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339 Los Persas ... Los Fenicios Israel y el pueblo hebreo Israel y el pueblo hebreo El caso de Israel es único entre los pueblos del antiguo Oriente, porque sus tradiciones historiográficas se han conservado siempre entre el ámbito judío y cristiano. Hay que reconocer que las aportaciones arqueológicas y epigráficas a la reconstrucción de la historia de Israel son muy modestas si las compara- mos con las referentes a los hititas, egipcios, asirios y sumerios, y que de no ser por el Antiguo Testamento sería muy difícil hacer la reconstrucción de la Palestina preclásica. El hecho afortunado de que se haya conservado la memoria histórica de Israel debido a sus carácter de “libro sagrado” para el judaísmo y el cristianismo, ha creado dificultades para el uso crítico de los documentos, que hasta fechas recientes han sido considerables, y todavía hoy obstaculizan la aproximación crítica normal. Como bien afirma Mario Liverani, duran- te muchos siglos el enfoque historiográfico occidental ha estado como paralizado frente al carácter de verdad revelada que la religión atribuía a las memorias históricas de Israel, y hoy la paralización se mantiene en los ambientes judaicos tradicionalistas y católicos y protestantes fundamentalistas. TOMO 3 - Capítulo 7: Medio Oriente y el Imperio Persa

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Los Persas ...Los Fenicios Israel y el pueblo hebreo

Israel y el pueblo hebreo

El caso de Israel es único entre los pueblos del antiguo Oriente, porque sus tradiciones historiográficas se han conservado siempre entre el ámbito judío y cristiano. Hay que reconocer que las aportaciones arqueológicas y epigráficas a la reconstrucción de la historia de Israel son muy modestas si las compara-mos con las referentes a los hititas, egipcios, asirios y sumerios, y que de no

ser por el Antiguo Testamento sería muy difícil hacer la reconstrucción de la Palestina preclásica.

El hecho afortunado de que se haya conservado la memoria histórica de Israel debido a sus carácter de “libro sagrado” para el judaísmo y el cristianismo, ha creado dificultades para el uso crítico de los documentos, que hasta fechas recientes han sido considerables, y todavía hoy obstaculizan la aproximación crítica normal. Como bien afirma Mario Liverani, duran-te muchos siglos el enfoque historiográfico occidental ha estado como paralizado frente al carácter de verdad revelada que la religión atribuía a las memorias históricas de Israel, y hoy la paralización se mantiene en los ambientes judaicos tradicionalistas y católicos y protestantes fundamentalistas.

TOMO 3 - Capítulo 7: Medio Orientey el Imperio Persa

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A menudo, se ha recurrido a comparar las historias del Antiguo Testamento con las evi-dencias de la arqueología y los textos extrabíblicos. Pero los relatos bíblicos suelen ser elaboraciones historiográficas posteriores de los hechos narrados, no sólo basadas en datos indirectos e inseguros, sino también motivadas por fines precisos de su tiempo. Por eso hay que remitir los textos bíblicos a la época, los ambientes políticos y culturales, y los proble-mas que indujeron a su redacción. En cambio, el material extrabíblico puede tener un uso más inmediato, al ser contemporáneo de los hechos y tener unas motivaciones más obvias.

Estas dificultades son mucho más evidentes cuando aparece el problema de los orígenes. Los relatos bíblicos se escribieron en épocas demasiado alejadas de los tiempos que se reconstruyen, y las fuentes extrabíblicas son poco explícitas para esta edad en que la docu-mentación escrita escasea.

Las líneas del cuadro arqueológico y contextual pue-de resumirse de la siguiente manera: caída del im-perio egipcio, que había dominado Palestina desde mediados del siglo XVI hasta comienzos del XII. Para los pueblos locales comienza un período sin domina-ción extranjera. Los filisteos ocupan parte del vacío que han dejado los egipcios, tratan de hacerse con el control de las ciudades cananeas y lo consiguen en la costa y en los valles. Las colinas, en cambio, que-dan fuera de su alcance. Es así como en las colinas y montañas de Cisjordania y en las mesetas áridas de Transjordania hay un proceso de colonización carac-terístico de la primera Edad de Hierro.

Vista panorámica de Jerusalem, Israel.

Antiguo mapa de israel.

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Este es el elemento nuevo, apor-tado por los pueblos de origen tribal y pastoral, ante todo israeli-tas. Posteriormente, la crisis de los poblados reales hace que los fu-gitivos sean atraídos por la tribu.

Es en esta época premonárquica en donde se forma la propia tradi-ción historiográfica de Israel, que sitúa todas las historias que po-seen un valor “fundador” de las realidades y los problemas pos-teriores. Ante todo, se configura un árbol genealógico que sirve de “carta fundacional” de las rela-

ciones intertribales. De un solo tronco salen los patriarcas

epónimos de la unidad nacional como Abra-

ham, Isaac y Jacob, los líderes de las tribus, y por último todos los epónimos de los clanes, hasta llegar a los cabezas de familia, con los que empieza el árbol genealógico familiar. Las genealogías van acompañadas de todas las historias que explican el porqué de ciertos ritos, confines e instituciones, y

que naturalmente deberemos situar en la época de su formulación.

No obstante, también intervienen hechos específicos de la época en que fueron es-critos los textos. Por ejemplo, en el relato de las vicisitudes del destierro en Babilonia y la

vuelta del exilio, para justificar el regreso de los desterrados y sus pretensiones territoriales frente a los grupos que habían permanecido en Palestina, se acredita la historia “fundado-

ra” de las tribus israelitas que inmigran desde el exterior en una época remota, con la presencia primordial de los patriarcas. Éstos, que se mueven por un

territorio del que sólo una mínima parte les pertenece, reciben la promesa divina de convertirse en un numeroso pueblo y ocu-par todo el país. Luego viene el primer destierro en Egipto y un éxodo y regreso a Palestina, que sirven para configurar el destierro y el regreso de la edad histórica. Por otra parte, la conquista de Josué a la tierra de Canaán sirve para justificar

el hecho de que los regresados del exilio en Babilonia se apoderen del país. Los cananeos, que habitan en el territorio, pero sin ningún derecho de permanencia, porque la promesa divina les condena al exterminio, sirven para prefigurar a los “samaritanos” y a otros

que se quedan. Toda la historia del éxodo y la conquista, del origen exterior y la relación con las poblaciones autóctonas

es una construcción “fechada” claramente por los problemas del si-glo VI, y no tiene nada que ver con los del XII.

Israel, Jerusalén, los jardines de Getsemaní, Estela, de piedra tallada.

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Otro elemento fechado, claramente polémico, es la aparición de un período de los Jueces. Esta edad de

magistrados tribales no hereditarios sucedería a la época de las monarquías cananeas destruidas por Josué, antes de la aparición de la monarquía israelita de Saúl y David. La época no monárquica de los Jueces es objeto de po-lémica entre quienes ven en ella un estado de debilidad y caos político, y quienes proyectan en ella sus ideales de libertad, igualdad y falta de opresión fiscal y ad-ministrativa. Este conjunto de materiales está marcado

por los problemas del período posterior al exilio, cuan-do ya no había monarquías y se planteaba el dilema de auspiciar el retorno como requisito para un renacimiento

nacional, o la consolidación de otras formas de gobierno.

En honor a la verdad, en los siglos XII y XI no existió una “edad de los Jueces” tal como se describe en el libro bíblico homónimo. En la re-gión de Palestina siempre hubo reyes, restos de los antiguos reinos ciudadanos cananeos, con los cuales los gobiernos tribales mantenían una relación conflictiva, pero no como su al-ternativa. Es por eso que algunos de los rela-tos del Libro de los Jueces poseen un carácter mítico, y más que acontecimientos históricos transmiten valores ético-religiosos.

Ahora bien, un tercer bloque de elementos anacróni-cos se debe a la proyección en el tiempo de la situación

religiosa característica de la época más tardía, inmedia-tamente anterior al exilio y luego posterior, situándola en los orígenes. Se atribuye a Moisés la fundación del yahvismo como religión revelada, en el período de for-mación, antes incluso de la llegada de la tribu de Israel a Palestina. El pueblo de Israel habría hecho su entrada en la tierra prometida dotado de una importante orga-

nización sociopolítica, como coalición de tribus con magis-trados comunes, pero también como comunidad religiosa de devotos de Yahvé,

dios nacional y exclusivo, bajo un rígido monoteísmo. En realidad, las cosas acabaron siendo así con el paso del tiempo, y después de atravesar por etapas cruciales, como las reformas religiosas de Exequias y Josías, en el siglo VII, y la comunidad posterior al exilio, en la que el principal elemento de cohesión social era la fe religiosa, tras la desaparición de las estructuras políticas.

Oferta palestina de la armadura de Saul.

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La unidad del EstadoLa historiografía israelita sitúa la consolidación de una nueva entidad, la llamada coalición de tribus, formadas en las altas tierras cisjordanas y en parte de la meseta transjordanas, en el período de los Jueces. La lucha contra las ciudades-estado cananeas y otras entidades ascendentes, la aparición de magistraturas temporales, la experimentación de procedi-mientos de decisión no burocráticos y, por último, la progresiva formación de un estado monárquico de nuevo tipo, con los primeros intentos de implicar al elemento tribal en formas de poder centralizado son resultado de este proceso.

El paso del relajado período de los Jueces, con su fuerte herencia tribal, a la monar-quía unida, está claramente personificado por Samuel y Saúl. La investidura de Saúl es similar a la de los Jueces, pero su autoridad posee un peso y unas implicaciones muy distintos. Estamos ante un momento en que la coalición de tribus, unida por la comunidad de sangre y culto y el enfrentamiento a los reinos ciudadanos, incorpora tribus y ciudades y su razón de ser ya no es la oposición al orden establecido, porque ella misma es ese orden. Entonces la autoridad debe adquirir consistencia, continui-dad y funciones múltiples.

El paso del relajado período de los Jueces, con su fuerte herencia tribal, a la monarquía unida, está claramen-te personificado por

Samuel y Saúl.

Montaña de cisjordania.

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En la pequeña corte de Gabaa, con la ayuda de un círculo militar de extracción familiar, cuyo escudero era David, Saúl cosecha varios éxitos sobre los reyes de Moab, Ammón, Edom, Aram y Amalec, y cohesionaron sobre los filisteos al pueblo de Israel, logrando que las tribus se unan en un organismo sólido. Más preocupados por esto que por las derrotas concretas, los filisteos organizan una contraofensiva, que culmina con la batalla de Gelboé, en la que Saúl es derrotado y, desesperado, se quita la vida. Toda Palestina cae en manos de los filisteos. Sin embargo, no se vuelve a la desorganización política anterior, ya que

las tribus del norte, en Israel, reconocen como rey a Ish-Ba’al, hijo de Saúl, mientras que el sur, en Judá, es el núcleo de un reino formado por David, probablemente en connivencia con los filisteos. Pero a la muerte de Ish-Ba’al los ancianos de las tribus proponen a David que reine en todo Israel, y le coronan en Hebrón. La reacción filistea es tardía e inefi-caz, por lo que David logra arrinconarlos en la costa, haciéndose con el control de la zona montañosa donde hay una mayor presencia israelita.

El reinado de David, entre el 1000 y el 960 a. C., es un hito decisivo en el terreno institu-cional. La base del reino no es sólo la coalición de tribus, pues se añaden otros elementos para formar un conjunto que se mantiene unido gracias a los territorios contiguos y a la obediencia a un solo rey. Bajo su gobierno, Israel pasó de reino a imperio, y su esfera de influencia militar y política en el Oriente Medio se amplió, controlando a estados más débiles como a los filisteos, Moab, Edom, Ammon, y convirtiendo al vasallaje a algunas ciudades-estados arameas.

Arriba: Jacobo y Rachel. Derecha: Templo de Luxor.

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La superación del estado tribal se lleva a cabo gracias a una política de consolidación y expansión militar muy notable. Además, a los dos núcleos de Judá e Israel se suman la ciudad-estado de Jerusalén, que David conquista y convierte en capital, y a continuación varios territorios aledaños, vinculados de alguna forma a la persona del rey. Los éxitos mi-litares y políticos inducen a pensar en un Israel que se extiende desde el mar Mediterráneo al desierto árabe, del mar Rojo al río Éufrates, sobrepasando en mucho los límites de la tierra prometida y de los territorios realmente habitados por las tribus israelitas.

Durante estos años, comienzan las construcciones de prestigio, se forma una clase de funcionarios administrativos y una milicia mercenaria, distinta del ejército reclutado entre las tribus, y vuelve a darse una situación en la que el núcleo del estado está representa-do por el palacio y sus dependientes, mientras el resto de la población es marginado de

la política y relegado a impuestos, contribuciones y trabajo. Este aspecto se acentúa con Salomón, hijo y sucesor de David, que sube al trono en el 960 a. C. encabezando un grupo de presión dentro de la corte, enfrentado a otros grupos con sus respecti-vos candidatos.

Con Salomón, el estado creado por David entra en su fase de madurez. Ya no son ne-cesarias las guerras ni la política expansio-nista. Las relaciones políticas se basan, sobre todo, en la diplomacia. El emparentamiento con Egipto confiere un gran prestigio y, en asociación con los fenicios de Tiro, florece el comercio, potenciándose con la ruta comer-cial al sur de Arabia.

Rey David.

Perspectiva de una casa de verano en Josefstadt, inexistente en estos días.

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Las grandes obras públicas, iniciadas con David, reciben un gran impulso con Salomón, en las que se destacan aquellas concentradas sobre todo en la capital, donde se construye un gran palacio y un templo de Yahvé, que al principio debió tener dimensiones modestas y ser una dependencia del palacio. Los hechos posteriores harán que el templo salomónico alcance una preponderancia absoluta en el territorio, y una independencia y autoridad incluso superiores a las del palacio real. Además de construir monumentos en Jerusalén, Salomón organizó centros administrativos y militares descentralizados, utilizando para ello grandes recursos.

Para hacer frente a la nueva situación financiera del palacio y el estado, el reino es dividido en doce distritos fiscales que engloban tanto ciudades como tribus, a cananeos y a israe-litas. A todos se les pide una contribución en bienes y trabajo a la que ya estaban acos-tumbrados los campesinos y los ciudadanos, pero no las tribus, que no logran adaptarse a ella. De esta manera, y sobre todo en las tribus del norte, aparecen movimientos rebeldes contra la “casa de David”, a la que reprochan haber abandonado la línea de los antepasa-dos, no sólo en cuanto a política económica se refiere, sino también en la actitud religiosa. A la muerte de Salomón, hacia el 926 a. C., las tribus del norte se rebelan abiertamente y el estado se divide entre Judá e Israel. Por lo tanto, reunido en torno a la capital, Judá permanece fiel a la casa de David, mientras que el norte se independiza y vuelve a un tipo de monarquía bastante peculiar, siguiendo el modelo de Saúl, sin capital fija, ni continuidad dinástica, ni aparato burocrático y fiscal.

Rey Salomón recibiendo a la Reina de Sheba.

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Los dos reinosEl impulso unificador y expansionista de David y Salomón se agota a la muerte de este último, y empieza otra época caracterizada por el fraccionamiento político, hasta la con-quista asiria. La entronización de Roboam, sucesor de su padre Salomón, sólo hizo que, tras varios intentos frustrados de conciliación, la separación de Israel y Judá se precipitara. De esta manera, las luchas intestinas y la enemistad entre ambos reinos los convirtieron en presa fácil de sus poderosos vecinos, restablecidos de las incursiones de los Pueblos del Mar y de los arameos.

De entre estos reinos nacionales, el de Judá es formalmente el continuador de la gran formación estatal davídica y salo-mónica, y en su capital, Jerusalén, se levantan un palacio y un templo que se han convertido en una herencia despro-

porcionada, dada la modesta realidad presente. La continuidad dinástica de la casa de David, y el templo de Yahvé, mantienen un

prestigio político y religioso que sobrepasa potencialmente las fronteras de Judá y se extiende a todas las poblaciones israelitas. No obstante, en la realidad política de los siglos IX y VIII el reino de Judá es una formación secundaria, que mantiene una rela-ción de subordinación o protección con Israel, Damasco y, por último, Asiria. Por lo demás, en el aspecto económico, el tesoro reunido por Salomón en el templo de Jerusalén es estregado para hacer frente a la invasión del faraón Sheshonq. Posterior-

mente las ciudades filisteas dejan al reino de Judá sin salida al Mediterráneo, y la independencia de Edom y Moab le corta el acceso a las rutas caravaneras transjordanas, por lo que Judá tiene que conformarse con sus exiguos recursos agro-pecuarios en los ecosistemas de colinas y semiáridos que forman su territorio.

Roboam, Monarca hebreo, primer soberano de juda hijo de Salomon.

Esclavos construyendo el templo de Salomon.

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El reino de Israel, en cambio, es más extenso. Al contrario que el reino de Judá, posee sa-lida al Mediterráneo y acceso a las rutas caravaneras transjordanas. Es el hegemónico de Palestina en el período de tiempo que va de la unificación davídica a la conquista asiria. La historia y las instituciones pasan por varias fases. Primero, con Jeroboam I, tenemos la rebelión contra el sistema fiscal de Jerusalén y la formación de un reino de base tribal y representativa. Luego, hay una fase en la que los aspectos no estatales del reino, como la falta de capital, de dinastía y de administración estable, degeneran en el caos, con una serie de usurpaciones, reinados breves y luchas internas. Más tarde hay una fase de nor-malización durante los reinados de Omri y Ajab, que fundan una nueva dinastía con capital en Samaria, a la que dotan de un palacio y una corte, una burocracia y una administración estatal, con lo que Israel y Judá se igualan en el plano organizativo.

El reino de Israel es la potencia hegemónica de Palestina, y su elaborada política hace que el origen tribal y antifiscal caiga rápidamente en el olvido. Sin embargo, esta transformación origina graves problemas internos entre la actitud más “moder-na” de la corte de Samaria y la corriente más tradicional, que se vale de argumentos religiosos y ético-sociales, por boca de “profetas” que acusan a los reyes de idolatría y corrupción.

Desierto de Israel.

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El levantamiento yahvista del general Jehú, que provoca un cambio de dinastía, no es ca-paz de invertir el proceso de normalización, que prosigue en la misma línea. Pero el peligro asirio es cada vez más acuciante y polariza todas las energías de Israel, que a raíz de la conquista de Siria por los asirios ha quedado en posición de primera línea, y se plantea el dilema entre la resistencia armada o la sumisión.

En toda esta fase de independencia y pluralismo político, Palestina forma parte de un todo continuo con los estados arameos, fenicios y neohititas, situados más al norte. No obstante, cada vez es mayor la diversificación nacional basada en ele-mentos como la lengua y la elección de divinidades dinásticas o nacionales. Estas entidades interactúan durante varios siglos con arreglo a una dinámica interna pa-lestina, al contar con la relativa separación de los imperios circunstantes.

De esta manera, obviamente, las relaciones entre los distintos reinos y casas reales son de guerra o alianza. Ahora bien, las alianzas exteriores tropiezan con resistencias y proble-mas en el interior, que afectan a la cohesión nacional. El hecho es que las alianzas entre casas reales pertenecientes a distintos ámbitos nacionales crean vínculos entre las cortes pasando por encima de la población común. Estas alianzas se concretan en los matrimo-nios dinásticos y la asociación en empresas comerciales. Como consecuencia, entonces, se incrementa la llegada de productos y modas extranjeras, así como la presencia en la corte de personas de lengua y cultura extranjera y, sobre todo, la penetración de cultos extran-jeros. La población, que aprecia más los valores nacionales y religiosos que los productos exóticos, reacciona con condenas, canalizadas por “profetas” convertidos en portavoces de opiniones exteriores a la corte, y en última instancia contrarias al rey.

Muerte de Saul.

Las relaciones entre los distintos reinos y casas reales son de guerra o alianza. Ahora bien,

las alianzas exteriores tropiezan con resisten-cias y problemas en el interior, que afectan a la cohesión nacional.

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En esta etapa, tanto la victoria como la derrota, la destrucción propia como la ajena, y la intervención de potencias extranjeras, tienen una explicación teológica en el resultado de las guerras. Se considera que intervienen factores ético-religiosos, y no depende sólo del simple enfrentamiento entre potencias militares y económicas. El enemigo es derrotado no por estar técnicamente en el error, sino por ser portavoz del pecado imperdonable de adorar a una divinidad equivocada. La guerra es mucho más útil que la paz a la hora de movilizar y consolidar los sentimientos nacionalistas. El pueblo sigue más fácilmente a los “profetas” de la resistencia que a las cortes, partidarias de actitudes más matizadas, opor-tunistas y realistas.

El impacto exteriorLa intervención asiria, que al principio interviene en las luchas internas palestinas, se tor-na cada vez más intensa, puesto que va avanzando de a poco hacia el sur y cobrando importancia. Ya en 853 a. C. Ajab de Israel había dado su contribución a la coalición de estados siriopalestinos que habían rechazado al ejército asirio de Salmanassar III. Parecía un episodio ocasional, simple tregua entre rivales habituales unidos contra un peligro, pero en realidad fue la primera contienda con una potencia amenazadora. Para Palestina el pe-ligro asirio no se concreta hasta el siglo VIII, cuando el dilema de pagar tributos o soportar incursiones devastadoras se convierte en algo habitual. En el transcurso de 25 años, de Tiglat-Pileser III a Sargón II, pasaron a ser provincias asirias todas las zonas exteriores al

reino de Israel, para ser sitiado el núcleo central de Israel, Samaria, en el 722 a. C.

Los estados palestinos, en vez de coaligarse contra el invasor, aplicaron políticas de someti-miento o combate. Entonces, durante este pe-ríodo, las relaciones entre estados y etnias pa-lestinos se deterioraron, como bien atestiguan las “profecías” contra los pueblos extranjeros. En ellas se celebra la destrucción de los demás como demostración de sus culpas, se lamenta que se aprovechen de las desgracias propias, y el invasor imperial aparece como un instru-mento divino de destrucción o castigo.

También en el interior de los reinos se debate sobre la estrategia a seguir. De esta manera, se juega entre las propuestas de resistencia o la sugerencia hacia la su-misión. Dada la superioridad del ejército asirio sobre las fortificaciones palestinas, la política de sumisión, practicada sobre todo por Judá, sirvió al menos para conservar parte de su autonomía, mientras que la re-sistencia armada, practicada sobre todo por Samaria, condujo rápidamente al desastre. En cualquier caso, a los estados del sur les resultaba más fácil resistir, al encontrarse más alejados y respaldados por Egipto. Jerusalén pudo aguantar, en cambio, un largo asedio en el 701 a. C., pero progresivamente fue perdiendo parte de sus territorios exteriores.

Imperio Egipcio.

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Ahora bien, la conquista asiria no es sólo un fenómeno exclusivamente político y militar, sino que además acarrea consecuencias en el terreno económico y demográfico. Anterior-mente Palestina había pasado por períodos, a veces prolongados, de sumisión a imperios exteriores, como fue el caso particular de Egipto, aunque sin consecuencias demasiado graves, porque la destrucción y las formas de explotación no eran tan dramáticas, y se res-petaba la autonomía local. Sin embargo, con los asirios, el pago de fuertes tributos supone una pérdida importante de riqueza para los limitados recursos de la región. Además, las matanzas y deportaciones van diezmando la población, y tienen una fuerte incidencia en los ámbitos técnico y cultural. Los destierros afectan sobre todo a los habitantes de las ciu-dades, mientras los campesinos permanecen en el campo, asolado por las incursiones ene-migas. La despoblación así está acompañada del desánimo y la aculturación. Las ciudades ya no son sedes de dinastías locales, con sus efectos sobre la unidad y el espíritu nacional. Se han convertido en sedes de gobierno asirios, con administradores asirios, guarniciones asirias y cultos asirios, todo bajo un complejo mecanismo de centralización de recursos enfocado en el desarrollo de capitales imperiales y en la repoblación del campo asirio.

Recurriendo a la obviedad, este proceso afecta a toda Palestina, aunque en Judá el mo-mento crucial de la reducción a provincia se retrasa lo suficiente gracias a su posición apartada y al apoyo egipcio. No obstante, a veces, en lugar de aplicar una política preva-leciente en la sumisión, se tiende hacia otra algo más atrevida que aprovecha la situación internacional para reivindicar una independencia con connotaciones religiosas, como la reforma del culto. El pueblo hebreo y sus representantes políticos esperan mejor suerte si su fidelidad a Yahvé es más rigurosa. En cambio, cuando acecha el peligro, no falta aquel que vea en ello consecuencias en las vacilaciones religiosas. Un episodio significativo se produce con Exequias, que reorganiza el estado y el culto, fortifica Jerusalén y resiste el asedio de Senaquerib en el 701 a. C., evitando la ruina total pero perdiendo gran parte del territorio. Otro episodio, todavía más notable, se produce con Josías, casi un siglo después, cuando realiza una política de reconstrucción nacional aprovechando la caída del imperio asirio tras la toma de la ciudad de Assur, breve paréntesis en el que la franja siriopalestina está disponible políticamente, antes de que se decida la lucha entre los babilonios, que penetran por el norte, y los egipcios, que lo hacen por el sur. Momentáneamente, Josías recupera los antiguos territorios israelitas, y sueña con restaurar el reino davídico, pero el paréntesis es corto, y encuentra la muerte combatiendo a los egipcios.

La conquista asiria es un fenómeno político y militar, además acarrea consecuencias en el terreno económico y demográfico.

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Pocos años después, el emergente imperio neobabilónico consigue lo que no habían logra-do los asirios. En sus ansias expansionistas, Nabucodonosor II toma Jerusalén por primera vez, reduciendo a esta ciudad a la condición de reino vasallo en el 597 a. C., para acabar poniendo fin a la autonomía local en el 586 a. C. Después de una posterior rebelión, des-truye el templo de Salomón, derriba las murallas y manda deportar una cuarta parte de la población de Judá a Babilonia. A diferencia de los asirios, los babilonios no repueblan los campos devastados con desterrados de otras zonas, ya que a todos los concentran en la zona babilónica. De esta manera, mientras los campos del norte, como Israel y los es-tados arameos, son colonizados por una mezcla de campesinos residuales e inmigrantes, los del sur, como Judá, quedan medio vacíos, aunque más homogéneos étnicamente. Por lo demás, los exiliados hebreos en Babilonia mantienen su cohesión y particularidad, con su propio rey, también desterrado, pero reconocido como tal.

Los desterrados introducen sus divinidades y costumbres, ajenas a la tradición del país de destino, aunque acaban fundiéndose con los restos de la cultura local. En el norte de Palestina, por ejemplo, hay una población mixta y bas-tante pobre culturalmente, for-mada por campesinos y grupos alógenos de deportados, sin clase dirigente, que hablan el arameo y en el terreno religioso tienden al sincretismo. En cambio, los gru-pos de desterrados palestinos, especialmente los judíos, cultos y conscientes al tratarse de miem-bros de las clases dirigentes, que tratan de conservar en su exilio babilónico la pureza de su len-gua, sus costumbres y su religión, para evitar así ser asimilados por el mundo que los rodea. Estos núcleos de exiliados consideran que son ellos, y no los campesi-nos que han quedado en Palesti-na, los supervivientes del desas-tre nacional de su pueblo. Para ellos Palestina, y en especial Jerusalén, sigue siendo su tierra, cubierta de valores simbólicos que van mucho más allá de la realidad concreta. Allí, el pueblo judío se apiña en torno a sus profetas, durante un período que la tradición denomina como los “años de la prueba”, hasta que el rey persa Ciro II el Grande les permite regresar a Palestina.

El monoteísmo judíoEl principal legado de la antigua cultura de Israel es la religión monoteísta, que se ha trans-mitido hasta nosotros, tanto en su rama directa del judaísmo, como en aquella colateral propia del cristianismo. Nuestra cultura ha estado marcada, y todavía lo está, por el carác-ter de “unicidad” de la experiencia religiosa de Israel.

Palacio del reino de Ahab en Samaria.

Mientras los campos del norte, como Israel y los estados arameos,

son colonizados por una mezcla de cam-pesinos residuales e inmigrantes, los del

sur, como Judá, quedan medio vacíos, aun-

que más homogéneos étnicamente.

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Esta conciencia de unicidad y diversidad de los descendientes del pueblo de Israel les ha llevado a resistirse a cualquier tipo de asimilación.

Ahora bien, si dejamos de lado la explicación teológica del “pueblo elegido”, se impone una explicación más bien histórica. Los reformadores religiosos del siglo VI, y luego los del IV, situaron el origen de sus sistemas religiosos y cultuales en la época de formación de la comunidad étnica y política de Israel, y lo condensaron en el personaje de Moisés, que habría recibido directamente de Yahvé las “tablas de la ley”. Evidentemente, esto es una invención. Los escasos datos de la época muestran que la situación religiosa en Palestina, entre los siglos XIII y X, era muy compleja. En las ciudades prevalecían diversas divinidades, con sus respectivas organizaciones de culto, donde el aparato mitológico e iconográfico sólo era común a grandes rasgos.

Cuando David y Salomón unificaron la región, la fundación del templo de Yahvé en Jeru-salén como edificio ajeno al palacio real conllevó la elección de una divinidad como centro del panteón oficial del reino y como divinidad dinástica. El dios elegido, Yahvé, no debía ser nuevo en la religión, sino que seguramente se trataba de una de las divinidades ma-yores y más cualificadas, vinculada por tanto a un ambiente particular y a un patrimonio mitológico y cultual arraigado. En cualquier caso, fue una opción política, relacionada con la dificultad de construir un estado nacional sobre una base fragmentada y diversificada.

En la época monárquica, la presencia de una divinidad dinástica no excluye otros cultos, ya que se sigue practicando el culto a otras divinidades, y a otros conjuntos de divinidades. Además, hay otros templos de Yahvé fuera de Jerusalén que no son nuevas fundaciones del rey, sino antiguos santuarios de otros dioses. No obstante, en cualquier caso, en el transcurso del período monárquico, el prestigio de Yahvé va en aumento. Los fieles de otras divinidades acusan esta influencia, logrando que en algunos casos, haya un proceso de asimilación y, en otros, exista una subordinación y demonización.

La presencia de una divinidad dinástica no excluye otros cul-tos, ya que se sigue

practicando el culto a otras divinidades, y a otros conjuntos de

divinidades.

Tumbas en el valle de Kidron.

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Israel y el pueblo hebreo

TOMO 3 - Capítulo 7: Medio Orientey el Imperio Persa

Las luchas políticas y militares con los estados vecinos tienen sus consecuencias teológicas. La guerra se ve como un enfrentamiento entre las divinidades nacionales, y las victorias o las derrotas se interpretan en clave teológica. Normalmente, la victoria acrecienta el pres-tigio interior del dios nacional, y la conquista implica entonces la difusión del culto al dios de los vencedores. Pero en una derrota, más que la superioridad del dios de los otros, se ve la intención del castigo del dios propio como consecuencia por algún pecado cometido contra él. Es un paso importante, porque en condiciones de politeísmo real el resultado de las guerras refleja el enfrentamiento entre dioses contrapuestos. En cambio, la instrumen-talización teológica de los dioses extranjeros vencedores, y el hecho de que la explicación se centre en la relación entre el dios y su pueblo, revelan un gran desinterés por todos los dioses que no sean el propio dios nacional.

En el caso del proceso de avance asirio, la fidelidad al dios único nacional es la única espe-ranza de salvación. La causa probable del castigo por esta agresión son los compromisos o concesiones a los otros dioses, de modo que cuanto más se agrave el panorama más necesaria se hace una movilización religiosa exclusiva. El culto se concentra en el templo de Jerusalén, para subrayar su carácter nacional. Los demás centros de culto se consideran irregulares. Por primera vez se concibe un reino que venera a un solo dios, y lo hace desde un solo lugar. En efecto, si el comportamiento de la comunidad nacional es la causa de la victoria o la derrota, es preciso saber con detalle y sin ambages qué es lo que se debe hacer, lo que hay que evitar, cuáles son los pecados y las reacciones del dios. La legitimidad y el buen gobierno del rey ya no son lo único que determina la actitud del dios, señal de que el prestigio de la realeza se ha debilitado. Ahora, la causa potencial del desastre nacional es el comportamiento de todos.

Durante la caída de Jerusalén a manos del ejército babilónico, la destrucción del templo, el fin de la independencia nacional y el destierro de la clase dirigente eliminan gran parte de los elementos de identidad nacional. La religión se convierte en una práctica con un míni-mo culto organizado y una gran interiorización, acompañada de un acentuado formalismo individual. El miembro de la comunidad israelita, que ya es una comunidad religiosa, tiene que distinguirse por su comportamiento en un mundo heterogéneo. Los que permanecen fieles a la observancia de la ley y al único dios verdadero se consideran supervivientes del desastre nacional en un mundo de “paganos”.

Segundo templo, Jerusalem.

En el caso del proceso de avance asirio, la

fidelidad al dios único nacional es la única esperanza de salva-

ción. La causa probable del castigo por esta

agresión son los com-promisos o concesiones

a los otros dioses, de modo que cuanto más se agrave el panorama más necesaria se hace una movilización reli-

giosa exclusiva.

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Esto tiene sentido si existen esperanzas de que cambie la situación, de modo que la fideli-dad al dios y a la ley vuelva a coincidir con la prosperidad política y económica.

De esta manera, la esperanza de un renacimiento político parece posible cuando el imperio persa permite el regreso de los desterrados a Judea, cuando se hace viable la reconstruc-ción del templo de Jerusalén, la aplicación de la ley de dios en el ámbito civil, y la forma-ción de un núcleo de autonomía nacional. El núcleo de desterrados judíos que regresa a la tierra de sus antepasados se encuentra con una población mixta de antiguos residentes y nuevos inmigrantes, con cultos sincretistas y matrimonios mixtos, bastante desmotivada. Los recién llegados, fervientes monoteístas, acaban con esta situación restaurando el tem-plo y la ley, prohibiendo los matrimonios mixtos y el sincretismo religioso, y considerando ilegítima la presencia en el territorio de aquellos que no forman parte de la comunidad religiosa yahvista. Se desvanece el ideal monárquico, por lo que el sacerdocio pasa a ser la única referencia de la unidad nacional. Ahora el templo cobra el diezmo, administra la justicia y es el único punto de referencia para la comunidad nacional dentro de un contexto de imperio universal.

Jerusalén, que se había librado del fuerte tratamiento de aculturación asirio, logró transformar el exilio babilónico y la pérdida de identidad política en un aliciente para potenciar la identidad nacional sobre una base religiosa, y ha transmitido como corpus de textos genéricamente religiosos el producto de su esfuerzo de reescribir su propia historia en función de su difícil situación.

Reconstrucción del Templo de Salomón, el primer templo.

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EL DIFICIL ACCESO DE LOS HEBREOS A PALESTINA

Nómadas del desierto, los hebreos no estaban en posesión de armas contundentes ni poseían una organización centralizada.

Los filisteos, en posesión de armas de hierro y dispuestos a impedir el acceso al territorio, se enfrentaron a los hebreos.

Los cananeos, que habían asimilado las culturas egipcias y mesopotámicas, amurallaron sus ciu-dades y también ofrecieron resistencia.

La historiografía israelita sitúa la consolidación de una nueva entidad, la llamada coalición de tri-bus, formadas en las altas tierras cisjordanas y en parte de la meseta transjordanas, en el período de los Jueces. La lucha contra las ciudades-es-tado cananeas y otras entidades ascendentes, la aparición de magistraturas temporales, la experi-mentación de procedimientos de decisión no bu-rocráticos y, por último, la progresiva formación de un estado monárquico de nuevo tipo, con los primeros intentos de implicar al elemento tribal en formas de poder centralizado son resultado de este proceso.

-2000

EL EXODOLos Hebreos en Egipto

ABRAHAM

-1500 -1200 -1010 -931 -721 -587 -538 -330 -63 J.C. 66

❧ La promesa de Abraham

❧ Moisés La Alianza

❧ David ❧ Toma de Babilonia

❧ Destrucción definitiva del templo

Los Jueces

Israel Asiria

Unidad Dominaciones Persa Griega Romanos

Judea

Ilustración de la promesa que hizo Abraham a su hijo Isaac.