iluminismo y desesperacion

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9 LA HISTORIA IGNORADA

En 1916, al mirar retrospectivamente "quince años de sociología en los Estados Unidos", Albion Small, catedrático del nuevo departamento de sociología en la nueva Universidad de Chicago, lamentaba que la discipli­na se hubiera establecido en su país sin un contenido intelectual distin­tivo, sin un método distintivo, ni siquiera con un punto de vista caracte­rístico. Al igual que muchos de sus contemporáneos, sin duda Smallla comparaba con la sociología de Alemania, país donde había estudiado durante dos años, pero exageraba. En realidad, el establecimiento acadé­mico de la disciplina había sido notable. A fines de la década de 1880, sólo unos seis colegios o universidades enseñaban lo que ellos mismos defi­nían como "sociología". Hacia 1894 eran cerca de doscientos, hacia 1909, más del doble, y la cantidad de profesores de sociología de tiempo completo había aumentado de veintinueve a cincuenta. Hasta 1916 sólo se habían publicado veintiséis textos para satisfacer la demanda y aunque de los primeros sólo se vendieron unos pocos centenares de ejemplares, las ventas de algunos de los siguientes llegaron a los miles e incluso en las últimas décadas a millones. Cuando, en 1909, la Sociedad Amerícana de Sociología les pidió que explicaran la creciente demanda, los profesores de todo el país respondieron que la misma se destinaba abrumadoramente a instrucción de uso práctico en la reforma. La mayoría de los estudiantes no estaba interesada en cuestiones teóricas. Los textos que compraban prestaban poca atención a los hechos de la vida en los Estados Unidos. Más bien, consistían en largas y difusas elabora­ciones de principios. Tenían un punto de vista e incluso un contenido intelectual, aunque tal vez no en el sentido europeo, distintivo. En efecto, sólo en la comparación con las ideas europeas aquel contenido se vuelve claro, puesto que las ideas de aquellos textos no eran, en modo alguno, las que entonces -e incluso ahora-los europeos hubiesen considerado como "intelectuales". Esta aparente paradoja es la paradoja más general del propio pensamiento norteamericano. Se ha dicho que el pensamiento

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social y la sociología siempre han sido muy diferentes a sus similares de Europa, tanto que, en realidad, por comparación, ese pensamiento europeo parece ser de una sola pieza.

Esto hace surgir de inmediato otra paradoja; a menudo se ha dicho que las hipótesis predominantes de los norteamericanos han sido las de Locke y, al mismo tiempo, se ha sostenido que el efecto directo de Locke sobre los promotores de la nueva república ha sido muy exagerado. La cuestión tiene cierto interés. Sin embargo, la paradoja se resuelve mediante el hecho de que las condiciones bajo las cuales esta clase de pensamiento llegó a invadir los Estados Unidos eran bastante diferentes de aquellas bajo las cuales ese mismo pensamiento fue propuesto inicialmente en Inglaterra. Las intenciones norteamericanas al emplear, en la medida en que lo hicieron, a Locke y a otros teóricos whig fueron bastante diferentes. Al igual que eljoven Mill en el siglo XIX, enDos tratados sobre elgobierno, Locke daba por sentada la densa y compleja estructura de limitaciones y obligaciones que existía en su propia sociedad. Aunque, por supuesto, desde cierto punto de vista subversivo, tan sólo insistía en que semejante estructura no permitía a ningún hombre el derecho de disponer de nadie más, sino que, por el contrario, cada hombre, cualquiera fuese su posición, era epistemológicamente libre de decidir por sí los límites bajo los cuales deseaba vivir. En realidad, argumentaba contra la restauración de la monarquía absoluta y contra el paternalismo absolutamente jerárquico e inmutable de Robert Filmer. Pero como de Tocqueville señaló en la década de 1830, los norteamericanos habían sido capaces de tomar tales intenciones por descripciones. No existía feudalismo autóctono, ni pa­triarcado, ni Filmer para defenderlo. La revolución norteamericana no fue una revolución contra la clase de antiguo orden que estaba siendo criticada y atacada en Europa. Era una revolución para consolidar 10 que había comenzado en un vaCÍo histórico. La retórica radical de la Ilustración ¡ europea se habia manifestado allí con fines literalmente conservadores. \

Todo esto tuvo tres profundos efectos. El primero fue que las únicas instituciones sociales de las que los norteamericanos tuvieron conciencia fueron la propiedad y el Estado. En el nuevo país no había nada que se correspondiera con los estados europeos y tampoco existía Iglesia estable­cida. Tan sólo había individuos, con o sin propiedad, y gobierno. Por supuesto, existía la esclavitud, y el posterior intento sudista en el siglo XIX

de mantenerla fue comparado con las prácticas del Estado europeo tradicional, pero mas usualmente ha sido concebido como tan sólo una prolongación del sentido de propiedad de individuos. La modalidad religiosa predominante -Estados Unidos era entonces, por su puesto, y ha continuado siéndolo, un país muy religioso- consistía en un sectarismo pluralista, dentro del cual los más prominentes, los puritanos de New England, estaban totalmente a la par con el calvinismo implícito en el propio Locke. Esta historia significaba, y ha continuado significando, que los norteamericanos no tuvieron una firme comprensión de lo que desde Inglaterra hasta la China siempre ha sido dado por descontado, la noción que los sociólogos ahora llamarían "estructura social", la noción de que

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existen, si no inmutables, ciertamente perdurables complejos de institu­ciones; instituciones que, como en la perspectiva liberal radical, no sólo sirven para limitar a los individuos, sino que en virtud de la pertenencia individual a ellas desde el nacimiento hasta la muerte también contribu­yen en buena medida a definirlos y a constituirlos como personas. Por supuesto que el lenguaje de las instituciones impregna el pensamiento norteamericano como lo hace en otras sociedades; pero allí el sentido siempre ha sido más restringido.

El segundo efecto de la consolidación conservadora de un liberalismo aparentemente no conservador en los Estados Unidos fue una inducción a la conformidad. Ésta fue, y continúa siendo, tanto práctica como ideológica. Prácticamente, de ninguna manera alguien podía atreverse a considerarse a sí mismo o podía permitirse considerar a otros por encima o por debajo de los demás. Después de la abolición de la franquicia de propiedad, ideológicamente ya no había terreno para que nadie procla­mara, en virtud de características de cualquier clase, que se encontraba privilegiado con una intuición excepcional o que en virtud de la experien-cia o de cualquier asociación intrínseca o en virtud de alguna clase de derecho estuviera calificado para dirigir a los demás. El espíritu radical- ",-" mente igualitario del protestantismo, que había afectado tanto el pensa- ,J­

miento filosófico y político en Inglaterra y en Alemania, en los Estados Unidos no encontró instituciones o ideologías que se le opusieran y que lo atemperaran o con las que tuviera que comprometerse. En nombre de la libertad y de la igualdad desarrolladas, hubo una más persistente presión hacia el conformismo, una presión que en alguna ocasión casi llegó a ser pánico en quienes no lo experimentaban y que, además, derivó en persecuciones populares en nombre de ideales que parecían rechazar tales acciones. Esto convirtió a los norteamericanos en característica­mente vulnerables y aprensivos. Incapaz de evadirse de cualquier insti­tución y, por lo tanto, de transferirle la responsabilidad por sus creencias o acciones, el hombre se hallaba expuesto a la presión de la opinión pública, y así obligado a examinarse a sí mismo en tanto individuo, hasta un grado inimaginable en ninguna otra sociedad altamente estruc­turada.

El tercer efecto de la única consolidación ahistórica de una sociedad liberal ha sido en los Estados Unidos producir un muy especial sentido del tiempo. El sentido característicamente europeo del manejo de los acon­tecimientos derivaba de la perspectiva cristiana de que de una manera u otra el mejoramiento, o quizá la perfección, residía en el futuro. La noción de progreso en su forma secular data de la Ilustración, pero la esperanza que subyace en ella es muy antigua. Fue tal esperanza, en efecto, la que inspiró no sólo los asentamientos puritanos de New England, sino también las muchas otras sectas que se diseminaron a lo ancho del país y llegaron a constituir el carácter distintivo de la fe norteamericana, carácter que tanto impresionara a Max Weber cuando visitó los Estados Unidos en 1904. Tras la ruptura con Inglaterra y el establecimiento de la nueva república, en parte inspirada por esas sectas, los Estados Unidos daban la impresión de haber alcanzado ya la perfección. El pasado había

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sido consolidado en un futuro cuya integridad consistía en seguir siendo lo más parecido posible al presente. Según la expresión de Hofstadter, ocurría que "la esencia de los entrañables Estados Unidos peleaba con la historia": ¿cómo podía progresar un pueblo si había comenzado cerca de la perfección? Una respuesta sencilla, pero una respuesta que muchos norteamericanos implícitamente dieron, fue que, aunque la propia socie­dad podía no tener distancia con el progreso, habían existido y continua­ban existiendo virtualmente infinitas posibilidades de mejoramiento material y de avance técnico dentro de ella. Si tal progreso de hecho no era necesario para la sociedad, ésta tampoco era enemiga de él. En efecto, podía considerarse como una consecuencia natural y concomitante de su libertad. Esta firme fe en uno de los principios residuales del pensamiento prof.,'Tesista europeo planteó, sin embargo, uno de los dilemas más persistentes de la sociedad norteamericana, el dilema de cómo reconciliar los efectos de la espectacular acumulación material y del avance técnico con el ideal de una perfecta sociedad en un estado de inocencia marcada­mente primitiva. Dilema evidente ya en la década de 1840, se transformó en materia de absorbente preocupación en los años anteriores a 1914 y reapareció en la década de 1960. Mientras tanto, dirigió al primitivo populismo del sur y del oeste contra los trusts, bancos y políticos del este.

Cada uno de estos tres factores de los comienzos de la historia norteamericana afectó la vida intelectual de la nación. En primer término -y lo más importante-, el pensamiento filosófico, social y político operó dentro de lo que, por comparación con Europa, fueron límites extremada­mente estrechos, los límites de un liberalismo ya implantado. En Europa, en sus comienzos, el liberalismo fue un principio crítico, y apenas consiguió establecerse (e incluso entonces, en su argumentación contra el patriarcado), de inmediato comenzó a ser socavado por lo que allí se entendía, en general, como socialismo. Por otra parte, en los Estados Unidos, el liberalismo fue siempre sólo un principio crítico en sus argumentos contra Europa. Ideológicamente, si no de hecho, fue estable­cido junto con la nueva república, y en su nombre siempre se hicieron críticas al progreso, o no, de la república. El país no sólo se había vuelto en contra de cualquiera de las formas del patriarcado, sino también contra el socialismo (debido a la falta de nostalgia por las virtudes de su reputada solidaridad y de las obligaciones mutuas; Europa siempre había sentido intensamente esa nostalgia); éste parecía, en el mejor de los casos, irrelevante, y en el peor, un insidioso pretexto para las limitaciones colectivas y la dominación institucional, evidentes para los liberales en el propio patriarcado. Esta es la paradoja de la intelectualidad norteameri­cana. En Europa -así lo consideraban, por ejemplo, Durkheim y sus adversarios; fue en Europa, precisamente en esa época, cuando el mundo adquirió su sentido moderno-, ser un intelectual consistía en criticar, criticar no sólo los modos en que los diferentes grupos procuraban sus fines, sino también -lo que era mucho más importante- criticar esos mismos fines. En los Estados Unidos, los fines habían sido dados, tanto en el sentido ideológico como también -lo que resultaba mucho más vigoroso- por la propia constitución de la misma sociedad. Plantear una

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argumentación en contra de ellos habría significado plantear una argu­mentación en contra de los propios Estados Unidos y, de ese modo, la argumentación se descalificaba a sí misma y dejaba de ser relevante por completo. Sólo los medios estaban en discusión, los medios de recordar a la sociedad su inspiración original e incuestionable, original en el sentido histórico e incuestionable en el sentido de que cuestionarla era cuestionar no sólo un punto de vista y a un grupo de la sociedad, sino a la propia sociedad. Por lo tanto, en segundo término, los intelectuales norteameri­canos resultaron desprovistos de parte del aparato teórico normal del pensamiento europeo moderno, el supuesto de que se pueden ubicar los propios principios críticos en algún futuro más o menos imaginario Estado, un Estado que aún estaba por realízarse, pero, sin embargo, concebible en virtud del inexorable pasaje del pasado hacia el futuro que desde la Ilustración todos los europeos habían sido capaces de dar por descontado. En Europa, la alguna vez alabada promesa de salvación en el mundo venidero se había convertido, con mucha confusión y disputa, es cierto, pero sin gran dificultad intelectual, en la promesa de salvación en este mundo. En los Estados Unidos, desde 1776 semejante conversión habría resultado imposible. Con la vieja fe sectaria, los colonos aún podían mantener la esperanza. Sin ella, los ciudadanos de la nueva república no podían. La secularización experimentó un irónico cambio. Es más -yen tercer término-, incluso en las críticas que formularon, los intelectuales norte­americanos han resultado persistentemente mutilados por el igualitaris­mo dogmático y temeroso de su liberalismo autóctono. Aunque los intelectuales europeos fueron perturbados precisamente por esa clase de situaciones, como lo fueron los eclesiásticos antes que ellos, consiguieron, incluso cuando defendían lo que consideraban el bando de los oprimidos y de los ignorantes, explotar el acatamiento que, aunque de mala gana y equivocadamente, estos últimos siempre han manifestado ante sus superiores espirituales. Por otro lado, la dificultad peculiar del intelec­tual norteamericano es que su propio estatus ha sido cuestionado. Sus propias críticas habitualmente han provenido desde dentro delliberalis­mo autóctono y es desde dentro de ese liberalismo que ha sido desafiado. N adie ha demostrado que los sentimientos antiintelectuales sean más comunes en los Estados Unidos que en cualquier otra parte. Ocurre sencillamente que han sido expresados más a menudo, porque siempre han sido más legítimos. Los propios intelectuales, conscientes de y a menudo defendiendo esta legitimidad, con frecuencia han sido llevados a una impotencia agónica. Cuando no han sido socavados por otros, han aportado ellos mismos el terreno para su propia inmolación.

Ésta es la herencia y éste es el carácter del pensamiento social norteame­ricano, a menudo vigoroso, crítico e incluso radical, pero en su propio radicalismo literalmente conservador y definitivamente ahistórico, siem­pre más inclinado hacia preceptos técnicos que a otros verdaderamente intelectuales, siempre erizado de tensiones. La sociología profesional que se desarrolló con tan extraordinaria velocidad después de 1890 fue de inmedia­to la consecuencia, una instancia y eventualmente una causa exacerbada de esa tensión.

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Las primeras ideas con clara conciencia sociológica surgieron en los Estados Unidos no después sino antes de la guerra civil, en defensa de los intereses sureños en la esclavitud que la propia guerra derrotó. Cuando se las compara con los propósitos comunes de las teorías socioló­gicas de Europa, esto es en sí irónico. La sensación de que algo marchaba patas para arriba en el mundo del pensamiento social norteamericano se incrementa cuando se advierte que, en una de sus expresiones, esas ideas replicaban la interpretación de Marx de los economistas clásicos, y lo hacían diez años antes de que el propio Marx llegara a elaborar su interpretación. Las mismas fueron impulsadas por los acontecimientos de 1830. Los plantadores sureños incrementaban su rechazo ante lo que consideraban la explotación de que eran víctimas por parte del capital norteño. No sólo estaban a merced de los intereses comerciales del norte, ya que habían fracasado en desarrollar bancos, industrias o compañías de navegación propias, sino que, además, el gobierno federal había dispues­to un rígido arancel a sus productos agrícolas. Por otra parte, en el norte existían avanzadas conversaciones en pro de la abolición. Todo esto planteaba agudas dificultades que eran muy brillante aunque excéntri­camente resueltas por las propuestas de John Calhoun, un senador de Carolina del Sur, un hombre del que se ha dicho que podía hacer maravillas con una premisa, pero que habitualmente mostraba una extraordinaria falta de criterio para elegirla. "Permítase recordar", decía Calhoun en el Senado, "que el trabajo es la única fuente de bienestar, y cómo se entrega una pequeña parte de ese bienestar, en todos los países antiguos y civilizados, incluso en los mejor gobernados, a aquellos mediante cuyo trabajo se crea ese bienestar." Eso sólo podía resultar en revolución, y por esa razón ~ continuaba~ los dueños del bienestar, es decir del trabajo, deberían juntarse para preservar lo que tenían. Los políticos norteños deberían unirse a los plantadores sureños, quienes se manejaban en "una clase de sociedad" "ampliamente más favorable" para "instituciones libres y estables" que cualquiera existente en el norte, donde la revolución indudablemente ocurriría en la próxima generación. La consistencia del razonamiento sólo tropezaba con la inferencia de que los trabajadores libres del norte también debían ser esclavizados.

Esto no haría cambiar de opinión a otros. Aproximadamente una década después, George Fitzhugh y George Frederick Bolmes emplearon muchos de estos argumentos para denunciar que la supuesta "sociedad libre" del norte no lo era en absoluto. Sorprendiendo a unos Estados Unidos acostumbrados a dar la bienvenida a los cambios que en nombre de la libertad ocurrían en Europa, se abalanzaron con regocijo sobre los desórdenes de París de 1848, de Berlín y de otras partes para blandirlos en el rostro del norte, muchos de cuyos ciudadanos, señalaba Fitzhugh, ya estaban reclamando reformas para mejorar las condiciones de los norteños "libres". Para resolver su hipocresía y disipar la amenaza socialista, Fitzhugh sostenía que el norte, al igual que el sur, requería una sociedad de estados, una sociedad verdaderamente conservadora, con unajerarquía establecida y perdurable, en la que los estamentos superio­res deberían responsabilizarse de los inferiores y estos deberían trabajar

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esforzadamente para los superiores. En efecto, Fitzhugh (aunque no Calhoun), quien abogaba por una sociedad conservadora en nombre del liberalismo que esa misma sociedad parecía negar, es uno de los pocos pensadores norteamericanos que abandonó por completo los supuestos predominantes de su sociedad. Pero incluso él estaba de acuerdo en que a los blancos pobres del sur debían otorgárseles algunas ventajas dentro de una economía de mercado modificada. De todos modos, al igual que Calhoun y Marx, malentendía la génesis del socialismo. Éste no sólo era un producto del capitalismo, sino de las discrepancias creadas por los movimientos ocurridos en el pasaje del feudalismo al capitalismo. Y, al igual que Calhoun, también malinterpretó la fuerza del punto de vista ricardiano acerca del efecto en los salarios de la tasa de población frente a los recursos. En los Estados Unidos, los recursos no eran limitados. Por el contrario, eran suficientes, inexplorados, inexplotados, y daban como para que cualquiera se convirtiera en capitalista. Los hechos de la economía norteamericana, floreciente exactamente en el momento en que Fitzhugh acudía a la desesperada estratagema de admitir que los Estados Unidos era, en ese aspecto, "anormal y anómalo", lo derrotaron mucho más que la ideología liberal que tanto odiaba y menospreciaba. Este brillante pero extravagante intento de introducir las nociones de un de Bonald o de un de Maistre en los Estados Unidos mucho después de que hubieran dejado de ser tomadas en serio por la mayuría de los europeos, recibió su COl1p de grace final con la derrota confederada en la guerra de 1864.

Las filosofías preduminantes en el norte durante el período de pregue­rra eran las del unitarismo y del trascendentalismo, difusas teologías cristianas de tipo idealista que permitían, si es que, en realidad, no alentaban, el pensamiento liberal convencional. Después de la guerra, su complaciente religiosidad comenzó a ser sucavada por una fresca erudi­ción bíblica crítica, pero ya entonces la popularización de la ciencia inglesa ganaba terreno. Los Principios de Geología de Lyell fueron publicados en 1832, El origen de las especies de Darwin apareció en 1860 y los libros de Spencer comenzaron a publicarse serializados en las revistas después de la guerra civil. El impacto de los dos últimos, que frecuentemente se fusionaron como si fueran de una sola persona que pro­clamara el "darwinismo sucial", es difícil de exagerar. Incluso los pesimis­tas, como el juven Henry Adams, amargado y cunfundido por su breve carrera diplomática durante la guerra, fueron ganados de inmediato. Al repasar su propia educación, escrita en una escéptica tercera persona, Adams recordaba que "la Evolución bajo condiciones uniformes satisfizo a todos, excepto a curas y a obispos. Era exactamente el mejor sustituto de la religión; un derecho cunsuetudinario divino, seguro, conservador, práctico. Semejante sistema funcional del universo le convenía a unjoven que sólo había contribuido a gastar cinco o diez mil millones de dólares y, más o menos, un millón de vidas [al administrar la causa de la Unión en el nortel para imponer la unidad y la uniformidad a un pueblo que las oqjetaba; la idea era demasiado seductora en su perfección; tenía el encanto del arte". En efecto, semejante sistema le sentaba a todo aquel al

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que la guerra le hubiese resultado una experiencia aniquiladora, una cicatriz en la inocencia de los Estados Unidos original. También parecía resolver, en alguna medida, las dificultades que planteaba el rompecabe­zas de la historia norteamericana. Algo parecido a la perfección se había alcanzado en 1776, pero en una sociedad "militante", no en una "indus­trial". Spencer había demostrado que podía haber progreso desde un nivel de perfección hacia el siguiente. Por lo tanto, resultaba claro que los Estados Unidos podían recobrar su pasado casi perfecto, aunque militan­te, en un futuro industrial completamente per-fecto, de manera que así se consolidara el progreso. Otros encontraban consuelo en la solución de Spencer, que un propietario industrial identificaba como "el problema presentado a los sistemas religiosos y a los esquemas de gobierno: hacer que los hombres sean iguales en libertad, es decir, en derechos políticos y, por lo tanto, queden habilitados para la posesión de la propiedad se contradice con aquella desigualdad en la dis-tribución que inevitable­mente debe resultar de la aplicación de las leyes de justicia". Los tributos que le ofrecieran en la cena celebrada en homenaje a Spencer en Delmonico, Nueva York, en ocasión de la última noche de su triunfal gira de 1882, en realidad llegaron a turbarlo, pero en un raro estallido de afecto, la mañana siguiente, en el muelle, estrechó la mano de Andrew Carnegie y declaró a la multitud congregada que allí estaban sus mejores amigos. Efectivamente. Las ventas de sus libros excedían holgadamente a las de otros sobre temas similares. Todos hablaban de él. Le convenía extraordinariamente bien a una parte de la conciencia norteamericana de las décadas de 1860, 1870 y 1880 e impregnó indeleblemente las creencias populares durante mucho tiempo más.

U no de los oradores de aquella cena en Delmónico fue William Graham Sumner, quien elogió a Spencer por establecer las bases del método sociológico. Sumner era hijo de un inglés inmigrante, al que describía como perteneciente a "la clase de hombres de la que el Caleb Garth de Middlemarch era el prototipo". Se había graduado en Yale, pasó algún tiempo en Ginebra, Gdttingen y Oxford, y en 1868 regresó a una tutoría en New Raven. Cuatro años después, fue designado profesor de Ciencias Sociales y Políticas en aquel lugar. Quizás haya sido el profesor más exigente de toda la historia del pensamiento social norteamericano. Cada estudiante de Yale se veía obligado a escuchar sus conferencias y pocos parecen haber sido renuentes a ello. Con brillo, brío y considerable mal carácter, Sumner predicaba a Spencer. Había llegado al muy inglés Estudio de la sociología en el año de su designación en la cátedra de Yale. "Resolvía la vieja dificultad acerca de las relaciones entre ciencia social e historia", recordaba, "rescataba la ciencia social del dominio de las chifladuras extravagantes y ofrecía un definido y magnífico campo de trabajo, del que podemos esperar al fin derivar resultados definidos para la solución de los problemas sociales". Pero no sólo cotorreaba sobre el evolucionismo. Con la más intensa buena fe, al modo de los calvinistas más inflexibles, chocó repetidamente contra los que consideraba como los confundidos y sentimentales abogados de la reforma en nombre de una evolución determinista, la que -pensaba- demostraba más allá de toda

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duda razonable a todos los hombres sensatos que la única alternativa para la supervivencia de los más aptos era la supervivencia de los menos aptos, y la consecuente extinción de todo lo que era necesario para el mantenimiento de la libertad y la civilización. Los nuevos millonarios, los Carnegies de las décadas de 1870 y 1880, los que habían hecho fortunas con los ferrocarriles, el petróleo y el acero, ejemplificaban el bienestar de la sociedad. La desigualdad no era tan sólo inevitable y predestinada. Era la marca de la libertad. Lo que cada clase social debe a las demás, pensaba y explicaba en un libro con ese título, era muy poco. Virtualmen­te todo aquello que llegó a describir sobre lo que se hacía en las décadas de 1880 y 1890 como "sociología" era, así, para él, objeto de desprecio y de burla. Los sociólogos habían adoptado la descripción a los efectos de combinar las virtudes del sentido práctico, evidente en sus intereses en la "reforma", con las virtudes de los asuntos reflexivos, evidente en la expresión predominante, "ética social". Con esto, aburrían a Sumner, pero, al igual que él, respetaban el esfuerzo estrictamente intelectual de Spencer y también necesitaban justificarse a sí mismos ante los más testarudos patrones de las nuevas universidades seculares. Durante mucho tiempo rechazó tener nada que ver con ellos, aunque incluso su Folkways, un tardío libro donde argumentaba en pro de la aceptación determinista de los cambios evolutivos (y de ese modo -puede suponerse, aunque equivocadamente- de la aceptación de los cambios que por entonces estaban ocurriendo en los puntos de vista acerca del carácter deseable de la irrestricta competencia económica y socia!), se había convertido en un texto clásico de la sociología norteamericana. Su elección como presidente de la nueva Sociedad Sociológica Norteameri­cana en 1907 parece haber sido algo equivocada. Small no podía pensar qué tenía que hacer con el ethos del nuevo tema. Sin embargo, Sumner murió en 1910 y dejó tan sólo una memoria de su inspiración, unos pocos devotos en Yale y una insulsa reinterpretación de Folkways.

Al igual que el propio Spencer en Inglaterra, Sumner sobrevivió ampliamente por sus ideas. El propio hecho de que mucho de su trabajo estuviera dirigido contra los reformadores es suficiente testimonio de la impronta que esta gente dejó desde comienzos de la década de 1870. Las causas de las presiones por la reforma eran complejas y las exhortaciones a la misma a menudo fueron confusas y contradictorias. Se dividieron en dos tendencias. La primera provino del sur y del oeste, de parte de aquellos que se dedicaban a la agricultura; la segunda, del norte y del este, desde las ciudades. Ambas se articulaban con el liberalismo prepon­derante. La insatisfacción de los granjeros provenía de una a la larga insoportable tensión entre la concepción que tenían de sí mismos como la quintaesencia de los norteamericanos prototípicos, la representación de la arcadia rural y de los valores asociados con la inocencia primitiva del siglo XVIII, y su forzada capitulación ante el cambio económico. Mientras se recogían crecientes cosechas para la exportación, se experimentaba la caída mundial de los precios, que persistió durante los últimos treinta años del siglo; asimismo, el Homestead Act, que había sido promulgado con el fin de proporcionarles más tierra para mitigar su descontento,

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solamente agravó la situación, porque al tener que atender una mayor extensión de cultivo, los nuevos granjeros se vieron obligados a hipotecar sus tierras. Al caer los precios, sus deudas aumentaban y se veían obligados a vender al ferrocarril y a otros intereses, que explotaban el Act en beneficio propio, mientras la miseria de los granjeros crecía. "En Dios confiamos", decía un amargo bromista, "en Kansas nos averiamos." Los bancos y los trusts del este eran sindicados como los enemigos. Un principio de solución podría darse mediante la coalición de los estados para demandar la distribución de más dinero con el que detener la deflación; luego, trabajar a través de un nuevo Partido del Pueblo nacional y, más tarde aun, tras la completa derrota en las elecciones presidenciales de 1896, mancomunarse en trusts tan formidables como a los que se atribuía la causa de toda aquella perturbación. Pero por entonces, los debilitados granjeros habían caído en la bancarrota y, por consiguiente, se trasladaron a las ciudades. Chicago duplicó su población en una década -entre 1880 y 1890-yen todo el período -de 1860 a 1910- la población urbana aumentó cerca de siete veces. Esa fue la fuente de las dificultades que se les plantearon a las clases medias -si es que se puede emplear esa expresión- y que las llevaron a la protesta y a la reforma. El movimiento progresista, como más tarde sería llamado, fue claramente una expresión de esas clases medias. Los trabajadores ma­nuales fueron en su primera generación principalmente inmigrantes de las zonas rurales del centro y del oeste de los Estados Unidos, y de Europa. Pobres pero desconcertados, no entendieron a los reformistas, yen el caso de los inmigrantes del exterior preferían la seguridad que ofrecían los patrones de la ciudad, un entramado de dependencia y patronazgo más familiar para ellos que las estructuras que habían dejado atrás. También se unieron a las nuevas combinaciones del trabajo contra el capital. Por otra parte, los trabajadores no manuales eran abrumadoramente nati­vos, muy a menudo llegados a una precaria independencia, u oficinistas con un pasado de trabajadores manuales. Entre 1870 y 1910, en aquellos sitios donde la población apenas se duplicó, los grupos de trabajadores manuales se triplicaron y los oficinistas aumentaron en no menos de ocho veces. Hacia 1910 había más de cinco millones de ellos, de los cuales tres millones correspondían a trabajadores independientes. El interés de ambos grupos parece haber sido sobre todo el de la movilidad, la realiza­ción de la promesa de los años de prosperidad, la época dorada, lo que iba a ser llamado el American Dream. El desencanto fue, entonces, confuso e incluso contradictorio. Pero fue generalizado y existía un acuerdo bastante amplio acerca de quién era el enemigo: los trusts, las conjuga­ciones de capital tan ofensivas para la conciencia liberal. Existía coinci­dencia en que los monopolios estaban en contra de los intereses de cada uno y de todos, y que debían ser erradicados. Otros estaban preocupados por atenuar la pobreza y restablecer la moral de los oprimidos.

Los primeros reformadores provenían de las iglesias urbanas, semina­rios y colegios teológicos; eran hombres cuyas conciencias estaban agui­joneadas, y cuyos intereses se veían amenazados por el renacimiento evangélico en las zonas rurales y por la indiferencia espiritual de los

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emigrantes urbanos. Algunas de las primeras investigaciones sobre la pobreza y la desesperanza fueron realizadas por presbíteros, y la primera enseñanza reconociblemente sociológica en el país comenzó a aparecer en sus seminarios y colegios. Sin embargo, pronto se les unieron, de manera creciente, grupos coordinados de asociaciones de beneficencia y filantró­picas, y periodistas especializados en escándalos y corru pción. El ejem plo de la Asociación de Ciencias Sociales Británica proporcionó el modelo para una equivalente organización norteamericana que se fundó en 1865. Al igual que la finalmente muy poderosa N ational Conference of Chari­ties and Correction, aquella institución fue ampliamente secular y el tono de sus actividades fue en muchos aspectos similar al de otras, como el Institute of Christian Sociology, que tenían una inspiración más orto­doxa. Patrocinaban encuestas, preparaban informes, publicaban revis­tas profesionales, reclutaban hombres influyentes para sus órganos ejecutivos y estimulaban un ambiente de interés y preocupación que se propagó mucho más allá del círculo de ministros y trabajadores sociales, y finalmente generó una explosiva demanda de que se incluyera la sociología aplicada en los programas curriculares de los colegios secula­res. A este proceso contribuyó el hecho de que las cada vez más amplias y alfabetizadas poblaciones urbanas por primera vez constituyeran un mercado para los diarios populares. Los nuevos editores se dieron cuenta de que podían competir mejor con sus rivales mediante la publicación de exposés cada vez más escandalosos e impactantes. Había mucho para publicar y el "escándalo" rápidamente se convirtió en un género predilec­to. Los propietarios de periódicos hicieron fortunas y sus intereses subsiguientes fueron exactamente iguales a aquellos que sus propios periodistas atacaban con vehemencia y que sus lectores tomaban tan a mal.

Mientras tanto, ocurrían cambios en la educación. Antes de la guerra civil, la mayoría de los colegios era, como los describió Hofstadter, "pequeños y patéticos hogares de pupilos, sin bibliotecas, con maestros que sólo sabían ordenar ejercicios repetitivos y adolescentes revoltosos que vivían bajo la férula de esta o aquella secta", o instituciones relativamen­te inertes de caballerosidad y solaz para gente distinguida, por ejemplo como las que frecuentaba Sumner (quien alguna vez fue ministro) aun en la década de 1870, cuando se encontró con el presidente Porter en Yale para departir acerca del empleo de los Principios de Spencer. El primer cambio ocurrió en 1861. El Congreso, preocupado por la situación de los granjeros, otorgó subsidios para la compra de tierras donde construir nuevas escuelas superiores agrarias y mecánicas. Acto seguido, donantes privados comenzaron a competir entre sí en el financiamiento de univer­sidades en las ciudades. El resultado fue un notable reacondicionamiento y expansión de la educación superior. Cornell fue abierta en 1868, un rector reformista se instaló en Harvard en 1869, la primera escuela de graduados comenzó a funcionar en Johns Hopkins y otro reformista Se hizo cargo de Ann Arbor en 1875; Minnesota, Wisconsin, Chicago, Clark y Stanford se establecieron hacia 1891 y Yale hacia 1900. Princeton y Columbia habían cambiado de manera tal que resultaban irreconocibles.

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El número de estudiantes, que venía en relativa declinación desde 1869, aumentó cinco veces en los siguientes cuarenta ailos.

Sobre ese entramado institucional se produjo el desarrollo de la sociología. Las viejas universidades, como Harvard, se sentían complaci­das de incluir la investigación social dentro de sus facultades, pero las nuevas no. No todos los nuevos rectores eran tan emprendedores como el casi legendario William Harper, quien, cuando su compailero bautista John D. Rockefeller le ofreció un millón de dólares para abrir una universidad en Chicago, respondió que necesitaba quince (y luego consi­guió treinta). Fue el mismo que en 1892 contrató a Albion Small para que iniciara un departamento de sociología. En los ailos siguientes hubo más profesores de sociología en los Estados Unidos que los que había en toda Europa occidental. Provenían casi de todas partes, pero raramente de disciplinas más tradicionales. Algunos fueron a Alemania, cuyo modelo de entrenamiento de graduados fue imitado e hizo famosa a Johns Hopkins en la década de 1870; algunos, incluyendo los primeros profeso­res de Yale, Chicago y Columbia, habían realizado carreras previas en el clero y algunos tenían ministros en su familia. Otros habían escrito para los periódicos. La energía de Harper llevó a un inicialmente alarmado e inquieto Small a publicar elAmerican Journal of Sociology en 1895, y en él, así como en los nuevos textos y en los trabajos de la American Sociological Society, que comenzaron a aparecer en 1906, se puede seguir la rápida transformación de la disciplina en los Estados Unidos desde una embrionaria serie de desparejas especulaciones e investigaciones hasta un cuerpo de doctrina más coherente que, a pesar de lo que decía Small en 1916, ofrecía un punto de vista razonablemente distintivo.

Lester Ward, quien a lo largo de una carrera de más de cuarenta ailos pasó de ser botánico y director de museo a desempeilar, en 1906, la primera cátedra en Brown, observaba en la década de 1890 que todos los sociólogos norteamericanos eran "virtualmente discípulos de Spencer". Charles Cooley, un hombre amable y retraído, quien con facilidad resistió la tentación de comenzar un departamento nuevo en Michigan, pero que enseñó sociología allí desde 1892 hasta 1929, lo expresó más precisamen­te al escribir en 1920 "pienso que casi toda la aplicación que se hizo de la sociología, digamos entre 1870 y 1890, ocurrió bajo la instigación de Spencer". Pero en la década de 1890, William Sumner, mientras evitaba vivamente a sus sentimentales y mal informados nuevos colegas, era en todo sentido el único que aún predicaba a Spencer. Todos los demás, de distintas maneras, ya se habían alejado de él hacia destinos intelectuales que subvertían bastante sus principios originales. Lo hicieron de dos modos vinculados. El primero fue el de Ward. Al igual que otros de su generación (había nacido en 1840), Ward había sido convencido por la clase de empresa en la que se habían comprometido Darwin y Spencer. Después de todo, durante la mayor parte de su vida había sido un científico. Pero tenía un agudo y compasivo sentido de lo que le había ocurrido a la sociedad norteamericana después de la guerra civil y, atípicamente, estaba muy al tanto de los cambios que se suscitaban en

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Inglaterra, Francia y Alemania. Advertía -y lo decía- que el irrestricto laissez faire causaba tanta miseria como despilfarro, y que aquellos que no veían otra cosa que el fin de los libros de Spencer no estaban en condiciones de apreciar la magnitud en que no sólo los gobiernos euro­peos, sino también los norteamericanos -aun sin tener demasiada con­ciencia acerca de las implicaciones de lo que estaban haciendo-, comen­zaban a controlar sus efectos. Su reacción ante esto fue vigorosa. Desde el comienzo argumentó de un modo perfectamente directo. "Si las leyes sociales son realmente análogas a las leyes físicas, no hay razón para que la ciencia social no pueda recibir recursos prácticos como los otorgados a la ciencia física." Pero más tarde, especialmente en su Sociología dinámica -que en principio intentó llamar La gran panacea-, se inclinó con más claridad hacia una distinción entre lo "genético" y lo "teleológico", entre lo que la herencia, en el sentido lamarckiano, había hecho del hombre y lo que el hombre, así educado, podía hacer de sí mismo. Llegó a depositar una gran fe en la educación, razón por la que se volvió hacia una carrera académica, pero nunca resolvió satisfactoriamente la tensión de su pensamiento. En algunos aspectos al modo de Hobhouse, no pudo abandonar su creencia de que la clase de programa intelectual de Spencer era deseable, pero ya no podía aceptar las conclusiones de Spencer.

En principio, uno puede preguntarse por qué razón Ward no habría de tomar algo de Hegel. Un motivo es que a pesar de la amplia gama de lec­turas durante su trabajo como especialista en botánica en museos de Washington, lejos de cualquier universidad, difícilmente Hegel hubiera sido el más obvio de los placeres. Otra, más significativa, es que incluso si Ward hubiera leído a Hegel y hablado con otros sobre él, habría percibido y sin duda habría llegado a aceptar que la clase de pensamiento de Hegel era exactamente lo que el pensamiento progresista no requiere. En medio del conjunto de cambios intelectuales que ocurrían en los Estados Unidos, dentro de los que la sociología era apenas una instancia, cambios que Morton White describió como "la rebelión contra el formalis­mo", había una creciente aversión filosófica hacia el idealismo trascen­dental imperante en las viejas facultades y, de este modo, entre otros hacia Hegel, que era enseñado (si es que era enseñado en alguna medida sistemáticamente) como si fuera un benévolo y confortablemente difuso republicano de puntos de vista moderados. Los filósofos más jóvenes estaban llegando a adoptar gradualmente lo que William James popula­rizó en una conferencia dada en California en 1908 como el punto de vista "pragmático" y esto, que por consiguiente afectó a otros, constituyó la segunda y mucho más exhaustiva subversión de Spencer.

J ames no fue ni el primero ni el más cuidadoso de los pragmáticos. Pero fue quien introdujo y popularizó la filosofía entre sus contemporáneos. Se movía tanto en los círculos literarios como científicos de Massachussets y se graduó en la Harvard Medical School. Fue un hombre entusiasta­mente religioso, pero de un modo muy personal; le disgustaban mucho las devotas abstracciones de los teólogos de Harvard. También fue persuadi­do por las explicaciones biológicas sobre la actividad humana. Sin duda recordando su propiajuventud, mucho después contó a sus audiencias de

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Cambridge y de Nueva York, a las que primero expuso suPragmatisrno, que "uno pretende un sistema que combine ambas cosas, la lealtad científica a los hechos y la buena voluntad para tomarlos en cuenta, el espíritu de adaptación y de acomodación ... pero también la vieja confian­za en los valores humanos y la resultante espontaneidad, ya sea de tipo religioso o romántico. Y este es entonces -especulaba- el dilema de uno; uno encuentra las dos partes delquacsitum desesperanzadamente sepa­radas. Uno encuentra empirismo con inhumanismo e irreligión; o, peor, uno encuentra una filosofía racionalista que, por cierto, pm:de llamarse a sí misma religiosa, pero que nos mantiene al margen de cualquier contacto definido con los hechos concretos, con los júbilos, con las tristezas". Sin embargo, su propia solución no consistía en proporcionar ningún sistema. En cambio, ampliaba a Spencer al argumentar que dado que toda actividad humana podía ser interpretada como resultado del instinto de supervivencia, lo mismo podía aplicarse al pensamiento. Rompió completamente con cualquier forma de monismo al extraer la simple inferencia de que pensamos lo que nos resulta útiL Concluía que lo que pensamos también puede ser evalu.ado por su utilidad. Lo que es cierto es-útil, y si lo que es útil para uno no lo es para otro, paciencia. Lo que es cierto para uno, para otro no lo es. "Permanecí despierto varias noches sucesivas", escribió Charles Peirce, un hombre levemente mayor y mucho más cuidadoso que deseaba preservar alguna estabilidad racio­nal, y que ejerció una moderada influencia sobre el impaciente James de Cambridge, "por desgracia, debe ser muy cuidadoso en lo que dice". Peirce hablaba largamente con éL Fue James, en su exuberante inexactitud liberal, quien con tanta exactitud encontró las confusiones de aquellos que, atrapados entre el quebrado monismo de la teología y el naturalismo, deseaban ser capaces de justificar su necesidad de combinar los dos, pero guardando tanta discreción práctica e intelectual como fuera posible. La "rebelión contra el formalismo" había alcanzado su punto extremo.

Un importante hecho acerca de la clase de pragmatismo de James lo constituye el que no sea en absoluto una doctrina, en ninguna de las acepciones habituales de la palabra. Habiéndolo aceptado, uno está virtualmente obligado a abandonar la idea de que algo pueda derivarse de ella. Es, en el mejor de los casos, un "punto de vista". Como tal, afectó a los sociólogos. Hacia 1900, Ward era demasiado viejo como para estar al día sobre las nuevas modas y Sumner estaba fijado en su firmamento de Yale. Pero los demás respondieron con entusiasmo. Cooley fue tal vez el más directo. Al igual que muchos de sus contemporáneos, se sentía al mismo tiempo estimulado y rechazado por Spencer, atraído por "su concepción general de la progresiva organización de la vida", pero hostil ante su desalmado dogmatismo y ante su insuficiente apreciación de las complejidades de la psique individual. Aproximadamente en la misma época en que Cooley comenzaba a enseñar sociología en Ann Arbor (donde había nacido y donde pasó casi toda su vida), también empezaba a leer a James y de inmediato se sintió atraído por la concepción que tenía del yo. En sus ensayos más directamente psicológicos, James había distinguido entre el "yo" y el "mi", el yo como conocedor y el yo como conocido; más

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tarde escribió que "un hombre tiene tantos yoes sociales como individuos lo reconozcan y lleven una imagen de él en sus mentes". Pero "aunque", como Cooley escribió para sí en su diario, "William James ha percibido la naturaleza social del yo ... [pero] no desarrolla esto en una concepción realmente orgánica de la relación del individuo con el conjunto social... [por lo que] queda un pragmatismo sociológico que hay que trabajar". El propio CooJey lo intentó. El resultado fue una concepción de los individuos en simpatía y afecto, que obtenían el sentido social de los demás y de sí mismos en los "grupos primarios", como la familia, proceso que con optimismo extrapolaba hacia un futuro estado donde no tan sólo comuni­dades o países, sino todo el mundo estaría unido por un lazo orgánico de conciencia mutuamente comprensiva, un estado en el que habrían desaparecido los demonios del "formalismo" y la "desorganización", demonios que causaban la atrofia de los individuos y la división de las sociedades. Cooley virtualmente no prestó atención a las instituciones. Por lo general dejaba la impresión de que los conflictos se debían al malentendido. Albion Small, quien con alguna amargura señalaba hacia el fin de su vida que había gastado la mayor parte de ella en "insistir en que algo hay en el lejano final del arco iris sociológico", en los muchos artículos programáticos que escribió para llenar los primeros números de su American Journal tendía a un aun menos directo modo de insistir sobre las posibilidades de la reforma activa, sobre la capacidad de los individuos para dar forma a sus circunstancias sociales. y aunque no hay virtualmente nada de Simmel en sus trabajos, tradujo varios de los ensayos alemanes para su revista, ensayos que en su espíritu lebensphi­losophische recuerdan mucho las pragmáticas especulaciones de James. Giddings, el racista irascible y dogmático que premeditadamente evitaba a sus colegas judíos en Columbia y que se rodeaba con acólitos de segundo orden, un hombre cuyas características morales y mentales lo predispo­nían ante la clase más convencional de cientismo, acostumbraba decir a sus estudiantes en una vena muy pragmática que "si no hay teoría, yo no trabajo". En la medida en que tenía una teoría de la posibilidad de la sociedad, que era su preocupación general, ponía el énfasis en lo que llamabala "interestimul ación y respuesta" que generaba una "conciencia de clase". Incluso Edward Ross, un vituperador populista de la vieja escuela (una vez escribió un libro sobre El pecado y la sociedad), que estableció un enjundioso departamento en Wisconsin (la universidad más estrechamente asociada, a través de La Follette, con una administración progresista), pero que permaneció relativamente indiferente a la profesionalización de la sociología, un hombre que en su autobiot,'Tafía recordó haber estado en China antes del colapso de 1911 y haber hablado con Trotsky en Rusia en 1917 más afectuosamente de lo que lo hizo en sus días de jefe de departamento, un hombre que no estaba especialmente preocupado por doctrinas de ninguna clase (pero cuyos textos vendían mejor que los de sus pares), acostumbraba decir que lo que los sociólogos debían estudiar era "el proceso social", la creación de "grupos, relaciones, instituciones, imperativos ... fuera de las acciones e interacciones de los hombres".

Apesarde lo que decía Small, existió un "punto devista"muy distintivo

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en la sociología inicial. Nunca partió -ni siquiera en Ward- de una herencia general. Tampoco prestaba atención a las instituciones, en el sentido europeo, lo que implicaba, al menos por omisión, que la sociedad debía ser entendida como la creación de los individuos, que era una verdadera sociedad y no una mera acumulación en virtud del sentido de comunidad que los individuos establecían entre sí por medio de sus interacciones, y (con la excepción de Ross) que la pasada acumulación de prácticas institucionales y sus convenciones obligatorias era totalmente irrelevante para entender cómo la gente había llegado a hacer lo que hacía. En términos europeos, ese punto de vista comenzaba en algo notablemente parecido al estado natural, pero entonces sugería que la asociación estable surgía no de una deliberación racional, sino como la consecuencia psicológica de las relaciones prácticas. Lo que Small tampoco conseguía ver era que esto reiteradamente socavaba la posibili­dad misma de un contenido o de un método distintivo. Ese punto de vista surgió en circunstancias que quienes lo propusieron no desearon dar por descontadas, y en una cultura filosófica popular, la cultura del pragma­tismo, que imposibilitó cualquier clase de sistematización estable. Era el efecto de un urgente deseo de recuperar la inspiración original de la sociedad norteamericana. Como tal, perpetuamente regresó a sus prin­cipios y, de ese modo, continuamente se socavaba a sí mismo. Sólo en este sentido careció de un contenido intelectual distintivo; pero por cierto que fue un punto de vista muy distintivo.

La historia de la sociología en los Estados Unidos durante la década de 1920 es la historia de triunfos institucionales antes que intelectuales. Para comenzar, es la historia del departamento de sociología de Chicago. Por distintas razones, ni Sumner, ni Giddings, ni Cooley, ni Ward ni Ross habían deseado -o habían sido capaces de- mantener el ritmo original de los departamentos en los que habían enseñado. Antes de la guerra, el departamento de sociología de Chicago estaba integrado por sólo cuatro hombres. Uno de ellos era W. L Thomas, un renegado de los estudios de literatura, quien antes de ser despedido en 1919 por un minar peccadilla fue capaz de colaborar y terminar lo que resultó ser un modelo de estudio, The Polish Peasant in Eurape andAmerica, y que fue capaz de atraer al departamento a Robert Park, el hombre inicialmente responsable de otorgarle su subsiguiente impulso. La carrera de Park fue un ejemplo de pensamiento progresista. Cuando aún no era graduado en Ann Arbor, se sintió atraído por la filosofía pragmática de la reforma de John Dewey. Trabajaba como periodista en diarios sensacionalistas. Insatisfecho con ese trabajo, y sabiendo que las carreras de periodista podían ser despia­dadamente cortas, ingresó a Harvard y estudió con William James. Fue a Berlín, donde escuchó a Simmel y a Heidelberg y escribió una tesis bajo la dirección de Windelband. Finalmente, frustrado por todo, menos por el estudio, aceptó un trabajo como secretario de BookerT. Washington y se sumió en las causas Negro. Fue en el Tuskegee Institute de Washington donde se encontró con Thomas. Una vez afincado en Chicago, promovió exitosamente una gran cantidad de estudios empíricos sobre diversos

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problemas sociales de la ciudad. Los mismos estaban entusiasta aunque no demasiado rigurosamente sostenidos por su concepción de Chicago como laboratorio ecológico, un lugar donde (en parte porque era llano) se podía ver muy claramente el modo en que las interacciones sociales po­dían clasificarse en asociaciones geográficamente diferenciadas. Esta forma de ver las cosas estaba conformada por un conjunto de ideas que se arraigaban en virtualmente todas las nociones que Park había adquirido en Michigan, Harvard, Berlín y Heidelberg, así como en su experiencia de periodista, un conjunto de ideas que se oponía al simple resumen, pero que en sus premisas pragmáticas se parecía mucho al de los sociólogos de preguerra.

Small ya se había dado cuenta de que para afianzar la aceptación de sus temas en las universidades, los sociólogos tenían que dejar de lado los intereses morales y políticos e insistir, en cambio, sobre el estatus científico de lo que estaban haciendo. Park también empleó esta estrate­gia, aunque sus fondos provinieran de aquellos aún direCtamente intere­sados en las reformas locales y en el trabajo social. Sin embargo, fue la llegada a Chicago en 1927 de W. F. Ogburn, más que cualquier otra circunstancia, lo que transformó esa simple estrategia en una fe profesio­nal. Ogburn era uno de los primeros de la generación cuya educación fue totalmente sociológica. Había sido estudiante y profesor en el departa­mento de Giddings, en Columbia, con especialización en estadística; sostenía una firme creencia en lo que siempre definía como "una sociolo­gía científica". La expuso desde Chicago en numerosos artículos y libros, en varias asociaciones profesionales y en el Present Hoover's Research Committee on Social Trends a fines de la década de 1920. Ogburn era un hombre extremadamente seguro de sí mismo. Alguna vez le dijo a un ex colega de Columbia que "el problema de la evolución social está resuelto y yo he tenido mucho que ver en la resolución del mismo. Por resolver, entiendo lo mismo que hizo Darwin al resolver el problema de la evolución biológica. Darwin lo consiguió reconociendo tres factores: variación, selección natural y herencia ... El problema de la evolución social se resuelve mediante cuatro factores: invención, acumulación exponencial, difusión y adaptación". Por supuesto, concluía "sin duda [se llegará] por medio de refinamientos en los análisis y en las mediciones, del mismo modo que ocurrió con los tres factores de Darwin". En efecto, aunque hoy los sociólogos norteamericanos lo recuerdan por sus debates sobre el cambio social (tema en el que también introdujo la noción algo simplista de "retraso cultural" tras el ritmo de los desarrollos técnicos), en realidad fue por su visión de los refinamientos metodológicos que incidió más notoriamente en la sociología norteamericana. "En el pasado", explicaba en su mensaje a la American Sociological Society en 1928, "los grandes nombres de la sociología fueron los de teóricos sociales y de filósofos sociales. Pero ése no será el caso en el futuro ... una sociología científica estará muy bien separada de la filosofía social, porque reconocerá en qué magnitud la filosofía social es una racionalización de deseos." En efecto, estaba convencido de que afianzar con firmeza semejante ciencia "será necesario para aplastar la emoción y disciplinar firmemente la mente

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para que los fantasiosos placeres de la intelectualidad puedan ser evitados en el proceso de verificación". Algunos sociólogos no aceptaron esta petición de principios, al menos porque iba acompaúada por una virtual hegemonía del departamento de sociología de Chicago en los a­suntos de la Society, en el American Journal y en la integración de los nuevos departamentos en el oeste y en el sur. Pero muchos la aceptaron. Prometía una impecable legitimación científica.

En esa época, aquellos mismos sociólogos inferían en qué debía consistir exactamente esa legitimación a partir del libro de Bridgman, The Logic ofModern Physics. Bridgman, que traía consigo el prestigio de las ciencias exactas, argumentaba en el espíritu de un positivismo impiadoso que el sentido de una proposición reside en los métodos empleados para verificarla; en el espíritu del pragmatismo, esto implica­ba que la verdad no es independiente de las operaciones mediante las cuales es consolidada. La decisiva conexión sociológica entre este caso formal y la postura general de Ogburn vino más tarde, en la década de 1930, y consistió en empalmar ambas con la vieja tradición de la encuesta social. Esto fue en gran medida el logro de Paul Lazarsfeld, un refugiado en N ueva York del nacional socialismo de Austria. Lazarsfeld había sido educado en la muy de moda, atomista y positivista Viena de posguerra, y se había manejado en un período y en una sociedad donde existía un entusiasmo tan creciente por la investigación de mercado y por las encuestas de opinión pública sobre cuestiones diversas que le permitió fundar una oficina de investigación social aplicada. Finalmente, la mis­ma fue instalada en la universidad de Columbia, y desde allí Lazarsfeld consiguió con mucho éxito convencer a los sociólogos de que su instrumen­to distintivo, y así su más prometedora pretensión de realizar una práctica científica, radicaba en el análisis estadístico de los "datos" de las muestras tomadas a poblaciones de individuos. En una cultura donde los instrumentos a menudo habían estado al servicio de las ideas y donde a menudo también habían servido para transmitir la fuerza institucional, esto sirvió para constituir la práctica profesional más claramente que cualquier otra obvia idea teórica.

Sin embargo, la historia de la sociología norteamericana en la década de 1930 es también la historia de un renacimiento más apropiadamente teórico. Se observa en la transformación de algunas ideas europeas en el punto de vista distintivamente norteamericano, y comenzó en Harvard. Harvard no tuvo un departamento de sociología autónomo hasta 1931, aúo en que se hizo cargo de él un inmigrante ruso. Pero las nuevas ideas provenían menos de ese hombre, Pitirim Sorokin, que de otros más jóvenes, en especial de Talcott Parsons. Parsons había llegado a Harvard desde el Arnherst College en 1927, convencido de que el interés que había adquirido durante un aúo en Heidelberg, más precisamente en las explicaciones de Sombart y Max Weber sobre el capitalismo, podía ser mejor desarrollado en universidades más grandes. Los móviles de Par­sons eran más estrechamente académicos que los de cualquier otro teórico norteamericano anterior. Estaba interesado en la reflexión teóri­ca en beneficio propio. Sin embargo, comenzó, como más tarde recordaría,

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con una cierta inquietud acerca de lo que consideraba como el resquebra­jamiento de la sociedad rusa después de 1917 y con el creciente entusias­mo por el nacional socialismo en Alemania. Teóricamente, comenzó a partir de la observación de que, aunque los economistas históricos de Alemania, y otros como Alfred Marshall en Inglaterra, o Pareto en Italia, habían advertido que ni la búsqueda de la utilidad individual ni el simple hecho del poder (MachO pueden dar cuenta de la relativa estabilidad y, en realidad, de la propia existencia de la sociedad, ninguno de ellos había desarrollado adecuadamente su intuición. Entonces leyóLa división del trabajo de Durkheim (libro que inicialmente había rechazado al oír en Londres un comentario de Malinowski sobre él) y se dio cuenta de que la clave estaba en la observación de Durkheim acerca de que había "un elemento no contractual en el contrato", un orden normativo que era lógicamente previo a la organización y dirección de la actividad económi­ca. La esencia del caso de Parsons (que al fin, en 1937, expuso extensa­mente en The Structure of Social Action) era que otros teóricos, de distintas maneras, también se estaban inclinando hacia la misma idea, y él sólo había hecho lo que él mismo llamaba clarificar la "convergencia". Todo giraba en torno a cómo era posible la sociedad. La respuesta era, mediante la voluntaria adhesión de los individuos a los hechos sociales de orden normativo, a un conjunto de valores comunes y a un correspondien­te conjunto de normas prácticas. Pero esta respuesta era muy ambigua. Si, como Parsons daba a entender, la adhesión era de tipo racional, entonces, ¿era racional en el incierto sentido wertrational de Weber o en el sentido completamente diferente de Durkheim de corresponder a los hechos de una sociedad en particular? Y si no era racional en absoluto, entonces, ¿cómo pudo ser considerada como contribución a la solución común la estricta distinción de Pareto entre racionalidad puramente utilitaria y acción no lógica? Parsons acusó la dificultad y el problema de la racionalidad siguió preocupándolo durante los próximos quince años. Pero, en este aspecto, parece no haber advertido nunca la magnitud de la diferencia entre Weber y Durkheim, y la cuestión se tornó aun más confusa cuando leyó a Freud y jugó con la posibilidad de que la adhesión tal vez no fuera en absoluto racional. El resultado de esta ambivalencia fue un decepcionante conjunto de ensayos de comienzos de la década de 1950, donde simplemente decía que a veces los individuos se asocian porque tienen interés en hacerlo, otras porque les gusta y otras aun por­que se sienten moralmente obligados a hacerlo. Aunque incontestable, esto no respondía la pregunta y exponía la fragilidad de la "convergencia", sobre la que había hablado en el primer libro.

Parsons siempre decía que su principal interés era la integración social, y por supuesto que en primer lugar ese interés plantea no sólo la pregunta de cómo es posible la integración, sino también la de cómo continúa después. La respuesta le fue sugerida por L. J. Henderson mientras revisaba el manuscrito de The Structure of Social Action. Henderson era un fisiólogo de Harvard que adquirió un gran interés en la teoría social y dio un seminario sobre Pareto que impresionó mucho a los sociólogos de Cambridge. Sugería a Parsons que de la misma manera

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que los biólogos consideraban a los organismos como sistemas, como conjuntos autosustentables de elementos dispuestos de tal modo que un cambio en uno de los elementos inducía un cambio correctivo en todos los demás, y de la misma manera en que Pareto había considerado a la economía como un sistema, así también se podía considerar a las socieda­des. Esto inspiró el siguiente libro de Parsons, The Social System. Allí soslayaba las cuestiones más interesantes planteadas por el modelo de un sistema acerca de qué clases de cambios causan qué clases de adaptacio­nes con qué clase de resultados, y en cambio se concentraba en la poco interesante inferencia de que si cuando los elementos cambian causan cambios en otros elementos, entonces cuando no lo hacen puede decirse que tenemos la consecuencia, o "función", de mantener la estabilidad. Traducía "función" por "imperativo", cambiándolo por consiguiente de efecto a causa, y procedía a argumentar que los sistemas sociales eran estables a causa del imperativo de serlo, un imperativo, sin embargo, para el cual la única evidencia era la estabilidad que supuestamente debía ser explicada. Completaba la explicación afirmando, en contra tanto de su primer libro como de otras argumentaciones que simultánea­mente estaba publicando en otros lugares, que el imperativo lograba su efecto a través de la "internalización" en cada individuo de los valores y normas predominantes. No era un libro que impresionara.

En efecto, la empresa teórica de Parsons fue un fracaso aun en sus propios términos. Pero fue notablemente influyente. Pocos pueden igua­lar su diligencia clasificatoria, aunque muchos abastecieran su sentido. El funcionalismo "estructural" (o "normativo"), como iba a ser llamado, durante la década de 1950 y comienzos de la de 1960 fue virtualmente coextensivo con la teoría entre los sociólogos norteamericanos. U na razón para ello fue, una vez más, institucionaL Exactamente del mismo modo en que los instrumentos de análisis de sondeo sirvieron para constituir una técnica profesional, el funcionalismo sirvió para constituir el valor profesionaL Éste fue más ostensible en los libros de texto introductorios y en aquellas ocasiones en que la profesión hablaba de sí misma a los seglares. Pero la necesidad de identidad profesional no explica por qué ese funcionalismo, antes que cualquier otra noción teórica, se volvió tan popular. Es cierto que había pocos competidores, pero en primera instan­cia resulta extraño (a partir de lo que ya he dicho acerca del punto de vista inicial en los Estados Unidos) que la teoría más exitosa haya tenido que estar tan explícitamente basada sobre ideas europeas. Sin embargo, Parsons eliminó todo lo que era distintivo en los varios pensadores europeos que estudió en su primer libro (ésa era parte de su intención); al hacerlo, restableció casi exactamente el punto de vista de los primeros sociólogos norteamericanos. Esos hombres, a los que nunca se refirió, comenzaron su trabajo desde algo que se asemejaba al estado natural y, en general, procedieron a dar cuenta del desarrollo de las nunca muy bien definidas entidades sociales en términos de un acumulativo sentido de asociación entre acciones individuales inicialmente libres. Parsons tam­bién comenzó desde un estado similarmente primitivo y procedió a dar cuenta de la cohesión social en términos'de un libre compromiso con los

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v.alores sostenidos en común y, más tarde, también de afecto. Los primeros sociólogos titubeaban entre considerar las iniciativas indivi­duales como instrumentales o emocionales; también vacilaban entre considerarlas como "racionales" y "afectivas". N o es que proclamaran una convergencia aun más sorprendente que la de Parsons. Por el contrario, significaba que al eliminar las muy diferentes concepciones de raciona­lidad en los pensadores europeos, en lo que en 1937 describió muy sueltamente como "esfuerzo", y al ignorar el ángulo político y la ubicación histórica de sus argumentos, Parsons no sólo no demostró ninguna convergencia entre ellos, sino que tampoco demostró nada acerca de ellos vinculado con su condición de europeos. Al hacer caso omiso de sus temas y reinterpretar selectivamente lo que decían que debía hacerse, los presentaba como notablemente similares a Cooley, Ward, Small, Giddings y Ross.

No obstante, el problema había cambiado ligeramente. Los sociólogos reformistas estaban muy preocupados con la primera de las dos cuestio­nes de Parsons, cómo establecer (en condiciones de cambio, desmoraliza­ción y disputa) alguna cohesión social. El círculo Pareto de Harvard y sus estudiantes, por otro lado, se hallaban muy bien ejercitados en la cuestión de cómo, una vez que había sido restablecida, podía ser consolidada. La diferencia radica en la distancia política entre 1890 y 1930. El propio Parsons, como ya he dicho, estaba preocupado por los acontecimientos de Europa centraL George Homans y Elton Mayo, que también habían asistido a los seminarios de Henderson, deseaban responder a los marxis­tas -que resultaban cada vez más plausibles e insistentes- sobre el modo de evitar la lucha industriaL Se dice que el propio Henderson era conservador. Pero cada una de esas preocupaciones estaba a medio camino entre la anarquía de mercado y el poder arbitrario. Cada una de ellas era liberaL En efecto, el desplazamiento del funcionalismo yde otras ideas generadas en Harvard en la década de 1930 sencillamente por ser "conservadoras" deja bastante de lado el asunto de la sociología norte­americana en particular y del pensamiento social norteamericano más en general. Desde la Ilustración, la teoría social europea ha sido por lo general el intento de afianzar un liberalismo coherente sobre las ruinas de un patriarcado derruido y crecientemente deslegitimado. La teoría social norteamericana ha significado un intento de afianzar un liberalis­mo coherente sobre ningún tipo de base. Sin embargo, como se vería obligado a señalar un lockeano de tiem pos recien tes, resulta extraordina­riamente difícil tratar de consolidar una teoría liberal y una práctica política liberal poco más que sobre la premisa del individuo no comprome­tido y sobre los efectos de una presión social sin intermediarios, obligado sólo por la ley. Los hombres pueden ser epistemológicamente libres, tan libres como William James había dicho, pero sin instituciones constitui­das probablemente se socavarán a sí mismos en la clase de represión más aliberal que se pueda imaginar.

Sacralizar las técnicas y las ideas en una profesión lleva a la formalidad extrema. Pero estas técnicas e ideas particulares tuvieron su origen en

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una "rebelión contra el formalismo". Por lo tanto, no fue en absoluto sorprendente que, a fines de la década de 1950, la impresionante inter­nalidad del pensamiento y la práctica norteamericana una vez más diera un giro completo en una embestida renacidamente pragmática. Estuvo a cargo de otro sociólogo de Columbia, Wright Mills, y fue planteada enThe Sociologica l Imagination. En el espíritu de las ideas que cuidadosamente había documentado en su disertación de doctorado sobre "pragmatismo y sociología", pero también influido por el medio marxista de Nueva York -emigrados de la escuela de Frankfurt habían sido colegas suyos unos años antes en Columbia-, MilIs tomó la "gran teoría" de Parsons y el "empirismo abstracto" de Lazarsfeld y de ese modo arremetió contra el co­razón de los códigos profesionales. Fue profético. Las características de la sociedad norteamericana en las décadas de 1960 y de 1970 iban a minar esos formalismos hasta un grado que en 1950 habría sido inimaginable. Mientras tanto, algunos europeos se descubrían a sí mismos en The Structure of Social Action.

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