imaginario y marítimo

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Imaginario y Maritorio; Relatos, Fábulas y Mitos del Mar Miguel A. Chapanoff C. Investigador Asociado, Centro de Ciencias y Ecología Aplicada, Universidad del Mar obertura El mar es espacio fronterizo. Lugar de seducción, donde la historia humana ha arrimado su ojo a la misteriosa e infinita extensión de los mundos marinos, revelación pura de todo horizonte y a la vez de la más insondable profundidad. En distintas épocas hemos prodigado diversas miradas en torno del océano. En aquel ojear nuestros modos intuitivos de aproximación excedieron la pura noción geográfica, transparentando la evidencia física del líquido elemento para dejarnos frente a una construcción cultural que en sus múltiples y difusas siluetas muestra la existencia de muchos mares. Así elucubramos cada uno de ellos como universos inacabados de comprensión, pero que, sin embargo, comparten una condición común: ninguno de ellos se revela como un espacio regulado del sujeto. Allí donde el pie tambalea en ausencia de suelo firme, se desboca también la conciencia, las pretensiones de control se desvanecen en el continuo ondear de un oleaje sin dominio. Tal vez donde mejor se aprecien las distintas versiones y ficciones de lo marítimo sea a través del imaginario, conjunto de creencias y decires, conductas y acciones que pueblan el mar como espacio habitado de lo posible. Corresponden a narraciones profundas, relatos maravillosos y aterradores que configuran distintas nociones de realidad. En ellos adquiere sentido fundante el trazo indeleble de los estilos de vida que por siglos hicieron del mar su hábitat. Allí su cosmogonía, allí la inscripción certera de cada hecho e individuo en su relación con el mundo. Allí las metáforas tremendas de un anhelo indescriptible por permitirse ser en la grafía de un paisaje desbordado por los fenómenos, la impronta de una naturaleza liminal, perturbadoramente instalada entre la vida y la muerte. Hemos sabido del imaginario por los relatos de aquellos que viajaron por estos mundos, de los que recorrieron incansablemente sus costas en el gesto nómada de asentarse en sus deslindes y por los que aún insisten en hacer del mar la persistencia de su derrotero. Muchos de estos decires se forjaron en la voz ágrafa de pueblos y sociedades enteras ya desaparecidas. Otros tuvieron cabida en los documentos escritos. Diarios de navegantes, crónicas militares, bitácoras de viaje y otras fuentes, nos develan entre líneas los trazos de un universo literaturizado en el afán del registro, pero vivo en las conciencias de quienes fueron testigos de sus hechos. El imaginario marítimo se muestra a nuestros miramientos como imagen difusa, ambigua e inquietante. Por ello, bajo nuestra pretensión de racionalidad, intentamos circunscribir su diferencia a lo ya conocido, conjugamos sus nociones de alteridad bajo códigos que los hagan explicables a través de un lenguaje de la distinción. Por eso decimos que son relatos de otras épocas, que son modos de explicación creados por sujetos incapaces de comprender su entorno. Sin embargo, los relatos acerca del imaginario aún subsisten fuertemente arraigados en sociedades y entornos locales al alero de la vida comunitaria. Allí, el éxito del acto narrativo depende de su instauración como dispositivo

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Imaginario y Maritorio;

Relatos, Fábulas y Mitos del Mar

Miguel A. Chapanoff C.

Investigador Asociado, Centro de Ciencias y Ecología Aplicada, Universidad del Mar

obertura

El mar es espacio fronterizo. Lugar de seducción, donde la historia humana ha arrimado su ojo a la misteriosa e infinita

extensión de los mundos marinos, revelación pura de todo horizonte y a la vez de la más insondable profundidad.

En distintas épocas hemos prodigado diversas miradas en torno del océano. En aquel ojear nuestros modos

intuitivos de aproximación excedieron la pura noción geográfica, transparentando la evidencia física del líquido elemento

para dejarnos frente a una construcción cultural que en sus múltiples y difusas siluetas muestra la existencia de muchos

mares. Así elucubramos cada uno de ellos como universos inacabados de comprensión, pero que, sin embargo,

comparten una condición común: ninguno de ellos se revela como un espacio regulado del sujeto. Allí donde el pie

tambalea en ausencia de suelo firme, se desboca también la conciencia, las pretensiones de control se desvanecen en

el continuo ondear de un oleaje sin dominio.

Tal vez donde mejor se aprecien las distintas versiones y ficciones de lo marítimo sea a través del imaginario,

conjunto de creencias y decires, conductas y acciones que pueblan el mar como espacio habitado de lo posible.

Corresponden a narraciones profundas, relatos maravillosos y aterradores que configuran distintas nociones de

realidad. En ellos adquiere sentido fundante el trazo indeleble de los estilos de vida que por siglos hicieron del mar su

hábitat. Allí su cosmogonía, allí la inscripción certera de cada hecho e individuo en su relación con el mundo. Allí las

metáforas tremendas de un anhelo indescriptible por permitirse ser en la grafía de un paisaje desbordado por los

fenómenos, la impronta de una naturaleza liminal, perturbadoramente instalada entre la vida y la muerte.

Hemos sabido del imaginario por los relatos de aquellos que viajaron por estos mundos, de los que recorrieron

incansablemente sus costas en el gesto nómada de asentarse en sus deslindes y por los que aún insisten en hacer del

mar la persistencia de su derrotero. Muchos de estos decires se forjaron en la voz ágrafa de pueblos y sociedades

enteras ya desaparecidas. Otros tuvieron cabida en los documentos escritos. Diarios de navegantes, crónicas militares,

bitácoras de viaje y otras fuentes, nos develan entre líneas los trazos de un universo literaturizado en el afán del

registro, pero vivo en las conciencias de quienes fueron testigos de sus hechos.

El imaginario marítimo se muestra a nuestros miramientos como imagen difusa, ambigua e inquietante. Por ello, bajo

nuestra pretensión de racionalidad, intentamos circunscribir su diferencia a lo ya conocido, conjugamos sus nociones de

alteridad bajo códigos que los hagan explicables a través de un lenguaje de la distinción. Por eso decimos que son

relatos de otras épocas, que son modos de explicación creados por sujetos incapaces de comprender su entorno.

Sin embargo, los relatos acerca del imaginario aún subsisten fuertemente arraigados en sociedades y entornos

locales al alero de la vida comunitaria. Allí, el éxito del acto narrativo depende de su instauración como dispositivo

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simbólico, representación práctica de un andamiaje cultural que aprendió un modo particular de convivencia con su

medio. La realidad temporal, espacial y vital que abordan los relatos del imaginario permiten aludir a lugares, momentos

y situaciones anclados en la vida social cotidiana de aquellas sociedades. Cuando un hecho extraordinario se presenta

en el mundo real y cotidiano es porque lo inexplicable, lo inadmisible y lo misterioso, tienen cabida en la vida diaria

como señal de una profunda experiencia.

Chile posee un imaginario marítimo poderoso, constantemente reactualizado en nuestra cultura marítima

contemporánea en los que se mezclan diversas visiones y tradiciones. Por esto no pretendemos relatos puros y

prístinos; las imágenes se superponen unas a otras. El mismo relato puede cambiar de una voz a otra, de un lugar a

otro. Historias de piratas, náufragos y tesoros conviven con mitos indígenas acerca del origen, la muerte y los

elementos. Narraciones de seres fabulosos traídas desde Europa y Oriente por los navegantes, se funden con ritos

cristianos y la fe católica. Algunas de estas historias parecieran tener un origen en las antiguas culturas aborígenes

asentadas en esta parte del mundo, otras viajaron miles de kilómetros a través de los mares y las épocas en la palabra

de marineros de distintas nacionalidades para anclar en nuestras costas. Así, diluvios originarios, doblones de oro

enterrados en oscuras cavernas, seres fantásticos como sirenas y tritones, monstruos abisales como serpientes

marinas, pulpos y calamares gigantes, pertenecen a un imaginario presente en océanos y pueblos de otras latitudes,

simulando ser un patrimonio de todos los maritorios del mundo.

Hablaremos de algunos de estos relatos del imaginario, de otros se guardará silencio. Intentaremos indagar en

aquellos de tiempos pasados y en los que todavía colman de presencias los lugares de nuestra geografía. A los canales

y fiordos patagónicos iremos en un viaje imaginado, también a nuestros archipiélagos e islas. Chiloé, Juan Fernández e

Isla de Pascua tienen algo que contarnos. Recalaremos en playas y caletas de la zona central, hurgaremos en las

costas nortinas de cálidas arenas, y también en las frías y oscuras profundidades de nuestro océano. Intentaremos no

olvidar, mas, algunos ya no los recordaremos jamás.

Acerca de los que nacieron del mar

En las desmembradas costas australes, los pocos sobrevivientes de los kawéskar que habitan Puerto Edén aún

recuerdan historias que contaron los antiguos. En aquella resquebrajada memoria todavía quedan trazos de un origen...

es el relato de los nómades del mar.

Entonces cuentan que decían los antiguos, que al principio los kawéskar convivían con monstruos marinos que

aparecían en los senos y fiordos de la Patagonia Occidental. Una vez, una de estas bestias devoró a todos los

miembros de la tribu exceptuando a dos hombres que andaban cazando y a una guagua que lloraba entre los arbustos,

la cual al crecer se convertiría en el Hijo del Canelo, quien haciendo uso de su poder hubo de dar muerte a los

monstruos nacidos del mar.1

Una vieja historia yámana ocurre al sur de la isla Gabler, en el extremo sur. Allí moraba un horrible ser, del cual se ha

olvidado su nombre. Mezcla de león, toro y foca, solía deambular por el mar y las playas cercanas atacando las canoas

que surcaban sus oscuros dominios. Dicen que muchos murieron y que de otros se encontraron restos de corteza de las

náufragas embarcaciones. Las fechorías del animal se prolongaron por muchos años, hasta que un joven llamado

Umoara decidió enfrentarlo. En un temerario ataque cegó al monstruo con su honda, para luego darle muerte con sus

flechas y arpón. Así cargó al enemigo en su canoa y lo dio como ofrenda a los suyos... desde entonces se recuerda con

felicidad a Umoara, el joven que dio muerte al monstruo.2

Cuando era el origen del mundo y estaba todo desordenado, el mítico Elal de los tehuelche, viendo que había poca

tierra y mucha agua para tantas criaturas, decidió ordenar a los animales y darles un lugar donde vivir. Entonces a

muchos peces, lobos marinos, ballenas, focas y otros los mandó para que habitaran el mar y a otros que habitaran el aire

y la tierra firme. Entre los que al mar envió había seres inconclusos y deformes, a quienes hizo vivir para siempre en las

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profundidades. Pero hubo una que no era humana ni pez, porque era hija de la Luna y el Sol y esposa del dios de los

tehuelche. Petín era su nombre, y desde antiguo es que vive en el fondo de los mares del sur y con su poder sube las

aguas haciendo altas las mareas cuando quiere acercarse al rostro iluminado de su madre que se ve blanquecino y

redondo en las frías noches del austro.

Los pueblos aborígenes, originarios habitantes de las costas, poseen una gran variedad de relatos que los vincula con

el mar. Oralidad pura que da cuenta de tiempos míticos perdidos en la estratigrafía de una historia que ya pocos

recuerdan. Pero en la elucubración de las eras pretéritas, muchas de estas narraciones persistieron en el constante

hablar en torno al fogón. Algunas aluden al origen de los habitantes del mar, cuentan cómo apareció el pato quetro, la

nutria, el lobo de mar y la orca. Otras tratan del mar como el lugar donde viajan las almas de los muertos, o norman la

relación de los humanos con los seres de la naturaleza. Se ha oído que hablan del origen del mundo, de viajes

fantásticos a través de días por los mares en poblamientos ya olvidados. En ellas está el relato del mundo, en ellas

todavía una cosmovisión que no ha desaparecido.

Quizá uno de los imaginarios más ricos de Chile en torno al mar lo encontremos en las narraciones de los chilotes,

allí donde se mezclan las tradiciones chono, veliche y huilliche con la impronta de la colonización española, donde el

mundo tuvo su origen en la lucha violenta de dos serpientes gigantescas: Tentén Vilú, la culebra de la tierra y Coicoi

Vilú, serpiente de las aguas. En los tiempos del origen, se cuenta que Chiloé no era una isla sino que sus tierras se

encontraban pegadas al continente, hasta que un día, ambas serpientes, violentadas por el rapto de una doncella se

enfrentaron. Mientras una hacía subir más y más las aguas inundando campos, arrasando los sembrados y ahogando a

la gente, la otra se empeñaba más en subir al cielo la tierra. Mucho duró la pelea y poblaciones completas murieron

tragadas por las aguas en el cataclismo infernal. Tentén Vilú logró finalmente vencer a su adversaria, aunque no del

todo, porque si bien las aguas bajaron, ya nada sería como antes. Así se formó el archipiélago y desde entonces que los

chilotes debieron aprender a andar entre islas.

Y en esas costas fragmentadas originadas por la lucha entre los opuestos, el chilote habitó el mar colmándolo de

sentidos. No es extraño entonces que en el archipiélago los hombres y mujeres convivan con seres fabulosos en el

mismo mundo. Porque, pese a no tener formas humanas, comparten una cotidianidad de la cual ambos son

depositarios. Por ello se les repleta de atributos. Se conoce su lugar y su conducta, poderes y debilidades, se habla con

ellos en una interacción a través de la cual construyen la cercanía con su propia otredad.

“El caballo marino es ese que anda por ahí dicen... y dicen que se alimentan de algas parece, también de

cochayuyo... y por eso que es de ese color... es más grande que un buey y no ve que en él andan galopando los

brujos... y ahí andan y uno ve las luces nomás... hasta que se muere uno las ve”.3 El caballo marino habita en lo

profundo del mar y responde a los designios del Millalobo, el cual se asemeja en sus atributos a Neptuno y Poseidón

de los mitos occidentales, por cuanto se cree es el rey por excelencia de los mares, tiene algo de apariencia humana,

ya que surge de una relación entre una mujer y una foca. Este es a su vez el padre de la Pincoya, hermosa mujer de

cabellos claros, en la cual los isleños ven a una diosa que controla los mariscos y pescados, los que maneja a

voluntad con misteriosos hechizos, sembrando las playas desiertas para el regocijo de los lugareños. Suele vérsele en

las playas deshabitadas acicalando su pelo posada sobre una roca. Cuando mira hacia el mar es signo bueno, ya que

la playa será abundante en mariscos que se podrán recolectar en yoles de boqui o quilineja cuando baje la marea. A la

Pincoya suele confundírsele con las sirenas y aunque para algunos están emparentadas, lo cierto es que son distintas.

Las historias cuentan que la sirena posee cabellera gruesa como de sargazos y una belleza incomparable. Su cuerpo

plateado hacia sus extremidades inferiores se transforma en una cola de pez. Uno de sus lugares preferidos son las

costas de la isla Laitec, al sur de la Isla Grande; allí sale a retozar por las noches en los lugares por donde no transita

gente. Como es muy huidiza, al menor rastro de presencia humana se sumerge en las profundidades del mar.

La existencia de las sirenas a menudo se asocia con las historias de marineros europeos que prontamente

encontraron cobijo en la imaginería chilota. Sin embargo, a diferencia de las descritas en el Viejo Mundo, en Chiloé son

seres benéficos que ayudan a los navegantes durante las tempestades y que acompañan el alma de quienes perecen

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en el mar hasta su destino final en las cubiertas del Caleuche.

En Isla de Pascua, también los tiempos primeros se asocian a fuerzas telúricas incontrolables; allí se hace referencia

a Uoke, el dios devastador,4 quien, premunido de una palanca colosal, hundía o levantaba las tierras de Rapa-Nui a su

entera voluntad. Cuando lo deseaba podía subir la isla hasta tocar lejanos continentes. Pero ocurrió que en una de

estas veces la palanca se le quebró, entonces la isla estaba abajo y el continente arriba, y por eso que de la isla no

quedaron más que las cumbres de sus montañas y el continente por estar más alto quedó grande y macizo como hoy

se le conoce. Así se formó la patria de los pascuenses, Te- Pit-o--Te Henua, el ombligo del mundo.

Uno de los temas más recurrentes en la mitología indígena se relaciona con el viaje de las almas de los muertos, las

que según varias tradiciones antes de llegar a su destino deben pasar por varias etapas de purificación. En este trance,

el mar representa aquel proceso. Entre los mapuche costinos de Tirúa todavía se cuenta que los espíritus iban a

reunirse en isla Mocha. “Allí, mujeres viejas, transformadas en ballenas llevaban las almas de los muertos hasta la orilla

del mundo de abajo en dirección al poniente... Otra vieja cobraba los pasajes en llankas (las que se depositaban en la

sepultura junto al muerto). Además había para el traslado de las almas un balsero que exigía más pago y estaba

siempre de mal humor”.5 Tempulkalwe es el nombre de la anciana transformada en ballena, y es particularmente

interesante la difusión de esta creencia, pues se le ha encontrado también entre los mapuche que habitan del lado

argentino y entre los tehuelche habitantes de las riberas del Estrecho de Magallanes, quienes aluden a una inmensa

ballena terrestre de nombre Góos que en tiempos inmemoriales a menudo atacaba a quienes deambulaban por las

costas, engulléndolos, hasta que fue asesinada por Elal, padre de los tehuelche. Con su muerte las ballenas fueron

expulsadas a los mares donde todavía viven, pero siempre regresan a las costas para recordar su origen y llevarse las

almas de los muertos por el mar hasta el otro mundo.

En Chiloé, esta vez en Cucao, también se habla del balseo de las ánimas: las almas de los muertos cruzan hasta el

otro lado del mar en el lomo de una ballena llamada Tempilcahue, quien cuenta con el apoyo de un balsero de memoria

extraordinaria que, cuando se sabe sujeto de engaño, deja a las almas perdidas o püllis vagando erráticas por las

desvencijadas costas sin llegar a su destino, que estaría allá donde se esconde el Sol.

En todos estos relatos existen seres mediadores metamorfoseados en fauna marina, que actúan como vínculos de

un viaje sobrenatural. En ninguno de los casos el mar es el destino final de las almas, sino que este representa la

purificación necesaria de aquellas que arriban a su morada definitiva, y por el contrario, el sufrimiento eterno de aquellas

que, al no lograrlo, se ven obligadas a un angustioso errar por un mundo ambiguo y sin descanso entre la vida total y la

más completa muerte.

Los mapuche huilliche de San Juan de la Costa hasta hace poco realizaban el ritual del huachihue,6 ceremonia

mediática en la cual los forasteros venidos de las tierras altas y los llanos rogaban por un viaje feliz hasta la costa de

Osorno. Entonces, se acostumbraba plantar una matita de coleo en el lugar donde se hacía la captura anual de

recursos marinos para su subsistencia. Al Agüelito Hüentiao se le pedía por ello, al Taita dueño de los mares y todos sus

animales... “Huentrreyao, el ser supremo de los indios cuncos de Valdivia, a quien hace de ellos inmortal. Tenía sus

dominios principalmente en el mar, en donde, atraído por encantos y belleza una sirena que vivía en las mismas aguas

se enamoró de ella, se unieron y de esta unión procede la humanidad... Los indios lo personifican en una rama de

laurel. Le ofrecen culto en ciertas fiestas o rogativas que llaman lepún o lepuntún, y para comenzar estas, llevan los

indios a la orilla del mar una rama de este aromático árbol, lo mojan en sus aguas para comunicarle don divino y

enseguida lo conducen a sus tribus, en donde se desarrollan muy variadas ceremonias en honor de Huentrreyao, para

obtener de él lo que desean”.7 Este ser mítico todavía vigente entre las comunidades costinas de la Décima Región, en

sus orígenes habría sido el alma de un joven que habitaba estas comarcas, el cual raptado por una sirena, muere,

quedando su alma en la morada de una roca después de un viaje por el mar, al cual regresaría convertido ahora en su

dios. Nuevamente el océano actúa como espacio ritual de un trance, en el cual el ser muta, alterando su condición

primordial. El mar donde habita Hüentiao fue lugar de redención y consagración, espacio sagrado que asegura su

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inmortalidad.

Navegaciones al Nuevo Mundo:

Zoología de lo fantástico y bestias del mar

Quienes en siglos pasados navegaron desde Europa a nuestras costas, fueron hombres que, para la cosmovisión

medieval de la época, viajaron más allá del territorio considerado como seguro. En términos estrictos fueron más allá del

mundo, arriesgando sus vidas en un viaje por lo desconocido. A partir de entonces todo es posible, pues las leyes de la

lógica y la razón no funcionan en lo ignoto. Entonces, la caracterización del paraje al que arriban es construida como

relato de “otro mundo”: narraciones del fin de la cristiandad.

En las crónicas de los navegantes a partir del siglo XVI, se narra este encuentro. Se trata de un mundo distinto pero

coherente y creí-ble, por ello respeta la estructura iniciática del imaginario de la bestial zoología medieval. Las

cartografías que incluyen este imago mundi muestran la metafísica de este encuentro: “Basta observar las cartas del

siglo XVI para ver como la fauna de esta cartografía maravillosa se traslada in solidum a América. Acompañados de

leyendas significativas, los endriagos alternan con los nombres de los ríos, sitios geográficos, ciudades reales e

imaginarias. Constituyen la historia del viaje. Representan a la vez una superficie real y un espacio mítico. Es un viaje a

lo desconocido por la imago mundi que poseían los descubridores. Los monstruos forman parte de una rejilla simbólica,

que permite aprehender el espacio geográfico, da sentido al mundo y organiza la visión de las nuevas tierras

descubiertas... Los monstruos geográficos son particulares. No aceptan aparecer como imaginarios, sino que son seres

extraordinarios en un mundo natural, por eso se les trata de ubicar en un lugar preciso... se integran en la historia y la

naturaleza”.8

Los mares australes con sus tremendas tormentas, huracanes y aguas embravecidas, fueron lugares donde a

menudo los navegantes daban cuenta de serpientes y monstruos marinos de tamaño descomunal, los cuales

mezclados con el furibundo oleaje amenazaban las embarcaciones. Fueron estas latitudes el espacio umbrío donde el

europeo creyó reconocer el hábitat de aquellas bestias que su memoria había traído de Europa.

Las historias cuentan que en las profundidades cerca del temido Cabo de Hornos habitaba el mismo demonio, quien,

fondeado en concavidades abisales con toneladas de cadenas, las hacía rechinar. En las noches de tempestad, pasaba

el tiempo enfrentando a los mares Atlántico y Pacífico, haciendo crecer enormes olas como fruto de la bestial lucha.

Otros creyeron ver al mismo Leviatán en la forma de una oscura y viscosa serpiente marina, que según dicen devoró

barcos enteros, pagando así la temeraria osadía de cruzar sus dominios.

En 1767, El padre José García en expedición desde Chiloé a los Canales del Sur menciona un avistamiento en

medio de una tormenta: “i atravesada entre dos mares, le entró bastante agua; logró con bastante trabajo poner nueva

soga i proseguir; pero en el bajo que nosotros avisados por tal tuvimos i desechamos, casi se les sentó la piragua; i aún

dicen se llegó a parar algo; el caucahue don Lucas, que iba de piloto en dicha piragua. Dice que atravesada en dicho

lugar, casi se perdieron, pues a poco que conocieron detenida la piragua, salió por la popa un desconocido y disforme

animal que, yéndose al fondo, les levantó tanta olada que les echó mucha agua dentro de la piragua”.9 Un siglo

después, el 13 de agosto de 1868 el oficial L.G. Billings, del navío de bandera norteamericana Wateree, que se

encontraba anclado en la rada de Arica cuando ocurrió el maremoto que destrozó la ciudad, en su relato de la catástrofe

cuenta: “esta vez el mar se retiró hasta hacernos encallar y descubrir el fondo del océano, mostrando a nuestros ojos lo

que jamás se había visto: peces que se debatían entre las rocas y monstruos marinos embarrancados”.10

Los relatos de bestias que atacaban las embarcaciones o se dejaban ver entre la persistente garúa recuerdan al

monstruo nórdico Kraken, profusamente descrito en numerosos relatos.11 En Chile varios informes de balleneros que

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venían de Nueva Inglaterra o Nantucket mencionan haberlo visto. Así mismo, algunos de los cachalotes que cazaban

mostraban en su piel horrendas y descomunales heridas atribuidas a encarnizados enfrentamientos con calamares o

serpientes gigantes. Estos balleneros plagaron el mar y los puertos de legendarias batallas con ballenas de tamaño

fabuloso y una capacidad de raciocinio extraordinaria.

En 1821, a la cuadra de la isla Santa María, en las afueras de nuestras costas el ballenero Dauphin rescataba a

ocho marineros moribundos que se hallaban en un bote a la deriva. Eran los sobrevivientes del Essex, ballenero

norteamericano hundido por el ataque de un cachalote. Habían estado 96 días en el mar. Privados de alimento, se

mantuvieron con vida comiendo de los cadáveres de sus compañeros muertos. Algunos de los sobrevivientes fueron

llevados a Valparaíso, donde relataron la horrenda odisea. Más tarde Owen Chase, segundo oficial escribiría

recordando lo sucedido: “Nos embistió de cabeza a máxima velocidad, justo por delante de las cadenas de proa. El

barco reculó tan súbita y violentamente como si hubiera golpeado una roca y durante unos segundos tembló como una

hoja... (los golpes) estaban calculados para provocarnos el mayor daño. Al asestarlos por delante, aprovecharon la

velocidad de los dos objetos. Para efectuar esos impactos eran las maniobras exactas que hizo”.12

Este hecho, prontamente conocido en todos los puertos del mundo, vino a confirmar la creencia de que las ballenas

eran seres diabólicos, poseedores de una inteligencia maligna y una fuerza prodigiosa de carácter sobrenatural. Hubo

muchas de ellas que fueron objeto de relatos fabulosos, pero ninguna como Mocha Dick, cuyo nombre lo debe a que su

primer ataque a un ballenero se registró en las cercanías de isla Mocha frente a las costas de Tirúa alrededor de 1810.

Se le describía como de un color gris blanquecino, de unos veintiséis metros de largo y una cabeza descomunal,

cruzada por una cicatriz blanca de casi dos metros. Su cuerpo mostraba las huellas de múltiples arpones como señas

de su diabólica inmortalidad. Se le atribuyen cerca de cien ataques a barcos y botes balleneros y más de treinta

muertos, muchos de ellos en sus fauces. Poseía una fuerza sobrenatural y una inteligencia turbadora para sus

perseguidores: “fingía la muerte, mantenía vigilia sobre el cadáver de otra ballena... parecía especialmente consciente

de la parte de su cuerpo que exponía a la aproximación del arponero”.13 Existen multitud de versiones en torno a su

muerte, aunque se dice que fue un ballenero sueco quien acabó con ella alrededor de 1859. Estaba ciega de un ojo y

diecinueve arpones aún estaban enterrados en su cuerpo, oxidados y enrollados en espiral como mudos testigos de las

vidas que había arrebatado para siempre.

Sin duda, este es uno de los más grandes relatos de mar, al punto que fue inmortalizado en la novela de Herman

Melville, Moby Dick, la Ballena Blanca, en 1851.

Pese a la distancia del tiempo, y a que en la actualidad el conocimiento científico de los mares ha desestimado la

existencia de los monstruos marinos, su creencia sigue firmemente arraigada en leyendas e historias de sus

apariciones. Incluso la prensa contemporánea se hace eco de extraños hallazgos de seres desconocidos que vararon

en nuestras costas. El 18 de diciembre de 1978 un diario nacional publica que un “Monstruo Marino Como Lagarto

Gigante Apareció en las Costas de Caldera”.14 La crónica señala: “Su cuerpo se caracteriza por poseer cuatro aletas y

una larga cola. Se desconoce el nombre de la extraña especie, que nunca antes había sido avistada en los mares de la

zona. A fin de proceder a realizar los análisis correspondientes para detectar su origen, el monstruo marino fue puesto a

disposición del Museo Regional de Atacama, previo corte de sus aletas, cabeza y cola, que quedaron en poder de los

biólogos de la Universidad del Norte”.

En 1991, en Butachauques, costa de la isla de Ailín, Provincia de Chiloé, pescadores habían avistado un extraño y

desconocido ser marino de grandes proporciones. Días más tarde aparecería un extraño animal varado en las

cercanías, el cual según diversas descripciones hechas por lugareños a la prensa15 tendría unos siete metros de largo y

una cola del pez, que medía aproximadamente un metro; estaba semi enroscado y tenía unas cerdas duras como

plástico. Uno de los testigos, Eduardo Olmedo, añadiría: “está dividida en dos partes, una que va hacia arriba y otra con

pelos como de una escoba hacia abajo”. Los lugareños observaron que estaba cubierto de pelos, como crines.

Curiosamente, las aves de rapiña, abundantes en el sector, no se comieron los restos.

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El domingo 10 de enero de 199916 otro artículo publicado en la prensa habla de unos avistamientos de un extraño

monstruo marino en el lago Llanquihue, el cual se había visto emerger frente a Puerto Varas y Ensenada. Los testigos lo

describen con un cuello largo, semejante al de una anaconda, el lomo como de un paquidermo y de nueve metros de

largo, y del cual existirían fotografías y filmaciones.

Los náufragos que erraron por el mar y aquellos que en él guardaron sus tesoros

Las historias de náufragos errantes, ahogados y hundimientos, así como odiseas tremendas de marineros que

sobrevivieron en medio de inhumanos sacrificios, son numerosas y de larga data en nuestras costas.. Muchos de estos

hechos, basados en casos concretos, han quedado grabados en la memoria colectiva en habitantes de bahías, caletas

y puertos, en donde al alero de anochecidas y bebidas conversaciones entre viejos lobos de mar, los innumerables

relatos se transformaron en leyendas plagadas de exageraciones, heroísmo, desventura, encuentros maravillosos, pero

también de locura, antropofagia y presencias maléficas.

A veces estas historias se entremezclan entre sí, generando extrañas asociaciones de hechos, épocas y personajes.

En otras se vinculan con espectrales barcos fantasmas, ciudades e islas perdidas, las cuales no pocas veces fueron

objeto de obsesivas búsquedas.

Una de las más trágicas historias ocurrió en la actual Punta Arenas en tiempos de la Conquista, antes de que estas

tierras se ocuparan a partir de la instalación de una colonia penal. Ocurrió alrededor de 1580. El capitán Pedro

Sarmiento después de un azaroso viaje a través de miles de millas reconoció el Estrecho de Magallanes, el que se

mostraba como calmo y hermoso paraje a ojos del explorador, y al que bautizó como Santa Ana. No obstante perder

naves y sufrir graves deserciones, venía decidido a ganar para España aquellas latitudes, y en medio de solemnes

ceremonias tomó posesión de las tierras en nombre del Rey y en su honor fundó la ciudad Rey Don Felipe. Previamente

había fundado otra ciudad a la que había denominado Nombre de Jesús, dejando en ella 183 almas. Allí permaneció

algún tiempo, talando, construyendo, organizando y trazando la nueva ciudad. Dispuso de construcciones, cultivos y

ranchos para los animales, hasta que un 24 de mayo zarpó de aquel puerto prometiendo a los cerca de cien colonos

que pronto retornaría. Pero fatídicos temporales le obligaron a tomar rumbo hacia las costas del Brasil, donde

permaneció dos años haciendo infructuosos esfuerzos por auxiliar a su gente. Sin poder conseguir recursos necesarios,

emprendió viaje a España, esperando contar con mejor suerte, pero fue detenido primero por ingleses y luego apresado

por franceses, permaneciendo encerrado por otros tres años hasta que arribó a su patria, viejo y cansado, donde

finalmente moriría con el remordimiento de no haber podido auxiliar a la población que había fundado. En tanto, los que

habían quedado en Nombre de Jesús, incapaces de hacer frente a los crudos inviernos, abandonados y sin alimento,

emprendieron una desesperada marcha hacia Rey Don Felipe, esperando encontrar auxilio entre sus vecinos. No más

de sesenta supervivientes lograron arribar a la ciudad; el resto, enfermos, famélicos y entumidos habían caído en el

camino. Algunos de ellos sirvieron de sacrílego alimento para sus compañeros. Hacia 1585, 150 personas hacían lo

imposible por subsistir en Ciudad del Rey Don Felipe. Desesperados, construyeron algunas embarcaciones para buscar

refugio en el Río de la Plata, en un frustrado intento del cual prontamente hubieron de arrepentirse. Obligados por el mal

tiempo, volvieron a repoblar la ciudad. Otro grupo de cuarenta personas había partido por tierra; de ellos, jamás volvería

a saberse. Hacia 1586, los que quedaban volvieron a embarcarse en un precario lanchón en pos de las costas de Chile

central, pero la inexperiencia y las tempestades nuevamente arruinaron este postrero intento. A fines de ese año, los

agobiados y desconsolados sobrevivientes deciden abandonar la fatídica ciudad: “se encaminaron hacia el norte y nor

oriente y según avanzaban se fueron encontrando con los cadáveres de aquellos que les habían precedido yendo con el

mismo rumbo y viniendo en contrario, marchando como ellos en busca de la salvación”.17 A comienzos de 1587, todavía

unos pocos sobrevivían alimentándose precariamente en las costas de bahía Posesión. Podemos imaginarnos su

alegría cuando avistaron tres navíos debatiéndose por entrar al Estrecho. A las señas del fuego hechas por los

españoles, los barcos respondieron enviando un bote a cuyo encuentro salieron cinco hombres de los cuales sólo uno

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logró embarcar. Nuevamente la tempestad no hizo posible el rescate de los restantes, y los barcos, una flotilla de

corsarios ingleses al mando de Cavendish, abandonaron para siempre a los que habían quedado en la costa, no sin

antes pasar por la antigua ciudad Rey Don Felipe, donde, atónitos, pudieron observar los rastros de la miserable

existencia de sus últimos habitantes: Aún quedaban cuerpos insepultos y putrefactos esparcidos por el lugar, sus casas

derruidas y los campos de siembras abandonados en tétrico paisaje, lo que hizo que Cavendish lo llamara Port Famine

o Puerto del Hambre.

De los que habían llegado a Posesión sólo uno sobrevivió volviendo a la desolada ciudad de la cual fue rescatado en

1590 por otro barco corsario inglés. Del resto no se volvió a tener noticias. Su destino en los poblados de la colonia

chilena se asociaría a la misteriosa Ciudad de los Césares, también llamada “Ciudad Encantada”, “En-Lil”, “Lin Lin”,

“Trapalanda” o “lo de César”. A esta maravillosa ciudad también se dice que llegaron otros náufragos y perdidos en las

costas australes como los que sobrevivieron al naufragio de la expedición de Simón de Alcázaba, que habían sido

abandonados en el Estrecho de Magallanes. También se relaciona con este mito a una de las naves de la expedición del

Obispo de Placencia Gutiérrez Vargas de Carvajal, que se perdió en el Estrecho, dejando 150 hombres en tierra en

1539, o los peregrinos salvados de la destrucción de la ciudad de Osorno a manos de los indígenas en 1599.

La ciudad de los Césares, descrita como maravillosa en riquezas, es el símil austral de otras ciudades fantásticas

buscadas obsesivamente por numerosas expediciones españolas en el resto de América: El Dorado en las riberas del

Orinoco, Cíbola o Quivira que se creía en las tierras del México, o el Gran Paitití que incontables relatos ubicaban en los

Andes y el Brasil. Al encuentro de la austral ciudad partieron no menos de diez expediciones, tanto de Argentina como

de Chile, sin dar con ella; no obstante, relatos posteriores mantenían la creencia de que a ella arribaban los agonizantes

náufragos a encontrar la felicidad postrera en un destino que, de otro modo, debería haberlos dejado en el más

completo abandono, famélicos y moribundos en algún desierto peñón de la Patagonia.

Muchas de estas historias están emparentadas con los relatos de barcos fantasmas, diabólicas naves asociadas a la

desventura de penantes ánimas de marineros muertos destinadas a vagar eternamente entre los mares. Sin lugar a

duda el más famoso de ellos es el Caleuche, buque de arte o buque de fuego, que aparece en las noches de densa

neblina haciendo ver a lo lejos trémulas luces que se mueven en su cubierta al son de una música embriagadora, gritos

y órdenes de maniobras. Puede andar a grandes velocidades y transformarse en algún animal u objeto inanimado. La

creencia dice que su tripulación está compuesta por marineros que han sido raptados de las costas por artes mágicas

de malignos brujos y por almas de aquellos que murieron en un naufragio y cuyo cuerpo jamás pudo ser hallado. Su

origen se asocia a la misteriosa desaparición de un barco en la zona de las Guaitecas, capitaneado por un holandés en

tiempos de la Colonia. En su arte, puede transparentarse, atravesando obstáculos sólidos. Así muchos narran que

goletas y faluchos se vieron embestidos por este ga-león arbolado en medio del pavor de sus ocupantes, pero que

misteriosamente, pasó de largo cruzando las embarcaciones sin causarles el menor daño. Cuando alguno de los

pueblos costeros del archipiélago se observa que ha enriquecido de manera rápida o inusual, se dice que es porque ha

hecho negocios con el Caleuche, proporcionándole bastimentos y pertrechos para avivar sus fiestas. Como no se le

conoce fondeadero alguno, se cree que su puerto se encuentra en la Ciudad de los Césares, perdida entre los 40 y 42

grados de latitud, en alguna parte de la cordillera. Hasta allá arribaría el embrujado bajel luego de remontar caudalosos

ríos, para encontrar descanso a sus correrías.

Las leyendas de barcos fantasmas recorren los mares de todo el mundo. No existe ruta marítima que no cuente con

una nao fantástica de poderes maravillosos. Estas historias fueron traídas a las aguas del Pacífico en relatos de

marineros que desembarcaban en nuestros puertos. Ya los fenicios sabían que podían tener un fatídico encuentro con

una negra barca que navegaba con sus velas hinchadas aun en el más calmo de los días. Los vikingos pensaban que

entre la densa neblina, al son de una campana, era posible encontrarse con un maligno navío en llamas. En las aguas

de España se hablaba profusamente del galeón maldito. En las costas atlánticas hacia la ruta de las especias navegaba

el Holandés Errante, el Gold Walker y el Santamaría. Todos tripulados por espectrales almas, que en un proceso

inconcluso, jamás encontraron descanso, siendo condenadas a vagar por los mares capturando nuevas tripulaciones y

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causando los más grandes estragos a los navegantes.

Estas historias, en su mayoría, tuvieron origen en naufragios y desapariciones de navíos que quedaron en la

memoria, tal como el Oriflama,18 el que fue avistado por última vez a la cuadra de la bahía de Valparaíso. Venía en

navegación desde Cádiz y el 23 de julio se hallaba a la vista del puerto al que debía arribar, pero jamás lo hizo,

alejándose misteriosamente hacia el sur. Sin embargo, a una distancia de dos leguas, fue visto por la tripulación de El

Gallardo, cuyo capitán, amigo del comandante del Oriflama decidió enviar un bote de saludo. Ante el horror de los

visitantes, en la cubierta de la fatídica nao se esparcían los restos inertes de los marineros; 78 ya habían sido arrojados

al mar y 106 estaban enfermos y postrados en medio de terribles laceraciones y dolores incapaces de maniobra alguna.

Sólo unos pocos se mantenían medianamente en pie, pero debilitados bajo una ostensible angustia. El capitán de El

Gallardo pretendió auxiliarlos, embarcando alimentos, medicinas y tripulación suplementaria para manejar el barco a la

deriva, pero una repentina tempestad con huracanados vientos del cuarto cuadrante, hizo infructuoso y estéril el auxilio.

Lo último que vieron del Oriflama los atribulados marinos de El Gallardo fueron las titilantes luces del navío alejarse

hacia el sur en medio de una neblina.

No son pocos los que dicen haber visto al Oriflama, con sus luces aún encendidas. Otros en oscuras noches

escucharon el lamento de su tripulación enferma pidiendo misericordia y ayuda. Se dice que aparece en las costas de

Navidad a Constitución y que a veces, en un postrero intento se ve su arboladura tratando de ingresar al puerto de

Valparaíso, donde jamás ancló.

Estas misteriosas naves son comúnmente asociadas con fabulosos tesoros escondidos en oscuras cavernas y

desiertos fondeaderos de la costa de Chile. Famosa en Valparaíso es la Cueva del Pirata, en la cual Drake habría

escondido las riquezas saqueadas del puerto de Valparaíso en 1578. La tradición la ubica en los escarpados

acantilados de Laguna Verde, en una profunda grieta natural, sólo accesible desde el mar, en la cual no solamente

dejaron el botín sino que también a un celoso custodio, probablemente algún marino, al que encadenaron para que no

se fugara con las riquezas. En la actualidad, cuando baja la marea es posible apreciar miles de cuevas forjadas por el

mar. En ellas, los curiosos han buscado por siglos el tesoro de Drake sin encontrarlo. Varios desaparecieron en el

intento azotados por el furioso mar Pacífico que arremete sobre los roqueríos de aquella costa; otros, según cuentan,

desaparecieron para siempre en una intrincada red de gale-rías y túneles subterráneos, que se cree cruzaban la ciudad.

Una de sus salidas habría sido la Cueva del Chivato, ubicada en un promon-torio rocoso, paso obligado entre el Puerto

y El Almendral en Valparaíso, también llamado pequeño Cabo de Hornos, por los múltiples naufragios de

embarcaciones que fueron a dar a sus roqueríos. Allí habitaba un ser mítico mezcla de hombre y cabra que atacaba a

los viajeros y custodiaba ocultos tesoros en el interior de la caverna. A tanto llegaron las habladurías de este engendro y

su cueva, que su entrada finalmente fue dinamitada y tapiada en 1901. En aquel lugar, hoy se encuentra el edificio de El

Mercurio de Valparaíso, y una pequeña placa de bronce, fijada en la roca del cerro, hace memoria a la nefasta

madriguera.

Juan Fernández, legendario punto en las rutas de navegación a vela en medio del Pacífico, es cuna de la más

famosa historia de náufragos que se haya escrito. Esta se sitúa a comienzos del siglo XVIII, cuando a la isla arriban dos

navíos ingleses armados para el contrabando en el Pacífico. Eran el Cinque Ports y el Dampier, ambos con marinos

descontentos e intentos de motines avivados por los maltratos de los capitanes. Así, uno de los marinos, un escocés

llamado Alexander Selcraig, quien había cambiado su apellido por el de Selkirk, prefirió abandonar el barco en lugar de

seguir sufriendo privaciones y maltratos. Desembarcó en la más absoluta soledad, sólo con su bolsa de marinero,

algunas onzas de tabaco, un fusil, algo de pólvora, un hacha, algunos libros náuticos y un ejemplar de la Biblia. Cuatro

años pasó este escocés en el más completo abandono, hasta que en 1708 una flotilla compuesta por los navíos El Duke

y la Duchesse lo llevó de retorno a su patria. Ocho años después sería publicada la célebre novela La Vida Extraña y

Sorprendentes Aventuras de Robi[n]son Crusoe, de York... El Marinero, escrita por Daniel Defoe.

Posteriormente, este archipiélago será también conocido como una de las tantas “islas del tesoro” repartidas por el

Pacífico Sur. Se cuenta de la existencia de un gran tesoro que habría sido escondido en sus playas por Lord Anson en

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las cercanías de Bahía Cumberlad. Las historias acerca de este gran tesoro son múltiples y variadas. Cual más cual

menos encuentra razones de la veracidad del hecho, amparada en antiguas crónicas de navegantes, al punto que

numerosas expediciones se han organizado para encontrarlas, como la que dirigió Luis Cousiño hacia los años

cuarenta, y en la cual invirtió una verdadera fortuna.

Pero es en las costas de la Cuarta Región donde se ha tejido la más fabulosa leyenda acerca de un gran tesoro

escondido por piratas en el fondeadero de Guayacán. Fue esta una bahía de recalada común para piratas y corsarios,

entre ellos Francis Drake, Thomas Cavendish, Jorge Anson, Bartolomé Sharp, Eduardo Davis y John Hawkins. Se dice

que en estas recaladas más de alguno enterró un gigantesco tesoro, producto de sus asaltos y correrías, a lo que se

agrega el oro sacado de una rica mina trabajada por ellos. Numerosas han sido las expediciones y excavaciones

realizadas para tratar de encontrar las riquezas sepultadas en algún lugar de la bahía y la legendaria mina de oro. Una

de las más recordadas y que sirvió para acrecentar la leyenda fue emprendida en la década de los treinta por Ricardo

E. Latcham, destacado académico de la Universidad de Chile y Director de la Sección de Arqueología del Museo de

Historia Natural. En su libro “El tesoro de los piratas”,19 hace una relación que dice ser verídica acerca de una serie de

hechos acaecidos entre 1926 y mediados de los años treinta, en la cual se refiere a la obsesiva búsqueda de un tesoro

por parte de un lugareño de apellido Castro, quien, como premio a su tezón, da con unos extraños hallazgos, unas

placas de metal con inscripciones en hebreo y algunos crípticos mapas escritos en cuero de nutria, con símbolos,

dibujos y referencia de la ubicación del tesoro y la legendaria mina de oro. Como investigador del museo viajó en

varias oportunidades a la zona, donde pudo tomar algunas fotografías y hacer reproducciones a mano de los

misteriosos escritos y mapas, los cuales tradujo y se publicaron en su libro. Se trataría de unas riquezas escondidas

por los piratas Subatol Deul y Rhual Dayo, hebreo y normando respectivamente, quienes, junto a Enrique Drake, hijo

de Francis Drake, habrían formado una clandestina cofradía o hermandad de piratería que tuvo su centro de

operaciones en la bahía de Guayacán. La aventura de Latcham termina abruptamente con la desaparición súbita y

misteriosa de su socio Castro, de quien sólo se sabe que partió al norte para nunca más volver, llevándose consigo los

documentos y mapas encontrados.

Estas narraciones se han prolongado en el tiempo. Pescadores de la zona dicen que todavía se puede ver a

extraños forasteros cavando en las playas de Guayacán, recorriendo sus cerros cercanos y húmedas cavernas en

busca de indicios que los llevarían a fabulosas riquezas.

Los ritos de la fe

Los navegantes siempre han tenido a santos patronos como protectores, imaginería de poder para enfrentarse a las

furias del mar y sus peligros. Numerosos santos son mencionados en las historias europeas de marinería. Se cuenta

que en un galeón portugués, el mismo San Francisco, pendiente de una soga, moja sus pies en las olas, convirtiendo

milagrosamente el agua salada en agua fresca para saciar la sed de la gente de abordo, cuyas reservas de agua se

habían podrido en el trayecto. Otro santo de devoción de los antiguos navegantes era San Telmo, al cual casi siempre

se le representaba sosteniendo en su mano izquierda la antorcha del fuego sagrado y en la otra un galeón de cofas

ardientes y luminosas. En las fuertes tormentas acaecidas en la oscuridad de la noche solían verse trémulos fuegos en

lo alto de los mástiles que los marineros interpretaban como la presencia protectora de su patrono.

Estas numinosas luces serían las que nos describe Pigafetta en su viaje hacia el Estrecho a bordo de la nave

capitana Trinidad de Magallanes en 1519: “Durante las horas de borrasca, vimos a menudo el cuerpo santo, es decir

San Telmo. En una noche muy oscura se nos apareció como una bella antorcha en la punta del palo mayor, donde se

detuvo durante dos horas, lo que nos servía de gran consuelo en medio de la tempestad. En el momento que

desapareció, despidió una tan grande claridad que quedamos deslumbrados, por decirlo así. Nos creíamos perdidos,

pero el viento cesó en ese mismo momento”.20 El mismo Pigafetta, vuelve a ver los resplandores, esta vez bordeando la

Antártica: “En medio de estas islas experimentamos una tormenta terrible, durante la cual los fuegos de San Telmo, de

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San Nicolás y Santa Clara, se vieron varias veces en la punta de los mástiles; notándose como, cuando desaparecían,

disminuía al instante el furor de la tempestad”.21

Para muchos marineros, incluso en la actualidad, era inconcebible aventurarse en agitados mares en ausencia de

protección divina. La ayuda y gracia de Dios era necesaria, por cuanto el viaje representaba a la vez la osadía de un

cruce por el universo creado por Dios y el terror de navegar en el reino de Leviatán, pues eran los mares, en la

cosmogonía medieval, la representación misma del mal, abismo líquido que rompía el universo cerrado y acotado del

paraíso, profundidad insondable, vestigio de un origen primordial inconcluso y caótico donde el hombre en la

precariedad de su existencia no tenía dominio alguno. Es por esto, que “el carácter del mar encolerizado justifica el

exorcismo. Los marinos portugueses y españoles del siglo XVI sumergen a veces reliquias en las olas. Estos

navegantes están convencidos de que la tempestad no puede apaciguarse por sí sola y que, por tanto, se necesita la

intervención de la Virgen o San Nicolás”.22 Este hecho nos recuerda la imagen de Cristo aplacando las olas del lago

Tiberíades, reprochando a los apóstoles la fragilidad de su fe.

Esta práctica ritual en la cual se solicita la intervención divina para aplacar las fuerzas del mal representadas en la

tormenta, se hace habitual durante largos siglos en los canales australes. Así, el padre José García en su expedición

por los canales patagónicos relata: “De proa nos avisaron que virásemos para estribor porque estaba cerca un bajo;

pasamos con susto y con tantos mares enfurecidos que parece nos querían tragar; recé las letanías i un Padre

Nuestro i Ave María y San Javier, a quién de veras encomendé las cinco piraguas; pendiente de un cordel eché al

agua su medalla i nos favoreció el Santo, pues ya iban en decadencia los huracanes, i dos de ellos ví que, declinando

por estribor con mucha oscuridad y agua, nos dejaron libres las débiles embarcaciones”.23 El mismo sacerdote vuelve

a invocar la voluntad divina cuando señala: “yo encomendé el buen éxito a Nuestra Señora de desamparados i a San

Javier, cuya medalla arrojé al agua pendiente de un cordel; i en verdad que sentimos su patrocinio, pues cerca de la

noche calmó el viento”.24

Esta creencia, para sorpresa del europeo, también tenía su símil en las de algunos indígenas que los acompañaban

en estos viajes, tal como lo anota el mismo García: “Al llegar a la playa, donde desembarcamos, un español arrojó su

poncho al agua para lavarlo, lo que visto por los indios Caucahues mui enojados le dijeron que no hiciese tal cosa,

porque enojaría a la luna i les daría mal tiempo”, y agrega más adelante: “por la tarde la lluvia nos impidió trabajar, pero

la ocupó un indio Caucahue en pintarse la cara, i preguntando porqué hacía aquello, respondió que lo hacía para que

hiciese buen tiempo”.25

No obstante, estos ancestrales rituales indígenas fueron vistos por los europeos como actos de paganismo y

liturgias maléficas, por lo que fueron muchas veces sancionados, resultando en verdaderas campañas de

evangelización para imponer entre los naturales la fe católica.

Los ritos de invocación divina no sólo fueron usados para aplacar la tempestad, sino que prácticas y creencias

similares preten-dían la obtención de sustento y buena pesca, generándose verdaderos patrones de conductas tabú a

bordo de las embarcaciones, los cuales en el transcurso del tiempo se mezclaron con las creencias indígenas. Varios

cronistas relatan que entre los chono, habitantes de los archipiélagos al sur de Chiloé, existía la creencia de que arrojar

conchas de mariscos vacías al mar era de mala suerte y que perjudicaría notablemente la obtención de alimentos. En un

viaje por el archipiélago de las Guaitecas en 1992, pudimos observar que muchos mariscadores que recorrían aquellas

costas observaban la misma prohibición. También en algunas caletas de pescadores hasta no hace mucho, en ningún

caso se hacían a la mar sin una imagen de un santo protector, así como no se embarcaban mujeres en faenas de pesca,

seguros de que su presencia daría mala suerte a la empresa. Y, en la actualidad, no existe embarcación que no se

encuentre debidamente bendecida antes de hacerse al mar.

Sin duda alguna, el ritual más difundido entre las comunidades de pescadores es la fiesta de San Pedro, la cual, con

diferentes expresiones a lo largo de nuestras costas se celebra cada 29 de junio.

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La fiesta es un reencuentro entre pasado y presente, el cierre de un ciclo y el comienzo de uno nuevo, proceso en el

cual lo cotidiano se tiñe de sacralidad, reactualizando contenidos de una identidad colectiva que se resiste a perecer.

Por este motivo, las fiestas religiosas reordenan mundos en disputa a la vez que reafirman su relación. En la fiesta de

San Pedro podemos verlo: en la ofrenda de la procesión se revitalizan los lazos entre la comunidad y el mar, un mar que

prodiga el sustento pero que al no ser espacio de dominio humano, también quita la vida llevándose a los parientes y

amigos en un viaje infinito repleto de dolor para los que quedan, y que a veces también se lleva los peces para que las

redes y espineles salgan vacíos. Allí cabe el sortilegio que rompe con la avería de lo cotidiano, se olvidan las disputas

del grupo por una razón fundante y los distintos gremios tienen cabida. Allí los encarnadores y pescadores, los que

preparan aparejos, buzos y mariscadores establecen acuerdos y cooperación en torno a un estilo de vida que le es

propio y da sentido a sus vidas.

El origen de esta fiesta en Chile se pierde en el tiempo. Sabemos que ya se realizaba en el siglo XVIII, aunque por

largos períodos fue prohibida por la Iglesia Católica por asociársele contenidos profanos. Numerosos viajeros y

cronistas dan cuanta de ella, tal como lo hace en 1822 Mary Graham, quien describe así la procesión de San Pedro en

Valparaíso: “En el día de San Pedro se acostumbraba a sacar su estatua con toda solemnidad de la iglesia la matriz, en

donde se guarda, y colocarla en una goleta adornada con cintas y guirnaldas, enteramente empavesada y con otras

imágenes a bordo. La goleta daba una vuelta por la bahía seguida por todos los botes y canoas tripulados por

pescadores. En diversos puntos de la bahía se estacionaban algunas bandas de música y cuando la goleta iba

acercándose, se la saludaba con petardos y cohetes”.26 Algunos años más tarde un oficial anglicano de la marina

inglesa de visita en Valparaíso, Ricardo Longeville, nos dejará la siguiente estampa: “En el día de San Pedro, que es el

patrón de los pescadores, se juntan en Valparaíso todos los botes y canoas adornadas con banderas, cintas y chales de

mujer de todos los colores. Se preparaba una lancha grande y bien decorada para recibir al Santo, que es sacado de la

iglesia principal en brazos de un Padre, en medio de los repiques de campana de todas las iglesias. Al frente de la

imagen y a su alrededor van bailando los catimbados (individuos que se visten con trajes como de una mascarada

fantástica) hasta la orilla, a menudo dando vueltas en su contorno y haciendo reverencia delante de ella; el sacerdote se

embarca en seguida en la lancha, en medio de las aclamaciones del gentío que se junta para seguir la procesión, y del

disparo de voladores y otras piezas de artificio”.27

A la luz de estos relatos advertimos que la estructura de la fiesta y sus atavíos no han cambiado demasiado. San

Pedro es el cuidador de los pescadores, y en la celebración de su día, los hombres de mar piden para que el santo

interceda por ellos. Buena pesca le piden, mares calmos y que los cuide de la muerte y la desgracia en el océano.

En Antofagasta la celebración parte con una bendición a los pescadores frente a la caleta de la ciudad. Las

embarcaciones se adornan con guirnaldas y flores. Hombres y mujeres entre la letanía de rezos y encomiendos

aguardan ansiosos al santo para dar inicio a la procesión en la barca más hermosamente ataviada. Un enjambre de

embarcaciones menores la sigue hasta el puerto, para desde ahí retornar al lugar donde descansará el resto del año.

Kilómetros más al norte, en Iquique los pescadores lanzan anzuelos y redes durante la procesión para augurar buena

pesca en el año que se avecina.

En Caleta Horcón y Ventanas la procesión se hace sentir a fuerza de tambores, pifilcas y sonajas de los bailes

chinos. Una procesión de danzantes acompaña la imagen del santo patrono, a la vez que los alférez de las cofradías

entonan versos hechos en décimas y cuartetas de saludo y veneración.

En Valparaíso, la estatua de San Pedro, que ha pasado todo el año mirando el mar desde Caleta El Membrillo, es

llevada en andas hasta el puerto de la ciudad, acompañada por una multitud, por calles adornadas de guirnaldas de

colores.

Durante todo el año los cerca de ochocientos socios del sindicato de pescadores de Caleta El Membrillo se han

preparado para esta fiesta. Han organizado bingos y platos únicos para reunir dinero para agasajar al patrono, en lo que

se ha constituido una tradición de la ciudad.

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En su recorrido es acompañado por la figura de la Virgen adornada de claveles, copihues y la imagen del San Pedro

Chico. Antes de embarcarse juntos se detienen frente a un mirador, donde le hacen reverencia al mar como homenaje y

“salutación”. La multitud observa este acto mientras los bailes chinos, pieles rojas, morenadas y comparsas venidas

desde el interior y del norte retumban tambores y cajas en un acto de devoción infinito. Han llegado temprano y no

pararán hasta que el santo regrese a la caleta, ya caída la tarde.

Pasado el mediodía, San Pedro aborda una lancha en la que se suben los organizadores y dirigentes de los

sindicatos para iniciar el recorrido por la bahía, seguidos de más de doscientos botes adornados con arcos multicolores

de flores de papel y guirnaldas. Las bocinas y sirenas de los barcos, el sonido de la banda de guerra de la Armada, los

repiques de campanas y los redobles de cajas y tambores de los bailes chinos, darán el marco sonoro a este testimonio

de fe.

Higuerillas y Concón tienen su fiesta de San Pedro cada 30 de junio. Muchos de ellos ya habrán viajado a

Valparaíso a homenajear al santo. Ambas caletas no se darán tregua en demostrar cuál festeja mejor al patrono.

En las caletas del sur muchas veces junio y julio son meses de temporales. Allí los puertos cierran, no se permite

que embarcación alguna se aventure en el mar; entonces, embarcan al Santo en tierra, en una procesión por la ciudad

bajo la lluvia y celebran una misa en la parroquia local. No importa que la navegación sea simbólica o que ésta, en

espera del buen tiempo, se haga de noche, iluminada por antorchas y chonchones, como me tocó verla alguna vez en

Ancud. En el corazón de los pescadores no existe la excusa para su homenaje y expresión de su devoción.

Cierre

La imaginería del mar es texto de otro mundo anclado en el nuestro. Seres y hechos fantásticos, teñidos de

humanidad, repletos de atributos, son la expresión de una reelaboración permanente de un relato en que el mar es a la

vez medio, entorno y personaje. Iconografía tremenda brotada de los espacios oscuros de la mente en el invento ficticio

de un discurso que se pierde en el tiempo. Traducciones reinterpretadas una y otra vez dentro del propio referente

cultural de sus hablantes, como juegos voluminosos de la soledad, trampas del subconsciente, creación cultural.

El imaginario no pertenece a la naturaleza, se confunde y disfraza de ella en una asimilación que resulta demasiado

estrecha para ser falsa. El cosmos entero es su lugar, los espacios claros y oscuros del océano y sus costas, los

recovecos rocosos poblados de sargazos. Creemos que el imaginario no es creación para explicar los aconteceres de la

vida social o natural de las comunidades costeras. Se conoce la furia y las ofrendas del mar infinito, el flujo y reflujo de

las mareas. Sus hombres y mujeres han aprendido a leer sus signos conociendo el lenguaje de las nubes, el deletreo en

el color y sabor del agua. El imaginario no es una mentira, es sólo el rastro de una profundidad que adivina un

transcurrir mental, espiritual y material de una sociedad que se ha anclado al maritorio, ocupando un lugar en la vida

cotidiana, en el armazón de un derrotero cultural. Por eso decimos que el imaginario no representa la anormalidad. Por

el contrario, alude a la propia normalidad y coherencia al interior de un estilo de vida que hizo del mar su asentamiento,

confín y deslinde, un modo de vivir que, sin imaginario, no puede ser.

notas

1 Versión libre tomada de Oscar Aguilera, “El Hijo del Canelo Un Mito Alacalufe”. En

Comunicación y Medios nº 6, Facultad de Ciencias Sociales Universidad de Chile.

Departamento de Ciencias y Técnicas de la Comunicación, pp: 115-134, 1988.

2 Tomado de Violeta Moramez, Historias Mitos y Leyendas de la XII Región.

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Producciones Gráficas Vansa, 1985.

3 Relato de Andrés Catilicán Catilicán. Puerto Ichuac Isla Lemuy, registrado en notas de

campo por el Autor. Puerto Ichuac, 1992.

4 Ver Federico Felbermayer, Historias y Leyendas de Isla de Pascua. Imprenta Victoria,

Valparaíso, 1948: p. 18.

5 Sonia Montecino. “Río de las Lágrimas”. Anales de la Universidad de Chile, Sexta

Serie, nº 6, diciembre de 1997.

6 Ver Juan Carlos Olivares, “Un Encuentro con Arcadio Yefi Melillanca: Bajo la Hojarasca

Estaba la Gota de Rocío”. En Boletín Museo Mapuche de Cañeye nº 1 1985 pp 19-27.

7 Texto citado por Juan Carlos Olivares Toledo, Daniel Quiroz L: “Tubérculo, Ritual y

Embrujo en San Juan de la Costa”. En Boletín Museo Mapuche de Cañete nº 4 1988 pp.

7-24.

8 Rojas, Miguel. América Imaginaria, Editorial Lumen, España 1992: 41-42.

9 José García, “Diario de Viaje i Navegación desde su Misión en Cailin, en Chile, hacia el

Sur en los años 1776 y 1767”. En Anuario Hidrográfico de la Marina de Chile, nº 14 año

XIV, Santiago de Chile Imprenta Nacional 1889, p 9.

10 Extraído de "Los terremotos chilenos", Patricio Manns. Editorial Quimantú, Santiago de

Chile, 1972.

11 Rappoport, Angelo, El Mar. M.E. Editores, España, 1995.

12 Citado en A. Whipple, La Aventura del Mar, Los balleneros, vol. 1 A. Ediciones Folio,

Barcelona, 1996.

13 Citado en A. Whipple, La Aventura del Mar, Los balleneros, vol 1 A. Ediciones Folio,

Barcelona, 1996, p. 84.

14 La Tercera, 18.12.1978.

15 "Gigantesco monstruo marino varó en playa de isla sureña", por Patricio Salinas, en La

Tercera, 28.02.1991 / “Animal prehistórico muy extraño es el hallado en Chiloé”, por

Patricio Salinas, en La Tercera, 01.03.1991 / “Docentes resguardan animal prehistórico”,

por Patricio Salinas, en La Tercera, 02.03.1991 / “Puede ser pescado exótico o tiburón de

profundidad”, anónimo, en La Tercera, 03.03.1991.

16 “¿Un monstruo en el Lago Llanquihue?”, por Roberto Ampuero, publicado en El Diario

Austral, Temuco, domingo 10.01.1999.

Page 15: imaginario y marítimo

17 Martinic, Mateo. Rey Don Felipe Acontecimientos Históricos. Punta Arenas 2001, p. 35.

18 Ver Franklin Quevedo, Valparaíso navega en el Tiempo. Editorial Planeta, Santiago,

2000, p. 44. Vidal Gormaz, Francisco. Algunos Naufragios Ocurridos en las Costas

Chilenas. Imprenta Elzeviriana, Santiago de Chile 1901 p. 104.

19 Latcham, Ricardo. El Tesoro de los Piratas. Editorial Nascimento, Santiago de Chile,

1976.

20 Pigafetta, Antonio. Primer Viaje en Torno del Globo. Editorial Francisco de Aguirre,

Buenos Aires, 1972 p. 12.

21 Pigafetta, op cit. p. 20.

22 Corbin, Alain. El Territorio del vacío Occidente y la Invención de la Playa 1750-1840.

Biblioteca Mondadori, Barcelona, 1993.

23 José García, Diario de Viaje… 1889, p.8.

24 José García, op. cit. p. 41.

25 José García, op. cit. p. 14.

26 Graham, Mary. Diario de mi residencia en Chile. Editorial Francisco de Aguirre, Buenos

Aires, 1992.

27 Longeville Vowell, Ricardo. Campañas y Cruceros en el Océano Pacífico. Traducción y

notas por José Toribio Medina. Editorial Francisco de Aguirre, Buenos Aires, 1968.