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ISNN: 1390-5309 Crédito: Cortesía de Eduardo Villacís

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ISNN: 1390-5309

Crédito: Cortesía de Eduardo Villacís

Revista Virtual LiberArte, Volumen 2, Número 2 Fecha de Publicación: Sept/Dic 2007

ISSN (versión en línea): 1390-5309

Noticias Introducción General: Todos mis huesos son ajenos;

yo tal vez los robé! ¡Yo vine a darme lo que acaso estuvo asignado para otro; y pienso que, si no hubiera nacido, otro pobre tomara este café! Yo soy un mal ladrón… ¡A dónde iré!

Colaboradores de este número:

César Vallejo “el pan nuestro”

Libertinaje

Introducción

Fama (ma non troppo). Mary Ellen Fieweger

Las aventuras literarias de Martín Thomsen, ecuatoriano. Alvaro Alemán

Aullidos desde un lugar hambriento* partes I / II / III. Marc Covert

Vida. Alvaro Alemán a partir de un texto de Marc Covert

Artículos aparecidos en el San Molinos Sun Transcritos. Marc Covert

Certificado de empadronamiento/Gracia. Alvaro Alemán

Bibliografía anotada. Alvaro Alemán

Convocatoria a conferencia internacional sobre Moritz Thomsen

Radicales Libres

Introducción

La claridad como problema: notas hacia una pedagogía del placer en la escritura. Alvaro

Alemán

Enseñar a leer. . . Aprender a escribir. . . ¿Mande? Andrea Castelnuovo

Aprendemos lo que nos motiva. Alexandra Astudillo y Ana María Hidalgo

¿Por qué nos joroba tanto la ortografía? Gerardo López Monge

Caída Libre

Introducción

Bogotá 39: tres cositas nada más. Gabriela Alemán

Los B39

Enlaces Artículos sobre “Bogotá 39”

Charla con Carl West director de la película: Sé que vienen a matarme. Rita Rojas

¿Barroco latinoamericano? Jorge Luis Gómez

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

Introducción General/Este número Bienvenidos a este nuevo número de LiberArte, la Revista de Artes Liberales de la Universidad San Francisco de Quito. El presente número, correspondiente al período septiembre-diciembre 2007, aborda, de manera diversa, la temática de la escritura. Nuestro primer segmento, Libertinaje, examina con detenimiento y fascinación, la vida y obra de uno de los escritores más interesantes y peculiares del siglo XX, Moritz Thomsen. Thomsen es una figura incómoda para la historiografía literaria tradicional: un escritor que desafía clasificaciones y categorías. Un estadounidense que vive y escribe sobre el Ecuador, un prosista que desdeña la estructura, un autobiógrafo que se desprecia a sí mismo, un ensayista que escribe en clave de novela, un rico pobre, un esteta popular.

En el transcurso de cuatro ensayos, los colaboradores de esta sección, Marc Covert, Mary Ellen Fieweger y Alvaro Alemán se aproximan a la producción narrativa de este extraordinario y poco conocido autor. El segmento también cuenta con una semblanza de vida, una bibliografía completa, la primera de su tipo en existencia y un llamado a participar en la primera conferencia internacional sobre Moritz Thomsen, a realizarse en Quito en el mes de mayo del 2008. LiberArte espera colaborar, por medio de este esfuerzo, a una labor de diseminación, reflexión y pensamiento en torno de un escritor de enorme valor y relevancia para el presente. Esperamos generar interés por Thomsen junto con un respaldo que permita verter al español, a las puertas de los 40 años de la publicación de su primer libro Living Poor: A Peace Corps Chronicle, por primera vez, ese importante texto.

Nuestro segundo segmento, Radicales Libres, explora el tema de la enseñanza/aprendizaje de la escritura. Ana María Jalil, nuestra editora invitada, reflexiona sobre la devaluación de la escritura dentro de la educación universitaria contemporánea, incluida en esta, la educación en Artes Liberales. Aunque no es habitual, ni de buen gusto hacerlo, debemos reconocer la existencia de una valoración jerarquizante al interior de las Disciplinas. En ese esquema, tanto la composición como la enseñanza de lenguas en general, ocupan un lugar empobrecido y subvalorado; podría inclusivo aventurarse la analogía de la escritura como el lumpen proletariado de las disciplinas académicas. Pese a la enorme contribución que la enseñanza de una escritura lucida hace al desarrollo humano y profesional de todo ser humano, su importancia no sólo se pasa por alto sino que se desprecia en el contexto de un sistema educativo que progresivamente requiere más conocimientos técnicos y operadores y que rehúsa intervenir en un estado de cosas (la reingeniería de la enseñanza de escritura a través de todo el currículo académico) que, en su encarnación presente, está signado con el fracaso.

Los colaboradores de esta sección reflexionan desde la psicogénesis de la escritura hasta las resistencias a la ortografía e intentan aportar a una discusión franca e interesada sobre el futuro de

la escritura en un cambiante clima global de educación. Por último, en Caída Libre, nuestro segmento habitual de crítica cultural y miscelánea, extendemos la temática de la escritura con una serie de artefactos construidos para la difusión y el contacto con un evento reciente de gran importancia para la literatura latinoamericana: el encuentro B39 en Colombia. En este momento de desdibujamiento de la literatura como discurso, cuando el advenimiento del mundo electrado (letrado electrónicamente) resitúa la actividad literaria en nuevos horizontes y formatos y cuando los públicos se reacomodan en distintas categorías y lugares, resulta grato asistir a una iniciativa, B39 (que agrupa a 39 nuevas voces latinoamericanas menores de 39 años) que, experimentalmente, indaga sobre el futuro de los discursos que nos hemos habituado a llamar literarios. La propuesta reunió, para propósitos de promoción de la feria editorial de Bogotá, un grupo importante de actores literarios cuya potencial colaboración y mutuo contagio puede o no operar cambios sustanciales en el futuro. LiberArte quiere contribuir a hacer conocer este experimento, junto con sus participantes voluntarios y para eso hemos agrupado enlaces, fuentes y hasta un recuento personal sobre la experiencia escrito por una de nuestras colaboradoras que además integró la nómina.

Terminamos con la inclusión de una entrevista realizada a un director, Carl West, que en el Ecuador filmó y dirigió la adaptación televisiva de una novela histórica ecuatoriana. Se trata de un documento interesante que contempla uno de nuestros ejercicios favoritos: el seguir la pista a una forma textual, a medida que esta se traslada a un medio distinto. Esperamos con esta entrega dialogar con todas aquellas personas interesadas en sostener y extender una conversación sobre los temas propuestos: la extranjería y la excentricidad, la escritura y la enseñanza/aprendizaje, la experimentación y la literatura.

Colaboradores de este número

Alvaro Alemán. (Montevideo 1963) Ph.D. en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Florida. Crítico ecuatoriano, editor general de LiberArte y profesor y director del área de literatura en la Universidad San Francisco de Quito. Gabriela Alemán (Rio de Janeiro 1968) Ph.D en Literatura y Cine Latinoamericano por la Universidad de Tulane. Crítica, estudiosa del cine, cuentista y novelista ecuatoriana. Sus obras incluyen Zoom, Maldito

Corazon, Fuga Permanente, Body Time y hace poco Cooperativa Poso Wells.

Ana María Jalil Profesora de composición y de gramática en la USFQ. Coordinadora del Colegio de la Mujer y del Adulto. Ana María Hidalgo Maestría en educación en la Universidad de Ohio. Profesora de composición y de pensamiento crítico en la USFQ. Alexandra Astudillo Figueroa Licenciada en Ciencias de la Educación por la Universidad de Cuenca. Master en Letras por la Universidad Andina Simón Bolívar y candidata al doctorado en Estudios Culturales Latinoamericanos por esa misma universidad. Coordinadora de Composición en la USFQ ha hecho publicaciones sobre narrativa ecuatoriana y El Quijote. Gerardo López Monge (Quito, 1976) Magíster en Filología Hispánica por el Instituto de Lengua Española del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid. Licenciado en Comunicación y Literatura por la PUCE. Es profesor de Composición en la USFQ desde 2005. Desde 1999 es investigador del Proyecto Atlas Lingüístico del Ecuador. Trabaja como editor de materiales de estudio en el Centro de Educación Continua de la Escuela Politécnica Nacional. Trabajó como Language Scholar en Reed College, Oregón, así como profesor de postgrado y pregrado en la PUCE. Actualmente cursa el Ciclo de Investigación del Doctorado en Filología Hispánica en la Universidad Nacional de

Educación a Distancia, Madrid. Ha hecho publicaciones sobre dialectología, geografía lingüística y lexicografía en Ecuador y España. Marc Covert. Trabaja en relaciones públicas en la Universidad de Pórtland y es editor en jefe de la publicación electrónica Smokebox.com en donde un estimado de 60 mil lector@s se congregan en busca de ―comentario que usa la contaminación como combustible‖ Mary Ellen Fieweger. Traductora literaria, ensayista, activista, historiadora, editora general del periódico Intag desde el 2001. Martín Vega. Estudiante estadounidense de posgrado de la universidad de Illinois, en el presente realiza investigaciones sobre la literatura ecuatoriana bajo una beca Fulbright. Andrea Castelnuovo. Licenciada y Master en Educación, docente universitaria, investigadora sobre trabajo infantil, para diferentes organizaciones nacionales e internacionales, asesora en pedagogía. Ha publicado textos sobre trabajo infantil en las florícolas y editado un libro sobre educación y desarrollo en el Ecuador. Rita Rojas. Mágister en literatura por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, vice directora de la Cinemateca de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, crítica, su libro Del libro al libreto: un camino de

cine sale a la luz en enero del 2008.

Jorge Luis Gómez R. Coordinador de Filosofía Universidad San Francisco de Quito [email protected]

Introducción

La presente edición de LiberArte conmemora la vida y obra de Moritz Thomsen, que empezó su carrera literaria en los Estados Unidos pero que encontró su voz y estilo distintivos como un expátrida en América del sur, específicamente, en el Ecuador. En el presente número, en dos ensayos, Alvaro Alemán argumenta en torno a una propuesta de repensamiento de la cultura y la sociedad ecuatoriana por medio del precario estatuto de Thomsen como un hombre de fronteras. Mary Ellen Fieweger, que compartió la condición de expátrida de Thomsen en el Ecuador, resalta su recepción crítica y su relación con otros autores notables; Fieweger ilustra su ensayo con detalles tomados de las cartas escritas y recibidas por Thomsen. Marc Covert contribuye un ensayo en tres partes que versa sobre la pobreza insistente que Thomsen encontró durante sus viajes por Sudamérica. La presente edición incluye una bibliografía primaria y secundaria extensa relativa a la obra de Thomsen. También presenta materiales recuperados de las primeras publicaciones de Thomsen en California. A medida que nos acercamos al aniversario número cuarenta de la publicación del primer libro de Thomsen, Living Poor: A Peace Corps Chronicle, el propósito de esta edición de LiberArte, que aparece tanto en español como en inglés, es la de

provocar nuevos acercamientos críticos a la obra de Moritz Thomsen, tanto en el Ecuador como en otras partes.

Fama (ma non troppo) Mary Ellen Fieweger

Ilustración original de Moritz Thomsen

Moritz Thomsen adoraba los cerdos. De hecho, inició su carrera de escritor como columnista de una publicación comercial que se ocupaba de los criadores de cerdos. Esto fue antes de que se enrolara en el Cuerpo de Paz a los cuarenta y ocho años de edad, mientras aún vivía en California, donde-él también—criaba cerdos. Creo que la razón por la cual detestaba tan completamente a Francisco Pizarro—además de su papel estelar en el asesinato de miles de indígenas latinoamericanos y del hecho de que le recordara a su propio padre—era porque las leyendas dicen que el Español pasó la primera parte de su vida como porquerizo, y Moritz simplemente no podía tolerar la asociación de este detestable hombre con tan noble animal.

Los cerdos aparecen en todas las obras de Moritz, siempre de manera favorable, muchas veces al interior de una prosa tan elegante y elocuente como esta descripción de una puerca blanca y grande en Bad News from a Black Coast (Malas Noticias en una Costa Negra, su último libro, inédito

hasta el presente). La puerca aparece en la playa todos los días en marea alta, escribe Moritz y ahí estaba, ―en profunda meditación inmersa hasta sus hombros en el mar mientras las olas se rompían sobre su cabeza. Algo profundo y terrible la arriaba hacia el mar; algo profundo y terrible, poético y no chanchizo la halaba a diario a contemplar la vastedad y el misterio del Pacífico‖.

En algún momento, Moritz cae en cuenta de que ha dicho todo lo que tenía que decir sobre el cuidado y la alimentación de los cerdos, la satisfacción de sus necesidades físicas, así que decide explorar la naturaleza superior de este animal, el cuidado y la alimentación del alma de los cerdos. Su primer esfuerzo en este sentido, solía relatar, fue filosófico y lírico además. Pero sus editores eran hombres temerosos. Se lo devolvieron con un cheque de finiquito y una nota agradeciendo a Moritz por sus servicios.

No sé si esos artículos le ganaron a Moritz una hinchada entre los criadores de puercos de América del Norte, pero los libros que escribió sobre sus años en el Ecuador y sus viajes al Brasil sí lo hicieron, una fanaticada modesta pero leal que creció con el paso de los años. Moritz era igual de leal con sus lectores. Nunca asumió que el autor hace favores a alguien al escribir libros; es el lector el que hace el favor, la persona con quien el autor está en deuda, y a quien se le debe lo mejor de su trabajo.

Moritz fue un escritor meticuloso. A veces lo encontraba apoyado contra la reja fuera de su apartamento en Quito, con pluma y cuaderno en mano, o sentado en la mesa adentro, cambiando y cambiando una y otra vez una palabra o una frase o una oración. Escribía sus primeras versiones a mano y después de mucho trabajo de edición, escribía a máquina una nueva versión en su vieja Royal, hasta que se la robaron, y más tarde, en una serie de máquinas manuales baratas, cada una de las cuales también fue robada. Reescribió My Two Wars (Mis Dos Guerras) cuatro veces y no estaba satisfecho con la obra cuando murió. Y aunque—como señala en unadendum que aparece en la edición Vintage de su libro The Farm on the River of Emeralds (La Finca en el río de

Esmeraldas) aun rebuscaba en los cielos las señales de ese ―lector perfecto‖, alguien que imaginaba sería joven, inocente y romántico, daba la bienvenida hasta al último de ellos, con todas sus imperfecciones, especialmente a aquellos que hallaban el camino hasta su puerta y cuyas cartas terminaban en sus manos.

Cuando Moritz se mudó a Quito, después de que su socio Ramón finalmente lo expulsó de la Finca en el río Esmeraldas, un número sorprendente de lectores de hecho llegaron hasta su apartamento. Algunos eran colegas cuyas obras Moritz admiraba y cuyos elogios lo convencieron, al menos por breves momentos, de que en efecto, sí era un escritor, y además excepcional. Wallace Stegner, Paul Theroux, Tom Miller y Clay Morgan pasaron un tiempo con Moritz, al igual

que Eduardo Galeano, el autor uruguayo de Las Venas Abiertas de América Latina y de Memorias del

Fuego, obras que Moritz admiraba por su elocuencia e ira sostenida. Alguien tomó una fotografía de ambos y Moritz la pegó en la portada interna de su copia autografiada de Las Venas. Un día, el libro desapareció, Moritz nunca se recuperó de esa pérdida y por un largo tiempo sospechó de mí. Para que quede claro, no lo hice.

Cineastas, en su mayoría aspirantes, que querían hacer una película de The Farm, también encontraban el camino a la puerta de Moritz. Una de ellas fue una mujer que sostenía que tuvo relaciones con Marlon Brando, un enlace de una noche enteramente insatisfactorio, es lo que reportó. Era una mujer formidable, dijo Moritz, y ante las circunstancias es posible que él también haya mostrado ansiedad de ejecución.

Isabel Schaefer, mi abuela, conoció a Moritz. Inmediatamente se convirtió en una admiradora, golpeada por su hermosura antes de haber leído una sola palabra de los libros que le pidió le dedicara. Unos días después, al hojear los primeros capítulos de The Farm y, siendo una Republicana convencida, decidió que las opiniones de Moritz eran sesgadas, algo que él escuchó con alivio.

Los académicos adoraban a Moritz. Algunos lograban que sus libros fuesen de lectura obligatoria en sus cursos. Durante las vacaciones de verano venían a visitarlo en grupos. Un caballero, profesor de inglés de una universidad en el Oeste de EEUU, venía todos los años con su esposa bibliotecaria. Impartía una clase llamada ―literatura y Zen‖ y decía que el libro de Moritz, el último de su lista de lecturas requeridas, era el punto más alto del semestre. Una tarde el profesor de literatura y su esposa se turnaron leyendo los trabajos de estudiantes inspirados en Living Poor.

Uno de ellos escribió que después de leer el libro de Moritz nunca más podría observar a sus propios hijos sin agradecer de que sus barrigas no estuvieran hinchadas con gusanos que se retuercen o con parásitos pululantes. La mayoría eran de ese estilo. Aunque la sonrisa nunca dejó los labios de Moritz, una pequeña dosis de ese tipo de adulación alcanzaba para mucho. Después de una hora aproximadamente preguntó si alguien quería café y –de paso—si habían escuchado la última grabación del Concierto para mano izquierda de Debussy o tal vez la Fiesta de Belshazzar de Walton, algo que tenía largos tramos de fortísimo, y ponía un disco en el tocadiscos, el volumen tan alto que hasta los momentos de pianissimo se podían escuchar desde la calle.

Otra visita regular era el profesor de ciencias políticas que pasó un semestre estudiando algo en el Ecuador. Era un hombre pequeño, un metro sesenta tal vez, o sesenta y uno, y un marxista con análisis marxistas detallados sobre todo lo existente bajo el sol. Un día le entregó a Moritz una copia de un artículo que había escrito sobre The Farm. Era muy serio, repleto de palabras como ―seminal‖ y ―escasez‖. Moritz se mostró satisfecho por el reconocimiento en una publicación

académica, aunque no deslumbrado, aparentemente, porque cuando le devolví el artículo y pregunté ―¿cómo está fulano de tal, Moritz?‖ lo pensó por un minuto y respondió, ―Más pequeño‖.

Y además estaba Bernie, un joven candidato doctoral, en antropología, que apenas empezaba su disertación pero que ya demostraba signos de promesa académica. Estaba haciendo una investigación en Lago Agrio, un pueblo petrolero en el bosque nublado, y estudiaba algo así como ―Patrones de interacción simétrica y adquisición recíproca y transferencia. . . .‖ etcétera. La mayor parte del tiempo exponía sobre sus ―hallazgos‖, que involucraban a ―informantes‖, que a su vez ―exhibían conductas‖. Pero de vez en cuando hablaba de personas (él mismo) y de la vida (la suya) y Moritz se espabilaba. El candidato doctoral era un hombre compulsivamente nítido que se duchaba cuatro veces al día. Y estaba sufriendo indeciblemente en ese pueblo petrolero en la selva: la mugre, el calor, los borrachos y prostitutas cuya sola existencia—sin mencionar su conducta obscena en público—ofendía su sentido de lo que era apropiado, mientras las ratas que correteaban por la noche por el techo de lata de su pensión le producían algo similar al terror, al igual que las enormes cucarachas voladoras de la selva que aterrizaban en su almohada, junto con las otras especies de cucarachas, igualmente descomunales, que se subían por las piolas que colgaban del techo y a las que había atado su cepillo de dientes y dentífrico. Sus descripciones, serias a morir, de ese sitio olvidado de Dios eran las de un hombre absolutamente convencido de que había aterrizado en el mismo corazón de las tinieblas y de que la supervivencia no estaba de ninguna manera asegurada.

Ilustración original de Moritz Thomsen

El académico predilecto de Moritz era Mickey Perloff, un filósofo con quien conversaba sobre libros, música y aquellos temas sobre los cuales escribió y pensó toda una vida: la vida y la muerte, el bien y el mal. Durante una de sus visitas, Moritz abrió una Biblia y leyó un verso, del Éxodo, creo, donde Dios muestra su ―trasero‖ a los israelitas. Eso es lo que decía. Moritz interpretó el texto como el punto de vista del Ser Supremo sobre los seres humanos en general. Pero mientras que disfrutaba al discurrir sobre asuntos filosóficos con Mickey, Moritz había decidido que al filósofo no debía confiársele asuntos prácticos porque en una carta datada simplemente ―Martes?‖, escrita ahí por 1990, dice: ―si muero, no se lo digas a Mickey hasta que esté enterrado. Seguramente me perdería camino al entierro.‖

Poco después, y apenas unos meses antes de su muerte (un evento anticipado por más de quince años y que se convirtió en una broma permanente entre sus amigos: Pregunta: ―¿Cómo está Moritz?‖, Respuesta: ―Sigue muriendo‖) Moritz conoció a la antropóloga Lynn Hirschkind, una compañera agricultora, que acababa de escribir un artículo que comparaba The Farm con Black

Frontiersmen, de Norman Whitten, El Catedrático de la antropología ecuatoriana. Ambos libros

trataban de los habitantes del mismo pueblo de pescadores en la Costa, y ahí terminan sus similitudes. De acuerdo con Whitten, la comunidad que estudia se aproxima bastante a una versión del cielo sobre la tierra: un mundo de reciprocidad, igualdad y ―prestigio diferenciado‖ (es decir, un lugar donde nadie se interesa por el poder, donde el concepto ni siquiera existe). Moritz, por otro lado, escribió sobre un lugar en que la gente a veces roba y miente, como lo hacen en todo el mundo, y donde la violencia, el hambre, la miseria y la muerte son constantes. Hirschkind concluye que la obra escrita por Whitten es ―débil‖, ―malencaminada‖, y ―ciega‖, mientras que el libro de Moritz presenta destellos convincentes sobre las personas con quienes vivió y trabajó durante catorce años. Mientras que Moritz se mostraba encantado por los numerosos comentarios que su agente literario y editores le enviaban a lo largo de los años, el artículo de Lynn (que apareció en Ethnography, en 1991), que lo elevó al rango de un escritor digno de ser tomado en cuenta, y por nada más ni nada menos que académicos serios, de alguna manera resultó más, mejor. Las cartas de lectores siempre eran bienvenidas, y se convirtieron en el punto más alto del día de Moritz después de que se mudó de su última finca a Guayaquil, el puerto más grande del Ecuador, donde no tenía amigos, debido a que su enfisema convertía la vida en las alturas de Quito, donde sí tenía amigos, en una tortura. En 1988 o 1989, Moritz empezó a guardar las cartas en un sobre que etiquetó ―correo de fans‖. Respondía a cada una de ellas. Esto sorprendía a algunos de sus admiradores. Kelly Green escribía que ―de todos los escritores y músicos a los que les he escrito, eres el primero en responder‖. Y la maestra parvularia se despedía con ―No te puta mueras todavía ok? Dios, me toma tanto encontrar un buen escritor‖. Eugene Stech decía lo complacido que se encontraba al recibir una carta de Moritz porque ―tenía una pintura mental de sacos y sacos de correo de entusiastas que te llegaba de todo el mundo‖. En realidad no era tan así, aunque sí había un chorrito continuo, una o dos cartas por mes, de promedio. Algunos fans pedían consejos sobre cómo contactar un agente literario o un editor o cómo hallar empleo en Sudamérica. Otros tenían intereses más allá de lo personal. Elsie Hansen quería saber si ahora, ―con sus muchos años de experiencia‖, Moritz tenía ―alguna idea de cómo la gente podría recibir una distribución más justa de las cosas básicas. Soy pobre y vieja pero veo tanto desperdicio y añoro compartir lo que tengo de manera razonable con todos esos seres hambrientos y harapientos. Hasta el Ejército de Salvación deshecha cosas buenas‖. Brad, un escritor joven, elogió The Saddest Pleasure y concluía anunciando que ―no puedo esperar convertirme en un viejo escritor malhumorado para poder decir lo que quiera y que suene maravilloso‖. Mary Sherry felicitaba a Moritz por su escritura ―notoriamente indisciplinada‖ y Barbara Whirlwind Soldier decía, ―Espero conocerte un día y darte la mano. (También quisiera conocer a Jacques Cousteau)‖. Muchos de sus seguidores comparaban la obra de Moritz con la de Wendell Berry, Paul Theroux, Wallace Stegner y otros escritores. Algunos decían que sus libros eran por lo menos tan buenos como los de ellos; otros juraban que eran mejores, y esos lectores tenían un lugar especial en el

corazón de Moritz. (A diferencia del reseñador que, después de leer, presumiblemente, The Saddest

Pleasure, lo comparaba con los libros de Shirley MacLaine. Cuando le pregunté si favorable o desfavorablemente, Moritz me ladró, ―¿Acaso importa?‖). Después estaba la seguidora más fiel de Moritz, (Mrs) Kay Mollet (así es como mecanografiaba su firma). Ella manejaba el trust de su padre, enviándole un pago de intereses bi anual. (El dinero en el trust estaba destinado a la Sociedad Humanitaria después de la muerte de Moritz, para financiar investigaciones de contracepción para gatos). Su primera carta, fechada el 29 de marzo de 1988, es muy bancaria, con descripciones de cosas como ―Ventas con cobertura opcional en apreciación de capital‖. Esos cheques modestos y todavía más modestas sumas recibidas como honorarios por sus libros eran las únicas fuentes de ingreso de Moritz después que abandonó la finca, y la mayor parte de ese dinero lo entregaba a los vecinos del poblado pesquero donde vivió como finquero y voluntario del Cuerpo de Paz. Moritz equipó el restaurante de Ester Prado en Quito después de que Ramón, el socio de Moritz en la finca, la dejó por otra mujer; pagó la cirugía de catarata de un joven pescador que estaba casi ciego después de años en el reflejo de la luz del mar; envió a Ramón Jr, el hijo de su socio, a Europa, el gran tour, bromeaba, que terminó siendo uno de los proyectos fracasados de Moritz porque, pocas semanas después de llegar a Francia, Ramón escribió rogando por un poco de dinero para comprar un boleto de regreso y Moritz dijo: ―¿por qué no? ¿Cómo puede competir París con Esmeraldas?‖. Bajo estas circunstancias, las estrategias de inversión no eran una prioridad. Tal vez la señora Mollet intuía aquello. O tal vez entretanto, había leído los libros de Moritz porque su carta del 26 de febrero de 1990, es considerablemente menos bancaria. ―gocé con tu carta del 15 de junio de 1989 y hasta me reí en voz alta al leer tu carta del 10 de febrero. Sé que tendrás dificultad en creerlo puesto que es un hecho bien difundido que los banqueros no poseen sentido del humor‖. Ella hace referencia, con relación a esa última carta, al hecho de que por entonces era yo quien manejaba las finanzas de Moritz puesto que rara vez salía de su departamento debido a que su enfisema había empeorado. Cuando el primer cheque del fondo fiduciario que yo endorsé regresó al banco, la señora Millet aparentemente sospechó, que en su senescencia, Moritz había caído en las garras de una caza fortunas, una sospecha que ella expresó con excelso tacto. El intentaba mitigar los temores de ella en una carta un día en que yo lo visitaba y le aseguraba a la señora Mollet que, mientras que ―Mary Ellen es linda como un botón, no ha habido cactos impropios entre los dos‖. Para entonces yo había pasado el estadio de botón hace mucho tiempo. Un año antes de su muerte, Moritz y su banquera empezaron a discutir gastos fúnebres y el fondo fiduciario. La señora Millet explicaba que el monto disponible dependía del interés acumulado y por lo tanto, de los tiempos: si se moría justo después de hecho un pago, no habría mucho dinero para la disposición final de sus restos mortales, pero si lo hacía justo antes de la fecha de vencimiento de un pago, entonces podría ―planear una espléndida despedida‖. Que esto era un punto contencioso es evidente al leer sus observaciones finales ―Parecería que Ud. Continuará en desacuerdo con el banco, los abogados y la institucionalidad en general. Adjunto el cheque del

fondo de junio para que Ud pueda seguir en la pelea‖. Y, en su última carta, la señora Mollet escribió que ella había notado que ―Ud se despide firmando Moritz Thomsen II. ¿Quiere esto decir que hay dos de Ud? No creo que podríamos soportarlo‖.

Ilustración original de Moritz Thomsen

Lo asombroso es que tantos lectores sin nada en común, aparentemente, ni entre sí ni con Moritz, no sólo que pudieron lidiar sino admirar, hasta querer, al escritor y sus obras. Moritz fue un hombre perpetuamente preocupado—obsesionado, algunos decían—con la pobreza, la miseria, el dolor, la injusticia, y la muerte, siempre la muerte, casi siempre la muerte escandalosa y sin sentido provocada, directa o indirectamente, por una división global de recursos de la que esos lectores se beneficiaban, uno y todos, y cuyo resultado provocaba el sufrimiento de la gente sobre la que escribía. ¿Qué hallaba esa colección extraña de seguidores—banqueros, viudas que vivían de la seguridad social, profesores parvularios, escritores, académicos—en las obras de Moritz que fuera tan poderoso, tan emotivo para llevarlos a escribirle una nota de agradecimiento, para pedirle que escriba más?

Hay una escena cerca del principio de la novela del narrador peruano Alfredo Bryce Echenique, La

vida exagerada de Martín Romaña, que siempre me recuerda a Moritz y que explica, parcialmente por lo menos, lo que sus lectores encontraban irresistible en sus obras. El protagonista se ahoga, a plena vista de un yate en que los pasajeros acaban de sentarse a un almuerzo suntuoso en la cubierta. ―El yate se elevó en gigantescas crestas de agua y yo me hundía en abismos oceánicos. . .aparecía y desaparecía. Desaparecía con lágrimas en los ojos, peo siempre preparando una pequeña sonrisa para mi siguiente aparición‖ Esa sonrisa, frecuentemente penitente, es una constante en las obras de Moritz. Una y otra vez sus seguidores escribían sobre su propensión a reírse en voz alta al leer sus libros, y algunos mencionan que lloraban. Los lectores se identifican con ese personaje ―inofensivo, loco, que yerra perdido, deslumbrado y mudo en un país extraño y distante‖, que es la manera en que Moritz se describe a sí mismo en Living Poor. Pero no importa qué tan deslumbrado y perdido esté, siempre está ahí, interpretando los actos que presencia para nosotros en su voz inimitable. Y puesto que la acción inspeccionada es con frecuencia brutal en extremo, también él está ahí para aligerar el impacto del golpe. Aquellas descripciones de la pobreza, el sufrimiento y la muerte se mezclan con un humor, a veces mordaz, a veces negro, pero humor sin embargo. El sentido de los tiempos en Moritz era exquisito. Pero había algo más, una forma de ser que la mayor parte de nosotros experimenta durante la infancia y de la que nos alejamos demasiado a prisa. En Bad News Moritz explica cómo, aun antes de aprender a leer, él pasaba horas ante los libros profusamente ilustrados que su tía Inga le compró, estudiando los dibujos e inventando ―diálogos salvajes con los personajes‖. Una de esas ilustraciones, un grabado de N.S. Wyeth en el Robinson Crusoe de Daniel Defoe era especialmente memorable y él la estudiaba, ―todos los días durante meses, estaba tan cargada con el horror de un hombre y con la premonición de indecibles peligros a la vuelta de la esquina‖. Rogaba que alguien le leyera la leyenda. ―Pero esto sucedió hace setenta años y ya no recuerdo las palabras. . .salvo una palabra, una palabra tan fuerte, inmediata, feroz y mágica que borró todo lo demás con tal de permanecer solitaria, un símbolo montañoso y solitario del poder de una sola palabra¨: atónito. Estuve atónito‖ Esa palabra sintetiza la forma en que Moritz atravesó la vida. El arte y la literatura y, sobretodo, la música, lo dejaba atónito, como se puede apreciar en esta reacción, en The Saddest Pleasure, al escuchar Uirapurú, del compositor brasileño Villa-Lobos: ―las cuerdas súbitamente se abrieron, hinchándose, los brazos del hombre se estiraron mientras las plumas crecían y sus brazos se convertían en grandes alas, el ave surcando lejos por sobre el agua negra de un lago selvático, sobre los grandes árboles de la selva. Dios mío‖ Y Moritz estaba perpetuamente atónito ante sus vecinos en la Costa ecuatoriana. Esta es una

descripción de Wai, un pescador de Río Verde en Living Poor: ―No era exactamente un gigante, pero en este país de gente pequeña y delicada, su metro ochenta y ciento noventa libras le otorgaba todas las cualidades de un monumento. Tenía 34 años de edad y lo sorprendente de su rostro es que no había nada escrito en él, absolutamente nada. Era puro y abierto, tan libre de vicio, pasión, tristeza o terror-- en resumen, de la vida misma—como una máscara tallada en alabastro de un dios egipcio. . . al verlo uno sabía que sus harapos, doblemente conspicuos entre todos los adornos navideños, no eran más que un disfraz. Había llegado a la tierra para poner la humanidad a prueba‖.

Y se mostraba atónito, hasta el mismo fin de su vida, ante seres vivos inhumanos. Está esa puerca sin nombre contemplando los misterios del Pacífico y Ana, la gallina de sentimientos delicados, que anidaba en su falda cuando era tiempo de poner un huevo, y Ramona, la vaca que casi lo aplasta con sus muestras de cariño y, apenas unos años antes de su muerte, un pájaro anónimo que observaba un día y que describió en Bad News, un ―valiente genio de la gimnasia. . .un Rachmaninoff rural que hacía música con la física‖. Observando al ave, Moritz se da cuenta de que ―en la escala de valores, todos tenemos un peso igual. Somos ambos materia cargada por un instante fugaz de tiempo y energía y con sentimientos de alegría y dolor. Somos ambos esenciales para este momento, ninguno más importante que el otro. . .Y pues, ¿no he sabido eso siempre? Sí, pero de forma negativa: No soy más importante que la ola que se rompe en la playa. Pero ahora. . .estoy impelido a replantear mi sentido profundo de unidad: Soy tan importante como esa ave, ese

soplo de viento, ese poco de algo que flota y se aleja en el río desbordante y que aquí, mientras lo observo, finalmente se junta al mar‖. Ese ―sentido profundo de unidad‖ que Moritz siente—con el ave, el viento, las olas, los pedazos de ruinas flotantes—es lo que atrae a los lectores a sus libros. Sus textos son un antídoto para un mundo caracterizado por el aislamiento y la fragmentación, la adoración del yo, el fallecimiento de la comunidad. Porque, a diferencia de muchos escritores cuyo tema son ellos mismos, huecos negros que absorben toda luz y materia, Moritz se ofrece modestamente en sus obras, como ventana o lente, y a través de su interés apasionado en seres y eventos que lo sobrepasan, el lector halla un nuevo mundo, por momentos feo y bello, tonto y sublime. E invariablemente emerge atónito.

Las aventuras literarias de Martín Thomsen, ecuatoriano

Alvaro Alemán

Portada del tercer libro de Moritz Thomsen, The Saddest Pleasure

Quien quiera darse un baño de dolor, espiritual y moral, total y definitivo, un dolor que no se olvidará nunca en la vida; quien quiera que le duela hasta la misma ecuatorianidad, hasta sentir vergüenza de su propia condición de ser humano, que vaya a visitar el manicomio de San Lázaro, en la carrera Ambato, entre las calles Bahía y García Moreno. . . (Más allá de la simple receta. Franklin Tello Mercado, 1973)

Moritz Thomsen es una figura literaria relevante para entender la repartición mundial de reputaciones, los límites de la historia del arte contemporáneo y las dificultades de la identidad en la era de la globalización. El presente texto se propone contribuir a un gesto de divulgación y ponderación de la obra de uno de los escritores más interesantes y originales de la segunda parte del siglo XX. El presente interés sobre la obra de Thomsen coincide con una creciente conciencia planetaria sobre la importancia del medioambiente (una de las fortalezas en la literatura ―ecologista‖ de este autor), la crisis del nacionalismo y el regreso de un discurso ético y social centrado sobre la pobreza. Moritz Thomsen llega al Ecuador en 1964 y trabaja con poblaciones que funcionan lejos del alcance del Estado, establece una bien ganada credibilidad con la población local (tanto nativa como extranjera, dentro de poco se convertirá en una de figuras míticas del Cuerpo de Paz) y pasa el resto de su vida pensando y escribiendo sobre los temas que lo apasionan: la pobreza, la diferencia cultural y racial, la identidad personal y colectiva, el arte y la naturaleza.

La obra de Thomsen (docenas de artículos de prensa, cuatro libros impresos, otro más que permanece inédito) ha tenido una poderosa influencia entre sus numerosos lectores. Thomsen fue premiado en vida con varios galardones literarios y ha recibido un reconocimiento póstumo que lo ha convertido en figura de culto. Entretanto, su vida y obra son prácticamente desconocidas en el Ecuador, salvo por un puñado de extranjeros que fueron sus seguidores, colaboradores, amigos y lectores.

En lo que sigue intentaré ofrecer algunas pistas sobre aquello que puede interesar a un público que se acerca por primera vez a esta enigmática figura: el esqueleto del itinerario de su vida, su acercamiento a lo afro ecuatoriano , su aporte al pensamiento contemporáneo de la globalidad y de la nación, su inserción difícil al panorama de las letras del Ecuador, la especificidad de su producción literaria, la conveniencia de ―naturalizar‖ a este autor para lograr un pensamiento más dinámico sobre la literatura, la cultura y la identidad y finalmente, la utilidad de asociar a Moritz Thomsen a la inmensamente productiva noción de la vergüenza.

La figura del extranjero

El advenimiento eléctrico del nacionalismo durante el siglo XIX reconfiguró el panorama del saber humano con una virulencia desconcertante. La reverberación de ese impacto en la visión del mundo de los incipientes sujetos occidentales escoltó la etapa formativa de los estudios literarios modernos. La literatura aparece así en la historia (como disciplina académica) firmemente de la mano de la nación. Para estudiosos como Terry Eagleton y Benedict Anderson, por ejemplo, el discurso literario cumple un papel poderoso en la consolidación y la defensa de la frágil construcción imaginaria que llamamos nación. Desde esta visión, una visión ratificada constantemente por la historia literaria como subproducto académico de esta ―nacionalización del pasado‖, la función prioritaria de la creación artística literaria obedece a una lógica interminable de ―fundación‖ de la república.

Así, el criterio evaluativo fundamental para determinar el mérito de una obra se limita 1) a aprobar su contribución a las letras como resultado del cumplimiento de una agenda nacionalista y 2) a leer la obra como una suerte de ―alegoría‖ forzosa de la nación

No debemos sorprendernos entonces a las múltiples formas de oposición, que a veces toman la forma de indiferencia, tanto de la historia como de la crítica literaria, cuando estos discursos se enfrentan con una escritura, y un pensamiento, esencialmente ajeno o distante de las metas afirmativas de un pensamiento nacional. Históricamente, estas expresiones han sido clasificadas como anomalías, excepciones o curiosidades paraliterarias, recogidas en colecciones con nombres incómodos o excepcionales como ―recuentos de extranjeros‖ o ―relatos de viajeros‖. Esta producción ha permanecido, en el caso del Ecuador, como uno de los ―otros‖ de la literatura ecuatoriana.

El caso de Moritz Martin Thomsen II (1915-1991) es ilustrativo. Thomsen viajó al Ecuador como uno de los primeros voluntarios del Cuerpo de Paz en 1964, se involucró inicialmente en la vida de una pequeña comunidad costanera en la provincia de Esmeraldas (Río Verde) y vivió el resto de su vida en el Ecuador. Publicó tres títulos durante su vida, Living Poor: A Peace Corps Chronicle (Viviendo en la pobreza: una crónica del Cuerpo de Paz) 1969, The Farm on the River of Emeralds (La finca

en el río de esmeraldas) 1978 y The Saddest Pleasure: a Journey on Two Rivers (El placer más triste: un

viaje por dos ríos) 1990. Un cuarto libro, My Two Wars (Mis dos guerras) apareció póstumamente en 1996 mientras que un último texto Bad News from a Black Coast (Malas noticias desde una costa negra) permanece inédito.

Con la excepción de uno de sus libros (My Two Wars, aunque inclusive en este tomo, su experiencia ecuatoriana reaparece continuamente), toda su obra está firmemente situada en el escenario físico, espiritual y cultural del Ecuador y particularmente sintonizada con el problema de la pobreza.

La obra de Thomsen ha sido ponderada por escritores tan diversos e influyentes como Wallace Stegner, Paul Theroux, Martha Gellhorn, Tom Miller y Larry McMurtry entre otros y varias opiniones se han mostrado favorables al criterio de que Thomsen es uno de los más importantes y valiosos escritores en lengua inglesa de la segunda parte del siglo XX. Su condición como figura de ―culto‖ ha sido ratificada en los últimos años con la reedición de todos sus libros en ambos lados del atlántico, con el interés mostrado en varios frentes por llevar sus experiencias a la pantalla y por la traducción de sus obras al francés y al alemán. Thomsen, en resumen, es hoy por hoy, un escritor con una sólida reputación internacional, un literato de renombre y sin temor de equivocarme, un desconocido absoluto en el Ecuador.

En parte, este descuido responde a varios factores: el escribir en inglés, la expresión casi inexistente en nuestro medio del género híbrido en el que situó toda su obra (memoria/anecdotario/diario/historia de vida), su legendaria marginalidad e inaccesibilidad, aunque, a mi parecer el mayor obstáculo a ser considerado por nuestras letras responde finalmente, a su condición de extranjero.

Quiero decir que la extranjería de Moritz Thomsen presenta un problema irresoluble al sistema actual de las letras ecuatorianas, posiblemente al sistema literario dominante en su conjunto, y quiero establecer las bases para esa afirmación.

La extranjería, entre otras cosas, plantea siempre el problema de la identidad como el problema de la presencia del Otro, de la alteridad. La identidad como el polo opuesto de aquella figura funesta, despreciable, negativa, de la cual nos diferenciamos positivamente, halagadoramente. El otro, el extranjero, se convierte en el adversario, el enemigo, el monstruo. En el caso concreto de la identidad nacional ecuatoriana, el otro, desde el inicio, ha sido construido como el extranjero, que para consolidar nuestra forma identitaria debe ser excluido, repudiado, desnaturalizado.

Pero el Otro no necesariamente se sitúa fuera de la circunscripción territorial, también aparece en su interior, el Otro para la identidad nacional ecuatoriana, como lo han establecido ya varias formulaciones de cientistas sociales, ha sido en distintos momentos y formas de representación el indio, el negro, el pobre, el campesino, la mujer, el homosexual. En el caso de la obra de Moritz Thomsen se reúnen dos fuerzas antiterritoriales poderosas, el extranjero y el marginal. Thomsen representa así una doble presencia exógena dentro del sistema cultural ecuatoriano; en primer lugar, la irrupción de una conciencia crítica (inmensamente elocuente) que se enfrenta a las deficiencias consuetudinarias del nacionalismo criollo y su defensa irracional de prácticas discriminatorias e injustas; en segundo lugar, la visibilización de una marginalidad lacerante dentro de nuestras fronteras que se expresa en la forma de una meditación intensa sobre el fenómeno de la pobreza vivida a nivel personal. El único otro texto que puede compararse con la obra de Thomsen en el Ecuador posiblemente sea el de Leonardo Chiriboga Sucedió en la Frontera, una obra notable sobre la experiencia fronteriza de las tropas ecuatorianas comisionadas a patrullar los

límites territoriales. Esta última circunstancia (la intensidad de la experiencia vivida) separa a la obra de Thomsen de incursiones similares, operadas por escritores ecuatorianos, famosamente en la década de los treinta, en el ámbito de la representación de la marginalidad.

Decía José Carlos Mariátegui, sobre el indigenismo, comentando sus límites, en una sentencia citada innumerables veces desde su aparición, que si bien era una expresión legítima de reivindicación de los derechos del indigenado era una forma en transición hacia una literatura plenamente indígena. Esta idea, de obviar la mediación para llegar a una representación ―pura‖ de la alteridad, de dar voz al subalterno, eventualmente desplaza hacia el futuro la realización de una literatura latinoamericana ―auténtica‖; por lo menos, en el caso del Ecuador, diremos, que logra doblar la mirada hacia los centros urbanos y hacia la experiencia ―real‖ de la burguesía citadina. Este ―renunciar‖ de la experiencia verdadera de lo rural, que domina la literatura ecuatoriana en los 60 y 70 del siglo pasado, es precisamente lo contrario de la obra de Moritz Thomsen.

Río verde, Esmeraldas ilustración original de Moritz Thomsen

Nación

La noción de una sociedad multicultural es evidente para MT desde el inicio de su primera estadía en el Ecuador, su percepción aguda, junto con su propia incómoda conciencia de recién llegado lo llevan a señalar que ―El Ecuador, cortado y fragmentado por una doble cadena de picos andinos, fracturado por acantilados y ríos, separado pueblo a pueblo por montañas y selva, es en realidad diez mil distintos países. Cada poblado es un mundo entero, Río Verde, en su aislamiento Pacífico fue uno de esos mundos—en ningún sentido típico y en ningún sentido atípico‖ (Living Poor IX)

En respuesta a un cuestionario que le dirige el comité presentador del premio Paul Cowan por su libro The Saddest Pleasure, Thomsen ofrece esta extraordinaria respuesta a la pregunta de su fascinación por el Ecuador:

Aunque la pregunta me recuerda un koan Zen (si es que esa es la palabra),

aquellas adivinanzas que enunciaban los maestros y que dirigían a sus

aprendices. Dice así: “Tienes un ganso en una botella; ¿cómo lo sacas sin

romper el vidrio?”. La respuesta es lo suficientemente bella para hacerte llorar,

si es que la belleza te reduce a lágrimas: te yergues frente al maestro,

aplaudes con el gesto ampuloso de un mago y dices “está adentro”. Entonces

repites el aplauso mágico y dices “está afuera”.

Ayer noche, cuando empecé a escribir esta anécdota, me pareció apropiada;

esta mañana, al preguntarme por qué, me veo impulsado a concluir la historia

simplemente porque no se puede terminar un cuento a medio camino,

inclusive cuando todos gritan, “sí, sí, ya escuchamos ese”. Creo que el objetivo

era, y no bien logrado, que meter el ganso en la botella es más interesante

que sacarlo; especialmente este ganso en particular que seguiría anidando en

su pila de plumas viejas y otros productos desagradables aún si la botella se

rompiera. Aún persiste, después de 25 años, una novedad, una bella

extrañeza, en la botella ecuatoriana.

Este tratamiento al enigma de la atracción, esta enmarcación de la búsqueda de respuestas en términos cercanos a una iluminación siempre inapropiada y distante encapsula la actitud idiosincrática de Moritz Thomsen ante la realidad (del destierro, de la extratierra, de la trastierra) que le correspondía vivir.

La literatura de MT es una literatura marginal al nacionalismo, parte precisamente de un lugar distinto al habitual y confirma, paradójicamente, que el mejor patriotismo es aquel que sale de la nada, aquel que—imposible—prescinde de la nación. Tom Miller llama la atención sobre la conexión imprescindible en la obra de MT, entre su escritura y la ausencia de una postura nacional/patriótica:

Moritz Thomsen (1915-1991) fue uno de los mayores escritores expátridas

estadounidenses del siglo veinte. Punto. Un viejo de buen corazón, un hombre

de una integridad casi insufrible, un pésimo agricultor y un estupendo escritor,

sus libros hace tiempo han sido asfixiados por la avalancha de las

megaeditoriales (aunque, sorprendentemente, tres de sus libros aún están

impresos). Aunque toda su obra podría considerarse memorias de viaje

imbuidas con un sentido de lugar, su tercer libro, El placer más triste, encarna

varios de los mejores elementos del género: dudas constantes, una naturaleza

de metiche e indiferencia por el nacionalismo. . .Thomsen, que permaneció en

el Ecuador después de la finalización de su contrato con el Cuerpo de Paz,

prometió ser fiel a nada más que a su condición de expatriado. Y como

expatriado tuvo la libertad para juzgarnos a todos, una tarea que emprendió

con observaciones agudas, auto crítica y un marco referencial que se extendía

desde Tchaikovsky hasta los colchones ortopédicos Sealy. (El subrayado es

mío)

Río verde, Esmeraldas ilustración original de Moritz Thomsen

Pobreza

La obra narrativa de MT tiene el innegable mérito de trizar la unidad imaginaria de lo nacional presentándonos viñetas de diversa factura que invariablemente recuperan lo regional, lo local, junto con sus texturas, mostrándonos así, tal vez sin quererlo, la cercanía claustrofóbica de lo nuestro junto con la alteridad sorprendente, la heterogeneidad imposible del conjunto. Todo aquello hecho además desde un ―método‖ si así podemos llamarlo, empirista, que levanta inventarios a partir de evidencias y que, menos comprometido con la obra constructora, confisca a la nación, indirectamente a la literatura que la procrea, y, que, casi siempre, la encuentra en ruinas.

La figura de la ruina es particularmente adecuada para la obra narrativa de Moritz Thomsen, uno de los escritores, a mi criterio, más interesantes y significativos del Ecuador (quiero decir, que

escribe el Ecuador, irrespectivo de su lugar de nacimiento)... En su escritura, parte memoria, autobiografía, reportaje, novela, crónica y ensayo, inclasificable a decir verdad, Thomsen recrea con una prosa pulida y madura, el punto de engarce y la creación de una poética interpersonal entre el mundo moderno industrializado y la periferia desolada del capitalismo. Todo su sistema examina descarnadamente el imposible pero ineludible encuentro de esa volátil mezcla de visiones. Leyendo a Thomsen se siente la traición continua y la sospecha con que ambas partes (la modernidad y la pobreza extrema) debaten internamente los límites y los alcances de este nuevo tipo de socialidad, la angustia intolerable de no poder saber al Otro de no poder resolver, sintetizar ni diluir la diferencia radical, que sin embargo, no va a abandonarnos nunca. El dilema de Thomsen, a medida que lo narra, es hoy en día un dilema planetario, ecuatoriano en todo sentido, más urgente e importante que cualquier otro, el dilema de la pobreza. En un mundo en donde, como señalan Negri y Hardt en su Imperio, el futuro histórico de las masas proletarias desapareció dejando a su retirada la denominación espesa de lo pobre, ¿cómo pensar esta categoría? ¿Cómo construir imágenes de ella? ¿Cómo encontrar su potencial sin buscar una destrucción conceptual que no atina a despejar un lugar para el Otro? Estas preguntas, que aparecen en Thomsen en forma prístina y desembozada, el producto de su elaboración tras décadas de reflexión y procesamiento, hoy resuenan con singular atractivo. Me permito traducir y citar al escritor:

Mis sentimientos sobre la vida eran agrios, cínicos, llenos de desesperanza. No

creía más en la bondad esencial del ser humano o que este fuera capaz de

crear un mundo decente. Lo que el hombre podía crear con exquisita eficiencia

era el infierno; el hombre, con sus Hitlers, sus Stalins, sus bombas atómicas.

Durante veinte años, sintiendo al principio que la pobreza era simplemente una

manifestación de nuestra incapacidad de forjar un sistema económico

humanitario, había intentado escribir sobre los pobres como las víctimas de la

avaricia de los demás. En cierto grado, aun creo que esto es verdad, pero cada

año comprendía menos y menos sobre por qué un cuarto de la gente en el

mundo va a la cama con estómagos vacíos. Ahora se me ocurría que era la

maldad del hombre lo que me interesaba más que su pobreza. Después de que

uno vive con gente pobre por tantos años la pobreza finalmente se convierte

en algo tan inútil, inescrutable, tan aburrido como tener que escuchar los

alaridos, mes tras mes, de un vecino mientras muere lentamente de cáncer. La

pobreza era una cosa, una condición permanente; el mal era como el chancro,

el síntoma de una enfermedad social. Viviendo en las alturas de Quito donde

hallaba cada vez mayor dificultad en respirar, moviéndome entre expatriados

en la complaciente y cómica colonia extranjera me sentía medio muerto, como

una vieja camioneta Ford con 150 mil millas puestas que traquetea por

idénticas calles en una ruta boba e inútil. No sabemos cuándo vamos a morir,

pero al fin del camino me parecía que divisaba una silla de ruedas, una

enfermera y un frasco etiquetado Sobredosis. Regresar a la Costa abriría mi

vida a la posibilidad, por lo menos, de un final inesperado. La maldad del

hombre, esa maldad que me podía tocar, que podía, aunque probablemente no

lo haría, ahora se había vuelto fascinante. Quería volver a donde se podía

observar el mal en su estado primitivo y estar cerca de la pobreza que lo pare.

La pobreza extrema que desnuda al hombre hasta de las ropas que lo cubren

también lo priva de sus pretensiones sociales, sus hipocresías, sus disfraces,

sus gracias. Reducido a nada más que necesidades y deseos, hambres,

impotente, enfrentado a diario con la posibilidad de que no comerá o de que

sus hijos se enfermen con males que no podrá sanar, siempre medio enfermo

de malnutrición, parásitos intestinales o malaria crónica, debe encontrar

soluciones al problema de la existencia en formas que no excluyen el robo o la

violencia. Y porque con toda probabilidad ha perdido parte de su inteligencia

durante esos primeros años de malnutrición infantil, sus soluciones son a veces

tan puras, directas, crudas y dolorosas como el tajo de un machetazo.

Impacta al leer este trozo la intransigencia del enfrentamiento entre Thomsen y un estado de cosas llamado pobreza; la negación de una negación que no logra volverse afirmativa, al contrario, que nos arrastra hacia la constatación de una realidad que nos busca pleito. Thomsen abre así caminos, senderos para recorrer tanto la literatura de la pobreza como la pobreza de la literatura.

Río verde, Esmeraldas ilustración original de Moritz Thomsen

Afro Ecuador/vergüenza

La obra de Moritz Thomsen, si se aloja en el tejido poroso de la literatura nacional, desciende hacia el músculo de la tradición afro ecuatoriana. En esto muestra nuevamente sus credenciales para nacionales puesto que la literatura afro del Ecuador (la obra de Nelson Estupiñan Bass, de Adalberto Ortiz, de Antonio Preciado y de Argentina Chiriboga) ha sido reivindicada desde sus inicios para su integración en la tradición panafricanista y continental de la negritud. La crítica estadounidense en particular, en la que se destacan Richard Jackson y la publicación Afro Hispanic Review, ha insistido desde hace décadas en la representatividad y la importancia relativa de la producción afroecuatoriana en la literatura afro descendiente del Continente en su totalidad. Thomsen narra la experiencia concreta de la marginalidad de la costa del Pacífico en Esmeraldas, hace una literatura esmeraldeña con propiedad, sus personajes son esmeraldeños, sus escenarios son esmeraldeños, sus preocupaciones y esperanzas se asientan con firmeza en esa tierra. Thomsen es tal vez el único escritor en el Ecuador que, sin ser esmeraldeño, ha tratado el problema racial y la otredad del negro ecuatoriano desde la literatura, lo hace con la misma insistencia, rigor y dureza con los que aborda todo proyecto narrativo que emprende.

La literatura esmeraldeña refuerza este desfase sentido entre teoría y práctica, la teoría de una nación incluyente, la realidad de prácticas culturales afincadas en la exclusión. Un ejemplo en este sentido, que posiblemente Moritz Thomsen no conoció en vida, consiste en la brillante publicación de las memorias de Franklin Tello Mercado, médico, esmeraldeño, ministro de Bienestar Social y de Salud en distintas administraciones y propietario de uno de los libros más interesantes y peculiares de la literatura ecuatoriana: Más allá de la simple receta (1980). Al igual que MT, Tello es un prosador inspirado, al igual que Thomsen, hace literatura de su vida y de la vida de otros. La coincidencia mayor entre estos autores, a mi criterio, tiene que ver con la manera en que conjuran su ira y decepción ante las inequidades e injusticias que presencian y contra las que batallan y la manera en que convierten estos materiales en combustible para la vergüenza de la nación.

En el tramo que se transcribe a continuación, Moritz Thomsen ha sido testigo de un arrollamiento, uno de los trabajadores de su finca ha sido atropellado:

―Malditos sambos‖, dijo Ramón lleno de furia, como si se hubiera contagiado de mi rabia, reaccionaba de

forma idéntica a mí. ―Víctor, perdóname, pero eso fue una imbecilidad, ese hermano tuyo se suicidó‖

―Hijo de puta‖, dijo Víctor por décima ocasión, moviendo la cabeza como si hubiese sido golpeado.

―El verdadero hijo de puta es ese hijo de puta que lo mató y se escapó‖, dije. ―Jesús, Ramón, como odio tu

país, como odio tu país‖

―Sí‖ dijo Ramón con sarcasmo, ―¿todo es diferente en tu país no? Ahí la gente no huye, no?‖ Ahora

escúchame muy bien porque te lo voy a repetir. Si alguna vez tienes la mala suerte de atropellar y matar a

alguien espero que tengas el sentido común de huir y esconderte como hizo ese hombre‖

―¿Así no sea mi culpa?‖

―No hay tal cosa en el Ecuador‖ dijo Ramón, ―Cuando alguien muere siempre es la culpa de alguien.

Alguien tiene que pagar. Sobre todo si creen que tienes dinero‖.

―Don Ramón, ayúdeme‖ dijo Víctor. ―Haga que nos paguen a nosotros y no a los rurales‖

―No te preocupes‖ dijo Ramón, ―Yo te ayudo, estoy cansado de ver cuerpos negros en el carretero y sangre

negra en el pasto. Es un insulto a mi raza‖

―¿Qué cuesta un ecuatoriano muerto estos días?‖ Pregunté con sarcasmo.

―Unos quince mil sucres, me imagino‖, dijo Ramón.

―¿No fue eso lo que pagó tu amigo El Chino? Aunque creo que los negros cuestan la mitad de eso, y uno bien

bruto como Segundo, uno bien negro como Segundo, pues, ¿quién sabe? Tal vez los bien negros no cuestan

nada de nada‖

―Pidamos nueve mil sucres‖, dijo Víctor, ―Con nueve mil sucres puedo comprarme una tiendita en

Esmeraldas y hasta abastecerla‖. Nueve mil sucres para entonces eran unos trescientos sesenta dólares (La

finca en el río de esmeraldas 276-277)

En ambos casos, pese a todas las diferencias que se pueden constatar, es la mediación esmeraldeña, de una conciencia esmeraldeña, la que desemboca en el sentido de solidaridad con las víctimas, de sufrimiento por su condición de prisioneros y de vergüenza personal/colectiva por su complicidad al ser testigo de estas escenas censuradas de la historia. La nación se perfuma del color verbal de la vergüenza.

La importancia de la vergüenza para la literatura se relaciona con la asociación histórica entre lo nacional y el orgullo. Todo el esfuerzo constructivo de la nación, toda su recompensa espiritual, anida en la generación de orgullo. La vergüenza representa su anverso: no un sentido de pertenencia, de adecuación y reconocimiento al coincidir con la imagen socialmente aceptada de lo apropiado y ajustado a una situación determinada; sino la sensación de ruptura, de alienación, de estigma, que acompaña a una conducta censurable e inadecuada. La literatura de Thomsen es así

una literatura que llama a la vergüenza, que acude a la vergüenza en búsqueda de legitimidad. ¿Qué es ser ecuatoriano entonces, en el texto de Thomsen, que existe fuera del circuito del orgullo sino una persona que no se detiene ante un atropellamiento?

Uno de los resultados de este enfrentamiento con la realidad consiste en una nueva capacidad de ver el mundo: vernos negativamente, en la mirada del Otro. Sorpresivamente, fue Charles Darwin, que visitó territorio ecuatoriano en el siglo XIX, quien formuló esta valiosa interpretación en su libro La expresión de las emociones en el hombre y los animales (The Expression of Emotion in Men and

Animals 1872). Darwin señala que la vergüenza emerge al vernos reflejados negativamente en la perspectiva del Otro. Y la vergüenza es una emoción preeminentemente social, posiblemente la emoción maestra de nuestra civilización. Helen Lewis, por ejemplo, sostiene que los seres humanos somos sociales por herencia biológica, e implica que la vergüenza es un instinto que tiene la función de indicar amenazas al tejido social. De la misma manera en que la emoción instintiva del miedo señala peligro, la vergüenza marca un peligro potencial para la supervivencia, un peligro al lazo social primordial.

La obra de Moritz Thomsen vincula vergüenza y arte literario de una manera extraordinaria. Puesto que la literatura ( o más propiamente, la literaturiedad, como la nombraron los formalistas rusos, la especificidad lingüística de la expresión literaria, su existencia fuera de una institución) consiste en un tratamiento del lenguaje que enfatiza su naturaleza formal y convencional, en un recuento que llama la atención sobre su propia artificialidad, para así lograr que el lector vea el mundo de una

manera distinta; podemos señalar que la vergüenza ejerce una operación similar: identifica una

amenaza al cuerpo social y nos alerta acerca de nuestra participación en esa herida, el resultado es una mirada sobre el mundo que lo configura como un lugar diferente a aquel del que partimos en

un inicio. La vergüenza nos devuelve a una comunidad de la que nos hemos desmarcado, y el camino de regreso es el Otro; más concretamente: su mirada.

La vergüenza es así, o puede serlo, vergüenza de la des-vergüenza, o en otros términos, mortificación, sentida en carne propia, debido a nuestro abandono de la socialidad y de sus obligaciones. La obra de Thomsen, como la de Tello, nos recuerda que, al igual que observamos una existencia ―autónoma‖ en esta tierra, también vivimos en las mentes de los demás. Una de las fortalezas del género en el que escriben estos dos autores tiene que ver con el poder de sus respectivas personalidades y con nuestra capacidad de utilizar sus conciencias como filtro. Posiblemente esto sea lo que tantos comentaristas tienen en mente cuando se refieren a la obra de Thomsen y la califican como ―honesta‖; no su relativa sinceridad o candidez, sino más bien el grado mediante el cual la calidad de su escritura nos permite atravesar su conciencia, para contemplarnos descarnadamente a través de su mirada, sentir vergüenza, para regresar a instalarnos nuevamente, ya sin pretextos ni ilusiones, en nuestras propias circunstancias.

De hecho la obra de Thomsen está plagada de vergüenzas, propias y ajenas, imaginadas y lejanas, sobretodo, si seguimos a Goffman, podemos entender el extraordinario grado de sensibilidad que generamos, en cada circunstancia social en la que estamos expuestos, relativo al asunto de la deferencia que esperamos o dejamos de recibir. No importa que tan trivial sean estos temas, cada ser humano es sensitivo en extremo al grado de reconocimiento que recibe. Lo que hace Thomsen en su literatura es asumir de antemano la condición de culpable y añade a la precariedad de su posición al generar precisamente aquellas maniobras defensivas he debería emplear si realmente fuera culpable. De esta manera Thomsen hace posible para nosotros que nos convirtamos, fugazmente, en la peor persona que podamos imaginar los demás imaginando que somos. Un

ejemplo en el que Thomsen cuenta ―lo peor que ha hecho‖:

"Debía confesar primero y podía decir, sin necesidad de hacer memoria, de una

noche de Halloween cuando tenía 10 años de edad. Una mujer pequeñita, de

cabello blanco, había llegado a la puerta que yo había timbrado. . .me ubiqué

fuera de su línea de visión y le lancé un huevo—lo escuché romperse contra su

rostro—y me apuré salvajemente horrorizado y lleno de odio hacia mí mismo

(cincuenta y tres años más tarde todavía puedo oír ese horrible sonido; mi piel

todavía se eriza). . .nunca se me ocurrió mencionar en su lugar una tarde en

1943, cuando lideré grupos de bombarderos hacia un blanco alemán hoy día

olvidado y donde se reportaron muertes entre tres y treinta mil personas. .

.cuando me pare ante el viejo charlatán, Dios, y me pese en las escalas, y se

juzgue que soy carente, y se me lance a los fuegos del infierno, no será por

esos miles de personas que maté, será por ese maldito huevo".

Pero aquello que nos mueve hacia la vergüenza no es simplemente un reflejo mecánico de nosotros en otro sitio (otros en nosotros), lo importante es un sentimiento imputado, el efecto imaginado de ese reflejo en la mente del otro. Esto es evidente desde el hecho de que la personalidad y el peso de ese otro, en cuya mente nos vemos, modifica notablemente nuestros afectos. Por eso el conocimiento personal de una figura puede intensificar o devaluar marcadamente la sensación experimentada, el conocimiento de la vida de Thomsen, o de Tello, así realza invariablemente la calidad de nuestra experiencia de lectura puesto que lo que imaginamos no es simplemente nuestra apariencia en su conciencia sino el juicio que emite sobre esa apariencia, su criterio.

Río verde, Esmeraldas ilustración original de Moritz Thomsen

Y sin embargo. . .

Pero no es nuestra intención aquí enaltecer a la vergüenza puesto que, fácilmente, esta se puede poner al servicio del Poder, o de la Norma; es más, el sentimiento de inferioridad, o la vergüenza de lo propio, como vemos con claridad en todos los libros de Thomsen, puede leerse sin mayores dificultades como la interiorización de los valores sociales imperantes bajo la modernidad. Así, el racismo, el clasismo, el machismo, entre otros complejos afectivos, responden al acicate poderoso de la vergüenza, definida en términos individuales, en tanto mecanismo de disciplinamiento colectivo.

Por esto vale la pena distinguir entre vergüenza como método de afianzamiento del tejido social y vergüenza como mecanismo de control de la imaginación individual. Tal vez convenga así hablar del primero de estos conceptos como una variante léxica y más bien referirnos al pundonor, mientras que clarificamos las ramificaciones del segundo con el término ―humillación‖.

Ante este estado de cosas pues, la literatura de Thomsen sería una literatura que llama al pundonor, mientras que denuesta y realiza la autopsia de la humillación como práctica social generalizada. El descubrimiento de Thomsen durante sus largos años en el Ecuador, a mi criterio, sería que el reconocimiento social del pundonor es el engrudo que cola las relaciones sociales. La verbalización o la materialización de una vergüenza compartida (el rechazo de la sinvergüencería a la vez que nuestra suscripción a un contrato social generador de vergüenza productiva) es el itinerario de la obra de M Thomsen, su aprendizaje de esa vergüenza, o pundonor, su esfuerzo titánico por participar en esa conversación y por trasladar esa experiencia hacia sus lectores.

A la vez, el encuentro devastador de Thomsen con la pobreza y con sus secuelas presagia el anverso de lo previo: el reconocimiento de que la fuerza que hace que las sociedades estallen es, entre otras cosas, la vergüenza reprimida, el ocultamiento de percepciones imposiblemente sensibles ante los matices, la aceptación incondicional e impositiva de un mandato (ser blanco, varón, ser exitoso económicamente), la negativa de ver (pues no podemos dejar de hacerlo) a través de la mirada del Otro.

Lo que hace a Thomsen un autor tan magnífico es su reconocimiento de la naturaleza intersubjetiva de las causas de la vergüenza. Thomsen llega al Ecuador huyendo de una sociedad que ha perdido, en su mente, el sentido de proporción y por lo tanto, su propia capacidad de avergonzarse, su pundonor:

No fue sino años más tarde que comprendí la calidad amenazante de ese final

de la tarde. Tenía a su alrededor un sentido horrible de portento y modorra

que vaciaba al aire de vida y continuidad. Era como un gigantesco tartamudeo,

un horrible detenimiento del tiempo, un hiato que prometía cambios

horroríficos. En un sentido muy real ese día de diciembre de 1941 fue el

verdadero inicio del siglo XX. Ese día la depresión se decretó oficialmente

terminada, el sentido propietario de los EEUU cambió de manos, los granjeros

estadounidenses en bancarrota, últimos símbolos de un Estados Unidos

construido sobre los principios de la democracia Jeffersoniana, podrían ahora

desertar la tierra a cambio de jornales de cinco dólares al día en las fábricas de

guerra. . . El siete de diciembre fue el último día en que el país representó un

ideal por el cual uno podría con dignidad, ofrecerse a pelear y morir. Diez años

después ya no valía la pena pelear por él. Veinte años después, cuando tres

millones de granjeros al año quebraban y el Bank of America era dueño de la

mayor parte del suelo agrícola de California y no se podía sembrar tomates sin

una máquina de cosecha de $150, 000, no era ya ni siquiera un país para vivir.

A menos, claro, que a uno le gustara trabajar en una fábrica.

Y llega al Ecuador, en concreto, a Río Verde, en busca, para parafrasear a Marcel Proust, de una vergüenza perdida, y durante años la busca en vano. Una lectura atenta de sus libros, y en particular su experiencia en Esmeraldas revela una suspicacia profunda hacia todo aquello que desintegre su sentido de las relaciones apropiadas entre los seres humanos. En Río Verde, Moritz recibe más deferencia de la que espera, lo que despierta en él un escozor relativo en su sentido de justicia (eso hace el pundonor, reintegra la justicia), y así nunca se encuentra ni en la comodidad ni en la placidez inarmónica del desvergonzado. Toda su obra intenta restituir al Otro su legitimidad y para eso, Moritz Thomsen no cuenta con otro instrumento que su despiadado pundonor y su carnicera sinvergüencería.

Norbert Elías escribe en 1937 que en las sociedades occidentales, el umbral de la vergüenza ha estado reduciéndose durante cientos de años, pero que, a la par, la capacidad de detección de este afecto ha estado declinando. Como consecuencia, nuestra conciencia sobre y ante la vergüenza hoy en día es tan baja que hace falta un esfuerzo descomunal para reconocer su presencia. Moritz Thomsen contrarrestó esta tendencia, hizo una literatura vergonzante, vergonzosa, pundonorosa, humillante, e intentó adicionalmente ejercer un cierto grado de modestia y de discreción ante esas letras al abstenerse de su publicación en castellano. Podría decirse así que quiso ahorrar a todo aquel interlocutor ecuatoriano que hace una aparición en sus obras (y que no es bilingüe), la profunda vergüenza que reservó para sus lectores angloparlantes, la mirada

fulminante de su vergüenza así, lejos de reducir el umbral de la vergüenza, del pundonor, intenta restituirlo, si posible acrecentarlo. A la vez, Thomsen es un verdadero imán de la vergüenza, se sitúa en un entorno preeminentemente rural, como reconociendo, junto con Elías, que es el avance de la modernidad misma lo que logra que la vergüenza pase desapercibida, que opere de manera latente. Este sepultamiento, que me atrevería a decir va de mano con el progresivo imperio de un orden nacional, es lo que atrae y fascina a Thomsen. El ejercicio de Thomsen guarda profundas semejanzas con la anacronía, con la utopía, el reconocimiento de una vergüenza olvidada es una operación fuera del tiempo de la producción, y fuera del espacio de la nación. La inserción de Moritz Martín Thomsen Titus es una operación peligrosa: corremos el riesgo de hacer estallar el sistema de registro civil de la literatura ecuatoriana (donde se requiere partida de nacimiento). Por otro lado, la no inclusión de Thomsen en ese sistema, su marginación a causa de su lengua, o su extranjería, no dejará de ser para quienes lo conocemos y aspiramos verterlo al castellano, motivo de honda mortificación.

Río verde, Esmeraldas ilustración original de Moritz Thomsen

Ecocrítica

La literatura de Moritz Thomsen se muestra como una literatura ferozmente localista. Asombra el apego y la sensibilidad exquisita que extiende este escritor tan despiadado con la naturaleza humana y tan delicado con el mundo natural. Sorprende también en Thomsen el despliegue de una conciencia tan afinada a la belleza del territorio que a la vez logra sortear la mediación del nacionalismo. Parte de esta sensibilidad consiste en una atención especial puesta sobre el mundo animal, como dice Mary Ellen Fiewegger, una de las voces más atentas a los descubrimientos múltiples de la obra de Thomsen, sus descripciones de vacas, gallinas y de cerdos en particular presentan el fulgor y la elegancia de una cotidianidad recuperada a pulso de la efusión ruidosa de lo trascendente. Una muestra breve, MT escribe, en su último libro sobre una puerca que aparecía en la playa todos los días en marea alta, y que ahí estaba, ―en meditación profunda hasta los hombros en el mar mientras las olas caían por encima de su cabeza. Algo hondo y terrible la arriaba hacia el mar; algo hondo y terrible, poético y despuercado la llevaba a diario a contemplar la amplitud y el misterio del Pacífico‖ (De Bad News from a Black Coast)

Aquí otra descripción de la vida pululante de la selva esmeraldeña:

Ahí estaba, la selva, silenciosa y quieta, pero en su interior, uno se veía inmediatamente disminuido y vuelto

consciente, con gran incomodidad, de algún terrible poder generativo.

¿Quieto? ¿Está quieto el bambú que crece casi medio metro al día? ¿O la piquiua, una liana que en una sola

temporada trepa por los troncos de todos los árboles, salvo los más imponentes, y los estrangula en una

obscena fecundidad de hojas y ramas tan fuertes como cables de acero? O el matapalo, el asesino de árboles,

una liana que inicia tan trémula y vulnerable como el primer beso de un amante y que termina por trepar al

árbol y absorberlo, sencillamente, creciendo alrededor de su tronco y ahorcándolo hasta la muerte-ese

primer beso el preludio de treinta años desastrosos de matrimonio con la mujer equivocada. Uno derriba el

matapalo sin saber qué tipo de árbol se encontrará incrustado en su corazón.

La tierra había sido abandonada por sólo 15 años, pero ya prácticamente había desaparecido bajo el

crecimiento violento de balsa, laurel, cedro, ceibo, ébano, juachapali, colorado, bambú y los árboles de

frutas salvajes—naranja, limón, aguacate, caimito, guayaba. Bajo la sombra de esta nueva capa arbórea las

plantas de banano se encontraban contrahechas y agonizando por falta de sol, sus hojas desvanecientes

amarillentas y rasgadas por la sigatoca. Nos erguimos bajo este cielo doble de sombra a las diez de la

mañana en un domingo, bajo la sombra fétida de la noche.

¿Silencioso? Hacia la izquierda una planta de banano, sus raíces debilitadas por las lluvias o por el picudo

negro—o tal vez porque su voluntad de lucha había sido destruida, súbitamente por una epifanía de

iluminación bananera—se choca, mojada, con el suelo en un sonido de hojas rotas y con la sumisión absoluta

de un cuerpo humano al que se ha disparado violentamente por cien veces con balas de rifle. El suelo

tiembla. Enfrente nuestro, poco después, el mismo sonido, el sonido de una derrota final, nos llega desde la

semioscuridad.

Comencé a imaginar esta selva silenciosa y quieta de la manera en que se vería y sonaría si estuviese

conectada para registrar el terror de las plantas y si fuese filmada con esas técnicas que perfeccionó Walt

Disney para mostrar la apertura, en pocos segundos, de un capullo de rosa. Y parecía una verdadera

probabilidad que los chillidos de las plantas moribundas y los ajetreos serpentinos de millones de lianas--

todas en guerra unas con otras mientras se estiran y rasgan hacia el sol—sería simplemente demasiado,

demasiado horripilante como para que un hombre observe.

Sin embargo, era bello, en una forma inhumana que reducía al hombre a una perspectiva final de

irrelevancia. Confortaba la conciencia el estar atónito y escandalizado por el poder obsceno y desnudo de la

selva que habíamos decidido destruir. Tenía la sensación de que cualquier asesinato ecológico que

estábamos a punto de perpetrar en el nombre del progreso agrícola no era sino un esfuerzo infantil por

dominar—una pulga desquiciada que se arrastra por la pierna de un elefante con el deseo de violarlo en

mente. Estaba convencido de que cinco años después de nuestra muerte o nuestro alejamiento de este lugar,

la selva nuevamente proclamaría su dominio, curando las heridas del azadón, cortando pequeños arroyuelos

de las lluvias pesadas de invierno a través de aquellos maizales abandonados—la tierra desaparecería

nuevamente bajo el musgo y el helecho, bajo la saboya, la oreja de elefante, la orquídea, la balsa, el

matapalo y los gigantes philodendrones de más de 30 metros de largo.

Nuevamente nos encontramos aquí ante una veta expresiva que recoge una larga tradición estadounidense de contemplación creativa de nuestra naturaleza, desde Frederic Church y Louis Mignot en el siglo XIX, dos pintores itinerantes del Ecuador agreste y desembocando no sólo en la frescura de las descripciones de Esmeraldas sino en los propios bosquejos ensayados por Thomsen y publicados en su primer libro, Living Poor. En uno de ellos, mi predilecto, vemos a un hombre con machete limpiando un claro en la vegetación agresiva de la selva esmeraldeña, podemos ver en ese gesto, a la vez animado y grotesco, una manifestación física de la obra verbal de MT, un desbrozar continuo y permanente del lenguaje entumecido, una limpieza inacabable de un entorno hostil, un baile interminable en busca de un sitio donde vivir y hacer las paces con sus propios (y ajenos) demonios. Exordium

Treinta y nueve años después de la publicación de Living Poor: A Peace Corps Chronicle, existe un

consenso casi absoluto de que no existe un documento que capture de manera más justa y adecuada, la complejidad de la experiencia de contacto con una cultura extranjera a nivel de las bases de una sociedad del tercer mundo. El libro ha vendido más de cien mil copias a nivel mundial y ha convertido a Moritz Thomsen en la voz dilecta de varias generaciones de voluntarios, de

viajeros, de lectores aventurados. Sus tres obras posteriores han justificado la confianza, la fe, puesta en MT por parte de un grupo de lectores fieles que expanden, en círculos concéntricos, el interés por la obra de este singular escritor medio-ecuatoriano. La imagen del Ecuador que existe por lo tanto, en las mentes de miles de personas en distintos rincones de Norteamérica y Europa es el resultado de la obra de MT, de la pluma de MT, de la sensibilidad siempre sorpresiva de Moritz Martin Thomsen II.

Mientras tanto, en el Ecuador, su obra pasa desapercibida, la población permanece de espaldas ante una fuente enriquecedora de reflexiones y perspectivas capaces de transformar o por lo menos alterar, nuestra habitual visión del mundo, de refrescar nuestra percepción. Ya es hora de aunar esfuerzos para producir una versión en castellano de la obra de Moritz Thomsen, de colaborar en la primera traducción de una obra rutilante, esperanzadora, escalofriante, ecuatoriana.

Obras Citadas

Darwin, Charles. 1872. The Expression of Emotion in Men and Animals. London: John Murray. Elias, Norbert. 1978, 1982, 1983. The Civilizing Process: V. 1-3. New York: Pantheon. Goffman, Erving. 1959. Presentation of Self in Everyday Life. New York: Anchor.

Lewis, Helen B. 1971. Shame and Guilt in Neurosis. New York: International Universities Press Tello Mercado, Franklin. Más allá de la simple receta.

Aullidos desde un lugar hambriento I parte Viviendo en la pobreza (Living Poor) de Moritz Thomsen Marc Covert

Portada de la edición alemana de Living Poor

Por estos días se observa algo así como una gresca en el mundo de los amantes de libros. Parecería que Jonathan Franzen, en tour para promocionar su último texto, The Corrections, ha expresado su disgusto al ser elegido uno de los selectos pocos invitados por Oprah Winfrey (presentadora televisiva estadounidense de una gigantesca popularidad) para aparecer en su programa mensual de lectura de libros. Oprah se enteró de su reticencia a tomar su oferta y se disgustó; el resultado fue que retiró su oferta y dejó puesto el escenario para una bronca a la antigua entre autores ―elitistas‖ como Franzen y autores ―populares‖ como aquellos promocionados por Winfrey.

Este tipo de irritación no es precisamente algo nuevo, aunque Laura Miller de Salon vio en esta

última batalla una oportunidad para hacer algunas agudas observaciones sobre este enfrentamiento viejo. En su artículo del 26 de octubre, ―pelea entre amantes de libros‖, Miller acierta al señalar ―la tendencia profundamente fea de la gente de libros de actuar como duendes avaros sentados sobre una pila de tesoro que no quieren compartir. Si lo harían, sería mucho más difícil usar sus hábitos de lectura como una forma de sentirse mejor que el resto‖

Es un fuerte anunciado que lanzar al enfrentamiento, que pica más debido al hecho de que es cierto. Apertrechado firmemente sobre mi propia pila preciosa de autores atesorados se ubica un hombre llamado Moritz Thomsen. Y aunque puedo ofrecer en mi propia defensa un deseo sostenido desde hace mucho tiempo de escribir sobre él, posiblemente algo en la línea de una biografía completa, debo confesar una cierta satisfacción duendesca de que nadie a quien se lo menciono ha oído hablar de él. Es una frase trillada, lo admito, pero Moritz Tomshen puede bien ser el mejor escritor estadounidense del que Ud. Nunca ha escuchado.

Thomsen escribió cuatro libros durante su vida: Living Poor: A Peace Corps Chronicle (Viviendo en la

pobreza: una crónica del Cuerpo de Paz), The Farm on the River of Emeralds (La finca en el río de

Esmeraldas), The Saddest Pleasure (El placer más triste), y My Two Wars (Mis dos guerras)(Un quinto manuscrito, Bad News from a Black Coast (Malas noticias de una Costa Negra, todavía se pasa de mano a mano entre editoriales dubitativas). Su vida terminó dolorosamente el 28 de agosto de 1991, en su apartamento en Guayaquil, Ecuador. Tenía 75 años de edad, sufría de un enfisema avanzado causado por años de fumar en cadena, combinado con cólera, el fuete de algunos países del Tercer Mundo; su cuerpo roto también de toda una vida de trabajo como granjero y voluntario del Cuerpo de Paz. Se enroló en el Cuerpo de Paz a la edad de 48 años, pasó 4 años como voluntario en el Ecuador, y nunca se fue. Hasta ahí toda la información biográfica que se necesitaría para introducir extractos de su obra o hasta para poner en los forros de sus libros, ya que los cuatro libros de Thomsen son memorias; contienen todo lo que se le antojó decir sobre su extraordinaria (es mi palabra, no la suya) vida.

La elección de Thomsen de las memorias como su género literario puede explicar parcialmente su condición de ―poco conocido‖. Al escribir una memoria, es fácil resbalarse hacia la autobiografía, y

de ahí directamente a la mitomanía o la autocompasión, y Thomsen ha sido acusado de ambas cosas por sus detractores. Tim Cahill, para citar un caso, hizo una reseña mayoritariamente favorable de The Saddest Pleasure para el New York Times Book Review y expresó ―. . . un deseo de

agarrar al Sr. Thomsen de insuflar algo de sentido a su interior‖ por lo que calificó como Thomsen autoconmiserando. Pero Thomsen evita estas caídas en tanto los lectores observan que él registra historias extraídas de sus impresiones junto con las historias de las vidas de otros y que ocupa el papel central solamente cuando llega la hora para una buena dosis de auto desaprobación. Si requiere señalar las debilidades y excentricidades de los seres humanos, tiene a su alcance su blanco favorito para el desprecio—él mismo.

Living Poor: A Peace Corps Chronicle, publicado por la imprenta de la Universidad de Washington en 1969, fue el primer libro de Thomsen y se considera uno de los mejores recuentos de la experiencia del Cuerpo de Paz hasta el día de hoy. No se hallan respuestas fáciles al problema de la pobreza en esta o en ninguna de las obras de Thomsen; lo que sí se encuentra es una habilidad sin paralelo para observar lo que le rodea, incluso cuando él mismo se convierte más y más una figura central en la loca, aunque bella y heroica compañía de personajes en el caserío costeño de Río Verde, ubicado en el Ecuador.

Thomsen escribe escuetamente sobre su motivación al enrolarse en el Cuerpo de Paz en 965. Eso vendrá después, cuando se nos introduce a Charlie Thomsen, el padre de Moritz, un hombre que aparece, finalmente como un monstruo y una fuente eterna de tormentos y aborrecimiento personal y que surge a la vida, horriblemente en My Two Wars. Se le menciona sólo una vez, de paso en Living Poor; lo conoceremos mejor a su debido tiempo. Por ahora, Thomsen aligera su narrativa a través de su entrenamiento inicial en el Cuerpo de Paz en Bozeman, en el Estado de Montana y luego pasa al Ecuador, donde el primer problema es dónde enviarlo.

Su primer viaje al país nos da un destello de una de las quejas sempiternas de Thompsen: en lugar de deslumbrarse del estupendo paisaje del Ecuador profundo, su mirada se remacha sobre la gente ubicado debajo del primer peldaño de la escalera social: ―Superimpuesto como una capucha negra sobre esta área montañosa de esplendor natural yace la situación de los indios que, desde el tiempo de la Conquista, han sido despojados, asesinados y explotados; ahora, siglos más tarde, su situación básicamente no ha cambiado. . . Puesto que en el pasado todo cambio ha sido peor, hoy día resisten todo cambio‖. Una ira incandescente hacia el estado de las dos terceras partes de la población mundial permea la obra de Thomsen, una ira que nunca pudo guardar cuidadosamente lejos por ningún período de tiempo.

Su tiempo inicial de enrolamiento se vio cortado por una infección pulmonar que puso en riesgo su vida, Thomsen se reenlista en el Cuerpo de Paz y esta vez se encuentra en Río Verde, un pequeño poblado de pescadores en la Costa ecuatoriana, y el drama se desovilla ahora sí, en pleno. Aquí conoce a la gente que dará forma a su relato, no sólo en Living Poor, sino en sus otros libros por

igual: Alexandro Martínez, su vecino y ―guía‖ en sus primeras semanas en Río Verde; Bill Swanson, un gringo viejo expatriado que nunca se cansó de contar historias a Thomsen sobre como ―un mes después de que te hayas ido, nadie ni siquiera sabrá que estuviste aquí‖; Alvaro, el tendero local convertido en enemigo amargo cuando los esfuerzos de Thomsen de crear una cooperativa agrícola amenazan su monopolio y poder; Wai, el héroe del pueblo y el mejor chico, con su esposa perpetuamente preñada, horda escarbosa de hijos, y temible madre enviudada, varios personajes menores como Wilson, Jorge, Pancho, Ricardo, Ernesto, Cléber y otros.

Portada de la primera edición estadounidense de Living Poor

Aquí es que conocemos a Ramón Prado, un joven pescador pobre que figurará de manera prominente en la vida de Thomsen y por lo tanto en sus libros, de maneras que ninguno de los dos pudo saber entonces. Ramón aparece como el primer residente de Río Verde en enfrentar sus temores de cambio y pedir ayuda; Thomsen lo acomoda con media docena de gallinas y desde entonces, Ramón nunca más será el mismo. Inmediatamente Ramón y Alejandro se identifican como los predilectos de Thomsen, separados del resto de personas del poblado.

En Living Poor, Thomsen primero nos muestra su don de comprender qué se siente vivir en una pobreza absoluta y aplastante, pobreza de una forma que ningún estadounidense conocerá: lo más loco e interesante a la vez es el problema del incentivo. Mucha de la gente de Rio Verde, por ejemplo. . .No quería nada. ―Hablarle a un hombre de triplicar sus ingresos era llenarlo de confusión; se ponía nervioso; empezaba a reír; quería emborracharse. El pobre hombre, desde el día de su nacimiento estaba tan inundado de problemas, tan indigente, que terminar queriendo cosas constituía un tipo de locura. Lo que quería era seguir vivo un día más para contar chistes y visitar a sus amigos en el aire dulce de la noche. . .quería diez sucres de vez en vez para poder tomar y bailar y sentirse lavado de vida‖.

Otro párrafo al caso:

―Vivir en la pobreza es como estar sentenciado a existir en un mar tormentoso en una canoa frágil, requiere toda tu fuerza simplemente mantenerse a flote; nunca es asunto de alcanzar un destino. La verdadera pobreza es un estado de crisis perpetua, y una ola algo mayor o que llega de una dirección inesperada puede y usualmente logra destruir las cosas. Una ignorancia benevolente le niega al hombre pobre la habilidad de ver la secuencia escuálida de su vida, excepto en pocas ocasiones; la vista es más bien una hilera inconexa de tristezas desafortunadas. Al nunca haber remado en un mar calmo, no puede imaginar uno. Creo que si pudiera conectar el hambre crónica, la enfermedad, la muerte de sus hijos, la casi constante tensión física y emocional en el patrón que su vida inevitablemente adopta, se mataría.‖

La historia de Living Poor se desenvuelve esencialmente como se describa arriba, con una

situación complicada más allá de toda esperanza seguida de otra, y sería deprimente si no fuera por la habilidad de Thomsen de capturar lo sublime junto con lo ridículo, a veces de manera hilarante. Como la mayoría de voluntarios del Cuerpo de Paz entonces y después, él cayó en Río Verde con las más nobles intenciones y pronto se encontró a sí mismo como el blanco de miradas asombradas que no comprendían; sus ideas y planes y ofertas de ayuda eran vistas como locuras, y rechazadas una y otra vez con ―…la gente no está acostumbrada a hacerlo así‖. Sus empresas de criar pollos, chanchos, plantar palmeras de coco y finalmente organizar una cooperativa agrícola constituyen una montaña rusa de trabajo arduo, éxito precario y derrota horrible.

Justo cuando el lector empieza a pensar que Thomsen ha logrado convertirse en parte de la sociedad de Río Verde, él señala el golfo que siempre ha existido entre ellos, aun después de años de vivir y trabajar en el pueblo. Constantemente lucha para poder alimentarse y paga precios exorbitantes por los pocos huevos, latas de atún, sacos de arroz y botellas de cerveza que puede reunir. Aun así, tiene que viajar a Guayaquil cada mes aproximadamente para hartarse de hamburguesas, milkshakes, chuletas y vegetales. Se da cuenta de que no importa de qué quiera convencerse, nunca va a ser una verdadera parte de un pueblo donde todos subsisten de arroz, plátano verde y una ocasional comida de pescado, mientras que él puede levantarse, ir a un centro poblado y atorarse de proteína. ¿Cómo puede creer que los precios que paga son escandalosos cuando el dinero que paga es lo único que separa a familias enteras de la ruina física y financiera, y que los huevos en su plato son requeridos desesperadamente por parte de niños hambrientos de proteína?

Living Poor simplemente está demasiado maravillosamente bien escrito como para dejarlo una vez que

el lector se involucra en la historia horrorífica, hilarante, descorazonadora y fascinante que se desovilla en

torno a Thomsen y a Ramón, mientras que ambos se hallan cada vez más distantes de la gente común de

Río verde. El libro de Thomsen no es exactamente una obra innovadora—los voluntarios del Cuerpo de Paz

han registrado sus experiencia antes y mucho después del paso de Thomsen por sus filas—pero se mantiene

solitario en virtud de la perspicacia del autor y su estilo de escritura. Algunos encuentran que su obra es

opresiva y oscura, sobre todo los libros escritos hacia el final de su vida, aunque el cinismo de Thomsen se

ve temperado por su amor evidente hacia la gente, una amor por el que pelea ferozmente de cara a las

traiciones y desilusiones que enfrenta.

Aullidos desde un lugar hambriento II parte

The Farm on the River of Emeralds (La finca en el río de esmeraldas)

Mark Covert

Portada de la edición francesa de The Farm on the River of Emeralds

Moritz Thomsen termina su primer libro, Living Poor, en una nota vaga; sin en realidad saber qué hacer una vez que su compromiso con el Cuerpo de Paz finaliza en 1968, simplemente deja Río Verde, después de unas últimas semanas inquietantes en el poblado que, tres años atrás, habría intentado transformar. ―Mis últimas semanas en RíoVerde estuvieron marcadas por gritos‖, anota en el último capítulo, junto con adioses a todos aquellos que ya hace tiempo se habían rendido de ver al gringo como una novelería y un largo, lento, proceso de deterioro de la cooperativa que había buscado formar en el pequeño poblado pesquero. De esta manera, también parece que sus

lazos con Ramón Prado y su familia (esposa Ester y bebé Martita) se pierden: ―Pero cuando me separé del pórtico para irme, Ester gritó y me volví a verla, su rostro contorsionado y las lágrimas surcando sus mejillas. Nos abrazamos y Ramón corrió de la casa y se detuvo en la ceja de la colina mirando atentamente hacia el poblado‖

La salida de Thomsen de Río Verde probó ser duradera, pero pasó menos de un año de regreso en su Seattle natal antes de volver al Ecuador en busca de cumplir la promesa que le hizo a Ramón: volver y comprar una finca juntos, para trabajar como socios. Su segundo libro, The Farm

on the River of Emeralds, publicado en 1978, hace la crónica de los primeros seis años de esa tumultuosa sociedad. Nuevamente hace mención de su padre Charlie sólo pasajeramente—―mi padre acababa de morir, tengo diez mil dólares en el bolsillo‖—y con eso, Thomsen el mayor hace su salida del relato. El plan parece sencillo: Thomsen provee el dinero y el conocimiento extraído de sus años como criador de puercos en los EEUU luego de su servicio militar durante la segunda guerra mundial; Ramón, por su parte, un hombre mucho más joven que Thomsen (que acaba de cumplir 53 años), entrega el trabajo y guía al gringo viejo en su nuevo entorno; en un nivel más hondo, Ramón deberá hacer de hijo al papel de Thomsen de viejo irritable, juntos, deberán forjar una vida nueva bajo sus propios términos. Encuentran una finca sobre el río Esmeraldas y sonríen atravesando el terror cuando acuerdan comprarla e iniciar ―aquella relación tan íntima y delicada—una sociedad de negocios‖.

Ahora, la poseíamos‖, dice Thomsen de la extensa finca selvática., ―o era ella la que nos poseía‖. Y en poco tiempo, los sueños de Thomsen de vivir en paz e igualdad con todos quienes le rodean, resucitados debido a una relación perfecta—Thomsen como profesor y el Joven, vitalísimo Ramón como alumno, viviendo una existencia idílica en la tradición de ―la fraternidad humana‖—se desmorona. Un elenco de personajes se materializa desde la selva, listos para unirse a Thomsen, el gringo solitario y a Ramón, con su esposa embarazada y su joven hija. Nuevamente se encuentra como el objetote curiosidad entre los lugareños; vienen a él en busca de trabajo y lo tratan como patrón y ―papacito‖, incapaces de comprender la idea de que Ramón, un negro como ellos, aparentemente tan pobre como ellos, pueda ser el dueño de la mitad de la inmensa finca e igual al blanco extraño que ha llegado para vivir entre ellos. Las luchas subsiguientes de poder, respeto y supervivencia impulsan el libro de Thomsen hasta su explosiva conclusión seis años más tarde.

Cada capítulo de The Farm on the River of Emeralds se centra sobre estos personajes. ―La gente de

Male‖ trata de una especie de conglomerado de hombres locales (también de niños, aunque en sociedades pobres no se encuentran ―adolescentes‖ sino niños e infantes enfermizos que un día parecen saltarse el desarrollo hasta llegar a una madurez herida plena). Al inicio parecería llegar junto con la propiedad: ―Confundieron nuestra pena con debilidad, o tal vez pensaron que éramos tan estúpidos que los hallamos indispensables‖. Al inicio, estos personajes vuelven a Thomsen y a Ramón locos con su pereza e ineptitud—Thomsen con frecuencia se acerca a ellos con cuidado

sólo para encontrarlos haciendo la siesta en los campos, rodeados de pieles de naranjas y bananos, o lo ven venir y todo el grupo súbitamente reacciona en una frenética actividad de machetes y hachas. No siempre puede convencerse de despedirlos, sin embargo; en su lugar, termina contratando muchos de sus hijos y hermanos y empieza a ver otras cosas que sólo vagancia en sus hábitos de trabajo: ―Aunque, al ver, empecé a lamentarme en su nombre, puesto que aun operaban bajo la ilusión de su propio poder para dirigir sus vida, perdido en la magnificencia de un recientemente despertad reconocimiento de su propia hombría, perdidos en sus sueños de cómo conquistarían la vida. Qué modestas sus expectativas y, en esta tierra brutal, qué imposibles de cumplir. Yo sabía que no tenían futuro; les faltaban oportunidades y la disciplina interna para hacer cualquier otra cosa que no fuera terminar igual que sus padres. ¿Alguna vez han visto un rebaño de ovejas mientras saltan y juegan en el corral del matadero?. . .al verlos, uno les perdonaba todo—estaban tan atrapados, tan condenados. Durante los fines de semana, el hecho de que fueran imposiblemente malos como trabajadores era relativamente poco importante‖

Thomsen aprende, rápidamente, que la aplicación de ―valores de la clase media norteamericana‖ a la cultura de la pobreza que ahora habita centralmente no tiene ningún sentido y que sólo servirá para alienarlo aún más de sus vecinos:

―OK, así que el trabajador no trabaja tan bien porque come tan mal. O.K, así que desde su desesperación el hombre roba. Ahora es cuando todo se complica y confunde. ¿Cómo puede este pobre obrero que sufre de malnutrición, bailar durante 2 horas seguidas o, en los domingos por la tarde, jugar fútbol con tanto fiero y sostenido entusiasmo? ¿Por qué el ladrón, quiérase o no, termina en la fonda local, borracho, de la venta de tu radio o de las gallinas de su vecino?. . . Y ahora viene la más terrible y más delicada de las preguntas, que hace a la cabeza tambalear, ¿es posible que el hombre que te robó la radio en realidad te considera su amigo?

Probablemente no es una coincidencia que The Farm on the River of Emeralds con frecuencia se lee como una narrativa de guerra—Thomsen sirvió como bombardero en un escuadrón de B-17s en el teatro Europeo durante la segunda guerra mundial—y fue una guerra con muchos frentes. Su sociedad de iguales con Ramón es la causa de muchos intercambios calurosos y dolorosos a la vez; a la vez, ambos deben presentar un frente unido ante los trabajadores, quienes traen sus propias batallas y demandas a la finca. Su experiencia en el Cuerpo de Paz lo deja con la creencia de que las técnicas modernas de agricultura pueden ser la salvación de los trabajadores agrícolas del Tercer Mundo (―Quería aturdir a la provincia con la tecnología del siglo XX. . .ese sistema moderno que utiliza 5 veces más energía por acre de lo que hace un granjero de un país subdesarrollado‖), una creencia que se disuelve cara a las lluvias torrenciales, las cosechas fallidas, los mercados inexistentes y la mentalidad inmanejable de gentes sumidas en una pobreza desesperanzadora, los ―heridos caminantes‖ de todo un capítulo.

En ese y otros capítulos Thomsen separa a algunos individuos de la tragedia/comedia que se desovilla en su entorno: ―Dalmiro‖, una ―ruina de hombre, viejo, canoso, desdentado, descalzo, arrugado‖ con un libido furioso y con el hábito preocupante de emborracharse muerte y orinar sobre los demás trabajadores mientras dormían; ―los hermanos Cortez‖, ―un combo‖ de cuatro hermanos que exasperaban e hipnotizaban a la vez a sus sufrientes capataces; ―Santo y las cosechadoras de maní‖ recuenta la excitación sexual perpetua de Santo y su quijotesca búsqueda de amor (―para Santo, el amor lo era todo, el hábito, nada. ¿No era tal vez, esta su mayor virtud, que rehusaba aceptar y vivir con sentimientos añejos y exhaustos? ¿Y no era esta posiblemente, su tragedia?)

La escritura de Thomsen está llena de anticipaciones, junto con visiones que rondan lo místico, aunque, posiblemente aquello que verdaderamente define su estilo es el uso de una quebrante epifanía. Su vida estaba pletórica de ellas—momentos de una claridad absoluta y terrorífica que destruyen las percepciones a las que se aferraba para sobrevivir y que fijan el rumbo para la siguiente etapa de su vida:

Segunda edición estadounidense de The Farm on the River of Emeralds

Hay ciertos días en la vida tan repletos de horror y de revelación que si los sobrevives todo tu pasado se dibuja, la esencia tan destilada y clara que resulta imposible seguir engañándose. En el tema de la revelación uno piensa en esas conversiones religiosas que lo apabullan a uno como relámpagos, y que convierten a los ladrones o a los borrachos en misioneros. Los días de revelación son los hitos en la vida en los que uno da giros de noventa grados o se atraviesa la cabeza con una bala o se asesina a la esposa o se regresa con violencia, en búsqueda nuevamente de un pasado inocente que se ha desvanecido gradualmente y que ha convertido a la existencia en algo caótico y sin sentido.

Fue una de estas experiencias lo que lo lleva a enrolarse en el Cuerpo de Paz en 1964—un tramo de 24 hora en el que finalmente percibe que su criadero de puercos en California está condenado,

acabado; tiene que ejecutar a sus adorados perros, vender sus puercos, clausurar la granja en la que ya se ha visto reducido a vivir en un galpón de herramientas y pararse por la primera vez en un cuarto lleno de sus puercos faenados: ―Había caído bajo el ojo malevolente de dios, y Él tenía más trucos bajo Su manga. No sabía si podía soportar más ese día, pero me acuerdo de pensar ―ya se viene, puedas o no soportar más, y ya se viene hoy‖. Se viene, de hecho, cuando frente a él se despacha a una vaca a manos de un empleado sonriente del matadero. En tanto le compete a Thomsen, él estaba igualmente acabado. Una propaganda del Cuerpo de Paz en la televisión esa noche puso una idea en su cerebro cortocircuitado; debe haberle parecido una Legión Extranjera moderna: ―Expulsado de esa vida rural amortecida, gritando con furia y autocompasión, tan sangrienta y golpeada como un niño recién nacido, se me dio otra oportunidad a un nuevo tipo de vida‖

Las revelaciones no se detienen una vez que Thomsen abandona los EEUU; su primer libro, Living

Poor, está lleno de ellas. Pero Thomsen fue un hombre de una increíble terquedad, una característica que aplicó a su creencia de que podría cambiar el mundo en el verdadero estilo del Cuerpo de Paz, y una tras otra, se encuentra haciendo frente a las terribles, quebrantantes verdades sobre sus propias convicciones. Una de las que casi da cuenta de él en The Farm on the

River of Emeralds viene de parte de ―Víctor‖, un capítulo hacia el final del libro dedicado a uno de los más queridos (y finalmente decepcionante) trabajadores. Finalmente enfrentado a la verdad desnuda de que Víctor ha estado robando ciegos tanto a Ramón como a Thomsen, Ramón lo despide, lo expulsa de la finca y rompe así la fachada de armonía que ambos habían valorado lo suficiente como para obviar la traición de Víctor. Es la última gota, dice Ramón, no más hacer de buenito; la gente, millas a su alrededor observan que se les roba y que no se hace nada y, mandando al diablo las razones de su latrocinio y desesperación se propone hacer algo al respecto. Ramón rechaza las ideas nuevas de cómo administrar la finca y pregunta, ―¿sabes cómo controlan el robo?‖ en una finca de cocos río arriba. Thomsen sabe: ―Cada año ejecutan unos pocos ladrones, disparándoles directamente cuando están en las palmeras‖. Thomsen observa a Ramón cuando este parte para su casa esa noche: ―Cómo había cambiado desde que lo conocí por primera vez, qué dura y terca su cara. Pensé en los dos pecados mayores, los dos pecados imperdonables contra la vida: asesinar y ser pobre. Pobre Ramón. Parecía que se desplazaba hacia ese horroroso momento cuando debería cometer el primero de ellos para salvarse de cometer el segundo. Nunca llega a tanto en The Farm on the River of Emeralds, pero el cambio en Ramón y la

desintegración de su sociedad con Thomsen surgen fuertemente en los últimos capítulos. Al igual que en los otros libros de Thomsen, este plantea más preguntas de las que podría considerar responder. Thomsen demuestra ¿qué es una de esas almas desafortunadas que constantemente debe buscar razones y motivaciones—qué es lo que lleva a un hombre a robar centavos de tus bolsillos mientras duermes o golpear a su esposa en una furia alcohólica o cortar a su vecino con un machete herrumbrado? Pero lo que mejor hace Thomsen es observar lo que lleva a que estos

dramas lo cerquen, sin tomar el escándalo y el latrocinio constante y los comportamientos vergonzosos por lo que sugieren en la superficie, sin jamás tomar la ruta fácil al entendimiento.

Aullidos desde un lugar hambriento III parte

The Saddest Pleasure: A Journey on Two Rivers (El placer más triste: un viaje por dos ríos) Y My Two Wars (Mis dos guerras) Mark Covert

Moritz Thomsen escribió sus últimos libros en los años posteriores a su salida de la finca de Esmeraldas. Cumplió su promesa, hecha al final de The Farm on the River of Emeralds, de comprar una amplia extensión de tierra del otro lado del río de la finca que compartía con su socio, Ramón Prado. Durante cuatro años, intentó sobrevivir sembrando maíz, frutas tropicales y cocos y otras empresas fallidas. Pese a las intenciones que tenía de liberar a Ramón de su papel de buen hijo al suyo de padre generoso, la ubicación de la nueva finca obligaba a Ramón a cruzar el río por canoa casi todos los días para traer víveres, cigarrillos, periódicos-- cualquiera de las necesidades diarias que no podían procurarse en una remota finca selvática.

The Saddest Pleasure: A Journey on Two Rivers es una memoria escrita por Thomsen en parte para narrar la historia de la desintegración de su relación con Ramón. En todo sentido práctico, él era parte de la familia de Ramón, un abuelo para los niños Prado-- la hija Martita y el hijo Ramoncito. Thomsen plantea su historia como parte memoria, parte bitácora de viaje y parte comentario devastador sobre las prácticas rapaces de un mundo capitalista obcecado en destruir inmensos trozos de la sociedad sudamericana. El título se toma de una línea del libro de Paul Theroux (a su vez un ex voluntario del Cuerpo de Paz) Picture Palace (―¿Cuál francés dijo, ―El viaje es el más triste de los placeres?‖); de hecho, el propio Paul Theroux escribe la introducción de The Saddest Pleasure. Thomsen tiene 63 años al inicio de su travesía; el año es 1978 ó 1979 (el estilo de Thomsen da poca importancia a fechas concretas, obliga al lector a esforzarse en este sentido y gozosamente causa estragos en el ordenamiento cronológico cuando le conviene al relato; por lo menos le advierte al lector con anticipación). No pierde tiempo en llegar a la razón de este viaje largo: ―Ramón, mi mejor amigo, mi socio, ese negro avezado sobre la selva que debía mantenerme a través de la crisis de mis sesentas y al final asegurarse de que estuviera enterrado con decencia, había perdido su determinación. Me había sacado de la finca. Los detalles eran tan escandalosos que inclusive ahora, casi un año después, casi no puedo soportar pensarlo. . .Expulsado de la fina, me fui a vivir en Quito. . .encontré un pequeño departamento con vista de un muro de cemento. . .compré una cama, una mesa y cuatro platos, tres más de los que necesitaba. Qué horrible era no

ser de ninguna utilidad para nadie, despertarse por las mañanas y no poder pensar en una sola razón para arrastrarme fuera de la cama. Un día, de la desesperación se me ocurrió que finalmente podría realizar un viaje.

El viaje se convierte en mucho más que eso. Thomsen, en su estilo normal en que se burla constantemente de sí, subestima su imparable curiosidad y amor hacia Sudamérica y su gente, pintando su travesía al principio como poco menos que una forma de ocupar el tiempo. Aunque el tiempo rápidamente se convierte en un fardo pesado cuando se le ocurre que ya es un hombre viejo y su sensación de condena e inminente muerte empieza a rodearlo cuando nota la invisibilidad que le confiere su edad avanzada. En los aeropuertos y calles llenas de Sudamérica se le considera poco más que un gringo viejo canoso. Pero el tiempo que pasa esperando sus vuelos o sentado solo en hoteles y restaurantes produce tramos de la escritura más llamativa de Thomsen. En un momento, recuerda un juego que ―lo peor que he hecho‖, compartido con amigos en Quito en torno de una mesa amplia:

Edición francesa de The Saddest Pleasure: A Journey on Two Rivers

―Debía confesar primero y podía decir, sin necesidad de hacer memoria, de una noche de Halloween cuando tenía 10 años de edad. Una mujer pequeñita, de cabello blanco, había llegado a la puerta que yo había timbrado. . .me ubiqué fuera de su línea de visión y le lancé un huevo—lo escuché romperse contra su rostro—y me apuré salvajemente horrorizado y lleno de odio hacia mí mismo (cincuenta y tres años más tarde todavía puedo oír ese horrible sonido; mi piel todavía se eriza). . .nunca se me ocurrió mencionar en su lugar una tarde en 1943, cuando lideré grupos de bombarderos hacia un blanco alemán hoy día olvidado y donde se reportaron muertes entre tres y

treinta mil personas. . .cuando me pare ante el viejo charlatán, Dios, y me pese en las escalas, y se juzgue que me falta, y se me lance a los fuegos del infierno, no será por esos miles de personas que maté, será por ese maldito huevo‖.

El viaje de Thomsen lo lleva al Brasil y en Rio de Janeiro nuevamente se enfrenta con la aplastante pobreza que permea la vida en Sudamérica. Sentado en un pequeño restaurant se le sirve un inmenso plato hondo de ensalada de papa (―Pido lo que creo ser una ensalada italiana‖—pese a los 15 años que ha vivido en el Ecuador, Thomsen todavía no domina el castellano y el portugués brasileño está fuera de su alcance). Aleja de sí el plato a medio comer e ―inmediatamente un negro que ha estado parado contra una pared, invisibilizado por grandes plantas en macetas aparece junto a la mesa y con el poder feroz de su concentración me impala con su mirada. Mira dentro del plato de ensalada, sube una mano a su boca y me implora con la otra, palma arriba, abierta y vulnerable. . .y le ofrezco la ensalada; la toma y se sienta en la mesa adjunta, encorvado sobre la comida, comiendo con velocidad. No nos volvemos a ver porque hay algo indecible en esa hambre desesperada que yace entre los dos como una acusación.

Mientras camino por la calle considero confuso esa buena sensación que tuve al ofrecerle mi basura a un hombre hambriento. Aunque no es en este viaje, Thomsen recuenta otro viaje hecho a Lima, Perú, hace años. Buscó una iglesia en esa ciudad inmensa, extensa de ocho millones de habitantes, que contiene los restos momificados de Francisco Pizarro, el infame conquistador español, fundador de Lima y el hombre que conquistó a los Incas. Parado ante los restos, Thomsen aprovecha la oportunidad de escupir en el piso, hacia la cabeza del féretro de vidrio. Ve en Pizarro ―el más grande capitalista que ha conocido el mundo‖:

―. . .y su figura, los ojos aun chispeando con avaricia, aun atraviesa el continente con pasos largos, atraviesa el mundo. . . los manipuladores de tecnología son los nuevos Pisarlos; los directores de las multinacionales son los nuevos amos del mundo—hombres buenos con modales gentiles algunos de ellos, conocedores de vinos, arte moderno, hermosas mujeres. . .son los hombres más honrados, que comparten la admiración del mundo junto con los políticos que han comprado y que los sirven. . .estos señores son dueños del mundo, pero no lo controlan: son marionetas atrapadas y empujadas hacia delante por la ola creciente de una increíble ciencia que ya ha sobrepasado su poder de limitarla: son marionetas ciegas ante las consecuencias de sus propios actos, vivas sólo para la gran oportunidad. Son los bastardos, estos Pizarros enternados sobriamente, que nos van a matar a todos.‖ The Saddest Pleasure es, como todas las obras impresas de Thomsen, imposible de clasificar en una sola categoría. Lo que lo hace un libro tan importante es la amplitud de la ira de Thomsen mientras rabia contra los poderes que han estado estrangulando Sudamérica por siglos. Es una dura

marcha por momentos; oscura, cínica, completamente sincera en la desesperanza que vislumbra en el futuro de ese gigantesco y complicado continente. Se trata de una escritura que produce quebranto en su atemporalidad—un libro escrito durante el principio de los 80 y publicado en 1990, todavía da en el blanco en el 2002. Guerras de droga en curso; grupos itinerantes de rufianes homicidas; inmensas olas que exterminan pueblos enteros donde la mayoría de la gente no tiene dos sucres que juntar; levantamientos y huelgas debido al alza de los precios de combustible; hordas de refugiados provenientes de Colombia; una deuda aplastante y sin perdón de los países desarrollados o del Banco Mundial; corrupción policial y brutalidad—las cosas no han cambiado suficiente (para bien o mal) en Ecuador o en Sudamérica para que la escritura de Thomsen de hace 20 años deje de ser relevante:

―Pobre violada América del sur. Yacemos sobre ella en un tipo de tristeza post coital, pero empezando a sentir el hormigueo de una nueva voracidad. Después de Pizarro fue demasiado fácil. No saldremos de encima de ella todavía, todavía tiene el poder de inflamar nuestra lujuria, y sus débiles esfuerzos de rodar lejos nuestro nos parecen poco sinceros. Todavía no ha sido violada hasta la locura como su hermana africana‖. En The Saddest Pleasure es donde Thomsen finalmente trae a la vida a uno de los grandes, horribles personajes de la literatura testimonial; su padre, Charles Thomsen, él mismo a su vez el hijo de uno de los clásicos personajes robber baron de fines del siglo XIX y principios del siglo XX—el tocayo de Thomsen y su abuelo, quien hizo una fortuna en el negocio de las molineras en el Noroeste del Pacífico en los EEUU. ¿Es que Moritz, escribiendo The Saddest Pleasure, en realidad vio a su padre, muerto en 1969, parado ante una estatua en una plaza, o saliendo de un bar, o erguido ante él mientras intentaba conciliar el sueño en la noche brasilera caliente? No importa, ayuda al relato—la escritura de Tomes está llena de visiones místicas y revelaciones rupturales-- y al introducir a Papi planta el escenario para su último gran libro, publicado póstumamente, My Two Wars.

The Saddest Pleasure se publicó en 1990 ante reseñas mayoritariamente positivas, pero para

entonces Thomsen era un hombre muy enfermo, tenía 75 años y sufría los efectos de una vida entera de rudo trabajo agrícola y una relación de amor-odio (amor en su mayoría) con los cigarrillos. Tampoco le ayudó el haber pasado los últimos 28 años de su vida en las selvas de un país tropical; los visitantes (y hubieron muchos- -pese a su reputación de cascarrabias, Thomsen era un hombre gregario, fácilmente arriado hacia la soledad o el aislamiento, aunque fuese auto impuesto o logrado por su propia habilidad de herir profundamente a aquellos que más lo querían) con frecuencia se escandalizaban de su estado, el pelo blanco que se le caía en pedazos debido a infecciones de hongos, los dientes caídos hace tiempo, escribiendo constantemente casi sin comer, aguantándose con las justa en Guayaquil, Ecuador. Murió ahí el 28 de agosto de 1991,

después de contraer cólera y de rehusar un tratamiento relativamente simple que pudo haber prolongado su vida, aunque en poco.

Había visto que el final se acercaba durante años, y trabajaba fervientemente para completar dos libros (un tercero, From My Window (Desde mi ventana), se dice que por lo menos llegó a la fase de ―tomar notas‖). Bad News from a Black Coast ha languidecido en los escritores de editores por más de una docena de años, una vez se publicó un extracto en Salon.com pero más allá de eso, nada. Aunque también había terminado otro manuscrito que documentaba sus batallas con un padre tiránico, junto con sus experiencias como un bombardero de B-17s en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. My Two Wars es el resultado de esos últimos años de escritura afiebrada. La primera línea, magnífica en su simplicidad (―Este es un libro sobre mi participación en dos grandes catástrofes—la Segunda Guerra Mundial y mi padre‖), deja sentado el tono para lo que podría bien ser el mejor recuento de las experiencias de la tripulaciones de bombarderos estadounidenses durante la II GM. Las comparaciones inevitables con Catch 22 de Joseph Heller no opacan el libro en absoluto.

Pero para llegar a la II GM primero hay que trepar por la historia oscura del padre de Charlie, el padre de Thomsen. Bajo cualquier óptica un hombre malo, cruel y repelente, empujado por un deseo hirviente de superar a su propio padre en la tarea de amasar riquezas, poder y prestigio—y tal vez, más que nada, la adulación incuestionada e incondicional de sus hijos—Charles Thomsen atormentó a Moritz hasta que este último murió. También tuvo una hija, Wilhelmina, la hermana menor de Moritz, y cuando ambos niños eran muy jóvenes su matrimonio con la madre de Thomsen colapsó. Su segundo matrimonio y la construcción de una inmensa mansión provincial francesa llamada Wildcliffe, puso las bases para una escena familiar abusiva y surreal que dejó cicatrices que duraron la vida entera en hermano y hermana por igual. (Wildcliffe todavía está ahí, cerca de Kenmore, Washington, hacia el fin del lago Washington, hoy en día es un hostal.)

Los editores y reseñadores por igual tienden a alejarse de la Guerra de Thomsen con Charlie; al inicio parece que no hay manera de que los lectores se interesen por las batallas de padre vs hijo en My Two Wars tanto como Thomsen al escribir sobre ellas. Pero la historia de este hombre dominador, torturado y sin esperanza y la ruina que hace de su propia vida y de las de aquellos que lo rodean, es intrínseca a la historia de la vida del propio Moritz Thomsen. Nunca tuvo éxito en poner al descanso a su padre, y nunca puedo perdonarse por pegarse al viejo, como rémora, por ninguna otra razón que para evitar ser expulsado del todo de su testamento (cosa que casi ocurre de todos manos—el grueso de la fortuna de Charlie Thomsen fue legado a cualquiera que pudiera inventarse un contraceptivo para gatos).

Thomsen ya había sido llamado al ejército por más de un año cuando ocurre el ataque japonés a Pearl Harbor que detuvo de golpe su vida relativamente fácil y bien organizada. Pese a todo el abuso que soportó de su padre, el viejo era rico y Moritz pasó sus días juveniles esquiando,

acampando, escalando montañas, pescando con señuelo y disfrutando de lo que evidentemente era un apetito sexual saludable cuando se le presentaba la oportunidad. Incluso en el ejército Thomsen descubrió que podía Ofrecerse voluntariamente para KP y a cambio de pelar papas y lavar ollas eternamente, podría evitar los rigores de la vida de barracas. Pero Pearl Harbor lo impulsó a querer ser un héroe, e ingresó al Cuerpo aéreo del ejército, el precursor de la Fuerza Aérea, con la esperanza de convertirse en un piloto de batalla. Años después, escribiendo desde su apartamento en Guayaquil, reflexiona sobre ese día:

―No fue sino años más tarde que comprendí la calidad amenazante de ese final de la tarde. Tenía a su alrededor un sentido horrible de portento somnoliento que vaciaba el aire de vida y continuidad. Era como un gigantesco tartamudeo, un horrible detenimiento del tiempo, un hiato que prometía cambios horroríficos. En un sentido muy real ese día de diciembre de 1941 fue el verdadero inicio del siglo XX. Ese día la depresión se decretó oficialmente terminada, el sentido propietario de los EEUU cambio de manos, los granjeros estadounidenses en bancarrota, últimos símbolos de un Estados Unidos construido sobre los principios de la democracia Jeffersoniana, podrían ahora desertar la tierra por jornales de cinco dólares al día en las fábricas de guerra. . . El siete de diciembre fue el último día en que el país representó un ideal por el cual uno podría con dignidad, ofrecerse a pelear y morir. Diez años después ya no valía la pena pelear por él. Veinte años después, cuando tres millones de granjeros al año quebraban y el Bank of America era dueño de la mayor parte del suelo agrícola de California y no se podía sembrar tomates sin una máquina de cosecha de $150, 000, no era ya ni siquiera un país para vivir. A menos, claro, que a uno le gustara trabajar en una fábrica‖. Por último, Thomsen no calificó como piloto y fue relegado al puesto de bombardero, el hombre que se sienta dentro de la burbuja de fibra de vidrio en la nariz de un B-17 y divisa el blanco millas abajo y luego suelta la carga de bombas. Desde su asiento, apertrechado sobre una mira telescópica Norden (―Probablemente fue John Steinbeck quien popularizó la creencia de que al bombardear con el Norden, uno podía soltar una bomba dentro de un barril de conservas desde dieciocho mil pies. Tal vez nuestra desilusión empezó cuando. . .nuestras bombas de entrenamiento cayendo en pequeños destellos de flama a mil pies del centro del blanco, nos demostró que no solo que nosotros no le pegaríamos a un barril de conservas sino toda la fábrica que las producía. Además, el parqueadero que rodea la fábrica de conservas y la vía férrea especial que transporta los barriles y el pueblo donde diez mil empleados se sacrificaban a favor de la guerra haciendo conservas. . .‖) Thomsen tenía una visión amplia del destino de los bombarderos en su entorno y bajo él—los aviones grandes y lentos eran volados en pedazos por los cazas alemanes, o volados en fragmentos por las temidas explosiones de fuego anti-aéreo. En My Two Wars , Thomsen apunta la misma amplia visión a todo lo que lo rodea durante la guerra—un Londres cansado y devastado, miembros de la tripulación del bombardeo ebrios y

endurecidos; los condenados inocentes que recuerda años después de sus muertes en el aire sobre Berlín, Francia o el Canal Inglés; los miembros muertos de su propia tripulación. Escribe sobre el día D, cuando su grupo bombardeó las primeras líneas de humo, como se les había instruido, sólo para enterarse después, horriblemente, que las líneas de humo se habían movido—La Fuerza Aérea estadounidense había lanzado bombas, de manera inadvertida, directamente en la mitad de las tropas de sus compatriotas. Thomsen sugiere la terrible culpa que se podría esperar de un error de esa magnitud, pero, sin embargo, los soldados puestos en situaciones que causan cantidades masivas de muerte y destrucción deben hallar una forma de vivir sin esa culpa, o por lo menos bloquearla. Thomsen se refiere a su propia culpa de sobreviviente:

Para aquellos de nosotros que sobrevivimos el combate, que volamos una y otra vez y regresamos a nuestras rutinas normales, rutinas que al inicio nos impactaron por ser milagrosas—comiendo, durmiendo, cicleando por los caminos de verano, tomando whisky en ese grupo absolutamente exclusivo de hombres de combate aéreo (placeres que nos daban menos y menos placer)-- una pereza lentamente creciente con la vida empezó a aparecer en nuestros pensamientos conscientes. Estábamos tocados por la vergüenza de seguir vivos, de hacer las mismas cosas banales en el centro de una pila de cuerpos invisibles que crecían y nos rodeaban. ¿Por qué no habíamos sido elegidos? Parecía que no había forma de ser dignos ante los muertos salvo unirse a ellos; estábamos compitiendo con los muertos que nos habían dejado, y que nos habían dejado llenos de culpa. Una pasión por vivir. Una pasión por morir. ¿Cómo podíamos reconciliar ambos sentimientos que emergían en nuestro fuero interno, salvo de la manera en que lo hicimos, al hundirnos en un tipo de catatonia, una hibernación emocional que era como la locura?‖.

Papel membretado de la escuela de la fuerza aérea estadounidense en que Thomsen escribía su correspondencia

Cuando Thomsen finalmente alcanza su cuota de 27 misiones de combate completadas Terminó los últimos días de la guerra en Texas; después de la dimisión japonesa se tomó un permiso de treinta días para visitar a Charlie en Wildcliffe y recoger alguna ropa, Teques y tereques, junto con su vieja camioneta. Lo que ocurre entonces, mientras pasa de una guerra a la otra, la que lo atormentará hasta el día de su muerte, es la declaración final de hostilidades puesto que encuentra a su padre apenas intentando cubrir el descontento que le causa el retorno de Moritz de la guerra, a decir verdad, este le hubiera resultado más útil muerto que en vida. La supervivencia de Moritz, él mismo se daría cuenta años más tarde fue percibida por su padre como poco más que una complicación diseñada para arruinar sus ―años ponientes‖.

Thomsen pasó los años que van desde 1945 hasta 1964 como un criador de puercos cerca del poblado de Chico, California, una aventura que finalmente fracasó y que lo llevó a su enrolamiento en el Cuerpo de Paz y, en último término a su estadía en el Ecuador de 28 años. Atravesando todas sus experiencias estaba la gran pasión que sentía por la escritura y produjo incontables artículos y ensayos para su publicación en periódicos y revistas, con algo de éxito. Pero sus cuatro libros impresos son una labor de sus propios años ponientes. Todos, salvo The Farm on the River of

Emeralds siguen en circulación; Bad News from a Black Coast no ha atraído un editor por más de doce años, pero Thomsen lo terminó probablemente meses o menos antes de su muerte, así que persiste la posibilidad de un quinto volumen. Reconocidamente, el estilo de Thomsen puede ser excesivo para algunos lectores—algunos se alienan a raíz de un tono de auto conmiseración , o se muestras desinteresados por el odio que Thomsen le profesa a su padre, o por la relación intensa con Ramón—pero cualquier escritor que intenta expresar sus furias y fracasos y frustraciones en la vida se toma ese riesgo. El hecho permanece de que, para muchos otros escritores y para un grupo pequeño de lectores fieles, Moritz Thomsen es uno de los verdaderos grandes, aunque desconocidos, autores estadounidenses de nuestra época.

Moritz Thomsen en Guayaquil, circa 1990

• Este ensayo se puede encontrar en su totalidad en los siguientes sitios:

http://www.smokebox.net/archives/word/thomsen11101.html

http://peacecorpswriters.org/pages/2001/0111/111pchist.html

Se reimprime aquí por permiso del autor.

Alvaro Alemán a partir de un texto de Marc Covert

Moritz Thomsen a los 4 años de edad en Seattle, Washington

Moritz Martin Thomsen II nace rico en Hollywood, Calif, hijo de Charles Moritz Thomsen y Marie (Titus) Thomsen. Sus padres se divorcian cuando tiene cinco años, y es enviado, junto a su hermana Wilhemina (Willye) a vivir con su abuelo paterno, Moritz Thomsen el mayor. Este hombre, un inmigrante noreuropeo a los EEUU, uno de entre una docena de hijos, deja su hogar a los 12 años de edad para viajar a Norteamérica y labrar, a lo largo de décadas, una considerable fortuna económica. Thomsen procura entre múltiples aventuras financieras, establecer sus intereses en el Japón y hasta en el México de Porfirio Díaz, con quien logra un contrato para construir una vía férrea entre México D.F. y Acapulco a un costo de cien mil dólares el kilómetro. Después del triunfo de la revolución, ya en los años 20, el gobierno mexicano revolucionario electo decide respetar el contrato con Thomsen y le otorga una inmensa franja costanera en lo que hoy en día es uno de los centros turísticos más concurridos del mundo.

En 1925 su padre se casa en segundas nupcias con El Vera Anderson y construye una casa amplia, en el estilo provincial de Francia, que llama Wildcliffe, en 1927, en Kenmore Washington. Su familia se muda ahí ese mismo año. MT narra que en su infancia, aún en Hollywood, veía explosiones artificiales y batallas vivas en el lote aledaño a su casa, se trataba de la filmación de una de las obras cinematográficas más importantes del cine moderno, The Birth of a Nation de D.W. Griffiths. Otro vecino, esta vez ya en el estado de Washington, resultó ser el hijo del novelista Zane Grey, autor de seriales literarios convertidos en clásicos del cine de aventuras temprano y creador entre más de 80 novelas del Llanero Solitario . MT tuvo una juventud de privilegio económico, aún adolescente, hizo un viaje alrededor del mundo con su familia en un crucero. Conoció personalmente y entabló amistad con la señora de Aldous Huxley, Patrick Hemingway, Wallace Stegner, Roy Harris. Estudió con figuras literarias de la talla de Whitt Burnett y Oliver Lafarge, adquirió un gusto desmesurado por la música clásica que se muestra con gran vigor en sus libros.

Moritz asistió a la U de Oregon en Eugene, Oregon, desde 1933 hasta 1939 (en 1936 pasó brevemente por la Universidad de Washington State) y se concentra en Inglés y Periodismo, aunque nunca se gradúa. Posteriormente se enrola en la Universidad de Columbia, en 1939 y 1940, con la intención de convertirse en un escritor. En 1940, regresa a Wildcliffe y con la ayuda de su padre compra una pequeña propiedad agrícola, una granja lechera, en Winthrop, Washington y vive ahí un corto tiempo hasta ser llamado al ejército de los EEUU ese mismo año. La primera parte de su tiempo en el ejército la pasa en la artillería en Fort Lewis, Washington, como ayudante de cocina y, con el bombardeo japonés a Pearl Harbor se ofrece y es aceptado, como aprendiz de bombardero, en la fuerza aérea. En 1943 lo encontramos asignado a un bombardero B-17 en la compañía 91 de bombardeo pesado, en Inglaterra. Antes de reportarse a servicio activo se casa con una mujer joven, llamada Dorothy, que había conocido en Winthrop. Vuela 27 misiones de combate sobre Alemania, Holanda, Francia y otros países y sirve en calidad de bombardero líder recibiendo la condecoración de Volador Distinguido y alcanzando el rango de capitán.

En 1945 Moritz Thomsen recibe una baja honorífica del ejército y compra una granja en Los Molinos, cerca de la población de Chico, California y ahí cría cerdos durante 19 años. Su esposa Dorothy es una figura enigmática, vive con Thomsen al fin de la guerra aunque recibe atención mínima en sus libros y no hay mención de su separación formal, no tienen hijos. Entre 1959 y 1960 Thomsen escribe una columna con el nombre ―Mill Run‖ para el semanario Los Molinos Sun, un periódico local.

Para 1965 el criadero de puercos y varias deudas obligan a Thomsen a vender su propiedad y sus bienes al caer en bancarrota. Se enrola en el Cuerpo de Paz poco después. Es asignado al Ecuador y se lo ubica, por su propia insistencia, en el pequeño pueblo pesquero Rioverde, en la Costa de la provincia de Esmeraldas, por el período requerido de dos años. Al fin de ese tiempo se reenlista para un segundo ciclo, hasta 1969. Su experiencia en ese lugar le sirve de base para su primer libro, Living Poor: A Peace Corps

Chronicle (Viviendo en la pobreza: Una crónica del Cuerpo de Paz). En 1969 regresa brevemente a los EEUU para entrenar a nuevos voluntarios del Cuerpo de Paz, para finalizar su contrato para la publicación de ese libro y asiste al entierro de su padre. Thomsen regresa al Ecuador, compra una finca cerca del Río Esmeraldas y se asocia con Ramón Prado, un pescador que conoce durante su permanencia en Rioverde. Esa finca, junto con su turbulenta y compleja relación con Prado, se convertirá en la temática central del segundo libro de Thomsen, The Farm on the River of

Emeralds (La finca en el Río de Esmeraldas) publicada en 1978.

En 1977, Thomsen y Prado tienen una diferencia de opinión, Thomsen deja la finca y se muda a Quito. El siguiente año, resentido aún por su salida de la finca, viaja al Brasil. Thomsen para entonces tiene 63 años de edad. Ese viaje, que desemboca en Manaus, se convierte en la temática central de su tercer libro, The Saddest Pleasure: A Journey on Two Rivers (El placer más triste: un viaje a través de dos ríos). El libro, escrito en los ochenta, se publica en 1990 con una introducción de Paul Theroux.

En 1982 Thomsen y Prado se reconcilian y Thomsen compra una propiedad en Esmeraldas, en Tachina. Ahí vive, escribe y trabaja hasta 1988 cuando se vuelve a mudar a Quito. Ese mismo año se ve obligado a pasar a Guayaquil debido a un diagnóstico de enfisema y de graves problemas respiratorios causados por una vida de tabaquismo. En Guayaquil, lejos de sus conocidos habituales, trabaja sobre dos manuscritos: My Two Wars (Mis dos guerras), un texto doble que reúne sus memorias de la II guerra mundial y la desgarradora relación con su padre y Bad News

from a Black Coast (Malas noticias de una costa negra), su último escrito, que termina semanas antes de su muerte. También en Guayaquil, traba amistad con el narrador esmeraldeño Adalberto Ortiz, que empieza a pintar cuadros, afición que comparte, a nivel de aficionado con Moritz. En el puerto recibe visitas de aficionados a su obra y autores de renombre, su sobrina lo visita e intenta persuadirlo a mudarse con ella a los EEUU.

Moritz muere pobre, en Guayaquil el 28 de agosto de 1991, a la edad de 76 años. La causa de muerte es enfisema, trombosis coronaria y cólera. My Two Wars se publica póstumamente en 1996 y Bad News vive aún en un limbo editorial, esperando la decisión de un grupo editorial para publicarse. Los derechos de autor de Thomsen le corresponden a sus dos herederos, Rashani Rea y Bruce Harris, los dos hijos de su hermana Wilhemina.

Moritz Thomsen durante sus primeros años en el Ecuador

THE MILL RUN COLUMNS

Mill Run: ―Bore‖

By Moritz Thomsen

[No clipping, written in notebook]

Los Molinos Sun

Someone‘s definition of a bore, that covers about 60% of the territory, is: a person who, when you ask him how he is, tells you. A good proportion of the remaining 40% of the bore population consists of war veterans who somehow stopped living when they shed their uniforms and who are, years later, still reliving in their minds what apparently were the only significant periods of their lives.

I can remember growing up in the years after the First World War, and knowing certain friends of the family who, in my childish brain, possessed only one characteristic. Joe knew Rickenbacker; Bob was gassed at Belleau Wood; Harry was stationed in Paris. These single facts described them completely; I don‘t remember they ever talked about anything else.

With this introduction I now propose to enter the ranks and bore you with a few of my own war mementos. After all, Eisenhower, Churchill, and just about anyone else you‘d care to mention had done it and I certainly don‘t want to be left out.

If any single action of mine still lives in the memories of anyone in my bombardment group, if I am still remembered at all, I am in all probability that fellow that was sent out one day to bomb the railroad station in Berlin and missed entire city by 7 miles. Behind me were 60 B-17s manned with 60 bombardiers who dropped their bombs when they saw my bombs leave the plane. Intelligence reported later that we made a 16-acre crater in one the best brussel sprouts fields in the Reich, and I have always been secretly convinced that this action, more than any other, brought about an early victory in Europe. When the U.S. Air Force began concentrating on the elimination of German agriculture, my reasoning goes, when we became so strong that we could spare planes and risk lives from the destruction of military and industrial targets, the Krauts must have realized that the jig was up; at any rate, they surrendered soon after. Well, within a year, anyway.

This mission made me locally famous, but one we went on about a month later is the mission that in it contained a five minute period that is my own most important five minutes, and if you want to get

right down to it, it is the most important five minutes for about 5,000 other people who don‘t even know it. This was the one and only chance I ever got to play at being God.

That day because all of our primary targets were covered with clouds we were released from our definite objective. At the time we received this message we were touring around in Germany about 200 miles north of Berlin, flying through cloudless skies. We turned around and headed home for England and my pilot, who was a colonel bucking for general, immediately spotted a little town out on the horizon and told me to bomb it. As usual we were trailed by 60 bombers.

It was a little medieval town of about 10,000 people, a perfectly round town with red tile roofs and a cathedral in its exact center from which the streets radiated out like the spokes of a wheel. The name of the town was New Kalen, and it was a farm town, and through the bombsight even from 10 miles off you could see the windows shining in the sun and the carts parked in the streets.

Destroying that town was simply inconceivable, but I went through all the motions, crouching over the bombsight and twiddling knobs and pushing buttons. And at the last minute I called the colonel on the intercom and said that out past the town about 3 miles I could see a military airfield and was going to bomb it instead.

I imagine we were at least 50 miles from any airfield at the moment, but it sounded very military and tactical and the colonel said O.K. That is the true story behind the headlines of how within a period of 30 days our particular group was enabled to once more deal a death blow to the German brussels sprout industry. I imagine these two missions didn‘t cost the U.S. taxpayers much over 50,000,000 dollars—apiece, that is.

―Mill Run‖

Los Molinos Sun

Thursday, May 12, 1960

By M.T. [Moritz Thomsen]

―Friends‖

One of my best friends made a special trip out to the ranch the other day, a round trip of about 12 miles at a cost of at least a dollar, just to tell me something disparaging and libelous that Jack Wood had reportedly said to someone else about me. There was just enough meanness in what was

theoretically said so that hearing it suddenly without expecting it was like being slapped across the face, and there was just enough truth in it so that I don‘t quite have the guts to report it here.

It wasn‘t until a couple of hours after this special trip that I realized what an overpowering sense of joy had possessed my friend as he watched my face go react to this unexpected attack from an unexpected quarter. His eyes flashed and glittered with excitement; his face was almost as red as mine; and unless I‘m badly mistaken he was even panting slightly. I don‘t remember when I‘ve ever seen him so happy unless it was about a month ago while he was telling me that his daddy thought my column was stupid. I must have shrugged my shoulders; at least I didn‘t collapse, and a look of uncertainty appeared in his face. ―Slim thinks it stinks, too,‖ he said. Still no reaction and he began to panic. He sat there in his car, revving his motor nervously, trying to figure out how to get on top of the situation. ―Cheez,‖ he said finally in a tone of disgust, ―why don‘t you get a haircut?‖

Not all of us are fortunate to have a full-blown, 100 percent, guaranteed sadist for a friend. Sadists are sort of out of style these days; they just don‘t hardly make a good old fashioned sadist any more like Kraft-Ebbing used to interview back in the dying days of the Victorian era. If you ever meet one, cultivate and cherish him. He will be an education, illuminating and pointing up the dark side of human nature like nothing else.

Because the truth is, as Freud pointed out, that you learn about human motivations and studying the so-called abnormal. Everyone contains everything; we differ only in degree.

What I learned, for instance, is that there are three distinct pleasures involved in the small town habit of tearing down your neighbor. There is the primary pleasure which comes from saying the thing in the first place, that swelling of the ego that comes from judging someone. By pushing someone down a little you automatically end up a little higher than you were. An illustration of this can be found in the south, where an entire race has found it necessary to push down another entire race. The amazing thing is that the ones who are pushing the hardest, who hate the negro the most, are the poorest, most squalid and ignorant, the ones who come the closest to the negro in the way they live. ―We may not be much,‖ they seem to be saying, ―but at least we‘re better off than a nigruh. We got white skin.‖

The second pleasure belongs to the one who passes along the calumny, the one who in your most vulnerable moment comes up with, ―You know what so-and-so said about you? He said you were so stupid that you made a half-wit look like a Ph.D. by comparison.‖ What most of us don‘t realize is that 90 percent of everything mean we say about someone is immediately reported to them; the temptation is simply too great.

The pleasure, the greatest one of all, belongs to the party who was maligned. His tongue no longer held in check by loyalty or feelings of friendliness, he is now free to seek his revenge. At this moment, for instance, I am peeking over the fence at Jack Wood just waiting for him to hit a prune tree with his disk or do something stupid. You can bet your bottom dollar that as soon as he does the world is going to hear about it.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Silence‖

For almost everyone there is something terrifying about standing in front of another person and being unable to think of something to say. Probably because we carry in us the same blood as the swarming monkeys who go swinging through the tropical forests incessantly chattering to one another we are under this compulsion to leave no silence between us. Judging by the letters that teenagers direct to counselors which you can read in the papers and magazines, next to the question of how many times you have to go out with a boy before the violent necking can properly begin, the problem of what to say to one another is their biggest headache.

And it is something that never leaves you. I know an increasing number of people who as they grow in both years and wisdom have completely eliminated parties from their lives simply because the dread the possibility that they will have to meet some stranger and stand there, both of them staring balefully into each other‘s faces futilely trying to find the proper noises to make. After about three minutes like this, believe me, the tension becomes almost unbearable.

This is the nightmare of every woman who ever gave a dinner party, that that moment will arrive right in the middle of the roast beef when the guests sitting around the table who, a moment before had all been talking at once, will suddenly find themselves plunged into a tomb-like silence. I have seen hostesses do the most ridiculous things in order to break up one of those endless stillnesses. It‘s stillness like nothing else in the world, a shrieking kind.

My own personal experience with a shattering silence took place in Arizona a few years ago as I was driving through the Navajo country playing the role of the great white uranium prospector. I

hadn‘t seen a human being for about three days let alone talk to one, and I felt like I‘d just been released from solitary confinement when I topped a little hill and almost ran over an old man who was hitchhiking up the road.

I stopped for him and we rode together for almost an hour from one desolate spot in an endless waste of desert to another spot just as desolate, and in that time he didn‘t say a word. He must have been 80 years old, and he was dressed in rags, and his clothes were permeated with the smell of smoke as though he had crouched over thousands of little sagebrush fires trying to keep warm.

A very odd thing happened in the last half hour of our journey together, after the shock of discovering that he wouldn‘t or couldn‘t talk to me had worn off. A sort of terrible accusing communication began to take place between us. He was old [copy cuts off] away from his farm land into the sand dunes. It was a silent conversation loaded with guilt, and it involved this worthless country through which we were driving, and it involved the rags he was wearing and his hopeless, degrading poverty.

I tried to sign a separate peace with that old Indian; I flashed him psychic flashes of friendship and sympathy, but I don‘t know that I got through to him. In fact I‘m half convinced that I didn‘t because when finally he motioned for me to stop, and as he was climbing out of the car, I got a very strong final message that went something like this: ―Go home, pale-face Gringo. Sell that foolish little toy of a Geiger counter, and be a farmer again like you‘re supposed to.‖

And I did, and I‘ve been in trouble ever since. The way I see it he gave me the Indian sign, and I‘m living under the curse of the Navajos. I could tell that old boy things about poverty now that would make his braids stand right straight up.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Sportsmen 1‖

About a month ago I wrote a column about sportsmen which I must admit in all modesty was just about the greatest little piece of prose to come out of this century. Mr. Earl Murphy, the publisher of the Los Molinos Sun, read it with a growing pallor, looked at me with his great sad Irish eyes, and shook his head. ―Good jumped-up heavens, young man,‖ he moaned. ―We can‘t run this. You can‘t say this about sportsmen.‖

I began to pout. ―It‘s just a personal opinion,‖ I ventured.

Mr. Murphy shuddered and tore the typewritten sheets into little squares. We watched them as they drifted to the floor. ―Better rewrite it, my boy. Better leave out those somewhat derogatory remarks.‖

―O.K., dad,‖ I said. ―I‘ll rewrite it without saying what I really think. I will merely illustrate it.‖

••••

In the field of sports the one fact more than any other which makes any particular game exciting is the degree to which the opponents are evenly matched. The spectator, for instance, to a football game enjoys that game in proportion to the degree of uncertainty as to its outcome. Unless, of course, he is afflicted with certain sadistic tendencies.

If I may be permitted a digressive personal opinion, Mr. Murphy, watching a football game is about as exciting as watching two old women shell peas, and in fact the only game I ever really enjoyed ended up 286—0. I did more than just watch this one; I was a participant on the losing side, but it was a game of epic grandeur, a sort of morality play with the heavenly hosts completely vanquishing the forces of evil—or vice versa.

But in the normal spectator at the ideal game the excitement steadily mounts to the last second when, even after the gun has sounded, good old number 67, Poltowski, crashes through the line and changes the score. Hooray!

How does the hunter, the sportsman, come out when judged by these elemental standards? Is there any element of equality in his outdoor expedition, a sharing of risk, any chance at all, for instance, that the deer will shatter his legs with a lead slug or leave him in some undiscovered thicket slowly to bleed his life away? There have been cases, of course, where the deer did shoot the hunter, but usually the aim is careless, and the sportsman unfortunately recovers. I doubt if these exceptions show up on the statistical graphs.

Or birds. The only thing they can aim at a hunter is aimed in panic and even if they score a bullseye it is seldom if ever fatal. Just messy.

I wonder how many sportsmen there would be if they had a 50-50 chance with the hunted, or even to be more reasonable, say a 90 percent chance of coming back alive. I‘ll wager the woods would be deserted and quietly peaceful as in a day in 1491. I can speak with some authority on this, remembering the sheer horror that reigned in our bomber group overseas during the war when we were flying over Germany. The statistics told us that on each mission 3 percent of us would be blown out of the sky. My, but the chaplains and psychiatrists were busy in those days.

The Sacramento Bee ran a story about a hunter who jumped off a log onto the back of a sleeping three-point buck. In the first moments of confusion the hunter dropped his gun and had to face an enraged animal with only his hunting knife. They fought together for 30 minutes or so, the deer charging and goring with his antlers and the hunter slashing away with his knife. The words ―hunter‖ and ―hunted‖ suddenly became meaningless. It was a good fair game played for the maximum stakes.

I think it was his friends who hauled the man off to the hospital and dressed out the buck for him, and I hope while he was there they fed him great juicy chunks of venison. He earned them.

Now there‘s my idea of a real he-man sportsman, but I can‘t help wondering if he‘s going out again next year.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Sportsmen 2‖

That terrible time of the year is coming up now when the farmer is under daily pressure to turn his land over to the sportsman for dalliance. An endless stream of cars will soon be pouring through the ranch gates loaded to the springs with heavy-lidded, pig-eyed brothers from the city, little gangster types with 5 o‘clock shadows, dirty plaid shirts, and moving about in the center of an aura of whiskey fumes. They have one thing in common, one unifying lust—to kill something.

It is dangerous and foolish to generalize, but disregarding a few exceptions, I feel safe in offering a personal opinion: Sportsmen are the scum of the earth.

Within the recent past and in this area:

1. A wild sow near Manton was shot and her litter left to die, and

2. A doe on the river bottom was shot and her fawn found later starved to death.

One of my sportsman neighbors told me how he had caught a washtub full of frogs one night out of Champlain Slough. ―We got everything,‖ he said, his idiot face glowing with sportsman ecstasy. ―There wasn‘t a frog left when we got through.‖

One thing he forgot to do before he cut their legs off was to kill them. It took some of them a week to die.

I asked young Frank Anonymous how he‘d done the opening day of dove season. ―Cool, daddy-o,‖ he told me. ―I used 4 boxes of shells and got 2 doves, 1 woodpecker, 5 prune trees, and an old washing machine.‖ Now my theory is that anyone over 10 years old who can look into the beady little eyes of a woodpecker and then blast him into death is lacking some component of humanity.

―And what‘s your theory?‖ I asked my friend, Lloyd, yesterday, tirelessly gathering facts and opinions for my readers.

―The sportsman,‖ Lloyd told me, standing up straight and reading from notes he had prepared in anticipation of the question. ―The sportsman is insecure. He sees a look in his wife‘s face, he is nagged by secret doubts; he has been brought to a point where he has to prove to himself and perhaps to others that he is a man. Disregard the obvious Freudian symbolism which is too obscene to discuss in the columns of a family newspaper and think of the sportsman as a man driven by his own inadequacies to perform the rite of the hunter, the provider, or think of him as—‖

―O.K., Lloyd,‖ I interrupted. ―You can sit down now. The column for this week is already too long.‖

So he did.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Tapdancing bird‖

Moritz Thomsen

Notebook in possession of

Rashani Rea

No date, 1959 or 1960

Not included with ―Mill Run‖ clippings

Ah, the little things in life.

At 5:15 each morning for the last month I have been awakened to the patter of little feet, the sound of marching, the quick pure footwork of ‗der Sylphides‖—in fact the whole repertoire of sounds and rhythms that can be made by feet. This entire performance is produced and directed by one neurotic little bird who has selected my tarpaper roof as his parade ground. Being inside the house listening to him as he makes his circles and figure 8s is like being inside a drum; every little footstep is amplified about 300 percent. By the time he gets ready for his finale; the death scene from ―Three Penny Opera,‖ the whole house is humming and vibrating with the very pulse of life.

Now I am of the school who believes that there is probably nothing more idiotic in life than 20,000 lousy birds crowded together in the branches outside your window, all of them hooting, whistling, screeching, and proclaiming the obvious. The obvious is that it is 5:15 a.m. and that the sun is coming up, and that it‘s time to crawl out of the sack and start digging out the hog pens. This situation is brutally apparent and it is highly irritating for these little birdbrains with their missionary zeal to be peering in the windows and telling you the same obvious thing over and over.

But my dancing bird is another story. Here‘s a bird who thinks for himself. I have never seen this friend of mine except in imagination, but I know exactly how he looks; he is a scruffy wizened little drab, undersized, near-sighted and probably afflicted with chronic hepatitis, but he has the biggest, most magnificent feet in the whole state, great shiny butter-colored feet that glisten in the early morning sunshine as though they had been freshly enameled.

And my bird, poor obsessed little creature, madly in love with these glistening, yellow claws, simply can‘t tear his eyes away from the intricate dance steps that he performs each morning on my roof. He doesn‘t sing, whistle, or hoot, but he croaks. Once about every 3 minutes a day an ecstatic croak erupts from deep within him. It is a croak of pure joy and it sounds like a stepped-on toad.

Now actually in my whole day probably nothing happens that is more casual and unimportant than this heel-and-toe artist soft shoeing around on the roof. And yet I get a pleasure out of this event way out of proportion to its significance. Practically everything else that goes on around me is anti-climax. I lie in bed each morning in the semi-darkness, laughing, giggling, slapping my legs and yelling ―Ole‖ and ―Encore‖ to my dancer.

I wanted to write an inspiring article celebrating the little things in life. The big things in life, like love, money, sex, nuclear fission, friendship, and the North wind, it seems to me, are all highly overrated, are all about equally compounded of pleasure and pain and to get involved with them is to risk getting your back broke. I wanted to make a nice long list of all the little things in life that are made up of nothing but sheer pleasure, starting with my dancing bird, then moving on to those first life-giving cups of coffee, and going on from there.

But I have been sitting here now for 3 hours, sifting the brain and nothing comes to mind. Carrying these notes to a logical conclusion would seem to indicate that unless you have a tap dancing bird performing on your roof each morning, you have nothing and might as well put a bullet through your head. This may not be a bad idea, but it‘s not exactly what I started out to say.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―TV‖

Now that we are full into fall with darkness coming even before the chores are done, there isn‘t much to do with the evenings except look at Television. The wiser alternative would be to go to bed, but there is something uncivilized about retiring at 5:30 p.m., a sort of surrender to the forces of nature. It‘s bad enough being a farmer without being a sod-bustering one and a complete victim to

the revolutions of the earth. The house is wired for electricity; there are lights, toasters, washing machines, phonographs, and T.V. scattered around and I intend to enjoy them if it kills me.

For the last couple of weeks, with a feeling of complete moral degradation, I have been knuckling under to T.V. It has been a real capitulation, brought about by the annual agricultural crisis, the one this year being a combination of lousy corn and lousy hog prices. Reality being a little too thick, heroin and alcohol too expensive, and no good dependable source of marijuana available, I have turned to channel 12 for solace.

I have been going right down the line with the television boys beginning with the children‘s programs, the 30-year-old animated cartoons, to the bitter end, to the late show or the late show. If I have guests I pour them a cup of coffee, sit them in a corner, and ignore them. I have turned my mind into a great blotter which sops up hour after hour the fruits of our national technological genius. There is something magnificent about Tagg asking Annie Oakley for another Wonder Bread sandwich, and you don‘t know why until you realize that it is helping him to grow 12 different ways—up, down, sideways, upside down, inside out, slantways. A truly educational medium. Until I turned on my T.V. set, for instance, I had never had a clear idea of the mechanics of a headache, how those little hammers and bolts of lightning kept working in your head until you coated your stomach with acid flare-ups, to make you feel like happy days are here again.

Being a hog man, I had reconciled myself to the fact that I would drift through life in the center of a cloud of hog doo-doo fumes. But it‘s not true, I have recently discovered. There are roll-on deodorants on the market that won‘t stain even my sheerest nylons, and that will absolutely paralyze the olfactory nerves of anyone who wanders within 10 feet of me. Or I can use that new soap which is 45% whipped cream, shaped like a rowboat, makes pink suds, and coats you with a thin layer of grease that good, self-respecting odor-producing bacteria wouldn‘t be found dead in. Apparently this new product is so efficient that even if you only bathe every forty days you can still stand in front of a big piece of glass or something and have some guy throw horse shoes, tennis balls, golf balls, or rocks at you and you just keep smiling your little idiot smile because, man, you‘re protected.

Life is so simple, really. You coat your body with a film of ST-37, coat your teeth with a film of Gardol, put a little film of Jab on your ingrown toenails, coat your stomach and the 19 miles of your intestines with a film of good dependable acid neutralizer, get the old bile dripping through those old fatty particles, take an Ex-Lax or two for regularity, and you‘ve only got one thing to worry about.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Vulgarity‖

Once in a short story writing class our teacher, recoiling against a particularly ribald contribution from one of the students, gave us a lecture on vulgarity in writing. She was a middle-aged spinster, and, I‘ve always thought, a little thin-blooded and over-refined, even though at the time she was one of the top women writers. Occasionally she was compared with Edith Wharton and even, by critics who didn‘t know better, with Willa Cather.

She told us this true story, blushing violently as she did so, as an example of material which went far beyond the bounds of good taste, material which was unsuitable for commitment to print. The reason I remember it so well is that out of a class of 30 who sat there primly agreeing with her, I was the only one who laughed. The great whooping HO HO ho of laughter made me feel awfully foolish later, and in a way isolated me from both the teacher and the class for the rest of that year. I was the only westerner there, the only savage, and had been regarded with a certain measure of suspicion anyway.

A fat, middle-aged man, she told us, had gone to the Radio City Music Hall, to see the movie there. He was pretty seriously overweight, the kind of a man who puffs and blows from the most ordinary exertion, and since he had just eaten lunch and his clothes were tight and restricting, he loosened them as best he could when he settled down in the comfortable darkness of the theater. One of the things he did was loosen the zipper on his pants so that his poor old pendulous gut could expand in a more comfortable freedom.

Sometime later he was startled out of his reverie of adventure and romance when he noticed a woman advancing ups the aisle looking for a seat. He swung up ponderously to his feet to let her by, zipping his pants as she sidestepped by him—and you guessed it, zipping not only his pants but a great chunk of her dress as well.

I guess no one could describe the next 10 minutes, the screams of murder and police, the tugging and groanings and pullings of that poor old man, or how in the largest theater in the world the attention of thousands of people suddenly shifted from the silver screen to that sweating, struggling pair, wedded together in a relationship like something out of Dante‘s Inferno. The divorce took place much later in the manager‘s office after they had done a prison lock step up the aisle and through the foyer. It was accomplished with a pair of scissors, when a piece of dress from the woman‘s behind was removed.

What reminded me of the story was wondering what constituted vulgarity. My sister told me another story last week, a story that for quite different reasons seemed to come much closer to a true vulgarity. It was told to her by an old retired gentleman who in the first years of Franklin Delano Roosevelt‘s presidency acted as his press secretary. He swears it is true, she said.

It seems that the president of Haiti was invited to America for a state visit. The was in the year when civil rights for negroes was beginning to become our most pressing domestic issue, and Roosevelt called his staff together and with great firmness insisted that the Haitian party be treated with the most sensitive courtesy.

―I want no incidents of any kind,‖ the president said.

And there weren‘t.

For five days things went off in a flawless manner. There were state dinners, visits from dignitaries, and all the usual courtesies due a VIP. The morning of the Haitian president‘s departure arrived. He left on a train for New York, and everyone, including the Marine band, was there to see him off. He stood on the observation platform waving, smiling, and shaking hands, and then, as the train slowly began moving out of the station, the band master raised his baton and the Marine band, 100 strong, blared out a March version of ―Bye Bye Blackbird.‖

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―War‖

Check appearance in smokebox site

Hand written in notebook, in possession of Rashani Rea

No Date; no clipping from Los Molinos Sun

Going to war is the ultimate experience for the youngster. It has everything, and the beauty of war is, as any young man knows, that he as an individual is immortal; it is always the other guy who gets blown to hell.

Basically, the glamour and romance of war, the brass buttons and the medals, the enraptured look of the mother or the sweetheart, hinge on that basic question of the individual‘s manhood. War is, in the young kid‘s mind, the test of his courage, and his masculinity. We have so arranged our world that about every once every twenty years all our healthy young men get this wonderful opportunity to prove their manhood. So far we have constructed no satisfactory substitute. The art of fisticuffs, for instance, that most obvious technique for proving manhood, appeals in large part only to the psychotic element in our society. Boxing doesn‘t prove that a man is a man, only that he is an animal and a mentally disturbed one at that.

On the basis of one major war every twenty years—and discounting our Korean ―police action‖ as a trifling event which produced a piddling 25,000 dead American soldiers—the obvious conclusion is that the twenty years are up. More and more often people comment, between yawns or between a discussion of TV and the baseball scores, about the inevitability of everyone aiming hydrogen missiles at everyone else and pushing the buttons. There is apparently so much logic, so much basic good sense in this solution for ending the Cold War tensions, that the subject of war is actually a little boring. ―Oh, man,‖ your friend says, swigging a cold beer, ―this next one‘s going to be a lulu. We‘re all going to be killed. Turn up the TV, will you? I didn‘t catch that last speech of Palladin‘s.‖ No one, apparently, is personally involved in the ―next one,‖ which threatens to eliminate the human species.

The attitude of the public toward war is like that old Peter Arno cartoon, which shows a party of celebrating people in an airplane. The airplane is just about to crash head-on into the side of a mountain, and one of the women is saying, ―My God, we‘re out of gin.‖

In the event that any of my readers are in their teens and just itching for a nice war to start so that they can be courageous and masculine war heroes, let me assure them that if war will prove anything, it is the opposite, and that if you are subjected to enough terror you will come apart at the seams like everyone else. There may be some satisfaction in realizing that your whole platoon went psycho after 12 days of combat and you didn‘t go psycho until the 13th day, but let me assure you, this victory is a hollow one, especially if you end up in a straitjacket, and upon investigation it will probably come out that the reason you didn‘t go psycho until the 13th day was because you were punching a typewriter in the general‘s office 50 miles behind the lines.

Mill Run

By M.T. [Moritz Thomsen]

Los Molinos Sun

July 14, 1960

In the Hollywood version of combat that moment when the fliers are gathered together in the ready room and told what target they will destroy is always a moment of high drama. We used to watch these movies overseas and almost die laughing, filled at the same time as we watched with a sense of profound disgust. Van Johnson and a host of other curly-headed, bright-eyed, wiggly-hipped 4Fs commanded by Spencer Tracy used to emerge from these briefings, having just been sentenced to certain death, and do everything but stick small waving flags in their ears. In the background a chorus of 3,000 joined with a couple of symphony orchestras and swung into a rising crescendo of ―Off we go into the wild blue yonder.‖ Hooray!

In actuality, our briefing sessions were dramatic but also sort of sordid. All of us, for instance, had a superstitious dread of changing the clothes which had brought us back from our first combat experience. I wore the same shirt for 27 missions without daring to tempt fate and have it cleaned. By that time it was so black and stiff with the accumulated sweat of several hundred hours of increasing terror that it used to crack when I struggled into it. All of us had these blackened and disintegrating shards of clothing, and the rabbit-foot talisman that was going to save our lives. Gathering together in one small Quonset hut was a breath-taking experience, since we smelled like a medium-sized herd of constipated goats.

In the front of the ready room, hidden from view by a curtain when we entered, was a map of Europe covering the whole wall? Our day‘s mission had already been outlined on this map with a strip of red ribbon showing our routes in and out, and at the target a cute little paper bomb was pinned to our primary objective. At the proper dramatic moment, just as the commanding colonel was saying, ―Men, your objective today is______,‖ the curtain was snatched away by a second lieutenant in intelligence, who had apparently in his youth dabbled in amateur theatricals. But we never heard the name of the target since at that moment the colonel‘s voice was drowned in our groans and cries of lamentations.

Berlin was the target we dreaded. We hated them all, but Berlin was the one that froze the blood. The first sight of that red ribbon as it aimed its brave cellophane way into the heart of Germany was enough to set up a sort of violent repudiation which simply swept and convulsed your whole body. Immediately after every briefing when our target was Berlin the toilets were mobbed with the combat crews whose systems, in a terrible revolt of sickness and fear, turned themselves inside out in spasms of diarrhea and vomiting.

For a couple of months it seemed we did nothing but bomb Berlin. And every time we visited that dying pile of rubble the Germans had moved in another thousand flak guns. When we came in behind other groups the air above the city was visible 30 miles away, a solid island of black smoke at 30,000 feet, so thick you could climb out of the plane and walk on it.

I actually can‘t remember much about being over the city; there are entire 15 and 20 minute periods that are gone out of my life, periods when the brain shut up shop and I existed on a crazy level of doing what had been drilled into me to do quite unconsciously.

One morning our group had its turn at leading the Eighth Air Force over Berlin, and since I was sitting in the nose of the first plane, for the tenth of a second that it lasted I was the only allied soldier in the world flying through German air. What a revolting‘ development that was.

I remember approaching Berlin that time and seeing far out ahead of us hundreds of fighter planes flashing in the sun above the city, waiting for us. They were P-38s, American planes, but I didn‘t know it for another five minutes. Those five minutes was a time of total certainty, when it was so obvious that we were all going to be killed? It seemed only sensible to remember the events of life as it drew to its close and make some sort of a peace treaty with the powers of heaven. But it didn‘t happen that way. The body, in times of total fear, takes over and insulates the intellect against the present. One by one, my senses disappeared; it was like a ghost walking through a house and slowly snapping off the lights. By the time we were dropping bombs I was no longer even there; I don‘t know where I was, but I know I wasn‘t there. Leading the Eighth Air Force that day was a little mindless, gibbering idiot with my name, but with none of my attributes.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Watermelons‖

I tried to demonstrate last week that in the public‘s mind any self-respecting Mongolian idiot could raise hogs with the expectation of making enough money in a year or so to retire for life to the isle of Capri. At the other end of the agricultural spectrum we find the grower of the watermelon. This is

such an art, apparently, to hear some people talk, so complex, that a twenty year apprenticeship could scarcely be sufficient to ground one in the fundamentals.

This watermelon public is a minority public, but a dedicated one. It lives under rocks, I think, most of the year, appearing only at harvest time, when they show up on the edges of the melon fields. They don‘t want to just eat melons; they want to talk about them too. They can look at a truck-load of melons and tell you which field they came out of; they know the price of melons in Turlock on Firebaugh. They are real fanatics. I know for a fact that there are certain people in Vina who wouldn‘t dream of buying a watermelon from Scott unless it came out of Slim‘s field.

Not only does this minority public attribute certain magical abilities, a devilish knowledge of spells and charms, to the watermelon grower, but it tends to deify any man who claims knowledge of melons. You can really gain status with this group if you can tell the difference between an over-ripe and a broken-heart.

―Come on up to the store with me and help me pick out a watermelon,‖ the novice asks the expert, reverently, and a new life-long friendship is born. And three hour later they will come back with a great bulging, scabby beast of a melon which, like as not, is green as a gourd, and about as tasty.

Have you ever noticed one of these experts around a pile of melons? They are under a compulsion to pat each one as though they were playing bongo drums. There is a certain religious beauty in their concentration. They cock their heads, roll the eyes back so that only the whites show, and start slapping. One melon goes ―pong‖; one goes ―ping‖; one goes ―poing‖; one goes ―gunk‖. The ―Gunk‖ one momentarily startles the expert from his trance. He slaps it again and shakes his head mournfully.

My own personal opinion is that the melon that goes ―gunk‖ is every bit as good as the one that goes ―poing.‖ The best melon in the world would taste to me as though it has just been poured through a horse, and I have never been able to understand why, with the bounty of all creation at hand, the flavor of peaches and strawberries, of pineapples and cherries, anyone could pretend to enjoy the insipidity of a watermelon anyway.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Waves‖

―I like Bob Ramsey,‖ one of the young fellows on our watermelon chain-gang announced a while ago, sort of a propos of nothing.

―Why?‖ I asked him in surprise, not because liking Bob Ramsey is so amazing, but simply curious to know of Bob‘s sterling qualities had touched my young friend‘s sensibilities.

―Because he waves at me,‖ he said.

This really stopped me, and when I didn‘t say anything he suddenly became defensive, almost hostile. ―Oh, you lousy Vina farmers,‖ he went on, dropping the biggest watermelon in the field so that he could more freely wave his arms. ―I‘ve lived in Vina all my life, worked for every farmer around here, and most of them won‘t even see you on the street.‖

―Listen, young rat-face, catches the melons, and stop screaming at me,‖ I told him. So he dropped the next two on purpose just to show me who was boss, and the conversation ended. Melons were worth about $30 a ton that day, and I figured out later that little tete-a-tete had cost me about 97 cents.

But it also had its consolations, because I realized then that if waving at people in cars makes one popular then I am probably the most popular kid in Tehama County.

I wave at everybody.

The trouble is that all cars look pretty much the same to me as do pick-ups, and on the highway the situation is completely confusing. Slim drives a red pick-up, so I wave at red pick-ups. Bob Hoskins drives a country car; I wave at all country cars. Knute Anderson has a pick-up with wrap-around rear windows. I don‘t take any chances. Wrap-around rear windows get the wave. Wycoff drives a police car, and I gravely salute all police cars, hoping a little uneasily that I won‘t be arrested for attempted bribery or driving with one hand.

For three months last winter I waved at all light green Ford pick-ups until I realized that theoretically I was waving at myself.

I learned about the pleasures of being waved at about four years ago while driving through Utah. I didn‘t know a soul within 600 miles and it was lonely, but I was driving a very old beat-up muddy Jeep, and apparently everyone in Utah knew someone with a very old beat-up muddy Jeep, because I had a triumphal tour. It was as though I had just liberated Salt Lake from the gentiles. There was even a smidgen of ticker tape in Ogden unless my imagination was running wild at that point.

Since then I‘ve played it safe. I wave at gas trucks, meat-wagons, Fords, Chevies, everything but Cadillacs. No one I know owns a Cadillac, and if farm prices don‘t come up a little it looks like I never will.

And everyone waves back except Mrs. Hardy Carter and Marshall Boggs. I forgive Mrs. Carter because each time I pass her she is gripping the wheel like death, and from the distraught expression on her face I can tell she is expecting momentarily to plunge off the road. But as for you, Boggs, I can‘t understand it. I told you I‘d pay.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Publishers‘ dinner‖

By M.T. [Moritz Thomsen]

Just in case anyone saw me at the Fireside Inn the other evening I want to explain about that right now. I was at that table for nine over in the far corner, remember, the one where the waitress kept coming over and asking us to lower our voices, the table where the waitress kept saying, ―You‘ll have to leave if you can‘t act like ladies and gentlemen‖?

The way it all began was innocent enough. Mr. Murphy, the publisher of the Sun, insisted that I join

him at dinner with a group of newspaper publishers for one of their more or less regular meetings. Ever since I saw Ben Hecht‘s ―Front Page‖ with Lee Tracey back in 1933 I have realized, of course, that newspapermen were an eccentric lot, brash, uninhibited, vocal, and guided by none of the bourgeois conceptions of respectability.

I went then; not expecting to enjoy myself particularly, nor to fit into the group, but like an interested person will watch a brain operation, to enlarge the foundation of my experience, however unpleasant the experience might prove to be.

Well, one nice thing about newspapermen, they don‘t waste time in idle chitchat. Before our chair seats were even warm someone had asked someone else that most profound of all questions, ―Why hath God put us on this earth?‖ The whole evening exploded into a chaos of the deepest philosophic investigation.

Everyone wanted to talk; nobody wanted to listen. It was a night straight out of Turgenev or Dostoyevski, let me tell you. Within three minutes, with everyone yelling at once, it became apparent, even to the members of the press that some sort of order would have to be maintained.

A chairman was appointed, but unfortunately he was completely ignored, and in fact right after the soup course, spent most of his time in the bar.

What gave the evening its surrealistic overtones was the fact that all the publishers were in complete agreement on almost everything, mainly that each of them wanted to leave the world in a little better shape than they had found it. Why they were all screaming like that escapes me.

Those of you who were there may remember a strange hiatus about midway through the murky meal. Thinking of it now reminds me of the eye of the cyclone, that unreal time as the center of the storm moves over you and momentarily the sound and the fury dies.

You may remember that just about then a woman near the end of the table began screaming at me. I believe she was one of the parties. What she said, as well as I can recall was, ―Hey, you, you stupid-looking jerk, you haven‘t opened your stupid mouth all night; what are your ideas, if any, about all this?‖

What I said, and I certainly didn‘t mean to precipitate a crisis, simply was that Hitler and Stalin both wanted, in their own ways, to leave the world a little better than they found it, and that unless the newspapermen could be a little more explicit I found the conversation meaningless.

The cyclone moved on.

I want to deny those rumors about that grey-haired gentleman and me fighting out on the gravel; they are completely false.

Later, to be completely honest, I did invite that woman to step outside and wrestle, but I smiled when I said it, and I guess she thought I wasn‘t serious. Lucky for me, come to think of it; she‘d have beaten me to a pulp.

Well, I had my experience, and what I learned was this: Newspaper publishers, without exception, have much nicer wives than they deserve.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Fanatics‖

A longshoreman in San Francisco named Eric Hoffer wrote a book a few years ago called The True

Believer which concerns itself, I believe, with the fanatic who comes to power and is able through his power to force his beliefs on the society which he rules. Unfortunately, I haven‘t read the book yet; I loaned it to a friend in Vina last year before reading it, never got it back, and am now forced to make everything up about it as I go along.

According to this guy, Hoffer, the world is crawling with fanatics, and luckily for us, most of them haven‘t got the power to do anything about it. A fanatic, Hoffer says, is a person with an idea which greatly simplifies reality.

There‘s a man over in Paskenta, for instance, who mimeographed his philosophy and left a great stack of copies in the Poultry Producer‘s office for the public to read. He had everything figured out. Why, this gentleman asked, are we all tense, miserable, nasty, hateful, and sick? The same reason why chickens in cages are tense, miserable, nasty, hateful and sick. They are loaded up with positive or negative ions (I don‘t remember which) that can‘t be discharged. Wearing shoes is what put us in the present jack-pot. To feel abundantly healthy again all we have to do is walk around bare-footed for 30 minutes a day on good old damp mother earth. This is a modern version of the Antaeus-Hercules legend. Remember?

Up until a year ago there was a man in Vina who lived on figs, nuts, and chocolate bars and who believed, if my sources can be trusted, that marriage was an unnatural condition if its

consummation took place more than once every seven years. He had been divorced, I believe, some time back—about the time he began to figure things out for himself.

I have been sitting here trying to think of more fanatic examples, and suddenly I realized that the whole Los Molinos-Vina area is simply lousy with screw-balls, with people who blame all the troubles in the world on Franklin Roosevelt or Harry Truman, with people who claim it hasn‘t rained because the jet winds which trigger our weather at the north pole are being deflected by all those airplanes stationed in Alaska, with people who blame the atomic tests in the Southern Pacific or in Siberia on either too much rain or not enough.

I know people who swear by blackstrap molasses and yogurt, friends with fantastic cures for constipation, old codgers who think the world is going to hell because—I‘m not sure about this argument—because either 1. a majority of the citizenry still believes in God or 2. young men no longer protect their heads from the harmful rays of the sun.

Is it like this everyplace? I hope not; I hope our area is sort of a headquarters, sort of a last refuge for eccentrics and screw-balls. Someday the country is going to need new ideas, and if we can get all the fanatics together in Tehama County they‘re going to be a lot easier to find.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Farmers laugh‖

The easiest way to make a farmer laugh, I have discovered, is to tell him how disaster, large or small, has struck home to one of his neighbors. Since I know scarcely anyone who isn‘t a farmer it is perhaps unwise to generalize, to the extent of saying that farmers are any more malicious than any other group, but from where I sit it often seems that way.

An old Frenchman, whose name I can‘t spell, said that there was an element of pleasure in the misfortunes of even our best friends. I‘ll bet if that old boy had met a few Tehama County farmers he would have made his little aphorism a lot stronger.

In another part of the paper a there is a report on Dalton Young and how one of his men threw a sack of wrenches and bearings into his corn harvester. I have been listening to this particular story now for the last 3 weeks, accompanied in the telling by giggles, hee-haws, snorts, and slaps on the backs of farmers about to collapse with the sheer joyous humor of the whole thing. In fact the story has been told so much, so often, that I blush for the Sun, which apparently still considers that it is telling its readers something new.

Harvester men, especially, fall over backwards when they hear the story, and I don‘t even go into Vina anymore because there is a harvester man there who stops me on the street, the tears already streaming from his eyes, and gasps, ―Tell me again how they threw the bag of bearings into Young‘s harvester.‖

Remember the wind in September that blew over half the prune trees in the county? Well, it‘s an ill wind, etc., and a lot of farmers who didn‘t have prunes were walking around feeling good that day.

But these disasters, the floods that wipes out whole areas and kill whole herds of livestock, the winds that destroy thousands of trees, are not really laughing matters. They simply generate a nice feeling of satisfaction in the farmer, a sense of invulnerability, the feeling, perhaps of the person at a funeral who gloats to himself, ―There you are, and here I am.‖

It is always nice to know that the bean crop failed in New York State, or that the milo dried out in Texas, but you don‘t laugh about it. If I want to make a farmer laugh I tell him about how 27 lambs streamed into my house during the last storm and spent the afternoon in the living room, or about that boar I borrowed from Knudt Anderson that broke up 12 gates the other night looking for companionship.

There is a lot that could be said on the subject, but suddenly it has become a little frightening so I think I‘ll stop with just one humorous little reference to the cranberry farmers of our nation, who suddenly find themselves with hundreds of tons of cranberry sauce 10 days from Thanksgiving.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Hog shit I‖

No date; handwritten in notebook

A couple my devoted readers who are also apparently confirmed Freudians have been pointing out to me whenever we meet that they have deduced certain of my abnormal traits. ―You say such nasty things,‖ one of them told me the other day. ―Why can‘t you write about nice things? Why are you always mentioning hog manure? You see quite obsessed with it, as though it were continually on your mind.‖

Now, anyone who has spent over an hour on my ranch, especially since the recent rains, and comes away without being obsessed with hog manure, in fact positively scarred for life from the full horror of the experience, is in my opinion the abnormal one. Yes, I‘m obsessed with hog manure all right. Not only is it continually on my mind, but on any part of me you‘d care to mention. At the moment it‘s knee-deep on the high ground. The low spots are as yet unplumbed.

This grotesque development, this slowly creeping envelopment in hog by-products, is a direct consequence of my own naïve tendency to believe what I read in the farm publications. About five years ago Farm Journal, Farm Quarterly, and all the rest of them began pushing the raising of hogs on concrete slabs. Every month they ran another big article on the advantages of confinement, how much cheaper, quicker, and easier it was. There was big color pictures of fat faced smiling farmers lolling around in the shade counting their money while the hogs got fat. The hogs in the pictures were so sleek and shiny that you had to squint to keep from being blinded by the splendor of the scene. There wasn‘t a solitary speck of dirt in the pens. Under each picture was some insane caption like this: ―Now hog farmer Jones feeds 1,600 hogs and it only takes him 3 minutes a month.‖

These articles as the poured from the presses went into every phase of confinement feeding, except one. They forgot to mention that a mature hog, in a year‘s time, will produce 5 tons of waste products. This figure is from a government bulletin and I‘m not prepared to argue with it, though my own feeling is that it is immoderately conservative. On certain depressing days I am prepared to swear that one of my normal swaggering, nasty little hogs, after having swung into high gear and full production, can manufacture about a ton an hour, day in and day out.

I read the articles and studied the pictures, sort of substituting my own smiling face for farmer Jones‘, and it all sounded so great that I finally called Mr. Starnes in Gerber and asked him to start hauling Ready-mix.

Five years later the farm magazines have finally begun running articles on the disposal of what I have been talking about. The biggest problem in confinement feeding of hogs, they point out, is the problem of manure disposal. As though I didn‘t know. The full page color pictures show how it is done. The same smiling farmers, pushing buttons on enormous electrical panels, set into motion $50,000 worth of gears, paddles, belts, augers, and endless chains and the stuff is whisked away to a 15 acre lake which you can see in the distance. Upon it in a bright red dinghy especially hauled in for the picture sit his happy, smiling children fishing for crappies. At least I feel it reasonable to assume that‘s what they‘re fishing for.

In the meantime, back at the ranch.

A couple of years ago, when the full horror of my situation began breaking in on me, I started digging pits in front of all my pens, which would, I hoped, hold a week‘s supply. They were dug in a sort of wild desperation, and as it turned out they held about a 20-minute supply. They still sit there, full to overflowing, a monument to my unwarranted optimism.

Last week a very dignified elderly woman drove onto the ranch. She got out of her car and walked toward me. Between us was the pit. My vocal chords must have been paralyzed, because I simply stood there, hypnotized, as she stepped into it and, with great dignity, like a proud warship with all flags flying, began slowly to sink from sight.

That was one depth that got plumbed, and in case anyone is interested in how deep the manure pit is in front of the farrowing house, I can tell them with some degree of precision that it is about belly-button high on someone‘s average-sized grandmother.

And I can tell you one other thing. Somewhere in this immediate area, there is a sweet white-haired old lady in a rocking chair, and she is rocking and thinking, rocking and thinking. She is thinking about that day. I‘m not the only one around here who is obsessed with hog manure.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Hog shit II‖

No date, clipping

On the very same day that sweet old lady marched bravely into my manure pit a couple of other gruesome events took place on the premises that I might as well report now and get it over with. When the history of this ranch comes to be written that Tuesday will probably be known as ―ladies day,‖ because contrary to the usual custom, all serious casualties that day were females.

The entire day, thought about now in retrospect, takes on the trappings of a low-grade slapstick comedy. Mack Sennett should have been there with his cameraman. My visitors had the whole book thrown at them, and they were hit by everything but custard pies.

By 6 that evening, what with the rain, Champlin Slough had raised about 12 feet and I was, I thought, since I lived on one side of the slough and the rest of the world on the other, safely isolated from mankind.

In the afternoon, shortly after I had turned the hose on that old lady and sent her home, two high school boys and the publisher of the Sun, in three distinct attempts at crossing the slough, had met

with disaster. The trouble some people will go through to interrupt one of my naps is unbelievable, but there is also something unbelievable about waking from three different naps to see newspaper publishers and small boys floating past your house flailing their arms and churning up white water.

Well, in the interest of truth, I‘d better confess that this is a slight exaggeration. Actually, Larry Martin is the only one who went completely under, and he didn‘t really float past the house waving his arms. The reason he didn‘t float past the house was because he got caught in some cottonwood branches from a tree that had fallen across the slough and this sort of checked him momentum.

Anyway, by 6 it was dark and the slough had cut me off from this mad activity, and the horrors of that day, I thought, were over and done with. I changed into dry clothes, put the artificial resuscitator back in the closet and cooked dinner.

At 6:15 I noticed the flare of matches over in the hog pen and heard short bursts of what sounded like laughter. My big mistake at 6:15 was to go on eating and hope that whoever was in the hog pen and found it amusing would go away.

Because it wasn‘t laughter that I heard, it was short screams of terror and cries for help from a couple of confused females.

What had happened while I was cooking dinner was that fate, in one of its more sadistic moods, had arranged that two girls, southbound on 99-E, should run out of gas by my mailbox. In the darkness the ranch looked just like any other ranch; all they could see was the peaceful old lane wandering down to a peaceful old barn.

It probably is impossible to reconstruct their emotions as they strolled down that lane to find themselves, with each step, going a little deeper into mud and whatnot. If emotions are hard to reconstruct, however, it was comparatively easy to reconstruct their trail the next morning, especially after those 10 hungry sows began following them around for a handout, and the girls started running so suddenly that their shoes came off.

There were naked footprints plastered all over the yard and their trail looked like one of those eight-cushion shots in a championship billiard game, as they veered around sows and bounced off fences.

At one point, in order to escape from the 10 sows, they had leaped a fence and landed in a pen with 60 fat hogs. I‘ll wager there were some fancy yips going on about then.

Well, by the time I got over there, about 6:45, complete exhaustion had sort of quieted them down. A few soothing words and they climbed down off the hog house roof as pretty as you please. They got the gas and have not been heard from since.

What I can‘t understand is the last look they gave me before driving off, a look of sheer outrage and animal hatred. You‘d think I had invited them in to tour the hog lot.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―I want out‖

Last Friday afternoon during the first wet hours of the last storm that finally began soaking our fields, I was a witness to one of those unsung, mostly unnoticed dramas which serve to illustrate the essential invincibility of the human spirit. It was a truly inspiring and emotional experience. The

alcoholic who abjures his spirits and the dope addict who breaks with his vice illustrate these same qualities of strength and recuperation, but in a less dramatic form. The transformation I witnessed, that change in a man from an abject, whipped creature to a soul triumphant, shaking his fists at heaven, took scarcely five minutes.

On second thought, this story may not prove that man may be destroyed but never beaten, but more cynically, that farmers are insane.

As though that needed proving.

A farmer friend of mine that I run into a couple times a week visited the ranch Friday afternoon, and we waded, hip-deep through what we refer delicately on the hog ranch as mud, to the house and made some coffee. For the last year we have been carrying on agricultural conversations very much like the ones I have with Knudt Anderson, sad defeated investigations into the bleak outlook for farm commodities. The big difference is, though, that my friend‘s thinking is almost formulaic. He suffers from a verbal tic whenever the future is discussed. ―I want out out out,‖ he invariably cries when the spring planting is mentioned.

As far as my friend has been concerned for a year there will be no spring planting, no more ridiculous efforts, defeated before they begin, to wrest a profit from the soil.

We sat at the table drinking coffee while my friend listlessly thumbed through the latest copy of the Farm Journal.

―Did you read the article in there about solid planted corn?‖ I asked him. ―It might be worth a try.‖

―Nuts,‖ my friend said. ―I just want out out out.‖ He speaks these words very fast with the timbre of his voice rising to a hysterical pitch until it sounds sad, like a bird cry.

We sat there drinking coffee and watching the rain, and finally my friend said in a very bored voice, ―Here‘s that article you mentioned.‖ He read it.

Now what the article is about is some experiments Illinois where corn was planted like grain, 200 pounds to the acre. Two crops were raised in one season, and the corn was cut at eight weeks when about five feet high for silage. According to the article it is possible to harvest 60 tons of silage or the equivalent of around 18 tons of alfalfa hay per acre in feeding value. Considering hay at $25 dollars a ton this means a gross per acre $450.

I watched my friend read this article and all of a sudden I heard a curious little sound; it was the gears turning in his head. ―Say, this fascinating, isn‘t it?‖ he said, the blood beginning to flush into his face, new life coursing through his veins. He grabbed a pencil and began covering the table with figures. His hands had begun to tremble slightly.

I retired for a moment to make another pot of coffee, and my friend‘s voice followed me. He wasn‘t talking to me; he was simply thinking out loud. ―Now, I sort of visualize this as a feeding operation,‖ he said. ―Let‘s see now. On 100 acres, 6 cows and calves to the acre,‖ scribble scribble scribble. ―Say a net of $400 an acre, that‘s $40,000 an acre and you take that money and put in 400 acres and the next year net $180,000.‖

He studied the article again, snorted with disgust and wrote more figures on the table. ―They didn‘t ever fertilize,‖ he said. ―We‘ll pour 600 pounds of nitrogen per acre on that field and double our yields. No, let‘s be conservative. Say we only net $75,000 the first year…‖

The transformation was complete. My friend was a farmer again, and I‘ll bet he won‘t‘ be screaming ―I want out out out‖ for another 10 months.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Monkeys‖

“Mill Run” by M.T. [Moritz Thomsen]

Los Molinos Sun, Thursday, April 14, 1960

Dear Mr. Editor:

One of the funniest stories I ever read was about the scientist who wanted to prove the law of averages. He had studied a statistic that if you put a monkey at a typewriter and he typed long enough, eventually he would write something that made sense. A visitor to his laboratory is shown into a special room, where, at a long table, a whole row of monkeys, about 30 of them, each before

his own typewriter and each wearing a green eye-shade, are busily pecking away. One of them is typing the complete works of Dickens. Another, as they watch behind his back, finishes the last sentence of The Pillar of Wisdom, put a new sheet into the machine, and begins to type Crime and

Punishment, Chapter One. And so on down the line. Each monkey is typing without error one of the classics.

Until I began writing for your rag I had always believed that this story was purely imaginative, a piece of sheer fantasy. But lately I am becoming more and more convinced that the author of that story must have personally known some newspaper editor who actually employed a monkey or a wild ape to be used in an emergency at the typesetting machine. I now feel that I know who this editor is.

There is only one thing I resent about this wild ape of yours, sir. Why do you only let him out of his cage when it is time to set up my contribution to your paper? I am, for instance, competing against two other columnists—the mysterious Dairyville Farmer‘s Wife and Mr. Dave Minch. I jealously study this copy and with increasing rancor note that their sentences are reproduced with all the clarity of a mountain stream, while my copy comes out so muddied and transformed that I often have to refer to my own original notes to see what it is I was trying to say.

For example, if I were to write down that uproariously funny joke—Who was that lady I saw you with last night? That was no lady, that was my wife—the chances are that the next time I read it in your paper it would look something like this:

SQUEAK SQUAWK LONDON AP. I see you. You were lazy last night. BAI GEE BALI HI BALI HA HA HA I wasn‘t being lazy; I lost my knife. SQUAWK SQUAWK.

Now, having a wild ape who can come even this close to reproducing the written word is a rare and wonderful thing, and I‘m not for a moment suggesting that you substitute a live human being. I am only requesting, sir, an even break with the other contributors to your sheet. Would it not be possible to turn your creature loose on the Farmer‘s Wife and on Mr. Minch‘s column, too? I believe that this would be the democratic way and that I could more fairly compete if we were all reduced to meaninglessness together.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Music‖

Los Molinos Sun

July 28, 1960

About 20 years ago, back in the days of the 78 rpm phonograph record, RCA Victor decided, in the interest of culture and increased dividends, to start pushing classical music. In its advertising campaign which kicked off this large scale entry into the realm of spiritual values and which was also calculated to shame the American public into buying good music, it listed the 10 greatest masterpieces and asked, ―How many of these records do you have in YOUR home?‖

Now, after 20 years, it is almost impossible to remember this dogmatic and monumental list in its entirety, but the very idea that someone could with godlike certitude enlighten us on such matters was so breathtaking at the time that most of the titles, surprisingly, still fester in the brain. Here are some of RCA Victor‘s nominees for immortality: Finlandia and Valse Triste by Sibelius, Ferde Grofe‘s Grand Canyon Suite, Liszt‘s Hungarian Rhapsody, a six-minute excerpt from the last act of Wagner‘s Tristan and Isolde—a four-hour opera from which Victor had extracted the really significant moments—Gershwin‘s Rhapsody in Blue, Strauss‘ Blue Danube waltz, The Stars and Stripes Forever by old what‘s-his-name, and I‘m jiggered if I can remember the rest of them, but they all came up to this same electrifying standard.

According to the advertising campaign, this well-rounded and exciting selection was the foundation, the very guts, of a record library. All you had to do was add a red-labeled record every month or so and within a year you would positively stink with culture and refinement and your home would be headquarters for the intelligentsia.

I have been pondering the author of this list for 20 years, and there still remain only two possibilities. It came either from the inventory department, who discovered with horror that they were calamitously overloaded with unsold albums with the above titles, or it was invented by someone who hated classical music and had decided to so flood the American public with the banal and sleep-provoking that they would turn once more and forever to Glenn Miller, Ted Fiorito, Guy Lombardo, and such ilk.

It must be impossible to imagine a list more beautifully calculated to reinforce an uninformed public‘s conviction that classical music is from Yawnsville and better ignored in one‘s private life

than this list unless possibly they had included To a Wild Rose or In a Monastery Garden rendered on the Mormon Tabernacle Organ with the choir humming softly in the background.

This list, I think, set good music back at least 50 years. It was about the time of its publication that radio stations one by one all over the nation began eliminating classical music from their programming. Now with the exception of three of four radio stations operating on the brink of disaster in a couple of places (New York and the Bay area) where large numbers of thoughtful, civilized, and music-loving people congregate there isn‘t a radio station in the nation that has the guts or the imagination to play anything more stimulating than a symphonic version of Cole Porter‘s ―Begin the Beguine.‖

The only exception that I know of is a Los Angeles radio station sponsored by an admirable airline company that plays symphonies and quartets for truck drivers from 1 a.m. until 5 a.m. This underground effort will no doubt in time have far-reaching effects in the upgrading of American taste, although as yet, I‘ve never heard a truck driver stumping for Ravel over that savage little beast called Elvis.

Local stations are perfect examples of what happens when radio stations pimp to the public taste; or what they think is the public taste. From the time they go on the air we are regaled with a steady regurgitation of hillbilly music for us farmer rubes, and then from 7 a.m. until they close and lock the doors at midnight they vomit into our ears hour after hour of endlessly repeated selections from the list of the top 50 pop tunes. Why they aim exclusively for the teenage market and mentality is something I have never figured out. The possibility that the local stations, and all the other radio stations, are owned by Russians dedicated to the task of softening American brains to the point of imbecility is a little far-fetched; so far, however, it is the only logical explanation.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Pasteurized prunes‖

Dear Mrs. George Lindauer:

Thanks very much for the package of pasteurized prunes and the copy of a speech which you and a Mrs. John Mohler delivered this summer, apparently, judging from its content, to a pack of advertising men who make their livings trying to make the public prune-conscious.

Unfortunately, your gifts raised more questions than they solved, and since this is a prune area I think it might be interesting to get these questions out in the open.

Now, about that speech, Mrs. Lindauer, let‘s get that one out of the way first. I have been trying to visualize the mechanics of it, and since there were two of you involved, it would appear on the surface to be completely impossible.

Did you take turns delivering this speech, a sentence at a time, or were you both talking at once like a bunch of women at a bridge table? Did one of you talk while the other one danced? Or was one of you, perhaps, skipping back and forth across the stage dipping into a gunny-sack full of pasteurized prunes and flinging them by the handful into the faces of the advertising men? Glamorizing prunes seems impossibly difficult without some farmer‘s wife antagonizing these people who, after all, you are paying to transmit to the public a portion of their hysterical enthusiasm.

From the tone of the speech I rather lean to the idea that one of you spoke and the other one simply stood there glaring at the audience. However it was handled, I‘m sure you will admit that it must have been a sordid and demoralizing spectacle, one which could not under any circumstances advance the interests of the prune industry.

The package of prunes was delicious. I ate most of them yesterday driving back to the ranch from our pleasant visit, took a good dose of Pepto-Bismol this morning, and think everything will be fine in a day or two. It was my own fault, and I‘m not blaming you a bit.

But I do want to comment on what I feel is an unfortunate name for this new product. The word ―pasteurized‖ has tremendous implications in the public‘s mind with the killing of germs, and as I devoured your package of goodies there was a whole area of horror in the back of my mind as I considered what I had been eating all my life until this moment.

UNpasteurized prunes? Heaven forbid. I think the prune people stuck their necks out too far this time. As far as I‘m concerned, anyway, if I can‘t find a pasteurized prune, the basic laws of hygiene will drive me right back to my good old canned peaches and applesauce.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Pitfalls‖

(Notebook version)

The hog business has many pitfalls and many disagreeable features which are discussed at length in the farm magazines, but I have never seen any mention in any publication of what is really the most disagreeable, the most hard to cope with feature of them all. The particular cross that the hog man must bear was one I thought quite unique to the business until I became involved with Slim in a field of watermelons and found that the same conditions prevailed.

I am speaking of the casual, uninvited visitor to your ranch who tells you how to run your business. Everyone, absolutely everyone has at some time or another owned an old sow. If they haven‘t owned one they used to spend the summer with Uncle Ernie who did. There is something depraved, something blood-curdling about the depth of detail which my guests can dredge up from their childhood past about grandpaw‘s sow named Rosie or that little gilt at Aunt Jenny‘s who farrowed 17 pigs under the peach tree. What a curious relationship must have existed that the details remain so fresh.

Now the terrible thing about this is that owning or knowing that old sow has turned my visitors into swine experts. They shake their heads in disapproval and tell me how to get straightened out. I have been advised to feed my sows mashed potatoes, lye, coal, pink beans, and Ivory soap. One guy insisted that I cut all the tails off my baby pigs, came back a week later, found that I hadn‘t, and drove off in a dander; I haven‘t seen him since. Perfect strangers will drive into the ranch and just about die laughing because the baby pigs are sleeping under heat lamps or because I‘m not feeding them cottage cheese like cousin Lem did back in ‘07.

A while back one of the temporary mosquito abatement men would drive in 4 or 5 times a week in his little Jeep. I thought at first he was looking for mosquito larvae, but it turned out he was looking for sick pigs. I think it was some sort of an insane obsession; the sad truth is that he could almost always find one either sick or dead, and his reactions day after day were identical. First he would hunt me down wherever I was, approach me with a dead march step, face grey, eyes averted, tell me what was happening on the ranch, and then announce that I had cholera. I used to hide in the grain bin when I saw him coming, and then he quit or got transferred or went back to Napa.

One of my off the ranch experts is a truck driver who has breakfast at the J & J. What we have in common is an awareness of the downward trend in the hog market, though our reactions are not exactly identical. I swear he sits at the counter swilling gallon upon gallon of coffee waiting for me to come in so that he can greet me with, ―Boy, hogs just ain‘t worth nothin‘ today, are they?‖ and as he says it, over his face spreads a grin of such diabolic glee that makes my blood run cold. Wonder what I ever did to him?

(Published version)

Any fool knows how to raise hogs. A few ears of corn, some table scraps, a nice mud hole, and man, you‘re in business. I thought for a while this knowledge was instinctual or at the least absorbed at the mother‘s breast. Science, however, tell us this is impossible.

Today we will discuss the worst feature of the hog business. It is not the smell, the problem of disease or nutrition; it is not being eaten alive by a sow with litter. No, I am speaking of the casual uninvited visitor to your ranch who tells you what you are doing wrong. Compared with this problem, being eaten alive by a sow with litter is like a two-week vacation with pay.

Everyone who comes on the ranch, absolutely everyone has at some time or another owned an old sow. If they haven‘t owned one they used to spend the summer with Uncle Ernie who did. There is something depraved, something truly unnatural about the depth of detail which my guests can dredge up from the childhood past about grandpaw‘s sow named Rosie or that little gilt at Aunt Jenny‘s who farrowed 17 pigs under the peach tree. What a curious, heart-rending relationship must have existed that the details remain so fresh. And why did they always have 17 pigs? What, I keep asking myself, is the Freudian significance of the number 17?

But the terrible thing about this is that owning or knowing that old sow has turned my visitors into ―Swine Experts.‖ Their mouths are flapping before the dust has settled or their car door slammed. In 17 seconds they are shaking their heads in disapproval and telling me how to get straightened out. I have been advised to feed my sows on exclusive diets of mashed potatoes, almond hulls, lye, coal, pink-beans, and pig iron. A handful of Duz in the drinking water was suggested to make the hair shiny. One guy rushed in one day, insisted that I cut all the tails off my baby pigs, came back a week later, found that I hadn‘t and drove off in a huff.

Perfect strangers will appear in the hog house already half-dead from laughter because the baby pigs are sleeping under heat lamps or because I‘m not feeding them cottage cheese like cousin Lem did back in the Ozarks.

One summer the temporary mosquito abatement man began coming to the ranch every day in his Jeep. I thought at first he was looking for mosquito larvae, but it turned out he was looking for sick pigs. I think it was some sort of an insane obsession. He would always find me wherever I was, look at me as though there had just been a death in the family and ask, ―Cholera?‖ This, apparently, was the only word he knew that had anything to do with hogs. I used to hide in the grain bin when I saw him coming and then he quit, or got transferred or went back to Napa.

One of my off the ranch experts is a big fat truck driver who has breakfast at the J and J. All that we have in common is an awareness of the downward trend in the hog market, though our reactions to the catastrophic situation are not exactly identical. I swear he sits at the counter swilling gallon upon gallon of coffee waiting for me to come in so that he can greet me with, ―Boy, oh boy, fat hogs sure went down yesterday, didn‘t they?‖ And as he says it, over his face spreads a grin of such malevolent and diabolic glee that my blood runs cold. Wonder what I ever did to him?

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Ethics‖

In possession of Rashani Rea

In the past 15 years that I have lived in Tehama County, I have met a great many farmers who impressed me as being honorable, upright and controlled by the most rigid code of ethics.

Maybe not a great many, but a few. They are the type of men who lend to their community a certain sense and feeling of permanence and decorum. They are the ones who don‘t cuss in front of women, who wouldn‘t dream of lying to you or cheating you in a business deal. They are the ones who end up on thankless little committees working for the community. They believe in God; a few of them even go to church.

There is something terribly illogical about the basic thinking of these men, however, which I would like to bring to the public‘s attention, and that is the fact that these good farmers who live with virtue and righteousness thing nothing at all of railroad ties from the Southern Pacific. It‘s as though God‘s

commandment to Moses really read, ―Thou shalt not steal, except it is OK from the railroad company.‖

Now don‘t get the idea I am condemning farmers who steal railroad ties. As a matter of fact, I‘m highly in favor of it, and steal them at every opportunity whether I need them or not. It is just one of those acquisitive traits that a man picks up, and which ultimately turns into a vice that takes possession of him. I steal railroad ties because I hate waste, because they‘re free, and because it‘s more fun sneaking around stealing them than it is to have them given to me. I have enough cached away now, figuring conservatively, to last me well into 1993.

But the real reason I steal railroad ties is because of a deep subconscious conviction that any company which will allow engineers to blow their whistles as much as the engineers do, rolling past my ranch, ought to have their railroad ties stolen. And the rails as well, as far as I‘m concerned. And if someone has any use for the trains, that‘s OK too.

The company has one mad idiot on the payroll who blows ―Shave-and-a-haircut—six bits‖ every time he rumbles past my house pulling his 100 square-wheeled freight cars behind him. Why he‘s got it in for me, I‘ll never figure out. Surely he‘s not mad because I‘m not out there waving at him, is he? Especially considering that he goes by at 3:30 a.m.

But before I got derailed, I was discussing the inconsistencies in the honest men of this area who see no incongruity in calling themselves Christians and thieves in the same breath. It is one of the few incongruities, perhaps, that can be mentioned without running the danger of receiving a bucketful of irate mail from the irate preachers of the area.

I was lucky enough to overhear two of Vina‘s church-going, all-American boy types plotting one of their raids last fall. The most interesting feature of their conversation was the revelation in them of fully-developed, completely criminal minds. If that pair wanted to expand, they could knock over every Bank of America branch office in the territory without leaving a clue. They ended up, I discovered later, with about 200 ties, which should last them for at least 75 years, in a state of complete exhaustion, crouching down in the very middle of a private hedge, giggling like six-year-olds in a state of suspended terror because they had passed Albert Apperson in his sheriff‘s car.

Afraid of Albert Apperson? I wonder where he hides his railroad ties.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Ethics II‖

[Clipping]

Last week I pointed out how otherwise honest men felt an alarming lack of compunction about robbing Southern Pacific of their railroad ties. On the contrary, they steal them by the hundreds when all they actually need is one or two corner posts.

But this is small potatoes. It is merely finger exercises in preparation for the big virtuoso performances of middle age. Stealing ties is sort of a beginning exercise for the young farmer interested in criminally assaulting the railroad company. We have to turn to the older community leaders for those breathtakingly conceived and faultlessly executed financial raids into the Southern Pacific money-box. After all, railroad ties are heavy and extremely unwieldy and as a farmer moves into the middle years he becomes not only lazier but greedier.

All of us who have larceny in our hearts against Southern Pacific revere the memory of a certain Vina farmer who is now pleasantly retired and who is, for all I know, living out his declining years on the black sand beaches of Tahiti.

From the most humble beginnings (I believe it was only four lambs) he advanced within a period of less than eight years to a position of undisputed pre-eminence in his field. His specialty was arranging on the first foggy night of each year to have a band of sheep placidly strolling up that narrow area between the two steel rails, and it‘s not as easy as it sounds.

Slim Harbour was with our leader that day many years ago when he received his first claim check from Southern Pacific. It was a real moment of truth, Slim says, a moment of deep reverence as the larcenous possibilities opened up before that farmer‘s eyes. What a look of dedication must suddenly have taken possession of his face. We must thank Slim for preserving his first exact words which concisely describe his entire later expanded activities.

For the sake of brevity we have excised the dirty words. ―Slim,‖ he said, ―I‘ll be a censored censored censored. I lost four lambs, put in a claim for 20, and I might just has well have put in a claim for 40.‖

There‘s a whole philosophy of life for you in a nutshell.

Space does not permit us to mention the many refinements in technique which have developed since that momentous day, the filing of claims, for instance, for the loss of registered, imported seed stock rather than for ordinary herd animals. It is enough to point out once more that our leader was one of the few farmers who, through his genius, were able to retire, one of the few who didn‘t have to slave in his fields until the day he dropped.

A superficial estimate of the situation might lead one to believe that a primary prerequisite of earning this additional outside income (and God knows in these hard times a farmer needs a little outside income) is to own land contiguous to the railroad right-of-way. This is not necessarily the case. One local farmer, in the early fifties, brought off one of his more brilliant strokes one foggy night in May when he lost 17 head of registered imported hereford cows on the tracks. At that time his ranch was at least a mile from the Southern Pacific. Who but a man of the sheerest imaginative talents could have anticipated fog in May? This is the stuff of greatness, although in all fairness it must be pointed out that one of the basic laws was broken when cows were used instead of sheep.

Almost all, not all, but almost all Southern Pacific employees can arrive at the number of dead cows on a right-of-way by counting the legs and dividing by four. Sheep is another matter. Examining the wool off a few old gummers judiciously spread along a mile or so of track and you would think Don Quixote himself had spent the night there battling the forces of evil.

It is our present leader who has shown up graphically [clipping ends here]

[Notebook version, hand-written]

Last week I pointed out how otherwise honest men feel absolutely no moral compunctions about robbing Southern Pacific of their railroad ties. On the contrary, they steal them by the truckload, piling them up by the hundreds when all they actually need is one or two corner posts.

But this is small potatoes. Stealing ties is sort of a beginning exercise for the young farmer interested in criminally assaulting the rail road company. We have to turn to the older community leaders for those faultlessly executed and breathtakingly conceived financial raids into the Southern Pacific moneybox. After all, railroad ties are heavy and extremely unwieldy and as a farmer moves into the middle years he becomes not only lazier but greedier.

All of us who have larceny in our hearts against Southern Pacific revere the memory of a certain Vina farmer who is now pleasantly retired and who is, for all I know, living out his declining years on the black sand beached of Tahiti.

From the most humble beginnings (I believe it was only four lambs) he advance within a period of less than 10 years to a position of undisputed pre-eminence in his field. His specialty was arranging, on the first foggy night of each year, to have a band of sheep placidly strolling up that narrow area between the 2 steel rails, and it‘s not as easy as it sounds.

Slim Harbour was with our leader that day many years ago when he received his first check from Southern Pacific. It was a really moment of truth, Slim says, a moment of deep reverence as the larcenous possibilities opened up before that farmer‘s eyes. We must thank Slim for preserving his first exact words which concisely describe his entire later expanded activities.

For the sake of brevity we have excised the dirty words: ―Slim,‖ he said, ―I‘ll be a consored censored censored. I lost four lambs, put in a claim for 40, and I might just as well have put in a claim for 400.‖

Space does not permit us to mention the many refinements in technique which have developed since that momentous day, the filing of claims, for instance, for the loss of registered imported seed stock rather than for just ordinary herd animals. It is enough to point out that our leader was one of the few farmers who, through his genius, were able to retire, one of the few who didn‘t have to slave in his fields until the day he dropped.

A superficial estimate of the situation might lead one to believe that a primary prerequisite of earning this additional outside income (and God knows, in these hard days a farmer needs a little outside income) is to own land contiguous to the railroad right-of-way. This is not necessarily the case. Earl [illegible—Foor?] in the early fifties brought off one of his more brilliant strokes one foggy night in May when he lost 17 head of registered imported Hereford cows on the tracks. At that time his ranch was at least a mile from Southern Pacific. Who but a man of the sheerest imaginative talents could have anticipated fog in May? This is the stuff of greatness, although in all fairness it must be pointed out that one of the basic laws was broken when cows were used instead of sheep. Almost, not all, but almost all Southern Pacific employees can arrive at the number of dead cows on a right-of-way by counting the legs and dividing by four. But spread the wool off a few old gummers judiciously placed along a mile or so of track and you would think Don Quixote himself had spent the night there battling the forces of evil.

It is our present leader, John Roach of the Rumiano ranch, who has shown us that free enterprise still lives in our great county. His brilliant coup of five years ago, when he ran an old D-4 Caterpillar

tractor directly in the path of an oncoming freight, broadened the whole concept of larceny for all of us. Now, not only can we profitably dispose of our worn out livestock, but our worn-out equipment, as well.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―George Harris‖

No date, no clipping, unfinished

Handwritten in notebook in possession of Rashani Rea

The day that 17 head of Earl Foor‘s cows got hit by a south-bound freight down near Henry Ballard‘s was quite a day around my ranch. To point up its drama and pathos, however, I‘ll have to give you a little family background and a short history of San Francisco art.

My sister and her husband, George Harris, happened to be visiting me that weekend. I didn‘t know it until years later, but it was a time of crisis for them, a time when they were questioning the whole direction their lives seemed to be taking. My brother-in-law George was an artist and a very good one. For 20 years he had served an apprenticeship, learning his craft and developing individual painting style. At that time he was one of the best abstract painters in America, so much more subtle and sophisticated than the much-publicized Stuart Davis that he made that guy seem like an amateur.

Now no one but a person with either a strong streak of masochism or a true dedication to his art will select serious painting as his life‘s work. I think it was Art News magazine who pointed out that there were less than 50 painters in the entire United States who lived on the sale of their canvases. The rest of the artists in this country teach or steal or work in gas stations to stay alive. It is the roughest, most unappreciated way to make a living in America.

But George, it seemed for a while, was going to be one of the lucky ones. He had found abstract painting 20 years before the public, and by 1947 George‘s paintings were hanging in the museums

and fighting it out with the best of them. By that time 95% of all the painting being done in the Bay area was abstract, and 90% of that, extremely ill advised.

George‘s work was thoughtful and complex; he seemed to be commenting optimistically on man‘s capacity to hold divergent and simultaneous ideas in his head. It was quiet and intellectual painting, or at least as intellectual as abstract painting can be. And he had begun, finally, to be recognized as one of the few outstanding painters.

About that time something happened to painting that a lot of people are still trying to figure out. Some young hot-bloods entered the scene. They were, perhaps, GIs who had suffered the restrictions of army life too long, been too long repressed but they began to paint and they threw out all the rules. Down with the discipline of painting they cried, down with learning the techniques. All that matters is the emotion, and the spattered the canvas with gobs of paint and they used 6-inch wide brushes, and they attacked, and everything was Big.

Before anyone realized it 95% of all the work being done in the Bay area was ―Expressionistic‖ and abstract painting was looked at in its historical perspective along with Impressionism, pointillism, Surrealism, and all the rest.

In 1950 George was an historical figure, and if anyone was buying paintings, it wasn‘t abstract paintings.

We now come to the morning that Earl‘s cows tangled with Southern Pacific. The three of us were quietly eating our mush when [end of writing]

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Beatniks‖

I have been relaxing this evening over a package of PASEURIZED prunes (at least that‘s what it says on the package) and reading a clever and very malicious article in Life magazine about the Beatniks, those curious and malignant rebels who are congregating in our largest cities. The whole

tone of the article is so vicious and condemning that it puzzled me until I realized that Life

magazine, whose income is derived from advertising, must, of necessity, be outraged by an segment of our society that scorns the products of our society, and which in a broad sense, ceases to consume.

This apparently is what the Beats are doing. On the whole, they are loutish creatures who disapprove of work. As a consequence they seldom have the funds to buy kitchen gadgets, those shiny chrome-plated symbols of success which fill American homes. Their theory seems to be that they can be as miserable and unhappy without a 1960 refrigerator as anyone else can be with one.

What makes the Beatniks outcasts and traitors to the American dream? It is not the marijuana smoking, the overindulgence in vino, their propensity to pass life away in fruitless and meaningless conversation, or the absence of a marriage license framed above the conjugal bed. What makes them evil and dangerous is simply the fact that they won‘t buy our nice, new products.

Sin, according to a group of goofy definitions that I heard the other day, is whatever your society says it is. In the past we allowed the church to make up the rules, but lately, and more and more we have handed over the power of defining sin to the advertising people. Look at T.V. for 30 nights in a row and I‘ll guarantee that you‘d rather be caught red-handed in an adulterous affair than be accused of having bad breath.

Smoke-stained teeth or armpit stain is becoming equated with armed robbery or bestiality. A man isn‘t supposed to smell like a man anymore; he‘s supposed to smell like a rose bush, and if you don‘t drive a new car, or aren‘t seriously considering mortgaging your soul for one, you are just about as seditious as Captain Nolan who cried in a moment of folly, ―Damn the United States,‖ and was sentenced to be forever a man without a country.

We are a nation of consumers—the largest, most wasteful, most extravagant people in the history of the world. A Chinese would grow fat on what each of us throws in the garbage pail, but what is so dangerous is that our existence is beginning to hinge on the wastefulness and folly of our consumption.

Imagine what would happen, for instance, if everyone in the country decided to drive his present car for one more year. Detroit and Flint, Michigan, would disappear off the face of the earth, as though hit by hydrogen bombs; the denizens of Madison Avenue and the poll takers would be clawing at one another‘s throats like wolves, and the chaos would spread so rapidly that the Russians could probably make an unopposed landing on the east coast.

What scares me is that industry is becoming so complicated and so interrelated that the same thing might happen if, for example, the American people as a group decided to stop buying toothpicks.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

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―Bull sale‖

By M.T. [Moritz Thomsen]

Longhand, from notebook

The trouble with the following story is that it probably shouldn‘t be written down for another 25 years; by that time the tale will have become an authentic part of our local folklore. Too many people around here already know it now, the actual numbers of animals involved, the actual sum of money. I don‘t remember these little details so I‘m just making them up, feeling that they are relatively unimportant. Never let it be said that ignorance prevented me from plunging ahead.

Anyway.

Back in our dear dead days, about 10 or 15 years ago, the Red Bluff Bull Sale was quite a different event than it is now. Unbelievable as this may sound, its main purpose was to sell bulls. There were no dancing girls, no high-priced comedians, no hoop-dee-doo. It was primarily a local event attracting local people and everyone at the sale knew everyone else. One thing was the same, however—everyone had a couple more highballs that day than he would normally have had.

Except our hero, a cattleman proudly claimed by both Vina and Los Molinos, who had had so many extra drinks that he awoke the next morning after the sale with no memory of having been there. He was lying fully clothed in a room at the Tremont, being watched over by a solicitous wife, when reality returned.

―Wow!‖ our hero said.

―You can say that again,‖ his wife said, sadly.

―Wow,‖ our hero said.

Unfortunately, I was not present at this moment in the cattleman‘s life, probably, as you will presently see, the most dramatic moment he ever experienced, so I‘m making up the conversation, too. It must have gone roughly like this:

―The bull sale‘s all over, huh?‖

―Yes, dear, it‘s all over.‖

―Well, darn, wish I‘d been there.‖

―Oh, you were there, honey, you were there.‖

―Oh, I was? It‘s all sort of hazy. How did it go? How much did the bulls bring?‖

―They went very well, dear. Matter of fact, they set a new high, around a 600-dollar average.‖

―Gee, it‘s a shame I was under the weather. I sure wanted to get one of those bulls.‖

―Well, don‘t feel bad about it, honey. You did get the one you wanted. As a matter of fact, you bought them all.‖

As I said, this happened 10 or 15 years ago, and perhaps I am exaggerating a little. Maybe our cattleman didn‘t buy them all, maybe only 90 percent. For the sake of the story let‘s assume that he awoke that morning with 40 600-dollar bulls. Whatever the actual figure was, he was obviously the largest bull man in Northern California, and as the day wore on, one of the worriedest.

The next day when he was fit to travel he left Tehama County for a tour of the mountain counties, his objective being, sensibly enough, to sell 39 bulls as quickly and as profitably as possible. He was gone about a week and on his return the following conversation might very well have taken place:

―Well, how did it go, dear? Did you get rid of the bulls?‖

―Yes, sweetheart, I got rid of every bull.‖

―Thank heavens for that. Did you get your money back?‖

―Well, now, you know the cow men are having a rough time up there this year, with the weather and all. They just haven‘t got any money.‖

―And so, sweetheart?‖

―So I traded bulls, honey. I got 2-for-1. Now I‘ve got 80 bulls.‖

What a shame the story can‘t simply end there.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

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―Christmas I‖

I think that hardly anyone over 20 years of age has much of anything good to say about Christmas. From about age 20 Christmas ceases to be a money-making proposition. At about that age for every dollar you spend on presents you get about a dollar back, and you end up the Yuletide season in a slightly weaker condition than when you started, having received from various aunts and cousins a variety of insane gifts, notable mainly for the beauty of the wrapping paper.

As you work into the 30s and 40s the ratio of return steadily declines, and if, by the time you have reached 50, you are getting back ten cents on the dollar, you are a lucky fellow indeed.

But for the young person Christmas is like being chief engineer on the gravy train. The adolescent and the pre-adolescent are like little octopii, attaching their rapidly waving tentacles to a budget-breaking assortment of extravagantly priced articles in an ascending order of pain to the harassed parents—from the $20 Tinker Toy, through electric trains and bicycles, to the inevitable second-hand convertible which is usually turned over near the old Tehama underpass or run into a bridge

before the middle of January. Christmas is for the young and for whatever the traffic will bear and it is wonderful.

For an example of a fool-proof gold-plated Christmas proposition which will illustrate my point I have to go back to the early 17th century and remember my own childhood. Up until the age of 12 my grandfather gave me, each Christmas Eve, a scrupulously new $5 bill. And what did he get from me? What he got from me, year in and year out, was two 5 cent packages of orange flavored Life Savers. This is so much better than the hog business, considering it as a return on your investment, that to think of it makes my head spin.

Is used to make my head spin then, too. In fact I blame my downfall for the delusions of grandeur which this yearly trade planted in my breast. I used to swagger around town convinced that I was the hottest little three foot high business genius since the Rothchilds hit the scene.

On my twelfth birthday I was sent down to grandfather‘s office to work for a month as an office-boy. My duties as I remember them now were to steal stamps, rifle everyone‘ s desk, lose mail on the way to the post office, and giggle like a half-wit whenever I was introduced to one of grandfather‘s friends.

Now grandfather was a monument of a man; he had a reputation for integrity and honesty that was most impressive. ―A man‘s word is his bond,‖ he used to growl. ―When I shake hands with a man over a deal we don‘t need no damn lawyers.‖

In discussing my wages with grandfather I had rejected his offer of 50 cents a day and counter-proposed that he pay me one penny the first day, two pennies the second day, four pennies the third day, and so on, doubling up each day for a month. It was an evil little plan I had worked out in detail, and when I received grandfather‘s hand to seal the arrangement I realized that I had pulled off my greatest financial coup to date.

I can still remember sitting at the dinner table arguing with grandfather at the end of that month, still remember the slowly growing sense of outrage as I realized that grandfather‘s reputation for honesty was grossly exaggerated and that he was treating the whole thing as a joke.

It was no joke to me. My wages for that month came to $10,613,383.72 and I want to state publicly that to this writing I have not received them. I can‘t help feeling that life might have turned out much differently for me and that I wouldn‘t have ended up knee-deep in a hog pen if grandfather hadn‘t been a welcher.

Ah, well, that‘s the way she goes; one day you‘ve got her and the next thing you know you‘re a farmer.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Christmas II‖

Tonight instead of looking at T.V. I have been sitting in reverently darkened room thinking back to the Christmases of my childhood, remembering the family ritual with a sort of amazed disbelief. I have been remembering how it was and at the same time trying to convince myself that it really happened that way.

Remembered separately each Christmas was ordinary enough, a time of high excitement for the children and a time of gathering together for the adults, but add them together and they begin to take on a patina of madness.

As I remember it now, the same things happened every year; we each gave and received the same presents, and as the years passed we grew more and more adept at our parts as the parts became more and more insane and meaningless.

Can it be possible, for instance, that every year from the age of 10 until the age of 17, I gave my sister a goldfish bowl with 3 goldfish in it? It‘s not only possible, but that‘s what happened, and I just realized that my sister hated goldfish, for within 10 days she had invariably flushed them down the toilet, explaining to me in a way that simply infuriated me that she was changing the water in the bowl.

What I received from sister each year was a silver plated stirrup to hang neckties on. I wonder where all those stirrups went—at one time I had enough to outfit a regiment of Mexican cavalry.

Father gave me punching bags and boxing lessons at the YMCA. It‘s obvious now that he was combating my grandmother‘s effeminizing influence and that he was trying to make a real he-man out of me, but at the time it seemed apparent to me that he had made a poor buy on a gross or so

of punching bags and was simply trying to get rid of them as gracefully as possible. The attic at home is still bulging with mildewed and deflated punching bags, some of them hanging from the rafters and some of them not even unpacked from their original boxes.

Opposed to father were my aunts; while he was trying to get me taught how to break someone‘s nose with my fists, my aunts were working on their specialties. Aunt Anna gave me books on etiquette, how to be a perfect little gentleman. Manners were very important to her and every year I received a book about ―the goops,‖ nasty little kids who ate with their fingers and didn‘t wash behind their ears. Aunt Inga‘s obsession was with my mind. She concentrated on the classics. Before I could even read I had an extensive library, and her psychology was really sound because the books were all so beautifully illustrated that I could hardly wait to learn how to read and find out why Robinson Crusoe was looking so scared at that footprint or why all those little people had tied down Gulliver.

Christmas was very important to the family. For instance, my Aunt Tree, who had married a Norwegian and lived in Oslo, always spent Christmas with grandmother. What she brought for presents to us were always the same—skis (which, she said, were properly pronounced, ―shes‖), mittens, she sweaters, she poles, she boots, and enormous she hats that fit us like tents. In fact nothing fit us; Aunt Tree in Norway always remembered us as twice life-size; the sweaters, 20 pounds of the finest wool, hung to below our knees and we looked like fugitives from the Vina Monastery when we were dressed to go out, something we did reluctantly, I might add. No one, not even a child, likes to appear in public looking like a fool.

Traveling in those days was a hard, slow process; it seems apparent to me now that all my Aunt Tree did was travel back and forth between Oslo and Seattle. By the time she got back to Oslo it was time to start buying and packing the ski equipment for the next junket. Until I was 15 I always half expected Aunt Tree to arrive from Norway on a sled pulled by a dozen snow-white malamutes.

Aside from the fact that we always got the same presents, the following events invariably took place.

1. Uncle Jim, who had what we delicately referred to as a ―drinking problem,‖ played Santa Claus. He was at the ribald song-singing stage by the time they got the red suit and whiskers on him, barely able to navigate. At some stage in the present handing out ritual he would lurch into the tree and become entangled in the lower branches. My aunts, for some reason, found this unspeakably vulgar.

2. The mayor of Seattle, who was a friend of grandfather‘s, always dropped by just before dinner for a drink; before he left he would at some point in the visit lock himself in the toilet and be unable to

get out. No one else in the world ever had any trouble with that lock except the mayor. The poor devil spent a good 30% of his time in grandfather‘s house pounding on the door of the downstairs bathroom, rattling the key and cussing like a muleskinner.

3. Normally the family did not drink much, but on Christmas Eve there were always countless half-filled toddy glasses sitting around, and all the children, all of us from age 6 to 16, seemed under a compulsion to sneak in and drain as many of these as we could. ―Just look how excited the children are,‖ the aunts would say to each other, happily, ―look how their eye shine; look how red their faces are.‖ Excited, hell, we were just plain drunk—a whole house full of little 8-year-old alcoholics. That must have been a pretty sight. None of the family ever caught on.

4. This week‘s contribution is getting disgustingly long but I want to mention one last memory of 10 Christmases in a row. This one deals with my stepmother, who joined the family when I was about 6. She was sort of a child-bride type, very pretty, very naïve, and very straight-laced. She hated drinking, but somehow always ended up on Christmas Eve with 3 or 4 stiff drinks tucked under her belt. When intoxicated, my stepmother had one unpleasant attribute: a high, piercing, shattering laugh, which was like several tons of ice cubes suddenly being dumped into the room through the ceiling. It was a shocking experience, and after 3 Christmases she was referred to by my aunts, behind her back of course, as The Laughing Hyena. Now, grandfather was a man of dignity and was treated with great reverence by the family and I always knew when Christmas Eve was over; it was that moment when I glanced up drunkenly from my toys to watch horror spreading over the faces of my aunts. They in turn watched my stepmother, the little child bride intruder, her silvery shrieks of laughter shaking the very pictures from the walls, sitting on grandfather‘s lap and squeezing the blackheads out of his nose.

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Dentists‖

Los Molinos Sun, pg. 3

Thursday, Sept. 24, 1959

By M.T. [Moritz Thomsen]

About six months ago one of my teeth began to communicate with me. His message, as it became clearer and clearer, was that he preferred to leave his old home to live a life of his own. I knew two months before I did it that I would have to go to the dentist.

Now if there was anything I have hated in the past it was crawling like a dirty beat dog into a dentist‘s chair; just thinking about that hour of torture used to make the hair start on my head and the flesh crawl. What I didn‘t know, and what perhaps many people still don‘t know, is that in the last five years new and miraculous dental anesthetics have been developed. Not only the pain but even that awful sense of apprehension and horror that makes your heart pound and your palms damp has been eliminated, and you lie back in something just short of bliss, smile at your dentist with a goody smile and say, ―Go ahead, doc, pull out a couple more if you feel like it, if it will make you any happier.‖

Dr. Merithew, our dentist in Los Molinos, not only uses these fine new anesthetics, but he has developed a psychological trick or two that really has me fascinated.

Apparently some degree of leverage is required when removing teeth, and to have a solid base of operation the patient‘s head is pressed firmly against the dentist‘s stomach. This may sound clinical, but actually it is hard to imagine anything more intimate and friendly.

Dr. Merithew‘s first trick is this: he puts his finger into the patient‘s outside ear so that the only sounds one hears come from what might delicately be described as the inside.

I was lucky enough, or was it all planned that way, to find myself plugged in on Dr. Merithew at approximately 11:30 a.m. The doctor was obviously very hungry. What I heard was not stereophonic, but it was beautiful. It made me forget that I was having a tooth yanked out of my body. What I heard was Tchaikowski‘s Overture of 1812, and as far as I have been able to ascertain, it is only the third time in this country that the piece was played as originally written—with cannon.

We made musical history that day, didn‘t we, doctor?

Mill Run

By Moritz Thomsen

Los Molinos Sun

No date

―Dharma Bums‖

One of this week‘s letters to the editor offers some practical and hard-boiled suggestions on bringing prunes to the attention of the Beatniks and thus increasing the demand for one of Tehama County‘s finest products.

Mr. P. Garst, who has just read Jack Kerouac‘s latest novel on the Beatnik outlook, has, however, missed the profounder implications of this book, The Dharma Bums. The ultimate aim of the Beatnik is finally exposed to the world, and it could just possibly make of a good producing prune orchard the most desirable property in the country.

Farmers are kulaks, the Beatniks say, completely enslaved by their land. Or as Thoreau put it—farmers pushing their 160 acres of land with their noses to the grave. The working man is a slave to his belly; the capitalist, to his money. Everyone but the Beatnik is enslaved by his possessions, his ego, his passions, or his vices.

What is the answer to this unhappy mess? Well, Mr. Kerouac tells us, the answer is simple. The only decent activity for a man today is prayer and meditation—little Buddhist prayers and little Buddhist meditations.

As Mr. Kerouac points out, it is important to be on the road when you are praying and meditating; everything you need should be packed on your back, and it is important, too, to head for the higher altitudes. Apparently, prayers above the timberline carry more snap, crackle, and pop than the sea-level ones, and naturally if you have to hike 60 miles from a grocery store to pray you have to carry concentrated foods like, according to Mr. Kerouac, wine, whiskey, rum, Rye Krisp, cheese, dehydrated potatoes, and dried fruits.

Unfortunately at the moment there are not more than five beat Buddhists bums living in the mountains on prunes and boiled rice. This would seem on the surface to offer little hope to the prune growers of an expanding market, at least in the direction of the High Sierras.

But wait. Do you know what these five beat holy men are praying for? They are praying for us—for you and me, the enslaved ones, and the force of their prayers is, they say, irresistible.

―I see the day coming real soon,‖ the hero of The Dharma Bums says, snapping out of one of his high-altitude mediations and grabbing for a bottle of Ruby Port, ―I see the day coming when the whole country will take to the roads and to the trails. Fifty million Americans hiking into the mountains, camping by streams and sitting on rocks in the sun, a whole nation of poor beat holy pilgrims.‖

Studying the falling prices of farm commodities and the prediction that they will be 20 percent lower next year, I am inclined to agree that this is quite a legitimate possibility. But I don‘t give Mr. Kerouac‘s prayers the credit.

Prune-growers, can‘t you see the potential? The prune dispensing machines glittering in the sun from the top of every mountain between Canada and Mexico and 50 million bums, good American beat bums, freed from their chains, happily chomping on prunes year in and year out. The concept is staggering.

LETTER TO M.T.

Dear M.T.

Mrs. Mohler and I are quite entranced with the idea of making like a song-and-dance team before the Prune Advisory Board—a real nifty thought. Not that we‘d add glamour to the prune industry, but it is fun to think about. By the way, we appeared before the above-mentioned PAB, although there were some advertising agency men, complete with grey flannel suits, in the audience. Our purpose was to beg the assembled multitude to jazz up prune advertising and merchandizing, and get people to TASTE the ―new prune.‖

As for pasteurizing, as it is used by some prune packers, it does not mean germ-killed, but it does mean that the prunes have added ―eat-ability‖ and are softer, more tender, even MORE delicious. Actually, the heat in prune dehydrators does a good job of ―pasteurizing.‖

The mechanics of presenting our little dealie was quite simple and a clever guy like you should be able to figure it out. Miz L. spoke a piece, and Miz M. spoke a piece, and NEITHER of us glared at the august gentlemen; it was more like a simper, or a luring leer.

Anyway, all is forgiven and we just love you for putting prunes into print. By the way, that gift package was a week‘s supply, and was not supposed to be voraciously consumed between Seven Oaks Orchard and your ranch. We know they‘re delicious, but still—

Your constant reader,

Sydney Lindauer

Certificado de empadronamiento/Gracia

Alvaro Alemán

Nos encontramos con un certificado, que, a su vez, cumple una segunda función, la de documento de identidad. Certificar es otorgar certeza, es verificar, es dar prueba de vida, en este caso al Estado/nación, el ecuatoriano. En el documento constan los nombres propios del portador, se trata, de nada más, ni menos, que de Moritz Martin, Thomsen Titus. Bajo esa línea, que reclama nombres y apellidos encontramos otra, que establece nacionalidad, visa, reg no. En equilibrio sobre ese espacio dice, respectivamente, norteamericano, ingt, o8 426 y otros números que se pierden tras la esquina de la fotografía tipo carnet de un adulto, de pelo canoso, de cara adusta. Ingt: inmigrante? Integrante? Ingeniero técnico? Ingrato? Sobre el renglón que reza actividad autorizada se lee: Agricultor, aunque la fotografía no delata la prestancia del potentado, ni la traza del campesino. Y sospechamos que en todo caso, este imnigrante/integrante/ingrato no comulga con su participación en la escena del documento, que se siente inquieto, inhábil, inconforme con su papel, que luego se solidifica y se hace ESTE papel, este documento, esta identidad, este certificado de empadronamiento. Padrón viene de pater, de padre y también de ladrón, un ladrón

de padres, un padre de ladrones; y de patrón, de jefe. Vemos en la foto que el hombre, de pelo blanco, de nombre extranjero, resiente al padrón. Y cómo no hacerlo? Su rostro ha sido cruzado, marcado por el sello de la institución, de la migración, de la jefatura. Todo el lado derecho de su rostro se oculta por un fragmento de la palabra ―migración‖, su ojo derecho está cegado por la letra G. De nuevo, vemos asociado a este hombre las letras I, G, R. Ignaro, grávido, ingrato. Siempre la gratitud, o la falta de ella. La gracia y lo grato, lo agrícola, la desgracia y la ingratitud batallan en su rostro, en su mirada. Moritz Martin Thomsen Titus gruñe ante una inmortalidad identitaria forzosa y malhabida. Su rostro ha sido estampado por la nación, su mirada invadida por la tinta de la extranjería, junto a la línea que proclama la legitimidad de su permanencia en la República que lo somete a esta impavidez dice ―validez visa‖ y podría referirse oscuramente al valor de su vida, o al de su visión, ambas razones para Gr, para protestar ante la grotesca usurpación e invasión de la vida por las letras. Y justo al lado, en el espacio preparado con antelación para describir la condición de la visa, la vida, el viaje, el valor, leemos: INDEFINIDA. Sin definición, sin fin, infinita, indefensa, La permanencia entonces, de Moritz Martin Thomsen Titus en esta circunstancia de visa, de vida, al igual que este documento, este certificado de empadronamiento, esta marca en su mirada, en su imagen, será siempre indefinida, será siempre ingrata, descansará siempre en el firmamento público de una casi ciudadanía, un seudo padrón, una proto nación, una identificación perdida.

Bibliografía anotada

Ilustración original de Moritz Thomsen

Bibliografia Principal

Thomsen, Moritz. Living Poor: A Peace Corps Chronicle. Edición de bolsillo, New York: Ballantine

Books, 1970.

---------------------. Edición inglesa. Meat is for Special Days: Pride and Poverty in a Village in Ecuador. London: Souvenir Press, 1971.

---------------------.Arm mit den Armen. Edición en español de Living Poor. Baden-Baden: Signal-Verlag, 1978.

---------------------. Segunda edición inglesa aparece como Living Poor: An American’s Encounter with

Ecuador. London: Eland, 1989.

---------------------. Living Poor: A Peace Corps Chronicle. Seattle: University of Washington Press, 1969. Reeditada como edición de bolsillo 1990, 1997.

---------------------. The Farm on the River of Emeralds. New York: Houghton Mifflin, 1978.

---------------------. Segunda edición, con el addendum ―Postscript‖ a The Farm on the River of Emeralds.

Vintage Departures. New York: Vintage/Random House, 1989.

---------------------.Tercera edición, recoge la segunda edición de The Farm on the River of Emeralds. Vintage Departures, tapa dura. New York: Vintage/Ebury/Random House, 1999.

---------------------. ―Drawn to the river that reverses itself‖, extracto a doble página en The

Observerde The Farm on the River of Emeralds, Domingo 7 de abril, 1991 en sección Observer Travel.

--------------------. La Ferme sur le rio Esmeraldas (Broché). Traductor: Gerard Henri. Paris: Phebus, 2002.

---------------------. The Saddest Pleasure: A Journey on Two Rivers (A Graywolf Memoir). St Paul Minnesota: Graywolf Press, 1990.

---------------------. The Saddest Pleasure: A Journey on Two Rivers. London: Sumach Press, 1991. Segunda Edición.

---------------------. Le Plaisir le plus triste (Broche) Traductor. Gerard Henri. Paris: Phebus, 2003.

---------------------. My Two Wars. South Royalton Vermont: Steerforth Press, 1996. Segunda edición 1998.

---------------------..Mes Deux Guerres. Traductor Eric Chedaille. Paris: Phebus, 2005.

---------------------. Bad News from a Black Coast. Manuscrito inédito, título previo, You Don’t Have to Live

Here, una selección aparece en http://archive.salon.com/wlust/pass/1998/07/15pass.html.

---------------------. Selecciones de Living Poor y de Bad News from a Black Coast en From the Center of

the Earth: Stories Out of the Peace Corps, antología. Santa Monica, CA: Clover Park Press, 1991

----------------------. Selecciones en At Home in the World: The Peace Corps Story, antología, Peace Corps/USGPO, 1996.

----------------------.Selección de My Two Wars aparece en Creative Nonfiction no. 5. Fathers and

Fatherhood. en www.creativenonfiction.org/.../05contents.htm

Artículos de prensa.

Moritz Thomsen publica sus primeros textos en un periódico local, llamado Los Molinos Sun. En .esa publicación periódica aparecen, durante un período aproximado de un año, durante 1960, aunque posiblemente algunos de los textos sean de 1959, una serie de artículos en torno a una columna, The Mill Run. El periódico desapareció después de dos años de existencia y sólo

sobreviven, entre los documentos que Thomsen legó a su sobrina Rashani Rea, algunos recortes de la publicación original, más los documentos manuscritos en un cuadernillo que fueron recogidos y publicados. No existen fechas de publicación de todos los artículos, apenas de unos pocos que fueron conservados junto con la página entera del periódico; otros, posiblemente nunca llevados a imprenta, se conservan en el puño y letra del autor. A continuación se transcriben referencias a estos textos breves, con títulos añadidos por el biógrafo e investigador de la obra de Thomsen, Marcus Covert, puesto que la columna no incluía encabezados. Se señala si el texto existe sólo en forma manuscrita, o si se recoge el texto impreso en recorte, o ambas versiones a la vez, se presenta la fecha original de publicación en los pocos casos en que está disponible.

Los Molinos Sun

---------------------. ―Bore‖ The Mill Run Columns, sin recorte, en manuscrito, s/f, adicionalmente en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Friends‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun, Jueves, 12 de mayo, 1960, firmado M.T. también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Silence‖The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun recorte, s/f también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Sportsmen I‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun recorte, s/f también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Sportsmen II‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun recorte, s/f también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Tapdancing bird‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun, recorte, s/f también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Television‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Vulgarity‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―War‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, en manuscrito en cuaderno en posesión de Rashani Rea, también en Smokebox, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Bombing Berlin‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, 14 de julio, 1960, firmado M.T. también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Watermelons‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Waves‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Publisher´s dinner‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, firmado M.T. también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Fanatics‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Farmers´Laugh‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Hog Shit I‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , sin recorte en manuscrito en cuaderno, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Hog Shit II‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―I want out‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Monkeys‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, 14 de abril, 1960, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Music‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, 28 julio, 1960, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Pasteurized Prune‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Pitfalls‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, existe una segunda versión manuscrita, ligeramente distinta, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Ethics‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Ethics II‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―George Harris‖ The Mill Run Columns, versión manuscrita, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Beatniks‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Bull sale‖ The Mill Run Columns, versión manuscrita, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Christmas I‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Christmas II‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Dentists‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, 4 de septiembre, 1959, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Dharma Bums‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

---------------------. ―Letter to M.T.‖ The Mill Run Columns, publicado en Los Molinos Sun , recorte, s/f, también en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

The San Francisco Chronicle.

Los artículos que aparecen en The San Francisco Chronicle a partir de 1964 coinciden con el ingreso

de Thomsen al Cuerpo de Paz. Thomsen envió estos textos con alguna regularidad a ese medio pese a que el editor, como se expresa en la introducción de su primer libro, Living Poor, dejó en

claro que no los iba a emplear. Los textos aparecen en el suplemento dominical de ese diario, en su mayor parte y se extienden, cada vez con mayor periodicidad, hasta 1972. El estilo distendido e incisivo de Thomsen se marca desde esta época y se puede considerar una suerte de laboratorio de escritura puesto que buena parte de los materiales de Living Poor consisten en un trabajo continuo de reelaboración de sus primeras impresiones de personas, lugares y experiencias en el Ecuador.

---------------------. ―Dear God, I Hope I Don´t Have to Eat Dogs‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo 18 de octubre, 1964, 8-9.

---------------------. ―Or. . .How I Learned to Outwit the FBI en The San Francisco Chronicle. This World, Domingo 25 de octubre, 1964.

---------------------. ―Like College, Army and a Jail Sentence‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo 25 de octubre, 1964.

---------------------. ―How to Discover Yourself‖ en The San Francisco Chronicle. This World, Domingo 27 de diciembre, 1964, 10-11.

---------------------. ―Traversing the Teeth‖ en The San Francisco Chronicle. Viernes, 10 de enero, 1965, 14-15.

---------------------. ―Byron and the Pigs‖ en The San Francisco Chronicle. This World, Domingo 17 de enero, 1965.

---------------------. ―Drama and Trauma On. . . .‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo 14 de febrero, 1965, 22-23.

---------------------. ―Ecuador; A Country of Much Diversity‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo 7 de marzo, 1965, 14-16.

---------------------. ―Victor‘s Great Dream‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo 21 de marzo, 1965.

---------------------. ―Lost Village in The Jungle‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo 28 de marzo, 1965.

---------------------. ―The Stranger in La Union‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo 11 de abril , 1965.

---------------------. ―The Culture Shock of Silent Death‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo 25 de abril, 1965.

---------------------. ―What ARE You Doing Here?‖ en The San Francisco Chronicle. This World, 2 de mayo, 1965.

---------------------. ―The Revenge of the Inca‖ en The San Francisco Sunday Examiner & Chronicle. 3 de octubre, 1965.

---------------------. ―The Village Across the Green River‖ en The San Francisco Sunday Examiner &

Chronicle. 31 de octubre, 1965, 18.

---------------------. ―Happiness is Chickens‖ en The San Francisco Sunday Examiner & Chronicle. Domingo 28 de noviembre, 1965, 18-19.

---------------------. ―Chicken Soup & Jungle Madness‖ en The San Francisco Sunday Examiner &

Chronicle. Domingo 26 de diciembre, 1965.

---------------------. ―Gringos, Groseros and the Eternal Gap‖ en The San Francisco Sunday Examiner &

Chronicle. Domingo 16 de enero, 1966, 20 . ---------------------. ―Hombre, We Don‘t Do It That Way‖ en The San Francisco Sunday Examiner &

Chronicle. Domingo 13 de febrero, 1966.

---------------------. ―Dios Mio, What Things of Horror‖ en The San Francisco Sunday Examiner &

Chronicle. Domingo 6 de marzo, 1966.

---------------------. ―The Night They All Drank Beer With The. . .‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo 20 de marzo, 1966, 22-23. . ---------------------. ―The Garden of Cungillo,‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo 3 de abril, 1966, 20.

---------------------. ―A Strange War of Tastes‖ en The San Francisco Chronicle. 8 de mayo, 1966, 18-19.

---------------------. ―The Living is Too Easy‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo 22 de mayo, 1966, 25-26.

---------------------. ―Who Likes Okra Anyway?‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo 5 de junio, 1966, 18-19.

---------------------. ―A Land of Loneliness and Deferred Dreams‖ en The San Francisco Chronicle. 19 de junio, 1966, 22-23 . ---------------------. ―Ecuador‘s Chicken Economy‖ en The San Francisco Sunday Examiner & Chronicle. Domingo 3 de julio, 1966, 18-19.

---------------------. ―Girls, Sucres, &. . .‖ en The San Francisco Sunday Examiner& Chronicle. Domingo 17

de julio, 1966, 18-19.

---------------------. ―The Gringos Mystery‖ en The San Francisco Chronicle. This World. Domingo 31 de julio, 1966.

---------------------. ―All Gringos Living in Ecuador are Crazy‖ en The San Francisco Sunday Examiner &

Chronicle. Domingo 21 de Agosto, 1966.

---------------------. ―So It Rained and Rained and. . . ‖ en The San Francisco Chronicle. This World. Domingo 18 de septiembre 1966.

---------------------. ―The Wrong Fight‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo 2 de octubre, 1966.

---------------------. ―The Time of the Tijeras‖ en The San Francisco Sunday Examiner & Chronicle.

Domingo, 16 de octubre, 1966.

---------------------. ―Jorge and the Texans‖ en The San Francisco Chronicle. Fecha ilegible, 1966.

---------------------. ―Hodido with Eggs‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo, 13 de noviembre, 1966, 22.

---------------------. ―Little Hodido Dump‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo, 20 de noviembre, 1966, 28-30.

---------------------. ―The Pain of Not Being. . .‖ en The San Francisco Sunday Examiner & Chronicle. Domingo, 4 de diciembre, 1966, 26-27.

---------------------. ―The Good ‗Witch‘ of the Jungle‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo, 18 de diciembre, 1966, 21-22.

---------------------. ―Pancho‘s Chicken Crisis‖ en The San Francisco Sunday Examiner & Chronicle. Domingo 15 de enero, 1967, 20-21.

---------------------. ―A Time of Sad Departure‖ en The San Francisco Sunday Examiner & Chronicle.

Domingo, 5 de febrero, 1967, 22-23.

---------------------. ―Fiesta of Independence‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo, 5 de marzo, 1967, 18-19.

---------------------. ―The New Lust for Gold in Ecuador‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo, 26 de marzo, 1967, 18-19.

---------------------. ―Mission to Grave Mound‖ en The San Francisco Sunday Examiner & Chronicle.

Domingo 16 de abril, 1967, 18-19.

---------------------. ―Salty Taste of Defeat‖ en The San Francisco Chronicle. This World. Domingo, 7 de mayo 1967, 19-20.

---------------------. ―Ramon‘s Tale of Sadness‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo, 4 de junio, 1967, 21-22.

---------------------. ―A Puzzling Act of Violence on the Beach‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo, 25 de junio, 1967, 22.

---------------------. ―The Stormy Seas of Poverty‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo, 23 de julio, 1967, 18-19.

---------------------. ―On the Edge of Madness‖ en The San Francisco Sunday Examiner & Chronicle. Domingo, 13 de agosto, 1967, 20-21.

---------------------. ―Sound and Fury of Cooperation‖ en The San Francisco Chronicle. This World, Domingo 3 de septiembre, 1967, 17.

---------------------. ―The Chocho Loses the First Round‖ en The San Francisco Sunday Examiner &

Chronicle. Domingo 24 de septiembre, 1967, 20.

---------------------. ―A Beautiful Breakfast With a Big Wheel‖ en The San Francisco Sunday Examiner &

Chronicle. Domingo, 15 de octubre, 1967, 20, 22.

---------------------. ―There was ‗No Hope. . .Without Dope‘‖ en The San Francisco Sunday Examiner &

Chronicle. Domingo, 12 de noviembre, 1967, 24-25.

---------------------. ―The Uncooperative Co-op‖ en The San Francisco Chronicle. This World. Domingo 10 de diciembre, 1967, 21-22.

---------------------. ―Tarzan and the Poisonous 2-4-D‖ en The San Francisco Sunday Examiner &

Chronicle. Domingo, 7 de abril, 1968, 20-21.

---------------------. ―All Gringos Living in Ecuador are Crazy‖ en The San Francisco Sunday Examine r &

Chronicle. Domingo 21 de Agosto, 1966.

---------------------. ―Politics of a Dry Lagoon‖ en The San Francisco Chronicle. This World. Domingo, 12 de mayo, 1968, 22-23.

---------------------. ―Big Game in Rio Verde‖ en The San Francisco Sunday Examiner & Chronicle. Domingo, 7 de Julio, 1968, 20-21.

---------------------. ―Water and Witches‖ en The San Francisco Chronicle. This World. Domingo 10 de noviembre, 1968, 27-28.

---------------------. ―Africans of Ecuador‖ en The San Francisco Sunday Examiner & Chronicle. Domingo 8 de diciembre, 1968, 24-25.

---------------------. ―The Golden Rung on Life‘s Ladder‖ en The San Francisco Sunday Examiner &

Chronicle. Domingo, 12 de enero, 1969, 20.

---------------------. ―U.S. Aid Loses Its Green and Goes Dormant‖ en The San Francisco Sunday

Examiner & Chronicle. Domingo, 9 de febrero, 1969, 24.

---------------------. ―An Adam Before the Apple‖ en The San Francisco Chronicle. This World. Domingo, 23 de marzo, 1969, 26-27.

---------------------. ―Wealth and Power at $8 a Month‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo, 20 de abril, 1969.

---------------------. ―The Many Circles of Perpetual Poverty‖ en The San Francisco Chronicle. Domingo,

1 de junio, 1969, 24-25.

---------------------. ―Miracle at Rio Verde: The Cat Cometh‖ en The San Francisco Sunday Examiner &

Chronicle. Domingo, 8 de junio, 1969, 23, 26.

---------------------. ―Do you Really Think God is Kind?‖ en The San Francisco Sunday Examiner &

Chronicle. Domingo, 20 de julio, 1969.

---------------------. ―Well, How Does It Feel Now That Your . . .Gringo Is Gone?‖ en The San Francisco

Chronicle. This World. Domingo, 15 de febrero, 1970, 24-25.

---------------------. ―The Reappearance of ‗St. Peter‘‖ en The San Francisco Chronicle. This World. Domingo, 11 de abril, 1971.

---------------------. ―An Ecuador Homecoming—To Revolution‖ en The San Francisco Sunday Examiner

& Chronicle. Domingo, 16 de mayo, 1971, 20-21.

---------------------. ―The Terror of Changing Roles in Ecuador‖ en The San Francisco Chronicle. This

World. Domingo, 16 de mayo, 1971.

---------------------. ―A Gregory Peck-Type Pioneer in the Ecuadorian Jungle‖ en The San Francisco

Sunday Examiner & Chronicle. Domingo 12 de diciembre, 1971, 26.

---------------------. ―Ecuador Farm with Trees Worth $500,000 Each‖ en The San Francisco Sunday

Examiner & Chronicle. Domingo, 9 de enero, 1972, 28.

---------------------. ―In Pizarro‘s Shadow‖ en The San Francisco Chronicle. This World. Domingo, 9 de abril, 1972.

---------------------. ―A Poetic Vision of Ecuador‖ en The San Francisco Sunday Examiner & Chronicle. Domingo, 30 de abril, 1972.

---------------------. ―Man‘s Losing Battle with the Jungle‖ en The San Francisco Sunday Examiner &

Chronicle. Domingo, 11 de junio, 1972, 20.

---------------------. ―History Floats by My House‖ en The San Francisco Sunday Examiner & Chronicle.

Domingo, 30 de Julio, 1972.

Bibliograf'ia Secundaria Crítica

Caesar, Terry. Forgiving the Boundaries: Home as Abroad in American Travel Writing. Athens:

University of Georgia Press, 1995. Uno de los pocos estudios académicos de la obra de MT, el texto trata el género de la literatura de viaje estadounidense desde Herman Melville hasta Moritz Thomsen, se trata de un estudio formal de las características compartidas por este tipo de escritura. La obra de Thomsen que recibe mayor atención es The Saddest Pleasure. Alemán Alvaro. Vida y obra de Moritz Thomsen en

http://spanish.ecuador.usembassy.gov/root/pdfs/book/alvaro-aleman.pdf, un ensayo general que aborda las líneas generales de la obra de Thomsen y que explora algunas direcciones posibles de investigación en el futuro. Covert, Marc. ―Howls from a Hungry Place‖, este es seguramente, hasta el presente, el estudio/comentario más completo de la obra impresa de MT hasta el presente. El texto consta de 3 partes (part I - living poor/Part II—Moritz Thomsen‘s Farm on the River of Emeralds/ Part III - the saddest pleasure: a journey on two rivers, and my two wars) y se puede encontrar en

http://www.smokebox.net/archives/word/thomsen11101.html la página de escritores del Cuerpo de paz ha reeditado el texto en http://peacecorpswriters.org/pages/2001/0111/111pchist.html

Fieweger, Mary Ellen. ―Fame ma non troppo‖, un ensayo penetrante escrito por una profunda conocedora de la vida y obra de MT en http://www.usfq.edu.ec/liberarte/thomsen/

Garnier, Philippe. Comentario y contextualización de la obra de MT ―Incinérateur en panne‖ en Libération, 16 de mayo, 2002, también en http://www.liberation.fr/culture/livre/128608.FR.php.

Hirschkind, Lynn. ―Redefining the ―Field‖ in Fieldwork‖ Estudio comparativo de Living Poor de MT yBlack Frontiersmen de Norman E. Whitten, ambos textos se ocupan de un mismo grupo humano en coordenadas cronológicas iguales. Hirschkind monta un argumento poderoso a favor de la polifonía en los estudios etnológicos y favorece la visión honesta y concreta de MT por sobre el recuento cientificista y árido de Whitten. Ethnology 30(3): 237-249, 1991.

Miller, Tom. ―Introduction‖. Un ensayo sobre las características básicas de la literatura itinerante, o de viaje en el que se relievan las contribuciones de MT a este género, en The Best Travel Writing 2005 en Habegger, Larry, et al. The Best Travel Writing 2005: True Stories from Around the World.

Travelers‘Tales, 2005.

Stegner, Page. ―Introduction‖. Un recuento de la historia editorial del manuscrito que se converitía en My Two Wars y reflexión sobre las contribuciones de MT al subgénero de las memorias de guerra en My Two Wars. South Royalton Vermont: Steerforth Press, 1996

Stegner, Wallace. Sin título. Comentario de una carilla de este autor al inicio de The Farm on the

River of Emeralds Vintage Departures. New York: Vintage/Random House, 1989.

Theroux, Paul. ―Introduction‖. Ensayo crítico/analítico sobre la obra de MT por uno de los escritores estadounidenses contemporáneos más reconocidos en The Saddest Pleasure : A Journey on Two

Rivers. St Paul Minnesota: Graywolf Press, 1990.

Theroux, Paul. Fresh Air Fiend: Travel Writings. Reproduce la introducción a The Saddest Pleasure, con el título ―The Exile Moritz Thomsen‖. Mariner Books, 2001

Miscelánea

Alemán, Alvaro. ―Viviendo pobre‖ traducción de selecciones de la obra de MT. La Casa no 48. La

revista de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Quito: CCE, 1 de mayo, 2006. Enlace electrónico en http://cce.org.ec/index.php?action=pubpermanentes&id_maepub=10

Babbles, John Coyne. ― Moritz Thomsen died in Guayaquil‖, recuento de la muerte de MT y republicación de la carta que Mary Ellen Fieweger envió a sus amigos cercanos y que aparece también en parte en la introducción que hace Page Stegner a My Two Wars, en

http://peacecorpswriters.blogs.com/johncoynebabbles/2007/01/moritz_thomsen_.html

Belnap, Nuel y Michael Perloff. ―The Way of the Agent‖, un estudio sobre lógica matemática en una revista de filosofía en donde aparece una nota a pie de página que hace referencia a The Saddest

Pleasure. Studia Logica, Holanda: Springer, Vol 51, nos 3-4, septiembre 1992.

Blair Necessities. Un Blog donde aparece una carta de Moritz, escrita durante su viaje a Brasil, mientras vivía la aventura que después se convertiría en The Saddest Pleasure: A Jouney on Two

Rivers. La carta está escaneada y acompañada de una opción de aumento y transcripción. La carta consta de dos páginas. Un buen sitio para tener un sentido de la caligrafía de MT. Ver en http://www.flickr.com/photos/blairnecessities/135661274/

Cobbs Hoffman, Elizabeth. All You Need is Love: The Peace Corps and the Spirit of the 1960s.Boston:

Harvard UP, 1998. Excelente estudio histórico que contextualize la creación y expansion de la institución del Cuerpo de Paz, discute el texto de MT, Living Poor.

Covert, Marc. ―Biografía‖. Un recuento básico de los datos biográficos de MT, escrito por uno de sus mayores seguidores. Covert tiene una biografía formal en proceso, el texto apareció originalmente en http://www.confederatebooks.com/mt.html

Ellington, Elisabeth y Jane Freimiller. A Year of Reading: A Month-By-Month Guide to Classics and

Crowd-Pleasers for You and Your Book Group. Sourcebooks, 1992. Living Poor aparece como una

recomendación importante en este libro de sugerencias para armar grupos de lectura.

Goldberg, Natalie. ―Lotus in Muddy Water‖, capítulo dedicado a un encuentro con MT en Guayaquil en Thunder and Lightning: Cracking Open the Writer's Craft. Bantam: 2001.

Joseph, Pat. ―The Saddest Gringo: Moritz Thomsen in Exile‖. Recuento periodístico sobre un encuentro con MT en Guayaquil durante su último año de vida. En Salon Wanderlust julio 14, 1998.

http://www.salon.com/wlust/feature/1998/07/14feature.html.

Lowry II, Mark. ―The last days of Moritz Thomsen‖ Noticias de dudosa procedencia, recibidas y reportadas por un académico estadounidense que nunca conoció a MT y que escribe sobre sus últimos momentos en South American Explorer No 51. Spring, 1998, reimpreso en Returned Peace

Corps Volunteers Writers and Readers, Julio, 1998.

Luber, Ken. Guión cinematográfico que ensambla varias de las obras de MT en torno de sus experiencias en el Ecuador. Una muestra puede encontrarse en http://www.kenluber.com/screenplays/living_poor.pdf

Palmerlee, Danny, McCarthy, Carolyn y Grosberg, Michael. Lonely Planet.Ecuador, Lonely Planet

Ecuador & the Galapagos Islands. Lonely Planet Publications, séptima edición, 2006. Sugerencias de lecturas para viajeros al Ecuador Living Poor se recomienda como un texto indispensable.

Sherfey, Florence E. Wind in his sails: A biographical novel based on the life of early Spokane's Moritz

Thomsen . Lawton printing, Inc 1987. Esta es una biografía novelada del patriarca estadounidense del Clan Thomsen, el abuelo paterno de MT, su homónimo.

Simmons, Mary Beth. VOLUNTEERS, RADICALS, AND SAINTS: MEMOIR OF PURPOSE, curso que se ofrece en la Universidad de Villanova , Center for Peace and Justice Education y que incluye entre su lista de lecturas parte de la obra de MT. Otoño 2006.

Thurston, David H. Slash/Mulch Systems: Neglected Sustainable Tropical Agroecosystems en

http://www.ppath.cornell.edu/mba_project/ETHURSTON.html, un fascinante studio sobre agroecosistemas sostenibles en el trópico en el que el autor cita la experienca de MT en Living

Poor donde éste último propone la roza y quema. El autor transcribe fragmentos de la experiencia de Thomsen para demostrar la inconveniencia del traslado mecánico de tecnologías de una parte del mundo a otra, el texto aparece traducido al castellano en http://www.ppath.cornell.edu/mba_project/STHURSTON.html y consiste en una de las escasas traducciones parciales al castellano de la obra de MT, no se menciona al muy buen traductor en esta segunda versión.

Tidwell, Mike. The Ponds of Kalambayi. New York: Lyons & Burford, 1990. ―Written with humor and anger, despair and awe. . . This is an important book‖, comentario de MT en la contraportada.

Wikipedia. http://en.wikipedia.org/wiki/Moritz_Thomsen

Premios

En 1991 recibe el Governor Writers Award, hoy en día llamado el Washington State Book Awards, por segunda ocasión, por su anecdotario/memorias The Saddest Pleasure: A Journey on Two Rivers. MT ya había recibido este premio por su primer libro Living Poor a Peace Corps Chronicleen 1969.

Paul Cowan Non-Fiction Award. Fue el primer recipiente de esta distinción en 1990, por su obra completa. El premio Paul Cowan a obras no ficticias adopta esa nominación para honrar a Paul Cowan, un voluntario del Cuerpo de Paz que trabajó en el Ecuador. Cowan fue el autor de The

Making of An Un-American un texto sobre su experiencia como voluntario en América Latina durante la década de 1960. Cowan se distinguió como un activista y columnista política en el periódico The

Village Voice, murió de leucemia en 1988.

El premio a la experiencia en el Cuerpo de Paz se emite desde 1992. Se ofrece anualmente a un voluntario del Cuerpo de Paz o a un administrativo de esa misma organización, en servicio o fuera de él, en reconocimiento a la mejor descripción de la vida en el Cuerpo de Paz. En 1997, esta distinción se bautiza con el nombre Premio Moritz Thomsen, en honor a MT (que hizo su pasantía en el Ecuador 1965–67) y a su libro Living Poor, citada ampliamente como una narración sobresaliente de la experiencia de vida en el Cuerpo de Paz.

Reseñas

Anónimo. Reseña Living Poor: A Peace Corps Chronicle. New Republic, 29 de noviembre,1969, Vol. 161 Issue 22, 40.

Anónimo. Referencia a The Saddest Pleasure en New Statesman & Society, 19 de abril, 1991, 33.

Anónimo. Reseña The Farm on the River of Emeralds, edición francesa, ―Moritz Thomsen : l‘autobiographie américaine de Don Quichotte‖ en Etudes, revue de culture contemporain. Tome 403/1 julio-agosto 2005.

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Baber, Asa. ―Magic and Wisdom from the River of Emeralds‖, Bookweek, The Sun Times. Reseña de The Farm on the River of Emeralds. 18 de junio, 1978.

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Convocatoria a conferencia internacional sobre Moritz Thomsen

Moritz Thomsen fue un escritor de las Américas. Su obra se ha comparado con la de escritores estadounidenses reconocidos como Paul Theroux, Paul Bowles y Tom Miller. A la vez, su preocupación aguda con la marginalidad y el entorno en el Ecuador lo aproxima a la problemática social de la literatura ecuatoriana. Al escribir como un expátrida, Thomsen acogió temas como el de la identidad al margen de la nación, la exclusión, la raza y el racismo, la ecología, el desarrollo y la pobreza. Lo hizo en el contexto de una forma literaria personal y autobiográfica desplegada en la totalidad de su producción literaria.

Los editores de LiberArte buscan ensayos para ser presentados en la primera conferencia internacional sobre Moritz Thomsen que se realizará en Quito, Ecuador, en mayo del 2008. Las presentaciones pueden referirse a cualquier tema relacionado con la vida y obra de Moritz. Toda comunicación debe dirigirse a: [email protected]

Introducción: La escritura: El lúmpem de las artes liberales

Ana María Jalil

Las Artes Liberales han sido tradicionalmente consideradas como las disciplinas que cubren las áreas del conocimiento más "elevado". Sin embargo, cuando pensamos en filósofos, filólogos, poetas, los asociamos con excentricidad, desorden y pobreza. ¿Por qué? Tal vez porque estereotipamos al pensador, al que usa las posibilidades del lenguaje para expresar formulaciones lógicas o sentimientos apasionados, como opuesto al ejecutivo productor de bienes materiales ¿Por qué oponemos el pensar, el deleitarnos en la reflexión y en la palabra con el producir bienes útiles y prácticos? Aunque la Composición, es decir, la escritura, el arte de comunicarse, de informar, de persuadir, de

seducir exige el aprendizaje de la formulación ordenada, coherente y clara del pensamiento, y en el caso de la argumentación, la comprensión profunda de las ideas del otro, sin embargo es considerada la menor entre las disciplinas de las Artes Liberales y, en palabras de Álvaro Alemán al criticar el desdén por el arte de escribir, es el lúmpem de las Artes Liberales aunque teóricamente se resalta la importancia del pensamiento crítico. Y cómo se va a formular el pensamiento crítico sino por medio de la palabra que sigue las categorías del raciocinio que, curiosamente, son las mismas de la ciencia. Sin un lenguaje correctamente expresado no puede comunicarse el pensamiento lógico, y menos aún, el pensamiento crítico. La sintaxis y la ciencia obedecen al mismo proceso. Ante este panorama, LIBERARTE nos presenta en esta entrega cuatro reflexiones sobre el difícil tema de la enseñanza de la Escritura: En primer lugar, Andrea Castelnuovo nos habla del enfoque de la psicogénesis del lenguaje, que plantea una nueva forma de entender el proceso mediante el cual el niño se apropia del sistema de escritura y de la lengua escrita, a partir de su desarrollo cognitivo y de su interacción con el mundo de los textos. Analiza luego el trabajo de Emilia Ferrero y Ana Teberosky (1979) sobre el pensamiento infantil acerca de la lectura y la escritura. Parten ellas de una perspectiva genética, evolutiva, incorporando, además, lo que ya se conoce sobre el pensamiento infantil, la psicología de la educación, la lingüística y la psicolinguística. En su investigación descubrieron el proceso a través del cual, los niños construyen su propio sistema de escritura y de lectura. . La clave de su investigación es que los niños tienen, desde edad muy temprana, diferentes hipótesis sobre qué es y cómo se hace la escritura y que dichas hipótesis se presentan en forma secuenciada y sistemática en todos los niños. El paso de una hipótesis a la siguiente se produce a partir de los conflictos que se producen en él entre su forma de entender el fenómeno y nuevas informaciones que recibe de sus compañeros, de los textos reales con los que interactúa, y del docente. El artículo analiza, entonces, los métodos de enseñanza de lectoescritura, la falta de dirección del Ministerio de Educación al respecto, la falta de investigación educativa a nivel nacional. A continuación, Álvaro Alemán, director de esta revista reflexiona sobre las dificultades de enseñar a escribir a nivel universitario, fundamentalmente porque ni siquiera hemos unificado los criterios de lo que constituye una escritura aceptable. A falta de estos criterios, hemos adoptado el incuestionable dogma clásico de claridad, sinceridad y corrección, sin embargo, Alemán nos recuerda que "la claridad no es una configuración determinada sino una relación entre escritor y lector", por lo tanto es relativa y, pedagógicamente, es un concepto vacío; defiende la opacidad y la

ambigüedad tan útiles para persuadir y para expresar la profundidad de los sentimientos y pasiones. Buscar la claridad por encima de todas las cosas, podría hacernos perder la relación lúdica con la lengua. ¿Cómo abordar la enseñanza de la escritura? "Cada curso de composición debería ser un curso de Lectura Lenta" en el que estudiante aprenda a saborear el significado y el ritmo de las palabras. "Para que la escritura alcance un verdadero impacto en la conducta del escritor, es necesario que perdure más allá de la clase obligatoria, debe generar placer, hacia allá deberíamos dirigir nuestros esfuerzos". Alexandra Astudillo y Ana María Hidalgo nos recuerdan que "aprendemos lo que nos motiva", por eso para lograr un aprendizaje efectivo, es decir, perdurable y profundo debemos hacer que el estudiante lo busque y lo valore, que establezca el vínculo entre lo que se le enseña y su experiencia cotidiana. Además, la actitud del profesor debe ser de respeto y amabilidad para que el estudiante sienta que su proceso de aprender es valorado. Finalmente, Gerardo López trata de responder a la frustrante pregunta de estudiantes y profesores: ¿por qué nos joroba tanto la ortografía? Como sabemos, la ortografía se basa en la percepción y la memoria visual de la grafía de las palabras. Si no se tiene esta memoria, hay que apelar a las reglas, que casi siempre tienen excepciones. Hay muchas variables que influyen en el desarrollo de las palabras, aunque la mayoría proviene del latín, que en su camino hasta nosotros van sufriendo influjos que las alejan de su origen en distintas maneras. Sin embargo, aunque el sistema ortográfico es un sistema caótico (en el sentido matemático del término), la ortografía es necesaria porque da cohesión lingüística a la lengua pues hay un código común que nos permite comunicarnos con casi todos los hablantes del español. No sucede así con otros idiomas como el chino o el árabe, por ejemplo, en los que hay tantos códigos que es difícil que se comuniquen hablantes de regiones relativamente cercanas entre sí. López nos sugiere que para conservar la ortografía es indispensable recurrir al diccionario para buscar las etimologías y deducir la ortografía formando familias de palabras. Se debería enseñar la ortografía como un proceso deductivo, no como un conjunto de reglas arbitrarias que hay que memorizar. Pienso yo que la dificultad de enseñar a escribir y a leer van relacionadas. Aparentemente, ni el estudiante ni las instituciones valoran la escritura, más bien es vista como algo inútil y pesado que hay que aprender sin saber claramente para qué. De los artículos reseñados se desprende que evidentemente la escritura es útil para modelar el pensamiento y,

aunque menos útil, para disfrutar de la palabra, creando con ella y saboreándola. ¿Qué puede ser más importante en la vida que encontrar fuentes de placer?

La claridad como problema: notas hacia una pedagogía del placer en la escritura

Alvaro Alemán

Enseñar a escribir es un asunto difícil. En parte debido al hecho de que no hemos desarrollado, colectivamente, como sociedad (e incluso al interior de instituciones educativas), criterios básicos que definan en qué consiste una escritura aceptable. Lo que sustituye esa necesaria reflexión así, es la idea de la claridad. Más allá de que la claridad imagina para sí una transparencia imposible, y de que acoge en forma mínima el ideal iluminista en cápsula (dejar atrás las tinieblas de la sin razón), la claridad emerge como un arma multi uso para toda circunstancia comunicativa en peligro.

Pero ¿qué entendemos por claridad? ¿Cómo separar a la claridad de un uso ideológico, de esfuerzos por persuadir, o de la simple corrección gramatical y ortográfica? La buena prosa tarda. ¿Vale la pena? ¿Es que la escritura clara expresa siempre un pensamiento claro? ¿No es lo que buscamos, en algunos casos más bien elegancia y no claridad? ¿Es que la elegancia, o la elocuencia, mejora la transmisión de ideas?

El problema, adicionalmente, no admite, en su forma actual, una solución científica o cuantitativa. Ni siquiera conocemos su magnitud. Lo único que tenemos es una vaga noción del deterioro de la capacidad escrita, a nivel social y; para los que enseñamos a escribir, la sensación de una ineptitud creciente entre la población estudiantil.

Las escuelas y colegios periódicamente gesticulan en un intento por revertir una situación que se siente casi decidida a favor del fracaso en los cursos de composición a nivel universitario. Pensemos en lo que se intenta impartir, con frecuencia, en un solo curso de composición a nivel de instrucción universitaria (esto es, en aquellas universidades que aún se aferran, y son minorías, al intento de enseñar a escribir a sus alumnos). La clase básica de escritura en la universidad por lo común toma como temario lo que en tiempos antiguos se llamaba retórica y que hoy (a veces) se llama destrezas de comunicación. Viejo o nuevo se trata en suma del Trivium medieval, o curso de primeras artes ;es decir, progreso constante en gramática, lógica y retórica. El estudiante medieval entregaba todo su tiempo durante años a estas tres materias, hasta recibir su grado. Los estudiantes ahora hacen lo mismo en 14 semanas.

Como dice Richard A. Lanham, ―Invariablemente, estos alumnos no saben nada de lógica cuando empiezan, prácticamente nada de gramática y, a veces literalmente, no saben lo que es la retórica. Sí saben, sin embargo, que el curso no es importante para sus futuras carreras académicas. Ningún profesor, si es que se deciden por la ciencia, va a esperar de ellos que escriban prosa comprensible o los penalizará—y corregirá sus textos—si no lo hacen. Si estudian ciencias sociales, hallarán que la prosa lúcida que su instructor les urge a poner en práctica se convierte en un verdadero impedimento. . .‖

―Lo que importa es la idea‖. El prejuicio instalado en nuestra sociedad y sistema educativo, cada vez más acorde con los preceptos inflexibles del utilitarismo, sostiene que el estilo es asunto de ornamento y que la corrección es asunto de mecánica y que no hay ninguna razón real para someterse al laborioso proceso de labrar una prosa válida. ¿Para qué? A nadie le interesa ni siquiera una definición de la prosa, y nada motiva al estudiante a escribir bien, ni lo recompensa por hacerlo. Los comentarios de palurdos en la clase de composición son los más lúcidos ¿Por qué debe importarme cómo escribo si a nadie más le importa?

La buena prosa no se adquiere con un curso aislado del currículo escolar, colegial o universitario, ni de una inoculación que lleva el nombre de una asignatura académica universitaria. Debe sostenerse mediante un sistema social de valores, mediante el criterio social del valor de un estilo. Debe estimularse, recompensarse, apreciarse. La fealdad de su contrario debe estigmatizarse. Nada de aquello ocurre, ni siquiera dentro de los confines institucionales de las universidades.

Todo esto se exacerba, adicionalmente, porque las clases de composición ingresan libremente dentro de la lógica utilitaria. En muchas de estas clases, se impone una pedagogía que rechaza el placer a favor del uso. Como en la publicidad, el último reducto social en donde el lenguaje aún captura los restos de un espíritu de juego, a coste de convertirlo en instrumento de consumo, la clase de composición degrada todo el placer verbal, convirtiéndolo en utilidad, de la misma forma en que se degrada toda motivación humana en el principio de lucro. Se intenta justificar o defender la enseñanza de la escritura a nombre de argumentos afincados en su utilidad. Y esta simplificación resulta falsa: la buena prosa no es más garantía de éxito en el mundo que el simple hecho de poseer instrucción superior. Citemos a Jonh Jay Chapman en este sentido:

―Ahora, la verdad es que la educación superior no avanza los intereses personales de un hombre sino bajo circunstancias especiales. Lo que le da al hombre es el poder de la expresión, pero la habilidad de expresarse a mantenido a muchos hombres en la pobreza‖

La elocuencia puede ser peligrosa y, a la inversa, la pobreza comunicativa no es un impedimento para la comprensión, hasta puede ser una virtud; sino, pregúntenle a Dussan Drascovic de la selección ecuatoriana de fútbol.

Las clases de escritura entonces, presentan dificultades tanto sociales como pedagógicas, ¿cómo enfrentarlas? Un primer problema es el de contexto, ¿para qué escribimos? Hasta que esta pregunta sea asumida por más que un grupo pequeño de instructores la respuesta será siempre insatisfactoria, los estudiantes continuarán con actitudes indiferentes y despreocupadas hasta que puedan conectar su escritura con los valores sociales vigentes. En este sentido, como dice Lapham, tal vez el mejor incentivo sea una recompensa económica.

A nivel pedagógico el principal obstáculo es lo que algunos autores han llamado la falacia de la prosa normativa. La idea de que la meta de toda buena prosa es desaparecer; es decir, dar acceso directo al pensamiento del autor, sin el detrito de la enunciación. Se nos enseña que el estilo de escritura, como el Estado en el marxismo, debe desaparecer y dejar tras sí los hechos, límpidos en sí mismos. Como consecuencia se entregan fórmulas de escritura contradictorias (―escribe en tu propia voz‖, ―imita a los maestros de la prosa‖, ―prepara un esquema‖, ―sé espontáneo‖) que arrojan como saldo un panorama desolador de mismidad. Y sin embargo, los estilos válidos de prosa son innumerables, a tal grado que no pueden ser resumidos por un solo grupo de apotegmas.

Los usos de la oscuridad

La claridad como meta absoluta enfrenta grandes dificultades. Una de ellas es que la gente no escribe simplemente para ser entendida. Las discusiones clásicas sobre la expresividad humana se preocupan sobre todo de asuntos humanos más comunes: ventaja y placer. Talleyrand decía al respecto que el lenguaje se inventó para que el ser humano pudiera ocultar lo que realmente piensa y Kierkegaard, más cínico, construye sobre ese aserto para señalar que el lenguaje existe ―para que el ser humano pueda ocultar el simple hecho de que no piensa para nada‖.

―Ante todo la claridad‖ decía Anatole France, ―después la claridad y en fin, la claridad‖. ―La prosa, escribe John Murry, ―es el lenguaje del pensamiento exacto; fue hecha con ese propósito; y me parece que una preposición de Euclides es un ejemplo elemental de buen estilo, aunque de un tipo absolutamente vacío de creatividad‖. Estas afirmaciones soportan un dogma tedioso, repetitivo y poco original: debemos someternos, de manera inflexible a una trinidad compuesta de claridad, como meta del conocimiento, de sinceridad, como objetivo moral y de corrección como propósito estilístico. Examinemos a cada uno por separado.

La claridad no corresponde a una configuración verbal determinada sino a una relación entre

escritor y lector. Un componente crucial en esta relación es la familiaridad. Lo que pasa por claridad es así un idiolecto específico; es decir, un código concreto, pactado social e institucionalmente entre miembros de una comunidad de intereses. La claridad ocurre así entre miembros de una comunidad concreta y no entre personas de distintas características sociales. La claridad expresiva, para un abogado, difiere enormemente, de aquello que pasa con el mismo nombre entre periodistas deportivos, o entre financistas o apostadores profesionales o agentes de la bolsa de valores. La claridad en la academia depende del gremio al que aspiramos integrar y resulta ininteligible para aquellos que lo observan a distancia. Este hecho, que contempla lo que Bourdieu ha llamado, en otro contexto, el capital simbólico, revela la complicidad entre una idea (la claridad) y un sistema (social) y la radical contingencia del término.

Vemos por lo tanto que existen múltiples formas de claridad, algunas de ellas, francamente peligrosas, como podemos apreciar en el ejemplar texto de R Barthes ―Dominici o el triunfo de la literatura‖, parte de su formidable colección Mitologías, uno de los libros más reñidos con el

concepto de la claridad escritos en el siglo XX. En ese texto, una reflexión profunda sobre la manera en que el acento de un acusado lo condena ante una audiencia letrada que castiga su ―opacidad‖ y premia la ―claridad‖ lingüística del abogado defensor, vemos lo que realmente está en juego.

Lo que los instructores de composición hacen en clase entonces, es introducir un ―código‖, ni más ni menos legítimo que otros que circulan en nuestro entorno, aunque lo hacen con aspiraciones de universalidad, como si ese código fuese la vara de medición de toda la actividad humana expresiva. Lo que omiten, porque sería virtualmente contrario a su propia misión tal como la conciben, es toda mención a los usos de la oscuridad.

La oscuridad, o la opacidad expresiva puede ser de inmensa utilidad. A veces, porque deliberadamente apela a las pasiones, y las pasiones no son transparentes, a veces, porque se trata, a toda costa, precisamente con fines persuasivos, de evitar la definición precisa. Los grandes íconos de la celebridad global hacen todo lo posible por evitar ser identificados con un solo grupo de consumidores, así, en la cúspide de su popularidad, Michael Jackson intentaba no ser ni negro ni blanco, ni masculino, ni femenino, ni conservador ni radical, ni santo ni demonio. La indefinición, terreno fértil de populismos de distinta índole, resulta así, inmensamente deseable y no por deficiencia expresiva sino al contrario, porque persigue la ―oscuridad‖.

De la misma forma, la jerga profesional presenta su propia problemática. Uno recibe, como parte del proceso normal de socialización humana, acceso a una jerga específica que tiene, entre otros fines, un propósito claro de exclusión. En este sentido, toda forma expresiva, por más esfuerzos incluyentes que haga, no podrá jamás desterrar su profunda vocación segregacionista. A lo más podemos paliar esa tendencia y ciertamente, enseñar a nuestros estudiantes una noción absoluta de ―claridad‖ no hace sino perfeccionar sus propias inclinaciones excluyentes relativas a otros grupos que no comparten su instrucción.

Por último, la idea de una claridad perfecta resta valor del lenguaje en sí, y de toda relación lúdica con la lengua. Si únicamente queremos comunicar, podemos hacerlo sin gracia, sin misterio, pero nos privamos, en el camino, de impulsos humanos gratos: la creatividad, la experimentación, el placer inventivo, todo lo cual sin duda, pone siempre en riesgo la inteligibilidad, pero a favor de una mayor profundidad, autonomía expresiva y goce personal.

Sin-ceridad

Otro caballo de batalla para la enseñanza de escritura es la idea de escribir de lo que sabemos, con conocimiento de causa e integridad personal. El dogma aquí nos es legado directamente de Hamlet cuando Polonio termina sus admoniciones idealistas a su hijo Laertes con la frase: Sé

sincero contigo mismo, que a esto seguirá que seas sincero con los demás.

La idea presupone un ―yo‖ completo y coherente ubicado en algún sitio de nuestra interioridad. Si, como profesores, intentamos enseñar a escribir a jóvenes y adolescentes, una pregunta pertinente sería ―¿cuál yo?" Si entendemos a la identidad como un proceso continuo de experimentación con roles sociales (más aún en la adolescencia) y nos desmarcamos de un esencialismo trasnochado, entonces podemos entender que la demanda del curso de composición se convierte en una pedagogía del fracaso. ¿De qué sinceridad personal se puede partir si el ―yo‖ es un asunto en construcción, un proyecto distante? De ahí sigue que una actitud más adecuada a las circunstancias requiere que los estudiantes se vean expuestos a una diversidad de estilos y por ende, de perspectivas y ópticas distintas. Esta exteriorización estilística de su búsqueda identitaria, por medio de la prosa reclama una actitud opuesta a la ―originalidad‖ tan prevalerte—e imposible de lograr—en las camisas de fuerza convencionales que son los cursos de composición. Bajo este modelo uno de los problemas centrales del curso de composición, el tema de escritura, es en sí irrelevante. La temática debe entregarse a la clase, y una amplia gama de acercamientos es lo que se debe buscar. Si la escritura es, entre otras cosas, la organización del pensamiento, por la misma lógica, también representa la impostura o la falsificación del pensamiento. Este ejercicio apunta directamente a la naturaleza constructiva del yo y de la experiencia, junto con la convicción poderosa de que podemos construir mundos por medio del lenguaje. El camino hacia la sinceridad así no ocurre si evitamos el artificio, sino más bien si nos familiarizamos con él, si lo atravesamos para llegar a un entendimiento profundo sobre la construcción social de la realidad. La sinceridad es un efecto del lenguaje y la clase de escritura un medio para alcanzarla.

En suma hablamos aquí del desarrollo de una actitud lúdica y experimental con el lenguaje, a su vez una actitud lúdica con los papeles sociales que asumimos a través de nuestra experiencia camaleónica con la ―voz‖. Esta actitud, profundamente divergente de la solemnidad ritual que acompaña la búsqueda del ―yo‖, y que implica un desenfado que tiene poco lugar en la pedagogía convencional de la escritura, se encuentra tristemente ausente en la mayor parte de las clases de composición.

Corre-cto

La corrección gramatical, sintáctica y ortográfica en muchos casos, en clases de escritura, se convierte en la piedra de toque de una prosa válida si no valiosa. En aras de alcanzar la norma muchas veces sacrificamos el placer y, a veces la expresividad. Ante el mandato de sometimiento a la regla desterramos el ―error‖ como oportunidad pedagógica. La urgencia de corregir a veces nos ciega a una contradicción básica en el proceso de una escritura que se esfuerza por lograr la

claridad. Y esta es, si vivimos en un mundo fundamentalmente enajenado por la lógica implacable de la mercancía, un mundo en donde la alienación es la condición sine qua non no sólo de la experiencia personal sino también de las relaciones sociales, entonces sigue que todo esfuerzo (aun inadvertido) por atravesar esa lógica inhumana, necesariamente tendrá que desafiar la corrección, tanto social como gramatical. De hecho, ¿qué es la gran obra experimental de las literaturas del siglo XX sino un esfuerzo consistente que se propone derrotar la esencial apropiación del mundo por medio de un lenguaje normativo y ajeno a nuestros verdaderos intereses? ¿En qué consisten las diversas transgresiones linguísticas provenientes de distintos entornos nacionales sino en un esfuerzo de descolonización? ¿No es Joyce el liberador del Inglés para Irlanda? ¿no es la generación del 30 en el Ecuador aquella, que, como dice Agustín Cueva, genera una acumulación originaria de lenguaje para la nación? Las grandes innovaciones literarias ocurren a expensas de la corrección sintáctica, lingüística y a veces, hasta ortográficas.

No quiero decir con esto que la clase de escritura debe convertirse en una clase de experimentación lingüística pura, aunque sí me parece adecuado señalar que el tener conciencia de la regla es útil, no sólo para observarla, sino también para transgredirla con conocimiento de causa.

¿Qué queda entonces, cuando la claridad ha sido expuesta como un ideal insuficiente, la sinceridad como una construcción y la corrección como un mandato vacío? Mi respuesta: el placer. La pedagogía de la escritura difícilmente se puede desprender del evidente gusto que las palabras despiertan en los seres humanos. Saborear las palabras, jugar con ellas, leer con detenimiento y goce, he ahí un mandato distinto. Antes de considerar la escritura de manera sensata se debe redefinir la lectura. Esta no puede ocurrir a grandes velocidades. Debe parecerse más a una caminata en el campo que se hace, en parte, por el placer de caminar en sí. Cada curso de composición debería ser un curso de Lectura Lenta. Leer una prosa encantadora, una y otra vez, es el acto más importante, a mi criterio, que se puede realizar en la sala de clase. Las lecciones derivadas de este acto son múltiples, e incluyen el estudio del ritmo. Para considerar el ritmo este debe oírse, para oírse, debe leerse en voz alta. Leer en voz alta significa importar un espíritu de juego a la prosa. Para que la enseñanza de la escritura alcance un verdadero impacto en la conducta escrita del alumnado es indispensable que este perdure, más allá de la clase obligatoria. La única manera en que esto puede suceder, a mi criterio, en una sociedad que carece de una tradición literaria firme o de una estimación social elevada hacia la buena prosa, es por medio del reconocimiento privado del placer que provoca en nosotros la palabra y su manejo escrito. Hacia aquello deberíamos dirigir nuestro esfuerzo pedagógico.

Enseña a leer... Aprende a escribir... ¿Mande? Andrea Castelnuovo

Los aportes de Ferreiro y Teberosky sobre la psicogénesis de la escritura están a punto de festejar su cumpleaños número treinta y pese a su madurez, en nuestro país se siguen utilizando métodos de enseñanza tradicionales, que no incorporan en el proceso los conocimientos previos ni las características culturales de los que aprenden, los niños y niñas.

El método alfabético, anacrónico y mecanicista, sobrevive en algunos rincones de la patria y perdura su incapacidad de establecer la relación entre el nombre de la letra, el fonema y especialmente el significado del conjunto de letras que formaban la palabra.

Son muchas las escuelas y centros infantiles que siguen utilizando el método fonético y sus famosos abecedarios ilustrados, aunque suponer que niños y niñas aprenderán a comunicarse por

el simple hecho de descubrir y memorizar la relación entre fonema y grafema es risible. El método asegura la adquisición de la técnica de escribir más como una manualidad que como una construcción e intercambio de significados.

Estos métodos fraccionados, sin referencia con el habla de los chicos, sin bases con la cultura en la que se desarrolla la escritura, producen un gran conflicto entre habla y escritura, debido a las características dialectales de pronunciación presentes en América Latina. Son escasos los grupos que, en nuestro continente, hacen diferencias en la pronunciación de la s, c y z; ó de la v yb, con lo cual cuando los niños aprenden a leer descubren que ―hablan mal‖. Entonces, para aprender a escribir hay que aprender a hablar correctamente (distinto a cómo lo hace el grupo de referencia) y eso significa más esfuerzo a la vez que aleja la escritura de la realidad cultural y desvaloriza el lenguaje propio.

Aparece en escena el método silábico, como proceso aditivo y dosificado, que enseña primero las cinco vocales y luego, una a una, las consonantes y las sílabas resultantes. Los chicos pueden rápidamente leer y escribir palabras y frases con las sílabas aprendidas y las vocales (Amo a mi

mamá), lo que condiciona y limita el uso del lenguaje escrito para la comunicación significativa.

El resultado de la aplicación de estos métodos trajo numerosos inconvenientes, entre ellos: bajos niveles de comprensión lectora y altos niveles de analfabetismo funcional. Surge entonces elmétodo global, en un intento de solventar el exceso de mecanicismo y la falta de significación. Consiste en presentar una palabra o frase y el niño o niña la aprende en su totalidad. Pero nuestra escritura es alfabética, no ideográfica, por lo que se requiere de mucho tiempo y esfuerzo para descubrir las letras y sus posibles combinaciones. Por ello, este método se completó combinándolo con el alfabético, pasando de la palabra a la sílaba, de la sílaba a la letra; dando origen al método de la palabra generadora.

Si bien el desarrollo de los métodos mencionados a lo largo de la historia tuvo un profundo sentido dialéctico, todos y de forma simultánea son utilizados en nuestro medio para enseñar a leer y escribir. Teóricamente conocemos sus fortalezas y debilidades, aunque en la práctica y a nivel nacional no sabemos dónde estamos parados.

La investigación educativa en el Ecuador es escasa, no sostenida y fragmentada. Resulta imposible determinar qué porcentaje de la población escolar aprende con qué método, cuál de ellos ha obtenido mejores resultados, cuál es el más apropiado a la realidad nacional, regional o local.

Ni siquiera es posible identificar en qué método/s son competentes los educadores, ya que depende de la institución donde se hayan formado, puesto que cada profesor es el que define los contenidos a aprender por los futuros educadores.

Estamos navegando sin brújula: el MEC, a través de la Reforma Curricular Consensuada para Educación Básica, establece el Modelo Pedagógico Constructivista, pero no el método para enseñar a leer y escribir. De los explicados anteriormente, ninguno se ajusta al modelo planteado.

Esto no sería tan grave, si tuviéramos una cultura de aprender de nuestra experiencia, de sistematizar nuestra labor docente y compartirla, de investigar nuestro accionar y los resultados obtenidos, de realmente creer y vivir el proceso de enseñanza-aprendizaje. Pero no, lamentablemente no la tenemos. Cada vez que se implementó una nueva Reforma botamos a la basura todo lo realizado, sin evaluar ni rescatar lo rescatable. Cada una de ellas marcó un límite infranqueable donde todo volvía a foja cero, como si hasta ese momento ―lo realizado‖ estuviera mal y exclusivamente ―lo por‖ venir fuera bueno.

Lo mismo ocurrió en cada institución educativa, cuando la Dirección decidió cambiar el modelo o la metodología, pocas veces se incorporaron los saberes generados en la práctica. Somos ―esclavos‖ de las modas y por lo general nos casamos con materiales y no con métodos. Navegar sin brújula resulta complicado, pero no imposible. De hecho, la navegación se desarrolló mucho antes que se inventara la brújula. Volviendo a la educación, estamos navegando sin brújula y además, somos ciegos, sordos y mudos. No podemos ver lo que ocurre en nuestras aulas, no podemos reflexionar sobre lo que hacemos en nuestras aulas, no podemos evaluar lo que logramos en nuestras aulas y peor aún compartir con los demás educadores sobre nuestra experiencia.

No debe sorprendernos que la última evaluación Aprendo que se aplicó en el país a los estudiantes

de primaria (2000) determinó que ―la mayoría de los alumnos no domina destrezas básicas en Matemática y Lenguaje y Comunicación‖; y justamente en Lenguaje y Comunicación nos encontramos antepenúltimos a nivel continental.

Así como las políticas educativas a nivel nacional, provincial e institucional no recogen la experiencia de los docentes, construida durante su labor cotidiana; los métodos para enseñar a leer y escribir también dejan de lado e ignoran los conocimientos previos que tienen los chicos respecto al lenguaje y la escritura.

Emilia Ferreiro y Ana Teberosky, a finales de los años 70`s, publicaron el estudio Los sistemas de escritura en el desarrollo del niño y con él sacudieron el ambiente educativo con el planteo de la Psicogénesis de la escritura.

A muy grandes rasgos, ellas comprueban que los chicos, durante el aprendizaje y utilización del idioma materno, van construyendo distintas hipótesis que les permiten organizar y explicar el uso

de la lengua escrita. Antes de aprender a leer y de concurrir a la escuela, son capaces de discriminar claramente cuáles dibujos sirven para leer y cuáles no, o sea, diferencian los dibujos icónicos de las letras. Una vez establecido que dibujo y escritura son sistemas diferentes de representación, los niños comienzan a establecer las condiciones de interpretatibilidad. Para ello, descubren que debe haber una cantidad mínima y variedad de letras para que se pueda leer, que dos palabras distintas deben estar compuestas por diferentes letras, etc. La utilización y contradicción entre las hipótesis construidas son la vía por la que transitan todos los niños y niñas para el aprendizaje de la escritura. Esto quiere decir, en criollo, que los chicos antes de comenzar a aprender… ya saben un montón!

En este marco, el educador o educadora deberá proveerles de una cierta cantidad y calidad de experiencias alfabetizadoras, que faciliten la construcción de hipótesis y promuevan el aprendizaje de la escritura como una herramienta más de la expresión cultural humana.

La Psicogénesis de la escritura tiene casi tres décadas de desarrollo y se pueden contar con los dedos de las manos los establecimientos educativos que la aplican en nuestro país. Sobran los dedos de una sola de ellas para detallar las universidades que la enseñan o los centros que la investigan y desarrollan didácticas acordes.

Aquí surgen varias preguntas, que más que contestación requieren de una seria reflexión. ¿Será que nuestra preferencia por las metodologías de ―moda‖, de resultados rápidos, rimbombantes y marketineros nos hace despreciar las bases psicológicas de la construcción de la escritura? ¿Es nuestra dificultad para ver la realidad, estudiarla y confrontarla con una teoría lo que nos impide manejar marcos teóricos más consistentes y científicos? ¿Estamos fallando en la formación de educadores? ¿El manejo de la educación como producto de mercado es lo que nos desvía de los objetivos nacionales?

Criticar al sistema educativo fue siempre extremadamente fácil. Falencias tenemos por montones. El desarrollo integral de los niños y niñas ecuatorianos en las condiciones socioeconómicas actuales resulta cada vez más utópico. Estamos a años luz de acercarnos a los cuatro objetivos del informe Delors.

Así, a nivel macro, somos todos teóricos y estrategas.

Pero mirarnos cada uno en el espacio micro, en nuestro accionar en el aula, resulta demasiado perturbador. El dilema es sencillo, queremos que los chicos aprendan a comunicarse, simbolizar y crear a través del lenguaje o nos vamos a quedar en simples adiestradores de loros?

Asumir una definición docente es solo el comienzo, desde allí se abre un abanico interminable que nos permitirá sistematizar las experiencias, compartirlas, analizarlas, construirlas y mejorarlas; como nuestro primer paso hacia el mejoramiento de la calidad de la educación ecuatoriana.

Aprendemos lo que nos Motiva

Ana María Hidalgo Alexandra Astudillo

Para nadie que haya vivido dentro de un sistema educativo convencional le es ajena la percepción de que las horas de clase son eternas y el tiempo del recreo, muy breve. Para muchos estudiantes sentarse gran parte del día en un salón de clases es aburrido. Esta situación de malestar constituye un problema cotidiano para el manejo de las clases: por un lado, tenemos alumnos desmotivados; y por otro, profesores frustrados. Muchos docentes culpan de ello a la televisión, los video-juegos o a una ‗actitud generacional‘; pero acaso se han preguntado si lo que ‗enseñan‘ realmente interesa a sus alumnos. Según Blanca López en su libro Pensamientos crítico y creativo: ―la gente adquiere el conocimiento sólo cuando lo busca y lo valora. Cualquier otro aprendizaje es superficial y transitorio‖. El conocimiento tiene que ser relevante para el alumno y propiciarse en un ambiente acogedor.

Niños y jóvenes aprenden muy fácilmente a navegar en internet o enviar mensajes por celular porque les interesa lo que consiguen a través de esta tecnología: información interesante,

vinculación a grupos, mantener contacto con sus amigos, etc. Si lográramos despertar ese mismo interés por una clase, conseguiríamos una actitud diferente y alcanzaríamos un aprendizaje significativo. Solamente cuando el profesor y los alumnos valoren el proceso de enseñanza-aprendizaje, encuentren el sentido que tiene para sus vidas, éste se convertirá en una experiencia agradable. Todo el conocimiento que adquirimos a través de nuestras propias búsquedas se convierte en información que podemos aplicarla, seguirla utilizando para continuar aprendiendo, en suma, es conocimiento perdurable y profundo.

Un gran desafío que enfrentan los profesores es lograr establecer un vínculo entre lo que se enseña en su asignatura y la experiencia cotidiana de sus alumnos, para que de esta forma la experiencia sea fructífera. No existe una fórmula para hacerlo, pero cuando se preparan las clases es necesario hacerse la pregunta ¿por qué alguien querría conocer lo que nosotros queremos enseñar?

Uno de los aspectos importantes para establecer esta conexión entre el aula y la vida cotidiana es tomar en cuenta los intereses propios de la edad de los alumnos. Por ejemplo, si pensamos en los adolescentes, les resulta más atractivo en Geografía, ubicar en el mapa lugares que tengan relación con la localización de escenarios donde se practica su deporte favorito, que una revisión memorística y desconectada de su mundo significativo; los temas históricos pueden ser fáciles de relacionar con el nombre de un personaje que admiran que seguir una cronología obligatoria; en lenguaje es más agradable crear historias fantásticas y de aventuras que aprender de memoria reglas gramaticales; los problemas matemáticos y de física adquieren sentido cuando relacionamos conceptos con hechos reales.

En la búsqueda de la excelencia educativa además debemos considerar que no es suficiente la capacitación académica del profesor, el material didáctico con el que se cuente, y la motivación de los alumnos; sino que es fundamental generar un ambiente apropiado, el cual se logra con afecto y respeto.

La actitud del profesor es esencial para crear este ambiente. Los niños perciben con gran facilidad el estado de ánimo de los adultos, por eso es indispensable tomar en cuenta que los conceptos que tenemos sobre ellos, los problemas familiares, nuestra salud física y emocional se manifiestan a través de nuestras actitudes. Cuando el profesor no controla y canaliza adecuadamente su estado de ánimo, se crea un ambiente tenso, inseguro y temeroso que impide el normal desempeño de los estudiantes. ―El profesor debe agregar amabilidad a todas sus clases, y por medio de cierta ternura en su actitud, dejar percibir al niño que es amado y que el profesor no tiene otra intención que no sea el bien del mismo; ésta es la única manera de crear amor en el niño, lo cual hará que ponga atención a las clases y sienta placer por lo que el profesor le enseña‖ (J. Locke).

Es importante también generar un ambiente de respecto en el que el estudiante perciba que se aprecia sus ideas, que no se ridiculiza sus opiniones, que no se censura sus errores sino que se reflexiona sobre ellos, que se valora su inteligencia por medio de la propuesta de retos cada vez más complejos que elevan su autoestima. El respeto implica confiar en la capacidad que tiene los niños y jóvenes para aprender por sí mismos, con la guía del profesor; se debe evitar actitudes de sobreprotección que minimizan sus capacidades.

En suma, educar es un arte, una actividad compleja y enriquecedora para quienes, día a día, nos dedicamos a ella. En este arte es necesario considerar la motivación como un elemento indispensable para lograr un aprendizaje significativo, dicha motivación sólo se logrará si tomamos en cuenta los intereses de los estudiantes. Otro elemento esencial es el ambiente en el que nos desenvolvemos, si no hay respeto y valoración del aprendizaje, no lograremos resultados positivos. En este contexto, el alumno debe apreciar lo que recibe del profesor y viceversa, como dice Einstein: ―La enseñanza debería ser impartida de modo que lo que se ofrece se perciba como un regalo valioso y no como un duro deber‖.

¿Por qué nos joroba tanto la ortografía?

Gerardo López Monge

En abril de 1997, en el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española que se celebró en Zacatecas, Gabriel García Márquez pronunció su emotivo y polémico discurso en el que mandaba a jubilar la ortografía. Aquel discurso resultó una piedra en el zapato del escritor colombiano, ya que luego tuvo que dar explicaciones sobre lo que había dicho. En una de aquellas explicaciones dijo que las reglas de acentuación no tenían ninguna lógica y que lo que se lograba con aquellas marciales leyes era que los estudiantes odiaran el idioma (García Márquez 173). Ya en el 2002, en Vivir para contarla, García Márquez hacía pública confesión de una de sus dolencias: la mala ortografía. Podría parecer exagerado calificar de dolencia a la dificultad que muchas personas tienen para usar el código escrito de nuestra lengua, pero quizá no lo es tanto, si pensamos que la mayor parte de

nuestra ortografía se basa en la percepción y memoria visual de la grafía de las palabras. Si a eso le sumamos que la mayoría de los hispanohablantes (90% aproximadamente) no diferenciamos el sonido de la c, la z y la s, tenemos como resultado que al menos 350 millones de hablantes

tengamos que hacer un esfuerzo memorístico visual mucho mayor. Sin embargo, para quienes no tienen una memoria visual privilegiada (o suficientemente desarrollada) están las reglas ortográficas. En el mundo actual, basado en el imperio de la ley, todas las personas esperan que las reglas sean claras, que no dejen espacio a la interpretación. Pero aquél no es el caso de la ortografía. En ella nos encontramos frente a reglas que, casi siempre, tienen una o algunas excepciones. Ante reglas tan fluctuantes, la respuesta suele ser el desinterés y, como resultado, la mala ortografía. Quisiéramos tener reglas científicas para aplicarlas, sin ninguna duda, en la ortografía. Ojalá supiéramos con tanta convicción y precisión por qué huérfano se escribe con h y orfanato no, como sabemos por qué la velocidad inicial de un objeto lanzado en tiro parabólico es igual a su velocidad final. ¿Por qué es tan caótica la ortografía? ¿Por qué sus reglas no tienen la universalidad que sí tienen las leyes científicas? Para encontrar una respuesta a esta pregunta volvamos por un momento a la física. Cuando un objeto, como una piedra o una pelota, por ejemplo, son lanzados en tiro parabólico al aire, influyen en él un número exacto de variables, como por ejemplo la fuerza con la que es lanzado, la fuerza de la gravedad, y el peso del objeto. Justamente por eso, la ciencia puede predecir ciertos hechos: si una pelota sale despedida al aire en tiro parabólico a 50 kilómetros por hora, caerá en tierra a la misma velocidad. Pensemos ahora en la caída de las hojas de un árbol. Si quisiéramos hacer una predicción de cómo caen las hojas de un árbol nos hallaríamos ante un hecho bastante más difícil de analizar y, por lo tanto, de predecir. Las hojas de un árbol caerán de muy distintas maneras, de acuerdo a muy diferentes variables que se presentan en este hecho: la posición de las hojas en el árbol, su resistencia al aire, el viento que pudiera haber, la forma de la hoja, etc. A la ciencia le costaría más encontrar un patrón que seguir, como sí lo hace en el tiro parabólico. Pareciera que las hojas de los árboles pueden caer de cualquier manera, aleatoriamente. La diferencia entre el tiro parabólico y la caída de las hojas de los árboles se halla en la cantidad de variables que posee cada una. Mientras que la pelota lanzada siempre seguirá una trayectoria previsible, las hojas de los árboles, debido a las múltiples variables que confluyen, seguirán una trayectoria caprichosa. Sin embargo, si analizáramos la caída de las hojas de un árbol durante mucho tiempo, empezaríamos a encontrar algunas regularidades. De hecho, la misma matemática ha empezado a encontrar ciertas regularidades y a plantear algunas reglas para empezar a entender cómo funcionan los sistemas caóticos (aquellos en los que influyen muchas variables) a diferencia de los sistemas ordenados. La ortografía se parece mucho más a nuestro árbol de las hojas que caen, que al lanzamiento de

una piedra en un tiro parabólico, es decir que nos hallamos ante lo que la matemática conoce como un sistema caótico. Imaginemos por un momento que las hojas que caen del árbol son palabras. El tiempo que toma una hoja en su transcurso desde una rama del árbol hasta el suelo, podría ser igual al tiempo de existencia de una palabra. Pero, al igual que sobre las hojas del árbol, sobre las palabras influyen muchísimas variables. Cuando el latín se fue transformando en cada una de las lenguas romances, las palabras que usaba cada colectivo humano también fueron modificándose y siguieron ciertas leyes evolutivas propias. En el paso del latín al español hay ciertos patrones que se repiten como una regla general. Por ejemplo, las letras o acentuadas del latín se diptongaron en español (lo que no sucedió en otros idiomas muy cercanos, como el portugués) y por eso, de palabras latinas comocorium o corpus, se derivan cuero o cuerpo. Pensemos ahora en la palabra murciélago que flota ante nuestros ojos como si se tratara de una hoja de nuestro árbol. Regresémosla a la rama de donde se desprendió. Nuestra palabra se cayó del árbol del latín y originariamente significó ratón

(mus/muris) ciego (caecum). El camino previsible que debía tomar la palabra nos llevaba al vocablo mur ciego, que efectivamente aparece documentado en español, en el año 1250. Sin embargo, muy poco tiempo después, aparecerá la palabra murciégalo que se transformó en nuestro muerciélago. ¿Qué es lo que hizo que esta palabra siguiera un camino diferente al previsible? La respuesta es el influjo de variables externas a la palabra. En el caso de murciélago, los estudios que se han hecho no han logrado dar una explicación única, pero muchos concuerdan en que probablemente alguna palabra o sufijo nativo de los pueblos que existían en la península ibérica antes de la llegada de los romanos, influyó en la evolución de ésta. A mitad de la caída de la hoja, sopló un viento que hizo que la palabra se desplazara por un camino distinto al esperable. Un caso similar ocurre con la palabra apacible. Ésta se deriva del verbo latino placere, es decir que está íntimamente emparentada con placer, al igual que otras, como placentero, complacer, plácido. ¿Qué es lo que hizo que apacible se pareciera tan poco a las palabras de su familia?: justamente el influjo de otra palabra. Cuando pensamos en el significado de apacible, nos podríamos imaginar algo placentero, pero también algo pacífico. En el siglo XVI, la cercanía de los significados de aquello que resulta placentero y de aquello que resulta pacífico hizo que la palabrapaz influyera tan fuertemente en la palabra aplacible, que terminara por cambiarle la grafía. Como nos podemos dar cuenta con estos dos ejemplos, la ortografía es un sistema caótico, y como tal, las reglas que podamos ponerle nunca serán lo suficientemente precisas, siempre tendrán excepciones, pues a diferencia de los números, las palabras no son deducciones de la realidad, sino que son creaciones humanas que nos sirven para transmitir más o menos precisamente nuestras emociones, sueños y frustraciones. La buena ortografía es necesaria. Si el español ha cobrado la inusitada importancia que tiene en el mundo desde el siglo XX, es debido a la cantidad de hablantes, pero más aún a la cohesión lingüística que tiene nuestro idioma. Comunicarnos con un hispanohablante de la Argentina, de

Venezuela o de España, es bastante fácil. Aquello no ocurre en idiomas como el árabe o el chino, cuyos hablantes de una región, quizá ni siquiera lleguen a entenderse con un hablante de su mismo idioma pero de otra región. Una de las maneras de mantener esa ventaja que ha hecho que el español sea considerada una de las lenguas más importantes, estudiadas y habladas de la actualidad, es la escritura de un código común. Es por esto que reformas ortográficas simplificadoras y un poco antojadizas, como las que proponía el gran escritor colombiano, en las que desaparecían el uso alternado de la b y la v, o de la g y la j, entre otras, solo lograrían una desbandada idiomática y la pérdida de los caminos que nos llevan a los significados primigéneos de las palabras y , por lo tanto, a las asociaciones que podemos crear en torno a una palabra. Pero con los antecedentes analizados nos quedan algunas interrogantes: cómo podemos lograr una buena ortografía, cómo podemos asegurarnos de que aquello que escribimos, va a ser cabalmente comprendido por quien nos lee, cómo podemos manejar un código común a los 400 millones de hablantes que tiene el español. Hay que tomar algunas medidas. La primera necesariamente nos lleva a la palabra. En el mundo actual, donde hay tanta prisa por producir dinero, las palabras han sido cada vez más olvidadas, menos reflexionadas. Es necesario volver al diccionario e incluso volver a disciplinas, como la etimología, que cada vez se ven más relegadas. Mientras más a fondo conocemos las palabras de un idioma, no solo que vamos a poder entendernos y expresarnos mucho más claramente y que podremos asociar muchas más palabras entre sí, sino que también tendremos la oportunidad de ser mucho más efectivos y persuasivos al comunicarnos, así como seremos menos manipulables al momento de recibir un mensaje lingüístico. Por ejemplo, cuando volvemos al significado primigéneo de palabras tan similares como trabajar y laborar, nos daremos cuenta de algunos fuertes matices de significado que hay

entre ambos vocablos y sus consecuentes implicaciones. Pero más allá del poder que obtenemos del conocimiento de las palabras, al volver a ellas, podremos hacer asociaciones que nos ayuden a dilucidar cómo se escribe una palabra, de acuerdo a cómo se relaciona ésta con palabras de su misma familia. Gran parte de la ortografía también se puede explicar por asociaciones entre varias palabras de una misma familias. En segundo lugar, es necesario hacer una revisión completa de nuestro sistema ortográfico, revisión que debería estar apoyada no solo en las disciplinas referentes a la historia y evolución del idioma, sino en la matemática, más específicamente en la teoría del caos y sus repercusiones. Ésta es una tarea que aún no ha sido empezada y quizá nos podría dar nuevas luces para entender el funcionamiento de la lengua, así como para plantear reglas ortográficas que podrían resultar más sencillamente aplicables. Adicionalmente, hay que tratar de que la enseñanza de la ortografía, en los primeros años de la educación, no sea basada solo en el aprendizaje de las reglas ortográficas, sino que sea un proceso asociativo-deductivo a partir de las mismas palabras y, en muchos casos, de sus significados. Por último, tenemos que tener clara conciencia de que la ortografía, por la naturaleza misma del lenguaje, siempre nos va resultar un poco imprecisa. Pero esta imprecisión natural del idioma, que en este caso se plasma en la imprecisión de la ortografía, es la misma que nos permite que los seres humanos podamos utilizar el lenguaje, no solo como una herramienta de comunicación para transmitir la enorme

complejidad que percibimos en el mundo y en nuestro interior, sino como la más efectiva arma de persuasión. El poder que tiene la palabra, nunca antes había sido tan grande […]. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. (García Márquez 173)

Obras citadas García Márquez, Gabriel. ―Botella al mar para el dios de las palabras‖. El País (Madrid) 18 oct-2004:173

Introducción

Hace apenas dos meses se reunieron en Bogotá, por motivo de la feria colombiana del libo, un grupo, designado por una comisión cultural internacional, de 39 escritor@s menores de 39 años, provenientes de casi todos los países hispanohablantes del continente. Se trataba de seguir un pálpito, o de diseñar una coincidencia; desde el modo condicional se proponía especular—como señala la prestigiosa publicación Gatopardo-- sobre ―Que hubiera pasado si poco después de cumplir 30 años se hubieran encontrado en el mismo sitio García Márquez, Fuentes, Cortazar, Donoso y Vargas Llosa, entre otros? Que idea se hubieran hecho de su propia generación en un encuentro tan temprano?‖

Los resultados de este encuentro abundan: una cobertura continental del evento, junto con una ejemplar campaña de difusión han logrado poner al alcance de un público vasto la producción literaria de una nueva camada de intérpretes de la literatura de la región. LiberArte recoge, en el presente número, una muestra geográficamente diversa de enlaces a publicaciones virtuales que se ocuparon del encuentro, un enlace a ―primera páginas‖de est@s autor@s de maneras que

nuestr@s lector@s puedan por lo menos paladear la prosa de estas interesantes nuevas voces literarias.

Incluimos también, como primicia, un artículo de Gabriela Alemán, una de las escritoras participantes en el encuentro por parte del Ecuador, que reflexiona (al igual que textos similares publicados en Gatopardo por Fabrizio Mejia, Santiago Roncagniolo y Antonio Ungar) sobre su experiencia y sobre legados y direcciones para la literatura latinoamericana actual.

El encuentro produjo un texto, 39, que sirve para que todo lector interesado se forje una idea propia sobre el mérito de esta selección internacional de nuevas voces y a la vez, para introducir un grupo de escritor@s de diversa procedencia, criterio y enfoque a un público latinoamericano listo para encarar nuevos discursos. El acceso a este libro depende del país de origen de l@s interesad@s. En algunos lugares no se ha difundido el texto, ni se ha presentado en las librerías locales. Una segunda contribución a Caída Libre reside en una entrevista a Carl West—importante productor, director, guionista de cine y televisión que trabaja en el Ecuador desde hace muchos años y que ha hecho obra de adaptar una larga lista de obras literarias de Ecuador a la pantalla chica (entre ellas están A la Costa de Luis A Martínez, El Chulla Romero y Flores de J Icaza, El Cojo

Navarrete de Enrique Terán, Los Sangurimas de José de la Cuadra y recientemente, Sé que vienen a

matarme de la escritora ecuatoriana Alicia Yánez Cossío). La entrevista es de Rita Rojas, estudiosa del cine y en particular del proceso de adaptación y que lanza un libro dedicado específicamente a esta temática (y a la obra de Carl West) Del libro al libreto, un camino de película en el mes de enero. West es un personaje clave para entender el proceso de producción cultural ecuatoriano de las últimas décadas, sobre todo la importante y fascinante dinámica del traslado de contenidos y formas a través de distintos medios, su valor—al igual que el de Moritz Thomsen, considerado en este número de LiberArte—ha sido prácticamente obviado por un discurso crítico dominado por la centralidad de la palabra escrita, por una subestimación del medio televisivo y por la prevalencia de un paradigma nacionalista obcecado en contemplar únicamente a aquellos que portan credenciales de ciudadanía ―legítimas‖. Esperamos a contribuir, con esta entrevista, a un debate más amplio sobre la dirección de las industrias culturales y el lugar de la literatura en un mundo en transición hacia lo digital. Por último, ofecemos en esta edición una reseña de la importante obra del intelectual ecuatoriano Bolívar Echeverría, La Modernidad de lo Barroco (Ediciones Era, 1998), realizada por uno de nuestros colaboradores frecuentes, Jorge Luis Gómez, y que atiende a uno de los más importantes filósofos latinoamericanos del momento. Esperamos generar con este segmento una conversación capaz de trasladarse de un formato o Medio a otro, de una mesa y taza de té a otra, de una curiosidad a otra.

Bogotá 39: tres cositas nada más

Gabriela Alemán

Credito: Adriana Lisboa

Ante la pregunta insistente de quién era el papá (sic) que había que matar para escribir literatura en América Latina hoy en día, leí y escuché varias veces el nombre de Roberto Bolaño. Había argumentos a favor y otros en contra, Rodrigo Hasbún de Bolivia decía que él lo leyó en su adolescencia y era su principal referente latinoamericano; Iván Thays contó, en cambio, que cuando leyó a Bolaño, ya había publicado dos libros. Entre esos dos extremos hubo quién aseveró que era el referente y otros que simplemente no lo mencionaron, había demasiadas cosas sobre qué hablar. Y poco tiempo. El tiempo fue lo único que pareció faltar en Bogotá39. O así me lo pareció. Tal vez a otros no les faltó o hasta les sobró. Entre los treinta y ocho (no pudo llegar Junot Díaz de República Dominicana, aunque al segundo día ya tenía dos reemplazos: Julio Villanueva

Chang, fundador de la excelente revista peruana Etiqueta Negra, que se adelantó a las jornadas organizadas por El Malpensante y que estuvo en el Hotel Suite Jones como uno más de los 39 y Gastón García, periodista argentino radicado en Barcelona, que hizo entrevistas para un catálogo sobre el encuentro pero que, en realidad, la misma tarde que llegó, se convirtió en otro más de los escritores), había varios expertos ―encuentristas‖. Yo no sabía qué esperar de Bogotá39. Había ido solamente a un encuentro literario como invitada y me imagino –porque no sabía cómo eran los otros- que ese fue bastante extraño. El Instituto de la Juventud Español (INJUVE) había invitado a más de cincuenta escritores iberoamericanos (es un decir, el requisito era haber publicado algo) menores de treinta años a un pueblo perdido en la mitad de la nada, la ciudad más cercana era Málaga que quedaba a más de dos horas, para vivir un mes ahí mientras cada semana llegaban cuatro escritores nuevos: Ana María Matute, Abel Posse, Jorge Amado, Tarik Alí, Goytisolo, Wole Soyinka, Juan José Arreola, Augusto Roa Bastos, José Saramago y un extensísimo e impresionante etcétera. Así que desayuné, almorcé, bebí y cené con premios Cervantes, Nobel y representantes del boom. Imagínense tener veintitrés años en un pueblo cerrado por el invierno (parecía más el montaje de un pueblo que un pueblo, al estilo Sergio Leone), con casas selladas y donde no vimos a más de treinta personas que vivieran ahí, uno por día, en un mes; había un solo bar (con diez cassettes en existencia) y donde medio centenar de poetas, ensayistas y narradores en ciernes y veinte escritores de más de sesenta años nos veíamos a diario, sin más actividad planificada que leer textos por las tardes y que los escritores-de-verdad opinaran sobre ellos. Más de uno se volvió loco, algún argentino dijo que tenía cosas más importantes que hacer y exigió a los organizadores que lo devolvieran en el primer avión a Buenos Aires. Aparte de los amigos que hice nunca me voy a olvidar de dos cosas: una canción que oímos, bailamos y terminamos por odiar (porque no había otra, porque éramos unos masoquistas de porquería y la poníamos una y otra vez), ―No me importa nada‖ de Luz Casal y la tarde que Juan José Arreola, que a fin de cuentas era Juan José Arreola, contrató (o pidió o quién sabe qué hizo) una limosina y me metió dentro y le dijo al chofer que nos llevara al pueblo de Ronda, que quedaba como a cuatro horas de ahí, mientras su hija de cincuenta años gritaba y perseguía el auto, y él le insistía al conductor la importancia de meterle al acelerador; cuando llegamos al pueblo persuadió al portero (¡!) que abriera la Plaza de Toros y, una vez dentro, se sacó la capa y me pidió que le hiciera de toro. ¿Qué iba a hacer? Estaba en la mitad del ruedo, la arena de color ladrillo empapada de sangre olía a muerte y tenía a un semi-dios de metro cincuenta y pelo plateado en frente. Lo embestí y él ejecutó una verónica perfecta. No me imaginaba embistiendo a nadie en Bogotá, aunque me moría de ganas de conocer a Junot Díaz. Sólo las hipérboles sirven para describir el libro de cuentos (―Negocios‖) que escribió a los veinte tantos años. Pero bueno, nunca llegó y no lo conocí. Pero sí conocí a un ―chingo‖ de otros escritores que luego me dejaron tan boquiabierta al leerlos como cuando leí a Díaz hace tantísimos años ya.

Las esyuví y el Hotel Suite Jones

Credito: Daniel Mordzinski

El encuentro duró tres días, la idea que se habían formado los organizadores era que querían poner a la gente de Bogotá en contacto con los 39 escritores, o sea, había que transportarnos por la ciudad. Esa sabana inmensa donde viven doce millones de almas. Los viajes en esyuví, que duraban entre una y tres horas, fueron los momentos en que nos conocimos. Los encuentros con el público estaban planificados en universidades, colegios, bibliotecas, centros culturales, librerías, bares, salsotecas, malls y parques. Para escoger. Y, si alguien no podía llegar, se publicó una antología (Bogotá39, Antología de cuento latinoamericano, Ediciones B, Bogotá, 2007) y las revistas Pie de Página y Arcadia dedicaron números enteros al encuentro; a más de eso, estaba la prensa escrita y la televisión que cubrió el evento. La ciudad entera estaba empapelada con gigantografías de B39. Impresionante. Slavko Zupcic, sentado en un rincón la noche que estuvimos en el Punto G (el bar del guionista de ―Betty la fea‖), me confesó que estaba un poco abrumado, nunca lo habían tratado como a una estrella de rock. Esa era la sensación generalizada; cuando los colombianos organizan algo, cualquier cosa, lo hacen en grande. El otro lugar para conocernos era el hotel, a la hora del desayuno. Y desde el tercer día (o el segundo desayuno juntos) todos

notamos que algo extraño pasaba. El que mejor lo resumió fue Pablo Casacuberta cuando dijo que nunca había conocido gente que sonriera cuando tuviera resaca. Había una sensación de fin de siglo, de época, de algo. Se sentía demasiada camaradería, alegría de estar juntos. Sería la falta de tiempo, el tiempo que lo pudre todo, o que existía la sensación que de verdad algo bueno iba a salir de aquello. Aquello, siendo el encuentro. Aquello siendo que 38 escritores entre 26 y 39 años iban a encontrar algo en común, viniendo del cono sur o Centroamérica. Si alguien me hubiera preguntado (nadie lo hizo), no habría dudado ni un instante; habría dicho que Calamaro era lo que teníamos en común. ―Creo que todos buscamos lo mismo, no sabemos muy bien qué es ni dónde está‖. O simplemente todos estábamos fugándonos de algo y Bogotá era el oasis perfecto.

Los encuentros

Credito: Daniel Mordzinski

Todo dependía de qué iban las charlas y dónde eran. A mí no me tocó ninguna que rezara, ―El futuro de la literatura latinoamericana‖ aunque sí me preguntaron los chicos de la facultad de comunicación de la Universidad de los Andes, que hacían un documental sobre el evento, sobre ese futuro. Les respondí que recién me enteraba del presente (porque de los 39, en un rápido recorrido por librerías en Quito antes de agosto, sólo había encontrado libros de cuatro de los treinta y nueve). Me preguntaron por el boom, les dije que había leído a García Márquez y que me gustaba, al igual que Vargas Llosa; no me dejaron continuar. Me preguntaron si quería matarlos y me acordé de lo que dijo Antonio García Ángel, que García Márquez era algo así como su abuelo y uno no va por ahí matando a sus abuelos. Y sí, una los disfruta o les tiene miedo o aprende algo de ellos. Una de las charlas fue en un colegio de las afueras de la ciudad, viajé con Andrés Neuman, que recordaba con cariño Ecuador porque lo habían invitado hace poco para ser jurado del Premio de la Lira en Cuenca, y Daniel Mordzinski que lleva años fotografiando genialmente a escritores del mundo entero. Otra cosa que volvió entrañable y extraño al encuentro: todos los argentinos eran encantadores. ¿Los jurados colombianos se confabularon para que eso ocurriera? ¿Sería para que alguien no tuviera que recordarles el 5-0 en Buenos Aires? Bogotá39 estuvo tan bien organizado que no lo pondría en duda o, quizá, solo fuera una coincidencia. O quizá era el público que nos tenía a todos con el corazón en la mano. En ese encuentro, los colegiales habían llenado las paredes del salón de actos con acrósticos hechos con nuestros nombres: los de Antonio Úngar, Neuman y el mío. Omar Rincón, periodista especializado en televisión y varias veces profesor invitado de la U. Andina, fue el moderador. Después me confesó que se sorprendió de que nos importara la realidad latinoamericana, tenía entendido que a los ―jóvenes‖ escritores sólo les interesaba lo global y lo cosmopolita. A quien le interese el tema les recomiendo el prólogo de Guido Tamayo a la antología de Ediciones B, entre otras cosas dice que para los B39, ―la diversidad es el punto de encuentro‖, lo que también aplica a sus gustos musicales, como se notó en Punto G. A Volpi le fascina la ópera; a Alejandro Zambra, Charly García cantando en inglés; Rodrigo Blanco se confesó apasionado de los Fania All Star mientras Santiago Nazarín pedía rock clásico a gritos. Nadie le hizo caso y creo que tiró la toalla cuando sonó Daniel Santos a pedido mío. Por lo menos le gusta la música rockolera al hijo de Laura Restrepo, que luego vino a tomarse una foto conmigo.

Y llovía y llovía

Credito:Pedro Mairal

Nunca paró de llover, ni dejó de sonar Julieta Venegas por las calles, taxis, buses y restaurantes de Bogotá en los cuatro días que estuvimos ahí. Una de las frases más escuchadas y que no registré hasta el regreso, decía, ―debo confesar que nunca pensé que existía la felicidad‖, o algo así. También al regreso, pero nunca en el momento, sentí que no me hubiera cambiado por nadie. Como si el haber estado ahí, me cambió. Una repentina recombinación de células, un estiramiento del cuello acompañado de un crack, un giro de los ojos hacia otro lado. Tal vez exagero, tal vez no pasó nada de eso. Tal vez sólo fueron cuatro días marcados por lluvia. Pero cuando volví, comencé a saquear mi propia biblioteca; encontré libros que no recordaba haber leído, a un Aira totalmente desconocido; encontré un libro de Chang que había comprado en el aeropuerto de Lima hace varios años y lo releí o lo leí por primera vez. Esa era la sensación: que hacía las cosas por primera vez. Como cuando una está enamorada. Había cosas que había olvidado y que ese encuentro me devolvió. El asombro. No me voy a olvidar nunca de las caras de los adolescentes del colegio a los cuarenta minutos de estar escuchándonos, aburridos, queriendo estar en cualquier sitio menos ahí y de pronto Neuman, el de la memoria prodigiosa, recitando un poema de Vallejo. El de su muerte. Todo cambió en el salón; dejaron de moverse, tenían los ojos clavados en Andrés, en las palabras que salían de su boca. Como flechas clavándoles el cerebro. Me había olvidado, salí mareada. Hablar, dos personas hablando y escuchándose. Iba atrás de Gonzalo Garcés y Daniel Alarcón, subíamos las gradas de un edificio, Gonzalo le preguntaba a Daniel cómo había hecho algo, no recuerdo qué, para que funcionara tan bien su cuento ―Ausencia‖. Lo hacía con real interés. Nunca había visto eso en Ecuador, eso entre dos escritores. Ese instante decidí que me caía bien Garcés. Y que Bogotá era irreal y que se estaba bien ahí. Aunque llovía y llovía

en la Candelaria, en el Parque de la 39, en Montserrate, en el aeropuerto. Pero ni así, el avión despegó y se acabó el encuentro.

Los B39

Delegación peruana, Credito: Iván Thays

• Argentina

Gonzalo Garcés, Pedro Mairal, Andrés Neuman

• Bolivia

Rodrigo Hasbún

• Brasil

João Paulo Cuenca, Adriana Lisboa, Santiago Nazarián, Verónica Stigger

• Chile

Álvaro Bisama, Alejandro Zambra

• Colombia

Antonio García, John Jairo Junieles, Pilar Quintana , Ricardo Silva, Antonio Ungar, Juan

Gabriel Vásquez

• Cuba

Wendy Guerra, Rolando Menéndez, Ena Lucía Portela, Karla Suárez

• Ecuador

Gabriela Alemán, Leonardo Valencia

• El Salvador

Claudia Hernández

• Guatemala

Eduardo Halfón

• México

Álvaro Enrigue, Fabrizio Mejía Madrid, Guadalupe Nettel, Jorge Volpi,

• Panamá

Carlos Wynter Melo

• Paraguay

José Pérez Reyes

• Perú

Daniel Alarcón, Santiago Roncagliolo, Iván Thays

• Puerto Rico

Yolanda Arroyo Pizarro

• República Dominicana

Junot Díaz

• Uruguay

Claudia Amengual, Pablo Casacuberta

• Venezuela

Rodrigo Blanco Calderón, Slavko Zupcic

Enlaces Artículos sobre "Bogotá 39"

A continuación una serie selecta de enlaces dedicados al evento ―Bogotá 39‖

http://www.lanacion.com.ar/Archivo/nota.asp?nota_id=939081

http://www.clarin.com/diario/2007/08/25/sociedad/s-05601.htm

http://www.elpais.com/articulo/semana/Nomadas/literarios/elpepuculbab/20070908elpbabese_4/Tes

http://www.semana.com/wf_InfoArticulo.aspx?IdArt=105764

http://www.pedromairal.blogspot.com/

http://www.semana.com/wf_InfoArticulo.aspx?idArt=105818

http://www.piedepagina.com/index.htm

http://buscador.lanacion.com.ar/Nota.asp?nota_id=937634&high=bogota

http://buscador.lanacion.com.ar/Nota.asp?nota_id=938008&high=bogota

http://www.clarin.com/diario/2007/08/24/sociedad/s-03901..htm

http://www.clarin.com/diario/2007/08/26/sociedad/s-05510.htm

http://www.elperuano.com.pe/edc/2007/08/26/cul1.asp

http://www.vistazo.com/webpages/impresa.php?edicion=968&sID=9&ID=1593

http://www.hayfestival.com/bogota/

CHARLA CON CARL WEST DIRECTOR DE LA PELÍCULA “SE QUE VIENEN A MATARME”

Rita María Rojas V.

Diego Falconí

Me reciben en su casa, ubicada en el Valle de los Chillos, Carl y su esposa Shayarina, me olvidaba, y un cachorro –pastor alemán- llamado Aron. Saludamos y al instante fluye el tema que nos apasiona: el cine, y seguimos sin parar, al igual que las viandas sabrosas que conforme se acaban van llenándose nuevamente. Comer y conversar se entrelazan y vamos alimentándonos sin parar. Prendo la grabadora, en un inicio la intrusa molesta, no sé cómo retroceder la cinta, Carl se ríe, me socorre; y por más que había preparado la primera pregunta, en varias ocasiones y un bosquejo sobre el tema, no funciona en este momento y pienso, lo mejor es empezar con una corta pregunta y dejarlo hablar como en una charla entre amigos, en este caso entre un director y una neófita en el tema.. -¿Cuál fue tu primera impresión sobre las historias de obras literarias ecuatorianas adaptadas para

televisión y cómo ha cambiado a diez años, más o menos, de tu primer trabajo en Ecuador? Hay una cosa muy importante que decir al respecto: las adaptaciones hace más de diez años, todas fueron

hechas de escritores fallecidos y otra que habían escrito durante los años cincuenta. ―Sé que vienen a

matarme‖ fue una historia escrita en el 2001, es una mujer que escribió y ya existe toda una trayectoria de

escritores ecuatorianos a través de ella. No sé qué decirte cuál es la diferencia como yo lo vi. Yo creo que en la misma forma casi. En el sentido de

que si es una historia que yo comprendo y sé cómo llevarlo a la pantalla o no. Básicamente la gran diferencia

fue que hace diez años yo tenía que hacerlo porque estaba contratado por Ecuavisa durante el año y yo tenía

que hacer un número de películas. Hoy Xavier me llamó para dirigir esta película. Yo creo que con relación a la adaptación, la gran diferencia entre hoy y hace diez años es que, como

cualquier ser humano o cualquier profesional, vas adquiriendo más experiencia en cómo adaptar, vas a

saber qué funciona y qué no funciona, después de haber hecho ocho o diez adaptaciones. De pronto, esta

adaptación, fue con más tranquilidad la realización de la película que hace diez años.

-Tu acercamiento para hacer la adaptación en esta ocasión fue mucho más fácil. La única diferencia es que hoy no fui empleado de Ecuavisa. La diferencia fue la relación de trabajo. Antes,

yo durante dos o tres meses leía muchos libretos y rechazaba todos porque había una falta de saber cómo

escribir un libreto. Los libretos que recibí ―originales‖, hace diez años, no se podía realizar porque no

valían la pena realizar, entonces, yo dije que tenía experiencia en Colombia de adaptar libros y hagamos lo

mismo. Aquí hay libros muy buenos, por ejemplo de José de la Cuadra o Demetrio Aguilera Malta.

-¿Por qué aceptas dirigir ―Sé que vienen a matarme‖? Acepté dirigir ―Sé que vienen a matarme‖, más que todo por dos cosas. Una, porque el libro me gustó, el

guión no estaba escrito, y la adaptación a película fue propuesta para ser filmada en vídeo e ―inflada‖ a cine

y para ser difundida a través de cine, difundir por televisión era la segunda opción. Dos, es la frustración

mía que durante diez años de hacer adaptaciones y diferentes proyectos ninguna se fue al exterior. Esta obra

cuando yo la leí, pensé es una obra universal, porque cuenta la historia de un hombre, con poder y con

complejos. Esta puede ser historia de Tito o Mussolini. García Moreno es un presidente que abusó de su

poder hizo que todo el mundo, supuestamente, camine el camino recto y respete las reglas, entonces es

interesante en este aspecto y es una posibilidad que en el resto del mundo van aceptarlo igual. Es decir, es

una historia que puede salir del Ecuador, va a otros países, donde sin conocer la parte histórica pueden

disfrutarlo porque es una historia de un hombre con poder y complejos.

-La película no empieza como en el libro de manera cronológica sino cuando las fuerzas de García Moreno habían ganado en la batalla de Jambelí y con un primer plano de las botas. ¿Cuál fue tu intención con este inicio? Un primer plano de las botas significa el poder, la fuerza. Bajando las escaleras de piedra es presentar al

personaje –no estaba en el guión y en las películas esto pasa por cosas del destino- psicológicamente a

García Moreno (Jaime Bonelli). Si o no utilizo el uniforme para mí es poco trascendente, él nunca uso

uniforme. Porque para mí el uniforme, las botas representan el poder. Las botas que bajan es mi

presentación de él, con esto no tengo que decir más nada, muestro un hombre con presencia de poder.

- El libro dice: ―Antes de ser fusilado. Viteri le entrega siete monedas de oro pidiéndole que las haga llegar a su madre. El déspota piensa por un fugaz instante en la suya…‖ Aquí la narración fílmica presenta la diferencia de palabras a imágenes. Aparece el flash back y muestra la mente del protagonista. ¿No crees tú que hay mucho abuso del uso de esta técnica que resulta pesado para el espectador? Yo pienso que no, si se usa una o dos veces es pesado, porque de pronto se puede perder el espectador lo que

realmente se quiere mostrar en esta escena. Lo que hago es acostumbrar al espectador para visionar la

película en esta forma. Yo empiezo la narración en los últimos años de su vida y al mismo tiempo yo manejo

solo una edad de él. El flash back para mí es importante –siempre se habla de abuso del flash back- Yo

creo que el abuso es solo cuando se lo utiliza porque no hay otro recurso para contar la historia y se lo usa

como una salida fácil. Para esta historia es una necesidad cuando se quiere manejar solo una edad, que al

mismo tiempo, ni lo vas a tratar con maquillaje, ya que se está contando dieciséis años de gobierno, y el uso

del flash back es para que el público comprenda la complejidad del personaje. No solo fue para poder

volver atrás y decir y paso esto y esto… también lo manejamos de tal forma que básicamente deja entender al

espectador porque él reacciona así. Con lo de las monedas él recuerda a su propia madre y compara con su

dureza, el público va a creer que él castiga botando las monedas en la sangre y dándoles sangrada a su

madre porque él odiaba a su madre, pero en realidad García Moreno amaba mucho a su madre fue su ídolo,

pero al mismo tiempo, ella lo llevó por un camino que él no pudo manejar, es decir tuvo una inteligencia

superior, pero la formación religiosa la distorsionó y eso no fue culpa de su madre, por eso no hay mucha

presencia de la madre en la película. Me parece que la película presenta el desvió de García Moreno en la

parte religiosa.

Diego Falconí

- ¿Crees tú que, en la actualidad, en lo psicológico ha mejorado la percepción y el conocimiento sobre las actitudes o reacciones que tienen las personas? Lo que yo menos quise hacer con la historia es basarme en lo ―históricamente correcto‖, porque me parece

estúpido, más bien fue tratar de comprender la época, porque la época tenía mucho que ver con estas

actitudes. Porque hoy día no puede pasar, o no está pasando, abiertamente, en esta forma. En aquella época

el matar o mandar a matar a alguien fue muy común. Alfaro, también fue sangriento. Esta fue una manera

para que los gobernantes se mantuvieran en el poder.

- En la película resaltas la parte sangrienta. ¿Está también relacionado con esa actitud de poder y de angustia que tenía el personaje principal? Yo creo que si cuentas el número de escenas, ves que no hay sangre. Creo que muchas personas que escriben

sobre la película, créeme, no han visto la película. Cuando decidimos que la primera secuencia sea

sangrienta, es porque yo quiero impactar desde el principio y ubicar a los espectadores de una vez, en una

época difícil, dónde vuelan cabezas y mucha sangre. Es verídico, García Moreno mandó a matar en Jambelí.

En dos lugares diferentes, termino con el primero y siguió con el segundo, según la historia. La película es

veinte veces menos sangrienta a lo que debía ser como fue en la época. Cuando leí el libro de la Alicia lo que

yo me imagino es muchísima sangre derramada. La primera secuencia es sangre. La última secuencia,

cuando matan a García Moreno es sangrienta, y ahí soy el responsable total de tanta sangre, porque yo vi las

fotos en blanco y negro de los archivos y en la película la recree casi igual. Está la posición de García

Moreno, quien recibe cuarenta y cinco machetazos, más balas. Además, yo quise demostrar que al final

recibió lo que mereció, mató y terminó en la misma forma. ―si hay justicia divina en este punto el si lo

recibió‖. Aunque hizo cosas buenas por el país, porque no existe ser humano totalmente malo.

- Si, García Moreno quiso que nuestra educación sea parecida a la europea, trajo a científicos y a religiosos para dirigir las escuelas y universidades. Pero las cosas buenas que hizo por nuestro país solo están recreadas en diálogos. Recreamos con diálogos, mapas y lecturas de periódicos, en los cuales se explica lo que García Moreno ha

hecho por el país, por ejemplo: Aguirre está leyendo el periódico y lee lo que el presidente ha hecho.

Mostramos el terremoto de Ibarra. García Moreno visita la ciudad e hizo que hombres ricos y pobres

trabajen para reconstruir la ciudad, si no fue por él, Ibarra no se reconstruiría. El Panóptico está solo el

mapa de cómo iban hacerlo y después él tiene un plano mostrando el Observatorio. García Moreno fue un

hombre supremamente inteligente y muy capaz. No sé en dónde leí que si García Moreno se hubiese

mantenido en el poder veinte años más, el Ecuador sería otro.

- Quizás el recrear el panóptico, el observatorio, el terremoto Ibarra, se complicaba mucho buscar las locaciones, por eso haces a través de diálogos y de escenas cortas. Yo creo que la recreación de Ibarra si no le haces en tres escenas cortas, producción no te da la plata. Me

dicen: ve a la mitad del mundo, gasta lo mínimo que puedas y recréalo. El problema en la producción en este

país y en muchos países de Latinoamérica, es la ingenuidad de que con muy poca inversión debes hacer algo

muy grande. Es por eso que reconstruir un panóptico, un observatorio o un terremoto y hacerlo con efectos

especiales en maquetas o en computadora es casi imposible, ¡claro! que si se puede hacerlo pero, ¡págalo!

- ¿Cuál sería la opción? Esto es muy importante, el espectador y mucho más aún los críticos esperan ver las películas nacionales con

presupuestos nacionales lo mismo que muestra Hollywood y eso es imposible. Los críticos son lo peor,

porque ellos analizan y comparan, por ejemplo, con una película realizada por George Lukas y dicen que lo

hace mejor, así o asa. Los críticos deben ser los que sitúan a los lectores y al público en general, porque

supuestamente son los conocedores, pero lo único que buscan es cómo criticar negativamente porque es más

fácil hacerlo que positivamente. Un crítico tiene que tener claro cuál es la situación cinematográfica del país,

su ubicación y de los presupuestos para realizar la película. También, alguna vez, deben tener un

presupuesto en sus manos donde ellos comparen o solo miren las cifras de lo que se gasta en efectos

especiales. En la película gastamos, alrededor de ciento mil dólares, y, creo, seis mil dólares en efectos

especiales. El terremoto de Ibarra lo filmamos en los cráteres encontrados en la mitad del mundo, muy

parecidos a como queda la tierra luego de un sismo.

- Es decir, ¿resulta caro realizar adaptaciones de obras literarias de época? Yo siempre pensé, ¿por qué los jóvenes realizadores no adaptan al cine, literatura de época? y hoy me doy

cuenta, porque la literatura tiene mucha exigencia visual que casi siempre se tiene que resolver con los

efectos especiales y si es de época, exige mucho más en vestuario, escenografía, locaciones… cuesta mucha

plata, es por esto que los jóvenes realizadores no van a la literatura. Por ejemplo la Tania ha hecho una

buena película, en cuanto a producción, el gasto fue mínimo, tuvo pocos actores, es por esto que el costo de

la producción rindió. Yo tengo un compromiso con la producción de ―Siete lunas y siete serpientes‖ fue

realizado en cuatro capítulos, pero por los efectos especiales, realmente, fracasamos. En la literatura las

historias son mejores, pero el gran problema y miedo de ellos –los jóvenes directores- es cómo la financias.

Diego Falconí

- En ―Sé que vienen a matarme‖, en cuanto a locaciones, encuentro que en toda la película están muy bien logradas y si dices que no hubo dinero suficiente, ¿cuál fue la magia o el secreto? Fue Marcelo Aguilar, el productor, no es ningún secreto. Él sabe como convencer a los dueños. Con la

mayoría de la gente que son dueños de los diferentes establecimientos se hace a través de canjes. ¿Qué

podemos hacer por ustedes?, dice Marcelo. Hacemos reportajes. Hay mucha aceptación de parte de quienes

colaboran. Con el nombre de Ecuavisa puedes llegar a todos. Por eso estoy de acuerdo con lo que dice el

Consejo Nacional del Cine, que ninguna empresa televisora puede concursar, porque sería lo peor del mundo

que con todo lo que tienen los canales de televisión también puedan concursar para los dineros del estado.

- Las producciones que has hecho para Ecuavisa reportan ganancias. En lo que tengo de experiencia en Ecuavisa, toda la vida, han dicho que no recuperan el dinero.

-Pero ¿tú crees que no recuperan? Yo ya no sé, pero en mi opinión sí recuperan. Pero como su programación normal es tan rentable, entonces

en las producciones que yo hago no es negocio a nivel comercial en relación con las otras producciones. Yo

creo que los presupuestos se manejan con ganancia y a la larga nunca pierden plata. Entonces, por qué las

películas están guardadas y no las programan, porque si yo estoy trabajando a pérdida debo programarlas

hasta ganar. Pero ellos nunca ganan, al menos en este tipo de producciones, porque dicen invertir ciento y

pico de mil dólares no se va a recuperar nunca, es lo más fácil de decir y así se mantienen con producciones

de bajo costo, porque no pagan bien al director a los actores ni a sus empleados.

- Otra solución, ¿cuál sería? Si ellos entendieran que tan pronto lograrán exhibir sus películas en el exterior, todo cambia, es un cambio

total, porque con esta exhibición afuera, poco a poco vas teniendo ingresos que nunca contaste.

- Entonces si las producciones nacionales no se pasan fuera, no solamente, no se está recuperando la producción, sino también, se están perdiendo espacios en los cuales se conozca la producción fílmica, en este caso, de televisión. Si de la televisión, porque el cine tiene otro camino. Ya que la TV, y el tipo de producciones que yo he hecho

hasta aquí, se pueden acabar, porque si no hay una salida del Ecuador con este tipo de producción, no vale

la pena hacerla.

-Además, es bueno saber dónde están las deficiencias y dónde están las cualidades de este tipo de producciones, desde una mirada foránea. Porque tú has hecho varias adaptaciones a la televisión de obras literarias y sería bueno saber ¿qué pasa en el exterior? ¡Verdad!, ¿por qué no hay diez personas haciendo esto?, ¿por qué no están tres empresas produciendo?,

¿por qué ninguno otro canal no ha hecho estas producciones? Actualmente hay en el canal cuatro un

programa en el que dicen ahora vamos a presentar la calidad de la producción nacional, ―Notas de amor y

odio‖. Es una producción de bajo presupuesto, pura sangre y puros engaños. Pero no son adaptaciones

literarias, porque saben que cuesta y no es rentable, así está "Cholicienta" es mucho más rentable para ellos

y de baja calidad, pero la gente lo ve como pan caliente. No entiendo, porque el espectador si puede ver las series como ―Friends‖, ―Sexo en la ciudad‖, pero cuando

es una producción nacional no se por qué lo que más les gusta es lo más feo, lo más crudo, lo más cursi, ¡eso

no lo entiendo!. En la televisión pasan series muy buenas, bien hechas que se acercan al cine. Ustedes quieren una producción nacional igual a la internacional, pero hay que saber cuál es y cómo se

genera la producción nacional. Esta es una labor de los críticos, quienes deben ayudar al espectador a

reconocer la diferencia entre una producción nacional e internacional, sin menospreciar que sea inferior a la

internacional. Lo que se tiene que hacer es analizar las películas al mismo nivel, comparar la película de

Hollywood. Es decir, una producción hollywoodense de bajo presupuesto hecho con gran talento y

compararlo con una producción nacional, eso sería más justo, más honesto, y al mismo tiempo hacer

comprender ¿cuál es la diferencia de una producción de Steven Spielberg con una nacional? Porque si vas a

compararlo, compáralo con otras películas del mismo nivel.

-Vayamos a la actuación. En la película ―Sé que vienen a matarme‖ encuentro muy equilibrada la actuación de todos los personajes y hay mucha diferencia de las producciones de hace diez años. Así tenemos a García Moreno, en las tres edades: niño, joven y adulto. A Juan Montalvo (Gonzalo Samper), Mercedes Carpio la esposa de Faustino Rayo, la esposa de García Moreno, Rosa Ascázubi, a pesar de que la describen en la novela que es horrible físicamente y oscura su presencia, en la película la caracterización de Juana Guarderas es muy humana, tierna y no tan detestable por la descripción física. -Yo creo que hay dos niveles. Jaime Bonelli actúo en ―Los Sangurimas‖, han pasado más de diez años y

Bonelli trabaja mucho, la diferencia en un actor hecho y derecho es que, mientras, más trabaja más

conocimiento tiene y más libertad tiene para lograr diferentes personajes. En ―Los Sangurimas‖ después de

haberla visto años después, lo encuentro sobreactuado. Ahora le he dicho, tu tienes una voz increíble, mucha

presencia y trabajamos con la caracterización del personaje y repetíamos en caso que estuviese

sobreactuado. El niño (Sebastián Sánchez) García Moreno es un talento natural. El joven (Santiago Gómez)

García Moreno, me mostraron un trabajo que había hecho en TV; trabajamos dos semanas con él, antes de

decidir que Santiago hiciera el papel. Lo chévere fue que Jaime trabajo con él y trabajamos en conjunto.

Además, Bonelli hizo un taller de actuación con todos los jóvenes y yo lo hice con los mayores. Jaime logró

nivelarlos a todos un poquito y si hay un desnivel, es normal. Hubo tiempo para ensayar, alistar a la gente,

hacer el casting. A nivel general, yo creo que todos han mejorado.

Diego Falconí

-¿Qué más faltaría para que se siga mejorando? El cambio y mejora que yo he visto en los actores colombianos después y antes de irse afuera del país es

impresionante. La apertura hacia el exterior hace dos cosas, una: es que tus actores tienen que rápidamente

mejorar porque ya es a nivel internacional en la creatividad del personaje, del actor mismo. Dos: lo que

haces es que tu puedes tener suficiente dinero para traer a ciertos actores a trabajar en este grupo y mejoran

a todo el elenco. El momento en que las producciones de Ecuador se promocionen en el exterior, la

diferencia en cinco o diez años mejorará el doble o el triple de lo que hemos visto en diez años. Con la venida

de actores internacionales, constantemente, se conseguiría, una: pagar a los actores mejor y pueden

dedicarse a la profesión, que no ocurre por ahora. Dos: cómo van a trabajar con actores de talla

internacional, aprenden mucho, muestran más profesionalidad, van creciendo. Y, tercero: como saben que

van a venir, los actores nacionales empiezan a prepararse, para no verse inferior y sube la autoestima.

- El General Salazar (Santiago Naranjo) es el segundo en mando, después de García Moreno, por lo tanto es un personaje oscuro, taimado, retorcido, pero en la película no lo vi así. ¿Por qué? Yo sentí que Salazar no quería ser así, -fue una decisión mía- lo vestimos en rojo, todos los demás vestidos en

azul, porque Salazar es un personaje muy extraño. Lo quería calvo, diferente, porque siempre los personajes

que son traidores están escondidos y además, introduje, si te diste cuenta, dos personajes vestidos de negro

que nunca hablan -no consta en el guión-, y que siempre están junto a García Moreno. Estos son realmente

los informantes, para esconder un poquito la traición de Salazar hasta el final. Siempre, me parece, que hay

que sospechar de un tipo que dice ―Si Señor, No Señor‖, por eso lo puse en rojo para llamar la atención.

Estos dos tipos extraños vestidos de negro, no están ni en el libro ni en el guión. Pero en el guión, se habla de

que García Moreno estaba enterado de todo y siempre andaba por todos lados, ¿cómo supo todo si no tenía

informantes?, entonces puse a estos tipos anónimos.

- Tú has hecho tu lectura del guión y como espectadores es interesante saber ¿por qué están ahí? para apreciarlos en otro visionamiento de la película. Yo he visto películas, una y otra vez, y de pronto miro ciertas cosas, y me pregunto: ¿por qué no las vi, en

una primera vez?. Cuando vi terminada la película, para mí, funciona cómo lo estoy viendo, ojalá que la

gente lo vea como yo. Te cuento que en la posproducción le quitamos un diálogo a estos dos tipos, dicen: ―Si

señor‖ cuando García Moreno va a entrevistar a Rayo. Estos dos hombres son ese tipo de personajes que si

hablan una vez ya deben hablar otra vez y se pierde la idea original. Son como una sombra. En otra

secuencia aparecen cuando Virginia Klinger viene a visitar a García Moreno, él está ahí, ella dice:

cualquiera podría entrar y matarte, y detrás de ella cruza este hombre. Hay una mirada entre los dos y

García Moreno se ríe y dice: si está bien. La presencia de estos dos hombres significa que García Moreno

nunca está solo. Y al mismo tiempo son muy importantes para mí, porque cuando matan a García Moreno

está con un personaje, que es oficial, que no es uno de estos dos, porque el oficial tan pronto ve el problema

se va, corre, y huye, le dejo solo y ese fue el error de García Moreno.

- El personaje de Virgina Klinger (Cristina Morrison). Ella viene de las cortes de Paris pero no tiene ese glamour ni es casquivana, aparece como un personaje lineal, chato, solo se encontraba con su

amante, estaba con él y nada más. En la película estuve manejando ya al final de su relación, entre Virginia y García Moreno, desde el

principio yo pensé que ya hay bastante desilusión en ella. No hay mucha ternura entre estos personajes, en el

guión; y me concentré en el único momento de ternura entre ellos, cuando presentan al bebé en la casa cuna.

Virginia tiene una actuación un poquito seca en las otras secuencias. Ella ya estaba viendo el lado oscuro de

García Moreno. A García Moreno le intereso Virginia porque, fue la única mujer que llego a su altura en

inteligencia conocimiento y educación, él hacia ella sentía no solo amor sino mucho respeto de ser humano a

ser humano. Ella tenía refinamiento, era culta, pero la pasión de García Moreno hacia las mujeres jóvenes

lindas esa era su debilidad. Porque los dos se conocen en Paris, en el libro él está loco por ella, mucho más

enamorado y no ella. Además, no hubo química entre estos actores.

- El personaje de Mercedes Carpio (Martha Romero), esposa de Rayo, me parece que su presentación es muy buena y representa a una mestiza de mucho atractivo, guapa. Cuando yo vi a Martha, pensé ¡esta es la esposa de Rayo! Cuando iniciamos el rodaje le dije tu solo vas a

mirar dentro de ti y te dejas llevar por el personaje y para suerte hubo química entre los dos actores.

- En nuestro país, la actuación en cuanto a profesionalismo, si dos actores principales se detestan pero funcionan en las escenas, ¿esto también habría que pensar antes de contratarlos? Bueno, dos profesionales que saben cuánto están ganando y cuanto está en juego. Es muy raro que pase esto,

porque los productores antes ya saben cuál es el problema entre los dos actores principales y saben que

aunque se odien o tengan diferencias personales, tienen química en la pantalla.

- La fotografía de Diego Falconí es una fotografía impecable, nítida, clara, transparente. Tú me comentaste que entre los dos hay mucha empatía en cuanto a lo que tú quieres y lo transmites. ¿Cómo lo logras? En dos niveles: el personal y el profesional. Si quieres mantener el trato profesional puedes trabajar. Pero

con Diego ha sido en lo personal muy grande y paralelamente como fotógrafo ofrece conocimiento y

seguridad. Diego trabaja mucho, hace fotografías, hace comerciales todo el tiempo. El director de fotografía

puede leer un libreto y de ahí sacar sus propuestas visuales para la película. ¿Cómo lo logramos?: Una es la

relación de mucho tiempo, en el que hemos trabajado juntos, nos entendemos muy bien y la otra, fue que en

la primera reunión de trabajo para hacer ―Sé que vienen a matarme‖ le pedí leer el libro primero, luego

hablamos sobre las impresiones que nos dejó el libro, después leemos el guión y comentamos sobre el guión,

y a continuación me presenta una propuesta de la fotografía. Diego y la directora de arte, Alicia Herrera

trabajaron juntos con la propuesta visual y al mismo tiempo de textura, de color, así como el sentimiento o

las sensaciones que ofrece el color con las escenas. Diego explica que el tratamiento general, de pronto, lo

primero, pregunta si es cámara muy fija o no, esto es lo más importante, saber cómo es el tratamiento de la

narración, ya que la época no permite hacer mucho movimiento con la cámara como en la época moderna.

Pero yo le dije voy a mover mucho la cámara y, si ves la película casi todo es movido, pero muy preciso.

Filmé con grúa, lo único con cámara en mano es la escena con los indígenas, porque no hubo como subir con

grúa hasta el monte. Resolvemos y discutimos sobre la parte visual y la textura, de esta manera tenemos fotos

que nos dan las diferentes etapas realizadas en flashback para saber cómo lo manejamos.

- El montaje, creo yo, es como armar un rompecabezas por más que tengas las claquetas que tienen números de las escenas. ¿Cómo lo haces? La fineza de la edición no es el ―primer corte‖ lo importante es el ― corte final‖, es decir, cuando se monta el

borrador y va todo de acuerdo a lo que ha marcado la claqueta con los números del tiempo: escena 1, 2... Lo

importante es cuando está armado, saber dónde cortarlo o si cambias secuencias. La edición es interesante,

estuve trabajando con Rodrigo Haro, el noventa y nueve por ciento en la edición, lo que más me gusta es

llegar a la edición final, porque ya tienes más o menos la película armada, aquí compruebas cómo va

funcionando la historia y se decide, si esta secuencia va, o esta no va. El proceso es el siguiente: primero,

viene la escritura del guión, la filmación y la posproducción. Cada una tiene su propósito. La edición no es

lineal, no tomas la escena 1, 2, 3, y ... los pega juntos y ya, aquí es dónde se destaca si eres un buen editor y

cuentas la historia como va a quedar en definitiva. Si tu podrías leer el guión final que quedó, y ver la

película, sería interesante para ti. Ahí puedes darte cuenta qué ha sido cambiado, qué ha sido quitado, qué

ha sido editado.

La edición es cortarlo y unirlo. La posproducción es trabajar todo: sonido, imagen, efectos. Aquí fallamos

mucho, porque cada día en las narraciones audiovisuales son más importantes los efectos, ejemplo están los

coreanos, los chinos, los de la India, ellos son expertos. Recuerda que el sonido es la mitad de la película.

Porque el sonido funciona psicológicamente de ayuda con las imágenes. El sonido debe ser casi

imperceptible por eso es tan importante.

- Para terminar nuestra charla dime: ¿Qué fue para ti el haber hecho esta película? -Silencio- La verdad fue una gran decepción –risas-. Es de pronto el tener la seguridad de que si yo tendría

que hacer otra película como ―Sé que vienen a matarme‖ en las condiciones en que las hice, con la gente que

lo hice, mañana lo haría de nuevo, porque la filmación y con el equipo que trabajé me dejo una cosa muy

fuerte en el corazón, fue una experiencia muy placentera: la filmación, la posproducción también, pero me

deja totalmente decepcionado.

Diego Falconí

- ¿Por qué? Porque no paso nada con la película. Nunca llego dónde queríamos. Todos trabajamos pensando en ir al

cine. Nosotros hicimos una película cinematográfica no televisiva. La película es más cinematográfica que

televisiva. Esa fue la decepción. No fue pasada a 35 mm, no fue pasada en cines

– Pero, ¿si fue puesta en cines? Pero nada, pocas funciones en el 8 y medio y Mac cines. Me habría gustado mucho saber que el cine

ecuatoriano no solo es para el público ecuatoriano sino también para el público en el exterior que la habrían

disfrutado, porque es una historia, como ya te dije, universal, que se puede entender en cualquier lado, pero

nunca vamos a saber y eso es una lástima. El canal ya le enterró a la película.

- La gran decepción tuya y del equipo con el que trabajaste fue que todos estaban convencidos de hacer una filmación para cine y pasar la película en el país y en el exterior. Si, para presentarla en el cine nacional y en el cine internacional. Nosotros estábamos convencidos, y hoy

día estoy más convencido que ―Sé que vienen a matarme‖ habría tenido más éxito afuera y podría funcionar

muy bien.

- ¿Tú crees que se la enterró? Yo creo que está enterrada totalmente, ya nadie quiere saber nada de la película. Ecuavisa no quiere saber y

ellos son los dueños absolutos de todo, porque así dicen los contratos.

- Es una tristeza terminar así una entrevista. ¿¡Verdad!? No puedo decirte más.

Quito, 24 de noviembre 2007

¿Barroco Latinoamericano?

Jorge Luis Gómez R.

Diego Falconí

Bolivar Echeverría nos ofrece en su obra ―LA MODERNIDAD DE LO BARROCO‖ (Ediciones Era, 1998 ) una muestra más de ese fuerte desencanto al que nos tiene ya acostumbrados el posmodernismo como los análisis sobre Latinoamérica que aún hoy nos entrega en el Ecuador un ex –presidente de la República, Osvaldo Hurtado, con su texto ―LAS COSTUMBRES DE LOS ECUATORIANOS‖ ( Ed. Planeta del Ecuador. 2007).Lo sorprendente en ambos textos es esa magistral renuncia al presente y a lo más vivo y creativo de él, en virtud de un anquilosamiento en el pasado con un fuerte contenido de desilusión y agotamiento teórico.

Bolívar Echeverría piensa lo barroco ―como totalización cultural específicamente moderna‖ ( pag.11) y cree que la comprensión de lo barroco es capital para elaborar una crítica a la modernidad, pues para el autor, el tema de lo barroco representa una reflexión sobre ― la actualidad del mismo‖.

En cierta medida, el barroco representa para Echeverría las ambigüedades y la descomposición del ethos capitalista y sus aporías, un interregno improductivo entre lo clásico y lo moderno, una conciencia infeliz e insatisfecha, como lo afirma Hegel, un momento necesario pero obnubilador de la creatividad que se necesita para dar el salto a una modernidad plena y satisfecha de sí misma. El barroco no representa a ninguna de las formas en antagonismo, pues figura entre ellas como un momento vacío de contenido y de intenciones. No siendo ni síntesis del antagonismo, ni una manifestación de él, el barroco se prolonga en el tiempo y se vuelve modernidad, en la medida en que representa una conciencia insatisfecha que no logra por sí mismo alcanzar el espíritu de su propia capacidad transformadora, ni menos llega a ser conciente de su total vacuidad.

A pesar de que la filosofía desde Hegel a Foucault ha puesto al barroco en el lugar que le corresponde en los inicios de la modernidad, al parecer, la visión peyorativa del barroco no lo toma Echeverría de la filosofía, pues en cierta medida sacar al barroco de ella como modelo de permanencia y no de transición es imposible, sino de la Historia del arte y de la literatura. Bien pudiéramos decir que el sentido peyorativo del barroco en el arte y la literatura, se manifiesta a partir de una mala conciencia y culpa que sienten los especialistas de estos horizontes, no tanto por ver en él un espejo de sí mismos, sino al enfrentarse a un período que no es ni clásico ni moderno, ni verdaderamente expresa una síntesis entre ambos. El motivo de lo negativo e inútil del barroco en la historia del arte es su ampulosidad y abolengo. Algo así como que tiene o pretende tener más de lo que se merece. Pero lo interesante aquí es la cuestión que en nuestro texto se quiere a toda costa hacer salir de la historia del arte al tema de lo barroco, para depositarlo nada menos que como paradigma cultural de la modernidad!

Lo que cabría preguntarse aquí es si es lícito semejante planteamiento, es decir, si bien puede ser lo barroco lo esencial de la modernidad, por qué no puede lo romántico tener el mismo rango? La única manera de responder a estas cuestiones es que el autor en cuestión toma algo común a otros investigadores de lo barroco, una suerte de epidemia de lo barroco en la primera y segunda mitad del siglo XX, quienes explotan el período solo como parte de la historia del arte y la literatura, manifestando con ello una falta de sentido histórico y dialéctico del proceso cultural de la modernidad.

Pero lo singular de la propuesta de Echeverría es que éste intenta sacar al tema de lo barroco de las alforjas de la historia del arte y la literatura, para lanzarlo, sin más, como paradigma conceptual de la modernidad!!. La pretendida coherencia entre el análisis de lo barroco y la actualidad, parece ser, la idea central que guía a la investigación y es allí donde encontraremos lo más débil del texto. Lo importante en este caso es señalar que la supuesta ―coherencia‖ entre lo barroco y la actualidad no solo merece muchas dudas, sino una serie de cuestionamientos que habría que señalar. Como extrañamiento y alienación de sí misma, el barroco es para Hegel en la ―Fenomenología del Espíritu‖ el largo y escabroso período cultural de la época moderna que prepara la Revolución Francesa. Como momento del extrañamiento de sí, la conciencia moderna debe necesariamente

desilusionarse de sí misma como ―miseria del mundo‖ para buscar con la fe un más allá, pues el hombre debe huir del mundo presente para encontrar algo absoluto fuera de él. A pesar que fe y cultura, piensa Hegel, se oponen, ambos momentos son en el barroco formas de alienación de la conciencia moderna. La propia vida en la alienación de sí, lleva al hombre barroco a vivir obligado en un mundo presente, pero al mismo tiempo, a pensar constantemente en otro mundo. En ―Las palabras y las cosas‖ , Michel Foucault piensa lo barroco como el umbral en el que se detiene lo mágico y las semejanzas del Renacimiento, para comenzar lentamente a ser reducido a signo y a lenguaje, idea o estructura técnica del lenguaje que llevará, tarde o temprano, al amanecer y al ocaso del hombre moderno. Al cesar de confiar en las semejanzas y analogías del mundo mágico, el barroco no solo es una puerta que se cierra al pasado sino, el umbral de la época clásica que desencadena el nacimiento de las ciencias humanas, en su espíritu altamente técnico y capitalista.

Como vemos, tanto en Hegel como en Foucault, el periodo barroco de la modernidad es visto o bien como un inicio, o bien como una transición llena de penurias y alienaciones que es vista como algo que impulsa o conlleva una realidad que se espera en el futuro de la modernidad. En cierta medida, la visión que la filosofía tiene del período en cuestión no es únicamente peyorativa como contenido cultural y como fe, sino también representa el umbral de toda una serie de transformaciones científicas y sociales de enorme importancia para la modernidad. A pesar del contenido de alineación y extrañamiento del momento barroco, su presencia en los inicios de la edad moderna representa la antesala de toda transformación, tanto como la maduración de una crisis. En pocas palabras, para la filosofía, el período barroco es precisamente un momento del proceso que inicia la edad moderna, momento que en sí mismo solo puede concebirse mediante los resultados que se infieren de él más tarde, momento que solo tiene significación para una síntesis posterior, pero que en sí mismo no lo tiene.

Si bien la modernidad desde el punto de vista europeo, con Hegel y Foucault, considera al barroco precisamente como fenómeno transicional, proceso que con la Revolución Francesa alcanza su propia madurez y superación, por el contrario, la modernidad latinoamericana parece excluir de su propio barroco, tanto la revolución liberal de finales del siglo XIX. como la revolución cubana en la segunda mitad del siglo XX.

El error de Echeverría, en cierta medida, reside en entresacar un momento del proceso general de la edad moderna, lo que Foucault llama el umbral de la época clásica, para declararlo, sin más, el paradigma de la modernidad latinoamericana. Sin embargo, el autor de ―La modernidad de lo barroco‖ es conciente de la suspensión que él mismo propone del momento en cuestión , refugiándose , como ya dijimos, en las ideas de la historia del arte. Según nuestro autor, la modernidad no llega a la madurez, sino permanece ―encerrado en un círculo del que no encuentra la manera de salir‖ ( pág.126 ), debido a que el siglo XVII latinoamericano es el siglo ― de la transición suspendida‖ (174).

Esta suerte de modelo de permanencia que no es capaz de resolución ( ni revolución ) ninguna de sí mismo, resulta para Echeverría como una imagen ejemplar del comportamiento barroco en cuanto el ―proceso de mestizaje civilizatorio que cumple la sociedad americana del siglo XVII ― ( 179) y declara, a renglón seguido, que es este estigma de lo barroco el seno mismo de toda la ambivalencia de lo hispanoamericano, el más allá del sometimiento y la rebelión, de su cinismo como de su informalidad. Al rebasar la antinomia entre sometimiento y rebelión, la mentalidad latinoamericana del siglo XVII ingresa en una ― legalidad sustitutiva y una institucionalidad paralela‖ como en una ―economía informal‖ (182).

Esta verdadera producción híbrida de lo latinoamericano en el siglo XVII, que disfraza o disimula la rebelión frente al poder imperante, la vis inertiae del criollo y de todo criollismo: el ―se obedece pero no se cumple‖ ( ibid, 183 ), constituye, a mi modo de ver, una de las ideas más fructíferas del texto a pesar que el investigador la consigue mediante la estrategia de transformar la época barroca en una transición sin transición o en una transición en suspenso. Craso error!!!

Pero muy a pesar de este verdadero desencuentro conceptual e histórico, lo que bien merece todas nuestras dudas, lo cierto es que la riqueza del extrañamiento de sí del ser latinoamericano o la enajenación de la cultura barroca a la que se refiere Hegel en la Fenomenología del Espíritu ( como el ―espíritu extrañado de sí o la cultura‖ ) se manifiesta en el texto de Echeverría no como lo propio de la cultura política barroca, ni del siglo XVII latinoamericano, sino como la forma cínica de la política latinoamericana contemporánea!!!! A pesar de que el autor centra sus argumentos en lo que llama relaciones entre el espíritu barroco y la actualidad y pone estas relaciones como pruebas argumentales de esta relación, lo cierto es que en el texto aparecen como coincidencias interesantes, a lo sumo, pero no como argumentos o pruebas argumentales como quiere a toda costa él mismo.

Al eliminar el aspecto transicional de lo barroco, Echeverría pretende en su visión de la modernidad latinoamericana, actualizarlo mediante la reflexión sobre un siglo XVII latinoamericano que hay que cargar como estigma. Latinoamérica no trasciende, parece querer decir el autor, pues se quedó estancada en el siglo XVII. Esta idea que alguna vez fue parte del ideario liberal positivista , representa para Echeverría el fundamento en el que quiere asentar sus reflexiones sobre la modernidad de lo barroco. Nada más viejo en Latinoamérica que esta idea de un colonialismo ( que ahora se llama barroco ¡!) sin transición, de una hibridación constante, como quiere García Canclini. de la inconsecuencia y la enajenación.

En este punto, el texto de Echeverría repite lamentablemente la pobre fenomenología del mestizaje latinoamericano, que viene siendo un lugar común en la inteligencia latinoamericana desde la segunda mitad del siglo XX y aún hoy sigue siendo una actualidad verdaderamente ―barroca‖. Pero más allá de esta falta de creatividad conceptual y reflexiva, pues en la medida que un análisis de la modernidad latinoamericana nos entrega la cruda imagen del desgarramiento y la enajenación de

hace 300 años, y nos invita, al mismo tiempo, a saborearla sin compasión como lo más actual de la actualidad, lo cierto es que en ella también podemos observar, aunque resulte extraño a primera vista, una suerte de ecuación personal en el análisis, un pensamiento de género con el que se suelen identificar los intelectuales latinoamericanos y en especial, los marxistas y postmarxistas. No obstante, no solo el postmarxismo contiene este marcado aire de pesimismo y desilusión con respecto al tema de lo latinoamericano y de lo nacional en general, sino también hoy en día la cantaleta de la pretendida permanencia en el pasado de Latinoamérica, hace parte, al menos en el Ecuador, también de la derecha y centroderecha.

Esta larga serie de expresiones de la desilusión y el desencanto ( esta suerte de ―Fenomenología de la desilusión‖ como dice el título de un libro del frankfurtiano Peter Fuhrt ) bien pudiera ser la obra de un arte mayestático y sublime por su infinita creatividad, como lo fue mediante los bien barrocos Cervantes ,Schakespeare y Baltazar Gracián, que por muy barrocos que fueron, no precisamente cargaron con estigma alguno, sino fueron más críticos mientras más vivieron concientes de la enajenación de su tiempo y mientras más lucharon, con su vida y obra por superarlo.

Que quede claro, por lo dicho anteriormente, que no basta con ser conciente de lo barroco para dejar de ser barroco . Echeverría no observa que en el seno de la enajenación barroca hay un contenido transformador de sí mismo, al omitir, como lo hace la historia del arte, el aspecto transicional del mismo. Desde luego, también lo barroco contiene un tipo de desilusión y desencanto, que más que caer en una suerte de autocompasión obnubilante, es capaz de salir fuera de la cloaca por su propio esfuerzo y creatividad, tal como el Quijote o Hamlet.

Pero lo extraño de esta visión marcadamente pesimista de nuestro continente, en lo que incluyo a la izquierda y a la derecha política y sus falsos antagonismos, particularmente hay en ellos ciertos rasgos de optimismo, lo que no deja de sorprendernos, cuando observan a la Contrarreforma y a la labor crítica de la Compañía de Jesús al interior del siglo barroco.

Es sorprendente que en perspectivas aparentemente tan distintas y hasta ajenas, como el libro de Osvaldo Hurtado y el texto de Echeverría, la labor educativa y evangelizadora de la Compañía de Jesús constituya una luz al interior de la oscuridad más tenebrosa . Si bien la sospecha de una continuidad en relación al rol de la Compañía de Jesús en la Latinoamérica del siglo XVII entre uno y otro libro salta a la vista para el lector atento, por cierto, la reivindicación jesuítica no siempre es propio de los ex militantes del jesuitismo. Baltazar Gracián, que siempre fue un ex jesuita confeso y sin aspavientos y un barroco con camiseta, nos prueba con exquisita ironía y con la más profunda alegoría de sí mismo y de lo humano barroco de su tiempo, tal como lo aplaudió y lo reconoció Schopenhauer al traducir al alemán ―El Criticón‖ del autor aragonés, una capacidad crítica que estaría precisamente en las antípodas de lo barroco.

Como repetimos, lo barroco contiene una capacidad transformadora de sí mismo, una fuerza transicional, al contrario de lo que piensa Echeverría, que solo puede ser observada como fenómeno histórico cuando despachemos definitivamente a la idea de lo barroco de la historia del arte, tanto como cuando dejemos de entender el siglo XVII bajo la óptica del mundo en suspenso y presente, sin cambios, hasta la actualidad.

Al parecer, la izquierda y la derecha latinoamericana y ecuatoriana carecen de creatividad en la medida en que no son capaces de esforzarse por pensar distinto a su tiempo y en elevarse por sobre su propio mundo, en resolver la vida en una decisión que considere lo mejor y más digno como la mejor de las elecciones. En definitiva, pudiese ser un enorme tributo y merecimiento de las inmensas mayorías latinoamericanas, recibir de parte de los intelectuales y académicos una conceptualización creativa que esté a la par de la infinita capacidad de sobrevivencia que expresan a diario los pobres de siempre, pues verdaderamente para ellos ni siquiera pensar en lo barroco, ni en el mestizaje ni en una sociedad híbrida, es y será parte de su difícil y extenuante capacidad de sobrevivencia.