i seminario atlántico de pensamiento - fenómenos de borde
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Autor: Ignacio CastroTRANSCRIPT
FENÓMENOS DE BORDE
IGNACIO CASTRO
Filósofo, escritor y crítico de arte. Nacido en Galicia, su ensa-
yo “Días” fue finalista del Premio Anthropos de Ensayo 1991.
Colaborador habitual en varias revistas (Anthropos, Archipié-
lago, Isleño, Ubicarte), es autor de los libros Alén da fenda
(1994), Roxe de Sebes (2001), La explotación de los cuerpos (2002), Trece ocasio-
nes (2002), Crítica de la razón sexual (2002) y La sexualidad y su sombra (2003).
Ha escrito textos para libros y catálogos en colaboración con diversos artistas (Fer-
nando Baena, Evaristo Belloti, Antón Lamazares, Antón Patiño, Manolo Quejido),
así como impartido conferencias en diversos foros de debate sobre arte y cultura
en España y el extranjero. Ha dirigido cursos de arte y pensamiento en la Univer-
sidad Complutense de Madrid, el espacio cultural Cruce de Madrid, el Ateneo de
Pontevedra, el Palacio de Revillagigedo de Gijón, el centro de arte La Regenta de
Las Palmas de Gran Canaria y el Círculo de Bellas Artes de Madrid. De este trabajo
se han editado los volúmenes Imágenes: ¿todavía el hombre? (1994), Otro marco
ara la creación (1995), Junto a Jünger (1996), El aliento de lo local en la creación
contemporánea (1998), Informes sobre el estado del lugar (Oviedo, 1998) y Nes-
te silencio (2000).
IgnacioCastro
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Este texto es resultado de la transcripción de la intervención oral llevada
a cabo por Ignacio Castro Rey en la mañana del 13 de mayo de 2005,
dentro del curso “Centro y Periferia en Tiempos de Aceleración”.
No voy a extenderme demasiado en lo que se refiere al primer punto de obligada cortesía. Agradezco mucho
a Antonio G. González y a la Vicepresidencia del Gobierno la generosidad de haberme invitado a estar aquí, convo-
cado por un tema tan urgente y entre oradores que hablan desde perspectivas tan distintas. Los anteriores orado-
res han puesto el listón muy alto y, además, con una problemática tramada en muy distintas direcciones. Por mi
parte, voy a intentar esbozar las pocas ideas que tenía preparadas, con alguna referencia a cuestiones paralelas.
Creo que era Balzac quien hablaba de una suerte de “catolicismo social”, ya hacia finales del siglo XIX. Habla-
ba de catolicismo social en el sentido de una obsesión por socializarlo todo, por que la sociedad penetrase en to-
dos los resquicios de la vida. Esto tiene que con las llamadas “sociedades disciplinarias” de Foucault, empeñadas
en organizar minuciosamente el tiempo de los hombres, y con lo que después se ha llamado “poder biopolítico”, un
poder que penetra en el tejido mismo de la vida, socializando a los seres humanos desde su propia carne, como en
cierto modo jamás había ocurrido. Este fenómeno, por cierto, está vinculado con el comienzo de la charla de Sergio
Larriera, con ese retiro de la subjetividad que él señalaba, frente a la presión de lo social. Bien, es este panorama
no voy ahondar por ahora. Ustedes saben perfectamente de qué estoy hablando. Podríamos referirnos incluso a un
“fascismo de lo social”, pero utilicen, en fin, el calificativo que consideren más oportuno.
Sin embargo, ha habido siempre, ya en los siglos XIX y XX, una vieja sabiduría que, frente a esa lógica de la
socialización a ultranza, más bien se plantea constantemente una fuga, una quiebra. Creo que Freud no quería sino
esto, asaltar lo social, quebrar lo social, modificarlo, perturbarlo, incomodarlo con irrupciones que vienen de lo
asocial. Irrupciones que vienen, de algún modo, de un margen extraño que siempre persiste fuera del orden socia-
lizante. Nuestro, digamos, oscurantismo de izquierda, con su voluntad de sustituir simplemente una superstición
por otra, nos ha impedido hasta ahora saber lo que podía ser inicialmente el cristianismo. Pero si tuviéramos la pa-
ciencia, que me parece dudoso que podamos tenerla, si llegásemos a repasar los textos originales del cristianismo,
por ejemplo, el Evangelio de San Juan, veríamos que allí (y esto conecta el cristianismo con otras religiones, con el
Islam y con el judaísmo, cosa que nos interesaría mucho hoy) hay una fuerte voluntad política de perturbar el or-
den de la época. La idea es asaltar la Sinagoga, el templo consagrado, el cumplimiento literal y “farisaico” de las
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Escrituras, con un mensaje distinto, violentamente renovador, que nace en los márgenes.
En este sentido, Cristo es un personaje extrañamente inquietante, no sólo para el Imperio
Romano y para los judíos, sino incluso para la mentalidad moderna actual. Al fin y al cabo,
piensen que la revuelta cristiana aparece en aquellos años con la propuesta subversiva de
que la Verdad no está en lo consagrado, en el mármol de las Sinagogas donde se reúnen los
sabios, sino en el rumor de las afueras. En la palabra de la prostituta, del lisiado, del niño,
del poseído. En suma, en el viento del desierto, de lo que ha quedado fuera.
Hay ideas iniciales en el cristianismo que lo conectan con una perturbadora pasión
por el exterior (ni gentiles ni judíos), por la nueva centralidad que se forja en los márgenes.
Y después esta idea paleocristiana, a pesar del oscurantismo de la Iglesia y del oscuran-
tismo moderno de la diosa Razón, esta idea pervive, reapareciendo en múltiples momentos
del pensamiento contemporáneo. Por ejemplo, en Lacan y Deleuze, figuras escandalosa-
mente paralelas. Lo que queda de ellos como pensadores, después de las escuelas que los
han saqueado, no sería nada sin esta pasión por pensar una y otra vez la potencia utópi-
ca de lo pequeño, la potencia de lo atado a sus límites mortales frente a lo “global”. Exis-
ten, por ejemplo, múltiples pasajes de Deleuze y de Lacan absolutamente heterodoxos en
cuanto a la manera en la que podríamos pensar el cristianismo. Y al margen del tema de
la religión, es curiosa la manera laica en que los dos hacen constantemente una apuesta
por la potencia de lo múltiple y discontinuo frente al orden de lo general. La potencia de lo
que se ata a la discontinuidad de la finitud, al “orden” de la condición mortal, manteniendo
una relación afirmativa con lo más difícil, la muerte.
Por otro lado, el juego del centro y la periferia es un juego similar al de la muñeca rusa,
pues siempre hay una periferia más periférica que deja a la primera como centro, para ir
a otra, para derivar a otra cosa. Esto es exactamente el mismo juego que, aunque no lo
ha mencionado explícitamente Larriera, se veía en el cuadro de Duchamp: el agujero de
la puerta nos abre al agujero del sexo de ella, y este agujero del sexo, si lo penetrásemos,
cosa que no ha ocurrido, nos abriría a la vez a otro agujero. Diríamos, entonces, que, desde
un punto de vista cuantitativo, los agujeros no tienen fin, la periferia no tiene fin. El límite,
la diferencia no se encuentra por ahí. Se encuentra en la relación que mantiene lo pequeño
con la lógica de la finitud, con el sentido real de lo imposible que es la muerte. La ventaja
de David frente a Goliat (la ventaja de esta pequeña flecha del cursor en el espacio vacío y
negro de la pantalla del ordenador sin imágenes), es la relación que lo pequeño mantiene
con el devenir, con el sufrimiento, con la incertidumbre de la existencia… Como quieran
decirlo, todas las palabras se quedan un poco cortas. La cuestión clave no es táctica: no es
que David sea móvil frente a Goliat, que esté plegado al terreno y vea las piedras como no
las puede ver Goliat. Frente a éste, la ventaja fundamental de David es ontológica, estra-
tégica: no está colmado, lleno de sí, y por eso mantiene una relación de deuda con la exte-
rioridad del terreno, una complicidad distinta con el exterior, que le permite otra movilidad.
“El juego del centro y la periferia es
un juego similar al de la muñeca
rusa, pues siempre hay una periferia
más periférica que deja a la primera
como centro, para ir a otra, para
derivar a otra cosa. La periferia no
tiene fin. El límite, la diferencia, no
se encuentra por ahí. Se encuentra en
la relación que tiene lo pequeño con
la lógica de la finitud, con el sentido
real de lo imposible que es la muerte”
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Por así decirlo, su vida nunca está garantizada por nada general instituido, nada que no
sea el movimiento mismo de la vida, y esto le obliga a una relación incansable con el movi-
miento. Como de antemano su vida no está asegurada, tiene que ponerla constantemente
en juego. Este “principio de variación” puede hacer a lo pequeño superior.
En esta línea que reivindica la potencia de lo plegado a la finitud, hay una venera-
ble y contemporánea tradición. Todo el impulso nietzscheano, que causó tanto escán-
dalo en su momento, de pensar la claridad griega trágicamente, con Dioniso, dios de la
ebriedad, rigiendo desde abajo al solar Apolo. Igualmente, el Bosque frente a la Nave
en el caso de Jünger, el Rizoma frente al Árbol en el caso de Deleuze. Toda esta serie
de opuestos asimétricos, no metafísicos, van en la dirección de realzar la primacía on-
tológica de lo que mantiene una relación con el “uno de la discontinuidad”, frente a lo
apegado a la seguridad de lo general. Esto último sabrá de matar, pero no sabe de la
muerte, de la “afirmación no positiva” (Foucault) de la muerte, como sí sabe lo pequeño.
También esto tiene un punto clave en Aristóteles. En algún momento de su Ética a Nicó-
maco, Aristóteles habla de un instante en el día, un registro de la existencia humana, la
Theoria, que es “mínimo en magnitud y máximo en dignidad”. Sin ese gozne del día, casi
clandestino, el día no se ajusta, no se cumple, pues entonces toda su acción no tendría
su cima en la contemplación.
Por tanto, no veo porqué no reactualizar en estos tiempos esa vieja tradición que ade-
más, por cierto, nos conectaría con culturas muy distintas que nos rodean. Esa línea de
sombra del pensamiento conecta con estratos cristianos, judíos, mahometanos, posible-
mente taoistas, y habla de una verdad que está siempre en los márgenes, que sólo ocu-
rre en la crisis de lo sabido, como diría Lacan. Hay algo que ocurre sólo en los márgenes,
escapando exactamente de esa geometría euclidiana que nos es habitual. Y margen no es
tanto aquello que se puede dibujar en el borde físico de una figura reconocida, aquello que
está en el borde del centro, como aquello que puede ocurrir en el propio centro a partir de
una experiencia de desprotección. Los márgenes es lo que se experimenta cuando estamos
desamparados, no protegidos, no cubiertos, fuera de cobertura. Creo que volver a pensar
esto, un acontecimiento “de borde” que divide nuestra vida en dos, es fundamental para,
al menos, aliviar la presión mayoritaria de lo cerrado en nuestras vidas.
Se trata de una cuestión muy sencilla, que me gustaría que ustedes me desmintieran
después. No hay posibilidad de encontrar en ningún hombre que haya pasado a la historia
un rasgo biológico que no indique que esa transformación histórica, sea la que sea, la de
Trotsky o la de Bob Wilson, no se ha dado desde la falla de un agujero negro. Me refiero
a una experiencia profundamente patológica de desprotección desde la cual se ha reini-
ciado otra vez la historia, la historia lingüística, la historia de Rusia, la historia de lo que
sea. Es curioso cómo hasta las biografías reflejan esta importancia de los márgenes, de
“Margen no es tanto aquello que se
puede dibujar en el borde físico de
una figura reconocida, aquello que
está en el borde del centro, como
aquello que puede ocurrir en el propio
centro a partir de una experiencia
de desprotección. Los márgenes es lo
que se experimenta cuando estamos
desamparados, no protegidos, no
cubiertos, fuera de cobertura”
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aquello que acaece sólo cuando estamos fuera de cobertura. Tal como se ha dicho a veces, la historia sólo es el
conjunto de condiciones, prácticamente negativas, necesarias para que ocurra algo de carácter no histórico. Di-
cho en otro lenguaje: el mito es lo que alimenta la historia; sólo ocurre en la historia, pero no pertenece a ella,
surge por fuera.
En esta dirección, pensadores tan distintos como Deleuze o Baudrillard han hablado de la importancia de
que el pensamiento y el arte creen y preserven “vacuolas de no comunicación”, interruptores desde los cuales
sea aún posible pensar algo, reiniciar algo, decidir algo. Porque precisamente la cobertura infinita de la co-
municación, y esta es su oferta y su coacción política, nos impide esta caída en la existencia, esta crisis sin
la cual nadie puede crear nada nuevo, ni recrear su propia existencia. Toda la letanía de la interactividad, tan
bien vendida, viene después de esta inmensa coacción política de la “interpasividad” que la comunicación es-
timula e impone.
Esta línea de pensamiento, con acentos muy distintos según se trate de Baudrillard o Agamben, está resca-
tando una palabra que hoy en día es absolutamente despreciada, que es la palabra “atraso”, “subdesarrollo”. La
importancia ontológica de preservar una región de atraso en nuestra experiencia, una región anacrónica desde la
cual recreemos nuestra existencia. Sin ese registro de atraso, tecnológicamente incorrecto, no sobrevive lo que se
llama existencia frente a las propuestas sociales. Incluso, por tanto, tampoco hay la posibilidad de renovar la so-
ciedad misma, porque a ésta le faltaría el aire fresco de la exterioridad. En todo caso, sin esa región central, zona
ártica que Lyotard llamaba “segunda existencia”, el hombre está perdido frente a la proliferación hasta el infinito
de las prótesis sociales.
En un texto precioso, aunque muy circunstancial, en el cual Baudrillard repasa aquel enfrentamiento que
ocurrió hace años entre Deep Blue, un ordenador de última generación creado por la NASA, y el genial ajedrecis-
ta Kasparov, Baudrillard reivindica precisamente en Kasparov, ucraniano y polémico, su imprevisible carácter, su
pensamiento tecnológicamente incorrecto, lo que hay en él de desprogramado, de superior al “pensamiento” bina-
rio de la tecnología. En definitiva, aunque diseñado a la contra de Kasparov, Deep Blue estaba creado en el plano
de lo calculable y homogéneo, con un haz complejo de combinaciones binarias. Frente a él, como diría Leibniz, la
ventaja de Kasparov es que era “máquina en sus más ínfimas partes”.
Nos pongamos como nos pongamos, esta experiencia de la cual todos ustedes saben lo suficiente (por eso
callamos en este punto), esta experiencia de la finitud sigue siendo en nuestro orden social, precisamente por
clandestina, potencialmente subversiva. La postmodernidad, en lo fundamental, sigue siendo esencialmente pla-
tónica. ¿Qué es el platonismo? Decía Nietzsche que el platonismo es (y también prolongaba esta tara hasta el cris-
tianismo histórico) una brutal constante de “elevación” suprasensible, por encima de las condiciones reales de la
existencia. Esto supone el privilegio del esquematismo limpio y abstracto del concepto frente a la turbia singulari-
dad de lo real. Esta hoja que yo tengo delante es única; me esté mirando o no, es única, y sin embargo el hombre
occidental se eleva al concepto “hoja”, que iguala lo que no es igual. Esta hoja, cualquier hoja de un árbol, en cier-
to modo me perturba con una existencia singular que no tiene equivalencia. Este paisaje, esta mirada, el rostro de
las cosas, de un ser humano... Huimos sin cesar de ello para refugiarnos en la abstracción más o menos cómoda
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del concepto (que “separa” unos rasgos y ”retiene” sólo unos pocos). En cierto modo, toda
la mentalidad occidental ha materializado esta obsesión, esta huida y esta “venganza”
(Nietzsche) frente a la vida. Todos los símbolos de nuestro devenir contemporáneo, desde
la preciosa pantalla azul de alta definición que hace un momento nos acompañaba como
fondo, hasta la línea veloz que esquematiza nuestras vidas trazadas (el trayecto del día,
del automóvil, del avión, de la empresa), todo ello es una expresión perfecta de la voluntad
occidental de “elevarse”, de salvarse de la irregularidad vital.
Ayer María Luisa González, y también Flora Pescador, nos hablaron de cómo la ar-
quitectura en cierto modo “despega” constantemente. Los edificios tienen que adquirir
una proyección, un perfil aerodinámico, espacial casi, transparente, que a ser posible
se confunda con la liquidez del cielo. Igualmente el rascacielos, la comunicación rápida,
las vías encauzadas por la velocidad, la comunicación constante con la lejanía en de-
trimento de la cercanía. También la información, con la idea de poseer un dato abstrac-
to que nos permita ahorrarnos la vivencia física de aquel país, aquella persona, aquel
fenómeno. Todo esto es platonismo, aversión a la irregularidad, a la mezcla y el peligro
de lo terrenal.
Siento hacerles esta revelación un poco entristecedora a estas horas de la mañana,
pero seguimos en un mundo implacablemente moderno. Por lo tanto, este mundo está
amenazado por un peligro central. Pues todo aquello que se eleva perdiendo de vista la
lógica de la finitud, está a expensas de la entrada de un pequeño virus que, cargado con
una finitud que entonces se ha vuelto terrorífica, lo derribe. Lo que ha sido reprimido como
mortal, volverá como letal. Fíjense en que no es una manía de Virilio esta idea, que men-
cionaba ayer Antonio G. González, de que todo avance tiene un retroceso, de que cada in-
vento va acompañado de un accidente específico. El avión supersónico está unido a la
posibilidad de un accidente nuevo y fatal; el rascacielos, ya lo sabemos, también está
unido a un desastre pavoroso… Esta sombra de negatividad que acompaña cada avan-
ce no es una broma de Virilio, sino una vieja ley de las cosas: no hay ganancia sin pérdida
(Freud), no hay acción sin reacción. Si a esto le sumamos una desprotección medular que
padece el poder global, lo gigantesco, por el simple hecho de que ha ignorado la lógica de
la finitud (lo cualitativo) en función de la lógica magnitud, podemos hacernos una idea de
hasta que punto la sociedad global está alimentando la fatalidad de las cosas, preparando
la catástrofe. La fragilidad potencial de lo gigantesco es pavorosa, sea rascacielos, avión
supersónico o ciudadano “enganchado” a la red. Como el Titanic, todos esos constructos
están a expensas del roce con cualquier punta de singularidad, la entrada de un pequeñí-
simo virus que lo derrumbe todo. Piensen en la metáfora de aquel virus informático, “I love
you”, que lanza un pequeño hacker filipino, creando miles de millones de pérdidas en euros
y un daño catastrófico. Es una expresión del peligro que amenaza a lo global, sobre todo si
las personas que dirigen aquello no tienen al mismo tiempo, para compensar, un pensa-
“Todos los símbolos de nuestro
devenir contemporáneo, desde
la preciosa pantalla azul de alta
definición que hasta hace un
momento nos acompañaba como
fondo hasta la línea veloz que
esquematiza nuestras vidas trazadas,
es una expresión perfecta de la
voluntad occidental de “elevarse”, de
salvarse de la irregularidad vital”
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miento “analógico” de la existencia mortal. Salvo que por algún lado compensen en sombra y lentitud el exceso de
velocidad, el hombre tecnológicamente desarrollado es un marginal en el mundo de los sentidos.
En la lógica del “cero muertos”, que es la ideología espontánea de la trama técnica, el roce con la singulari-
dad no puede ser más que terrorista. De ahí el pánico incesante de lo gigantesco a lo minúsculo, pues presiente
que en esa singularidad, sin generalidad equivalente, hay algo que puede “depresurizar” inmediatamente la cabi-
na artificial que dirige la nave.
No sólo el mundo contemporáneo es profundamente moderno en este sentido en el que nos avisaba Nietzs-
che, sino que además en cierto modo (es el tema del coloquio) la lógica de la comunicación ha conseguido per-
feccionar al máximo esta duda platónica. Fijémonos en que todas las metáforas de nuestra vida cotidiana van en
la dirección de constituir un “continuum” de cobertura técnica que nos libra constantemente del contacto con lo
real. Ese real sería el fin de la historia. Pero en esta época actual del fin del “Gran Relato”, la historia desciende
al registro microfísico, al registro de lo local y privado, cotilleo incluido. Esto, en cierto modo, representa el triunfo
total de la historia occidental en el sentido en que hemos conseguido un enorme dispositivo que consigue penetrar
en el resquicio mismo de la vida y asignar en cada instante (esto es también la tecnología digital) la cobertura, la
cobertura técnica y social para una vida plenamente asistida... Que estará plenamente desarmada cuando ocurra
algo, un accidente de otro orden.
Hay en ese sentido un imperialismo que la humanidad jamás ha conocido. Hay un imperialismo en de la tra-
yectoria y de lo social sobre la vida que la humanidad jamás ha conocido. Las propias imágenes que Flora Pescador
nos mostró ayer, que eran imágenes de esta isla, eran muy significativas. Esas urbanizaciones que han conseguido
enroscarse en sí mismas con las casas dispuestas hacia el centro, hacia la piscina. La piscina, como la pantalla
azul, también es un símbolo platónico de ingravidez. En cierto modo, no flota en ningún lado la piscina. También
en los hoteles, la piscina, el punto de ingravidez azul que representa, permite que toda la construcción gire sobre
sí misma, con los cuerpos semidesnudos reposando.
En fin, todo un estereotipo social se mide a sí mismo siguiendo este álgebra de la cobertura perfecta. Y esta
endogamia, este círculo vicioso, esta autorreferencialidad es extremadamente peligroso, tanto a nivel individual
como colectivo. La velocidad, la aceleración, que es uno de los temas claves de este coloquio, ha conseguido con
un recambio ultrarrápido de los servicios, de las propuestas y de los bienes, una pared perfecta, mucho más per-
fecta que los sistemas antiguos de control. Éstos eran patriarcales y severos, represivos, incluso patéticamente
severos, pero interrumpían la vida de una manera discontínua. Los sistemas actuales de control, de lógica más
“femenina” que “masculina”, han conseguido una cuasi perfecta continuidad que no interrumpe la vida, que se
funde con la vida misma.
¿Cuál es el tema, por ejemplo, de esta curiosa película que se llama El show de Truman? (también se nom-
bró en la charla de Flora Pescador). El tema de esta película es que la vida que cree que está viviendo el in-
dividuo es en realidad un programa, un decorado casi perfecto. “Casi”, si no fuera por algunos detalles y una
fina raya en el horizonte que el individuo finalmente descubre. En fin, que hemos conseguido una lógica social
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Serie fotográfica Schliemann’s Troy, de Won Ju Lim, 2001. Obra editada en ART NOW, Ed. Taschen, Colonia/Berlín, 2002.
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que ha logrado prácticamente librarnos de lo peor, con todo lo que esto tiene de problemático cuando lo real
irrumpa.
Hace ya muchos años, desde el Los Ángeles de 1944, Adorno decía que la política del entretenimiento, la cul-
tura que llamamos del ocio representa, desarrollando la cultura anterior del trabajo, la voluntad política de que en-
tre jornada laboral y jornada laboral al sujeto no le roce nada que perturbe el ciclo productivo. Esto implica que en
la cultura en la cual estamos el tiempo muerto, el tiempo vivido como tiempo desnudo, ha desaparecido. Le llama-
mos ocio, de hecho, a una organización milimétrica del tiempo que la humanidad jamás había conocido. Las horas,
las más mínimas fracciones de tiempo, están ocupadas de tal manera que lo que se llamaría el tiempo muerto, es
decir, el tiempo como tiempo, ha sido borrado por nuestra cultura.
Existe un texto precioso de Deleuze que nos provoca constantemente, un texto que se llama “Post-scriptum
sobre las sociedades de control”, al final del libro Conversaciones (un libro prácticamente clandestino, porque na-
die lo lee). En este texto Deleuze, con una mezcla de escándalo e ironía, nos explica cómo el poder social se pare-
ce actualmente más a una tabla de surf, a una tabla de surf que se le sirve al consumidor para que cabalgue su
ola, que a un rompeolas que parase las olas, que reprimiese las ondas de cada existencia. Es el tema de El show
de Truman (no sé si de Matrix): el poder ha logrado un fundido técnico, al minuto, con la vida. Por favor, échenle
una ojeada a ese “Post-scriptum” para que vean hasta qué punto una parte de las propuestas aparentemente al-
ternativas, aparentemente subversivas y marginales, son también parte del sistema, de un nuevo sistema que es
en sí mismo “alternativo”, de una alternancia incesante que ha conseguido una sutileza microfísica que se funde
con la propia vida.
Estoy diciendo, en otras palabras, que la aceleración y el reemplazo constante de bienes (hasta la pareja,
pensadlo, ha sufrido de este reemplazo constante, y por supuesto, la familia). El tema del supuesto autoritarismo
de los padres salió ya en este curso. Pues bien, como profesor y como padre, no conozco prácticamente un solo
caso de padre autoritario. Más bien los problemas se ven venir constantemente por la otra vía, la de los padres
“permisivos” que dejan a sus hijos a cargo del “canguro” del consumo, cabalgando en el estruendo de lo múltiple,
sin decir una palabra más alta que los medios. Todo este falso pluralismo social (falso, pues es la cara externa del
Uno de la indiferencia) ha conseguido maquillar el centro, ha conseguido maquillar lo que podríamos llamar siste-
ma. Esto hasta el punto que hablar de sistema, hablar de capitalismo, crea un cierto pudor. En efecto, lo que antes
se llamaba capitalismo está unido casi al minuto con el más íntimo latido de las vidas. A este servicio está pues-
ta toda la velocidad del “pequeño relato” actual, incluido un potente dispositivo sentimental, sexual y afectivo. De
alguna manera, ciertamente, nuestra cultura social contemporánea ha vuelto a “reencantar” el mundo volviendo
a un espectacular culto de los sentidos.
Nuestro orden cultural es sin embargo sistema, sistema social determinado. Y esto porque no puede con una
sola cosa, porque ha de ser radicalmente intolerante con la lógica interna de lo minúsculo, esa singularidad que
aquí o allá emerge fiel a sus límites. Este sistema funciona, sin embargo, perfeccionando al máximo su cierre, con
una nueva conexión entre lo perverso del Ello privado, el blindaje clandestino de la privacidad, y el Superyó de lo
global, la nueva retórica de la democracia, los derechos humanos, la solidaridad, etc. Una alianza casi perfecta
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que hoy por hoy “puentea” constantemente al Yo, sumiéndole en la indecisión, en la expec-
tación, en la pasividad informativa. Como instancia de decisión, el sujeto ha retrocedido
escandalosamente para cederle la palabra a los medios, en aras de esa alianza entre lo
escandaloso y lo supramoral. Entre, digamos, la izquierda, la cultura (“Europa”) y el mer-
cado, la derecha (“América”).
Hay además un registro blando de la filosofía postmoderna (por supuesto, la filosofía
es parte de todo esto que estoy intentando criticar), que de alguna manera ha fortalecido
este imperio de lo social, este fascismo correcto de la socialización. Cuando parte de la
filosofía postmoderna nos invita a que “debilitemos” aún más la existencia, que debilite-
mos o adelgacemos aún más la identidad, lo hace (con frecuencia, desde su segura tari-
ma universitaria) para que en definitiva se fortalezca, engorde la lógica de lo social... de
la cual el Filósofo forma parte. Por este camino, parte de la filosofía está convirtiendo en
ideología, en propuesta programática, aquello que es empíricamente parte del sistema y
parte de la fuerza de los medios. Adelgazar la existencia para que engorde lo social. Es
decir, a veces en nombre de una “histeria antivitalista” (Deleuze), socabar toda autono-
mía de la decisión vital.
Se ha dado en este sentido, tanto en Europa como en la Norteamérica de los últimos
treinta años, una transferencia perversa de lo existencial a lo social. Con la coartada de
acabar con la “metafísica” y sus dualismos, en nombre de una falsa inmanencia, cierta
filosofía ha ayudado al triunfo de una espectacular obesidad en toda clase de prótesis so-
ciales. Y ello en detrimento de los instrumentos espontáneos de la vitalidad. Sin embargo,
fijémonos en la paradoja, y esto también era el tema del precioso vídeo de Martín Sam-
pedro, con frecuencia nos olvidamos de que persiste todavía una “tecnología punta” de
la vida desnuda. De que la vida que, por accidente o por decisión, está desconectada en
instantes cruciales, que parten nuestra historia en dos. Y sin embargo, en ese momen-
to de parada, en ese momento de silencio y reposo donde están interrumpidos todas las
conexiones, cortados todos los cables, hay una tecnología punta de la memoria, de los
sentidos, de la imaginación. En suma, estamos hablando de una tecnología punta de la
decisión… Allí donde toda la estadística enmudece. Una vez más, ¿es pedir demasiado
simplemente hablar de eso?
En Ser y tiempo, Heidegger se refiere a que el Dasein, la existencia humana, es pro-
fundamente “desalejadora” de toda lejanía. Toda distancia, dice él, es convocada aquí, sin
ninguna clase de prótesis técnica, en algunos momentos clave de la existencia, en virtud
precisamente de su desconexión de cualquier red externa. En virtud, digamos, de la más
íntima “inhospitalidad” de la existencia. Y reparemos en que, de alguna manera no dicha,
pero sí supuesta, toda la red técnica mundial, sobre todo en su forma actual, que ya retrata
McLuhan, es escandalosa, torpemente analógica con respecto a esa potencia alojada en el
“En ese momento de parada, de
silencio y reposo donde están
interrumpidas todas las conexiones,
cortados todos los cables, hay una
tecnología punta de la memoria, de
los sentidos, de la imaginación. En
suma, estamos hablando de una
tecnología punta de la decisión... Allí
donde toda la estadística enmudece”
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Dasein. Al fin y al cabo, la televisión, las tecnologías digitales, la red de redes de Internet, son útiles y comprensi-
bles (en el buen sentido) porque imitan lo que ya era la vida. El ordenador es una copia más o menos grosera, bi-
naria, de lo que ya la existencia realiza únicamente con sus propias armas, en cuanto está arrojada a sí misma. El
ordenador tiene un programa determinado, obedece a un determinismo complejo. La diferencia de una “máquina
natural” (Leibniz) con respecto a eso es que el autómata natural es máquina hasta en sus más ínfimas partes. Es
decir, extrae respuestas, individuantes, de la indeterminación, de la desprogramación.
Hay ya en nosotros, la hay en mí, aunque no hubiera micrófono ni pantalla, una conexión con toda lejanía a tra-
vés de los silenciosos instrumentos que la propia existencia inventa. En cierto modo la red técnica es una imitación
muy aproximada, una imitación “analógica” (nada del puritanismo digital aquí) de todo esto que ya estaba en la
existencia. Pero, con el resultado añadido de que lo digital, justamente por una velocidad que nos impide pararnos,
que nos impide caer, nos impide rozar esos fenómenos de borde, esa potencia ultratecnológica de la vida desnuda
(la cual, dicho sea de paso, es la que permite ocasionalmente un uso genial de las tecnologías). La mediación so-
cial global ha conseguido interrumpir, cuestionar, deconstruir, injuriar constantemente esos instrumentos elemen-
tales de la existencia. Hasta el punto de que la tesis que aquí se defiende pasará fácilmente por “romántica”.
Y sin embargo, resumiendo, esta exposición, que es absolutamente apocalíptica en el plano “cerebral”, en el
plano de lo histórico-social, es absolutamente afirmativa en el plano “neuronal” de la vitalidad. Quería haceros
Serie fotográfica Schliemann’s Troy, de Won Ju Lim, 2001. Obra editada en ART NOW, Ed. Taschen, Colonia/Berlín, 2002.
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la propuesta, justamente en estos tiempos, de que no olvidéis apoyaros en lo más duro de la existencia humana,
en el enigma de su condición mortal. Cuando antes hablé de la muerte no me refería al accidente fatal, que puede
ocurrir, sino aquello a lo cual minuto a minuto estamos convocados por el hecho de ser mortales. Una muerte, por
tanto, que de alguna manera siempre es anterior, siempre nos antecede. Si nos desenganchamos, si nos desco-
nectamos de esta extremadamente peligrosa conexión que es la vida mortal, somos pasto de un instrumento que
no es exactamente acéfalo, ni neutral, ni carente de ideología. Más bien está manejado por unos intereses y una
ideología que podrían tener en cada caso nombres y apellidos. Creo que toda perspectiva de resistencia, en primer
lugar vital y existencial, en segundo lugar política, exige retomar el escándalo de la muerte, de una experiencia in-
transferible, sin mediación posible, que traspasa la vida humana.
Y retomar además de manera absolutamente afirmativa esta vieja cuestión, y ya termino, es también conec-
tar con una vieja tradición de sabiduría que piensa la potencia de lo pequeño en cuanto empuña sus límites. Esto
supondría, para superar el maniqueísmo que nos hace letales, ser capaces de pensar un Bien que no se oponga al
Mal, sino que sólo consiste en el Mal asumido. Un bien que, por así decirlo, se eleva ganándole al mal en su propio
terreno. Me refiero al mal que la propia existencia es. Es urgente no contraponerle un bien a ese mal radical, cosa
que en cierto modo es la lógica espontánea de los medios y de la sociedad entera. Creo que en esta línea de sabi-
duría antigua y contemporánea, en la cual nos hacen señas varios pensadores muy distintos, deberíamos persistir
para inyectar en el orden social una posibilidad, una potencia más alta que todas sus espectaculares actualizacio-
Serie fotográfica Schliemann’s Troy, de Won Ju Lim, 2001. Obra editada en ART NOW, Ed. Taschen, Colonia/Berlín, 2002.
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nes. Entonces la potencia de la finitud, que está en cualquiera, conseguiría rodear (como a un juguete) este orden
macroglobal que nos envuelve. Hasta la crítica podría así dejar de ser apocalíptica, volverse benévola, conjugando
un Sí y un No a todo lo que nos envuelve.
Por lo demás, y ahora sí termino, si uno no cree en el nuevo Dios de lo global, creo que es una idea dispara-
tada, lo digo con todo el cariño del mundo, eso que se encierra en la palabra “glocal”. Lo Glocal no existe, pues lo
global jamás podrá entrar en la lógica de lo local. Y ello porque la incesante localización, el “ahí” de la existencia
vive en una cualidad discontínua totalmente ajena a lo cuantitativo de la magnitud. Lo local, sea una persona, una
esquina de un paisaje o un hogar, está construido, reconstruido constantemente en torno a una experiencia única
de la finitud. En este punto clave lo global no tiene nada que decir y mezclar los dos planos es absolutamente fa-
tal para la vida. Sólo conseguirá hacer más letal una existencia que simplemente ha de asumir que tiene que ser
mortal. Sin más.
Gracias.