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. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I. U. Gutiérrez Mellado SISTEMA POLÍTICO Y DELINCUENCIA ORGANIZADA EN MÉXICO: EL CASO DE LOS TRAFICANTES DE DROGAS CARLOS RESA NESTARES WORKING PAPER 02/99

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I. U. Gutiérrez Mellado

SISTEMA POLÍTICO Y DELINCUENCIA ORGANIZADA EN MÉXICO: EL

CASO DE LOS TRAFICANTES DE DROGAS

CARLOS RESA NESTARES

WORKING PAPER 02/99

Carlos Resa Nestares

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Sistema político y delincuencia organizada en México

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SISTEMA POLÍTICO Y DELINCUENCIA ORGANIZADA EN MÉXICO: EL

CASO DE LOS TRAFICANTES DE DROGAS

Carlos Resa Nestares

En mayo de 1994, en su carta de renuncia como asesor del procurador general de

la república, Eduardo Valle Espinosa (1995:283) se preguntaba “¿Cuándo tendremos la

valentía y la madurez política de decirle al pueblo mexicano que padecemos de una

especie de narcodemocracia? ¿Tendremos la capacidad intelectual y la fortaleza ética

para afirmar que Amado Carrillo, los Arellano Félix y Juan García Ábrego son, en

forma inconcebible y degradante, impulsores y hasta pilares de nuestro crecimiento

económico y desarrollo social?” (subrayado mío). Cuatro años y una crisis económica

después, Juan García Ábrego languidece en una cárcel de los Estados Unidos, Amado

Carrillo representó una rocambolesca desaparición y los hermanos Arellano Félix

supuestamente están sometidos a un acoso constante por parte de las autoridades. No

obstante la desaparición de quienes conformaban la élite ilegal de las organizaciones

criminales mexicanas a principios de la década de los noventa, el tráfico y el consumo

de drogas no ha disminuido ni un ápice desde entonces sino que incluso se ha

incrementado. Su presencia pública es más notoria y el término narco, siguiendo el

ejemplo colombiano, se ha convertido en un sufijo de primera línea, dando origen a una

pléyade de neologismos: narcoperiodistas, narcosatánicos, narcomilitares,

narcobanqueros, narcosantón, narcolimosnas, narcocorridos, narcoestética,

narcoarquitectura, narcoecología, narcoeconomía, narcopolítica...

La persistencia de la delincuencia organizada a gran escala en México alrededor

del lucrativo tráfico de drogas desde aproximadamente principios de la década de los

Carlos Resa Nestares

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setenta se ha debido, como es por demás común, a una eficaz protección frente al

aparato de la ley. Adquirir la seguridad suficiente para desarrollar los negocios ilícitos

con frecuencia es una tarea costosa tanto en tiempo como en recursos. Sin embargo, las

organizaciones mexicanas del tráfico de drogas parece que logran construir su red de

complicidades dentro del aparato público con rapidez y eficacia. La sucesión cada vez

más incesante de organizaciones que aparentemente controlan buena parte del

suministro de drogas hacia los Estados Unidos constituye una prueba de la velocidad

con la que se crean estas relaciones políticas. Mientras la duración temporal de los

grupos criminales se ha reducido ostensiblemente desde los años setenta, hasta quedar

aproximadamente reducida a un sexenio presidencial, se ha incrementado su potencial

para organizar adecuadamente volúmenes de recursos cada vez mayores. El conjunto de

redes tejidas alrededor de un máximo dirigente difícilmente ha sido capaz de superar la

vida en libertad de sus líderes. El hecho de que muchas de estas bandas organizadas

tengan una estructura basada en la legitimidad de uno o varios dirigentes explica en

parte este comportamiento. Sin embargo, no podrían explicar la rápida recreación de

nuevas organizaciones con altos contactos en la esfera gubernamental.

Muchas y diversas han sido las vistas panorámicas acerca de la relación entre las

organizaciones delictivas dedicadas al tráfico de drogas y el sistema político en México,

siendo la mayoría análisis procedentes del mundo periodístico. No obstante, con

frecuencia la perspectiva se encuentra diametralmente desenfocada al considerar que la

relación entre los poderes del estado, esencialmente sus fuerzas de seguridad y el

aparato judicial, y los traficantes de drogas se conforma en torno a un esquema simple y

habitual de corrupción e intimidación, más o menos generalizadas, de elementos de la

administración pública. Esta visión, no obstante, es incapaz de explicar la rápida

Sistema político y delincuencia organizada en México

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recreación de organizaciones ilícitas aparentemente independientes. En una perspectiva

que podría considerarse como más ajustada a la realidad, las organizaciones delictivas

apiñadas alrededor del lucrativo negocio del tráfico de drogas no son, como tampoco

podría esperarse a la vista de la creciente evidencia internacional, un agente

unívocamente exterior y pernicioso a la red de relaciones políticas. Más bien, los

traficantes de drogas bien establecidos a nivel internacional forman una parte,

substantiva pero limitada, creciente y ya bien enraizada, de un peculiar sistema político

en el que la corrupción es a un tiempo el “engrudo” que mantiene el sistema mexicano

unido y el “lubricante” que lo hace funcionar (Riding 1986:140-164).

En un arriesgado juego de fuerza, el grupo de poderosos traficantes de drogas

que se agruparon alrededor del denominado ‘cártel de Medellín’ lanzó un desafío total

frente al poder del estado incorporando elementos de terrorismo en su accionar violento

frente a la determinación del gobierno colombiano. La organización cobijada bajo la

dirección de los hermanos Rodríguez Orejuela se inclinó por una actitud distinta, más

conciliatoria y penetrante frente al gobierno y, pese a su derrota, consiguieron alargar su

trayectoria vital. Inversamente, los grupos criminales mexicanos dedicados al tráfico de

drogas no tiene la capaz de lanzar desafíos al sistema político porque están

internalizados de un modo tal que su vida depende absolutamente de las decisiones que

afectan a sus conexiones políticas, capaces con igual determinación de mantenerlos en el

mercado y de expulsarlos con la ayuda de un aparato de seguridad estatal al servicio de

los intereses formales e informales preponderantes en un determinado momento en el

tiempo.

Carlos Resa Nestares

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Breve historia de la delincuencia organizada en México: contrabandistas y

bandidos

El contrabando organizado de productos diversos y la piratería, ejercidas en

mayoría abrumadora por nacionales de diversos estados europeos, algunos de los cuales

actuaban bajo el salvoconducto de sus respectivos monarcas, son tan antiguos al menos

como la instauración del monopolio comercial de España con sus colonias americanas

fijada, junto con los derechos de propiedad del continente americano, en la bula papal de

Alejandro VI en 1493. En México, como en otras partes de América, la razón de este

crecimiento del comercio ilegal fue consecuencia de diversos factores mutuamente

interrelacionados. Por una parte, España nunca fue capaz de asimilar toda la producción

de sus colonias. No existía, asimismo, una red de comercialización de las dimensiones

requeridas por el monto de los intercambios. Por otra, no estaba en condiciones de

satisfacer con sus propios productos las necesidades de las colonias. Ambas

circunstancias fueron conducentes a la práctica extensiva del contrabando.

Sin embargo, se requiere además de otra característica para él éxito de las redes

de contrabando: la falta de potencial del aparato administrativo español para obligar el

estricto cumplimiento de la ley. Controlar el comercio en tan extenso y ampuloso

territorio, con grandes litorales y rutas sumamente intrincadas, en especial bajo las

características especiales bajo las cuales se movía la administración colonial, cuyos

funcionarios consideraban su empleo como un bien para el propio beneficio, se

convirtió en una tarea virtualmente imposible. En consecuencia, con altibajos, las muy

bien organizadas redes del contrabando, cuyo alcance era incluso superior a las propias

esferas del gobierno colonial, a partir del cual creaban ámbitos paralelos de ilegalidad

Sistema político y delincuencia organizada en México

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tolerada, llegaron a convertirse en una institución imprescindible pues producía pingües

beneficios a todos sus involucrados, entre quienes se encontraban los funcionarios

nombrados por la corona española y buena parte de la incipiente burguesía comercial e

industrial.

El sistema proteccionista adoptado tras la guerra de la independencia (1810-

1821), pese a las tendencias librecambistas de buena parte de los teóricos del nuevo

estado, sin la consiguiente dedicación de recursos para la aplicación eficaz de las

normas comerciales, no hizo sino alargar temporalmente la situación que dio origen a

las vastas redes de contrabando y, por lo tanto, su existencia en términos prácticamente

similares. Casi todas las personas que de una u otra forma tenían que ver con el

comercio hacían uso de las prácticas ilegales, desde comerciantes y empresarios

nacionales y extranjeros (ingleses, alemanes, estadounidenses, franceses o españoles)

hasta presidentes de la República, pasando por aduaneros, transportistas, comandantes,

recaudadores de impuestos, jueces, jefes políticos y gobernadores.

Si bien causa y consecuencia a un tiempo, la corrupción como método de

protección para el contrabando y, asimismo, para todo tipo de medios ilícitos de

adquisición de riqueza se encuentra muy extendida desde el periodo colonial. La figura

del funcionario real que compraba un cargo público, que a menudo no percibía salario

regular debido a las diversas dificultades de la corona y usaba de su puesto como fuente

de ingresos, permeó la actuación de los burócratas tras la independencia en una

situación que puede confluir hasta la actualidad. Varios han sido entonces los factores

históricos que han contribuido a la expansión generalizada de la corrupción en México.

“En primer lugar, el cargo público era interpretado como una posesión de la que había

que sacar el mayor provecho posible. En segundo lugar, se creía que la seguridad

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personal, ante todo proyectada al futuro, sólo era garantizable si se fundaba en

relaciones personales, es decir, en influencias. En tercer lugar, ya que el sector

económico se desarrollaba muy débilmente, muchas personas recurrían a la vía

burocrática en busca de riqueza y prestigio. Y por último, no estando la propiedad

privada garantizada por la Constitución, la regla ‘riqueza es poder’ era un concepto sin

sentido, no así su antónimo ‘poder es riqueza’” (Benecker 1994:98).

Pero si el contrabando y, su precipitador, la corrupción generalizada no sufrieron

variaciones importantes tras la guerra por la independencia pese a los esfuerzos más o

menos retóricos de buena parte de los gobiernos implicados, el periodo de desorden que

caracterizó el siglo XIX tuvo un efecto dramático sobre un nuevo rubro de la

delincuencia organizada cualitativamente diferente: el incremento del bandidaje, que

previamente se había mantenido en niveles muy bajos hasta sus últimas dos décadas

debido, en gran parte, al aura de legalidad del rey y de sus instituciones y a un sistema

represivo relativamente eficaz (MacLachlan 1974). La diferencia esencial entre el

contrabando y el bandidaje, aunque con frecuencia encuentran más puntos de

confluencia que de conflicto, fue que mientras el primero era manejado

fundamentalmente por las clases medias y altas, sobre todo las urbanas, los bandidos

con frecuencia tenían un origen social bajo. “Los bandidos eran esencialmente outsiders

ambiciosos que querían entrar” en un sistema social que ofrecía pocas oportunidades

legítimas de movilidad (Vadnerwood 1987; Hobsbawn 1976).

El hecho de que su única causa social sea su propio enriquecimiento como medio

de acceso a los frutos exclusivos de la clase alta explica las circunstancias confusas en

que los bandidos se movieron en el siglo XIX. Puesto que las etapas de turbulencia

política ofrecían perspectivas diversas para la movilidad ascendente, y estos prospectos

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cambiaban a gran velocidad, no es infrecuente observar cómo un mismo grupo podía

adoptar sucesivamente y durante cortos periodos de tiempo los roles de guerrillero,

protagonista de rebeliones campesinas o estatales, aliado del ejército, miembro

substantivo de facciones políticas enfrentadas por el poder, contrabandista, policía

federal, agente de seguridad privada de los terratenientes o bandido (Archer 1982:66).

Y aunque su presencia era constante, a decir de un embajador francés el

bandidaje era “la única institución que puede tomarse en serio y que funciona con

perfecta regularidad”, los propios trastornos de la época impidieron la sofisticación de

los grupos de bandoleros (López Cámara 1967:233-234). Generalmente pequeñas,

algunas de estas bandas llegaron a constar de hasta mil miembros permanentes y

controlar un espacio substancial del territorio, sobre todo en ámbitos rurales. En

cualquier caso, los bandidos fueron capaces de labrarse una fama entre la población que

los representaba como el estereotipo del mexicano en el vestir charro y en su carácter:

arrogante, machista, conquistador y solitario.

En consecuencia, aunque las actuaciones de estas bandas criminales suponían un

reto adicional para las dificultades del estado en la tarea por establecer una legitimidad y

un dominio total del estado, su naturaleza era diferente a los múltiples problemas

durante el siglo XIX. Al igual que los contrabandistas, no disputaban el poder político,

sino que demandaban un lugar propio dentro del sistema que compensase su propia

ambición. Cuando las turbulencias políticas disminuyeron, el gobierno central,

consciente de los riesgos de la desmovilización militar y con el conocimiento de que su

experiencia era necesaria para la constitución de la tan necesaria fuerza de seguridad que

abarcase todo el territorio, consiguió un éxito substantivo en la desaparición de estas

bandas, bien fuese por eliminación o, con más frecuencia, por asimilación, en unas

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ocasiones incorporándolos a la legalidad con la promesa de conservación de los bienes

obtenidos ilícitamente y en otras formando cuerpos de policía dentro de un movimiento

que contaba con antecedentes en otros países. Como agentes federales de seguridad, los

bandidos trabajaron a ambos lados de la ley para su propio beneficio, siendo en este

sentido una especie de conciencia policial ancestral que se mantiene hasta la actualidad

(Vanderwood 1981:51-60). Conjuntamente con estas medidas eficaces, el movimiento

de centralización que se vivió en el siglo XIX contribuyó a debilitar otro de los pilares

sobre los que se apoyaban los bandidos: las élites territoriales enfrentadas al estado

central. Conforme éstas optaron por acercarse al poder central, en el que encontraron

ciertos beneficios del desarrollo capitalista y comprensión hacia los abusos de poder de

sus aliados, cesó su apoyo a los bandidos como ejército de reserva, grupo encargado de

dirimir violentamente disputas políticas o elemento generador de confusión.

Esquema breve del sistema político mexicano

Tras la Revolución Mexicana (1910-1920), los bandidos, cuya participación en

la misma fue muy activa cambiando a menudo de bando y convirtiéndose en algunos

casos en protagonistas substantivos, tendieron a la desaparición. Simplemente no había

lugar para ellos. Una buena parte de los mismos se incorporó, con credenciales

revolucionarias intachables, y en muchos casos con un aura de luchadores sociales a sus

espaldas, a la legalidad dentro de un sistema político nuevo que abarcaba aspectos

cualitativamente diferentes, pero que conservaba la corrupción como una característica

substancial. La difusa división entre legalidad e ilegalidad en las relaciones políticas y

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comerciales, que antes constituía la otra cara de la falta de implantación plena del estado

mexicano tanto territorial como sectorialmente, pasa a ser parte intrínseca del sistema.

Junto a esta internalización de la regulación de la corrupción a través de la constitución

de un régimen pacífico de negociación sobre los diversos beneficios obtenidos lícita o

ilícitamente, se adquirió una nueva formulación del aparato administrativo del estado.

Por generación o por asimilación, se consiguió el control eficiente y jerárquico de todo

el territorio nacional y de las organizaciones políticas y sociales más importantes.

Los sistemas de corrupción y delincuencia, que antes permanecían

desmembrados, con la centralización progresiva del estado comienzan a conformarse

como una parte de un nuevo modelo delictivo de tipo nacional. El fraude continuado

frente a las instituciones por parte de sus dirigentes y la utilización clientelista de las

mismas es la recompensa que otorga la figura presidencial, primero, a la participación

en la lucha revolucionaria y, con posterioridad, a la lealtad incondicionada a la

dirigencia política. La orientación política del estado no es, por tanto, tan importante

como la cohesión que permite la consumación de los objetivos personales de poder y

fortuna, ambos inextricablemente unidos, a costa de los funciones propias de un estado

moderno. Así, por ejemplo, buena parte de quienes aplaudieron la nacionalización de la

banca por José López Portillo en 1982, celebraron con igual ímpetu su privatización por

el gobierno de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). Los mismos que vitorearon el

proposopéyico populismo nacionalista de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976) se

sintieron cómodos bajo la mano de la nueva retórica de liberalización económica de

Miguel de la Madrid Hurtado (1982-1988).

Más allá de sus orígenes, la caracterización del peculiar régimen político

mexicano surgido de la primera revolución del siglo XX ha sido fuente de amplios y

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agrios debates. Los intentos por insertarlos dentro de un esquema virtual de

autoritarismo o democracia se han mostrado vanos. Y pese a que el clientelismo y, su

práctica política, la corrupción generalizada son términos suficientemente amplios y

maleables como para caracterizar palmariamente a un sistema político tan peculiar como

el mexicano, ambos términos reflejan parte de la realidad política mexicana. Las

relaciones políticas en México están cortadas, ampliamente, por unas pautas en las que

“el patrón ofrece al cliente ayuda económica y protección contra la acción legal e ilegal

de la autoridad”, según las características propias del cliente y su capacidad mayor o

menor de negociación (Wolf 1966). Se establece, por consiguiente, un sistema

clientelista de masas o a gran escala en el que el control del consenso electoral, sea cual

sea la forma en que este se produzca, y con frecuencia es a través del fraude, es

indispensable y con una supremacía absoluta sobre todas las esferas de la economía, de

la política y de la sociedad. Lo característico es que el control no se ejercita a través de

la legalidad emanada del estado sino a través de una confluencia de canales formales,

agencias estatales organizadas de modo clientelar, e informales que confluyen para el

control completo de los recursos públicos y privados.

Una forma social de tipo clientelista necesita para su perduración de la

existencia, mas no de la contradicción, de un sistema oficial y otro real dentro del cual el

patrón se mueva para satisfacer las necesidades de sus clientes sirviendo de nexo entre

ambas esferas. Estos enlaces configuran un sistema expandido de corrupción que

acomoda la legalidad oficial a los intereses del patronazgo. En México, dos elementos

confluentes contribuyen a explicar el nexo entre clientelismo y corrupción. Por una

parte, si bien se supone que esta forma de relación social se considera la típica

organización social de sociedades precapitalistas tradicionales aisladas del centro

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político y con una preponderancia de la tierra, en México, como en otras partes del

mundo, esta relación de patronazgo se ha transferido inmutable a los recursos públicos a

través de una burocracia más interesada en su interés privado que en el público y con

nociones de lealtad más sujetas a personalismos privados que a la propia administración

pública. Por otra, una vez bien establecido, el desequilibrio estructural entre el estado y

las fuerzas sociales, que se clarifica en un control absoluto por parte del estado de las

oportunidades de movilidad social ascendente, es conductivo hacia una corrupción

generalizada (Morris 1991). Este refuerzo mutuo concluye en que, a un tiempo, las

formas estatales se estructuran a imagen de los esquemas sociales clientelistas y las

construcciones sociales se ven moldeadas por la fuerza del patronazgo del aparato

administrativo.

En definitiva, el sistema político mexicano mantiene dos peculiaridades

esenciales. Por una parte, el estado y su arena de negociación, el Partido Revolucionario

Institucional, mantienen el control monopólico de todos los mecanismos de movilidad

social ascendente. Por otra parte, los mecanismos de ascenso no están basados en la

legalidad sino en un conjunto de instrumentos informales bajo el control de los mandos

altos del partido-gobierno. No obstante, el sistema no es rígido sino más bien el fruto de

una negociación constante en la cual se permite a los actores participar en el juego a

cambio de su aceptación pasiva. Los activos que los agentes pueden presentar en la

negociación son los recursos que se controlan, ya sean formales o informales. Y sobre

todo, ya sean legales o ilegales. Puesto que la no reelección garantiza la permanente

negociación de nuevos cargos, mientras se está en el poder deberán acarrearse el mayor

número de recursos, que así dará mayores frutos en la negociación posterior en la que se

decidirán nuevos puestos.

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Los rápidos cambios, la prohibición de la reelección y el dominio completo del

poder ejecutivo sobre los otros poderes solidifican un poder monolítico en que se

incrementan enormemente las posibilidades de una corrupción generalizada a través del

mantenimiento de pautas peculiares de lealtad política, que recorren todo el espectro

hasta el punto más alto de la pirámide. La generación de recursos a través de medios

corruptos es, a un tiempo, fin y medio dentro del sistema político mexicano. Por una

parte, es la “justa” recompensa a los esfuerzos invertidos en la participación dentro del

campo de juego del sistema político. Las jugosas fortunas que han acumulado

presidentes, secretarios de estado, gobernadores y una pléyade de altos cargos públicos

incompatibles con sus exiguas remuneraciones dentro del sector público son la prueba

más elocuente. A modo de ejemplo, Carlos Hank González, más conocido como “El

Profesor” por sus primeras actividades como maestro rural, acumuló tras su paso por la

gubernatura del Estado de México, por la regencia del Distrito Federal y por la

Secretaría de Agricultura y Recursos Hidraúlicos una fortuna de más de mil trescientos

millones de dólares mientras su salario nunca superó los ochenta mil dólares mensuales

(Oppenheimer 1996:189-192). Por otra, es el modo de influir en la búsqueda de un

mejor acomodo en los repartos sucesivos que entre los grupos influyentes se hacen de

las oportunidades de movilidad ascendente generadas en el país, en especial en las

cercanías del final de un sexenio presidencial.

Y para la adquisición de recursos por medio de la corrupción para su posterior

consecución en la arena de la negociación política se utilizan las vías más pertinentes,

pero sobre todo las más accesibles. Quienes están al cargo de oficinas de fuerte gasto

público, las más disputadas en las negociaciones durante largos periodos en México, lo

realizan mediante el fraude continuado contra el presupuesto público y la creación y

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mantenimiento de agencias organizadas clientelarmente que garanticen un amplio apoyo

público. Los que dirigen organismos de regulación llevan a cabo la acumulación de

recursos ilícitos a través de la extorsión y fundamentalmente del control ejecutivo,

directo o a través de terceras personas aparentemente fuera del aparato estatal, de

poderosos intereses económicos o políticos. Ambas esferas de corrupción no son por lo

general mutuamente excluyentes, tal y como demostró Raul Salinas de Gortari, quien a

un tiempo fue director de planeación de Conasupo, una agencia de ayuda a los más

necesitados de corte clientelista, y asumió un importante papel en el cobro de partidas

por la privatización de empresas públicas gracias a la cercanía a su hermano. El caso de

la extorsión es el más frecuente dentro de la política económica o de la política de

aplicación de la ley, calzadas en pautas muy similares. Los más ricos empresarios del

país han constituido su posición en base a conexiones fuertes y extensas con

determinados políticos, cuya suerte han compartido en las buenas y en las malas. Del

mismo modo, la suerte de los grandes traficantes de drogas, incluso los que aparecieron

como los más poderosos, ha estado inextricablemente unida a la experiencia dentro del

sistema político de sus mentores o a circunstancias puntuales en las que su desaparición

era más benéfica, en términos monetarios, que su continuación en el negocio.

Historia concisa del tráfico de drogas ilegales en México

El consumo en México de aquellas drogas que en la actualidad tienen el carácter

de ilícitas hunde sus raíces en las etapas anteriores a la dominación española y

continuaron muy posteriormente en comunidades indígenas (Aguirre Beltrán 1987;

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Maynes 1989). En su mayor parte ingeridas dentro de un ámbito ritual y también rural,

con el paso del tiempo llegaron a constituir severos problemas de salud pública, en

concreto por el uso generalizado de la mariguana en barrios de clase obrera en las

grandes ciudades (Pérez Montfort 1997). El afán del gobierno por regular su uso se

enfrentó constantemente con su propia incapacidad para imponer controles. Su

comercialización, en todo caso, se realizaba a través de canales informales y constituía

una capa adicional de las relaciones comerciales entre los inmigrantes rurales en las

ciudades y sus lugares de origen.

La prohibición paulatina de diversas drogas y finalmente del alcohol en las

primeras décadas del siglo XX en los Estados Unidos, con su capacidad para influir en

el gobierno mexicano en su objetivo hacer efectivo el control de las mismas, contribuyó

enormemente a incrementar el grado de sofisticación de su comercio, convirtiéndolas en

un elemento significativo del transporte contrabandista previamente existente (Walker

1981). Conjuntamente, supuso una mejora de las redes de producción en el norte de

México. La presencia de las élites locales y regionales en el comercio de drogas, que con

anterioridad en gran parte despreciaban como algo propio del pasado indígena y

enfrentado a la modernidad, aumentó de forma paralela atraídas por el incremento

exponencial de las ganancias. Ya desde entonces se aprecia la incorporación de este

negocio a sistemas de corrupción generalizada más amplios del que la droga es tan sólo

una pequeña parte. En un despacho de 1926 del cónsul americano en Sonora,

refiriéndose al control del opio, se dice: “No parece que se esté realizando ningún

esfuerzo para detener la producción de la droga, aunque hace dos semanas un inspector

de Nogales visitó Oquitoa y Altar. El informante estadounidense ha oído que este

inspector recauda quince mil pesos como impuesto sobre los prados” (citado en Walker

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1996a). Incluso los altos funcionarios del gobierno central eran perfectamente

conscientes de esta situación de corrupción extendida en las zonas fronterizas debido al

tráfico de drogas. Leopoldo Salázar Viniegra lo expreso así: “es imposible atajar el

tráfico de drogas en la frontera debido a la corrupción de la policía y de los agentes

especiales y también debido a la riqueza e influencia política de algunos de los

traficantes” (Walker 1996b).

Tres pasos adicionales contribuyeron significativamente a incrementar la

demanda y, en consecuencia, el grado de organización de la comercialización de drogas

ilícitas. Primero, la Segunda Guerra Mundial y el incremento consiguiente de la

demanda estadounidense, junto con el estallido de la guerra civil en China y su efecto

traumático sobre el tráfico de heroína hacia los Estados Unidos, supusieron un nuevo

avance para la mejora de las condiciones bajo las que actuaban las organizaciones

criminales transfronterizas de tráfico de mariguana y opio. Éste último fue

supuestamente introducido por las comunidades de inmigrantes chinos del norte de

México a finales del siglo XIX, pero las pruebas a favor de esta tesis son muy débiles

(Sinagawa 1986:22-23; Astorga 1995:59-60). De hecho parece que su origen se

encuentra unido a la utilidad que representa el argumento para ciertas consignas de tipo

político y abiertamente racistas, como la prohibición en el estado de Sonora en 1916 de

la inmigración china “por considerarla nociva, inconveniente e inadaptable” emitida por

el entonces gobernador Plutarco Elías Calles, que se amplió a todo el país en 1926

(González Navarro 1974:57-74). En este momento de mediados de siglo aparecen, por

una parte, las zonas de producción que constituirán luego la cuna de las mayores

organizaciones de traficantes de drogas en décadas posteriores y, por otra, una

ampliación de los primeros contactos entre las grandes redes internacionales de tráfico

Carlos Resa Nestares

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de drogas y sus conexiones mexicanas. La participación activa o pasiva de las fuerzas de

seguridad del estado, de las élites políticas e incluso del ejército en su comercialización

ya era extensa pero sin alcanzar grados substanciales. Sin embargo, su importancia

económica y su correspondiente concrección en poder político a través de los juegos de

negociación de los ámbitos posrevolucionarios seguía siendo menor considerando las

grandiosas cifras de corrupción alcanzadas en otros rubros durante ese periodo. A modo

de ejemplo, los recursos depositados en bancos extranjeros por el presidente Miguel

Alemán Valdés (1946-1952) y altos funcionarios de su administración ascendieron a

entre quinientos y ochocientos millones de dólares (Lieuwen 1961:150).

El segundo impulso fue el crecimiento de la demanda de drogas durante las

décadas de los sesenta y setenta, principalmente de mariguana por parte de los jóvenes

de clase media y alta inmiscuidos en el movimiento hippy y de heroína esencialmente

por parte de los excombatientes estadounidenses en la guerra de Vietnam e individuos

en entornos marginales. Adicionalmente, durante este mismo periodo se lleva a buen

puerto la efectiva disrupción por las agencias estatales de seguridad de la “conexión

francesa” de la antigua ruta turca de la heroína controlada por la mafia italo-

norteamericana. Ambos factores supusieron el paso definitivo para la expansión de las

organizaciones criminales mexicanas, llevando la demanda de drogas ilícitas hasta

niveles similares a los actuales en cuanto a la exportación hacia los Estados Unidos. Ya

a mediados de la década de los setenta, “Mexico es la fuente primaria de mariguana de

alta potencia en el mercado estadounidense. A pesar de reciente flujo de Jamaica y

Colombia, se estima que México aún ofrece el setenta por ciento del consumo anual en

los Estados Unidos [...] En la actualidad México es el origen del setenta al ochenta por

ciento de la heroína en el mercado estadounidense [...] Por otra parte, México es una

Sistema político y delincuencia organizada en México

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ruta principal para el transbordo de cocaína, una droga cada vez más popular que se

genera en Sudamérica, y el origen de grandes cantidades de substancias psicotrópicas”

(Craig 1978:108). Si hasta entonces el comercio de drogas había limitado su influencia a

ciertas áreas del norte de México, a sus élites y a los campesinos en unos cultivos

intensivos en mano de obra, a partir de ese momento comienza a aparecer una división

del trabajo a todos los niveles fuertemente jerarquizada en la ciudad de México y con la

rama puramente criminal, procedente sobre todo de estas primeras zonas de cultivo,

instalándose en Guadalajara. Las organizaciones menos capitalizadas, las peor

conectados y los traficantes independientes tienden a desaparecer. El gobierno central, o

partes importantes del mismo, contribuyen a dar sofisticación al comercio poniendo en

contacto las diversas ramas del mismo, antes mal entrelazadas, tanto territorial como

sectorialmente, desde la producción al lavado de dinero.

Por último, el tercer y definitivo hito lo constituye la paulatina inserción de los

grupos criminales mexicanos en el transporte y comercialización de cocaína procedente

de los países andinos durante la década de los ochenta. Si bien la demanda de cocaína

hizo eclosión con anterioridad en los Estados Unidos, no fue hasta esta época cuando la

delincuencia organizada mexicana comienza a participar activamente en el negocio,

primero en su transporte y después en su comercialización. La causa principal es la

efectiva actuación de las autoridades de Estados Unidos contra la primera vía de

transporte de cocaína, que cruzaba por las Bahamas hasta Florida. Son destacables,

asimismo, y en el mismo sentido de sofisticación de las organizaciones criminales, la

participación de elementos cercanos a la Central Intelligence Agency en el tráfico de

cocaína cuyos beneficios llegaban después a las fuerzas rebeldes en Nicaragua y el

creciente involucramiento del ejército mexicano en la lucha contra la droga decidido por

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el gobierno de Miguel de la Madrid Hurtado (1982-1988), sobre todo a efectos de una

sofisticación en los aparatos de distribución de droga (Marshall 1991:85-96).

Tráfico de drogas, política y gobernabilidad en México

Durante todo el siglo XX, el tráfico de drogas ilícitas a México, como del resto

de las actividades de la delincuencia organizada, nunca se ha mantenido alejado de los

ámbitos de poder político. Y no sólo con intenciones de evitar la aplicación de la ley en

su contra sino por la propia organización de las mismas desde las esferas políticas. El

gobernador de Baja California Esteban Cantú (1914-1920) se convirtió en los albores

revolucionarios en el paradigma de la regulación de la delincuencia organizada, en

particular del tráfico de drogas hacia los Estados Unidos. Negándose incluso a utilizar

las aportaciones del gobierno central, sus fondos procedían de un amplio espectro de

negocios ilícitos, de los cuales recaudaba los impuestos, que utilizaba indistintamente

para apuntalar tanto sus negocios privados como su poder dentro del estado (Werne

1980).

Pero con él muere una vieja tradición de insubordinación de las autoridades

estatales al poder central que convirtió extensas regiones en lugares donde el control

absoluto de la legalidad y de la ilegalidad se aunaba en un mismo gobernador. El éxito

de la centralización del poder en México pasó, en parte, por un incremento substantivo

de la capacidad del gobierno central para generar oportunidades de corrupción muy

superiores al costo esperado de una rebeldía cuyo objetivo fuese controlar

soberanamente dentro de un estado toda la amplia gama de delincuencia organizada. La

Sistema político y delincuencia organizada en México

21

conclusión de este proceso fue la generación de gobernadores desde la ciudad de

México, primero, como premio a una lealtad anterior al presidente en turno y, segundo,

como medio para ampliar la autoridad presidencial directa a través de subordinados

afectos y eliminar brotes de insubordinación. Estos gobernadores continuaron siendo los

reguladores de la delincuencia organizada como una fuente de ingresos a nivel estatal,

pero se aseguraba que no utilizarían esos ingresos frente al poder central, a quien debían

su nombramiento y, por consiguiente, su fortuna. Así, por ejemplo, el gobernador

Montones de Chihuahua (1950-1955), lanzado por el presidente Miguel Alemán Valdés,

fue forzado a dimitir por una vasta protesta popular en la que se aseguraba que mantenía

el control sobre la prostitución en Ciudad Juárez y Maldonado Sández de Baja

California (1952-1958), impuesto por el presidente Adolfo Ruiz Cortines, dejó

igualmente su puesto debido a las quejas de ocho mil prostitutas tijuanenses que exigían

dejar de pagar una cuota a una organización caritativa dirigida por la esposa del

gobernador (D’Antonio y From 1965:164, Johnson 1978:134-135).

No obstante del incremento del poder central, durante gran parte del siglo el

negocio de las drogas ilícitas se mantuvo en unos niveles bajos en los que difícilmente

podía jugar una parte substantiva dentro de la negociación política de poder a nivel

nacional. Su potencial económico era limitado. Por lo tanto, su control por parte de las

autoridades policiacas o militares venía a considerarse una más de las múltiples formas

de obtención privada de recursos por parte de las autoridades estatales y municipales, ya

fuesen éstas civiles o militares. El diputado Ramón Danzós Palomino mencionó en 1987

durante una sesión en la Cámara de Diputados los recuerdos de su niñez con respecto al

tráfico de drogas: “Yo lo conozco desde los años 1938-1939, porque en el río Yaqui se

sembraba una cantidad importante de Amapola – eran verdaderos jardines – y veíamos

Carlos Resa Nestares

22

el combate del ejército, que no era tal, sino era una forma de obtener medios

económicos y dejar los plantíos” (citado en García Ramírez 1989). Pese a que el control

del tráfico de drogas se mantenía en niveles bajos de la administración pública, la propia

existencia de sistemas de corrupción a gran escala muy centralizados que engarzaban

directamente el poder ejecutivo en la ciudad de México a los más recónditos rincones de

la geografía nacional hace previsible que una buena parte de esos beneficios circulasen

hacia los núcleos políticos nacionales.

Pero el poder a nivel estatal de los traficantes de droga llegó a convertirse en

substantivo ya a mediados del presente siglo. Por ejemplo, en 1944 fue asesinado el

gobernador de Sinaloa, Rodolfo T. Loaiza, cuyo caso puso al descubierto, aunque de

modo desordenado y contradictorio, las turbias relaciones entre traficantes de drogas,

militares y políticos (Astorga 1995:53-59). Con el paso del tiempo, y en especial con el

crecimiento disparado de la demanda en los años setenta, su importancia económica se

incrementó substancialmente y las autoridades nacionales comenzaron a participar

directamente en el negocio mediante un control cercano de todos los procesos de

producción. “Los pagos de un traficante a nivel de ‘La Plaza’ [pequeña escala] se

transferían a los dirigentes municipales, quienes a su vez entregaban una parte a los

patrones a quienes debían sus puestos. Cuando un traficante tenía un éxito empresarial

importante que se convertía en notoriedad, es probable que recibiese la visita de los

‘judiciales’ [policías estatales] y más tarde de los ‘federales’ [policías nacionales]”, a

quienes debería pagar por operar una franquicia (Lupsha 1991:43-44).

La extinta policía política Dirección Federal de Seguridad (DFS) jugó un papel

crucial en la centralización a nivel nacional de la producción y el tráfico de drogas.

Según el relato que hace Shannon (1988:209-210):

Sistema político y delincuencia organizada en México

23

A mediados de los años setenta, cuando las bandas de Sinaloa guerreaban

entre sí y con la PJF [Policía Judicial Federal] y la DEA [Drug Enforcement

Agency], los comandantes de la DFS, Esteban Guzmán y Daniel Acuña,

fueron a ver a los señores de la droga de Sinaloa, Ernesto Fonseca, Miguel

Ángel Félix Gallardo, los Caro y los Quintero, y les aconsejaron que dejaran

a un lado la violencia y que edificaran una base de operaciones en Estados

Unidos. Según Gabriel [pseudónimo, informante de la DEA que decía haber

trabajado en la parte interna de la DFS de 1973 a 1981] contó su historia, los

funcionarios de la DFS persuadieron a los traficantes de Sinaloa de que se

reubicaran en Guadalajara. Dijo que los agentes de la DFS edificaron una

especie de complejo narcoindustrial. Conforme a su relato, los funcionarios

de la DFS presentan a los traficantes con personas de influencia en

Guadalajara, les hallan casa y les asignan guardaespaldas de la DFS. Los

traficantes proporcionaban músculo y sangre, según dijo, y los dirigentes de

la DFS aportaban cerebro, coordinación, aislamiento de otras agencias del

gobierno y poder de fuego en forma de miles de armas automáticas

introducidas de contrabando. Gabriel afirmó haber asistido a sesiones de

estrategia tenidas por los altos funcionarios de la DFS en la ciudad de

México, en las que se planearon operaciones multinacionales de drogas.

Dijo haber visto a los funcionarios de la DFS riñiendo a Ernesto Fonseca por

haberse enviciado a la cocaína y por manejar su negocio chapuceramente

[...] Explicó que la DFS contrataba asesores como él para ayudar a las

familias a establecer redes en las comunidades hispánicas” de Estados

Unidos.

Carlos Resa Nestares

24

Esta historia, por razones obvias, es inconfirmable. No obstante, algunos datos

tangenciales ayudan a aportar verosimilitud al relato. Por el lado del aparato estatal, la

DFS se vio implicada en otros asuntos turbios, como la creación de escuadrones de la

muerte en la lucha antiguerrillera de los años setenta o la participación en tramas de

delincuencia organizada, hasta el punto de que su director, Miguel Nassar Haro (1978-

1982), fue condenado en un tribunal de San Diego por contrabando de automóviles

robados en Estados Unidos. Y, en contra de lo que habitualmente se plantea, es difícil

pensar en que los traficantes de droga huyen de sus orígenes en Sinaloa en base a

motivaciones racionales por varios motivos. Por una parte, el riesgo de ser detenidos en

dicho estado era muy bajo por estar bien infiltrados en los cuerpos de seguridad del

estado y en el ejército, hasta el punto de que uno de sus principales cabecillas, Félix

Gallardo, había sido escolta personal del gobernador. Por otra, su salida hacia Jalisco y

su concentración en Guadalajara no puede ser explicada en términos empresariales

puesto que en dicho territorio su presencia anterior había sido muy escasa y sus

contactos en busca de protección, tan necesarios para la permanencia de la organización,

casi nulos. La implicación del presidente de la Asociación Mexicana de Banqueros,

Arcadio Valenzuela, en diversas empresas constituidas para el blanqueo de dinero y la

inserción de Félix Gallardo y de uno de sus más fieles ayudantes en el consejo de

administración de la rama norte de Banco Mexicano Somex, dirigido por el que luego se

convertiría en gobernador del Estado de México, Ramón Beteta, entre 1979 y 1982

aportan nuevos datos sobre la nueva capacidad inducida de sofisticación de que los

comerciantes de drogas ilícitas harán gala a partir de los años ochenta.

En definitiva, la conclusión obvia de éste y otros relatos bien documentados

sobre las conexiones entre traficantes de drogas y miembros de las esferas centrales del

Sistema político y delincuencia organizada en México

25

poder político es que el éxito económico de las máximas figuras del tráfico de drogas no

tiene que ver tanto con la corrupción generalizada de mandos civiles, policiales y

militares como con la lealtad inquebrantable hacia uno o varios altos mandos políticos

que, a cambio de una participación en el negocio, tomarán hacia abajo las medidas más

oportunas para el buen desarrollo del negocio. Porque los grandes negocios en el tráfico

de drogas no se han hecho con una corrupción de mandos policiales desde las escalas

más bajas hacia las más altas sino en la dirección inversa.

Si por el juego de poder en México, dicha organización criminal articulada en

torno a un líder solitario o una federación de jefes pierde su contacto dentro del esquema

de poder su supervivencia sólo podrá ser garantizada por la negociación con el nuevo

dirigente en términos económicos. Es cuando se produce un conflicto entre diversos

dirigentes políticos por el control de la delincuencia organizada en una determinada

plaza cuando el conflicto sangriento entre los líderes explota. Por lo tanto, sus relaciones

con el poder político no son de corrupción, ni tan siquiera de participación conjunta en

el negocio sino más bien de subordinación. Y esta situación es fácilmente visible.

Cuando el entorno político nacional o internacional lo exige, se aparta del mercado a

determinado dirigente ilegal sin mayores miramientos y dificultades. Así ha sido el caso

de Miguel Ángel Caro Quintero, de Ernesto Fonseca, de Miguel Ángel Félix Gallardo,

de Juan García Ábrego y, más recientemente, de Amado Carrillo Fuentes. La excepción

han sido quizás los hermanos Arellano Félix, que han demostrado un mayor poderío

interno y por el momento ha sido capaces de evitar, primero, el embate de las fuerzas de

seguridad al servicio de Amado Carrillo Fuentes y sus contactos políticos, comenzando

por el director del desaparecido Instituto Nacional para el Combate a las Drogas, general

Carlos Resa Nestares

26

Gutiérrez Rebollo, y, con posterioridad, la presión de los Estados Unidos hacia el

gobierno mexicano para su captura.

Por lo tanto, el aparato administrativo fuertemente jerarquizado en torno a la

figura presidencial vende protección, o impunidad, a cambio de lealtad al sistema

político, conformándose así como un regulador de las relaciones políticas al interior del

estado. Son destacables en este sentido los paralelismos entre las detenciones del

narcotraficante Miguel Ángel Félix Gallardo y del omnipoderoso presidente del

sindicato petrolero Joaquín Hérnandez Galicia, alias “La Quina”, en los comienzos del

gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Pese a las todas las posibles diferencias que se

puedan incluir, ambas convergen en un misma línea: la eliminación, vía el poder de

represión del estado, de un enemigo económico-político y la utilización de las

detenciones de modo ejemplificador. Félix Gallardo estaba unido a una vieja clase

política desplazada de los centros neurálgicos de poder ligada al expresidente Luis

Echeverría, por la vía del exgobernador de Sinaloa, Sánchez Celis, y que comenzaba a

quedar en decadencia, a la cual pagaba primariamente por la protección de sus negocios.

La camarilla política de Salinas de Gortari, fundamentalmente a través de su propio

padre, cuyos contactos con un conocido contrabandista tío de Juan García Ábrego, y de

su hermano Raúl, parece haber servido como catalizador para la transferencia hacia el

este del eje central del narcotráfico, haciendo del cártel del Golfo, dirigido por Ábrego,

su principal aliado. Así pues, es la propia regulación eficaz y consciente por parte del

estado la que hace aumentar y declinar el poder de organizaciones de tráfico de drogas

fuertemente personalistas. Adicionalmente, en 1989 se produce la extraña detención de

uno de los herederos de Félix Gallardo, Amado Carrillo Fuentes, quien quedó libre sin

más sin explicaciones, aunque según algunas versiones llegó a reunirse con gentes de

Sistema político y delincuencia organizada en México

27

niveles superiores del gobierno o incluso con el propio presidente Salinas, y en el

transcurso del sexenio adquirió la supremacía en el importante corredor de drogas de

Chihuahua. Del mismo modo, Hernández Galicia, con una larga carrera de asesinatos,

corrupción, extorsión y control clientelista de las relaciones políticas, fue detenido a

principios del sexenio de Salinas. Sin embargo, los cargos de los que se le acusaba, no

relacionados con su extenso currículum delictivo, fueron construidas por las agencias de

seguridad del estado y estaban relacionados con el apoyo semiabierto que el presidente

del sindicato petrolero otorgó al candidato opositor Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano.

Ambas detenciones fueron practicadas por el comandante Guillermo González

Calderoni, a quien Félix Gallardo recibió al grito de “compadre”. González Calderoni,

cuyos orígenes sociales son la clase media alta en contraposición con la abrumadora

mayoría de los miembros de las agencias de seguridad, tenía fuertes vínculos anteriores

con Raúl Salinas de Gortari, para quien trabajo proporcionando escuchas ilegales de

diversos candidatos opositores, entre ellos Cárdenas, durante la campaña para la

elección de 1988. Fruto de estos servicios especiales encomendados por sus protectores,

fue la increíble fortuna que amasó a su paso por las corporaciones policiales durante la

presidencia de Salinas. Pero el nexo de unión fundamental de ambas detenciones fue su

significado en términos del sistema político mexicano. La legitimidad de Salinas estaba

en cuestión por el fraude electoral que le proporcionó la victoria, o al menos la

substancial diferencia con respecto a sus competidores, y existía la necesidad de

reafianzar todo el sistema de lealtades que ya la corrupción no podía cimentar por sí

misma. Era la señal del mantenimiento del sistema a través de golpes a los líderes de

dos de las principales industrias generadoras de dividendos para los integrantes de las

altas esferas del ámbito político: la corrupción de la fuerte industria petrolera y el tráfico

Carlos Resa Nestares

28

de drogas. Adicionalmente, se hacía claro que el estado estaba dispuesto a utilizar la

fuerza bruta para conseguir un objetivo político y probablemente fue el precursor de

algunos de los casos más espectaculares y dramáticos del México de los últimos años y

que destruyeron la fuerza del PRI como órgano en el que las disputas intraélites se

resuelven negociada y pacíficamente.

En este sentido, las luchas contra la ilegalidad no tienen una conformación en la

que se desee reafirmar la legitimidad del estado y situar sus actuaciones en el sendero de

la legalidad que formalmente se presenta. Más bien, las diferentes campañas

establecidas contra diversos ilícitos, fundamentalmente contra la corrupción y el

narcotráfico, se juegan en un campo más amplio de intereses políticos, en el de los

conflictos de poder entre diferentes grupos e intereses de la élite. De forma habitual, “el

sistema de justicia penal sólo es un recurso importante disponible para hacer favores que

puedan fortalecer la organización política” (Haller 1990:210). Así pues, el sistema de

justicia y los aparatos de seguridad policial sólo están formalmente al servicio de la

sociedad. En la realidad sirven a aquellos gracias a los cuales han obtenido el medio

para conseguir grandes ganancias ilegales. Esta línea de lealtad va de arriba hacia abajo

en un sistema de corrupción altamente centralizado que alcanzó su cénit durante los

tiempos del general Arturo Durazo Moreno como director de los Dirección General de

Policía y Tránsito del Distrito Federal (DGPT) desde diciembre de 1976 al mismo mes

de 1982. Durazo, exagente de la DFS y amigo personal del presidente José López

Portillo (1976-1982), quien ignoró las acusaciones contra éste por tráfico de drogas en

un juzgado de Florida, hizo de la policía una perfecta maquinaria para la extorsión y el

absoluto regulador de toda la delincuencia. Varios comandantes de la Policía Auxiliar

durante ese periodo declararon con posterioridad que “cada tres meses estaban obligados

Sistema político y delincuencia organizada en México

29

a entregar cuatro mil pesos por policía”, que éstos recogían a través de mordidas y

entregan directamente a Durazo o a sus más cercanos colaboradores (Cabildo 1984). Si

no se cumplía con la cifra estipulada, eran despedidos. Once mil quinientos fueron

dados de baja sin consignación, casi el cincuenta por ciento de los elementos que

integraban la policía capitalina (Ramírez 1982). Pese a las evidencias que

posteriormente se encontraron, en junio de 1982 afirmaba, en un ejercicio virtual de

cinismo, que “la ley debe respetarse muchísimo y yo la respeto muchísimo”, “sería un

criminal en no orientar a la ciudadanía”, los mexicanos “no tenemos humanidad”, “los

ciudadanos, en su mayoría, son muy corruptos, sólo que siempre le echamos la culpa al

policía”. Y añadía: “aquí hay seguridad, sí señores, hay seguridad”, “ahora ya no hay

delincuencia organizada, eso se extirpó”, “con la prevención de los delitos se ha tenido

un éxito rotundo, yo estoy feliz”, “con el tiempo van a hablar bien de mí” (Cabildo y

Ramírez 1982).

En este papel de organizador, primero, y de regulador, después, de la

delincuencia organizada, el estado decide quiénes y cómo pueden jugar. Por una parte,

“la compra de la ‘plaza’ no garantiza a su propietario la inmunidad o la protección

durante mucho tiempo. Puesto que el baile [político] es una cosa dinámica, los

regímenes cambian, el personal es transferido y traficantes rivales ofrecen pagos

mayores, hay desconfianza” (Lupsa 1991:44). Sólo quienes en cada momento tienen la

confianza de las más altas esferas pueden sentirse protegidos en todo momento. Por otra

parte, si la política mexicana se ha caracterizado por un inocuo nacionalismo, el tráfico

de drogas ha recorrido trayectorias diferentes. Los primeros traficantes de drogas

estadounidenses fueron eliminados del mercado mexicano del mismo modo que

posteriormente fueron expulsados del mercado muchos otros intermediarios cuando su

Carlos Resa Nestares

30

presencia ya era innecesaria. Así ocurrió en 1975 con la detención del cubano Alberto

Sicilia Falcón, que mantenía el contacto con los grupos de exiliados cubanos de Miami

que iniciaron el tráfico de cocaína, posteriormente con Juan Ramón Matta Ballesteros,

producto de las relaciones con los grupos colombianos de la cocaína, y antes y después

con muchos otros traficantes de droga extranjeros. Cuando, a finales de los setenta y

principios de los ochenta, los cárteles colombianos trataron de introducir grandes

cantidades de droga por México de forma independiente obtuvieron grandes fracasos, lo

cual les condujo a alianzas con grupos ya existentes de delincuencia organizada en

México, que en el pasado ya habían sido capaces de construir relaciones colusivas con

múltiples instituciones a nivel nacional. El poder económico de los cárteles

colombianos, que fue tan útil en Perú o las Bahamas, donde establecieron con facilidad

bases de subordinación a través de los contrabandistas locales, era inútil en un entorno

como el mexicano donde siempre ‘el poder otorga dinero’, pero no siempre ‘el dinero

otorga poder’.

Pero para garantizar este papel del estado como regulador de la delincuencia

organizada se hace necesaria la existencia de una aparato de represión con energías

suficientes como para mantener todo el sistema informal de alianzas y contratos. El

elemento central para ello lo tienen las propias agencias de seguridad del estado. En este

sentido, éstas cumplen a cabalidad las encomiendas del poder político manteniendo el

monopolio sobre cualquier negocio ilícito, entre ellos el tráfico de drogas. En primer

lugar, proporcionan la apariencia necesaria para cumplir “estadísticamente” ante la

opinión pública y ante la presión internacional, eliminando adicionalmente a posibles

actores exteriores previvamente protegidos pero que por diversas circunstancias se

vuelven incómodos o que no están conectados apropiadamente con el sistema político.

Sistema político y delincuencia organizada en México

31

Las purgas en las fuerzas de seguridad del estado, presentadas como prueba palpable de

la lucha contra la corrupción, no son sino la eliminación de adversarios internos cuyas

conexiones dentro del sistema político han caido en desgracia. Igualmente, el presidente

Ernesto Ponce Zedillo de León, como anteriormente habían hecho Miguel de la Madrid

y Carlos Salinas, utilizan propagandísticamente los muertos para aparentar eficacia:

“Son nuestros hombres y mujeres los primeros en morir combatiendo el narcotráfico.

Son nuestras comunidades las primeras en sufrir la violencia”, olvidando que la

abrumadora fuente de la violencia es la propia policía (Zedillo 1998). Incluso pueden

sacrificarse a algunos elementos útiles al sistema de las corporaciones policiales o

políticos de escala menor en beneficio de esta presentación pública. En la mayoría de los

casos las sospechas de involucramiento en tráfico de drogas construidas exteriormente,

por la prensa o por gobiernos extranjeros, no acaban con el encarcelamiento sino con la

expulsión del aparato gubernamental conservando los beneficios adquiridos con

anterioridad. En segundo lugar, mediante la utilización abusiva, e impune en la gran

mayoría de los casos, de la violencia las agencias de seguridad consiguen incrementar su

poder de disuasión frente a posibles competidores. En tercer lugar, con ayuda de la

prensa coludida con los intereses de la élite política, fabrican criminales como medio de

venganza o de encubrimiento de los verdaderos culpables.

Así pues, las policías son un elemento más, por demás importante para su

conservación, del sistema político mexicano: quien ingresa a ellas, como por lo general

a cualquier otro escalafón del aparato administrativo, lo hace con la intención de

enriquecerse, delinquiendo impunemente. La única diferencia es la velocidad. Por una

parte, el ingreso a una corporación se hace por los mismos mecanismos informales

habituales a todo el sistema político (Arteaga Botello y López Rivera 1998). Por otra, el

Carlos Resa Nestares

32

acceso a plazas superiores sólo es posible a través de su compra, en una monetarización

que no es de ningún modo infrecuente en otros órganos del sector público. Y cuando son

despedidos, consignados o cesados simplemente se enrolan en otra policía gracias a los

contactos adquiridos previamente. Algunos observadores consideran que la posición

dominante de “las mafias policiales” en el mercado de la droga tiene su origen en la

descomposición de las mismas está provocada por “la enorme discreccionalidad de la

que gozaron las instituciones de seguridad pública en los años setenta para el combate a

los grupos izquierdistas de oposición armada” (IMECO 1998:32-36).

Esta situación es más bien una consecuencia. La impunidad policial era una

situación previa ampliamente generalizada. Sin embargo, un elemento es substantivo a

la hora de analizar la situación del tráfico de drogas y su relación con las agencias de

seguridad estatales: a medida de que se necesita una mayor y más frecuente actuación de

las fuerzas de seguridad para controlar los mercados ilegales, éstas acumulan un gran

poder informativo, de crucial importancia para las élites políticas, con el cual poder

negociar vis a vis con la autoridad central en busca de sus propios intereses económicos.

Y de ahí que gran parte de quienes conformaron los niveles superiores de la lucha contra

los grupos terroristas, enrolados a su vez en todo tipo de actividades ilícitas bajo el

manto de impunidad proporcionado por el apoyo central de todo el sistema político,

pasasen a ocupar con el tiempo importantes puestos en la élite gubernamental, como

Javier García Paniagua, que llegó a ser presidente del partido gobernante, o Fernando

Gutiérrez Barrios, posteriormente Secretario de Gobernación.

Lo realmente importante es que las agencias de seguridad pública, por tanto,

tienen un poder superior a cualquier de las organizaciones de tráfico de drogas, incluso a

las más poderosas, que hace que incluso la seguridad personal de sus dirigentes sea

Sistema político y delincuencia organizada en México

33

adquirida directamente mediante negociaciones con los altos mandos de la policía. Son

policías judiciales asignados desde los mandos superiores de la corporación quienes

actúan de guardaespaldas, del mismo modo que con los dirigentes políticos, quienes se

encargan de solucionar las rencillas personales por medios violentos y quienes protegen

los más mínimos movimientos de los líderes y de sus cargamentos. Pero no muestran

una autonomía suficiente del poder ejecutivo. El ex director de la Policía Judicial

Federal (1993-1994), Adrián Carrera Fuentes, en sus declaraciones como testigo

protegido, afirmó haberse reunido en siete ocasiones con el traficante de drogas Amado

Carrillo mientras ostentó ese cargo y con posterioridad. En octubre de 1993, “Amado

Carrillo le dijo [...] que deseaba que le comisionara como subdelegados de policía a las

personas que él le indicaría y que le proporcionara judiciales para que lo protegieran y

que le sirvieran de escolta. [Carrera Fuentes] le manifestó que no podía hacer lo

relacionado con la designación de los subdelegados, ya que no tenía facultades para ello,

pero que sí le iba a comisionar a policías para que lo escoltaran” (Gómez 1998). No sólo

eso, la desarticulación de bandas delictivas es un claro ejemplo de que son susceptibles

a las presiones desde arriba, desde el poder político. Así pues, existen barreras al libre

movimiento de los policías que hacen imposible substraerse de la dependencia del poder

político.

En consecuencia, las organizaciones de tráfico de drogas en México están

subordinadas al poder del sistema político, que organiza su producción y

comercialización a través de elementos dentro y fuera del aparato administrativo.

Ninguno de los agentes participantes, por relevante e incluso dominante que aparezca en

un momento determinado, es verdaderamente indispensable. La dinámica de entrada y

salida, de ascensos y descensos, está dispuesta por los movimientos dentro del sistema

Carlos Resa Nestares

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político mexicano. Más allá de la utilidad concreta y limitada en el tiempo para alguno

de los agentes inmiscuidos en el juego político, el tráfico de drogas expande el ámbito

de la corrupción, elemento clave para perpetuar el sistema clientelar, en unos tiempos

como los actuales en los que los fondos se hacen más urgentes por el incremento de la

contestación política. Y así la política antidrogas debe considerarse tan sólo un

instrumento de conservación al sistema. Por una parte, amplifica la confianza de los

agentes públicos o privados de los Estados Unidos, que ayudará a expandir el pastel de

la corrupción y, por tanto, a la perpetuación del sistema político. Por otra, es un

elemento válido para la eliminación de enemigos políticos, tanto dentro como fuera del

propio entorno del partido gobernante. Así por ejemplo, mientras el que luego fuera

subprocurador para el narcotráfico, Coello Trejo, ejercía como secretario de Gobierno

en el Estado de Chiapas (1982-1988), era táctica habitual detener como acusados de

delitos contra la salud a elementos contestatarios, ya estuviesen dentro o fuera del

partido gobernante.

Conclusión

Cuando durante su campaña electoral de 1976 el presidente José Luis López

Portillo solicitó caborquizar el país, probablemente estaba describiendo el pasado y

augurando el destino de México. Caborca, Sonora, tierra ganadera, fue electrificada en

los tiempos en que López Portillo era director de la Comisión Federal de Electricidad.

Los dirigentes agrícolas de la región, comandados por Salomón Faz Sánchez lo

destaparon como candidato presidencial. En recompensa, López Portillo impuso a Faz

Sistema político y delincuencia organizada en México

35

como diputado federal y como presidente de la Confederación Nacional de Pequeños

Propietarios, una de las ramas del partido gobernante. Faz gozaba de su cercanía con el

presidente, que se tradujo en impunidad para sus delitos. En 1984, la Confederación

Campesina Independiente lo acusó ante la policía de que “compró tierras a latifundistas

al doble de su valor y con dinero de la nación, explotó a campesinos de Caborca, [y

además] abrió las puertas al narcotráfico” (Correa 1984:22-25). El año siguiente se

descubrió que durante los cinco últimos años el traficante de drogas Caro Quintero

había convertido a Caborca en su centro de operaciones: “compró, invirtió, despilfarró,

controló sus negocios y hasta, según sus declaraciones, magnánimo, aportó fondos para

obras públicas y sociales” (Corro 1985:15-16). Desde su rancho “El Álamo”, con pista

de aterrizaje, dos mil cabezas de ganado y coronado por un castillo del siglo pasado,

Caro Quintero controlaba los cultivos de mariguana que se extendían por toda Sonora,

elevó al doble el precio de los ranchos con sus inversiones, donó cien millones de pesos

al municipio para obras sociales y dejó a medio concluir un hospital.

En México, como en otros lugares donde la práctica legal no goza de la necesaria

independencia y se ve sujeta a las condiciones existentes en el ámbito político, el

derecho objetivo es en la práctica una legalidad subjetiva de facto al servicio de

intereses personales concretos. Esta situación hace imposible la investigación del crimen

organizado como una variable independiente y, en mayor medida, como una amenaza a

la democracia liberal, si es que ésta hubiese existido en algún momento. En esencia, la

situación no es una en la cual el crimen organizado ha penetrado las estructuras estatales

en los ámbitos ejecutivo, legislativo y político sino que, de modo más peligroso para la

convivencia social, intereses particulares han tomado conscientemente el aparato estatal

para convertirlo en su sirviente, dominando por igual el ámbito de la legalidad y de la

Carlos Resa Nestares

36

ilegalidad. “La especificidad fundamental del crimen organizado en México es que se

origina, se sostiene y nutre desde las estructuras del estado, en particular de aquéllas que

teóricamente existen para combatir, precisamente, a la delincuencia” (IMECO 1998:31).

Las inmensas diferencias en niveles de renta y de poder, junto con otro tipo de factores

como el escaso desarrollo de la sociedad civil, puede ayudar a la creación de un entorno

de este tipo.

Así pues, el crimen organizado en México no puede instalarse dentro de los

modelos más o menos habituales de delincuencia organizada y sus conexiones con el

poder político sino que puede aprehenderse de forma más apropiada si se incorpora el

concepto de crimen organizado de estado. Las pautas más acordes serían las de

delincuencia organizada de estado, definida como el conjunto de “actos que la ley

considera delictivos [pero que son] cometidos por funcionarios del estado en la

persecución de sus objetivos como representantes del estado” (Chambliss 1989:184).

Cuando Peter Lupsha (1995) sugiere que el papel de las principales organizaciones

internacionales de tráfico de drogas, entre ellas las mexicanas, con relación a los estados

está sufriendo un cambio cualitativo desde la fase de parasitación a otra simbiótica, por

una parte, ignora conscientemente que los grupos mexicanos no han pasado ni por la

etapa parasitaria ni por su antecesora, la predatoria, y, por otra, sugiere que tienen una

capacidad independiente de la autoridad estatal que le permite asociarse en términos de

igualdad, lo cual difícilmente puede apreciarse en la realidad.

“En todas las épocas existen relaciones políticas, económicas y sociales que

contienen ciertas contradicciones inherentes, que provocan conflictos y dilemas que las

personas tienen que luchar por resolver. [...] Las contradicciones inherentes a la

formación de los estados crean las condiciones en las cuales existirá una tendencia de

Sistema político y delincuencia organizada en México

37

los funcionarios del estado a violar la ley penal. [...] Existe una contradicción, por tanto,

entre los preceptos legales y los objetivos acordados de los organismos estatales.

Quienes [violan la ley] son los actores, pero no la causa, de la persistencia del crimen

organizado de estado” (Chambliss 1989:201). Durante los años setenta la CIA pudo

tener acceso a información relevante obtenida ilegalmente en México por agencias de

seguridad nacionales en tiempos en que la retórica pública antiestadounidense y los

reclamos de soberanía, consignados en el aparato legal, eran muy fuertes dentro de la

élite política mexicana. Incluso el presidente Luis Echeverría Álvarez (1970-1976) actúo

como agente de enlace de la CIA desde su puesto de Secretario de Gobernación antes de

ocupar el máximo escalafón (Agee 1975:497-598). Esto es, una política de estado es en

la práctica una violación de la legalidad vigente y un enfrentamiento con la presentación

pública de la misma.

La propia práctica política mexicana con respecto a la corrupción podría

definirse como criminalidad organizada de estado. “La laguna entre las circunstancias

reales que manejan el ejercicio de poder y las formas legales e ideológicas que sirva para

justificarlo se ha hecho clara. Existe una contradicción estructural entre los imperativos

de legitimidad y los requeridos por la estabilidad política. La manifestación más

inmediata es la corrupción” (Escalante Gonzalbo 1990:106).

En la actualidad el gobierno mexicano, sobre todo por la presión de la opinión

pública y de los Estados Unidos, trata de mostrar una cara de combate al tráfico de

drogas. Sin embargo, quienes monopolizan las posiciones importantes de ese estado

están comprometido en otro juego de poder que hace imposible su eliminación, cual es

la relación clientelar que se engarza a lo largo y ancho de toda su estructura política y la

acumulación de activos para la negociación política intraélites. Los patrones más

Carlos Resa Nestares

38

enérgicos del sistema tienen un supremo interés en mantener la injusticia, la hostilidad y

la ineficiencia de los sistemas “oficiales” (la legalidad) porque de ello depende su propia

supervivencia política y económica. Puesto que los sistemas “reales” (la realidad)

funcionan de forma intrínseca, más que paralela, a los sistemas “oficiales”, haciéndolos

inoperantes, el patrón debe asegurarse de que el poder institucionalizado se utilice de

forma que beneficie a sus propios intereses.

El tráfico de drogas está ahí, forma parte de la realidad, por lo tanto cada grupo

de patronazgo dentro y en los aledaños del Partido Revolucionario Institucional tiene un

incentivo para participar en él, salvados los dilemas morales que se han quebrantado

durante casi siete décadas de poder omnímodo e irrefrenable que sustentó un sistema de

corrupción generalizada e institucionalizada. No importa tanto quién o qué grupos están

dedicados a la extorsión y organización de los traficantes de drogas como la existencia

de un sistema que sólo mantiene alejados a los políticos del negocio en tanto la

negociación político los sitúe en lugares apartados de las agencias encargadas de

controlarlo. Un posible elemento de salvación para el sistema, cual constituiría la

eliminación tácita del tráfico de drogas como elemento financiero que apoye los

intereses de grupos en los viciados procesos de negociación política, es imposible

porque el pensamiento es instántaneo es: “si no lo hago, siempre habrá otro que lo

haga”. Y un poder económico que, en las actuales circunstancias, se transfiere

instantáneamente hacia el juego de la negociación política es muy difícil de dejar pasar.

Igual que con la iniciativa privada, con el petróleo o con las arcas estatales de todos los

niveles de la administración pública, las élites políticas mexicanas han controlado el

cada vez más lucrativo negocio del tráfico de drogas para su propio beneficio.

Sistema político y delincuencia organizada en México

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En 1991, un ya bien establecido traficante de drogas, Oliverio Chávez Araujo,

también conocido como el “zar de la cocaína”, exmilitar que traspasó la frontera del

comercio de mariguana hacia el de cocaína con gran éxito, llegando a disputar su control

a Juan García Ábrego en el codiciado estado norteño de Tamaulipas, declaró: “he

vencido a todos los cárteles, pero con el de la charola no he podido”. Su único refugio,

la cárcel de Matamoros, que controlaba en toda su extensión, le sirvió como fortín

inexpugnable para evitar los embates armados de las autoridades policiales a la prisión,

pero sólo durante un tiempo. Consiguieron retirarle del mercado de la droga. Uno de los

entonces aliados de García Ábrego, Óscar López Olivares, alias “El Profe”, se refirió

posteriormente al negocio de las drogas: “El narcotráfico, y esto debe entenderse, es un

asunto manejado por el gobierno completamente porque desde la protección que se da a

los cultivos de mariguana, todo está debidamente controlado, primero por el ejército,

después por la Policía Judicial Federal y hasta por los fumigadores de la Procuraduría”.

Cuando finalmente García Ábrego pierde sus resortes políticos y es detenido en

circunstancias inauditas en Nuevo León, su anciano tío, Juan Nepomucemo Guerra, que

durante décadas controló el contrabando en Matamoros, declaro: “es mi sobrino, ¿qué le

puedo decir?... contra el gobierno no se puede” (Figueroa 1996:69).

Carlos Resa Nestares

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