue la Mercer´s Company (Londres, 1698), que
funcionó bajo la forma de rentas vitalicias, pero fracaso dado que se efectuó en base a
una clasificación arbitraria de edades, lo que ocasionó que se extinguiera en
1.746.4Aunque en realidad, corresponde a la compañía inglesa “The Equitable Society
for assurance on lives and survivorships” en efectuar la programación de los seguros
sobre una base técnico-matemática, que le posibilitó llegar a obtener una cartera de
4640 pólizas en menos de 30 años de funcionamiento, número hoy si se quiere
insignificante pero de vital importancia para su fecha de concreción (1786).5
Es importante señalar que en la medida de que las aseguradoras de vida
incrementaban su importancia en el desarrollo patrimonial, era menester brindarles un
marco jurídico en el cual sus accionistas contaran con el derecho de limitar su
responsabilidad a la inversión efectuada en acciones, sin que se pudiera extender sobre
la totalidad de su patrimonio en el caso de que la aseguradora quebrara. Es justamente
esta falta de limitación la que demorara el desarrollo en el Río de la Plata, no solo de
1 WEDOVOY, Enrique. La evolución…(3), p. 282 2 “Caja de ahorro… (4), p. 10. 3 WEDOVOY, Enrique. La evolución…(3), p. 18 4 WEDOVOY, Enrique. La evolución…(3), p. 78 5 “Caja de ahorro… (4) p. 11.
254
las aseguradoras de vida sino de todas las aseguradoras y demás empresas que
necesitaban de inversores accionistas.
Al respecto, debe tenerse presente que el tema tenía suma importancia y repercusión
política local, teniendo en cuenta que en Europa y fundamentalmente en Inglaterra, se
habían producido numerosos fraudes mediante la creación de sociedades, que no solo
habían ocasionado la pérdida de la inversión de los accionistas sino también la de su
propio patrimonio.
“A la caída de Napoleón el mercado financiero de Londres disfrutaba de una
primacía incuestionable y la abundancia de capitales inactivos daba pábulo a los
empréstitos al exterior o a la constitución de sociedades que, mutatis mutandi,
reproducían a un siglo de distancia un panorama extrañamente similar al de las
compañías burbujas de la segunda década del siglo XVIII. Aprovechados promotores
harían de nuevo una abundante cosecha de in cautos que rivalizaban entre sí para
ganar el derecho a perder sus fortunas adquiriendo acciones de empresas
quiméricas.”1
Es importante tener presente que, en la época de la declaración de la independencia
en el Río de la Plata, los mercados financieros trataban de superar la triste historia de la
Compañía de los Mares del Sur (South Sea Company) cuyo derrumbe producto de un
frenesí especulativo y una deficiencia del sistema jurídico ingles a principios del siglo
XVIII había frenado el desenvolvimiento de las compañías por acciones. Lógicamente
esta circunstancia repercutió en el desarrollo económico rioplatense y en el pensamiento
de sus juristas, determinando sobre el futuro desarrollo de las sociedades anónimas.2
La situación planteada no fue óbice para la aparición de distintas compañías de
seguros de vida, que dio inclusive paso al nacimiento de la primera asociación de
aseguradores de vida que se habría constituido en Escocia en el año 1.840, aunque con
relación a su objeto afirma Halperín que se limitaba aún al intercambio de
informaciones técnicas y jurídicas y a la defensa de los intereses comunes.3
Al principio la determinación del daño en el seguro de vida resultó fácilmente
determinable, por cuanto la cobertura se refería estrictamente a la muerte por lo que se
1 MARILUZ URQUIJO, José María, “Las Sociedades Anónimas en Buenos Aires antes del Código de Comercio”, Revista del Instituto de Historia del derecho Ricardo Levene, Buenos Aires, 1965, p.. 32. 2 MARILUZ URQUIJO, “Las Sociedades… (19), p. 31. 3 WEDOVOY, Enrique. La evolución… (3), p. 145.
255
indemnizaba como daño total. Distinta la situación actual, por cuanto con el correr de
los años se fueron cubriendo distintas incapacidades parciales que trajo aparejado la
complejidad en la base del cálculo de la cobertura.
Independientemente de lo expuesto, cabe destacar que el desarrollo del seguro de
vida siguió chocando por muchos años con la oposición de las mentes conservadoras en
cuanto al origen y existencia del hombre. Como ejemplo, se puede citar el Discurso
preliminar sobre el proyecto de Código Civil (comienzos siglo XIX), elaborado por el
célebre jurista Jean Etienne Portalis, quien a pesar de que al momento de su redacción,
en Inglaterra hacía más de cincuenta años en que se venían efectuando seguros de vida
con base técnica económica, expresaba: “…que si había países en los cuales las ideas
de la sana moral habían sido tan ofuscadas e inhibidas como para llegar a permitir el
seguro de vida, en Francia esto no debía ser admitido, pues la avidez que especula
sobre la duración de la vida de un ciudadano es frecuentemente próxima al crimen que
puede acortarla….” 1
IV. LA APARICION DEL SEGURO DE VIDA EN EL RIO DE LA PLATA
La primera manifestación del seguro en el Río de la Plata la ubicamos a fines del
siglo XVIII y principios del XIX, pero relacionada fundamentalmente con el seguro
marítimo, remitiéndose al respecto y por razones de brevedad al artículo titulado Una
aproximación al seguro en el Río de la Plata (1.770-1859), publicado en el número 3 de
esta Revista IUSHISTORIA, en septiembre de 2.006.
Brevemente se puede señalar que la primera compañía de seguros fue La Confianza
(1796) y que se dedicada exclusivamente a los marítimos. La misma fue creada bajo la
forma de sociedad por acciones. “El promotor, Julián de Molino Torres, se plantea
desde el principio el problema de la responsabilidad y pensando atraer clientes con el
señuelo de mayores seguridades que las ofrecidas por otras compañías aseguradoras,
resuelve que cada accionista responderá no sólo con su parte sino con una parte
proporcional de la de aquellos socios que hubiesen quebrado sin terminar de enterar lo
correspondiente a sus acciones”2
1 WEDOVOY, Enrique. La evolución… (3), p. 81. 2 MARILUZ URQUIJO, “Las Sociedades… (19), p. 35.
256
El Dr. Manuel Belgrano, en un artículo publicado el 15 de diciembre de 1.810 en El
Correo del Comercio, bajo el título De los Seguros, sostenía “...La vida de los hombres
no debe ser un objeto del comercio; ella es muy preciosa a la sociedad, para ser la
materia de una avaluación pecuniaria. Independientemente de los infinitos abusos, que
puede ocasionar este uso contra la mala fe, sería aún de temer, que la desesperación
fuese alguna vez decidida a olvidar, que esta propiedad no es independiente, que se
debe cuenta de ella a la divinidad y a la patria….. “ 1 2.
Coincidente con el pensamiento de la época y que anteriormente se expusiera, se
manifestaba en contra de los seguros de vida, a pesar de ser el primero en suelo patrio
en expresarse a favor del desarrollo de la institución del seguro, circunstancia esta que
no solo efectuara en su nota de 1810, sino también en su informe como secretario del
Consulado del Virreinato del Río de la Plata redactado en 1796. 3 4
Al respecto, se debe tener en cuenta que el desarrollo del seguro de vida tenía que
venir obligatoriamente acompañado con un desarrollo de las matemáticas y una
evolución de las ideas capitalistas, circunstancias estas que no se daba aún en el Río de
la Plata, y que recién tendrán su incipiente desarrollo a partir de fines del siglo XVIII y
principio del XIX, para ir consolidándose a mediados de este último siglo.5
Con relación a la operatoria de las aseguradoras inglesas en suelo patrio, sobre las
cuales reiteradamente se ha sostenido su existencia en cuanto a la colocación de la
cobertura de seguros marítimos, no aconteció lo mismo en la cobertura vida. En efecto,
según “Hérmard las compañías de seguro de vida inglesas en 1814… se veían…
privadas del derecho de operar en el extranjero, ellas lo aprovechaban para reservar a su
país toda su actividad...”6
Teniendo en cuenta el momento histórico en que se basa esta afirmación, cabe
destacar que la misma es consecuencia de un hecho principalmente técnico económico,
1 PEDEMONTE, Gotardo C. Ensayo Histórico acerca del Seguro en la Argentina hasta 1898, Buenos Aires,. Talleres Gráficos Cochabamba . 1930, p. 40 2 WEINBERG, Gregorio Manuel Belgrano: escritos económicos, Buenos Aires, La Técnica Impresora, 1954, pp. 280-288 3 MUSEO MITRE, los originales se encuentran dentro de la Colección Manuel Belgrano (1779-1820).y fueron utilizados por Bartolomé Mitre para su obra de Historia de Belgrano y de la independencia argentina. 4 HALPERIN, Isaac, Seguros, Segunda Edición actualizada por Juan Carlos Félix MORANDI, t. 1, Buenos Aires, Depalma, 1983, p. 12 5 WEDOVOY, Enrique. La evolución… (3), p. 283. 6 WEDOVOY, Enrique. La evolución… (3), p. 318.
257
y secundariamente si se quiere político. Para el año 1800 los ingleses ya se encontraban
operando en la rama vida sobre las bases técnicas y económicas que incluían en su base
de cálculo de probabilidades las tablas de mortalidad, circunstancia esta última que
hacía inaplicable no solo para el Río de la Plata, sino además en todos los otros lugares
que se carecieran de las mismas, por cuanto ya habían corroborado la existencia de
variaciones de longevidad por zonas. Pero este hecho no implicaba la prohibición de su
comercialización exclusivamente con los súbditos ingleses, con los cuales la legislación
inglesa permitía contratar independientemente del lugar donde se encontraren
residiendo.
Lo expuesto no implica desconocer que secundariamente también existía una
prohibición política de operar a las aseguradoras extranjeras en casi todos los países,
basada fundamentalmente en que habían advertido el poder económico que las mismas
generaban y su consecuente drenaje de divisas al exterior.
En 1811 se verifica una iniciativa del Triunvirato atribuida a uno de sus secretarios,
Don Bernardino Rivadavia, tendiente a la creación de una aseguradora que operara
solamente en el riesgo de la cobertura marítima.1 2 Asimismo, algunos proyectos
rioplatenses como ser por ejemplo el de Juan Martín de Pueyrredón en 1.817, para la
creación de la Compañía de la Unión de Sud América3, se orientaban también
exclusivamente a la cobertura marítima y del comercio, pero no en relación a los
seguros de vida.
Recién en un proyecto reglamentario bonaerense de 1821, aparece la primera
iniciativa tendiente a la creación de un seguro de vida mediante un dictamen de la
Comisión de Hacienda de la Junta de Representantes de la Provincia de Buenos Aires a
instancias de Santiago Wilde, por el que se instaba a un plan para la creación de un
banco de emisión, descuentos y préstamo hipotecario y prendario, sosteniéndose que
“…fácilmente podría abarcar y ejercer ese ramo tan útil al público como son los
empresarios del seguro de vida…” y más adelante se expresaba “…También podría
1 HALPERIN, Isaac, Seguros... (27), p. 12 2 HALPERIN Isaac, Seguros, Exposición crítica de las leyes 17418, 20091 y 22400, edición actualizada por Nicolás H. BARBATO, Buenos Aires, Depalma 2003, p.9. 3 MARILUZ URQUIJO, “Las Sociedades… (19), p. 35.
258
establecerse el rubro conocido bajo el nombre de Seguro de Vida, con mucha ventaja
para sí, y para el público…” 1
Con relación a la situación latinoamericana, para la primera mitad del siglo XIX, el
movimiento asegurador es incipiente, existiendo solamente algunas fundaciones en
México (1802) y Brasil (1808-1828-1845), obedeciendo esta circunstancias a que todos
los países tenían puesta su meta en consolidar su independencia. Recién logrado este
objetivo, las instituciones económicas como las del seguro pudieron iniciar su fecundo
desarrollo.2
Por otra parte, si bien existen dudas en cuanto a si su operatoria técnica era en
realidad sobre el sistema de tontinas, se puede llegar a sostener que la primera
aseguradora en el ramo vida que se conoció en el Río de la Plata fue “La Tutelar,
Compañía General española de Seguros Mutuos sobre la vida”(1855), si bien con
certeza en cuanto a su operatoria correspondería dejar la Tutelar como antecedente y
darle el mérito a “La Bienhechora del Plata”, fundada en 1864, la cual funcionó como
aseguradora mutual, con enajenación de capitales y sin base actuarial.
Independientemente, como prueba de su funcionamiento y hecho histórico singular,
corresponde señalar que La Tutelar aseguró años después la vida del General Justo José
de Urquiza, mediante una póliza fechada el 6 de febrero de 1866, emitida por una
agencia ubicada en Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos.3
Un antecedente de operatoria de seguro de vida de sociedades extranjeras lo
encontramos en 1858 a través de un intento de prestigio a favor de la misma que
intentara Ramón Joaquín López de Casa Blanca, inspector principal y agente de tres
compañías españolas de seguros, entre las que se encontraba la aseguradora de vida El
porvenir de la Familias. En efecto, el mismo trató que a través de la formación de una
Comisión Inspectora o Junta de Vigilancia formada por figuras importantes del ámbito
local, brindar seguridad a la operatoria que estaba efectuando, principalmente a los
giros a España y al pago de los siniestros.
1 WEDOVOY, Enrique. La evolución… (3), p. 322. 2 PEDEMONTE, Gotardo C., Elementos de la Cultura Aseguradora, Buenos Aires, INDEX, 1968, p. 323 3 “Caja de ahorro… (4), p. 15.
259
Su presentación a las autoridades mereció un dictamen contrario al que esperaba
obtener, habiendo sido el asesor gubernamental encargado de dictaminar Dalmacio
Vélez Sársfield, quien siguiendo el decreto rivadaviano de 1826 se pronunció de la
siguiente forma:: “…Como las compañías de seguros en cuestión no gozaban de otras
autorizaciones que las otorgadas en España, sus agentes bonaerenses son responsables
con su persona y sus bienes de las obligaciones contraídas a nombre de dichas
sociedades sin que puedan escudarse en las normas que limitan la responsabilidad de
los administradores de sociedades anónimas…” 1 Ante lo expuesto y las
comunicaciones desfavorables que cursara el propio López, las aseguradoras españolas
decidieron devolver las primas y retirarse del mercado.
Para finalizar se puede destacar que el seguro de vida estaba por lo menos arraigado
en la sociedad, prueba clara y contundente de ello es que en la sanción del Código de
Comercio por parte de la Legislatura de Buenos Aires en 1859, legislaba ampliamente
sobre la materia de seguros en general, dedicándole un último capítulo a los “Seguros
sobre la vida humana”.2 Además, otra prueba si se quiere proveniente de un hecho
individual en cuanto a su elaboración, pero de indiscutible repercusión académica, fue la
tesis del doctorado del Dr. Santiago Viola que versó sobre El Contrato de Seguros, y
que fuera leída en la Academia de Jurisprudencia de Buenos Aires el 29 de octubre de
1839, circunstancia esta que demuestra claramente también que el seguro se practicaba
y se enseñaba en las universidades.3
Como conclusión en cuanto a la institución del seguro de vida, bien se puede
sintetizar transcribiendo el concepto vertido años después por Domingo Faustino
Sarmiento, en el número 4 de la revista Ambas Américas (1865), donde textualmente
sostuvo: “La institución del seguro de vida es uno de los bienes más grandes que debe a
la civilización moderna la humanidad, y creemos hacer un servicio a los, pueblos
hispano-americanos a quienes esta dedicada esta revista empleando algunas páginas de
ella en la consideración de una materia que ha adquirido tanta importancia en ésta
(EE.UU.) y las otras grandes naciones de la tierra. En cualquier grado de civilización
que se encuentre el hombre se distingue del que vive en la barbarie, en la previsión con
1 MARILUZ URQUIJO, “Las Sociedades… (19), p. 64. 2 PEDEMONTE, Gotardo C., Ensayo... (24), p. 68. 3 PEDEMONTE, Gotardo C., Elementos… (34), p. 337.
260
que piensa en el futuro sin conformarse, como los salvajes, en los goces y en los dolores
del presente días.” “Las observaciones que hasta aquí hemos hecho van encaminadas y
nos parecen que bastan a dar a conocer la filosofía del seguro de vida y los méritos de
una institución que ha llegado a adquirir tanta importancia en los países más civilizados;
pero como sabemos que en los pueblo hispano-americanos para quienes escribimos, es
de muy poca conocida la materia, procuramos aclarar algunas ideas a fin de que, si es
posible, no quede ninguna duda en el ánimo de los que se encuentran inclinados a entrar
en esta vía de progreso y a participar de sus beneficios.” “Tal es la institución que
desearíamos ver introducida en los países hispano-americanos. Bajo el punto de vista de
la posibilidad de no vivir cuanto se espera, es el seguro de vida la mejor inversión
posible, porque promete y ejecuta lo que las cajas de ahorro tardan mucho en
efectuar…”1
1 “El comercio…” (1), pp. 148 y ss.
261
MISCELÁNEAS
№ 5 - 2008 ISSN 1851-3522
Buenos Aires, Argentina www.salvador.edu.ar/juri/reih/index.htm
MANIFESTACIONES DEL DERECHO A LA IGUALDAD DEL INDIGENA EN EL DISCURSO REVOLUCIONARIO
ENTRE 1810-1820
NATALIA STRINGINI
I INTRODUCCION
Se denomina indigenismo a la tendencia cultural inspirada en el conocimiento y
valoración de las civilizaciones aborígenes americanas. Esta cuestión, que tuvo su
origen ya en la época del descubrimiento de América, continúa hasta la actualidad dado
que las naciones americanas cuentan con un gran número de población indígena.
Entre los temas que forman parte de la cuestión indígena se encuentra el de la
condición legal que les fue dada. Los primeros tratamientos, tempranos en la historia de
la conquista, datan del siglo XVI cuando se consideró que los indios eran personas
libres y vasallos de la corona española. Por real cédula del 20 de junio del año 1500, los
Reyes Católicos mandaron poner en libertad a todos los indios que habían traído de las
Indias y vendidos y, mediante la Bula Sublimis Deus del 2 de junio de 1537, se les
reconoció el derecho a la libertad y propiedad. La Recopilación de las Leyes de Indias,
262
además de reconocer la libertad de los indios (ley 1ª Tíulo II Libro V), ordenó que
debían tener un buen tratamiento. (Ley 1 y 3, Título III, Libro V).
La revolución de Mayo se vinculó íntimamente con la causa indigenista y les
reconoció la igualdad con el hombre blanco, cuestión que no había sido tenida en cuenta
en el período hispano.
Sabiendo que el discurso, plasmado en un texto, establece posiciones y argumentos
con respecto a la política, la sociedad, la cultura, la ética y la moralidad, el presente
trabajo tiene como objetivo analizar el discurso generado como consecuencia de las
ideas revolucionarias de 1810 hasta el año 1820 en torno al derecho de igualdad de los
indios.
II. EL PRINCIPIO DE IGUALDAD.
Además del cambio político, la revolución pretendió introducir un nuevo orden
social basado en los principios de libertad e igualdad. En el antiguo régimen, el orden se
había asentado sobre la noción de jerarquías estables que se relacionaban con la
sociedad en su conjunto y que respondían a un cariz estamental. La pertenencia a una
élite definía los privilegios así como los derechos y obligaciones.
La sociedad revolucionaria no quiso mantener estos privilegios, al contrario,
consideraba que la pertenencia a un sector social dependía de un mérito personal
reconocido por el resto de la sociedad. Bien claras son, en este sentido, las palabras de
Jorge Myers que dice “…ahora las fiestas públicas debían servir para mostrar o
transparentar la ausencia de jerarquías en un sociedad republicana, poniendo de
manifiesto, en cambio, la igualdad que mancomunaba a todos los ciudadanos entre sí”1
La igualdad invocada en el discurso revolucionario significó que el nuevo gobierno
tuvo un importante matiz indigenista alzando su voz contra los abusos que habían
sufrido los indios durante los años sometidos al poder español. Por ello, la política
patria de los primeros años después de la revolución se tradujo en el mantenimiento de
la paz con estas poblaciones indígenas, en el reconocimiento de los derechos de libertad
e igualdad, en especial a través de la adopción de medidas como la abolición del tributo
1 MYERS Jorge, “Un revolución en las costumbres: las nuevas formas de sociabilidad de la elite porteña, 1800-1860”, Historia de la vida privada en la Argentina. País antiguo. De la colonia a 1870 I, Buenos Aires, Taurus, 1999, p. 129
263
y los servicios personales, y en la incorporación de estos principios en los principales
proyecto y textos constitucionales de la época.
Puede decirse que el nuevo derecho patrio argentino se caracterizó con respecto a la
legislación de los indios en que procuró la intervención política de los mismos, al igual
que los criollos, en el ejercicio de los derechos de soberanía del puebl
III. MANIFESTACIONES DEL DERECHO A LA IGUALDAD DEL INDIGENA.
3.1 Igualdad en la política de Paz con las poblaciones indígenas.
La celebración de tratados entre la Corona castellana y las poblaciones indígenas
aún no sometidas fue un hecho bastante común durante el período hispano.
Esta práctica continuó después de la revolución pero con una nueva intención:
incorporar a los naturales a la causa revolucionaria. El nuevo gobierno trató de mantener
un política de acercamiento dejándoles entrever una etapa de mayor libertad, igualdad y
un tratamiento opuesto al que había tenía con el gobierno español.
La zona pampeana se encontraba habitada por diversas tribus como los pampas,
ranqueles y, desde el siglo XVIII, araucanos y pehuelches. En la segunda mitad del
siglo XVIII, estas tribus habían logrado con las autoridades españolas una convivencia
basada en el comercio que les aseguraba el abastecimiento de productos como tabaco,
aguardiente, ropas etc. Además habían cesado los malones a tal punto que las milicias
españolas fueron reducidas a la mitad y la paz aparecía como el requisito de la gradual
asimilación de las tribus a la vida del español.
En el año 1810 se le encomendó al Coronel Pedro Andrés García la realización de
una expedición hacia la región pampeana. El objetivo de García fue estrechar los lazos
de amistad que ya tenían convirtiéndolos en aliados para probables luchas con los
españoles, asegurarse la conformidad de los indios para que los blancos pudieran llegar
a las Salinas Grandes a fin de abastecerse de sal y adelantar la frontera para la
radicación de pobladores blancos.
El oficio recibido por el Cabildo de Buenos Aires el 14 de noviembre de 1810 en el
que García exponía que sus hombres habían ganado el respeto de los indios y que
esperaba tener el día siguiente un parlamento con seis caciques, demostró que la misión
había sido exitosa.
264
Un año más tarde, el Cabildo de Buenos Aires recibió, el 5 de octubre de 1811, una
embajada presidida por el cacique Quinteleu, representando a varias tribus de la pampa.
La recepción fue realizada por el jefe de Junta, Feliciano Chiclana, quien para dicha
ocasión emitió un discurso en los siguientes términos: “El servicio más importante que
este gobierno puede hacer a su país, es el de perpetuar en él por la dulzura de su
administración a los que se unen a sus principios, Cualesquiera que sea la nación de
que procedan o las diferencias de su idioma y costumbres, los considera siempre como
la adquisición más preciosa… Si se conoce esta obligación respecto de todos lo que
pertenecen al globo que habitamos en general, ¡cuál no será la que nos impone la
afinidad de sangre que tan estrechamente nos une!...El espíritu de la intolerancia ha
negado el acceso a este hermoso país a los que lo hubieran fecundado con su
industria….Amigos, compatriotas y hermanos, unámonos para construir una sola
familia…”. 1
Chiclana quiere destacar, en primer lugar, la intención del gobierno de atraer a las
poblaciones a la causa revolucionaria, cualquiera sea la nación y las costumbres que
posean. Por ello los considera como la adquisición más preciosa y los exhorta a la
unión mediante la utilización de términos como “amigos”, “compatriotas” y
“hermanos”. Finalmente Chiclana marca una división entre el antiguo gobierno y el
nuevo en relación al trato que recibían, caracterizando al primero como intolerante.
La penetración pacífica en las pampas continuó en base a ventajas recíprocas a
través de acuerdos comerciales e intercambio de regalos. En este sentido, el acta del
acuerdo que el Coronel García presentó en el Cabildo el 7 de octubre de 1811 dice que:
“…al Cacique Quinteleu y varios otros Indios de los principales, y que han auxiliado la
última expedición a Salinas, como las anteriores, cuyos Indios hicieron sus
cumplimientos al Excmo Cavildo, y ofrecieron franquear quantos auxilios pendiesen de
su mano para el adelantamiento de la Campaña y felicidad de los países….le dieron las
gracias, les ofrecieron su amistad, y para catar más la voluntad de los Indios y atraer la
de los demás, mandaron se les distribuyan en plata setenta y siete pesos fuertes…”2
1 ZERDA, Wellington, “Las relaciones de los indios pampas con los primeros gobiernos patrios (1810-1815)”, Academia Nacional de la Historia II Congreso Internacional de Historia de América, Buenos Aires, 1938, p.562. 2 ZERDA, Las relaciones….(2), p. 563-564
265
Luego García indicó la conveniencia de que el Cabildo se manifestase agradecido
respecto a los caciques por lo cual le dieron las gracias en los siguientes términos “por
su buen comportamiento y manifestándoles que esperaban la continuación de sus
buenos oficios, el concepto de que nuestra felicidad estaba íntimamente ligada a
ellos…”1.
Nuevamente vemos que el discurso pone énfasis en señalar que la felicidad del
indígena se encuentra ligada a los destinos y las decisiones del nuevo gobierno.
Después de un período de distanciamiento, el gobierno nacional reanudó las
relaciones con los indios de Buenos Aires en 1819 para lo cual el Director Supremo,
José Rondeau, nombró como su representante al Cnel Chiclana. La misión de Chiclana
era obtener el consentimiento de los indios para extender la frontera hacia el sur.
El 27 de noviembre de 1819 se llevó a cabo la asamblea en la toldería del cacique
Lienan a la cual asistieron diversos jefes locales. Chiclana les leyó un mensaje del
Director Supremo que decía: “Componéis una bella porción del todo nacional y los
magistrados no podían ser indiferentes a vuestra suerte: pero las atenciones de la
guerra, la necesidad de exterminar a nuestros comunes y más antiguos tiranos y las
atenciones que estos objetos demandan al Gobierno han paralizado hasta ahora sus
marchas…El ojo de magistrado ha velado siempre sobre vosotros, y ahora os brindo de
nuevo con la protección del gobierno, cuya dirección está a mi cargo. Paz, unión,
amistad, confianza mutua, relaciones íntimas haceros felices, estos son los votos de mi
corazón…Unámonos, amigo, estrechemos los lazos de nuestras comunicaciones y
comercio”. 2
A continuación les hizo varias proposiciones entre las cuales destaco la siguiente
“Primera que en prueba de la amistad, y unión con Buenos Aires, no debían dar
entrada a su país, a los españoles europeos, como a nuestros capitales enemigos, que
trataban de esclavizarnos”3
No cabe duda que la cláusula primera del convenio da muestra del papel que el
gobierno patrio esperaba que cumplieran las poblaciones indígenas, función que no era
nada más que la ayuda en la lucha contra el español.
1 ZERDA, Las relaciones…(2) p. 564 2 LEVAGGI, Abelardo, “Tratados celebrados entre gobiernos argentinos e indios del sur de Buenos Aires, Santa Fé, Córdoba y Cuyo (1810-1852), Revista de Historia del Derecho Ricardo Levene, 30, 1995, Buenos Aires, p. 95 3 LEVAGGI, Tratados…, (5), p.95
266
Por el lado de Cuyo, el general José de San Martín mantuvo, como gobernador-
intendente, estrecha relación con los indios pehuenches que habitaban las laderas
orientales de la cordillera de los Andes.
En un oficio dirigido al gobierno el 11 de noviembre de 1814, manifestó que
“Entre los medios que adopté para la seguridad de esta provincia después de haber
sucumbido el Estado de Chile, fue uno el de parlamentar con el gobernador, caciques y
capitanejos de la nación pehuenche, con el doble obgeto de asegurar la custodia de los
pasos que poseían en los Andes, y saber por ellos cualquier movimiento que hiciera por
aquella parte el enemigo.”1
Cuando preparaba el cruce de los Andes para liberar a Chile, se propuso renovar
esas relaciones con la intención de engañar a los realistas chilenos acerca de sus planes
militares en el marco de las guerras por la Independencia. Para ello invitó a los
indígenas a un parlamento llevado a cabo en el año 1816 en el Fuerte de San Carlos, a
treinta leguas de Mendoza. El objetivo de la reunión era lograr que los indígenas
permitieran el paso de las tropas de San Martín por sus tierras y que auxiliasen al
ejército con ganado y demás cosas que le fueran pedidas.
Según la descripción que hace Ricardo Levene, en el acuerdo participaban los
caciques y capitanes de guerra. El intérprete, que era el padre Francisco Inalican,
improvisó una arenga haciéndoles presente la estrecha amistad que unía a los indios
Pehuelches con el general San Martín para suplicarles que permitiesen el paso de
Ejército Patriota por su territorio a fin de atacar a los españoles en Chile. Señala que la
discusión de los caciques fue muy animada, todos hablaron a su turno exponiendo sus
opiniones. Una vez terminada la discusión, el cacique más anciano le dijo que aceptaban
su propuesta.2 Resulta curioso el dato que nos proporciona el diario La Gaceta de
Buenos Aires del 19 de julio de 1812. Dicha publicación contenía la nómina de
caciques y capitanejos pehuenches que asistieron al parlamento celebrado por San
Martín y destaca que el objetivo de dicha reunión fue el de “reconocer nuestro
gobierno e imponerse a la causa que defendemos”.3
1 LEVENE, Ricardo, “San Martín y la libertad de los aborígenes de América”, Revista del Instituto de Historia del Derecho, 3, 1951, p. 146 2 LEVENE, San Martín, (7), p. 147 3 MUSICO, Ana María, “Relaciones pacíficas con los aborígenes”, Comando del Ejército Argentino Dirección de Estudios Históricos. Política seguida con el aborigen (1750-1819), Buenos Aires, 1973, p.544.
267
En otra ocasión, preparando la expedición al Perú, emitió un manifiesto en quichua
convocando a los pueblos indios a la causa común. “Compatriotas míos, palomas,
vástagos todos de los antiguos incas: ya ha llegado para ustedes el momento feliz de
recuperar la plenitud de nuestra vida…de este modo saldremos de ese duro, mezquino
vivir, en el que como a los perros nos miraban, pues así nuestros enemigos les harían
extinguirse en este nuestro suelo”.1 Firmaba el texto “vuestro amigo y paisano, José de
San Martín”. Cabe resaltar que San Martín utilizó este término porque era hijo de
madre guaraní. “yo también soy indio” les manifestó a los caciques pehuenches en
1816.2
Unos años antes, también en la zona de Mendoza, el Ministro de la Junta, Alexo
Nazarre, dirigió una proclama a los indios pampas que habitaban en la frontera de la
actual Mendoza. En la proclama, del 19 de junio de 1812, utilizaba los mismos
términos que Chiclana, llamando a los aborígenes de “hermanos”, “amigos” y
“compatriotas”, invoca la unión de los pueblos frente al enemigo y realza la necesidad
de formar una solo familia o pueblo. Dice expresamente “Amigos, hermanos y
compatriotas…Restablezcamos la piedad y la justicia que distinguía el trono de
nuestros incas…Es preciso que todos formemos un noble familia, una nación
brillante…que os reduscais a pueblos florecientes al abrigo de vuestros hermanos
defensores, edificando casas como las nuestras, cultivando vuestros terrenos para que
aseguren nuestra subsistencia y las ventajas de un libre comercio entre nuestros amigos
americanos…Formando un solo cuerpo nos haremos inconquistables”.3
Ese mismo año, se convocó a los caciques de la zona sur a un parlamento general
con el objetivo de lograr una acercamiento con los indios de la Patagonia. Sobre ello se
publicó en el Diario La Gaceta de Buenos Aires lo siguiente “ Con el importante
objetivo de poner expedita la comunicación con Patagónicas y levantar poblaciones en
Salinas y demás puntos interesantes…que asegure las relaciones de nuestra amistad,
alianza y comercio”.4
En cuanto a las poblaciones del Alto Perú, los revolucionarios pretendieron que esta
zona reconociera la legitimidad de la Junta Grande además de derrotar los intentos
1 LEVENE, San Martín…(7), p. 147 2 LEVENE, Ricardo. “Proclama Bilingüe de 1819”, Boletín de la Academia Nacional de la Historia Tomo XXIV-XXV, Buenos Aires, 1950-1951, p.676 ss 3 MUSICO, Relaciones pacíficas…(6),p.543 4 MUSICO, Relaciones pacíficas…(6), p.543
268
realistas. Para ello se organizaron tres expediciones, entre los años 1810 y 1815. La
primera estuvo al mando de Antonio González Balcarce, aunque las decisiones últimas
en materia política y militar quedaron en manos de Juan José Castelli, representante de
la Junta.
En una proclama que éste dirigió a los indios del virreinato del Perú, el 5 de febrero
de 1811, expuso que “ sabed que el Gobierno de donde procedo solo aspira a restituir
a los pueblos su libertad civil, y que vosotros bajo su protección viviréis libres y
gozareis en paz juntamente con nosotros esos derechos originarios, que nos usurpó la
fuerza…jamás dudéis, que mi principal objetivo es libertaros de su opresión , mejorar
vuestra surte, adelantar vuestros recursos, desterrar lejos de vosotros la miseria y
haceros felices en vuestra patria”.1
Debe señalarse como anécdota que Castelli celebró, en las antiguas ruinas de
Tiahuanaco el 25 de mayo de 1811, un homenaje a la memoria de los incas. En dicha
ocasión los instó para “estrecharnos en unión fraternal”.
3.2 Igualdad en la nueva concepción del término pueblo.
La acción política de la Primera Junta estuvo fuertemente marcada por su primer
secretario Mariano Moreno. Moreno fue un abogado que el 25 de mayo de 1810 es
nombrado secretario de la Primera Junta. Fiel a su espíritu iluminista, las ideas de
igualdad y libertad están presentes en los discursos de Moreno. En este sentido
resultan ilustrador los dichos contenidos en el decreto del 6 de diciembre de 1810 en el
cual expresa que “La libertad de los pueblos no consiste en palabras, ni debe existir en
los papeles solamente…Si deseamos que los pueblos sean libres, observemos
religiosamente el sagrado dogma de la igualdad. ¿Si me considero igual a mis
conciudadanos, porque me he de presentar de un modo, que les enseñe, que son menos
que yo?”2
Dice Noemí Goldman que el análisis de la condición social de los pueblos resulta ser
el punto de partida de un proyecto que pretendió proclamar los derechos a la libertad y
autodeterminación, defender los derechos de los pueblos emancipados y la creación de
un nuevo concepto de pueblo oponiéndolo a quienes consideraban los enemigos.
1 LEVAGGI, Abelardo. “La protección de los naturales por el Estado Argentino (1810-1950)”, Revista Chilena de Historia del Derech, 16, Santiago de Chile, 1990-91, p. 447 2 GOLDMAN, Noemí. El discurso como objeto de la historia. El discurso político de Mariano Moreno, Buenos Aires, Hachette, 1989, p. 175
269
La delimitación del concepto de pueblo se encuentra en la publicación que hizo en
el diario La Gazeta del 26 de julio de 1810. Dicho discurso fue la respuesta a los dichos
del Marquéz de Casa Irujo. Esta persona, que era ministro de la junta central española
en la Corte de Brasil, cuestionó la legalidad de la instalación del gobierno
revolucionario en Buenos Aires y pedía la restitución del poder a Cisneros amenazando
llevar una lucha armada contra la Junta. En su respuesta Moreno califica al Marquéz de
la Casa Irujo de extranjero y a fin de alertar a los habitantes de las provincias de las
intenciones de esta persona escribe lo siguiente: “Si todos los que escribieron a favor
del Comercio en América tuviesen derecho a influir exclusivamente en la conducta que
debe guarda hoy en día, seríamos vil juguete del error, espíritu de partido e interés
personal de innumerables escritores; y si hubiese de decidirse la preferencia por el
mayor interés que mostraron a favor de estos habitantes, sería preciso reanimar las
cenizas del venerable Las Casas, para que diputase al Marqués de Casa Irujo la
primacía”. 1
El hecho de citar al célebre defensor de los indios-Bartolomé de las Casas- revela un
aspecto fundamental del concepto morenista de pueblo. Moreno-dice la autora- afirma
que los derechos de unos deben coordinarse con los derechos de todos y en esta
universalidad incluye a los indios. La invocación de Las Casas le otorga a la palabra una
connotación étnica. La palabra pueblo se define como el conjunto de la comunidad
americana, en especial aquellos que habitan el virreinato del Río de la Plata, por lo que
quedan excluídos de esta noción todos los españoles.
Este concepto debe conjugarse con la idea de ciudadanía. El término ciudadano era
sinónimo de hombre libre y autónomo que debe participar en los asuntos de la patria.
Está asociado a la idea de posesión de una identidad nueva como era la americana y
nacional. Destaca Vicente Oieni que en el Río de la Plata la idea de pueblo soberano
estuvo en la base de una legitimidad fundada en el concepto de ciudadano que establecía
una relación con el estado sobre la base de derechos y obligaciones. La institución del
ciudadano buscó integrar a los indígenas, mulatos, negros.2
3.3 Igualdad en el plano militar.
1 GOLDMAN, El discurso como objeto…(15), p.118 2 OIENI, Vicente, “Imaginar al Ciudadano. Introducción del concepto de ciudadano en el proceso de emancipación en Río de la Plata.”, Revista e-latina, 1, Nª2, Buenos Aires, enero-marzo 2003, www.iigg.fsoc.uba.ar
270
Cuando Moreno es designado como secretario del Departamento de Gobierno y
Guerra, encaró su actividad tendiente a organizar un nuevo ejército patriota. Ya las
milicias urbanas que se había constituído en 1806 con motivo de las invasiones inglesas,
se convirtieron en un regimiento regular. Esto proporcionó el marco organizativo ente el
cual se gestó el proyecto de Moreno. El ejército americano, al cual aspiraba, debía estar
preparado para luchar contra el español, debía ser una fuerza compacta, homogénea,
democrática integrada por todo el pueblo.
Para Moreno, la igualdad y libertad que invocaba entre los ciudadanos debía
trasladarse al ámbito militar Por ello, una de las medidas tomadas fue declarar la
igualdad entre el militar indio y el militar blanco. Los indios que hasta ese momento
habían integrado el cuerpo de “Castas de Pardos y Morenos” pasaron a integrar los
regimientos 2 y 3 del ejército regular y siguieron conservando sus propios oficiales en
igualdad de condiciones con los blancos.
Ya el 8 de junio de 1810 Moreno convocó al Fuerte de Buenos Aires a los oficiales
indios y les comunicó que debían incorporarse con sus milicias a los regimientos
criollos “alternando con los demás sin diferencia alguna y con igual opción a
ascensos”. En este decreto se proclamaba la igualdad del militar indio y del blanco.
“En este día fueron convocados a la real Fortaleza los Oficiales Naturales de Indios
que hasta aquí habían servido agregados a las Castas de Pardos y Morenos y
recibiéndolos la Junta se les leyó a su presencia por el Secretario la orden siguiente: la
Junta no ha podido mirar con indiferencia que los naturales hayan sido incorporados
al cuerpo de castas, excluyéndolos de los batallones españoles a que corresponden. Por
su clase y por expresa declaración de S.M. en los sucesivo no debe haber diferencia
entre el militar español y el militar indio: ambos son iguales, y siempre deben serlo
porque desde el principio del descubrimiento de estas Américas quisieron los Reyes
Católicos que sus habitantes gozasen los mismos privilegios que los vasallos de
Castilla. En esta virtud ha resuelto la Junta a consecuencia de una representación de
los mismos naturales: que sus compañías pasen a integrar los Regimientos 2º y 3º bajo
sus mismos oficiales, alternando éstos con los demás sin diferencia alguna, y con igual
271
opción a los ascensos, aplicándose las compañías por igual número a los cuerpos que
se destinan”.1
El discurso, propio de la época, distingue dos momentos: el de la dominación
española en el cual los indios no formaban parte de las milicias españolas y el patrio
que los declara iguales. Además Moreno trató de imponer, contra el privilegio del
nacimiento, el principio de la igualdad en el seno del ejército, sin embargo esta medida
parece que tuvo poca aplicación debido a la oposición de los revolucionarios moderados
como Saavedra. Cabe señalar que sobre la cuestión de la igualdad en las milicias,
existían diferencias con los llamados revolucionarios moderados. Estos querían la
igualdad entre los criollos frente al grupo colonial español, pero manteniendo la
jerarquía social existente. Sobre ello destaca Tulio Halperín Donghi que: “Por una parte
estaban los españoles descendientes de la sangre pura de los conquistadores; por la
otra los indios, descendientes de los pobladores prehispánicos…El resto ( negros libres,
mestizos, mulatos, zambos) vive sometido a limitaciones jurídicas de grado variable; en
escuelas, conventos, cuerpos militares, la diferenciación de la casta se hace sentir
duramente; los descendientes de los conquistadores entienden reservarse los oficios de
la República”.
La idea de Moreno se precisa en el Plan de Operaciones cuya autoría se le atribuye.
Este fue presentado a la Junta en el mes de agosto de 1810 y estaba destinado a unificar
los propósitos y estrategias de la revolución. Dijo expresamente que “…el Gobierno
debe tratar y hacer publicar con la mayor brevedad posible el reglamento de igualdad
y libertad entre las diferentes castas que tiene el Estado, en aquellos términos que las
circunstancias exigen, a fin de con este paso político, excitar más los ánimos. “ “En la
misma forma debe tratarse sobre el reglamento de la prohibición de la esclavitud,
como así mismo de su libertad”.2
Sobre estas palabras afirma Goldman que casta toma la idea de raza y significa la
igualdad entre los indios, negros y blancos. Por ello pretende que sean considerados
iguales a los criollos y que participen, de igual forma, en la lucha por la independencia.
Ejemplo de ello resulta que en las instrucciones dadas a Chiclana, en 1812, cuando
éste era gobernador de Salta se dispuso la incorporación de los indios a la lucha contra
1 COMANDO GENERAL DEL EJERCITO. DIRECCION DE ESTUDIOS HISTORICOS, Política seguida con el aborigen (1750-1819) I, Buenos Aires, 1973, p.542 2 GOLDMAM, Noemí El discurso como…(3), p. 176
272
el gobierno español con la promesa de liberarlos de la servidumbre a la cual estaban
sometidos.
3.4 Igualdad desde el punto de vista económico.
He incluido en este apartado la exención de dos obligaciones que pesaban sobre
el indígena en tiempos de la dominación española: la obligación tributaria y la del
trabajo personal.
Por decreto del 1 de septiembre de 1811, la Junta Grande declaró oficialmente
suprimido en lo que es el territorio argentino las cargas tributarias que sobre la
población indígena habían pesado durante el dominio español.
La norma en cuestión tuvo como antecedente inmediato las que fueron dictadas por
las Cortes de Cádiz de forma casi paralela. Así pues, el 26 de mayo de 1810, la
Regencia del Reino resolvía en nombre de Fernando VII la supresión del tributo
indígena para el Virreinato de Nueva España y unos meses después, el 13 de marzo de
1811, esta medida era extendida para toda América.
Además de estas normas dictadas en la península, la decisión del gobierno de
Buenos Aires estuvo inspirada también por otros precedentes americanos. Entre ellos
encontramos los similares decretos del 24 de septiembre de 1810 emanado de la Junta
Revolucionaria de Santa Fe de Bogotá, el del 11 de febrero de 1811 dictado por el
gobierno de Chile y el decreto dictado el 11 de marzo de 1811 que extendió la medida
al territorio de Perú.
Asimismo el dictado de estas normas debe relacionarse con la necesidad que
tuvieron los gobernantes hispanos de frenar posibles movimientos insurreccionales
como lo fue el ocurrido en Caracas el 19 de abril de 1810. Así por ejemplo el virrey
Francisco Xavier Venegas extendió la medida a otras castas como negros, mulatos y a
aquellas todas poblaciones siempre y cuando mantengan fidelidad y adhesión a las
autoridades y concurran a sofocar la sublevación ocurrida en San Miguel el Grande.
Para el caso de la medida tomada en Buenos Aires, Gastón Doucet agrega una
causa que la considerada de vital importancia en la decisión de la Junta. La misma se
encuentra expresada en el oficio enviado por Cornelio Saavedra a la Junta en el medio
de su viaje al Alto Perú. Los hechos son los siguientes: en el curso del viaje que, como
es sabido, por comisión de la Junta emprendieron Cornelio Saavedra y Manuel Felipe
de Molina, para examinar la situación de las provincias norteñas, estuvieron unos días
273
en la ciudad de Córdoba. Desde allí dirigieron, el 9 de septiembre y sin saber de la
sanción del decreto, un oficio diciendo que “Muchas veces se ha tratado en esa Junta
sobre libertar a los indios del Perú del tributo” “A Vuestra Excelencia es bien notoria
la violencia con que sufren esta cadena y, por consiguiente, que la mano benéfica que
la arrancase sería besada, amada y sostenida por la multitud de los que se viese libres
de ella…Ninguna época más adecuada para esta resolución que la que en nos
hallamos”.1
Señala Doucet que detrás del discurso revolucionario existió la necesidad de lograr
atraer a los indios del Alto Perú. Específicamente se proponían que algunas autoridades
realistas quedaran sin ingresos y, paralelamente, lograr el reconocimiento de la
población indígena y su adhesión a la revolución. Por ello, en el mismo oficio Saavedra
informa que las riquezas de las zonas de Puno, Arequipa, Paz, Charcas y Potosí son
bastantes para sostener a un ejército, pero luego acotan que “todo es contado con los
indios y sus tributos”.
Sigue diciendo Saavedra en el oficio que “ si Vuestra Excelencia anticipa este
golpete política, sus ingresos serán escasos y los indios todos serán nuestros y
demuestra causa”.2
Resulta claro que la proposición formulada por Saavedra y Molina, aunque no deja
de condenar como un abuso el tributo, fundamenta la medida en motivos prácticos y de
oportunidad: se trata de anticipar un golpe de política.
El decreto de la Junta comienza declarando la posición de rechazo que tiene el
nuevo gobierno a la condición en que vivían los indígenas. Dice expresamente que
“Nada se ha mirado con más horror desde los primeros momentos de la instalación del
actual gobierno como el estado miserable y abatido de la desgraciada raza de los
indios”
Además en el discurso, al igual que en muchos otros, la Junta marca un límite bien
pronunciado entre sus objetivos y aquellos que le imputaban al gobierno español. No en
vano los califica de codiciosos, opresores que solo saciaban su ambición con la
desgracia de los naturales.
1 DOUCET, Gastón, “La abolición del tributo indígena en las Provincias del Río de la Plata: Indagaciones en torno a un tema mal conocido”, Revista de Historia del Derecho, 21, 1993, Buenos Aires, p. 146 2 DOUCET, La abolición… (20), p. 147
274
Finalmente destaca de forma idílica que el objetivo del gobierno patrio no era otra
cosa que lograr la felicidad de la población a través de actos que signifiquen la
ejecución de los principios liberales y la devolución de sus primitivos derechos. “Tal
humillante suerte no podía dejar de interesar la sensibilidad de un gobierno empeñado
en cimentar la verdadera felicidad general de la Patria, no por proclamaciones
insignificantes y de pura palabras, sino por la ejecución de los mismos principios
liberales a que ha debido su formación, y deben producir su subsistencia y felicidad”
“…les declararon desde luego la igualdad que les correspondía con las demás clases
del Estado: se incorporaron sus cuerpos a los de los españoles americanos…”
Al día siguiente de la sanción del decreto por las autoridades de Buenos Aires, la
Junta Gubernativa de Salta dictó y mandó a publicar un bando por el cual se liberaba a
todos los indios de su distrito “del gravoso impuesto de pagar tributos”. Según
manifestaron en el bando los miembros de la Junta, la medida era producto del acuerdo
ya que habían advertido que era “injusto el tributo impuesto por el despótico gobierno
español a los indios de estos países y del gravísimo perjuicio a los sagrados derechos
que defendemos”.
Al igual que las autoridades de Buenos Aires, las salteñas marcan una diferencia
entre la conducta sostenida por el gobierno español hacia los indios y la mantenida por
ellos. Para los primeros se refieren con el término despóticos y ellos como defensores de
los derechos.
Sin embargo, acto seguido a eximirlos del pago del tributo, el bando invita a los
“que quieran alistarse en las compañías que se están formando lo hagan a la mayor
brevedad, bajo la inteligencia de que, además de pagárseles a cada uno su respectivo
sueldo, obtendrá cada individuo las gracias, empleos y preeminencias a que se haga
acreedor por sus méritos y servicios que contraiga en defensa de la Patria”.1
La primera consecuencia del decreto del 1 de septiembre de 1811 fue la supresión de
la oficina que, en la época hispana, se ocupaba específicamente del asunto de los
tributos indígenas; esto es la Contaduría de Retasas.
La segunda medida tomada dos años después de la revolución fue la supresión de los
servicios personales como la mita, la encomienda y el yanaconazgo.
1 DOUCET, La abolición,,, (20), p. 153
275
Ya en funcionamiento la Asamblea General Constituyente sancionó un decreto el
12 de marzo de 1813 por el cual suprimía los servicios personales de los indígenas.
Expresamente prescribía lo siguiente “La Asamblea general sanciona el decreto
expedido por la Junta Provisional Gubernativa de esta provincias en 1ª de septiembre
de 1811, relativo a la extinción del tributo, y además derogada la mita, las
encomiendas, el yanaconazgo y el servicio personal de los indios baxo todo respecto y
sin exceptuar aun el que prestan a la iglesias y sus párrocos o ministros…”1
Resulta interesante destacar que en la sesión del 12 de marzo de 1813 los
integrantes de la Asamblea hacen la misma oposición que Chiclana ya que resaltan la
medida ordenada por la Asamblea oponiéndola con la suerte que les tocó vivir a los
indios durante los siglos de dominación española Entre los dichos de los constituyentes
debe resaltarse el siguiente: “…voy a exponer en el orden del día el benéfico decreto
que ha expedido la Asamblea general en desagravio de los miserables indios que han
gemido hasta hoy baxo el peso de su suerte”
Paralelamente a la sanción de este decreto, las Cortes de Cádiz promulgaron uno el 9
de noviembre de 1812 por el cual se declaraba la abolición de la mita o mandamientos o
repartimiento de indios. Por otro lado la Junta limeña resolvió, el 14 de noviembre
de1812, la necesidad de activar el expediente sobre la extinción de la mita.
3.5 Igualdad en los proyectos constitucionales.
Uno de los objetivos de la revolución era la declaración de la independencia así
como la organización del nuevo estado bajo el dictado de una constitución inspirada en
los principios modernos. Dos intentos constitucionales ocurrieron entre los años 1810-
1820. El primero fue el de 1813.
Ya en la convocatoria para la elección de diputados a la Asamblea se exponen
conceptos fundamentales en torno a la noción de ciudadanía e igualdad. La
convocatoria preveía que todos los vecinos debían presentarse en la casa del Alcalde y
designar a un elector. Estos electores se congregarían para elegir al diputado que iría a
la Asamblea. Las votaciones eran públicas y en voz alta. Se adopta el reglamento que
había elaborado el Deán Funes en 1810 pero, según Levene, con más amplitud en la
concesión del derecho al voto pues comprendía a todos los vecinos libres y patriotas. El
diputado Gómez explicó que no podía ser excluído del sufragio ningún hombre libre.
1 RAVIGNANI, Emilio. Asambleas constituyentes argentinas I 1813-1833, Buenos Aires, 1937, p. 24
276
Por ello se ordenó que en las Asambleas Electorales de las intendencias del Perú, los
cuatro diputados que representaran a las comunidades indígenas debían concurrir y
tener sufragio.
La Asamblea tuvo su primera cesión el 31 de enero de 1813 y el gobierno dispuso el
nombramiento de una comisión con el objeto que redactara un proyecto de constitución
y, al mismo tiempo, dirigió el mismo pedido a la Sociedad Patriótica. Ambos proyectos
fueron terminados y puesto en manos de la Asamblea que los remitió al PE el 10 de
febrero de 1813.
Además de estos proyectos, la propia Asamblea ha trabajo en uno fechado el 27 de
enero de 1813. El capítulo 13 de este proyecto contiene una serie de disposiciones
generales en las cuales se encuentra el art. 177 destinado exclusivamente a la población
indígena. El texto dice expresamente “Siendo lo yndios iguales en derechos y en
dignidad a los demás ciudadanos del Estado serán regidos por unas mismas
leyes….Queda igualmente extinguido toda rasa y servicio personal bajo cualquier
pretexto, ó denominación cualquiera. Las tierras de sus mayores, de las que tienen solo
un precario y oneroso usufructo han gozado hasta el presente, se repartirán en
propiedad por suertes proporcionadas a los Padres de familia de las respectivas
comunidades sin mas condición que las de cultivarlas. La Asamblea
Constituyente…educación bastante a ponerlos las demás clases civilizadas, entre tanto
tomarán las medidas mas prudentes a establecer el buen orden y policía en sus
poblaciones, la emulación en el trabajo e industria”.1
Sin embargo, la Asamblea no alcanzó a considerar los proyectos constitucionales
que habían sido preparados y las circunstancias políticas hicieron que no se sancionara
la constitución.
Un nuevo intento se produjo luego del congreso de Tucumán. Finalmente el 22 de
abril de 1819 se sancionó la Constitución de las Provincias Unidas en Sud América.
Este texto constitucional reavivó los ideales de la revolución de mayo y tuvo como
fuente principal el proyecto elaborado por la Asamblea de 1813. El artículo que declara
la igualdad de los indios, redactado en el proyecto de 1813, resulta ser muy similar al
que contiene el texto de 1819 que reza así: “Siendo los indios iguales e dignidad y en
1 SAN MARTINO de DROMI, Laura, Documentos Constitucionales Argentinos, Buenos Aires, Ciudad Argentina, 1994, p. 2087
277
derechos a los demás ciudadanos gozarán de las mismas preeminencias y serán regidos
por las mismas leyes…”1
IV. CONCLUSIONES
A partir de la Revolución de Mayo se abandonó el criterio existente en la época
hispana de dotar al indígena de un estatuto especial para someterlo al mismo tratamiento
jurídico que al resto de los habitantes.
De la documentación citada en el trabajo surge que los revolucionarios pretendieron
mostrar y convencer a los indígenas del comienzo de una nueva etapa en la cual las
había terminado el trato que recibieron por las autoridades españolas. Asimismo
quisieron mostrar que quedaban iguales en derechos y obligaciones con la población
blanca y para ello tomaron una serie de medidas como la abolición del tributo, el trabajo
personal, el permiso para integrar las fuerzas militares junto con los blancos, etc. Más
aún, los intentos constitucionales ratificaron la igualdad del indígena con el blanco.
Sin embargo, aún cuando los revolucionarios admitieron que debía reconocerse a
los indígenas el derecho a la igualdad, lo cierto es que la necesidad de atraer a dichas
poblaciones a la causa revolucionaria, resultó ser un fundamento importante. En este
sentido se debe decir que no se tuvo en cuenta las posibilidades efectivas que se les
ofrecían para el ejercicio de sus derechos. Además la igualdad fue entendida en dos
sentidos: reconociéndole los derechos pero también de obligaciones, haciéndolos
pasibles de cargas que antes no tenían.
En consecuencia, se debería decir que hubo una contradicción entre el discurso
revolucionario y la realidad en la cual quedaron inmersas las poblaciones indígenas.
1 SECO VILLALBA, José Armando, Fuentes de la Constitución Argentina, Buenos Aires, Depalma, 1943, p. 83
278
CATÁLOGOS № 5 - 2008
ISSN 1851-3522 Buenos Aires, Argentina
www.salvador.edu.ar/juri/reih/index.htm
REVISTA DE DERECHO HISTORIA Y LETRAS
(1898 - 1923) ESTUDIO E INDICE GENERAL
-Continuación-
GREGORIA CELADA DOMÍNGUEZ y RITA GIACALONE
III. ÍNDICE POR AUTOR
A Aberastury, Maximiliano 2039. Abril, Mariano 3123. Acevedo, Eduardo 1. Acevedo, Pedro S. 3518. Acherman, Carl W. 2432. Acosta, Julio 3665. Adrogué, César 2812, 2813. A Epoca de Lisboa 3405. Agote, Luis 2268, 2631, 3444, 3445. Agote, Pedro 419, 1224, 1418. Agrelo, Emilio C. 624. Aguilar, Carlos M. 2634, 2635, 2636. Aguirre, Darío 2971. Aguirre, Diógenes 138. Aguirre, R. M. 3666. Alberdi, Juan B. 722, 435.
279
Alcácer, Pedro S. 2254, 2438. Alcántara, Pedro de 2908. Alcorta, Santiago 37 Aldao, Carlos A. 45, 97, 523, 656, 1031, 1067, 1072, 1142, 1143, 1242, 1581, 1883, 2322, 2609, 2695, 2911, 3455. Aldao de Díaz, Elvira 1038. Alderete, Mariano 3519. Alessandri, Arturo 1620, 3139. Alfonso, Paulino 98, 563, 2040. Aliaga Rueda, Alicia 2814, 2815. Allchurch, Enrique 788. Almeida, Pires de 1185. Alsina, Dalmiro 3518. Alsina, Valentín 3469. Altamira, Rosendo 2340. Alurralde, Pedro (h) 170, 705, 789, 1250, 1251, 1550. Alvarado Quirós, Alejandro 139. Álvarez, Donato 1922. Álvarez, Juan 31, 564, 3124. Álvarez, Manuel Francisco 1049. Álvarez Magaña, M. 2972. Alvear, Marcelo T. De 3667, 3668. Ambrosetti, Juan B. 115, 790, 3140. Amézaga, Carlos 2973, 2974. Anchorena, Manuel B. 988, 1707. Ancízar, Roberto 171, 172, 986, 994, 1126, 1504, 1505, 1506, 1678,
2041, 2341, 2362, 2371, 2372, 2373, 2374, 2400, 2401, 2569, 2693, 3088, 3215, 3315, 3349, 3423, 3424, 3505, 3558, 3559, 3726.
Andara, J.L. 3625. Andrea, Miguel de 1923, 1924. Anónimo 606, 942, 1249, 1646, 2510, 2511, 2702, 2970. A Norte 3629. Antokoletz, Daniel 2, 843, 1818, 1819, 3527. Aragón, Agustín 3089. Arana, Felipe 2221. Arana, Martín Ramón 1868, 3083, 3084, 3383. Aráoz Alfaro, Gregorio 2042, 3560, 3669. Arata, Pedro N. 2043, 3130. Arau, Enrique 752. Araujo, Oscar D. 1187. Araya, Ramón 3254. Araya, Rogelio 991. Arce, José 524, 2044. Areal, Prudencio 643. Areco, Horacio 3314. Arguello, Santiago 2975. Arias, T. 453, 454, 1722, 1773, 1842, 1843, 1869, 3275. Arias de Saavedra, Hernando (Hernandarias) 24, 3250. Arroyo, Agustín 1252. Aróztegui, Abdón 3640. Arteaga, Alfredo 2816. Asch, L. 2593, 3479, 3554. Asociación pro Filantropía y Cultura 1253. Astrigueta, Francisco B. 1723. Atencio, Juan J. 819.
280
Auñón y Villalón, Ramón 723. Austín, O. P. 1478. Avalos, Baltazar 455, 456. Avellaneda, Nicolás A. 450, 1254, 1925, 1995, 2045, 2046, 2533. Ayarragaray, Lucas 1113, 1255, 3090, 3141, 356. Azara, Félix de 565. B Bacigalupe Vértiz, Tulio 2047. Bacon, Roberto 119, 1484, 1781, 1996, 2235, 3316. Báez, Cecilio 120, 1256, 2657, 3231. Baires, Carlos 803, 1257. Baker, Bernard N. 2048. Baldwin, S. E. 2570. Bambili, Eduardo 99. Banquete de la Universidad de Buenos Aires 1926. Baraduc, L. 2497. Barahona Vega, Clemente 2515. Barbosa, Ruy 1258. Barcia López, Arturo 868. Barcó, G. del 1259. Barilari, Atilio S. 1927, 2049, 2050, 2051, 2052, 3142. Bernes, John D. 1106. Barreda, Joseph de 518. Barrenechea, Mariano Antonio 1127, 2498. Barrett, Carlos 2368. Barroetaveña, Francisco A. 3594, 3670. Barthelermy, José 3505. Barton, Bruce 3396. Barton, Edmund 1070. Basualdo, Benjamín 2221. Batres Jaurégui, Antonio 87. Baudin, Pierre 1260, 2456, 3317. Baudon, Héctor Roberto 566, 869, 1436, 1724, 2787, 2888. Bavio, Ernesto A. 2623. Bazán, C. 48. Bazán, Pedro 1238, 3354. Bazán y Bustos, Abel 2053. Beauvoir, José M. 12, 1261. Becker, Jerónimo 1507. Becú, Carlos A. 525. Beernaert, Augusto 1114. Belaúnde, Víctor Andrés 2954. Belin Sarmiento, Augusto 804, 2054, 3470. Bello, Luis 2912. Beltrán, Juan J. 1508, 2055, 2056, 2281, 2439. Benes, Eduardo 3255. Benítez, Carlos J. 3727. Benítez Castro, Miguel 2930. Berisso, Luis 1074, 1551. Bermejo, Antonio 820, 1607. Bermúdez de Castro, Luis 2594. Bernheim, S. 3076. Berra, Francisco Antonio 2255, 2434, 3555. Beruti, Arturo 3207. Betbeder, Onofre 140. Bethmann, Hollweg 74. Betnaza, María Enriqueta 2817.
281
Beverina, Juan 3671. Bevilacqua, Clovis 1697, 3318, 3350. Bewes, Wyndham A. 1844. Bibiloni, Juan A. 3562, 3563. Bidau, Eduardo L. 1820, 1821, 2057. Biedma, José Juan 132, 1928, 2007, 3143, 3672. Bierce, Ambrose 141, 2320. Bigham, J. 1725. Binayán, Narciso 3492. Biraben, Federico 3075. Blowitz, O. de 1062, 2519, 2524, 2699, 2939, 2949. Bocayuva, Félix 3097. Bocayuva, Quintino 1193, 1262, 1263. Boero, Felipe 3125, 3673. Boletín del Colegio de abogados de Madrid 1679. Bolívar, Simón 100. Bolton, L. 2509. Borrero, D. María 2976. Bortagaray, Martín 2028. Bottero, Angel M. 1929. Botel, Julio 1704. Bott, Ernesto J. J. 3319. Bourel, Pedro 870, 3392, 3617. Braga, Teófilo 2906. Brewer, David I. 2346. Brooks, Sidney 2589. Broquetti, J. 3553. Brown Scott, James 1264. Bryan, William Jennindg 2339, 2375. Bryce, James 2402, 2403. Buchanan, William I. 88, 468, 1582. Buckner, E. C. 567. Bulow, Benhard von 79. Bumpus, E. C. 3. Bunge, Carlos Octavio 1032, 1265, 1266, 1267, 1552, 1553, 1554, 1555,
1556, 1676, 2253, 2624, 2682, 2789, 2913, 3091, 3372, 3555.
Bunge, Ricardo 1930. Burela, Benjamín J. 2455. Busaniche, Julio A. 1931. Bustamante, A. S. de 3657. Bustos, I. 1239, 1268. Bustos (y Ferreyra), Zenón 134, 1269, 1431, 1932, 1997, 2058, 2059, 2060,
2440, 3564. C Caballero, F. Martín 1509, 3406. Cabildo de la Asunción 25, 3251. Cabred, Domingo 1248, 1510, 2061, 2062, 2063, 2064, 2065, 2646,
3144. Cabrera, Martínez 3630. Cáceres, Andrés A. 1164. Cadagna, Conde de 1270. Caillet Bois, Teodoro 3212. Calandrelli, Alcides 457, 1437, 1793, 1845, 2818, 2819, 3351, 3641. Calandrelli, Matías 1000, 1075, 2441, 2442, 2443, 2726, 2733, 2769,
2770, 2771, 2772, 2773, 2775, 2790, 2791, 2955, 2956, 3064.
282
Camacho, Ángel M. 101, 2314. Camaña, Raquel 568, 569, 570, 1189, 1271, 1457, 1458, 1511, 2066,
2243, 2266, 227, 2278, 2279, 2280, 2282, 2283, 2284, 2285, 2582, 2792, 2793, 2794, 3077, 3112, 3113, 3114, 3398.
Cámara de Diputados 3674. Cámara de Diputados del Uruguay 3595. Cámara de Senadores 3675. Cámara Federal de la Capital 458, 1726, 3528. Campbell Bannerman, Sir Henry 2571. Canciller 821. Candelón, Alejandro 3471. Candioti, Marcial R. 526. Cané, Miguel 1272, 1557, 1558, 3352. Cantilo, José Luis 2008, 2067, 3565. Cantón, Eliseo 2068, 3676. Capdevila, Arturo 2820, 2821, 2822, 2823, 3399. Capello, Francisco 2824, 3043. Caprile y Zas, F. 2795. Carbonell, José Manuel 2957, 2977, 2978. Carbonell, Néstor 2069. Cardozo, Aníbal 636, 3129. Carlés, Manuel 748, 2009, 2070, 2071, 2072, 2315, 2625, 3596. Carneiro Leao, A. 687, 1485, 1782, 2073, 2671, 3216. Caro, M. A. 1626. Carpenter, Frank C. 1186, 1194. Carranza, Adolfo S. 688, 753. Carranza, Arturo 173. Carranza, Mario A. 1273, 1667, 2220. Carricarte, Arturo R. de 1274. Carrié, Julio 2323, 2658. Carriego, Evaristo 174, 2286. Carvalho, Carlos 1198. Casasus, Joaquín D. 1486. Castellanos, Joaquín 754, 2074, 2825, 3677. Castellanos, Nicéforo 1868, 3083, 3084, 3383. Castello, Manuel F. 1238. Castex, Alberto E. 483, 871, 2376. Castillo, Benjamín S. del 3145. Castillo, Luis C. del 2404. Castillo, Severo G. del 430, 1115, 2075. Castro, Emilio 1794. Castro, Máximo 175, 1727, 1870. Castro, Salvador de 2914. Castro, Sartorio de 3631, 3632. Castro y López, Manuel de 102, 176, 177, 178, 179, 180, 181, 431, 432, 433,
625, 626, 627, 637, 638, 652, 1001, 1079, 1104, 1116, 1169, 1708, 1915, 1933, 2298, 2299, 2300, 2301, 2302, 2637, 2762, 2796, 2826, 3110, 3146, 3273, 3274, 3389, 3609, 3456, 3457, 3566, 3608, 3678.
Castro y Oyanguren, E. 1512. Cedrés Loppen, Isaías 459, 841, 1728, 2222, 3520, 3679. Cellere, Conde 3055. Centeno, Francisco 65, 103, 434, 657, 658, 659, 662, 692, 693, 694, 695,
701, 702, 706, 707, 708, 709, 716, 718, 724, 725, 726, 739, 943, 944, 1039, 1275, 1276, 1277, 1278,
283
1467, 1471, 1472, 1559, 2287, 2377, 3241, 3290, 3425, 3436, 3437, 3438, 3439, 3440, 3441, 3442.
Cerqueira, Dyonizio 741, 1179, 3633. Cervera, Manuel M. 609, 2303. C. E. V. 4, 1279. Civit, Emilio 2462. Cilla y García, Ramón 2915. Cione, Otto Miguel 3509. Ciudadanos de Concordia 755, 1280, 3642. Claraz, George 1281. Clark, Mateo 2470, 2471, 2472. Claros, C. 460. Clérici, E. E. 3680. Cleveland 2378. Clunet, Edward 837. Colegio de Abogados 5. Colegio de Abogados de Madrid 6. Colegio Novecentista 2263. Coletti, Silvio 1196. Coll, Jorge E. 1648. Colmo, Alfredo 1438, 1439, 1440, 1934, 1935, 2450, 3400, 3567. Colombres, Ricardo 756. Colón, Ricardo 3147. Comel, Carlos 1936. Comisión de Homenaje al Gral. Belgrano 1117. Comisión Patriótica Nacionalista 764. Conan Doyle, Arturo 1282, 2590. Congreso de La Haya 1846. Coni, Emilio A. 58, 420, 421, 422, 451, 475, 849, 987, 1513, 1540,
2567, 2621, 2648, 2649, 3078, 3079, 3446, 3447. Connant, Charles A. 2507. Consejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires 757. Consejo Directivo de la Unión Internacional de las Repúblicas Americanas 3217. Consejo Real de las Indias 607. Contreras, Juan Marcial 2650. Córdoba, P. Luis 850. Correa, Guillermo 1937. Correa Bravo, Agustín 1672. Correa Luna, Carlos 182, 571, 3681. Correio da Manha 1195. Corpancho, Teobaldo Elías 2979, 2980, 2981. Corte de Justicia Centroamericana 89, 1822, 1823, 2405, 2406. Corte Federal de Estados Unidos 2350, 2479. Cortés, Martín H. 2827, 2828. Cortés Funes, José 152, 2076. Corvalán, Ernesto 68, 527, 872, 1651, 1871, 2718, 2719, 3256, 3529. Corvalán Mendilaharzu, Dardo 1283, 3430. Cossio, Pedro 756. Costa, Julio A. 1938, 1998. Costa Álvarez, Arturo 1034, 1284, 2740. Covernton, Arturo 2480. Cranwell, Ricardo E. 1902, 1903, 1904, 2667. Credaro, Honorio 1514. Crespo, Eduardo 1729, 3728. Criado, Emilio Alonso 1066. Crick, Daniel 1449.
284
Croiset, H. Alfred 2632. Cruchaga, Manuel 1515, 1627. Cruchaga, Miguel 1285. Cruz, Juan Carlos 1845, 1847. Cuestas, Juan L. 822, 976, 1608. Cueva, Agustín 2659, 3218. Cullen, Tomás R. 38, 1286. Cullen Briant, William 3063. Cunha, Gastao da 1939. CH Chamberlain, J. 2077, 2572, 2573. Charcot, J. B. 1603. Chaves, Max 2982, 2983, 2984, 2985, 2986. Chedufau, Edmundo C. 1848, 3682. Chedufau, Eduardo 1849. Cheves, Amalia 2987. Chiabra, Juan A. 2483. Chiappori, Atilio 1940. Chiriloga, Francisco 2988. Choate, F. 2078, 2347. Choate, Joseph 2079. Chocano, José Santos 2989, 2990, 2991, 3092. D D., A. 3609. Da Costa, Constacio Roque 1709. Daireaux, Emilio 1002. Damianovich, Aquiles 2492. Damianovich, Jorge 1287, 1583, 2829, 2830, 2916, 2917. Da Pray, J. A. 2359. Dávalos, P. 1487. Dávila, Adolfo E. 49, 1288, 1541. Dávila, Celeo 2992. Dávila, Domingo Benjamín 2710. Davin, Comandante 75, 2557, 2694. Davison, Diego T. R. 69, 1134, 1135, 1136, 3257, 3373, 3374, 3375, 3376. Day, L. W. 1055. Day de oliva, Emma 3235. De Asúa, M. 995. Decori, Félix 2363. Découd, Adolfo 3242, 3244. Découd, Ovidio 110, 1128, 3414, 3683, 3684, 3685, 3686, 3687. De Herrera, Luis Alberto 3618. De La Peyre, Juan 2610. De La Torre, Calixto 516. De La Torriente, Cosme 2407. Delgado de Carvallo 2408. Delheye, Pedro 2774. Dellepiane, Antonio 1120, 1289, 2626, 3401. Dell´Oro Maini, Atilio 805. Demaría, Enrique B. 3556. De Molinari, G. 3360, 3490. De Noirmont, E. 2574. De Oro, José Antonio 1872. Deschamps, Enrique 1290. Desvernine, Pablo 2409. De Velazco, Carlos 3320.
285
Dewar 2575. D´Heylli, Georges 3208. Diario da Bahía 1209. Díaz, Antonio E. 2435. Díaz, Benigno C. 2831. Díaz, Leopoldo 2082, 2832, 2833, 2834, 2835, 2836, 2837, 2839,
2840, 2841, 2842, 2843, 2844, 2845, 2846, 2847, 2848, 2849, 2850, 2851, 2852, 2853, 2584, 2855, 2856, 2857, 2858, 2859, 2860, 2940, 3510.
Díaz, Raúl B. 2256. Díaz Rodriguez, Manuel 1824. Díaz Romero, Eugenio 2861. Díaz de Medina, A. 1628. Dihigo, Ernesto 1825. Dimet, Carlos 528. Diplomático Argentino 977. Documentos Oficiales sobre la Comisión Lind 3093. D´Oliveira, Alberto 2081. Domauski, Ladislas 2451. Dominguez, Manuel 13, 610, 2781. Dominici, Pedro César 2082. Dorient, Robert 2611. Drago, Luis María 1730, 2720. Du Bois, James T. 3213. Duconig, Arcadio 3590. Duncan, Louis 2276. Dupuis, Charles 1783. Dupuy, Jean 1999. Durand, Jorge A. 1731. Durao, Alfonso 945. E Echavarri, José María G. de 1732. Echeverría, Aquileo J. 2993. Echeverry, Raúl C. 2534. Edelstein, I. 2364, 2700. Edwards Bello, Joaquín 1604, 1642. Eguiguren, Luis Antonio 668, 946. Elania, F. A. 1621. El Argentino 153. El Comercio de Lima 758, 2083. El Día 154. El Diario Español 3634, 3643. El Eco de Galicia 759. El Foro 90. El Imparcial 3407, 3663. Elliot, Charles W. 2251. El Municipio 155. El Orden 156, 3644. El Tiempo de Bogotá 760. Emerson, W. R. 2379. Emiliani, Rafael P. 3085. Engelemburg, F. B. 2591. Epoca de Lisboa 1119. Escalada, Marcelino 453, 454, 1722, 1773, 1842, 1843, 1869, 1873, 3275. Escalante, Wenceslao 50, 2084, 3568. Escalier, José María 1154, 1291.
286
Escato, Manuel 1994. Escobar, Antonio 2660. Escobar, Eduardo 2862. Escobedo, J. 121, 1826. Eslasen, P. 2310. Espil, Eduardo 1292, 2380. Espinosa, Antonio 3536. Espinosa, Aurelio M. 2734, 2735. Espinosa, Francisco 1459. Estrada, A. de 1074. Estrada, José Manuel 3569. Estrada y Ayala, Aurora 2995. Estudiantes de Derecho de La Plata 761, 1293, 3645. Etchegoyen, Félix E. 2947. Etcheverry, Rómulo 3518. Ewing y Acuña, Alfredo 1606. Ezcurra, Marcos 183, 3431. Ezcurra, Pedro 806, 1424, 2321, 2553, 3148. F Fantozzi, M. 807, 3408. Fasten, Rath Jonnes 2797. Feinmann, Enrique 3080, 3085, 3131, 3530. Fernández, Carlos M. 1294. Fernández, Juan Ramón 2085, 2244, 3570. Fernández, Juan Rómulo 3688. Fernández, Juan Santos 3040, 3537. Fernández, Néstor N. 1874. Fernández, Pantaleón 1560. Fernández Duro, Cesáreo 104, 105. Fernández Medina, Benjamín 3610. Fernández Ortuño, Carlos 2304. Ferrara, Oreste 2605. Ferrari y Oyhanarte, Elisa 727. Ferreira, Alfredo J. 1137, 1295, 1296, 1941, 2086, 2223, 2239, 2245,
2257, 2264, 2273, 2484, 3044, 3115, 3472. Ferrero, Guglielmo 2696. Ferreyra Cortés, Ángel 460, 873, 1733, 1734. Fiallo, Viriato 2404. Figueroa, Marqués de 996. Figueroa, Pedro Pablo 2941. Figueroa Alcorta, José 1516, 1942, 2258, 3098, 3149. Figueroa Anguita, Martín 2473. Flores, Julio 2901. Flores, L. Mario 3069. Fontán, Gonzalo 2931. Fors, Luis R. 1080, 1297, 1416, 2863. Frade, F. del 1473. Fragueiro, Rafael 2996. France-Amerique 762, 763, 2000. Franceschi, Gustavo J. 3150. Franklin, J. H. 3626. Fray, Edward 2265. Fregeiro, Clemente L. 642. Frers, Emilio 1827. Frumento, Luis Jerónimo 1050, 2493. Fuentes, Hildebrando 1561, 1562. Funes de Frutos, Celestina 2864.
287
Fu-Tin-Chang 3081. G G., J. 3298. Gache, Samuel 1121. Gage, Lyman J. 1107. Galahuri Salcedo, D. 1298. Galdames, Luis 1622. Galecki, Waldemar D. 791. Galiano, José 1692, 2087. Gallardo, Ángel 1138, 3689. Gallardo, Carlos R. 2457. Gallardo Nieto, Galvarino 1629. Gallo, J. P. 3493. Gallo, Vicente C. 1698, 2018, 2088, 3258, 3690. Gálvez, Manuel (h) 3393. Gamboa 2958. Gambón, Vicente 2444. Gancedo, Alejandro 39, 476, 509, 510, 529, 844, 845, 851, 874, 875, 876,
877, 878, 879, 1235, 1243, 1244, 1299, 1300, 1584, 1589, 2089, 2502, 2666, 2670, 2782, 3236, 3252, 3259, 3361.
Garatelli, Luis 3209. Garay, Juan Carlos 461, 696. Garay, Narciso 3128. Garbelli, Luis 3557. García, Benjamín 2997. García, Jacinto Sixto 435, 469, 669, 670, 671, 672, 703, 1144, 1145, 1146,
1301, 2463, 3458, 3459, 3460. García, Juan Agustín 1943. García, Leónidas 3322. García Mérou, Martín 1302, 2381, 2907. García Reynoso, Manuel 1884, 3519. García Rosell, Ricardo 2452. García Sagastume, Baldomero 2410. Garibaldi, M. 477. Garibaldi, Ricciotti 2697. Garmendia, J. I. 3691. Garmendia, José Luis 3662. Garmendia, Miguel Ángel 600. Garrido de la Peña, Carlota 673, 992, 1563, 3116. Garro, Juan M. 184, 880, 1303, 2797, 3421, 3461, 3571. Gascón, Manuel 2010. Gay, Vicente 2606. Gelly, Julián 2221. Ghigliani, Alejandro J. 1850, 2297. Giacobini, Genaro 1105, 1649, 1652, 1653, 1654, 1655, 1656, 1657,
1668, 1828, 1875, 2240, 2627. Gigena, Delfín 2260. Gil, José V. 1304. Gil, Martín 1564, 2485. Giménez Melo, P. 1769, 3394. Ginnell, Lorenzo 1909. Gladstone, William E. 2560. Godoy, Juan Silvano 3597. Gómez, Julio W. 1460, 2090. Gómez, Laura 881. Gómez Restrepo, Antonio 2959.
288
Gondra, Luis R. 1517, 3494. Gonnard, René 808. González, J. M. 947. González, Joaquín V. 462, 1944. González, William 2409. González Arrili, Bernardo 2011. González Calderón, J. A. 511, 2019. González de Fanning, Teresa 3135. González Díaz, Antonio 2909. González Pérez, Daniel 32, 2512. González Roura, Octavio 1441. Gordon Jones, H. 1420. Gorostiaga, Manuel 1139. Goschen, George I. 2091, 2558. Goyena, Pedro 185, 728, 2865, 2866. Goytía, Daniel 1305, 1450, 1876, 3356, 3692. Goytía, Pedro P. 3693. Graetz, Leo 3395. Graham, José 3237, 3244. Grahame, Leopoldo 948. Grandmontagne, Francisco 186, 436, 2319, 3292. Grass, Amadeo 2486. Graziella 1306, 2942. Green, A. S. 2566, 2643. Greene, Homer 7. Grevstad, Nicolás Andrew 2092. Grigera, A. 653. Groussac, Paul 689. Guastavino, Juan E. 674, 2867. Gublins, H. 1307. Guemes, Adolfo 70. Guerra, Ángel 3426. Guerra y Oliván, Manuel M. 3409. Guesalaga, Alejandro 2445, 2727, 3486. Gugliotti, P. 1308. Guido, Eduardo 1309. Guido, Tomás 423, 3245. Guido Spano, Carlos 1310, 1311. Guillén, Clotilde 2093. Guillermo II 2094. Guillerne, J. 2559. Guiñazú, Víctor 2868. Guzmán, G. 3493. Guy de Montellá, Rafael 1795. H Hadley, Arturo J. 3550. Haiden, Maximiliano 3323. Hanotaux, Gabriel M. 2095, 2529, 2598. Harding, Warren G. 2411, 3324. Haring, Clarence H. 81, 2316. Harrison, Benjamín 3280. Heger, Franz 1518. Heimberger, Joseph 1877. Helguera Sánchez, Aníbal 882, 883. Henderson, Gérard C. 2351, 2480. Hennessy, T. 1307. Henschaw, Stanley 1307.
289
Heredia, José María de 2998, 2999. Hergesheimer, Joseph 3061. Hernández, Favio 122. Hernández, Horacio 122. Hernández Catá, A. 2918. Herrera, Ataliva 2096. Herrera, Ángel C. 572. Herrera, Luis Alberto 2020. Herrera y Obes, Manuel 717, 1312. Herrero Ducloux, Enrique 2097. Hesse, C. A. 1237. Hill, David Bennett 2382. Hoar, George F. 2383. Hoge, Ricardo 2536. Holma, María 1565. Holmes, W. H. 2324. Horn, G. 3658. Horteloup, Roger 2518. Howard, Enrique G. 142, 573. Howells, W. D. 3062. Hudson, Alfredo 2554. Huergo, Luis A. 1945, 2098, 3572. Hughes, Charles E. 2099, 2412, 2413. Hughes, Federico R. 51, 1313. Huidobro, Luis 1623. Huidobro, R. R. 792. Huneeus, Roberto 1314, 1630. Hunt, Henry T. 2384. Hurtado, Manuel A. 3000. Hyde, Charles C. 1829. I Ibarbourou, Juana de 3001, 3002. Ibarguren, Carlos 484, 530, 1673, 1905, 1906, 1907, 1946, 2414. Ibarguren, Federico 3357. Igarzabal, Federico 1710, 1711. Iglesias Paz, César 3538. Ingenieros, José 106, 1084, 1236, 1658, 1659, 1878, 2551, 2950,
3384, 3385, 3397. International, Law Association 1488, 1784, 1796, 1797, 1798, 1830, 1831, 1851,
1852, 1853, 1854, 1855. Iracheta, Francisco de 3003. Ireland, John 3229. Irigoyen, Bernardo de 1225, 1226, 1315, 3151. Irigoyen, P. 977. Isenburg, María Princesa de 3117. J J. M. R. 187. J. P. S. 1519. Jacoz, E. 1298. Jacques, Amadeo 1316. Jaimes, Julio L. (Brocha Gorda) 189, 1566, 1832. Jantus, Miguel 454. Jaramillo Alvarado, Pío 1245. Jarros, Víctor S. 1483. Jefe de la Oficina de Estadísticas, Departamento de Tesorería 2342.
290
Jiménez Rueda, Julio 10. Jofré, F. 1074. Jofré, Juan de Dios 2029. Johnson, Joseph French 1108. Jorge V, El Rey 2100, 2576. Jornal de Comercio de San Paulo 3410, 3664. Journal du Droit International Privé 1799. Juana, Lady 1003, 1004, 1005, 1006, 1007. Juega Farrulla, Arturo 1317, 1318, 1414. Justo, Agustín P. 3694. K Kann, Arturo 2579. Kier, C. M. 1800. Kilpabrick, F. A. 3219. King, Maurice 1040, 3695. Koldt, A. Peschcke 3362. Korolenko, W. 1567. Krueger, Félix 2101. Kuczynski, Robert René 2464. L L., C. D. 190. L., E. 191. La Argentina 3152. Labougle, Eduardo 2069. Labra, Rafael M. de 2317. Lacabera, Alberto 1947. La Capital 157. La Comisión 158. La Comisión Patriótica Nacionalista 1319, 3646. La Dirección 101, 192, 193, 194, 195, 196, 197, 198, 199, 200,
619, 675, 676, 677, 765, 949, 1076, 1155, 1170, 1320, 1469, 1489, 1520, 1538, 1591, 2305, 2352, 2481, 2683, 3094, 3232, 3311, 3388, 3628.
La Dirección de “La Biblioteca” 8. La Época 3153. Laferriere, J. 2229, 2661. Lahitte, Emilio 2651. La Justicia 159. La Libertad 160. Lamas, Andrés 717, 1312. La Nación 766, 1490, 3154, 3155, 3729. Langworthy Taylor, W. G. 2343. Lanteri Renshaw, Julieta 1511. La Patria degli Italiani 3647. La Prensa 161, 162, 163, 201, 202, 203, 204, 205, 678, 679,
697, 767, 768, 769, 770, 771, 772, 773, 1222, 1482, 1491, 2288, 2415, 3156, 3157, 3422, 3598, 3648.
La Razón 774, 1492, 1493, 3158, 3159. Lardé, Alice 3004. La Redacción 72, 206, 207, 208, 209, 210, 211, 212, 213, 214, 215,
216, 217, 218, 219, 220, 221, 222, 223, 224, 225, 226, 227, 228, 229, 230, 231, 232, 233, 234, 235, 236, 237, 238, 239, 240, 241, 242, 243, 244, 245, 246, 247, 248, 249, 250, 251, 252, 253, 254, 255, 256, 257, 258, 259, 260, 261, 262, 263, 264, 265, 266, 267, 268, 269, 270, 271, 272, 273, 274, 275,
291
276, 277, 278, 279, 280, 281, 282, 283, 284, 285, 286, 287, 288, 289, 290, 291, 292, 293, 294, 295, 296, 297, 298, 299, 300, 301, 302, 303, 304, 305, 306, 307, 308, 309, 310, 311, 312, 313, 314, 315, 316, 317, 318, 319, 320, 321, 322, 323, 324, 325, 326, 327, 328, 329, 330, 331, 332, 333, 334, 335, 336, 337, 338, 339, 340, 341, 342, 343, 344, 345, 346, 347, 348, 349, 350, 351, 352, 353, 354, 355, 356, 357, 1069, 1111, 1129, 1150, 1171, 1172, 1173, 1321, 1465, 1466, 1547, 1548, 1592, 1593, 1594, 1595, 2237, 2306, 2307, 2325, 2326, 2327, 2328, 2329, 2330, 2331, 2332, 2333, 2334, 2335, 2336, 2337, 2416, 2520, 2521, 2530, 2561, 2641, 2684, 2685, 2686, 2687, 3160, 3233, 3234, 3293, 3299, 3300, 3301, 3302, 3303, 3304, 3305, 3434, 3473, 3611, 3612, 3613, 3614, 3696, 3697.
Larrabure y Unanue, E. 23, 135, 1521, 1949. Lascano, Pablo 1008, 1568, 3623. Lassaga, Calixto 1118. Latorre, Germán 107, 3592. Laudry, Marc 3074. La Unión 3161. La Unión de Valparaíso 1596, 2474. Laurier, Wilfrid 1240. Laval, Ramón 1322, 2516. Lavalle, Dolores Lavalle de 3698. Lavalle, Juan Bautista de 1785. La Voz del Interior 164, 165. Le Breton, Tomás A. 1735, 1885. Lecot, Gregorio 3518. Le Duc, Emile 1886. Lefort, Francois 2469. Legación de Chile 823, 1609. Leguizamón, G. 1523, 1833. Leguizamón, Martiniano 574, 1949, 2012, 2021, 3432, 3699. Lehman-Nitsche, Roberto 1041, 2517. Lehr, Ernesto 3658. Lemaire, Charles 3485. Lemos Britto 1323. León, Ricardo de 2102. León XIII 3058, 3059, 3539. Lessona, Carlos 1887. Lestard, Gastón 1086. Levene, Ricardo 644, 2013, 2241, 3511. Leverger, Augusto 3238, 3246. Levilli, Roberto 2799. Levillier, Roberto 645. Liga Universitaria de La Plata 3573. Lillo, Samuel A. 3005, 3006, 3007. Lima Silva 3247. Lima Sobrinho, Barbosa 1210, 2800. Liqueno, José M. 1950. Lista de adherentes al acto de Homenaje al doctor Zeballos 3649. Livet, Albert 1524, 2525, 3540. Llerena, Baldomero 1700, 2106, 3357. Llobet, H. 2458. Lloyd, James Hendrie 3386.
292
Loaiza, Guillermo C. 3008. Lobos, Eleodoro 793, 1087, 1699, 1770, 1771, 2103. Logan, Walter S. 1689, 1888, 3095. Logia de los Caballeros del Trabajo 3288. Lombroso Ferrero, Gina 1009. Longhi Bracaglia, Leopoldo 989, 1569, 1570, 1908, 2728, 3045, 3050, 3051,
3052, 3054, 3060, 3507, 3508, 3512, 3700. López, Benicio 3070. López, Ernestina A. 2252. López, Fidel V. 1951. López, Jacinto 1539, 3312. López, José F. 2656. López, Nicolás F. 575. López, S. L. 2600. López García, Fabio 1868, 3084, 3383. López Lecube, Francisco 1326, 2776, 3506. López y Planes, Vicente 2869. Loraine, Petre F. 1147. Los Andes 680, 775, 884. Los Exploradores del Rosario 2104. Los Principios 166. Lourenco, Joao de 1201. Loza, Eufrasio S. 1952. Lozano, Godofredo 1451, 1452, 1453, 1461, 1879, 2105. Lucadamo, Alejandro 2729, 2870. Lucero, A. L. 2960. Lucero, Pedro 123. Lugones, Leopoldo 3701. Luján, Agustín 3009. Luna, J. P. 454, 1773, 1842, 1843, 1856, 1869. Luzzatti, Luigi 1197. Lynch Arribálzaga, Enrique 1324, 1325, 1910. Lyon, Arturo 2672. M M. M. V. 358. Mac Adoo, William G. 3220. Macchi di Callere, Conde 3650. Mac Iver, Enrique 1643, 1674. Mac Kinley, William 2112, 2385. Macmanus, S. 1571. Mac Reynolds, J. C. 1680. Machado, José Olegario 1442. Machón Villanova, Francisco 2274. Madrid, Samuel de 3574. Magnasco, Osvaldo 1953. Maia, Deodato 2910. Malagarriga, Carlos A. 463. Malbrán, Manuel 809. Maldonado, Manuel 3010. Maldones, Estanislao 14, 15, 16, 17, 18, 681, 1419, 2616, 2783, 2784. Malharro, Martín A. 1056, 1921. Maligne, Augusto A. (Comandante) 44, 76, 143, 478, 512, 531, 586, 587, 588, 589, 590,
591, 592, 593, 594, 595, 596, 597, 598, 1130, 1864, 3162, 3281, 3325.
Mallo, Pedro 359. Mansilla, Lucio V. 1300. Mantilla, Manuel F. 2107.
293
Mantovani, Juan 2014. Manzoni, Cosme Y. 3253. Mañach, Francisco 810. Marasso Rocca 1954. Marc, Julio 3358. Marcel, Pierre 1051. Marco, Celestino J. 2108. Marcó, Sebastián L. 2871, 2872, 2873, 2874. Marcó del Pont, José 3136. Marchand, H. 1955. Marie, Pierre 3377. Marie-Anne 1010, 1011, 1012, 1013. Marín Vicuña, Santiago 1675, 2475, 2476, 2477. Marinis, Luis de 3039. Marquez Estirling, A. 3282. Marthe, Jules 3056. Martí, José 3011. Martín y Herrera, Félix (h) 1443, 1736, 1737, 1801, 1802, 3521, 3522. Martinian, E. 3364. Martineau, Ernest 2531, 3363. Martínez, Alberto B. 1327, 2673. Martínez, Carlos H. 2875. Martínez, Elías (h) 2499. Martínez, Juan Walker 437, 3462. Martínez, Marcial 1328, 2230, 3427. Martínez, Martín C. 3163. Martínez, Melchor 118. Martínez, Pedro Ernesto 1956. Martínez, Teófilo 360, 2562, 2951, 3283, 3474, 3624. Martínez Campos, Gabriel 663, 664, 3475. Martínez Paz, Enrique 485, 517. Martínez Pita, Rodolfo 2109. Martínez Sierra, G. 1057. Martínez Suárez, F. 2417. Martínez Zuviría, Gustavo 3702. Mathis, D. I. 1329. Matienzo, José Nicolás 532, 533, 534, 1014, 2110, 2111, 2721. Matta, Guillermo 3012. Matta Maglione, José 52, 53, 54. Matte, Eduardo 1610. Mattei, Arturo 1857. Matteri, P. F. 811, 5411. Matthews, Brander 2433. Maura y Montaner, Antonio 3164. Mauravief, Conde 3326. Mawe, Juan 646. Mayer, C. M. 2246. Mayer, H. H. B. 1131. Meana, Gerardo 3523. Melián Lafinur, Álvaro 2001. Melo, Carlos F. 361, 362, 885, 1166, 1444, 2113, 2114, 2532, 3165,
3166, 3391, 3415, 3651, 3703. Melo, Leopoldo 1738, 1739, 1845, 1858, 1859, 2022, 2115, 2116,
3476, 3704. Mello, Custodio de 1202. Mello, Mario 1180. Méndez Paz, Luis 2221. Mendez Pereira, Octavio 2961.
294
Mendieta, Salvador 91. Mendoza, Pedro de la Cruz 611, 1085, 2537, 2538, 2539. Mendoza Zelis, J. A. 886. Menéndez Pidal, Ramón 2962, 2963. Mera, J. Trajano 3013. Mercader, Amílcar A. 2030. Mercante, Víctor 2247, 3387. Mercerat, A. 3354. Mesnil, Henri 1889. Meyer, Eugene (Jr.) 2508. Meyer, M. 1740. Meyer, Oscar 1741. Michel, Manuel A. 852, 1669. Miroli, Alejandro 794. Mistral, Gabriela 2117. Mistral, Federico 2876. Mitre, Bartolomé 1330, 1331, 2801. Mittenhoff, Gastón 776. Moacyr, Silvio 1174. Molina, Abraham 1742, 2540, 3260. Molina, Luis B. 1734. Molina, Miguel V. 2118. Molina Civit, Juan 1238. Molina Vedia de Bastianini, Delfina 2119, 2120. Molla Villanueva, Mariano 1462, 1712, 1743, 1803, 2224, 3705. Molli, Giorgio 2559, 3276. Monner Sans, José M. 3575. Monner Sans, R. 82, 690, 1035, 1036, 1081, 1332, 1333, 1334, 1572,
2436, 2614, 2730, 2736, 2737, 2738, 2741, 2742, 2743, 3167, 3513, 3514, 3706.
Monner Sans, Rafael 997, 1542, 2311, 2312, 2748, 2919, 3308. Monner Sans, Ricardo 1957, 2749. Monner Sans, Roberto 2121, 2122, 2750, 2751, 2752, 2753, 2754, 2755,
2756, 2757, 2758, 2759, 2760, 2761, 2763, 2764, 2765, 2766, 2802, 2877, 2878, 2879, 2920, 2921, 2922, 2923, 3046, 3118.
Montero, Victorino 1203. Montero, Belisario J. 363, 364, 464, 887, 1077, 1112, 1335, 1336, 1687,
1804, 2269, 2642, 2690, 3481, 3482, 3531, 3541. Montero Bustamante, Raúl 3014. Montes, V. E. 3707. Montes de Oca, Manuel Augusto 888, 951, 1958, 3327. Montesinos, Pedro 3015. Montt, Luis 3016. Montt, Pedro 1959. Monzón, J. M. 83. Monzón, Prudencio 853. Moore Bravo, Manuel 2595, 3414. Morache, G. 1660, 1880. Morel, Camilo 2777, 2778, 2779. Morel, Carlos 1052. Moreno, Francisco P. 576. Moreno, Fulgencio 3247. Moreno, Julio Enrique 3017. Moreno, Mariano 26, 628, 639, 647, 648. Moreno, R. (h) 3708. Moreno Echeverría, Rafael 1445. Morillo, M. M. 3221.
295
Mosquera, Joaquín 978. Moyano, M. 3709. Moyano Gacitúa, Cornelio 2090. Mugica, Adolfo 979, 2023. Municipalidad de Salta 365. Muñiz, Alfredo Marcos 2880. Muñoz Bernaza, Alberto 2124. Muñoz Cabrera, Agustín 366, 3109. Muñoz Pereira, Octavio 2759, 2760, 2761, 2766. N Naón, Rómulo S. 980. Navarro, Luis F. 1881. Navas, Conde de las 1647. Nazar Anchorena, B. A. 454, 1722, 1773, 1842, 1843, 1869, 3275. Negri, Ada 3002. Nelson, Ernesto 470, 1337, 2731. Nicolás II 3435. Nieva, Gregorio 1015, 3328. Nin Frías, Alberto 109, 1211, 1543, 1544, 1545, 2638, 3038, 3402. North American Review 2338. O Obarrio, Manuel 3483. Obligado, Pastor S. 1573, 1574, 3710. Obligado, Rafael 2881. Ocampo, A. Vicente 3519. O’Connor, Eduardo 747, 1338. Oficina Internacional de las Repúblicas Americanas 1494. O’Heiggnis, Bernardo 682. Olaechea y Alcorta, Pedro 1339, 2703. Oliveira César, I. de 777. Oliveira Lima, Manuel de 94, 1122, 1181, 1182, 1188, 1204, 1212, 1213, 1214,
1215, 1216, 1525, 1631, 2125, 2418, 3222, 3329, 3330, 3635, 3636, 3637.
Oliver, Francisco J. 535, 889, 1340, 2126, 3576, 3577. Oliver, Manuel María 3711. Olivera, Carlos 601, 602, 1016, 1017, 1018, 1661, 2248, 2494, 2662,
2938, 2943, 3065, 3066. Olivera, Eduardo 1341, 2459, 2541, 3524. Oller, Amílcar A. 1088, 1342. Orgaz, Raúl A. 577, 640, 641, 890, 998, 1033, 1053, 2127, 2128,
2453, 2487, 2599, 2902, 2944, 3284, 3495, 3496, 3497, 3578, 3712.
Orgaz, Montes 167, 2129. Orlando, V. E. 2698. Oro, Domingo D. 1148. Oro, José Antonio de 536. Orrego Luco, Augusto 2130. Ortega Munilla, José 891, 2724, 2924, 2925. Ortiz, Fernando 1666, 2131. Ortiz Grognet, Emilio 3515. Ortiz Herrera, José Antonio 2090. Ortiz y San Pelayo, Félix 3579, 3730. Orvea, Ramón 471. Orzábal, Arturo 603, 2583. Osorio, Fernando Luis 1205.
296
Ossa Lorca, Luis 1246. Ostwald, Simón 1343, 3168, 3378. Otlet, Paul 1344. Ouy, Achille 3598. Oyuela, Calixto 2883, 2884. Oyuela, Ignacio 1916, 3099. P Pacheco, Félix 842. Padilla, Ernesto E. 1961. Padilla, W. 758, 1737. Páez, José E. 892, 3261. Pagano, José León 2926, 3047. Palacios de Díaz 1644. Palencia, Alvaro N. de 1677. Pallares Arteta, Leónidas 3018. Pallejá, Arturo 893, 894, 2134, 2135, 2488, 2885, 3652. Palma, José María 472. Palma, Ricardo 1575, 1576. Palomeque, Alberto 9, 691, 749, 1345, 1693, 1694, 1695, 1696, 1713,
2132, 2133, 3615. Pardo, José 981, 1346, 3309. Parera, Blas 3126. Paris, Gonzalo 2964. Parlamento Inglés 2580. Parra de Aguirre, P. 778. Patchin, Robert H. 3547. Patrón, Pablo 19, 2785. Pawloswski 2456. Payró, Roberto J. 357, 367, 368, 369, 370, 449, 1058, 1063, 1432,
2803. Paz, Carlos 1160, 1165. Paz, Ezequiel P. 3169. Paz, José C. 3262. Paz, Julián 1740, 1890. Paz Anchorena, J. M. 2002. Paz Soldán, Carlos Enrique 1149, 1632. Pelayo Quintero y Ugarte, Manuel 2136. Pellegrini, Carlos 424, 742, 1347, 1348, 2581, 3100, 3542. Pelletan, Camilo 2612. Penna, José 33, 3448. Peña, David 425, 654, 1020, 1074, 3170, 3477, 3713. Peña, Enrique 136, 371, 608, 612, 613, 614, 615, 629, 630, 631,
632, 633, 1349, 2308, 3137. Pepiño, Antón de 2932. Perdriel, Héctor 1021. Perera Blesa, E. D. 1805. Pereyra, Carlos 2804. Pereyra, Ismael 1526. Pereyra Iraola 1731. Pérez, Domingo T. 952, 982. Pérez Mendoza 1350, 2295. Pérez Verdía, Benito Javier 84, 838, 2355, 2360, 2419, 3096, 3331, 3332. Pérez y Pérez, M. 2933. Perraud, Raymond 2458. Presenti, Víctor R. 372, 537, 1078, 1082, 1744, 1874, 1890, 2003, 2137,
2138, 2139, 2523, 3041, 3048, 3119, 3599. Peter, Carl 3333.
297
Pichón, M. St. 2004. Piedrabuena, Bernabé 1962, 2140. Piedrabuena, Luis 1351. Pierantoni, Augusto 3659. Pierantoni, Dora 2688. Pillado, Ricardo 3543. Pinedo, Federico 1446. Pinedo Oliver, Matías 2141, 3263, 3530. Pinilla Urrutia 2019. Pintos, Carlos 616. Pintos, Ernesto B. 846, 1774. Pintos, Guillermo 452, 795, 854, 855, 856, 938, 1089, 1090, 1091,
1585, 2249, 2465, 3365, 3366, 3367, 3368, 3369, 3370, 3487, 3580.
Piñero, A. F. 1527. Piñero, Horacio G. 3379. Piñero, Juan S. 710, 1352. Piñero, Roberto 2270. Pirojá, Néstor 1175. Piza, S. E. M. de 2005. Pizarro, A. F. 1800. Pizarro, A. S. 3357. Pizarro, Manuel D. 513, 1353. Plaza, Victorino de la 824, 1354, 1963, 1964, 1965, 1966, 2142, 2143,
3171, 3593. Poblete Troncoso, Moisés 3484. Podestá Costa, Luis A. 373, 1690, 1806, 1834, 1835, 2348, 3285, 3714. Poe, Clarence H. 64. Pombal, Marqués de (atribuido al) 620. Ponferrada, Manuel 1967. Porini, E. 1329. Portela, Epifanio 953, 2420. Portela, Silvia 2275. Posada, Adolfo 1425. Posnansky, Arturo 1042. Posnansky, F. R. A. Y. 2514. Posse, Luis F. 2090. Pradére, Juan A. 374, 621, 622, 634, 711, 3248, 3348, 3433. Prieto Laurens, Jorge 1495. Puga Borne, Federico 1633, 2144. Pueyrredón, Honorio 2031. Pullsford, E. 1071. Q Quaini, Félix B. 2145. Quesada, Ernesto 66, 73, 1037, 1223, 1355, 1496, 1714, 1926, 1968,
2225, 2617, 2945, 3525. Quesada, Gonzalo V. 1497. Quesada, Héctor C. 2542. Quesada, Julio A. 3289. Quesada, Vicente 3262. Questions Diplomatiques et Coloniales 3334. Quintana, Manuel 2146, 3101. Quiroga, Adán 30, 2513. Quiroga, Abértano 538, 1715, 3264. Quirós, P. 743.
298
R R. E. C. 3548. Racedo, Eduardo 1969. Raffo de la Reta, Julio C. 800. Raisin, Federico 2948. Ramírez, M. 2886. Ramm Doman, Roberto A. 825, 1611. Ramos Mejía, José M. 2147. Ramos Mexía, Exequiel 1356, 1911, 1912, 1970. Rave de Lahitte, María 1577. Rayces, Alejandro 539, 1681. Rébora, Juan Carlos 2226. Reina Almandos, Luis 1887. Renauld, Coronel 3335. Rendwick Riddell, William 1241. Reosoagli, Pellegrina C. de 2148. Reparaz, Gonzalo de 1190. Restelli, Ernesto 465. Restrepo Gómez, F. 3020, 3021. Reviriego, Emilio 1663. Revue del’hipnotisme 1650. Reyes, César 20, 116, 375, 376, 377, 635, 1043, 1044, 1045, 1046,
1047, 1140, 1415, 1474, 1528, 2386, 2489, 2711, 2712, 2713, 2714, 2715, 3223, 3371, 3380, 3478, 3499, 3500.
Reyes, Marcelino 2716. Reyes Pena, R. E. de los 2716. Reynal O’Connor, Arturo 379, 2805, 3390. Ricci, Clemente 683, 1546, 2495, 2628, 2633, 2668. Ricci, José María 3042. Riccheri, Pablo 3715. Richard, J. 1421. Rio Branco, Barón de 1199. Ríos, Cornelio 1151, 1152, 1161, 1357, 1807, 3638. Ríos de Páez, Francisca 3731. Ripamonte, Carlos P. 1061, 1358. Riva Agüero, José de la 3310. Rivadavia, Bernardino 978. Rivadavia, Martín 144, 1359. Rivarola, Enrique E. 42, 1578, 1971, 2806, 2889, 2890. Rivarola, Horacio C. 1794. Rivarola, Rodolfo 540, 541, 542, 750, 1447, 1454, 1701, 1702, 1891,
2149, 2490, 3581, 3716. Rivas, Ángel César 1498, 1745, 2422. Rivera, Guillermo 3139. Rivera, Julio S. de 3336. Robertson, W. Henry 954. Roberson Lavalle, Carlos 2150. Robles, Víctor V. 2423. Roca, Julio A. 895, 1972. Rodhes, Cecil 2421, 2663. Rodríguez, A. L. M. 842. Rodríguez, Alberto F. 1191. Rodríguez, Bernardo 779. Rodríguez, Carlos G. 514, 543. Rodríguez, Gregorio F. 80, 665, 698, 712. Rodríguez, José C. 1775, 1776, 1777. Rodríguez, Martín 2151, 2584.
299
Rodríguez, Miguel 1455, 3172. Rodríguez, Porfirio E. 2296. Rodríguez Alcalá, Teresa R. 2780. Rodríguez Betela, Virgilio 2585, 3224, 3621, 3622. Rodríguez del Busto, Francisco 812, 1426, 3501. Rodríguez Etchar, Carlos 1664, 2491, 3086. Rodríguez González, Salvador 2424. Rodríguez Larreta, A. 460. Rodríguez Mendoza, E. 649. Rodríguez Navas, M. 89, 1470. Rodríguez Oliden, Rosa 380, 2152, 2153. Rojas, Ángel D. 1734. Rojas, Ricardo 2015. Rojas Acosta, Nicolás 1167. Roldán, Belisario 1973. Rolin, Alberic 1360, 1786. Rolin Jaequemyns, E. 1787. Rollino, Cristóbal F. 896. Roloff, H. P. 1529, 3381. Romero, E. I. 1252. Romero, Juan 780. Romme, R. 3132. Roosevelt, Teodoro 2154, 2155, 2156, 2157, 2158, 2159, 2160, 2231,
2232, 2361, 2369, 2378, 2387, 2388, 3551. Root, Elihu 2161, 3225. Rosa, Alejandro 3138. Rose, El Barón 2596. Roseberry, Lord 2162, 2163, 2164. Rosenvald, Julio 796. Rossi, José G. 842. Rostand, Aura 3022. Rovlot, A. 3076. Rowe, Leo S. 2345, 2425, 2426, 2427, 3226, 3227. Rubens, Roberto 857, 1092, 1093, 1094, 1746, 1747, 1748, 1749,
2236, 2601. Ruíz de los Llanos, Rafael 1974, 2206. Ruíz Guiñazú, Enrique 381, 729, 1975. Ruíz Moreno, Isidoro 1238, 2664, 3502. Ruíz Moreno, Manuel 3600. Ruíz Moreno, Martín 382, 383, 384, 713, 714, 719, 720, 721, 730, 731,
732, 733, 734, 751, 1361, 1716, 1892, 1893, 2025, 2289, 2290, 2291, 2292, 2293, 2615, 2674, 3452, 3453, 3601, 3602, 3603.
Ruiseñor, Santiago 2936. Russeau, A. 3337. S Saavedra, O. 1074. Saavedra, Osvaldo 715, 2891. Sabatier, Maurice 1688. Saborido, L. 2344. Saenz Peña, Roque 1976. Saenz Valiente, Alberto 3239. Saenz Valiente, Juan P. 145, 146, 1977. Sagarna, Antonio 2026, 3463. Sainz, José Antonio de 3023. Salas Chavez, Nicanor 3717. Saldías, Adolfo 67, 385, 735, 1362, 1363, 2722, 3291.
300
Salgado, José 3549. Salisbury, Marqués de 2165, 3592. Salkin, Paul 1808. Salvaire, Jorge María 1364. Salvat, Raimundo M. 1365, 1717, 1894. Samadhy, Allan 3024, 3025. Sánchez, Adolfo 486, 544, 1809, 3228. Sánchez Galarraga, G. 3026, 3027. Sánchez Sorondo, M. J. 1978. Sánchez Viamonte, Carlos 2032, 3173. San Martín, José de 1366, 1367, 1368, 3464, 3465, 3466, 3467. San Román, G. 2652. San Román, Julio 1874, 1890. Santamarina, Ramón 1370. Saráchaga, Alejandro 824. Saralegui, Manuel de 86. Saravia Castro, David 545, 1979, 2892. Sarmiento, Domingo Faustino 426, 427, 546, 699, 1371, 1372, 1373, 1374, 1917, 2356, 2357. Schlossmann, Arthur 3133. Schleh, Emilio J. 623, 797. Schelibon, Fidel 2717. Schiaffino, Eduardo 1059. Schuller, Rodolfo R. 11, 21, 2786. Seeber, Francisco 1980. Seeber, Ricardo 1718. Seguí, Francisco 2466. Seguy, Francisco 704. Seignobos, Carlos 2526. Seljam, Mirko 1217. Selva, Domingo 2166. Selva, Juan B. 2744, 2745, 2767, 2768. Senillosa, Felipe 113, 114, 1022, 2446. Serú, Juan E. 49, 1288, 1541. Shaw, Alejandro 897. Sherril, Carlos H. 1375, 1981, 2233. Shrady, George F. 3087. Siburu, Juan Bernardo 1479, 1740, 1750, 1751, 1752, 1882. Sienza Carranza, José 2807. Silva, J. Francisco V. 2808. Silva, Julio H. 1794. Silva Herrera, Gilberto 108. Silva Vildosola, C. 1376, 1634, 2478. Sisson, Enrique D. 95, 655, 813, 955, 956, 1422, 1429, 1430, 1433,
2167, 2447, 2454, 2496, 2527, 2946, 3120, 3174, 3286, 3287, 3403, 3404, 3491.
Sisson, Thiebault 1064. Solá, J. M. 660, 684. Solar, Alberto del 685. Soldano Ferruccio, E. 1238. Soler, Pablo 1377. Solher, Ángel Raúl 3503. Solorzano, Juan Antonio 2655, 3028. Somellera, Pedro 428. Soria, Cipriano 518, 547, 1705, 1706, 1901, 3359, 3532. Soto Hall, Máximo 3029, 3031. Soto y Calvo, Francisco 1023, 2934, 2935, 3533. Souza Dantas, L. M. de 1378.
301
Speed, John Gilmert 2389. Stevenson, Adlai E. 2390. Stock, Guillermo 1579, 2893, 2894, 2895, 2896. 0stocquart, Emile 1682, 2353, 2568. Storni, Segundo R. 147, 2033, 2168, 3718. Suárez, José León 826, 990, 1772, 2460, 3653, 3719. Subercaseaux, Ramón 1602. Suprema Corte de Justicia 519. Suprema Corte de los Estado Unidos 1683. Suprema Corte Federal 548. Sussini, Jorge 1379. T Tabet, Guido 814. Taft, William H. 2169. Talero, Eduardo 3032. Tamini, Luis B. 827, 858, 859, 899, 900, 957, 1024, 1110, 1218,
1247, 1380, 1427, 2313, 2500, 2503, 2532, 2613, 2675, 2709.
Tannenberg, Boris de 2965. Tarnassi, José 2170, 3057. Tedín, Daniel 666, 2555. Tedín, J. 2034. Tedín, Miguel 3443. Tejera, Diego Vicente 3544. Tello, Esteban 1238. Tello, W. 71, 124, 479, 901, 902, 903, 2607, 3121, 3265, 3545,
3582, 3720, 3732. Temperley, Alfredo C. 2035. Temperley, Roberto 1849. Tena, Alberto 2639, 3210. Teobaldi, Guillermo 1794. Terrero, F. M. 1731. Terry, José A. 700, 2504, 2506. Tesla, Nicolás 1141, 2586. The Times 1530, 1531, 1670, 1753, 2505, 2565, 3230. The Review of Reviews 1590. Thierry, J. C. 3313. Tillman, B. R. 2391. Tiscornia, Eleuterio F. 2952. Tittoni, T. 46. Tobal, Federico 2809. Tobar, Carlos R. 1027, 2242. Tocornal, Ismael 1376, 1634, 3139. Todd, Albert M. 1684. Tolentino, César 2420. Tomba, Domingo 798. Toranzo 77. Toro Gómez, Miguel de 2171. Torrent, Juan E. 2903, 2953, 3102. Torres, Carlos Arturo 1382, 2577, 3033. Torres, Luis M 578. Torres Campos, Manuel 3658, 3660, 3661. Torres Frías, D. 2897, 2898. Torres López, Siro 438. Townley, Susan 604, 1025, 1026. Trejo, C. 3382. Trigo, Leocadio 1153.
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Turcios, F. 3034. Turdera, Juan Augusto 2267. Twain, Mark 2701. U Ugarte, Manuel 2428. Unamuno, Miguel de 1383. Undiano y Gastelu, Sebastián de 579, 1384. Unión Iberoamericana 2309. United Press 3338. Urbina, José J. de 1385. Urdinarraín, Agustín 460, 1722, 1754, 3275. Ureta Sáenz Peña, B. 781. Uribe, Diego 2966. Uribe Uribe, Rafael 27, 1386. Uriburu, José F. 2036. Uriburu, Luis Benjamín 3516. Urien, Carlos M. 3175. Urien, Enrique 3419. Urrutia, Francisco José 1387, 2392. Urteaga, Francisco 1895. V
Valdés, S. C. 2429.
Valera, Wenceslao 1156. Valle, Adrián del 2587. Valle, Manuel del 3134. Van Bruyssel, Ernesto 2905. Van Iseghem, L. 1480. Van Riet, Leonard 2172, 2644. Varela, José Pedro 2227. Varela, Juan 2927. Varela, Teodoro 3518. Varios 137, 650, 782, 783, 784, 1103, 1388, 1389, 1390,
1417, 1468, 1532, 1788, 1789, 1790, 1982, 1983, 1984, 1985, 1986, 1987, 1988, 1989, 1990, 2006, 2016, 2027, 2037, 2173, 2174, 2175, 2176, 2177, 2430, 2645, 2653, 2723, 3072, 3103, 3176, 3177, 3178, 3179, 3180, 3214, 3307, 3339, 3517, 3534, 3583, 3591, 3654, 3655, 3721, 3722, 3733.
Vázquez Cores, Francisco 1991. Vázquez, Laudelino 1896. Vázquez Ludueña, Baudilio 2899. Vázquez, Mariano 92, 1391. Vedia, Enrique de 2676. Vega, Luis V. 1392. Vega Belgrano, Carlos 3181. Velasco y Arias, María 480, 2275, 2810. Vélez, Juan José 1393. Veloso, Avelino 785. Venini, Antonio A. 1755. Vera, Napoleón M. 34, 549. Vera Peñaloza, Rosario 2017. Verea Bejarano 2967. Vergara, Salvador 2467. Vial Soler, Javier 1635, 2602. Viale, César 2968.
303
Vico, Carlos M. 1810, 1811, 3723, 3724. Vicuña Subercaseaux, Augusto 1533. Vicuña Subercaseaux, B. 439, 1534. Vidal, Manuel R. 47. Vidal Molina, Manuel 2900. Villafañe, Benjamín 580, 667, 1162, 1394, 1992, 2178, 2179, 2180, 2448,
3454. Villafañe, Emilio A. 2181. Villars, Paul 2578. Villazón, Eleodoro 1163. Villegas Basavilbaso, Benjamín 661. Victoria, M. S. 2268. Victorica, Benjamín 1665, 3526. Victorica, Julio 35, 429, 550, 744, 904, 1475, 2294, 3182, 3249,
3604. Volger, Francisco 2597. Von Holleben 2182. Vucetich, Juan 842. W Walker, J. H. 1109. Walton, John 2370. Washington, Booker T. 1685. Washington, Jorge 2183, 2393. Weigel Muñoz, Ernesto J. 487, 551, 1499, 2746, 2747. Weschsler, Teófilo 2669. Whilar, Agustín F. 2437, 2629, 2630. White, A. D. 2184, 2431. White, Henry 1993. Williams, Benjamín 2221. Williams, James 2739. Wilmart, R. 1448, 2640, 2704. Wilson, James 1481. Wilson, Woodrow 2185, 2394. World, Julián 958. Wyatt, H. F. 2588. Wyld Ospinna, Carlos 3035. X Ximénez, Ettore 1054. Y Yañez, Eliodoro 905, 1395, 1623, 1636. Young, M. H. de 2408. Z Zabrevsky, I. 1396, 2528. Zambonini Leguizamón, A. 3067, 3183, 3184. Zamora, Juan C. 1691. Zapiola, José 686. Zeballos, Corina B. 1463. Zeballos, E. M. 3416. Zeballos, Estanislao S. 12, 22, 28, 29, 36, 40, 41, 43, 55, 56, 57, 59, 60, 61,
62, 63, 93, 96, 112, 117, 125, 126, 127, 128, 129, 130, 131, 133, 148,149, 150, 151, 168, 169, 386, 387, 388, 389, 390, 391, 392, 393, 394, 395, 396, 397, 398, 399, 400, 401, 402, 403, 404, 405, 406, 407, 408, 409, 410, 411, 412, 413, 414, 415, 416,
304
417, 418, 440, 441, 442, 443, 444, 445, 446, 447, 448, 466, 467, 473, 474, 481, 482, 488, 489, 490, 491, 492, 493, 494, 495, 496, 497, 498, 499, 500, 501, 502, 503, 504, 505, 506, 507, 508, 515, 520, 521, 522, 552, 553, 554, 555, 556, 557, 558, 559, 560, 561, 562, 581, 582, 583, 584, 585, 605, 617, 651, 737, 738, 74, 745, 746, 786, 787, 799, 801, 802, 815, 816, 817, 818, 828, 829, 830, 831, 832, 833, 834, 835, 836, 839, 864, 865, 866, 867, 906, 907, 908, 909, 910, 911, 912, 913, 914, 915, 916, 917, 918, 919, 920, 921, 922, 923, 924, 925, 926, 927, 928, 292, 930, 931, 932, 933, 934, 935, 936, 937, 939, 940, 941, 959, 960, 961, 962, 963, 964, 965, 966, 967, 968, 968, 970, 971, 972, 973, 974, 975, 983, 984, 985, 999, 1028, 1029, 1030, 1048, 1060, 1065, 1068, 1073, 1083, 1095, 1096, 1097, 1098, 1099, 1100, 1101, 1102, 1123, 1124, 1125, 1132, 1133, 1157, 1158, 1159, 1168, 1176, 1177, 1178, 1183, 1184, 1192, 1200, 1206, 1207, 1208, 1219, 1220, 1221, 1227, 1228, 1229, 1230, 1231, 1232, 1233, 1234, 1257, 1261, 1263, 1294, 1298, 1304, 1329, 1351, 1355, 1377, 1393, 1397, 1398, 1399, 1400, 1401, 1402, 1403, 1404, 1405, 1406, 1407, 1408, 1409, 1410, 1411, 1412, 1413, 1423, 1428, 1434, 1456, 1464, 1476, 1500, 1501, 1503, 1535, 1536, 1567, 1549, 1580, 1586, 1587, 1588, 1597,1598, 1599, 1600, 1605, 1612, 1613, 1614, 1615, 1616, 1617, 1619, 1637, 1638, 1639, 1640, 1641, 1671, 1686, 1703, 1719, 1720, 1721, 1731, 1756, 1757, 1758, 1759, 1760, 1761, 1762, 1763, 1764, 1765, 1766, 1767, 1768, 1778, 1779, 1780, 1791, 1792, 1812, 1813, 1814, 1815, 1816, 1817, 1836, 1837, 1838, 1839, 1840, 1841, 1860, 1861, 1862, 1863, 1864, 1865, 1866, 1867, 1897, 1898, 1899, 1990, 1913, 1914, 1918, 1919, 1920, 1929, 1994, 2186, 2187, 2188, 2189, 2190, 2191, 2192, 2193, 2194, 2195, 2196, 2197, 2198, 2199, 2200, 2201, 2202, 2203, 2204, 2205, 2206, 2207, 2208, 2209, 2210, 2211, 2212, 2213, 2214, 2215, 2216, 2217, 2218, 2219, 2228, 2238, 2250, 2261, 2262, 2271, 2272, 2318, 2349, 2354, 2358, 2366, 2367, 2395, 2396, 2397, 2398, 2399, 2415, 2545, 2546, 2547, 2548, 2549, 2550, 2552, 2556, 2563, 2603, 2604, 2608, 2618, 2619, 2620, 2622, 2654, 2677, 2678, 2679, 2680, 2181, 2689, 2691, 2692, 2705, 2706, 2707, 2708, 2725, 2732, 2811, 2904, 2928, 2929, 3049, 3068, 3071, 3073, 3082, 3104, 3105, 3106, 3107, 3122, 3127, 3185, 3186, 3187, 3188, 3189, 3190, 3191, 3192, 3193, 3194, 3195, 3196, 3197, 3198, 3199, 3200, 3201, 3202, 3203, 3204, 3205, 3211, 3240, 3266, 3267, 3268, 3269, 3270, 3271, 3272, 3277, 3279, 3294, 3295, 3296, 3297, 3306, 3340, 3341, 3342, 3343, 3344, 3345, 3346, 3347, 3413, 3417, 3418, 3420, 3428, 3429, 3449, 3450, 3451, 3468, 3488, 3489, 3535, 3546, 3552, 3584, 3585, 3586, 3587, 3588, 3589, 3605, 3606, 3607, 3616, 3619, 3620, 3620, 3627, 36393656.
Zeballos, Federico J. 1477, 3206.
305
Zeballos, General 599. Zegers, Julio 1601, 1624, 1625. Zegers, Vicente 2038. Zepeda, Jorge F. 3036. Zorrilla de San Martín, Juan 3108. Zouroff, Vera 1645. Zuberbuhler, Luis E. 849. Zúñiga, Luis Andrés 3037. Zúñiga Idiaquez, Manuel 2937.
306
CRÓNICAS № 5 - 2008
ISSN 1851-3522 Buenos Aires, Argentina
www.salvador.edu.ar/juri/reih/index.htm
CENTRO DE ESTUDIOS E INVESTIGACIONES
DE HISTORIA DEL DERECHO
El 18 de diciembre de 2007 fue reabierto, por resolución del Consejo de la Facultad,
el Centro de Estudios de Historia del Derecho Argentino, siendo ampliada su
denominación a Centro de Estudios e Investigaciones de Historia del Derecho.
Con la finalidad de promover entre graduados y alumnos la investigación histórica
jurídica argentina, y difundir la producción de los investigadores.
Fue designado director el Dr. Abelardo Levaggi, siendo sus secretarios los
profesores Juan Carlos Frontera y Claudia Gabriela Somovilla.
VI CONGRESO ARGENTINO DE AMERICANISTAS
El 15 y 16 de mayo de 2008 se celebró, en la Facultad de Ciencias de la Educación y
de la Comunicación Social de la Universidad del Salvador, el VI Congreso Argentino
de Americanistas.
Contó con una comisión de Historia del Derecho con la participación de Sandra
Pérez Stocco con un trabajo titulado “Francisco Javier de Luna Pizarro: un liberal en la
307
conformación del Estado peruano”, Raquel Bisio de Orlando con “La renta del quince
por ciento de capellanía y otras obras pías”, Guillermo Frontera con “Aspectos jurídicos
de la incorporación de Flores y Belgrano a la Ciudad de Buenos Aires”, Rosario
Güenaga “La protección legal sobre los españoles a fines del siglo XIX” y Rodolfo S.
Follari “La separación de la provincia de Cuyo de la diócesis de Santiago de Chile y su
incorporación a la de Córdoba del Tucumán”.
CONGRESO INTERNACIONAL “VÍSPERAS DE MAYO”
La Academia Nacional de la Historia y la Junta Provincial de Historia de Córdoba
organizaron, del 20 al 22 de agosto de 2008, el Congreso Internacional Vísperas de
Mayo, con sede en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad
Nacional de Córdoba. Contó con una comisión de Justicia y Derecho.
XXII JORNADAS DE HISTORIA DEL DERECHO ARGENTINO
Con el auspicio académico de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos
Aires, los días 3, 4 y 5 de septiembre de 2008 se celebraron las XXII Jornadas de
Historia del Derecho Argentino, organizadas por el Instituto de Investigaciones de
Historia del Derecho
Las Sesiones de Trabajo versaron sobre los siguientes temas: Historiografía,
Pensamiento Jurídico-Político, Administración de Justicia, Estatuto Jurídico de las
Personas, Derechos Canónico y Eclesiástico, Enseñanza del Derecho, Régimen Laboral,
Derecho Local, Constitucionalismo, Derecho Internacional, Cuestiones Penales,
Derecho Comercial y Régimen Tributario.
PRIMER ENCUENTRO LATINOAMERICANO
DE HISTORIA DEL DERECHO Y LA JUSTICIA
En la Ciudad de Puebla, México, los días 28 a 31 de Octubre de 2008 se celebrará el
Primer Encuentro Latinoamericano de Historia del Derecho y la Justicia, organizado por
el Instituto Latinoamericano de Historia del Derecho.
Se han previsto las mesas de trabajo siguientes: Temas para una Historia del
Derecho en América Latina, La enseñanza del Derecho y la Historia del Derecho en
308
América Latina, La tradición jurídica europea en América Latina, Metodologías para la
Historia del Derecho, Historiografía jurídica latinoamericana, Historia social del
Derecho en América Latina, Historia de la Justicia en América Latina y Prosopografía e
Historia del Derecho.