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Cátedra IglesIa estado y soCIedad.

semInarIo 2017.

IGLESIA, ESTADO Y SOCIEDAD. Laicismo y laicidad: Largos tránsitos en una

sociedad en transformación.

eduardo CavIeres F. Director y editor

– 2019 –

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© Eduardo Cavieres Figueroa, 2019Registro de Propiedad Intelectual No 306.814

ISBN 978-956-17-0835-8

Derechos ReservadosTirada: 300 ejemplares

Ediciones Universitarias de ValparaísoPontificia Universidad Católica de Valparaíso

Calle Doce de Febrero 21, ValparaísoTeléfono 32 227 3902

Correo electrónico: [email protected]

Diseño: Alejandra Salinas C.

Impreso por Salesianos S.A.

HECHO EN CHILE

Esta publicación ha sido sometida a los requerimientos de las Ediciones Universitarias de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y a un

Comité Editorial compuesto por los siguientes

AcAdémicos:

Marcial SánchezCristián Leal, Universidad del Bío-Bío, campus Chillán, Chile.

Fernando Valle, Universidad Católica de San Pablo, Arequipa, Perú.José Antonio Benito, Universidad Católica de San José, Lima, Perú.

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ÍNDICE

I. Desde la experiencia personal: ideas para pensar y reflexionar.Eugenia Colomer E.

II. “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Cultura política en la formación de Occidente (c.330-829).

Patricio Zamora N.

III. La instauración del liberalismo en la transición del Antiguo Régimen al Nuevo Orden y sus impactos en las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

Jaime Vito P.

IV. Liberalismo, Iglesia y Estado en la secularización chilena del siglo XIX.

Mónica Esteva R.

V. Laicización y secularización en América Latina, un proceso heterogéneo. Chile, México y Argentina en la segunda mi-tad del siglo XIX.

Salvador Rubio A.

VI. Las dinámicas de la Iglesia y el rol de las Acciones Católicas en Europa, Argentina y Chile en la primera mitad del siglo XX. Un estado comparativo de la cuestión.

Sergio Peralta V.

VII. Estado laico y laicidad en Benedictio XVI.Eduardo Cavieres F.

Bibliografía.

Referencias sobre los autores.

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IN MEMORIAN

Dra. Eugenia Colomer E.

(Q.E.P.D)

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I

Desde la experiencia personal: ideas para pensar y reflexionar

Eugenia Colomer E.

En esta Facultad, formamos también profesores de religión. Hoy en día está normada la clase de religión, con un modelo bien sui generis,

porque ella la pueden tener todos los niños de nuestro país, o sea, más de cuatro millones de niños. Cualquiera quisiera tener este número de estu-diantes, ¿cierto? Se trata de un poder y si no lo utilizamos adecuadamen-te… es tremendo. El decreto 924 (pubñicado el 7 de enero, 1984) señala que la clase de religión debe impartirse en todas las escuelas, pero la autori-zación de quienes las pueden impartir es resuelta por las propias iglesias. El profesor de religión, que ha estudiado en una universidad, durante cinco años, para ejercer su docencia requiere de la autorización de su iglesia. Las hay muy diversas, alrededor de 17 iglesias inscritas, pero en un estudio realizado por nosotros, bajo el proyecto “La clase de religión en la escuela pública”, se ha concluido que, en general, sólo participan dos iglesias, una bastante minoritaria que es la evangélica y la mayoritaria que es la católica.

De toda esta situación ha surgido (o resurgido), en los últimos años, un cuestionamiento respecto de si el Estado debe, de acuerdo a este decreto, seguir manteniendo la clase de religión confesional en la escuela pública. La primera discusión lleva a qué es lo que aporta la clase de religión y, respecto de sus contenidos, el Ministerio de Educación tiene tan poca injerencia en los planes y programas, que prácticamente no se expresa sobre ellos. Como no lo hace ni, al parecer, le interesa, la clase de religión no es calificada. No

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tiene nota y, en la visión de educación que tenemos, y en donde la nota es indicador, si la asignatura no la tiene, ésta no tiene, en definitiva, ninguna importancia. Adicionalmente, existe otro ámbito de indecisión, de parte de los padres. En el ámbito de la enseñanza pública, no es preocupación si sus hijos quieren o no tener clases de religión, pero esos niños que no la si-guen salen del aula a hacer nada. Entonces, a propósito de estas realidades, es un desafío tremendo para nosotros, en momentos de serias crisis, pensar el tema y cómo abordarlo, en un ambiente donde, como ha explicado Eduardo Cavieres reivindicar el pensamiento religioso exige de claridad en los términos y de muchas consideraciones respecto a los objetivos.

El problema se hace más complejo. También tiene alcances en la filosofía y en la propia historia. El pensamiento religioso, ¿cuál es el valor que tiene en la educación de un niño?; ¿debe ser confesional o no? Podría ser enseñar historia de las religiones; sus contenidos podrían ser, a lo mejor, los pro-legómenos para centrarse en estudios de fenomenología religiosa. Que el hecho religioso volviera a situarse como una dimensión religiosa del ser hu-mano, independiente de que ella se plasme o no en un culto determinado. Por ejemplo, decir que Dios es un problema para todo ser humano y que éste lo va a resolver de manera atea, creyente, agnóstica u otras, pero que siempre es mejor iniciar una formación para cuando se es niño. Por ello la insistencia en reivindicar lo religioso y, en el caso del mundo creyente, hacerlo en términos confesionales, pero sin imposiciones, pensando en una educación que debe estar en manos de las familias y de la iglesia.

Debemos insistir en que un tema que no fue tema durante mucho tiempo, hoy día sí lo es, con letras mayúsculas, y ello nos obliga a pensar. A pesar de todo, creo que estos son buenos tiempos. Cuando uno está amparado, cuando al nacer ya éramos cristianos, es cierto, no había nada que discutir y, por lo tanto, la clase de religión era una obviedad. Estudié en una escuela pública y tuve clases de religión y nadie se cuestionó jamás aquello. Y, sin embargo, hoy día ya no estamos al amparo institucional civil. Ha pasado algo curioso, porque a pesar de que estamos amparados por la ley, existe

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una atmósfera cultural negativa y pragmática. Una cosa es que la ley te permita que puedes tener clases de religión y otra cosa es que, en la prác-tica, los padres, cuando son obsequiosos y preocupados por sus hijos, la valoren mucho de primero a séptimo año básico, pero que, desde ese curso en adelante, prefieran que los jóvenes se preparen para obtener un buen rendimiento en la PSU.

A esta altura, en la exposición se ha pasado ya desde el problema de la enseñanza al problema religioso en general. La educación de la religión puede ser igualmente cultura religiosa. La clase de religión confesional, es cierto, en este momento, está mucho más cercana a un tipo de catecis-mo, de hecho, en muchos sentidos conserva por así decirlo su estructura; pero, se han hecho cambios, y me parece que estamos en un proceso de profunda reflexión que indique con cierta certeza lo que debiéramos hacer para recuperar el sentido de la clase y plasmar nuestros objetivos. Debe-mos tener claridad en nuestros fundamentos. Para nosotros es obvio que el pensamiento religioso es un aporte en todo sentido y, siguiendo a Ha-bermas, dentro de los desafíos que tiene toda cultura, uno de ellos, quizás uno de los principales, es encontrar el sentido de la vida. Y es el mundo de las creencias religiosas (con excepciones también de algunas no religiosas) las que lo permiten. Por lo tanto, entonces, uno podría señalar cuáles son las creencias, hoy día, portadoras de sentido para nuestras vidas. Y allí, por ejemplo, el neoliberalismo, con el consumismo y el individualismo, sim-plemente se pilla la cola.

¿Cómo tener la lucidez, primero, para entender el malestar existente? Segundo, ¿cómo superamos el pesimismo? Entendemos la dimensión espiritual, existencial, moral y ética que tiene la vida. Que si no, ella se transforma en un nihilismo absoluto. No obstante, grupos cada vez más numerosos de la sociedad, dejándose llevar por un montón de ideas, mo-das, circunstancias toman diversas decisiones. Las ideas surgen desde o alcanzan igualmente al mundo intelectual. Y allí caben, también, las diver-sas disciplinas: la historia, la filosofía, la sociología, etc. Todo comienza a

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confundirse y ser laico o ser agnóstico no necesariamente tiene que ver con un anticlericalismo. La post-verdad encuentra su espacio y se producen abusos o carencias en los propios defensores o partidarios de este anticleri-calismo que no siempre logran entender. Las llamadas agendas valóricas se convierten en un conjunto de proposiciones que nada tienen que ver con la ética y con la moral. El anticlericalismo pasa a ser, entonces, una colum-na de poder. Este es el problema central también de carácter cultural: lo laico pasa a ser actitudes laicas, que se hacen beligerantes, que se ponen a la ofensiva y que construyen rígidas intolerancias abriendo brechas sociales complejas y difíciles de controlar. En el fondo se refleja una crisis de siste-mas morales y éticos, de la dimensión existencial de la vida, que amenazan las sociabilidades y solidaridades humanas.

Debemos, por tanto, repensar el modo o proceso de secularización cono-cida, el carácter del anticlericalismo y pensar nuevamente las relaciones Iglesia-Estado que permitan o admitan el diálogo y la aceptación de los otros y de sus pensamientos humanistas. Cuando el laicismo se convierte en ideología en sí mismo, entramos en una discusión de quién tiene más poder o de cómo recuperar o mantener el poder sobre la sociedad para imponer unas determinadas acciones en términos restrictivos y excluyentes de quienes no las aceptan.

Algo más, en tiempos actuales, la gente que se dice católica ¿es realmente cristiana o ha sido descristianizada? Si nunca ha sido cristiana no puede ser descristianizada. Y, al revés habría que cristianizarla. Ese es uno de los problemas principales del anticlericalismo respecto a las clases y a los pro-fesores de religión. La falta de entendimiento profundo de lo que significa el hecho religioso. Entramos así en el papel de la ética y, actualmente, en medio de estos debates, se nos pierde el hombre. En Chile, la filosofía que se imparte en los colegios es muy básica, incluso, es más cómodo escribir sobre cualquier proyecto de naturaleza o sociedad que escribir sobre un tema de filosofía. El no pensar sobre quién es el hombre, sobre qué es lo humano, produce tal multiplicidad de imágenes intrascendentes que

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explican el cómo la Iglesia ha perdido un poder, en el sentido positivo, de influenciar con respecto a lo que son los temas morales más importantes. El buscar consensos es bueno, pero pensar que todo se reduce a consensos que evitan cualquier disentimiento aún cuando afecte a situaciones esen-ciales para nuestra existencia, es sólo relativismo1.

Creo que en toda esta discusión, el Concilio Vaticano II es tremendamente iluminador. Se tiende siempre a dicotomizar, a poner fronteras, que los malos estén siempre afuera y que nosotros, los buenos, siempre tengamos la razón. En ello, el Concilio Vaticano fue muy lúcido. Primero, se trata de una Iglesia que está en el mundo y que por lo tanto comparte las luces y sombras de ese mundo. Personalizado en nosotros, lo que está ocurriendo afuera, y todo lo malo que vemos, es también nuestro. Por cierto, lo bueno, también. Entonces, tenemos igualmente una responsabilidad de primer orden, a partir de nuestras propias cosas, de nuestras propias realidades. Si ellas van bien, debemos ser tremendamente optimistas, porque al con-trario, cuando uno está cómodo, se mira muy poco alrededor. Cuando no hay conflicto en la casa uno siente que lo está haciendo super bien. Sin embargo, cuando hay un conflicto, todo indica que no lo estoy haciendo bien, hay algo que me molesta y me llama, y hay que responder.

Junto a lo anterior, debemos entender que el mundo cambió, que ahora somos un mundo plural y que no hay vuelta atrás. Aquellos que quieren volver a la cristiandad del pasado no lo podrán lograr; sin perder nuestras esencialidades debemos también mirar hacia adelante. Aquí hay otro lla-mado. El Concilio Vaticano fue igualmente muy sabio en este aspecto. De alguna manera, debemos reconocer que en algún momento nos andu-vimos perdiendo, nos salimos del centro. Por ello es necesaria la vuelta a las Sagradas Escrituras, la vuelta a aquello que anduvimos perdiendo. Se trata de un constante esfuerzo de diálogo con el mundo. Desde lo básico,

1 Estos párrafos son parte del diálogo sobre la primera parte de la intervención de la Profesora Colomer.

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probablemente una de las tareas que debe cumplir la escuela, por ejemplo, debe ser reconocer los nuevos contextos de pluralidad y enseñar a dialogar. Lo mismo sucede con los medios de comunicación y otros actores e insti-tuciones sociales.

El cristianismo anuncia la encarnación de Dios en la historia, por lo tanto, nada de lo histórico nos puede ser ajeno. Desde este punto de partida, tie-ne sentido también hablar de teología, de la razón, de la fe, de la relación entre cristianismo e historia, de los problemas de los valores compartidos, del sentido de la comunidad. Luego, cuando pensemos ya directamente en la relación Iglesia, Estado, sociedad, laicismo, comencemos a discutir sobre cultura religiosa independientemente de la confesión que se tenga. Otro aspecto, la cuestión del Estado, y particularmente, la cuestión sobre la neutralidad del Estado. Cabe también que nos preguntemos por el pa-pel del Estado no solamente en torno a la libertad, a la igualdad o a ambos, sino igualmente en torno a la fraternidad, a la creación de espacios de en-cuentro. Que el espacio público no sea sólo problema de las universidades públicas, de lo estatal, de la caracterización de todo en términos finitos. Sería interesante e importante volver a imaginar el espacio sagrado, buscar su significación para nosotros, pensar en qué es lo sagrado. Cuando hoy día volvemos a replantearnos el problema de los valores y de la comunidad, de la Iglesia y del Estado, me vuelvo a plantear, el espacio de lo sagrado,

Lo sagrado es un valor, pero culturalmente sus conceptuaciones cambian, pero cambia sobre la realidad próxima y no sobre los fundamentos de lo realmente religioso. Eso no cambia. Si logramos dar cuenta de estos con-ceptos, definiciones del valor y el sentido de lo sagrado, podemos cambiar actitudes y con ello insistir en la naturaleza de la persona y en los fines últimos de la sociedad. La funcionalidad del espacio de lo sagrado no en-tra en conflicto con el anticlericalismo o con los problemas humanos del convivir; más bien ella refuerza los más altos destinos del hombre y de la humanidad.

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TEXTOS DEL SEMINARIO

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II

“Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Cultura política en la formación de Occidente (c. 330-829)

Patricio Zamora N.

Existe una estrecha relación entre la cultura política del Occidente cris-tiano con la dimensión sagrada del poder regio. Este vínculo responde

a la idea judeo-cristiana del mando, pero también a la dimensión antropo-lógica de la realeza sagrada a través de la Historia (Rochedieu, 1959). En efecto, la sacralidad real refleja la naturaleza del hombre (Mauss, 1968), quien en diferentes momentos, y con diversos medios, buscó relacionar su orden terrestre (efímero) con el orden cosmológico (inmutable) represen-tando esa dinámica por medio de la elaboración de ritos y ceremoniales que transforman los espacios, los objetos, los gestos y las palabras en va-lores simbólicos, al ponerse en contacto con verdades absolutas gracias a las cuales se formó la figura del rey sagrado, señor de la armonía cósmica (Heusch, 1982).

I. Orígenes

En un mundo plagado de esperanzas mesiánicas que se confundían con demandas políticas del pueblo judío, nació Jesús. Según las tradiciones pro-féticas judías, el rey mesías entraría triunfalmente Jerusalén. Y en efecto, pasado un tiempo, una multitud de personas reciben a Jesús en un ambien-te de agitación política y expectativas salvíficas. La muchedumbre saluda la entrada del salvador llevando en sus manos ramos de palmeras, el símbolo de Palestina. Frente a estas manifestaciones políticas, nacionalistas y anti ro-

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manas, está la entrada (en un asno) de Jesús que cumple y vivífica la senten-cia profética de Zacarías; “He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno” (IX,9). El mesías tiene, por lo tanto, el carácter de un rey salvador y humilde de la paz, cuyo señorío, sin embargo, “irá de mar a mar y desde el río hasta los confines de la tierra” (IX).

Por definición, el reino cristiano es esencialmente salvador (Cerfaux et Tondriau, 1957)2. Su plan maestro no busca una renovación política, sino que una suerte de refundación ética y moral, transformadora de la socie-dad, en sintonía con el orden del reino eterno y atemporal de los Cielos. Jesús frente a Pilatos no se declara rey mundano, sino rey de la verdad, y de un reino que “no es de este mundo” (Juan, XVIII, 36). Pese a esta dis-tancia cosmológica, el Reino de Dios aparece en el mundo terrenal cuando este último se “transfigura” por medio de la comunidad que vive las ense-ñanzas de Cristo y que han sufrido en su naturaleza el cambio debido a Su Gracia.

El poder temporal, expresado en los reinos terrenales, es legítimo en su esfera, y procede de Dios; así, Pilatos no tendría ningún poder “si no se le hubiera dado desde lo alto” (Juan, XIX, 11). Aunque este poder debe ser reconocido como orden del mundo, no tiene competencia en materias espirituales: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” es la categórica sentencia de Jesús (Mateo, XXII, 15-22). Establece dos potestades, dos competencias, dos jurisdicciones, en estrecha relación am-bas, que jugarán un rol protagónico en el pensamiento político occidental3.

2 Sobre el mesianimo, v. el completísimo repertorio bibliográfico ofrecidos por Dvornik (1966: ch.VI).

3 El fondo de este episodio era que el César, dentro de la concepción del Imperio Romano, no era solamente un Jefe de gobierno, sino una realidad sagrada, y, por consiguiente, reco-nocer el pago del tributo podría interpretarse como el reconocimiento de la sacralidad del emperador. Una de las proyecciones ideológicas de este pasaje evangélico fue la “Doctrina Gelasiana” (Herrera, 1994: 459-472).

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La doctrina cristiana fue llevada a fórmulas explícitas por el apóstol de los Gentiles, San Pablo de Tarso. El Reino de Dios es concebido, por él, como una realidad sobrenatural e invisible bajo una realeza invisible, pero que se manifiesta en la tierra como una sociedad visible, compuesta por todos los que viven en Cristo. Esta sociedad visible es la Iglesia, que es la encarna-ción del Reino de Cristo; su rey es Cristo; su espíritu, el Espíritu Santo; su ley, la Ley Evangélica; su pueblo, el tertium genus de los que viven en la fe de Cristo (García-Pelayo, 1959: 15).

Así, los Evangelios entregan los principales fundamentos al pensamiento político cristiano occidental, que toman forma en el Imperio Cristiano y en el Reino “por la Gracia de Dios”, ambas, expresiones genuinas de la con-cepción del Reino de Dios como modelo político-religioso. Al fin, pues, “...el inmaculado Príncipe, enviado por el Rey supremo, transformado en un generoso árbol comenzó su Reino; paralelamente, los reyes de la tierra, sim-ples cañas efímeras, continuaron sus reinados de plantaciones marchitas; sin embargo, las cañas y el árbol se asemejaron y se potenciaron con el mis-mo sol, se cubrieron del mismo follaje; pero el árbol transformó todas sus semejanzas en su propia substancia”(Cerfaux et Tondriau, 1957: 455).

II. Roma: los tiempos del César

Como hemos visto, la concepción cristiana del reino era esencialmente dua-lista, aceptando una diferencia fundamental entre la Iglesia (potestad espiri-tual) y el mundo (potestad temporal), el reino de Dios y el reino del César. Y aunque esta oposición se debilitó en Oriente, debido a la gradual incor-poración de la Iglesia Ortodoxa al orden imperial bizantino, en Occidente, al contrario, fue reforzada por la filosofía agustiniana (Arquillière, 1972).

A pesar de este subyacente dualismo religioso, los cristianos del mundo latino, con excepción de Salviano, mostraron al Imperio romano una leal-tad que se conservó hasta la época de San Gregorio Magno. Se trataba de la fidelidad a una tradición y a una civilización, hacia la idea de la Pax

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Romana y de la Romana Fides (Dawson, 1995: 66). Además, la figura de Constantino representó el triunfo de la unión de la Iglesia con el Imperio (Lot, 1956; Batiffol, 1924).

Uno de los primeros teóricos que se hace cargo de este nuevo orden histórico, fue Eusebio de Cesarea, quien cristianizó principios políticos, laudes y formas retórico-políticas tradicionalmente paganas. Según la doctrina de Eusebio, el emperador es la imagen del rey celeste cuyo reino debe realizarse sobre la tie-rra, de manera que Dios y el Logos aparecen como modelos del rey y del reino terrestre (Farina, 1966). El Emperador es el “nuevo Moisés” que guía a los hombres en la tierra y los convierte en súbditos del Reino de Dios. El Empera-dor, por lo tanto, no es Dios, pero sí su vicario, encargado de realizar su Reino en la tierra, misión que sólo puede cumplir porque, siendo el “elegido de Dios”, participa, por efluvio divino, de sus virtudes (García-Pelayo, 1959).

En cuanto a las representaciones sacro-políticas, a partir de Constantino, el monograma de Cristo, y especialmente la cruz, se convierten en signos de victoria militar (in hoc signo vinces) y, sustituyendo a los antiguos símbolos romanos paganos de la Victoria, la cruz pasa a formar parte de las insignias imperiales. Toda esta simbología política será posteriormente utilizada por el Papa y los Obispos4. Comienza así un proceso en dos direcciones, consistente en la politización de los símbolos religiosos y en la cristianización de símbolos políticos de origen pagano.

Eusebio pensaba que por obra de la Providencia, la encarnación del Logos -venida de Jesucristo- coincidió con el reinado de Augusto y con que el fin del reino judío fuera simultáneo a la plenitud del Imperio romano pues Cristo no venía a dirigirse sólo a los judíos, sino a todas las naciones reunidas por el Imperio (Farina, 1966: 48).

4 “Quod duce te mundussurrexit in astratriumphans, Hans Constantinusvictor tibi condiditau-lam”, dice una inscripción constantiniana en el ábside de la antigua basílica de San Pedro, la que testimonia, en una dimensión artística, la metafísica imperial creada por Eusebio.

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Varios Padres de la Iglesia mostraron un pensamiento similar al de Eusebio. Así, San Juan Crisóstomo (347-407), afirma que no existiendo rey judío en la época de Cristo, éste se sometió al poder de Roma, de donde Augusto fue instrumento de la Providencia, pues, sin saberlo, sirvió a la Parusía. Por su parte, San Ambrosio (340-397) resalta el papel providencial de Roma, en tanto que la monarquía universal fue condición histórica para la vigencia monoteísta y la misión apostólica. El Imperio romano ha sido, pues, una preparación histórica para la venida del cristianismo, y una serie de milagros muestran tal paralelismo entre el tiempo del Imperio y el del cristianismo, entre el de Cristo y el de Augusto; de manera que la historia romana viene a convertirse en un capítulo de la historia sagrada (García-Pelayo, 1959: 35). La correspondencia entre Dios y el Emperador, entre monoteísmo y monarquía universal, define al reino terrenal como una copia del Reino celeste, animado por la unidad entre la pax romana y la paxchristiana.

San Agustín (354-430), una de las cumbres y pilares del pensamiento polí-tico occidental, se oponía a la vinculación entre monoteísmo y monarquía universal, mostrándose partidario de un pluralismo cultural y político bajo la unidad de la Iglesia. No era esta última la que debía integrarse en el orden del Imperio, sino el orden político quien debía incorporarse a la sociedad cristiana. Por otra parte, la sociedad política será auténtica y firme solamente en la medida en que se constituya con principios cristianos y en el modelo de la eterna ciudad celeste. Esto exige, lógicamente, una imagen ideal del príncipe, no constituida por virtudes políticas específicas, sino por la posesión de las virtudes cristianas (Agustín de Hipona, 1977).

Para San Gregorio Magno, Dios ha dado poder al gobernante sobre los de-más hombres a fin de que abra a éstos la vía del cielo, de modo que el reino terrestre está al servicio del celeste. Para R. W. -A.J. Carlyle, San Gregorio Magno fue el primero en enunciar la teoría del derecho divino del monarca (Carlyle, R.W. y A.J., 1938: 167). La teoría del rey como vicario de Dios, fue expuesta, por primera vez y con gran claridad en Occidente por el Am-brosiaster, autor desconocido de las Quaestiones Veteris et Novi Testamenti,

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obra que, sin embargo, se le atribuye a San Agustín o a San Ambrosio. Aquí se plantea que el rey es venerado en la tierra como el “Vicario de Dios”, y que además es “la imagen de Dios como el obispo es la imagen de Cristo”5. Otra idea constituyente de estas Quastiones, es que frente a una mala acción del gobernante, una injusticia, sólo el juicio es injusto, y no el trono, o sea la dignidad regia6. En la segunda parte de la obra, el autor examina la con-ducta de David frente a Saúl, concluyendo que el carácter divino del oficio regio no se puede perder, aunque el soberano cometa errores (I Samuel, XXIV, 1-8). La santidad del ministerio da santidad al rey.

Así, la idea de “inviolabilidad” del monarca, se afianza y fundamenta con el exempla que constituye el comportamiento de David frente a Saúl, des-tacando, por cierto, la decisión del primero de no levantar su mano contra el ungido del Señor. San Gregorio, considera a Saúl un mal gobernante y a David un buen súbdito (Carlyle, R.W. y A.J., 1938: 172).

Todos estos argumentos fueron creando la doctrina del carácter sagrado de la autoridad, de origen divino del monarca. Durante toda la Edad Media, la teoría religiosa de la autoridad “absoluta” del soberano, tendrá inmensa gravitación gracias a la doctrina de San Gregorio Magno, cuyo magisterio fue continuamente invocado (Carlyle, R.W. y A.J., 1938: 173).

III. El Reino Cristiano

El Reino Cristiano fue un modelo de poder que se impuso en todo el mundo europeo. La construcción de esta forma política estuvo dada por

5 “Rexenimadoratur in terrisquasivicarius Dei. Christusautem post vicariamimpletamdispensa-tionemadoratur in coelis et in terra”.”Dei enimimaginemhabetrex, sicut et episcopus Christi”, Ambrosiaster, QuaestionesVeteris et NoviTestamenti, XCI, 8 y XXXV (Carlyle, R.W. y A.J., 1938: 169).

6 “Ubi ergo haecinstitutio non est, ibi cathedra pestilentiaereperitur. Itaque, si in Dei cathe-dra sedentes innocentesopprimant, iniustumeritiudicium, non cathedra. Ubienim cathedra pestilentiaeest, non potestiudicium non esseiniquum”, Ambrosiaster(Carlyle, R.W. y A.J., 1938: 170).

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la síntesis de diversas tradiciones que, al unirse, ayudaron a consolidar la realeza sagrada cristiana como paradigma de gobierno. Los instrumentos de este poder sagrado fueron las concepciones o doctrinas sancionadas por el apego a las Sagradas Escrituras y la representación del mando en ritos que, de igual forma, procedían de la tradición bíblica. Pese a lo dicho, no debemos olvidar el sustrato primitivo de los pueblos germánicos que igual-mente contenía una dimensión sagrada del mando. Por todo esto, es que algunos historiadores hablan de “sintonía” entre el mundo tardo-romano y cristiano con el “bárbaro”.

En el ámbito de las “representaciones”, la primera descripción detallada del ceremonial de la consagración real en Occidente, pertenece a San Julián de Toledo, que describe la célebre unción del rey Wamba realizada el año 672, en el reino visigodo:

En nuestros días, vivió el clarísimo príncipe Wamba, a quien el Señor quiso hacer dignamente príncipe; a quien la unción sacerdotal declaró, a quien el acuerdo de toda la nación y de la patria eligió, a quien el cariño de los pueblos escogió; a quien antes de su elevación al reino, se predice con las relevaciones de muchos que habría de reinar célebremente”... Luego, “dobladas las rodillas, por mano del santo pontífice Quirico, el óleo de la bendición es derramado sobre su cabeza, y se muestra la abundancia de la bendición, puesto que al momento se produce este signo de salvación: de la misma cabeza, donde había sido derramado el dicho óleo, se elevó, a modo de columna, una evaporación similar al humo, y del mismo lugar de la cabeza se vio ascender una abeja, la cual era signo portentoso de la felicidad futura (Julián de Toledo, 1910: 765-766).

El documento del obispo de Toledo deja en evidencia que esta ceremonia no era nueva, y que se está en presencia de un rito antiguo, cuyo valor es su reconocimiento universal.

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Más allá de los pirineos, en el ámbito franco, la sacralidad de la monarquía de la dinastía merovingia comprende dos planos: primero, el prestigio de la sangre real, que se remonta a los dioses. Recordemos que los francos salios situaban a un ser sobre-humano, en los orígenes de la genealogía de su sangre real: la mujer de uno de sus reyes, Chlogio, bañándose un día, a media tarde, es violada por un monstruo marino. De este prodigio nació Merovech, de donde los merovingios tomaron su nombre; segundo, la sa-cralidad que da la consagración religiosa por parte de la Iglesia, confiere un nuevo carácter sagrado a la persona del gobernante, resignifica su legitimi-dad inscribiéndolo en el plan divino del Dios verdadero.

Una de las lignes de faites7de la formación del Reino fue el bautismo de Clodoveo. La destacada colección de la editorial Gallimard: “Trente jour-nées qui ont fait la France”8, que repasa los grandes acontecimientos que “hicieron Francia”, publicó como primer tomo el estudio Le baptême de Clovis, 25 décembre 496 (Tessier, 1964). El significado principal de este bautismo es el hecho que Clodoveo haya incorporado su reino a la Cris-tiandad Católica. De ahí, la relevancia de la ceremonia que cristianizó a este fiero jefe bárbaro.

La constitución del poder regio se nutrió además de componente doctri-narios cristianos de un verdadero ciclo de leyendas que desde el nivel de la psicología colectiva afianzaron la relación entre legimitidad del mando con

7 Pensamos en la obra de Génicot (1964), “les lignes de faites”, entendida como “cumbres de los procesos históricos”.

8 Otros títulos del período medieval son: La bataille de Poitiers, octobre 733 (1966); Le cou-ronnement de Charlemagne (Le couronnement impérial de Charlemagne), 25 décembre 800 (1964); L’avènement de Hugues Capet, 3 juillet 987 (1984); Le dimanche de Bouvines, 27 juillet 1214 (1973); Le bûcher de Montségur, 12 mars 1244 (1959); L’attentat d’Agnani, 7 septembre 1303 (1969); Le meurtre d’Étienne Marcel, 31 juillet 1358 (1960); La libération d’Orléans, 7 mai 1429 (1969); La mort de Charles le Téméraire, 5 janvier 1477 (1966). De los treinta tomos, el último se tituló: La libération de París (De la chute à la libération de París), 25 août 1944 (1965).

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el primitivo fondo de miedos y creencias de la población. En este marco, la leyenda de la Santa Redoma es un excelente ejemplo. En un texto atri-buido a Hincmaro (806-882), arzobispo de Reims, y que éste debe haber recogido, haciendo eco de una creencia anterior, se cuenta que:

Por aquel tiempo el rey de Francia, Clodoveo, era todavía pagano a pesar de los esfuerzos que su cristianísima esposa venía haciendo para que abra-zase la fe de Cristo. Un día, al enterarse de que los poderosos ejércitos de los alemanes venían a invadir sus tierras, oró al Dios de su mujer y pro-metió que se convertiría si lograba obtener la victoria sobre sus invasores. Como consiguió lo pedido, dispuesto a cumplir su promesa se presentó a Remigio y le propuso que lo bautizara. Al llegar al baptisterio el santo arzobispo comprobó que no había en él crisma para la unción; mas de pronto apareció en el recinto una paloma llevando en su pico una crismera de la que el prelado tomó el óleo necesario para ungir al catecúmeno. Esa crismera se conserva actualmente en la catedral de Reims y con su crisma se unge a los reyes de Francia” (Santiago de la Vorágine, 1982: 99-100).

El testimonio de Gregorio de Tours sobre el bautismo de Clodoveo es cla-rísimo: “El rey reconoce al Dios Todopoderoso en la Santísima Trinidad, y recibe el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; que la unción con el santo crisma imprima sobre su frente el signo de la cruz de Cristo” (Pange, 1949: 100)9.

El coup d’état que cambió bruscamente a la antigua dinastía merovingia por la familia de Carlos Martel y Pipino (los carolingios) constituyó mu-cho más que un simple cambio de la Casa real. Más bien fue el origen de un nuevo ideal de la realeza y una nueva concepción de la naturaleza del regnum francorum.

9 Igitur rex omnipotentem Deum in Trinitate confessus, baptizatus in nomine Patris et Filii et Spiritus sancti delibutusque sacro chrismate cum signaculo cruci Christi.

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La intervención violenta de toma de poder se afianzó con el papel que jugó la iglesia. La lealtad del pueblo franco hacia los merovingios, era de-masiado fuerte para ser dejada de lado por métodos puramente políticos, y sólo después de haber ganado la aprobación del Papa Zacarías, Pipino se atrevió a reemplazar a la antigua dinastía y a aceptar la corona real por un acto solemne de consagración religiosa, llevado a cabo por San Bonifacio en Soissons en 751:

El muy floreciente señor Pipino, rey piadoso por la autoridad y el imperio del Papa Zacarías, la santa memoria, y por la unción del santo crisma por manos de los santos sacerdotes de las Galias y por la elección de todos los francos, desde hace tres años que ha sido elevado al trono del reino… Al mismo tiempo, ha confirmado por la bendición y la gracia del Espíri-tu Santo a los príncipes de los francos, conminándolos a todos, so pena de entredicho y excomunión, a nunca pretender elegir rey de otro linaje, únicamente de éste, que la divina piedad se ha dignado exaltar y, por la intercesión de los santos apóstoles y por la mano de su vicario, el santo pontífice, consagrar y confirmar”(Calmette, 1953: 31)

Esta fue la primera vez que se introdujo, entre los francos la ceremonia reli-giosa por la cual el rey era coronado y ungido por la Iglesia, y la importan-cia del nuevo rito se acentuó por su repetición tres años después por obra del mismo Papa, cuando visitó a Pipino para requerir su ayuda contra los lombardos. Desde este momento se convirtió en un rasgo característico de la realeza occidental, de modo que el crisma o el óleo consagrante confería un nuevo carácter sagrado a la persona del gobernante. Sin duda, el ori-gen de este rito se encuentra en el Antiguo Testamento, donde encarna el principio teocrático y la dependencia del poder secular respecto del poder espiritual del profeta.

La Navidad del año 800 cierra el arco de la cristianización romanizada del mundo germánico, al menos en el ámbito político (McKitterick, 2008). Ese día -según uno de los testimonios-, Carlos fue coronado en la Basílica

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de San Pedro por León III, con una magnífica diadema, tras lo cual fue aclamado por los fieles presentes con unánimes laudes como: ¡A Carlomag-no, piadoso, augusto, por Dios coronado, grande y pacífico emperador, vida y victoria! (Kantorowicz, 1946); luego fue proclamado emperador de los romanos e inmediatamente después fue ungido con los santos óleos por el mismo santísimo prelado y pontífice (Artola, 1992: 49).

Tal vez la nota más distintiva del renacido Imperio, fue la estrecha relación entre sus fundamentos políticos con el modelo real hebraico. Alcuino de York ratifica este ambiente cultural vetero-testamentario al referirse a Car-los como “dulce David” (Halphen, 1956: 96). Este tratamiento, lejos de encuadrarse en prácticas cortesanas se enmarca en un contexto donde la Iglesia se había subordinado por completo a los intereses políticos y a la supremacía del Imperio.

Al cabo de algunos años, cuando Carlos fallece y se desintegra su Imperio, se inicia, con la plena complicidad de su hijo Luis el Piadoso, el proceso de episcopalización del reino franco. Las antiguas concepciones que situaban al rey-emperador, en la posición más expectante de la jerarquía del rei-no cedieron, mediante profundas transformaciones culturales y mentales, ante lo que H.X. Arquillière llama el triunfo del “agustinismo político”; esto es, la injerencia directa de la Iglesia (a través de sus importantes sedes episcopales) en el orden temporal. Este proceso generará numerosas re-semantizaciones en la dinámica del poder político, tanto en su dimensión fáctica como ritual, proporcionándole a la Iglesia la concentración de un “capital simbólico” que constituirá los principios de legitimidad de todo el Ancien Régime.

Como vimos antes, el gran “relato” del poder, presente en los tratados que idearon parte de la ideología monárquica tuvo además un lugar en la geometría simbólica del espacio, esto es, en los ceremoniales que represen-taron el mando regio frente al orden social.

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A lo largo del siglo IX, la ascensión al trono, en los principales reinos me-dievales estaba precedida por la consagración regia, estrictamente ajustada a los ordines o ritos de coronación. Así, la ceremonia era la “puesta en escena” constitutiva del orden político y su respectiva legitimidad. Los ritos esta-ban engranados con la liturgia y la misa. Es decir, sólo a través del “signo y rito” cristiano se daba paso a la entronización del nuevo rey.

Existen diversos ordines de coronación en el occidente medieval. Sin embargo, todos ellos provienen de una ceremonia que marcó el para-digma de las consagraciones posteriores: la de Luis el Piadoso en 816 (Jackson, 1995).

La consagración de Luis el Piadoso funda una ritualidad típicamente franca de legitimación del poder. A partir de este ceremonial, el episcopado será quien lleve a cabo los órdenes de coronación, donde la doctrina teopolítica terminaba por confirmarse. Se trazaba así una estrecha línea de demarca-ción entre el pueblo y el rey, quien era “adoptado” dentro del organismo eclesiástico en calidad de persona ecclesiastica.

Por ser la de Luis el Piadoso, la primera consagración, en Francia y Oc-cidente, no existe un ordo de coronación. Pero los testimonios contem-poráneos permiten recrear la ceremonia. Estos mismos documentos serán utilizados, unos años más tarde, por ejemplo, por Hincmaro de Reims, con el propósito de confeccionar los ordos definitivos (Jackson, 1995).

La estructura organizativa del poder y de la sociedad del mundo carolingio fue concebida desde los tiempos de Carlomagno. Aquisgrán, el palacio y la corte, se proyectó cual modelo en inmensos dominios que fueron controla-dos justamente siguiendo esa lógica primaria. Las aristocracias territoriales (Morsel, 2008: 61) girarán en torno al rey por medio de verdaderas redes que responderán a distintos señoríos entendidos como verdaderos nodos de poder (Feller, 2015).

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En este marco, aparece el binomio saber-poder asociado en una primera etapa con los textos legales escritos. Los célebres capitulares, leyes divididas en capítulos (Boretius Ed., 1883). También forma parte de esta tradición la publicación de las actas de los concilios eclesiásticos. En ambos casos, se legisla sobre asuntos diversos, desde prácticas agrícolas hasta discursos moralizantes (la correctio). Lo que queda claro es que el gobierno carolingio está fuertemente unido con el texto escrito y sus sentencias.

En una segunda etapa, vemos la formación de una verdadera masa crítica de estudiosos al amparo de las estructuras de gobierno carolingio. Se han distinguido a lo menos dos generaciones de intelectuales en este período. La primera aparece asociada a la corte de Carlomagno (Teodulfo, obispo de Orleans; Paulo Diácono, autor de la Historia Longobardorum; y el más célebre, el anglosajón Alcuino de York). Esta logra fundar un proyecto intelectual y político que recoge, por cierto, el corpus de intelectuales ante-riores como Isidoro de Sevilla y Gregorio Magno entre otros (Paul, 1986).

En este marco intelectual, sin lugar a dudas, es Alcuino de York y su círculo quienes fundan las bases lógicas de un pensamiento, recuperando de algu-na manera el método filosófico y sobre todo dialéctico antiguo, resignifi-cando la exploración científica en la perspectiva de la revelación cristiana (Alberi, 1989). Se buscaba construir la “Nueva Atenas”, una en que las Artes Liberales incorporan los ideales cristianos (Dales, 2012).

El año 829 representa un momento crucial para el entramado político e ideológico del Occidente Cristiano. Desde este momento la doctrina que situaba a la Iglesia como guía moral incontestable de los príncipes se hizo corriente. El obispo Jonás de Orleans (780-842/3), líder y parte de los redactores de las actas del Concilio de París (829), la utilizó y difundió en un tratado sobre los deberes de los reyes que escribió dos años después: De Institutione Regia (Dubreucq, 1995), donde además aparece una de las primeras síntesis del pensamiento político medieval.

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La identidad de la cultura política del período se construía en gran parte por medio de la educación de los principios morales que legitimaban el poder de la sociedad por medio de dos dispositivos: a) el poder teorizado desde la esfera episcopal, un trazado casi geométrico del mando, donde cada miembro debía ejercer su oficio en concordancia con el discurso dog-mático original fuertemente basado en la exégesis bíblica y la Tradición intelectual romano-cristiana; y b) el saber construido y transmitido desde las escuelas áulicas y palatinas hacia los diversos centros de educación de clérigos y aristócratas (McKitterick, 2004 y 1989).

Comentarios finales

La cultura política de la cristiandad occidental se fundó desde sus orígenes, en los tiempos de Constantino, en una organización del poder que tenía como máximo paradigma una idea de sociedad cristina que mezclaba la tradición judeocristiana con el corpus de los Padres de la Iglesia con los saberes de los intelectuales que se encargaban de transmitir en las élites clericales el peso de ese legado. Este ordenamiento del poder comenzaba en la transmisión del saber y se completaba con la teoría real y episcopal del poder. Una trama jerárquica del poder, donde cada miembro ejecutaba su oficio en sintonía con el discurso clerical. La identidad de la cultura polí-tica del período se construía en gran parte por medio de la educación de los principios morales y el rol del episcopado en la teorización del poder. Ambos planos definieron una relación entre estos textos y su contexto o el marco de las “prácticas políticas”.