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Iglesia y Sociedad en México, 1970-1990 Víctor Gabriel Muro El Colegio de Michoacán La transformación de la Iglesia católica mexicana, como entidad influyente en los procesos sociales del país en las últimas dos décadas, ha sido objeto de una creciente atención. En efecto, la demanda eclesiástica cada vez más resonante de modificar los artículos constitucionales reguladores de su actividad, y su fre- cuente participación, como núcleo de apoyo o de estructura orga- nizativa de movimientos sociales, han puesto de manifiesto la fuerza ideológica de la institución. Esta “politización” de la Iglesia se ha explicado con frecuencia como una acción tendiente a la recuperación de posiciones de poder de la jerarquía eclesiástica, en la cual los obispos son cada vez más capaces de contrarrestar la fuerza del Estado. Pero inde- pendientemente de la prominencia que la Iglesia ha adquirido frente al Estado, no se ha considerado suficientemente el carácter del ascenso de esta situación. Tal vez un problema que ha obstruido una interpretación más adecuada del desarrollo reciente de la Iglesia ha sido el conceptua- lizar a la institución como la jerarquía eclesiástica, o analizar a ésta desligada de su entorno socio-religioso. En este sentido, los obis- pos aparecen como los únicos actores que manipulan a su parecer cualquier situación en el orden social donde se desenvuelve el personal eclesiástico.

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Iglesia y Sociedad en México, 1970-1990

Víctor Gabriel Muro El Colegio de Michoacán

La transformación de la Iglesia católica mexicana, como entidad influyente en los procesos sociales del país en las últimas dos décadas, ha sido objeto de una creciente atención. En efecto, la demanda eclesiástica cada vez más resonante de modificar los artículos constitucionales reguladores de su actividad, y su fre­cuente participación, como núcleo de apoyo o de estructura orga­nizativa de movimientos sociales, han puesto de manifiesto la fuerza ideológica de la institución.

Esta “politización” de la Iglesia se ha explicado con frecuencia como una acción tendiente a la recuperación de posiciones de poder de la jerarquía eclesiástica, en la cual los obispos son cada vez más capaces de contrarrestar la fuerza del Estado. Pero inde­pendientemente de la prominencia que la Iglesia ha adquirido frente al Estado, no se ha considerado suficientemente el carácter del ascenso de esta situación.

Tal vez un problema que ha obstruido una interpretación más adecuada del desarrollo reciente de la Iglesia ha sido el conceptua- lizar a la institución como la jerarquía eclesiástica, o analizar a ésta desligada de su entorno socio-religioso. En este sentido, los obis­pos aparecen como los únicos actores que manipulan a su parecer cualquier situación en el orden social donde se desenvuelve el personal eclesiástico.

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Nuestro análisis, por consiguiente, parte de concebir la estruc­tura eclesiástica como un conjunto más amplio, donde el clero y los grupos laicos conforman sectores dinámicos en la Iglesia, puesto que están integrados orgánicamente en la sociedad civil; y desde ahí transmiten influencias políticas e ideológicas que repercuten en el interior de la institución.

En este escrito argumentamos que la acción de la Iglesia en los últimos años ha sido motivada principalmente por la dinámica de cambio que ha tenido la sociedad civil. De este modo, la Iglesia, como conjunto de grupos y organismos, ha sido afectada por el sinuoso proceso social desde finales de la década de los sesenta, de tal modo que ha respondido como numerosos sectores sociales lo han hecho. Con el paso del tiempo han sido más los grupos dentro de ella que asumen posiciones contestatarias.

En estos términos, pretendemos mostrar que el carácter social de los grupos orgánicos de la corporación ha sido el más influyente en las posturas político-ideológicas que han predominado en ella. Es decir, los grupos laicos integrados a su estructura han pertene­cido en su inmensa mayoría a los sectores sociales medios, por lo menos desde 1940. Esto ha significado que la acción política de la Iglesia ha estado frecuentemente asociada a la movilización de estos sectores.

En el ámbito eclesiástico mexicano, el Concilio Vaticano II dio la pauta de modificación de posturas de sus grupos, pero fue el proceso social de la década de los sesenta lo que determinó su acción política en el interior y fuera de la institución. Por ello, en los años setenta se desarrolla un conflicto en ese ámbito, donde se presentan las contradicciones de la sociedad mexicana: si bien existe un fuerte radicalismo de izquierda impulsado por sectores medios intelectuales, la política de cooptación del régimen eche- verrista y el mejoramiento económico de la clase media debilita las fuerzas políticas populares.

Igualmente existe un paralelismo en la década de los ochenta, pero con una mejor definición de las fuerzas sociales. Esa década es el escenario donde predominan los movimientos de sectores

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medios, donde las devaluaciones del peso, la inflación galopante, el desempleo y los fraudes electorales, suscitan una acción política inusitada. En la Iglesia, los pronunciamientos de los diferentes sectores y la presencia de nuevos grupos, de clase media, permiten la articulación de una fuerza más compacta y más exigente frente al Estado.

En los contextos regionales se percibe mejor este desarrollo. Allí, la jerarquía eclesiástica se hace eco de las demandas de los grupos actuantes, en buena medida para conservar o acrecentar su legitimidad entre sus feligreses. Se aprecia una relación directa entre el grado de conflictividad y la participación de la Iglesia: los obispos con una mayor intervención pública, viven en zonas con fuertes conflictos políticos, por ejemplo, Chihuahua, Sonora, Chiapas, Oaxaca.

Politización y conflicto en la Iglesia

La diversificación ideológica en la Iglesia comienza con la activa­ción política opositora en el país. Anteriormente la situación se caracterizaba por la casi nula oposición partidista y la ausencia de movilizaciones contestatarias. Es a finales de la década de los sesenta cuando el sistema político mexicano se enfrenta por pri­mera vez, desde los años treinta, a serias situaciones de inestabili­dad. La terminación del “milagro mexicano”, la orientación eco­nómica cada vez más ligada a intereses de los grupos dominantes y la permanencia de una vieja burocracia que impedía la renova­ción de cuadros gubernamentales, son los elementos centrales del descontento y oposición de sectores medios, cuya principal expre­sión fue el movimiento estudiantil.

Este constituyó la conciencia de un cambio en la sociedad civil. Es la Iglesia uno de los ámbitos donde más repercutió, porque en cierta medida los organismos encargados de renovarla, a raíz del Concilio Vaticano II, pertenecen a los estratos medios moviliza­dos. Los grupos formados con el propósito de adaptar el Concilio

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a la Iglesia, estaban formados por intelectuales insertos en los núcleos problematizadores de la realidad social que cada vez se volvía más inaceptable para ellos.

El Concilio Vaticano II había motivado la creación y renova­ción de grupos para poner al día a la institución. Con ello era cada vez más ajeno el lema tan coreado a principios de esa década: cristianismo sí, comunismo no. La actividad de los nuevos grupos tendía a integrar a la Iglesia a una dinámica de oposición, para responder a través de principios doctrinales, mientras que las organizaciones laicas tradicionales, encabezadas por la Acción Católica, organismo coordinador, se debilitaban.

Es en el tiempo que dura el Concilio (1962-1965), cuando se transforman algunas organizaciones importantes y se crean otras para lograr la puesta al día de la Iglesia. El Secretariado Social Mexicano ( s s m ), organismo creado en 1920, se renueva y deviene uno de los núcleos coordinadores de los grupos, y con él, la Juventud Obrera Católica ( j o c ), el Movimiento de Estudiantes y

Profesionistas ( m e p ), el Movimiento de Estudiantes Católicos ( m e c ) , etc., conformaban un bloque que presionaba a las estructu­ras eclesiásticas para realizar cambios de fondo.

Se crearon, asimismo, el Centro Intercultural de Documenta­ción ( c i d o c ) en la diócesis de Cuernavaca, la Unión de Mutua Ayuda Episcopal ( u m a e ) , la Confederación de Organizaciones Nacionales ( c o n ) , la Sociedad Teológica Mexicana ( s t m ) , los Cen­tros de Investigación y Acción Social ( c í a s ) de los jesuítas, el Centro Nacional de Comunicación Social ( c e n c o s ) y el Centro de Ayuda a las Misiones Indígenas ( c e n a m i ) .1

Todos estos centros quedaban ligados entre sí, no sólo con el fin de conformar un sustrato ideológico para el cambio, sino también para articular una acción de compromiso social de toda la Iglesia, lo cual implicaba una postura política contrapuesta al Estado. Aquí radicó el principal problema de desajuste de la estructura eclesiástica.

Desde la elaboración del documento episcopal Carta Pastoral sobre el Desarrollo e Integración del País, en 1968 —cuya redacción

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estuvo a cargo de integrantes de estos organismos—, y la celebra­ción del Primer Congreso Nacional de Teología,en 1969 -donde se aceptaba a la Teología de la Liberación como marco de acción de la Iglesia mexicana-, los obispos se opusieron terminantemente a las posturas críticas de la realidad sociopolítica que de ahí surgían, pues asumirlas implicaba modificar su estatus social y político.

El desacuerdo devino en conflicto con la represión al movi­miento estudiantil en octubre de 1968. Los organismos eclesiales renovadores se pronunciaron en favor de los estudiantes, y presio­naron a la jerarquía para que condenara las acciones del gobierno. La respuesta de la jerarquía fue la destitución de dirigentes en varios de sus grupos.

En adelante, el episcopado no aceptó más propuestas renova­doras de los grupos e instrumentó mecanismos para desarticular­los o desaparecerlos. En la década de los setenta, el contexto eclesiástico y social favorecen el relegamiento de esta tendencia de renovación.

Por una parte, en 1972 el Consejo Episcopal Latinoamericano ( c e l a m ) , órgano coordinador de la Iglesia de la región (que en 1968 había elaborado los documentos de Medellín, con una visión popular), cambia de dirigentes y de tendencia, de tal forma que en México adquiere más fuerza la postura conservadora católica para eliminar la presión de los grupos renovadores.

Por otra parte, el régimen del Presidente Echeverría instru­menta políticas para contrarrestar la oposición de los núcleos intelectuales y universitarios, como la cesión de puestos guberna­mentales de alto nivel a dirigentes y un gran aumento en los presupuestos de las universidades públicas. Con ello, se atenúan sustancialmente las fuerzas opositoras de los sectores medios.

En la Iglesia esto tiene su efecto: un buen número de organis­mos laicos se atempera. Sin embargo, subsiste y adquiere una fuerza considerable el radicalismo cristiano, el cual explícita sus posiciones dentro de la teología de la liberación y el marxismo.

Surgen dos organizaciones ligadas a la Iglesia que intentan incorporar a los grupos eclesiásticos para luchar por la transforma­

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ción de la Iglesia y la sociedad: Cristianos por el Socialismo ( c p s )

y Sacerdotes para el Pueblo ( s p p ) En cierto modo, éstas eran pro­ducto de los grupos renovadores; sin embargo, desde el principio de su constitución, el episcopado manifestó un profundo rechazo a sus demandas, y el enfrentamiento se volvió más directo.

La acción de c ps y sp p provocó una creciente coordinación entre los sectores eclesiásticos, pues anteriormente, la margina- ción de los grupos renovadores sólo requirió la autoridad episco­pal para desarmarlos, por su dependencia con la jerarquía. Por eso desaparecieron la j o c , la c o n y la u m a e ; y quedaron fuera de la es­tructura eclesiástica el ssm y el c e n c o s . cps y spp representaban un peligro mayor y su combate tenía que hacerse en un frente más amplio.

Las organizaciones laicas tradicionales se insertan como parte del conflicto. La Acción Católica, el Movimiento Familiar Cristia­no, Jornadas de Vida Cristiana, Los Caballeros de Colón, etc., representan uno de los resortes para el relegamiento de los grupos eclesiales con una postura radical. El episcopado se vincula espe­cialmente con estas organizaciones, promoviendo y dinamizando su participación en todos los foros posibles.

El clero constituye el otro resorte contra los grupos opositores. Los sacerdotes y religiosos, en general, se mostraron renuentes a aceptar las posiciones progresistas. Se plegaron a las decisiones de los obispos, y conformaron un bloque importante para contrarres­tar la influencia de los opositores. Desde luego hubo excepciones en algunas diócesis, donde se generaron conflictos en los cuales el obispo, aliado a los laicos y al clero, eliminaban la disidencia. Esto ocurrió en las diócesis de Aguascalientes, Colima, Querétaro, Cd. Nezahualcóyotl y Tula.2

Por su parte, los obispos actúan con más cohesión. Las coinci­dencias en torno al rechazo a la actividad de los grupos renovado­res produce acuerdos y acciones que los vuelven más beligerantes. El sentido de sus documentos y sus líneas de trabajo pastoral cambia, con el fin de expresar claramente su oposición. Esto es, los documentos que emiten ya no tienen el ingrediente de crítica

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social, el discurso se vuelve abstracto en tanto se refiere a la realidad social y política.

El relegamiento de los grupos renovadores consiste, ante todo, en una exclusión sistemática de las tareas eclesiales más importan­tes, en particular lo referido a la adecuación de la pastoral social.

Los discursos enfrentados en el conflicto se fundamentan en argumentos de distinta naturaleza: el discurso episcopal se mani­fiesta estableciendo la fidelidad a la jerarquía de la Iglesia Univer­sal; el discurso de los oponentes destaca ante todo el apego a la esencia evangélica de la justicia, con mediaciones ideológicas, es decir, elaboraciones racionales contrapuestas a las argumentacio­nes dogmáticas sobre lo temporal.

En efecto, los grupos renovadores apuntan la necesidad de que la Iglesia genere una concientización para lograr una sociedad igualitaria, o sea, más cristiana, pero a través de un proyecto político. Esto aparece discretamente en la primera etapa de los grupos (1968-1971), donde se busca influir directamente en el cuerpo eclesial. Al no obtener buenos resultados, sino más bien una desusada hostilidad de parte de los obispos, el antagonismo surge mucho más abiertamente, después.

c p s y spp representan esta postura: se declaran partidarios del proyecto marxista de transformación social y critican la institucio- nalización de la Iglesia. Su pretensión es imponer un discurso racional que no sólo dé validez a sus argumentaciones, sino que destruya al discurso opositor, puesto que, según los grupos renova­dores, está conformado de elementos ajenos a la esencia del cristianismo y sin un contenido popular.

Los grupos opositores se presentaron con cierta independen­cia del episcopado. Por tanto, la acción de los obispos, aunque no exenta de autoridad, se ocupó de trazar una estrategia que impidió la extensión de estos grupos y, posteriormente, su marginación.Un elemento importante para ello fue la articulación del episcopado con el clero, cuya principal manifestación fue el surgimiento de una asociación clerical mucho más numerosa y más influyente en el interior de la Iglesia: la Asociación de Sacerdotes y Religiosos

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San Pío X ( a s y r ) , cuyo manifiesto fue aprobado por varios obispos y por el Prefecto de la Congregación para el Clero.

La actitud de la asociación no pudo ser más beligerante. El objetivo que se propone es el de “combatir a los grupos eclesiales izquierdistas, argumentando que esparcen errores doctrinales y quieren desentenderse de sus compromisos sacerdotales”.

La a s y r aparece, entonces, como un interlocutor idóneo al cual el episcopado mantiene como un instrumento sumamente útil para contrabalancear la influencia de los grupos populares. Ante la demanda de diálogo de los grupos opositores, el episcopado presenta a la a s y r como la instancia indicada para dialogar. Ante esto, los disidentes se desligan de la Iglesia

La a s y r se manifiesta como una organización radicalmente opuesta a los grupos populares, con una clara tendencia conserva­dora dentro de la misma Iglesia, al parecer no vinculada a la posición centrista de un gran número de obispos; sin embargo, es apoyada y utilizada, porque tiene mucha fuerza y, en fin, constitu­ye una expresión ideológica de una buena parte del clero.

Por otra parte, la participación del otro sector eclesiástico, los organismos laicos, no es muy visible en un principio, pero se va haciendo presente poco a poco hasta retomar el liderazgo que habían desempeñado los grupos renovadores. Las actitudes de las organizaciones laicas si bien no están enfocadas directamente a combatir las posiciones de los grupos renovadores, en esta época, sí guardan una relación estrecha con el episcopado en cuanto a los asuntos que tienen más relevancia dentro de la institución.

Respecto a la vida política, los grupos laicos coinciden con organizaciones antisocialistas (principalmente el p a n ). Se da una interacción entre ellas que necesariamente repercute en las postu­ras del episcopado, de tal forma que conforman un bloque ideoló­gico de mucho peso para la desarticulación de los grupos oposito­res.

Si bien, la acción de las organizaciones laicas no está acompa­ñada de un discurso radical sobre el plano social, no deja de expresar una constante preocupación por los problemas sociopo-

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Uticos, que después se transformará en un cuestionamiento fre­cuente, pero enmarcándolo dentro de la doctrina social cristiana.

Entonces, las acciones dirigidas a contrarrestar la influencia de los grupos renovadores ocurren en dos direcciones: en la forma­ción de organizaciones y en la formulación de un discurso más agresivo.

En cuanto a la primera, el episcopado funda a fines de 1972, la Oficina Mexicana de Información para sustituir a c e n c o s . Tam­bién a principios de 1973, se funda el Consejo Nacional de Laicos ( c n l ) , en lugar de la Confederación de Organizaciones Naciona­les. El c n l se formó a través de los cuadros dirigentes de las orga­nizaciones laicas; su finalidad ha consistido en coordinar las activi­dades de las organizaciones para conjuntarlas con las de los obis­pos.

Asimismo, en ese año es creada Cáritas Mexicana, que en cierta medida sustituye al Secretariado Social Mexicano, con el propósi­to de activar la participación de los laicos en la promoción social: su papel será el de “construir la verdadera fraternidad universal tan resquebrajada por la injusticia, los odios, la violencia y el egoísmo [...] ha de velar porque se viva lo que es esencial en la vida de la Iglesia, la caridad, cuya primera exigencia es la justicia en todo el contexto de la vida humana: religioso, cultural, económico, social y político”.

La otra medida para eliminar la influencia de los grupos reno­vadores es la elaboración del documento episcopal El compromiso cristiano ante las opciones políticas y sociales, dado a conocer en octubre de 1973. Su redacción fue motivada por la preocupación que existía en el Vaticano por la polarización ideológica en la Iglesia mexicana.

El documento continúa la línea tradicional que pondera las tendencias extremas. Aunque expone los problemas nacionales, evita una crítica de fondo al Estado.

En este marco, los organismos laicos se contraponen a los disidentes esgrimiendo constantemente tres argumentos: el socia­lismo es perjudicial para la familia y la sociedad, por su naturaleza

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materialista; no es posible la compatibilidad entre el marxismo y el cristianismo, pues el marxismo, además de ser ateo, promueve el odio y la violencia, y los grupos cristiano-comunistas (’ sconocen la autoridad eclesiástica. En ese sentido, los dirigentes laicos se hacen presentes en la prensa católica: el m f c , la Unión Femenina Católica Mexicana, la Unión Social de Empresarios Mexicanos, las Comunidades de Vida Cristiana (Congregaciones Marianas), el Movimiento de Jornadas de Vida Cristiana, la Acción Católica, etc. Comienzan una inusual actividad para congregar a sus miem­bros: realizan congresos, reuniones, encuentros; suscriben docu­mentos donde se refieren a problemas eclesiásticos, sociales y políticos.

A mediados de la década, con la articulación de los obispos, el clero y los organismos laicos, desaparecen o quedan reducidos a su mínima expresión los grupos renovadores. Es también la época cuando las relaciones entre la Iglesia y el Estado están en su mejor momento. El Presidente Echeverría visita al papa Paulo VI, y ayuda a construir la nueva Basílica de Guadalupe.

El relegamiento de los grupos renovadores es evidente: reciben golpe tras golpe. La ausencia de apoyo institucional de la Iglesia favoreció que en 1977 fueran asesinados los sacerdotes Rodolfo Aguilar y Rodolfo Escamilla, quienes trabajaban de acuerdo con las líneas pastorales populares. Por esta misma época, hubo un asalto policiaco a los jesuítas de la parroquia de Nuestra Señora de los Angeles, un allanamiento a las oficinas de c e n c o s , con el con­siguiente requisamiento de sus archivos, entre otros hechos.

En su interior, la institución hizo lo propio: la jerarquía ordenó el cierre del Instituto Teológico de Estudios Superiores, donde había una orientación renovadora y cuando vituperó al obispo Sergio Méndez Arceo por sus pronunciamientos sobre las coinci­dencias entre el marxismo y el cristianismo...

En cambio en este contexto emergen nuevas organizaciones, todas ellas constituidas por miembros de los estratos medios. La manifestación organizada para impedir la legislación que despena­liza el aborto, en 1978, muestra la nueva situación en la Iglesia: diez

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mil mujeres de organizaciones juveniles católicas de todo el país marchan a la Basílica de Guadalupe. Aquí nace el grupo Pro-vida, que será cohesionador en una vertiente ideológica propia de las cúpulas empresariales. Es también el punto de partida de diferen­tes grupos cívicos que serán prohijados por la Iglesia.

La visita de Juan Pablo II, con motivo de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla, contribuye en gran medida a dinamizar las organizaciones laicas. Pero más que eso, la crisis agudizada a principio de la década de los ochenta, que afecta sobre todo a los sectores medios, es el factor decisivo en la movilización de diferentes grupos eclesiales.

En la situación de conflicto que vivió la Iglesia mexicana, en los años setenta, el discurso de la jerarquía fue más eficaz porque se revistió de significaciones sociales y religiosas arraigadas en la mayor parte de los miembros de la Iglesia, en una situación sociopolítica que lo favorecía. El anticomunismo y la ortodoxia católica fueron elementos fundamentales manejados para lograr la articulación entre los sectores eclesiásticos, e impedir la expan­sión de la corriente renovadora.

Así, el espectro de organizaciones eclesiales cambia al finalizar la década. Las expresiones públicas de la Iglesia jerárquica estarán muy a menudo respaldadas por ellas. Cáritas, el Consejo Nacional de Laicos, Pro-vida, el Opus Dei, los grupos carismáticos, la Asociación Nacional Cívica Femenina, los Caballeros de Colón, la Unión Nacional de Padres de Familia, etc., aparecerán frecuente­mente en la escena política.

Las nuevas fuerzas sociales y la Iglesia

La sociedad civil cambia de una manera especial en la década de los ochenta. La crisis económica, pero ante todo la crisis de hegemo­nía del Estado, es el motivo de la acción de diferentes grupos sociales, en especial de los sectores medios. En este proceso la Iglesia juega un papel importante.

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Si bien en esta década continúa latente el conflicto ideológico dentro de la Iglesia, la institución aparece como una entidad opuesta al Estado. Este frente común es lo que le da más fuerza.3 La Iglesia se vuelve parte de la acción política de la sociedad civil porque en ella confluyen diversos grupos, y los aprovecha para encauzar sus demandas.

La presencia ideológica de organizaciones partidistas, de secto­res sociales y de instituciones educativas, se liga a la Iglesia. Esto es, grupos políticos, principalmente unidos al Partido Acción Nacio­nal, como Desarrollo Humano Integral A.C. y la Asociación Na­cional Cívica Femenina; grupos empresariales como la Unión Social de Empresarios Mexicanos, y universidades privadas, con­forman un sustrato sustancial de la institución.

La orientación política de la Iglesia tiende a ser la misma que la de estos grupos. En los acontecimientos políticos relevantes, aparecen los pronunciamientos similares. Sobre la nacionalización de la banca, los libros de texto gratuitos, el aborto, etc., las impugnacio­nes y apoyos llevan la misma dirección. Desde principios de la década, las críticas al sistema político serán más insistentes: la corrupción gubernamental, la antidemocracia del régimen y la participación del Estado en la economía, serán constantes a lo largo de la década.

Tal vez el caso más representativo de la trayectoria de la Iglesia en esos años sea la cuestión electoral en Chihuahua. En 1983, grupos formados por la Iglesia son los que, a través del p a n , ganan las elecciones en los principales municipios del estado. Desde finales de la década de los setenta, hay una fuerte corriente eclesiástica, impulsada por los grupos carismáticos, que tendía a la formación de organizaciones cívicas. Las devaluaciones de 1982 constituyen la coyuntura para la activación de dichos grupos. En las elecciones de 1986 será más visible la integración de estos grupos y la Iglesia.

El trayecto en el cual la sociedad civil cobra sentido autónomo tiene un punto importante de confluencia con la Iglesia: los sismos de 1985. La Iglesia aumenta considerablemente su legitimidad con

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la intervención de sus organizaciones, especialmente la Fundación de Ayuda a la Comunidad ( f a c ). Este hecho no deja de relacionar­se con las elecciones de 1986 en Chihuahua, Durango, San Luis Potosí, Oaxaca, Sinaloa y Tamaulipas, donde los fraudes electora­les fueron condenados severamente por la Iglesia. Los documen­tos episcopales al respecto impactan de manera especial en los grupos movilizados.

En esta perspectiva, el episcopado realiza en agosto de 1987 la Campaña Nacional de fomento de la conciencia y la participación políticas para votar y exigir respeto al voto, argumentando que los principios cristianos así lo exigían. Lo cual la sitúa en una posición contrapuesta al Estado.

Tales manifestaciones animaron y reforzaron a las diferentes organizaciones vinculadas con la Iglesia. Así, la Concanaco y la Unión Nacional de Padres de Familia, entre otras, en un encuen­tro internacional de enseñanza católica, en febrero de 1987, se pronunciaron contra los libros de texto gratuitos, el ejido y el sindicalismo oficial.

La fuerza adquirida por la Iglesia, ocasionó una reacción esta­tal: el Presidente de la Madrid respondió enérgicamente, en Tijua- na, durante el Encuentro Nacional de Legisladores: “Los mexica­nos no estamos dispuestos a negociar independencia por apoyo económico. Novamos a entregar el poder ajuntas de notables. No vamos a desaparecer el ejido. No vamos a debilitar los sindicatos [...] No vamos a permitir la injerencia del clero en asuntos políti­cos”.4

Poco tiempo después, se formulaba el artículo 343 del Código Federal Electoral, que establecía severas penas físicas y económi­cas a los miembros del clero que alentaran o desalentaran a los ciudadanos a votar por algún partido político. Sin embargo, en ningún caso fue aplicado a pesar de que hubo voces desafiantes en la jerarquía católica. Más bien la presión de la Iglesia fue lo suficientemente intensa para reformar el artículo y dejarlo prácti­camente sin aplicación meses después. Este hecho fue un impor­

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tante triunfo de la Iglesia: por primera vez en 40 años la institución había logrado remover una ley que operaba en su contra.

Las manifestaciones públicas de los grupos ligados a la Iglesia da idea de su presencia en la vida pública. Por ejemplo en 1988, la concentración en el Cerro del Cubilete de 50 mil personas (que se volvió mitin político), y la marcha organizada por Pro-vida, en la cual participaron las organizaciones católicas, con alrededor de 200 mil personas, para “desagraviar a la Virgen de Guadalupe y a la bandera nacional” por la exposición de pinturas sacrilegas en el Museo de Arte Moderno.

En estas condiciones, la Iglesia se torna un actor opositor central. Sus críticas al Pacto de Estabilidad Económica, a las elecciones presidenciales de 1988 y a muchas de las políticas del actual régimen, lo sitúan como un interlocutor con el cual deben negociarse asuntos que “le competen”. La segunda venida de Juan Pablo II fue la coyuntura para validar la acción eclesiástica.

Se pensaba que era inminente un cambio en la Constitución y el establecimiento de relaciones diplomáticas entre México y el Vaticano. Tal vez esto no ha sido posible no sólo porque el Estado ve un gran peligro en la enorme potencialidad de la Iglesia sin trabas legales, sino también porque no ha sido una demanda realmente sentida en todos los sectores eclesiásticos, que son los que finalmente conforman su sustrato.

En el trayecto de dos décadas, la Iglesia ha seguido los patrones de acción social que han adoptado los sectores sociales dominan­tes. Si ha logrado una articulación política relevante, ha sido porque ha integrado eficazmente a sus organizaciones de laicos. Más preocupada por su legitimidad que por su deseo de poder, la institución ha establecido un liderazgo en la sociedad civil.

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n o t a s

1. Para información sobre el desarrollo de estos grupos, véanse: Mayer, Larry, La políticasocial de la Iglesia católica en México a partir del Concilio Vaticano II: 1964-1974, Tesis de Maestría en Historia, Escuela para Extranjeros, u n a m , 1977; Arias, Patricia, Alfonso Castillo y Cecilia López, Radiografía de la Iglesia en México, México, u n a m ,

1981; De i a Rosa, Martín, Eglise et conflict social Histoire sociologique de conjonctu­re critique de l \Eglise mexicaninedans les années 65-79, Thèse de 3ème cycle, Paris, 1985 ; García, Jesús, “La Iglesia mexicana desde 1962”, en Historia General de la Iglesia en América Latina tomo V, México, CEHILA-Sígueme-Paulinas, 1984; Concha, Miguel, Óscar González y Lino Salas, La participación de los cristianos en el proceso de liberación en México, 1968-1983, México, Siglo x x i - i i s u n a m , 1985.

2. Sobre los conflictos en la Iglesia, véanse: P. Arias, A. Castillo y C. López, op. cit., De laRosa, op. cit. y José L. Verdín, Conflictos en la Iglesia católica en México, Tesis de Maestría en Sociología, Universidad Iberoamericana,1984.

3. Soledad Loaeza El fin de la ambigüedad Las relaciones entre la Iglesia y el Estado enMéxico, 1982-1989. México, IMDOSOC (Colección “Diálogo y Autocrítica” núm. 14,

1990, p. 12.4. Citado por Luis Guzmán, Tendencias eclesiásticas y crisis en los años ochenta (la Iglesia

católica en las coyunturas políticas nacional y alteña), México, c i e s a s (Cuadernos de la Casa Chata núm. 170), 1990, p. 34. Este texto trata en especial los sucesos eclesiásticos entre 1985 y 1987. También nos hemos basado en Bernardo Barrancoy Raquel Pastor, Jerarquía católica y modernización política en México, México, CAM-Palabra Ediciones, 1989, el cual analiza la Iglesia en la coyuntura 1987-1988.