iritaka

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Iritaka Fernando Erazo Robayo Samanta tantea entre las ramas de un árbol bajando sus frutos, los lanza al suelo acolchonado de hojas para colocarlos en un canasto muy viejo. Pasa una hora, termina su labor y se va a su hogar, en el camino llama su atención un claro con cascadas de luz en medio del follaje salvaje, decorado con flores exquisitas. Le llama la atención una gran piedra con huesos enormes incrustados en la roca; los toca, están fosilizados con el granito. Encuentra unos símbolos tallados en el mineral; le parecen garabatos incomprensibles. A su alrededor descubre unos muros petrificados que no había notado, arropados por el musgo y la maleza; limpia la superficie de uno, encuentra marcas similares grabadas en las paredes. Recuerda los relatos de su difunto abuelo, quien le contaba historias de un pueblo muy antiguo que vivió en esa zona y los españoles extinguieron por su rebeldía, antes de la llegada de los esclavos, los ancestros de Samanta. Con ocio, se acerca a pastizales de terciopelo que invitan a descansar, se relaja boca arriba mirando el cielo despejado, poniéndola somnolienta hasta quedarse dormida, sin darse cuenta que está en la mitad de las ruinas de un templo milenario. El horizonte se funde con tono naranja anunciando la noche joven. En un par de horas la penumbra se apodera de la selva. Despierta lentamente, con sorpresa no ve el cielo azul, sino estrellado y negro; de un brinco se pone de pie, toma el canasto y se marcha del lugar a oscuras. A duras penas halla un camino, imagina a su madre furiosa y acelera el paso, camina por varios minutos pero oye unas pisadas detrás, no le presta atención, cree que es el eco de sus pasos, sigue caminando, más adelante otra vez escucha

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Muestra del club de litertura

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IritakaFernando Erazo Robayo

Samanta tantea entre las ramas de un árbol bajando sus frutos, los lanza al suelo acolchonado de hojas para colocarlos en un canasto muy viejo. Pasa una hora, termina su labor y se va a su hogar, en el camino llama su atención un claro con cascadas de luz en medio del follaje salvaje, decorado con flores exquisitas. Le llama la atención una gran piedra con huesos enormes incrustados en la roca; los toca, están fosilizados con el granito.

Encuentra unos símbolos tallados en el mineral; le parecen garabatos incomprensibles. A su alrededor descubre unos muros petrificados que no había notado, arropados por el musgo y la maleza; limpia la superficie de uno, encuentra marcas similares grabadas en las paredes. Recuerda los relatos de su difunto abuelo, quien le contaba historias de un pueblo muy antiguo que vivió en esa zona y los españoles extinguieron por su rebeldía, antes de la llegada de los esclavos, los ancestros de Samanta.

Con ocio, se acerca a pastizales de terciopelo que invitan a descansar, se relaja boca arriba mirando el cielo despejado, poniéndola somnolienta hasta quedarse dormida, sin darse cuenta que está en la mitad de las ruinas de un templo milenario.

El horizonte se funde con tono naranja anunciando la noche joven. En un par de horas la penumbra se apodera de la selva. Despierta lentamente, con sorpresa no ve el cielo azul, sino estrellado y negro; de un brinco se pone de pie, toma el canasto y se marcha del lugar a oscuras.

A duras penas halla un camino, imagina a su madre furiosa y acelera el paso, camina por varios minutos pero oye unas pisadas detrás, no le presta atención, cree que es el eco de sus pasos, sigue caminando, más adelante otra vez escucha pisadas y se detiene, inspecciona en varias direcciones, no ve a nadie; un sonido la sorprende, pero es el roce del viento con las hojas y se tranquiliza; emprende nuevamente su viaje con cautela.

Se olvida del incidente y canta mientras avanza, pero otra vez oye las pisadas, más cerca. Se detiene y trata de ver con mas detalle a su alrededor, escucha el canto de las ranas nocturnas, los monos aulladores y los grillos, pero luego viene un silencio denso.

Mira a todos lados, detrás del follaje divisa dos luces, parecen

luciérnagas, pero son demasiado brillantes y grandes, con mayor detenimiento, poco a poco se da cuenta que son dos ojos ladinos que la observan. Queda inmóvil del miedo, los luceros se acercan lentamente resoplando; sobresaltada, suelta el canasto y corre con todas sus fuerzas. Se escabulle en la densa vegetación que le dificulta la huida.

Huye mirando atrás, siente los efectos de la fatiga, poco a poco se queda sin aliento, sube con destreza a un elevado árbol y descansa un instante. Abajo, en el suelo la sobresalta la resonancia de las pisadas. Escondida en la altitud, con cautela se asoma, divisa la silueta de un felino crepuscular que la busca olfateando insistentemente el suelo y el aire. En un descuido Samanta pisa una rama delgada que quiebra, resbala pero alcanza a aferrarse al tallo colgando de un brazo para no caer, sus quejidos alertan a la bestia, mira donde se encuentra escondida y se aproxima con furor.

Con fuerza se sujeta con el otro brazo, se ayuda con sus piernas ascendiendo sobre el tallo mientras el felino se acerca a zancadas, llega al tronco y lo trepa para dirigirse a ella, el tremendo peso del animal hace que el árbol se doble lamentándose con crujidos. La niña ubica a tres metros un grueso bejuco colgante, toma impulso, da un espantoso brinco y se aferra con las manos al cabo que la balancea con rudeza al piso, cae boca abajo, ilesa se pone de pie y nuevamente emprende la huida.

El animal la sigue desde las alturas, con prominentes saltos de un árbol a otro, torciendo y destrozándolos sin piedad en cada impulso y aterrizaje, la tierra tiembla cuando se posa brutalmente en el suelo. A poca distancia de ser alcanzada mira atrás, grita con horror sintiendo que no se salvará.

Vislumbra el caudal suave del río Ipurdu que refleja como espejo las estrellas. Se lanza a las aguas diáfanas y nada con vigor hasta llegar al otro lado, mira la orilla opuesta, lo ha perdido. Se arrastra por el borde del río exhausta y se sienta para recuperarse.

Recobra algo de sus fuerzas, se pone de pie para ir a casa, pero bajo el agua algo emerge, queda estupefacta: del río se manifiestan los ojos ladinos relucientes, Samanta retrocede tropezando con una piedra que la hace caer sobre el fango, la luz nocturna revela la forma de un Yaguar gigante con garras imponentes y colmillos formidables. La incandescencia de la luna refracta en la piel del felino los símbolos hallados en el fósil del templo en ruinas.